Sumida con mirada expectante en un rincón, el hambre royéndole las entrañas, la
más flaca de las aves en el gallinero veía con calma a las otras comer. Poseía un desteñido plumaje, parchado de piel expuesta en los sitios donde sus plumas caían nada más asomar al sol, y, sin embargo, aunque carecía de cualquier gallináceo atractivo, cumplía su labor de ponedora empollando cada mañana huevos quebradizos y endebles. En ocasiones, eran solo tristes y vacíos cascarones. La otrora enhiesta y roja cresta era ahora una rosada cordillera de montes bajos sobre su cabecita marrón, coronando con humilde dignidad el hogar de sus grandes ojos. El instrumento diminuto que tenía por pico le permitía comer y nada más, ni hablar de protección; sus patas, espalda, pecho y alas eran pasto de los ataques del vociferante mar de pollos cada vez que intentaba resaltar. Marginada como era, el hambre y esta terminaron por adoptarse como mejores y más cercanas amigas. Alejada del montón, la Gallina oyó los desgarbados estampidos tambaleantes del proveedor de comida, el que llenó los cuencos comunitarios derramando parte del contenido sin cuidado. Cumplida su faena, el hombre se alejó haciendo resonar el suelo tras el delirante aleteo que las aves de corral levantaron, sin dejar de maldecirlas. Orondas y ruidosas, como satisfechas de sí mismas por alguna desconocida razón, movían sus inútiles alas atizando un torbellino de polvo, aserrín y plumas en el proceso, tratando de llegar al centro donde el grano esperaba a ser devorado en desordenado montón. Llenaban sus picos con glotonería tragando el duro alimento; sin saborearlo, picoteaban las cáscaras vacías de sandías y de plátanos; comían melón, pienso y maíz reseco, engullendo en el proceso piedrecillas del suelo sin darse cuenta siquiera de qué echaban al buche. Las más gordas estaban adelante, ocupando la mayor parte del pocillo sin dar espacio a las demás para acercarse hasta que se encontrasen satisfechas; tras estas, almorzarían las medianas y luego los más jóvenes pollinos, dejando algo para las viejas más lentas. Uno podía medir el tamaño de las aves con solo una mirada, tal era el orden que la naturaleza del más fuerte establecía. Con las viejas estaban también las enfermas, las del moquillo en los ojos y barbillas recortadas a base de picotazos bajo las orejas, esas que, día sí y día no, eran pasto del hacha. Estas comerían de las últimas, pero no serían las últimas. Alejada de aquella caprichosa y fría jerarquía, una pequeña tristeza alada disfrazada de ave esperaba a que otros estómagos estuviesen llenos antes de lograr comer algo. En no pocas ocasiones, cuando las demás dejaban el envase por fin y caminaban lentas a sus perchas a pasar aquella suerte de resaca gastronómica, el alimento restante en el pote eran las sobras de las sobras, obligándola a comer las hilachas pisoteadas y llenas de polvo de las frutas rancias que nadie más quiso. Otras veces debía escarbar el suelo para sacar a la luz algunos granos aplastados y sucios, los que comía con agradecido placer, aun a pesar de ser físicamente incapaz de saborearlas. Solo en los tiempos de gran mortandad había logrado terminar una comida sin seguir hambrienta, cuando alguna peste o enfermedad dejaba a sus compañeras una a una exánimes en el barro, sin que pudiesen hacer nada por evitarlo o comprenderlo. Cuando esto sucedía se limitaba a mirarlas, parándose frente a sus cuerpos durante horas antes de que llegase el ruidoso y lampiño ser a retirar sus cadáveres, extrañándose del flaco pollo que se mantenía en pie cuando otras mejor cuidadas caían desfallecidas en medio de la noche. En un primitivo impulso de alejarse de la cercana muerte, las demás aves rehuían de las ya exgallinas, apelmazadas en el piso. No las miraban ni siquiera al hurgar los suelos con sus encallecidas patas, como si evitando aquel memento mori pudiesen retrasar lo inevitable un día más; la flaca, por otro lado, no apartaba sus ojazos de ellas. Su rostro no podía expresar emoción alguna y, aun así, se mantenía firme ante aquel extraño estado en que indefectiblemente se sumirían todas las demás a su alrededor, como llevaban haciéndolo durante todo lo que alcanzaba a hurgar en su escasa memoria. No era la primera vez que presenciaba el inexorable destino de congéneres; el duelo no significaba para ella más que la promesa de aquietar parte de su apetito al día siguiente. No podía sonreír pero lo hizo, aunque nadie que hubiese visto aquel gesto habría admitido que significaba algo, todavía menos las otras gallinas. Para estas, la flaca era una paria, algo que debían alejar del grupo a picotones; no hay comunidad si no existe un ser ante el cual unirse, al que despreciar. Del que desconfiar. Pero la Gallina más delgada no participaba de aquel arcaico sentimiento social. Conocía el aguijonazo del hambre como a su propio pico truncado, lo conocía y lo amaba, pues demostraba que estaba viva, que comería si no al día siguiente, al próximo, cuando las demás no estuviesen ya. Incluso el anhelo de comer era algo efímero frente a su longevidad, su incapacidad de morir. No podía imaginar, sin duda debido a lo limitado de su intelecto, que no solo había sobrevivido incontables hambrunas entre las aves, sino que también a reyes y emperadores: reinos y gobiernos enteros, en todas partes del mundo, habían sucumbido mientras ella se limitaba a esperar. Era única en su clase, y no tenía otro propósito que el seguir respirando, seguir viviendo el día a día desconocedora del significado de la extraña muerte, aunque sin desgastarse pensando en ello. La Gallina, sin saberse en un mundo poblado de seres que se apagaban poco a poco, esperaba en su rincón lista para picotear los restos del almuerzo.