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Afán afanado - Liza Porcelli Piussi

Cuando me presentaron a Hernán Teabrochi pensé que era un


pedigüeño y nada más. Pero apenas el pibe entró en confianza, me
di cuenta de que tenía una enfermedad apestosa: la de
cacaveocacaquiero.
Los Teabrochi recién se habían mudado al barrio. Y por culpa
de la peluquería de la vuelta, nuestras madres se conocieron
charlando. Pero creo que las madres siempre se quedan con ganas
de seguir charlando, por eso a Teabrochi enseguida lo metieron en
mi colegio y en mi mismo grado, y así ellas empezaron a turnarse
para venir a buscarnos a la salida, una semana cada una, y
después quedarse charlando, obvio. Y por si eso no era suficiente,
mamá también presentó a los Teabrochi en nuestro club, para
poder charlar en los asados, y para que sus maridos jugaran juntos
al fútbol, mientras ellas seguían...
Y así la enfermedad de Hernán me rodeó por todos lados...
Cuando tenemos que actuar, no importa si yo elegí ser el último
mazamorrero suplente del 25 de Mayo: basta con que yo quiera
ese papel, para que Teabrochi busque la forma de convencer a las
maestras para que se lo den a él.
Lo que empeora todo es que por culpa de nuestras madres, tan
pegotes y tan compinches que llegan juntas y se van juntas de las
reuniones de padres, las maestras suponen que Teabrochi y yo
también queremos ser así, carne y uña (él seguro que querría, pero
¡encarnada!); y entonces nos ponen en el mismo equipo, o nos
mandan juntos a todos lados.
Y la manía de Teabrochi es tan terrible que, con él cerca
invadiendo y queriéndolo todo, poco a poco te vas quedando sin
nada propio que te guste...
Por ejemplo, a mí siempre me encantó leer, pero empecé a
odiarlo. Claro que de esto la maestra ni se enteró y me sigue
mandando a la hora de biblioteca... ¡Con Teabrochi! Yo me armé
una estrategia: cada vez que vamos, espero a que él elija su libro,
y recién después decido el mío. Entonces nos sentamos cada uno
con lo suyo. Pero no hay caso: a Teabrochi se le cruzan los ojos
leyendo las páginas de mi libro. Y cuando termina la hora, si le
pedís que te cuente su historia, no sabe qué responderte. Eso sí, de
la mía te puede decir hasta en qué número de página raptaron a
alguien. Y lo peor de todo es que Teabrochi termina disfrutando
mucho más que yo.
También por su culpa los dos empezamos a tener las mismas
cosas. Llegó un momento en que antes de que Hernán viniera a mi
casa, yo escondía todo lo que me gustaba de mi cuarto: sabía que
si él lo veía, después iba a aparecer en su habitación.
Pero Teabrochi, de alguna manera, se sale con la suya... Me
acuerdo de que cuando estaba por llegar el Día del Niño, ya
conociéndolo bastante, no le dije ni una palabra de lo que quería
que me regalaran, a ver si de una vez por todas él se buscaba sus
propios gustos y me dejaba en paz con los míos. Por fin, cuando
llegó el domingo abrí mi regalo y me puse loco de contento: era lo
que yo quería y además, aunque fuera por un día, solo yo iba a
disfrutar de ese regalo.
Al mediodía nos juntamos en el club a comer un asado con los
Teabrochi, y yo, chocho de la vida, llevé mi equipo de mago
recién estrenado. Pero cuando llegamos... ¡no lo podía creer!:
Hernán estaba frente a todos mostrando sus trucos de magia con
un equipo profesional igual al mío. "¿Viste qué divertido que los
dos recibieron el mismo regalo?", me dijo mi mamá con voz de
propaganda berreta. "¡Ahora pueden hacer magia juntos!", insistió
ella, y yo hubiera querido convertirla en comadreja pero para
siempre. Es que mamá le había contado a su amiga lo que yo
había pedido, y apenas la madre se lo dijo a Teabrochi, listo: él
me afanó mi idea.
A partir de ahí fue que empecé a sentir que todos a mi alrededor
están como hechizados y no pueden ver nada. O mejor dicho, ven,
¡pero ven mal!
Cada día es algo diferente: si mis compañeros no me dicen
"¡Ah, mira, che, te compraste las mismas zapatillas que
Teabrochi!", me preguntan "¿Facu, vos también sos de San
Lorenzo, como Teabrochi?”.
Y ahora ya no sé qué hacer.
Me acuerdo, de más chicos, ¡a quién no le gustaba encontrar
"colegas" que tuvieran algo igual a nosotros! Pero Hernán, más
que un colega, es como tener siempre cerca una aspiradora que
cuando se da vuelta para mirarme, lo absorbe todo... Tanto que si
Teabrochi anda cerca, yo hasta me cuido de pensar en algo que
me guste, por si él puede leerme el pensamiento y copiármelo.
Justamente eso tendría que haber calculado cuando se me
ocurrió la idea: Betiana. Pensé que era la mejor forma de curar a
Teabrochi con un poco de su propia medicina.
Me concentré en ella todo lo que pude: si Betiana pasaba al
pizarrón, yo ponía cara de inútil y me quedaba mirándola como
embobado, imaginando que esa trenza ancha, pelirroja y fea que
ella siempre lleva le quedaba espectacular. Y esa mañana en que
Teabrochi faltó hasta me senté con Betiana que siempre se sienta
sola, y salí con ella a todos los recreos (por suerte ese día Betiana
se la aguantó y no se sacó ni se comió un solo moco al lado mío).
Hice eso porque sabía que los chicos al otro día me iban a
cargar enfrente de Teabrochi, y entonces listo: mister Afanancio
caería en la trampa y Betiana por fin iba a ligar un novio.
Pero parece que los que tienen la enfermedad de Teabrochi
tampoco comen vidrio: Hernán se puso de novio, sí; pero con
Valeria, la morocha que siempre me había gustado.

El intento de Golett
Eduardo Abel Giménez
Al Norte y al Sur la ciudad no terminaba nunca, y al Este no iba
nadie porque estaba el río. Al Oeste empezaban los barrios pobres
y los días tristes, dos inventos que en esa época tenían mucho
éxito pero que Golett prefería evitar. Entre esas cuatro paredes
que le ponía la ciudad, Golett miró primero hacia arriba y luego
hacia abajo. Arriba pasaba un avión que venía de la base. Abajo
estaba el jardín de su casa de El Palomar.
Tardó un minuto en decidirse. Para salir de la ciudad había un
solo camino, y se puso a cavar.
El primer día consiguió hacer un pozo de dos metros, y después
se fue a dormir. A la mañana siguiente tropezó con una roca y
tuvo que recurrir al martillo. Al mediodía ya tenía llagas en las
manos, así que se permitió una siesta.
Los vecinos se fueron enterando del intento, como sólo saben
enterarse los vecinos, y la noticia corrió de cuadra en cuadra. Al
tercer día, Golett fue a ver la obra y descubrió que se la habían
invadido.
Eran tiempos en que mucha gente quería irse de la ciudad, y no
todo el mundo tenía el ingenio de Golett. Muchos eran
envidiosos, y a nadie le preocupaba aprovecharse del trabajo de
otro. Por eso, los más madrugadores habían corrido al jardín de
Golett y se habían zambullido de cabeza en el pozo. Los que
vinieron después llegaron a tal velocidad que no pudieron frenar y
terminaron cayendo sobre los primeros. Los últimos, que eran de
esos que siempre dependen de la suerte y del prójimo, se
encaramaron sobre los otros, pensando que el peso de los cuerpos
haría ceder el fondo del pozo y todos caerían en algún paraíso
reservado a los inteligentes. Así que cuando Golett se asomó al
jardín había una montaña humana más alta que el techo.
La policía también se enteró, y se llevó a Golett por sospechoso
de algo que no estaba muy claro. Lo encerraron en un sótano, y
esa fue la mayor profundidad que consiguió alcanzar en su
intento.
Golett era capaz de reconocer sus errores. Esta vez había
cometido dos: suponer que hacia abajo el camino estaba
despejado, y creer que no había otra dirección que llevara fuera de
la ciudad. Eran errores graves, porque abajo había tantos vecinos
y policías como en cualquier parte, y además quedaba otra
dirección para probar: hacia adentro.
Al principio, Golett se rio de sí mismo. Hacia adentro sólo se
consigue entrar, y eso a veces. Salir, se sale hacia afuera. Pero
después cambió de idea.
Llevaba apenas unas horas encerrado cuando empezó a salir
hacia adentro. Nadie se dio cuenta, porque se iba achicando tan
despacio que disimulaba bien.
—No sabía que era un enano —dijo el juez a la semana, cuando
lo llevaron a declarar.
Los policías se rascaban la cabeza.
A los veinte días era tan pequeño que pudo pasar entre dos
barrotes y salir a la calle. Ya ni siquiera parecía un enano.
Teniendo en cuenta que el mundo seguía lleno de policías y
vecinos, tuvo que encontrar un modo de pasar inadvertido. Se
puso a andar como un perro.
El perro Golett anduvo por las calles durante un mes, primero
como doberman, luego como cocker, finalmente como pekinés.
Después se hizo gato, ratón, araña. Estaba cansado de comer
porquerías, pero su intento tenía tanto éxito que siguió adelante,
haciendo fuerza todo el tiempo para que sus partes y las partes de
sus partes fueran saliendo de la ciudad, una a una y hacia adentro.
El último testigo de su desaparición fue un chico, que se quedó
con la boca abierta ante el lugar vacío donde antes había un punto,
y antes una mosca que se desinflaba.

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