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No pretendemos que el presente trabajo sostenga su valía desde una supuesta imparcialidad en esos
debates. Es decir, enunciado desde un lugar arbitral, ajeno a los conflictos y cargado de una verdad
pretendidamente científica y absoluta. Por el contrario, creemos que quienes sostienen una supuesta
imparcialidad en el campo del conocimiento en realidad plantean, de manera más o menos velada, todo un
sistema teórico e ideológico presentado como “neutro”. No es nuestro caso. Partimos de apoyarnos en una serie
de teorías críticas que cuestionan la realidad existente y evitan naturalizarla. Eso no significa caer en
estereotipos, dogmatismos o arbitrariedades analíticas. Es posible encarar nuestro análisis con toda rigurosidad
y sentido crítico, incluidos los y las pensadores y las corrientes de pensamiento más afines a nuestras creencias,
sin perder profundidad o caer en la falacia de la neutralidad.
Deberemos entonces abordar en un camino analítico la complejidad presente en la categoría Estado. El
texto está estructurado en dos partes. La primera, con un recorrido más conceptual, trabaja el nacimiento del
Estado Moderno; lo correlaciona con el nacimiento del sistema capitalista, trazando sus relaciones; señala las
diferentes dimensiones que configuran al Estado; analiza los momentos históricos en que se cristaliza una crisis
de la forma Estado y las implicancias de esta cuestión; y finalmente reflexiona sobre las miradas acerca del
Estado que, desde nuestra perspectiva, cuestionamos.
En la segunda parte trabajamos más detalladamente la dimensión histórica, deteniéndonos en las
condiciones y particularidades que dieron lugar al nacimiento y consolidación de los Estados Nacionales en
América Latina para finalmente, recorrer el proceso de génesis del Estado argentino y la constitución de su
forma oligárquica a fines del siglo XIX.
Primera parte
1. El Nacimiento del Estado Moderno
A partir del siglo XVI, aproximadamente, en Europa se comenzaron a sentar las bases del Estado
Moderno. La sociedad feudal se caracterizaba por la fragmentación del poder en múltiples señoríos. En ellos
cada señor tenía el poder de convocar a sus propias fuerzas militares, imponer leyes en su feudo, cobrar
derechos de circulación por su señorío y establecer diferentes cargas de tributo en trabajo, especies o
monetarias a sus siervos y una larga lista de atribuciones militares, judiciales y administrativas. Al mismo tiempo
el poder de la iglesia católica y de los diversos intentos de forjar imperios restringían la posibilidad de
autonomía de los diferentes reinos y su posible acción como incipientes Estados autónomos. Las ciudades y
distintas corporaciones también obtenían una serie de privilegios y exenciones que aumentaban la dispersión
del poder político. Así el rasgo básico de la estructura de dominación social feudal era piramidal –una cadena
jerárquica de señores feudales unidos entre sí por relaciones de vasallaje– y fragmentada.
En un largo proceso, que incluyó retrocesos, ambigüedades y tensiones, con el surgimiento de las
monarquías absolutas se fue generando un proceso de centralización del poder político. En ese camino
comenzó a emerger una característica básica de los Estados Modernos: una instancia centralizada de poder
político que organiza la dominación social de una población en un territorio determinado sobre el que
ejerce soberanía. Ya volveremos sobre el significado de algunos de estos términos. Anotemos aquí que en el
absolutismo, alrededor de la figura de reyes con mayores atribuciones, se consolidaron ejércitos centralizados
que permitían que las monarquías no dependieran de las fuerzas militares de los respectivos señores feudales.
De esa manera, determinados reinos asumían –poco a poco– el control monopólico de la violencia, es decir de la
coerción –el uso de la fuerza– desde una instancia única centralizada. En el mismo sentido se crearon impuestos
con un sistema de recaudación nacional, lo que permitió a las monarquías sostener sus ejércitos y su creciente
aparato administrativo. Poco a poco, la fragmentación del poder político en diferentes planos fue abandonando
sus características de separación y localismo para adquirir rasgos cada vez más centralizados. Los atributos
militares, judiciales, impositivos y administrativos dejaban de estar en manos – al menos en parte– de cada
miembro individual de la nobleza feudal para encarnar en una instancia política que por definición actuaba
sobre la totalidad del territorio. Si inicialmente ese proceso tenía características patrimoniales, donde esos
poderes estatales se consideraban de propiedad personal del soberano –Luis XIV, rey de Francia, llegaría a
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sostener la célebre frase “el Estado soy yo” – pronto el Estado Moderno se edificaría sobre la base de la
propiedad pública y el carácter no personal ni basado en la voluntad del monarca, sino impersonal, fundado en
la ley.
Para que ese proceso se coronara sería necesaria una revolución que terminara con las relaciones
feudales. Los Estados Absolutistas recortaban el poder de la nobleza terrateniente, pero también organizaban la
dominación en defensa de esa nobleza aplastando las insurrecciones campesinas –aquellos que con sus
tributos sostenían toda la estructura de dominación– y mantenían a raya a la naciente clase social capitalista
burguesa. El Estado Absolutista seguía sosteniendo en lo esencial una estructura feudal, más allá del proceso de
centralización del poder político y la aparición, en su seno, de relaciones sociales de producción basadas en el
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capital, es decir la relación capital-trabajo
La revolución francesa y sus cambios socio-políticos y la revolución industrial inglesa con sus cambios en
las relaciones de producción y la economía, inaugurarían, a fines del Siglo XVIII, una nueva era, la del despliegue
pleno de la sociedad capitalista. Justamente la paulatina consolidación del Estado Moderno va de la mano con
el nacimiento del capitalismo constituyendo una unidad indisoluble.
2. El Estado Moderno Capitalista
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Como se observa en el texto de capitalismo , la sociedad capitalista se estructura alrededor de la división
de clases entre la burguesía y el proletariado, los propietarios privados de los medios de producción y quienes
sólo poseen su fuerza de trabajo para venderla como mercancía. A diferencia de la sociedad feudal, la relación
entre empleadores y trabajadores se presenta bajo una relación contraída entre hombres “libres” e “iguales” en
términos jurídicos y de derechos formales. Bajo esa igualdad aparente se articula un sistema de explotación
basado en la plusvalía, es decir la apropiación por el capitalista del valor generado por los trabajadores en el
proceso de producción.
Desde la perspectiva que aquí queremos remarcar la sociedad no es un ente abstracto de personas con
intereses similares. Por el contrario, desde la aparición histórica de las clases sociales a partir de la división del
trabajo, las sociedades se dividen en clases que disputan entre sí la apropiación del excedente económico. La
clase dominante es aquella que a partir del control de determinados medios de producción y del despliegue de
su poder militar, político y cultural se garantiza la apropiación mayoritaria para su clase de ese excedente. En el
capitalismo ese proceso de apropiación adquiere formas específicas, algunas de las cuales señalamos
anteriormente. El punto nodal a tener en cuenta es que la burguesía tiene la propiedad privada de los medios de
producción pero ya no tiene –como sí tenían los señores feudales– el poder militar, jurídico y administrativo de
manera privada. Esa instancia de poder centralizado encarnada en el Estado está separada, diferenciada de
quienes controlan la economía. Esa separación conlleva múltiples implicancias, señalemos solamente por ahora
que el Estado Moderno no ha aparecido de la nada, sino de la propia sociedad, que lo ha engendrado. De esa
sociedad que se encuentra dividida en clases antagónicas y donde quienes dominan tienen que mantener el
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sistema de clases vigente y garantizarse la apropiación del excedente. Justamente el Estado Moderno es la
forma política que adquiere la dominación en la sociedad capitalista, la instancia que genera las condiciones
necesarias para mantener y reproducir esa dominación. De esa manera el conflicto en las sociedades no es una
anomalía, una desviación o un comportamiento social patológico, algo que está al margen de la sociedad y
puede superarse con gobernantes “buenos” o si la sociedad aprende a convivir sin contradicciones. El conflicto
es inherente al tipo de sociedad estructurada en clases diferentes que disputan por la riqueza social.
Esta digresión no es en vano. El Estado Moderno tiene que garantizar la permanencia de las relaciones de
producción capitalistas y mantener la estructura básica del sistema de dominación, de asimetría, de
desigualdad social, por eso es una relación social de dominación que reproduce la separación entre dominados
1
Anderson, Perry, El Estado Absolutista, Barcelona, Siglo XXI, 1985.
2
Lifszyc, Sara, El capitalismo, en Cuadernos de Introducción al Conocimiento de la Sociedad y el
Estado, Buenos Aires, Gran Aldea Editores, 2002.
3
Marx, Karl y Engels, Friedrich, El Manifiesto comunista, Buenos Aires, Anteo, 1972.
3
y dominadores en una estructura social. Como vemos no es algo externo a la sociedad –aunque aparezca
instalado por sobre ella– ni mucho menos un árbitro neutral que se dedique a satisfacer por igual los intereses
de toda la sociedad. Si hay clases diferentes, hay intereses en lucha, en puja y esa instancia de poder no puede
satisfacer por igual a todas ellas. En ese sentido el Estado Moderno capitalista es un instrumento de la clase
dominante, que ésta utiliza para incrementar su poder económico, social y cultural. Pero si nos quedáramos con
esto caeríamos en una simplificación extrema del carácter del Estado Moderno.
El punto es que el Estado es el garante de la relación global del capital y esa relación implica la relación
capitalistas-trabajadores. Debe garantizar el beneficio, la ganancia del capital pero también ciertos derechos de
los trabajadores para lograr que el sistema siga funcionando. De esa manera el Estado capitalista tiene que
asumir tareas que son contradictorias, la de reproducción del sistema y sostener los mecanismos de coerción
que aseguren el control y disciplinamiento de las clases subalternas pero, al mismo tiempo, debe garantizar el
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consenso, la aceptación por parte de esas clases dominadas del sistema vigente. La necesidad de construir la
legitimidad estatal requiere una serie de acciones, de recursos puestos en juego, de medidas materiales y
simbólicas destinadas a las clases populares. Esa tensión entre ambas funciones está cruzada por el conflicto en
la sociedad. El Estado está atravesado por ese conflicto, por las relaciones de fuerza existentes entre las clases
sociales en pugna por el reparto del excedente. El Estado no puede estar al margen porque es parte de esa
dinámica social y de esa sociedad. De esa manera, las políticas estatales, sus acciones y las medidas que toma
reflejan la fuerza que cada clase social tiene para lograr una parte de sus demandas. Desde ya en la sociedad
capitalista el poder, la capacidad de influencia y los recursos con que cuenta la clase dominante son
profundamente superiores a los de las clases subalternas y esa asimetría se refleja necesariamente en la
estructura del Estado. Como lo recuerda Poulantzas, la burguesía, en tanto clase dominante, es la beneficiaria
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principal de las acciones del Estado, pero las otras clases pueden influir en sus políticas. Además esa relación
de fuerzas no está congelada, es dinámica, cambiante, se modifica. Cuando señalamos el carácter de relación
social del Estado estamos indicando que esa instancia de poder condensa en su seno esas relaciones de fuerza
existentes en la sociedad. Como señala la mexicana Rina Roux, es fruto de un proceso activo de interacciones
recíprocas entre seres humanos que se realiza en el conflicto. Por definición el Estado expresa un proceso
inestable y contradictorio en la medida que intenta unificar la sociedad, suspender el conflicto, institucionalizar
y domesticar la política pero ese proceso nunca queda fijo, congelado, porque permanentemente se ve
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atravesado y desbordado por las demandas de las clases subalternas. Si visitamos los distintos planos de
acción del Estado, seguramente estas cuestiones que aquí señalamos nos quedarán más claras.
3. Las dimensiones del Estado
Una parte fundamental de todo Estado reside en la red de instituciones que éste genera para hacer
posible la implementación de sus políticas y funciones. Se podría denominar este plano como:
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A) La dimensión material del Estado.
Si, como indicamos arriba, todo Estado detenta el monopolio legítimo de la coerción, del uso de la fuerza
que hace posible el orden interno y externo, ese plano se materializa en instituciones determinadas, es decir
ejército, policía, cárceles, justicia penal. Si consideramos que todo Estado se sostiene a partir de la extracción
legítima de recursos –impuestos– obtenidos de la población, necesariamente existirá una serie de instituciones
de recaudación que lo hagan posible. Del mismo modo, si la cohesión entre gobernantes y gobernados es clave,
una de las funciones centrales del conjunto de instituciones educativas consistirá en generar las condiciones de
4
Thwaites Rey, Mabel, El Estado: notas sobre su(s) significado(s), FAUD Universidad Nacional de
Mar del Plata, 1999.
5
Poulantzas, Nicos, Las clases sociales en el capitalismo actual, México DF, Siglo XXI, 1998.
6
Roux, Rina, El Príncipe Mexicano. Subalternidad, Historia y Estado, México, Ediciones Era, 2005.
7
García Linera, Álvaro, La construcción del Estado, Conferencia en la Facultad de Derecho de la
Universidad Nacional de Buenos Aires, 2010.
4
posibilidad de esa cohesión. Ese entramado de instituciones, mucho más amplio que las que aquí mencionamos
a modo de ejemplo, funciona gestionado por una burocracia o tecno burocracia que las administra. Se trata de
un cuerpo de funcionarios especializados en diferentes cuestiones que ejercen tareas de coordinación y gestión
que se multiplican y crecen en la medida que las sociedades y el aparato estatal se tornan más complejos. El
aumento de tareas represivas, sociales, tributarias, de gestión estatal de una parte de la producción, de
relaciones diplomáticas externas, etc. requiere de un crecimiento de esa capa burocrática presente en el Estado,
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pero también en el seno de las grandes corporaciones privadas que dominan el poder económico.
Esas instituciones y las políticas desplegadas desde el Estado para ser posibles requieren de un plano no
sólo material sino simbólico, que podría denominarse como:
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B) La dimensión ideal del Estado
El poder estatal y el funcionamiento del conjunto del sistema requiere de una serie de creencias, de
percepciones, de concepciones, de ideas que se interiorizan en cada individuo por medio de complejos
procesos sociales –donde las instituciones del Estado, entre ellas la educativa, juegan un rol central– que
buscan lograr el acatamiento consensual de la población de determinadas acciones, políticas y situaciones. La
construcción de ese plano simbólico permite, entre otras cuestiones, legitimar determinadas capacidades
monopólicas del Estado. En principio aceptamos que sea un policía quien nos multe por una infracción de
tránsito o que sea un organismo del Estado quien nos cobre un impuesto determinado. Esa legitimidad se
construye con saberes, enseñanzas, determinadas expectativas que se impulsan, entre otros lugares, desde el
propio Estado, que crea las condiciones de posibilidad de aceptación de su funcionamiento.
Ningún sistema ni relación de dominación puede descansar exclusivamente en el ejercicio de la violencia.
Para consolidarse necesita entonces crear consenso en la población. Esta dimensión del Estado nos conduce a
tener en cuenta un concepto clave: el de Hegemonía.
Un revolucionario italiano, Antonio Gramsci, fue quien acuñó el concepto. Por su combate contra el
régimen fascista de Mussolini pasó largos años en la cárcel reflexionando sobre las razones del triunfo del
fascismo y la derrota de los intentos revolucionarios en su país. Expresado en términos conceptuales, la
hegemonía consiste en una capacidad político cultural de una clase o grupo que permite, de ser ejercida,
convencer a la mayoría de la población que los intereses de esa clase son intereses del conjunto, de toda la
sociedad. La clase dominante se presenta como la que puede lograr la realización de los intereses de toda la
sociedad. Es un mecanismo central de la dominación ya que logra la aceptación activa –al menos de una parte–
de las clases dominadas del sistema que las mantiene explotadas. Respecto a la esfera estatal un elemento
central es convencer a la sociedad de que es un árbitro, una instancia de poder neutral en el conflicto social, que
el Estado se encuentra por sobre y por fuera de las luchas entre clases. Nada más lejos de la realidad, tal como
explicamos anteriormente, pero en su capacidad de proyectar socialmente esa imagen reside una gran parte de
la legitimidad estatal.
Esa capacidad de construir consenso para la totalidad del sistema no es una función exclusiva del
aparato estatal. Por el contrario, una clase dominante –que toma conciencia de sus intereses comunes en el
Estado– logra estabilizar su dominación si además de poseer el control de los principales medios de producción
es capaz de desarrollar hegemonía. Los medios de comunicación masivos privados, las cámaras empresariales,
el grueso de los partidos políticos, una amplia capa de sindicatos, iglesias; una larga lista de lo que Gramsci
denominaba sociedad civil, es decir, las instancias del plano de lo privado, de las relaciones voluntarias y la
construcción de consenso. Esta es diferenciada de la sociedad política que es el ámbito de lo público, lo
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político-jurídico, la coerción, es decir el Estado en sentido estricto. Desde esas instancias situadas en el
8
Bresser Pereira, Luis Carlos, Estado, aparelho do Estado e sociedade civil, Brasilia, Escola Nacional
de Administracao Pública (ENAP), 1995.
9
García Linera, Álvaro, Oportunamente citado.
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En Gramsci el concepto de sociedad civil, como gran parte de su arsenal teórico construido en
condiciones de adversidad extrema en las cárceles fascistas, no tiene un único sentido. El predominante
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terreno de lo privado se actúa, en las sociedades con mayor grado de desarrollo de occidente, como verdaderas
líneas de defensa del sistema cuando el Estado entra en crisis. Resultan fundamentales para defender al Estado
en situaciones revolucionarias. Desde la sociedad civil se construye un “sentido común” en las clases
subalternas afín a las perspectivas de la clase dominante. Para Gramsci había que distinguir el mero dominio de
un grupo social –basado en mantener la coerción de los dominados– de la capacidad de dirección. Una clase se
torna dirigente cuando ejerce un predominio intelectual y moral que le permite lograr la adhesión de las clases
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subalternas. Conduce y no sólo impone o reprime.
Confusiones típicas respecto al concepto de hegemonía lo reducen a una acotada forma de consenso. La
hegemonía incluye y combina elementos de consenso y de coerción para efectivizarse. Además no se trata de un
mero “engaño” ejercido por la clase dominante, de una capacidad plasmada en el plano de lo discursivo o de la
retórica. Por el contrario, una clase dominante se vuelve dirigente cuando supera su mirada corporativa, es
decir, reducida a su exclusivo interés o beneficio, para incorporar la capacidad de otorgar concesiones
materiales a las clases sobre las que ejerce la hegemonía. Debe ser capaz de ceder, hasta cierto punto, parte de
sus beneficios inmediatos para otorgar determinadas demandas de las clases subalternas, por supuesto sólo en
la medida que esas concesiones fortalezcan su dominación y no la pongan en peligro. Como lo señalaba el
propio Gramsci “…es indudable que tales sacrificios y tal compromiso no pueden afectar lo esencial, porque si
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la hegemonía es ético-política, no puede dejar de ser también económica…” , es decir que no puede peligrar la
propiedad privada de los medios de producción por parte de la burguesía, que es el sostén determinante de su
dominación.
Cuando se produce una crisis del sistema, se genera una situación de crisis de hegemonía que, como
veremos, en su máximo grado de intensidad se vuelve una crisis orgánica. Tanto la esfera estatal como las
funciones dirigentes presentes en la esfera privada de la clase dominante se ven desbordadas, superadas por la
movilización activa de las clases subalternas.
Antes de desarrollar esta cuestión expliquemos una tercera dimensión del Estado Moderno que resulta
central:
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C) El Estado como Correlación de Fuerzas
Tal como indicamos anteriormente, el Estado está surcado por el conflicto. Todo el entramado
institucional, la dimensión material que señalábamos y la dimensión ideal, las ideas y cosmovisiones
predominantes en la sociedad son fruto de las luchas entre clases, grupos, actores sociales diferentes. No
surgen de la nada o de los deseos individuales de cada protagonista. Por el contrario, son un producto de esas
disputas, enfrentamientos y desplazamientos a lo largo de complejos procesos históricos. De acuerdo a la
correlación de fuerzas resultante se condensan determinadas ideas fuerza e instituciones que reflejan y
refuerzan la desigualdad social existente entre los contendientes. El Estado, como ya indicamos, es una relación
social construida en esas luchas.
en sus escritos sitúa a la sociedad civil como parte del Estado. Partía así de una definición amplia del
Estado, que era concebido como la suma de las funciones de dominio –sociedad política- y hegemonía
–sociedad civil– que resumía en la fórmula: Estado es = a sociedad política más sociedad civil, esto es
hegemonía revestida de coerción. Esto implica que la totalidad de actividades prácticas y teóricas, sean
del plano de lo público o de lo privado, si sirven para que la clase dominante mantenga su dominio en
base al consenso activo de los dominados, forman parte del Estado en un sentido amplio. Nosotros aquí
estamos tomando un sentido más restringido de la sociedad civil y sus organismos, que la diferencian del
Estado. Creemos que en función de los objetivos del trabajo esta distinción resulta útil y necesaria.
11
Campione, Daniel, Para leer a Gramsci, Buenos Aires, Ediciones del CCC, 2007.
12
Gramsci, Antonio, en Cuadernos de la Cárcel, Tomo V, México, Era-Universidad Autónoma del
Pueblo, 2000.
13
García Linera, Álvaro, Oportunamente Citado.
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Luego de este recorrido recordemos que una definición acotada del Estado Moderno presente al
principio afirmaba que:
Es una instancia centralizada de poder político que organiza la dominación social de una población en
un territorio determinado sobre el que ejerce soberanía.
Un abordaje que profundice esa definición, a riesgo de ser descriptivo, debería tener en cuenta que para
organizar la dominación social esa instancia de poder:
Detenta el monopolio legítimo de la coerción; desarrolla una dimensión material visible en una red de
instituciones que posibilitan sus políticas y que son gestionadas por una tecnoburocracia; requiere de una
esfera ideal, un sistema de creencias desde el que se construye –en parte– hegemonía y se generan condiciones
para que la clase dominante se torne dirigente; colabora en reproducir la sociedad capitalista en sus elementos
celulares, tales como la relación del capital; es fruto de procesos de lucha sociales y refleja la relación de fuerzas
existente entre las clases en pugna, lo que implica entenderlo como una relación social.
Como relación social inmersa en el conflicto, su capacidad de articular la dominación es interpelada y
puede entrar en crisis profunda.
Al mismo tiempo la posibilidad de una transformación de la sociedad requiere que las clases dominadas,
desde antes de su acceso a instancias de gobierno, construyan su visión del mundo, sus concepciones y
perspectivas en un proceso de contrahegemonía. El pensamiento gramsciano señala, de esa manera, que una
clase subalterna puede convertirse en hegemónica antes de acceder a gobernar.
La posibilidad de una transformación radical requiere de situaciones revolucionarias, de crisis de
dominación que pongan en jaque el ordenamiento social existente y las estructuras del Estado.
La Crisis orgánica
Cuando se habla de una crisis de hegemonía se hace referencia a una situación donde la clase dominante
no logra recrear las condiciones para lograr que su dominio se base en condiciones de legitimidad y consenso
mayoritario. Quienes detentan el poder económico dominan, pero no son “dirigentes” en el sentido que
explicamos anteriormente. Cuando las contradicciones sociales se aceleran, se alcanza el máximo grado de
crisis de hegemonía, una crisis orgánica donde, en palabras de Gramsci: “la clase dominante ha perdido el
consentimiento, o sea, ya no es dirigente, sino sólo dominante, detentadora de la mera fuerza coactiva, ello
significa que las grandes masas se han desprendido de las ideologías tradicionales, no creen ya en aquello en lo
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cual antes creían, etc. La crisis consiste precisamente en que muere lo viejo sin que pueda nacer lo nuevo.”
En una situación de crisis orgánica, las clases subalternas ya no asisten como espectadoras pasivas o sólo
como apoyo de las diferentes fracciones de la clase dominante en sus disputas internas. La dinámica de la
conflictividad se traslada a un enfrentamiento más explícito entre las clases dominadas, que actúan con
creciente autonomía, y los dominadores, que ven amenazada la totalidad del sistema de dominación que han
construido. Es una crisis de dominación que involucra todos los planos de la realidad (político, social, cultural,
económico) y es el trasfondo que posibilita el desarrollo de actores sociales que impugnan el orden establecido.
El Estado, como instancia de poder que articula la dominación, se ve desbordado por demandas que no
puede absorber dentro de su lógica institucional. Las dimensiones y componentes del Estado comienzan a fallar
y resquebrajarse, no pudiendo cumplir las funciones que sostenían. Esa situación de crisis orgánica no
necesariamente desembocará en una revolución y un cambio de sistema. Por el contrario, puede resolverse en
una forma restauradora del sistema anterior, con más o menos cambios, según los diferentes casos. Como
procesos históricos, por cierto no tan abundantes en la historia, esas crisis resultan verdaderos laboratorios
sociales donde se engendran transformaciones y se tornan evidentes, muy visibles, algunas de las cuestiones
que aquí postulamos. Entre ellas el carácter inestable, dinámico y cambiante de la forma Estado como fruto de
procesos que condensan en su estructura relaciones sociales.
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Gramsci, Antonio; “oleada de materialismo y crisis de autoridad”, en Mabel T. Rey (et alía), Gramsci
Mirando al Sur, Mimeo.
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Finalmente, retomar una reflexión sobre ciertas visiones del Estado que aquí cuestionamos, ayudaría a
reforzar lo que no es el Estado desde nuestra perspectiva.
4. Una crítica a ciertas miradas sobre el Estado
En primer lugar, como repetimos en más de una oportunidad, descartamos las perspectivas que
ubican al Estado como portador de una supuesta neutralidad y como instancia situada al margen y por
arriba de la sociedad. Esas creencias se basan en una perspectiva profundamente ahistórica y que esconde de
manera interesada el conflicto social inherente a las estructuras de la sociedad capitalista. El Estado queda de
esa manera desligado de la sociedad capitalista que en estas visiones, afines a una perspectiva neoliberal, sólo
se sustenta en la búsqueda del beneficio de cada individuo, las familias y la autorregulación del mercado. La
tarea central del Estado pasa, desde estas miradas, únicamente por proteger la propiedad privada que es
presentada como interés del conjunto de la sociedad y no de una clase.
En segundo lugar, no hay que confundir Estado y Gobierno, elementos que suelen aparecer como
sinónimos en cierto “sentido común” reforzado desde los medios masivos de comunicación privados. El
gobierno es una parte del Estado, es su cúspide pero supone un ejercicio transitorio del poder. Habla en nombre
del conjunto del Estado, actuando como su vocero, pero está muy lejos de superponerse con él. Por el contrario,
la dinámica histórica nos marca una larga lista de gobiernos que no controlan el Estado o determinados
componentes de éste, sean las Fuerzas Armadas, el poder judicial, sectores de la burocracia al interior del
propio Estado, etc. No hay que perder de vista entonces que acceder al gobierno no implica tener el control del
poder estatal y que aún en el hipotético caso que se controlen sus resortes mayoritarios, no se tiene el conjunto
del poder. En una sociedad capitalista una parte decisiva del poder descansa en la propiedad privada de los
medios de producción por parte de la burguesía y la capacidad de ésta de generar hegemonía desde un
conjunto de instrumentos –medios de comunicación, partidos, escuelas privadas, asociaciones, fundaciones,
cámaras, etc.– presentes en la sociedad civil y que no pertenecen al Estado.
En tercer lugar, quienes conciben al Estado solamente como un aparato de instituciones dejan de
lado su dimensión ideal, el régimen de creencias que se porta social e individualmente y es construido
históricamente. De la misma manera no entenderlo como relación social olvida la complejidad de procesos de
lucha social que se condensan en el Estado. De esa manera, tomamos distancia de determinadas visiones que
pueden incluso presentarse como críticas del capitalismo, pero que conciben el cambio social como la mera
apropiación de los aparatos estatales para realizar desde allí las transformaciones sociales que terminen con el
capitalismo. Entienden al Estado como una “cosa” petrificada donde reside el poder político.
Por el contrario, desde otras perspectivas críticas, una transformación radical de la sociedad existente
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requiere de un largo proceso de deconstrucción de la estatalidad presente en la sociedad. Necesita de la
combinación de un gobierno –y hasta cierto punto un Estado– que aliente esas transformaciones, junto al
empoderamiento de las clases populares y sus organizaciones, que deben adquirir, paulatinamente,
posibilidades de autogobierno. En definitiva, esas miradas no entienden al poder como “una cosa” que reside
sólo en el Estado, sino como una relación que recorre al conjunto de la sociedad, por eso señalan que desde las
clases populares y la sociedad civil también se construye poder.
Finalmente, un problema de abordaje se presenta con la dupla Estado-Nación tan característica de la
consolidación de los Estados Modernos. En la tradición anglosajona se habla tan sólo de gobierno no haciendo
mención al Estado, lo que fortalece la confusión que señalamos anteriormente. A su vez, en buena parte de la
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tradición europea el Estado es identificado con el Estado Nación, es decir con el país.
Cualquier recorrido histórico nos indica que los Estados y las Naciones han existido desde antes de la
aparición del capitalismo. Incluso sabemos que han existido –y existen– naciones que carecen de Estado, es
decir de esa instancia de poder centralizado que articula la dominación que venimos analizando
detenidamente. Esto es así porque la dimensión simbólica de la Nación, ese sentimiento de pertenencia que
15
García Linera, Álvaro, Oportunamente Citado.
16
Bresser Pereira, Luis Carlos, Oportunamente Citado.
8
forja una identidad común en un conjunto humano, se genera por mecanismos religiosos, culturales,
lingüísticos, históricos, que no necesariamente desembocan en un asentamiento territorial común con
gobierno, instituciones, etc. Un ejemplo posible es el de la nación gitana, los kurdos o decenas de naciones que
aún hoy no cuentan con un Estado. El problema radica en que los Estados Modernos ejercen su soberanía sobre
una población que habita un territorio. Esto significa que los Estados Nación Modernos son una experiencia muy
específica.
Para Aníbal Quijano, se trata de sociedades nacionalizadas, es decir políticamente organizadas como
Estado Nación. Esto requiere de instituciones tales como la ciudadanía y la democracia política –con los límites
estructurales que les impone el capitalismo– que permiten el acceso a la igualdad legal, civil y política para
gentes socialmente desiguales. Si todo Estado-Nación es una estructura de poder, una instancia de dominación,
para Quijano la identidad común que expresa la Nación no puede ser algo meramente imaginario, ficcional,
aunque tenga parte de eso. Sus miembros precisan tener algo real en común, algo que compartir, y ese
elemento necesariamente debe basarse en algún nivel de acceso a la ciudadanía y la democracia política como
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elementos centrales.
Para Oscar Oszlak, la estatidad, es decir los atributos que hacen que un Estado sea Estado, requiere la
capacidad de difundir e internalizar en la población una identidad colectiva, por medio de la emisión de
símbolos que refuerzan sentimientos de pertenencia. Así el Estado construye la identidad nacional en una
población que inicialmente se puede encontrar diferenciada por tradiciones, etnias, lenguajes que la separan.
La construcción de la identidad nacional –si ésta no existe o es débil– es un elemento central de la acción del
Estado, en este caso ubicada en el plano de lo ideal, de lo simbólico, en la esfera de los sentimientos y
percepciones colectivos.
A su vez la construcción de la Nación también requiere, para el autor, de un plano material vinculado a la
integración de la actividad económica dentro de un espacio territorialmente delimitado. En esencia se trata de
la formación de un mercado y una clase burguesa nacionales, es decir una clase dominante que supera lo local y
articula relaciones sociales capitalistas –propiedad privada, trabajo asalariado, predominio de producción de
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bienes de cambio, plusvalor como fuente de ganancia, etc.– que se tornan dominantes en el plano nacional. Es
decir presupuestos imprescindibles para un sistema de dominación nacional articulado desde el Estado.
De esa manera es necesario diferenciar las categorías Estado y Nación al mismo tiempo que es clave
entender sus elementos de unidad en la aparición de los Estados Modernos Nacionales. La instancia de poder
encarnada en el Estado genera las condiciones para que la población que habita ese territorio se incorpore al
sistema político como ciudadanos con derechos formalmente iguales, construya una identidad común por
medio de la difusión de símbolos y una esfera material de relaciones capitalistas integradas en un espacio, que
lo diferencian de otros Estados Nación existentes.
En este recorrido, si hasta aquí abordamos conceptualmente la génesis y dimensiones del Estado
moderno, debemos pensar ahora esos planos en la dinámica de los procesos históricos de nuestra región y de
nuestro país. En ese sentido es importante reflexionar sobre la especificidad de los Estados Latinoamericanos,
sus particularidades, sus diferencias respecto a los Estados centrales, particularmente de Europa Occidental
–donde como vimos nacieron los Estados Modernos– y también respecto al caso de Estados Unidos. A partir de
allí, podemos pensar el caso argentino y problematizar las condiciones que posibilitaron su consolidación del
poder estatal, bajo su forma oligárquica. Esos ejes son abordados en la segunda parte de este trabajo.
Segunda Parte
1. Los Estados Latinoamericanos: colonialidad del poder, eurocentrismo y dependencia
17
Quijano, Aníbal, Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina, en: Lander, Edgardo
(compilador), La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales, Buenos Aires, Clacso, 2003.
18
Oszlak, Oscar, La formación del Estado Argentino, Buenos Aires, Ediciones de Belgrano, 1985.
9
La constitución de los Estados Latinoamericanos siguió caminos radicalmente diferentes de los que
reseñamos anteriormente en Europa. No sólo por ser mucho más tardía su consolidación definitiva,
fundamentalmente en la segunda mitad del siglo XIX, sino porque la conquista de América y la constitución de
19
un Sistema Mundo , desde el siglo XVI en adelante, determinaron radicalmente su destino.
20
En el planteo de Aníbal Quijano, la conquista de América, inicialmente española y portuguesa, se basó
en el genocidio de indios, atados a los grandes latifundios y minas por medio de la servidumbre, así como de la
población negra africana. Esta última, sobre todo a partir del siglo XVII, fue esclavizada para ser usada como
mano de obra gratuita en las grandes plantaciones productoras de azúcar, tabaco, algodón y café, bienes
destinados al consumo de las sociedades europeas. De esa manera las masacres y la desarticulación de todos
los planos –económicos, políticos, culturales, simbólicos, reproductivos– de la vida cotidiana de esos pueblos,
se tornaron un elemento imprescindible para conformar la base material del sistema capitalista. El saqueo del
oro y la plata de nuestro subcontinente generaron las condiciones de mayor control monetario y comercial de
Europa, lo que a su vez le permitió el dominio de las rutas atlánticas y su superioridad sobre otros imperios y
civilizaciones –árabe, china, etc. –.
21
La explotación gratuita de mano de obra fue pieza determinante de la acumulación originaria de las
sociedades centrales. A su vez, la economía de plantaciones en las que se usó parte de esa mano de obra negra e
indígena, permitió la producción masiva de mercancías. La construcción de la modernidad se basó en ocultar su
relación íntima con ese proceso de genocidio y de despojo que resultó clave para su desarrollo en el espacio
europeo. Obsérvese que esta historia entrelaza profundamente la parábola de tres continentes –África, América,
Europa– aunque aún hoy el estudio de ese momento histórico en nuestros espacios educativos nos presenta
esos procesos como compartimientos estancos y son abordados de manera paralela, sin articular sus profundas
conexiones, lo que no resulta para nada casual.
Pero la comprensión profunda de las implicancias de la conquista reside, para Quijano, en la aparición de
un patrón de poder mundial que tiene como soportes decisivos la colonialidad del poder y el eurocentrismo.
En el primer caso, no se trata tan sólo de la relación colonial de dominación entre las metrópolis europeas y
19
El concepto de Sistema Mundo ha sido desarrollado por diversos intelectuales: uno de los que más
tuvo que ver en su elaboración y difusión ha sido el estadounidense Immanuel Wallerstein. El argumento
central reside en que la conquista de América, la de África y el dominio europeo de las rutas comerciales
hacia Asia, posibilitaron la aparición, por primera vez en la historia de la humanidad, de una economía de
características globales, que se erigió de manera definitiva durante el siglo XVI. Esa economía mundo se
caracteriza, entre otras cuestiones, por el desarrollo de un sistema capitalista que implica la existencia de
países centrales que explotan al resto de los países, países semiperiféricos –son explotados pero a su
vez explotan a otros- y países periféricos –son dominados sin explotar a otros-. Esta perspectiva se
enfrenta a la idea de progreso y a las tesis liberales de que el desarrollo del comercio genera bienestar
entre las naciones y afirma que la economía mundo es desigual, jerárquica y fruto de relaciones de
fuerza diferentes entre países, lo que implica desarrollos y beneficios totalmente asimétricos. Esa
economía se articula y se sostiene conectada con relaciones sociales, políticas y culturales que
constituyen la estructura de un sistema mundo. Ver: Wallerstein, Immanuel, Capitalismo histórico y
movimientos antisistémicos: un análisis de sistemas- mundo, Madrid, Akal, 2004.
20
Quijano, Aníbal, Oportunamente citado.
21
El concepto de acumulación originaria o primitiva, remite a un momento fundante del capitalismo donde
se produce el despojo de millones de productores directos del control de sus medios de producción, los
que se ven empujados hacía la única alternativa de vender su fuerza de trabajo para poder sobrevivir.
Ese proceso fue analizado por Karl Marx a partir del estudio del caso de Inglaterra y la génesis del
capitalismo en ese país, particularmente en el capítulo XXIV de su obra El Capital, Tomo I. Ver: Marx,
Karl y Engels, Friederich, Obras Escogidas, XII Tomos, Buenos aires, Editorial Ciencias del Hombre,
1973.
10
nuestra región. La colonialidad del poder se funda en la etapa de dominación colonial pero aún permanece
vigente. Tiene como epicentro la consolidación del racismo como herramienta de clasificación jerárquica de la
dominación. Se trata de la justificación de la dominación europea a partir de las diferencias con otros pueblos,
tomando el color de la piel como la más emblemática, a la que luego un cientificismo colonial pretenderá
agregarle bases de supuesta diferenciación biológica. De esa manera las clases dominantes europeas
justificarán –y justifican– su dominación en la pretendida inferioridad cultural, biológica y social, de los pueblos
conquistados. Aún más, esa conquista será presentada con ribetes “humanistas”, dado que era una tarea de los
pueblos más avanzados llevar su civilización a los pueblos “atrasados”, aunque éstos se resistieran.
De los rasgos fenotípicos se deducía la inferioridad de los pueblos dominados en todos los niveles. Las
diferencias sociales y culturales, aparecían como diferencias raciales.
Complementario con ese mecanismo de colonialidad del poder el eurocentrismo erigió un nuevo patrón
intersubjetivo que configuró percepciones, valores, cosmovisiones en todo el mundo, incluyendo las
mentalidades de muchas franjas sociales de los propios pueblos dominados. En esa perspectiva Europa era –y
es– ubicada como el punto máximo de la civilización humana, su lugar de llegada y de evolución más acabada.
El centro por excelencia del desarrollo de la modernidad y del despliegue de sus valores. Se postula el mito del
progreso y del desarrollo unidireccional de la historia de la humanidad, con Europa como paradigma. Los
procesos regionales y locales de esa zona del mundo son presentados como universales. De esa manera, las
diversas experiencias culturales, las formas de subjetividad y de sociedad diferentes de cientos de pueblos
resultan invisibilizadas y reducidas a formas del pasado y por ende, del atraso. Según estas perspectivas, sólo
copiando los paradigmas europeos y asumiendo sus formas de civilización esos pueblos podrían salir de su
condición de inferioridad, es decir que debían negar y dejar atrás todas sus formas de construcción social y
22
cultura para poder integrarse al progreso. El verdadero sujeto del conocimiento del paradigma eurocéntrico
no es enunciado explícitamente pero se trata de un europeo, propietario, blanco, varón, de clase alta,
preferentemente de religión protestante. Ese sujeto de la historia es el opuesto de quienes son considerados
meros objetos de conocimiento y que nunca pueden erigirse como sujetos constructores de su propio saber,
que por definición son los indios, negros, mestizos, mujeres, etc. ubicados en el escalón inferior de la
humanidad.
La importancia de estos mecanismos que, como dijimos, perduran fuertemente hasta nuestros días, se
visualiza en cómo determinan las formas de explotación del trabajo de las sociedades coloniales. Las formas de
explotación no salariales eran destinadas a los pueblos dominados, como el trabajo esclavo para los pueblos
22
Con todas las ambigüedades, diferencias y matices que se puedan señalar, es evidente que el
predominio de los patrones eurocéntricos se derramó también sobre los pensamientos emancipadores
opuestos a las burguesías europeas, que surgieron en la Europa del siglo XIX de la mano del crecimiento
de la clase obrera. En el caso del anarquismo, el rechazo de muchas de sus vertientes al mundo cultural
y simbólico de las clases populares no obreras, especialmente del campesinado, tuvo episodios
tremendos en Latinoamérica como los tristemente célebres batallones rojos de la revolución mexicana de
1910 a 1920. Allí, trabajadores anarquistas combatieron armas en mano, junto a grandes propietarios
como Venustiano Carranza, contra los ejércitos campesinos de Villa y Zapata. En el caso de la tradición
marxista, los escritos de Federico Engels –avalando la anexión de gran parte de México por parte de
EEUU, a mediados del siglo XIX –o los del propio Carlos Marx sobre la India–, señalando el supuesto
impulso progresista que los capitales ingleses traerían a ese país, son muy claros en mostrar la
presencia en sus fundadores de una lógica positivista y eurocéntrica. Es cierto también que en ambas
tradiciones se desarrollaron elementos antagónicos con el eurocentrismo. Particularmente en el
pensamiento de Marx la mayoría de sus postulados se encuentran en abierta contradicción con sus
afirmaciones más cercanas al patrón eurocentrista. Para una mirada profunda sobre las tensiones
presentes en el pensamiento marxista ver: Lander, Edgardo, Marxismo, eurocentrismo y colonialismo,
en: Borón, Atilio (compilador), La Teoría Marxista hoy, Buenos Aires, Clacso, 2006.
11
negros africanos o la servidumbre indígena –que la colonia española monta ante la preocupación por el brutal
descenso de la población indígena–. Por el contrario, las relaciones salariales fueron reservadas a la población
blanca o a aquellos miembros de las clases populares cuyo color de piel, vía el mestizaje, se encontrara lo
suficientemente emblanquecida para ser parte de las formas de explotación “libres” de la fuerza de trabajo.
Esto evidencia como las construcciones ideológicas y simbólicas “superestructurales” no pueden ser separadas,
esquemáticamente, de las relaciones sociales que conforman la propiedad de los medios de producción y
explotación, pertenecientes a la “infraestructura”.
En definitiva , desde la mirada de Quijano, el despliegue del nuevo patrón de poder se desarrolla sobre
todas las esferas y dimensiones de la vida social, abarcando la empresa capitalista a nivel de la organización de
la producción y el trabajo; la familia patriarcal y burguesa a nivel del sexo y la reproducción; el Estado Moderno
como eje de la autoridad; el eurocentrismo a nivel de la subjetividad: la colonialidad del poder estructurando en
23
base al racismo los mecanismos de dominación sociales en nuestros espacios nacionales.
Justamente en la persistencia de ese patrón de poder reside uno de los elementos centrales de
continuidad de la dominación en Latinoamérica. El triunfo del ciclo de revoluciones independentistas de
principios del siglo XIX, que hirió de muerte sobre todo a la metrópoli colonial española –aunque mantuvo sus
colonias en Cuba y Puerto Rico hasta fines de ese siglo– rompió con el colonialismo pero para nada con la
24
colonialidad del poder.
Las clases criollas, que terminaron por dominar esas revoluciones, mantuvieron la sociedad colonial
heredada prácticamente sin modificaciones, y el eje del racismo perduró para mantener fuera de cualquier
derecho social y político a los pueblos indios, negros y mestizos que eran –y son– las mayorías populares de
nuestro continente. La colonialidad del poder se mantuvo plenamente viva como sostén de la desigualdad
social de nuestras sociedades. Toda mirada que se pretenda crítica debe tomar en cuenta esa permanencia. La
dependencia no se reduce a un problema de dominación externa de unas naciones sobre otras, algo que como
veremos es inherente al despliegue del mercado mundial capitalista, sino que tiene sus bases en la estructura
de dominación y explotación interna de cada espacio nacional, constituidas históricamente desde los tiempos
25
de la colonia y mantenidas por las nuevas repúblicas independizadas . Si el proceso de independencia, que
23
Seoane, José, De la crítica al desarrollo al debate sobre las alternativas, en: Taddei, Emilio,
Algranati, Clara y Seoane, José, Extractivismo, despojo y crisis climática, Buenos Aires, Herramienta y
Editorial el Colectivo, 2013.
24
Un caso emblemático de la colonialidad del poder y de demostración de cómo se mantiene vigente
hoy, es la revolución haitiana. Fue la primer revolución independentista –1804– y la más radical, ya que
fue llevada adelante por negros esclavos. En la reciente realización del bicentenario de las
independencias, los Estados latinoamericanos y sus clases gobernantes excluyeron a la revolución
haitiana de esos festejos. Semejante “olvido” sólo puede explicarse porque la revolución negra, como lo
afirma Eduardo Gruner, fue el primer discurso de la contramodernidad que puso en evidencia las
tensiones y contradicciones de la modernidad, especialmente encarnados en la revolución francesa: un
universal abstracto de igualdad frente a la desigualdad social concreta; el principio de la fraternidad
contrapuesto a la existencia del genocidio de los pueblos colonizados; el de libertad enfrentado a la
realidad de la esclavitud; la pretendida universalidad de los derechos de ciudadanía enfrentados a la
realidad de que para acceder a esos derechos se debía ser propietario, hombre y blanco. Haber puesto
en evidencia esas cuestiones es algo que el pensamiento eurocéntrico y el poder imperial nunca
perdonaron a la revolución haitiana y su pueblo sigue pagando hasta hoy ese “pecado”. Ver: Gruner,
Eduardo, La oscuridad y las luces. Capitalismo, cultura y revolución, Buenos Aires, Edhasa, 2010.
25
Esa continuidad también se sostuvo en la derrota de los proyectos, dentro de esas revoluciones
independentistas, que pretendían transformaciones de fondo. Por mencionar algunos, el ciclo que se
extendió de 1810 a 1820, liderado por José Gervasio Artigas. El caudillo de la Banda Oriental –hoy
Uruguay– llevo adelante un proceso de redistribución de la propiedad de la tierra que atravesó con su
12
paulatinamente derivó en la aparición de los Estados latinoamericanos, fue tan sólo una rearticulación de la
colonialidad del poder sobre nuevas bases institucionales, las trayectorias de los diversos países y la
26
constitución de sus Estados Nación siguieron caminos diferenciados. En el caso de países como Argentina,
Uruguay o Chile, una población negra más reducida, la masacre de buena parte de su población indígena y la
llegada de millones de inmigrantes europeos posibilitaron un limitado proceso de homogeneización. De esa
manera, se construyó una identidad, supuestamente blanca y “europea”, de sus habitantes por lo que aún hoy
se invisibiliza, margina y discrimina a quienes no se acomodan a ese parámetro; en el caso de Perú, Bolivia,
México y Centroamérica se llevó adelante un intento de homogeneización cultural basado en la destrucción de
la cultura de indígenas, negros y mestizos, particularmente de los primeros, mayorías sociales de esos países.
Ese intento fracasó y la lucha contra la colonialidad del poder está en la base de todas las rebeliones populares
de esos países; en el caso de Brasil, Colombia o Venezuela se articuló un discurso de supuesta democracia racial
y de festejo del mestizaje que enmascaraba la discriminación que sufría la población no blanca, sobre todo la
27
negra.
En las últimas décadas del siglo XIX, la dependencia estructural y la colonialidad del poder tuvieron una
nueva reestructuración en nuestra región. El avance de la primer y segunda revolución industrial en Europa,
sobre todo inicialmente en Inglaterra; los procesos de concentración del capital y la generación de nuevos
excedentes que necesitaban ser invertidos en otros mercados; la búsqueda de materias primas para sus fábricas
y de alimentos para poblaciones crecientemente urbanizadas, y la transformación del sistema capitalista, que
28
ingresaba en su fase imperialista , terminaron por configurar la denominada división internacional del
impronta todo el litoral y la cuenca rioplatense, atemorizando a las clases dominantes de ambas
márgenes del Río de la Plata. En el caso mexicano la revolución indígena y popular desarrollada de 1810
a 1815, encabezada sucesivamente por los sacerdotes Miguel Hidalgo y José María Morelos, decretó la
abolición del tributo indígena y comenzó expropiaciones por las que retornaban a las comunidades la
propiedad de sus tierras. En ambos casos, las clases pudientes criollas terminaron enfrentando y
venciendo esos procesos, prefiriendo incluso aliarse con el colonialismo español o portugués, antes que
permitir que se modificara la situación de explotación de las clases populares de esos países. Para el
estudio del movimiento artiguista Ver: Azcuy Ameghino, Eduardo, Historia de Artigas y la
independencia Argentina, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1993 y para el caso de la
revolución anticolonialista en México Ver: Lynch, John. Las revoluciones hispanoamericanas.
(1808-1826). Barcelona, Ariel, 1976.
26
Quijano, Aníbal, oportunamente citado.
27
El caso de EEUU siguió caminos específicos. Sin duda pasó a simbolizar plenamente los valores
eurocéntricos dominantes, una suerte de Europa de nuestro continente. Desde ya, estuvo presente en su
historia la masacre de los pueblos indígenas, aunque una parte de esas tierras –a diferencia del caso
Argentino, por ejemplo- fue apropiada por una capa de medianos y pequeños propietarios, los famosos
farmers del oeste norteamericano, y no terminó absorbida en su totalidad por la gran concentración
latifundista de la tierra. Al mismo tiempo se hizo presente –y aún pervive– la colonialidad del poder del
blanco sobre el negro, que lejos estuvo de culminar con la guerra de secesión del Norte frente al Sur,
desarrollada en la década del 60 del siglo XIX. Digamos además que la victoria del Norte industrializado
–y por ende más proteccionista– sobre el Sur esclavista y proveedor de algodón para las fábricas textiles
inglesas, tuvo mucho que ver con la posterior hegemonía planetaria de EEUU. De haber triunfado el Sur
en la guerra civil, algo que pudo ocurrir en los primeros años del enfrentamiento, el patrón dominante de
su economía habría pasado por la provisión de materias primas y alimentos para Europa, al igual que lo
que ocurrió con Latinoamérica. Para un abordaje de la historia de EEUU Ver: Adams, Willi Paúl, Los
Estados Unidos de América, México DF, Siglo XXI, 1979.
28
Desde perspectivas no marxistas la categoría de imperialismo refiere a procesos expansivos, de
ocupación y de control de algunos Estados sobre otros. Por el contrario, desde la mirada del líder de la
13
trabajo. Desde las visiones eurocéntricas se postuló, a partir de la teoría de las ventajas comparativas, que cada
país debía especializarse en producir aquello que hacía mejor y más barato para venderlo en el mercado
mundial y adquirir el resto. Para esto se pregonaban las bondades del libre comercio, recomendando el
abandono de todos los proteccionismos aduaneros.
El conjunto de Latinoamérica, de la mano de sus clases dominantes locales, ingresó al nuevo esquema
vigente como productora de alimentos y materias primas, e importadora de bienes industriales
manufacturados. De esa manera, se consolidaba un mercado mundial complementario –unos producían lo que
otros no– pero profundamente asimétrico. La hegemonía mundial de Inglaterra se profundizaba a partir de
contar con el acceso a materias primas y alimentos más baratos que los que podía producir localmente; se
abrían nuevos mercados para colocar su producción fabril y exportar sus capitales excedentes, para consolidar
en los países periféricos una infraestructura funcional a la división productiva planteada; se impedía la aparición
de países industrializados que compitieran con Inglaterra, dada la estricta especialización primaria de las
economías latinoamericanas. Esos países periféricos organizaban la totalidad de sus economías alrededor de
unos pocos bienes primarios, tornándose aún más dependientes de los bienes industriales y la tecnología de los
escasos países industrializados.
Un efecto, aún más determinante, del aumento de la oferta de alimentos y materias primas producidas
por Latinoamérica, fue que posibilitó el incremento en los países industrializados, de la población urbana en
general y de la clase obrera industrial en particular. Aún más, el acceso a alimentos más baratos les permitió a
los capitalistas de los países centrales el abaratamiento de la mano de obra, porque se reducían precios de
bienes fundamentales para la reproducción de la fuerza de trabajo. El efecto de esa mayor oferta fue el de
reducir el valor real de la fuerza de trabajo en los países industriales, aumentando la captación de plusvalía para
29
las burguesías de los países centrales.
Ese comercio implicó además la existencia de un intercambio desigual, presente en el hecho de que, en
el tiempo, el precio de los alimentos y materias primas tendió a valer menos que el precio de los bienes
industriales, lo que conllevó una transferencia de riqueza de los países especializados en bienes primarios hacía
30
los países centrales industrializados.
Para muchos de los autores latinoamericanos, que elaboraron una visión crítica de estos mecanismos en
31
la década del 60 del Siglo XX, que se conoce como Teoría de la Dependencia, fue en el marco de la
revolución rusa de 1917 Vladimir Lenin, elaborada durante la primer guerra mundial, el concepto remite a
las transformaciones del capitalismo desarrolladas a fines del siglo XIX. Ese proceso implicó la fusión del
capital industrial y del financiero, el fin del capitalismo de libre competencia y el paso a una economía
dominada por los monopolios y la reproducción del capital, donde las potencias imperialistas se reparten
el mundo, a través del dominio de los Estados de Asia, África y América Latina –sólo formalmente
independiente–. El imperialismo es una etapa superior del capitalismo que se caracteriza, además, por
la exportación de valor a las regiones dominadas del mundo para crear plusvalía. Ver: Lenin, Vladimir
Ilich, El imperialismo, fase superior del capitalismo, Buenos Aires, Quadrata, 2006. Para el debate
actualizado de las diferentes teorías del imperialismo Ver: Katz, Claudio, Bajo el imperio del capital,
Buenos Aires, Ediciones Luxemburg, 2011.
29
Marini, Ruy Mauro, Dialéctica de la dependencia, México DF, Ediciones Era, 1991.
30
La existencia de ese deterioro de los términos del intercambio fue señalada por primera vez por la
Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), a mediados del siglo XX, particularmente
por el argentino Raúl Prebisch.
31
Como corriente de reflexión nace en la década del 60` en América Latina, influenciada por un contexto
radicalizado, tanto a nivel mundial como regional, dado el impacto de la revolución cubana y los procesos
de descolonización de Asia y África. A su vez, sus miembros confrontan con las concepciones
desarrollistas y de la Cepal, quienes sostenían que la industrialización, de la mano de burguesías
nacionales con ciertos niveles de alianza con los capitales extranjeros industriales, generaba
14
constitución de ese nuevo orden mundial de mediados del siglo XIX que se articuló la dependencia. Se trata de
una relación de subordinación entre naciones formalmente independientes, en cuyo marco las relaciones de
producción de las naciones subordinadas son modificadas o recreadas para asegurar la reproducción ampliada
32
de la dependencia.
Como ya hemos señalado, este proceso será en todo caso una reformulación, una reelaboración de la
dependencia, porque desde la conquista de América nuestros países han sido incorporados a un patrón de
dominación mundial, que incluyó –e incluye– la colonialidad del poder y el predominio del eurocentrismo como
elementos articuladores de su dependencia histórico-estructural. De esa manera esa relación de dominio no
pasa sólo por las clases dominantes metropolitanas, sino por la alianza con las potencias centrales de las clases
dominantes locales, que se beneficiaran con el nuevo orden mundial que emergió a mediados del siglo XIX.
Una vez más, las economías de nuestros países no tendrán como centro organizador sus mercados
internos sino el mercado mundial, estructurado por las necesidades de las potencias dominantes.
En este contexto de fines del siglo XIX, se dio la consolidación definitiva de los Estados Nación de nuestro
subcontinente. Estos se formaron vinculados estructuralmente al mercado mundial a través de todos los
mecanismos que acabamos de reseñar; reforzaron las clasificaciones raciales como eje de las divisiones de
clase; sostuvieron todos los paradigmas del eurocentrismo, incluido el culto a la democracia liberal
parlamentaria europea o estadounidense; surgieron henchidos de positivismo y de la ideología del progreso –lo
que implicó la llegada de capitales para ferrocarriles e infraestructura, pero también la búsqueda del ingreso de
inmigrantes blancos para construir un mercado laboral que reemplazara a la población local, a la que las clases
propietarias de la región, despreciaban y temían–; se constituyeron como defensores a ultranza de la propiedad
privada burguesa y de la relación subordinada con Inglaterra. La creación del Estado Nacional argentino no fue
la excepción sino que, por el contrario, encajó plenamente en esos parámetros.
2. La constitución del Estado Argentino y el Estado oligárquico
En América Latina en general y en la Argentina en particular, como ya señalamos, la consolidación de los
Estados Nación fue tardía y muy posterior a las revoluciones independentistas de principios del siglo XIX. Por
supuesto nos referimos al Estado como instancia centralizada de poder político, que organiza la dominación
social de una población en un territorio determinado sobre el que ejerce soberanía y del que describimos sus
características y dimensiones en la primer parte de este trabajo. Es importante señalarlo porque diversas formas
de autoridad política y ciertos niveles de centralización se dieron en la región y en Argentina antes de fines del
siglo XIX, pero fueron débiles, efímeras y no lograron cuajar en una instancia de poder del tipo de la que
describimos para el Estado Moderno. Las razones de ese hiato, esa separación entre la ruptura de la dominación
de las metrópolis coloniales y la efectiva consolidación del Estado son diversas. Para autores como Oscar
33
Oszlak, las causas remiten a que la mayoría de los movimientos revolucionarios triunfantes tenían su base de
apoyo y su impulso original centrados en las ciudades donde residían las principales autoridades coloniales, es
decir, que tenían características municipales. La guerra revolucionaria trajo la destrucción del aparato
modernización y la consiguiente autonomía de los países periféricos. Para los integrantes de esta
corriente crítica, por el contrario, no se puede disociar desarrollo de subdesarrollo, sino que la acción de
los países centrales genera el atraso de los países dependientes. El problema de América Latina no es
la falta de capitalismo sino su presencia, dado que sus regiones más subdesarrolladas son las que
tuvieron mayor contacto con las metrópolis capitalistas. Entre sus integrantes podemos mencionar a
André Gunder Frank, Fernando Henrique Cardoso, Ruy Mauro Marini y Theotonio Dos Santos. Como lo
señala Atilio Borón, lo más correcto es hablar de teoría(s) de la dependencia, porque aunque comparten
un campo común de reflexión al mismo tiempo, entre sus integrantes, existen diferencias de enfoque
considerables. Ver: Borón, Atilio A., Teoría(s) de la dependencia, en: Realidad Económica Nº238, 16 de
Agosto/30 de Septiembre, 2008.
32
Marini, Ruy Mauro, Oportunamente Citado.
33
Oszlak, Oscar, Oportunamente citado.
15
burocrático colonial pero no generó un poder centralizado en su reemplazo, sino que se fortalecieron las
tendencias locales, regionales. Esa tendencia se acentuó cuando la antigua economía colonial articulada
alrededor de los grandes centros productores de metales preciosos –como lo era Potosí para el Virreinato del
Río de la Plata– colapsa por la dinámica de la revolución, aunque ya había entrado en decadencia antes de su
estallido. Predominaba el peso de intereses locales sobre la posibilidad de centralización y nacionalización del
poder político. Si a esto se le suma la perdurabilidad de las guerras civiles, –producto justamente de intereses
regionales liderados por grandes propietarios de tierra y de ganado, enfrentados entre sí–, la existencia de un
territorio muy amplio en el marco de escasas posibilidades de transporte y comunicación, economías regionales
desarticuladas y con más vinculación con mercados externos que con el resto del país y el pobre crecimiento
demográfico, lo que se reflejaba en la debilidad del mercado laboral; allí tenemos las coordenadas que explican
el fracaso de los intentos de consolidación de una instancia de poder político nacional.
El largo período de predominio de Juan Manuel de Rosas en nuestro país expresaba el peso de los
grandes propietarios de tierra bonaerenses, es decir, los ganaderos saladeristas. Estos tenían como
preocupación central asegurar la salida de sus bienes exportables –sebo, cuero, tasajo– y mantener el control de
los recursos aduaneros y el puerto, mucho más que lograr una unificación nacional definitiva, que podía
obligarlos a ceder una parte de su poder. La caída de Rosas, tras la batalla de Caseros en 1852, estuvo muy lejos
de generar las condiciones para la centralización. Por el contrario, se reeditó el conflicto entre una Buenos Aires
que pretendía continuar siendo hegemónica –sólo que ahora más centrada en la burguesía comercial porteña–
frente a una Confederación del resto de las provincias del interior, lideradas por Justo José de Urquiza, un gran
propietario ganadero entrerriano. La discusión no era sobre el modelo de país, ya que las distintas fracciones de
la clase dominante anhelaban un modelo agroexportador lo más dinámico posible, sino sobre el peso que
tendría cada una de ellas en el estado nacional y el reclamo de los grandes latifundistas ganaderos del litoral
para que se les asegurara la libre navegación de los ríos, que les permitiera comerciar directamente con el
34
mercado mundial sin depender del puerto de Buenos Aires. Como lo señala Milcíades Peña, ninguna de las
fracciones en pugna tenían un horizonte que se centrara en el mercado interno y en la posibilidad de un ciclo de
desarrollo capitalista independiente: sus intereses estaban fijos en el mercado mundial.
Los cambios en el mundo, con la aparición de la división internacional del trabajo que explicamos
anteriormente, cambiaron profundamente el escenario: la mayor demanda de materias primas y alimentos
aseguraba un mercado externo en expansión; la existencia de excedentes financieros en los países centrales
garantizaban capitales dispuestos a invertir en la periferia en transporte y obras de infraestructura, ya que les
permitían asegurarse más rápido la provisión de materias primas y la colocación de su producción fabril; los
procesos de expulsión de mano de obra –particularmente en determinadas regiones de Europa y sobre todo en
el campo– posibilitaban las grandes corrientes migratorias que, a su vez, proporcionaban la fuerza de trabajo
que demandaban las clases dominantes de determinados países periféricos. Todas esas transformaciones,
aceleraron la preocupación de las clases dominantes locales respecto a la necesidad de consolidar una
instancia centralizada de poder para estabilizar su dominación y vincularse al mercado mundial. Quienes
controlaron la producción de los bienes primarios para la exportación y se aliaron con los capitales ingleses
fueron los que obtuvieron los mayores beneficios de ese esquema. De la mano de la burguesía agraria,
exportadora inicialmente de lana y luego de trigo, maíz y carne vacuna, se sentaron las bases del Estado
Nacional en Argentina.
El proceso principal de esa constitución se dará durante los gobiernos de Bartolomé Mitre (1862-1868);
Domingo F. Sarmiento (1868-1874); Nicolás Avellaneda (1874-1880) y el primer gobierno de Julio A. Roca
(1880-1886). Impelidos por las transformaciones en curso, contaron con los recursos provenientes de los
préstamos financieros ingleses y con el escenario abierto tras la victoria de la batalla de Pavón. Con la anuencia
tácita de Urquiza, que se plegó a las tendencias en curso con el único requisito de mantener su hegemonía en
34
Peña, Milcíades, El paraíso terrateniente, Buenos Aires, Ediciones Fichas, 1969.
16
Entre Ríos, el proyecto de la Confederación fue derrotado y los sectores dominantes porteños, con el apoyo de
los terratenientes bonaerenses, se lanzaron a un intento de organización estatal que resultaría definitivo.
Para lograrlo pusieron en marcha un conjunto de mecanismos represivos pero también consensuales que
impidieran el fracaso que otros intentos hegemónicos habían tenido en el pasado. Junto a la modalidad
represiva se impulsaron mecanismos cooptativos, materiales e ideológicos que permitieran la construcción de
35
un proyecto hegemónico.
Por medio de la modalidad represiva se consolidó un ejército nacional permanente, con una cadena de
mando profesionalizada y la mejora de su armamento, que pasó a estar dotado de moderna artillería y fusiles
Rémington a repetición. Para garantizarse esa superioridad, durante los gobiernos antes mencionados, el 50%
del presupuesto nacional se invirtió en el equipamiento del ejército. Aprovechando la velocidad de despliegue
que les daba la creciente expansión de las líneas ferroviarias, las fuerzas militares sofocaron a sangre y fuego
diversos levantamientos populares en el interior liderados por caudillos locales (Ángel Vicente “el Chacho”
Peñaloza, Felipe Varela, Ricardo López Jordán, entre otros). En paralelo libraron una guerra internacional,
aliados con Brasil y Uruguay, contra el Paraguay, único país del cono sur que se resistía a ingresar en la naciente
36
división internacional del trabajo. Finalmente fue el ejército nacional quien llevó adelante la tristemente
famosa Campaña del Desierto, terminología que encubre que no había ningún desierto, sino decenas de
pueblos indígenas que fueron despejados de sus territorios, cultura y hábitat. La esclavitud, supuestamente
abolida en la Asamblea del año XIII, fue restaurada en esos días, donde los diarios de Buenos Aires anunciaban la
subasta de mujeres y niños indígenas, traídos como esclavos para las familias “ilustres” de la ciudad puerto. En
una demostración histórica de la pervivencia de la colonialidad del poder, todas esas masacres, realizadas sobre
los actores sociales que no encajaban en el nuevo modelo –tales como gauchos e indígenas– fueron realizadas
en nombre del progreso y de la civilización contra la barbarie. El Estado Argentino se estructuró sobre la base de
un genocidio cuyos perpetradores, como el propio Roca, continúan siendo festejados como héroes de la patria
hasta la actualidad. Las tierras resultantes de la expulsión indígena engrosaron rápidamente, por diversos
mecanismos, el patrimonio de la burguesía agraria, terminando por instaurar el dominio del latifundio. La gran
concentración de tierras en pocas manos –que se había iniciado en la etapa colonial y reforzada con la ley de
enfiteusis de Rivadavia y las campañas militares de Rosas– se erigió definitivamente como el rasgo principal de
la estructura agraria de la argentina.
Fue a través de esos pasos que el Estado consolidó el monopolio legítimo de la coerción, aspecto que
terminó de concretarse cuando las provincias perdieron la posibilidad legal de convocar a sus propias Fuerzas
Armadas, para pasar a ser atributo exclusivo del Estado Nacional.
35
Oszlak, Oscar, Oportunamente citado.
36
El Paraguay siguió un camino alternativo en el contexto de las revoluciones independentistas de
principios del siglo XIX. Separado tempranamente de las Provincias Unidas del Río de la Plata, de la
mano de la férrea dictadura de Francia, construyó una economía proteccionista donde el Estado tenía el
monopolio del comercio exterior, particularmente del tabaco, la madera y la yerba mate. Al mismo
tiempo, el Estado confiscó gran parte de las tierras, que eran arrendadas a bajo precio a los campesinos
pobres, quienes eran dotados gratuitamente de útiles de labranza y ganado. La capitalización del Estado
le permitió contar con capital suficiente para acometer obras de infraestructura. Para los observadores de
la época, el Paraguay era una potencia en muchos aspectos más desarrollada que la Argentina o Brasil.
Esa economía cerrada, refractaria a la naciente división internacional del trabajo, fue considerada un mal
ejemplo por Inglaterra y las clases dominantes de los países vecinos. De la mano de una guerra brutal
desarrollada entre 1865 y 1870, que se conocerá como de la Triple Alianza por la convergencia de Brasil,
Argentina y Uruguay, tras una larga resistencia el Paraguay será vencido, su economía destruida y en su
población casi no quedaran hombres vivos sino niños, mujeres y ancianos. Ver: Pomer, León, La Guerra
del Paraguay, Buenos Aires, Centro editor de América Latina, 1987.
17
La modalidad cooptativa se basó en un pacto político de dominación nacional pensado para no volver a
repetir la experiencia de enfrentamientos intraoligárquicos anteriores. De la mano de esa lógica consensual, se
buscó negociar e integrar a las oligarquías provinciales, ofreciéndoles participación en el nuevo esquema de
poder, –sea por medio del acceso a subsidios otorgados por el gobierno nacional a las provincias del interior,
por el acceso al empleo público para los seguidores de las élites del interior o bajo la amenaza de aplicar la
intervención federal, tal como la Constitución Nacional permitía al Poder Ejecutivo, en el caso de que los
gobernantes locales tuvieran actitudes díscolas–. El mecanismo cooptativo puso en marcha un proceso
fundamental, dado que un Estado nacional capitalista requiere de una clase dominante nacional que se piense
a sí misma en términos no locales. Ese proceso no fue lineal, sino que contó con variados momentos de crisis. El
más evidente fue cuando Avellaneda federalizó la ciudad de Buenos Aires en 1880, separando la ciudad puerto
de la provincia de Buenos aires. El gobernador bonaerense Carlos Tejedor se levantó en armas, pero fue vencido
por el ejército nacional encabezado por Roca. El conflicto evidenció una de las paradojas del proceso de
organización estatal. Iniciado el proceso de centralización por las fracciones dominantes porteñas y
bonaerenses, estas se vieron obligadas en determinado momento a recortar una porción de su poder local,
para poder constituir una dominación nacional estable. La figura que simbolizó ese paso fue el propio Roca,
quien en su primer presidencia, fundó un partido que actúo como representante de los intereses de todas las
oligarquías provinciales, el Partido Autonomista Nacional (PAN). Al mismo tiempo, montó un régimen político
que se caracterizó por la apelación al fraude, el voto cantado y no obligatorio y la rotación de los cargos
37
políticos dentro de la propia clase dirigente . Esa arquitectura política tenía como objetivo resguardar a las
clases dominantes para que éstas mantuvieran el control estricto del gobierno y del Estado. Se convocaba a
millones de inmigrantes como mano de obra pero no como sujetos de derechos políticos y de ciudadanía,
cuestión que se pretendía reducir al mínimo posible.
La modalidad material ubicó al Estado como articulador de la llegada de inmigrantes, de la atracción de
capitales extranjeros y de garantizar la transferencia de tierras a manos de la burguesía agraria y de
inversionistas foráneos, si era necesario. Por eso, el Estado propagandizó en Europa las supuestas
oportunidades de ascenso social que daba la Argentina, así como subsidió pasajes de barcos o financió la
estadía en un hotel, en los primeros días de la llegada de algunos inmigrantes. La acción estatal fue clave para
que se generara un mercado laboral que abaratara la mano de obra que requería el capital. De la misma
manera, les garantizó jugosas ganancias a los inversionistas extranjeros para que se instalaran en el país. En el
caso de los ferrocarriles les reservaba las vías férreas que daban segura ganancia, como las de la pampa
húmeda, a la vez que mantuvo para sí mismo la explotación de los ramales deficitarios. En la esfera material
38
podemos ver como el Estado jugó un rol activo en la formación de las empresas privadas. Lejos de limitarse a
su rol de guardián del orden público, para dejar actuar a las fuerzas del mercado, tal como sugería la doctrina
liberal, el Estado generaba las condiciones monopólicas y desiguales de esos mercados, para una vez
garantizado esto “retirarse” y dejar el escenario para el libre juego de la oferta y la demanda.
Sin dudas, esa instancia de concentración del poder era gestionada por la burguesía agraria; pero más
que la idea de un Estado montado a imagen y semejanza de la oligarquía preferimos la idea de un proceso
constitutivo simultáneo e interdependiente entre la clase dominante –con sus fracciones más fuertes ubicadas
en la burguesía agraria pampeana– y el Estado. Este era a la vez creador y resultante del modelo planteado por
la economía agroexportadora. Era creado por la burguesía agraria al mismo tiempo que, garantizándole acceso
preferencial a la tierra pública, fortalecía, constituía y configuraba a esa burguesía agraria. Ese proceso de
interrelación presente en el momento de la consolidación del Estado generaría una lógica de la clase dominante
que, por un lado, asumió un discurso liberal, contrario a la intervención del Estado, pero al mismo tiempo
recurrió –y recurre– permanentemente a él para asegurarse jugosas ganancias. El Estado fue –y es– concebido
37
Botana, Natalio, El orden conservador, Buenos Aires, Sudamericana, 1985.
38
Quiroga, Hugo, Estado, crisis económica y poder militar, Buenos Aires, Centro Editor de América
Latina, 1985.
18
39
como refugio para cubrir las debilidades políticas y económicas de la clase dominante. Es materia discutible
cuánto de esa interdependencia no es algo presente en cualquier Estado capitalista o cuánto de ese tipo de
interrelación configura un comportamiento más específico, presente en la vinculación Estado-clase dominante
del caso argentino. Lo cierto es que en el proceso que nos ocupa, el Estado ayudó en la constitución de esa clase
dominante y al mismo tiempo fue constituido por ella.
Finalmente, la modalidad ideológica le permitió a la clase dominante generar los instrumentos para una
construcción hegemónica sobre la población. Esa tarea se tornaba más acuciante si tenemos en cuenta la
transformación profunda que implicó la llegada de casi 6 millones de inmigrantes, solamente entre 1874 y 1914,
de los cuales alrededor de tres millones se quedaron para siempre en el país. La escuela pública tuvo un rol
primordial en la elaboración de una currícula educativa que construyera un pasado común e incorporara un
sistema de creencias, valores y conductas afines a las perspectivas del mundo esbozadas desde el poder
económico y social. La Ley 1420 de 1884, que establecía la educación pública, gratuita, laica y obligatoria –lo
que le posibilitó al Estado desplazar a la iglesia católica de esa esfera de poder– fue central para conseguir la
nacionalización de los hijos de los inmigrantes. De la misma manera el servicio militar obligatorio, establecido
por la ley impulsada por el general Pablo Riccheri en 1901, se tornó un dispositivo esencial en el
disciplinamiento de los varones jóvenes de las clases populares, dado que los provenientes de las clases
40
pudientes eludían con facilidad su cumplimiento.
Combinando represión con mecanismos consensuales, la burguesía agraria logró un Estado que
detentara el monopolio de la coerción, que organizara una red de instituciones públicas que le permitiera la
organización jurídica y administrativa del territorio, que fuera capaz de difundir la idea de nación en su
población, que reprodujera la sociedad capitalista en todos sus planos y articulara un sistema de dominación
viable: todos elementos imprescindibles del Estado Moderno, tal como lo describimos en la primer parte de este
trabajo. Fue por medio de ese Estado que la burguesía agraria se tornó clase dirigente, es decir, que tomó
conciencia de sus intereses comunes como clase, se constituyó como clase dominante nacional y desplegó un
proyecto hegemónico, que perduró como tal, al menos hasta fines de la tercer década del siglo XX, donde las
fisuras de esa hegemonía se hicieron evidentes.
Aún así, el recorrido de la hegemonía oligárquica no estuvo exento de desafíos y resistencias que la
pusieron a prueba y marcaron sus límites. Derrotados quienes resistieron la implantación de ese proyecto de
país, –montoneras de gauchos, pueblos originarios– el propio modelo agroexportador plasmó las condiciones
sociales necesarias para la aparición de nuevas clases que desarrollaron nuevos tipos de conflictos. La
emergencia de fracciones de clase media urbana y rural generó la base social necesaria para la aparición de
determinados partidos. El más importante de ellos, la Unión Cívica Radical (UCR), criticó la exclusión política del
régimen político oligárquico y la instrumentación del fraude y exigió determinadas reformas que posibilitaran
un acceso de las clases medias a la educación y al empleo público. Su presión fue decisiva para la sanción de la
Ley Sáenz Peña de 1912, que estableció el voto secreto, obligatorio y “universal” masculino. Fue la existencia de
esa ley, la que permitió el triunfo de Hipólito Yrigoyen en 1916, iniciando un ciclo de gobiernos radicales que se
extenderían hasta el golpe de Estado de 1930. Si el ascenso radical expresó el anhelo de determinados actores
sociales de lograr modificaciones en la arquitectura de poder elaborada por la clase dominante, al mismo
tiempo demostró la fuerza de la hegemonía oligárquica. Los gobiernos radicales mantuvieron sin cambios los
elementos celulares y determinantes del modelo empezando por la especialización primaria de la economía
argentina, el control de los capitales ingleses del comercio, el transporte, las finanzas y actividades industriales
como los frigoríficos, así como la propiedad latifundista de la tierra permaneció en manos de la burguesía
agraria. Si por un lado, el ascenso social de las clases medias incomodó e importunó a las fracciones principales
39
Quiroga, Hugo, Oportunamente citado.
40
Marcaida, Elena, Rodríguez, Alejandra y Scaltritti, Mabel, Los cambios en el Estado y la sociedad
Argentina (1880-1930), en: Marcaida, Elena (compiladora) Historia Argentina Contemporánea, Buenos
Aires, Dialektik, 2008.
19
de la clase dominante, ninguna de las acciones de los gobiernos radicales significó una alteración sustancial de
las bases de su poder económico y social. Las clases medias y sectores minoritarios de grandes propietarios que
apoyaban al radicalismo, pugnaban por ser parte del modelo pero no por modificarlo sustancialmente, ni
41
mucho menos por erradicarlo.
Diferente fue el caso de la constitución del movimiento obrero en el país. De la mano de inmigrantes que
tenían una experiencia de organización sindical en Europa y enfrentados a condiciones laborales de aguda
explotación, se formaron los sindicatos por oficio. Alrededor de la huelga, la movilización y los piquetes en
puerta de fábrica se fue construyendo un nuevo repertorio de lucha de las clases populares. Las ideologías
anarquista, socialista –y algo más tarde el sindicalismo revolucionario– desarrollaron una intensa organización
del heterogéneo mundo de la clase trabajadora de la época. Particularmente el anarquismo, con su estrategia
insurreccional revolucionaria, se tornó un desafío evidente para el poder. La respuesta desde el Estado combinó
la represión más brutal con la profundización de las estrategias de nacionalización de la población. En un
verdadero giro ideológico –lo que muestra que el núcleo fundamental de la cosmovisión de la clase dominante
reside en la defensa de sus intereses directos, más que en perspectivas dogmáticas– en las primeras décadas del
siglo XX se desarrolló un discurso, proveniente de determinadas franjas de la clase dominante, que comenzó a
ver en los trabajadores extranjeros un peligro para el sistema. Ese cambio se aceleró a partir del impacto
mundial de la revolución rusa de 1917, parida en el medio de un mundo convulsionado por la primera guerra
mundial (1914-1918). La perspectiva del “peligro rojo” y la conspiración revolucionaria, a la que supuestamente
42
se enfrentaba el país, llevaba a que cualquier demanda obrera, por elemental que fuera, se reprimiera.
En el mismo giro ideológico el gaucho, que anteriormente era la personificación de la barbarie, pasó a ser
considerado como el portador de los valores de la nación que había que mantener. Claro que eso sucedía una
vez que los gauchos reales habían sido masacrados y disciplinados, así como la perspectiva estigmatizadora de
los trabajadores extranjeros aparecía sólo una vez que éstos se organizaban y hacían sentir sus reclamos.
De todos modos, los límites estructurales del modelo se manifestaron cuando el comienzo de una crisis
mundial del sistema capitalista, iniciada con la quiebra de la bolsa de valores de Nueva York en Octubre de 1929,
puso en evidencia su fragilidad. El derrumbe de los precios de los alimentos y las materias primas, ante la menor
demanda de los países centrales, la detención del flujo de llegada de capitales extranjeros, –e incluso la
inversión de ese flujo, ya que una parte de esos capitales retornaban a sus países de origen–, las dificultades en
sostener las importaciones de bienes industriales ante la caída de las exportaciones primarias y los límites en la
incorporación de nuevas tierras fértiles en la Argentina –lo que marcaba el fin de la expansión de la frontera
agrícola– provocaron el derrumbe de la economía y evidenciaron cuánto dependía de factores externos que no
controlaba. La primera respuesta de la clase dominante consistió en apoyarse en las fuerzas armadas, para
derribar al segundo gobierno de Yrigoyen, inaugurando el ciclo de golpes de Estado de la historia Argentina. El
nuevo escenario internacional, la disminución de su tasa de ganancia y la creciente presión de las clases
populares llevarían a la clase dominante a ensayar otros tipos de cambios en la Argentina de la etapa 1930-1943,
pero ese recorrido excede los alcances de este trabajo.
41
Rock, David, El radicalismo argentino, Buenos Aires, Amorrortu, 1977.
42
En las movilizaciones del primero de Mayo de principios del siglo XX, fue habitual que personajes
tristemente célebres, como el jefe de policía Ramón Falcón, dieran la orden de represiones que se
cobraban la vida de muchos trabajadores. La oligarquía aprobó leyes como la Ley de Residencia de
1902 o la de Defensa Social de 1910, que dieron mano libre al Estado para detener, deportar y en el
segundo caso imponer la pena de muerte o la prisión por el “delito” de difundir ideas contrarias al orden
social vigente. Con la llegada de los gobiernos radicales, la tibia estrategia inicial de acercamiento a las
protestas lideradas por el sindicalismo revolucionario, se trocó en carta blanca y apoyo para la represión
del ejército y de grupos parapoliciales como la Liga Patriótica, tanto en la denominada Semana Trágica
de 1919, como en la Patagonia en 1921- 22. Ver: Godio, Julio, La Semana Trágica, Buenos Aires,
Hyspamerica, 1985 y Bayer, Osvaldo, La Patagonia Rebelde, Buenos Aires, Hyspamerica, 1986.
20
3. Estado y modelo agroexportador: un debate sobre sus consecuencias en la historia
Es el momento de recapitular y reflexionar sobre las consecuencias del tipo de Estado y de economía
agroexportadora que se elaboró en ese largo proceso. Las visiones de las ciencias sociales que realizan un
43
panegírico de las bondades del modelo y de las virtudes de la burguesía agraria exaltan el crecimiento de
ciertos indicadores de la economía Argentina, tales como el crecimiento del PBI, la renta Per Cápita, la
expansión del comercio exterior –haciéndose eco del mito de la Argentina como granero del mundo– así como
de indicadores de consumo como la alta compra de automóviles en el mercado interno. De la misma manera,
festejan la modernización económica y el progreso que, según estas miradas, serían el corolario de este
proceso. El deterioro de la Argentina fue posterior y fruto del abandono de esta senda de desarrollo, dada por la
integración al mercado mundial y su apertura comercial. Además, el conflicto social es enfocado, desde estas
perspectivas, como una problemática a lo sumo secundaria. Según estos autores, el modelo permitió amplias
posibilidades de ascenso social para buena parte de las clases populares, así como el Estado se mostró eficaz en
la resolución de las demandas de apertura política, como lo evidenció la sanción de la Ley Sáenz Peña.
Una visión que se pretenda crítica de la historia, enfoque que aquí reivindicamos, debería señalar de
manera contrapuesta algunas cuestiones, parte de las cuales –aunque sea parcialmente– hemos mencionado.
En primer lugar, el Estado resultante de estos procesos y la nueva estructura económica y social que éste
contribuyó a crear, se edificaron sobre la base de genocidios, cuyas consecuencias se mantienen presentes
hasta hoy. Las justificaciones más o menos veladas de éstos, sobre la base discursiva de lo inevitable de los
procesos históricos y del progreso, no son más que manifestaciones del eurocentrismo y la colonialidad del
poder que describimos anteriormente, apenas revestidas de un barniz pretendidamente objetivo. Es decir que
son elaboraciones funcionales al poder dominante. El Estado y la sociedad emergente de esa etapa está surcado
por esos mecanismos de colonización del patrón de poder y sus efectos continúan vivos en múltiples sentidos.
Lo mismo se puede afirmar para el tratamiento del conflicto social entre los trabajadores, el capital y el
Estado, que tienen estas concepciones. Notemos que la persistencia de la conflictividad social, por más
esfuerzos que se hagan para minimizarla, pone en evidencia que el famoso “granero del mundo” no garantizaba
ni siquiera un plato de comida diario para muchos de los que habitaban su territorio. Eso hace ostensible que la
discusión a dar no es sólo sobre cómo se genera riqueza sino alrededor de cómo se distribuye esa riqueza y que
clases resultan realmente favorecidas en estos procesos.
En segundo lugar, la economía agroexportadora sometió el país a variables externas como la demanda
de materias primas y alimentos o la inversión de capitales extranjeros y construyó un mercado interno y una
industria totalmente subordinados al sector exportador. Eso aumentó la dependencia de Argentina y mostró sus
efectos devastadores cuando la coyuntura mundial se modificó. Al mismo tiempo, el control de áreas
estratégicas por parte del capital extranjero marcó un proceso de modernización que se realizó siguiendo los
intereses externos y no los de un desarrollo propio. Por ejemplo, los ferrocarriles que se tendieron aquí
siguieron una lógica radial teniendo como eje el puerto, sin integrar las regiones entre sí –a diferencia del
trazado europeo– lo que tuvo consecuencias enormes en el desarrollo de una economía deformada y capitalista
dependiente, que fue la que se consolidó en esta etapa.
Una demostración de esto que afirmamos es el desarrollo desigual del interior frente a la más dinámica
región pampeana. Esta desigualdad sustentó –y sustenta– que la mayoría de la población sea urbana y resida en
Buenos Aires y el conurbano bonaerense, mientras que muchas regiones del interior expulsan
permanentemente mano de obra y gran parte de sus habitantes se ven obligados a vivir del empleo público o se
encuentran desempleados o subocupados. Si esa estructura deformada se siguió consolidando con las
sucesivas fases de desarrollo del capitalismo dependiente, las bases de esa deformación se profundizaron en la
etapa que aquí abordamos.
43
Como ejemplo acabado de estas perspectivas ver: Waisman, Carlos, La inversión del desarrollo en
la Argentina, Buenos Aires, Eudeba, 2006 y Díaz Alejandro, Carlos, Ensayos sobre la historia
económica argentina, Buenos Aires, Amorrurtu, 1983.
21
En tercer lugar, la concentración de la tierra en pocas manos bajo la gran propiedad latifundista y el
consiguiente control de una minoría social sobre la producción y distribución de alimentos, se terminó de
edificar en el período que aquí reseñamos. La implicancia de esto en la dinámica posterior de la historia
Argentina –plena de crisis económicas cíclicas, agudos procesos inflacionarios y disputa alrededor de la renta
agraria– salta a la vista.
Finalmente señalemos que, si todo Estado articula la dominación y genera las condiciones para hacerla
posible, al ser la Argentina un país capitalista dependiente de desarrollo desigual y combinado, eso se
manifiesta e interioriza en el tipo de estructura estatal que emerge a fines del siglo XIX. Es un tipo de Estado
cuyas acciones se encuentran sobredeterminadas por su inserción dependiente en el mercado mundial y la
naturaleza desigual del sistema mundo.
El recorrido que hemos realizado hasta aquí denota la complejidad de los procesos históricos abordados
y de categorías como el Estado. Como vemos, las implicancias de esos procesos continúan en debate y las
posturas diferentes existentes en las ciencias sociales remiten a visiones contrapuestas, presentes en la
sociedad y en el debate político actual. Ninguna de estas cuestiones es ajena a nuestras vidas cotidianas y su
presencia, explícita o velada, se proyecta sobre cada uno de nosotros/as. Cómo poder pensar los procesos
sociales de los que formamos parte, de qué manera usar ciertas categorías para el análisis de la realidad y cómo
construir una mirada que no naturalice lo existente y nos permita pensar críticamente, son algunas de las
preocupaciones que recorren este trabajo y el conjunto de la materia.
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ICSE - Catedra Garcia - CBC sede Avellaneda Material de Cátedra
Red conceptual de: Nicanoff, Sergio, “El Estado moderno: apuntes para el estudio de sus
características” Primera parte
Estado moderno capitalista: Instancia centralizada de poder político que organiza dominación social
de una población en un territorio sobre el qué ejerce soberanía.
Antecedentes
ICSE - Catedra Garcia - CBC sede Avellaneda
Material de Cátedra
Red conceptual de: Nicanoff, Sergio, “El Estado moderno: apuntes para el estudio de sus
características” Segunda parte
Conquista y dominación de América, Asia y África por potencias coloniales europeas. (S. 16 a 19)
ICSE - Catedra Garcia - CBC sede Avellaneda
Material de Cátedra