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Nubes,

lluvia, barro y sangre.-





Por: José Ignacio Velasco Montes.


jivelascom@jivelascom.com

unicornius88@gmail.com

www.jivelascomontes.com



12 de diciembre de 2010.

27 / 05 / 2015.




“En una mesa cualquiera, una gente que
ninguno de nosotros conoce firma un escrito y, como
consecuencia, durante años nuestra suprema
obligación consiste en hacer lo que normalmente el
mundo entero abomina y castiga con la máxima pena:
¡matar!”.
Erich María Remarke: “Sin novedad en
el frente”.









Dedicatoria:


A Cachito, como
siempre, y a todos los que, de las más
diversas formas y maneras, han
contribuido en el pasado y contribuyen
cada día en el presente, en ayudarme en
mi labor como modesto escritor,
siempre tratando de aprender y hacerlo
un poco mejor.
El
autor.
INTRODUCCIÓN.
El mundo de la ciencia ficción, antaño algo desconocido, con el
transcurso del tiempo, de los comics y del cine, se ha popularizado y cuenta con
un público tan extenso como interesado en la temática.
El autor, hace años escribió y fue adquirida por la Editorial Espasa
Calpe, para la colección Albia Ficción, su primera incursión en la Temática de la
SF., con su novela "Más allá del Arcoíris" que, sin embargo quedó en puertas de
ser editada al suprimirse la citada colección. "Más allá del Arcoíris", se
encuentra en la actualidad en revisión y será editada a continuación de la
presente, en online, igualmente con Amazon, dada su calidad y el tiempo que
lleva durmiendo y estando pendiente, como en los cuentos, de una mano que la
saque de su letargo y haga circular la savia de la tinta, aunque en este caso ésta
sea ya una tinta digital.
Con la novela presente, "Viaje sin retorno", el autor hace una nueva
entrada en el tema, con una historia que se aparta un poco de lo tradicional, y son
las vivencias de una pareja que viaja, voluntariamente, en una nave que
profundiza en la Galaxia de la Vía Láctea. Ambos saben, y han aceptado, que la
nave nunca regresará a la Tierra.
La convivencia, la vida a bordo en la que no les falta absolutamente de
nada, salvo la presencia de otros humanos. Cuentan con un cómodo apartamento
con toda clase de entretenimientos, posibilidades de mantenerse físicamente
adecuados, con alimentación abundante y a elegir, y comodidades de todo tipo,
que dan al lector la posibilidad de ver la forma en la que se puede vivir en un
entorno en nada parecido al habitual, con una adaptación plena a una situación
especial y en un estado satisfactorio, pues cuentan con un robot médico que les
atiende en cualquier problema que pueda surgir.
La visión del autor, médico con cinco especialidades, muestra que vivir
es muy agradable bajo cualquier circunstancia dado que, lo más maravilloso de
la especie humana es su enorme capacidad de adaptación a cualquier
circunstancia.
Dr. José Ignacio Velasco Montes.
ANTECEDENTES

“No hay mayor mentira que la verdad mal
entendida”.

William Faulkner: La paga de los
soldados.


No es nuestra intención escribir un libro sobre la ya lejana 1ª Guerra
Mundial, en la que estudiemos lo sucedido. De ese tema ya hay suficientes libros
escritos por especialistas en su historia.
La presente obra es sólo una novela que transcurre en aquellos acerbos
momentos entre 1914 y 1918 en el escenario europeo, que fue solamente una
parte del total de frentes.
En realidad, el escenario de la guerra fue más amplio y estuvo repartido
por una gran parte del mundo, de lo que surge el apellido de “mundial”. Los dos
frentes se denominaron como Occidental y Oriental. La guerra enfrentó a dos
grupos, interviniendo un total de 32 países beligerantes, los “aliados” y
vencedores (28 países) y el resto, encabezados por la “Triple Alianza”. En la
contienda se enfrentaron países tan distantes como Estados Unidos y Canadá,
Francia, Bélgica, Holanda, los Imperios Austro-Húngaro, Ruso y Otomano,
además de Italia, Portugal, Serbia, Bulgaria, así como las zonas desérticas del
Oriente Medio, Egipto, Palestina (actualmente Israel), Siria, Arabia, e incluso
intervino el lejano Japón.
Los combates no sólo discurrieron en tierra, sino también en el mar y en el
aire, con la aparición de dos nuevos aspectos en la lucha: los submarinos, “el
arma canalla” como se le denominó, complemento de las flotas clásicas, y los
aviones, ambos en una rápida evolución que cambiaron y crearon nuevos
sistemas de combate.
En el relato se muestra una sucesión de personajes ficticios, con algunos
reales intercalados que sólo se nombran por el alto nivel que ostentaban en el
conflicto. Los protagonistas de la novela, situados en ambos bandos, hombres y
mujeres imbricados en la guerra, viven, sufren, aman, mueren o sobreviven en
diferentes sitios del frente europeo, mostrando como fondo del relato la
diversidad de cuerpos militares y especialidades de los combatientes por ambos
bandos.
Una guerra en la que la evolución del armamento y eficacia corría paralela
con la crueldad y la dureza de la vida en el frente e incluso en la retaguardia, el
empecinamiento de la lucha, los errores de táctica y estrategia de los Estados
Mayores, con altos oficiales, demasiado maduros y detenidos en tiempos
pasados, cuyas mentes no habían evolucionado a la realidad de los avances en el
armamento y mantenían una idea del combate retrasada y congelada en el
tiempo, con ideas de lo que habían vivido en guerras anteriores. Craso error, no
aceptados por muchos, como Winston Churchill que combatió en ella tras el
fracaso de su idea de estrategia y táctica en el desastre de Gallipoli, y con él la de
otros tantos otros insignes ingleses, pensaban que tenía que haber otro tipo de
oportunidades que no fuera “mascar alambradas de espino en Flandes”. Craso
error que llevo a un porcentaje de bajas inimaginable al inicio de los combates
de una guerra que para todos sería una guerra de unos pocos meses de duración.
En la I Guerra Mundial intervinieron 32 países. Las cifras de combatientes
y decesos, depende de las fuentes consultadas, pero se estiman en torno a unos
65.000.000 de militares movilizados, 10.000.000 de muertos y unos 21.000.000
de heridos, gran parte de ellos con graves mutilaciones de diversos tipos, físicas
y mentales, o cuyas vidas se acortaron por lesiones como las producidas por los
gases: Lacrimógenos, la Yperita (Cloro), el Gas Mostaza y el Gas Fosgeno, sin
olvidar el mixto obtenido de la unión de Cloro y Fosgeno. Los primeros en
usarlo, fueron los franceses, con los lacrimógenos, a lo que respondieron de
inmediato los alemanes. Finalmente y por ambos bandos sólo se utilizaron en
ocasiones pues, en ocasiones, eran incontrolables en su dirección debido al
viento.
Hay una, llamémosle poesía libre, que expone una idea de aquel momento
sobre el hecho, escrita por un combatiente que vivió el uso de los gases:

¡Gas! ¡GAS! ¡Rápido, muchachos!
Un éxtasis de gente tanteando,
Poniéndose los toscos cascos justo a tiempo;
Pero todavía hay alguien gritando y tropezando,
Y revolviéndose como un hombre en llamas o en cieno...
Turbiamente, a través de los cristales empañados y la luz verde espesada,
Como en un mar verde, le vi ahogándose.
En todos mis sueños, ante mi impotente mirada,
Se hunde ante mí, atragantándose, asfixiándose, ahogándose.

Wilfred Owen, “Dulce et decorum est”. 1917.


Este verso es solamente una muestra de la gran cantidad de poesía y prosa
que se escribió en las trincheras, textos de los que se conservan una gran
cantidad. En ellos se muestran las ideas de los soldados, sus sueños, sus ideales,
el amor por la lejana persona que amaban, o el desengaño y sufrimiento de otros
a los que novias o esposas engañaban o se separaban aprovechando su lejanía y
ausencia.
Es durante esta conflagración que surge una situación psiquiátrica hasta
entonces no aceptada ni contemplada como posible. Hasta aquel momento se
considerada los extraños comportamientos de oficiales y soldados, como
cobardía en el combate, lo que llevó a muchos militares a ser ejecutados. Este
trauma mental, es la Neurosis de Guerra, que una vez aceptada como tal, obligó
a crear lugares especiales en los que se trataba a estos pacientes. Muchos se
recuperaban y otros tantos quedaban afectados para el resto de sus días. Una de
las causas fundamentales era el bombardeo continuado de la artillería, que con
frecuencia se realizaba sin parar durante horas e incluso días, creando graves
lesiones psicológicas en los combatientes que tenían que soportar, escondidos en
lúgubres refugios, la continua caída de granadas sobre sus cabezas, resultando en
ocasiones sepultados en grupo bajo una tierra en la que quedarán para siempre
enterrados.
El estudio novelado del transcurso del día a día de los combatientes, sus
pensamientos, angustias, alegrías, tristezas y la esperanza en un futuro, a veces
inextricable por un presente que les agobia por la posibilidad de que éste no
exista más allá de unas horas, se expone viéndolo de un modo personalizado, y
es la intencionalidad de esta novela.
Es un relato muy diferente del frío y genérico a la que se ven abocados los
historiadores, obligados por la naturaleza de narrar la historia y no la vida de los
que escriben la historia viviéndola, muriendo u sobreviviendo en ella. Como
años después, un veterano luchador de la guerra que citamos, Ernst Jünger,
escribiera: “Cuando uno conoce la resistencia que el ser humano opone a las
exigencias históricas, parece un prodigio que pueda llegar a haber historia”. Es
esa dificultad intrínseca, la que hace que la historia sea muy genérica: datos,
fechas y fríos hechos; y la novela encierre calor, pensamientos, sensaciones,
sueños, valor, deseos y quiméricas ilusiones.

Deseamos que los lectores disfruten con su lectura como el autor lo ha
hecho durante su preparación y desarrollo.



Marbella 15 – 04 – 2015.














1.-

“Lo veía todo a través de lo que
había leído, y se lo había creído, por lo que
se autoengañaba a sí mismo sin ser
consciente de ello”.

William Somerset Maugham: “Servidumbre
humana”.



Tendido en el duro catre, hace rato que está despierto, y ya el
temblor se le inicia, como cada orto, sabiendo que en un momento le avisarán
para el fuerte desayuno que toman antes de despegar. Una salida de la que nunca
se sabe quienes regresarán. Escucha el ronquido de su compañero de habitación,
con el que convive desde su llegada al aeródromo cercano a la villa de Naours, a
poca distancia de Amiens, ciudad en la que, en ocasiones, pueden descansar
cuando obtienen algún permiso, cosa por demás poco frecuente. No necesita un
despertador que le indique el momento previo al amanecer. Desde niño, tiene un
sexto sentido, un reloj interior, que le sacude unos minutos antes de la hora que,
por la noche, ha aceptado que tiene que estar en pie.
Mientras dormita, recuerda unos meses atrás, cuando se encontraba
cerca de Verdún, mucho más al Este y más alejado de París. En el actual
aeródromo, pequeño pero disimulado por el bosque que le rodea, se encuentra
mejor situado y puede llegar a París por tren en unas horas, cuando reciba un
permiso más prolongado.
El lejano sonido de un motor que arranca, con un manifiesto rateo que va
mejorando poco a poco, le hace pensar que en la patrulla, un avión más,
arreglado durante la noche por los sufridos mecánicos, está siendo puesto a
punto y volará con los pocos aeroplanos que aún quedan activos después de la
dura incursión del día anterior. Se acuerda de inmediato de los dos jóvenes,
recién llegados apenas unos pocos días antes, y que no regresaron la víspera.
Hizo un esfuerzo, pero no conseguía recordar los rostros. En ellos no se había
cumplido la idea, tan en uso, que la vida media de un piloto era, al menos, de
entre dos y tres semanas. Tuvieron mala, muy mala suerte, al tropezar con la
Jasta[1]11, el escuadrón que comandaba Manfred Von Richthofen, cuando
volaban sobre Cambrai. Y con ellos cayeron también dos pilotos más, uno de
ellos ya veterano y curtido en las lizas de combate, pero que no tuvo tiempo de
llegar a enterarse de lo que ocurría: un Albatros aparecido entre las nubes,
cayendo desde lo alto en un agudo picado e incendió el avión en la primera
pasada. Pudo verle caer en una barrena tan libre de control que le mostraba que
el piloto había muerto al tiempo que el avión se incendiaba.
Se notó la boca seca, pastosa, como si la lengua fuera papel de lija. Era el
miedo inicial, que desaparecería más adelante, en unos momentos si ocurría
como tantos días, o permanecería hasta estar subiendo buscando el techo del
avión, como sucedía otras veces. Llegar a los 3.000 metros llevaba más de diez
minutos. Alcanzar el techo de los 5.800 metros, era impredecible e incluso
imposible de lograrlo en ocasiones.
El chasquido de la puerta le confirma, a pesar de la oscuridad absoluta de
la habitación, que no se ha despertado en balde.
--Tenientes: son las cuatro y media. Desayuno a las cinco. Briefing a la
media y despegue a las seis.
--Está bien, cabo. Muchas gracias.
Salta de la cama con presteza. Es el mismo horario de siempre, estar en el
aire para la salida del sol. Como es su costumbre, lo ha hecho así desde niño y
nunca ha conseguido cambiarla, no se mantiene perezoso por unos minutos más
en la cama.
--¡Shorty! --Grita para despertar a su compañero de cuarto y jefe de una
escuadrilla, igual que él, cuyo profundo sueño siempre le obliga a gritar e
incluso a zarandearlo.
Nota la sensación matutina de mariposas, más parecen ratas algunos días,
aleteando en su estómago. Y, de inmediato, siente el frío y la humedad típica de
la desagradable zona en la que se encuentra situado el aeródromo, perdido entre
las brumas del borde oeste de Francia, por detrás y lejos de la útil y vasta red de
fortificaciones estables[2], que deberían proteger a los aliados. Al menos, pensó
por un instante, los fuertes de Verdún habían demostrado una decidida y fuerte
acción positiva en las sangrientas batallas que todavía se mantenían en un
constante reflujo de combates. Nadie sabía si en la zona del río Somme, a la que
ha sido destinado, las defensas existentes tendrían igual efecto. El frente se
mantiene estable geográficamente desde hace meses, pero las cifras diarias de
bajas son espeluznantes: miles de bajas en cada jornada de ataques. Donde se
encuentra es una zona relativamente nueva como frente activo, en la que se está
creando un segundo sector de operaciones. Y se hace con la idea de distraer
tropas alemanas lo que rebajará la presión que soportaban los franceses hacia el
este, en Verdún.
Mientras se lava y se coloca la ropa de abrigo que le será necesario
para soportar las temperaturas que encontrará cuando alcance el techo del avión,
su mente no descansa, analizando lo que le ha conducido a esta
situación.
El tiempo ha pasado con más rapidez de lo que recuerda, o al menos eso le
parece. Y, sin embargo, sobre el calendario que tiene sujeto a la pared, apenas
son unos escasos meses desde que abandonara la escuela de vuelo. No hace
demasiado tiempo que saliera de ella a su primer destino, con escasa experiencia,
un mínimo de horas de vuelo y una vanidosa seguridad en sí mismo. Pero ahora,
más calmado y realista, comprende que en la guerra el reloj va demasiado
rápido, por lo que los recuerdos se alejan con facilidad.
--¿Y qué son los recuerdos a fin de cuentas? --Se dice hablando con
mediana voz mientras se rasura la barba de apenas un día.
Lo piensa por un instante antes de contestarse con una aceptable idea que
se le acababa de ocurrir.
--Sólo son momias que deja el tiempo --Y lo acepta con un movimiento de
cabeza afirmativo.
Sin embargo, recuerda todo desde un año hacia la actualidad con claridad.
Ahora, superados los sueños juveniles, que le hicieron confundir la realidad con
maravillosas aventuras, se recrimina por el pasado. Y es consciente, cada día
más, del triste y doloroso contraste entre el ideal que le llenó de ilusión cuando
se alistó y la tangible realidad en la que se ve envuelto.
Siempre se lo había pensado bien antes de hacer algo. Tenía una mente
reflexiva, lógica, como había demostrado en la Universidad de Cambridge
durante los dos cursos y medio de ingeniería civil que llevaba terminados. Sin
embargo, cuando se enfrentó con el gran cartel en el que pedían voluntarios para
combatir formando parte del Real Cuerpo Aéreo, no lo pensó demasiado. Le
parecía una aventura adecuada a su edad e ilusiones. Ya sabía de compañeros
que se habían enrolado en diversas unidades de tierra y otros en la Marina Real.
Sin duda, la ilusión por volar surgió en su interior cuando contempló, sin
refugiarse, una incursión en Londres de Zeppelines alemanes. Docenas de
reflectores rascaban el cielo creando fantasmas luminosos con las nubes.
Buscaban y buscaban a los enormes monstruos que surcaban el cielo y podía
escuchar con claridad el ominoso ronroneo de sus motores, el no menos
amenazante silbido, progresivamente agudo, de las bombas y las explosiones de
éstas, haciendo contrapunto con los disparos de la “flak”, la artillería antiaérea.
En otra ocasión, en un similar ataque diurno, pudo ver, tardíamente, cuando los
antiaéreos silenciaron, a unos pocos aviones que buscaban entre las nubes, y
como un dirigible, empezaba a arder y se desplomaba, lentamente, como un
alargado globo cuyo morro iba a puntando paulatinamente hacia el punto en el
que se estrelló con un vasto incendio. Aquel día no fue a clase. Con varios
compañeros, un taxi les llevó al punto donde aún humeaban sus restos. Fue la
primera vez que vio cuerpos sin vida: unos quemados, otros estrellados al saltar
desde el Zeppelín para evitar la larga agonía de morir achicharrados. Fue una
impresión que le hizo pensar durante días y descubrir que el cielo no sólo era un
espectáculo majestuoso, tanto en los días de sol como en los de lluvia, o en las
grandes tormentas eléctricas, sino que era un lugar agradable en el que sentirse
solo, disfrutando del silencio que intuía que se podría encontrar a unos
kilómetros de altura.
Fueron unos días de vacilantes dudas, de momentos de clara seguridad, en
un zigzagueante frenesí de cambios a favor y en contra. En aquellos momentos,
entre otras razones, se dijo que en todo caso sería movilizado antes o después,
aunque no fuera obligatorio el servir en el ejército. Ahora, con las ideas más
claras, y una dura experiencia, se decía en ocasiones que al menos no debía
haber mentido en la edad para que le aceptaran, como hizo sumando todo lo que
le faltaba para los dieciocho años a su edad real. Pero, ya no había nada que
hacer, pues no se pueden dar pasos atrás, ni él era de ese tipo.
--Shorty, sal de la cama. ¡Pero ya! --Indica al tiempo que le lanza una de
las grandes botas de vuelo apuntando al trasero que hace bulto bajo las mantas.
El teniente sale del camastro, rezongando como siempre, para empezar a
arreglarse. Mientras se viste, John, sigue pensando en la forma en la que su vida
ha cambiado en escaso tiempo. Ya no es el reflexivo y un tanto indeciso que
siempre fue. Ahora no puede hacerlo; ha madurado ante el cotidiano y cercano
espectáculo de la muerte y la obligatoriedad del mando. Ha ascendido con
rapidez, pues las bajas son continuas y se lo ha facilitado el hecho de ser
trasladado desde el frente de Verdún al punto en el que se encontraba.
Inicialmente sargento de vuelo, ha pasado a alférez y en la actualidad teniente,
saltos casi obligados por las bajas de los que tenían mayor graduación y que la
realidad de la guerra, cual una máquina de picar carne, los iba destrozando en un
sorteo ilógico y cruel. Obligado, por la suerte de sobrevivir, a tomar el mando, y
resolver las situaciones, le han metido en la vorágine de los ascensos, y con ellos
le han regalado la angustiosa responsabilidad de la suma de estrellas en
hombreras y bocamangas.
De momento, mientras termina de vestirse con cuidado, pues en vuelo no
se puede ni eliminar una arruga que le moleste, sigue notando el temblor causado
por el miedo inconsciente que cada mañana le sobreviene. Pero sabe, es ya la
experiencia cotidiana, que cuando se enfrenta en un “dogfighter”[3], la pelea de
perros a gran altura, actua por instinto, sin sentimientos, con razonamientos
ilógicos en ocasiones, pero siempre carentes de reflexión: unos reflejos
mecánicos basados en una experiencia instintiva que se ha ido creando. Y no se
arrepiente de ello. Ya no esta en el pasado, donde había lugar para el
pensamiento profundo, la reflexión sagaz, la elección pausada en base a los “pro
y contra” como adjuntos de presión al discernimiento. Esa rapidez de reflejos
instintivos, esa capacidad de reacción inmediata, le habían ayudado en los
combates aéreos y le mantenían todavía vivo y con dos cruces gamadas pintadas
en los costados del Sopwith Pup, con el que volaba desde que se lo dieron, ya
usado y reparado, cuando se incorporó al nuevo destino. Con él sustituyó el viejo
y asmático Nieuport 16 inicial, que aún conservaba los impactos de su postrera
salida de combate, y que utilizó para una semana de pruebas y suelta por los
alrededores del campo y que yacía en un rincón del aeropuerto, para ser usado
los primeros días de estancia de los reemplazos antes de incorporarlos al
combate. Los nuevos pilotos, cada vez más jóvenes, llegaban de las escuelas de
vuelo con escasas horas y ninguna experiencia en la lucha en el aire. Había que
enseñarles los más elementales trucos en la forma de luchar. Y, sobre todo,
imbuirles la idea que el enemigo era bueno, muy bueno combatiendo, y sus
aparatos mejores que los propios. El sentirse mejores que el enemigo, era un
error básico que casi todos traían en una absurda vanidad; una manera de pensar
que les llevaba a la muerte en las primeras salidas, si no ponían atención a lo que
se les decía.
Él escuchó atentamente a su mentor de vuelo, actualmente el jefe de
Escuadrón, el capitán Joshua Wilkinson, al que pertenecía. Volaron juntos y le
enseñó los trucos que sabía y que le seguían manteniendo con vida y siendo un
“as” con cinco derribos. Eran unas ideas prácticas que se reconocía que a él le
conservaban en similar situación. Con el Sopwith Pup, que le entregaron tras
pasar la larga semana de vuelo y combates simulados con Joshua y otros
compañeros, no sólo seguía aún con vida, sino que había logrado dos derribos.
Pero su actual aparato, empezaba a ser un modelo que se estaba quedando muy
atrasado para enfrentarse con los nuevos Albatros D.III, y siguientes. La
frecuente renovación de modelos de los alemanes, en una pugna técnica con los
aliados, conseguía que las tornas cambiaran con cierta frecuencia, lo que se
notaba en el creciente y rápido número de derribos en un lado o en el otro,
cuando aparecía un modelo nuevo, en ocasiones una simple mejora del anterior.
Los Albatros, aparecidos hace un par de meses, sobrepasaban crecidamente a los
aviones de los aliados. Los nuevos cazas alemanes, eran más rápidos,
maniobrables, con superior velocidad y, sobre todo, una manifiesta mejor
capacidad de ascensión: el secreto del combate en el aire. Era un concepto
básico, junto con el de tener el sol a la espalda todo el tiempo posible, las dos
cosas que primero aprendió en la escuela de vuelo y que tenía siempre muy
presente. Además de no estarse quieto por un momento desde que se despegaba,
cambiando de continuo la ruta, vigilando el entorno sin un instante de
distracción.
Espabilado por el aseo con el agua muy fría que sale del grifo, se pone el
doble par de calcetines de lana que le llegan por debajo de la rodilla, y se calza
los grandes botones de vuelo que cubren media pierna, embutiendo en su interior
las perneras de los pantalones Brich de gruesa lana. Aun así, pensó, pasaría frío
por el aire que siempre entra por los orificios que dejan, en el suelo de la
carlinga abierta, el paso de los mandos y otros resquicios. Coge su chaquetón
largo de cuero, el casco de piel con las gafas y la pistola semiautomática Colt
1911, calibre .45, de origen americano, con la que, infringiendo las normas, ha
sustituido el revólver Mark de reglamento. Se hizo con él cuando un mecánico,
en el anterior aeródromo, se lo ofreció por una cifra algo exagerada, pero que
aceptó sin pensarlo. Le impresionó su aspecto, sólo la conocía de fotos en libros,
y las pruebas que hizo, le llenaron de satisfacción. Venían con él varios
cargadores y una buena dotación de cartuchos. El Mark inglés era demasiado
lento de disparo y carga. Comprobó el arma, y lo colocó en la funda que llevaba
en el pecho para una más fácil extracción.
Miró a Shorty, que empieza a vestirse, indicando mientras sale:
--Espabila. Te espero en el comedor. Deseo que no vuelva a haber sólo
papilla de huevos, y sí bacon y tocino fritos como ayer.
--Eso sería una mala señal --Le indica con sorna.
Se encoje de hombros y camina hacia el cercano comedor. Es pequeño,
sólo para oficiales y suboficiales de vuelo, y ya se están llenando las grandes
mesas. No somos muchos, pero nos conocemos, aunque en ocasiones por poco
tiempo, sustituidos por caras nuevas que, a veces, no volvemos a ver más de un
par de veces. Y siento un escalofrío al pensarlo. La muerte es una lotería que,
cada día, en cada salida, deja algún asiento libre, a veces, varios. Pasa por la
barra, es más rápido, para coger los alimentos sólidos, dejando a los camareros
que le lleven las bebidas.
--Hola Sandy. -- Saluda a su “perro”: el piloto que lleva su avión pegado a
su ala derecha y que es el que le protege en todo momento de sorpresas-- ¿Todo
bien?
--Perfecto. Me he asomado, y hace un día muy frío, pero sin nubes. No
podremos engañarnos unos a otros. Nos veremos desde muy lejos. De modo que,
a subir lo más alto posible.
--Ya veremos cuál es la misión, y después hacemos planes.
--Como diga, Señor. --Y sigue comiendo sin la menor vacilación, como si
alguien le fuera a robar lo que tiene en el plato.
Lo he observado y mucho, pues en cierta proporción mi vida depende de
él. No es ansioso comiendo, sino que es tan joven que en su crecimiento necesita
comer más que los que son más maduros. Es la pasmosa tranquilidad del
muchacho, lo que más le gusta de él. Sabe que es muy joven, ha mentido en su
edad de forma exagerada, pero su estatura, su seguridad y simpatía, le han
permitido pasar la junta médica sin levantar sospechas de su mentira. Nunca lo
he visto nervioso o excitado. Es frío como el hielo, siempre sonriente,
despreocupado, un tanto en su mundo de leer un libro detrás de otro, o pasarse
las horas libres en los hangares y talleres de mecánica, ayudando a arreglar todo
tipo de averías, lleno de curiosidad y aprendiendo todo lo que puede en los
tiempos libres. Aficionado desde niño a las motos y a los coches, tiene una
disposición especial para la mecánica, y un oído al que no se le escapa algún
sonido que pueda indicar próxima avería. De hecho, en varias ocasiones su
indicación ha permitido que el avión que le alarma, no salga, y la avería se ha
confirmado en la revisión. En otras ocasiones, cuando no se le hizo caso, el
aeroplano no ha regresado o ha sido traído en un camión para su arreglo por
aterrizaje en zona amiga.
Me siento para ingerir lo que he cogido en la barra en la que atienden los
camareros. Por la abundancia que contemplo, supongo, de inmediato, que en el
briefing, van a encargarnos alguna dura misión. Siempre que el desayuno es
espléndido, se trata de una compensación ante lo que se nos va a exigir. Miro
alrededor buscando la confirmación, algo que ya conozco. Y puedo ver las
garrafas de ron que esperan a ser servidas, en pequeños vasos, en su momento. Y
de nuevo un ligero temblor, que oculto sujetándose una mano con otra, me
acomete. Por unos instantes me pongo alerta, expulsando de mí la ligera modorra
que aún me aturde, pensando en otros aspectos.
Saco del bolsillo la notificación que me llegara hace un par de días, la he
leído ya varias veces, y sueño despierto con el nuevo aeroplano que se me ha
concedido por mis dos victorias: un Sopwith Camel nuevo, que sobrepasa a los
Albatros con un buen porcentaje de superioridad en ascensión, techo y
maniobrabilidad, aunque, y lo vuelvo a leer mientras como con prisas, la
advertencia de su cabeceo en las maniobras de combate, ya conocidas, pero que
son importantes de tener en cuenta. Para mí, casi terminados los estudios de
ingeniería, tengo claro que es debido al desplazamiento del baricentro hacia el
morro, pues todo el peso se concentra desde la carlinga hacia delante, lo que hará
que derrape en las vueltas si no se corrige ampliamente con los pedales,
hundiendo más el que corresponde a la maniobra, que lo que se hace en modelo
que va a pilotar dentro de un rato. Además, lo sé, el nuevo motor en estrella, crea
un acusado “torque[4]”, un par de torsión que ya conozco sobre el papel, pero
que parece que es muy acusado en el nuevo modelo. Espero tener, cuando llegue,
unas horas para probarlo y domarlo, como se hace con los caballos, antes de salir
en una misión con él.
La llegada de Shorty me saca del ensimismamiento en el que me
encuentro. Un camarero, el mismo que me trajo hace un rato el café caliente, le
pregunta:
--Tenientes ¿van a querer cacao y ron?
--Sí. Bien caliente el cacao, y llena con él mi petaca, así podré beber
durante el vuelo. Ron trae muy poco, no me gusta beber. --Contesta al tiempo
que le entrega la gran petaca forrada con tela de arpillera gruesa, casi una
cantimplora, para que la llene de cacao hirviendo.
--A mí, tráigame lo mismo, pero más ron, pues yo si bebo un poco.
--Le traeré lo de los dos, y se lo reparten, si me lo permite, Señor.
La entrada del sargento Bill Harriman, jefe de los mecánicos, crea silencio
de inmediato. Es un acto oficioso, personal, con el que muestra su atención con
los pilotos. Saca un papel y, como cada mañana, rinde un parte del estado de
cada aparato y sus condiciones de vuelo. Varios pilotos se encogen de hombros
mostrando lo contrario de lo que en realidad sienten. Unos por que se quedan sin
salir, y otros por que esperaban no hacerlo y sus aviones están arreglados. Tras
dar el informe, como siempre, acude al lado de John, del que es especialmente
amigo, desde hace años, pues son del mismo condado: Kent y coincidieron en la
escuela primaria.
--¿Todo bien, mis Tenientes? --Saluda al llegar.
--Siéntate y entra en calor con un buen vaso de Cacao, o café, lo que
quieras. --Le invita John.
--Hace rato que lo tomé. Pero no estorba un poco más después de toda la
noche de batalla con estos viejos aviones. He cambiado dos piezas del suyo,
Teniente John. Y una en el suyo, Teniente Little. Pueden volar tranquilos. Les he
tensado las riostras a los dos, ambos aviones las tenían un poco flojas. Creo que
fuerzan la resistencia de la madera, en las vueltas y al salir de los picados, lo que
un día les dará un disgusto. Y el que avisa, no engaña.
--Gracias. Así salimos siempre tranquilos.
--Teniente John, cuide su avión, pues va a volar ya poco con él. Tengo
noticias que llegan aviones nuevos y repuestos entre mañana y pasado. Entre
ellos viene, en piezas, el suyo nuevo. Espero que lo disfrute mucho tiempo.
--¿Quién lo va a montar? --Pregunto en una insinuación que no deja de ser,
y lo sé, una súplica.
--Se lo he asignado, como siempre hago, al peor de los mecánicos, pues
así aprenderá. --Responde el sargento con manifiesto gesto de mordacidad.
--Menos mal. No hay nada peor que confiar en un mecánico listillo que
cree que se lo sabe todo. --Respondo a tenor con la broma que me insinúa, al
tiempo que levanto el pulgar en un claro gesto de saludo, agradecimiento y
respeto hacia mi amigo.
--Por cierto, y no lo he dicho: llevan hoy munición incendiaria, dos de
cada tres cartuchos, del tipo Sparklet con fósforo. Aten cabos.
Y hace un gesto a uno de los soldados camareros para que le traiga un
buen vaso de cacao. Los dos tenientes se miran y se hacen un gesto elevando las
cejas, pues ya saben la misión que van a desarrollar. No es la primera vez que lo
hacen, pero saben que es aún más peligrosa que el combate habitual a gran
altura.
Los pilotos más madrugadores, empiezan a salir hacia el exterior para
fumarse el primer cigarrillo del día, antes de entrar en la sala de instrucciones en
la que les expondrán la misión y les señalarán, sobre el gran plano de la zona, los
puntos y los itinerarios más adecuados. A Bill ya le han traído lo que ha pedido,
y toma el cacao con placidez, en un respiro en su trabajo que no acabará, en
parte, hasta que las escuadrillas despeguen.
Momentos después los tres salen, para aprovechar el tiempo que les queda
antes de la reunión, fumar un cigarrillo, mover las piernas caminando, ya que
cuando despeguen, durante dos horas y media, tiempo máximo que les concede
el combustible, permanecerán embutidos dentro de la estrecha cabina. Bill se
aleja para verificar la revisión final de la veintena de aviones que se han
colocado en línea. Algunos están en marcha y se le están haciendo los postreros
ajustes por un hormiguero de mecánicos que rondan en torno a ellos.
--¡Que gran tipo tu amigo! --Indica Shorty.-- Despego de lo más tranquilo
tras escuchar lo que me dice en cada ocasión.
--Sí, el mérito nos lo llevamos nosotros, pero no seríamos nada si ellos no
estuvieran entre el aeroplano y nosotros.
--Es cierto, son como nuestros ángeles de la guarda.
--Buena comparación --Acepto.
El sonido del golpeteo de un trozo de viga con un martillo, nos hace mirar
el reloj, y nos apresuramos hacia la sala de briefing, demasiado pequeña para
que se sienten todos, y así no quedarnos en pie todo el tiempo.
Al entrar, la gran pizarra del fondo muestra ya la función de cada una de
las cinco escuadrillas, aunque ningún número les indica cual de ellas es la que
tiene una determinada función. Dos que atacarán, otra de protección a gran
altura, y otras dos a nivel medio para atender la tierra y ametrallar los antiaéreos
y servir de ayuda y refuerzo a las que atacan, se aprecia en el dibujo de tiza, unos
globos cautivos.
--Ya ves, --indica Shorty--, tenemos hoy o globos o dirigibles, me queda
claro.
--Sí, cualquiera de las dos cosas. Cuando estaba en Verdún, sí tirábamos al
“pin-pan-pun” a los globos, pero nunca pude ver a los zeppelines. Por esta zona,
más próxima al mar, es posible que alguna vez los veamos aunque, por el dibujo,
creo que será atacar a los globos de observación para la artillería.
--Sí. Y, como sabes, no es nada divertido. Demasiados antiaéreos
protegiéndoles, más los aviones que estarán esperándonos. Al fin --Indica
sardónico Shorty--, una mañana divertida, que ya me aburrí ayer bastante. Sólo
traje veintitrés orificios de bala en el fuselaje.
--Te lo he dicho --respondo con ironía-- que no te pares en medio del
combate, para encender un cigarro. Debían prohibirte llevar cigarros al despegar.
--Es cierto. Estos alemanes no respetan ni siquiera un vicio ajeno. Son
unos maleducados. Mucho emperador, mucho color en los aviones, pero muy
poca consideración con los que les apreciamos: siempre quieren matarnos.
--¿Los aprecias?
--La verdad es que a mí no me han hecho nunca nada. Los alemanes que
he conocido, unos cuantos, eran de lo más normal, excepto la sed de cerveza que
tenían siempre y esa angustiosa meticulosidad en todo. Desde luego, no les odio,
aunque el que se ponga dentro del círculo de la mira, trataré de abatirlo.
La entrada de varios altos oficiales, hace que todos se levanten, y se
establezca el silencio. El coronel se adelanta, no suele acudir a los briefing, y
empieza a hablar:
--Buenos días, caballeros. Tenemos una misión importante. La artillería
alemana está muy activa, con muy buenos resultados además, dirigida por los
globos cautivos. Es importante derribar el máximo de ellos. Hoy todos los
escuadrones de los diversos aeródromos a lo largo del frente, van a salir a la
caza…
--Va a ser un ataque a lo gordo --indica un piloto cuchicheando-- en unos
días…
--¿Quiere hacer alguna pregunta Capitán Joshua? --Le increpa el general
que le ha debido ver hablando.
--No, mi coronel. A sus órdenes, lo siento, era un comentario muy breve.
--No nos deje sin saber su idea. Infórmenos, con su gran experiencia y
conocimientos, de sus impresiones sobre el ataque, lo que nos enriquecerá a
todos.
--Gracias señor. Sólo era una presunción tonta por mi parte.
--Deléitenos con ella, por favor, no se la guarde para usted y su amigo.
--Mi comentario era: ¡Va a haber un ataque a lo grande a lo largo de todo,
o de parte del frente!
--No está mal su pensamiento. Pero no hay nada de eso. Es que los de
infantería se quejan que no se pueden mover sin que les observen y les manden
disparos de artillería, Y se preguntan: ¿Dónde están nuestros aviones y los
distinguidos pilotos que duermen en cómodas camas y comen en mesas limpias,
mientras nosotros nos refocilamos en el barro? ¿Por qué ellos, con sus bonitos
aviones no los atacan para que podamos ir a las letrinas sin que te envíen un
“pepino”?
Hay risas generalizadas. Lo de la buena vida de los pilotos es una protesta
habitual y justificada pues es cierta, con la que atacan los “pisa-hormigas” a los
que todavía se les llama “los caballeros del aire” con cierto aire zumbón, no
exento de envidia en muchos casos.
--Pasemos a lo serio. Ya saben la zona en la que, tras las trincheras
alemanas, se encuentran los globos de observación de la artillería. Ocuparos de
la zona que nos corresponde. Repartírosla entre todos y hacer arder todos los que
veáis. En la pizarra, se encuentra la misión de cada grupo. Todos los aparatos
llevan munición incendiaria, aprovecharla. Pongo los números de cada misión.
Cogiendo la tiza coloca al azar un número para cada escuadrilla.
--¿Alguna pregunta?
No hay preguntas. Todos se levantan y empiezan a salir, cerrando los
chaquetones y encendiendo el postrero cigarrillo antes de salir camino de las
nubes. El cielo se mantiene despejado, con cirros rojizos a gran altura. Hay
escasa luz todavía.
John, y “Phil”, su pareja en vuelo, se dirigen a sus aviones. Les ha tocado
atacar los globos, con frecuencia lo más peligroso de la misión, debido a la
artillería antiaérea que rodea cada uno de los elevados puestos de observación.
Es lo que hace difícil la aproximación, la toma de puntería y, después, alcanzado
el globo, la combustión de éste cuando se incendia, y la gran llamarada del
hidrógeno justo cuando el aparato pasa sobre él
Ambos dan una vuelta sobre los aviones, comprobando la tensión de las
riostras, la presión de los neumáticos dando patadas sobre ellos y buscando
posibles manchas de aceite en el fuselaje y en el suelo.
Ya dentro, mueven la palanca de mando y pisan los pedales observando las
respuestas de los alerones y del timón de profundidad. Los mecánicos se
desplazan entre los aviones.
Me abrocho el arnés que me mantendrá sujeto al asiento, coloco en el
cuello el pañuelo de seda, a cuadros y flores, que me permitirá mover la cabeza
continuamente sin que el cuero del chaquetón me lo irrite por el roce.
Compruebo el tablero y hago un gesto. Dos mecánicos se acercan a la hélice y
empiezan a girarla para preparar el motor para el arranque, hasta que notan que
la compresión es la adecuada.
--Teniente. ¿Contacto?
--Contacto --respondo, al tiempo que abro el paso de la gasolina y elevo el
interruptor que va a cerrar el circuito eléctrico poniendo en serie la magneto y el
resto del instrumental de tablero.
Los mecánicos giran la hélice y se apartan al mismo tiempo. Con un
bufido, carraspeando y finalmente creando una nube de humo azulado, el motor
arranca y va ganando revoluciones. Avanzo un poco la palanca de gases hasta
que llevo el indicador de revoluciones al nivel de régimen de espera y
calentamiento en un ralentí de mínimo consumo. El termómetro marca cero
grados.
A mi alrededor, con mejor o peor suerte, todos los aviones van arrancando
y el ruido se hace claro y creciente. Algunos ratean por unos instantes, hasta que
braman redondos, esperando que alcancen la temperatura de despegue.
Observo como, lentamente, la aguja del termómetro sube hasta un punto
en el que puedo despegar. Elevo la mano con el pulgar hacia arriba, pongo el
reloj del tablero en hora y acelero ligeramente. Al borde de la pista, el oficial de
señales, con una pistola de bengalas, aguarda. Mira el reloj, observa la línea de
aviones por un momento, y elevando el brazo dispara la bengala de salida que se
eleva y desciende brillante colgando de un diminuto paracaídas.
El ruido se hace ensordecedor conforme los aviones aceleran. Los
mecánicos retiran las calzas, y la primera escuadrilla inicia un avance que les va
haciendo separarse. El campo, de hierba verde con salpicado de puntos rojos de
amapolas, y muy amplio, permite que despeguen al mismo tiempo varios
aparatos. Los primeros empiezan la carrera que en breve les elevará del suelo.
Las colas se levantan en una primera señal de velocidad.
Cuando nos toca el turno, con “Phil” a escasa distancia, meto gases a
fondo empujando la palanca que tengo a mi izquierda. Hace ya rato que me ha
desaparecido el temblor, y he alcanzado el grado de atención que siempre tengo.
Hay un ligero miedo, que nunca me abandona, pero que me ayuda a mantenerme
alerta. Noto que el aparato intenta flotar. Miro la velocidad que me indica el
marcador del tablero, y suavemente tiro de la palanca hacia mí. El avión empieza
a elevarse lentamente y finalmente se encuentra en el aire. Tiro de la palanca de
las ametralladoras montándolas. No hay nadie delante por lo que acciono el
disparador y suelto una corta ráfaga. Puedo ver las trayectorias de las trazadoras
que se pierden a lo lejos. A mi lado, “Phil” comprueba las suyas y ambos, como
gemelos, iniciamos un alabeo a estribor para dejar el cielo libre a los que nos
siguen en el despegue.
Por un momento se emparejan los dos aviones y ambos se hacen un gesto
de suerte, antes que “Phil” se retrasé ligeramente colocándose en el ángulo
exacto que deberá conservar hasta que entren en combate. Durante más de diez
minutos, la larga línea de aviones asciende lentamente hasta alcanzar los 3.000
metros donde se estabilizan, mientras que la escuadrilla de protección, sigue
ascendiendo hasta que alcancen los 5.000 y poder controlar el horizonte y las
posibilidades de sorpresa.
El jefe del escuadrón guía al grupo según el plan que ha establecido,
manteniendo la dirección al este durante un tiempo antes de empezar a derivar
ligeramente hacia el norte guiado por los pueblos que discurren bajo los planos
hasta contemplar la sufrida ciudad de Albert, próxima ya a la línea del frente,
momento en el hace un alabeo y empieza a guiarlos directamente a traspasar la
línea de trincheras de ambos bandos. Pueden ver los rostros claros, siempre
visibles desde el aire, de los soldados de la zona en la que los franceses, más al
sur, contactan con los ingleses y sus señales con los gorros y los cascos en un
deseo de suerte y éxito, que es correspondido con alabeos de los aviones
agitando las alas. Una línea de paineles, sobre el suelo, en forma de flechas mal
dibujadas, les indica el final de los puestos avanzados de escucha sobre la línea
de trincheras.
Miro a lo lejos, achicando los ojos, buscando los globos Parseval-Sigsfiel,
alemanes, tan diferentes de los Caquot franceses con su aspa cruciforme, pero
aún no son visibles. El grupo atraviesa la triple línea de trincheras alemanas,
sólidas, elevadas y mejor terminadas que las de los aliados y la forma en la que
los soldados les contemplan sin hacer gestos. Lejos todavía, a unos kilómetros,
se distinguen, separados y aislados, los puntos oscuros de los globos que son su
objetivo. En unos minutos su forma se hace clara, con su morro elevado, su
apéndice trasero que remeda un pene pegado al cuerpo, y los alerones laterales
para su estabilidad. Pequeña, pero que empieza a estar clara, la barquilla de
mimbre que oscila por debajo de la cola.
Los aviones inician el descenso, para entrar de frente hacia ellos a su
misma altura. Se han repartido los globos por señas desde los aviones y cada
grupo se dirige a los que les han correspondido. Los aviones de ataque a tierra
enfilan en dirección a los mal disimulados antiaéreos bajo redes que destacan
netamente por el humo de cada disparo y que han iniciado el tiro en cuando la
aproximación de los aparatos entra en su alcance. Nubes negras, de súbita
aparición en el entorno, comienzan a pespuntear los alrededores, mientras siguen
descendiendo y acelerando.
Pronto, delante nuestra se muestra un globo que, con el torno que hay en
tierra, tratan de bajar con prisas. Puedo ver, pequeños pero inquietos, los dos
observadores de artillería que se muestran, todavía, indecisos en saltar con sus
grandes paracaídas. Pero es un momento. Al seguir aproximándonos, dos bultos
saltan desde la cestilla y en unos segundos se inicia el despliegue de las dos
corolas de seda amarillenta que les frena en su caída.
Me coloco delante de “Phil”, que se retrasa para dar una segunda pasada
con cierto margen sobre mí. Desciendo un poco más, e inicio un ligero picado
que me lleva al punto adecuado. Centro el globo en el colimador circular, y
espero que su tamaño crezca hasta el punto en el que debo disparar. Compruebo
que la ametralladora se encuentra montada, y me domino en tirar de la palanca
que abrirá fuego. Cuando puedo ver con claridad la cruz gamada que lleva
impresa en un costado, acciono el mecanismo y la Lewis sincronizada con la
hélice, inicia su cantar estridente, monótono y rápido, que me muestra una línea
de puntos blancos, una aparente procesión de luciérnagas que se aleja en
dirección al globo. Los veo desaparecer como si se los tragara la masa
amarillenta, pero no aparece la deseada explosión del gas. Apuro y sigo
disparando hasta que, ya cerca, tiro de la palanca y piso el pedal haciendo que el
avión se eleve y baje el ala para pasar por encima y a la derecha del globo.
Cuando me estabilizo, puedo contemplar la aproximación de “Phil”, que
concentra sus disparos por un momento y de inmediato, cesa en el fuego y se
desplaza a la derecha a la vez que se eleva. Miro el globo y observo que empieza
a echar humo y rojizas llamas premonitorias del incendio y la explosión que los
caracteriza. “Phil”, con muy buen criterio, economiza munición al ver que la
pasada de su jefe ha conseguido el efecto deseado. Envuelto en esplendorosas
llamas, que se elevan unos metros sobre su estructura de tela y hule, el globo cae
lentamente hacia los galpones de tierra, a cuyo alrededor, la artillería antiaérea
trata de seguirnos con disparos que siempre quedan retrasados o adelantados,
pero peligrosamente cerca. Una nube negra, de la explosión de una granada muy
cercana, me distrae por un momento. Noto un suave golpe que sitúo cerca de la
cola, y comprendo que un trozo de metralla ha traspasado la tela barnizada.
Muevo los mandos con unas maniobras y compruebo que no ha sido tocado
ninguno de los cables que pasan por ese lugar y que alteraría el pilotaje de
regreso a la base. “Phil”, que ha visto mis gestos, se aproxima para echar una
ojeada. Al momento me hace señas señalando el tamaño del orificio, e
indicando, con el pulgar arriba, que no hay problemas, y la repetición del gesto
me indica que me felicita por el derribo. Y de nuevo seguimos adelante, a la caza
de otros globos, varios, que se vislumbran en la lejanía. Algunos ellos ya están
ardiendo, por el resto de las escuadrillas. Le hago un gesto a “Phil” para que
vaya delante y sea él el que abra fuego en la primera pasada, de un globo,
todavía pequeño, que se puede ver un tanto al interior de las líneas. Mientras lo
hace, reviso todo el derredor, buscando la escuadrilla de protección, que
permanece alta sin dar señales de alarma por la presencia de aviones enemigos.
“Phil” acelera directamente hacia el globo y le sigo cubriendo su cola, a una
distancia de seguridad, dispuesto a intervenir si la pasada de mi segundo fuera
infructuosa. Pero el joven, con una audacia de la que siempre hace gala,
despreciando la artillería que le sigue festoneando en su trayectoria, embiste
descendiendo hasta colocarse a su altura y puedo ver como las ráfagas, un tren
de puntos blancos que rasgan la luz del ya claro amanecer, se concentran en el
globo, penetrando con claridad y haciendo que éste explote de forma clara
convirtiéndose en una antorcha de grandes llamas ascendentes. Observo como se
eleva y se desvía a la derecha, pasando muy cerca de la gran llamarada, entre
cuyo humo penetra desapareciendo por unos instantes. Y ambos nos volvemos a
emparejar ascendiendo para buscar un nuevo objetivo.
Miro el reloj, que me indica que llevamos volando la mitad del tiempo del
que disponemos y, además, sé que el número de cartuchos que nos quedan, sólo
son los suficientes para defendernos si tenemos un encuentro. Hago un gesto,
moviendo circularmente el brazo con el índice extendido, con el que le indico
que debemos dar la vuelta. Al tiempo que asiente, “Phil” inicia el alabeo que le
hará invertir la dirección. Le sigo realizando similar maniobra e iniciamos el
ascenso para alcanzar la altura de crucero. Oteando el horizonte, puedo ver un
total de nueve columnas de humo que me indica el número de globos derribados
entre todos.
Los aviones de protección siguen altos y se muestran ya realizando un
lento giro de trescientos sesenta grados, que les devolverá al aeródromo. Pero
cuando ha transcurrido un cierto tiempo, y las escuadrillas se van agrupando, una
bengala, disparada desde unos de los aviones de protección, que inician un
picado, me indica que han detectado enemigos. Oteo el horizonte y, lejos aún,
puedo ver y contar doce puntos que crecen con claridad hacia nosotros. Como
nos han indicado, nos retrasamos ligeramente dejando que se adelanten los que
no han consumido munición. A ellos se unen en breve los aparatos que
descienden y que se colocan en primera línea. Busco con la mirada el triplano
rojo de Manfred Von Richthofen, pero no lo veo entre los que se acercan, por lo
que respiro aliviado. Me queda claro que no es la Jasta 11, sino algún otro
escuadrón, sin duda menos peligroso que la del “Barón Rojo” y su circo de
aviones coloreados de forma provocativa. Tropezar con él dos días seguidos,
puede ser otra nueva remesa de derribos para nosotros, que sólo disponemos de
aparatos más lentos y menos maniobrables que los alemanes.
Es un “dogfighter” que dura escaso tiempo, pero que se salda con la caída
de varios aviones por ambas partes. Los albatros, bien instruidos, rápidos y
eficaces, son habilidosos en maniobras, con toneles y giros Immelmann, que los
sitúa a la cola del que se descuida o no comprende de inmediato la trampa de la
aparente huida en picado que le hará colocarse encima y detrás.
Inquieto y vigilante, seguido de “Phil”, intervengo en varias ocasiones en
ayuda de algún acorralado, logrando que escape. He conseguido colocar
proyectiles en varios aviones, las trazadoras me lo han mostrado, pero en sitios
irrelevantes por lo que no consigo ningún derribo.
Cuando ambos grupos se separan y volamos en dirección al aeródromo,
una vez más soy consciente de la superioridad aérea de los alemanes, con sus
rápidos Albatros de última generación, dotados de dos ametralladoras
sincronizadas con la hélice, en vez de la única Lewis que llevamos nosotros.
Cuando vemos el pueblo de Naours, sé que reposaremos por un rato,
mientras reponen la munición y el combustible, lo que nos permitirá descansar
por un tiempo antes de salir en otro raid, uno de los tres o cuatro que realizamos
cada día.
Cuando hago la aproximación a la pradera en la que se aterriza, verde y
salpicada de amapolas y margaritas blancas, puedo ver la silueta de numerosos
camiones aparcados cerca de la zona de talleres, y comprende que, salvo una
sorpresa, mi Sopwith Camel debe haber llegado y, por un momento, mi corazón
se acelera más que durante el reciente combate. Cortando lentamente los gases,
elevo ligeramente el morro y realizo un perfecto aterrizaje en tres puntos que me
lleva rodando hasta su zona de aparcamiento. Dos mecánicos colocan las calzas,
y uno de ellos, me indica.
--Mi teniente, no deje de mirar su cola. Hoy ya no volará más.
Me libero del arnés, echo un último trago del cacao que aún queda,
templado, en la cantimplora, y entumecido desciende del avión caminando por la
zona adecuada del ala hasta bajar a tierra. Mientras lo hago, puede ver el
desgarrón, en el lado izquierdo, que hay por detrás de la escarapela tricolor que
me señala como inglés.
--No esta mal el agujero --indico al mecánico que me lo ha dicho-- Pero no
es demasiado grande.
--No, mi Teniente. Es el del otro lado el que es de importancia.
Doy la vuelta y puedo contemplar el gran desgarro, causado por el aire,
que ha abierto una gran brecha de la que cuelgan flecos de tela. Por él se dejan
ver cables y cuadernas de madera que casi alcanzan, desde la mitad del fuselaje
hasta casi el plano posterior derecho. Y comprendo que la extraña sensación de
dificultad de vuelo que he traído durante el regreso, era la resistencia que ofrecía
el desgarrón que se ampliaba conforme pasaban los kilómetros que iba
recorriendo.
--Ha tenido suerte de regresar. Con menos los he visto regresar en
camiones por aterrizajes de emergencia. --Me explica el locuaz muchacho del
mono manchado de grasa y pinturas.
--¿Han llegado los aviones nuevos?
--Sí, mi teniente. Doce y repuestos para un buen tiempo. Aún quedan
camiones por llegar. Espero que venga alguno para usted. Los están bajando de
los remolques para empezar a montarlos esta noche. Para mañana, unos cuantos
podrán salir para probarlos y hacerse con ellos. ¡Cómo me gustaría ser
piloto!
--¿Lo ha intentado?
--Si mi teniente, pero los médicos dicen que veo muy poco y que soy muy
nervioso. Ya sabe: ¡cada uno es como Dios lo ha hecho! --Indica con clara
tristeza.
--¿Qué se le va a hacer? Nacemos con un destino y en él nos quedamos,
aunque no nos guste.
--Hace tiempo que lo acepté. Pero soy un buen mecánico y el avión que
preparo, vuela tan seguro como si yo lo hiciera en él. Gracias, mi teniente por su
consuelo.
--No hice nada.
--¿Le parece poco hablar con uno de nosotros en vez de dar órdenes como
si no fuéramos nadie?
--¿Hay quienes se comportan así?
--Más de uno, mi teniente. No hablan, nos ladran.
--Lo siento. Yo soy de otra forma.
--Lo sabemos todos, y tenemos claro como son cada uno de ustedes.
--Gracias. Voy a ver los aviones que hayan bajado.
--Puede verlos, pero son sólo piezas que no dan mucha idea. Pero cada
avión trae papeles con dibujos y datos, que podrá mirar. El motor parece una
maravilla por lo que he visto. En estrella, con nueve cilindros, y nada menos que
130 caballos, casi 200 kilómetros por hora, y dos ametralladoras sincronizadas
con la hélice. Una maquina de derribar aviones enemigos. Pero sabe cuál es su
problema.
--Algo he leído y oído. ¿Cuál es?
--Le pesa mucho el morro, y en los giros se escapa si no se tiene cuidado.
Nos lo han dicho los conductores de los camiones. Es secreto, pero se lo diré. Ya
se han matado en las pruebas unos pocos novatos al que el avión les venía
grande. Tenga cuidado hasta que le coja la mano.
--Gracias, me echaré un pulso con las manos y los pies, pues sé que el
error lo causa la palanca y se corrige con el pie.
--Eso no lo sabía. Ya he aprendido algo más para decírselo a algunos
pilotos que son amables con nosotros. Gracias a usted, mi Teniente --Indica al
tiempo que saluda llevando la mano al gorro cuartelero y se aleja para atender
los aparatos que van llegando a la zona de aparcamiento.
La llegada de Bill, el sargento jefe de mecánica, que contempla con un
gesto claro de curiosidad el gran boquete y que, a continuación, me mira con una
sonrisa displicente pero alegre, me saca de la abstracción.
--Eres un buen piloto. ¡Has tenido mucha suerte! Llegar así no es fácil. Un
rato más de vuelo y hubieras entrado en picado irremediable.
--Como no lo sabía del todo, pues he luchado con sus bandazos todo el
camino sin asustarme. Es cierto, ahora que lo he visto, ¡he tenido mucha suerte! -
-Y pasa la mano por el fuselaje de un avión que sabe no va a volar más, pero al
que le está dando las gracias por su comportamiento con él.
--Ya ha llegado su avión nuevo. ¿Va a querer pintarle algo que lo señale,
como se está poniendo de moda?
--Sí. Aunque no soy un gran pintor.
--Ya hablo con Henry, que es un gran dibujante y pintor. Haga en un papel
lo que quiera y él se lo hará y quedará a su gusto. Es un artista con mucha
imaginación. No puede salir, pues su avión no puede volar.
Mientras hablan van llegando pilotos y personal de tierra para contemplar
el desperfecto del fuselaje de ni avión. Se hacen cábalas, se tocan las cuadernas
de madera, una de ellas mordida un poco por la metralla.
La llegada del coronel jefe de la base, acaba con el clamor, y los presentes
discretamente se van alejando para no tener que dar explicaciones.
--Teniente Mortimer. Enhorabuena por varias cosas. Una por regresar con
el aparato así, que se puede recuperar con un poco de trabajo. Enhorabuena por
el derribo de los dos globos, el suyo y el que ha dejado que derribe su “perro”,
pues así me lo ha dicho él. Y también por las ayudas que ha prestado durante el
combate a otros compañeros, en vez de regresar cuando el sargento “Phil”, ¿no
es así como le llaman?, le indicó lo que tenía de desperfectos.
--No tenía prisas. Lo primero es lo primero, mi Coronel, y ayudar no es
sino lo que hubieran hecho por mí.
--Con su ayuda sólo hemos perdido tres pilotos. Sin su ayuda, al menos
serían cinco, por lo que se me han contado. Constará en su hoja de servicios. No
salga más hoy, es una orden. Vaya a ver los nuevos aviones. Uno de ellos es el
suyo. --Indica el jefe de la base mientras saluda y le correspondo.
Enciendo un pitillo y sin prisas me dirijo hacia los hangares. Tengo
curiosidad por ver lo que ha llegado, pero me domino para no correr, pasando
primero por el comedor y tomar café, beber un buen trago de ron y evacuar la
vejiga, que hace rato que noto distendida solicitando su vaciado. Me siento en mi
silla y trato de relajarme, pues todavía noto el nerviosismo que siempre me
aparece tras el aterrizaje, en una reacción que sé que es normal, pero que nunca
he conseguido dominar y los médicos me han dicho que no se puede conseguir.
Poco después, el ruido de motores me indica que los aviones han sido
revisados, armados y tienen los tanques llenos de gasolina. Son sólo cuatro
escuadrillas. Salgo para verles partir y desearles suerte. Observo que se les han
colocado pequeñas bombas en los soportes del ala inferior. Tengo claro que van
a dar unas pasadas por las trincheras alemanas para “distraerlos un poco”, como
decimos coloquialmente cuando nos indican las misiones, a cada una de las
cuales se les ha dotado de un calificativo jocoso, escribiendo con un trozo de
greda.
Me siento perezoso y aliviado de no tener que salir, mientras observo que
los aviones, en grupos, corren sobre la hierba y acaban levantando el vuelo. Por
una vez puedo observar la vida en el aeródromo cuando salen los aviones. Hay
tranquilidad y cada soldado y los mecánicos, se dirigen a los quehaceres en
medio de un silencio nada habitual. Noto que, ya en tierra me he recuperado del
frío. Me quito el chaquetón, el casco y el pañuelo de seda que guardo en un
bolsillo. Sin prisas, mientras saboreo un pitillo, me dirijo a los talleres,
observando como docenas de personas bajan de las cajas de los camiones, las
grandes piezas que componen cada avión. Puedo contemplar, conforme lo libran
de las protecciones, un plano completo, la mirad de un ala, apreciando con ojo
crítico que es más ancha y larga que la del Sopwith Pup que acabo de volar. Miro
un motor liberado de su caja, y el aspecto en estrella de nueve brazos fabricado
por la firma Clerget me llena de satisfacción. Penetro en uno de los hangares y
veo un fuselaje completo, falto de motor, alas, ruedas y timones, realmente
presenta el aspecto de un enorme cigarro puro pintado del negro básico, sobre el
que pondrán los colores y las escarapelas. Me acerco y me asomo a la cabina
para ver el instrumental de abordo. Es muy parecido, pero todos los instrumentos
son un poco más grandes, mejor colocados, en número de diez. La palanca, con
el extremo triangular, es igualmente más funcional, o al menos lo parece. El
sillón, de armadura de madera forrada de mimbre, supongo que será igual de
apretado y duro que en los modelos anteriores. Tengo claro que debo hacerme
con un cojín entrelargo que me dé comodidad en las posaderas y la espalda.
Cuando aterrizo, siempre vengo dolorido en ambas partes.
Durante un rato largo, haraganeo observando como van llegando piezas,
con un número en el embalaje, que agrupan antes de empezar el montaje. Un
mecánico se me acerca, me saluda y pregunta:
--¿Es usted el teniente Mortimer?
--Sí. ¿Qué desea? --Correspondo al saludo y quedo expectante ante lo que
me tenga que decir pues no le conozco.
--Soy el cabo Henry, el pintor. Me ha indicado mi sargento que hable con
usted, Señor.
--Sí, sí. Ya sé. Tengo que hacerle un dibujo para los laterales del avión.
--¿Sabe ya lo que quiere que le pinte, Señor?
--Sí, pero no lo hice, no dibujo nada bien.
--Si me dice usted lo que quiere, es posible que se lo haga en un momento
sobre papel --indica sacando los adminículos de dibujo.
--Me gustaría un sombrero de copa, negro, alto, como los que llevan los
políticos y los que usan los magos para sacar un conejo.
--¿Lo quiere con el conejo, Señor?
--No lo había pensado. Pero puede ser adecuado.
--Déme un momento, Señor. Lo dibujo y usted me indica lo que debo
cambiar.
De inmediato el lápiz raspa el papel dejando trazos que, poco a poco van
creando una imagen que parece cobrar vida. Siempre me ha asombrado la
pasmosa facilidad con la que algunos crean cosas con un lápiz. La imagen es
curiosa, original, distinta de la idea que había forjado en mi mente, pero muy
superior a ella, y la he aceptado antes de que la termine. El protagonista es un
conejo, de cara sonriente, largas orejas que, con el sombrero negro en la mano y
en lo alto, parece saludar al que le mira.
--No siga, por favor. Eso es perfecto. Mejor imposible, nunca lo hubiera
soñado. Es usted un gran artista.
--Muchas gracias, Señor. Usted se lo merece. Me dijo mi sargento que
pusiera el máximo de interés en usted. Le aseguro que será la envidia de la base.
Puedo retirarme.
---Sí, muchas gracias. Un favor, no tire ese papel, me gustaría conservarlo
y tenerlo entre mis cosas.
--Tómelo Señor. Ya sé lo que quiere, no lo necesito, pues el que haga, será
aún mucho mejor. El conejo no será del todo blanco, sino a manchas blancas y
color café con leche. Y estará con una gran sonrisa. ¿Le parece bien, Señor?
--Lo que usted haga, me parecerá lo mejor de lo mejor. Muchas gracias de
nuevo.
El teniente le saluda, antes que el mecánico lo pueda hacer. El mecánico es
consciente y acepta que el hecho de adelantarse ha sido una deferencia clara de
respeto hacia él, que le confirma lo que ya saben muchos en la base, y sabe el
motivo de la clara recomendación de interés que le ha indicado su sargento para
con el teniente.
Durante un rato todavía curiosea por el hangar, fijándose en cada nueva
pieza de aviones que entran y desenvuelven de los embalajes, hasta que es
interrumpido por Bill, el sargento jefe de los talleres.
--Señor, estos son los papeles que vienen con su avión. Vienen por
triplicado: para las oficinas, para el piloto y para nosotros. He pensado que le
gustaría irlos viendo, Señor, así no tendrá que pasar a buscarlo a las oficinas.
--Por supuesto. Pero ese señor continuo es una monserga. Si estamos a
solas, Bill, llámame John, como siempre hicimos.
--Gracias, Señor…, perdón, quiero decir John.
--Por cierto, he hablado con el pintor. ¡Qué maravilla como dibuja! Mira lo
que ha hecho en apenas unos minutos. --Y le enseña el esbozo que ha guardado
cuidadosamente.
--Te quedará mucho mejor cuando lo termine. Sé que él, como la mayoría
de los mecánicos, te aprecian por ser como eres: humano y comprensivo.
--No es para tanto. Me comporto como lo que soy un oficial, y un
caballero por mi educación y por mi grado, que me obliga a serlo con los que
mando, de los que soy responsable y aprecio.
El gesto de Bill no le pasa desapercibido. Su leve encogimiento de
hombros ha sido como si le hablara, diciéndole: “que más quisiéramos que todos
ustedes, los oficiales, fueran así”. Pero como no ha dicho nada, no puedo hacer
comentarios con algo que intuyo, y no me puedo dar por enterado.
--Voy a mandaros a vuestra unidad unas botellas de vino y otras de ron,
pero no quiero que nadie sepa nada de que he sido yo.
--¿Por la pintura? --Pregunta Bill.
--No. Por las muchas noches que os pasáis trabajando para que, por la
mañana, podamos volar.
--Pero ese es nuestro trabajo, no hay porqué premiarnos.
--Es un capricho que tengo.
--Si es por eso, vale. --Acepta.
Poco después, se separan. Lleva los papeles de su avión, con sus nuevas
características y esta dispuesto a tumbarse en su camastro y leerlos sin prisas.
Debe saber todo sobre él antes de la primera salida a probarlo y dominarlo. Hace
tiempo que ha aprendido, que volar y combatir no es un juego. Dejar algo al
azar, es la diferencia entre triunfar o morir. Y lo último no tiene el menor interés
en hacerlo.




2.-

“En este juego de la guerra no hay
reglas, pues no perteneces al
pasatiempo y, por tanto sobras en él,
y en consecuencia el juego tratará de
eliminarte”.



El sonido incesante e intermitente de la artillería pesada, no deja un
momento de tranquilidad. En ocasiones, el sonido de ráfagas de ametralladoras,
bengalas que iluminan la tierra de nadie y el paqueo de los francotiradores, hace
que los escuchas, avanzados sobre la línea de trincheras, empapados bajo la
lluvia, aunque bien escondidos entre los sacos terreros, no descuiden por un
momento la vigilancia del terreno que hay por delante de las alambradas. Son
varias filas de alambre de púas de las que cuelgan latas de carne, con pequeñas
piedras para que el sonido indique, a los que vigilan, el intento de penetración de
alguna patrulla.
En su refugio, el capitán Harold O´Reynold, del 4º Regimiento Real de
la 3ª División Escocesa, lleva un par de días temiendo otra alocada ofensiva de
las tropas alemanas que tiene enfrente, a unos escasos doscientos metros. La
distancia es tan corta, que el más leve error en las trincheras, es suficiente para
que el descuidado reciba un proyectil de los numerosos francotiradores que
ocupan su tiempo a la espera, como en los aguardos de caza, para conseguir una
baja.
Hay numerosos periscopios, un cartucho de cartón y dos espejos, para
observa a los alemanes que parecen disfrutar con la cacería de descuidados
ingleses. En ocasiones, he hecho la prueba, sacar un poco un casco sobre la boca
de fuego de un fusil, lo que es suficiente para que el casco, perforado o no, salga
de estampida empujado por la bala.
Enfrente a su mesa, leyendo a la luz de dos velas dentro de un bote de
hojalata recortado que canaliza la luz hacia el libro, el teniente Blake Mc´Alister,
lee con fruición como es su conducta habitual. Acaba de cumplir su turno de
oficial de trinchera, y aprovecha el descanso para secarse y calentarse en el
refugio de la compañía que manda el capitán. Hay una estufa de petróleo entre
ambos. Es un artefacto artesano que ha construido un soldado habilidoso, por lo
que se ha ganado un par de días de descanso al cercano pueblo, al fabricar, con
lo que encuentra, tres ejemplares, una para cada refugio de los oficiales. El
engendro de latas y unos pocos hierros, despide un poco de calor y un mucho de
humo que ennegrece el techo.
Hace un momento, a la llegada del teniente, apenas han cruzado un
mínimo de palabras en las que le indica, como un parte, que no hay nada que no
sea lo habitual. Se ha cambiado el doble par de calcetines que trae chorreando de
caminar de un extremo al otro de su segmento de trinchera, asomándose de vez
en cuando al doble prismático elevado de trinchera que le permite ver las
posiciones enemigas con ampliación, buscando alguna señal que le indique
algún cambio en las líneas enemigas. Pero no se ve absolutamente nada, como
ha comprobado en sus turnos desde que empezara el machaconeo artillero que
soportan desde hace más de tres días. Siempre tiene la sensación, cuando hace su
ronda, que los alemanes se han marchado, pero sabe que no, pues el paqueo y las
ráfagas lo muestran de inmediato ante cualquier provocación. Y es, lo acepta, la
misma conducta de los hombres de su sección que, con el dedo en la cola del
disparador, esperan pacientemente cualquier movimiento en la trinchera alemana
para enviar una bala del .303 a la recortada sombra, en ocasiones, que es todo lo
que pueden ver a través de la mira telescópica de gran aumento que va montada
encima del fusil Lee-Enfield de cerrojo.
El silencio de la artillería por un rato alarma a los dos que, de
inmediato, salen al exterior. Un cese de la artillería con mucha frecuencia es el
inicio de un ataque que, implica en ocasiones, que las avanzadillas están ya a
escasa distancia de las trincheras.
--¡Alarma! Todos a los puestos de combate. Puede ser el inicio de un
ataque.
--Mi Capitán. --Indica el vigía más cercano, situado entre sacos
terreros, con un periscopio que emerge apenas en el espacio entre dos de ellos.--
No hay ningún movimiento. Sólo francotiradores, de los que conozco el sitio de
dos.
--Lanzad una bengala cuando avise --Indico mientras subo por la corta
escalerilla que me lleva hasta la base del doble prismático, y a la vez telémetro,
que se asoma entre dos sacos que le protegen de ser visto con facilidad.--
Tiradores, dispuestos a cazar todo lo que se mueva o sea sospechoso de ser un
enemigo. Fuera todo tipo de luces en la trinchera.
Los soldados se mueven con rapidez, ascendiendo a la altura de los
sacos y sacando las pequeñas obstrucciones hechas con arpillera que les dejan
una tronera por la que disparar con el menor riesgo. Se colocan en posición de
tiro tras quitar los seguros de los fusiles. Meses de vida de trinchera les han dado
una enseñanza que les permite seguir viviendo. Sólo los novatos que llegan de
reemplazo, que ni son listos, ni escuchan, ni observan la conducta de los demás,
suelen ser victimas, a veces a las pocas horas de haber llegado.
--Lanzad la bengala.
Harold eleva el arma hacia el cielo y lo dirige un poco hacia la zona
alemana. Una apagada detonación, y el cohete asciende y explota a cierta altura,
quedando la masa que arde con intensa luz blanca de magnesio, colgando de un
pequeño paracaídas que siembra de luz la zona próxima a las trincheras
enemigas. Uno de los soldados dispara casi de inmediato que se enciende la luz.
Es uno de los francotiradores. No se sabe el número de bajas enemigas que tiene
en su haber, pero se habla de dos ceros. Pero todos han comprobado en la
compañía su eficiencia. Y su frase favorita, cuando instruye a los reemplazos en
los que ve cualidades de tirador: “Un disparo, una baja. Menos es derrochar
munición”.
--Te lo has cargado. --Indica uno de los centinelas.-- Y se ve el cuerpo al
lado de su escondite.
El capitán comprueba que no hay nada en la tierra de nadie y verifica,
con lo que le indica el francotirador, que hay un cuerpo y un fusil con mira que
asoma entre un resquicio de los sacos de la trinchera enemiga.
--Pase por mi refugio luego para que le sirva un vaso de ron. No me
gustaría estar en el otro lado.
--No, Capitán; al otro lado hay varios tiradores muy buenos, y con
mejores rifles que el que tengo, y por el sonido que hacen al disparar: cañón más
largo y usan munición especial, más potente, y por tanto más rápida.
Durante un rato permanecen vigilantes. El teniente lanza otra bengala.
Pero no hay movimientos. El cuerpo y el arma han desaparecido y sólo queda la
zona oscura de la tronera que usaba.
--Vigilar con cuidado y sin exponeros. Doblad los centinelas. Los demás
descansad, pero alertas al menor ruido. Que haya parado la artillería puede ser
señal de ataque al amanecer o en cualquier momento.
Los dos oficiales regresan al cubil mientras los soldados ocupan de
nuevo los pequeños refugios que se han preparado cada grupo. Sobre el
parapeto, bien escondidos, el doble de vigilantes permanecen atentos. Por turnos,
bajarán durante unos momentos para fumar un cigarro y calentar las manos,
poniendo especial cuidado de que no se vea la luz al hacerlo, realizándolo bajo la
protección del grueso capote con el que apenas pueden ayudarse a superar el frío
y la humedad de una noche más.



3.-

“Grita devastación y suelta los perros de la
guerra”.

William Shakespeare:” Julio César”


Mira por la ventana del bar de oficiales, lo que es una forma optimista de

verlo pues sólo es un caserón cerca de las oficinas del aeródromo. La lluvia cae
incesante, como con rabia. Observa el cielo acercándose a los sucios vidrios y
sólo puede ver un gris oscuro que tapa, como el techo de una tienda de campaña
sucia, todo lo que queda a la vista. Recuerda sus tiempos de oficial de infantería,
en la zona de Francia con Bélgica, antes de solicitar el servicio de vuelo. Era una
vida repugnante, bajo la lluvia, a veces con el agua en las trincheras por encima
del tobillo, siempre con frío, húmedo y sucio, rodeado de ratas que parecían
gatos, y que buscaban, por la noche el calor de su cuerpo tratando de introducirse
bajo las mantas que le cubrían y servían de colchón, soportando la artillería que
de continuo, con pausas irregulares, sembraba de cráteres los alrededores e,
incluso, acertaba en el interior de las trincheras, creando enormes socavones que
en breve se llenaban de agua. Y aquel olor, permanente, de cuerpos en
descomposición que, en tierra de nadie, no era posible alcanzar para darles
sepultura. En ocasiones, durante un ataque directo, con el revólver en la mano y
rodeado de soldados que avanzan con las bayonetas caladas, pasaba al lado de
ellos y los veías inflados como globos, o ya explotados por los gases, mostrando
un interior que se había vaciado por los alrededores y en los que las ratas
celebraban un festín, su única posibilidad de vivir dado lo árido de un paisaje en
el que la artillería no había dejado un árbol. Un paisaje de arcilla removida en
forma de barro rojizo y grandes charcos de agua sucia. Por un momento los
olores, a ratos olvidados, acudían a su olfato y sentía la humedad y el frío contra
lo que nada ofrecía alivio. Si entraba en el refugio subterráneo, adosado a la
trinchera, podía encontrar un poco de calor, por la estufa de petróleo que apenas
lograba disipar la inclemencia del tiempo, siempre con la idea de una posible
granada de artillería, que cayera cerca y te dejara enterrado, como tantas veces
había ocurrido.
Fue cuando observó a los aviones, amigos y enemigos, que volaban altos
en el cielo, o bajos, ametrallando las zigzagueantes trincheras sin conseguir más
que unas pocas vidas que no habían sido capaces de cubrirse a tiempo o les había
llegado su hora, en una predeterminación que nunca había aceptado, pero que se
le había vuelto real desde que llegara a aquel maloliente Flandes.
En un permiso, en Berlín, vio un cartel solicitando voluntarios para la
Luftstretkafte, el arma de la Aviación Imperial, cuya solicitud presentó de
inmediato y que le fue concedido a pesar de no haber volado nunca. Ni siquiera
tuvo que volver a las trincheras de Flandes. Perdió parte del permiso pues fue
enviado a la escuela de vuelo tras un reconocimiento médico que pasó sin
dificultad. Se necesitaban pilotos para reponer las constantes perdidas en
combate o por accidentes con aquellos inseguros aviones del inicio de la guerra.
En la escuela, con rapidez, demostró que tenía un instinto especial para el vuelo,
haciendo su primera salida solo tras una primera y escasa hora con su profesor.
Extrañado de su capacidad de aprender todo lo que se le explicaba y su habilidad
para manejar aquel biplano, en realidad unas pocas maderas cubiertas de telas y
un motor ínfimo, que apenas conseguía un poco de velocidad y que con
frecuencia perdía revoluciones e iniciaba una caída que lograba superar con una
instintiva habilidad para el planeo mientras el motor, tras su crisis de rateo que
recordaba la tos de una gripe, volvía a recuperarse y continuaba su agónico
vuelo.
Tras superar el periodo inicial, fue enviado a otra escuela, con aviones más
potentes y mejores, siendo clasificado como excelente piloto de caza. Casi de
inmediato, con escasas horas de vuelo, fue incorporado a una Jasta de combate,
en la que se encuentra, en una zona intermedia entre las sangrientas batallas de
Verdún y el Somme.
La voz del Teniente Klaus Winmer, desde la mesa que ha ocupado al
llegar, le saca de su abstracción, haciéndole volver a la realidad.
--Que no, que hoy no hay quien vuele. Ya eres un “As”, tienes tu medalla,
no pienses en derribar más aviones, todo llegará. Deja a esos ingleses o franceses
con vida por un día más. No seas ambicioso.
--No pensaba en eso --responde acercándose a la mesa y pidiendo una
cerveza por señas al soldado que atiende el bar de oficiales--. Recordaba tiempos
pasados.
--¿Cuál era ese pensamiento?
--Me decía, que nunca llegaron a saber la razón por la que puse tanto
interés en la escuela de vuelo. Era evidente que, ninguno de los profesores había
estado cinco meses en las trincheras de Flandes, por lo que volar se me antojaba
como estar fuera de la guerra.
--No. No es así. Si vuelas como lo haces, es por que tienes esa cualidad.
Lo de las trincheras te enseñó a ser duro, vigilante y a dominarte a ti mismo,
pero no te dio el instinto de cazador que tienes. Eso es propio y viene con uno al
nacer.
--Será eso. Pero hay que vivir en las trincheras, para poder comparar un
lugar u otro. Aquí se vive, mientras que allí se muere. No sabrás nunca lo que es
no poder ducharte, no dormir en una cama decente, comer en cualquier rincón,
en vez de en una mesa con un camarero, volar por unas horas y después
descansar. Aquí madrugamos, allí siempre estabas madrugando, de día y de
noche.
--De acuerdo. Allí aprendiste que vida y muerte son como lo mismo, te
considerabas muerto y la muerte no te preocupaba. Eso te ha dado la seguridad
que ahora tienes, pues aceptaste hace tiempo que estabas muerto.
--Sí, creo que tienes razón. Aquí puedo morir, pero no me negarás que en
este lugar la muerte es más cómoda y más limpia. --Indica Walther Krugger con
sorna y una clara expresión de aceptación de una posibilidad que nunca aparta de
su mente.-- No temo a la muerte pues, antes o después, llegara
indefectiblemente.
--Es cierto. Pero mientras más tarde llegue, mejor. ¿O no? --Alega con
sorna Klaus.
--Lo acepto. Pero ya ves que uno tras otro vamos desapareciendo y al
regresar hay asientos vacíos en el comedor, con hojas de acebo en la copa, en
lugar del rostro sonriente del que ha sido nuestro amigo hasta el despegue. Y al
regreso, sólo queda de él un recuerdo que tratamos de olvidar tan aprisa como
sea posible.
--¿Sueñas alguna vez con los enemigos que has matado?
--A veces recuerdo el rostro cubierto con el casco y las gafas, que he visto
por un momento, cuando estabas en su cola y vuelve la cabeza en lo que, a veces
pienso que me pide: que no lo derribe. Pero son unos segundos antes que mi
ametralladora lo convierta en una pulpa que inicia una barrena que lo estrellará
sobre la tierra en la que se convertirá en un amasijo achicharrado por la gasolina
que aún quede en el depósito.
--Sí. Eso lo pensamos todos. En ocasiones me pregunto, supongo que
haces lo mismo, sobre quién sería, cuáles eran sus ilusiones, su vida, su novia,
sus padres, y tantas cosas que, como cada uno de nosotros, tenemos además de
estar aquí luchando.
--¿Te has preguntado alguna vez por qué luchas? --Pregunta a bocajarro
Klaus.
--Por la patria, eso lo tengo claro. ¿Tú no?
--Sí, muy claro. --Responde Klaus con una expresión indefinida que no
escapa a la observación de Walther.
--Entre nosotros. No te veo muy convencido de ello.
--A veces tengo dudas de la necesidad de una guerra, que va a durar
mucho tiempo, con millones de muertos, el sufrimiento de otros millones, para
que, al final, todo quede igual o peor que cuando empezamos.
--No lo veo así. Ganaremos. Europa será nuestra y todos nos respetarán. El
Kaiser se hará obedecer y nuestra cultura se impondrá. --Indica Whalter Krugger
elevando la voz y con expresión convencida.
Pero puede ver con claridad que el gesto de Klaus Wimmerle indica que
todos esos aspectos no los comparte. Que su visión de lo que vive, no le atrae.
Pero a pesar de ello, es un buen oficial piloto, próximo a ser declarado “As”,
para lo que le falta sólo un derribo, pero que no tiene prisa en conseguirlo. Y es
consciente que él lamenta el día de lluvia, pues desearía estar volando a la caza
de algún novato, o mejor un veterano, con el que luchar denodadamente hasta
conseguir que su avión se incendie y caiga, dando vueltas como la hoja de un
árbol hasta deshacerse en tierra.
--¿Odias al enemigo? --Inquiere Klaus.
--En realidad no, pues ninguno me ha hecho nada. No les odio como
personas, al fin y al cabo ellos tampoco, supongo, me odian a mí. Pero son
enemigos y tenemos la obligación de matar a cuantos podamos. Por eso, y para
eso, hemos jurado fidelidad al Kaiser. Es una obligación que nos han impuesto y
hemos aceptado.
--Bueno, estamos de acuerdo, por tanto vamos a cambiar de conversación,
pues está llegando Axel que, como sabes, no es una persona muy aficionada ni a
la filosofía ni a la metafísica precisamente.
--Sí, lo suyo son las mujeres, el combate, y su obsesión por derribar más y
más aviones, cosa que no se le da muy bien por cierto, pues lleva más tiempo
que nosotros volando y sólo cuenta con una victoria. Hola Axel. ¿Alguna
novedad?
--Sí. Tenemos permiso por dos días, pues el tiempo va a ser el mismo
según dicen los sabios del clima. --Indica a la vez que echa sobre la mesa dos
papeles doblados y sellados por la oficina del estado mayor de la zona.
Ambos comprueban leyendo lo que dicen y lo guardan en el bolsillo de la
guerrera.
--Podemos irnos al pueblo. Ya he pedido un coche, que tengo fuera. --
Insiste Axel. ¿Os venís?
--¿Es que podemos hacer algo mejor? --Responde Klaus.
--Tengo una amiga, camarera en un bar, que con dos días libres, estoy
seguro que me la llevaré a la cama. La última vez estaba a punto, pero justo fue
cuando suprimieron los permisos por el ataque de los ingleses en Verdún que nos
hizo volver a toda prisa para enfrentarnos con ellos,
--Sí, lo recuerdo. Me encargaron que hiciera fotos y no me derribaron de
casualidad. Vine con el cacharro lento y sin defensas que se usa para las fotos.
Una bala destrozó la maquina y se velaron todas. Tuve que salir al rato en otro
avión, esta vez con más suerte. Y fui felicitado por ello.
--La verdad es que pensamos que no volverías, por lo que tardaste.
--Cuando aterricé, venía con las postreras gotas de gasolina.
--Sí. --Y Walter se ríe.-- Se dijo que te habías perdido y no encontrabas el
aeródromo. Ahora que ha pasado el tiempo y ya no importa. ¿Fue cierto?
--Pues sí. Me perdí yendo por las nubes. Tardé en encontrar lo que debía
fotografiar. Me tuve que esconder entre las nubes para que no me localizara un
caza inglés que me había visto, y a la vuelta, un tanto desorientado por el tiempo
en el que di vueltas entre las nubes, --y se ríe al recordarlo-- por poco no aterrizo
en una base inglesa. Me enteré de ello por el recibimiento que me hicieron al
acercarme. Me disparaban desde todos lados. Me dieron en la cola, en las alas y
rompieron el cristal del bastón y las bolas y volví con un orificio en el chaquetón
de vuelo.
--¡Vamos! Que no era tu día.
--No lo debía ser, pues lo tenía todo en mi contra, pero ya veis. Escapé
íntegro y con el avión hecho una piltrafa. Y por fin encontré esta base y respiré a
gusto.
--No la encontraste, te trajo aquel pobre chico que murió unos días
después, y que había salido a buscarte y que viste y te fuiste hacia él. ¿No fue
así?
--Lo fue. Un día aciago, en el que me puse muy nervioso, y no encontraba
nada. Creo que el primer vuelo me aterrorizó, y al recibir la orden de repetir mi
salida para las fotos, debía estar desquiciado.
--Eso nos ha pasado a todos. ¡Olvídalo! --Indica Walther. ¿Nos vamos a la
ciudad cercana?
--Vámonos.
Y los tres se levantan, firman los vales del consumo y poco después el
coche les lleva hacia retaguardia por una carretera llena de cráteres de artillería,
mal rellenos y que les obliga a un constante zigzagueo para evitar que una rueda
se hunda en algunos de los agujeros sin tapar y cubiertos de agua hasta el borde.
Mientras, la lluvia, constante y sonora sobre el techo del lona del vehículo, lucha
por tapar el ruido del motor y los crujidos del chasis en el invariable traqueteo.





4.-

“Para él la muerte era un concepto, no una
realidad, y creía en su propia inmortalidad con
toda la pasión e inocencia propias de su
juventud”.




Molly Carpenter, sentada al volante de la ambulancia, para el motor y
empieza a liar, con parsimonia, un cigarrillo de la lata de tabaco de pipa que ha
comprado, hace unos días, a un soldado recién llegado de Gran Bretaña. Como
cada jornada, llega al punto señalado para recoger a los heridos que debe llevar
al hospital. Resguardada, realmente escondida tras las ruinas de un caserón, se
ha colocado detrás del vehículo similar que le ha antecedido. Su protección, un
cabo de los Fusileros Reales, que le acompaña en la cabina, se ha bajado de
inmediato y se coloca entre las ruinas para vigilar una posible infiltración.
Molly confía que los observadores alemanes no la hayan visto llegar y en
aquellos momentos no estén apuntando al lugar en el que está, como en
ocasiones ocurre, a pesar del manifiesto signo de la cruz roja que lleva en los
costados y en el techo.
Aspira una bocanada del tabaco, cada día de peor calidad, que es lo que
en ocasiones consigue y lo expulsa hacia el parabrisas, apuntando a un pegote de
lodo que le ha saltado a mitad de camino entre el puesto quirúrgico de primera
línea y el lugar de recogida de heridos. Estira las piernas y se repantiga dispuesta
a esperar hasta que lleguen los primeros camilleros con heridos. Según sabe, la
noche ha sido tranquila, con escasas patrullas y un cierto descanso de la
aparentemente inagotable actividad de la artillería alemana.
Pero momentos después, como en cada ocasión que llegan las
ambulancias, varias granadas empezaron a explotar por los alrededores. Ya las
conoce de ocasiones anteriores. Su zumbido por el aire y el tipo de nube del
explosivo y la tierra que levantan le son familiares, a la par que su sonido de
tono bajo y el silbido de la metralla que, a mediana altura, cae humeante por los
alrededores. Es la batería de cañones Krupp de 77 milímetros con los que les
saludaban en cada ocasión. Cuenta los disparos mientras permanece agachada
entre los pedales, esperando que se termine la docena, como en cada ocasión, les
dedican. Es consciente que se han adelantado a otras ocasiones, pues suelen
hacerlo cuando los camilleros suben los heridos, buscando a más personas que
los vehículos y las conductoras.
Desde su llegada desde Londres, siempre se ha preguntado la razón de
no respetar a los vehículos de sanidad. Recuerda que un día, mientras están
realizando la descarga de las camillas, aprovechando la presencia del capitán
Peter Brown, cirujano del puesto de primera sangre, que clasificaba los heridos,
le preguntó:
--Mi capitán. ¿Por qué no respetan a las ambulancias? Con frecuencia
nos persiguen con artillería durante algún tramo del recorrido. No somos tan
importantes.
--Ya sabes que las órdenes son que no vayáis en caravana, sino una a
una y bien separadas, para que no pongan interés en quemar granadas por lo que
puede llevar una ambulancia.
--Sí. Siempre lo respetamos, salvo cuando hay muchos heridos y
debemos hacer muchos viajes seguidos para seguir trayendo más y más. Si son
heridos, ya no les pueden atacar, ¿para qué rematarlos?
--Es usted muy ingenua. Un herido se recupera y vuelve a convertirse
en un combatiente. ¿No es así? Además, si destrozan el vehículo, pues no deja
de ser un logro importante. Si no hay ambulancias suficientes, muchos heridos
morirán.
--Tiene razón. No lo había pensado de esa manera.
--¿De donde es usted?--preguntó mecánicamente mientras rellenaba una
etiqueta con la indicación de lesión y prioridad de atención.
--De un barrio de Londres. Me llamo Molly.
--Muy bien, señorita Molly, ya sabe que si hay artillería, el sitio más
seguro es bajo la ambulancia, bien pegada al suelo.
--Sí, es lo que hago siempre. Y lo hago cerca del motor, pues éste puede
parar la metralla o los disparos de los aviones.
Hace algún tiempo de la conversación que acaba de recordar. No ha
vuelto a ver al cirujano, ha preguntado por curiosidad por él, pero siempre le
indican que está operando, pues se considera que es el mejor del equipo, y que
nunca sale a clasificar heridos, pues es la labor de las enfermeras y los sanitarios
que no son todavía médicos y están aprendiendo “cirugía de guerra”. Desde
entonces, siempre que piensa en ello, le extraña que pudiera encontrarlo fuera de
las grandes tiendas en las que están atendiendo a los heridos.
Recordaba la conversación y su consejo, pero en ocasiones, como la
presente, se echaba al suelo de la cabina y no hace caso de lo que le había
aconsejado para protegerse. Le daba pereza tambarse en el suelo y llenar de
barro el uniforme caqui de las WRA[5], evitando tener que lavarlo y plancharlo
cuando quedara libre de servicio. Contó hasta nueve disparos y el fuego terminó.
Se imaginaba las risas de los artilleros comentando que ya habían saludado,
como cada mañana, a las conductoras, y estarían asentando la cureña de la pieza
en otra dirección. Por la rapidez de tiro, lo hacen pausadamente, sabe que es solo
un cañón el que les dispara. Si fueran varios, crearían algo parecido a una
cortina, con explosiones simultáneas en el entorno.
Y puede ver que la hilera de camilleros aparece por el bajío de terreno
que les lleva hasta donde se encuentra. A su espalda, en el lecho lodoso de lo que
debió ser el cauce de un riachuelo, varias ambulancias más esperan a que las dos
ocultas tras las ruinas carguen y se marchen, dejándoles sitio. Sale de la cabina
para ir abriendo el portillo y ayudar a los que llegan con paso rápido, llenos de
barro, transportando a los que, llenos de vendas sanguinolentas, reposan mirando
ilusionados su pronta evacuación, confiando en los cirujanos que en un rato se
afanarán con ellos.
Puede observar que uno de los primeros en llegar es un soldado, muy
joven, apenas un niño grande, que trae un vendaje ensangrentado que le cubre la
cabeza y los ojos. Está despierto, intranquilo y trata de escuchar lo que se dice en
la oscuridad de sus ojos tapados.
--¿Fumas? --Le pregunta compadecida de su juventud y el aislamiento
que debe suponerle no ver,
--Gracias, sí, pero no tengo tabaco.
--Le lío un cigarrillo y así se relajará hasta que llegue al hospital. --Y
mientras lo dice prepara uno corto y fino que le enciende y le pone en la boca.
--Gracias, es usted un ángel. ¿Como se llama?
--Soy Molly, conductora de la ambulancia.
--No olvidaré su nombre, ni que me haya atendido como lo está
haciendo.
Los camilleros los van introduciendo. Molly le quita el cigarrillo de su
mano cuando va a ser introducido en la cavidad alta que le toca.
--Lo siento, no puedes fumar dentro, puedes quemar algo.
--Gracias, muchas gracias. Es usted un ángel --repite mientras con la
mano extendida busca un contacto.
Molly le coge la mano y la aprieta, tratando de impedir que él se la lleve
a la boca. Pero es fuerte y lo logra depositando un beso en el dorso. Comprende,
una vez más, la dureza y el sufrimiento de aquellos hombres que luchan lejos de
sus familias, soportando, día tras día, la crudeza de una lucha que no
comprenden, pero de la que son los principales y sufridos protagonistas.
Están terminando de encajarlos en los estrechos espacios en el que
llevan el máximo de heridos, lo que les obliga a darles un mínimo espacio a cada
uno.
--Ya están todos, Teniente.
--¿Quedan muchos?
--No demasiado con respecto a otros días. Pero si tendrá que dar otro
viaje al menos.
--Volveré lo antes posible. Hasta luego Sargento.
--Hasta luego, Teniente. Que tenga usted suerte durante el viaje. Ya sabe
que ayer…
--Lo sé. Acertaron en una ambulancia de lleno y murieron todos. La
conductora, Dorothy, era amiga, y muy buena chica. Ha sido una pena.
--La conocía bien, la he acompañado en varias ocasiones. Llevaba por
aquí más tiempo que usted. --Indica haciéndole un gesto de buena suerte.
Tras un carraspeo y dos intentonas, el motor se pone en marcha. Ya ha
salido la primera ambulancia y da la vuelta buscando la zona más baja del
desnivel y acelerando para enfilar la cercana vereda que la llevará al nada lejano
hospital de primera línea. Espera un momento y arranca realizando el mismo
trayecto. Al alcanzar el terreno más llano, acelera para llegar cuanto antes y
dificultar además que le puedan seguir los artilleros como hacen en ocasiones. A
su lado, el cabo de protección, un hombre discreto, de mediana edad, siempre
está pendiente de ella, vigilando para protegerla. Un momento después saca un
paquete de tabaco y le ofrece un pitillo. Sabe que no debe fumar mientras
conduce, pero hay tantas cosas que no debe hacer, como las que debe hacer, por
lo que indica:
--Enciéndamelo. No tengo ascos.
--Gracias, mi Teniente. Estoy tan sano como una hoja de amapola.
--Gracias a usted. Ha sido muy amable al barruntar que me apetecía
fumar. Cuando veo a estos chicos tan jóvenes y heridos, hay algo muy fuerte y
doloroso que se rompe dentro de mí.
--¿Qué cree usted que siento yo? Lo mismo, pues sé que cualquier día
puedo ser yo el que me lleven o me entierren. La vida es cómo es, un desastre en
este momento, y ya no queda otro misterio que el del reloj, pues el tiempo nos
acaba alcanzando a todos; él es infinito y nosotros sólo pasamos por aquí un
breve tiempo.
--No le he conocido hasta esta mañana. ¿Qué era usted antes de la
guerra?
--Maestro en un colegio. La guerra me separó de mis alumnos, de mis
hijos y de mi esposa. ¿Sabe que con frecuencia, con los dirigibles, y también
desde unos grandes aviones, siguen tirando bombas sobre Londres y sus
alrededores?
--Sí, lo he leído, y que suele haber heridos y muertos. ¿Cuántos hijos
tiene usted?
-- Dos, pequeños y varones. Hace seis años que me casé. Toda mi
familia se fue al campo, con mi suegra cuando yo me incorporé a filas. He tenido
suerte, pues la casa en la que vivíamos fue destruida por una bomba, durante la
noche. Hubieran muerto todos, al menos he tenido esa suerte.
--Gracias a Dios. Otros no habrán tenido tanta estrella.
--Lo sé. Pero no se querían ir, cuando lo dije. Ha sido la primera vez que
ella y yo hemos discutido de verdad. Es muy cabezota y mandona, pero en fin,
ahora me lo ha comentado en una carta y me agradece que me pusiera tan serio
cuando le impuse que se fuera.
--Es difícil alejarse del lugar en el que eres feliz, debe comprenderlo --
indica Molly sin pensar demasiado en lo que dice.
--Ya lo veo, mi Teniente. ¿Es por esa dificultad qué usted se encuentra
aquí voluntaria?
Mientras conduce, analiza la pregunta, y comprende que, en efecto,
lleva intención, pero no le aprecia un sentido de maldad, sino hacerle ver que lo
que le ha dicho un instante antes no es consecuente con lo que ha añadido
después. Y acepta que el cabo no es un vulgar soldado, sino una persona con un
buen nivel de conocimientos. Pero tozuda, no quiere reconocer lo que dice, en
parte verdad y en parte falso.
--Tenía que hacer algo. No me podía quedar sin hacer nada.
El cabo se ríe de nuevo por un momento antes de indicar con sorna:
--Sí, mi Teniente. Le entiendo. Por eso escogió usted este cuerpo, en vez
del de hacer paquetes o tricotar jerseys en su casa para los soldados.
--Es algo que odiaría. De hacer, debe ser algo un poco más movido.
--Ya, ahora sí le entiendo. Algo movido, con peligro, con aventura y la
posibilidad de sentirse útil, conocer mundo. En fin, le entiendo muy bien. Que
tenga suerte y salga ilesa para encontrar a un hombre y sea feliz.
--Bueno, nunca he tenido interés por encontrarlo. Si ha de venir,
vendrá, pero no será en razón a que lo busque. --Y acepta para sí que lo que ha
dicho no es exacto: ni es verdad ni es mentira. Sólo es algo. Un tema en el que
no quiere pensar, pero de que además no quiere hablar con un extraño.
Durante un momento queda en silencio mientras sortea un grupo de
baches que le obligan a poner mucha atención.
--Sé, que es más importante proteger lo que se tiene, en vez de soñar
con arreglar lo de los demás. Pero nunca he sido prudente en ese sentido. --
Expone, en un comentario ambiguo, una vez resueltas las dificultades con la
ambulancia.
--Piense que hay cosas que pasan y que éstas llevan a otras --Indica el
maestro en una reflexión que parece que tiene muy clara-- Es posible que su
hombre lo encuentre aquí, ya que en la realidad cotidiana Dios no elige: lo hará
usted.
--No sufro por ese tema, me es indiferente. --Insiste en algo que sabe no
es exactamente como lo expone.
--Hace usted bien. --Indica sonriente-- Hace poco, leí una frase de
Shakespeare que venía a decir algo así como: “Sufrimos demasiado por lo poco
que nos falta y gozamos poco de lo mucho que tenemos”, y lo que quiero decir es
que usted disfruta de lo que tiene, sin preocuparle lo que le falta. Es una postura
muy adecuada. Cuando llegue su momento, su pensamiento cambiará. Y no
tratará de protegerse no queriendo ver, lo sé, pues lo he vivido.
--¿De qué habla usted? Me he perdido.
--Para que algo exista hay que creer en ello. Usted, de momento, no cree
en el amor, por lo tanto éste no existe, pues el amor carece de lógica en espacio y
tiempo. Ocultarse cosas a sí mismo es como mentirse. ¿No cree, mi teniente?
--Es cierto, pero no creo mentirme, es que no deseo nada más.

--Usted, ahora, tiene su espacio y su tiempo ocupados. Cree que con ello le
es suficiente. Todo llegará cuando sea el momento adecuado para usted.
Molly se encuentra asombrada de la conversación. Es de las veces que
se encuentra hablando con un poco de profundidad. En Londres, con su grupo de
amigos, las conversaciones suelen ser simples, de salir del paso, repitiendo ideas
intrascendentes que no pasan de chismes, de las modas y de tejer planes para
divertirse los próximos días.
--Para mí --indica--, ¡el amor se encuentra tan lejos!
--Recuerde usted lo que le digo: a veces, el paso de doblar una esquina
es recorrer un largo camino. Y en esa esquina, o a su vuelta, puede encontrar el
amor”. A mí me ocurrió así...
La explosión de una granada, por delante y cerca de la carretera que
llevan les corta la conversación. Molly acelera pisando a fondo el pedal. Sabe
que corregir la puntería en una batería, exige un cierto tiempo, y en el camino
que llevan, en escasa distancia, van a quedar cubiertos por unas colinas que
tienen al alcance en unos instantes. El coche traquetea perezosamente para
adquirir un poco más de velocidad. La siguiente explosión queda larga y
retrasada, pero sigue acelerando y la cuesta abajo que empieza le ayuda a
alejarse.
--Lo ha hecho muy bien, mi Teniente. Es una buena conductora y tiene
controlados sus nervios. Me he asustado más yo que usted. Voy a intentar, me
llevo bien con mi sargento, que me deje con usted cada día. ¿Le molesta,
Señora?
--No, todo lo contrario. Ha sido un viaje muy agradable con la
conversación. Es usted una persona madura, capaz de pensar, que no se asusta o
se comporta de forma rara por ir con un oficial. Se lo pediré a su sargento, si me
lo permite.
--No lo haga. Si lo hiciera, seguro que podría pensar cualquier cosa. Es
buena persona, pero no deja de ser un sargento, y es de los que hablan demasiado
sobre mujeres.
--Le entiendo. Hágalo usted a su manera. Será mejor. --Acepta
comprendiendo sus razones.
Molly acepta que el cabo es un hombre un tanto especial. Por lo que han
hablado, tiene claro que posee una mente sosegada, pero a la vez rápida, es
eminentemente razonable, y tiene claro que es una persona cuerda, como
muestra: ha recibido y asimilado la sabiduría que le ha tocado en suerte.
--Por cierto, entiendo algo de coches y de mecánica. En caso de avería,
le puedo echar una mano, con lo que disfrutaría por mi parte haciéndolo. Y
además, no se si lo sabe usted, este coche no va bien, creo que le falla un
cilindro, y como primer pensamiento, puede ser una bujía. No le ha respondido
cuando aceleró para escapar de la artillería.
--De acuerdo. Veamos mañana que nos depara el destino. Hoy
tendremos que hacer otro viaje cuando entreguemos lo que llevamos.
--Le acompañaré. La orden recibida es permanecer a su lado y
protegerla hasta que se acabe el día. Y estamos llegando, a la vuelta de esa curva
se encuentra el hospital. Conozco muy bien esta zona.
Tal como ha dicho, al resguardo de una alta colina, que lo protege, las
grandes tiendas, marcadas con la cruz roja, se empiezan a mostrar y pueden
observar los antiaéreos que, en diversos puntos, muy bien camuflados, están
dispuestos para la protección en caso de ataque.
Momentos después, han aparcado. Soldados y sanitarios se apresuran en
sacar a los heridos, clasificarlos y hacerlos desaparecer en las tiendas a los más
graves para una primera atención de emergencia. Molly puede ver dos pequeños
piróscafos, de los que sale humo por las chimeneas, abarloados a un muelle
sobre un brazo del río Somme, en el que están metiendo heridos con destino al
gran hospital de Amiens, donde se pasará a tratamientos que no sean los de total
emergencia. No muy lejos, cerca de Amiens, se encuentran los trenes
ambulancia, con equipos de médicos, cirujanos y enfermeras, con capacidad para
cuatrocientos heridos, para distribuirlos a otros centros todavía mayores, en
Étaples y Rouen.
--Mi teniente, le parece bien que nos tomemos un momento antes de
salir hacia el frente.
--Es lo obligado. Van a limpiar la ambulancia de sangre, tengo que
reponer combustible, mirar el aceite, y esas cosas. No saldremos antes de quince
o veinte minutos.
--Trate usted de comer algo, y beber, no sabemos cuando regresaremos.
--Le indica con un tono de voz y expresión en la que ve claro la conducta de un
padre, más que la de un hombre que trate de causarle una buena impresión.
--Eso haré. Gracias por preocuparse de mí.
Cuando regresa Molly, puede observar que el soldado está limpiando el
parabrisas, que ha llegado con muchas pellas de barro y el capot de la camioneta
se muestra abierto y elevado.
--Teniente. Me he permitido mirar un poco la ambulancia. Hay una
bujía que quema mal. ¿Tiene alguna bujía de repuesto?
--Gracias. ¿Cómo es su nombre?
--Edward, Teniente.
--Es usted una joya con tanto como sabe. Creo que hay bujías en la caja
de repuestos. Ahora se las doy.
--Esperaré a verla. Pues la que he sacado está muy quemada.
Molly busca en el cajón lateral y le muestra una caja con varias, todas
usadas y en diversos estados. Edward las mira, las limpia y finalmente se decide
por una. Sacando la bayoneta, le da unos golpes en el punto de encendido, hasta
quedar satisfecho. La coloca e indica.
--Pruebe a arrancarlo, Señor.
El coche arranca a la primera. Recogen todo y parten de nuevo a
recoger heridos.
--Sabe usted que el vehículo va mucho mejor. --Indica Molly.
--Me alegro, Teniente, así seremos más útiles.
--E iremos más seguros, pues responderá si tenemos que correr más.
--Ese era mi deseo. Si me dejan con usted, Señor, tendré su ambulancia
como si fuera el violín de mi abuelo, que sonaba sin pasarle por las cuerdas las
crines de caballo del arco.
Y de nuevo, el vehículo, con nuevas fuerzas, comienza a subir la cuesta
que les hará perder de vista el hospital e irse introduciendo en la zona batida por
la artillería alemana.




5.-

“Fue una magnífica exhibición de coraje
disciplinado y adiestrado, y el asalto no tuvo éxito
únicamente porque los muertos no pueden seguir
avanzando”.

General Lisle de la 22 División.


Martin Gilbert: “La batalla del Somme”.


En Moreuil, al sureste de Amiens, en un caserón bien conservado, un
antiguo palacio que ha sido decomisado, se ha establecido el Cuartel General
Inglés de un Cuerpo de Ejército que opera en la zona del Somme. En un cercano
pueblo, Roye, al sureste de Moreuil, los franceses han establecido, de forma
similar, su cuartel general divisionario. En éste, son los uniformes azules de los
franceses los que se muestran en una gran actividad, más complicada por la
tendencia al espectáculo y al chauvinismo, dado el carácter latino, tan diferente
del anglosajón. Ambos, se encuentran en una zona desde la que tienen al norte,
aunque a cierta distancia, todos los frentes de Verdún y del Somme, y una gran
facilidad de comunicaciones en todas direcciones.
En Moreuil, los uniformes caquis ingleses, dan la sensación de un gran
hormiguero en perenne agitación. Coches, camiones y motos, entran y salen con
destino a lugares descocidos, en una espiral que se incrementa por días.
Conforme la ilusionada ofensiva que, ingenuamente, los generales y ayudantes
habían calculado como el inicio del fin, se ha ido estancando a lo largo de
semanas, y posteriormente meses, pero la actividad ha crecido de forma
inusitada. Escandalosas antenas de radio han surgido en los tejados. Manifiestas
zanjas, ya rellenas, cubren centenares de cables de teléfono que penetran por el
subsuelo hacia la gran central que ocupa un sector de un ala del edificio. Las
grandes salas de baile y fiestas, escasamente usadas en los postreros cien años,
son ahora holladas por centenares de botas altas con espuelas que, lentamente
van rayando el blanco mármol o la madera que ha perdido el barniz hace tiempo.
Grandes mesas de madera basta, complementan las delicadas piezas de
caoba que antes quedaban centradas en los salones. Las paredes, de las que se
han retirado las doradas cornucopias, aparecen cuajadas de planos, fotografías
aéreas y planchas de madera y corcho sin marco, en las que se pinchan órdenes,
en una continua aparición y cambios por otras en breves espacios de tiempo.
Los centinelas, y la Policía Militar con sus ostentosos brazaletes, hacen
lo posible por controlar entradas y salidas, pero el desbarajuste es claro, y el
simple hecho de ir de uniforme, con alguna o muchas estrellas, abre las puertas a
la zona que no es la más reservada; en ésta, sólo altos mandos tienen acceso a las
reuniones, casi permanentes, en las que desde generales a tenientes coroneles,
discuten maniobras sobre grandes planos colocados en las mesas, llenándolos de
discutidas flechas de color. Se imparten órdenes, no siempre aceptadas por la
mayoría, pero el tamaño y número de estrellas, o lo que las sustituye de mayor
poder, tienen siempre la razón en la sinrazón de la regla del cuartel. Desde allí se
crean e inician nuevas maniobras, avances y variaciones del frente, tan teóricas
como lo fueron, meses atrás, la gran ofensiva del Marne, la defensa de Verdún, o
tantas y tantas otras tácticas y estrategias, unas que progresaron, otras que no
movieron ni un centímetro en los mapas, o aquellas que acabaron con un
retroceso por la reacción del enemigo. Ahora, en la ofensiva del Somme, con la
que creían que suprimiría una gran parte de la presión alemana a las exhaustas
tropas francesas que combatían en Verdún, se mantiene en un equilibrio variable
que hace oscilar los dos brazos de la balanza.
La llegada, día a día, de la cuantía de bajas en ingentes cifras, sólo sirve
de espolique para, excepcionalmente, crear nuevas ideas, nuevas variaciones de
dirección, pero que, en la práctica, no es sino insistir en la misma táctica de
infructuosos ataques frontales, días de bombardeo artillero que, en teoría, no
dejaría ni rastro de las alambradas enemigas, pero que la infantería, al correr por
la tierra de nadie, encuentra siempre casi intactas. Los mismos errores, salvo
sorprendentes excepciones, casi nunca aciertan, ni remotamente, sobre las
posibilidades de bajas, siempre superadas por la realidad que, una nueva jornada
de lucha, hace presente al mostrar el error intrínseco de las ingenuas conjeturas.
Las órdenes de renovación de miles de soldados, enviados para cubrir a
los caídos, se muestran en un avance y aproximación hacia el frente, que parece
para algunos observadores durante las reuniones, como si no se hablara de la
juventud inglesa, francesa, canadiense, australiana, neozelandesa, de varios
países africanos, además de las tropas indias. Una juventud que se sacrifica a
diario, pero que en los juegos de guerra de los estados mayores, no son sino
datos de una simple estadística, fría e impersonal, como si las vidas ajenas
parecieran un juego en el que no significan nada.
Parado en la carretera que conduce a Moreil, en las afueras de la
estación de ferrocarril, el joven teniente espera que pase un vehículo que lo
recoja y le lleve al cuartel general. Cuando ve acercarse un camión militar, hace
gestos con los brazos y éste se detiene a su altura.
--Necesito llegar al Estado Mayor. Acabo de llegar de París. ¿Pueden
llevarme? --Pregunta al conductor, un sargento, que ha bajado el cristal y le mira
tras saludarle.
--Sí, mi Teniente. Tenemos sitio para usted. --Hace un receso y mira a
su compañero de la cabina al que indica--. Baja Louis, y vete atrás para que
pueda subir el teniente.
En un momento el teniente, a la izquierda del conductor, abre una
pitillera y le ofrece tabaco inglés. Satisfecho lo acepta, lo enciende y mira con
abierta simpatía al nuevo viajero.
--¿De dónde viene usted, mi Teniente?
--Hace unos meses, estaba en Cambridge. Lo deje y me incorporé, y
vengo con órdenes desde París para entregarlas en este lugar. ¿Cómo están las
cosas por aquí? Las noticias que tengo no son precisamente muy buenas.
--Así es mi teniente, cada día hay más bajas.
--¿Cientos o miles?
--Miles cada día. Los cementerios se llenan, los hospitales no son
suficientes. La munición se agota a pesar de los trenes que llegan cada día. El
frente es como una máquina, como un enorme agujero que se traga a las
personas y a todo lo que encuentra.
--No estoy al día en lo que ocurre. La censura en Gran Bretaña es
acusada. He estado en Londres y Cambridge, y haciendo un entrenamiento
especial hasta hace poco en Étaples. Lo que se dice no permite vislumbrar la
realidad. Pero por lo que he escuchado, hemos avanzado muchos kilómetros
sobre el enemigo.
--No lo crea, mi Teniente. Casi todo es propaganda. Estamos detenidos
por lo que sé. Es como un juego de niños: hoy avanzo unos metros, y mañana los
pierdo, y eso a lo largo de todo el frente. Cada día mueren miles de hombres y se
consumen muchos miles de toneladas de material. Trenes y ambulancias no
paran de evacuar y llevar heridos. ¿Un desastre?
--No creí que estuviera la cosa tan mal.
--Al enemigo le pasa igual. --Indica el sargento mientras conduce.-- Sus
bajas se cuentan, más o menos, por el mismo rasero por lo que sabemos. Es una
guerra de trincheras, de desgaste. Cada vez que se intenta algo, son centenares o
miles las bajas.
--No entiendo. Lo que he escuchado, no parece que sea así. ¿Está
seguro de lo que dice?
--Pues lo estoy, por desgracia. Hago muchas millas cada día, llevando y
trayendo cosas, y veo y oigo lo que es la realidad. Claro que, las noticias que dan
son muy distintas de la realidad para evitar que cundan los nervios y el
desánimo. ¿Conoce ya su unidad?
--No exactamente. Me han dicho que me presente aquí, pues hablo algo de
alemán y algún idioma más. Soy filólogo, y por ese camino se encuentra mi
trabajo, pero no puedo decir más. ¡Compréndalo!
--Sí, mi Teniente. Ya sé, lo he adivinado. Es usted del servicio de
información, aunque no me lo reconozca pues no debo saber nada que no me
corresponda. Pero, puede estar más que seguro de mi absoluta discreción. No le
he visto, ni sabré nada de usted a partir de ahora.
--Tampoco es eso. Podemos hablar. Por cierto, tengo un amigo por aquí
del arma aérea, compañero de colegio en Cambridge. ¿Cómo se llama el pueblo
que queda cerca del aeródromo? ¿Cómo es, --indica chasqueando los dedos
tratando de recordar,-- sé que se encuentra cerca de Amiens, aunque algo más al
norte?
--Hay varios por allí mi teniente.
--Pero sí recuerdo, tengo sus cartas en el petate, que he dejado en Amiens,
que estaba al sur de Albert. ¡Maldición! No me sale el nombre.
--Mi Teniente, así sólo hay dos. El de Naours y el de Cerisy. ¿Cuál le
suena? --El primero, claro. Como se me ha podido olvidar: Naours,
claro. Tengo demasiadas cosas en la cabeza. Veré si algún día me puedo acercar
a ver a mi amigo. De momento, tengo que esperar órdenes.
--Sí, no es fácil recordar tantos nombres, que no nos suenan en nuestro
idioma. Ya queda poco, en unos diez minutos estaremos allá. Le acercaré a la
entrada y sigo mi camino.
--¿Dónde va usted? Creía que iba usted allá también.
--No, mi teniente. Vamos a un cementerio que crece, día a día, de forma
que asusta verlo. Llevo todo el camión lleno de cruces sin nombre, oculto bajo
lonas, pues cuando las ven se ponen nerviosos los soldados. Y hay tantos de
ellos avanzando por las carreteras, o en los trenes y camiones, que tengo órdenes
que nadie las vea. Pero estoy seguro que hay ya propietarios para todas ellas, por
desgracia. Sólo les falta que les pongan sus nombres y la fecha en la que
cayeron.
--Maldita guerra. --Indica el teniente.-- Va a acabar con todos nosotros.
--¿Cómo es su nombre, mi teniente?
--Lewis.
--Tiene gracia. Igual que el apellido de la ametralladora. Estamos
llegando, aquel gran edificio es.
--Puede dejarme aquí. Sigo andando, no queda nada para llegar.
--Le dejo en la entrada, pues si intento penetrar, me pedirán papeles y la
policía militar es muy pesada.
Un momento después, el camión se detiene a la entrada. Baja, saluda al
conductor y a su ayudante, que ha bajado de la caja y está subiendo a la cabina, y
el camión continúa con una pausa que ha ocupado sólo unos instantes. Saluda al
centinela y hace el gesto de sacar la documentación del bolsillo superior de la
guerrera ante los dos policías militares que hay en la puerta y que le han visto
bajar. Estos le saludan e indican de inmediato.
--Siga, mi Teniente. ¿A que zona va?
--Al Servicio de Información.
--La entrada por el lado norte. Hay dos puertas, la pequeña mi teniente.
Y los dos policías, se desentienden de él y paran a un hombre, que llega de
paisano, para pedirle la documentación.
Avanza con mucha tranquilidad, sin mostrar prisas, mientras sus ojos no
pierden un detalle de nada. Coches, banderas y banderines, antenas, centinelas,
medidas de seguridad, disimulados antiaéreos.
Nada le detiene, se mueve con gran aplomo, saluda impecablemente,
siempre sonríe tras el saludo, y pronto se detiene con varios oficiales con los que
charla amigablemente y éstos le acompañan en franca camaradería, comentando
aspectos del combate y situaciones que han vivido. Todos ellos, como él, se
encuentran pendientes de destino, o de cumplir misiones de las que todavía no
les han llegado las órdenes por escrito. Son efímeras amistades, pues saben que
lo más posible es que no se vuelvan a ver. Todos se comportan con nerviosa
alegría, charlatanes y vanidosos, plenos de ideas que no pueden ocultar, sobre
todo después de una generosa invitación del recién llegado en el bar, una cantina
atendida por WDAV[6] y soldados. Es un comedor amplio que hay en una gran
sala casi en la entrada. Su claro acento de Cambridge, el dominio del inglés
coloquial y su amena conversación, sus pitillos recién llegado de Londres y sus
noticias directas y frescas de París, le abren todo tipo de puertas, en las que le
dan la información que, subrepticiamente, se procura. En un continuo cambio de
acompañantes, que recibidas sus órdenes desaparecen, le mantienen ocupado
durante horas, al convertirse en el que recibe a los recién llegados. Observador,
no nota que exista la menor vigilancia en el interior del edificio, realmente un
sitio de paso para lo que calcula que serán centenares de militares y civiles a lo
largo del día.
La llegada de un Mayor de la Artillería Real de Campaña, que regresa de
la zona restringida, le indica que debe hacerse el encontradizo. Al observar que
se encamina hacia la cantina, le sigue y se coloca al lado en la larga y
destartalada barra donde sirven las bebidas. Cuando, se vuelve y le mira, le
saluda.
--A sus órdenes, Mayor.
Mientras éste le devuelve el saludo, aprecia que mira con curiosidad las
insignias del cuello y las hombreras, tratando de catalogar quien pueda ser. Pero
los rombos de infantería, su juventud y el saludo con acento londinense, le hacen
abrirse a mantener una conversación que le entretenga mientras espera que le
vuelvan a llamar para darle las órdenes que espera.
--¿Pendiente de órdenes? --Inquiere el Mayor.
--Sí Señor. Me imagino que como usted.
--Así es. Son lentos en rellenar papeles y comprobar a lo que has venido.
--Somos muchos los que supongo vendrán cada día. Llevo unas horas, y
espero que me llamen. --Indica Lewis con aplomo tratando de iniciar una
conversación. --He llegado hace un día a París, y han transcurrido varios desde
que salí de Londres.
--Es su primera vez en Francia.
--Sí, Mayor. Vine en un barco muy protegido, por cierto, que creo que
traía piezas de su especialidad.
El Mayor le mira por unos instantes. Es un hombre frío, manifiestamente
desconfiado, por lo que se impone ser prudente y esperar que sea él el que
avance o quede en silencio.
--No me parece que usted sea de infantería, aunque su uniforme así lo
indique. Tengo una sensación rara con usted. ¿Es del servicio de información,
verdad?
No contesta, como lo más prudente. Sólo sonríe por un momento en una
expresión en la que trata de indicar que el que calla otorga.
Animado sin duda por saber algo más del desconocido, el mayor se abre
en una clara idea de confirmar aspectos que intuye, pero desconoce en
profundidad.
--No trato de sonsacarle --inquiere con cierta prudencia-- pero, ¿cómo
andan las cosas en realidad?
--Señor, somos compañeros de armas, por lo que podemos hablar entre
nosotros con tranquilidad dentro de los que sabemos que es posible sin descubrir
lo que por nuestros puestos podemos saber.
--Lo encuentro sensato. ¿Cómo andan las cosas?
--No muy adecuadas. Los boches[7] resisten bien y ofrecen cada día más
dificultades. El número de bajas es terrible. Su artillería es muy buena. Por el
contrario, los soldados y oficiales de primeras líneas protestan de la nuestra.
Dicen que es imprecisa, que muchas granadas no explotan y quedan enterradas,
y cosas así. Usted que es de artillería, ¿cree que es cierto? --Pregunta aunque
reconociendo que es una imprudencia.
Durante un momento el mayor permanece en silencio. Se resiste a opinar
de algo, que por su expresión el teniente nota que sabe, pero que no quiere
reconocer. Sin embargo, tras la duda de un momento, se abre en algo que no ha
tenido ocasión de comentar con nadie.
--Algo hay de ello. Por eso estoy aquí enviado por la División. Vine hace
unos meses, por ese mismo motivo. Ya se ha resuelto, o al menos está en
marcha. Había dificultades con las espoletas; pero ya ha sido corregido el
problema mecánico. El número de cañones también era inferior al necesario.
Como ha dicho, para usted ya no es un secreto, pues lo ha visto en el barco en el
que ha venido, están llegando centenares de cañones y abundante munición para
ellos. Creo que, en breve, seremos mucho más efectivos.
--Me alegro, pues dado el sistema de combate en el que se han empeñado
nuestros generales, de ataques frontales y al descubierto, el número de bajas es
increíble, de asustar al que los conoce en realidad. Creen que con la preparación
artillera es suficiente, pero la realidad es otra. --Indica Lewis soltando otra idea
para mantener las explicaciones que suelta el mayor.
--Lo sabemos. Las defensas alemanas son mejores que las nuestras. Las
trincheras y los búnkeres son muy profundos, bien construidos y reforzados con
hormigón, con varias salidas. Cuando empieza el ataque artillero, se refugian y
no salen hasta que termina el bombardeo. Y entonces suben y empiezan a
disparar, con docenas de ametralladoras y toda la fusilería, a nuestra infantería
que avanza a pecho descubierto. Personalmente, cuando observo el tiro artillero
desde lejos, es mi trabajo, y los veo avanzar, me horrorizan las tácticas que se
están usando. ¿No cree?
--Sí, Señor. Pero… ¿Quién le puede cambiar el cascabel al gato?
--Quiere decir, ¿qué hacer para que los altos Estados Mayores cambien la
táctica y la estrategia?
--Eso pienso, pero a pesar de los muchos informes que se hacen, nada
cambia, al menos de momento. Están sacrificando la juventud como si no valiera
nada.
--Con la nueva munición, y los miles de cañones que se encuentran en
camino, seremos más efectivos. Es cuestión de semanas, espero. Ya está
fluyendo todo hacia el norte. Pronto podremos hacer, espero, una nueva
ofensiva. Y en breve, esperamos que los yanquis[8] se decidan a intervenir, de lo
que hay cada vez más rumores como una posibilidad. ¿Ha escuchado algo sobre
ello? --Pregunta el mayor al que supone que, por ser del servicio de información,
estará más enterados de esos extremos.
--Sí. Rumores de momento. Pero el presidente, Woodrow Wilson, no
acaba de dar el paso. Su pueblo le pide la no intervención. América se encuentra
lejos de Europa, aunque sí está enviando, se dice, mucho material de ayuda. --
Indica el teniente con seguridad, aunque realmente quiere comprobar un dato
que casi nadie conoce.
--Sí, si que está llegando material, pero no es suficiente. Muchos barcos
los hunden los submarinos de los Fritz[9] que les han dado libertad para hacer lo
que les parezca mejor.
--Si, son muy eficientes en su trabajo. Y no miran de quién es el barco. Si
creen que va hacia Gan Bretaña, pues lo torpedean.
--Esperemos que la Home Fleet[10] sea cada día más eficiente, pues cada
día hay más barcos en ruta hacia acá, y los que nos van a enviar los Yankis,
según se dice.
--Eso esperamos todos. Llevamos meses sin que el frente apenas cambie
unos pocos metros.
La voz de un soldado, se escucha en la cantina con claridad:
--Mayor de Artillería Levinson. Acuda a su oficina.
--Me llaman. --Y hace un gesto que el soldado que le avisa puede ver y
que hace que se retire.-- Creo que mis órdenes se encuentran ya listas. Ha sido
un placer conocerle y comentar lo que nos preocupa. Recuerde que lo que he
dicho nunca ha sido dicho, al igual que yo no he escuchado nada de usted.
--Por supuesto, Señor. Nunca hemos hablado de nada. --Indica con una
sonrisa al tiempo que le saluda y extiende la mano. ¡Vamos, que ni nos hemos
visto!
--Suerte en su trabajo.
--Lo mismo le deseo. Hasta que nos veamos. --Indica el teniente.
--No será fácil, pero todo puede ser. ¿Quién puede asegurar que no lo
será?
Se marcha con paso decidido, sin mirar hacia tras. Es evidente que ya ha
olvidado la conversación, que ha debido ser para él una manera de matar el
tiempo, en compañía de un compañero de armas, piensa el teniente mientras le
ve alejarse. Cuando desaparece no puede por menos que pensar en las
indiscreciones que cometen los oficiales por el hecho de que él, al que no
conocen, vaya vestido de uniforme, lleve dos estrellas y se permitan comentar
cualquier cosa con la que, con habilidad, les sonsaca. Es un método claro, que
aprendió hace años de su maestro en la labor para la que había sido elegido: “no
preguntes, informa como si lo supieras; ellos te confirmarán y ampliarán lo que
para ti no son sino suposiciones”.
Tiene hambre, por lo que acude a la cantina para comer y escuchar la
cháchara de los comensales. Sabe que el comedor es un sitio en el que se habla
mucho y relajadamente. Hay poco sitio libre, por lo que solicita permiso para
sentarse con un grupo de oficiales que come y discute con tranquilidad y en el
que es aceptado.
Durante horas, habla y conoce a oficiales y jefes de distintas unidades, que
están de paso, con los que las conversaciones, a veces, se hacen largas durante la
espera. Finalmente, apenas le queda nada por ver salvo lo que ocurre en la zona
de alta seguridad, de la que en ocasiones le llegan pequeños comentarios y
opiniones en actos fallidos de los que, impacientes, esperan decisiones.
La tarde languidece, por lo que aprovecha el vehículo de un capitán del
Real Cuerpo Aéreo, sin alas en la guerrera, lo que le indica que no es personal de
vuelo, y que regresa a Amiens con sus órdenes, al que solicita si puede marchar
con él, pues tiene sitio libre, lo que le concede. Sin embargo es un hombre
callado, serio y ensimismado en sus pensamientos, que apenas contesta con
monosílabos a sus intentos de conversación. Sólo, en un momento, al ver
volando un avión, un viejo Avro 504 B de reconocimiento, ha dejado entrever
que nuevos modelos de aviones, cazas de última generación, están próximos a
llegar a los aeródromos, y que espera que con ellos, la sangría de pilotos se
reduzca de forma apreciable.
Ya en la ciudad y en su hotel, apenas un fonducho que usa hace meses
como base de su trabajo, pues conoce al propietario hace años, escribe tres
mensajes, numerados, que son cada uno continuación de los otros. Lo hace con
letra casi ínfima, en papel cebolla aprovechando cada trozo de papel. Finalmente
los enrolla cuidadosamente y los introduce en unos pequeños estuches de fina
hojalata que hermetiza con cera y los coloca en las patas de tres palomas
mensajeras que hay en una cesta en una zona cerrada del desván del hotel, y
donde siempre las encuentra cuando regresa, aunque ni sabe, ni le importa, la
forma en las que las reponen. Desde un ventanuco que hay en el techo, un
amplio respiradero al que se accede por una escalera, las libera una a una, con
cierta separación entre ellas. Observa la partida y comprueba que las tres hacen
lo mismo: ascienden, dan una corta vuelta sobre la ciudad, tras la que parten
raudas hacia el norte.
Al día siguiente, temprano, de nuevo uniformado y bien afeitado, portando
un petate de oficial, ha comprobado la importancia que tiene la presencia y su
acento Londinense, coge el tren para hacer varios transbordos que le llevarán
hacia Etaples. Ha escuchado algunos comentarios sobre el enorme campo de
entrenamiento, en el que se ensayan y aprende el manejo de nuevas armas. En la
misma zona se encuentra uno de los mayores hospitales militares de Francia. Y
no muy lejos, un gran campo de Aviación en el que se instruyen pilotos. Quiere
observar aspectos cuya información ha adquirido en los postreros días y que
desea comprobar antes de atreverse a dar su opinión al mando
alemán.



6.-


“Parecía que la locura colectiva no fuera a tener
nunca fin. Las aguas del río Somme tenían un color muy
oscuro, mitad sangre, mitad barro. Y el flujo de ambulancias
no paraba ni de día ni de noche”.


En el hospital de emergencia de primera línea, relativamente cerca de
Toutencourt, el cirujano Peter Brown, lucha denodadamente con el herido que le
acaban de colocar sobre la mesa. Tiene un disparo en la mitad del muslo, cuya
hemorragia ha sido detenida con un torniquete de ocasión: un cinturón y un palo
con el que lo han apretado dando unas vueltas. Por la pequeña entrada, apenas un
orificio, y la grande y escandalosa herida de la salida del proyectil, no le es
difícil adivinar que el recorrido de la bala se ha llevado por delante la gran
arteria de la pierna. Y esa lesión, no le ofrece la menor duda, le obligará a
amputar. Antes, va a soltar un poco el torniquete para ver si se confirma su idea.
Nada más disminuir la presión, la salida, potente e intermitente de sangre, le
muestra con claridad que su diagnóstico es cierto, por lo que vuele a apretar
girando el palo.
--Señorita Doreen, vamos a amputar, no hay otro camino si queremos
salvar su vida. Prepare todo y que el anestesista lo duerma. Mientras, voy a ver
otros heridos.
--Sí, Doctor. En un momento estará todo. Le aviso para empezar.
Peter se encuentra cansado, adormilado; hace días que no ha podido
conciliar el sueño salvo en escasos ratos, apenas unos instantes de cabezada. En
ocasiones, cuando empezaba a quedarse medio dormido operando, le avisaban
las enfermeras, más numerosas y sujetas a una manifiesta disciplina de trabajo,
controladas por monjas, de la que no disponen los escasos cirujanos. Le
recordaba, aunque en aquellas épocas no existía la tensión actual, su lejana época
de estudiante avanzado en el hospital de Londres en el que realizó la
especialidad.
Un paciente tras otro, los va viendo, explorando y rellenando las fichas
de evacuación, o poniendo un número de orden para ser intervenido de urgencia.
No cesan de entrar heridos de los diversos sectores que convergen en el Puesto
de Evacuación en el que apenas seis cirujanos, un poco más de una docena de
estudiantes de últimos cursos y poco más de dos docenas de enfermeras, se
afanan en salvar y evacuar hacia mejores horizontes, a los centenares de heridos
que convergen, cada día, hacia el puesto de primeros auxilios.
Al otro lado de la tienda principal, y un poco alejada, en otro pabellón se
lucha de otro modo. Una oficina de identificación de cuerpos, rellena estadillos
de bajas absolutas, preparan los cuerpos retirando todo lo que llevan encina que
sirva para la familia y su completa personalización y tipificación. En camiones,
los llevan hacia el cementerio, creado hace apenas unos meses, y situado a unos
diez kilómetros al sur de la línea de trincheras. Es un camposanto, una
necrópolis situada en un llano que fue una verde pradera, y que empieza a ser un
bosque de cruces. Lo que posiblemente sea un Memorial con el tiempo, se está
llenando a una velocidad muy superior a lo que fue la primera idea de los que
eligieron el lugar. Sin embargo no se podrá ampliar demasiado por la orografía y
la escasez del espacio a utilizar, limitado por dos carreteras, las vías del tren y un
área rocosa, poco proclive para utilizarla como camposanto.
Peter, curtido por la necesidad, hace tiempo que no muestra al exterior la
realidad de sus pensamientos sobre las personas que atiende cada día, una
continua procesión de cuerpos maltratados, a veces vivos pero casi
irreconocibles por la amplitud de las heridas que presentan, llenos de barro y con
los uniformes a veces tiesos por el frío. Pero es la extrema juventud de la
mayoría, lo que más le afecta. Uno tras otro, mientras espera que le avisen,
venda, etiqueta, marca, o pinza algún vaso que sigue manando sangre. Es una
competición con varios médicos, estudiantes y enfermeras que, con las camillas
que continuamente entran y salen de la tienda, tratan de lograr el máximo de
cuidados a los que gimen o permanecen callados y sin conocimiento, en una
ayuda en ocasiones infructuosa.
--Doctor Brown, --le saca de su aislamiento Doreen-- en un momento
puede empezar, debe ir lavándose.
Termina de ligar un vaso, coloca unas compresas y deja que una enfermera
vende el brazo en el que acaba de parar una hemorragia, tras sacar un fragmento
de metralla que se veía al fondo de la gran herida de entrada. Escribe en la ficha
y mira a su alrededor.
--Hágase cargo de vendar y que lo evacuen --Indica a la enfermera, joven
y pálida, que atiende heridos a escasa distancia del lugar que ocupaba él hasta
ese momento y que ha estado observando la extracción del trozo de metal.
--Sí Doctor. Ahora mismo lo hago.
--Tranquilícese. Es usted nueva. Cuando empezó los estudios, nunca pensó
que lo que viera sería como lo que está viviendo. En unos días será una veterana.
No sufra, ni se asuste por nada, pues si lo hace…, deja de ser útil.
Camina siguiendo a Doreen, que marcha un poco por delante, hasta
volver a la tienda en la que están los quirófanos. Su paciente se encuentra
dormido bajo la mascarilla con cloroformo que usa el anestesista. Dos
enfermeras están preparando el campo operatorio y lo pintan con Yodo. Medico
y enfermera se lavan, les ayudan a colocarse una bata y les ponen una especie de
verdugo que les cubre la cabeza y la boca. Meten las manos en unos grandes y
oscuros guantes de caucho, largos hasta casi el codo y empiezan a operar. El
bisturí corta la piel en dos colgajos, secciona músculos y nervios, liga vasos y se
enfrenta con el fémur.
--Sierra de Gigli y tener preparada la sierra quirúrgica por si hace falta.
Usando ambas manos cogiendo los soportes que hay en cada extremo
de los alambres que, retorcidos muerden, con un vaivén de ida y vuelta, el hueso
desgastándolo como lo hace una sierra, pero que le gusta más que hacerlo con
ésta. En unos minutos, el miembro queda suelto. Lo envuelven en un paño, y una
enfermera se lo lleva a otro lugar, del que lo recogerán, en cíclicas pasadas, los
de la tienda de los decesos. Con rápidos puntos, usando las agujas curvas de
Reverdin, une músculos, cubre el extremo del hueso, que ha redondeado
groseramente con una lima, deja un drenaje de crines, y cierra lo suficiente para
pasar a colocar el vendaje del muñón.
--Muy bien, Dr. Brown, apenas si ha tardado un poco más de media
hora. Deje, Dr., yo termino de vendar. Firme el parte de quirófano antes de irse.
Salga a tomar un café y fumar y descansar un poco; ya le están preparando para
intervenir un disparo en el tórax, que es muy urgente, pues hay un gran
hemotórax que parar y evacuar…
Peter, deja a la enfermera que le ha ayudado que termine. Se quita los
guantes, la bata y la mascarilla-gorro y los arroja al interior de una gran cesta de
mimbre. Se dirige a la tienda de descanso de médicos y enfermeras, en las que
unas incomodas sillas, alrededor de unas mesas de campaña, le permiten sentarse
por un momento. Sobre la mesa, una gran cafetera, negra por las llamas con las
que la calientan, expulsa humo por el pitorro y los bordes de la mal encajada
tapa. Se sirve en una taza del montón que hay sobre la mesa, todas usadas sabe
Dios cuantas veces, le añade el sustituto del azúcar y sacando la pipa, la carga, la
enciende y se repantiga en la silla cuyo borde posterior se le clava en la espalda,
dispuesto a reponerse un poco en el breve tiempo del que dispone.
Lejos, por lo parcialmente amortiguado, el cañoneo intermitente no
cesa, como es lo habitual y cotidiano. Se encoge de hombros, ¿qué puede hacer
él contra la locura que le rodea? Lo que se escucha, el martilleo del frente, es el
ruido de la máquina de picar carne que, más tarde, le llegará para intentar
componerla como si de un sangriento puzzle se tratara. Recuerda, recién iniciado
como estudiante, ante un herido grave con una tremenda herida, la primera que
veía realmente espantosa tras un accidente de coche, le pregunté al cirujano:
--¿Qué se puede hacer ante una cosa así?
Y el cirujano, tras mirarme por un momento a los ojos, con una ironía
nada malsana, y una sonrisa que mostraba que no era su primera situación de ese
tipo, me indicó algo que, con el tiempo, he comprendido en su más profundo
sentido.
--Hijo, es muy sencillo, ¡une lo blanco con lo blanco y lo colorado con
lo colorado! ¿Has entendido?
Entonces no lo entendí, pero la realidad de la guerra en la que vivo, me
ha hecho captar algo que me ha sido de gran utilidad. La cirugía de guerra no se
parece casi en nada a la cirugía de elección de un hospital civil. Por un
momento, antes de quedar dormido, entre labios soy consciente que digo, o al
menos pienso: peor lo deben pasar los que están ahora bajo el cañoneo incesante,
hundidos en el barro, con sed, y llenos de miedo y precauciones en cada
movimiento, para no ser blanco de algunos de los muchos francotiradores que
les acechan las veinticuatro horas del día.
Pero, como en cada ocasión, el sueño, apenas una cabezada, no dura
nada pues de inmediato, mi pesadilla, la enfermera jefe Doreen, me está
zarandeando para que recomponga otro herido más.




7.-


“Parecía que el hombre hubiera sido creado
para arrancar la vida a cuchilladas a los
alemanes”.

Siegfried Sasson. “Memorias de un oficial de
infantería”.


John Mortimer se despertó temprano. Estaba tan nervioso como deseoso
por volver a volar con su recién estrenado Sopwith Camel. El vuelo del día
anterior, por escaso tiempo, lo había abortado al rato conforme en la libreta que
llevaba sujeta al brazo del asiento, fue notando aspectos que debían corregirse.
Cimbreo en las alas, crujidos de estructuras, tendencia al despegar a irse a
estribor, como si una rueda girara peor que la contraria, o la palanca y el timón
de profundidad no estuvieran bien alineados, entre otros pequeños detalles que
había notado durante la prueba. Al aterrizar, Bill, el jefe de mecánicos, mientras
llevaban el avión a los talleres lo comentó todo con él. Al regreso de Phil, que
había salido a combatir, con su exquisita sensibilidad para todo lo mecánico,
coincidió, discutió y comprobó algunos de los aspectos dando su opinión.
Mecánicos y pilotos se pusieron con el aparato de inmediato. Una a una,
fueron encontrando y arreglando las sutiles variaciones que John había
percibido.
--Eres un caso de sensibilidad extrema, como si el avión fuera parte de
ti mismo. --Le indicó Bill a las doce de la noche cuando todos, y algún detalle
más habían quedado solventados y decidieron que, por la mañana, podría hacer
de nuevo las pruebas.
--Noto el avión en las posaderas, como si fuera parte de mí. Ya he
notado como derrapa en las vueltas cerradas, pero eso es lo que ya sabía, y he
visto como se corrige no sólo con los pedales, como creía, sino también con la
palanca, usándola un poco más suavemente, y la respuesta de velocidad de giro
es la misma. --Responde John--. Creo que mañana será un gran día con todo
resuelto.
Mientras habla mira entusiasmado la figura del sonriente conejo que,
con el sombrero en la mano, parece saludar a todo el que le mirara. Realmente,
todos los pilotos quieren un fetiche pintado en el fuselaje. Y puede observar
dibujos de dados, cartas, fichas de dominó y animales salvajes con expresiones
todavía más fieras, y algunas exuberantes figuras de mujer.
Todos los nuevos aviones, visto lo que ha aportado John, más otras
consideraciones de los demás pilotos, son revisados corrigiendo los pequeños
detalles que estaban un tanto fuera de normas en algunos de ellos, como
pequeñas discrepancias en la longitud de las riostras y en los asientos de éstas, y
algunas mínimas diferencias más que quedan con rapidez subsanadas.
Mientras se termina de levantar, John recuerda todo lo vivido el día
anterior hasta bien tarde, cuando acabaron de comprobarlo todo. Tras arreglarse,
vestirse y mientras toma el fuerte desayuno, se siente un tanto excitado,
deseando que llegue el momento en el que escuche cantar su nuevo motor, al que
debe hacer un número de horas de rodaje antes de poderle pedir el máximo de
respuesta. Lo notó, el día anterior, pesado, lento en reaccionar a la palanca de
gases, lo que era normal pues apenas habría funcionado un rato en el banco de
pruebas de la fábrica antes de darlo por bueno, y el escaso tiempo que ha volado
con él.
Mientras ingiere el desayuno, le puede escuchar arrancar, toser y acabar
funcionando redondo, en un ralentí alto, tal como ha acordado con Bill. De ese
modo, rodaría un poco más, sin acelerones, soltando un mínimo el ajuste entre
las camisas y los nueve cilindros, antes de despegar con él. Se domina por salir
corriendo al escucharlo. Escucha como arrancan varios más, con una música
muy distinta de la de los otros modelos que hay y han estado en el campo, hasta
la llegada de los nuevos. Y acepta que no va a volar sólo, sino con la compañía
de varios pilotos más que son los que han desayunado al mismo tiempo que él.
La presencia del coronel, al que no suelen ver a esas horas, les detiene
cuando empiezan a levantarse, ansiosos por volar.
--Buenos días, señores.
Todos, al unísono, responden tras ponerse de pie.
--Siéntense. No tengan prisa. Dejen que los aviones se calienten y
rueden un poco. No deseaba que salieran solos, pues pueden encontrarse con
enemigos. Irán acompañados por otros que ya conocen bien a sus aviones, pues
llevan un tiempo usándolos, pero que todavía no les ha llegado el turno, como a
ustedes de tener aparatos nuevos. En breve, serán ustedes los que les protejan a
ellos.
Hace un alto, coge tiza y dibuja en la pizarra algunos detalles del
campo, para explicar sobre lo que quiere que hagan.
--He dispuesto unos blancos en el extremo del campo, en la zona señalada,
para que, una hora después de despegar, que prueben sus armas sobre ellos.
Todos llevan munición incendiaria, así verán lo que realizan con sus ráfagas.
Recuerden que ahora son dos ametralladoras y que deben aprender a apuntar con
todo el avión. Y, si es necesario, ajustarlas a la vuelta al punto en el que deben
converger los proyectiles…
--Sí, mi coronel, hay que armonizar las ametralladoras. --Indica uno de los
pilotos.-- Se bastante de ello, por lo que, si me lo permiten me ocupare de
dirigirla la operación con todos ellos.
--Muy bien. Ocúpese de ello.
Durante un rato, el coronel y los pilotos acuerdan la conducta a seguir
hasta que sean autorizados a combatir. En el día anterior, uno de los pilotos ha
capotado al aterrizar, rompiendo la hélice y el ala superior en el vuelco, aunque
sin mayores desperfectos para el piloto y el avión.
La llegada de Bill, el jefe de mecánicos, interrumpe la discusión:
--Mi coronel, los aviones se están calentando demasiado. O despegan, o
los debemos apagar.
--Muchachos, a probar los aviones. Hacedlo con cuidado, sin tonterías.
Os estaré mirando cuando realicéis los ejercicios de tiro. Y tomaré nota de lo que
hace cada uno de ustedes. ¡Adelante!
Todo el grupo, excepto unos pocos aviones que todavía no están en
condiciones de volar, han sido colocados en línea.
John sube al suyo, tras mirar con cuidado lo que es su supervisión antes de
despegar. Comprueba el tablero, y observa que la temperatura empieza a subir
por encima de la que presenta en vuelo, mejor refrigerado el motor por la
velocidad del aire sobre el radiador. Se amarra al asiento, y espera que se le
indique que pueda despegar. Cuando puede ver que la bengala es lanzada,
observa que altos, recortando el cielo azul, dos escuadrillas combinadas de
Sopwith Pup y Nieuport 16 y 17 que vuelan vigilando la presencia de posibles
enemigos. Cuando le toca el turno, avanza la palanca de gases y la impulsa
lentamente hacia delante, observando como el cuentarrevoluciones responde de
forma muy lineal y segura y el aparato inicia la carrera hacia el fondo de la pista
y, en breve, antes que con el antiguo avión, tira de la palanca y se encuentra en el
aire con un ángulo de subida que le muestra la clara diferencia de potencia con
respecto al Sopwith Pup, pues la ascensión es más continua. A su lado, otros
aviones van subiendo, hasta colocarse en línea creando una formación de ataque.
Durante un buen rato el conjunto maniobra, hacen picados, ascensiones
intentando la vela, con caídas de espalda en ocasiones. Conforme le van
cogiendo el pulso, practican toneles, maniobras Immelmann, vuelos invertidos,
antes de iniciar falsos combates entre ellos para soltarse en el pilotaje.
A la hora acordada, separados por unos minutos, cada uno de ellos pica y
se dirigen a los blancos y los ametrallan. Con leves diferencias, según la
habilidad de cada piloto, el chorro de proyectiles incide sobre los marcos de
madera rellenos con telas y cartones. Hay discrepancias, mínimas, entre lo
logrado por unos y por otros. En tierra, un grupo de observadores toma nota de
lo que hace cada piloto, para proceder tras el aterrizaje a afinar la relación entre
la óptica del piloto y lo conseguido entre los disparos.
Cuando le toca el turno a John, inicia el picado, nivela a la que cree que es
la altura adecuada, coloca el blanco en el centro del colimador, espera un poco a
que se haga más grande, y tira de la palanca de disparo. Puede observar con
claridad que sus trazadoras se desvían a la izquierda y que quedan cortas, por lo
que eleva el morro un poco y desplaza el avión ligeramente a la derecha. Aprecia
que ha colocado el blanco de forma que queda bajo y desplazado a la izquierda a
través del círculo del colimador, pero que antes de elevarse, sus proyectiles han
barrido el blanco y un sector de los alrededores, pues cuando disparó estaba ya
demasiado cerca y el tiro estaba ya muy abierto. Pero mientras se eleva, sabe ya
lo que hay que corregir, por lo que se deja caer resbalando de ala, y se dirige a
aterrizar, como están haciendo los que ya han probado suerte.
El ajuste se realiza en escaso tiempo. Un mecánico armero las levanta
calzando para elevar la boca de fuego de las dos ametralladoras y las desplaza
ligeramente a la derecha, ajustándolas apretadamente al armazón de soporte una
vez quedan tal como le ha pedido John. Y de inmediato, sin consultar, arranca de
nuevo y se eleva para hacer otra pasada cuando acaben los que quedan.
La pasada le muestra que las correcciones han quedado muy exactas. El
chorro de proyectiles impacta en el blanco concentrado al principio, y se va
abriendo conforme se acerca antes de tirar de la palanca y elevarse. Está
satisfecho, por lo que hace unas cuantas maniobras muy forzadas, comprueba y
corrige la tendencia al derrape del avión con los pedales, y retorna para aterrizar,
preparándose para, como mínimo, recibir una amonestación del coronel por
haber despegado sin permiso. Pero no sucede nada; no ha sido el único. Los que
tenían errores claros, y han sabido lo que debían corregir, han hecho lo mismo, y
el coronel, hace un pequeño comentario genérico sobre la indisciplina, pero se
muestra satisfecho de lo que ha ocurrido, pues los blancos están destrozados por
todos los ametrallamientos.
--Tienen un par de días más para controlar sus máquinas antes de salir a
cazar. ¡Aprovéchenlos! Después… ya no será un juego. Que nadie vuele sin ir
armado. Y nada de incursiones a la zona enemiga. Sé que están pensando que en
grupo será diferente. Si alguien desobedece de nuevo, marchará de soldado a las
fronteras de Flandes para siempre. Ustedes verán. No les perderé de vista. Sólo
por los alrededores del campo. ¿Entendido?
Responden en masa y dejan los aviones en las manos de los mecánicos
para que los tengan dispuestos para el amanecer del día próximo, un día más, y
el penúltimo antes de iniciar los enfrentamientos con el enemigo y poder
comprobar si son verdad las noticias que les llegan de otros aeródromos: que el
Camel es superior al nuevo Albatros que ha aparecido, hace apenas unas
semanas, con actuaciones sangrientas y que está sustituyendo, con rapidez, a los
viejos Albatros de hace apenas unos meses. Por su parte, los nuevos Sopwith
Camel, están llegando ya para nivelar, de nuevo, el balance del combate en el
aire, unos combates que, día a día, se hacen más sangrientos, rápidos y a gran
altura.
La guerra, comprueban los pilotos, no se realiza sólo en el aire, sino de
igual forma en las mesas de diseño, y en las fábricas, en una acelerada carrera
entre las industrias de los países beligerantes.




8.-


“En la guerra la primera victima es la verdad”.

Esquilo.- Proverbio.



Lewis Andersen, al llegar al nuevo hotel que le han indicado en las
instrucciones, procede, como siempre, con calma. De las cosas que aprendió en
los cursillos que hizo, hace unos años, y durante varios veranos en Göttingen,
como parte de unas presuntas vacaciones en Alemania, los profesores de
diversas materias, como si fuera una verdad universal, insistieron todos y, lo
hicieron muchas, demasiadas veces, en el hecho de no dar nunca nada por
seguro, pues todo puede cambiar de un día para otro. Era un principio que se le
quedó grabado y que ya, en varias ocasiones en su vida actual, le ha hecho actuar
adecuadamente y escapar de claros peligros. Además, se dice mientras penetra
con su breve equipaje en el pretencioso hotel, que esos pensamientos le han
creado también un instinto, un olfato especial para intuir el peligro.
Tras un breve mostrador, una mujer, muy arreglada y aparentemente
presumida por el marcado maquillaje, pero a la que el peso de los años se le
notan, alza la vista cuando penetra y le recorre con la vista en un rápido examen
que no deja nada sin evaluar. Le dedica una sonrisa, que Lewis interpreta de
conmiseración. Es algo que ha observado con mucha frecuencia de un tiempo a
esta parte. O al menos ha llegado a la conclusión que es así: el ir de uniforme,
con las insignias de oficial, la correa desde el hombro al ancho cinturón, el
revólver al costado, las botas altas con espuelas, y la gorra de plato, es captado
por muchos como un cadáver que todavía camina hacia la muerte que le espera
más al norte. Y comprende que esa visión no es desacertada. El número de bajas
cotidiana, separadas en soldados, oficiales y jefes, ha hecho que la vida de un
oficial, aunque haya menos, valga igual que la de un soldado a la hora de la
verdad.
--Buenos días, Señora.
--Buenos días, Oficial. ¿En qué puedo servirle?
--Tengo unos días de permiso. Soy ornitólogo, y me han dicho que por
esta parte hay muchos estorninos. ¿Es así? Los querría estudiar en sus
costumbres. Estoy haciendo un trabajo sobre ellos.
--Sí. Antes de la guerra los había. Ahora, supongo que menos, pero los
puede haber. ¿Desea una habitación, supongo?
--Pues sí. La más alta que tenga y si puede, que mire al norte.
--No habrá problema. Espere un momento. Aviso a mi marido, que él sí
sabe de pájaros y otras cosas que pueden interesarle.
--Gracias señora. Esperaré con mucho gusto.
--Vaya rellenando esta ficha; la policía militar es muy molesta si un
cliente no la rellena.
--Comprendo. No le daré problemas --responde mientras ella se aleja e
inicia el descenso por una escalera hacia lo que Lewis supone será la bodega.
Momentos después sube un hombre alto y fuerte, con una gran tripa que
se acusa más por el ajustado delantal de rayas verticales que cuelga, desde la
cinta que contornea su cuello, y llega hasta media pierna.
--Buenos días, Teniente. ¿Camino del frente?
--No. Regreso de permiso por unos días.
--Viene a estudiar pájaros.
--Sí. Estorninos.
--Son unos bichos antipáticos.
--No son bichos, son aves.
--Es cierto. --Acepta el mesonero.-- Llega un día tarde. Le esperaba
ayer.
--El tráfico de trenes está alterado, pues hay preferencias de los trenes
de transportes de tropas y munición.
--Sí, es lógico. Se habla de una ofensiva en todo el frente del oeste.
--Eso parece. Y además muy seria, por el número de tropas que se están
moviendo y el material que está llegando de Gran Bretaña. --Admite Lewis.
--Tiene todo en su habitación, la 603. Incluidas las palomas. --Añade
tras mirar alrededor por si hay alguien que no haya visto.
--Subo. Traigo muchas noticias que deben llegar cuanto antes a su
destino.
--Aquí tiene la llave --indica sacándola del bolsillo.
Lewis coge el equipaje que ha dejado junto al mostrador de recepción y
se dirige al ascensor. Es en realidad una plataforma con laterales de barrotes con
filigranas; en realidad una jaula de elaborados hierros, entre barrotes que
ascienden por un hueco estrecho que desaparece en el techo. Penetra, cierra la
puerta y oprime el botón. Con un crujido, lentamente, inicia a tirones el ascenso.
Casi una hora después, la última de las cuatro palomas, inicia un aleteo
que acaba, tras una vuelta, alejándola hacia el norte. En una pata, el estuche de
lata contiene un largo y comprimido mensaje en el que cifras, direcciones,
presunciones y sospechas, harán que las disposiciones del frente alemán,
cambien a tenor con las informaciones, como la suya, que les están llegando
desde diferentes puntos de Francia.
Lewis, cumplida su primera misión, coge su bolsa con libretas llenas de
dibujos de pájaros, una caja con lápices de colores, unos gemelos potentes y se
dirige al exterior observando, de forma ostensible, cada árbol y todo lo que
vuela. Cuando se aleja un poco del pueblo, iniciando la ascensión de una alta
colina, es alcanzado por una pareja de la Policía Militar, que hace rato que ha
visto que le observa y sigue, pero que él ha mostrado como que si no existiera,
continuando con la pantomima de hacer dibujos, escribir notas y observaciones.
--Mi teniente. Buenos días. --Le saludan los dos componentes.
Lewis corresponde y devuelve el saludo, mostrando sorpresa por su
presencia, antes de decir:
--¿De dónde salen? No les había visto.
--Sí, Señor. Va usted muy atento a los árboles y a los pájaros. ¿Puede
mostrarnos su documentación?
--Desde luego --Indica al tiempo que desabrocha un botón del bolsillo
derecho de la guerrera y saca una libreta en cuyo interior va la documentación y
la entrega.
Lewis pone expresión afable y tranquila, aceptando como lo más natural
que le investiguen. Sin embargo, en su interior, que no muestra por sus dotes de
actor, es la segunda vez que vive una situación que es la que más le preocupa.
Sabe que la documentación que muestra es casi perfecta, pues él mismo la ha
preparado con exquisita precisión hace un par de días para que las fechas sean lo
más aproximadas al momento en el que se la puedan pedir. Pero el hecho de ver
que toman nota de su nombre, dirección, y todos los datos que constan en su
documentación le ha enervado. Por un momento, aunque no ha dado la menor
sensación de ello, se ha sentido angustiado. Y sabe que debe cambiar toda su
documentación de inmediato, pues van saber en breve, que él no existe, y que en
realidad es un espía.
--Está todo bien mi Teniente. Se le acaba el permiso en cinco días. No
se distraiga, pues tenemos órdenes de controlar absolutamente todo. Hay
desertores, espías y soldados que se pierden intencionadamente para no volver al
frente. Y, ya sabe, en unos pocos días, va a comenzar el baile: un gran baile.
--Sí. En una semana, tengo permiso hasta dos días antes.
--Más o menos, será unos días después. Nos han indicado que
anulemos, y mandemos a todos los que tengan permiso y nos lo muestren, a
partir del viernes próximo. Que es justo cuando a usted se le termina. --Indican
los dos policías. --No se distraiga, Teniente. Las cosas se están poniendo muy
serias.
--Muchas gracias --Responde Lewis saludando.
--A sus órdenes, mi Teniente.
Y ambos se marchan en dirección al pueblo. Lewis suspira
tranquilizándose. Y por primera vez es consciente que, cada día, cada
movimiento que realiza, es un paso adelante hacia un camino incierto, que de
cometer un error, le llevará sin posible escape a una pared para ser fusilado, o a
un patíbulo en el que será guillotinado. Aceptando y apartando los negros
pensamientos que por un momento le han embargado, continua la ascensión al
punto desde el que podrá observar los movimientos de tropas que por distintos
caminos convergen en la zona en la que se va a iniciar la ofensiva. Puede
observar largas columnas de “poilus[11]”, con sus uniformes azules y sus largos
fusiles Lebel y las no menos alargadas y agudas bayonetas, que avanzan cual
interminables filas de hormigas hacia una zona, aún lejana, donde la Muerte, que
puede ver con la imaginación, les espera como una figura alta y delgada, vestida
de negro y enmascarada bajo una capucha, con una hoz en el extremo de un
largo palo que sobrepasa la cabeza. Y la puede ver como les hace gestos para que
se dirijan hacia ella. Durante un instante, Lewis puede ver, en la lejanía,
columnas inglesas con sus uniformes caquis, transportes de artillería arrastrados
por caballería, movimientos de vehículos y finalmente sorprendido, por unos
grandes armatostes que no conoce, transportados por un largo tren que,
igualmente se dirige al norte. Con los gemelos, trata de dilucidar que puede ser.
Observa, descubriendo, poco a poco que disponen de cañones laterales, carencia
de ruedas, sustituidos por una banda ancha y metálica que será sobre lo que se
apoye en el suelo, en cuyo interior van las ruedas. Y de inmediato es consciente
que es una nueva arma que todavía no ha sido usada en la guerra. Y acepta que
lo que está contemplando, va a ser una sorpresa en la ofensiva que con claridad
se percibe. Debe comunicarlo cuanto antes, pero no sin ver de cerca en qué
consisten esos monstruos cuyas características la distancia no le permite evaluar
a fondo.
Y regresa de inmediato, al hotel para acercarse a la zona en la que la
línea férrea discurre. Ya en el hotel, envía una nota urgente en la que, sin datos
concretos, advierte de la presencia de algo que no conoce, el número que ha
podido ver, y que, lo antes posible, en cuanto lo vea de cerca, enviará cumplida
información.
Y se pone en camino hacia el pueblo para coger un vehículo que le
acerque a una de las estaciones por la que pasan los convoyes de trenes con el
extraño vehículo armado, que está seguro que lo es, y pueda verlo con cierta
claridad. Se lleva su equipaje; pues tras la inspección de la Policía Militar de la
mañana, es un lugar al que no debe volver, pues pueden ir en su busca en
cualquier momento.
Encuentra un destartalado autobús que le lleva hasta un pueblo cuya
estación se encuentra en la ruta de los trenes que quiere ver. No hay transportes
de pasajeros durante varias horas, según le indican. Un tren tras otro, largos y
arrastrados por al menos dos locomotoras, dejan ver toda clase de personas y
material transportados. Centenares de soldados, franceses, ingleses, canadienses
y de allende el pacífico, entre los que destacan los ruidosos australianos, se
suceden en medio de convoyes llenos de artillería, munición pesada, coches
ambulancia y por fin, cuando cree que no podrá verlo, tres locomotoras,
arrastran otro tren en el que puede contemplar el objeto de su mayor interés. Es
un monstruo de hierro y acero, con cañones móviles laterales, troneras estrechas
por las que asoman ametralladoras Vickers, y un sistema de tracción por cadenas
que no conoce. Y acepta que es un arma nueva, que ya se estudió en su país,
pero que fue recusada por ser interpretada como poco útil por los estados
mayores, según recuerda aunque con escasos detalles. Y tiene claro que
soportará todo menos el disparo directo de la artillería, y a los lanzallamas desde
cerca. Y, de inmediato, hace conjeturas de la cantidad de infantería que puede
avanzar protegida por cada vehículo, como éste podrá arrasar las alambradas
abriendo brecha en ellas y dejar a los soldados dentro de las trincheras,
protegidos casi todo el tiempo de la exitosa ametralladora que tantas victorias les
está dando al ser usadas en gran número, como se había previsto.
Debe buscar otro de los puntos en los que hay un contacto. Necesita al
menos una paloma para mandar el informe. Pero tiene claro que no puede volver
al último hotel en el que ha estado. Nunca ha pensado en suicidarse, y hacerlo,
volver al punto que acaba de abandonar, tiene cada vez más claro que lo sería.
Revisa el libro de poesías inglesas de Alfred Tennyson, que siempre le
acompaña, y en el que lleva toda una serie de ayudas y lugares a los que acudir
en caso de necesidad. Hay, entre las largas líneas llenas de versos, toda una serie
de señales, subrayados y anotaciones al margen en las que, aparentemente,
comenta un trozo de poesía. Pero en realidad es un lenguaje críptico que le
indica direcciones, contraseñas y nombres. Sentado en un banco de la estación,
por las que pasan trenes con inusitada frecuencia y que nunca paran en ella,
inicia la lectura, toma unas notas y se marcha a la abarrotada cantina en la que
los viajeros que esperan la hora en la que dejarán de pasar trenes militares, para
marcharse. Están utilizando las dos vías en dirección norte. Con el mapa que ha
comprado en una estación hace tiempo, busca alguno de los puntos que ha
sacado del libro, espulgando con paciencia, a la caza de indicaciones. Son
nombres de pueblos o ciudades que acaba localizando, para marchar al lugar más
cercano. Podrá llegar, con cierta premura, en el primer tren que parta hacia el
sur, hacia retaguardia. Pero tendrá que esperar aún unas horas. Permanece en la
estación en un recuento mental de todo lo que transita por ella. Pero sabe que
hay varias líneas más en las que el volumen es, supone, muy similar. Y
comprende que la amplitud de la ofensiva va a ser muy grande en un serio
intento de profundizar en Alemania, por lo que debe mandar informes a sus
superiores que les sean útiles y hacerlo lo antes posible.
Es ya de noche, y están bajo una lluvia pertinaz, cuando los avisos en la
estación le hacen comprender que van a restaurarse las comunicaciones para los
viajeros. Tiene hace tiempo su billete, por lo que cruza al otro anden, dispuesto a
coger el primer tren que se dirija a París, aunque se quedará mucho antes de
llegar a ella.
Horas después, consigue contactar con la dirección que lleva, pero carece
de palomas. Tendrá que esperar durante dos días hasta que lleguen por extraños
cauces de los que no sabe nada, ni pregunta. Cuando la paloma enfila el norte, él
se marcha con rumbo a París, pero lo hace vestido de paisano, con
documentación de fotógrafo, y en su escaso equipaje no queda nada de su
anterior personalidad. Ha decidido descansar por un tiempo y esperar
acontecimientos. Lleva demasiado tiempo activo, de uniforme y con diferentes
documentaciones; con la ofensiva que se prepara, un uniforme lejos de su
unidad, es como gritar que es un desertor o un espía; prefiere pasar a la molicie
de París por un tiempo, esperando acontecimientos.
A lo largo del día, se ha aceptado por primera vez que esta corriendo un
manifiesto riesgo, y que es hora de tomar precauciones por un tiempo. Tiene
claro que las dificultades serias, aunque de momento no las haya tenido, hacen
que mostremos lo bueno y lo malo que hay en cada uno de nosotros. Durante
unos meses, ha mostrado lo bueno, la valentía y capacidad de sacrificio por su
país, pero por momentos está apareciendo lo malo que hay en su interior: el
miedo. Un recelo que le indica que la tensión acumulada durante ese tiempo, le
exige, por lógica, un periodo de descanso, de distracciones, durante el cual se
serene antes de volver a exigirse a sí mismo la más absoluta concentración. Un
error, y dejará de ser útil no sólo para su trabajo, sino para sí mismo.
Por un momento, mientras por la ventanilla observa como se desliza el
paisaje, se ve en París, tomando café, levantándose y acostándose tarde, en una
vida nocturna en la que no faltará el Champagne, y por supuesto, las mujeres que
tanto echa de menos.





9.-

“De pronto nos sentimos solos,
terriblemente solos; y solos debemos
enfrentarnos con ello”.

Erich María Remarque: “Sin novedad en el
frente”.


Se despertó temprano. Mucho antes de que le pudieran avisar. Había
dormido mal, con pesadillas que ya conocía de otras ocasiones. Inicialmente,
hace meses, las tomó como premoniciones, por lo que volaba con la pistola
Luger P08 muy a mano por si le fuera necesaria. Pero hacia tiempo que, no
siendo de los que se dejan afectar, las pesadillas sólo le alteraban el sueño. Una
vez más se había visto envuelto en llamas dentro del avión, con las tres únicas
posibilidades que todos los pilotos conocían: darse un tiro para abreviar los
sufrimientos, saltar para tener una muerte rápida, o caer con el avión
quemándose hasta estrellarse. No les era factible saltar con paracaídas por un
absurdo capricho del Estado Mayor. No era una novedad ese miedo instintivo al
fuego, pues era a lo que más miedo tenían los pilotos. Uno de ellos comentó en
la cena, muy en serio, que los aviones eran cajas de cerillas voladoras. Cuando
su avión, días después, cayó derribado ardiendo como una antorcha, todos en la
Jasta pensaron que había sido una premonición.
Se sabía, por los aviadores prisioneros, que los aliados tenían el mismo
problema: les negaban los paracaídas. Y todo por las absurdas ideas de los
Estados Mayores, un grupo numeroso de oficiales superiores, barrigudos y
cómodos, lejos de todo peligro, excepto el de resbalar en una cena, coger una
enfermedad venérea en alguno de sus devaneos o pincharse con un lápiz al trazar
una línea sobre un mapa. Eran los comentarios que siempre se escuchaba, a
modo de protesta, ante la prohibición de poder usar los paracaídas por parte de
los pilotos[12].
Si vistió con un mínimo de ruido para salir al exterior y esperar la hora
del desayuno. Estaba oscuro, pero se perfilaba ya la larga línea de todos los
aviones de la Jasta puestos en línea y dispuestos para despegar unas horas
después. No había luces en los talleres, como a veces ocurría, por lo que estaba
claro que sólo los centinelas estarían despiertos. Volvió a entrar y se acercó al
bar, se sirvió un vaso bien lleno de la bebida escandinava Snaps[13], de la que
tenían una gran cantidad de excelente calidad, y que le gustaba por el calor que
daba aun en pequeñas cantidades. La apuntó en su cuenta de la libreta de
consumos, para abonarla en su momento. Sintió un escalofrío cuando se la bebió
casi de un trago. Apuró el resto y salió en dirección a su avión. Lo hizo dando
una larga vuelta por la pradera de despegue, pisando la mullida hierba, oscura
todavía, en la que todas las flores parecían iguales de oscuras, buscando que el
aire fresco le despejara y, al mismo tiempo, fumarse un par de cigarrillos, pues
no le gustaba hacerlo en el avión, que siempre olía un poco a la bencina de alto
octanaje que se usaba.
Subió al avión, estiró las piernas sin apoyar los pies en los pedales, se
desperezó con un potente gruñido y empezó a darle vueltas a una serie de
pensamientos que desde un tiempo, hasta el presente, le preocupaban. Pero casi
no tuvo tiempo de plantearse nada, pues se quedó dormido.
--Teniente Krugger. --Escucha mientras se espabila, en parte zarandeado y
en parte por la voz del cabo que les despierta todos los amaneceres--. Perdone
Señor, al no verle en su cama, me imaginé que pudiera estar aquí. No es la
primera vez que lo hace, Señor. ¿No se siente bien?
--Sí, estoy bien, gracias. Me desperté y me apetecía pasear, y acabé aquí,
aunque me he debido dormir hace tiempo. --Responde dando explicaciones, una
característica de su personalidad extrovertida y locuaz.
--El horario de siempre, Señor. El desayuno debe estar ya para servirse.
--Gracias Cabo. --Termina de decir al tiempo que se despereza con un
gemido de satisfacción y se incorpora para bajar.
El desayuno y el briefing, les ocupa el tiempo que queda para iniciar el
despegue a la hora habitual. Momentos después el ruido y el humo blanco-
azulado de los motores al arrancar, llena el aeródromo. Hay carreras, risas, y
grupos que se dirigen a los aeroplanos. Las hélices impulsan el aire y remueven
papeles e hierbas secas que vuelan hacia los edificios que hay a espaldas de la
larga hilera que forma la Jasta.
Al llegar a su aparato, pasa la mano por la figura del Hipocampo que
personalmente ha pintado en el fuselaje. El caballito de mar, con su largo morro
y la retorcida cola en espiral, es una magnificación del que cuelga en la cabina y
que le acompaña como mascota desde que lo comprara, seco y tieso, en una
tienda del pueblo de la costa en la que hace años pasó un verano. Tiene la
seguridad interior que su mascota le protege, siempre lo ha hecho, y lo seguirá
haciendo.
--Señor, lo que me indicó ayer al regresar está resuelto. --la voz de su
mecánico que llega para despedirle y quitar los calzos cuando le llegue el
momento de salir, le hace volver a la realidad.
--Gracias. Supongo que no volverá a hacer ese ruido extraño.
--Era una vibración, que ha desaparecido cambiando un perno, un tornillo
y las arandelas que vibraban pues el tornillo no las apretaba.
Una bengala blanca parte hacia el cielo, estalla, e inicia el descenso. El
ruido se incrementa con claridad y los primeros cuatro aparatos, los situados a la
derecha de la pista, inician la carrera que les llevará a las nubes, no demasiado
altas, que cubren el cielo.
Whalter, espera su turno. Cuando le corresponde salir, acelera mientras
controla la dirección con los pies, y la aún grisácea hierba corre, cada vez más
rápida, a ambos lados y bajo las alas. Permanece atento al ruido del motor. Pero
no escucha nada anormal.
--Canta como una Valkiria en la ópera. --Dice en voz alta, mientras busca
algo que suene bien, pero que no encuentra.
Tira de la palanca y el Albatros asciende con suavidad y sin titubeos, en
una manifiesta trepada que en nada se diferencia del día que lo voló por primera
vez, hace ya unos meses. A ambos lados, se van situando más y más aviones
formando una línea continua que ocupa un buen sector del cielo. Cuando llevan
volando un rato a la misma altura, y han avanzado un largo trecho, el jefe de la
formación hace un gesto y la mitad se separa y empieza a subir con decisión. Es
la trampa habitual. Si el enemigo ve los aviones bajos, y los atacan, los que
vuelan altos se descolgarán y los cogerán por sorpresa. Con suerte, en esa
primera pasada, ya habrán derribado unos cuantos antes que puedan dispersarse
y salir de la sorpresa. Sin embargo, lo que hace meses era una táctica muy
productiva, es ya un baile en el que juegan ambos contendientes, con escasos
márgenes de sorpresa. Pero en el amanecer, dada la dirección que llevan, el sol
se encuentra a la espalda de los aliados, por lo que desde que han despegado han
ido girando hacia el este para tratar de cogerlos por detrás, colocando el sol en
sus colas de paloma[14].
Al cabo de un rato, cuando vuelan ya sobre la zona de trincheras de ambos
bandos, tan cercanas que apenas se diferencian desde lo alto, uno de los aparatos
de vanguardia hace señales de alabeo, y todos saben que el encuentro va a ser
inmediato. Pronto ven la formación que se dirige hacia ellos, a una altura similar.
Whalter tira de la palanca e inicia un ascenso que le dé ventaja, pero
observa que el enemigo está realizando la misma operación. Mientras lo hace,
puede ver que los aviones de la Jasta que vuelan altos y les cubren, han iniciado
un picado que les hará dar una pasada sobre el enemigo antes que ellos lleguen a
acercarse. Pero queda sorprendido cuando, de las nubes donde han estado
ocultos, surgen y se descuelgan más de veinte aparatos aliados, de los que puede
ver claramente las escarapelas tricolores en las alas, que pican sobre los que ya
están bajando. Y es consciente que es la misma estrategia por ambas partes, pero
que ellos se han precipitado en dejarse caer y van a ser sorprendidos por los de
los aliados que inician el descenso con unos minutos de retraso, lo que les da
ventaja.
Observador como es, de inmediato nota otra clara diferencia. Los aviones
que tiene a su altura, son los Sopwith Pup que ya conocen, pero la veintena que
desciende es un avión desconocido, más grande, con más superficie alar y
algunas diferencias que por momentos se le hacen ostensibles. Pero no tiene
tiempo para distraerse. Los nuevos aviones sin duda serán mucho mejores, y el
encuentro va a ser una dura batalla. Tirando de palanca y hundiendo un pie en
los pedales, el avión cambia la dirección que lleva y trepa desesperadamente
para ganar una mejor posición, pues la situación es ya de caza libre.
Un momento después observa que uno de los nuevos aviones se ha
salido de formación y se dirige claramente hacia él. Lo tiene alto, por encima. Si
sigue ascendiendo, le va a coger en mala posición, por lo que se desplaza
lateralmente, y pica para que el que le enfila pase de largo y quede atrasado,
como sucede. De inmediato gira para seguirlo en su bajada. Ha podido ver,
cuando se cruzan lateralmente, un sonriente conejo que le saluda con una
chistera, pintado en su fuselaje. Pero su oponente es rápido y maniobra con
varios giros, un acrobático tonel y varios engaños que les distancian. Ha podido
ver el avión y es un nuevo modelo, más veloz, con una alta capacidad de giro
casi sobre la punta del ala, dos ametralladoras en vez de una y, lo más
importante, el que lo pilota no es un novato. Por lo que pierde de inmediato la
sensación de superioridad que siempre ha tenido en el combate, y se vuelve
precavido, aunque sin perder su habitual agresividad.
Ambos se han alejado un tanto del enloquecedor carrusel que forman el
resto de los aviones. Y en ese circo de locos que se persiguen y hacen
acrobacias, los aviones se van emparejando en combates personalizados, como
está haciendo él mismo.
Mientras su contendiente gira y se eleva, ascendiendo en una forma que
el anterior modelo no conseguía, él realiza la misma maniobra. Es una doble
maniobra de ascensión en vela, que les va a dejar, separados, pero en idénticas
cotas. El que más altura alcance, será el que tenga ventaja, pues podrá colocarse
en la cola del otro. Observa que el avión enemigo sube ligeramente más rápido
que el suyo. Intuyendo la desventaja, Whalter realiza un rápido giro invertido y
se coloca, lejos, pero de frente, haciendo desaparecer la posibilidad de ser
cazado por detrás.
Ambos se nivelan y quedan enfrentados. Whalter se dirige directo hacia
el otro avión. Al llegar a cierta distancia, hace como que va a picar, pero es sólo
una añagaza para que el enemigo le siga, pero éste no se deja engañar y
permanece recto hacia él y puede observar los resplandores de las bocas de
fuego de las dos ametralladoras cuyos proyectiles empiezan a concentrarse sobre
él. Siente un golpe en el hombro, y el parabrisas de deshace en rajas en torno a
un agujero en un lateral. No tiene dolor, pero se lleva la mano enguantada hacia
el hombro y la trae manchada de sangre. Mientras, el aliado, ha pasado por
encima y le ve maniobrar con rapidez en un giro que le va a llevar hasta él con
manifiesta presteza. Actúa empujando la palanca de gases a fondo y se dirige en
dirección a la zona donde, como una jauría de perros rabiosos, todos los aparatos
se muestran enfrascados en singulares combates. Son como dos enjambres de
abejas que lucharan por una colmena.
Hay aviones cayendo envueltos en humo negro, en unos extraños giros,
ascensos sin control, y caídas oscilantes, en vaivenes, como hojas de árbol. El
hombro le empieza a doler, se nota un poco mareado, dolorido y mueve la
palanca un tanto descoordinado. Pero obstinado, localiza al que le ha herido.
Esta lejos, pues con su maniobra le ha debido perder de vista por un momento,
aunque observa que ya se dirige a él de nuevo. Y pica hacia el suelo, en una clara
huida, pues sabe que se encuentra sobre zona alemana. Si pudiera aterrizar,
salvaría el avión y la vida. Hay un llano lo suficientemente largo y con aparente
buen suelo para hacerlo. Sabe, el no lo haría, que si aterriza el piloto inglés no le
atacará. Ha hecho un descenso muy rápido, tira de la palanca y deja que,
cortando gases, el avión se hunda cayendo en un planeo hacia la verde tierra.
Finalmente, ya próximo, hala hacia sí de la palanca y mete gases por un
momento, levantando el morro, realizando un aterrizaje casi en tres puntos, que
le deja corriendo sobre la pradera que ha elegido.
El aparato se desliza al tiempo que cierra el contacto, y lentamente se
detiene. Por su espalda, el avión enemigo se acerca y discurre por encima,
paralelo al suelo, pero inclinado hacia el lado que le permite verle. Le ve agitar
una mano en un saludo, enderezar el avión y alabear conforme se aleja y meter
gases para iniciar un acusado ascenso que le lleve a la zona de combate. El ha
correspondido saludando militarmente a su enemigo.
Soldados y un transporte se dirigen hacia él, poco después. Le queda
claro que han visto su descenso y acuden a ayudarle. Mientas espera nota que se
apodera de él una extraña sensación de mareo y pierde el conocimiento. Los
soldados, al mando de un teniente, lo sacan de la carlinga, y lo depositan en el
suelo. El chaquetón de vuelo muestra una gran mancha de sangre en el lado
derecho. El oficial lo desabrocha, corta con la bayoneta las ropas interiores
buscando la herida. Por ella mana sangre lentamente pero sin interrupción. Con
un trozo de la ropa, comprime la zona sangrante para contener la hemorragia.
--¡Vendas, necesito vendas! --Indica de forma conminativa.
Los soldados rebuscan en sus macutos y sacan los paquetes individuales
de cura que llevan. El capitán, con habilidad, venda apretadamente los dos
orificios que presenta, deteniendo la hemorragia. Lo suben al vehículo, y parten
hacia el puesto de emergencia más cercano.
En el llano, varios soldados rodean el avión, esperando que vengan a
recogerlo. Arriba, muy alto, el combate continúa y hasta el teniente, que ha
quedado al lado del avión, llega el zumbido de los abejorros enfrentados,
muchos de los cuales, por ambas partes, dejan el combate e inician el regreso
hacia sus bases antes de quedarse sin combustible.



10.-

“"Sólo aquí y allá se alzaba en remolino el humo de una granada, como si
la mano de un fantasma lo empujase hacia arriba, y luego se dispersaba en el viento; o las bolas de un
shrapnel[15] se quedaba quieta encima de aquella tierra desolada, como un gran copo blanco que
lentamente se fundía. El semblante del paisaje era sombrío y fabuloso; la lucha había borrado la faceta
amable de aquella región y grabado muy hondo en ella sus férreas marcas, que producían un escalofrío al
contemplador solitario."

Ernst Jünger: “Tormentas de acero”.



Molly arranca la ambulancia para acudir al puesto de evacuación próximo
a las primeras líneas, desde las que han solicitado que acudan todas las que
puedan ir, dado el gran número de heridos que han sufrido por un ataque
combinado con una previa e intensa preparación artillera. A su lado, Edward,
que se ha convertido en su acompañante de protección fijo, muestra, como
siempre, una faz tranquila y relajada que le ayuda a soportar a la muchacha el
miedo que tiene. Cuando se ofreció voluntaria, en realidad no sabía con lo que se
tendría que enfrentar. Siente temor a morir, han caído ya varias amigas y hay
noticias de muchas bajas del cuerpo femenino, en otras zonas en las que se
conducen ambulancias. Pero aunque siente un miedo profundo, no piensa
reconocerlo ni tratar de eludir algo que eligió voluntariamente.
--¿Tienes miedo, Edward? --Pregunta en un tuteo que usan cuando están a
solas.
--Sí, Molly. Claro que tengo miedo. Pero es lo normal. El que diga que no,
es que miente o es tonto. Sólo es valiente el que siente miedo. Pero lo domino,
igual que haces tú, o crees que no lo he notado y veo como lo controlas.
--Creía que no lo tenías.
--No lo tengo a morir, pero sí a ser herido. Lo que veo cada día es
demasiado duro para no sentirlo. Son horas de espera, de dolor, de traslados por
estos caminos llenos de baches, cráteres de bombas, siempre con un obús que
nos busca.
--Es cierto todo lo que dices. Sí, no lo negaré, tengo miedo, no sé a qué,
pero lo tengo. Creo que es miedo a todo. Aunque también me digo que de ocurrir
algo, es preferible morir que quedar como tantos heridos deformados, deshechos
para el resto de sus vidas. Si eso ocurriera, no tendría nunca pareja, ni hijos, ni
creo que futuro. --Acepta sin dudar Molly.
--¿Te arrepientes de haberte ofrecido voluntaria?
--No. Lo hice pensándolo bien. Pero no creía que fuera algo tan cruel, ni
tan peligroso. La verdad es que no tenía ni idea de lo que era la guerra. No creía
que fuera así. Lo que veía eran los carteles con bellas mujeres de uniforme, y las
palabras, reales y a la vez, engañosas: “Se os necesita para ayudar a los heridos.
¡Alístate! La vida es una aventura en las WRA”.
--Sé que no lo hizo por el bonito uniforme, aunque sí por ayudar y vivir
esa presunta aventura. Y acertó, pues… ¿no es una aventura que estemos donde
estamos, hablando mientras saltamos por estos destrozados caminos, con un
obús que puede llevar nuestros nombres, pero que no nos alcanzará nunca?
--Sí. Es una aventura. Y no me arrepiento, pero eso no quita que tenga
miedo.
--Atenta, acelera a tope, vamos a entrar en ese tramo que hay al final de
esta cuesta, en la que por un momento estamos al descubierto. Las ambulancias
deben tener un amigo entre los observadores de artillería del globo alemán que
hay a unos kilómetros del frente y que es el que dirige el tiro hacia aquí.
Quedan en silencio mientras Molly empieza a lanzar el coche
aprovechando la ligera cuesta abajo a cuyo final hay una zona llana y
desprotegida, en la que ya han alcanzado a ambulancias, tropas que avanzaban a
pie y transportes de artillería. El vehiculo, traqueteando, va cogiendo velocidad
mientras la conductora lucha con el volante para evitar las profundas brechas del
suelo que, mal rellenas, siguen mostrando puntos en los que la ambulancia puede
desviarse o romper los ejes o las ballestas de suspensión. Cuando alcanzan el
punto peligroso, lo suficientemente largo como para ser vista y poder disparar si
tienen el cañón preparado, lleva la suficiente velocidad para pasar con rapidez.
No se produce ningún disparo y de nuevo, cubiertos por las lomas que quedan en
dirección al enemigo, prosiguen a buen ritmo hasta colocarse en la cola de las
ambulancias que esperan, a cierta distancia, para poder llegar al punto en el que
observan una gran cantidad de camillas, soldados y sanitarios que se ocupan de
la evacuación. Se está haciendo todo con rapidez. Cada vez que una ambulancia
abandona el lugar, otra de las que hacen cola, atraviesa el terreno batido para
empezar la carga de los cuatro heridos que puede llevar.
Cuando menos se lo esperan, el lejano sonido de cañoneo se deja escuchar
y quedan esperando y deseando que la dirección de tiro no sea la zona en la que
se encuentran. Pero el zumbido de los proyectiles por el aire y las explosiones
altas de shrapnel, empiezan a sembrar la zona de bolas de plomo y pequeños
cilindros de acero que caen del cielo en una agresiva lluvia. Molly tarda unos
segundos en salir de la cabina y meterse debajo de la camioneta, acercándose a
la zona que más le puede proteger: la cercana al caliente motor, como le dijera
hace semanas el médico que no ha podido volver a ver, a pesar, se reconoce, de
sus varios intentos por conseguirlo. A su lado, Edward, le echa el casco hacia la
nuca al tiempo que le habla.
--Pégate cuanto puedas al suelo, mirándolo. La heridas más graves son en
la cabeza, el casco la protege si cubres bien todo, incluida la nuca.
La caída de los proyectiles por los alrededores es clara. Varios golpean la
ambulancia y otros los pueden observar desde debajo del coche cuando rebotan
con fuerza sobre el suelo. Nuevas andanadas suceden a las anteriores, en una
siembra aleatoria que se combina con varios obuses clásicos que, aunque quedan
largos, las ondas expansivas los remueven en el suelo.
El fuego contrabatería desde la zona aliada, cuyos proyectiles zumban de
forma ominosa por encima de sus cabezas, antes de empezar al silbar en la caída,
hacen callar y cesan los impactos en el área en el que se encuentran. La
concentración de disparos ha sido hecha en la zona en las que se agolpan las
ambulancias que esperan, y no han afectado al punto cubierto donde se
acumulan los heridos.
Sin embargo, nada más salir del escondite, ambos aprecian que hay bajas y
desperfectos en algunos de los vehículos y varias figuras en el suelo que no se
mueven. Molly corre hacia una ambulancia que tiene la puerta abierta y aprecia a
una chica, con su mismo uniforme, inclinada y sin moverse apoyada en el
volante. Es Helen, una escocesa que apenas ha tratado, pues lleva escaso tiempo
con ellas desde que llegó de Gran Bretaña. La endereza, le sujeta la cabeza y
puede escuchar sus últimas palabras:
--Dile a mis… padres que los quiero… y también a Louis…
--Lo harás tú, no te pasará nada.
Miente Molly tratando de ayudarla en sus postreras palabras, aunque ha
visto las heridas que presenta en tronco y abdomen y sabe que, ni operándola en
ese momento, podría ser salvada.
--Tengo mucho frío… tengo mucho frío… adiós…
Una convulsión y la cabeza resbala hacia un lado quedando con los ojos y
la boca abierta en una macabra expresión. Molly sabe que ha muerto aunque no
tiene experiencia en ese aspecto, pero todo ha sido tan gráfico, que no le queda
la menor duda sobre la realidad. Le cierra los ojos e impulsa la mandíbula hacia
la nariz. Y rompe a llorar desconsoladamente. Edward, a su lado, la separa del
cadáver que abraza.
Ambos se mueven por los alrededores, hay numerosos heridos, entre ellos
otra conductora, a la que la metralla le ha afectado en una pierna. Edgar ha
sacado su paquete de curas, reparte un sobre de sulfamidas en las heridas, la
cubre con una compresa y venda apretadamente desde las heridas hasta el pie.
Desde el otro lado, varios sanitarios cruzan corriendo para ayudar. Son
instantes de confusión, de carreras, de histeria en algunas de las conductoras.
Lentamente, los heridos son introducidos, y Edgar, sin consultar, introduce el
cadáver de Helen como si fuera una herida más.
--¿Qué haces? Está muerta. --Indica Molly.
--Nos la llevamos. Es preferible que la entierren cerca del hospital de
primera línea, que no que la metan en una fosa común por aquí. ¿No crees?
--Estás en todo… aunque… ¿qué más da donde te quedes para siempre?
El soldado la mira fijamente, alza las cejas y no dice nada.
Las ambulancias se van llenando de heridos, pero faltan dos conductoras.
Edward, como siempre pragmático, se sube a una que se ha terminado de cargar,
la arranca y da la vuelta partiendo hacia el hospital. Otro soldado de los de
protección, ante el ejemplo, hace lo mismo y sigue a la que va delante, que es la
conducida por Molly. Las libres de heridos empiezan a cruzar hacia el lugar que
se encuentra lleno de camillas con heridos, un punto en el que siguen
confluyendo muchos camilleros más con su triste carga.




11.-



“Con un respeto incrédulo escuchamos atentamente los lentos compases de la laminadora del frente,
una melodía que había de convertirse por largos años en algo habitual para nosotros. Allá muy lejos se diluía en el cielo gris de
diciembre la bola blanca de una granada de metralla, un shrapnel. El aliento de la lucha soplaba hacia nosotros y nos hacía
estremecer de un modo extraño. ¿Presentíamos acaso que, cuando aquel oscuro ronroneo de allá atrás creciese hasta convertirse en el
retumbar de un trueno incesante, llegarían días en que todos nosotros seríamos engullidos, unos antes, otros después?"

Ernst Jünger: "Tormentas de acero".


La artillería enemiga descarga, desde hace horas, todo un torrente de
obuses sobre las trincheras y las alambradas que se encuentran delante de la
primera línea. Todos los soldados, excepto unos pocos que vigilan la tierra de
nadie desde casamatas y bunker de hormigón cubiertos con sacos terreros que les
protegen, están bajo tierra. Los pocos que quedan en las vacías trincheras, son
los encargados de avisar el previsible ataque de las tropas aliadas que tienen a
unos doscientos metros, cuando termine la preparación artillera. Los centinelas
avisarán, aunque también lo haría el cese de caída de granadas, un silencio que
en parte alivia y también preocupa, pues obliga a un enfrentamiento más
personal y no menos peligroso. En ese momento saldrán a la superficie para
detener el avance. Las profundas y reforzadas trincheras alemanas, dotadas de
refugios subterráneos, quedan casi desiertas cuando la artillería aliada empieza a
dar un largo “do de pecho” con el ronquido de sus gargantas de diferentes, pero
enormes calibres.
Estar bajo tierra es un resguardo que salva muchas vidas. Hasta las ratas
de campo, grandes como gatos, hambrientas, histéricas y agresivas por el tronar
de la artillería, corren por las trincheras y bajan a los refugios, exigiendo su sitio
en ellas y defendiendo un terreno que consideran suyo. Los soldados, con las
palas, el gran ayudante en la lucha próxima de la infantería, pelean con ellas,
tratando de alejarlas o matarlas, buscando un rincón en el que soportar el horror;
pero que los roedores reclaman igualmente como de su propiedad.
Los profundos refugios, muy superiores a los de los aliados, más
descuidados en su uso, es un sistema que emplean desde que se impuso la guerra
de trincheras, con el que los alemanes ahorran bajas y contienen los estúpidos
ataques, masivos y sin sentido práctico, que lanzan los aliados, en una táctica
que les cuesta miles de bajas en cada ocasión. Y todo para no llegar, salvo
excepciones, a ganar unos pocos metros, que vuelven a perder en el contraataque
sucesivo de las tropas imperiales, apenas afectadas por el ataque.
En el interior del reforzado refugio, dos plantas por debajo del nivel del
suelo de la trinchera, el capitán Axel Begertrass, pegado al inicio de la escalera
que conduce a las trincheras, espera. Se encuentra delante de los hombres de su
compañía que llenan el refugio, que es solamente una parte de los que la
componen. Se muestra tranquilo para infundir valor a los que le miran,
aterrorizados, sabiendo que en cualquier momento tendrán que subir y ocupar
sus puestos en el parapeto. El humo de docenas de cigarrillos lo llena todo, en
una extraña combinación con el polvo que se desprende del techo y las paredes,
y el que baja por la escalera cada vez que un obús cae cerca.
Aunque ni lo aparenta ni se le nota, muestra una tranquilidad que no
siente. Tiene miedo a la muerte, pero por su categoría de oficial, tiene que
mostrarse entero para evitar que se le puedan desbandar sus hombres, pues sabe
que sería fusilado si no fuera capaz de controlarlos. Tragándose el terror que le
produce la caída de cada granada, que se suceden en una monótona e irregular
cacofonía de explosiones y pequeños terremotos, hace comentarios jocosos y
cuenta anécdotas como si estuvieran en la cantina, despertando respuestas con
otras historias por parte de ellos, lo que les hace olvidar, un tanto, el momento
real que viven y lo que les espera. En los otros refugios del sector de trinchera
que tienen encomendado, los demás oficiales y suboficiales, están realizando la
misma labor con el resto de la compañía. Es por esa conducta que tiene
organizada, que su compañía ha sido felicitada y condecorada en varias
ocasiones, como la mejor del batallón. Es también la compañía con menos bajas
desde que tomara el mando.
Sus soldados, con los que lleva más de dos años, desde que cayera el
oficial anterior en un avance, le aprecian y respetan de una manera que no tiene
que ver con su rango, sino a nivel personal. Los conoce a uno por uno, les
escucha cuando tienen algo que les preocupa y, en cierto modo le consideran
algo así como si fuera un padre para todos, de lo cual ha salido el mote con el
que le llaman, creyendo que no lo sabe: “el viejo”. Pero lo sabe desde el inicio, -
-siempre hay un escucha que le comenta los rumores que desea saber el oficial--,
y realmente no le desagrada, por cuanto la compañía rinde a fondo, lo que hace
que, con más frecuencia que otras compañías, obtengan algunos días de permiso
extra por su comportamiento, rendimiento y escasas bajas.
El cese de la preparación artillera y los silbatos de los que han
permanecido en el exterior, pone en marcha el ascenso de las tropas hacia la
superficie.
--Adelante todos. Las ametralladoras a sus sitios. No disparéis, como
siempre, hasta que estén bastante cerca. Los granaderos a lo suyo. ¡Los demás,
calen bayonetas, carguen y monten las armas, pero pongan la aleta del seguro!
Por delante de todos, con la Luger P08 amartillada, asciende con premura
por la escalera hasta salir al exterior seguido por sus hombres que,
disciplinadamente avanzan hacia sus troneras al tiempo que insertan las
bayonetas en el fusil, ascienden hacia el alto parapeto, quitan el seguro y
manipulan el cerrojo. Desde su puesto de observación, Axel comprueba que el
resto de su compañía ha salido y están ocupando sus puestos. Los oficiales a su
mando se le acercan por un momento para dar las novedades y se marchan a sus
puestos. Axel, mientras, con el telémetro óptico observa y controla las líneas
esperando ver surgir la primera oleada de británicos. Pero no hay movimientos.
Deja transcurrir un momento, extrañado del retraso y de inmediato, en una
intuición, ordena:
--Preparados para volver a los refugios si lo ordeno. Corred la voz. Creo
que es una trampa y la artillería va a volver a disparar. Deben estar esperando
que ocupemos las posiciones, para reanudar el bombardeo.
Lo que ha intuido no arda en producirse. Una barrera de artillería
desencadena de nuevo el infierno. Advertidos como están, nada más tocar el
silbato de forma intermitente y conminativa, casi angustiosa por la frecuencia,
los soldados abandonan el parapeto y desaparecen en los refugios en una
ordenada y rápida evacuación de la trinchera. De nuevo, desde el interior,
escuchan la macabra sinfonía de explosiones que remueve la tierra en un temblor
que no cesa. Es una preparación artillera superior a la que han sufrido hace
apenas un momento.
Axel piensa por un momento que algo no encaja. No es la estrategia ni la
táctica habitual y supone lo que está ocurriendo. Los aliados conocen ya su
sistema defensivo, han tomado sus trincheras en ocasiones y han debido elaborar
un nuevo procedimiento de ataque. Como responsable, debe exponerse y
comprobar lo que su cabeza barrunta.
--Tenéis que estar preparados para salir si toco el silbato. Voy a ver lo que
ocurre, creo que es una trampa.
Se quita el casco, todavía lleva el viejo modelo Pickelhaube 16, con el
pincho-adorno superior, un estorbo que golpea y roza en los techos, y sube a toda
velocidad, poniéndoselo de nuevo nada más alcanzar el exterior. Se coloca el
silbato en la boca y otea la línea enemiga con el telémetro. Desde su puesto
observa cómo la primera oleada avanza ya por los pasillos existentes entre las
alambradas enemigas que dan acceso a la tierra de nadie. Y el silbato lanza su
chirrido soplando con toda la potencia de sus pulmones, acompañando a los
numerosos pitidos que lanzan los centinelas. La salida inmediata de sus
soldados, le indica que éstos le han seguido y estaban casi en el punto de escape
del refugio, y en un momento ocupan sus puestos. El resto de sus hombres lo
hacen instantes después, y su compañía es la primera del batallón en estar
dispuesta para la defensa. Puede ver, a escasa distancia, al mayor que le hace un
gesto de felicitación, alzando el dedo pulgar, por su actuación, y como se dirige
hacia él, y a pesar de la caída de granadas por todos lados, que lo está haciendo
justo en la línea de trincheras y un poco por detrás de éstas, el jefe del batallón se
coloca a su lado.
--Ya veo que ha pensado usted lo mismo que yo. He observado como
salían sus soldados de los refugios de inmediato, casi adelantándose a la
descarga, y los ha enviado dentro al recapacitar que era una trampa. Ya le he
propuesto para un ascenso, cosa que repetiré cuando acabe el ataque, si seguimos
vivos. Es usted un magnífico oficial, y se necesitan buenos jefes de batallón.
Espero que me lo concedan y tenga su propia unidad.
--Gracias, Señor. ¡Que nadie dispare hasta que estén a la distancia que
siempre lo hacemos! --Grita en medio del enorme ruido de la artillería que no
cesa de machacar la zona.
--Voy a ver las demás compañías. Espero que todo se encuentre
controlado. Hay oficiales muy nuevos, sin experiencia, que aún carecen de
malicia para adivinar y con un poco de miedo que les retrasa en sus decisiones.
¡Suerte!
--Suerte Señor.
Mientras observa el avance, puede ver que una nueva oleada de hombres
sube a los parapetos y se despliegan por los pasillos de las alambradas, y siguen
a escasa distancia a la oleada que les precede, que está ya próxima, en un rápido
avance, en la mitad de la tierra de nadie. Sin dar la orden, todo está acordado con
sus soldados, la sección de ametralladoras, distribuidas a lo largo de la línea, y
que ha reforzado con piezas cogidas a los aliados y que el comandante parece no
ver, inicia el canto repetitivo, en un fuego cruzado y efectivo, que empieza a
tronchar las vidas de los que avanzan, a pecho descubierto, en lo que se le antoja
un estéril sacrifico de vidas de valientes soldados aliados. Es una muestra más de
la insensatez del Estado Mayor británico, al emplear de esa forma a miles de
hombres. Desde su punto de vista, puede observar que es un ataque extenso, a
todo lo largo del frente que puede ver, y acepta que va a ser un día, otro más, en
el que las bajas se contarán con más de tres ceros.
Los granaderos, repartidos a lo largo de la trinchera, con abundante
cantidad de granadas, esperan el momento de empezar a lanzarlas cuando la
infantería, si lo logra, entre en su alcance. Una tercera oleada, ante las bajas de
cientos de combatientes en su avance, surge de las trincheras, para que sus vidas
sean segadas, sobre todo, por los magníficos emplazamientos de fuego cruzado
de las numerosas y eficientes ametralladoras pesadas MG08, y la ligera
MG08/15. A ellas se le han unido numerosas Wickers y Lewis cogidas al
enemigo. Hace tiempo que los alemanes se han dado cuenta de la eficiencia de
las ametralladoras, con una velocidad de tiro de unos cuatrocientos disparos por
minuto, aspecto en el que los aliados se quedan atrás por un uso menos masivo
de ellas en sus posiciones.
El capitán Axel, mientras observa la matanza de aliados, a los que no odia,
pero que se ve obligado a usar todo su ingenio para combatirlos, reflexiona sobre
el absurdo de la guerra. Nadie la quiere, ninguno o excepcionales combatientes
tienen algo contra los que disparan y matan. Sólo, como siempre, políticos
ambiciones, reyes o fabricantes de armas, son los empecinados en crear
pretextos para que miles, millones de jóvenes que solo desean de la vida
encontrar un amor, tener hijos, un trabajo y vivir, se enfrenten en despiadados
combates que llevan a la mayoría a quedar bajo tierra o seguir el resto de sus
vidas destrozados, incapacitados o trastornados psíquicamente con pesadillas y
alteraciones de sus conductas.
Sacude la cabeza en un gesto mientras entre dientes murmura:
--No es momento de elucubraciones.
Y empieza a disparar a soldados, que aprovechando una zona de terreno
bajo, una torrentera creada por la lluvia, avanzan reptando y han comenzado a
hacer fuego. Un trío, se acerca al mismo punto con intención de montar una
ametralladora pesada Wickers. Apuntando con cuidado, dispara sobre ellos hasta
acabar el cargador, que sustituye por uno de caracol que contiene muchos más
cartuchos en su prolongación helicoidal, a la vez que grita:
--¡Dos fusileros a mi lado!
Varios soldados acuden, observan lo que él ve, y de inmediato los Máuser
empiezan a hacer fuego hasta detener la infiltración, dejando varios cuerpos a la
vista en el fondo del estrecho sendero hundido que han utilizado y en la que
sigue la ametralladora a medio montar sobre el trípode.
--No perdáis de vista ese sitio.
Les deja el puesto de tiro y recorre la trinchera comprobando el estado de
la línea de su compañía. Los camilleros recogen a los primeros heridos, más
causados por la artillería, que por los que avanzan cargando a la bayoneta.
La artillería alemana inicia un bombardeo de la zona de nadie con
granadas shrapnel, que siembran de metralla la zona. Algunos proyectiles, que
han quedado cortos, caen a escasa distancia de sus propios parapetos. Las
granadas, al explotar en el aire, con su nube blanca que parece vapor, aparentan
mortales copos de nieve que caen sobre el desolado paisaje del segmento de
tierra, entre trincheras, que llaman “Tierra de Nadie”, pero del que, por
momentos, están tomando posesión cientos de desventurados jóvenes, que no
volverán a ver nevar, pues están viviendo y muriendo en su postrera y mortífera
nevisca.
Durante un par de horas más, los ataques, oleadas de hombres acuciados
por los silbatos y los gestos de avance de sus oficiales, se estrellan contra el
muro de resistencia alemana que, sólidamente establecido en asentamientos casi
inexpugnables, barren con cortinas de fuego todos los intentos de avanzar.
Algunos soldados, los que más cerca de las trincheras han logrado avanzar,
cuelgan exánimes, retorcidos en extrañas posturas, en unas retorcidas
alambradas que la artillería no ha logrado deshacer.
Finalmente, pitidos en las líneas alemanas hacen salir de las trincheras, en
una carga a la bayoneta, a la infantería. Los escasos soldados que avanzan hacen
frente a los que se les echan encima, y durante un breve momento, los combates
cuerpo a cuerpo, tiñen las bayonetas de rojo, antes que, bengalas hagan
retroceder a la infantería alemana a sus posiciones. Mientras se ha combatido,
unas unidades de recuperación, han recogido una gran arte del material que han
dejado los británicos en la tierra de nadie. Cuando ambos combatientes regresan
a sus posiciones iniciales, se establece un opresivo silencio, sólo roto por los
gritos y gemidos de los heridos que hay en tierra de nadie. Cada intento de
ayudar y traer a los heridos, es acogido con disparos que, o matan a los que lo
intentan o hacen desistir de los intentos.
La noche llega, con su oscuridad rota por extemporáneas bengalas, y por
una parte y otra, grupos de soldados y sanitarios se arrastran sobre el barro,
recogiendo a los heridos que, soportando el dolor han permanecido en silencio,
esperando lo que ellos mismos han hecho anteriormente con compañeros. Como
ya ha ocurrido en ocasiones, en otras no, ambas partes no se dan por enterados
de lo que se está haciendo y los heridos son evacuados durante varias horas de la
noche. En ambos bandos, aunque de forma más acusada en el lado aliado que es
el que ha tenido más bajas.



12.-



“No te aferres a la vida, abre la
puerta a la Muerte y déjala entrar. No
hay nada, ni dolor ni pesadillas. No
hay nada fuera de uno mismo”.




El capitán del Cuerpo Médico del Ejército Real, Peter Brown, cirujano
general y traumatólogo, se encuentra agotado. Lleva casi cuatro días en los que
apenas ha dormido un par de horas, acuciado siempre la interminable llegada de
más y más ambulancias que vienen de primera línea. Son seis cirujanos en el
puesto, recientemente reforzado ante los eventos del momento, a los que se han
unido un gran grupo de estudiantes de medicina de últimos cursos y que,
voluntarios, están realizando un internado no oficial pero en el que aprenden,
peligrosamente, más que en años en la Facultad. Hay además numerosas
enfermeras del Cuerpo Real del Oficio de Enfermeras del Ejército, numerosos
sanitarios militares y un gran número, en gran parte francesas, como auxiliares
para cumplir las funciones que se les indiquen.
Desde el “Puesto de Evacuación”, se puede escuchar sin dificultad el ruido
del frente, nada lejano, con su continuo tronar de cañones. En ocasiones, cuando
el aire cambia y la humedad ayuda, el traqueteo de las ametralladoras, con su
cantinela entrecortada y monótona, se distingue perfectamente del tiroteo de los
fusiles, con su sonido más seco y breve, o el estallar de las grandas de mano.
Acaba de realizar una amputación, una más de las que ha realizado y de
las que no lleva cuenta, en medio de todas las intervenciones de cirugía urgente
de guerra de los postreros días. Heridas en la cabeza, en el tórax, en el abdomen
y docenas de sitios más. Intervenir en cualquier lugar del herido, es algo que ha
dejado de preocuparle como le ocurrió recién llegado y no se consideraba con
experiencia suficiente para realizar una cirugía que no guarda respeto al lugar
que destroza. Ha aprendido a operar los pulmones, con la misma soltura que el
abdomen, que era su especialidad. Y lo mismo con las heridas de la cabeza, de la
cara o del cualquier lugar. No ha tenido más remedio que adaptarse a lo que se le
pedía, salvar la vida del herido, con un mínimo de cirugía, estabilizarlo para
poder ser trasladado a uno de los grandes hospitales, más lejanos, en los que la
cirugía de elección, cuidadosa y sin prisas, es posible.
Ha dejado a un alumno, habilidoso y responsable, que cierre lo poco que
se debe cerrar en una “amputación en salchichón”, y ha decidido salir al exterior
para que le dé el aire, tomar un buen café que ha encargado a una auxiliar, ha
indicado a la enfermera Doreen, el lugar en que pensaba estar, conminándola a
que, al menos, le dejara media hora sin acudir a empujarle, y así reponerse un
poco mientras se fuma una o dos pipas sin prisas. Lo hace saliendo por detrás de
la tienda que sirve de ante-quirófano, arrastrando en la salida una silla que sirve
más para dejar el uniforme, que para sentarse, pues son excepcionales los
momentos en los que pueden hacerlo.
Se sienta, enciende la pipa y espera, con los ojos cerrados y la cabeza
caída hacia atrás, a que le traigan el café solicitado. Puede escuchar el tráfago de
ambulancias, los gemidos de los heridos que bajan de ellas y toda una serie de
conversaciones, en voz alta para poderse escuchar entre ellos, del excitado
personal que se mueve transportando, limpiando de sangre y otros restos las
ambulancias. Unos toques de bocina, de tono bajo y sensación de un gruñido,
indican que otro vehículo está llegando y solicita sitio y personal que atienda a
los que llegan en ella.
Un soldado, que camina hacia atrás, dirige al carruaje recién llegado
introduciéndolo entre las dos tiendas, hasta la puerta de de admisión de heridos,
al lado de una de las cuales se encuentra sentado. No mira, pero siente que le
llega el calor del motor, lo que le indica que ha debido quedar cerca. Se
incorpora un poco y abre los ojos. A escasa distancia, a través de la ventana de la
cabina, que carece de cristal, un rostro que le suena conocido, le observa con un
inicio de sonrisa.
--¿Es el capitán Brown, o me equivoco?
Hace un esfuerzo por ser amable, en realidad no quiere hablar ni consigo
mismo, y responde.
--No, ha acertado. Pero no estoy ni para saludar. Perdone.
Y de nuevo cierra los ojos y la cabeza cae, realmente se desploma hacia
atrás para quedar apoyada en el respaldo.
Molly apaga el motor y desciende para quedar mirándolo fijamente. Lleva
al menos una docena de intentos de hablar con él, pero nunca lo ha encontrado
que no estuviera operando.
--Para una vez que puedo hablar, está tan agotado que ni se sostiene de pié.
--Exclama con resignación, hablando en un reproche que no dedica a nadie que
no sea ella misma, al tiempo que se encoge de hombros.
--¿Qué me ha dicho?
Pregunta Peter que, aunque tratando de relajarse, no se ha quedado
dormido.
--Que por fin tengo ocasión de hablar con usted de nuevo.
--¿Nos conocemos?
--Hablamos, hace un mes más o menos, aquí mismo. Me indicó que me
protegiera bajo el coche. Eso hice, y sigo viva.
--¿Molly? Sí, claro, la jovencita londinense.
--¿Se acuerda de mi nombre? Gracias, capitán Brown.
--Sí. Tengo buena memoria. --Y abre los ojos por primera vez y queda
mirándola.-- Es verdad, es usted. Me alegro que siga viva.
--He tenido suerte. Sufrimos un serio ataque. Murió una compañera y otra
fue herida.
--Lo sabía. Operé a su compañera; tenía varios trozos de metralla en una
pierna. Quedará muy bien, hice más de lo debía. Cuando la evacué había
recibido el tratamiento completo, como el que le hubieran dado en el siguiente
escalón quirúrgico. Sois voluntarias, buenas, jóvenes y guapas. No podía dejarla
sin tratar, pues sabe cuándo sería atendida en los siguientes días, dado que sus
heridas no eran de gravedad. Y pude ver a la conductora que murió. Me alivió
mucho cuando comprobé que no era usted.
--Gracias, no creí que me recordara. Vino con mi cabo de escolta, ya
muerta, pero dijo que no se la podía dejar allí, para que la enterraran entre
soldados en una fosa común. Aquí quedará en un sitio en el que la familia sabrá,
al menos, donde está.
--Hicieron bien. Usted se libró. Murieron varias personas, eso si lo sé.
Pues algunos de los heridos, murieron poco después.
--Me libré. Pues seguí su consejo y me escondí bajo la ambulancia. Le veo
agotado. ¿Cuánto lleva sin descansar?
--No lo sé bien. Al menos tres días o algo más. Pero es lo normal en un
médico de primera línea. Si hay heridos, hay que atenderlos para poder
evacuarlos.
--Sí, es lógico.
--¿De qué serviría que usted corra tantos riesgos trayéndolo, si luego
nosotros no los atendemos?
--Es verdad. He intentado verle en varias ocasiones, pero siempre estaba
usted operando.
Peter se pregunta, sin expresar ningún sentimiento exterior, el interés que
pueda tener ella que le haya hecho intentar verle en varias ocasiones. Y, por
primera vez se fija en ella con un cierto detenimiento, aunque se reconoce que ha
indagado y sabe más cosas que las que ella puede adivinar que conoce. Y la
clasifica, de forma espontánea en el aspecto físico como bastante agraciada.
--¿Le parece que nos tuteemos? Al menos cuando estemos como ahora.
Me llamo Peter…, y Brown además.
--Me llamo Molly Carpenter.
--Lo sé. He preguntado por usted varias veces. Y sé algunas cosas, como
que es soltera, que no tiene novio, al menos que se sepa. Que es muy seria y
trabajadora. Que podía no haber venido a jugarse la vida, pero que lo ha hecho
pues le gusta vivir la vida, la aventura, que lee mucho, y algunas cosas más…
Molly escucha sorprendida. No acierta a adivinar quién le ha podido dar
tanta información sobre ella. Mientras él sigue enumerando lo que sabe de ella,
acepta que, por lo que sabe, tiene que haber sido alguna de las compañeras con
las que comparte la vida cuando no está de servicio. Sin embargo, el que más
sabe de ella es su cabo de protección, pero tiene la seguridad que no ha sido él.
Es un hombre discreto, que la cuida y trata como si fuera su hija. Y lo que ambos
hablan durante los recorridos, muchas de sus vivencias y pensamientos más
personales, ni saldrá de ella, ni él lo contaría. Por tanto, ha debido ser alguna de
las conductoras, no hay otra opción.
--¿Quién le ha hablado de mí?
--Se puede decir el pecado, pero nunca el pecador. --Y por primera vez,
desde que le conoce, observa que se ríe sin disimular, como le ha visto hacer
siempre.
--Sólo puede haber sido una de mis compañeras. No suelo hablar con
nadie más. Bueno, con el cabo que me acompaña y protege, suelo hablar algo.
Pero él no hablaría ni bajo tortura. Y ahora contigo.
--Sé que eres muy discreta, individualista y alejada de lo que no sea tu
trabajo y tu intimidad. Me han dicho que ni siquiera vas con tus compañeras al
cercano pueblo cuando tenéis permiso. Sólo escribes a tus padres y hermanos. Y
que no bebes alcohol, aunque si que fumas algo, por no decir demasiado.
--Vaya. Todos tenemos derecho a algún vicio, al menos a uno. No soy una
santa, sólo una mujer, a veces con cierta angustia por lo que veo cada día.
--Es cierto, está en su derecho a fumar si la ansiedad de lo que hace le
ataca. Otros, y otras, por lo que sé, beben. Personalmente no bebo, pero si soy
muy cafetero, poco amigo del té, y nada del alcohol. ¿Le parece bien?
Molly le mira circunspecta. No entiende bien que es lo que pasa por la
cabeza del cirujano. Es evidente que está dejando claro que se interesa por ella.
Pero no cree que pueda ser algo más que curiosidad. Pero por un instante, se
detiene y acepta que ella, después de la primera conversación, lo ha tenido
presente con demasiada frecuencia y ha tratado de contactar en varias ocasiones.
Y que después de lo que está ocurriendo, su interés toma otro cariz. Pero sabe
que cuando se separen él no se volverá a interesar por ella. Al menos es su
experiencia en el único caso de interés por un hombre que tuvo en su vida. Aquel
hombre, mucho hablar, mucho aparente interés por unos días, y después
desapareció, aunque acabó viéndolo unas semanas después, muy interesado y
cariñoso con otra muchacha en un autobús. Y no mostró ni un gesto de
reconocimiento hacia ella, cuando coincidieron en la escalerilla de salida.
Durante unos instantes, mientras permanece silenciosa y especulativa, repasa
que aquello le influyó en una conducta a posteriori de desconfianza hacia lo que
los hombres dicen y muestran, y la realidad de lo que hay en sus corazones; o
quizás --se añade como una ampliación de su incompleto pensamiento que por
primera vez amplía-- de sus intenciones. Y de inmediato reanuda la
conversación.
--Su informadora, sé que es una mujer, no ha descuidado ni un detalle.
Peter, que ha observado el lapso de pensamiento, más largo de lo que
Molly ha podido valorar en su interior, antes de que continúe la charla, indica
socarronamente:
--Una bolsa de peniques por lo que ha pensado durante ese momento que
ha estado callada.
--Trataba de adivinar quién ha podido ser la que le ha hablado de mí.
--Por primera vez veo que ha mentido. Algún día me lo dirá. No ha sido
una persona concreta. No hay como hábiles interrogatorios para saber algo --y de
nuevo se ríe, suavemente, ante la expresión de curiosidad de la muchacha.
La aparición de Doreen, que viene a reclamarle que vuelva al quirófano,
pues el tiempo solicitado se ha sobrepasado, rompe el diálogo. Antes de irse,
Peter, inquiere:
--¿Cuál es su primer día libre?
--Todos los martes.
--No se comprometa dentro de tres días, lo quiero entero para mí. Yo voy a
cambiar mi día libre para que siempre coincida con el suyo. Quiero que
hablemos, si le parece bien, desde luego.
--¿Dónde?
--Lejos del frente, que el ruido de los cañones nos deje hablar. Yo la
buscaré. Quédese en su albergue. ¿OK?
Molly, levanta el pulgar, en una clara respuesta. Ha podido observar que el
rostro de Doreen ha expresado con claridad un gesto de disimulada, pero clara,
inquina hacia ella. Y acepta que la enfermera está ilusionada con el cirujano y
que ve en ella un obstáculo. Pero tiene claro que no puede hacer nada. Será Peter
el que tome las decisiones que crea pertinente.
--¡Además! --Se dice con voz queda, en una observación que le llega tarde
pues hasta ahora no se había dado cuenta de su interés y la competencia que se
acaba de manifestar-- Ella es mayor que él, mucho, y a los hombres siempre les
gustan más jóvenes que ellos. Sí, me lo dijo mi madre hace tiempo.
--¿Con quien hablas? --Escucha una voz a su lado.
Es Edward que ha llegado sin que lo haya percibido.
--Hablaba sola. --Indica sin querer comprometerse.
--Muy bien. Es señal que el cirujano te interesa.
--¿Cómo lo sabes? --Acepta.
--Llevo un rato viéndoos hablar. Y él esta muy interesado por ti.
--¿Cómo lo sabes? --Casi grita en una repetición nerviosa y acelerada.
--Más sabe el diablo por viejo, que por diablo. Tenemos que irnos. Por el
camino hablamos, si te parece, “Julieta”. --Y se ríe descaradamente mientras se
dirige hacia la ambulancia que se encuentra a escasa distancia.
--Ya. De modo que has leído a Shakespeare.
--He leído mucho, entre otras cosas, todo lo de William. Y creo que mi
comparación no es desafortunada.
--Eres tan agudo como una bayoneta.
--Pero nunca la usaría contigo. --Responde jocoso.
La ambulancia parte hacia el lugar de siempre. Por el camino, ambos
hablan y hablan. Molly expone sus pensamientos.
--¿Has tenido novio?
--No. Salí unos días con un chico, y sin una palabra desapareció. Y perdí
el interés por ellos.
--Mejor. No hay como el primer amor.
La sabiduría y experiencia de Edward le muestran aspectos que desconoce
y comprende, y acepta, que su corazón late, un tanto acelerado, por la ilusión que
empieza a nacer hacia el cirujano. El cabo sabe muchas cosas sobre Peter, pues
lleva muchos meses en el puesto de evacuación, y ha escuchado lo suficiente
para darle una opinión sobre él. Y lo que le cuenta, es suficiente para que Molly
lo acepte como posibilidad a la par que se siente ilusionada.
--Tengo miedo, como creo que hasta ahora no había tenido. --Indica tras
un rato de silencio.
El cabo se ríe antes de exponer:
--Es uno de los pocos inconvenientes del amor. Cambia nuestras vidas y
nos hace ver aspectos que antes no considerábamos. Pero el amor también
protege. Intuyo que a ninguno de los dos os pasará nada. Tú eres prudente, y a
partir de ahora lo serás más, y yo te protegeré, pues, lejos de los míos, te he
adoptado como si fueras la hija que no he tenido.
--Gracias. Eres realmente un don inapreciable con el que he tropezado en
este caos en el que vivimos. Yo también te quiero, Edward.
--Gracias, hija.
Y Molly nota que se le escapan unas lágrimas que se seca con la manga
del uniforme. Edward, que lo ha visto, no hace el menos comentario, mientras
saca la pitillera en la que siempre hay cigarrillos y le enciende uno. Para Molly
es un misterio que nunca le falte tabaco, cuando ella siempre anda escaso de él.
--¿De donde lo sacas?
--Soy un veterano, y me muevo por los caminos extraños del soldado
curtido. --Y lanza una carcajada-- Nunca te faltará, puedes estar segura. Cada día
que termine, antes de separarnos, te daré los suficientes para que lleguen hasta el
día siguiente.
--Gracias. Te lo agradeceré, pues algunas noches me muerdo las uñas por
fumarme uno o dos antes de conseguir dormirme.
--Atenta. Estamos llegando al punto peligroso. Vete acelerando y sujeta el
volante con firmeza.
Y la ambulancia, traqueteante, subiendo y bajando por un itinerario que se
conocen casi por completo, llega hasta el lugar en el que, en unos instantes, la
llenan de heridos y parten deshaciendo el camino que es la tercera vez que
recorren en lo que va de día.



13.-


“--¿Cuándo llegará la paz?
--La paz empieza nunca.
--Quizás mañana.
--¿Por qué pensar en el
mañana?”


Han llegado nuevos Sopwith Camel al aeródromo de Naours. John ha
conseguido que le den uno a Phil, su “perro” protector. Éste, un niño grande, está
disfrutando, como lo que es, con la preparación y su adaptación a volar con él.
John ha conseguido del coronel de la base que le concedan uno y no tenga que
esperar. Suavemente, ante su poca aparente resistencia, pero resistencia a darle
uno de los que han llegado, le ha recordado la actuación de Phil ante los globos y
la forma de luchar, en la que el enemigo, siempre sale agujereado por el
muchacho, con averías serias de las que huye, pues el viejo Sopwith Pup, no
puede perseguirlos para derribarlos.
Cuando se lo comunicó, Phil ha quedado claramente agradecido pues no
es sólo el hecho de tener un nuevo aeroplano, sino poder defenderse de que lo
derriben en cualquier momento por tener un modelo atrasado, viejo, lento y con
demasiadas horas de vuelo. Ahora, actuando en pareja, van a ser un enemigo del
que se van a sentir muy amenazados los alemanes. Desde que John tiene el
nuevo avión, actúa en solitario, ya que Phil no le puede seguir por las diferencias
de velocidades y capacidad de maniobra. Esas maniobras en solitario, sin nadie
que le cubra, le han obligado a permanecer atendiendo demasiados aspectos para
poder combatir con la dedicación exclusiva que su agresividad le permitiría.
Phil ha conseguido que el pintor, le coloque su mascota en el fuselaje. Es
un osito de peluche que es una copia de su juguete de niño, que conserva en su
cuarto en Liverpool, y que siempre ha considerado que le daba suerte, y que
piensa traerse en el primer permiso. Durante varios días, vuela sólo siguiendo las
indicaciones que le ha hecho su jefe. Bill, el jefe de mecánicos le ha corregido, a
gusto de ambos pues John lo ha volado, algunos aspectos que él personalmente y
John han comprobado.
Después, antes de salir a combatir, han volado juntos, creando una
estrategia, y unas señales entre ambos que esperan les ayuden a enfrentarse con
los rápidos Albatros, y los primeros Fokker DR.1, un triplano pintado de rojo
que hace escasos días ha hecho aparición pilotado por Von Richthofen. Es un
intento de recuperar, por parte de los alemanes, el dominio del espacio aéreo que
tienen en entredicho con la aparición de los nuevos Camel. Los aliados suponen,
es obvio, que en escaso tiempo, los triplanos serán numerosos, lo que volverá a
crearles problemas en la dura competición técnica de velocidad, rapidez de giro
y capacidad de ascensión que ambos sostienen.
Es algo contrastado, los dos lo saben, que en general, los pilotos alemanes
cuando entran en combate tienen mucha más experiencia, lo que les convierte en
verdaderas máquinas de derribar a los novatos, para lo que tienen un sexto
sentido en localizarlos, y evitar el combate si pueden con los veteranos, que
dejan para los ases de la Jasta. Por ambas partes, los dibujos y las matrículas, son
conocidas, por lo que al enfrentarse se buscan unos a otros, error que ha costado
vidas a los vanidosos que creían poder apuntarse un as enemigo.
John, astuto y prudente, expone, discute y los dos estudian, en una
transferencia de conocimientos y experiencias, mientras se toman unas cervezas
en un día en el que la incesante lluvia no les permite volar.
--Recuerda siempre las tres reglas básicas del vuelo de combate, aunque
hay algunas más, al menos es lo que sé y en lo que me baso.
--Conozco las básicas, bueno, quizás sólo las conozca, pero con lo que me
digas mejoraré.
--Pues vamos. Hoy tenemos tiempo, de comentarlas, revisarlas e incluso
mejorar las ideas sobre ellas. Cuatro ojos ven más que dos, y cada uno tiene sus
experiencias. La primera es sencilla. Siempre que se pueda hay tener el sol a la
espalda, pues el sol deslumbra.
--Sí, esa la entiendo muy bien, pero he observado que el enemigo también
las conoce. --Indica Phil.
--Claro. La segunda… ¿cuál es?
--No volar nunca mucho tiempo en línea recta, y permanecer muy atento a
los cuatro lados…
--Cuatro no, son seis puntos a vigilar. ¿Olvidas arriba y abajo? Casi
siempre tratarán de cazarte desde arriba y alguno de los lados. Pero también
pueden entrarte desde abajo, ascendiendo como si hicieran una vela, y dispararte
mientras sube o desde abajo y uno de los lados. Son los puntos ciegos de tu
avión por donde intentarán sorprenderte.
--Tienes razón, con el avión antiguo sería difícil, pero este aguanta bien el
ascenso antes de quedarse parado y empezar a caer.
--Esa maniobra se mejora si picas, tomas velocidad y la aprovechas para
subir con el gas a fondo. Otra base fundamental, es estar siempre más alto, pues
puedes adquirir velocidad si picas. --Informa John.
--Sí, más o menos lo hago de forma instintiva, pero ahora amplío la idea.
--Hay algo más. Recuerda que del análisis lento de lo que ocurre, sólo
surge la inactividad. Debes ver, comprobar y tomar decisiones con suma rapidez,
lo que sea, menos quedarte quieto. ¿Comprendes?
--Sí. Hay una idea en la que hace tiempo doy vueltas. Nosotros, los
aviadores, nos movemos, o debemos hacerlo, con la audacia con la que la hacían
los antiguos caballeros lo hacía subidos a su caballo, en permanente movimiento.
Y es que el avión no deja de ser como un corcel que galopa por el cielo.
--Como idea no deja de ser bonito, pero no tiene un uso práctico que le
vea.
--Es cierto. --Acepta el infantil Phil.
--Un consejo, si me lo permites, no te precipites en hacer derribos. Hay
que ser paciente y esperar la ocasión adecuada. Recuerda que grano a grano, la
gallina llena el buche. Ten en cuenta, que lo que puedan parecerte errores del
otro piloto, como si fuera un bisoño, puede ser una trampa para que vayas por él
ciegamente, y en esa trampa seas tú el cazado.
--Consejo por consejo --indica Phil-- He observado que un avión
aparentemente solo, como si no llevara perro de ayuda, en ocasiones lleva dos, y
cuando vas por el solitario, se cierran los otros dos sobre ti, en un sándwich
mortal.
--Es muy posible, por eso no se puede distraer un piloto ni un segundo,
hay que observar todo el alrededor continuamente, pues te puede venir un
enemigo desde cualquier lugar. --Acepta John.
--¿Qué nos deja la guerra? ¿Es que nos deja algo que no sea estar siempre
al borde de la muerte? --Inquiere de nuevo Phil al que los sorbos de ron, le alejan
de su comportamiento ingenuo habitual.-- Nos deja el ayer y el mañana, pues el
hoy casi no existe, pues es sólo un huida, ya que es incierto o casi imposible de
aceptar, pues recordamos el pasado y no sabemos si habrá futuro.
John sonríe ante la evolución del que ha conocido valiente, pero realmente
un niño que ha tenido suerte en sobrevivir hasta el presente.
--Veo que te estás haciendo un hombre, sobre todo si tomas un poco de
ron, como hoy. Pero creo que no es como dices, al menos lo veo de otra forma.
--¿Y cómo es?
--En el presente intentamos no pensar en el mañana, que puede ser muy
amargo o no llegar a existir, por eso nos aferramos a un ayer que conocemos y
que recordamos como muy agradable.
Phil queda pensativo, dando vueltas e intentando unir ambos aspectos,
pero no le resulta fácil, pues el ron, no tiene costumbre de beber, le tiene hace
rato ligeramente inestable y con algo de sueño, por lo que responde un tanto
ambiguamente.
--Tal vez sea así, una mezcla entre tu idea y la mía. Creo que recordar algo
que leí de un filósofo que decía, “un espíritu superior, John, tú lo eres, nunca es
totalmente claro”. Quizás por eso en ocasiones me pierdo entre tus grandes
ideas. En realidad, todo es lo mismo, ¡qué más da! Nada queda en la memoria
para siempre.
--Necesitas dormir. Y lo vas a hacer ya mismo. Comprender es un
conocimiento que suele ser adecuado cuando coincide con nuestras intenciones.
Si no coincide, pues no comprendemos.
--No es eso... --tartamudea Phil.-- A veces me siento como el peldaños de
una escalera, que se limpia, se pule y se barniza, para volver a ser pisado de
inmediato. Lo que me trae el recuerdo de un general, me lo contaron hace unos
días, visitando un hospital de heridos graves. Y le pregunta a un herido serio: --
¿Supongo que estarás deseando que te den el alta para volver a la lucha?
--¿Y que contestó? --Interroga John.
--Sí, mi General. Estoy deseando que me rematen y terminar de una vez.
--Y que dijo el general.
--Se fue enfadado, aunque se dice que le escucharon murmurar: ¡No tienen
ningún espíritu militar! ¡Así nunca ganaremos la guerra! --Culmina de contar
Phil.
--Ya. Entiendo tu crítica. Olvida esas cosas. Para sobrevivir hay que
inclinarse cuando el viento sopla en contra.
--Ya. Y siempre hay un final, o debe haberlo, pues como sabemos, al día
siempre le sucede la noche. Pero hay que estar vivo para verla.
John frunce el entrecejo, pues es la primera vez que ambos hablan de
temas que no sea volar y combatir y empieza a ser consciente que en Phil hay
dos aspectos muy diferentes. Uno, el de parecer un niño mayor que ahora
comprende que es una fachada de defensa ante el mundo que le rodea, y la
realidad de una mente despejada y culta que trata que nadie entre en ella.
Los dos, han estado matando el tiempo de un día lleno de nubes oscuras,
de abundante lluvia, aire y frío. Permanecen aún un rato discutiendo hasta dejar
aclarados una serie de ideas y acuerdos para los futuros días de combate que se
aproximan, en cuanto el clima se aclare y se pueda volver a salir a combatir.
--Me voy a dormir. Siempre lo hacemos poco. --Indica John-- Hace unos
días, estuve hablando con un capitán de infantería que estaba de permiso y que
quería ver los aviones pues va a pedir pasarse al arma aérea. Le pregunté que era
lo peor de la infantería. ¿Sabes lo que me dijo?
--Me lo imagino. ¡Saltar la trinchera delante de sus hombres!
--No. Me expuso una lista en la que los disparos, la artillería y las cargas a
la bayoneta, pasaban a tercer y cuarto lugares. Para la mayoría de los que están
en las trincheras, es el sueño lo que más daño les hace. El no poder dormir en
una cama con sábanas, las dificultades para lavarse, y tener que dormir con el
uniforme, por si hay un ataque. Lo resumió en una frase. Es vivir en la miseria
cada minuto del día y la noche lo que más nos deprime a todos.
--Entiendo. Ya vemos…--acepta Phil-- el día que hace. Nosotros bajo
techo, tomando una cerveza. Ellos, entre barro, empapados y vigilando las
trincheras de enfrente.
--En el frente, siempre tienen sueño. En segundo lugar, el frío, el barro, la
lluvia, las ratas que se comen tus botas si te descuidas y tratan de dormir contigo
para conseguir un poco de calor. Lo tercero, creo recordar, los problemas con la
comida: que a veces no llega, o lo hace tarde, casi siempre escasa, fría y
monótona, pues se repite con frecuencia. Y luego vienen los disparos, los
francotiradores, los saltos de los parapetos, la artillería, que es lo más
escandaloso y terrible, pero son ocasiones excepcionales. Es el día a día, cada
hora, cada minuto de la jornada lo que les oprime.
--No había pensado en esos aspectos. Claro, nosotros en estos aeródromos
estamos muy cómodos, dormimos, comemos bien, tenemos bebidas, y tras el
combate, es como volver a casa y sentirse a gusto, igual que cuando ibas al
trabajo, o al colegio en mi caso y, al terminar la jornada, regresabas a la
comodidad del hogar. --Expone Phil, aceptando algo en lo que no había
meditado hasta ese momento.
--Es cierto. Somos unos afortunados, pues podemos morir como ellos,
pero lo haremos limpios, duchados y bien comidos, que no es poco en unos
tiempos como estos. ¿No crees?
--Lo creo. Es la razón de la sinrazón.
--¿Qué quieres decir? --Pregunta John.
--Pues que la razón es el dictador que más tiempo ha reinado sobre la
civilización. Por tanto, el que se sale de lo acordado en la guerra, es que no tiene
razón. Y si no la tienes, ya sabes: manicomio o paredón.
--No son así las cosas, pero dejémoslo, esto no conduce a nada.
--De acuerdo. Lo ves de otra forma, y te respeto, pues sabes más que yo y
tienes más experiencia en la vida.

Durante un rato más, mientras toman un poco más de cerveza, con la
intención de ayudarse a dormir, continúan haciendo planes, perfeccionando el
modo de ataque combinado al que Phil le ha dado el nombre del “alicate”.
Ambos se marchan a dormir y vuelven a aparecer mediada la cena, más de
ocho horas más tarde. El cielo se está despejando. Hay barro y charcos, pero
intuyen, y el pronóstico que aparece clavado en el tablón de anuncios, les indica
que al amanecer podrán poner en práctica lo que con tanto cuidado han
preparado en los postreros días.




14.-


“El camino asciende penosamente por la colina,
todo surcos y piedras y fango y los despojos vacíos
de la batalla amontonados. Aquí donde murieron
están tendidos los ventrudos caballos con las patas rígidas
y los hombres muertos con los dedos ensangrentados por el combate,
miran la cavernosa oscuridad de blanco centelleante”.

Siegfried Sassoon: “Poemas de guerra. (Batalla del Somme.1916)
Military Cross el 27 de julio de 1916



La caída de la tarde, con un cielo encapotado de nubes bajas y ominoso
de lluvia, se acompaña de un viento frío que obliga a los soldados a ponerse el
rígido corsé que supone el capote. Bufandas, nada reglamentarias, adornan los
cuellos y los más frioleros lo interponen entre el casco plano y la cabeza,
cubriendo los laterales de la cara.
El capitán Harold O´Reynold, acompañado por el teniente Blake Mc
´Alister y el Sargento Mayor Larry Mc´Donald, inspeccionan las trincheras. El
capitán, mira por los telescopios de madera de dos espejos, contemplando la
llanura, desgarrada por cientos de cráteres, cuerpos insepultos, armas
diseminadas entre el barro, la carencia de árboles y casi la más absoluta ausencia
de hierba verde y alguna planta que, afortunada, aún mantiene ligeramente
erguidas algunas de sus ramas en un aparente desafío al agresivo entorno. No
puede usar el telémetro de trinchera. Hace unos días un francotirador ha
conseguido acertar en uno de sus objetivos y lo ha destrozado. Como todo lo
especial que se pide a retaguardia, tardará un tiempo en ser repuesto. Es una
visión devastadora lo que contempla y que oprime el alma de un inglés que
siempre ha vivido en las praderas de Yorkshire. Algo más lejos, las intactas
alambradas alemanas que preceden al largo y sinuoso parapeto de sacos terreros
en el que, a tramos, se adivinan, sobresaliendo, las bayonetas de los vigías que
observan por rendijas y troneras inobservables, escondidas entre los sacos llenos
de tierra que cubren el alto del parapeto.
--Está todo muy tranquilo. Pero vamos a tener niebla intensa en un par
de horas o poco más; ese color del cielo me lo dice. Va a ser una noche propicia
para esos golpes de mano que tanto les gustan a los boches.
--Le parece, Capitán, que se dupliquen los puestos de vigilancia y
escucha. --Sugiere el teniente más en una afirmación que una pregunta.
--Creo que es adecuado, hacedlo.
--Me ocuparé de ello --Indica el Sargento Mayor.
El capitán se acerca a un puesto en el que un cabo, apostado tras una
ametralladora Lewis, vigila a través de una estrecha tronera que no deja espacio
para que la bala de un francotirador pueda acertarle.
--Cabo. Deje la ametralladora como está, no la toque; sólo salga hacia
atrás.
El cabo obedece puntualmente. Harold se acerca a ella, la apoya
sólidamente en el hombro, apunta a la línea de trincheras, y suelta una corta
ráfaga en un escaso barrido de zona.
--Muy bien cabo. No se descuide. Seguro que un francotirador está
pendiente del menor fallo por su parte.
--Sí, mi capitán. Soy veterano de “El Club suicida[16]”. Sé el lugar en
el que están los dos asesinos más cercanos, que si muevo el arma me disparan. Si
se queda un momento, en un instante contestarán.
Tal como ha dicho el cabo, dos disparos se corresponden con los secos
impactos en los sacos que rodean a la Lewis.
--Ya veo, ya veo. --Responde Harold.
--Son muy educados, mi capitán. Siempre me responden. A veces me
llaman para hablar, uno de ellos habla bastante bien nuestro idioma.
--¿Y de qué te habla?
--¡Bah! Lo de siempre. Que de dónde soy, Que si me asomo me promete
que no me disparará, y cosas así tratando de que cometa un error.
--¿Le contestas?
El cabo no contesta. Es evidente que lo hace, pero como está prohibido
confraternizar con el enemigo, prefiere hacer como que no ha escuchado la
pregunta.
--Está bien. Mata, pero no te dejes matar. --Indica el teniente en tono un
tanto jocoso.
--Sí señor, hemos venido a matar alemanes, pues ¿para eso es la guerra,
no?
--En realidad --indica el capitán pensativo-- no sé para que es la guerra.
La llegada de un enlace que viene corriendo por la trinchera, mostrando
una clara habilidad para saltar los numerosos obstáculos de piernas, fusiles y
cajas de munición, detiene la inspección.
--Malas noticias, mi capitán --Indica el teniente que tiene el olfato
adquirido a lo largo del tiempo que lleva en la zona, en la que comenzó como
alférez.
--A sus órdenes mi capitán. --Indica el enlace, agitado de forma
manifiesta por la carrera-- El Coronel y el Mayor, le esperan en el puesto de
mando. Lo antes posible.
--Gracias soldado. Iré de inmediato. Tómese un descanso, ha venido
corriendo y se está asfixiando. Sargento, que le den agua y lo que puedan.
--Gracias mi capitán. --Acepta el soldado saludando.
Harold entra en el refugio y se arregla el uniforme. Conoce las manías de
su superior, en claro contraste con la tranquilidad que tiene para todo, sobre todo
en la uniformidad, el coronel. El mayor es un frenético de la uniformidad, de las
revistas, de los castigos. Cree que, con su actuación, mejora la moral
exacerbando la disciplina. No es consciente de lo que significa estar de día y de
noche en una trinchera, entre barro, lluvia y la frecuente caída de la tierra que
lanzan los obuses al explotar cerca. Un uniforme con barro, un fusil apoyado en
la pared, o encontrar un soldado, en el parapeto, que para estar algo más cómodo
se desabrocha un botón, o lleva una bufanda, puede ser castigado durante días
doblando sus servicios. Pero, como todos aprecian, sus visitas a las trincheras
son escasas y siempre apresuradas, sobre todo si hay movimientos, disparos y, de
forma manifiesta, si hay alegría artillera por ambas partes.
Botas relucientes, revólver recién engrasado y amunicionado, correaje
brillante, gorra de plato sin una arruga y bastón de oficial bajo la axila izquierda,
que deja brillante con unas gotas de aceite que lo hace parecer recién barnizado,
le dejan satisfecho. Mira al teniente Mc´Alister, antes de salir, que le indica con
una sonrisa burlona:
--Parece que vas a ser condecorado por el rey. ¡Adelante! No te manches
las botas, o te puede someter a un Consejo de Guerra.
Y ambos se ríen, conscientes de la estupidez de los reglamentos que
obligan a hacer tantas cosas inútiles, sin sentido e inconvenientes en algunos
momentos, pero que tienen que realizar con excesiva frecuencia.
--¡Cuanta estupidez! –Reflexiona el capitán mientras salen juntos al
exterior del refugio. Ya fuera, indica:
--Quedas al mando.
--Dos soldados, armados, que acompañen al capitán hasta el puesto del
Batallón. --Ordena el teniente.
El trío se aleja por la trinchera hasta que, al llegar a un cruce en cuya
pared, un basto tablón de madera sujeto a la pared de tierra, indica, lleno de
humor: “Trafalgar Scuare”, punto en el que la abandonarán para ir, por una de
las trincheras de avance o evacuación, que unen las diversas líneas de trincheras
paralelas que les llevarán hacia la retaguardia
--Que piensa usted que quieren los jefes. --Pregunta el sargento mayor.
--Para mí, una gran patrulla esta noche. Hay niebla, escasa luna y ninguna
actividad entre los alemanes. Como escucha, están cantando, lo que me indica
que están nerviosos. En realidad, intuyo, pues ya he vivido esta situación, que
ellos van a hacer lo mismo. Ambas patrullas se encontrarán en tierra de nadie, y
algunos hombres no regresarán. Ya lo he visto muchas veces. Vaya pensando
quiénes serán los mejores para ello. Pero no diga nada. Mejor que lo sepan en el
último memento.
--Sí, mi teniente. Así lo haré.
--Saque pistolas y bengalas para está noche. Harán falta. No creo que me
equivoque, aunque me gustaría, que así fuera.
Más de una hora después, el capitán regresa. El teniente le da el parte que
no hay novedad y recibe una señal para que le siga al refugio. Los soldados ya
saben la existencia de la reunión, se agrupan por la zona en un mayor número del
habitual, a la espera de noticias.
Mientras se quita la guerrera y se pone prendas gastadas para andar por la
trinchera, responde a la pregunta no formulada por el teniente, pero que adivina
en su gesto de curiosidad.
--Quieren una gran patrulla esta noche para llegar hasta las alambradas. El
servicio de información sospecha que los alemanes preparan un ofensiva en unos
días, y que van a dar esta noche algún golpe de mano, tanteando, nuestro estado
de vigilancia.
--Ya he dado órdenes al sargento para que vaya preparando todo.
--Siempre adivinas lo que va a ocurrir.
--Demasiadas horas de trinchera en mi vida. Soy, como algunos soldados,
de los que huelen la comida desde lejos. O los veteranos, que se echan al suelo
antes que silbe el obús. Puro instinto.
--Quiere una patrulla de por lo menos veinte hombres, dividida en tres
grupos, repartidos a lo largo de nuestra zona: Habrá otras patrullas, a ambos
lados, de las otras compañías del batallón y, que cada grupo, sea dirigido por un
oficial o suboficial. Quieren prisioneros, pues en el Alto Estado Mayor se temen
una ofensiva seria.
--¿En que se basan para estar nerviosos?
--Inteligencia, como siempre, por informes del Real Cuerpo Aéreo, y datos
de los observadores de artillería. Todo indica que están acumulando munición,
avanzan largas columnas de soldados, y hay una gran cantidad de ambulancias
en retaguardia.
--O sea, una gran actividad detrás de sus líneas. Y, ¿han pensado en
reforzarnos?
--Sí, el cuerpo de ejército de reserva esta avanzando por el centro, entre
Verdún y nosotros. Sospechan que la concentración de esta zona no sea más que
una añagaza para que quitemos tropas de Verdún y que el ataque sea por allí.
--Sí, los boches están empeñados en tomar la ciudad. Pero Verdún resiste,
aunque el número de bajas de los franceses crece cada día de forma lamentable. -
-Indica el teniente.-- Mandaré una de las patrullas.
--Me ofrecí para dirigir el grupo central, pero me lo han prohibido.
Quieren que permanezca dispuesto a salir con refuerzos si las cosas se
complican.
--Quedan unas horas. Voy a prepararlo todo. El sargento ya está en ello.
--Revólver para todos y una buena cantidad de granadas. Una Lewis por
grupo. Y lo de siempre en todo lo demás.
--Sí, claro. Caras negras de betún, nada de cascos, ni cantimploras o todo
aquello que pueda hacer ruido. Gorras de lana oscura, lo de siempre.
--Han comentado en la reunión, que los franceses, hace unos días, cuando
salían las patrullas, los soldados de las trincheras cantaban como si celebraran
una fiesta, lo que tapó el ruido y pudieron sorprender a escuchas y centinelas y
coger prisioneros.
--No son tan tontos, Harold. Los que tenemos enfrente son muy buenos
soldados, a veces creo que mejores que nosotros o, al menos, iguales. Pero si dio
resultado, puede que funcione y nos ayude.
Cuando salen de la reunión, el segundo sargento mayor, Eddy Prayeris, les
espera. Es un hombre ubicuo, siempre atento a todo, con una intuición que
sorprende por sus aciertos. Harold, que lleva sólo unos meses en su actual
puesto, lo ha propuesto no hace mucho, para que sea ascendido por sus
cualidades y capacidad de mando, lo que le convertiría en un gran oficial para
mandar una sección. Cuando los ve salir, alza las cejas en una interrogación.
Blake Mc´Alister indica con un gesto, que confirma lo que le indicó.
--Estoy en ello. ¿Hora?
--Salida sobre las doce. Los que vayan a salir que tomen algo en este
momento, y que se les de un vaso de ron, para que estén bien a la hora de saltar
la trinchera.
--Voy al mando de la patrulla central. --Indica el teniente.-- La derecha es
del sargento Larry, y el Lugarteniente que mande la otra. Veintiún hombres en
total.
Larry, el sargento, murmura algo entre dientes con cara distraída,
pensativo.
--¿Qué ha dicho? No le he entendido.
--Va a salir casi una sección completa: un tercio de la compañía si no
contamos a las ametralladoras y a los granaderos.
--Son las órdenes. Va una Lewis por grupo.
Larry frunce ligeramente el ceño. No le gusta lo que se está preparando.
Demasiados soldados van a salir. Si las cosas van mal, la compañía se va a
quedar muy desnuda. Llama a varios soldados y se los lleva. Algunos de los
curiosos desaparecen de inmediato, regresando a sus zonas. Todos han aprendido
que, si no te ven, con frecuencia no te recuerdan. Estar entre los presentes es,
casi, como ofrecerse voluntario. Y entre los soldados hace tiempo que tienen
muy claro que ofrecerse voluntario sólo está justificado para los permisos a casa.
En un momento, los cuchicheos propagan la noticia a lo largo de la trinchera y
todos saben lo que va a suceder.
La tarde avanza. La niebla, como si vertieran leche desde el cielo, se
espesa, y se empieza a interponer, condensándose, entre las dos posiciones. Se
duplican los hombres que vigilan desde el parapeto. Se pasa lista y se eligen
cinco hombres por sección, cada una de las cuales aportará el ametrallador con
una Lewis y su sirviente con los tambores de munición. Desde el refugio-
almacén llegan cajas de granadas, revólveres y munición, ropa cómoda de abrigo
que sustituya al molesto y pesado capote, y una jarra con ron para que tomen un
trago que se repetirá antes de salir con otro de menos volumen. Los elegidos, tras
una comida ligera, y ya libres de servicio, se alejan para descansar por un rato,
antes de empezar a prepararse para la salida, para lo que disponen de más de dos
horas.
La aparición de viento, aligera un poco la densidad de la niebla,
permitiendo, más en teoría que en realidad, que se pueda ver un poco más. La
dirección del aire la arrastra hacia las trincheras alemanas, pero a su vez la trae
hacia ellos de la que se filtra del casi desmantelado bosque que tienen a la
espalda de la posición, un árido paisaje en el que apenas quedan unos pocos y
desnudos troncos.
Oscurece con rapidez. Empieza a no verse casi nada a unos metros. Hay
un silencio extraño, sólo roto, en ocasiones, por algún disparo que busca a
alguien imprudente que se ha asomado por el borde del parapeto, o ha sacado
algo por encima de él, provocando el disparo, para localizar a algún
francotirador que se muestra activo.
El monótono ronroneo de un avión, les distrae por un momento. Suena
lejos, sobre las trincheras alemanas. De ésta surge un prieto haz luminoso que se
estrecha conforme sube, y se agita buscando. Un segundo reflector coincide con
el otro y ambos, moviéndose casi a la vez, buscan sin resultado. Varias granadas
se abren como flores de color, cual efímeros globos de fiesta, que apenas
alumbran un instante en zonas cercanas al punto de encuentro de los dos
reflectores. El sonido del aparato se diluye y acaba desapareciendo, dejando los
reflectores quietos por un instante, antes de apagarse dando la imagen que la luz
se desploma hacia el suelo.
Eddy, el Sargento Mayor, inquieto y eficiente, consulta el reloj, pendiente
de todo, en una constante preparación. Cuando llega la hora, moviliza a todos los
participantes. El lugarteniente, un hombre joven y silencioso, que siempre trata
de pasar desapercibido, es el primero en llegar, pintadas las manos y la cara con
betún, una gorra de lana oscura y una pequeña bolsa a un costado en la que
guarda, tras comprobar una a una, varias granadas de fragmentación. Colgando
del cuello, por un doble cordón, y metido en la funda, el gran revólver Mark I, le
da una apariencia combativa que desmiente su ceño, un tanto infantil y sonriente.
Nada indica en el exterior que es un oficial, como es lo ordenado, pues las
insignias de algún tipo de mando, atraen de forma especial a los francotiradores,
coleccionistas de víctimas y siempre muy activos en lo puntos más
insospechados de las trincheras.
--Mi capitán. Todo dispuesto. Faltan diez minutos. --Indica el sargento
penetrando en el refugio. --Todos esperan en la trinchera.
--Vamos allá.
El teniente, que está preparado para la salida, se alza y los tres salen al
exterior. Alineados, todos los componentes de los tres grupos esperan. Son una
veintena de hombres, disfrazados de oscuro, con las caras y las manos
embetunadas, una bolsa al costado, y un revólver en la cintura. Tres Lewis y una
dotación con los tambores que llevan los ayudantes, esperan.
--Seguid en descanso. Las Lewis quedarán a mitad de tierra de nadie, para
proteger si hay problemas en el regreso. Si no, silencio y cubrid a los que
avancen y cuando regresen. El grupo que se escalone y cubra a los que avanzan
y que tres se adelanten para coger a los escuchas adelantados. ¿Vais
entendiendo?
Hay un gesto masivo de aceptación. El capitán continúa:
--Podéis fumar antes de salir. Cuidado que no se note la luz. Lo demás ya
lo conocéis. Sólo tres hombres por grupo traspasarán las alambradas alemanas.
Fijaros como están después de tantas bombas, creo que más o menos intactas, lo
que me indica que por las noches, las reponen. Es posible que los encontréis
haciéndolo. Si es posible, fijaros en los pasos; si los veis, haremos unos dibujos
por si tenemos que avanzar, y así tener idea del lugar en el que están situados.
Seña: León. Contraseña: Pantera. Bengalas verdes cada diez minutos para
orientaros; cada vez se hará en la zona de uno de los grupos. ¡Buena suerte!
Los que se quedan en la trinchera, empiezan a cantar. Y la canción de
moda, se deja escuchar: “It´s a long way to Tipperary[17]”, se escucha por un
rato. Otras canciones le siguen, en medio de risas y aplausos. Y de nuevo,
alternando, la canción de moda, que se repite, en una algarabía clara. Hay gritos
de hurra aislados, felicitando al capitán como si fuerza su cumpleaños, en un
intento de justificar, para los escuchas alemanes, el motivo del jolgorio
Cada grupo se marcha al punto por el que va a salir. Y, ya en ellos, uno a
uno, van subiendo la trinchera y arrastrándose avanzan hasta cruzar las
alambradas propias. El portador de la Lewis y su ayudante son los últimos en
hacerlo.
Harold, que vigila, con uno de los telescopios de espejos la tierra de nadie,
tiene la sensación que realmente se está celebrando una fiesta. Los alemanes,
desde su trinchera, hacen comentarios jocosos, emiten las puyas e insultos
habituales, acompañan cantando la misma canción, y lanzan unas bengalas rojas
que permiten al capitán, por un momento, adivinar, más que ver, el avance de sus
hombres que, nada más escuchar el disparo de las bengalas y antes que exploten
y vayan cayendo lentamente hacia la tierra de nadie, se han pegado al suelo y no
se mueven. Todos han aprendido, duramente, que el soldado que no se mueve no
es visto con facilidad, pues es el movimiento el que los delata.
Agotadas las bengalas, de nuevo se reanuda el avance, en un silencioso
arrastre por el suelo, de cráter en cráter. Peter, en cabeza, con el revólver en la
mano avanza rodeado de la mitad de sus hombres. De vez en cuando deja alguno
protegido en un cráter profundo. Bengalas sucesivas, de una parte y de otra,
detienen el avance por un momento, al tiempo que les sirve de orientación.
Lejos, atenuado por la distancia, en la trinchera aliada, la aparente juerga
continúa. Tienen las alambradas, previas a las trincheras casi al alcance de la
mano, cuando unas palabras en alemán, claras y fuertes, les obliga a quedarse
quietos a los tres que siguen avanzando.
En la oscuridad, esperan alguna bengala que les aclare el punto en el que
están los descuidados alemanes que hablan tranquilos. Una bengala lanzada
desde el lado aliado, aunque a la derecha del punto en el que se encuentran,
permite a Blake ver a dos soldados alemanes, cuyos cascos de acero brillan con
reflejos mates a la apenas perceptible luna cubierta por nubes y niebla. Están
sentados en el suelo, reponiendo la alambrada con toda tranquilidad. Se
encuentran casi resguardados por una ligera elevación del terreno. Blake es
desconfiado, y hace un gesto a sus acompañantes, para que no se muevan. Su
instinto le avisa que hay algo más que de momento no ha visto. Un crujido
descuidado de unos pasos, le permite ver a una sombra que se mueve. Puede
entrever las botas, ajustadas y brillantes y sospecha que puede ser un oficial.
Lentamente alza la vista y puede verlo por un momento medianamente bien. Es
un sargento por las insignias. No lleva la pistola, Luger P08, en la mano, sino en
la abultada funda de cuero.
En el idioma de señas de trinchera, indica la situación a sus dos ayudantes,
que ya han valorado la situación. Los tres se ponen en marcha, cada uno con un
objetivo, prender a los tres que se encuentran no demasiado lejos de sus
trincheras. Es una labor de paciencia, avanzando centímetro a centímetro. Blake,
con el revólver a punto en la mano izquierda, lleva un afilado, y nada
reglamentario, cuchillo en la otra. Hace tiempo que aprendió que el cuchillo
garantiza silencio, mientras que las armas de fuego son escandalosas. Espera,
casi sin respirar, a que el sargento se distraiga por un momento para saltar sobre
él y colocar el filo en la garganta en un aviso de que no debe meter ruido, o será
degollado.
El sargento alemán cambia de posición, se agacha y da la espalda a las
trincheras aliadas. Se envuelve en el capote y se prepara para encender un
cigarrillo. El teniente Mc´Alister guarda el revólver y con rapidez le tapa la boca
con una mano mientras el cuchillo aprieta sobre el lateral contrario del cuello.
Un simple movimiento, y se lo cortará de oreja a oreja. El sargento no se mueve.
Ha comprendido en el acto lo que ocurre. Solo mueve los brazos en una clara y
práctica rendición.
Muy cerca, los dos soldados son sorprendidos. Uno, inteligente, no ofrece
resistencia. El otro, asustado, trata de resistirse, y el cuchillo secciona carótidas y
tráquea de forma que sólo un intento de gorgoteo y un mínimo silbido escapan,
mientras pierde el conocimiento y es depositado en el suelo con cuidado. Los
tres inician el retroceso, sin apartar los cuchillos. Los dos prisioneros hacen
gestos claros de aceptar la situación y colaboran en el cometido que les han
indicado. Es una vuelta lenta, sin ruidos, hasta alejarse de las alambradas y llegar
al punto en el que les esperan, en el primer cráter dos soldados. Hundidos en él,
son atados de manos y amordazados. Y lentamente van iniciando el retroceso.
Cuando están en ello, explosiones de granadas, disparos de fusil y revolver
llenan de ruidos la zona en la que el lugarteniente se encuentra actuando.
Blake comprende que el lugarteniente ha sido sorprendido y se está
defendiendo. Con un gesto apremia el retroceso hasta su trinchera. Y se hunde en
un embudo de artillería. Sabe que es cuestión de un momento, que en su zona
sean conscientes del golpe de mano, y empiecen a lanzar bengalas y barrer la
zona con ametralladoras y granadas de mano. Escucha pasar balas por encima
del cráter en el que se encuentra. Son como avispas rabiosas, de precisas ráfagas
que te buscan en la oscuridad, lanzadas al azar, tratando de encontrar un cuerpo
que se encuentre desprotegido. Sin embargo, han retrocedido lo suficiente para
estar muy próximos a la zona en la que la ametralladora Lewis les espera para
cubrirlos.
--León. --Susurra una voz en la oscuridad.
--Pantera --Responde Blake.
--Adelante. Sigan por donde van. Los fuegos artificiales se van a
incrementar ya mismo, --alega el cabo ametrallador.
Los alemanes, lanzan bombas de mano que explotan a distancia de donde
se encuentran. Sin responder, el grupo sigue retrocediendo, alcanzando las
alambradas propias. En las trincheras alemanas hay ruidos claros de soldados
que gritan y corren en dirección a ellos. La Lewis inicia un trepidante y
tartamudo canto, que silencia el avance. Se escuchan órdenes en alemán y sobre
ellos escuchan el zumbido de moscardones, y el siseo de balas que les buscan en
la oscuridad. Bengalas desde la trinchera aliada se encienden y caen por detrás
de la zona alemana, haciendo destacar a contraluz a los soldados que avanzan
hacia ellos. Desde el parapeto aliado, por ambos lados, disparos de fusilería y el
ronco trepidar de dos ametralladoras Vickers, crean una sinfonía que corta el
avance de los alemanes que se arrojan a los embudos. Todo el grupo, con los
prisioneros, se arrastra pegado a suelo por los pasos que han abierto en las
alambradas, moviendo los caballos de Frisia y penetra por el punto en el que se
han retirado sacos terreros para favorecer la entrada. El último en refugiarse es el
servidor de la Lewis. Por los laterales, el grupo del sargento, vuelve intacto con
un prisionero. El grupo del lugarteniente, sin éste, que ha muerto junto con los
dos que le acompañaban en la infiltración, consigue volver.
Durante un rato hay tiroteo, disparos de morteros, granadas de fusil y
duelos de ametralladoras. Lentamente, la pequeña escaramuza se tranquiliza y de
nuevo se restablece el silencio, sólo roto, a ratos, por lanzamientos de bengalas
de distintos colores, que iluminan una tierra de nadie en la que nada se mueve.
Es una visión fantasmal en la oscuridad de la noche apenas rota por el brillo de
segundos de los disparos, o las luces de colores de las bengalas mientras
descienden como si lloraran al dejar caer sus fragmentos de magnesio
chisporroteante, dejando ver sombras inquietas e inciertas de lo que son salientes
del terreno o los cuerpos, algunos agitándose todavía, de los soldados que han
caído en la postrera refriega.
Finalmente, un silencio de muerte acoge la zona, mientras los recién
reincorporados a su posición, se ocupan de un par de heridos del grupo del
lugarteniente, que son evacuados por los camilleros hacia la zona en la que
algunas ambulancias, siempre apostadas, permanecen dispuestas para llevarles al
punto de clasificación, primeras curas y evacuación.
--Cuatro soldados, que lleven los prisioneros al Estado Mayor, pues
querrán interrogarlos lo antes posible.
Mientras les traen una cena caliente, beben ron, fuman un cigarrillo, y
cuentan las experiencias vividas a los nuevos reemplazos, que escuchan con
atención. Uno de los nuevos, muy joven, súbitamente corre hacia las letrinas.
Hay risas, siempre despiadadas en las trincheras, que corta el capitán, con algo
que todos saben y recuerdan.
--Ya vale. Todos, o al menos muchos, hemos tenido el “cólico del frente”
alguna vez. Es joven, ha sentido miedo, ha aguantado hasta ahora. Era el
protegido del lugarteniente y a la vez su asistente. Ahora que sabe que ha caído y
se encuentra solo, todo se le vuelve convulso. Cuando vuelva, no digáis nada. Se
hará duro, aprenderá y será un buen soldado, como nos ha ocurrido a todos
nosotros. ¿Ha quedado claro?
Se establece un claro silencio y desaparecen las risas.
--Cada uno a su puesto. Mantened la vigilancia. Es posible que quieran
devolvernos la broma. No nos dejemos sorprender. Teniente y sargento, a mi
refugio para elaborar el informe. Y usted cabo, que es el más veterano, venga
para contar lo que le ocurrió al grupo del lugarteniente.
Ya dentro, el primero en ser interrogado es el cabo Bob Alans. Se muestra
tranquilo y sin aparente afectación.
--Muy sencillo, mi capitán. Tropezamos con un grupo que hacía lo mismo
que nosotros. Nos estaban esperando, en agujeros del suelo, y sorprendieron a
los que iban en cabeza. Los alejamos lanzando granadas sin descanso, a la par
que retrocedíamos de embudo en embudo, en orden, dando saltos, cubriéndonos
unos a otros.
--¿Quién tomo el mando cuando cayó el oficial?
--Yo, mi capitán. Espero haberlo hecho lo mejor posible.
--¿Es usted de remplazo?
--No mi capitán. Soy profesional, ya era cabo antes de que empezara
este jaleo.
--Ha actuado muy bien. Hablaré con los que iban con usted. Sargento,
tráigalos. Si ha ocurrido, como sospecho, le voy a proponer para una medalla y
para que haga el curso de sargento o de oficial según le evalúen en retaguardia.
Ha sabido reaccionar y actuar de forma adecuada. Les ha salvado con su
conducta. Cuando lleguen sus compañeros, ni los mire, salga en cuanto todos
estén dentro. Espere allí --indica el capitán señalando una zona próxima a la
salida.
--A sus órdenes, señor.
Cuando llegan los que vienen con el sargento, el cabo se vuelve de
espaldas y sale rápido sin decir una palabra.
El interrogatorio confirma las dotes de mando del cabo. Su reacción fue
instantánea en la opinión de todos, tomando el mando cuando escucho el grito de
muerte de su jefe. Pasó la Lewis a un soldado y organizó el retroceso
defendiendo al grupo con órdenes exactas.
Terminado el interrogatorio, los soldados salen a descansar. Mientras, los
oficiales y el sargento elaborarán el parte de los tres grupos que enviarán al jefe
del batallón.
--¿Se da cuenta, Capitán, que cada día que pasa, parece haber menos
soldados, y más burocracia? --Indica uno de los oficiales.
--Es cierto, pero hay noticias, sin confirmar todavía, que pronto, aunque
demasiado tarde, que indica que los americanos pronto estarán aquí para
ayudarnos.
--Dios lo quiera, Pues sería el inicio del fin que deseamos.
Harold sube al parapeto para observar la tierra de nadie. No tiene
seguridad que no haya un intento de acercarse y lanzar granadas de mano dentro
de su trinchera. Mientras observa por el periscopio la tierra removida que tiene
delante, no puede dejar de pensar que ese terreno, ahora deshecho, tratará de
recuperarse, pero nuevas granadas lo removerán una y otra vez, reabriendo sus
heridas por las que saldrá su sangre de barro a salpicones, hasta que, pasado el
tiempo y con la paz, el reposo las deje cicatrizar y acabe siendo un campo de
labor en el que algún granjero sembrará algo que no sea acero, cobre y plomo.



15.-

“Aprovecha el amor mientras
puedas, no siempre vendrá a ti sin que
lo busques”.

Ken Follet. “En el
blanco”.



Un poco antes de iniciarse el amanecer, en la zona de Lucheux, un sector
relativamente tranquilo del frente, situado en la tercera línea de trincheras, se
desencadena una tempestad de lluvia que la víspera ya anunciaba el paso de
densas y oscuras nubes. El agua corre por todas partes, deslizando grava hacia
las trincheras y desprendiendo trozos del muro vertical de tierra del interior en la
que, ningún través, tablas o entrelazados de ramas de mimbre, lo impide. El
conjunto de líquido y barro cae al suelo, creando un barrizal que dificulta poder
andar. En poco tiempo se está convirtiendo el interior de la trinchera en un lago
que parece hecho de chocolate derretido.
Hay un gorgoteo continuo del agua, que contrasta con el silencio, extraño
y nada habitual, del frente lejano, que siempre les llega como un rumor
estremecedor. No hay estampidos de artillería, que con frecuencia les castiga
para romperles la tranquilidad que disfrutan. Es un silencio que parece más
amenazador que el ruido habitual de los disparos de cañón que, cada amanecer,
se realizan uno y otro bando en una forma que todos llaman “los buenos días”.
Sólo se escucha un canto sordo y acuático, una música del agua en su bullir al
rodar por las pendientes y rebosar en las pequeñas variaciones de nivel del
sufrido suelo. Agua y barro penetran entre la tierra y el través de madera que
afirma la pared, abombándolo e incluso desprendiendo alguno.
El clarear del día, un sucio y grisáceo alborear, trata de disipar las
siniestras sombras de la noche como si un gallo, al cantar, despertara al nuevo
día y lo hiciera iniciar su recorrido. Las escasas plantas que hay sembradas en
cascos alemanes cuyo pincho superior han clavado en el suelo, se inclinan ante
la violencia del chaparrón y se desprenden hojas tras el tamborileo del agua que
las golpea con furia.
--¡Soldados! --Grita el sargento mayor Aloisius Endambre a todos los que,
guarnecidos bajo segmentos de tiendas, han buscado un sitio en el que
guarnecerse.
Un coro de “señor” responde al momento mientras las torvas miradas de la
mayoría muestran claramente lo que piensan. El sargento, que ha sido soldado,
lo adivina. Él lo ha pensado en tiempos tantas veces, que responde tratando de
ayudarles con su comprensión.
--Sí. Ya sé lo que pensáis. ¿Qué nueva cabronada se le habrá ocurrido al
sargento? ¿A qué sí? Pues es cierto, todos a trabajar. Buscar tablas, cajas vacías
de munición, el sobrante de paneles y traveses de las paredes de las trincheras;
todo aquello que pueda elevar el nivel del suelo para poder andar. ¡Adelante!
Cuando todo esté a mi gusto, abriré la despensa y repartiré ron. Si veo a alguno
escaqueándose, no lo probará.
La palabra ron produce el milagro que el sargento espera. Docenas de
soldados se ponen en movimiento. El barrizal del suelo se va cubriendo con
tablas, traveses y paneles apoyados sobre cajas de municiones que van
consiguiendo que el agua discurra por debajo y se pueda caminar, haciendo
equilibrio en ocasiones, de un lugar a otro de la trinchera.
El teniente Lou Nemars, maduro para su grado, como muestran las
incipientes canas que sobresalen bajo el casco plano, sale de su refugio y se
asoma al exterior para ver lo que ocurre. Ha escuchado el trajín, las risas y el
continuo chapoteo, que se sale de la conducta habitual en las trincheras. Los
soldados, nada más verlo, corren la voz y continúan el trabajo con total
discreción y orden. La presencia del oficial ha cortado el jolgorio que les causa
saber que van a terminar una barrica de ron que les hará olvidar que están
empapados bajo la lluvia.
--Ojo -- indica un cabo a los que se encuentran en el ramal de trinchera
que, casi a cuarenta y cinco grados continúa ésta hasta el próximo cambio de
dirección que evita las enfiladas de aviones y ametralladoras.
--¿Qué pasa?
--Ha salido “mister extraño” de su cubil. --Indica el soldado Phillips
Arrington, que por ser de Londres siempre muestra que lo sabe todo.
--Estará cansado de leer y escribir. --Indica otro de los presentes.
--Es raro, es cierto, pero siempre nos trata muy bien --añade un tercero.
--Seguro que ha escuchado el ruido que hacemos, pero no dirá nada y
volverá al cuchitril en el que está siempre.
--Eso espero. No nos vaya a quitar el vaso de ron con el que sueño --añade
otro soldado uniéndose al grupo.
El cabo que ha avisado, indica.
--Ni ha preguntado, pero no ha vuelto a bajar al refugio.
--¡Que bien viven los oficiales!
--Sí, pero mueren igual que nosotros, y siempre van por delante. Sin ellos
no nos moveríamos. --Añade un soldado maduro.
--Es cierto, no era una crítica, sólo un comentario. --Responde el que ha
sacado el tema de la vida de los oficiales.
Y todos, de nuevo más tranquilos, continúan lo que están haciendo con
claro deseo de terminar y recoger el premio ofrecido.
El teniente, que con sólo observar la lluvia y lo que se está colocando en el
fondo de la trinchera, ha adivinado lo que ocurre, Por lo que llama al sargento
Endambre que acude de inmediato.
--¿Señor?
--Cuando terminen de arreglar el suelo, --indica en voz lo
suficientemente alta para que le escuchen los soldados-- abra una barrica de ron
y que beban, pero controle la cantidad que toma cada uno, sobre todo para los
del turno de centinelas y escuchas, que cambia en poco más de una hora.
--A sus órdenes, Señor.
Lou Nemars, satisfecho por las caras que ha visto, vuelve a su refugio y
se sienta en la destartalada mesa ante la que pasa todo su tiempo libre y el que
coge incluso estando de servicio, si éste se lo permite por existir tranquilidad.
Sobre la mesa, libros, carpetas, tinteros de dos colores y numerosas
plumas. En ella, en el lateral izquierdo, hay un recipiente metálico de mediano
tamaño, con un trozo de espejo en su interior, que contiene media docena de
velas a cuya luz lee y escribe. Redacta, desde que se incorporó al frente, una
obra autobiográfica con la idea de tener una ocupación que le distraiga y relaje
de la dureza que supone la vida en las trincheras. Lo que empezó como un
entretenimiento, se ha convertido en una obsesión, a la que cada día le dedica
más tiempo. La guerra de posiciones, a veces durante días simplemente
observándose, da lugar a una vida aburrida y poco agradable de soportar sin algo
que ocupe el tiempo.
La guerra, lo nota al tener más tiempo para pensar, le está cambiando.
Desde muy joven, por su carácter, ha sido un poco tímido y se he relacionado
poco con el entorno. Dedicado, --por una situación económica holgada de hijo
único con padres pudientes,-- a cultivar su mente, leyendo, estudiando sin prisas
filología y filosofía, a acabado finalmente, desde hace ya unos años, dedicándose
a escribir un tanto profesionalmente. La llegada de la guerra, le ha obligado a
incorporarse como miembro de la reserva en la que se encontraba encuadrado.
Las conversaciones con otros oficiales, el trato con los soldados, y las
circunstancias del combate, han influido sobre él de forma clara,
transformándole. Y es consciente que su mundo, en el que se encontraba
inmerso, era un ámbito irreal, forjado por su enfoque. Un visión propia que en
realidad no es nada consecuente ni coincidente con la visión de los que se
mueven, luchan y viven a su alrededor. De forma brusca, con el contacto con el
entorno, le ha hecho ver que apenas sabe, ni conoce, lo que para los demás es la
realidad la vida.
En las conversaciones, en las largas charlas que en ocasiones surgen en
los acuartelamientos, en los cambios de posición durante los lentos y largos
viajes de una zona de frente a otra, o las muchas noches en los refugios mientras
se juega a las cartas, se ha sorprendido inicialmente al contrastar su enfoque
particular, con el estándar que aprecia en los demás. La uniformidad de criterios
sobre las mujeres, del que se habla muy a menudo, tema del que no sabe nada, le
ha abierto un mundo desconocido. Soltero, y algo maduro en edad, su
experiencia es nefasta. Sólo ha tenido trato con un mínimo de ellas, y sólo por
una tuvo una fuerte ilusión. Y realmente no pasó de ser más un ensueño interior
que, por algo que sigue desconociendo, ella se alejó, dejándolo sin darle ningún
tipo de explicación.
Es ahora, pasado el tiempo, que empieza a entender, o al menos eso
cree, cuáles fueron las causas que motivaron perderla. Una situación que le
llevó, ahora lo aprecia, a encerrarse aún más en sí mismo. En sus escritos,
publicados en periódicos en los que colabora, nunca trata el tema femenino,
huyendo de él a pesar de que, en muchas ocasiones, amigos e incluso el editor, le
han hecho comentarios sobre su clara, o al menos aparente, misoginia.
Olvidado del motivo que le ha hecho subir a la trinchera, de nuevo coge
la pluma y continúa escribiendo en el punto en el que lo dejó:

“...la vida es un galimatías, al menos la mía, un mundo de confusiones,
de pasos adelante y atrás, retrasos, olvidos, dudas, dejando aspectos para más
adelante, un adelante que realmente esconde que quedará atrás, sin querer
enfrentarme con ello. Y es que no quise saber si acerté o fue un grave error lo
que hice antaño. Pero, la realidad es que casi nada me importa ya demasiado,
que es una forma demasiado cómoda para acabar sin enfrentarme con las cosas
que siempre me han preocupado. ¿Me preocupaban? Tal vez sí, pero pasaba por
encima de ellas sin mirarlas si me producían zozobra. Y es que, desde aquel ya
lejano momento, cuando ella me dejó, y sigo sin saber el porqué, mi vida dio un
vuelco que traté de no volver a tener presente. ¿Cobardía, temor a saber la
verdad, comodidad, o quizás, falta de interés? No lo sé, pero tal vez, con este
autoestudio quiero, o mejor, quisiera, descubrirlo. Al menos es lo que me he
propuesto, aunque tal vez no lo consiga.
Debo tener claro, que nada por no conocerlo ni saber de ello, deja de
existir. Hay muchas cosas que no conozco, y aunque tarde debo conocerlas,
aunque quizás ya no me sirvan para nada, pues su momento ya pasó para mí.
Pero... no querer escuchar, no querer ver, no querer entender, no te libra de la
responsabilidad ante ti mismo, de lo que debiste considerar en su momento.
Hace tiempo que me he dado cuenta que no hay nada como la soledad
para comprender y aceptar que me estoy haciendo mayor. ¿Pero... es esa la
causa por la que empiezo a comprender cosas con las que nunca me enfrenté?
Es posible, pero también puede que sean otros los motivos de ver ahora un
horizonte que, existía, estoy seguro, pero al que nunca miré.
Hace unos días, mientras jugábamos a las cartas, el capitán Meier, que es
un hombre inteligente como su profesión de arquitecto indica, dijo algo que
lleva unos días dándome vueltas sin que realmente lo acepte. Dijo, más o menos:
“la confianza en uno mismo es el secreto del éxito”. ¿Es eso cierto? No lo sé,
debo pensarlo, y lo dejo aquí pues debo indagar ese aspecto antes de tomar otra
más de las muchas resoluciones que la situación me obliga a aceptar. Sé, que un
exceso de confianza en uno mismo, se considera vanidad. Debo hacer cosas,
pues si hay algo inútil, es arrepentirse de lo que no se hizo. Y tal vez, no estoy
seguro, de lo que se hizo. Insisto, “la vida es un galimatías”.
Siempre he pensado, craso error, que estoy hecho para la soledad. Y es
que me lo he dicho y repetido tantas veces, que me he convencido de ello. Ahora,
en estas nuevas circunstancias, con tantas opiniones ajenas que se me hacen
presentes, puedo observar los gestos, a veces demasiado perceptibles, que
surgen cuando expongo mis opiniones. Son corteses, lo reconozco, pero no me
entienden y por ello disimulan lo que les hace reaccionar. Un día, hace ya
tiempo, me dije y convencí que la soledad me permite observar y estudiar al ser
humano. Y eso vengo haciendo, y he llegado a la conclusión, que el humano es
complicado, muchas veces tan falso que ni él lo sabe, o tan bueno que se le toma
por idiota. ¿Cuál de las dos opciones, ser bueno o malo, es la mejor? No lo sé,
es una de esas cosas que debo descubrir puesto que, a la edad que tengo todavía
no lo sé, es una situación que me coloca, es evidente, en el lado de los
clasificables como idiotas. Posiblemente sea cierto, es algo que espero que
alguien me lo diga, pues no me atrevo a reprochármelo yo mismo.
Claro, que al volverlo a leer me surge una nueva duda: ¿no es cinismo
lo que he escrito? Pero... ¿que es el cinismo? El cinismo que aparenta lo que he
escrito, y posiblemente la postura que a veces muestro, no es sino otra forma de
mantener una pose que no me conviene, pero que inconscientemente creo que
debo mantener pues, el haberlo dicho, y tal vez mostrado ante los demás tantas
veces, no me permite, absurdamente, volverme atrás. Soy, ahora lo sé, un
esclavo de mis obsesiones, de mis errores, de mis posturas, en las que intentaba
quedar bien con todos, como si eso fuera posible. Nada sirve para todos. Cada
persona tiene su visión especial de todo. Algunos ni siquiera tienen visión
alguna, por lo que todo les molesta y se oponen. ¿Cómo decía mi madre de esas
personas? Sí, ya recuerdo: “Ese es un Don me opongo”. ¡Que sabiduría da la
edad, y ella lo tenía para algunas cosas, y nada para otras! Creo que he
heredado también esa parcialidad que tiene todo ser humano. Y es que sabiduría
no es inteligencia. Inteligencia, el factor personal más deseado, pero que mal
repartida está.
Sé que inteligencia no es nada parecido, ni equiparable a conocimiento,
sino que es una facultad que algunos tienen y otros no. Es también distinto de
ser listo. El listo puede ver rápido algo, pero no lo analiza y lo da por bueno sin
más. El listo sabe manejar esos conocimientos, pero muchas veces no es capaz
de colocar cada cosa en su sitio, y lo que elige puede no encajar en lo que se
trata, aunque para él sea lo apropiado, por cuanto no se le ocurre otra cosa
mejor. El inteligente, logra unir todos los datos a su alcance, los mezcla, los
agita, logra darles una configuración nueva, sorprendente, que lleva, por otros
caminos a un punto original, con una solución por encima de la que la mayoría
han vislumbrado, y que además es lógica, útil, y en muchas ocasiones, insólita y
no prevista. Es el poder ir más allá de lo corriente, sirviéndose de los
conocimientos que se tienen, que pueden ser similares a los del entorno, pero
que le hacen destacar sobre ellos por sus conclusiones imprevistas...
La entrada de un soldado le saca de su ensimismamiento de
elucubraciones.
--Señor, aquí tenéis la comida.
--¿Qué rancho hay hoy?
--Guisantes con tocino, que desprende un delicioso olor.
Acepto que así es, no sólo por el aroma en sí mismo, que empezaba a
llegar y difundirse lentamente por el húmedo cuchitril, sino también en gran
parte por el hambre guardada, acumulada desde hace días, como si acopiar
apetito se tratara de algo ineludible.
--Siempre será mucho mejor que la sopa de colinabos de otros días.
--Hay además, Señor, regalo de los soldados para usted, aguardiente
alemán, que en la última salida encontraron en la mochila de un soldado caído al
lado de las alambradas.
Y le mostró algo menos de la mitad de una botella con un líquido rojo
pálido.
--Señor, este aguardiente lo cura todo, le da calor a los huesos
maltratados por el frío y la humedad y, en gran manera ayuda a dormir en las
noches que no se está de servicio.
--Dale las gracias a los muchachos por acordarse de mí.
--Señor, ellos le escucharon cuando le dijo al sargento que repartiera
una barrica de ron entre todos, por arreglar el fondo de las trincheras.
--Lo dije en voz alta para que me escucharan. Por tanto sólo fue vanidad
por mi parte.
--Lo sabemos, pero fue un detalle. Y para nosotros, nada filósofos, lo
que más cuenta es el resultado, y no las motivaciones que, en realidad, no nos
sirven de nada, si el fruto es el adecuado a nuestros intereses.
--Es un pensamiento poco edificante. Pero acepto vuestro sentido
práctico.
--Así es, somos gente muy sencilla, pobres soldados con pocos
conocimientos. Llenar la tripa, y estar contentos, para lo cual hay que estar vivo,
nos son suficientes. Además, se lo diré Señor, el sargento sacó la ofrecida por
usted y la que nos había ofrecido él. Así la ración ha sido, por una vez, generosa.
--Bien. La palabra es la palabra, y es lógico que dos palabras den dos
barricas. Gracias por el aguardiente.
--Manda alguna cosa, mi teniente.
--Que todo vaya bien y deje de llover.
El soldado, sonriente, sale del refugio tras dejar una gran perola con la
comida que aún humea un poco de vapor y la media botella sobre una banqueta,
destartalada, coja y huérfana ya que es el otro mueble del casi vacío refugio.
Lou, al que se le ha despertado el casi no sentido apetito ante el
creciente aroma que tiene a escasa distancia, decide que lo primero es comer,
llenar la andorga, como dicen los soldados, siempre prácticos y más en la
realidad que él. Cuando escribe, el tiempo parece no existir. Pero el hambre, y
sobre todo la sed que es aún más fuerte, le obligan a dejar la pluma y cambiarla
por un descuidado cubierto militar que saca de la bolsa que siempre tiene cerca.
Una talega de costado que es un cajón de sastre en el que cabe todo, desde el
tabaco a sus libretas en las que apunta las ideas que, como la lluvia, aparecen
súbitamente. Ha aprendido que si no las apunta, jamás vuelven, pues más
adelante sólo recuerda que tuvo un concepto, pero no es capaz de traerla y queda
sólo el vacío de algo que fue, pero que ya no es, ni posiblemente vuelva a
presentarse.
--A comer, --se dice en voz alta-- una idea fugada o una comida pasada,
está claro que no son nada.
Y empieza a comer con voraz apetito. Pero no lo hace a solas por
mucho tiempo. La entrada del subteniente Glen Fraike de nuevo lo saca de su
enfrascamiento. Acaba de regresar de permiso tras ser herido, y trae un libro que
le había encargado comprar en Londres.
--A sus órdenes, Teniente.
--Déjate de monsergas. ¿Qué tal estás?
--Bien, muy bien, la herida no era importante. Cojeo que casi no se me
nota. En unas semanas no se advertirá.
--¿Qué tal Londres?
--Se nota la guerra, pero no demasiado. Allí, quitando cuando aparecen
los Gotha alemanes y tiran unas bombas, o los Zeppelines, que cada vez van
menos. La gente con las dificultades normales en la guerra, pero todo sigue más
o menos igual. Se vive, se divierten, o lloran. Un vecino con el que jugaba
mucho al Bridge, ha muerto en el Somme. Y otros muchos conocidos de amigos,
también. Y bastantes de mis alumnos, que se incorporaron nada más empezar,
estando ya en la universidad. Está costando muchas vidas esta maldita guerra.
--Es cierto. Siempre he pensado que la guerra es la forma más cara e
inhumana de abonar la tierra.
--Es curioso que tu visión de la vida sea tan diferente de la mía. Nunca
hubiera visto la guerra como una forma de abonar la tierra.
--Me queda claro que las bombas están arando la tierra, removiéndola
para que le dé el sol. Al mismo tiempo, la sangre, los cuerpos, todo ello es
orgánico, por lo que no deja ser un buen abono. Cuando termine la guerra, todos
estos terrenos tendrán buenas cosechas.
Glen aprecia a Lou, pero no comparte muchas de las cosas que en
ocasiones dice. A pesar de ser profesor, se sorprende por las evoluciones de su
pensamiento, que en ocasiones muestran un lógica tan profunda y extraña, que
rayan en lo ilógico, sin serlo, pues cuando analiza sin prisas, le encuentra el
vericueto mental por el que ha llegado a sus sorprendentes conclusiones, que
acaba admitiendo, mal que le pese, pues no dejan de tener un sentido racional.
--Te he traído el libro que me encargaste. Lo encontré ya usado, pues
nuevo no lo hay, la última edición es de hace bastantes años. Pero era de alguien
cuidadoso y está en buen estado.
--Gracias. ¿Cuánto te debo?
--Nada. Los amigos estamos para las ocasiones. Lo encontré, que era lo
importante, y aquí lo tienes. Lo he leído en parte. Y creo que lees cosas muy
raras. ¿Cómo puedes tener curiosidad sobre los ritos apolíneos y dionisíacos?
--Pero eso no es lo fundamental del libro, eso es sólo el inicio. Lo que
me interesa es la evolución de su cerebro, cómo busca canales, a veces
retorcidos, para llegar a lo que son sus conclusiones personales, distintas de lo
que se estilaba en aquellos momentos. Es ese tejemaneje, ese jugar con las
palabras, sin quedarse al descubierto en su laberinto mental, lo que me gusta de
él. Sus ideas de fondo, no me interesan, ni creo casi nada de ellas, pero sí, y
mucho, su juego dialéctico, con el que trata de conseguir acólitos para su idea.
--Lo he leído antes de ahora. Y nunca me gustó. El que te traigo, “El
crepúsculo de los ídolos”, debe ser de los más raros suyos. Es muy negativo para
mi punto de vista. Afirma y da reglas de conducta, que serán lógicas para él,
pero no creo que convenzan a la mayoría de los mortales.
--No comparto sus opiniones. Tienes razón sobre su nihilismo, pero me
obliga a pensar, tratando de seguir su hilo de pensamiento, y buscar la forma de
contradecirlo, por eso leo cosas suyas.
La entrada del alférez Gari Antills, detiene la conversación. Es un joven
de Edimburgo que se ofreció voluntario nada más cumplir la edad reglamentaria,
dejando a un lado sus estudios de Historia. Por sus conocimientos, y
correspondiendo a su solicitud, hizo el curso de oficiales y en unos meses era
alférez, siendo destinado al frente para cubrir las enormes bajas de las grandes
batallas. En el batallón todos le aprecian. Es muy hablador, alegre y siempre
tiene alguna historia que contar, por lo que no hay reunión de oficiales en la que
no sea requerido. Gran jugador de cartas, sobre todo al Póker, es un enemigo con
el que todos desean jugar tratando de ganarle, hecho que suele resultar difícil ya
que, especializado en faroles, casi nunca consiguen acertar cuando tiene una
postura u otra.
--El Mayor invita a todos los oficiales, libres de servicio, a una reunión.
En dos días nos mueven a segunda línea. Se nos va a acabar la tranquilidad que
tenemos, pero ya lo sabemos: cada dos semanas, un avance hacia primera línea;
y al cabo, otra vez hacia atrás.
--Vamos allá.
Lou cierra el tintero, limpia la pluma, y cierra la libreta en la que
escribe. Aunque no lo expresa, le fastidia tener que ir a una reunión que rompe
su aislamiento, que es lo que más le gusta. Además, tiene ganas de empezar a
leer el libro que le acaba de llegar, pero sabe que si algo tiene en su actual
situación, es tiempo. Y en segunda línea, donde estarán en un par de días, la
situación es similar, que se romperá cuando estén en la peligrosa primera línea.
Al salir del refugio, en la puerta les espera Rod Svengalls, el teniente
capellán, con el que ha entablado una cierta amistad, aunque todavía no le ha
dado pie a lo que éste desea: que hablen largo y tendido, pues ha observado el
interés que el sacerdote tiene por él, dado, supone, que le habrán contado
aspectos de su comportamiento, que han debido despertar su curiosidad. Tras
saludarse, el capellán se une a Lou, y el grupo marcha por parejas por la estrecha
trinchera.
--Lou, ¿te puedo llamar así?
--Por supuesto, “pater”.
--Llámame mejor Rod, lo de “pater” carece de sentido. Soy célibe, y por
tanto no soy padre de nadie. ¿Cuándo vas a tener un tiempo para que hablemos
con tranquilidad?
--Cuando quieras Rod. Pero… ¿Qué es lo que te interesa? No soy nada
especial, sólo un tipo raro, encerrado en sí mismo, que huye un poco de la
especie humana y emborrona hojas de papel.
--Precisamente es de lo que quiero hablar. Sobre la razón de ese
alejamiento que, para mí implica un trauma importante en tu vida. No lo sabes,
soy Psiquiatra además de sacerdote. Quizás podamos charlar y ambos
aprenderemos el uno del otro.
--No lo sabía, ni creo que nadie lo sepa, pues se habría comentado.
--Es sólo para ti, no lo digas, es algo entre los dos, pero prefiero que tú
lo conozcas, pues al saberlo, tienes la opción de aceptar, o la de negarte por
serlo, pero en todo caso que sepas que no trato de engañarte ocultándolo.
--Eres muy claro, por tanto acepto, hablaremos cuando dispongáis. Si
no estoy de servicio, siempre estoy en mi refugio leyendo o escribiendo.
--Lo sé. Es algo de lo que hablan los soldados.
--Sí, lo sé, y también que me llaman “mister extraño”, lo que me gusta,
y me hace gracia.
--¿Te gusta? ¿Un apodo te gusta? ¡Qué especial eres!
--En esta vida todo tiene una explicación y se la puedo dar.
--Adelante, me gustaría escucharla. --Acepta el sacerdote.
--Sencillo. Mi padre me dijo un día cuando era apenas un adolescente:
si te ponen un mote y te molesta, no te enfades, aparenta que te gusta, pues de
ese modo te quedarás sin él. Si te gusta, enfádate, te quedarás con él.
--Por tanto, si no te enfadas es que no quieres que perdure.
--Esa era la lógica de mi padre. Yo soy contradictorio, por tanto, como
me gusta, o al menos no me molesta, no he reaccionado pues en teoría nadie cree
que lo sepa. Si eso les causa placer, pues que lo usen, pues lo que deseo es que se
me deje en paz.
--Te entiendo. Me encantará hablar mucho rato contigo. Eres una
persona extraña como te han clasificado los soldados con esa visión práctica que
ellos tienen.
--Ya seguiremos, estamos llegando al refugio del Batallón.
El grupo penetra, siguiendo a los que le anteceden de otra compañía, y
cuando llegan al interior, la mayoría de los oficiales ya se encuentran dentro.
Saludos, caras nuevas sustituyendo a los que cayeron tras la estancia de primera
línea de hace unas semanas. Hay cajas de munición apiladas, y sobre ellas vasos
y botellas de vino y aguardiente. El mayor ha organizado un buen jolgorio.
--Yo creo que es su cumpleaños o algo así para haber organizado este
sarao. --Indica el alférez Antills como siempre, dicharachero y analizador de las
circunstancias.
--Nunca se sabrá salvo que lo diga. --Indica el capitán Meier.-- Por
cierto, él todavía no ha llegado.
Su llegada sorprende a todos. Sus hombreras y bocamangas muestran su
ascenso a Teniente Coronel, y queda claro el motivo de la fiesta. Las voces de
enhorabuenas y los aplausos de todos, le acogen de inmediato. Saluda, sonríe, y
laza la mano reclamando silencio.
--Gracias por venir y compartir mi ascenso. Por un lado estoy
satisfecho, pues he subido un peldaño más. Por otro, me invade la tristeza, pues
me separa de vosotros, con los que he compartido estos dos años. Me pasan al
Estado Mayor de momento. Desde allí no sé a qué lugar iré. Brindemos por
todos nosotros y que la suerte nos acompañe a cada uno de nosotros en le futuro.
Todos lo hacen y durante un rato, mientras beben se produce una
rotación de oficiales que se mueven hacia él, le estrechan la mano, cruzan unas
palabras y dejan sitio para los que le siguen. Cuando se establece de nuevo la
tranquilidad, el recién ascendido entrechoca unas copas hasta que vuelve el
silencio.
--A una buena noticia, le va a seguir otra. Como supondréis, mi hueco
queda libre y debe ser cubierto. Por tanto han ascendido a un capitán, y el hueco
que deja éste, lo ha de cubrir un teniente. Pues bien, he conseguido que todo se
realice dentro del batallón. De modo que en reemplazo que llega mañana, no
solamente vienen soldados. Sino también un alférez nuevo.
Hay rumores y apuestas entre los presentes en un intento de adivinar
quiénes serán los agraciados.
--Brindemos por ellos antes de saberlo, que ya lo haremos otra vez
cuando se sepa.
Durante un rato el ruido de conversaciones, brindis y suposiciones se
mantiene. Pero enseguida se establece el silencio pues la curiosidad tiene más
poder que las demás circunstancias. Y de nuevo el Teniente Coronel vuelve a
tomar la palabra.
--Tengo mis distintivos para el nuevo Mayor. Al que deseo mucha suerte.
Y el nuevo capitán, espero que los reciba del que también asciende, dado que por
aquí no es demasiado fácil hacerse con las señales de rango.
Hay silencio. Todos esperan que indique los nombres, pues hay un buen
montón de libras flotando en el aire debido a las apuestas. Pero también saben
que el Teniente Coronel es muy aficionado a las bromas, los misterios y que es
cachazudo en tomar decisiones, razón por la cual ha ascendido muy por delante
de los de su promoción. Siempre ha calculado con un mínimo de tranquilidad la
acción a realizar y todas ellas han sido un éxito.
--Bueno, paciencia, pues yo no sé --y se ríe-- quienes son los que reciben
los nombramientos. Pero abriré el sobre y lo leeré. Un momento.
Saca dos sobres amarillos, los rasga y empieza a leer:
--Por orden..., y todo eso que ya sabéis, de lo que os libro... el capitán...
De nuevo se detiene dando emoción al momento. Hay cinco capitanes,
uno por compañía, pero tres de ellos son muy modernos, por lo que todos saben
que sólo entre los dos antiguos se mueve la diosa fortuna. Ambos se dan la
mano, y dicen:
--Suerte y enhorabuena para el elegido.
--El capitán Meier, tercera compañía, que es el más antiguo, ha sido el
elegido para Mayor. Enhorabuena y suerte.
De nuevo los clamores se hacen presentes, brindis y buenos deseos.
--Silencio. Dejemos un poco para el teniente que asciende a capitán. Es
de otra compañía por lo que tendrá que haber un cierto movimiento, pero como
todos os conocéis hace tiempo, todos seguiréis juntos. De la cuarta compañía, el
teniente Smith se añade una estrella. Enhorabuena al nuevo capitán.
Y de nuevo, con la curiosidad satisfecha, la fiesta continua por un
tiempo, hasta que, ya tarde, la reunión se diluye ante la llegada de la hora del
rancho, de los relevos y el cambio de servicio para los oficiales.
--No se marchen todavía. Hay un ascenso más, que he dejado para el
final, pues creo que, dada la índole de la especialidad, hay un claro nepotismo de
su jefe en el nombramiento. En fin, lo diré. Nuestro querido capellán, el “divino
brujo”, como le llaman los soldados, ha vuelto a hacer uno de sus milagros, lo
que le convierte en el Capitán Rod Svengalls. He conseguido que no lo
trasladen, por lo que sigue en este Batallón. Enhorabuena.
El escándalo es muy superior a los anteriores. El capellán es muy
apreciado por todos pues su conducta, que ya le ha valido dos medallas, es
inusual. Tras y durante los ataques a las posiciones, a pesar de tenerlo prohibido,
ha salido a tierra de nadie, confortando a los heridos, llevándolos a las trincheras
ayudando a los sanitarios, y no tener horario en su recorrido por la trinchera
hablando con los soldados, siempre pendiente de los asustados, interviniendo en
los casos de problemas entre las tropas, y resolviendo litigios con la habilidad de
un experto diplomático, incluso con los prisioneros y los heridos del bando
enemigo.
Lou, que se encuentra a su lado, es el primero en felicitarlo cuando
todavía el estupor de su ascenso, del que no sabía nada, ni se lo esperaba, le tiene
confundido.
A la salida, Rod inquiere de Lou:
--¿Cuándo hablamos?
--Cuando pueda mi capitán.
--¿Esta noche es posible?
--Le esperaré cuando pueda, pues imagino que cuando lo sepan los
soldados, va a tener una buena fiesta. Duermo poco, si puede venga, si no, ya lo
haremos mañana.
--Iré esta noche, quizás algo tarde, pero iré.
--Hasta luego.
Cuando regresan a la compañía, como siempre que hay novedades, por
torcidos caminos de comunicación, que sólo los sargentos conocen, las tropas lo
saben todos y están pendientes de la llegada de recién ascendido mayor, para
recibirlo. Por tercera vez en el día, otra barrica de ron calienta a la tropa, que
contentos, tienen que ser amonestados oralmente para que cumplan el horario de
trinchera, dejando en estas solamente a los que están de servicio de centinelas,
escuchas y reserva.
Lou, desaparece con rapidez en su cubil, y de nuevo, mientras espera la
posible presencia del capellán, que visita las cinco compañías como hace cada
noche, empieza de nuevo a escribir, aunque abandona el tema que dejó sin
terminar y que, tras hablar con el sacerdote, considera que carece de interés.
“La realidad de mí mismo, que sí creo conocer, pero de la que siempre
huyo, la sé, pero no quiero enfrentarme con ella. Siempre digo que fue aquello
del pasado que nunca entendí, a la que le vuelvo la espalda pues prefiero la
duda a aceptar la posible culpa que tuve en ella. Ahora vendrá el nuevo capitán
capellán y él no huirá de obligarme a enfrentarme con ella. Pero no vendrá
como sacerdote, espero, sino como psiquiatra. Sí, pero a la vez no dejará de ser
sacerdote, con lo que la coacción será muy clara, y podrá ver mi realidad por
todos los lados.
Y me pregunto, ¿servirá de algo que pueda ver la luz, y con ello que mi
vida empiece a ser distinta? ¿Es posible algo así? No creo en los milagros.
¿Realmente existieron alguna vez, o simplemente, como la leyenda es la espuma
de la historia, un hecho con los años se vuelve historia; y ésta con el tiempo se
transforma en mito. ¿Son lo milagros un mito o tal vez una leyenda. ¿Qué más
da? ¿Es que a alguien le importa esas ideas en la que tantos millones creen?
Pero... ¿Qué le puedo decir? Que conocí a una mujer, me enamore de ella
como un jovenzuelo. Y un día, un día cualquiera, ni me dijo adiós, simplemente
desapareció de mi vida como lo hacen las nubes cuando descargan y se las lleva
el viento, dejando un cielo límpido y dorado por el sol que ha salido de la
oscuridad de un momento antes y llena todo con sus áureos y calientes rayos.
Pero, me lo tengo que reconocer, ella no desapareció de mí como las nubes que
pasan, sino que dejó en mi alma una manifiesta oscuridad que todavía no he
conseguido iluminar. Y desde entonces percibo una sensación extraña. Ajena a
mí, pero también mía. Hay tantos obstáculos en la vida. Si pudiera alguna vez
descansar de esa sensación, claro que descansar no es conquistar, y lo que debo
hacer es reconquistar la forma y lo que era antes de aquello. ¡Que estupidez la
mía de seguir pensando en ella, que estoy seguro que ni sabe de mi existencia.
En realidad, me he preguntado tantas veces que por qué escribo. Y no sé
la respuesta. Sin embargo, un día alguien, creo que era un periodista, me
pregunto eso mismo. Al no saber que contestarle, el mismo se respondió y lo que
dijo me pareció una estupidez, pues la interpreté como un insulto. Dijo
desairado por mi silencio: “Los escritores lo hacen para compensar algo que
les falta en su vida”. ¿Tenía razón? No lo sé, hay tantas cosas que sé, tantas
cosas inútiles que no me sirven para nada pues no las interpreto en lo que valen.
Es evidente que sé muchas cosas, tengo muy buena memoria, una lengua rápida,
habilidad para captar muchas cosas que la mayoría no ve, pero que en realidad
no sea ni un ápice inteligente. Mas... me pregunto, ¿no será cierto que la buena
memoria no sea más que el talento de los tontos? ¿Y que no sea en realidad más
un tonto de salón?
He de admitir que en aquella época era un idealista, un soñador, que
veía con más claridad el mundo de mis ensueños. No veía el mundo que existía a
mi alrededor, el mundo real que percibían los demás. Si ahora, pasado tanto
tiempo de aquello, pudiera resolver esta incertidumbre, ese querer saber lo que
entonces no logré ver y sacudirme todo ese conflicto, dentro de un tiempo, no
tendría ni que recordarla. Empiezo a tener claro que todo lo extraño que los
demás ven en mí, proviene de aquel pasado sin aceptar.
Pero, ¿Qué puedo hacer? Debes aceptar, enfrentarte y resolver, aquello
que más has temido y temes…
Abstraído como está, no escucha los pasos que descienden la escalera
que conduce a su refugio. Sólo cuando le saluda, es consciente de su presencia.
--Buenas noches Lou. ¿Puedo pasar?
--Este es su refugio, mi Capitán.
--Dejemos los grados y los reglamentos. Ahora somos Lou y Rod, dos
amigos que vamos a charlar por un rato. ¿Te parece? --Indica el sacerdote a la
vez que, con soltura, libera la banqueta y se sienta en ella enfrente del que,
pluma en mano, se retrotrae al presente.
--Es cierto. Dejo lo que estoy escribiendo y hablamos. Te agradezco tu
presencia.
--¿Cuál es tu religión?
--Soy luterano, pero no practicante. Es decir, soy liberal en todo. ¿Y tú?
--Católico. Apostólico y romano. Con esto aclarado, podemos empezar.
--¿Tiene importancia la religión?
--Siempre el concepto de Dios que tengamos es importante, pero no
para lo que tenemos que hablar, aunque me hará comprender aspectos especiales
llegado el caso.
--El saber que íbamos a hablar, ha sido como un revulsivo en mi mente y
se ha llenado de recuerdos, observaciones y preguntas sin respuesta.
--Te entiendo. Está aflorando todo aquello, o al menos una parte, de lo
que te has venido ocultando, de forma total o parcial, durante algunos años.
--¿Lo puedes explicar? No sé como funciona la mente humana.
--En realidad no se sabe demasiado, pues cada persona es un mundo en
ese sentido. Pero las teorías que ha establecido Froid hace unos años, y que se
están difundiendo y abriendo camino, indican que hay, por exponerlo de forma
muy sencilla, varios, como si fuera una librería casera, varios estantes, unos más
visibles y otros cada vez más ocultos. Nos damos cuenta de lo que se ve mejor,
pero los ocultos acumulan aspectos que influyen de forma que no son tan claros,
pero que determinan nuestra conducta. ¿Me sigues?
--Sí, más o menos lo entiendo. Saco la idea que tenemos cosas que
vemos, con las que vivimos cada día, pero hay algo más, dentro de nosotros,
pero que aunque no lo vemos está ahí, y hace que hagamos cosas insólitas sin
saber por qué. ¿Es así?
--Lo has entendido. Sigo. Hechos, cosas que nos han sucedido, parece
que se olvidan, pero en realidad no lo hacen, quedan ocultas pero influyen en
nosotros, nos pueden alterar. --Expone Rod.
--¿Qué tipo de cosas?
--Sobre todo las que nos han causado algún tipo de dolor, o las que no
hemos entendido en sus motivos. Éstas, pues son un trauma, algo que nos hizo
sufrir, quedan ahí, pendientes de que un día las entendamos y resolvamos. Si no
lo hacemos, sin que nos demos cuenta, se entremeten y hacen que seamos un
tanto “extraños” para los demás, pues nuestro comportamiento será distinto a la
forma en la que se comportan la gente en general. Aunque, que lo sepas, casi
todos tenemos recuerdos, o hemos vivido situaciones que nos han dejado
residuos sin entender. Por tanto, no eres un caso excepcional, sino uno más de
los que tenemos problemas ocultos. Lo explico de forma muy sencilla, pero en
realidad es más complicado.
--Sí, lo entiendo. Has dicho tenemos. ¿Tú también?
--Todos lo tenemos, unos fuertes y otros débiles, pero todos llevamos
una carga que influye sin que nos demos cuenta de ello. Con lo dicho, podemos
ir a tu realidad, si te parece bien.
--Es lo acordado. Empieza.
--¿Ha habido en tu vida algo que te causó mucho dolor, o que no
entendiste, o lo consideraste injusto?
Lou queda en silencio. Sabe que es lo que desea saber Rod, pues en
realidad el mismo acepta que es ese el punto que le ha trastornado siempre. Debe
hablar de ello, y hacerlo con mucha claridad. Y se lanza a ello.
--Sí. Y sé que es mi problema. Me ocurrió algo, pero no sé que sucedió,
ni acepto la razón por la que ocurrió.
--Exponlo, si te parece bien. Quizás no sea fácil de entender, pues lo que
tú mismo crees. Una vez sucedido, lo rechazaste pues te sentiste ofendido y
dolorido, y se ha quedado dando vueltas, que no puedes ver, dentro de ti. Si lo
sacas, lo entiendes y lo desechas, todo será distinto para ti. Al hacerlo, estarás en
la realidad.
--¿Debo afrontar la realidad? ¿Qué es la realidad?
--Lo que está ahí, aquí, lo que nos rodea. No lo que creemos que puede
ser, lo que creamos en nuestros sueños y deformamos con los ensueños, en los
que cambiamos el sueño, de forma voluntaria, llevándolo en la dirección en la
que nos es más agradable. Pero ese cambio no es real, es una ficción, agradable,
pero engañosa, que nos sirve para lograr una falsa felicidad. Pero…, la verdad
que hay oculta, no se deja engañar y sigue, usaré algo que vivimos cada día en la
guerras sigue bombardeándonos y creando cráteres, embudos de bombas en
nosotros y en nuestra conducta. ¿Me entiendes?
--Te explicas muy bien. Voy entendiendo todo. --Acepta Lou.
--Pues vamos a los hechos concretos. ¿Cuál es tu realidad que no
muestras? ¿De qué huyes?
--¿Huyo?
--Sí. De la realidad es de lo que huyes desde hace años. Aceptarlo te
libraría de una tortura que sólo tú conoces. Descubrirlo y aclararlo te daría un
motivo para ser feliz.
--¿Es que no lo soy? --Inquiere Lou sorprendido.
--No me lo preguntes. Hazte esa pregunta a sí mismo. Y sé sincero, pues
solamente tú tienes la respuesta.
--¿Y cuando la sepa? ¿Qué debo hacer?
--Primero, ha que guardar un orden lógico, debemos saber lo que hay
escondido en tu interior.
--Lo sé perfectamente, pero no he conseguido liberarme de ello en estos
años.
--¿Lo sabes? Así de fácil me lo pones. Pues “vomita”, pues si es un
trauma, es la palabra más adecuado para lo que tienes que hacer.
--Es una historia estúpida referente a una mujer.
--Sí, es un trauma muy frecuente. Contéstame si responde a este patrón: la
conociste, te enamoraste, ella parecía estarlo también, y un día desapareció de tu
vida sin decirte ni adiós.
--¿Cómo lo has adivinado?
--No adivino nada. Es algo muy frecuente. El problema a resolver, pues
solamente tenemos parte de la ecuación, es ¿qué es lo que te ha obsesionado de
ella? Pues para mí es evidente que no es el que te dejara, pues eso se supera con
el tiempo. Hay otra cosa: ¿Cuál?
--¿Por qué lo hizo? --Responde Lou que, en cierto modo, lo acaba de
descubrir, de forma clara, aunque en los postreros días ya lo ha manejado, y
siempre lo ha sabido aunque no se ha enfrentado con ello.
--Ok. Esa es la clave que, si la descubrimos, te liberará. En realidad no
basta con encontrarla. Lo importante es que la aceptes y le quites la importancia
que, por no entenderla, le has dado. ¿Puedo interrogarte como si fuera un juicio?
Aunque deseo que sepas que el psiquiatra nunca juzga, solo analiza y busca un
camino.
--Por supuesto. Pero puedes juzgarme, no me importa, puesto que me lo
merezco.
--No, no juzgo nunca. A lo que vamos, debes contestar brevemente. Y
decir la verdad total, sin tratar de justificar nada. Las cosas como son, los
matices los ponemos añadidos y son los que nos engañan.
--Adelante.
--¿Tuvisteis sexo?
--No. Estaba enamorado de ella sinceramente. Mi intención era que nos
casáramos, no lo insinué siquiera.
--Bien. ¿Le dijiste alguna vez que la amabas? --Inquiere Rod.
--Sí, creo que sí, que alguna vez se lo insinué. Creo que se lo dije alguna
vez. ¿No pudo tenerlo en cuenta?
--Lo que os dijisteis en un tiempo, ni importa ni merece la pena pasado un
mínimo tiempo. Es algo fundamental en el código femenino cuya estructura le
indica, ni te fíes de palabras dichas a la luz o en la oscuridad, pues, las palabras
se las lleva el viento, y como sabemos, el viento carece de memoria.
--Tienes razón. Me asombra todo lo que sabes. ¿Cómo lo has aprendido?
--Supongo que Dios, por mi fe, me ilumina. --Responde el sacerdote con
seguridad.
--Es muy posible que así sea.
--Sigamos por dónde íbamos antes que olvide algo importante. ¿La
besaste, la acariciaste, os permitisteis alguna libertad de ese tipo?
--No. Mi amor era platónico. En mi opinión ese tipo de cosas necesitan de
un tiempo antes del contacto físico. --Responde sin la menor duda Lou.
--¿Era ella una mujer apasionada que sí buscaba algo más que le
escribieras poesías, le dijeras cosas bonitas, y le mandaras flores o se las
llevaras?
--Creo que sí, que era apasionada, pues se cogía de mi brazo, me cogía las
manos, no rehuída como yo, el contacto físico. Un día le lleve dos rosas con un
frase muy romántica: rosa roja y amarillas que son un pensamiento: sólo tú. No
le impresionó, sólo las olió y las dejó a un lado. Pero… ¿Cómo puedes saber
sobre mi comportamiento?
--Es fácil. Ella esperaba más de ti en sentido afectivo. Se dio cuenta de tu
alejamiento, aunque no fuera así en realidad, sino que era un gran respeto hacia
ella, y llegó a la conclusión que eras frío, desapasionado. Y por eso se fue sin
decirte ni adiós. La habías defraudado en sus aspiraciones de amor, pasión y
compañía. No te consideró la pareja adecuada.
--Entonces, ¿qué conducta debía haber tenido con ella?
--Ahora te hablo totalmente como Psiquiatra, pues como sacerdote tu
conducta me parece que fue la adecuada, pero visto fuera de lo divino, lo hiciste
mal.
--¿Cómo debí comportarme?
--Si la amabas, decírselo, y tener algo más de contacto físico. Besarla,
acariciarla, hacerle sentir que el amor en gran parte exige, necesita el contacto de
la piel con la piel. Pero ese aspecto para ti no existía. Para ella es evidente que sí.
Ella deseaba un futuro de pasión, de satisfacciones mutuas, de contigüidad y
afinidad, de compartir cuerpo y alma, saber que nunca se sentiría sola a tu lado.
No hay pasión sin padecimiento, pero en tu caso fue al revés: no había pasión y
solamente te quedó dolor. ¿Comprendes?
--Me ha quedado muy claro. No fue culpa de ella, sino mía por ser un
puritano absoluto. ¿Es así?
--Buda dijo, y se adapta a tu caso: “El único logro absoluto es el absoluto
abandono”. Perdóname, lo que he dicho es una tontería y un juicio, y te prometí
no hacer juicios. Lo siento. ¿Me perdonas?
No lo había tomado como un juicio, sino como una frase en la que jugabas
con el absoluto. Pero, ya que lo dices, te perdono, mi querido amigo.
--Gracias. Recuerda que, en futuros contactos con la mujer, que la
desconfianza, los celos por la diferencia de edad, --lo normal es que te enamores
de alguien más joven que tú-- no te tengan desquiciado. Es obvio que los celos y
la posesión del ser amado son un mal camino para mantener un amor.
--Gracias, estoy tomando nota de todo. ¿Qué debo hacer?
--Muy sencillo: olvidar a esa mujer que ni te recuerda, pues sólo fuiste un
segundo en su vida que no le dejó huella. Y, en consecuencia. Dedícate a vivir y
dejar de soñar. ¿Has aprendido algo de todo esto?
--Claro, que no basta con sentir afecto, sino que, además, hay que
manifestarlo y demostrarlo; pues no llueve por que se diga: ¡va a llover!, sino
hasta que no cae el agua. --Responde Lou con manifiesta seguridad.
--Ya sabes más que sabías. ¿No crees?
--Te entiendo. Nunca había pensado que esa fuera la causa. Pensé en otro
hombre, no en que yo no fuera nada para ella.
--Si tropiezas con otra mujer que te atraiga, no huyas de ella como vienes
haciendo, y estoy seguro de ello. ¿No es así?
--Me asombras. ¿Cómo puedes adivinar mi realidad?
--Es evidente. Como sacerdote conozco el alma humana y sus entresijos.
Como psiquiatra algo sé de lo que es el cuerpo y la mente. Uniendo todos estos
aspectos, es como seguir por un camino, o un río, de los que conoces las dos
orillas, y sólo cambia la persona que camina por ese sendero.
--Oriéntame en lo que debo hacer. La verdad es que ya me siento mejor al
entenderlo, que es lo que me tenía prisionero.
Rod se detiene por un momento pensando en lo que le pide: que le oriente.
Dar consejos es algo que nunca le ha gustado. En su opinión, cada persona debe
buscar y elegir su camino, y con decisión empezar a caminar por él. Pero con la
conversación que han mantenido, es consciente que Lou es un inmaduro afectivo
que necesita un poco más de ayuda. Pero, también sabe, que no le puede hacer
indicaciones concretas. Pues él es el que debe madurar y caminar en la dirección
adecuada y, por tanto, tiene buscar y elegir esa vereda. Decidido a hacer algo, le
hará indicaciones muy genéricas que le ayuden, pero que no le resuelvan de
forma impuesta lo que debe hacer.
--La vida produce tres tipos de heridas: las del amor; las de la vida misma;
y las de la muerte, que duele, o al menos se le teme por anticipado, pues después
ya no te duele nada. ¿Qué has aprendido de todo esto?
--No basta con sentir afecto, sino que, además, hay que manifestarlo o
demostrarlo; pues no llueve por que se diga: ¡va a llover!, sino hasta que no cae
el agua.
--Es correcto, pero ¿qué más? --Exige el sacerdote.
--Tener presente que quién no tiene raíces, no crece. Aprender duele, pues
todo lo que supone ir hacia adelante tiene un precio. --Se sorprende Lou tras
pronunciarlo.
--¿Cuándo escribes, no has notado que el tema del amor lo soslayas, lo
eludes?
--Eres un caso en adivinar mis dificultades. Es cierto lo que dices. ¿Cómo
puedo escribir de algo que no entiendo ni he vivido.
--No eres el único que conozco con ese problema. Los escritores pasáis
tanto tiempo leyendo y escribiendo, que no tenéis tiempo para saber de mujeres
ni de la vida. Me refiero a la vida real, no a la vida como un ideal, como un
ensueño, que es lo que manejáis los escritores casi siempre.
--Quieres decir algunos, pues otros sólo saben escribir de esos dos temas.
--Es cierto, pero la mayoría de los escritores tenéis un claro defecto: para
muchos escribir es hacer más con menos. Es decir, escribís sobre lo que soñáis, y
no sobre lo que deberíais haber vivido.
--¿Estás seguro de eso?
--Lo último y me voy, es tarde. Eras un ignaro en mujeres y en la vida,
asustado y con miedo a ambos aspectos. Espero y deseo que en unos días, ya me
dirás si es así, tu visión de la vida habrá cambiado. Mejorarás escribiendo, pues
con lo que hemos hablado, eres inteligente y se te aclararán muchas ideas. Será
como si en vez de ver todo por una pequeña ventana, en parte medio tapada por
una chimenea y una lejana pared, se te hubiera abierto un gran mirador por el
que puedes contemplar un gran paisaje.
Rod se levanta. Apura el culo de aguardiente que se ha servido y del que
solamente ha tomado un sorbo.
--Nos veremos, no hay tanto sitio en las trincheras como para no
encontrarnos.
--Muchas gracias Rod. Has abierto un camino donde apenas si había una
estrecha senda. Creo que ahora mi vela arde por los dos lados y deseo que su luz
me ilumine el alma. A sus órdenes, mi capitán.
--Capitán, capitán: ¿crees que es importante para mí ese aspecto?
--Sé que no, pero lo eres mal que te pese. Te acompaño y doy una vuelta
por los puestos, y así me da el aire. Voy a empezar a estar más tiempo fuera que
escondido. Voy a hablar con los soldados. Se que muchos, sobre todo los más
jóvenes, se encuentran solos, asustados y necesitan algo de lo que hemos
hablado, el cariño y la atención de un padre que han dejado lejos.
Rod le da un golpecito de aquiescencia en el hombro, a la vez que hace un
gesto de asentimiento que Lou no puede ver. Y una mínima sonrisa de vanidad
se enciende en su rostro, al aceptar que su misión de ayudar ha llegado, espera, a
buen fin.
Y ambos salen del refugio, y se dirigen a la tercera compañía en la que el
sacerdote tiene su vivienda y en la que cada día dice misa a la que acuden
algunos, no pocos, soldados del batallón.
La noche hace horas que ha apagado las estrellas, hay silencio, sólo roto
por el croar de las ranas, el tímido canto de algunas aves nocturnas, y el ladrido,
lejano y lleno de respuestas, de los abundantes perros que buscan comida en el
único lugar en el la hay: las trincheras.



16.-


“El miedo es la sombra oscura contra cuyo
trasfondo aparece más multicolor y atrayente el
riesgo”.

Ernst Jünger.”Tempestades
de acero”.


Hace días que llueve sin cesar, de día y de noche. Hace un clima del que
los lugareños no recuerdan haber oído hablar. La zona de Ypres, en el West
Flanders belga, que ha sufrido ya tres grandes batallas, continua en la brega de
tal forma que no va quedando nada reconocible. A pesar de las largas y
sangrientas luchas, no se han conseguido grandes éxitos en ninguno de los dos
bandos, pero sí han causado un elevado número de bajas.
Es una zona de terreno casi de la altura del nivel del mar, y se ha
convertido en un sector devastado por el que luchan ambos bandos con un gran
encono, por estar próximo a la costa, en la que hay bases de submarinos. La
llegada de tropas canadienses --están previstas cuatro divisiones--, que van a
tratar de cambiar la suerte y avanzar en dirección a Alemania. De momento,
antes de iniciar el relevo de las unidades británicas, australianas y neocelandesas,
que han ocupado en permutas sucesivas las posiciones y se mantienen en liza,
los recién llegados se encuentran acantonados en la afueras de la villa de Ypres.
Es una ciudad que ha adquirido renombre mundial, pues en su entorno se empleó
por primera vez, apenas hace un par de años, por parte de los franceses primero
y de los alemanes después, el uso masivo de gases asfixiantes. Dada la
denominación del lugar, el gas cloro ha sido bautizado como “Yperita”,
aprovechando el nombre de la ciudad.
Las tropas del Canadá, dos de las cuatro divisiones previstas, han
llegado y se están preparando para intervenir. Van relevando a los británicos con
cierta dificultad. Desde su llegada a la zona se ven obligados a soportar la doble
lluvia que les cae, incesante e inmisericorde: cortinas de agua y de granadas de
artillería. Es evidente que los alemanes les han visto llegar, pues unas intensas e
interminables ráfagas de Shrapnel les reciben, dando cada granada una brillante
llamarada sobre sus cabezas, a poca altura, que siembran de balines cilíndricos,
enjambres silbantes que se expresan con un chirrido agudo, y caen sobre ellos
como la lluvia, golpeando por todas partes, incluido el suelo. En él se clavan con
un chasquido de tono grave sobre el barro, que los absorbe con un chapoteo y
una nubecilla de humo de evaporación. Sobre los cascos planos de los soldados,
crean un coro de estallidos metálicos, que dejan huella sobre el acero, unos
sonidos en nada parecidos a cuando golpean, desgarrando, la carne de los
soldados.
Ante su vista, desde las posiciones que van ocupando, se despliegan
bosques y llanos, en los que los árboles se encuentran en su mayoría tronchados
y desmochados, y el suelo no es más que una sucesión de cráteres repletos de
agua que se alejan hasta donde la vista se pierde, como si fuera un gigantesco
lago en el que sobresalen los bordes de tierra de cada embudo.
Más altos, en la cima de la suave, pero continua subida del terreno, en
las colinas de Messines, se encuentran las posiciones alemanas que les vigilan. A
cada movimiento que los recién llegados realizan para desplegarse, como los
alemanes les pueden observar, les obsequian con todo tipo de artillería, muy bien
dirigida, que cae en espesas cortinas justo en el punto en el que se realizan los
movimientos o las concentraciones de tropas. Las llegadas de vehículos, o los
intentos de instalar la artillería, son de inmediato saludados por la artillería
alemana con una concentración de disparos de baterías pesadas. Y lo hacen con
gran puntería sobre el lugar más idóneo para causar el máximo daño. Es por ello
que los grandes movimientos, el municionamiento, e incluso el reparto de
comida, se ha convertido en un problema que mientras se adaptan y establecen el
vivaque de las divisiones, los grandes movimientos se realizan por las noches,
oscuridad que tratan de quebrar los boches mediante un uso indiscriminado de
bengalas.
Nada más realizarse por completo el relevo con los británicos y aliados
y establecidas las unidades de reserva a sus espaldas, la monótona vida de
trincheras se instaura, mientras se prepara todo para una nueva embestida en
dirección a las posiciones de los boches, con la clara intención de aislarlos por el
oeste y evitar que tengan acceso al mar, que es uno de los objetivos de las tropas
del Kaiser.
Aviones alemanes han lanzado miles de octavillas en las que saludan a
los recién llegados. En ellas vienen los datos de las divisiones, los nombres de
los oficiales de varios niveles, y les invitan a desertar e ir a vivir en paz a
Alemania. En ella, miles de mujeres les esperan y les harán felices, lo que es
mejor que tener el agua y el barro hasta la altura de la boca, y ser acribillados por
la artillería, cuya utilización se irá incrementando a lo largo de los próximos días
si no siguen las instrucciones de los panfletos, según amenazan.
Dado el estado del suelo, un barrizal por el que resulta casi imposible
caminar, los zapadores están montando y ampliando lo ya hecho con anterioridad
por sus anteriores ocupantes, unas instalaciones provisionales, permanentemente
destruidas por la continua caída de granadas de artillería. Los alargados
armazones de madera que colocan, a modo de pasarelas, permiten moverse, con
dificultad, por la zona. Dado el estado del subsuelo, una capa freática a escasa
profundidad, apenas existe la posibilidad de excavar trincheras o refugios. En
algunos de los grandes cráteres, ya se han ahogado varios soldados al deambular
por la noche. En realidad, las afueras de la ciudad en ruinas, es más un lago en el
que sobresalen algunos puntos de zonas de barro casi intransitables.
En el sótano de una destruida casa a cierta distancia de la ciudad, el jefe
de un batallón, con sus oficiales, descansan al haber sido recién relevados al
amanecer. Han tenido una noche tranquila, rechazando dos intentos de tanteo,
que les ha permitido dar unas cabezadas, intranquilas pero aceptables. No ha
parado de llover, lo que hace casi imposible las patrullas, las infiltraciones o
cualquier otro intento de sorprenderles.
--Hasta mañana podemos descansar, lo que no es despreciable. --Indica
el Mayor Ralph Wellington al tiempo que quita el tapón a una botella de
Bourbon que va a compartir con sus oficiales inmediatos.
--Con este tiempo, moverse es absurdo. Lo malo es que por
aburrimiento, la artillería no cesa de disparar sin un ritmo que podamos
predecir.
Interviene el alférez Fred Nornall, un charlatán empedernido, y un
aventurero incansable. Es el único del grupo que tiene varias condecoraciones
por el valor demostrado. Voluntario como soldado con los británicos, mucho
antes de la intervención de los canadienses, lleva más de dos años combatiendo.
Ascendido sucesivamente por acciones en el combate, ha sido sucesivamente
cabo, sargento y tras un breve curso en Etaples, ha llegado a alférez. Al
intervenir los canadienses, ha sido transferido a ellos ante su solicitud. Por su
experiencia en combate, es respetado por los oficiales de más graduación.
--¿Crees que con este tiempo nos atacarán? --Pregunta el capitán Kendall
Mertell, un maestro de Vancouver.
--Ni lo podemos hacer nosotros. Si no se puede casi ni andar, difícil veo
que podamos cargar para avanzar hacia Passchendaele, que es lo que tenemos
que hacer cuando lo ordenen. --Asevera convencido el teniente Charley
Huntington, escritor y periodista en Quebec.
Es un hombre de mediana edad, el de más años del grupo. Se ha alistado
voluntariamente con la intención de encontrar ideas, adquirir experiencia y vivir
lo que serán argumentos para el libro que tiene en su inicio. La tesis de la obra,
lo ha referido varias veces, estudia de forma novelada las maldades e insensatez
de la guerra. Es por ello que toma notas con frecuencia en una libreta de la que
no se separa, y de la que cuelga, con una cadena, un lápiz. Además, manda
crónicas a su periódico de Québec con los sucesos por los que discurre la vida en
la 3ª y 4ª División de su país. Reportajes que tienen que pasar por la censura,
pero que nunca le corrigen pues sabe con claridad lo que puede y lo que no debe
decir.
Todos los reunidos llevan juntos escaso tiempo; se han conocido al
embarcar hacia Europa, recién formados los cuadros militares de las unidades,
pero desde el inicio ha existido una conjunción de personalidades que les
permiten convivir sin problemas.
--Es curioso, he de aceptar, que hemos tenido suerte en que nos hayamos
adaptado entre nosotros a convivir, algo nada fácil en ocasiones. --Indica
Charley.
Como escritor, es observador, aficionado a introducir sentencias, lanzar
ideas y provocar reacciones en los demás para que sus respuestas y aptitudes le
den situaciones que, más adelante, le sean útiles en los personajes que maneja.
--¿Tan difícil consideras que es la concordia entre adultos? Lo pregunto,
pues toda mi vida ha sido muy independiente, con escaso trato, siempre con la
armonía y el respeto reglamentario entre oficiales, pero en realidad sin
convivencia. Tomar unas copas y charlar un rato, no crea problemas, al menos
que yo sepa. ¿Por qué lo dices?
--En mi experiencia, no hay nada más duro y difícil que tener cerca, y
durante mucho tiempo, a alguien que no nos gusta, que detestamos sin poder
expresarlo con claridad, con lo que cada palabra que tenemos que decir, es algo
más pesado que mover un saco con cien kilos de grano. --¿No crees?
--Es cierto. Pero cuando se está en algún modo de comunidad que se
prologa en el tiempo, como nos va a ocurrir, hay todavía aspectos peores.
--¿Cómo cuales?
--Pues la envidia y el resentimiento. De esos aspectos sí sé algo más. Tardé
en descubrir el problema de la envidia, pues creo no ser envidioso, pero en una
ocasión, ante la conducta de un, llamémosle individuo, al que no conseguía
entender, un amigo me lo expuso, y fue cuando me di cuenta de ese sentimiento
que embarga a algunas personas. --Expone el mayor Wellington con claridad.
--La realidad, como decía mi madre, es que la envidia siempre se presenta
pálida y amarilla, pues muerde pero no come. La envidia se esconde en
muñidores, que tras su fachada aparentemente agradable, ocultan la realidad de
su personalidad de intrigantes, que traman enredos y aquellos que tratan de
amañar las cosas y las situaciones. --Indica, una vez más filosofando en su estilo
de escritor provocador de situaciones y creador de temas que quiere analizar.
Por un momento hay silencio. Cada uno da vueltas en su cabeza a las
postreras ideas que se han expuesto, y de las que algunos no tienen respuestas.
Finalmente el silencio se rompe por la intervención del más joven del grupo, que
salta a otro tema, para animar la reunión.
--Tengo algo que decirte, dilecto escritor. --Le indica Fred-- Es una idea
que podrás exponer en tu novela. ¿Te interesa?
--Todo lo que escuche, entienda y aprenda, me será útil como escritor,
pues escribir es, al fin y al cabo, penetrar en la extraña conducta de la especie
humana y exponerla a la comprensión de los demás.
Mientras, todos escuchan y beben lentamente el Bourbon, pues no es la
primera vez que el curtido alférez expone ideas que resultan entretenidas para los
presentes.
--Todo me interesa. Adelante, ¡exponlo!
--Gracias. Pues verás. Hace tiempo, antes de combatir, tenía una idea
muy romántica sobre la guerra. Era un jovencito que creía que era una aventura
que merecía la pena vivir. Pero cuando empecé a combatir, me di cuenta que el
humano es extraño, pues empecé a ver como existe, de trasfondo, una manifiesta
crueldad en algunas personas…, quizás demasiadas.
--Perdona que te interrumpa --interviene el escritor-- ¿Qué eras antes de
la guerra?
Fred se ríe, pues es la primera vez que le preguntan algo personal. Hasta
ese momento le han considerado un vulgar soldado que, bragado y con suerte, ha
ascendido por su valentía y capacidad de mando.
--Tengo terminados los estudios del primer curso de leyes, quería ser
abogado, como mi padre. Pero en realidad, me aburría con ello. Por lo que me
vine a luchar pues pensaba que era una bonita aventura. Creía que conocería
mundo, interesantes mujeres, amor libre, en fin lo que sueña un niño que se ha
hecho mayor. ¿Satisfecho?
--Tal parece. Sigue con tu idea, por favor.
--La crueldad humana que se observa en la guerra, no viene
determinada por la guerra en sí misma. Es una conclusión a la que he llegado en
más de dos años de observar la conducta de los demás. Esa manera cruel de
comportarse que tienen algunos, es algo que bastantes personas llevan dentro y
que aflora ante la situación, la libertad e irresponsabilidad que permite el
combate. ¿Te sirve para algo esa idea?
--Es una idea interesante, que no conocía --Interviene el mayor,
iniciando así una tertulia en la que, en cada ocasión, surge un tema que analizan
entre todos, aportando cada uno sus vivencias y que les ocupa las pesadas horas
de matar el tiempo en las trincheras. --Pero también tengo claro que, mientras
más se sufre, tal como vamos a hacerlo al vivir en esta situación, más
apreciaremos, más adelante, los momentos buenos que también ofrece la vida.
--Usted, que es el que más experiencia tiene, ¿cree que el sufrimiento
enseña? --Inquiere Fred al que la curiosidad siempre le tiene alerta.
--Creo ser dueño de mis silencios y, a la vez, esclavo de mis palabras.
Pero la edad le ha dado alas a mi lengua, lo que hace que a veces no sea
prudente, y diga cosas de las que después me debería arrepentir, aunque casi
nunca lo hago. Pues, ¿para qué hacerlo? Si arrepentirse no cambia lo hecho y,
además, si casi nadie escucha, y el que lo hace debe tener añadido el sentido de
entender, no sólo lo que se dice, sino también la intencionalidad del que lo dice.
--Creo entenderle. Las mismas palabras tienen, o pueden tener,
significados diferentes según el que las dice, en el momento en el que las dice, y
el estado de recepción y trasfondo del que las escucha. ¿Es así?
Insiste el alférez en la ronda de preguntas, mostrando la curiosidad de un
joven sobre la vida, en la que queda aún un rescoldo de una infantilidad que no
ha vencido del todo. Y es que le queda todavía un resto de capacidad de
sorpresa, no superada, en una paradoja clara con los momentos en que la
madurez adquirida en las trincheras se manifiesta con una espontaneidad de la
que no es consciente, pero si lo es para el mayor que vuelve a intervenir.
--Si, es lo que se llama polisemia, es decir las posibilidades de
interpretación de una palabra según el momento. Ahora, después de tantos años
que he vivido, pienso que se me habrían olvidado muchas cosas, que sería
mucho más duro y estable ante situaciones diferentes de lo habitual, pero la
realidad me indica que no he extraviado nada de lo que fui; que lo que era soy, y
que las realidades siguen iguales que cuando era un niño. Uno madura, pero en
el fondo todo sigue igual dentro de uno, aunque hayamos aprendido a
manifestarnos de forma distinta, como les ocurre a los actores de teatro, a los que
los espectadores los toman por el personaje que representan en una absurda
idealización e identificación con él.
--Ya Señor. Es cierto, hay que aprender a callar, y sé lo difícil que es,
que si lo que se va a decir sólo sirve para hacer daño, aunque sea sin esa
intención, es mejor callar. Y es lo que se nota en los envidiosos, se diga lo que se
diga, para él es algo desagradable por lo que su comentario sí lo es en realidad.
El teniente, escribiendo en su libreta las ideas que escucha, ante un
nuevo silencio, interviene echando un poco más de leña al fuego para que éste
continúe ardiendo en forma de palabras y pensamientos de los presentes.
--Es curioso ver como vamos cambiando de ideas, y surgen nuevos
temas. Todos hemos visto que hay cosas que pasan y que nos llevan a otras. Es
lo que nos ocurre en la trascendente conversación que sostenemos.
--Es como en la vida y en la felicidad. --Interviene el capitán que ha
estado escuchando casi sin intervenir.-- Personalmente pienso que cuando se
consigue un poco de felicidad, el entorno, los que te rodean o las circunstancias,
se mueven en tu contra y la destruyen.
Hay silencio ante su intervención. Han captado que tras lo dicho hay
una clara expresión de sufrimiento, de alguna lejana experiencia que no ha
olvidado. Impulsivo e imprudente, el alférez expone y pregunta:
--Señor, creo interpretar en lo que habéis dicho, que algo muy personal
y doloroso se esconde. ¿Es posible que nos ilustre con la vivencia que le hizo
daño?
El capitán Kendall Martell queda callado y circunspecto. En su interior
se arrepiente de haber abierto su corazón a algo muy íntimo y que no ha
superado a pesar del paso del tiempo. Durante unos instantes, piensa en no
explicar nada usando un ominoso silencio. Pero finalmente acepta que quizás
encuentre alivio en hablar de algo del pasado, nada cercano ya, pero que en
cierto modo le acosa por su fobia de repasarlo en una serie de ucronías en las que
se pregunta y se siente responsable al decirse. ¿Y si yo hubiera hecho...?
--Perdí a mi esposa. Debí ver que sus quejas no eran manías, sino la
expresión de un dolor que, valiente y sufrida apenas manifestaba. No la tomé en
serio, incluso en ocasiones la llamé histérica e hipocondríaca. Cuando lo que
tenía dio la cara, ya era tarde. Nunca me lo he perdonado. Y sé que en la realidad
de cada día, Dios no elige, lo hacemos cada uno de nosotros, pues esa es la poca
libertad de la que disfrutamos. Elegí mal, por eso no me puedo perdonar a mí
mismo.
--Mi capitán, es usted muy duro consigo mismo, --interviene de nuevo
el diletante alférez-- piense que los muertos en realidad viven.
--¿Cómo? --Pregunta el capitán estupefacto.
--Mi madre murió muy joven, y para mi padre seguía viva. El decía:
“Los muertos viven con amor y recuerdo”.
--Sí, es posible, pero no es lo mismo ya que...
Pero ya no tienen tiempo para hablar. La artillería alemana, con la
irregularidad que acostumbra, inicia un bombardeo masivo con el que trata de
conseguir que no puedan descansar, haciéndolo en cada ocasión en un momento
diferente. Es esa irregularidad horaria la que les obliga a estar permanentemente
en alarma, sin poder relajarse y reposar. A veces ni casi dormir, con lo que el
sueño acumulado, les vuelve agresivos y descuidados.
Sumidos en la casi oscuridad del refugio, un agujero realmente lóbrego,
con la escasa luz oscilante que proporcionan unas pocas velas metidas en las
bocas de botellas de los más diversos contenidos y orígenes, escuchan y sienten
el martilleo del tambor de la artillería pesada, en un siniestro redoble, creciente,
que no cesa. Del techo se desprenden fragmentos de pintura, trozos de yeso, y
aparecen crepitantes grietas en las paredes. En unos instantes, por ellas empiezan
a verse manchas de humedad. Las potentes vibraciones están dejando un trayecto
libre al agua que se acumula en los altos. Todo tiembla, el agua se abre camino, y
empieza a rezumar humedad por todos lados. En un rato todo parece estar
empapado por un desagradable goteo que se acompaña de cientos de insectos y
escarabajos que huyen del exterior y que entran por todos los resquicios o salen
de los lugares en los que estaban escondidos. Docenas de ratas y topos aparecen
desde cualquier rincón, cruzando la habitación en busca de utópicos lugares más
seguros. Lo que el primer día fue un tanto molesto, y les obligaba a luchar con
las palas de zapa contra las invasiones, ha dejado de preocuparles y no se
mueven. Han aceptado que esos animales no tienen una conducta diferente de la
propia, pues sólo buscan el rincón más protegido, impulsados por algo que les es
común con ellos: el instinto de supervivencia.
Charley, el escritor, despreciando el peligro, aislando su mente sobre lo
que ocurre, saca su libreta y el lápiz y acercando una de las velas, empieza a
escribir, exponiendo sus consideraciones sobre lo que ve, percibe, siente y
observa en los demás en ese angustioso momento:

“…escondidos en un sótano, la artillería pesada ha empezado a caer
sobre nosotros. Nos ha interrumpido una grata conversación sobre la maldad
del humano y las miserias que siempre o nos acompañan o nosotros nos gusta
llevar a cuestas. Son ideas, todas las expuestas, muy interesantes Tenemos
miedo, pues no sólo lo veo, sino que lo huelo. Hay explosiones que lo hacen tan
cerca, que todo se mueve en el sótano, y los presentes, aunque no lo digan ni lo
muestren, se aferran a la vida como los locos a las rejas de sus celdas. La
Muerte, alta y esquelética, nos ronda aunque no la veamos y, tal como es, una
mentirosa que se presenta como amiga liberadora, nos vigila ansiosa para
tomarnos en sus descarnados brazos, con una mueca cadavérica en la que
quiere mostrar la falsa protección que nos ofrece, una salvaguarda engañosa
como siempre.
El tamborileo, grave y brusco, no cesa. El temor crece, lo leo en las
caras de todos; supongo que también se mostrará en la mía que no puedo ver.
Noto que el tiempo pasa, pero la vida sigue aquí abajo, pendientes de la maza
que golpea, sin cesar, sobre el enorme tambor que nos cubre. Tal como lo veo
con la imaginación, tiene que ser un gigantesco bombo lo que escuchamos al ser
golpeado por encima de nosotros. Y cada uno, deseando intuyo, que el siguiente
golpe sobre el parche de piedra y tierra en el estamos metidos, justamente sobre
nuestras cabezas, no sea el lugar elegido para caer una vez más...”

Se establece de nuevo el silencio. Parece que el diluvio de granadas ha
cesado. Pero por un momento todos se quedan quietos. Ya conocen la costumbre
de cesar el fuego por unos instantes, y reanudarlo cogiendo a los impacientes y
nerviosos al salir de los refugios, en una broma de mal gusto, pero muy de moda
entre los artilleros.
Cuando transcurre un tiempo prudencial, todos abandonan el refugio
para ver si ha habido algún efecto sobre las tropas que se encuentran repartidas
por diversos sitios del derredor. El sargento Regnar Wegess, ya se encuentra
llamando y comprobando el estado de los hombres. A él se suman los oficiales
que, uno a uno, van subiendo las escaleras y salen del edificio. Hay varios
heridos que sanitarios y camilleros empiezan a atender. Un nuevo y lejano
tamborileo, se deja escuchar.
--¡Todos a cubierto! Evacuad a los heridos a los puestos de asistencia. --
Grita el mayor.
Y de nuevo, con una habilidad que sólo se aprende y ejerce cuando se
está en peligro real, todos desaparecen en los sitios más inverosímiles. Todos se
pegan al suelo en un abrazo de amantes, pero el silbido ululante de las granadas
discurre por encima de las cabezas para ir a caer más a retaguardia, lo que les
tranquiliza. Los camilleros, inclinados, casi agachados mientras avanzan, se
dirigen con los heridos hacia retaguardia, al punto de recogida de heridos, primer
paso en la cadena quirúrgica que les alejará hacia lejos del frente, hacia los
hospitales móviles de segundo escalón.
Pero el fuego, que no dura mucho, se ha corrido hacia atrás y va
realizando un barrido de izquierda a derecha que tras hacerlo en un amplio
abanico, desaparece.
De nuevo en el refugio, no queda nada del ambiente anterior. El tema
que se trataba ha sido olvidado. Y sólo por el Burbon, en un nuevo y amplio
reparto, cubre un silencio en el que cada uno digiere, como puede, el miedo que
ha pasado. Solamente el teniente Huntinton, en un esfuerzo que el ligero temblor
de sus manos no oculta, está volviendo a rellenar con apuntes todas las ideas que
se han acumulado en su mente durante el incidente.
Al amanecer todo el sector se pone en movimiento. Han llegado órdenes
tan concretas como apremiantes que hay que realizar. El movimiento de todos
los sectores, han de dirigir el esfuerzo para tomar el pueblecito que, a escasa
distancia hacia el norte, espera a los que logren llegar hasta ella. Es la villa de
Passchendaele, en la que se han hecho fuerte los alemanes, y que ahora hay que
tomar, para aliviar presiones alemanas en otros sectores del amplio fuerte.
Mientras los suboficiales, una vez dadas las órdenes, ponen en marcha
todo el movimiento que empezará al anochecer para ocupar las primeras líneas,
los oficiales se vuelven a reunir en el lugar que vienen haciéndolo desde que
llegaron hace unos escasos días.
--Tengo noticias que me acaba de decir un teniente de otro batallón y
que es de mi ciudad. Está en transmisiones y la ha leído en Morse. Iba para el
general, pero no traía el marchamo de “Secreto”. --Indica el capitán Kendall.
--No te hagas el interesante y cuenta. --Indica el Mayor.
--Según esas noticias, el primer contingente americano, con unos
180.000 hombres, se encuentra a punto de desembarcar o lo está haciendo. El
segundo, con otros tantos, lo hará en dos o tres días.
--Es una buena noticia, pero no nos afectará para nada, pues me temo
que en cuanto estemos bien asentados en primera línea y tengamos todo el
material que falta por llegar, tendremos que empezar la ofensiva. --Acepta y
expone sus ideas el mayor. --Sí, eso está claro. Ahora los americanos
irán a Etaples, como hicimos nosotros, para aclimatarse, armarse y organizarse,
incorporar a todos lo que vayan llegando. Se dice que el primer grupo es de un
millón de hombres. Para cuando vayan a actuar, sabe Dios dónde andaremos.
--Mejor es que no pensemos para nada en esas cosas. Brindemos, pues
todavía tenemos una sana bebida que nos hace olvidar. ¡A la salud de todos! --
Indica el mayor alzando uno de los vasos robados en una cantina.
Y los elevan y los apuran.
--Hay algo que quisiera preguntarle al teniente.
--Adelante. Pregunta, pregunta, que para mentir siempre hay tiempo --
responde Charley, dejando el lápiz al lado de la libreta.
--¿Cómo es que siempre llevas un arma larga en vez de empuñar la
pistola?
--Todo tiene explicación, no me fió de las armas cortas por un sueño
que tengo hace tiempo.
--¿Nos lo cuentas?
--No veo la razón para no hacerlo.
--Pues empieza, “no hagas hoy lo que puede ser mejor hacerlo mañana”.
--Indica lleno de sorna el alférez que tiene la costumbre de tergiversar frases
coloquiales.
--Pues veréis, es algo raro, quizás debería consultar con un psiquiatra,
pero si pido permiso para ello vais a creer que lo hago para irme una temporada
y disfrutar del permiso que le sacaría al psiquiatra inventando historias que,
como escritor, podría elucubrar, adornar e intentar engañarlo haciéndome pasar
por un loco no peligroso.
Durante un momento todos se ríen, pues han escuchado casos en los
que, oficiales y soldados lo han sufrido, y otros lo simulaban con mayor o menor
éxito.
--Cuenta, cuenta.
--Pues sueño que avanzo sobre el enemigo, por tierra de nadie, delante
de mis muchachos. Llevo la pistola en la mano, y veo que viene un boche, con la
bayoneta por delante en mi dirección. Levanto la pistola, le apunto y disparo. La
bala sale del cañón y cae a un metro delante de mí, sin fuerza. Vuelvo a disparar
y ocurre lo mismo. El alemán se me echa encima, disparo otra vez, con el mismo
resultado y siento que la bayoneta penetra en mi pecho y me despierto
angustiado.
Hay silencio. El sueño les ha llamado la atención. El mayor indica:
--Déjame tu Colt.
Charley lo saca de la funda y se lo entrega. Con él en la mano sale del
refugio y un momento después escuchan tres disparos seguidos, con breves
espacios entre ellos. Al cabo regresa, le entrega el arma antes de decir con
expresión de sorpresa.
--Funciona muy bien. Eso es un complejo, debes olvidarlo.
--Sí, eso pienso, pero es que se repite casi todas las noches.
--Pues no pienso darte permiso para que te vayas. Es una historia bonita,
divertida para que la escribas en tu libro y le dediques un capítulo a esas cosas
que ahora empieza a llamar algo así como psicosis de guerra o algo por el estilo.
--He oído que le dicen neurosis de guerra.
--Neurosis, psicosis, ¿qué más da? Si apenas sabemos lo que significan.
--Es cierto, sólo son palabras de los “loqueros”, para poner una etiqueta
a los que van a verles y les encuentran que están “piraos”.
--Yo diría, sobre ti, que es un complejo de inseguridad en ti mismo. --
Añade el capitán.-- Quiero recordar, que una vez leí algo por el estilo, y le
llamaban complejo de castración o algo así, quizás frustración. Y la explicación
estaba en algo que había pasado de niño. ¡Vaya usted a saber! Escasez de pecho
de su madre, un juguete que le negaron, su primer amor fallido pues la chica
prefería a su vecino de pupitre. ¡Tantas cosas nos pueden castrar!
--Un tiro entre las piernas, o la metralla. -- Dice el alférez entre
carcajadas, pues es de las primeras veces en su vida que ha bebido con cierta
amplitud y se le nota muy optimista y desenfadado.
--Ya, ya, alférez, eso lo hemos pensado todos sin tener que expresarlo.
--Perdone Mayor. Era una conjetura que sobraba.
--Es posible que sólo sea una manía; pero por si las moscas, prefiero
llevar esta carabina, que me da más seguridad.
--Allá tú con tus fobias, pues todos las tenemos. Recuerdo, de niño, que
había un compañero de colegio que tenía miedo a montar en bicicleta. Su padre
se empeñó en que tenía que hacerlo. En mala hora, pobrecillo.
--¿Qué le pasó? --Inquieren todos a la vez. --¿Se mató?
--No. No hubo manera, nunca aprendió. Se perdía todas las excursiones
con las chicas, las fiestas que dábamos, y muchas otras cosas que hacíamos
yendo en bicicleta, excursiones, ir a nadar a un río, pescar, en fin, esas cosas.
Siempre fue un poco desgraciado por esos miedos que tenía a casi todo. Y por
eso el sigue en Canadá, y yo, muy valiente, estoy aquí en cierto modo haciendo
el tonto pues, me pregunto varias veces al día: ¿qué se me ha perdido a mí aquí?
--Pues pasártelo bien como todos nosotros, y además con nuestra
compañía.
--Sí, es una justificación..., que cada día me convence menos.
--Una vez leí algo así como, se refería a los soldados de Napoleón, creo
recordar, que los veteranos se quitan las obsesiones y el miedo con cierta
facilidad, pues han aceptado la posibilidad de morir en cualquier momento. Pero
los novatos, los que no han entrado nunca en combate, no pueden apartarlas pues
se les convierten en pesadillas. ¡O sea! Que no eres más que un novato como
todos nosotros que todavía no hemos recibido el bautizo de sangre.
--Pues será eso. Os he dicho lo que sueño. Lo demás son presunciones
ajenas a mi realidad. --¿No cree, Mayor?
--Ni idea de esas cosas. Sólo sé que, si tengo que combatir, tendré que
hacerlo. Lo demás me tiene sin cuidado. La vida es como es, huir no resuelve
nada. Como escribiera Nietzche: “Quien tiene un porqué para vivir, encontrará
casi siempre el cómo". Por tanto, luchemos para sobrevivir.
Y el grupo sigue bebiendo. Han traído otras botellas y siguen
comentando aspectos con los que se distraen mientras el reloj avanza. Se acerca
la hora de moverse toda la división hacia el frente para preparar las operaciones
de avance hacia Passchendaele. En el fondo de todos ellos, aunque el alcohol lo
intente tapar con escaso éxito, hay un claro miedo a lo que saben que tendrán
que hacer en unos escasos días. Y ese temor es patente en la conducta de todos
ellos.


***

Ha pasado una semana durante la cual no ha dejado de llover. El
terreno, muy bajo, casi a la altura del mar, no es capaz de absorber toda el agua
que día tras día cae sobre la zona. Es una situación climatológica inédita, que los
habitantes de la zona no han conocido jamás.
Pero las órdenes del Cuartel General y el Estado Mayor, distribuidas a
través del Cuerpo de Ejercito a las Divisiones, son terminantes. Absurdas, pero
terminantes. En ellas vienen expresadas las fechas y horarios de la preparación
artillera y el ataque masivo en todo el frente a las 05,00 horas, justo al amanecer
del día indicado. A esa hora, indican las órdenes, el enemigo tendrá el sol de
cara, lo que facilitará el avance al estar deslumbrados.
En el inundado refugio de primera línea, realmente un galpón
conseguido elevando el terreno con sacos terreros, se han reunido oficiales y
jefes para ajustar y coordinar el ataque. Han leído las instrucciones que les
acaban de llegar, y todos han tenido las frentes fruncidas en un manifiesto gesto
de estupor.
--¿Cómo va a tener el enemigo el sol de frente, si el cielo se encuentra
cubierto de nubes desde hace semanas y no cesa de llover? --Indica uno de los
coroneles presentes, el grado máximo, invitando con ello a sus inferiores para
que puedan dar opiniones sin incurrir en alguna de las figuras penales que el
reglamento considera punitivas para comentarios sobre órdenes y otras muchas
posibilidades de desacuerdo.
--Permiso para hablar, mi Coronel. --Interviene el siempre poco
diplomático Mayor Ralph Wellinton.
--Permiso para todos. Hablad con tranquilidad, todos estamos en el
mismo barco.
--Gracias mi coronel. Me pregunto ante lo del sol, si el Estado Mayor
sabe algo sobre el estado del tiempo de ese día, que nosotros no sabemos.
--Le entiendo. Si hoy no se puede andar, sí harían falta varias semanas
para que con mucho sol el suelo se endureciera, al menos un poco. ¿Cómo
vamos a avanzar a la bayoneta frente a un enemigo que está atrincherado, bien
cubierto por los parapetos y encima más alto que nosotros? --Se adelanta al
pensamiento del mayor el coronel.
--Me recuerda a los errores de Gallipoli. Claro que al menos allí, el
suelo estaba duro y se podía caminar, pero había que hacerlo cuesta arriba, de tal
modo, que los turcos acertaban, matando o hiriendo, a los soldados nada más
asomarse en la trinchera.
--¿Estuvo usted allí? --Pregunta el coronel al capitán que ha expresado
la similitud de situaciones.
--Sí, Señoría. Todavía no sé como estoy vivo. Bueno, sí. Estaba en la
tercera oleada, y no llegamos a salir.
--Mejor es que no hablemos de aquel caos de... Lo dicho, pasemos a lo
nuestro.
Hay una aceptación clara de lo irracional de las órdenes, pero por los
gestos unánimes queda claro que hay además una larvada crítica a algo no
demasiado lejano en el tiempo, aunque sí en el espacio, como Gallipoli y otros
errores similares, que han conllevado el sacrificio de miles de hombres jóvenes
sin el menor beneficio para el curso de la guerra.
Durante horas se discute, se hacen planes, se tranzan rutas sobre mapas,
tratando de aprovechar lo que saben a priori que es inutilizable, pues todo es un
enorme lago, sobre los que los zapadores han tendido y tienden cada día unos
estrechos pasos aprovechando cajas de municiones, troncos de árboles, tablas,
piedras y cualquier objeto que pueda sobresalir del agua o cubrir el barro dando
un punto de apoyo. Sobre ellos se apoyan largas piezas de madera paralelas,
sobre las que, transversalmente se sujetan tablas planas, a modo de tojinos, sobre
las que se camina sobre los cráteres, salvando, cráteres y embudos, lo que es
más una teoría que una realidad para la mayoría de los tramos, que es lo que
piensan todos.
--Creo, --indica un capitán-- que el uso de cortinas de humo serían una
ayuda.
--Está previsto.
--Además --insiste el capitán-- pienso que los soldados deberían llevar
granadas de humo para ayudarse en los puntos en los que el humo sea escaso.
--Se hará. Tomo nota de su propuesta.
Finalmente se deshace la reunión, y cada grupo marcha hacia sus
unidades. El coronel de más antigüedad hace un escrito al Estado Mayor
exponiendo las dificultades que puede ver de forma objetiva. Hay unanimidad
que va a ser una hecatombe, con un sacrificio manifiesto de las vidas de todos
los que, obligados, tengan que avanzar los más de trescientos metros que separan
las trincheras, hasta tropezar con las diversas líneas de alambradas y caballos de
Frisia que, espesas e intrincadas, jalonan en varias líneas sucesivas el tramo
anterior a las trincheras. Y todo ello tendrán que hacerlo chapoteando,
hundiéndose en los embudos, resbalando a cada paso, en medio de un aluvión de
balas con las que las numerosas ametralladoras alemanas les recibirán. La
presencia y utilización masiva de las armas automáticas por parte de los
alemanes, es una constante que ya conocen. Colocadas en puntos altos, y
alineadas para un fuego cruzado, barrerán a todos los que avancen. Y además se
enfrentarán con las granadas de mano de palo, que llegan más lejos, los disparos
de fusil y el tiro curvo de los morteros de trinchera. Incluso el uso del humo no
servirá de gran cosa, pues dado el tiempo que llevan los alemanes atrincherados,
tienen las cotas y el recorrido perfectamente señalado para disparar incluso a
ciegas, con el máximo éxito.


***

Han pasado dos semanas sin que la orden de avance se produzca. Los
mandos de la División han logrado que los generales y los miembros de Estado
Mayor, hayan hecho una fugaz visita al frente, comprobando en directo la
realidad de lo que se les ha indicado. Todo queda pendiente de una mejora,
limitada en la espera, a que el clima mejore. Un progreso que se aprecia
paulatinamente en forma de menor intensidad de lluvia, pero el terreno se
mantiene igual en la práctica: una extensa superficie de barro y agua sucia que la
capa freática, casi a ras del suelo, no es capaz de absorber. Han intentado
excavar trincheras, pero es inútil, solo hay agua y barro detrás de cada golpe de
pico o palada. Hay problemas añadidos de abastecimiento. Los camiones y
carros se hunden en el barro hasta los ejes y sólo mediante una lucha y una
voluntad sobrehumana, consiguen llevar parte de lo necesario al lugar en el que
se le necesita.
Cuando llega la orden de ataque y empieza la preparación artillera, en
realidad nada ha cambiado. Una vez más, el error que tantas veces han
denunciado los combatientes, se repite: desde que termina la artillería de batir las
trincheras, hasta que se produce la acción que más teme la infantería, el “salto de
la trinchera”, ha transcurrido un tiempo suficiente para que los alemanes estén,
salidos de sus refugios, ocupando sus puestos y esperando el avance.
Son días y días de combates inciertos, de avances y retrocesos, de
pequeñas batallas como la Cresta de Vimy o la Colina 70, plenas de sacrificios
de vidas que van cubriendo la tierra de nadie. La llegada de más soldados
canadienses y la actuación de tropas ANZAC y británicas, con nuevas cargas, va
logrando un avance, lento, irregular, alcanzando cotas más altas y secas, hasta
conseguir ocupar Passchendaele, una villa de la que no queda piedra sobre
piedra, pareciendo en su conjunto un rostro comido por la viruela de cráteres que
ha creado la artillería pesada.
Entre el inicio y el final de la batalla, y por ambas partes, el número de
bajas tiene muchos, demasiados dígitos. Pero, como en el parte de guerra expone
el Comandante en Jefe británico, el controvertido Sir Douglas Haig: “se ha
conseguido una gran victoria, gracias al sacrificio y la heroica actuación de esos
hombres cuya acción jamás será olvidada”. Un Comandante en Jefe cuyas dos
batallas más conocidas: Somme e Passchendaele, fueron las más sangrientas e
inútiles de toda la guerra.
Sin embargo, el pequeño avance sobre el terreno, visto en los mapas se
muestra representado por unos centímetros, ha costado, entre ambos bandos, más
de medio millón de bajas.




17.-



“Si queremos vivir, no siempre podemos
elegir. Sobre todo sí, para sobrevivir, se hace
necesario y obligatorio aceptar que el fin
justifica los medios a emplear”.
J. I. V. M.


París. La ciudad de la luz parece no darse cuenta, al menos demasiado,
de lo que acontece no excesivamente lejos, en el norte. Sigue existiendo la
alegría que siempre le ha caracterizado. Sin embargo, las noches son más
oscuras. Hay un temor, justificado, a las incursiones de dirigibles. Por el Sena,
barcazas llevan pasajeros, sobre todo militares, que miran a todos lados tratando
de no perderse nada de lo que, a entrambas orillas, discurre lentamente. Quieren,
si sobreviven, llevarse un recuerdo del lugar al que han llegado, más por
casualidad, que por intencionalidad y son conscientes que es posible que nunca
vuelvan.
Lewis, traqueteado por el tren que le lleva a la ciudad en la que piensa
descansar y contactar para nuevas misiones, espera pacientemente a que el tren
abandone la vía muerta en la que permanece desde hace un rato, mientras pasan
trenes militares cargados de “poilus”, tropas inglesas y unidades de la
“Commonwealth”, australianos y neozelandeses que han estado y permanecido
por un tiempo en Gallipoli y otros puntos de extremo oriente. Ha podido ver los
inconfundibles sombreros militares americanos, de amplia ala y barbuquejo
apoyado en la nuca, lo que le ha causado sorpresa. Y se pregunta: ¿Están
llegando los americanos como hace tiempo se sospecha que van a intervenir?
Mientras los ve pasar, mentalmente suma y comprende que son miles de
hombres y toneladas de material, los que marchan hacia el frente. Hay rumores,
hasta en el tren lo ha escuchado, que los americanos van a entrar en la guerra, y
el ver esos sombreros le hace comprender que son observadores que empiezan a
estudiar el terreno y otros aspectos del frente.
Y la intervención de los americanos, en gran parte se debe a errores de los
submarinos alemanes, el “arma asesina”, como le llaman, que han hundido
barcos de aquel país que era oficialmente neutral, aunque no lo sea en realidad,
Los hundimientos le han dando el pretexto a Woodrow Wilson para entrar en
guerra. Y, como puede ver pasar, ya están recibiendo los aliados ingentes
cantidades de material, lo que le llena de zozobra, pues lo que ve de forma
manifiesta y descarada en trenes, va a cambiar el curso de la guerra.
Vestido de paisano, ha abandonado el uniforme, lleva una
documentación de periodista americano que, supone, no despertará sorpresas. El
estuche, con la gran cámara y numerosas bombillas de flash, es harto elocuente
ante un control que pueda encontrar. Finalmente, cuando se encuentra más
distraído y adaptado a esperar, unos pitidos de la locomotora, anteceden al
primer tirón y los sucesivos que acaban poniendo en marcha el tren que le
llevará a la estación, el Gare St. Lazare, su punto de destino, del que queda ya
escaso tiempo para llegar.
La estación se encuentra llena de militares. Hay dos trenes más que
están atestándose de soldados. Hay una manifiesta mescolanza de uniformes, el
discreto caqui de los anglosajones de allende el mar, y el colorido, absurdo para
la guerra, de las tropas francesas. Pero por primera vez puede ver indios, con sus
turbantes, mezclados con sudaneses y soldados de otras zonas africanas. Y
vuelve a estar intranquilo sobre la evolución de la guerra en no demasiado
tiempo. Abandona el compartimento cuando el tren se detiene y avanza, entre las
personas que han llenado el tren, hacia la salida. Puede observar que hay un
rígido control a la salida. Varios gendarmes piden la documentación, y cercanos,
pendientes del paso, otro grupo, permanece dispuesto a intervenir llegado el
caso. Decidido, con seguridad, avanza adelantando a los que, demasiado
cargados, se retrasan en el paso.
Entrega la documentación, les habla exclusivamente en ingles imitando
el acento americano, muestra su exiguo equipaje, que es registrado a conciencia
y, al fin, le dejan paso franco. Avanza, dispuesto para coger un taxi, pero no hay
ninguno a la salida, por lo que camina tranquilo hasta poder cruzar el Boulevard
Haussmann y alcanzar, cuando pueda, los Campos Elíseos. Pero debe intentar
primero, establecer un contacto en un bar próximo a La Madeleine. Es el lugar
en el que deben reponerle fondos, muy limitados por su constante actividad y
recibir instrucciones para los próximos meses.
Cuando localiza el bar, observa los alrededores en busca de alguna señal
de peligro. No hay nada extraño. Sobre el cartel que le distingue: “Chez Pierrot”,
no ondea ningún trozo de tela roja, indicativo de alarma. Penetra y se dirige a la
barra.
--Me pone un “pernet” --Pide usando la contraseña de pronunciar mal el
nombre de la bebida.
--Monsieur, querrá decir un Pernod.
--Perdone, quería decir un vaso de agua con Absenta.
--Sí, ahora le entiendo. ¿De dónde viene?
--Del infierno.
--Está claro. Es todo un infierno. Bienvenido. Tome la bebida, y
discretamente, vaya en dirección al servicio, pero suba por la escalera que hay
poco antes de llegar a él, hasta el piso de arriba y espere allí.
Lewis lo hace como le han dicho. Sube la escalera, y penetra en una sala
en la que sólo ve a un hombre, de grandes mostachos que lee un periódico.
Saluda y avanza hacia el centro, pero apenas puede dar dos pasos. Siente en la
nuca el frío del cañón de un revólver y una voz, conminativa que le
indica:
--Suba los brazos, señor, o le vuelo la cabeza. Queda detenido en nombre
de la República francesa. Somos agentes del Deuxième Bureau.
--¿Por qué?
--Por espiar a favor de Alemania.
--Estáis equivocados pero, es sabido, que en un momento, se vive o se
marcha una vida. --Indica con el claro cinismo que siempre ha tenido y que
muestra en casi todas las situaciones de su vida.
--¿Qué ha dicho?
--Nada que la cabeza hueca de un policía francés pueda entender. No llevo
armas. Nunca a las llevo.
Lewis alza los brazos y acepta que, lo que tantas veces ha sido su
pesadilla, ha llegado. Le registran sin encontrar nada. En la maleta sólo hay ropa
y el equipo fotográfico. Pero la documentación, demasiado perfecta según le
dicen, les despierta sospechas, aunque como le comentan, da igual pues saben
que espía a favor de Alemania.
Mientras lo esposan, le indican:
--Llevamos semanas esperándole. El dueño del bar y el que tenía que
esperarle aquí, fueron detenidos en una reunión. Cambiaron sus vidas por hablar.
Con usted hemos detenido ya a cinco espías y quedan dos más que sepamos de
esta red.
--No tengo ni idea de lo que me hablan. Esta dirección y la contraseña
me la ha dado una persona que he conocido en el tren al que le pregunté por un
alojamiento económico para una temporada en París.
--Sí claro. Y yo soy el Kaiser --Indica el de los grandes mostachos y la
gran boina que usan los pintores de Montmartre.
Y por un momento piensa en la realidad de lo que se le avecina. No
podrá descansar, ni divertirse en los cabarets con diferentes mujeres, como era su
idea a realizar por un tiempo. Y acepta, hace tiempo que lo ha pensado, que le
quedan unos pocos días de vida. Luchará, justificará su presencia en aquel lugar,
pero sabe, de antemano, que todo será inútil. En la guerra no hay tiempo para
tener caridad o comprensión, con desertores, traidores y espías. Y recuerda algo
que le indicaron en Berlín cuando hizo el cursillo para manejarse como espía.
“Cuando uno esté en situaciones extrañas, recordad que no habrá
mimos, ni buenos tratos. En la guerra no hay tiempo para nada, y menos con el
que resulte sospechoso de algo. Una vida humana, en la paz, no vale casi nada;
en la guerra, absolutamente nada. Cada día mueren miles de soldados, que
importa una vida más, sobre todo si es sospechoso de traición, deserción o
cualquier circunstancia que altere la credulidad del que le juzga”.
Un rato después, en un coche oficial, esposado, es conducido a la
Prisión de San Lázaro, en Vincennes, a las afueras de París[18].




18.-


“Las cosas nunca son lo que esperabas que fueran.
Nunca se conoce como van a salir. A veces casi se saben,
pero no se puede estar seguro”.


Hacía apenas dos semanas que le habían dado el grado de teniente en el
arma de artillería en la base de Etaples, y con él unos días de permiso, un
pasaporte de movilización en ferrocarril y la orden de presentarse en París para
recibir su destino en el frente. Ahora, pasado el tiempo concedido, miraba el
papel impreso y sellado que caducaba en menos de veinticuatro horas. Decide
presentarse en el Ministerio de la Guerra y recabar lo que es inexorable. Saberlo
no le hará daño en el escaso tiempo que le queda, pero le suprimirá la
incertidumbre de lo desconocido, siempre un factor de intranquilidad.
Cuando se levantan, ambos tienen claro que la realidad les empieza a
aplastar con su férrea bota, y que lo inaplazable se encuentra al alcance de la
mano, con su desabrido sabor del deber ineludible.
--Buenos días, cariño. Estas vacaciones se acaban. Sabe Dios cuando
tendremos otras. Tengo que ir a buscar mi destino. ¿Y tú?
--Lo mismo. Debo recoger el uniforme de campaña que no tengo, el arma
reglamentaria y conocer mi puesto. Supongo que me llevará toda la mañana, o
más.
--Me imagino que me ocurrirá por el estilo. ¿Dónde nos encontramos a
media tarde?
--¿Qué te parece a las seis, en la base norte de la torre Eiffel? --Indica
Wenda.-- El que llegue primero, que espere al otro. ¿De acuerdo?
--Totalmente. Y desde allí nos vamos a lo acordado.
Y ambos, poco después, se separan para encaminarse a sus obligaciones.
Han quedado en ir, por la noche, es el último día juntos, a Moulin Rouge.
Mientras se aleja, el teniente artillero Chester Potter, repasa en su mente
los acontecimientos de las dos semanas precedentes en las que, de forma
inesperada, su vida ha cambiado por completo.

***

Se han conocido en el tren, apenas hace catorce días cuando ambos han
terminado sus cursos de ascenso. Wenda Allysom, es una teniente del WSC, el
Cuerpo Femenino de Señales. Ella, venía igualmente de Etaples, la gran zona en
la que se está entrenando de forma masiva a miles de soldados, suboficiales y
oficiales de todas las armas y cuerpos, cerca de la costa.
Han sintonizado desde el primer momento en el tren. Coinciden en el
andén y se saludan rígidamente llevando la mano a la visera. Pero un momento
después, ante lo absurdo del saludo entre dos de la misma categoría, sonríen y
empiezan a hablar.
--¿Hacia Paris, teniente? --Indica Wenda.
--¿Hacia París, teniente? --Responde Chester.
Y de nuevo rompen a reír por la redundancia de los saludos.
--¿Le apetece un café mientras llega el tren? --Inquiere el artillero.
--Sinceramente sí. Es usted muy amable.
--Tenemos el mismo grado. Por tanto, apeemos el tratamiento.
--De acuerdo. Vamos allá. No creo que el tren salga a su hora. En estas
fechas, nada funciona a la hora debida.
Y toman café, y pasean por los andenes mientras el tren se retrasa.
Cuando llega y por fin parte hacia París, la conversación ha empezado a ser
menos rígida, algo más personal, sin los tópicos de las anécdotas de lo que
ambos han vivido en los zagueros meses en el campo de entrenamiento de
Etaples en el que han coincidido, y que les ha hecho salir coincidentes en la
misma promoción.
Ambos piensan de la misma manera, pues las coincidencias se acumulan,
con ligeras divergencia en puntos ínfimos de gustos. Ya en el vagón militar, en el
que se encuentran solos, sentados uno frente al otro, la conversación se desgrana
con progresivas pérdida de corsés y etiquetas, hasta alcanzar el nivel de colegas
de armas, usando a veces, en escapes, el “slang” militar, un argot propio de la
vida que llevan desde que ambos han entrado en el ejército.
Las coincidencias quedan resumidas en una frase que ella lleva en el libro
que está leyendo, y que le refirió en un momento de la larga conversación que
habían mantenido durante el aparentemente interminable viaje.
--¿Pendiente de destino?
--Ya veremos que nos concede el destino. --Responde Wenda, volviendo
a usar la misma palabra con un significado diferente.
--Eso no lo sabemos. Pero estando en guerra, cualquier cosa nos puede
suceder. Cada uno tendremos un empleo y un lugar diferente. Es algo aleatorio,
no previsto, pero que depende de muchas casualidades.
--Es cierto. ¿Crees que ganaremos la guerra?
--¿Quién lo sabe? Las verdaderas batallas no se ganan en uno u otro
lado del frente, se deben ganar en el corazón del humano, y evitar estas
matanzas, que además, no conducen a nada.
--Queda bonito --indica Wenda-- pero sólo como frase. Pero. A fin de
cuentas… ¿qué es el corazón?
--El lugar donde reside el amor. --Expone Chester Potter.
--Y… ¿Qué es el amor?
--Un sentimiento que une a dos personas sin que realmente sepan el
porqué.
--Mira lo que pone el libro que leo, sobre ello.
Wenda busca por un momento hasta que encuentra el pasaje y se lo lee
en voz alta.
--“El amor se mulle por lo que cada uno está dispuesto a abandonar
por él”.
--Tal como estamos en medio de esta debacle de la guerra, que no es
precisamente una situación de amor, estamos dispuestos a dar la vida, a
abandonarla en cuanto lleguemos al campo de batalla. ¿No es cierto?
--Lo es. Pues, sabe Dios que será de nosotros mañana.
--El mañana es nunca. --Indica filosófico Chester.-- Lo único que
importa, tal como estamos, es el presente, el ahora.
--Es una gran verdad. ¿Tienes miedo a la muerte?
--¿La muerte? Hace dos días, en el reparto de los despachos de
ascensos, el general habló de ella. Dijo un frase que se me ha quedado grababa, y
que no olvido.
--¿Qué dijo?
--Un artillero, sabe donde va a colocar el proyectil por los cálculos, la
carga, el viento, la humedad y todo eso que tenéis ahora tan fresco. Pero… ¿qué
es la muerte? Yo os lo diré. “Lo que llamamos muerte, es sólo un horizonte del
que es imposible calcular su lejanía”.
--Es cierto, es una frase muy de artilleros. Es el pensar en una posible
muerte, lo que me empuja en dos direcciones, contrarias, en mis pensamientos. --
Indica pensativa Wenda.
--Cuales son esos pensamientos.
--No te reirás, ni pensarás nada extraño, si te lo digo.
--Es lógico que se pueden pensar cosas extrañas cuando, en horas o en
días, podemos morir. Ante esa situación, nada de lo que se diga deja de tener una
gran realidad, sin posibles engaños. ¡Dilo, por favor!
--Deseo tanto amar, y el tiempo se vuelve, por la situación, contra mí. --
Comenta Wenda mientras el rubor sube a su rostro y baja los ojos con un atisbo
de vergüenza.
--Te entiendo. Pienso igual. Pero tengo miedo a amar pues, en estos
momentos, si encuentras el amor, cuando tienes todo lo que has soñado durante
años, el tiempo, la vida, las circunstancias, te lo pueden arrebatar todo.
--Peor debe ser irte sin haber llegado a conocer el amor. Creo adivinar
que no has conocido el amor. ¿Acierto? --Inquiere con expresión de sorpresa la
muchacha.
--Así es.
--Pues ya somos dos. --Se sincera Wenda.
--¡Vaya pareja que estamos! --Exclama Chester.
Durante un rato permanecen en silencio. Al cabo, se reinicia la
conversación.
--Es importante vivir, pero hay que tener una razón, también importante,
para hacerlo.
Wenda queda callada. Ambos se miran a los ojos por un momento. Al
cabo, la muchacha, indica:
--¿Es el amor una razón de suficiente peso para querer vivir, para luchar
por sobrevivir en estos momentos?
--Sí, pero hay que encontrarlo, tenerlo y conservarlo. El amor no es
como la gorra del uniforme. Si se pierde o se estropea, se tira y se saca otra del
almacén. ¿No crees?
Wenda piensa por un momento. En su interior hay una duda clara. ¿Es
él sincero en lo que dice? ¿O es una pose de varón conquistador que, como uno
de tantos soldados, trata de encontrar una chica con la que distraerse por unos
días y olvidarlo todo después? Y lanza una respuesta, contraria a lo que piensa,
para ver su reacción. Una contestación que le indicará realmente la forma de
pensar de una persona que ha conocido apenas una hora antes.
--Ya sabes, en estos momentos, el amor en muchas parejas se escribe
con minúsculas. Puede no ser verdadero amor, sino sólo sexo de circunstancias,
pues podemos morir en cualquier instante. ¿Lo ves así?
--¡Pero el amor no es una gorra! --Exclama explosivo Chester.
--¿Lo dices sinceramente?
--Sí.
--Es posible que algún día lo encuentres. No creo que sea tan difícil. --
Indica la muchacha.
Está tratando de animarlo pues, lentamente, va calando en la idiosincrasia
e incertidumbres del artillero, nada seguro en el terreno del amor. Ella es más
abierta y en la Universidad ha tratado con estudiantes y sabe bastante del juego
del amor.
--Lo difícil, --indica pensativo Chester-- es que tropieces con una persona
que te corresponda. Uno se puede enamorar de una chica, o al revés. Pero que
ella o él sientan lo mismo, ya es otra cosa. Y es mi experiencia. Me enamoré,
hace años, pero ella amaba a otro. Eso, quizás, es lo que me echa hacia atrás,
cuando conozco alguna mujer que me gusta. Huyo, pues tengo la idea de que no
me va a corresponder, y no quiero volver a sufrir. Ya lo hice bastante antaño.
--Creo que el amor se nota. --Indica Wenda--. Pero hay que estar abierto y
no salir corriendo si parece que has encontrado a tu pareja. ¿No crees?
--¿Tienes experiencia?
--Ninguna práctica; pero he leído mucho, he salido con compañeros en la
Universidad y he aprendido sobre lo que es amor, y lo que son otras cosas.
Tengo amigas que lo han vivido y son felices. Otras, cometieron errores y fueron
desgraciadas. En fin, ya sabes, las piruetas que da la ida. Al igual que intuyo en
ti, pues te voy entendiendo, soy desconfiada, independiente, y tengo miedo a
equivocarme en algo tan importante como es el amor.
--Los dos somos independientes e individualistas en nuestro modo de ser.
¿Qué crees que es ser individualista? --Inquiere Chester que por momentos se
siente atraído por la muchacha y su preclara manera de ser.
--Un individualista es aquel que piensa independiente, se comporta de esa
misma manera y carece de miedo a decir lo que piensa.
--¿Qué eras antes de enrolarte en el ejército?
--Estudiaba el último semestre de Filosofía. ¿Y tú, que hacías? --Pregunta
con igual curiosidad Wenda.
La muchacha se da cuenta, por momentos, que están pasando a un terreno
más personal, como si acabarán de descubrirse mutuamente. Se siente atraía por
el muchacho, aunque lo encuentra tímido y sin experiencia.
--Soy físico y me estaba especializando en ciencias exactas. Ya sé que soy
demasiado joven, pero si muy estudioso, y estoy haciendo ambas especialidades
al mismo tiempo.
Y Wenda suelta una carcajada. Le encaja todo lo que, de las reacciones de
él no entendía. En la Universidad de Oxford, en la que ella estudia, los
muchachos que estudian lo que el artillero que se sienta enfrente en el vagón en
el que van solos, tienen fama de retraídos, extraños, casi inabordables por las
chicas.
--¿De qué te ríes? ¿He dicho alguna tontería? --Indica ruboroso.
Wenda se alza del asiento, le besa en la mejilla, y comenta:
--Como soy individualista, hablaré sin miedo a lo que puedas pensar.
Había cosas de ti que no entendía. Pensaba que no saber nada del amor, a tu
edad, era algo que en la guerra usan muchos hombres. Pasarse por una persona
solitaria, que sufre y necesita un corazón gemelo que le ayude, es un buen truco.
Muchas mujeres caen en la trampa, y en poco tiempo son ellas las que se quedan
solas por ingenuas.
--Pero eso no explica que te rías. --¿De qué lo hacías?
--Los de tu especialidad tenéis fama de ser como tú eres.
--¿Y como somos?
--Unos despistados, medio ausentes, metidos en vuestro mundo particular
de números, un mundo un tanto indescifrable para los de otros estudios. Sois de
esos que no vais a fiestas, ni os relacionáis casi con nadie.
--Nunca lo había pensado, pero si lo dices, es que será así.
--¿Qué edad tienes?
--Veinte y dos y unos meses. --Indica tras un titubeo.
--Pareces más joven todavía. Eres un niño grande.
--¿Y tú, cuántos años tienes?
--Sólo soy un poco mayor que tú.
--Pero… ¿Cuánto?
--Dos años más. Pero eso no es un problema. Me gustas, que lo sepas, por
si me tienes miedo, que no te alejes de mí.
--Gracias. Eres un ángel.
--Me han llamado muchas cosas. Pero lo de ser un ángel, es nuevo y
original, como tú.
Y durante un rato ríen en un inicio de complicidad de pensamientos.
Empiezan a ser conscientes que pueden hablar sin tapujos, con sinceridad, pues
no hay engaños tras lo que dicen. Se dan cuenta que son reales, y no figuras de
un guiñol que muestran una cara para el público al que hacen reír, aunque en
realidad son otras personas diferentes, las que meten las manos bajo las telas que
cubren los muñecos.
Ha nacido una empatía de la que ambos son conscientes. Y es esa
aceptación, sin desconfianzas, la que les hacer reír al alcanzar un acmé de
seguridad mutua en la que los miedos empiezan a alejarse.
--¿Te molesta si fumo? --Pregunta Chester.
--No, si me invitas.
--Como no. No me he atrevido a fumar por si te molestaba el humo.
Wenda se ríe por un rato y al final indica:
--O sea, que los dos hemos estado jugando al escondite, no fumando por
miedo a molestar al otro.
--Sí. Fumo, pero puedo pasar mucho tiempo, si es necesario, sin hacerlo
como cuando voy en un tren y hay pasajeros.
Mientras habla, saca un paquete, le da un cigarrillo a la muchacha y se lo
enciende con un mechero de guerra que apenas da luminosidad.
--Vas preparado para que el enemigo no te vea.
--Me han dicho que en primera línea, un cigarrillo te puede matar por la
acción de los francotiradores.
--He oído lo mismo. Pero nunca he estado en primera línea, por lo tanto,
todo lo que sé, es de oídas.
El viaje, con largos altos por los intereses preferentes de transportes de
tropas y sus prioridades de municiones y vehículos, alarga el viaje por algunas
horas más. La conversación se prolonga, en una intimación y comunión de
pensamientos claro y manifiesto. Chester observa, cuando un convoy pasa a su
lado, la gran cantidad de material americano, que viaja en esos trenes. E intuye,
que la aceleración del curso que acaba de terminar, más corto de lo habitual,
tiene una razón teleológica, y que esa causa final, no es sino que se prepara una
gran ofensiva, y que se necesita personal preparado para cada uno de los puestos
que tendrán que funcionar. Sus conocimientos de matemáticas, han hecho que en
vez de salir lugarteniente, le hayan dado las dos estrellas, lo que le coloca como
mando en una batería, pues confían que su dirección de tiro, sea más correcta
que la de oficiales cuya preparación en el manejo de los números no sea tan
elevada.
--Como oficial de señales, ¿Cuál es tu cometido? --Pregunta
interrumpiendo el tema de la conversación.
--Muy sencillo. Interpretar las señales que se nos hacen con banderas,
heliógrafos, e incluso por teléfono y retransmitirlos, traducidos e interpretados
correctamente, a las baterías, a la aviación, a los estados mayores detrás de las
líneas, para coordinar los ataques y los movimientos de tropas, en fin, no hace
falta que te lo explique todo.
--Pero así lo entiendo un poco mejor.
--Es posible que nuestros destinos estén cerca, y podamos vernos de vez
en cuando. Quizás tengamos suerte... --Expone ella con expresión ilusionada.
--Es posible. Rogaré por ello y para que no te pase nada.
--¿Eres creyente? --Pregunta ella.
--Sí, dentro de un orden. No soy un fanático de nada. Pero creo que hay un
Dios que dirige nuestros destinos dentro de una libertad de la que cada uno
somos dueños.
--Sí, es mi postura también. Creo que es una visión adecuada y suficiente.
Y la conversación, cada vez más espontánea, y profunda, les mantiene
entretenidos durante el lento recorrido y las numerosas paradas a las que el tren,
poco importante en su misión de transporte de pasajeros, se ve sometido.
Ya en París, se alojan en el mismo hotel y en la misma habitación, sin
preguntas ni reticencias.

***

Chester es el primero en llegar al lugar acordado. Bajo la torre Eiffel, la
espera entretenido en ver el desfile de hombres de uniformes que suben y bajan.
Y no puede por menos que pensar cuantos de ellos seguirán vivos en un mes, e
incluso en una semana, si como ya adivina, por las instrucciones que ha recibido.
Hay varios puestos que atienden personas mayores, con tabaco, dulces y flores.
Compra un manojo de lilas, después de pensar cuáles serán las más adecuadas
para ella. Y, una vez más, tiene claro que hay cosas, elementales en el mundo en
el que vive, de las que no tiene ni idea, pues siempre ha vivido muy lejos,
inmerso en sus mundos trigonométricos, de ecuaciones, gráficas y fenómenos
físicos.
Cuando la ve llegar, corre hacia ella, ocultando las lilas en la espalda, que
le entrega después que ambos se besan como si se fuera a acabar el mundo.
--Son para ti.
--Gracias. Eres un sol.
--Perdona si no son las más adecuadas. Me parecían las más bonitas pues
tienen el color de tus ojos. Pero no entiendo de estas cosas. Pero va mi corazón
en ellas.
Wenda se ríe mientras ambos, apretados, hablan olvidados que docenas de
soldados les miran sorprendidos por lo que hacen dos oficiales en plena plaza
bajo la torre.
--Chester, recuerda que vamos de uniforme.
--Perdona. Como venga la MP nos pueden llamar la atención.
--¿Qué tal? ¿Dónde vas?
--A la zona del Somme. ¿Y tú?
--Seguramente, muy cerca de ti. También al Somme.
--Vamos a tomar algo, estoy cansada de caminar, ir de pie en un extraño
vehículo tirado por caballerías, y espantar moscardones con estrellas que me
invitan a cenar. ¿Tú lo vas a hacer, o debo aceptar una de esas invitaciones? --
Indica sardónica tratando de despertar una reacción clara en él.
--¿Serías capaz de dejarme sólo en París por una cena? Quizás te dejaría si
al terminar, vuelves conmigo. Si es que es por apetito, lo comprendo. --Responde
Chester que empieza a interpretar los mensajes subliminales y las provocaciones
de ella.
Wenda lo mira, antes echar a reír pues valora como, en el tiempo que
llevan juntos, el tímido muchacho que conoció, ha avanzado en descubrir que en
el mundo hay algo más que gráficas y diferenciales, y está espabilando con
rapidez.
--Es una buena respuesta. Para cuando llegues a tu destino, te manejarás
un poco mejor. Pero nada de mujeres. Te mataría con mi flamante revólver. --Y
señala la gruesa funda que cuelga de su cinturón.
--¿Lo sabes manejar?
--Mal. Sólo he disparado cinco tiros en Etaples. ¿Y tú?
--Por el estilo. Pero aprenderé en la batería a la que voy destinado. Soy el
jefe de cinco cañones de 18 libras, que no son demasiado grandes, pero muy
efectivos y rápidos. Y se les mueve con mulos, seis por cañón. Su calibre es de
3.3 pulgadas y una alcance de siete mil y pico yardas. Seguro que tengo un
sargento que lo hará muy bien, y él me enseñará a disparar con el revólver.
Deberías aprender, por si un día lo necesitas.
--No llegan muy lejos tus cañones. Vas a tener que estar relativamente
cerca de la primera línea. Sí, aprenderé a disparar. Siempre habrá algún capitán,
o tal vez un mayor de mi puesto, que estará dispuesto a enseñarme --Indica en un
claro coqueteo.
--Si crees que me vas a poner nervioso, te equivocas. Se que eres seria y
formal, pero siempre que puedes, tratas de picarme.
--Eres muy listo. Aprendes con gran rapidez, lo que es bueno en el mundo
en el que te vas a meter. ¿Dónde has estado todos estos años pasados?
--Ya lo sabes, aplanando el culo en una biblioteca. --Responde con
descaro.
Y Wenda rompe a reír ante la respuesta.
--Por cierto, me tienes que dar los datos de la ciudad en la que vas a tener
tu centro de operaciones, y te daré mi zona. Los buscamos esta noche para que,
mañana al separarnos, lo sepamos todo sobre la ciudad más cercana.
--Mira a ver cual es el convoy en el que vas hacia el norte y tu hora de
salida, a lo mejor vamos en el mismo.
--El mío es el SO-7, salgo a las doce horas.
Wenda mira sus papeles. Frunce el ceño antes de indicar.
--Mala suerte. El mío es el SO-5, y salgo a las once. Desde el Gare S.
Lazare.
--Salimos desde el mismo sitio, aunque tú más temprano. Nos vamos
juntos, y yo me quedo allí hasta que me toque. ¿Tienes pañuelos?
--¿Para qué?
--Para despedirte agitándolo y después llorar en él.
--Tienes un sentido del humor muy claro, y espabilas a toda velocidad. Me
empiezas a dar miedo. --Indica ella con socarronería.
--Es que eres una gran profesora.
Entre bromas, los dos pasean, hasta coger el metro que les lleve a
Montmartre, hasta el Boulevard de Clichy, cenar cerca del Moulins Rouge y
hablar hasta la hora del Show.





19.-


“El piloto lucha solo, y muere
igualmente en absoluta soledad”



Amanece en el aeródromo alemán. Hay un adelanto claro sobre el horario
habitual. Los pilotos entre bromas para no pensar en la eminente salida,
desayunan salchichas, puré de patatas y huevos fritos, que ayudan a pasar con
café. Klaus ha sustituido al convaleciente Whalter al mando del grupo dentro de
la jasta. Éste se encuentra en un lejano hospital, y desde hace tiempo apenas
tienen noticias de él. Saben solamente que se recupera del disparo que recibió en
el hombro, que se encuentra ansioso por volver, aunque todavía tiene
dificultades para accionar el brazo derecho, por lo que no le conceden el permiso
de vuelo. En su lugar han enviado a un novato, un teniente de escasa edad,
apenas un adolescente, Emil Dieterle, que nada más llegar, tras soportar con
buen humor las bromas de los veteranos, ha obtenido un respeto total, por su
modo de volar, su valentía y el gran dominio que tiene del arreglado avión que
fuera de Whalter, una vez que ha sido reparado de sus impactos y le han
cambiado el estallado parabrisas.
--Hace un día estupendo --Indica Klaus tras beberse el final de su taza de
café.
--Sí. El cielo, con nubes altas, nos ofrece la posibilidad de cazar unos
cuantos pichones. --Añade Axel, siempre optimista, y ansioso por combatir y
poder dibujar otro pequeño muñeco de derribo en el fuselaje, al lado del que ya
tiene.
Las instrucciones son escasas. Tienen cargado los aviones con
“flechetes[19]” que deben arrojar sobre las trincheras, o a las columnas de
soldados, observar el movimiento de tropas y material, y proteger a los
numerosos globos que se han elevado, para dar información sobre los
movimientos y zonas de espera de las tropas que cada día se van acumulando en
la retaguardia aliada aunque, como comprueban, cada vez están más adelantadas
hacia las primeras líneas. Deben buscar y situar sobre los mapas los
asentamientos de la artillería, que se confirman acusados desde hace unos días, y
un aspecto que han señalado como muy importante, localizar grandes piezas,
cubiertas por lonas y ramas, muy diseminadas a lo largo de un sector del frente,
cuya naturaleza desconocen. Es un conjunto de aspectos que hace pensar al
Cuartel General en una clara y próxima ofensiva.
Los aviones despegan, como cada día, y se elevan buscando altura para
cubrirse con las nubes, dejando por debajo, una solitaria pareja que sirva de cebo
al enemigo, aunque hace ya tiempo que, por ambas partes, realizan las mismas
trampas y éstas son cada vez menos útiles.
La Jasta, alcanzado el frente, se divide en dos grupos y cada uno realiza lo
que le han encomendado. Vuelan altos sobre las trincheras y dejan caer las
“flechetes”, tan pequeñas y silenciosas, que sorprenden a los infantes sin
cobertura, causando un buen número de bajas antes que comprendan lo que
ocurre. Cada avión descarga sobre una zona diferente, y todos los aviones lo
hacen, más o menos, al mismo tiempo, por lo que no dejan posibilidad de aviso
de unos puntos a otros de la larga y zigzagueante línea de zanjas repletas de
soldados. A continuación, bajan, relevándose, los que estaban altos en misión de
vigilancia, y arrojan las que llevan, en otras zonas diferentes.
Una vez que han descargado los centenares de proyectiles que lleva cada
avión, se aprestan al combate, pues saben que los aparatos enemigos aparecerán
en cualquier momento. Ellos han madrugado con respecto a otros días, para
intentar sorprender a los que, a esa hora, suelen pasar revista y organizar todo
para el día que se inicia. Por parejas, se internan hacia sus líneas, ascendiendo,
para esperar a los que suponen, van a llegar para derribar a cuantos globos les
sea posible.
Y los aviones aliados no se hacen esperar. Su número es poco habitual,
más del doble de los que actúan en el sector usualmente, repartidos en un amplio
frente a tres alturas, que se dirigen, con el sol a la espalda, en dirección a los
numerosos globos que, altos, informan a la artillería y detectan los movimientos,
acantonamientos de soldados y ubicación de las baterías que, cada día se
amplían en los que claramente, para los alemanes, es la preparación de una gran
ofensiva.
La Jasta, se dispone para el combate, ascendiendo tras que el jefe de la
misma, deje caer un cilindro de metal, sobre una de las bases de globo, un
sucinto mensaje informando de lo que sucede y del número de aviones con los
que se tienen que enfrentar, para que avisen a otros aeródromos de la zona, y que
acudan a ayudarles. La artillería antiaérea, localizados los aviones que vienen,
giran los cañones y se preparan para la defensa.
Las escuadrillas aliadas, ya casi por completo dotadas de los nuevos
Camel, atacan coordinados de forma clara. Un gran grupo, adelantado, se
enfrenta con los aviones, un segundo grupo, volando bajo, ametralla tratando de
deshacerse de los servidores que atienden la artillería antiaérea, y el grupo más
retrasado, se dirige directamente a los globos, de los que empiezan a saltar sus
servidores.
Hace ya semanas, que los aliados han mejorado el ataque a los globos con
nueva munición incendiaria. Están probando los “Sparklet”, cartuchos
incendiarios, más efectivos que las anteriores balas trazadoras de fósforo.
También lo hacen con las nuevas balas “Buckinhams”, en sus varios tipos,
incendiarios e incendiarios-explosivos, y el uso en prueba de los cohetes
franceses “Le Prier”, que a la aviación francesa le está dando buenos resultados.
Tal como han preparado los aliados, cada uno de los grupos realiza su
cometido. La artillería dispara contra los que vuelan en un continuo cambio de
dirección y altura pero en poco tiempo muchas de las baterías quedan mudas.
Aviones de ambos bandos combaten y, de uno y otro lado, empiezan a caer
algunos envueltos en llamas. Y los globos, explotando en medio de enormes y
rojizas llamas por la combustión del Hidrógeno, descienden ardiendo, dejando
ciego al servicio de información alemana, que debe reponerlos de inmediato,
aspecto que tardará uno o dos días, durante los cuales quedarán pocos ojos
observando lo que ocurre en la retaguardia.
Sin embargo, el Real Cuerpo Aéreo aliado tiene órdenes terminantes:
hacer el máximo de incursiones sobre los globos y destruirlos. Son cuatro o
cinco incursiones, según la distancia desde el aeródromo, sobre los globos y una
pareja de dirigibles, que envían para sustituir a los destruidos globos cautivos y
que, armados y muy altos, hacen más difícil que los aviones les alcancen, a pesar
de los intentos que realizan.
De regreso a la base, falta Axel Begertrass, al que Klaus ha visto caer en
llamas, a la vez que también lo hacia su oponente, derribado por él, en un
enfrentamiento a la misma altura y frontalmente. Media docena de pilotos de la
jasta, no han regresado. Y saben, lo que no les consuela demasiado, que un
número similar de pilotos aliados, tampoco se sentarán para la cena en el
comedor de oficiales.




19.-
“El hombre siente un extraño pudor en
manifestar su bondad”.

Maxence Van Der Meersch-. “Cuerpos y
almas”.



Molly aprieta el acelerador de la ambulancia al llegar a la zona peligrosa
próxima a su destino. No quisiera que en este momento pueda ser alcanzada la
ambulancia por los proyectiles alemanes que en cada ocasión tratan de acertar en
los vehículos cuya cruz roja es manifiesta y que, para ella, es un juego como el
del tiro en las casetas de las ferias en las que veía, de niña, disparar a su padre. A
veces se sentía como aquellos conejitos de metal que se movían y que su padre
cazaba, salvo escasos fallos, con gran habilidad. Quería llegar cuanto antes al
puesto de emergencias y quedar libre por un tiempo, un permiso que le
corresponde después de más de siete meses en los que no se ha tomado ni un día
libre, acumulándolos para poder regresar a Gran Bretaña por unas semanas. Lo
que nunca supuso fue, cuando lo indicó hace meses, que el día que lo solicitara
lo hiciera con tanta ilusión como la que tiene mientras se aproxima al hospital
militar de emergencia.
Peter Brown, por su parte, casi desde el inicio de la contienda en varios
hospitales de primera línea, lleva casi tres años en los que, voluntariamente, no
ha tomado más que un par de breves escapes a París. Ha solicitado las mismas
fechas que le han concedido a Molly, con la intención de irse juntos y casarse
con la presencia de los familiares de ambos.
Hace semanas que se han comprometido y, en los escasos ratos en los
que coinciden libres, hacen planes para un futuro que, saben, tardará tanto como
perdure la guerra.
Cuando toma la última curva, y ve las grandes tiendas de campaña y los
escasos barracones, con forma de sección de cilindro, suspira con alivio
mientras, a su lado, Edward, al tanto de todo, sonríe benévolamente
comprendiendo, lo ha vivido, las ilusiones de la muchacha que considera como a
una hija. Sin embargo, algo en su interior le tiene alarmado aunque desea que no
se confirme. Soldado profesional, de cuartel en cuartel, ha desarrollado un olfato
que en mínimas ocasiones le ha engañado. Pero prefiere callar, pues desea que
los sueños de Molly y Peter se cumplan.
Cuando gira el vehículo para colocar las puertas de atrás mirando a la
entrada de la sala de clasificación, ve venir a Peter, con paso ligero y el ceño
fruncido, un gesto que apenas le ha visto e intuye que hay complicaciones.
Detiene el motor y desciende.
--¿Qué pasa; te encuentro serio? --Le pregunta cuando todavía se está
aproximando
--Que no vamos.
--¿Te arrepientes y ya no me amas?
--¡Cómo puedes pensar algo así? Nos han anulado el permiso. Y no dan
ninguna explicación. Cuando me comunicaron mi situación, investigue la tuya, y
lo mismo. No explican nada. Sólo dice: “Denegado permiso que se podrá
solicitar más adelante”.
Edward, que lo ha escuchado desde la cabina, interviene:
--A sus órdenes, mi capitán. Si me lo permite le puedo decir el motivo.
Más que saberlo lo intuyo hace días. Como la teniente está tan ilusionada, he
preferido no decir nada.
Peter conoce perfectamente la amistad extraoficial entre su novia y el cabo
que le sirve de protección, por lo que su intromisión no le causa ninguna
reacción y sólo hace una mezcla de saludo y permiso para que hable.
--Edward, ¿Qué es lo que pasa? --Pregunta alterada Molly.
--Teniente, hay una ofensiva en unos días, y por tanto han retirado todos
los permisos. No es momento de dejar marchar un gran cirujano y una magnifica
conductora de ambulancias. Uno de los principios de la guerra es: “Si hay guerra
hay tiros, y por tanto heridos, y donde hay heridos se necesitan transportes y
médicos”.
--¿Cómo sabes lo de la ofensiva? No se ha dicho nada a nadie.
--Capitán, para usted todo el día y muchas noches operando, es difícil que
note ciertas cosas. Hace días que en retaguardia hay un movimiento de tropas y
material como nunca se ha visto. Hay mucha actividad aérea, escasa actividad
artillera por nuestra parte, y el almacén de esta base, siempre escaso, poco a
poco se va llenando de suministros de los que no se habla. ¿No cree que se esta
preparando algo?
--Sí. Debí pensarlo, mas tengo la cabeza en mis pacientes, y no he notado
nada. Claro, ahora que lo pienso. Pude ver por encima, hace unos días, que
venían médicos, enfermeras y sanitarios. Pensé que sería que, al fin, nos
concedían lo que llevamos pidiendo hace meses. De modo que esa es la causa.
--Hay más --añade Edward--. En un bosque cercano hay docenas de
ambulancias escondidas entre la vegetación. Y en el pueblo cercano, sin que
puedan salir se él, docenas de muchachas, como la señorita teniente, que se
entretienen y haraganean pendiente de órdenes.
--¿Te has escapado a ese pueblo? --Pregunta Peter.
--Yo no, pero alguien que lo hizo, lo ha contado en la cantina a los más
amigos, y ya sabe, el mejor secreto es cuando es tuyo y no se lo cuentas a nadie,
ni siquiera al que te promete no decirlo. Por eso se dice: “soy como una tumba”.
Sólo los muertos son capaces de guardar silencio.
Los tres se miran por un momento, pues les queda claro que no es un error
lo de los permisos denegados, y que la guerra, en días, va a tomar otro cariz, en
el que no van a poder ni dormir. Peter ya ha vivido la gran ofensiva del Somme,
el 1 de julio de 1916, y recuerda, aterrorizado, los miles de soldados heridos que
llegaban como si fuera el agua de un grifo bien abierto, y la imposibilidad de
atenderlos, y como morían la gran mayoría los que llegaban de verdad tocados.
Recuerda la cifras que se barajaron, unos meses después, cifras supone que
fueron cribadas por la censura. Pero se sabe que al menos, en ese primer día,
solamente en muertos, la cifra casi llegaba a los veinte mil. Y el número de
heridos superaba los treinta y seis mil. Nunca se había visto algo así. Y no
quisiera volver a vivirlo.
Y por un momento, sus manos, siempre firmes, empiezan a temblar,
mientras su memoria recuerda la ingente cantidad de cuerpos que, tapados por
una tienda puesta con esa intención, quitaba de la vista la meseta de cadáveres
que se iban colocando, unos encima de otros en una gran extensión, de los que
morían por el camino y los que lo hacían antes de poder ser intervenidos de
urgencia y los que lo hacían durante y después de una primera y elemental cura.
Eran cientos, sólo en uno de los muchos puestos de emergencia que había a
escasa distancia de la zona de combate, en el que él se encontraba.
Se dominó con rapidez, pero no con suficiente premura como para que
Molly no captara su expresión.
--¿Qué te ocurre?
-Nada. Estoy cansado. Necesitaría un café y un cigarrillo antes de volver
al quirófano. Han llegado muchos heridos por las “flechetes” de los aviones que
hicieron una incursión esta mañana bien temprano, más los heridos de siempre.
--Vamos a tomar algo. Yo debo también regresar al punto de evacuación.
Ven, Edward. Ven con nosotros.
--No señora. Es algo que tengo terminantemente prohibido. Me acercaré a
la cantina de tropa. Salimos en un momento, mi teniente, si le parece bien. No
podemos retrasarnos demasiado.
--Al menos… --indica Molly mirando el reloj-- dentro de quince minutos.
--A sus órdenes.
Y Edward saluda, cuadrándose y pateando el suelo, antes de marcharse.
La pareja, cogidos de la mano, se alejan de la ambulancia que están
lavando, para descansar por unos minutos, antes de volver cada uno a su puesto
de trabajo.




21.-


“…todos esos horrores se despiertan en él
cuando se acerca el rugiente canto de un proyectil.
No es el ojo, sino el oído, el que insinúa el Peligro, y,
con el Peligro, la idea a él ligada de la Muerte; eso
hace que le Peligro adquiera un matiz impreciso y,
por lo tanto, más amenazador”.

Ernst Jünger: “Tempestades
de acero”.



Con diversos vehículos, Chester por fin llega hasta Doullens, donde se
encuentra el estado mayor del IV Ejército Inglés al que está adscrito. Hay un
constante flujo de personal, por lo que tarda un cierto tiempo en ser recibido. Es
la primera vez que es, claramente conciente, que las dos estrellas de teniente, en
realidad no significan nada: sólo es un soldado más. Y el comprobarlo, le rebaja
a cota cero, la ínfima vanidad que experimentó al salir en su promoción entre los
primeros y ser uno de los pocos del grupo dotado con más grado que el que
esperaba. Empieza a tener claro que la realidad militar, no es lo que pensaba, y
menos en la vorágine de una guerra, lo que se incrementa aún más, ante la
perspectiva de un ataque a gran escala en escasos días. No ha sido recibido por
nadie importante, como esperaba. Un capitán de oficinas, malhumorado y
displicente, le hace los honores excusando las dificultades que existían para que
le reciba el Coronel al que debía presentarse.
Le despacha con rapidez y eficiencia. Destino, mapas de la zona, lista
de su personal y grado de adiestramiento, cadena de mando y escasos detalles
más, antes de indicarle sobre el mapa el lugar exacto en el que debe colocar la
batería y los cambios de asentamiento si tenía que avanzar o era localizado con
fuego contrabatería. Le deseó suerte y se desentendió pues otros oficiales
esperaban turno para recibir órdenes.
Es una actividad frenética la que opera. Novato como es, le hubiera
gustado preguntar más, inquirir algunos detalles complementarios, pero no pudo
encontrar con quién. El capitán era un oficinista, experto en papeleo, pero no
sabía una palabra de artillería, suministro de munición y toda una serie de
detalles que le interesaban. El plano, burdo y hecho a mano, de las líneas
telefónicas, al menos le orientaba del camino a seguir para recibir o enviar
información.
Con la mente hecha, un tanto, un caos, se pone en camino para buscar
un transporte que le adelante hacia el frente y pueda localizar la zona en la que
debe operar. El capitán no se lo ha dicho, pero pudo leer entre líneas, en la
despedida que, anexo al “buena suerte” final, iba implícito un “búsquese la vida”
para llegar hasta su destino final.
Con su equipaje en la mano, la bolsa de cuero con el material recibido
terciada sobre el pecho, y ojo avizor para encontrar un transporte, se mueve entre
pasillos, oficinas, y parque de vehículos en un continuo tráfago de llegadas y
salidas, hasta que, finalmente, puede incorporarse a un transporte que va más
allá de su lugar y que le dejará en el puesto de mando del grupo artillero que le
corresponde. En éste, más tranquilo, le recibe el coronel del que depende que,
amable y relajado, le dedica un tiempo, breve pero útil, dándole las instrucciones
precisas para su desempeño y ordena que sea llevado hasta su posición.
Chester se incorpora, tras un traqueteante viaje por vericuetos casi
intransitables, hasta el lugar en el que se encuentran las piezas y un grupo de
artilleros que toman el sol esperando al oficial que les mande. A su llegada, un
sargento los forma, pasa lista en un primer contacto y hace ojos ciegos a la
escasa uniformidad con la que los ha encontrado. Nunca ha sido muy amigo de
reprimendas, objeciones y abuso del mando. Prefiere el dialogo, el contacto
personal y un cierto grado de amistad y compresión, a una disciplina total, con la
que sabe que la colaboración nunca es tan adecuada y útil. Observa que su
postura es bien aceptada, y durante un rato, formando un grupo irregular, un
corro sentado en el suelo, responde a sus peguntas, les expone lo que sabe y por
lo que sienten una gran curiosidad y finalmente indica:
--Bien, muchachos, ya nos conocemos, vamos a organizarnos y que
colaborando todos, esta batería sea eficiente, vivamos tranquilos y lo más felices
posibles. ¿Os parece bien?
Hay unanimidad. Ese temor inicial de los soldados a un oficial nuevo,
del que no conocen nada y que puede ser, como tantos, soberbio y
excesivamente reglamentario, se ha disipado y se sienten contentos de servir a
uno que es, al menos de momento, más humano que divino como tantos se creen
por el hecho de tener unas estrellas en los hombros y un bastón bajo la axila.
--Veamos las piezas, que es lo más importante. Sargento, ¿qué sabe de
ellas?
--Son nuevas, Señor. Llegaron hace tres días. Venían con la grasa de
origen. Las hemos limpiado, accionado los mecanismos hasta que han quedado
sueltos, hemos colocado los equipos de tiro, los goniómetros, el telémetro, las
alidadas, burbuja y todo lo demás y, salvo su mejor opinión, están dispuestas
para emplazarlas en el punto que usted señale.
--Vamos a verlas. Venid todos.
Formando un grupo irregular, recorren las piezas. Chester abre y cierra
las recamaras, comprobando el ajuste exacto de los bloques y otros detalles.
Son piezas nuevas, de última generación y sospecha que no han disparado
o escasamente algún disparo en el campo de pruebas de la fabrica. La dotación
de hombres es una mezcla de artilleros veteranos, los menos y un resto de
bisoños, con escasa experiencia, a los que debe preparar y de inmediato, pues le
han hablado de fechas y no dispone de mucho tiempo para instruirlos.
--Enhorabuena a todos. Veo y les felicito por su eficiencia. Vamos a
explorar los alrededores y buscar el sitio adecuado para emplazarlas.
--Mi teniente. Permiso para hablar --Interrumpe un soldado.
--Adelante. Siempre os escucharé en lo que tengáis que decir. Os he
comentado que somos una familia, que es la mejor forma de trabajar, con
disciplina, pero entre amigos que tienen que realizar una misión.
--Soy topógrafo en mi vida civil. Por eso me han destinado a artillería,
supongo. Me he permitido estudiar los alrededores, buscando el punto adecuado
por lo poco que sé de todo esto, apenas nos han enseñado o dado unas pocas
ideas.
--Siga. Su idea puede ser muy adecuada.
--Verá, Señor. Hay una zona, allí--y señala con el dedo-- que tiene una
elevación del terreno que nos tapará un tanto de fuego contrabatería y que con
poco trabajo nos dejará hacer unas buenas cunas para los cañones, tendremos
una buena línea de tiro. ¿Si deseáis verla, os explicaré mi idea, Señor. Claro que
su opinión…
--Calle, no siga. Mis ideas pueden ser igual que las suyas, incluso mejor
las suyas, pues por su trabajo sabe más de terrenos que yo, que soy matemático.
Mis cálculos de tiro serán buenos, pues es mi fuerte, pero si su idea de
emplazamiento es correcta, como supongo, seremos una batería muy eficiente.
¡Veamos ese sitio!
La forma de hablar con ellos, en su modo abierto y personal, les esta
relajando por completo, observando que se mueven sueltos, dispuestos a
colaborar de forma espontánea. Recorren la zona indicada, y Chester capta de
inmediato lo que ha visto el topógrafo. Es un sitio ideal, pues lo que hay que
hacer habitualmente, lo tienen hecho por la naturaleza. Hay árboles a escasa
distancia, el suelo hace una elevación que permite, detrás de ella, colocar los
cañones, vaciando el suelo y creando una cuna para cada pieza, un soporte para
las cureñas que frenen el retroceso y la protección natural que ofrece el suelo,
que permitirá que el cañón apenas asome por la zona más alta.
--Es un sitio perfecto. Lo ha elegido como yo no lo hubiera conseguido.
Es usted un buen topógrafo. Es usted mi ayudante desde este momento. Alguien
más tiene alguna profesión que nos pueda ayudar.
--Soy instalador y mantengo los teléfonos en mi ciudad. ¿Si eso sirve
para algo?
--Sí, se ocupará de todas las comunicaciones. De momento, lleve la
línea, enterrándola para que no estorbe y quede protegida, hasta debajo de los
árboles, e instale allí el puesto de mando, con la plancheta, los planos y las tablas
de tiro. Vamos a empezar a preparar todo, y veremos si a la tarde podemos
realizar los primeros disparos para comprobar todo. Buscaremos un blanco
adecuado y solicitaremos a control de tiro que observe nuestra exactitud, para
ajustar los posibles errores de dirección. ¡Vamos! Todos a trabajar.
Se determina el personal de cada pieza, aceptando que los amigos queden
en la misma y, de inmediato, se mueven los cañones colocando cada uno en su
sitio, con la separación necesaria para que no se molesten unas piezas con otras.
Se excava el suelo, se asientan las piezas y se trae la munición a los lugares
idóneos para que los servidores hagan un mínimo recorrido para alimentar cada
cañón.
Es mediodía cuando tienen todo dispuesto. La línea telefónica funciona y
llega la comida, fría como siempre. A la vista, a cierta distancia que se aprecia
con los prismáticos, a ambos lados, otras baterías, realizan similares trabajos.
Una de ellas, evidentemente adelantada, realiza una serie de disparos, en una
sucesión ordenada de cada cañón, mientras ellos comen.
--Dentro de un rato, haremos lo mismo. No siempre los primeros son
mejores --indica Chester.-- De momento comamos, descansemos por un
momento, que nos lo hemos ganado y luego solicitaremos permiso y que nos
indiquen un objetivo para la primera prueba.
A primeras horas de la tarde, Chester llama al control de objetivos.
--Teniente Chester, batería S-230, solicitando hablar con dirección de tiro.
--Un momento, Le paso.
--Mayor Harrison. Adelante teniente Potter.
--Batería S-230, operativa y dispuesta para pruebas. Instalación terminada
Solicito objetivo, bajo control de tiro e información de resultados para
correcciones que puedan ser necesarias.
--Un momento y le paso coordenadas. --Hay un corto lapso de silencio en
la línea.-- Tome nota: B57 – H21. Repito: B57 – H21. Repita lo que ha tomado.
--Mayor: B57 – H21.
--Correcto. Suerte. Le veré mañana que salgo de inspección de todas las
baterías de mi zona. Hasta entonces. Estarán observando su tiro y recibirá
información sobre resultados. Son cañones nuevos, por lo que tendrá que ajustar
posiblemente algo.
--A sus órdenes, mayor.
De inmediato empieza a dar órdenes. Sobre la plancheta inicia los cálculos
de tiro: humedad, presión atmosférica, distancia, orientación de tiro y elevación
entre otros factores. Los soldados van cumpliendo las indicaciones. Es
consciente que son lentos, pero eficientes. Aproximan la munición, cargan y
cierran.
--Haremos dos descargas al menos. Una primera, nos darán datos de tiro, y
una segunda para comprobar con lo que corrijamos.
--Listos, Teniente. --Indica el sargento que vigila toda la operación.
--Tiro en secuencia desde pieza una, a la cinco. Intervalo entre disparos de
diez segundos.
--¡Fuego!
Cada pieza realiza su disparo, con el intervalo señalado de separación.
Desde el lugar en el que están, hay colinas y altos por medio, no les permiten ver
el blanco, por lo que esperan que suene el teléfono, que no tarda en hacerlo.
--Aquí control de tiro.
--Adelante. Batería S-230.
--Impactos adecuados al punto indicado. Desviación lateral, mínima, pero
clara a la derecha. Corrija para unos doscientos metros, y repita secuencia.
Chester hace cálculos y corrige la deriva de forma ínfima en todas las
piezas.
--Carguen.
--Lista pieza tres.
Las piezas cantan en desorden, conforme van estando listas y el teniente
ordena fuego.
Con el mismo ritmo que la vez anterior, las piezas disparan.
El teléfono suena momentos después.
--Aquí control de tiro.
--Adelante. Batería S-230.
--En su sitio. La pieza número dos tiene error de alcance de más de cien
metros, unos ciento cincuenta. Ha ocurrido lo mismo en las dos descargas.
Corrija y haga con ella dos disparos seguidos y a máxima velocidad. Espero.
--De inmediato.
Se hace la corrección sobre el nivel de la pieza, se efectúan dos disparos a
la máxima velocidad que los artilleros son capaces. Chester aprecia que no ha
estado mal, pero que deben hacer ejercicios para mejorar, pues el cargador, duda
en el momento de introducir el proyectil, como si tuviera miedo, por lo que los
irá cambiando hasta que encuentre a los más óptimos. El teléfono suena de
nuevo.
--Aquí control de tiro.
--Adelante. Batería S-230.
--Perfecto, pero ahora se ha quedado corto en unos cincuenta metros.
Corrija y haga un disparo.
Cuando finalmente todo queda idóneo, recogidas las vainas, y protegidas
las bocas de fuego de las piezas, Chester, satisfecho, saca de su equipaje una
botella de Whisky y la reparte entre todos,
--Vamos a celebrar el estreno y el éxito. Os felicito. Aunque tenemos que
mejorar la velocidad de carga y disparo. Somos un poco lentos. He visto
indecisión en los cargadores al meter la granada en recámara. Ya hablaremos,
ahora, disfrutemos y descansemos por un rato.
Y todos beben despacio la exigua cantidad de Whisky que les ha
correspondido.
Después, todos se dedican a mejoran las instalaciones, aumentar la
protección con sacos terreros, disimular el puesto con ramas de árboles, cavar un
pequeña trinchera y asegurar la evacuación del agua en caso de lluvia. Chester se
encuentra satisfecho. Los hombres a su mando muestran una actitud muy
positiva, a la que se une una aptitud acusada para aprender y mejorar. Quiere
tener todo perfecto para la inspección que tiene anunciada para la mañana
siguiente.
Durante el resto del tiempo, se cortan ramas, se arrancan grandes matas
verdes y ramas de árboles y con todo ello se camuflan los cañones. Algunos
soldados se han alejado un tanto para buscar. Es una zona en la que hay
profundas señales de lucha por el número de cráteres, tocones de árboles, restos
de ellos totalmente desmochados, con cuyo material se preparan vivaques y
refugios en los que poder protegerse y descansar.
Chester se siente satisfecho, El grupo es trabajador e inteligente. Su
forma de tratarlos desde el principio, es su modo de ser, está dando resultados
insospechados. Hay tranquilidad y confianza. Cualquier cosa que se les ocurre,
siempre sensatas y útiles, varios son campesinos y obreros, se las consultan y
éstas se ponen en práctica. Poco a poco, la batería se convierte en un lugar
cómodo, disimulado, que posiblemente sólo pueda ser localizada como tal desde
el aire. A cierta distancia han cavado letrinas.
La llegada de un convoy de camiones con piezas antiaéreas, de las que
dejan dos a un kilómetro de su emplazamiento. Después el grupo de transporte
se aleja hacia el oeste para dejar otras, le convence que la ofensiva sigue un
detallado plan que va colocando cada pieza en su sitio.
Por la noche, establecido los turnos de centinelas, se inicia el descanso.
Ya en su tienda, piensa en Wenda, de la que hace más de dos días no sabe nada,
ni siquiera el lugar en el que se encuentra, quizás lejos, o tal vez cerca. Pero no
puede dedicar más que unos minutos. Sonidos extraños, desconocidos, llegan
hasta la batería. Los centinelas despiertan a todos y se ponen en situación de
alarma. Pero el sonido viene de retaguardia, es ruido de motores y chirriar
metálico. Es un ruido extraño, ominoso, continuo en un mismo tono, que nunca
han escuchado, y que no se parece en nada al sonido de los vehículos, pero está
seguro que son producidos por vehículos dado que el ruido del motor, muy
fuerte, es claro, aunque de algún tipo desconocido.
Cuando una hora después, el ruido lo tiene muy cercano, y puede ver, a
no mucha distancia, los causantes del disturbio nocturno, se encamina hacia allí.
Pero no le dejan acercarse demasiado. Hay una defensa periférica de soldados
con órdenes estrictas, orden extensiva a los oficiales de las baterías cercanas, le
explica el centinela que le impide el paso. Pero puede ver media docena de
monstruos de acero, con cañones laterales, extraña forma, y una cadena muy
ancha que recorre todo el exterior.
--¿Qué son esas cosas? --Pregunta al soldado.
--Les llaman tanques, pero no sé mucho más. Por favor, mi Teniente. No
me comprometa. Aléjese. Mi sargento es un hueso, antipático, mandón y no
atiende a explicaciones.
--Gracias, buena guardia. --Le dice al tiempo que saluda y se marcha.
Y mientras recorre los trescientos metros que hay hasta su batería, es
consciente que es evidente que la ofensiva va a ser de gran calado, y que tenerlos
al lado puede suponer que los observadores alemanes, cuando los descubran, van
a concentrar el fuego de la artillería más pesada en esa zona.
Sin embargo, antes del amanecer, el ruido de motores le despierta y
observa que lentamente toda la parafernalia que acompaña a los monstruos,
verdaderos dragones de la guerra, se alejan ya en dirección al frente que apenas
dista unos seis kilómetros. Su presencia le tranquiliza en cuanto a su utilidad en
la ofensiva, pero su vecindad le ha preocupado durante las pasadas horas de la
noche. Verlos alejarse, le alivia, al tiempo que, rodeado por todos los miembros
de la batería, tiene que explicarles, no lo que sabe, que no sabe nada, sino lo que
cree que puedan ser. No muy difícil de adivinar, pero son sólo presunciones.
A media mañana, la inspección anunciada se hace visible a Chester a
través de los gemelos con los que vigila el frente. Es un grupo discreto, que
viene recorriendo el frente por la línea de baterías que hay por toda la zona.
--Revisar todo. Viene la inspección. Cada uno a su sitio. Centinela. Para
entrar que te respondan con la contraseña. Los altos jefes son muy sensibles a
esas cosas.
--Sí, mi teniente. No tengo por qué saber quienes son.
--Exacto. Recuerde, que si te piden el fusil, no lo puedes entregar,
aunque sea un general.
--Conozco todas esas cosas por mi hermano mayor, descanse en paz:
murió en Passchendaele hace ya un tiempo.
La visita del mando es breve. Felicitan a Chester de forma especial y lo
hacen extensivo para todo el grupo. Hacen fotografías del vivaque, del
asentamiento de las piezas, toman medidas de distancias y visitan las letrinas. La
felicitación se hace extensiva por la solución de todos los aspectos. Uno de los
vehículos que les acompañan, deja provisiones de ron, tabaco de fumar y mascar,
latas de comida y provisiones para unos días. Está todo previsto por el mando y
recibirán, al menos es lo que prometen, munición, provisiones y comida caliente
cada día.
Cuando los ve alejarse, Chester respira profundo. Lleva poco tiempo en
el ejército, pero sí el suficiente para saber que la lógica militar, parece carecer de
juicio en muchas ocasiones, pero en otras funciona como una máquina bien
engrasada



22.-


“La guerra nos ha echado a
perder para cualquier cosa”.

Erich María Remarque: “Sin novedad en
el frente”.


--¡Lewis Andersen!
La voz resuena con eco en los calabozos, húmedos y llenos de
desconchones. La luz es mortecina y penetra, apenas, por unos tragaluces del
techo. Unas escasas y sucias bombillas que cuelgan de unos centímetros de
cables, algunas fundidas, no mejoran la casi oscuridad del poco acogedor lugar.
Estirado sobre un jergón de paja colocado encima de una tabla que, a su
vez se apoya sobre unos salientes de ladrillos y cemento que se deshacen, reposo
sumergido en mis pensamientos. Como hago en cada ocasión, no contesto y sigo
mirando las paredes de la celda, plena de nombres, iniciales, frases y despedidas
que se han conseguido raspando la pintura. Mientras las miro, trato de extraer de
esos vestigios que no dicen nada, unas imaginarias conclusiones. Se que detrás
de cada uno de ellas hay una historia, una situación no siempre comprendida por
los que le juzgaron. Hace tiempo que sé que justicia y ley no tienen ninguna
relación. Y no sólo por las discrepancias entre letra y espíritu, entre otros
muchos aspectos, sino en razón en que siempre se puede encontrar de todo,
excepto tiempo. En las inscripciones, en una gran variedad de tipos de letras e
incluso idiomas, hay un claro sufrimiento y posiblemente la antesala de la
muerte. Puedo ver barras verticales de cuatro en cuatro, cruzadas por una
inclinada, y la serie siempre queda inconclusa, mostrando un calendario
interrumpido por el final de ese tiempo. Quizás libertad, pero casi siempre un
final ya olvidado por los que lo ejecutaron.
No es mi caso pues sé, con claridad, cuál será mi final desde el
momento en el que fui detenido hace apenas una semana. Todo lo que falta para
esa conclusión, es pura pantomima, absurda burocracia, justificación en papeles
que quedarán archivados y un día desaparecerán entre las arenas del tiempo. Sé,
y acepto que todo ese circo me conducirá, inexorablemente a algún lugar
cercano en el que dejaré de ver el cielo azul, de escuchar el piar de los pajarillos,
y el tenue susurro del viento matutino al pasar, siseando, entre las hojas de los
árboles.
Estoy preparado, siempre lo estuve desde el momento en el acepté un
trabajo extraño, fuera de lo corriente. Sin embargo, la situación ha llegado
demasiado pronto, antes de lo que había previsto.
El ruido metálico y bronco de abrir la cerradura de la puerta metálica de
la celda me retrotrae al presente desde un futuro que veo objetivo, aceptado, y en
el que vivo hace días. Veo entrar un militar con uniforme francés, tres estrellas
en las hombreras que se repiten en el kepis que corona su cabeza, debajo del cual
hay un rostro agraciado y algo malhumorado. Es alto, delgado y lo clasifico
como listo y perspicaz. En las galletas del cuello puedo ver que pertenece al
cuerpo de abogados militares. Y colijo que es mi abogado de oficio, un ingenuo
que viene a indicarme la estrategia a seguir en el Consejo de Guerra Sumarísimo
con el que me enfrentaré mañana. Y sonrío pensando que todo está ya más que
estipulado y acordado y lo que queda es cumplir con una fecha y horario legales
para que todo el proceso quede redactado y archivado con un gran sello que
diga: “CUMPLIDA LA SENTENCIA”, o algo así.
--¿No me ha escuchado?
Durante un instante le miro con expresión circunspecta, como si no
hablara conmigo. Tengo claro que no lo necesito para nada por más que traten de
imponérmelo.
--¿Es usted Lewis Andersen?
--No.
Son sólo unos momentos de duda e incertidumbre. Se vuelve y mira a
los funcionarios que permanecen en la puerta llave en mano. Éstos, con un gesto,
le confirman que es la persona que busca.
--Soy su abogado de oficio, Señor Andersen.
--Primero, no le necesito y no le acepto. En segundo lugar mi nombre es
Frank Werkelg. Soy alemán y, por tanto, su enemigo actual, aunque no lo fuera
en el pasado, ní lo sería en el futuro, todo es tan transitorio. ¿Comprende usted?
El abogado me mira con expresión de sorpresa. Sin duda traía un
concepto equivocado sobre la persona que iba a encontrar.
--Sí, le entiendo. Ya sé que el tiempo es un concepto que cambia según
las circunstancias del presente. Amigos ayer, enemigos hoy, amigos mañana.
Sigo el hilo de sus pensamientos.
He encontrado alguien, acepto, con el que pasar un rato de un cierto
nivel, Muy distinto del que he tenido con un funcionario, al que sólo, en
manifiesta caridad, sólo le preocupaba mi comodidad, mi comida, si dormía
bien, como si a las personas sólo les afectara la vida vegetativa, cuando es más
importante la vida de relación, la vida del espíritu.
--Veo que, para ser militar y en guerra, es usted inteligente.
--Soy abogado, y militar circunstancialmente.
--Sí, claro. Yo soy filósofo y espía también de forma accidental. La
vida, como sabe, en su baile aleatorio, hace esas cosas.
--Vengo para preparar su defensa en el Consejo de Guerra Sumarísimo,
le confirmo fecha y hora, que se celebrará mañana a las diez horas en el Palacio
de Justicia al que será trasladado.
--¿Defensa? ¿De qué? Si ya estoy condenado a muerte, por definición y
antes que se celebre.
--Siempre hay esperanza de ser condenado a otra pena. Ayúdeme y se
ayudará a sí mismo.
No entiendo si habla en serio o sencillamente quiere mantenerme
ilusionado con sus mentiras para que me comporte adecuadamente en el guiñol
que se prepara para el día venidero.
--¿Esperanza en un tribunal militar? Por favor, no me menosprecie. Sé
como son esos juicios.
--¿Cómo son?
--Una representación teatral establecida para cumplir el expediente.
--Eso no es cierto. He asistido a muchos. Cada caso se estudia a fondo,
se valoran las circunstancias y la existencia o no de pruebas y la legalidad de las
acciones. Hay muchos casos en los que se condena a años de prisión, a prisión
perpetua. En estos casos, como podemos aceptar, al acabar la guerra, se le
concede la libertad si no hubo delitos de sangre. Tenga fe.
--Sólo tengo fe en el final, uno que conozco y que ya he aceptado. Sólo
hay una justificación, que para Francia no existe, estoy seguro. He luchado por
mi país en la forma en la que podía hacerlo, la que se me encomendó y para la
que se me preparó. Si fuera soldado, habría luchado en las trincheras y
posiblemente estaría ya bajo tierra. Sin ese uniforme he resistido un poco más.
Ya se sabe: “las guerras lo que más producen son cementerios”, una forma muy
cara de abonar y remover la tierra.
El abogado me mira con expresión clara de conmiseración en un
aspecto, pero muy sorprendido en otro. Creo ver y leer en sus ojos que sabe y
acepta con dudas lo que le estoy diciendo. Pero observo que en sus ojos hay un
afán de lucha, pues no me ve como un cadáver. Y es él el que tiene esperanza y
quiere luchar para confirmarla, pues se sorprende de mi desprecio a ser ayudado.
--Le ruego me ayude a preparar su defensa.
--Le agradezco su interés. Pero no tengo ni fe ni esperanza. No pierda
su tiempo.
--De toda forma completaré lo que ya tengo hecho, por si mañana ha
cambiado de opinión.
--No lo haga. Usted es joven, viva su vida y no pierda el tiempo en un
caso perdido, como es mi situación. --Le indico con clara seguridad en lo que
digo.-- Mi destino está trazado.
--Nada está nunca trazado. No le puedo forzar. ¿Si le puedo ayudar en
algo, o necesita alguna cosa, dígamelo?
--Sí. Y se lo agradecería. ¿Podría traerme tabaco? Es lo único que hecho
de menos.
--Lo tenía previsto.
Abre el portafolio que trae y saca dos paquetes de tabaco y un mechero
de trinchera del que cuelga la gruesa mecha. Está cortada casi a un centímetro
del final del mechero, apreciándose que está recién cortada, pues ni siquiera ha
empezado a deshilacharse.
--Gracias por ello.
Y empiezo a reírme ante un hecho que me hace gracia, pues es tan
absurdo como tantas otras cosas como he visto en mi corta vida.
--¿De qué se ríe?
--Observo que han censurado lo que trae. Los paquetes han sido abiertos
y registrados. Y la mecha la han cortado a ras, por si intentaba ahorcarme con
ella. ¿No es así? --Y de nuevo me río ante la futilidad de algunas medidas que,
en ocasiones no rebasan la lógica, aunque sé que esa es mi lógica, que no tiene
porqué ser la de otros.
--Es usted un hombre extraño, que no me gustaría perder. Su modo de
ver la vida es también poco común. Si se dejara salvar, recibiría visitas mías sólo
para poder conocer su filosofía de la vida. ¿No tiene miedo a morir?
--Uno nace para morir, es sabido. Lo único que no se sabe es: ¿Cuándo
o dónde? Pero todo llega y hay que aceptarlo.
Mientras hablo he sacado un pitillo. Antes de encenderlo, pregunto:
--¿Le molesta si fumo?
--No. Pero si me da uno le acompaño.
Fumamos sin casi hablar. Todo está dicho. Es evidente, en su expresión
lo leo, que no tiene prisas por irse. Se ha sentado en la única silla. Estoy seguro
que considera que su compañía me consuela y ayuda, por lo que retrasa su
marcha tratando de influir en mis ideas con su presencia.
--¿Cuál es su nombre, perdone mi incorrección, pero no se lo he
preguntado.
--Jean Bletout.
--Gracias por su interés. Su presencia durante este rato, ha roto la
monotonía de la soledad del condenado a muerte que, de forma nada racional, el
humano escasamente lo es, le hacen soportar. No hay nada que justifique esa
espera, que para muchos debe ser insoportable. Pienso que sería mejor terminar
cuanto antes, pues lo más doloroso es no poder dejar de pensar, viendo que el
tiempo no discurre, o al menos parece no hacerlo, siempre asaltado por los
recuerdos.
--Sí, así es, es la crueldad de la realidad. --Acepta tras un segundo de
retraso en la respuesta.
--¿Qué cree que es la realidad? --Le pregunto.
--Algo diferente para cada persona.
--Es cierto. En mi caso lo que estoy viviendo, un aspecto muy personal
que depende del enfoque que le dé cada uno. Como filósofo, diría que es “una
semilla sembrada en una tierra de desperdicios”.
--Extraña visión. Y coincide con lo que le he dicho. Que es usted un
hombre extraño, pero en el fondo un cínico, como los de la escuela griega de
Diógenes, seguidor de Sócrates, pero carece usted de la excentricidad típica de
los cínicos. Por ello no hay en mi comentario nada peyorativo sobre usted, que
es como se interpreta el cinismo, erróneamente.
--Gracias por la explicación adjunta, que es muy aclaratoria. Pero no es
cinismo. La realidad es que hace tiempo que no sé ni siquiera cuál es la realidad.
Ni me importa, si soy sincero.
--Usted ha tenido un desengaño en algún momento de su vida que le ha
dejado una factura que no ha pagado y, estoy seguro, tampoco ha intentado
hacerlo. --No pregunta, asevera.
Quedo en silencio. Me ha sorprendido y me confirma que es un hombre
intuitivo, inteligente, sensible y bien intencionado. Pero mi vida es solamente
mía y no estoy dispuesto a compartir lo poco que me queda de ella. Pero me
calmo en mi primera reacción de contestarle mal, ante lo que aprecio de buena
voluntad por su parte.
--Es posible. ¿Quién no ha tenido algún desencanto alguna vez? Para mí
el pasado esta muerto, el presente es efímero, y carezco de futuro.
--Le hizo mucho daño una mujer. ¿Verdad?
--No. Me abrió los ojos a la realidad, lo que le agradecí al cabo del
tiempo, cuando me di cuenta que el humano confía en cosas pequeñas, que
idealiza, pero que realmente carecen de valor. Y aunque no son realmente casi
nada, ponemos un interés desmesurado, pero que ni lo merecen ni lo valen. --
Respondo con claridad, reduciendo a una frase lo que en tiempos me llevó meses
analizar y llegar a consecuencias lógicas.
Jean asiente. Mira el reloj sin disimulo, frunce el ceño y me indica.
--En cinco minutos finaliza el tiempo que por ley se me concede.
¿Quiere escuchar mi consejo final?
--Por supuesto que le escucharé. Ha sido usted educado e interesado en
mí, lo que es más de lo habitual en los demás.
--Declárese inocente. Diga que fue allá pues le dio la dirección un
amigo, pero que realmente era su primer contacto, y que no sabía para qué era.
Que sepa que no hay pruebas, salvo el ser detenido en aquél sitio. ¡Déjeme que
le defienda! ¿Le salvaré la vida!
--No es cierto eso. He usado el uniforme…
--No quiero saber nada de lo que pueda decir. Si se cree culpable, es
cosa suya. Yo considero que debo defenderle y salvarle, no hay más que un
cargo contra usted, y esa es mi visión como su abogado defensor. Sobreviva a
esta guerra injusta que ni usted ni yo hemos provocado, pero en la que nos han
envuelto, como siempre el egoísmo y la ambición de los políticos.
--¿Para qué?
--A veces yo me lo pregunto también, pues mi vida, supongo que igual
que la suya, ha sido una plegaria sin fin a un dios sin oídos.
--Expone sinceramente mostrando una faceta hasta ese momento no
visible para mí.
--Dios nos escucha a todos, aunque no siempre captemos la respuesta
que nos ofrece en nuestra terquedad y deseos. Aspectos que creemos que son lo
que nos interesa más. --Trato de animarlo yo, ya que veo que el también tiene,
como todos los humanos, su “Talón de Aquiles”.
Se abre la puerta y un funcionario indica:
--Capitán Bletout, el tiempo ha finalizado. Si nos hace el favor de salir.
--Gracias. Déme dos minutos más, por favor.
El funcionario sale sin decir nada más.
--Me marcho. Piense usted en todo lo que le he dicho. Puede sobrevivir
si me deja actuar y usted no abre la boca. Tiene toda la noche para hacerlo. Y le
he dejado tabaco para que lo piense con la lógica del que está relajado con el
tabaco. ¿Lo hará?
--Gracias. Lo pensaré. Pero recuerde que me sangran las heridas, no las
que no tengo en el cuerpo, sino las que me están apareciendo en el alma.
--Todas las heridas cicatrizan si se las cuida. ¿Lo hará?
Quedo pensativo. Se levanta y lentamente, tras darme la mano, se va
acercando a la puerta mientras no deja de mirarme como si esperara algo más de
mí.
--Adiós Jean. ¡Lo haré! Más por usted, que por mí. ¡Créame!
--Se lo agradezco. Y le entiendo su último comentario, que es de
correspondencia. Adiós. Hasta mañana. --Responde con un inicio de sonrisa que
no he visto en todo el tiempo que ha permanecido a mi lado.-- ¡Confíe en mí y
déjeme actuar! --Y realiza un saludo militar.
--Una pregunta. ¿Por qué ese interés por salvar a un enemigo que lucha
contra su país?
--Para mí no eres un enemigo. Las circunstancias así lo muestran, pero
sé, que el tiempo pasará, Francia y Alemania volverán a ser amigas, y usted, que
ha actuado por el único camino que se le abrió delante, hizo lo que consideró que
era lo que tenía que hacer. Eso me ocurre a mí: es el camino que me han
ordenado y haré cuanto pueda.
--Gracias. Es usted todo un hombre sin rencores ni sectarismos. Me ha
dado una lección que mi filosofía nunca me había mostrado. Gracias.
--A usted, por lo mucho que estoy aprendiendo.
Me vuelve a saludar militarmente, llevando la mano al kepis, golpea la
puerta y desaparece cuando ésta se abre.
La noche se me hace eterna. Quemo, más que fumo, un paquete de
cigarrillos. Las dudas sobre la conducta a seguir, me asaltan en unos impulsos
adelante y atrás, como si estuviera deshojando la margarita de la vida, llena de
pétalos contradictorios, en una paradoja continua de contrastes que me llevan a
callejones sin salida y que me obligan a volver a empezar con nuevas premisas
de silogismos que siempre me llevan a la misma vía final. Si quieres vivir, calla.
Si quieres morir, habla. Es una incógnita final que no hay manera de decantar en
el crisol que hierve con el fuego de mis dudas.
Finalmente me duermo y soy consciente de ello cuando la entrada del
funcionario de la mañana me despierta para mi aseo, acompañado de un barbero
que me afeitará para estar lo más presentable posible. Sobre el duro catre, mi
ropa de civil ha sido extendida y espera que me la ponga. Mientras me afeitan,
me pregunto: “¿Has decidido lo que quieres hacer: vivir o morir?” Y la
respuesta se me hace presente con una fuerza que no había mostrado durante la
noche: “Vivir”. Pues adelante, me digo, mientras escucho el rasgar crepitante de
la navaja que recorre mi rostro y muevo las manos medio dormidas por los
grilletes que me han puesto mientras me afeitan, para evitar el suicidio
aprovechando las circunstancias. Al menos eso dicen.
Y en mi cabeza resuena una idea que hace días he abandonado,
pensando que era la mejor manera de soportar lo que me esperaba. Ahora, sin
embargo, las palabras que se repiten iterativamente son: ¡Voy a vivir! No lo creo,
pero me aferro a la idea con todas las fuerzas y esperanzas que concede la
expectativa de lo que creía perdido para siempre.
Me trasladan al Cuartel General en un coche. Voy esposado y
franqueado por dos militares, dos motoristas por delante y otros tantos por
detrás. Y, una vez más, mi sentido del humor, no siempre vigente, se hace
corpóreo, florece en una sonrisa, que se hace densa en forma de unas carcajadas
que no puedo contener. Y la situación me hace pensar. ¿Tan importante soy? Y
no puedo contener una risa aún más escandalosa ante lo incoherente de las
circunstancias.
Los soldados y el sargento que me vigilan, me miran extrañados ante mi
hilaridad, que no logran entender dadas las circunstancias. Comprendo que se
identifican en cierto modo, y se ponen en mi lugar de ser ejecutado, los que les
aterra. Uno de ellos hace un gesto a otro que muestra lo que piensan: que estoy
perturbado. Pues que lo piensen: ¿qué sabrán ellos? , me digo mientras sigo
riendo.
Pompa y ceremonia para el consejo de guerra. Una amplia sala, con una
larga mesa y cinco butacas. Dos mesas laterales y una silla delante y alejado del
lugar que ocupará el tribunal. Con los que me vigilan quedo de pie, en una sala
desde la que puedo contemplar el local del juicio. Uniformes diferentes de todas
las armas, kepis plenos de dorados, profusión de medallas en una constelación de
colores, botas altas brillantes como espejos, con espuelas para montar en las
butacas. Y de nuevo tengo que controlar la risa mientras se saludan, estrechan las
manos y reviven viejos recuerdos en un teatro en el que, de momento, soy sólo
espectador, pero ni siquiera me han mirado. Puedo observar, desde lejos, la
pantomima, aunque trato de que no se me note la hilaridad que me causa la
payasada que contemplo.
Finalmente, cuando todos se han sentado en la larga mesa, y el fiscal y
el defensor lo hacen enfrentados a los dos lados de la sala, se inicia la sesión.
--Que pase el prisionero. --Indica el que ocupa el lugar central.
Camino hasta la silla que hay en el centro de la sala. Me liberan de los
grilletes, y dos soldados armados, uno a cada lado y atrás, me vigilan. Por un
momento coincido con la mirada con Jean y mi gesto es arto elocuente de que
colaboraré.
El Juez que ocupa el centro de la mesa, lee mi nombre, que no es el que
suponía, dirían, sino el verdadero alemán, que pensaba que no conocían, lo que
hace cambiar la ilusión de sobrevivir que me ha infundido el abogado, al que veo
que le cambia la expresión en un manifiesto gesto de sorpresa. Verifican que
acepto a mi defensor y toda una serie de vericuetos legales que no entiendo.
Después enumeran una serie de cargos de los que se me acusa. Conforme lo
escucho, comprendo que no tiene razón mi abogado al decir que todo es
circunstancial y que, en realidad, si tienen pruebas concluyentes sobre mí. No
sólo conocen mi presencia en aquel lugar en el que habían preparada una trampa.
Hay más, mucho más.
Trato de distraerme, pensando en otras cosas como medio de soportar
tanta enjundia de papeles, frases huecas, que no escucho la primera pregunta, y
me tienen que avisar para que vuelva a atender lo que me rodea:
--¿Cómo se declara el prisionero?
--Inocente, Señoría.
Y se pone en marcha, igual que se arranca un coche, el juicio según un
ritmo tan preestablecido como absurdo. El fiscal, que es el que ha tomado el
mando desde hace un momento, empieza a leer una serie de papeles que ha
sacado de una carpeta. Indica fechas, lugares y accione que coinciden con una
realidad que sólo yo creía conocer. Hay hechos que no conocen, pues no
aparecen en lo que lee. Pero acepto que realmente no importa, pues con lo que
saben es suficiente para que la condena sea la máxima.
--¿Son ciertos estos hechos que relato? --Pregunta el fiscal.
Sé que no debo contestar, según me indicó mi abogado, por lo que me
mantengo circunspecto, mirando a un punto neutro del techo, del que hace rato
no he desviado la mirada.
Jean Bletout, se alza y protesta por la pregunta del fiscal. El tribunal lo
acepta y recrimina ligeramente al fiscal por la trampa que ha realizado de
hacerme contesta, que rompe el procedimiento.
--Me excuso, Señorías.
Y prosigue su alegato.
--Quiero presentar los siguientes objetos como pruebas. Traigan el
paquete numerado como uno.
Un alférez del cuerpo de abogados militares, penetra con una bolsa de la
que saca un uniforme aliado, que de inmediato reconozco. En las insignias,
aparecen los signos del Servicio de Inteligencia Británico.
--Señorías. ¿Puedo realizar una prueba objetiva?
El tribunal accede.
--El prisionero debe colocarse esta guerrera.
Lo hago y para todos queda claro que ha sido hecha a medida para mí.
--Prueba uno. No creo necesario que se tenga que poner los pantalones,
pues es objetivo que este uniforme es suyo. ¿Se acepta la prueba?
El tribunal accede.
--Traigan el paquete numerado como prueba dos.
Y de nuevo es otro de los varios uniformes que he usado. Me coloco la
guerrera, que de nuevo muestra la realidad de lo que dice el fiscal.
Y en varios sobres que traen a continuación aparecen documentos que
creía destruidos, incluyendo tres contenedores de mensajes que usado con las
palomas, de los que extraen los papeles en los que enviaba informes para
Alemania.
A parir de ese momento, todo cambia. Me preguntan y sólo puedo
contestar si o no, cuando es bien sabido que hay estados intermedios que no son
ni lo uno, ni lo otro. Es evidente que la ley no sólo es ciega, como se la
representa, sino sorda, muda y en ocasiones o demasiado lista o excesivamente
tonta, pero en todo caso, ya tomada una decisión por mi parte, que acepto que no
hay escapatoria, contesto con sinceridad a lo que me preguntan.
Mi abogado defensor, en sus turnos, trata de desmontar con argucias sin
ningún peso, lo que el vanidoso fiscal, engolado, expone. Lo hace con
imaginación, pero queda claro que lo que dice sólo puede servir para una novela
como las de su paisano Julio Verne, de moda en aquellos momentos, pues ha
muerto apenas hace once años.
El jefe del Tribunal, un general canoso, entrado en años y en carnes,
propone, como final, hacer unas preguntas finales que el mismo va a realizar.
--¿Cuánto tiempo lleva en Francia?
--Más o menos un año, Señoría.
--¿Qué ha hecho durante ese tiempo?
Y decido mezclar verdades y mentiras.
--Ver aspectos de la guerra. Quiero dedicarme a escribir cuando acabe la
contienda y ustedes la hayan ganado.
--¿Escribir qué?
--Libros, ensayos, novelas. He terminado filosofía en Cambridge.
--¿Pero también ha estado espiando y mandando mensajes a su país de
origen? --Sí señoría. Así es. Me preparaba para escribir en el futuro y al
mismo tiempo luchaba por mi país.
Hace un gesto que no comprendo en su significado, como si un
pensamiento le hubiera asaltado tras mi respuesta, y prosigue.
--¿Por qué lugares de Francia ha estado durante ese tiempo?
--Nada concreto, Señoría. A donde me llevaban los trenes, cerca del
frente, quería ver lo que se decía. Si un escritor no vive lo que quiere contar, no
será real lo que diga. Y lo que veía lo interpretaba y lo convertía en mensajes que
enviaba con palomas. Usted cumple una misión para Francia. Yo hacía lo que se
me indicó que hiciera para el mío.
--Luego acepta que espiaba.
--Sí, Señoría. Era un espía, lo acepto sin la menor reserva, pues, está
claro, las pruebas son concluyentes.
A partir de ese momento, observo que hay cuchicheos entre los
miembros del tribunal. Hay algunos cruces de palabras de tipo procesal entre el
tribunal, el fiscal y el abogado defensor.
--¿Tiene algo que solicitar el acusado?
--Sí, Señoría. ¿Podría fumar mientras deliberan algo que en realidad no
hay que recapacitar pues todo ha quedado muy claro.
--Llévenlo donde pueda fumar, bien vigilado. Aunque sé que no va a
tratar de escapar. El tribunal se retira a deliberar.
Tardan escaso tiempo en salir y escucho la resolución, muy breve, que
lee el presidente del tribunal.
--Por unanimidad, y ante las manifiestas pruebas que se han demostrado
fehacientemente, se le condena a la pena de muerte como indica el Código
Francés para las penas de espionaje, deserción y similares en gravedad. La
ejecución se realizará al alba de mañana en las cercanías de la prisión y en las
afueras de París, por fusilamiento. Contra esta resolución no cabe ninguna
posibilidad de recusación, recurso de casación o petición de indulto. Cúmplase la
sentencia dictada en el tiempo prescrito. Se levanta la sesión de este juicio
sumarísimo. No se admiten alegaciones. La sentencia es definitiva.
De nuevo me devuelven a la cárcel, y mientras realizo el viaje por la
ciudad, observo, con ojos diferentes a otras ocasiones, la que será la última vez
que vea París.
A media tarde, la visita de mi abogado, sin prisas nos ocupa en una
charla durante horas, interrumpida por la llegada del capellán de la prisión que
viene a cuidar de mi arma inmortal, como anuncia a su llegada. Acepto su
intervención, siempre he sido creyente, aunque no practicante, y recibo su
absolución. De nuevo mi abogado, que no se ha despedido, vuelve para seguir
hablando, realmente es consciente que su presencia y conversación me
tranquilizan, y se despide cuando me traen la ultima cena que he pedido.
Liviana, bien condimentada, muy francesa. Un buen vaso de Coñac,
complementa todo y me hace dormir, con intervalos de conciencia, hasta ser
despertado, muy temprano para ser trasladado al lugar de la ejecución.
En furgón cerrado soy trasladado al bosque de Vincennes. Hay una gran
riqueza de árboles, apenas visibles entre la niebla y la escasa luz del amanecer.
Frente a una elevación del terreno que hará de respaldo y parabalas, un tronco
clavado en el suelo, se yergue hacia el cielo en una perfecta verticalidad. Se
encuentra bien asentado y la tierra apisonada muestra que lleva allí por un
tiempo A cierta distancia, un pelotón de soldados fuma esperando órdenes. Otro
grupo de soldados, con tambores, permanece sentado en el suelo en una espera
similar. Detrás de ellos, una camioneta deja ver en su interior el costado de una
caja de madera sin pintar. Un teniente, de cuya cintura cuelga un sable, fuma
apoyado en un árbol. Todos me miran al bajar del furgón, sin expresar ningún
tipo de emoción perceptible. Soy conducido al lado del tronco. Mi abogado y el
capellán me acompañan. El sacerdote me administra la comunión, todo sin
palabras.
El abogado, antes de alejarse, me da la mano e indica.
--Lo siento. No hubo oportunidad de cambiar nada, las cosas tomaron
un viso que no me permitió decir nada que cambiara la situación.
--Ya se lo anticipe. Un consejo de guerra es lo que es. Recuerde el
consejo de guerra a Mata-Hari, y en ese caso fue injusto. En el mío, al menos, lo
es. Gracias a los dos. Nos veremos en la eternidad.
Y ambos se alejan. Un capitán me lee la sentencia y los cargos.
--Quiere alguna cosa antes de morir.
--Sí. Un último pitillo, pero que sea inglés: los franceses son muy
malos. No quiero que me pongan una venda en los ojos. Sabré morir con
dignidad.
--Aceptadas sus peticiones.
El mismo saca un cigarrillo y me lo enciende. A continuación hace un
gesto y el pelotón de soldados forma y guiados por el teniente marchan en paso
de maniobra hasta colocarse enfrente y a escasa distancia, apenas unos quince
metros, de donde estoy. El teniente saca una pequeña bolsa de cuero y entrega un
cartucho a cada soldado. La escuadra de tambores forma a la izquierda
disponiéndose para iniciar el redoble continuado según el protocolo de la
ejecución francesa.
Mientras todo se está realizando, fumo hasta consumir el cigarrillo, que
tiro al suelo y apago pisándolo. Sé que me quedan unos minutos de vida. Pero lo
he aceptado y siempre he sido consecuente con mis decisiones. Por un momento,
recuerdo como me ofrecieron la labor de espionaje y se me advirtió la
posibilidad con la que ahora me enfrento. Y recuerdo lo que contesté:
--Lo que haya de ser será. Sé que nada está escrito y que si renuncio no
ocurrirá, pues cada uno escribe su historia. Prefiero vivir bien y en libertad, a ser
un sucio esclavo en las trincheras, rebozado, como un pescado, en barro. Acepto.
Y rememoro en que forma viajé a Alemania e hice el curso en el que sin
prisas aprendí todo lo que me pudieron enseñar, me dieron la documentación
falsa, aprendí direcciones, teléfonos, nombres y suficiente código Morse para
una eventualidad. Y regresé a Gran Bretaña en un barco sueco que tomé en Kiel,
en un recorrido tocando varios puertos antes de llegar a Londres como un
fogonero más, del que deserté en un día, iniciando el periplo.
Mientras mirando el cielo, que se aclara por momentos, noto que me
atan las manos al otro lado de la estaca y las voces de mando se suceden
concatenadas y en orden con exactos intervalos.
--Carguen. --Y escucho el sonido de los cerrojos
--En posición.
El redoble del tambor se inicia y seguirá cuando ya esté muerto. Sigo
mirando el cielo, por el que empiezan a pasar algunos pájaros camino, sin duda,
de un abrevadero en el que calmar la sed de la noche y empezar a buscar
alimentos para un día más de vida de la que voy a ser privado.
--Apunten.
--¡Fuego!
Puedo escuchar por un instante el estruendo de la fusilería y todo queda
infinitamente negro.
El oficial que ha mandado el pelotón saca el revolver, camina hasta
donde está el cuerpo y realiza el disparo de gracia. El médico presente
comprueba la muerte y firma antes de irse con el ceño fruncido. El capellán se
acerca y administra la extremaunción.
--Recojan el cuerpo, y llévenlo a la escuela de medicina para uso de los
estudiante como es lo legal --Ordena el capitán que ha dirigido toda la
ceremonia.
Los soldados marchan hasta el camión que les espera. El resto de los
testigos suben a los coches situados a escasa distancia. Una trinca de soldados,
introduce el cuerpo en un ataúd de tablas sin desbastar, que cargan en un camión
y parten hacia París.




23.-

“El valiente tiene miedo del contrario. El
cobarde de su propio miedo”.

Francisco de Quevedo.



A escasos kilómetros al sur de la línea del frente, Wenda se pregunta en
qué lugar se hallará Chester. Echa de menos su conversación, su trato agradable
y la caricia de sus manos que apenas ha sentido unos escasos días. Pero no tiene
mucho tiempo para pensar en él. En un alto de tierra y piedras, pelado y sin
árboles, los zapadores han excavado un refugio amplio, reforzado un tanto con
hormigón, al que se accede por unas disimuladas puertas, situadas al lado
contrario del frente, invisibles incluso para la aviación de reconocimiento.
Dentro, con amplias pero apretadas cuevas, se ha instalado un centro de
comunicaciones en el que convergen las líneas telefónicas de un amplio sector,
una emisora cuya antena, un largo cable tirado por encima del suelo hasta un
poste, es lo único visible desde el exterior. Es una emisora que maneja un grupo
de Información Militar y que atienden varios radiotelegrafistas, por lo que en el
centro de comunicación siempre se escucha, atenuado por unas cortinas
separadoras, el continuo cloqueo cantarín y rápido del Morse que, tras unos días
de escucharlo, ya casi no perciben los que se pasan el día en el interior.
Hay cinco oficiales, cuatro para información, telegrafía e inteligencia
militar, y finalmente la sección de Wenda: telefonía y control de tiro de artillería,
que es la que tiene mayor número de personal. Sospecha que Chester no puede
estar muy lejos, pero de las numerosas baterías de diversos calibres con las que
se comunica en ocasiones, no sabe en cuál de ellas se encuentra. Y no quiere que
las muchachas que están pendientes de la centralita, pregunten en cada
comunicación el nombre del oficial que la dirige. Debe esperar a que todo
funcione a la perfección, que llegue el listado de las baterías y sus oficiales, o
conozca un poco más al oficial de inteligencia militar que manda el centro, para
decirle si puede investigarlo para ella.
Pero es un mayor, serio, aparentemente ausente, de cierta edad y poco
asequible durante las comidas, pues procura hacerlo en distinto momento que los
oficiales del puesto de otras secciones. Usa el teléfono y transmite mensajes
mediante la radio, pero prácticamente no se relaciona a nivel personal más que
con sus tres ayudantes, un capitán y dos tenientes, que parecen compartir su
misma mentalidad.
Sin embargo, pasados unos días, uno de los tenientes, inicia un
acercamiento hacia ella y observa un intento de coqueteo, invitándola a fumar en
el exterior en ocasiones, que no trata de evitar, con la idea de sonsacarlo sobre lo
que tiene interés. Es un hombre educado, muy reservado sobre su trabajo, pero
que disfruta charlando sobre teatro, que era su profesión antes de ser movilizado.
Es un tema del que sabe poco, por lo que escucha con interés sus disquisiciones
pero, por una paradójica timidez, no se atreve a dar el paso adelante en los
primeros contactos.
Cuando al final lo hace, pues la comunicación es más personal,
comprende de inmediato que hubiera sido normal peguntarlo desde el principio
pues, en realidad, no hay nada prohibido en el hecho.
--Dime, Brian, --se decide al fin-- ¿puedo preguntarte una cosa? Si no
puedes dar la información lo comprenderé.
--Depende de lo que sea. A fin de cuentas, estamos en el mismo bando.
¿Qué es?
--Saber en que batería se encuentra mi novio. Debe estar por aquí cerca,
pero no sé en cuál.
--Claro. Tienes ya pareja. Por eso eres tan esquiva a mis encantos
seductores.
--Lo reconozco. Eres un encanto, pero yo ya estoy encantada por otro.
--¡Que desilusión! ¿Saber de tu novio es todo lo que vengo adivinando que
quieres preguntar y no te atreves? ¡Creía que era algo más prometedor para mí!
--Así es la vida. ¡Siempre injusta!
--La vida no es injusta. Los injustos somos nosotros, creo que dijo
Shakespeare.
--Te lo has inventado, Shakespeare nunca dijo eso. Y sí, no me atrevía a
comprometerte en cosas que pueden ser secretas.
--¿Secretas? --Richard se ríe de nuevo, aunque lleva todo el tiempo
haciéndolo mientras mantienen la conversación en la que se están poniendo en
claro aspectos personales entre los dos. Pero lo de secreto es algo que,
evidentemente, le ha hecho mucha gracia-- Pues claro que te puedo informar. No
hay ningún misterio en ello. ¿Cómo se llama y que grado tiene?
--El mismo que tú y se llama Chester Potter. Artillería de Campaña.
--Termino el pitillo y lo busco. Lo encontraré de inmediato. Debo tener
la lista de oficiales de la zona en mi mesa. Cuando quieras algo, lo preguntas; sin
miedo. Ya no soy un pretendiente, sino un amigo.
--¿Qué puedo hacer? Soy así. Tus compañeros son tan serios…
--¿Quieres decir raros? --Interrumpe.
--Tal parece que sí.
--Es por culpa del mayor, que es un hombre cariñoso, y muy buena
persna, pero un tanto amargado. Tenía dos hijos y los dos han muerto en Verdún
o en Cambrai, quizás cada uno en un sitio, aunque no lo sé bien. Lo ocurrido le
ha hecho encerrarse en sí mismo. Ya sólo da órdenes, pero casi no habla con
nosotros. Aunque si sé, lo adivino, que desea ser un padre con todos nosotros,
pues tenemos la edad de sus hijos. Eso hace que nos portemos así. Pero creo que
todo se encuentra en vías de mejorar. Ya sonríe cuando nos llama, y se sabe
nuestros nombres. ¡Algo es algo!
--Eso me anima. El ambiente es bueno, pero demasiado frío. --Admite
Wenda.
--Vosotras también sois muy serías y reservadas. Me voy, en un
momento sabrás si está por esta zona.
Se marcha. Wenda aprovecha que el cielo esta despejado y no hay
aviones de reconocimiento enemigos en el aire, y permanece en el exterior
fumándose otro pitillo. Hay momentos en los que siente angustia, claustrofobia,
de estar bajo tierra de día y de noche. Pero no tiene otra opción, ya que el
incremento del uso de las líneas telefónicas es manifiesto, y las consultas del
Estado Mayor le obligan a estar pendiente de su sección en todo momento.
Cuando Brian regresa, sonriente, con un papel en la mano, ya se
encuentra de nuevo en su basta mesa de tijera con varios teléfonos y un montón
de estadillos en los que hacer constar todas las llamadas de la centralita, con los
datos de la llamada.
--Toma Wenda. Tu amor se encuentra a menos de tres millas[20] de
aquí. No lo dudes. Llámalo. Si yo fuera él, me encantaría escuchar tu cálida voz.
Dale una alegría, seguro que no para de preguntarse: ¿dónde estará?
--Gracias Brian. Lo haré en un momento.
--Me debes una comida en común; te busco luego para hacerlo. No
sabes lo feliz que me siento de poder hablar con alguien; se está tan solo en esta
especie de tumba ruidosa.
--Hay chicas que seguro que están enamoradas del “teniente seductor”. -
-Indica con malicia Wenda que sabe que hay varias que hablan de él de forma
encendida y con mucha frecuencia.
--Pondré más atención en ellas, pues sólo tenía ojos para ti. --Acepta
Richard.
--Es que yo soy la “teniente seductora”. Espero que me avises y
comemos y hablamos. Yo también me siento sola y angustiada bajo tierra, y
poder hablar un rato siempre será un alivio.
Richard se marcha. Wenda descuelga el teléfono de campaña.
--Soy la teniente Wenda.
--La he conocido, Señora. --Responde la telefonista-- ¿Qué desea?
--Póngame con la batería S-230.
Un momento después, por el auricular, escucha:
--Batería S-230. ¡Dígame!
--Soy la teniente Allison. Deseo hablar con el teniente Potter.
--Un momento, le aviso.
--Gracias.
Transcurren unos minutos antes de que se escuchen ruidos por la línea.
--Teniente Potter. ¿Quién llama?
--¿Reconoce usted mi voz, teniente Potter?
--¡Wenda, al fin sé algo de ti! ¿Cómo estás?
--Deseosa de verte y que me aprietes entre tus brazos.
--Lo mismo me ocurre…
Cuando terminan un rato después, Wenda, además de feliz, se siente
deseosa de hacer feliz a los demás. Cuando llegue la hora de cenar con el
teniente Brian, va a llevar a sus dos amigas, Alice y Rally, a la cena, para ver si
éste se fija en ellas y viceversa.



24.-


“Los sectores del frente situados a nuestra izquierda quedaban ocultos por nubes de
humo blanco y negro, los proyectiles de grueso calibre estallaban unos al lado de otros y lanzaban la tierra
a gran altura; encima de todo aquello brillaban por centenares los breves relámpagos de los Shrapnels al
reventar. Sólo las señales de colores, mudos gritos de auxilio dirigidos a la artillería, revelaban que aún
quedaba vida en las posiciones. Allí fue donde por vez primera contemplé un fuego que sólo podía
compararse con un espectáculo producido por la naturaleza".

Ernst Jünger: “Tormentas de acero”.



Hace días que hay un cierto nerviosismo en las trincheras alemanas.
Han llegado varias compañías de zapadores que están reforzando trincheras y
refugios, a pesar de la artillería, que martillea con frecuencia, a veces durante
horas, de forma masiva y simultánea sin un horario preciso. Y lo hacen de día, y
en ocasiones por la noche, lo cual está poniendo nervioso y deja sin dormir a
miles de soldados a lo largo de la extensa zona del frente en la que hace días se
encuentra en esas condiciones. Y lo está, tanto de la extensa zona que ocupan
británicos, australianos y neozelandeses, como en el vasto frente con tropas
francesas. Son muchos kilómetros en los que soplan vientos huracanados de
artillería, terribles tormentas de hierro que, durante horas, no cesan de machacar
las trincheras y las densas alambradas que las protegen de la infantería.
Sin embargo, el efecto conseguido no es acusado, como comprueban los
zapadores y los soldados que, en la oscuridad de la noche, salen a reparar lo que
los aliados han conseguido durante el día. Es una lucha de desgaste físico y
mental para los alemanes. Hace días que no duermen, en un continuo refugiarse
y salir a las trincheras, para volver a correr a los refugios poco después. Con
frecuencia, una enfermedad nueva, no aceptada inicialmente por el mando, “las
neurosis de trinchera”, tomadas inicialmente como cobardía, y neurastenia por
los mejor pensados, ha hecho que soldados y oficiales tengan que ser evacuados
por los cuadros mentales que presentan. La realidad de los hechos ha obligado a
movilizar psiquiatras de todos los puntos del país, e incluso del frente en los que
servían como oficiales. Se están creando, en retaguardia, lugares dedicados sólo
a los casos de enajenación, los “chiflados”, como les llaman los soldados que,
más duros de carácter o con menos responsabilidad, aguantan las situaciones
límite que, en ocasiones, duran durante días.
Para el Estado Mayor alemán es inminente una ofensiva. Las noticias que
llegan de la aviación de reconocimiento, de los observadores de los globos
cautivos y del servicio de información, así lo confirman. Son aspectos que
corroboran los continuos e inusitados bombardeos de la artillería y los vuelos de
la aviación de reconocimiento, los ataques de la aviación de caza a las trincheras,
a las caravanas de abastecimiento y a las largas columnas de soldados que
acuden a reforzar las líneas.
El capitán Diether Zimmerman, ha tomado el mando por la muerte del
comandante de su batallón. Ocurrió cuando un obús ha hecho impacto directo en
el refugio donde se encontraba con varios oficiales. Dada la profundidad y las
capas de hormigón que cubrían a los que se encontraban en el albergue bajo
tierra, permanecen enterrados todos sus ocupantes. Diether se ha visto obligado a
sustituirle. Y es el teniente Joseph Eikers, traído de otro batallón, el que ha
ocupado su lugar al mando de la compañía. Existe un manifiesto y ordenado
caos en las líneas alemanas que, lentamente, tratan de reorganizar. Pero la
continuidad de las barreras de artillería, de diversos calibres y objetivos, los
falsos ataques de infantería, y las frecuentes infiltraciones nocturnas para colocar
torpedos Bangalore en las alambradas, no les deja organizarse de forma clara.
Han tenido varias minas subterráneas cavadas por los británicos por
debajo de sus trincheras, que al hacerlas explotar han dejado destruido por
completo pequeños sectores que se está tratando de reconstruir, a pesar de ser los
puntos elegidos como objetivo de la artillería para un continuo castigo.
La llegada de una columna, tres compañías de refuerzo a la zona, van a
cubrir las numerosas bajas que, día a día, van diezmando el batallón. Con los
recién llegados, viene un nuevo capitán, Erich Müller y otros oficiales, que traen
el nombramiento de Diether como comandante. Es un refuerzo que pasa a
primera línea, dejando que los veteranos, que llevan semanas en esa posición,
retrocedan a un área de descanso tras la tercera línea de trincheras, quedando en
la reserva, para ser rearmados, repuestas las bajas.
Diether no puede acompañar en el descanso a los veteranos a su mando.
Tiene que organizar a los recién llegados, y ubicar adecuadamente un aspecto
que le tranquiliza. Los recién llegados traen una gran cantidad de ametralladoras
MG08, que junto con las que ya tienen y que quedan en posición, aunque con
nuevos servidores, van a reforzar la zona de manera manifiesta. Hace meses que
él mismo, como otros centenares de oficiales a lo largo de las trincheras, han
enviado informes a retaguardia sobre la gran efectividad de las ametralladoras en
primera línea, aspecto que se confirma a lo largo de los kilómetros de trinchera
que hay entre Suiza y Bélgica, de los cuales más de treinta y cinco se encuentran
en un permanente ataque aliado. Son estas armas semiautomáticas las que
contribuyen, en gran manera, a mantener estables las líneas alemanas,
deteniendo los escasos avances, de apenas unos metros, rápidamente
recuperados, de los sucesivos, sangrientos e inútiles ataques a la bayoneta de los
aliados. Los diversos modelos de ametralladoras, se están produciendo
masivamente, con menoscabo de otras armas, y se ha incrementado la
fabricación de cartuchería, dado el consumo masivo que realizan estas armas,
cuya velocidad de tiro sobrepasa los cuatrocientos disparos por minuto, dotada
de cintas con doscientos cincuenta cartuchos del calibre 7.92. Con las
ametralladoras pesadas, viene una variedad más ligera y fácilmente
transportable, la MG08/15, similar a las que se están montando, por parejas, en
los aviones, con excelentes resultados.
La llegada de los veteranos a la tercera línea para descansar, les llena de
alivio y al mismo tiempo, les va a permitir pensar, aspecto que llevan semanas
sin hacer con tranquilidad, por estar más preocupados con conseguir sobrevivir
que pensar en sus circunstancias.
El veterano y astuto sargento Carl Adler, con su sección, se ha adelantado
al resto de los supervivientes de la compañía y elegido un lugar, cercano, pero
cómodo, a escasa distancia de las trincheras que deben ocupar en caso de
necesidad. Hace meses que estuvo de reserva en ese lugar y se conoce la zona,
por lo que ocupan las ruinas de unas casas que ofrecen zonas con techo, un
remedo de sótano y unas paredes en las que poder apoyar la espalda.
--Esta es vuestra zona, muchachos. Ocuparla.
Les indica mientras observa como las secciones retrasadas, les miran con
envidia, y se dirigen a las trincheras para vivaquear en los húmedos refugios,
menos sanos, aunque más protectores, que el ruinoso edificio que ha ocupado la
segunda sección.
--Estoy harto de esta guerra sin sentido --Indica el cabo Widfred,
desperezándose y tirando la cargada mochila al rincón que ha elegido como su
aposento.
--Vienes muy callado, ¿qué piensas?
No contesta. Permanece callado, mirando una mancha en la pared, que le
recuerda a una fotografía que viene viendo, desde pequeño, en su casa.
--¿En qué piensas? --Insiste desde otro lugar Rolf.
Widfred, hace un gesto mostrando que se ha enterado, y al final levanta la
mirada para decir, como en otras ocasiones, sus pensamientos, un tanto alejados
de los de sus compañeros de trinchera:
--Veo desaparecer el tiempo como si no existiera. Ya no sé si han pasado
meses, semanas, días u horas mientras nos machaca la artillería. Acabamos de
llegar, y ya han empezado de nuevo. ¿Será posible que sepan que he llegado?
--No lo creo. No eres tan importante.
--Para mi madre soy el más importante del mundo. No puedo hacer otra
cosa que protestar.
--¿De qué te quejas? Sigues vivo y eres un héroe, con tu cruz gamada en
el pecho.
--¿Por cuánto tiempo seguiremos vivos? --Responde.
--¿Por qué habrías de morir, si te lo sabes todo, adivinas en qué momento
viene la granada, o las minas de trinchera hacia nosotros y nos avisas, y ni te
mueves cuando sabes que va a pasar de largo o va a quedar corta. Eres un héroe.
--En la guerra no hay héroes. ¡Solamente supervivientes!
--¡No! Un héroe es un héroe. --Insiste el soldado Luther.
Luther es un impenitente diletante, muy en la línea de su profesión de
maestro. Es un aficionado a escribir poesía en los ratos de tranquilidad que le
permite la guerra, por lo que siempre lleva una libreta y un lápiz. Pero su mayor
vicio es establecer conversaciones transcendentes, llenas de paradojas que
acaban desquiciando a sus compañeros de trinchera.
--¿Sí? Pregúntaselo a las viudas, que no hay pocas; ellas te dirán lo que
piensan de los héroes de sus maridos.
Hay carcajadas entre algunos y malos gestos entre otros.
--Es bueno que estén enfadadas con sus maridos por no volver. Así son
más cariñosas con nosotros cuando vamos a los pueblos --Comenta Willhem,
que siempre se muestra a la caza de todo lo que lleve faldas.
--Eres un cerdo Willhem. No respetas nada.
--Yo no fuerzo nada. Son ellas la que lo quieren y así lo muestran. Yo sólo
adivino lo que necesitan, y eso les doy.
--Un día hundiré mi bayoneta entre tus piernas --Indica Rolf, el de más
edad, casado y con tres hijos, al que ciertas conversaciones le ponen muy
agresivo.
--Cambio lata de carne con salchichas y judías, por otra de carne de vaca.
¿Quién quiere? --Interviene Otto, “el apaciguador” como le llaman.
Es un enorme soldado de más de dos metros, leñador, al que todos
respetan por su extraordinaria fuerza, valentía, y escasas ganas de ver discutir o
pelear a sus compañeros. Todos le aprecian y le perdonan su escasa inteligencia,
aunque aprecian su buena voluntad para todo. Es por ello que siempre, cuando
hay tensión, saca el tema de la comida, uno de las cuestiones de más importancia
entre los soldados
--¿Quieres decir de mulo muerto en el frente? --Indica Luther siempre
dispuesto a incordiar con sus salidas incoherentes, pero con frecuencia acertadas.
--Si es carne, ¿qué más me da?
--Lo sabemos. Lo comes todo, pues ni lo miras. Sólo piensas en llenar la
tripa. -- Añade Edwin interviniendo, pues es un gourmet siempre preocupado por
la comida.
Willhem se encoge de hombros. Sabe que en parte tienen razón. Has
pasado en su juventud tanta hambre, que en los momentos actuales no desprecia
ningún alimento. Además, aparte de las bromas que le gastan, sabe que tiene un
sólido puesto en el grupo, por su combatividad y capacidad de ayuda hacia sus
compañeros. Varios de ellos han sido recuperados, salvándoles la vida en
situaciones más que terminales, y lo ha hecho con su intuición, habilidad y
autoridad de actuación en la lucha, por lo que los ha liberado de una muerte
segura.
--He visto conejos no muy lejos. --Indica Otto, el corpulento leñador, al
que no se le escapa nada que se mueva en el campo.-- Rolf, tú que eres el mejor
tirador, trata de cazar alguno: sería lo mejor de este permiso. Estamos todos
cansados de salchichas y alubias.
--¿Serán liebres?
--No. Las liebres son más claras y nerviosas. Son conejos de algunas de
estas casa que se escaparon cuando el bombardeo y viven medio salvajes.
Rolf, el mayor y más veterano del grupo, casado y con dos hijos, no
replica. Se levanta, coge su fusil de francotirador, un peine de cartuchos y
alimenta el Máuser especial que emplea, lo monta y coloca la aleta del seguro,
antes de salir una vez que le indica Otto el lugar en el que los ha visto. Puede ver
de inmediato los conejos de los que les habla. Despacio, observando, se
aproxima hasta colocarse en el ángulo más adecuado para la caza. Tiene claro
que no debe darles ninguna oportunidad de escape, igual que cuando, como
francotirador, se aposta en el lugar idóneo para cazar a algún distraído inglés que
se mueve, o asoma, como un tonto en la trinchera, o se establece un duelo con
otro francotirador del bando contrario.
Se tumba entre unas matas, y observa las diminutas piezas que se mueven
con tranquilidad mientras mordisquean los hierbajos que hay cerca de una roca.
Son, calcula, unos cien metros, una distancia adecuada para no asustarlos cuando
les acierte, y tenga la oportunidad de sacrificar a más de uno.
Ajusta la mira telescópica para la distancia y mira por ella. Las piezas se
han vuelto grandes, y contempla su nariz hendida que se agita mientras trisca,
mordisquea y trasiega la hierba. Centra la cruz en la cabeza de la más alejada del
grupo, para estropear lo menos posible el resto del cuerpo. El disparo hace
desaparecer la pieza al mandarla lejos por la inercia del disparo. Los otros
componentes del grupo han debido notar algo, se mueven por un momento con
la cabeza elevada como si ventearan el aire, pero no ha sido lo suficiente para
una alarma total. Un nuevo disparo se lleva lejos a una segunda víctima. Esta vez
todos los conejos desaparecen sin que llegue a darle tiempo para reponer un
cartucho en recámara a pesar de la velocidad con la que lo hace. Pero no se
mueve. Es cuestión de paciencia. Esperará un rato, pues sabe que tendrán
hambre y sin ruido la alarma cesará en breve.
Cuando un momento después aparece uno de gran tamaño, prepara todo
para al menos conseguir otras dos piezas más, que serán suficientes para el
grupo, y dejar el resto de la colonia para días venideros. Con cuidado y
desconfianza, el conejo de buen tamaño, olisquea, mueve las orejas y finalmente
sale seguido en breve del resto. Imprudente pero hambriento, se aleja un poco
del grupo hacia un mancha verde de cierta altura. El disparo lo sorprende y
desaparece alejado del lugar. Usando toda su habilidad, recarga casi sin mover el
arma y hace otro disparo, con idéntico resultado. Pero la alarma ha sido clara y
toda la colonia desaparece en la madriguera. Le queda un cartucho, pero decide
retirarlo, lo extrae, lo guarda y marcha por las piezas.
Cuando regresa, Edwing, el gran gourmet, y además un gran cocinero, se
encuentra ya preparando la comida en la gran lata que les acompaña en los
traslados y en la que cocinan.
--Cuatro disparos, serán cuatro piezas o ¿estás perdiendo clase? --Expone
Otto con sorna, aunque los ha visto en su mano conforme se acercaba.
--Sí, hasta tú lo podías haber hecho.
--Esas cosas son para hacerlas los especialistas. --Indica sardónico
--¿En que estás especializado tú? --Le responde correspondiendo con igual
ironía.
--En comérmelos, claro.
--Muy listo, como eres de ciudad, que sabrás tú de caza. --Le provoca para
llevarlo a lo que le gusta contar.
Y una vez más, Otto insiste en exponer que es leñador e intenta colocar
otra de sus historias del bosque. Pero apenas ha empezado, todo el grupo
empieza a adelantarse contando a lo que va a decir, por lo que se calla y rompe a
reír.
--Pandilla de escapados de una prisión militar; no me dais nunca ocasión
para que os cuente cosas del bosque.
--Nos lo sabemos todo; hasta lo del día en el que se enamoró de ti la bruja
del bosque y te violó con su magia poderosa.
--¡No era una bruj…
El coro de carcajadas, gritos, y toda clase de comentarios le detiene, y se
da cuenta que una vez más ha caído en una trampa en la que no le dejan
continuar, con pena, pues es un charlatán impenitente, pleno de imaginación,
como demuestra cuando le solicitan que les cuente alguna de sus aventuras:
mitad verdadera, mitad adornada.
Mientras hablan y se lanzan puyas, se han repartido la caza y están
desollando las piezas. En la lata, de la que ya se eleva vapor, están echando los
vegetales, hojas de plantas que no se sabe de dónde las sacan, cebollas, patatas y
los condimentos de los que disponen. Rolf ordena:
--Sven, para eso eres el más joven y listo. Busca al teniente y al sargento e
invítalos a comer. Siempre es bueno tener amigos en las altas esferas. –Y lanza
na ristre de carcajadas.
Sven es el más joven de la compañía. Lleva escaso tiempo con ellos, pero
desde que llegó fue aceptado por la ingenua idea que tenía sobre la guerra, el
haber mentido en la edad para alistarse, y le tienen adoptado como mensajero y
ayudante, a la vez que entre todos le enseñaban a defenderse, demostrando que
es un magnífico alumno.
La llegada, en primer lugar, del teniente, es acogida con intento de saludo
levantándose todos, que es abortado por el recién llegado.
--Todos quietos. Estamos de permiso, comamos como los que somos en
este momento: camaradas.
--Bienvenido, Teniente. --Indica Rolf.
Llevan escasos días con él, pero desde el primer momento ha sido acogido
por todos con afecto, por su manera de ser, natural y abierto al diálogo con toda
la compañía. Todos saben que hace un par de años era un simple soldado que ha
ascendido a oficial por méritos de guerra y un curso de oficial. Se sienta de
inmediato e indica:
--No traigo ni cubierto ni plato. Espero que a alguno le sobren. Claro que
para ayudar, aporto esto.
Y saca de debajo del abrigo dos botellas de vino que deja sobre el suelo,
cerca de donde el abundante vapor y el olor indican que el estofado se encuentra
casi a punto.
Un momento después tiene uno de los segundos cuchillos de combate que
llevan casi todos, que son más útiles en los combates cuerpo a cuerpo que la
larga bayoneta. La entrada del sargento antecede por un momento al inicio del
reparto. Trae dos grandes piezas de “pan de munición”, que tampoco sabe nadie
de dónde las ha podido sacar, aunque imaginan que robadas, como suele hacer.
Desde cerca, el resto de los soldados, no invitados, contemplan con ojos
de envidia, las manchas marrones y humeantes que van llenando los platos de
metal, abollado, en los que se distribuye.
Lejos, pero claro, el retumbar de frente se incrementa por momentos, en
un intenso creciente que parece no va a acabar nunca. Aviones, de ambos lados
combaten en un cielo limpio y sin nubes. El traqueteo de las ametrallados y el
aullido de los motores hacen que todo miren hacia arriba para ver un espectáculo
en el que, de vez en cuando, un aeroplano cae envuelto en llamas, hasta
estrellarse, cerca o lejos, sobre el suelo.
--Cómanos, pues no sabemos cuando tiempo seguiremos de descanso lejos
de la primera línea. --Indica el teniente-- Como todos pensáis, hay una ofensiva a
punto de desatarse. Mañana, empezad a reponer ropa, material y munición.
Tenemos que tenerlo todo preparado por si tenemos que colocarnos en la tercera
línea, que no nos coja de sorpresa. Ahora, a comer y luego a dormir por un rato.
Mañana será lo que Dios quiera.
--Tiene razón, mi teniente: hay dos cosas que nos interesan, sobre todo, a
los soldados: una buena comida y el descanso.



25.-


“La guerra es la continuación de
la política de Estado por otros
medios”.

General Karl Von Clausewitz.

Al final de la tarde, cuando han regresado todos los vuelos, y se ha
comprobado la pérdida de otros dos pilotos más, dos sargentos de vuelo que
llevaban escaso tiempo en el escuadrón, hechos confirmados por la infantería de
los sectores en los que han sido derribados, el Coronel de la base les convoca a
todos a una reunión que no es nada habitual.
--Que querrá el viejo. --Comenta Shorty que se ha dormido al momento
de aterrizar y tomar unas cervezas, nada más llegar a su habitación tras un día de
combates que le han dejado extenuado.
--Creo que se aproximan días de mucho movimiento. --Acepta John--.
Ya has visto el movimiento que hay en retaguardia, lo nerviosos que están los
alemanes, y las columnas de material y hombres que están subiendo al frente por
ambos lados.
--Sí, lo estoy viendo, pero desde hace ya muchos días. O va a ser una
ofensiva de enormes proporciones, o es que están haciendo un “gambito”[21]
con los alemanes y van a atacar por otro sitio, lo que no es ninguna novedad, y
les están distrayendo fuerzas de otras zonas.
Y Shorty se despereza, bosteza y se deja caer de nuevo en la cama.
--No te duermas; tenemos la reunión dentro de un momento. Nunca te
había visto tan cansado, con tanto sueño y sin ganas de hacer nada. Yo también
estoy deshecho.
--¿Qué tal día has tenido? Te veo muy cansado también.
--Es fácil de explicar. Estoy vivo de casualidad. ¿No has visto como se
encuentra mi avión?
--No, no me he fijado. Aterricé antes que tú, y vine a toda velocidad a
orinar, creía que me iba a explotarla vejiga. Y me quedé en la cantina para
tomarme unas cervezas ya que las salidas se habían terminado. Hemos salido
cuatro veces, en total casi unas diez horas de vuelo y combate. Me entró sueño y
me dormí vestido.
--Ya. Hoy la han tomado conmigo. He tenido tres aviones haciéndome
el Sándwich todo el tiempo. Han inventado una trampa nueva. El mejor piloto,
dando la sensación que apenas si sabe volar, se te ofrece en bandeja para que lo
derribes. Vas a por él, y haciéndolo muy mal, como por fuera por casualidad, se
te va escapando. Y es el momento en el que los otros dos, desde dos puntos
distintos te atacan. Y el que parece novato, que estás persiguiendo, pica y hace
un giro en Immelmann y te encuentras entre tres fuegos. Por tres veces he
escapado, pero tengo agujeros en el avión que pasan de los sesenta. Van a estar
toda la noche poniendo parches, cambiando largueros y ni sé que más tienen que
arreglar. La verdad es que en uno de los antiguos aviones no hubiera resistido.
Shorty escucha pero apenas se ha movido en la cama.
--Arréglate, ya sabes como es el coronel para los uniformes. Cuéntame
qué tal te ha ido, pues casi no te he visto.
El obligarlo a hablar, ha conseguido que Shorty espabile y se vista
adecuadamente. Cuando salen, aún se muestra adormilado y un tanto deprimido.
--Pues yo hoy, John, hoy le he visto la guadaña a la muerte, pero como
iba muy deprisa, no llegó a alcanzarme, pero la he visto muy bien, con el filo
muy cerca de mi garganta. Y por una vez, he sentido…, no, no era miedo, fue
pánico.
--¡Bah! Otras veces ha sido peor, ¿No?
--No. Como hoy nunca. Tengo un montón, docenas de impactos, hasta
me ha mirado mal mi mecánico por lo que va a tener que trabajar. Veamos que
quiere el viejo.
Entran en la sala de reuniones. El coronel, unos cuantos años mayor que
todos ellos, les espera fumándose un puro y charlando con los más
madrugadores.
--Buenas tardes mi Coronel.
--Vaya, tan cansados estáis que no llegáis en hora.
--Lo sentimos, pero ha sido un día muy movido.
--Lo sé. He visto el avión de John y el de Shorty, y otros más,
acribillados. De modo que me lo imagino.
La entrada de los restantes pilotos hace que la reunión se inicie.
--Escuchen. Mañana no se saldrá de caza. Tenemos que proteger a los
aviones que llegan. Vienen dos escuadrones trasladados desde retaguardia. Son
más de cuarenta aviones. Estaréis por los alrededores mientras aterrizan y se
distribuyen por el campo. En unos días, tenemos una gran ofensiva, como ya
sabéis, o al menos habéis adivinado. Será ésta una de las bases de ataque, pues
estamos más cerca que la que tienen ellos. No sé la fecha, pero es inminente. Los
que tengan los aviones bien, que salgan. Si los mecánicos ponen pegas a algún
aparato, por mínima que sea, quedará en los talleres hasta que estén perfectos.
John, Shorty y Herbert, quedarán en tierra, tienen demasiados desperfectos. Os
ocuparéis de atender a los que van a llegar. Los demás a dar vueltas por los
alrededores.
--Señor --intervine Joshua, el jefe del escuadrón--según pude ver ayer, y
que se me ha confirmado, en la base que hay en Mory, que suele ser con la que
nos enfrentamos habitualmente, se están concentrando docenas de aviones. Entre
ellos hay ya varios triplanos, un avión que es muy peligroso, por lo que sabemos.
--Sí. Lo sabemos. El servicio de información nos indica que ese Fokker, el
DR-1, lo están fabricando aceleradamente con la idea de ir sustituyendo a los
Albatros más antiguos. Durante un tiempo, me imagino que nos queda poco ya,
no veremos demasiados de ellos, pues los pilotos no los conocen bien y deben
estar aprendiendo a manejarlos. Es la razón por la que los vemos poco, pero en
cualquier momento nos lo encontraremos en las salidas. Van a empezar a venir
más Sopwhit Camel, que irán sustituyendo a los Pup que nos quedan y los viejos
irán a las escuelas de pilotos, para que vengan más preparados que lo escaso que
saben cuando llegan. La pérdida de los pilotos novatos es muy elevada,
demasiados. Y se debe a que son bisoños, con escasas horas de vuelo y, que
decir, ya sabéis lo que les ocurre. Hay que enseñarles todo cuando llegan. Si se
les deja salir como vienen, no regresan de la primera salida.
--Es cierto Señor. Creen que lo saben todo, y apenas si saben aterrizar. Son
pichones en manos de las águilas alemanas.
--Sí. Algo así. Si tuviera más pilotos de combate, os dedicaría a unos
cuantos a enseñar a los novatos. He observado como John Carpenter ha hecho de
su apoyo, Phil, que llegó muy verde, en escaso tiempo un gran piloto. Sé que
sería un gran profesor, pero también es un gran combatiente. Y lo mismo con
Shorty, con Gordon y con casi todos vosotros. ¿Te parecería bien, Capitán John
Mortimer, que te dedicaras a enseñar a los nuevos, dejando el combatir para
cuando sólo sea absolutamente necesario.
--Señor. Sólo soy teniente.
--Eras sólo teniente. Han llegado dos ascensos. El tuyo a capitán y el de
Sandy Sanders a teniente. Y vienen más en el tiempo que tarden en arreglar y
confirmarlos. Los he pedido, y poco a poco empiezan a dar señales. Van a venir
muchos pilotos nuevos, y muchos aviones. Los que tenéis más experiencia vais a
ascender, y tendréis que enseñar a vuestras escuadrillas y los de mayor rango, a
manejar escuadrones. La guerra está tomando grandes proporciones. Y,
sospecho, no tengo datos pero lo intuyo, que en unos meses los Estados Unidos
entrarán en la guerra, lo que cambiará todo con rapidez. ¿John, está de acuerdo
en enseñar?
--Comprendo que si todos los pilotos actúan y combaten mejor, harán más
que yo pueda hacer combatiendo. Es lógico que si los preparo, sus expectativas
de vida y de éxito serán mayores. Lo haré, Señor.
--Gracias capitán. Ya sé que preferís combatir y convertiros en un As; pero
un buen profesor nos será más útil.
--Así lo veo y así lo haré. Quisiera, si me lo permite, hacer una petición.
--Adelante, aunque sé lo que me vas a pedir, pues lo tengo previsto.
--¿Puedo quedarme con Phil de ayudante? Será un buen profesor. Entre los
dos podemos practicar combates, si él maneja un grupo y yo el otro, y podrán
saber, de verdad, como se ataca y las forma de defenderse.
--Concedido. Era lo que tenía pensado. ¿Le parece bien, Phil?
--Sí, mi Coronel. Haré todo lo necesario para que los nuevos aprendan en
el menor tiempo posible.
--Aquí tenéis vuestros nombramientos y las insignias. Recogerlas al
terminar.
--¿Alguna pregunta más?
Durante un rato todavía, preguntas tácticas, intentos de sonsacar al coronel
sobre la ofensiva y solicitudes de algunos pilotos para conseguir los nuevos
aviones, se suceden sin pausa. Para cuando la reunión termina, hay satisfacción
en la mayoría de los rostros. No todos van a conseguir en breve los nuevos
aviones, todavía insuficientes para los que han llegado hace escaso tiempo, en un
continuo rellenar los huecos de las bajas que, en cada jornada, se producen.
Tras la cena en común, en la que hay dos huecos vacíos, con hojas de
laurel y amapolas en el plato, tras tomar unas copas de ron que ha ordenado el
jefe de la base, todos se retiran a dormir. La nueva jornada, que va a llenar el
aeródromo de aviones y pilotos, va a ser una jornada complicada, pues suponen
por experiencias pasadas, que los alemanes advertirán lo que ocurre y acudirán
como una bandada de abejas rabiosa, a cazar a los aviones cuando se encuentren
sin defensa durante el aterrizaje y, posiblemente, ya ha ocurrido en otros lugares,
intentos de masacre por ataques directos al mismo aeropuerto.
Hace días que han llegado un considerable número de antiaéreos que se
han colocado en la periferia de la base en asentamientos disimulados, pero que
se calculan muy efectivos. Hay observadores en puntos altos de los alrededores,
con nuevas líneas telefónicas para advertir de las incursiones que detecten.
Zapadores y obreros amplían y mejoran las pistas, desbrozando plantas y
rellenando o poniendo a nivel los puntos altos para hacerla más ancha para que
puedan aterrizar y despegar más aviones al mismo tiempo. Del mismo modo se
están ampliando cobertizos, viviendas para el personal y oficinas nuevas para los
nuevos escuadrones que empezarán a operar desde un aeródromo que crece a
gran velocidad.
--Esto --indica Sandy mientras regresan al dormitorio-- no va a parecer lo
mismo en muy poco tiempo.
--Es lógico, era una base de apoyo, pero al estar el frente estable, y
posiblemente se ganen unos kilómetros más con la ofensiva, permite que otras
bases, ya lejanas, avancen y se establezcan definitivamente en esta.
--Sí, claro. Pero se nos va a acabar la tranquilidad que teníamos.
--La vida continúa, jamás nada se detiene el suficiente tiempo como para
que estemos tranquilos. Y menos en la guerra.
--Sí, pero piensa que en la guerra unos la hacen, otros la ganan y muchos
ni la ven, pero hablan de ella con suficiencia, como si hubieran combatido. Sólo
los que mueren ni hablan, ni se les recuerda en escaso tiempo.
--Sí, es duro. Por más que lo intento, no recuerdo las caras de los dos que
cayeron esta mañana.
--Ni yo los nombres. --Acepta Sandy.
--Eran demasiado nuevos. No han durado ni una semana.
--Lo único que sé de ellos es que eran unos niños que deberían estar en la
escuela.
--Pobrecillos. Seguro que ninguno había conocido el calor de una mujer.
Más bien estaban todavía colgados de los pechos de sus madres. En guerra se
crece muy deprisa.
--¿Quieres decir los que tienen oportunidad de hacerlo?
--Está claro que es así. --Acepta John-- Recuerda, creo que ya me lo has
escuchado: “Los cadáveres no tienen futuro”.
--Sí, eres muy agudo en tus pensamientos, casi tanto como las balas del
30.30. ¿Sabes cual es la vida media de un piloto en la actualidad?
--He escuchado que no llega ni al mes. --Piensa en voz alta John mientras
se desnuda y se pone un pijama abrigado para meterse en la cama.-- La verdad es
que ni lo sé, ni me importa. ¡Hasta mañana!
--Por cierto, vamos a colocarnos las insignias del nuevos rango.
Momentos después, apagada la luz, los dos roncan y la habitación parece
un aserradero de troncos.
Al amanecer, mucho antes que el sol que nace termine de asomarse en el
horizonte, se inicia una gran conmoción en el aeródromo. Dormidos como han
estado los cansados pilotos, no ha sentido que durante la noche han llegado y se
han marchado numerosos camiones con personal de mecánicos, unidades de
defensa, nuevos antiaéreos, un gran aporte de munición, bencina, equipos de
vuelo y piezas de aviones y se ha instalado varias barracas sobre las que ondea la
cruz roja, con la correspondiente dotación de médicos y enfermeras que faltan
por llegar.
El lugar que han conocidos los que todavía viven de los primeros tiempos,
está cambiando por días, por lo que empiezan a no conocer el asentamiento.
Todo el terreno, en tiempos libre a espaldas de la pista de vuelo, ha crecido de
forma desmesurada y empieza a parecer como una ciudad con calles
perfectamente trazadas. Hay incluso un local, ajeno al enorme comedor general
que están ampliando de nuevo, en el que pueden pedir las bebidas autorizadas,
comidas sencillas e incluso una pequeña tienda en la que se pueden comprar
regalos y recuerdos, atendida por un agradable conjunto de hermosas WAAC.
Cuando John y Sandy, salen de barracón dormitorio de los pilotos,
observan que están montando varias estructuras, más de chapa ondulada con
forma de medios cilindros, cuenta más de cinco, como dormitorio de más
pilotos. Sobre la entrada del que usan campea un número “uno” de gran tamaño.
Por todas partes hay una gran actividad.
--Recuerdas aquel lugar al que vinimos hace ya un largo tiempo. --Dice
Shorty mirando con curiosidad a todos lados.
--Sí, era un sitio tranquilo, en el que nos conocíamos todos.
--Pues recuérdalo. Ya no va quedando nada. Por cierto, que te quiero hacer
la pelota y agradecerte lo de ayer con el coronel, por lo que te invito a desayunar
a la cantina nueva. No la he visto, pero mi mecánico me hablo ayer de ella muy
bien. Y que hay unas chicas del WAAC preciosas, aunque todas son oficiales.
--Vamos allá. Ya he ordenado que te asciendan como sabes, por lo tanto no
es necesario que me hagas la pelota hasta dentro de unos meses. Ahora el cupo
está lleno.
En vez de ir al comedor, aceptando la sugerencia del interesado jovencito,
se dirigen al lugar que le han indicado a Sandy y pronto pueden ver la
instalación que ha surgido en escasos días. Es muy amplia, con forma de la
barraca típica de chapa ondulada, pero a la que le han cortado la mayoría del
frente y bajo un gran toldo de lona blanca, hay mesas y sillas que ya están
ocupadas en gran parte. Tras un largo mostrador, las WAAC, con el uniforme
cubierto por mandiles blancos, atienden a los que solicitan algo, en un claro
autoservicio en el que están aprendiendo a manejarse los visitantes.
--John, coge una mesa, que voy por tu desayuno. Ya sé como funciona, me
lo dijo mi mecánico.
Sandy se dirige a la barra, mirando con tremenda curiosidad a las chicas
que atienden. Y, de inmediato, puede ver a una sonriente rubia que despacha a un
mecánico sobre cuyo mono se aprecian claras manchas de aceite y pintura. Y
hacia ella se dirige de forma clara y directa, abordándola en el momento que el
mecánico, cargado con varios platos, se retira. Es un subteniente, muy agraciada
como ha podido observar desde lejos.
--Hola preciosa.
--Teniente, por muy piloto que sea, lo que dice no es correcto. Además,
llega tarde si lo que quiere es ligar. Tengo novio y le soy fiel.
--Al menos, dígame su nombre --insiste el inexperto en mujeres, Sandy.
--Mi nombre es Cathy. Pero llamaré a una de mis amigas que, sin novio, a
lo mejor puede escucharle y que hagan amistad. Además es más guapa que yo.
¿Le parece?
--Imposible que sea más guapa.
--Muchas gracias, pero así es. --Responde y hace señas a otra chica que se
encuentra unos metros alejada y le espeta:
--Fiona, este piloto pregunta por ti.
--No conozco a ninguno.
--A este teniente lo conocerás, ya verás como sí.
Y la muchacha entrega unos cafés y se acerca al lugar desde el que la
han llamado. Conforme lo hace, Shorty observa su tez morena, y su cabello casi
totalmente negro como el azabache, la sonrisa abierta y cuando llega, infantil y
sin malicia, indica:
--Tenía razón Cathy. Son las dos las mujeres más bellas que he visto
nunca.
--Eso es que ha visto poco mundo, teniente, y le pasa por estar siempre
en las nubes --Y se ríe por el comentario jocoso que le ha salido sin ser
consciente de ello.
--Hola Fiona. Dígame que no tiene novio como su amiga.
--Pues ni lo tengo, ni interés en ello --Indica coqueta mientras ambos se
miran con clara curiosidad.
--Me llamo Sandy. Póngame en su lista como el primer aspirante a su
mano para cuando determine que ya puede tener interés en hacer un amigo y
admirador.
De nuevo se miran, calibrándose ambos. Fiona, sonríe ante lo agradable
que encuentra en el piloto y, de inmediato, inquiere.
--Dígame, teniente. ¿Qué desea tomar?
--Ah, sí. Perdone, pero sólo la veía a usted.
--Pero...,¿qué es lo que quiere?
--Dos desayunos completos si me hace el favor.
--No es ningún favor, es mi trabajo.
Responde haciéndose la dura tratando inconscientemente de valorar al
muchacho. Lo encuentra muy joven para ser piloto y teniente, y poniéndose sería
quiere ver si se arruga ante ella.
--Dígame teniente. ¿Cuánto tiempo lleva volando?
--Unos meses. Tengo ya derribos y ascendí ayer a teniente. Tengo
diecinueve años, soy soltero, sin novia y bastante ingenuo. Usted me gusta y
quisiera ser su amigo. ¿Quiere saber algo más de mí? --Indica lanzándose y
perdiendo por una vez la timidez que siempre ha tenido con las mujeres.
Fiona nota que el rubor se le sube a la cara. La respuesta a su indiscreta
pregunta, pues en ella inquiría todo lo que le ha respondido y algo más, le ha
cogido de sorpresa. Y acepta que el muchacho tiene carácter y no es tonto.
--No se enfade. No tenía mala intención, sólo curiosidad, me parece muy
joven para su rango.
--No me he enfadado. Quería darle todos mis datos y así que todo quede
claro. Mentí y falsifiqué los papeles para entrar en la escuela de vuelo. ¿Le ha
parecido bien?
--Sí, ha dejado todo muy claro. Tengo veinte años desde hace un mes. Soy
soltera, no he tenido novio, y creo que soy algo menos ingenua que usted. Y no
me importaría que nos conociéramos un poco más. De momento sólo como
amigos.
--Bien. Estaré volando todo el día. Vendré a tomarme algo cada vez que
aterrice para repostar.
--Será bienvenido en cada ocasión. Aquí tiene los desayunos. Su amigo se
está impacientando y ya me ha hecho señas varias veces para que le envíe a su
mesa. Suerte, que le vea siempre cuando regrese de volar.
--Gracias. Dónde se abona el consumo. --Pregunta al ver el ticket que ha
rellenado y colocado en la bandeja de metal igual a los que se usan en el
comedor.
--Ve aquella chica que hay en aquella mesa. Es más guapa que yo, puede
probar suerte con ella.
--No soy cazador cuando no vuelo. Me basta contigo para poder soñar,
siempre que consientas en ello.
Fiona de nuevo se vuelve a poner roja. Se ha dado cuenta, aunque tarde,
que lo que le ha dicho sobraba y que su respuesta le ha dejado claro que él es una
persona seria, al que no le gustan las tonterías.
--Perdona Sandy.
--Te he entendido, era sólo un coqueteo, pero te aseguro que desde ahora
solamente lo haré contigo. --Responde, y bajando la voz, añade.-- Hasta luego
preciosa.
Y se marcha. Casi de inmediato, Cathy acude a su lado.
--Lo he escuchado casi todo. Es un niño para las mujeres, pero tiene
carácter y creo que se ha colado por ti. Creo que eres su primer amor. Cuídalo y
edúcalo como me ocurre con mi novio. Me parece una buena persona.
--Gracias, si no es por ti, nunca lo habría conocido. Ni le he preguntado
cuál es su avión. Seguro que tiene un dibujo como casi todos. Lo haré en un par
de horas o poco más, si como me ha dicho, cuando vuelva vendrá tomar algo.
--Si lo hace, será señal que de verdad está interesado en ti.
Un momento después los dos pilotos se marchan, no sin que ambos hagan
un gesto de adiós a las que ambas responden levantando el pulgar.
Cuando el ruido de los aviones se incrementa, ambas saben que están
despegando. Fiona sale de detrás de la barra y se dirige a la zona de la mitad de
la calle desde la que se puede ver la pista y puede observar como los aviones, en
grupos, inician la carrera y acaban elevándose hacia el cielo. Mientras lo
observa, sus labios se mueven en una silenciosa plegaria, desando que vuelva a
tomar una cerveza o lo que le apetezca, y es consciente que, en su interior, hay
algo que no tenía hace una hora: el miedo a que le pueda ocurrir algo.
Cuando más de dos horas después ve regresar a los dos, un suspiro se
escapa con claridad. Y juntos llegan hasta el mostrador al punto en el que ella se
encuentra.
--Hola Fiona. Este es mi amigo John, que quiere conocerte. Me has dado
suerte. He hecho otro derribo.
--Lo siento por él. Seguro que alguna chica como yo, se habrá quedado sin
novio.
--Sí, es la guerra. No me gusta hacerlo, no tengo nada contra ellos, pero yo
no empecé esta lucha; sólo hago lo que me han enseñado y debo hacer.
--¿Cuál es tu avión y qué llevas pintado en él?
--Mi avión es un Sopwith Camel, el número 870. Y no tiene ningún
dibujo, pero lo tendrá pronto, y será una estrella brillante con un largo pelo negro
ondulando en el aire, que será tú. Nos pones unas cervezas, nos tenemos que ir
enseguida.
Cuando en escaso tiempo escucha de nuevo el ruido de los motores. Ya no
sale a la calle para verlos despegar. Cathy le ha indicado que debe evitar ese tipo
de aspectos o se le convertirá en un sufrimiento indomable que la anulará, y que,
por mucho que se preocupe, nada va a cambiar, salvo que tenga una pesadumbre
continua por pensar en él.
Por dos veces más, a lo largo del día, pueden volver a verse. El ruido de la
zona de los aviones ha estado lleno de ruido de motores toda la jornada. Han
escuchado llegar docenas de aviones. Han podido contemplar combates a
diferentes alturas, y seguir las columnas de humos que, cayendo del cielo,
mostraban el último vuelo de varios aparatos. Al final de la tarde, el rumor de
motores se va apagando, por el aeropuerto se empiezan a ver más pilotos que en
los días anteriores, todos sedientos, con las caras oscuras por el humo y el aceite,
que dejan una aureola clara desde el borde de las gafas.
La llegada de Sandy le reconforta pues aparece cuando hace un rato que
ha terminado su turno, pero se ha quedado esperando por si volvía.
--¿Qué tal? --Le pregunta cuando lo tiene enfrente.
--Algo cansado, pero feliz por haberte conocido.
--Estoy libre de servicio. Me invitas a una cerveza y un sándwich.
--Claro. Eso hará que el día sea completo.
--Siéntate allí, que ahora lo llevo todo, si me dices lo qué quieres.
--Lo mismo, pero que sean dos sándwiches pues tengo hambre, y la
cerveza, que sea grande, ya hoy no tengo que volver a volar; pensar en ti y volar
me han abierto el apetito y me han dado sed.
Fiona empieza a reír al saber que pensar el ella le abre el apetito, y
comprende que a ella le ocurre lo mismo, por lo que prepara más sándwiches y
dos buenas cervezas, que deja a puntadas a su nombre. Poco después, consumen
lo que hay sobre la mesa, mientras, sin recato, se cogen y se sueltan las manos en
los primeros contactos entre ambos, antes de encender un cigarrillo cada uno y
salir a dar una vuelta en la que él le llevará hasta su avión para que lo conozca.
Pero no está en la pista por o que imagina que le estarán tapando los agujeros
sufridos durante el día. Lo encuentran en un hangar en el que unos mecánicos
cubren los orificios y otro dibuja una gran estrella, parecida a la navideña, pero
en vez de cola, flota detrás una cabellera, larga y negra. La estrella tiene ojos y
una clara sonrisa.
--¿Quién le ha dicho que pinte lo que hace?
--Soy el cabo Henry, Señor. Ha sido una orden del capitán Mortimer.
¿Le parece bien el dibujo, o lo quiere cambiar?
--Muchas gracias cabo ¿Te gusta Fiona?
--Es precioso. Déjelo como está, me gusta mucho.
--Gracias, Señora. Es usted muy amable --indica el cabo.-- Perdone,
Señor. ¿Es el pelo de la señorita el que hay que pintar?
--Si, cabo Henry, ese es.
--Es un pelo precioso, de modo que mejoraré la cabellera del dibujo, de
forma que será mucho más parecido.
--Gracias, cabo Henry --Indica Fiona-- Es usted un caballero y un gran
artista.
--No las merezco Señora.
Fiona observa el avión y puede ver como están tapando con parches y
dando laca después, agujeros por los que cabe un dedo de la mano. Como es la
primera vez que ve un avión de cerca, pregunta ingenuamente.
--¿Para que son esos agujeros?
El mecánico ríe por un instante antes de indicar:
--Son agujeros de bala, mi teniente.
--¿Cuánto tiempo hace que están ahí?
--Son de hoy, Señora.
La muchacha queda en suspenso, mientras mira por todos lados, viendo
como son unos cuantos los que se pueden ver tapados o sin tapar.
--Ven, Fiona. --Interviene Sandy tratando de distraerla.--Te enseñare la
carlinga, con los mandos, los relojes y esas cosas que hay, algunas de las cuales
no sé para qué son. --Añade con humor y escuchar lo que dice.
--¿Cómo vuelas si no sabes para que son algunas cosas?
--Señora, perdone que intervenga, --indica el mecánico-- es una broma.
Es uno de los mejores pilotos de esta base, pero tiene un sentido del humor a
veces extraño, pero sé que usted sufrirá si lo piensa.
Y el mecánico acerca una escalera para que pueda asomarse a la cabina
sin tener que trepar por el ala baja y los soportes.
--Bill, eres un entrometido. --Indica Sandy entre risas. --Un día de estos
romperé el avión para hacerte trabajar.
--Me parece bien, pero procure no estar dentro. Pues arreglarle a usted
es más difícil.
Fiona hace un rato que se ha perdido en la mezcla de bromas, gestos, y
comentarios para ella sin sentido. Sube a la escalera y puede ver el interior, con
los paneles de relojes, la palanca central de mando, ruedas laterales, pedales,
leva de gases y de disparo, correas sobre el asiento, tuberías y llaves eléctricas.
--Pero esto es muy complicado. Te creo que haya cosas que no sabes
para qué son.
Y los presentes se ríen.
--Muchas gracias a todos. Nos vamos. --Comenta Sandy.
--Ha sido un placer conocerles. --Añade Fiona al tiempo que lleva la
mano a la gorra.-- Déjenselo bien, no quisiera que le pasara nada.
--Puede estar seguro de ello, Señora. Ha sido un gran placer conocerle.
--Igualmente.
Cogidos de la mano salen del hangar y caminan por el borde de la pista
desde la que pueden contemplar la gran cantidad de aviones que hay reunidos,
un número que sorprende a Sandy, pues le es evidente que han llegado muchos
más después de que aterrizara.


26.-

“Si mis lágrimas fluyeran según mi
voluntad, no habría lugar seco en el
suelo en el que poner los pies.”

Proverbio
Judío.



En menos de una semana, el hospital de emergencia no parece el
mismo. Molly, cuando toma la ultima curva, pasado la zona en la que continua el
“tiro a la ambulancia”, como ya le llaman todos, no puede por menos que
sorprenderse, un día más, al observar como ha crecido y sigue creciendo en las
postreras jornadas. Separados por escasa distancia, hay tres unidades médicas
independientes y autosuficientes. En cada una de ellas, equipos médicos,
personal de enfermería, sanitarios, personal complementario, y ambulancias
marcadas con el número de la unidad quirúrgica, actúan de forma autónoma.
Sólo a la hora de las comidas, han construido un gran comedor común para todo
el personal, es el lugar que les reúne durante un rato. En la ambulancia que
conduce, un número uno en negro, sobre un disco blanco, campea en ambos
laterales.
Hace unos días que hay una cierta tranquilidad, manifiestamente
premonitoria de la ofensiva que todos presienten. La tercera unidad de
emergencia, está atendida por personal sanitario australiano que han regresado
de atender a los heridos en las batallas de Gallipoli, (Turquía) Pero no se han
visto todavía tropas de allende los mares, los ANZAC, que se espera lleguen en
algún momento a primera línea, explicando la presencia de su propio hospital en
la zona.[22]
Molly maniobra ante la unidad de emergencia número uno, y una vez
más pone la parte de atrás de la ambulancia pegada a la zona de admisión para la
más fácil extracción de los heridos. Edward, desciende al mismo tiempo que
ella.
--Mi teniente, en media hora, salimos si nos lo indican. Voy a la cantina
si no manda otra cosa, Señor.
--Sí, por supuesto. Voy también a descansar y tomar algo. A ver si hay
suerte y no está operando.
--No parece que haya mucho movimiento de heridos. Dos ambulancias,
las que han salido antes que nosotros, están aparcadas allá, --indica señalando--
lo que me dice que hay cierta tranquilidad. Hasta luego, Señor.
A Molly le encanta la forma de ser de Edward. En público siempre le
trata como corresponde a su categoría, en un claro contaste con las
conversaciones que mantienen cuando están en la ambulancia, en la que se
comportan como padre e hija. Camina hacia el interior de la gran tienda, rogando
que no esté operando, como casi siempre. Por una vez tiene suerte, y las cuatro
intervenciones que se están realizando, las efectúan otros cirujanos del equipo
recientemente ampliado. Ilusionada, se encamina al lugar en el que supone que
puede estar. Leyendo, con una cerveza en la mesa, su pareja, totalmente
abstraído, no la ve llegar hasta que, por la espalda le tapa los ojos.
--¿Quién soy?
--Mi hada madrina, que viene a alegrarme la vida por un rato.
--Al fin puedo hablarte. De cada diez intentos, con suerte te consigo ver,
como ahora, uno o dos. Siempre estás camuflado tras la mascarilla, el gorro y
todas esas cosas que os ponéis.
--Es que somos muy trabajadores. Siéntate, por favor. ¿Una
cerveza?
--Sí, muchas gracias.
Momentos después, ambos chocan los vasos y tras beber, inician la
conversación. Pero apenas han cruzado unas pocas palabras, a escasa distancia
ven aparecer a la enfermera jefe, Doreen, que se dirige directamente hacia ellos.
Al verles, para Molly no ha pasado desapercibido su cambio de gesto. Tiene
claro los pensamientos de la muchacha, que siempre gira en la órbita de Peter y
trata siempre de llevárselo a operar, lo que le coloca en su terreno.
--Ahí viene tu enamorada.
--¿Quién?
--¡Tu amiga Doreen!
--No es mi enamorada.
--Eso es lo que tú crees. Las mujeres sabemos más de esas cosas que
vosotros. Está más que colada por ti.
--Pues carece de futuro. Soy hombre de una sola mujer, y esa eres tú.
--Gracias. ¿Me lo he de creer?
--Eso es cosa tuya.
--Doctor Brown. Hola Molly. ¿Cuándo has llegado?
--Hace un momento, con cuatro heridos.
--Entonces has traído a uno que no me gusta nada. Tiene un balazo en la
cabeza, aunque muy frenado por el casco, pero tiene el proyectil incrustado en el
cráneo. Habría que intervenirlo y sacarlo cuanto antes. ¿Podría usted hacerlo?
--Acabo de salir. Además no soy neurocirujano. Avise, por favor, al Dr.
Lummer, que es su especialidad.
--No sea usted modesto. Le he visto operar en cerebro y lo hace mejor
que él.
--Eso es una incorrección, señorita Doreen. De esta zona es el que más
sabe, y el que mejor lo hace. ¡Avíselo! Por favor. --Indica elevando la voz.
--Como usted diga, Doctor. Adiós, Molly.
Doreen arruga la nariz, hace un gesto de despedida, y se marcha
insegura en la forma de andar. Es evidente que el tono que ha empleado no le ha
gustado.
--Se va enfadada. --Indica la conductora-- Has maltratado a la pobre
muchacha, con lo que te ama.
Peter no contesta a la puya que le ha lanzado. Ella ha usado su
proverbial sentido del humor y un cierto porcentaje de celos como se reconoce y
que sabe que él ha captado.
--Si todo hubiera salido como planeábamos, estaríamos en Londres, y
posiblemente ya casados.
--¿Tienes prisa?
--Ni sí, ni no. Me imagino que las mismas que tú.
--No sé, no sé. Los hombres sois más fogosos. --Y se ríe durante un rato
mientras le mira con ojos maliciosos y provocativos.
--Está bien, es cierto que soy más fogoso y sueño con dormir entre tus
brazos. ¿Contenta?
--Del todo. Yo también. Ahora, cuéntame que se habla por aquí.
--Sé, más o menos lo que tú, todo son rumores.
--Anoche te observé cenando con los australianos; seguro que traen
noticias.
--No sobre lo actual, pues sólo les dijeron que vinieran aquí y tuvieran
todo preparado.
--Entonces, ¿de qué hablabais tan animados anoche?
--Nos estábamos conociendo; saber de nuestras especialidades por si, en
algún momento, necesitamos ayudas. Ellos creen que estamos más preparados
que ellos en cirugía de guerra. Mientras estén libres van a venir a ayudarnos y así
aprender lo que puedan. Traen un gran especialista en Pulmón y otro en
Neurocirugía, que se especializó en América.
Lejos, el silencio se rompe por el estrépito de la artillería. Es un
bombardeo continuo, que llega amortiguado, pero que ha roto el silencio de un
día tranquilo,
--Vaya, trabajo a la vista si están cayendo en nuestra zona. Pero puede
ser que sea la nuestra la que dispara. Todo se verá. --Interrumpe Peter.
--De modo que hay buenos cirujanos y algunos están viniendo para
ayudaros y aprender. Que bien. Ahora sé quienes eran los desconocidos que
estaban ayudando en quirófano, y que me han mirado con cara de gula.
--No sería gula. Sería lascivia.
--No lo sé, pero en las miradas cuando me asomé al quirófano, creía que
querían comerme, por eso digo gula.
Peter se ríe antes de cogerle la mano y comentar:
--Tú y tu extraño sentido del humor. Los hombres no tratamos de
comernos a las mujeres, eso queda para vosotras con los niños. Los hombres
quieren siempre otra cosa.
--No lo sabía, ya me lo explicarás. Mi madre nunca me explico ese tipo
de cosas, era tan tímida como yo. Es curioso, pero los hombres, muchos, tenéis
ideas equivocadas sobre nosotras. Creéis que somos frías.
--¿Y no lo sois?
--En realidad no lo sé. Cuando llegue el momento lo sabré.
--Ya veremos.
--¿Quieres otra cerveza? Voy por ella, yo tengo sed.
--Sí, trae otra para mí y que la apunten en mí cuenta.
--No pensaba otra cosa. Los cirujanos ganáis más que una pobre
conductora de taxi, con una mancha roja a cada lado, sobre la toldeta de lona
caqui. En realidad un blanco móvil para que nuestros amados vecinos alemanes
se distraigan.
--Sí, pero, como no lo sabes, te lo diré. Están colocando unas baterías,
que van a localizar a esos aburridos artilleros, y les van a largar los suficientes
pepinos para que dejen de molestar a nuestras cariñosas muchachitas.
--¿Es cierto? ¡Te lo has inventado!
--Es cierto. Hemos escrito todos los médicos al Estado Mayor, con una
lista de las bajas, y han sido tan amables de responder y nos explican que esta
tarde, como muy tarde, tendréis protección.
--Menos mal que os preocupáis por alguien que no seáis vosotros
mismos.
--¿Quieres decir que somos unos egoístas?
--No. Estáis a lo vuestro. Y no veis las dificultades y los peligros de los
demás.
Molly se marcha y vuelve al cabo con dos cervezas. Pero no puede
tomársela con tranquilidad. La presencia, de lejos, de Edward, le indica que tiene
que salir de inmediato. Le hace un gesto para que se acerque.
Lo hace, saludando a ambos marcialmente.
--¿Qué ocurre, cabo?
--Aviso urgente. La artillería está machacando las posiciones y hay
muchos heridos que debemos recoger.
--Voy ahora mismo. Gracias Edward.
--A sus órdenes, mi teniente.
Termina la cerveza, besa a Peter y se despide:
--Me voy. Que no trabajes mucho. Y, sobre todo, no te dejes engatusar
por Doreen, que te tiene muy vigilado.
--No hay riesgo. Tu recuerdo me durará todavía un rato.
--Bueno. Es posible que conozca un buen australiano que me haga
ilusión.
--Tendría que matarlo.
--Menos mal que dices algo interesante. Hasta luego.
Y Molly, con paso rápido, sale del comedor y se dirige hacia la salida
para iniciar una vez más el trillado camino que le lleva al lugar en el que se
suelen acumular los heridos.
Cuando se pone en marcha, delante varias ambulancias más le
anteceden, e inician la carrera que les permitirá subir la cuesta y pasar a toda
velocidad entre las dos banderas rojas que marcan en la carretera la zona batida
por los alemanes.



27.-

“Tengo la frente húmeda, los párpados mojados, me
tiemblan las manos y jadeo débilmente. No es más
que un terrible acceso de miedo, del simple y vulgar
terror a levantar la cabeza”.

Erich María Remarque: “Sin novedad en el
frente”.



Larry Mc´Donald, Sargento Mayor de Infantería en las trincheras
aliadas, recorre su zona de primera línea en la rutinaria inspección matutina. Es
un suboficial profesional, que empezó hace años como soldado. Dotado de una
gran experiencia, posee una mano izquierda tal, que le ha granjeado el respeto y
la colaboración total de todos los soldados a sus órdenes. Durante toda la noche
ha escuchado el ruido que se está produciendo en las trincheras alemanas, lo que
le ha hecho levantarse en varias ocasiones para comprobar la conducta de los
centinelas. Pero no ha encontrado ningún fallo. Ha lanzado varias bengalas,
buscando posibles arreglos de alambradas o intentos de golpes de mano, pero no
ha podido comprobar nada anómalo.
Le extraña que en los últimos días no haya habido tanteos de los
alemanes. Su olfato de veterano le indica que debe extremar las precauciones
para no ser sorprendidos. Sabe que va a haber una ofensiva en cualquier
momento y, con un claro criterio de experiencia, tiene seguridad que los
alemanes lo intuyen igualmente, y su quietud de los postreros días le indica que
están reforzando sus líneas, y que el ruido que percibe no es más que la llegada
de tropas, munición, morteros de trincheras y más ametralladoras. Es manifiesto
que las posiciones alemanas son más sólidas que las aliadas, y que el número de
armas automáticas, es muy superior al propio. Hace tiempo que tiene más que
comprobado, que dos ametralladoras alemanas pueden evitar el avance de hasta
un regimiento. Por desgracia, no tienen dos en su sector, sino docenas. Pero el
estado mayor aliado, en una falta total de objetividad al estar lejos del frente,
siguen usando unas tácticas y estrategias de la época de Waterloo, enviando
miles de hombres a la bayoneta frente a un verdadero diluvio de proyectiles del
calibre 7,92 milímetros. Con una cadencia de cuatrocientos disparos por minuto,
que los barren sin dificultad, dejando a miles de soldados sobre la tierra de nadie.
Pero no puede hacer nada que no sea obedecer. Es un sin sentido, un absurdo
total, sacrificar a miles de jóvenes de una manera tan inútil para, en el mejor de
los casos, ganar unos pocos metros de trincheras que son recuperadas de
inmediato en un contraataque.
Conforme pasa de un soldado a otro, todos pegados al respaldo de la
trinchera en posición de revista de armas, va revisando la dotación de cartuchos
y granadas, los fusiles y las ametralladoras Lewis que no se encuentran en
posición. Se detiene aleatoriamente sobre alguno para hacer la revista con más
intensidad. Ya conoce a los que suelen creerse más listos o son más descuidados.
Un arma sucia, con cartuchos en recámara, o sin el seguro puesto, es un peligro y
una falta de atención que no puede permitir. Su experiencia, ha sido soldado
durante muchos años, le permite conocer todas las argucias de camuflaje, engaño
o tergiversación que él aprendiera en su juventud, para hacer brillar las botas,
aparentar que reluce un cerrojo, u ocultar un ánima herrumbrosa.
Se encuentra ilusionado por su posible ascenso a Teniente que ha
solicitado el Capitán Harold O´Reynold para él. Le gustaría que la orden llegara
antes de iniciarse la ofensiva pero, en todo caso, no puede permitirse una
relajación que le deje mal ante los superiores que confían en él.
Mira a los ojos al soldado siguiente y aprecia un parpadeo que ha visto
mil veces en los que están inseguros en las revistas.
--Soldado Aaron, muestre el ánima.
El soldado manipula el rifle y le deja contemplar el interior del cañón. Y
de inmediato puede contemplar la mancha, mínima pero objetiva, que se marca
con claridad entre dos estrías.
--Limpie su rifle. Tiene manchas, y polvo, e incluso barro en la culata.
¿Tiene guardia esta noche?
--No señor, he estado la pasada.
--Pues ya la tiene. Ocupe un puesto libre y no se duerma. Y deje el arma
como un espejo. Y luego me lo enseña.
--Sí Señor. --Saluda y se retira a un refugio para hacer lo que le han
indicado.
Y continúa la revista que desea que se termine para que puedan ir a
tomar la primera comida del día. Sube, por una de las escaleras que llevan al
parapeto, para llegar hasta un puesto en el que hay una ametralladora Vickers de
trípode. La inspecciona y realiza unos pocos disparos con ella.
--Muy bien, pero el cierre lo encuentro un poco duro, échele unas gotas
de aceite, y mire si los cartuchos se pican lo suficiente. Esa vaina --indica
cogiendo una de la que acaba de disparar que ha quedado entre los sacos,
muestra un golpe de la aguja sobre el pistón, muy poco hundida. En caso de
duda, cambie la aguja percutora. Mejor aún, cámbiela, si falla en un ataque, será
una boca de fuego menos, y andamos escasos de armas automáticas.
--Sí, mi sargento.
Incansable lo comprueba todo. Las Lewis y sus cargadores cilíndricos,
los alicates corta-alambres y las palas de trinchera.
La llegada del teniente Blake, es premonitoria de la llegada del capitán,
pero pasan unos momentos y éste no aparece, como es lo habitual.
--Terminando la revista, Señor. Sin novedad. Todos los hombres
presentes. No hay rebajados ni heridos.
--Termine y que se reparta el desayuno. El capitán ha sido llamado al
Puesto de Mando del Regimiento. Salió temprano: puede ser que se encuentre a
punto de llegar. Tal vez traiga noticias.
--Sí Señor.
--Refuerce los puestos de observación, hay demasiada tranquilidad, lo
que me hace estar intranquilo.
--Sí Señor. Ha habido mucha actividad durante la noche en las
trincheras alemanas, pero no han salido de ellas. Pienso que las están reforzando.
--Lo sé. He salido esta noche dos veces y le he visto a usted controlando
todo. Se ve que los mismos ruidos nos han despertado a los dos.
--Lo siento, no le he visto ni oído, y por eso no di el parte.
--No tenía nada que decirme, era su hora de sueño, pero he podido
comprobar que está usted en todo. El capitán también le vio, hizo un comentario
y se volvió a dormir.
Larry no responde. Saluda y continúa el final de la revista, tras lo cual
ordena romper filas y los soldados organizan el desayuno.
--Sargento. --Llama el teniente.
--Señor.
--No quiere saber lo que dijo el capitán.
--Señor, si considera que debe decírmelo, lo escucharé.
--Es usted un tipo raro por su disciplina tan exacta. Pues dijo: “Si el
sargento está levantado, nosotros podemos dormir muy tranquilos”.
--Gracias. Señor.
--Espero que en cualquier momento sea usted oficial, lo que será una
alegría para nosotros al tenerle de compañero.
--Espero que seré bien acogido, Señor.
--Pero si ya lo es, sólo las reglas no nos permiten mayor confraternidad.
--Gracias Señor.
La aparición del capitán los convierte en un trío que sigue conversando
sobre la salida y las novedades.
--Acabo de mandar un mensaje al Batallón para que nos envíen
refuerzos. Nos falta casi la mitad de los hombres que deberíamos tener.
Súbitamente, a sus espaldas, desde la zona aliada, el inicio de los
disparos de artillería, cuyos sonidos llegan casi al mismo tiempo en el que
escuchan el lúgubre sonido zumbante y ululante de las granadas y los obuses
sobre sus cabezas que empiezan a explotar sobre las trincheras alemanas.
Miran el reloj y casi al mismo tiempo exclaman:
--Nuestros buenos días para el enemigo. Ya estamos enviando el
desayuno metálico para los Fritz.
--Eso dirán ellos dentro de media hora, cuando seamos nosotros los que
tengamos que escondernos. ¿No os parece un juego miserable? --Expone Blake.
--Sí. Todo es miserable en la guerra. No creo que haya nada bueno en
ella, salvo quizás, el caminar, tomar el aire, el sol, la lluvia, y evitar que
engordemos, que dicen que es malo. Pero… ¿quién sabe lo que es bueno y lo
que es malo? Hace tiempo que no distingo bien entre las cosas que me rodean. --
Indica el capitán.
--Eso no es posible. --Interviene el sargento.-- Es sencillamente, con
todo respeto, que nos adaptamos a lo que hay a nuestro alrededor.
--No lo creo. En mi pueblo, sobre eso, solemos decir: “Pídele al perro
que se adapte a la alfalfa”.
--Entonces… ¿qué es lo que nos ocurre?
--Pues que ocupar un lugar en las trincheras, es como estar en la entrada
del matadero. Eso hace que, como decía un capitán, amigo mío, que cayó hace
mas de año y medio: “Estamos en la noche eterna del soldado: quemo, más que
fumo, innumerables cigarrillos en un deshojar de la margarita de la vida llena de
pétalos contradictorios.
--Le entiendo bien. De cada hoja que se tira, no se sabe si será si o no
cierto lo que indica, pues todo carece de lógica, es como si los pétalos hubieran
sido arrancados y pegados después, y no conservan ningún orden.
--Así es. Nada de lo que ocurre tiene sentido.
--Tengo que ir otra vez al mando del Batallón. Otra vez no sé que quiere el
mayor. Al menos, si ha llegado su ascenso, Larry, el viaje será positivo.
El trato que le ha dado su capitán, tuteándolo por primera vez, le ha dejado
perplejo. Y por un momento tiene la sensación que va precisamente por
nombramientos pues hay varios anunciados hace tiempo, pero que no acaban de
llegar. No hace ningún comentario, como si no hubiera escuchado. Hace tiempo
que ha aprendido una máxima, que, sobre todo, tiene muy en cuenta con sus
superiores: interpretar lo que quieren decir los demás, sólo conduce, con
frecuencia, a cometer errores.
--Perdonen, voy a ver cómo está todo en la compañía. ¿Mandan ustedes
alguna cosa?
--Puede irse. --Indica el capitán volviendo al trato impersonal.
Larry se marcha. Harold comenta:
--Voy a recoger los nombramientos y a traer a los refuerzos que ya han
llegado. Y ya tenemos otro problema: son todos muy jóvenes y bisoños. Hay que
mezclarlos con los veteranos y que les enseñen rápidamente lo más elemental o
estaremos pidiendo en unos días más tropa para cubrir las bajas de la compañía.
Mientras el cañoneo aliado cede y se inicia la respuesta alemana. Pero
es fuego contrabatería, y los obuses pasan altos en dirección a retaguardia,
buscando a las piezas que hasta hace un momento han disparado sobre ellos.
--Parece que nos van a dejar tranquilos por un rato.
Pero algunos proyectiles alemanes, caen en sus posiciones. Hace tiempo,
meses ya, que observan que aunque disparen hacia zonas por detrás de ellos, hay
granadas que quedan cortas, y su distribución es irregular.
--No lo hacen sobre nosotros, es que tienen alguna artillería con los
cañones desgastados y han perdido precisión. Suenan diferente, más ronco, pues
llevan menos velocidad.
--Eso parece. Pero si nos caen aquí, nos da igual las intenciones que
tengan. La metralla no reconoce indicaciones de destino.
--Te quedas al mando. Volveré lo antes posible. ¿Quieres algo?
--Si te haces con algo de Whisky, estupendo. Ya sabes que nos queda,
apenas, un poco.
--Encontraré algo, seguro.
Cuando vuelve, más de dos horas más tarde, viene acompañado de
treinta soldados, jóvenes, con uniformes nuevos, correajes relucientes, y fusiles
con toda la madera brillante, que parecen chorrear todavía la goma laca del
barnizado. Todos se muestran asustados con cada explosión, sin poder contener
los reflejos de esconderse.
Larry, el Sargento Mayor, los recibe junto con sus hojas militares y, de
inmediato, como lo hace todo, empieza a prepararlos para una realidad que no
les ha sido enseñada o han insistido poco en ella, pues, lo ha vivido, en lo que
más insisten suelen ser los desfiles y las formaciones cerradas, aspectos sin la
menor utilidad e importancia en los combates en trincheras.
--Escuchad novatos. Soy vuestro sargento mayor. Vivir o morir aquí,
sólo lo separa la rapidez con la que aprendáis unas pocas cosas. Mi nombre es
Sargento Mc´Donald. Para mí no es fácil comportarme como un hijo de puta, no
siéndolo en el fondo pero… la guerra me ha cambiado y con los nuevos lo soy.
Aprended rápido, no quiero iros enterrando uno a uno. Y ya he metido bajo tierra
a demasiados tontos que no me quisieron escuchar. Acomodaos, tres por refugio
al menos. Buscad huecos que, por desgracia, tenemos muchos. En una hora, aquí
formados con dotación de combate completa, para pasar revista. Rompan filas.

La llegada del teniente Mc´Alister le saca de la observación. Está
mirando cómo sólo unos pocos de los recién llegados, se han movido con
rapidez para encontrar los mejores sitios en los refugios.
--Te llama Harold, Teniente Mc´Donald. Enhorabuena Larry. Tengo
unas estrellas para ti, si no te las da el capitán. Bienvenido al mundo de locura
del mando, un escalón más alto. Habrá días que te gustará ser un simple soldado.
Y el recién ascendido saluda por última vez como inferior:
--Gracias Señor. No se avergonzarán de mí. --Y penetra en el Bunker
del mando de la compañía.
--Pasa Larry y no me saludes. Sírvete un Whisky, y busca la manera de
que aquí no nos falte nunca esa bebida, pues cuando te apetezca tomar uno, esta
es nuestra fuente particular.
--Entendido, Capitán. Tengo botella y media en mi petate, que pasará
aquí en cuanto terminemos la reunión.
--De momento bebe a cuenta, ya lo compensarás. Firma aquí tu ascenso,
y pon la hora en la que tomas el mando.
Larry lo hace. Al lado del duplicado del nombramiento, hay dos
hombreras que sabe que fueron del capitán, que se las regala.
--A mí me dieron suerte. Deseo que te ocurra lo mismo con ellas.
--Gracias Señor.
--Aquella cama es la tuya. Trae todo aquí. Y cuando estemos entre
nosotros, mi nombre es Harold, como sabes. Y ese es el trato entre amigos. ¿Has
visto a los novatos?
--Sí. Menos unos pocos espabilados, la mayoría son unos pardillos. Pero
aprenderán en unos días, aunque ellos y yo sudemos sangre.
--Déjeselo al sargento Eddy, que va a ser ascendido a alférez,
posiblemente en unos días. Su nombramiento, no sabe el capitán el porqué, se ha
retrasado. Hasta entonces, que actúe como Sargento Mayor y así veremos qué tal
los maneja, pues de momento le va a sustituir. Usted se ocupará de la sección
que llevaba el lugarteniente que ha caído.
--Voy a avisar a Eddy, y pasarle los novatos que he recibido yo.
A la hora prevista, todos los recién llegados forman con el respaldo a
sus espaldas. El recién ascendido, acompañado del sargento, les habla.
--Me habéis traído suerte. Acabo de ascender a Teniente. Pero eso no
implica que vaya a ser blando con vosotros. Se ocupará de todo el sargento Eddy
Prayeris, que es más duro que yo. Aprended de él, y todo os irá muy bien. Y
hacedlo muy deprisa. El tiempo no perdona en las trincheras. Un error… y adiós.
Antes de irme, os enseñaré lo primero que me enseñaron a mí. Usted, novato. --
Indica señalando al más cercano-- Coja ese casco, póngalo encima de aquel palo,
suba al parapeto, y sáquelo fuera un poco, el casco, no su cabeza, como si se
asomara. Y espere un momento.
El soldado lo hace tal como le han indicado. Apenas si transcurre un
momento antes que el casco vuele al interior de la trinchera al recibir un
impacto.
--Ya han visto. Un error, como dije y estará muerto el que se despiste o
sea muy curioso. Observen y aprendan. Son suyos, sargento.
Los soldados saludan al recién ascendido de forma espontánea y éste les
saluda como despedida. Y mientras se aleja para recoger sus cosas, puede
escuchar como el sargento ya ha iniciado la enseñanza.
--Ya han visto algo elemental. Pues como eso hay muchas más cosas…
Alrededor, las granadas pasan zumbando por lo alto con su siniestro
ulular o con agudo silbido cuando quedan cortas. Y son de los más diversos
calibres, cada cual con su gruñido particular que los veteranos han aprendido a
reconocer y a calcular la distancia en la que caerán. Y los desplazamientos de la
muerte metálica, discurre en las dos direcciones, en un duelo artillero que debe
tener muy ocupados a los de las dos retaguardias.





28.-


“Auf, auf, kameraden von der Infanterie, es kilt für unser
Leben…”.
[“Arriba, arriba, camaradas de la infantería, hemos de luchar por
nuestra vida…”.]

Canción alemana de la I Guerra Mundial.


La llegada de un extraño avión al caer de la tarde al aeródromo alemán
cercano a Mory, causa una cierta sensación. Con un solo plano, su llegada ha
sido advertida por telégrafo y hay expectación para verlo aterrizar. Viene
camuflado con una extraña pintura de la que les queda clara la razón: facilitarle
la aproximación, la huida o quedar oculto entre las nubes. Aterriza
impecablemente y de inmediato el aparato es ocultado en uno de los hangares
según las instrucciones recibidas. De él desciende un alférez, envuelto en un
grueso mono de cuero que, de inmediato, es rodeado por los pilotos de la base,
que tras presentarse le llevan a la cantina para invitarle a trasegar cerveza y
sonsacar todo lo que puedan. Viene de Berlín y, suponen, tendrá noticias que
ellos desconocen.
--¿De qué Jasta eres? --Pregunta Walther Krugger al que ha extrañado
que el avión no traiga identificación de su unidad.
--A ninguna. Pertenezco a un grupo de reconocimiento que se está
formando.
--Vuelas muy bien, ¿cómo es que no te han destinado a combate?
--Soy muy tranquilo, lento y meticuloso, por lo que han pensado que
sería un buen fotógrafo. Debo subir muy alto y hacer las fotos desde una altura a
la que no suben los aviones normales. Para ello llevo este grueso mono, que me
protege del frío y una botella con una mezcla especial de aire para ayudarme a
respirar a esas alturas. Ni siquiera voy armado, y llevo el mínimo de peso
posible, para poder subir más y alcanzar más velocidad, así como depósitos algo
más grandes de bencina, pues tengo que hacer largos recorridos a veces.
--¿Qué altura consigues?
--Los siete mil y algo más de momento, pero me han dicho que aún
puedo subir algo más en caso de apuro. Es mi salvación si me descubren; subir
sin combatir y esconderme entre las nubes. Por eso nos han elegido, a los que ya
estamos en esta unidad, por ser tranquilos y no combativos. Para pelear, ya estáis
vosotros.
--¿Y las fotos desde esas alturas sirven para algo?
--Sí sirven; si no para que las haríamos. Desde muy alto, cogemos
grandes sectores de la zona de operaciones. Para otras, bajo con rapidez cuando
algo me parezca que puede interesar ver desde más cerca, aunque lo tengo
prohibido en gran parte. En esos casos desciendo con rapidez, hago las fotos y
subo de nuevo a mi techo de los seis mil metros o más si me persiguen.
Los que le escuchan alzan las cejas. Saben que conforme suben hace
más frío, y han sentido mareos a partir de más de los cinco mil quinientos
metros, si es que consiguen llegar a ellos. Lo de respirar aire especial lo
conocen, es experimental, pero nunca lo han usado.
--¿Qué sospechan para que te hayan enviado?
--Lo que sospechen no me lo han dicho. Ya sabéis que el Alto Estado
Mayor no da información. Te dan órdenes, te dicen lo que debes tratar de ver y
fotografiar, y que de inmediato regreses pues las fotos son muy importantes.
--¿Y que debes ver? --Interrumpe Klaus Winmer.
--El servicio secreto sospecha de una ofensiva, y de unas armas nuevas,
muy grandes, mayores que los camiones, creen que pueden ser camiones
blindados y armados. Han perdido el contacto con el que informaba, lo han
debido detener y no saben mucho más. De lo que sea, hay muchas unidades y es
lo que debo encontrar, saber en qué zona están, pues por ese lugar será la
ofensiva con casi total seguridad. Y además lo de siempre: posiciones de la
artillería, columnas de tropa, líneas de trincheras, aeródromos, depósitos de
municiones, concentraciones de tropas en espera y movimiento de ferrocarriles;
en fin, lo de siempre.
--Ya, ya, te entiendo.
--¿A qué horas sales mañana?
--Antes que el sol se asome despegaré, para estar sobre los objetivos
cuando estén todos durmiendo y ya haya suficiente luz para hacer las fotos. Para
que no les extrañe, si pasa algún avión enemigo por aquí, hemos escondido el
avión. Les podía llamar la atención y estar vigilando. Mañana actuamos seis
aviones entre Suiza y el mar, y pasado también para el que no encuentre nada
importante. Si encuentro lo que busco, saldré para Berlín, para que las estudien
y, si he hallado algo nuevo, volveré para hacer más de lo que haya descubierto
especial.
Todos le escuchan, preguntan, requieren información de Berlín y de los
diferentes puntos del frente, que incluye Extremo Oriente, África y Europa
Oriental. Lang Brixen es discreto y no dice nada que no sea de conocimiento
general. Pertenece al Servicio Secreto, y ha sido hecho piloto a posteriori dada
sus grandes cualidades de observador, interpretador de planos y fotografías y
poseer una excelente memoria. Sabe que hablar entre pilotos no ofrece, a priori,
el peligro de que se puedan filtrar noticias, pero la experiencia le dicta que
mientras menos cuente, de menos se tendrá que arrepentir. Tras la cena, hablan
un momento y se marcha a dormir puesto que tiene que madrugar.
Cuando la alborada aún no ha mostrado su rostro de un nuevo día, una
serie de pequeñas hogueras, muy separadas, señalan los bordes de la pista. Ha
arrancado el motor, y espera que éste se caliente un poco para despegar. Hace
frío y ni siquiera la sopa con guisantes muy caliente que ha tomado, con
salchichas y patatas, y una buena dosis de aguardiente, le ha hecho entrar en
calor. Finalmente, hace un gesto, le quitan los calzos y sin prisas inicia la carrera
que le pondrá en el aire. El Fokker E-1, de ala única, al que han cambiado el
motor por otro más potente, ruge poderosamente y se despega del suelo con
rapidez. En el costado izquierdo, a la altura del piloto y algo adelantado para que
lo maneje bien, hay un soporte al que han adaptado una máquina fotográfica de
buen tamaño para su labor de aportar imágenes de la zona enemiga. Como ha de
sacar fotos hacia abajo, hay una ventana mínima que atraviesa el ala y que deja
el objetivo al descubierto.
Hay escasa luz que, conforme sube, se va aclarando en el avión. El
suelo sigue oscuro. Tiene muy clara la ruta a seguir y espera que no haya niebla
para poder sacar las amplias fotos de grandes sectores del frente, anteriores a las
que debe ampliar si observa algo más concreto y sospechoso. Mira el reloj y el
altímetro con frecuencia. Cuando lleva veinte minutos de vuelo, no sólo empieza
a haber luz sobre la zona, sino que se encuentra a seis mil metros, no hay niebla
y puede ver, con los gemelos, las líneas de trincheras claramente delimitadas.
Hace frío, respira con cierta dificultad, por lo que se coloca sobre la cara el
embudo de cuero blando que se ajusta con una cinta que rodea el casco de cuero.
A su lado, a la derecha y atrás, un cilindro metálico, le proporcionará la mezcla
cuando abra la válvula que lo libera. Y empieza a preparar los chasis dobles, en
los que puede impresionar por ambos lados la sensible placa fotográfica.
Dispone, en el lateral izquierdo, de una docena de ellas, ordenadas dentro de una
caja que queda en el interior del fuselaje. En total puede hacer veinticuatro
tomas. Pero todavía no es el momento adecuado, debe esperar a que el sol
ilumine realmente. Mientras, se orienta e inicia la inspección del área aliada que
debe investigar. Realiza un movimiento en un amplio círculo que mantiene con
la palanca de mando sujeta entre las rodillas y más pisado un pedal, lo que pone
el avión ligeramente inclinado hacia la izquierda para poder observar mejor el
suelo.
Puede advertir lo que pueden ser concentraciones de tropas, numerosos
puntos en los que las imágenes son claramente baterías a pesar de que están casi
ocultas por lonas y ramas de árboles. Pero son más presunciones que
seguridades. Hace la primera exposición del área que está viendo, pero
comprende que debe arriesgarse y bajar para concretar lo que más interesa: esos
vehículos armados que tanto preocupan. Y desciende con rapidez hasta cuatro
mil metros, momento en el que se estabiliza, da la vuelta al chasis y realiza una
segunda fotografía antes de seguir descendiendo para ver con cierta seguridad
ciertas manchas oscuras, distribuidas irregularmente, a veces con fallos
coincidentes con bosques, que se muestran muy cerca de la tercera línea de
trincheras alemanas.
Otea los alrededores cuidadosamente ante la posible presencia de un
avión enemigo, aunque tiene claro que a esas horas todavía no han despegado los
aviones de los dos aeródromos que hace rato ha visto, y en los que no parecía
haber actividad. Desciende, casi en un picado, en dirección a la zona en la que
las manchas oscuras son más abundantes y se muestran, separadas, pero casi
formando una línea a lo largo de una amplia zona. Se nivela, estabiliza y saca
varias fotografías con rapidez, para volver a subir a su zona de seguridad.
Tiene claro, y se lo han dicho y repetido cien veces, que más valen unas
fotos hechas desde muy alto, que ninguna y un piloto muerto. Pero no es su
modo de ser. En algo como lo que le han encargado investigar, no le valen las
precauciones y debe correr un riego, limitado, desde luego, pero a la altura en la
que ha hecho varias fotos del mismo objeto, sí serán útiles las últimas para el
servicio de información. Al menos eso espera mientras tirando de palanca hacia
sí, y con el gas abierto a tope, el avión trepa, lenta, pero de forma permanente en
el ángulo justo en el que sabe que no dejará de hacerlo mientras siga trazando un
amplio círculo. El ascenso lo realiza mediante una extensa espiral y se mantiene,
de esa forma, sobre la zona que tiene que explorar.
Repone chasis en la máquina y ordena todas las usadas, para realizar
otra incursión, desde lo alto, de los otros encargos, secundarios, que lleva. Las
líneas férreas que van desde Amiens hacia Albert y otras vías todavía más cerca
del frente. Y los posibles emplazamientos de artillería pesada que se puedan ver
o adivinar a pesar de los camaleónicos disfraces que usan mediante lonas
pintadas, redes, ramas de árboles y la ocultación en los pajares de pueblos y otras
triquiñuelas. Sobre Albert puede ver que la estación esta congestionada y que
hay trenes que entran y otros que salen, sin demasiado espacio entre ellos. Saca
fotos con un cierto intervalo, a diferentes alturas y desde diferentes ángulos,
hasta acabar con todas las placa que lleva. Subiendo de nuevo por encima de los
seis mil metros, se dirige al aeródromo del que ha salido para cargar gasolina.
Con otras escalas, debe alcanzar Berlín lo antes posible. Tiene claro que lo que
lleva en las fotos va a causar muchos cambios en las ideas del Estado Mayor.




29.-

“El reverso de todo avance de civilización
para la especie significa una pérdida de
felicidad para el individuo”.

Stefan Zweig.


La batería que dirige Chester Potter, ha aprovechado el tiempo durante
el lapso que llevan en posición desde que él llegara. Han realizado ejercicios sin
descanso durante horas, día tras día, hasta dejar resueltos todos los movimientos
de la dotación en un mínimo de cronómetro. Ha cambiado a algunos de los
hombres de la función que se le había asignado en origen, colocando a los más
idóneos, en su opinión, en la rutina que realiza con mayor precisión y la mínima
duración.
En la práctica, con fuego real, han hecho fuego contrabatería con éxito
confirmado e interviniendo en los casos que han sido solicitados y fuego de
barrera para apoyar las defensas de posiciones que le han sido encomendadas. El
hecho que le hayan comentado, mediante partes por escrito, lo que ha realizado,
con comentarios sobre la precisión de su tiro, le indica que han sido controles de
la unidad de artillería a la que se encuentra adscrito. La presencia, en ocasiones
de altos jefes de la división, en un rápido recorrido por la zona, le hace suponer
que su sector va a ser de importancia en la ofensiva que intuye se está
preparando. Hace unos días que han llegado antiaéreos, y varios cañones del más
grueso calibre que conoce, de construcción y servidos por dotaciones francesas.
Todo ello le indica que sus suposiciones y las de los que le rodean, con los que
en ocasiones se reúne, no están desencaminadas. Hay frecuentes vuelos de
aviones propios y ajenos sobre el cielo del sector, con combates por encima de
ellos. Combates feroces, con derribos y de los que habitualmente les caen balas
que ya han causado heridos entre los curiosos, por lo que se han dado órdenes de
protegerse con los planos cascos que, con sus alas, cubren cabeza y gran parte de
los hombros para todo aquello que venga de lo alto.
En todos los casos, las órdenes de tiro a él dirigidas las ha recibido
directamente de Wenda por telefonía, lo que les ha dado la posibilidad de hablar
por unos momentos, pues dada la situación de alarma, no han tenido ocasión de
verse. La llegada de un motorista con un sobre para él, le ha mostrado unas
fotografías de su emplazamiento, con recomendaciones para mejorar el
enmascaramiento, pues se pueden ver claramente sus cinco cañones.
La llegada de una abundante cantidad de proyectiles para su batería, les
han obligado a trabajar durante todo un día sin descanso, para que a la puesta del
sol hayan quedado escondidos de la aviación a cierta distancia de la batería.
La secuencia de envíos, pruebas, inspecciones, mapas más precisos y
fotografías aéreas de la zona, le indican que la fecha de la ofensiva se aproxima.
Hay un incesante tráfago de todo tipo de vehículos por el área, unos que puede
ver y otros que solamente puede escuchar en la lejanía. A horas casi exactas les
llega comida caliente, tabaco, revistas y correo, y van dejando en cada viaje
comida enlatada, agua y reservas de alimentos. Con los prismáticos unos, y a
simple vista otros, ha podido ver como varias baterías más, del mismo calibre y
de otros mayores, han llegado, se han instalado y realizan ejercicios y tiro real,
tal como recuerda que hizo la suya. Algunas están tan cerca, que no es necesario
el enlace por teléfono, bastando con un paseo para entablar conversaciones,
intercambios de bebidas y reuniones para tomar el café tras la comida e incluso
jugar a las cartas algunos días.
En su batería ha afianzado, mejorado y asentado todo. Las cinco piezas
quedan prácticamente ocultas durante el día con lonas y redes de camuflaje,
pacas de paja, árboles cortados y grandes matas traídas de los alrededores. Los
soldados han escavado galerías que les permitan refugiarse en caso de ataque
con artillería y, sobre todo, descansar en todo momento a los que no estén de
servicio, así como la construcción de letrinas a cierta distancia, en común con las
posiciones de la infantería que va a quedar establecida como protección en los
alrededores. Peter hace como que no ve las partidas de cartas que, cada
atardecer, celebran sus hombres con los soldados de infantería de protección, o
artilleros de baterías cercanas, libres de servicio. Es un aspecto en el que él tiene
conducta similar con los oficiales de unidades próximas.
Son días que, inicialmente, parecían inmediatos a la ofensiva, pero el
tiempo pasa sin más novedades que la rutina cotidiana y una total ausencia de
noticias sobre la fecha de iniciarse el avance. Cada día, recibe la orden de
disparar a unas coordenadas que se le indican y el número de disparos a realizar.
Al terminar, las ánimas se limpian, se recogen las grandes vainas de cobre que,
puntualmente se llevan los camiones que hacen un recorrido por la zona y que
llegan cargados con nueva munición.
Las fechas pasan en una casi total relajación, apenas alteradas por visitas
de altos mandos, inspecciones, paso de columnas de soldados que hacen un alto
en la marcha y por un rato pueden ver algo que ya conocen por sus efectos, pero
que no han visto de cerca: la temible artillería de campaña.
A la caída del sol, los soldados que se han alejado, regresan. Es el
momento en el que empieza un día nuevo. Aunque protegidos por un perímetro
de infantería, cada batería tiene sus propios escuchas y centinelas, sobre todo y
de modo especial, alrededor del gran deposito de municiones que crece, día a
día, con nuevas aportaciones.
Tras un recorrido acompañado por el sargento, comprobando todo lo que
le corresponde, Chester se introduce en su galería con su segundo, el alférez
Adam Vickemans, con visitas esporádicas del sargento Luke Morrison, que les
da las novedades y en ocasiones se queda largos ratos de conversación mientras
trasiegan alguna de las botellas de vino que llegan como parte de los suministros
de intendencia.
Ya más tarde, después de la última ronda de inspección, que realiza casi
siempre solo el alférez, llega el mejor momento del día para Chester. Con varias
velas cuya luz orienta con la chapa de latas vacías, escribe el parte diario y
redacta en su libreta de campo las novedades y situaciones acaecidas durante la
jornada, antes de leer por un rato e irse al duro camastro, hecho con tablas de
cajas de proyectiles y una colchoneta con lona de tienda y paja, que su
habilidoso ordenanza le ha confeccionado.
Hay que vivir en las trincheras, se ha dicho más de una vez, para valorar la
habilidad manual de algunas personas en construir, arreglar o adaptar cosas para
obtener el máximo de comodidades. Y el soldado Mos Ferry, su ordenanza,
apenas un niño grande, voluntario y aventurero, ha sido dotado con unas manos
y una concepción de la mecánica que no cesa de adaptar y convertir objetos
inservibles en enseres de una gran ayuda para soportar la vida cotidiana. Mos se
ha construido un pequeño refugio, en un lateral de la galería de los oficiales en el
que duerme para estar, como dice siempre, cerca de su jefe por si éste le necesita.
La galería, que ha revestido con tablas, aprovechando la abundancia de piezas de
través que sujetan el muro interior y vertical de las trincheras, con las que
también ha revestido las paredes y los techos, colocando después los marcos de
madera que sujetan todo de desplomes, unas veces a causa de la artillería, pero
con más frecuencia por las frecuentes y prolongadas lluvias.
Chester es consciente que se ha acostumbrado de tal forma a él y a sus
atenciones, que considera que la guerra sería muy diferente sin su compañía. A
primera hora de la mañana, antes de las siete, la hora en la que se acaban los
turnos nocturnos, y van a llegar los soldados que han ido por la primera comida
del día, ya le despierta el olor a pan tostado. Para cuando sale de la cama, tiene
ropa limpia a los pies de la misma, y delante se le ofrecen unas rebanadas
templadas y untadas de mermelada y el mejor café que toma en el día. Aunque la
preparación del café se repite varias veces más, ninguno le parece tan bueno
como con el que le despierta. Y la oferta, la ha ido haciendo extensiva al alférez
y al sargento a la vista de las contribuciones de ambos a la despensa que maneja
y que, de forma inescrutable, crece de una forma clara, no sólo en cantidad, sino
en una gran variedad de viandas que sorprenden a los tres ocupantes de esa parte
de la galería y cuyo origen no van a tratar de averiguar por obvio interés.
Es el momento, mientras escucha roncar al alférez, ya arropado bajo dos
mantas, de fantasear, un sistema que usa para dormir, y que empezara a practicar
hace años cuando, apenas un niño, fue enviado a un internado por la ausencia de
sus padres, destinados a la india. Elabora mentalmente una historia, que modifica
voluntariamente en un ensueño que, finalmente y en escaso tiempo, le sumerge
en el sueño.
Puede escuchar el ruido de las ratas, cada día más osadas y en mayor
numero, recorriendo el refugio a la caza de alimentos, intentando roer las
mochilas y en ocasiones subiendo a su cama sin el menor temor. Unos golpes de
pala, que siempre tiene cerca, a la pálida luz de la única vela que, cada noche
queda encendida, crea el caos y docenas de ellas, en manifiesto griterío de
agudos chillidos, abandonan la galería, sin duda pensando volver en otro
momento más propicio.
--Mi teniente --siente que le despierta su asistente.
--Sí, que ocurre --responde aún medio dormido.
--Tiene usted visita, Señor.
--¿Visita a estas horas? ¿Quién es?
--Un Mayor acompañado de una señora con uniforme de Teniente.
--Tardo un momento en salir. ¡Entretenlos!
Completa el uniforme con rapidez mientras en su cabeza da vueltas, lleno
de curiosidad sobre quiénes puedan ser. Y sale al exterior colocándose el casco.
Dos soldados, la patrulla, los ha visto llegar y los ha detenido, comprobado
identidad y los ha llevado a la batería. El sargento los acompaña. En la oscuridad
no puede distinguir sus rostros, apenas si distingue sus figuras.
--A sus órdenes, Mayor. Sin novedad en la batería S-230.
El mayor y su acompañante corresponden al saludo.
--Hola Chester. --Escucha la voz de Wenda.
--¿Qué haces aquí? --Exclama sorprendido al reconocer su voz.
--El mayor no conoce la zona y me han indicado que le acompañe.
--Muy de agradecer, Mayor. Me alegro de verte, y no poco, teniente
Allison.
--Yo también.
--Gracias a la Teniente Allison, que me está permitiendo realizar mi
recorrido en un tiempo record y me está dando una información valiosísima,
pues sabe todo lo que hay y ocurre en este sector.
--Podéis macharos. --Indica Chester a los dos soldados--. Continuad la
patrulla.
Dirigiéndose a los dos recién llegados indica:
--No es el hotel Savoy, como pone en el cartel de la puerta, pero creo que
estarán mejor dentro del refugio. Pasen por favor.
El ordenanza, mientras han hablado fuera, ha revisado el interior en lo
posible y dentro esperan, uniformados para zona de combate, el alférez y el
sargento que comparten el lugar. Comedidos ante los presentes, Wenda y Chester
sólo se han mirado y rozado las manos conforme bajaban la escalera que
conduce al refugio. Wenda observa las paredes, cubiertas con tablas de
revestimiento y marcos que sujetan las maderas que cubren y soportan el techo.
--De modo que este es el lugar en el que te has instalado. No ha quedado
mal. --Indica Wenda observando todo.
--Algo es algo --Responde Chester.-- Tampoco sabemos cuánto tiempo
permaneceremos aquí. Las baterías se tienen que mover si son localizadas por el
enemigo. Lo cual no suele tardar demasiado.
El sargento se marcha tras saludar. Cuando el alférez va a salir, Chester le
hace un gesto para que se quede. Se sientan en torno a la basta mesa de madera y
el alférez saca unos vasos y la media botella de Whisky que les queda, los coloca
y sirve unos dedos del dorado líquido.
--Teniente Potter, he sido del servicio de observación y me acaban de
añadir, al ascender hace un tiempo, al de información.
--Enhorabuena Mayor por su ascenso.
--Mi misión, en esta zona, es sencilla, aunque no sea mi trabajo habitual. --
Arranca a hablar el mayor a la vez que saca unos papeles del porta-mapas que
cuelga del hombro y que abre y despliega sobre la mesa.-- Estoy visitando todas
las baterías de esta zona, que hay muchas, y debo comprobar su estado, comentar
con el oficial al mando la realidad, la cantidad de munición que hay, y si
necesitan algún tipo de material y tomar nota de los comentarios que se me
puedan hacer. ¿Que me puede indicar? --Inquiere mientras saca una libreta y se
dispones a tomar notas.
--Señor, --interviene Chester-- Tengo munición para mantener fuego
durante un día en un régimen pausado, tranquilo; pero si se me indica fuego de
barrera continuo durante unas horas, quedaré sin munición. Por otra parte, la
batería se encuentra muy justa de dotación. Un fuego contrabatería sobre esta
parte, puede dejar mi batería desasistida, en parte, en cuanto tenga algunos
heridos. Dadas las unidades de artillería que hay en esta zona, esa posibilidad es
casi segura en cuanto empecemos a disparar todas. Estamos muy próximas, unas
a la vista de otras.
--Señale sobre el mapa las que conozca en su emplazamiento --le indica a
la vez que le tiende el mapa y un lápiz graso para que pinte sobre el papel
transparente que lo cubre.
De inmediato se sitúa orientándolo y marca, con un cuadrado, su
asentamiento. Con círculos va rodeando todos aquellos que conoce incluidos los
vistos con los gemelos. Y queda claro que es un área muy densa en
emplazamientos. Puede observar en el mapa que contempla, que es distinto del
que tiene en un solo detalle. Hay trazada una línea de ferrocarril, dibujada con
tinta china sobre él, que llega hasta muy cerca del lugar en el que se encuentran.
De inmediato que lo ve, comenta:
--Mayor, esto es nuevo, no existen estas vías de ferrocarril en mi mapa.
¿Es real?
--Es usted muy observador. Esa línea se está construyendo, es un terreno
muy llano, por lo que avanza con gran rapidez. En una semana estará terminada
hasta detrás de una montaña que hay a sus espaldas y en la que hay un puesto de
control de tiro. ¿Lo ha visto?
--No Mayor. Nadie sabe que hay un puesto de observación en ese punto.
--Tendré que felicitarlos. Eso indica que se han establecido y hecho el
vivaque con suma eficiencia.
--Es evidente, ninguno de los oficiales de las baterías que hay en un par de
kilómetros a la redonda, y que nos reunimos un rato en ocasiones, sabemos nada
de ellos.
--Como habrá adivinado, esta concentración artillera se debe a dos
razones. Una, el ser un punto cercano al frente, y otra la facilidad para traer
munición hasta esta zona. La primera, además, es debido a que las montañas que
tienen que sobrevolar sus disparos, les tapan de la vista directa de los alemanes.
Ustedes mismos tienen que disparar por estima, ya que no pueden ver sus
blancos, excepto por las señales con banderas de los observadores que han
establecido en los vértices de las lomas que tienen por delante.
--Pero esa protección es muy relativa. Nos localizarán muy pronto por el
sonido y la dirección de nuestros disparos.
--No soy artillero, por lo que no sé demasiado sobre ello. Parte de mi
misión es informar, que deberán seguir al pie de la letra las órdenes de disparo
que se le den por teléfono, y ni un disparo se hará sin orden expresa.
--Comprendo, o creo comprender y lo acepto.
--En realidad las visitas son para mañana. Pero la teniente Allison, sugirió
que aquí podíamos pasar la noche con cierta comodidad, pues nuestra “Cabecera
de Transmisión de Mensajes”, queda algo lejos de esta zona y que le conocía a
usted y sabía que había un refugio, por lo que acepté la posibilidad, pues
dispondría mañana de más tiempo si ya estaba aquí. Es todo urgente, y me
imagino que adivina el porqué.
--Sí, Mayor. Está en la mente de todos. Me parece muy bien. Quédense
aquí y al amanecer puede empezar su trabajo.
--Perfecto. Así ustedes dos, que no se ven hace tiempo, pueden charlar un
buen rato. ¿De acuerdo? --Indica con un suave gesto de complacencia
por los dos.
--A sus órdenes.
En un momento todo queda resuelto. Alférez y sargento se marcharán al
exterior. El mayor y Wenda, quedarán dentro junto con el teniente. Pero la pareja
se marcha poco después y se alejan a la zona de árboles que hay a unos metros
atrás y a un lado del emplazamiento, donde apoyados en los troncos de los
abetos que se han salvado de la poda para la ocultación, charlarán toda la noche.
--¿Quién es el Mayor Leiss? ¿Hace mucho que lo conoces? --Pregunta
suspicaz.
--Es mi jefe. Es el que lleva de todos los servicios que había y lo que
han traído nuevo: una central más grande de teléfonos y líneas nuevas, han
hecho un bunker de hormigón en el que estamos ahora, telegrafía por cable y
radio, cordón de relés luminosos, palomas mensajeras y señales ópticas con
banderas.
--¿Seréis muchos más, pues estabas poco menos que sola, con unas
pocas telefonistas?
--Sí. Han traído bicicletas y enlaces a pie. Con él han llegado un
capitán, dos tenientes de transmisiones y tres tenientes de las WSC, más
modernas que yo, un sargento y varios soldados de transmisiones, además de
servicios de cocina, limpieza y un grupo de zapadores que se irán cuando
terminen las instalaciones.
--Vaya, no te quejarás, estás muy bien acompañada. --Indica con un
gesto que hace sonreír a Wenda.
--Y además una compañía de fusileros que protegerán la zona de una
posible incursión alemana. No seas celoso. Para mí sólo existes tú.
--Gracias, es lo mismo que pienso yo. ¿Cómo es que has venido con él?
--Soy la más antigua y la que conozco todo lo que hay en esta zona,
aunque sólo sea por teléfono y por planos. Me pidió que le explicara lo que
había, y cuando empecé dijo: ¡No siga! Se viene conmigo y será todo más
rápido. Fue cuando dije que mi novio, --¿hice bien? ¿Lo somos, verdad?-- estaba
aquí y que tenías un refugio amplio como me habías dicho. Fue cuando propuso
salir esta tarde hacia aquí para ir ganando tiempo. Y añadió: ¡Así le podrás ver!
Y estar un rato con él que seguro que hace mucho que no le ves.
--Muy amable tu jefe.
--Es muy humano. Le respetan todos desde unos pocos días después que
llegó. Al principio nos pareció muy amargado. Ha perdido a sus dos hijos en la
guerra. Trata a todos con atención, escucha las ideas y la mayoría de ellas ordena
que se hagan, siempre diciendo quien le ha sugerido la mejora.
--Ya lo creo que es un buen jefe. Lo habitual es que los jefes se apunten
las ideas e incluso los hechos de los demás, según la sagrada regla del cuartel: lo
bueno lo hacen los de arriba y la culpa de lo que sale mal la tienen los que están
debajo.
--Richard no es así… lo he visto con claridad.
--¡Vaya! Ya lo llamas Richard, ¡eh!
--¿Otra vez con celos?
--No, no lo son, pero siempre hay un poco de miedo, cuando se quiere, a
que surja alguien que te pueda quitar a la persona que amas.
--No en mi caso. Aunque en realidad no sabía que me amabas. Es la
primera vez que me lo dices.
--Hay cosas que no hace falta decirlas. ¿No crees? –Indica Chester.
--No creo nada. Todo hay que decirlo, si no… ¿Cómo saberlo?
--Tú tampoco me lo has dicho.
--¿Crees que si no te amara te iba a dejar que me besaras?
--¿Te he besado alguna vez? --Pregunta con ironía Chester.
--Hoy no. --Indica con equivalente sorna la teniente.
--Pues ya es hora que recuperemos el tiempo perdido.
Y ambos se envuelven en un abrazo y todas las demás caricias que
esperan desde que se separaron en París.





30.-

“En torno a nosotros gira el
mundo y cada uno se cree el centro
del universo…pero no obstante eso, el
mundo sigue adelante”.

William Somerset Maugham: “Servidumbre
humana”.


La invitación le llegó, sorprendiéndole, en forma de llamada telefónica.
Se escuchaba mal, las palabras le llegaban en medio de parásitos e interferencias,
peor de lo habitual en las líneas militares, aunque hacía poco uso de los teléfonos
que había en su hospital de emergencia de primera línea. Era su equivalente, el
Cirujano Jefe del Puesto de Emergencia francés, situado al otro lado del canal
del Somme, a su derecha, apenas a unos treinta kilómetros al sur.
--¿El Doctor Peter Brown?
--Sí. ¿Quien es?
--Soy el Doctor Pierre Ciseau, Cirujano General del hospital francés de
emergencias en Proyart.
--Encantado. ¿En que le puedo ayudar?
--Soy yo el que podré ayudarle. He recibido la orden de ponerme en
contacto con usted para acordar asuntos importantes. ¿No ha recibido usted una
comunicación?
--No, no he recibido nada. Dígame, le escucho.
--Es necesario que venga, debemos ver y hablar ciertas cosas. ¿Puede
venir?
--Puedo, no hay inconveniente por mi parte.
--Le envío un coche y su documento igual al mío, para que lo estudie,
ya que no le ha llegado el suyo, aunque supongo que se encontrará en camino.
--Gracias. ¿Cuando llegará el coche?
--Tardará poco. Ha salido hará unas tres horas, pues recoge a otro oficial
médico, algo más hacia el oeste que usted. ¿Estará preparado?
--Lo estaré a partir de un momento.
--Au revoir! --Se despide el francés.
--Nos vemos en un rato. Bye. --Un chasquido corta la comunicación.
Peter no entiende qué es lo que ocurre. No ha recibido nada, ni ha
escuchado algo que le oriente. Ante lo que sucede, marcha directamente a ver al
Coronel Jefe de la Unidad, que no es médico, pero es quien controla todos los
aspectos que se refieren a un hospital que crece por días.
--¿Da usted su permiso, Coronel?
--Pase, Doctor Brown.
--He recibido una llamada del Hospital de Proyart, para que vaya allá.
Me dicen que debería haber recibido una orden en la que se me explica el
motivo.
--Es posible que se encuentre entre el correo que ha llegado hace apenas
una hora, pero que no he podido mirar todavía, pues cada día llegan más y más
cosas, y un aumento de personal que hay que colocar. Pero… siéntese Capitán.
Durante un momento mira cada uno un montón de la correspondencia
que hay en una valija sobre una esquina de la mesa, hasta que se encuentra un
sobre oficial a nombre de Peter Brown. La orden es clara: presentarse en el
hospital de emergencias desde el que le han llamado. Motivo, “conducta de
evacuación a seguir en caso de posible saturación de heridos”.
--¿Da su permiso para salir del hospital?
--Tómese el tiempo que necesite, y aproveche para descansar al menos
dos días. Vienen malos tiempos, aunque no están tan próximos como para no
poder estar fuera ese tiempo.
--Gracias mi Coronel.
El Jefe de la Unidad rellena un papel, le pone un sello, asienta el dato en
una libreta e indica:
--Le doy tres días de libertad. Descanse y suerte.
Se saludan y Peter acelera el paso para resolver las varias cosas que
tiene que hacer. La primera persona con la que puede hablar es la sempiterna
Doreen, que parece como si le estuviera vigilando. Le expone su salida, para que
avise a los demás cirujanos que va a estar fuera, al menos, tres días. Busca a
Molly, pero ha salido con la ambulancia, por lo que deja una nota al sargento de
transportes. Marcha a su alojamiento para ponerse el uniforme, preparar un
pequeño maletín en el que guarda sus cosas de aseo, ropa interior y una botella
de Whisky como regalo, pues conoce la hospitalidad francesa, muy por encima
de la británica. Aunque no le gusta hacerlo, carga con el revólver de reglamento
que debe llevar para salir de la unidad y que queda colgado del ancho cinturón.
Finalmente, tras lustrarle las botas el ordenanza que tiene asignado, se dirige al
muelle de ambulancias, para esperar el coche que debe recogerle y que se hace
esperar por más de media hora. Pero no hay movimientos de ambulancias
mientras espera, por lo que no consigue nuevas noticias sobre Molly.
El coche, un destartalado Renault en cuyos costados ondea una gran
cruz roja, llega hasta cerca del lugar en el que se encuentra. De él baja de
inmediato un mayor con el que se saluda correspondiendo al suyo.
--Soy Kylan Mc´Ardan. Cirujano australiano.
--Peter Brown, lo mismo, pero de Gran Bretaña. Es un placer.
--¿Sabe ya que es lo que ocurre?
--Supongo, pero no lo sé.
--Estamos en lo mismo. ¿Nos vamos?
--Es el mejor modo de llegar a saber de lo que se trata.
El automóvil parte hacia Proyart.
--Sospecho, pero no sé nada en realidad. --Indica el australiano-- Me
han incorporado a la Unidad de Emergencia Nº 127 hace menos de una semana.
Estuve en Gallipoli, y después todo el tiempo en un hospital de primera sangre
en diversos sitios de Mesopotamia, hasta hace un mes. Y ahora me han
trasladado aquí con una división de ANZAC que viene de Egipto, donde se ha
estado preparando. La han dejado en la reserva, cerca de Contay, y a mí en el
hospital de Toutencourt. No sé nada más.
--Bueno. Ya nos lo dirán, aunque supongo que todo será parte de los
preparativos de un futuro que se está preparando para cualquier momento.
--Lo único que sé es que el hospital al que vamos --indica el mayor-- es
de segunda línea, grande y muy bien dotado de personal médico aliado, no sólo
francés. Es un edificio sólido, un antiguo palacio o algo así. A escasa distancia
hay un ramal de ferrocarril con gran abundancia de trenes ambulancia. Tengo
una idea de lo que puede ser. Pero es sólo una presunción.
--Me imagino que ante la masa de heridos que se esperan, tras una
primera intervención, habrá que evacuarlos allí, y tras operaciones más
importantes, se les evacuará por tren más al sur para completar los tratamientos.
--Expone Peter Brown.
--Eso es lo que pienso. Pero dentro de unas horas lo sabremos todo.
--Estuvo en Gallipoli según ha dicho. ¿Qué y cómo fue aquello?
--El infierno de los infiernos. Error tras error del alto mando.
Indecisiones, errores tácticos como quedarse en la playa demasiado tiempo,
perseverancia en atacar de frente, haciéndolo con grandes masas a la bayoneta y,
sobre todo, es una opinión personal, desprecio de la valía, combatividad y
armamento del enemigo. El mando era inglés, y no es un reproche. Los turcos
estaban dirigidos, después se ha sabido, por oficiales alemanes a niveles de
batallón. El soldado turco es muy duro, y como oriental, también cruel y difícil
de entender en su conducta. Además, tenían muy buen armamento, sobre todo
muchas ametralladoras alemanas y una artillería muy eficaz. En una palabra: fue
una escabechina, un gran baño de sangre.
--Si, he escuchado lo mismo por otros caminos. Pero, no han cambiado
ni la estrategia ni la táctica. Aquí esta ocurriendo más o menos igual. Los
alemanes nos superan en número de ametralladoras por unidad de combate de
forma clara y son, con mucho, unas armas de una gran eficiencia, y las colocan y
manejan muy bien. Y el soldado y los mandos alemanes saben hacer, de forma
excelente, la guerra, un aspecto en el que colaboran sus sufridos soldados.
--¿Es cierto, cómo se dice, que la guerra es muy dura por aquí? --
Pregunta el australiano.
--Muy dura es poco. Aquí el clima, las constantes lluvias, el barro y la
artillería, hacen la vida imposible en las trincheras. Para ganar unos metros, que
se pierden al día siguiente, mueren cientos de soldados de los dos lados. ¡Qué
locura de guerra sin sentido!
--Todas las guerras lo son --Acepta finalmente el cirujano australiano.
Mientras avanzan por una carretera en mal estado, al estar descapotado
el coche, hace apenas dos días que no lleve y luce el sol, pueden contemplar las
horrendas heridas que la guerra ha dejado en la zona. Es un paisaje
descorazonador: lo que fuera una pradera, se ha convertido en un aterrador llano
picado por la viruela de miles de embudos de la despiadada artillería. Restos de
casas, derrumbadas, muestran apenas algún trozo de pared acribillado por la
metralla. Algunos conos de gigantesco tamaño, causados por la artillería de los
más gruesos calibres, se encuentran llenos de agua y parecen pequeños lagos
llenos de agua embarrada hasta el borde.
Conforme avanzan, el paisaje se hace más y más accidentado. Han
caído sobre aquel lugar tal cantidad de granadas que, en vez de un campo parece
la superficie aumentada de un panal de avispas. Cerca de la carretera, en el
interior de un cráter casi lleno de agua, una enhiesta mano, negra y momificada,
sobresale de ella en lo que parece un saludo de bienvenida al gredoso infierno en
el que el propietario del brazo hace tiempo que está sumergido. A lo largo del
recorrido, pueden ver sobresaliendo entre el barro, ya endurecido en cierta
proporción, partes de cuerpos semienterrados con restos de los oscuros
uniformes alemanes, los azules claros de los franceses, algunos caquis de los
ingleses, y caballos y mulos tendidos de lado, mostrando los grandes dientes que
parecen amenazar al que los mira. Son los llamados “cadáveres de pantano”. Es
una siniestra extensión, donde los antes enemigos quedan reunidos como amigos
para toda una eternidad, pues en su mayoría casi nunca serán sacados para
dormir en algún honorable cementerio, un memorial que los recuerde para
generaciones futuras, por lo que serían separados entre ellos bajo banderas
diferentes, cuando algo más fuerte, la muerte, los hermanó para siempre.
Durante un rato no hablan, sólo miran el desolador paisaje por el que
discurren. Es evidente que es una zona en la que se han celebrado grandes y
prolongados combates. Se muestran tocones de árboles a escasa distancia unos
de otros, pero les queda claro que es lo que permanece, cadáveres de madera de
lo que, quizás menos de un año atrás, debía ser un gran bosque.
--Estas horribles cicatrices del suelo… --expone súbitamente Peter
rompiendo el ominoso silencio-- parecen hacernos burla si las comparamos con
las heridas que hay en los cuerpos y, sobre todo, en las almas de los soldados.
--Es cierto. Cuando operamos, sólo vemos las del cuerpo, que tratamos
de remendar, pero no podemos ver, aunque existen, las que mencionas del alma,
más graves, más profundas, inolvidables sin duda para ellos.
--Creo que no es que no las veamos. No las queremos ver, pues nuestra
misión es cerrar, coser, curar, salvar, pero carecemos de tiempo para comprender
y consolar a aquellos que llegan hasta nosotros.
--Un cirujano, en el caso nuestro, sin tiempo ni siquiera para nosotros,
no puede tratar al que tiene que amputar una pierna, o cualquier otra
intervención urgente, tratarlo como haría una madre. Tienes que ser rápido y
eficiente, sin sentimentalismos, pues vale más un deprimido vivo, que un
contento muerto. ¿No crees?
--Por desgracia así es. --Acepta Mc´Ardan.
La presencia, lejana, pero clara, de tres Albatros alemanes a cierta
altura, hace que languidezca la conversación. Durante un rato permanecen
observándolos. Llevan una dirección que les va a hacer pasar casi por encima de
ellos con cierta posibilidad de que se fijen y que no desprecian la posibilidad de
un ataque. Un soldado no va en un coche por retaguardia. Que sean oficiales, si
es más posible que pueda pensar el piloto. Y eso, --piensan los dos--, les invitará
a bajar para ver y posiblemente dedicarles una nada cariñosa atención. Cuando
uno de ellos se inclina y se deja caer claramente en un picado que les lleva hacia
ellos, la reacción de ambos es inmediata.
--Sargento, paré el coche y salgamos todos de él. Viene por nosotros.
El chofer frena, lo hace deslizar hacia un lado hasta dejarlo fuera de la
carretera y todos saltan desplazándose hacia puntos diferentes, quedando
pegados al suelo entre matas y arbustos. La llegada del aeroplano es casi
inmediata, pero viene precedido por dos chorros de balas que recorren el suelo
levantando polvo y haciendo saltar piedras. Peter escucha dos chasquidos, casi
seguidos, cuando las balas golpean el suelo a escasa distancia del punto en el que
pegado al suelo, como lo haría de pequeño con el pecho de su madre, casi forma
parte de él.
Con un gemido intenso del motor, el avión remonta y asciende tratando
de incorporarse a los dos compañeros que han continuado el camino que
llevaban. Durante un momento aún, permanecen quietos mientras observan
como se alejan y poco a poco disminuye la distancia entre ellos hasta formar de
nuevo un trío.
El sargento ya está revisando el coche. Presenta varios impactos que
atraviesan los asientos y el suelo del vehículo, pero no han tocado el motor ni los
neumáticos, por lo que tras devolverlo a la carretera, continúan el camino,
avanzando hacia el este pues el sol va estando cada vez con más claridad a su
derecha.
Han debido ser vistos por alguno de los globos cautivos que hay a unos
kilómetros al norte, pues sobre ellos, aunque no encima sino algo alejados hacia
el sur, se inician explosiones de shrapnels que lanzan centenares de balines en
todas direcciones. El sargento acelera, aunque el vehículo apenas tiene potencia
para alcanzar más velocidad de la que ya lleva. Pero el tiro de caza sobre ellos
dura escaso tiempo, como si un vehículo solitario, con una movilidad que
dificulta mantener la puntería, no mereciera la pena consumir más munición.
Pero ha sido una idea engañosa. La llegada ululante, con un claro
aleteo, de un proyectil de calibre medio, les indica que la “Muerte” sigue de
cacería y que son ellos los elegidos. Peter considera que no son un blanco
suficientemente importante como para gastar más munición de grueso calibre,
como el que ha explotado a una distancia en la que la metralla ha quedado
parada en su recorrido a unos veinte metros.
--¿Quién creerán que somos como para que nos dediquen semejante
atención?
--Posiblemente sea un artillero aburrido que está calibrando su batería. -
-Indica Peter.
La llegada, con un siseo lúgubre y de tono grave, de un nuevo proyectil,
que queda retrasado, pero claramente bien dirigido, pues hace escaso tiempo que
han pasado por ese lugar, hace que Mc´Ardan, que se mantiene impertérrito,
exclame:
--Es un buen artillero. La corrección en distancia ha sido perfecta, pero
se le ha quedado el tiro atrasado. Espero que no insista, pues si lo hace, nos
ocurriría, como decían en Gallípoli: “quedó tan desecho que hubo que recogerlo
con una cuchara y enterrarlo en un cacerola”.
--Es un comentario siniestro. Aunque, en el fondo, al menos para mí,
que más da como te entierren. Si has muerto, no te vas a enterar de nada. Ni
siquiera si han ido a despedirte tus amigos.
--Sí, pero debía ser real cuando alguien lo expuso y encontró eco entre
las tropas, que lo usaban a modo de latiguillo con frecuencia.
El coche, a todo lo que le permite el motor, se aleja de la zona, pero ya
no hay más disparos. Lejos, en la zona en la que suponen que debe estar la
batería que les ha disparado, y que siguen mirando, pueden ver como si hubiera
un segundo sol que desciende lentamente dejando por encima una manifiesta
columna de humo negro.
--¿Que puede ser? --Inquiere Mc´Ardan.
--Ya lo he visto otras veces. Es un globo cautivo que ha hecho arder
nuestra aviación. Posiblemente el que nos descubrió e hizo que nos dispararan.
Ahora el artillero tendrá otras ocupaciones y nos olvidará dejándonos llegar a
nuestro destino.
Continúan el camino con más tranquilidad. Pronto, al fondo de la
dirección que llevan, se divisa un gran edificio sobre el que ondea una gran
bandera con la cruz roja que ondea agitada por el aire.
--Debe ser aquél --Indica el mayor.
--Sí Señor --Interviene el callado sargento que conduce y que apenas ha
abierto la boca en todo el recorrido.-- Ese es el hospital al que vamos
--¡Es enorme! Debe admitir una gran cantidad de heridos, pero requerirá
una cantidad también ingente de personal de todo tipo.
--Ya veremos qué quieren, aunque lo veo cada vez más claro. Organizar
de manera lógica y práctica lo que hemos de hacer cuando empiece la ofensiva.
Tras pasar un control de la policía militar que les pide la
documentación, penetran en el recinto. Se encuentra rodeado de una alta pared
de piedra que, por su aspecto, muestra una gran antigüedad. Es un castillo
antiguo que hace años ha sido convertido en un palacio, y que está siendo
adaptado para ser un Hospital. Desde lejos, conforme se acercan, pueden ver
batas blancas, uniformes de enfermeras y, sobre todo, una gran actividad de
soldados que descargan toda clase de bultos de una numerosa cantidad de
camiones.
Son recibidos por un Teniente médico que se cuadra saludándolos:
--Soy el Dr. Jean Rimóun. Anestesista francés. ¿Ustedes son?
--Kylan M´Ardan. Cirujano. Australia.
--Peter Brown. Cirujano. Gran Bretaña.
--Síganme, por favor. Podrán descansar hasta mañana a las ocho.
Les dirige hacia el interior. Un soldado recoge el exiguo equipaje que trae
cada uno y les sigue hasta el interior, por el que les conducen hasta el lugar de
hospedaje. Mientras, le va dando instrucciones.
--La cena, a las nueve de la noche. Pueden ver lo que quieran, sin
limitaciones. En la biblioteca encontrarán al personal médico que ha llegado
como ustedes y los demás médicos del hospital. A las ocho de mañana, reunión
en la biblioteca, para tratar el motivo para el que se les ha llamado. Hasta
entonces, y perdonen que no siga con ustedes, pero tengo que seguir recibiendo
compañeros que vienen de otros hospitales de este sector.
Saluda y se marcha de inmediato. Poco después, localizan la biblioteca,
una sala de gran tamaño, con las paredes cubiertas de librerías en las que miles
de libros antiguos, muestran el polvo acumulado a lo largo de años de no ser
tocados. En ella hay media docena de colegas que muestran el mismo
desconocimiento que ellos sobre el tema a tratar. Cada uno es el representante de
hospitales de emergencia de primera línea, cercanos a los de ellos, de los que
desconocían su existencia. Los dos representantes del hospital les atienden.
--Mi nombre es Pierre Ciseau, cirujano general y traumatólogo. Y mis
compañeros son Anatole Rafoll, cirujano maxilofacial y Gastón Rembral,
neurocirujano. Hay especialistas, que están por llegar, de aparato digestivo,
pulmón, y todo lo demás que suele ser necesario en estos casos y que todos
conocemos.
En un momento, pasadas las formalidades, las conversaciones se
generalizan y lo que cada uno sabe se expone, indican los lugares en los que
trabaja, las universidades en las que han estudiado y los hospitales en los que
han realizado las especialidades. Después, en grupos, recorren el hospital
observando el material que se está poniendo a punto con las postreras llegadas
de material. Mientras lo hacen, son observados por docenas de enfermeras que,
como siempre, limpian, desinfectan y colocan el instrumental, los medicamentos
y van dejando todo dispuesto para recibir el primer herido que pueda llegar.
--Señoritas --Indica Pierre Ciseau con la galantería francesa no exenta
de coquetería-- ¿a que hora cenan ustedes?
--A las ocho se nos ha dicho --interviene de inmediato una de ellas que
lleva tres barras azules en la cofia, lo que deja claro que es la jefe de enfermeras.
--¿Cual es su nombre? Enfermera Jefe.
--Mabel Santán, Señor.
--Le decía, en nombre de mis colegas, que si cenábamos a la misma
hora podíamos compartir bebidas que hemos traído unos y otros. Lo digo pues,
si vamos a trabajar juntos, hora es que nos vayamos conociendo.
Mabel Sonríe ante la perorata. Es de edad algo superior a la de las
muchachas que le acompañan. Conoce lo que les están diciendo y ofreciendo. De
lo que está segura, es que no va a molestar a ninguna de las sanitarias a su
servicio. Pero no puede cambiar la hora por razones de espacio en el comedor,
por lo que su respuesta es abierta y clara.
--No podemos cenar a la misma hora. Pero si podemos reunirnos a
tomar unas copas y conocernos, cuando terminen ustedes de cenar, que son los
últimos del personal. Sobre las diez, iremos al comedor y podremos quedarnos
un rato. ¿Están de acuerdo?
Hay unanimidad y alegría por parte de las presentes, que indican que
irán también otras enfermeras que no están de momento presentes.
--Bien. Pero recordad, que cuando a la noche diga: “Nos vamos”, es que
nos vamos. --Indica Mabel-- Recordad que mañana nos levantamos al alba para
seguir dejando el hospital a punto para empezar a trabajar, y que lo haga sin un
solo fallo. ¿De acuerdo también?
De nuevo hay beneplácito total por pare de ellas. Y de inmediato,
mostrando que el que sea jefe no es una casualidad, añade, con un claro tono de
broma que no quita que lo que dice es una clara admonición:
--Y mucha mesura con las bebidas. He visto ya a doctores ingleses y
australianos, que, como sabéis son unos peligrosos libertinos en eso de la bebida;
al igual que los nuestros, los franceses, aún más peligrosos en muchos sentidos. -
-Y se ríe ante los gestos de los médicos.
Continúan recorriendo el hospital y les queda claro que la noticia se ha
corrido a la velocidad en la arde la pólvora, pues por todo el hospital, las
sonrisas, los gestos y la manera de contestar indican que tras las semanas que
llevan encerradas sin parar de trabajar, un rato de conversaciones, y tomar un
poco de alcohol, es un momento que les apetece de forma clara.
Para cuando están terminando de cenar los médicos, el comedor se
empieza a llenar de muchachas con los uniformes limpios y recién planchados,
mostrando claramente lo mejor de sus rostros. En gran parte se muestran tapadas
por las exigencias del uniforme, largo hasta los tobillos y terminados en las
cofias almidonadas por arriba, y en los ajustados puños al final de los brazos.
Pierre Ciseau, ha ordenado a los soldados que traigan sillas de cualquier
lugar en el que las haya. Y la gran sala se llena de asientos, quedando las mesas
más como un soporte de botellas, cuyo origen es casi inexplicable, pero hay
docenas de ellas.
Al lado de Peter se sienta una pizpireta y jovencísima rubia, aspecto que
se adivina por el pequeño rizo rebelde que escapa de la cofia, aparentemente por
casualidad.
--¿Cómo es su nombre, Doctor?
--Trátame de tú mientras estemos aquí. Soy Peter Brown. ¿Y tú?
--Madeleine Manchón. Parisina por más señas.
--Es un placer. ¿Qué quieres beber?
--No sé, nunca he bebido nada importante. Es la primera vez que me
alejo de mis padres.
--Cuida el beber, las mujeres con el alcohol sois volubles y alcanzables.
--¿Qué tenéis?
--Whisky. ¿Os apetece?
--¿A que sabe?
--No lo has probado.
--No. Sólo he tomado vino en las comidas. Y una vez he probado el
calvados.
--Te daré un poco de Whisky.
La llegada de otra muchacha, alta y espigada, interrumpe la
conversación, pues con desparpajo se abre paso entre las compañeras que
tímidas e indecisas no se definen. Peter comprende la situación. Son apenas poco
más de una docena de médicos y ellas más de cuarenta a ojo de buen cubero. Y
acepta que es decidida y la observa con curiosidad.
--Me llamo Eveline Chantal. Soy de Rouen. ¿Y usted, doctor?
--Peter Brown, de Oxford, en Gran Bretaña.
--Sí, sé donde está Oxford, mi hermano estudiaba allí hasta que empezó
la guerra. ¿Cuál es su especialidad?
--Cirujano general y traumatólogo.
--¡Ah! --Exclama con interés claro--¿Se queda en este hospital?
--No, hija. Estoy en primera línea.
--Cuanto lo siento. Hubiéramos podido ser buenos amigos.
Madeleine, está asombrada ante el desparpajo de conducta de su
compañera. Pero observa que a su alrededor sólo unas pocas se muestran con esa
lejanía y rigidez que ella tiene. Hay un aire festivo, de relajación en el que todos
hablan, brindan e incluso en una de las zonas, médicos y enfermeras cantan.
--Me da ese Whisky, Doctor Brown. --Se lanza Madeleine
comprendiendo que todo lo que le ha dicho su madre es para otras situaciones, y
no para la presente.
--Por supuesto. ¿Quieres un Whisky, Eveline?
--Mi hermano lo ha traído algunas veces y lo he probado. No es que me
guste su sabor, pero anima mucho.
La alegría sube ligeramente de tono. Ninguno puede observar que el
Coronel se asoma, observa el ambiente y se aleja haciendo señas al mayor que le
acompaña para que le siga.
--¿No va a hacer nada? --Inquiere éste.
--Hay ocasiones en las que es mejor ni ver ni oír. Dejo que las chicas se
distraigan, pues pocas ocasiones más van a tener de hacer lo que no sea trabajar.
Las enfermeras son las que más sufren, pues son las que tienen el verdadero
contacto con el herido, tienen que hacer con ellos de madre, de novia, de amiga.
Son las que los ven morir, las que les cierran los ojos, las que les escriben las
cartas, les lavan y comparten su dolor con ellos. Por tanto, una noche es una
noche. Ni veré, ni sabré, ni escucharé nada sobre algo que nunca ha existido.
--Tenéis razón mi Coronel. Cada cosa tiene su momento y cada
momento su cosa.
--Y hoy coinciden cosa y momento. Mañana, todo será distinto. Además,
la enfermera jefe ha venido a verme y me ha preguntado si podía autorizar un
rato de distracción, y le he autorizado. A las doce, acabará todo. Dos horas no
dan para mucho, pero las relajará por primera vez desde que llegaron.
--Comprendo que seais ya coronel siendo tan joven. ¿Tolerando e
interpretando correctamente cada situación?
--No sólo. Pero el tiempo le enseñara muchas cosas, --le indica
paternalmente por la diferencia de categoría-- y verá que el exceso de rigidez, el
ajuste exacto a la disciplina, no lleva a situaciones adecuadas. Hay que ser
ordenancista dentro de unos márgenes estrechos, pero no tanto que ahoguen. ¿Lo
capta?
--Sí, mi coronel. Le entiendo.
Ambos se separan. El coronel, a distancia controla la fiesta que en
ningún momento es escandalosa, sino una alegre tertulia a la que se acaba
incorporando cuando la hora de terminar se acerca. Toma unas copas acudiendo
a diversos puntos y confraternizando con médicos y enfermeras. A las doce en
punto, Mabel Sontán, jefe de enfermeras, bate palmas e indica:
--Muchachas, es la hora en la que quedamos. Despediros y a dormir.
Mañana hay trabajo para todas, y muy duro. Por tanto…
Todas se despiden y caminan sin titubeos hasta el exterior. Los médicos
quedan solos por un momento, terminan las bebidas y uno a uno, se retiran a
dormir. La vida habitual en los puestos de emergencia, no permite de forma
habitual descansar de una forma continua. Cualquier ocasión de hacerlo es
bienvenida. Les han dejado una estancia alargada que, por las camas blancas
colocadas a ambos lados de un pasillo central, tienen claro que es una sala para
heridos.
--Voy a dormir como una marmota sabiendo que no me llamarán para
operar nada más cerrar los ojos. --Indica Peter.
--Lo mismo digo. Hasta mañana. --Acepta Anatole, el cirujano
maxilofacial que le sigue.-- Tengo sueño atrasado desde hace semanas.
Cuando les despiertan por la mañana, en la sala hay varios durmientes
más que no conocen y que han debido llegar mientras dormían. El desayuno lo
sirven en el gran recinto en el que la noche anterior han tenido la reunión. Desde
allí, se encaminan a la biblioteca. Varios coroneles de Sanidad y un general, les
saludan al llegar y este último inicia la reunión de forma llana y directa:
--Dejemos las formalidades. Somos médicos y debemos preparar todo
para mejorar las atenciones a los heridos. Dejo la palabra al Coronel Jaston, que
desde este momento llevará, como jefe, toda esta operación, de nombre “Bisturí
7”, pues existen otras, situadas en distintos puntos, que tienen las demás
numeraciones.
--Vaya nombre que han elegido --Comenta por lo bajo el australiano.
--Es muy sugerente, hay que reconocerlo.
El que va a exponer las líneas de trabajo, hace un momento de silencio,
coge unos cuadernillos de papeles, y los entrega a un cabo que los reparte a
todos los presentes.
--Ya los leerán. Se trata de organizar, desde sus Puestos de Emergencia,
la clasificación, primeras curas o intervenciones urgentes y sucesiva evacuación
a este centro, que es el segundo escalón, el puesto de concentración de heridos.
Desde aquí, una vez atendidos en una segunda fase, con intervenciones más
electivas pero necesarias, serán enviados al tercer escalón y sucesivos. Lo
importante es la clasificación inicial y la primera cura. Esta primera intervención
sólo se hará en caso de extrema urgencia para la vida del herido. Amputaciones,
trepanaciones, heridas en pulmón, etcétera, sólo se atenderán hasta el punto en
que sea absolutamente necesario para asegurar la supervivencia. Todo lo que
pueda esperar unas horas para ser intervenido, debe recibir una primera cura,
usar la analgesia necesaria para el transporte, y de inmediato evacuado. Hay que
evitar que se colapsen las unidades de primera línea. El número de ambulancias,
conductoras, personal auxiliar y enfermeras en cada ambulancia será suficiente
para el número de bajas que se prevé. ¿Han entendido hasta aquí?
Hay una aceptación general. Y el coronel prosigue.
--Hemos establecido fichas nuevas, de distintos colores y unos códigos
que decidirán los médicos de puerta. A más pequeño sea el número que tiene la
ficha, como el uno, más grave se encuentra el paciente. Según la localización de
la herida o heridas, se emplearé el color correspondiente según el cuadro que
tienen en los papeles que se les han dado. Pueden mirarlos por un momento.
Por un tiempo lee y revisan el cuadernillo. Hablan, exponen dudas y
poco a poco todo va quedando encajado. Al cabo el coronel toma de nuevo la
palabra:
--Cada uno de ustedes, al llegar a su centro, deben preparar al personal
para que esté todo listo cuando llegue el momento. Una buena clasificación
inicial salvará muchas vidas. ¿Están de acuerdo?
Hay asentimiento general. Durante más de cuatro horas, la reunión
continúa antes de entrar en consultas concretas. El enfoque de aspectos
quirúrgicos que no son clasificables a priori con una ojeada a su llegada e
ingreso, constituyen la mayor resistencia de los presentes. Todos comprenden y
aceptan que la cirugía de guerra es como es, que la primera intervención es
decisiva en la evolución ulterior. Y que si el número de heridos es un choro
permanente, ningún cirujano puede dedicarse a unos pocos pacientes graves,
pues significará la muerte de muchos de los que están llegando. Es un punto
conflictivo, que conocen, pero aceptan con muchas reservas, a pesar que
comprenden que es absolutamente necesario. Se hacen acuerdos, se llegan a
puntos intermedios, hasta que finalmente pasadas las dos de la tarde, se da
terminada la reunión y pasan al comedor para una comida que antecede al
regreso a sus puntos de origen.
Peter llega a media tarde a su unidad. Puede ver la ambulancia de
Molly, lo que le indica que va a poder verla. Un momento después de bajar del
coche y despedirse del australiano, escucha la voz de Molly que le saluda:
--A sus órdenes, Mayor Brown.
Se vuelve y la encuentra cuadrada y sin bajar la mano. Lo que no hace
hasta que le corresponde al saludo.
--¿Mayor?
--Sí, así es, Señor. Ha sido usted ascendido con antigüedad de hoy, a la
hora en la que firme. Pase por oficinas cuanto antes, que ser el más antiguo es
importante dentro de cada grado.
Hay demasiado personal que les mira, por lo que ambos se adaptan a las
normas militares y evitan todo tipo de efusiones. Ambos se marchan en
dirección a las oficinas, donde toma posesión de su nueva categoría y cambia las
señales externas que le identifican en forma de hombreras y otras señales en el
uniforme y la galleta en la bata hospitalaria.
Molly, siempre llena de humor, le atosiga:
--Supongo que me seguirá amando aunque sólo sea una simple teniente,
¿verdad mi importante “Mayor”? --Indica con retintín forzando la expresión del
grado.
--No sé, no sé. Estoy pensando en dar un parte de usted por falta de
respeto a un superior.
--Hay que ver como se le suben las grandes estrellas[23] a algunos y
oprimen a los pobres “tenientecillos” que sólo tienen dos estrellas pequeñitas.
--¿Estás libre de servicio?
--Sí, si lo solicito. Me deben muchas horas.
--Hazlo, tengo permiso hasta pasado mañana a las doce de la noche.
--¿Dónde nos vamos a ir? --Indica con expresión ilusionada.
--Si te atreves, nos podemos ir a Toutencourt, que es lo que más cerca
tenemos, y volvemos para llegar a la hora en la que acaba mi asueto.
--¿Crees que habrá un buen hotel en el que podamos comer bien y
pueda dormir a pierna suelta? --Pregunta Molly con una expresión entre
maliciosa e ingenua.
--Supongo que sí. Protegeré tu sueño muy de cerca para que nada te
moleste.
--¿Cómo de cerca?
--Todo lo que pueda.
--Entonces lo acepto.
--Voy a dar órdenes a Doreen para que prepare al personal con las
instrucciones que traigo, prepare las nuevas fichas que supongo habrán llegado y
demás aspectos, con los que continuaré cuando vuelva.
--Pero no te entusiasmes mucho tiempo con ella. Está muy enamorada
de ti, y no me fío de esos amores con las enfermeras, pues son muy peligrosas
según se rumorea por las ambulancias.
--Rumores, sólo rumores. Son mujeres jóvenes como vosotras, o las
chicas de señales, teléfono y demás servicios femeninos. Todas estáis alejadas de
vuestros orígenes y con la posibilidad de morir en cualquier momento, lo que os
hace sensibles a encontrar un corazón que os comprenda, unos ojos que os
miren...
--Ya, ya. Y unas manos que les acaricien… Y no sigo. Y ahora recuerda
que eres cirujano y no psiquiatra especializado en Neurosis de Soledad
Femenina en la guerra.
Peter se ríe ante su salida, que encierra un tanto de celos como de
defensa de la feminidad. Poco después, --una estrella “gorda” en las hombreras,
le ha abierto la puerta del parque de automóviles-- ambos salen hacia la
población más cercana que, aunque no la conocen, han escuchado cosas sobre
ella que les da una cierta esperanza de encontrar algo adecuado para pasar unos
días de descanso lejos de la promiscuidad del hospital.




31.-


“La muerte, que se había
alzado expectante al máximo entre los
dos bandos, se alejó de allí
malhumorada”.

Ernst Jünger: “Tempestades
de acero”.


La vida en el nudo de comunicaciones aliada, a unos ocho
kilómetros del frente, ha sido tranquila desde que, unas semanas atrás, fuera
construido con el máximo sigilo por una gran unidad de Zapadores Reales.
Trabajando con ahínco, han creado un sólido bunker del que sale una extensa red
de cables en todas direcciones. Cubierto de tierra, tréboles, unos pocos árboles
trasplantados y numerosas matas, parece una plácida colina en la que hasta los
accesos están disimulados para los ojos de los pilotos que lo sobrevuelen.
En su interior hay una intensa pero claustrofóbica vida. Aunque
separadas por delgados tabiques de escayola forradas de madera, el ruido de las
secciones se mezcla en una interferencia al que todos se han acostumbrado. Pero
no del todo con respecto al continuo “tic-tac”, convertido casi en un zumbido por
de la entrada y salida de mensajes en Morse de la sección de telegrafía.
Wenda en su despacho, supervisa y controla las primeras prácticas del
refuerzo de telefonistas que le han llegado durante las primeras horas de la
noche. Sólo hay una que le preocupa. Desde su llegada no se adapta a
encontrarse en un lugar tan cerrado. Tiene un claro cuadro de ansiedad, una
claustrofobia que le hace respirar entrecortadamente y es inútil para el servicio, a
pesar que su expediente indica que ha sido una de las más eficientes durante el
periodo de instrucción. Ya ha mandado un mensaje a su superior indicando la
situación, por lo que será sustituida por otra y se llevarán a la afectada para ser
vista por alguno de los Psiquiatras de la División.
Cuando la primera granada de grueso calibre incide cercana a la colina,
y el seísmo que provoca hace caer cosas de las mesas y un manifiesto ruido de
cristales en el cuchitril que hace de cocina, aparece un claro nerviosismo entre el
personal. La llegada de una segunda, más cercana aún, causa ya una manifiesta
reacción histérica en algunas de las presentes.
--¡Que nadie abandone su puesto! Es sólo un poco de artillería que se ha
equivocado de objetivo. El enemigo no sabe que estamos aquí, por tanto, no
dispararán sobre nosotros: ¿para qué? --Indica Wenda tratando de convencer y
persuadirse al mismo tiempo.
Pero la llegada de varios proyectiles más, en rápida sucesión, hace que
el bunker se agite de forma acusada, con nuevas caídas de objetos, incluidos
algunos de los tableros que muestran la distribución de las líneas por diversos
sectores con las siglas de reconocimiento y la ubicación de los puntos de control
para caso de avería.
--Teniente, han cortado mi línea --Indica una de las telefonistas.
--Y la mía, Señora. --Añade otra.
--Alice, comprueba si es cierto; mientras me ocupo de avisar a la
división. --Indica Wenda.
La Subteniente Sullivan, empieza a comprobar las líneas, encontrando
que varias de ellas han sido cortadas, por lo que inicia la conexión de las de
reserva. Mientras, Wenda dispone el aviso a la División, por teléfono y telegrafía
la novedad por si quedarán enterrados y precisaran ser rescatados, para que estén
advertidos y tomen medidas.
El bombardeo continua de forma clara. Y no se trata de una casualidad o
un error. El fuego de tambor, una continua caída de proyectiles, concentrado en
la zona, es manifiesto y va más allá de algo que no sea intencionado. Es
evidente, que un error no se mantiene en el tiempo, concentrado en el mismo
sitio.
El Mayor Richard Leiss, sale de su zona de criptografía y empieza a dar
órdenes.
--Todo el mundo al refugio, y controlar si esta despejada la salida de
emergencia. Teniente, ¡avise a la división!
--Ya lo hice, Mayor.
--Hizo muy bien. ¡Todo el mundo al refugio! Por las explosiones, acepto
que hay al menos tres gruesos calibres diferentes tratando de cazarnos.
Todas las chicas recogen su funda de careta antigás, en la que llevan sus
objetos personales y penetran por la trampilla que da acceso a una escalerilla que
profundiza en el suelo. Fuera, el estruendo es cada vez más intenso y a Wenda le
parece tener la cabeza dentro de un gran tambor sobre el que golpeara un loco de
atar. Durante un tiempo que les parece eterno, la caída de granadas es continua,
sin lapsos de descanso, creando un estruendo absoluto, que no deja escuchar
nada que no sea casi una explosión continua, como si fuera una sola que se
mantiene presente en el tiempo.
Algunas de las muchachas, apretadas entre ellas en un rincón del
sótano, lloriquean asustadas. Es la primera vez que viven la guerra de cerca.
Otras, más valientes, tratan de animarlas y distraerlas contando lo que se les
ocurre, pero no les escuchan.
--Tranquilas, esto pasará enseguida. --Expone en voz alta Wenda.
El mayor, que ya ha vivido otras situaciones similares, se muestra
entero y sonriente, tratando de restar importancia a una situación que, por
momentos, se le antoja puede llegar a enterrarles.
--Venga muchachas, vamos a cantar por un rato, así el tiempo pasará y
dentro de un momento todo habrá acabado. Además… ¿Qué más nos puede
pasar? Gracias a Dios
Estamos protegidos por hormigón y varias capas de sacos llenos de tierra. Venga,
sin miedo, cantemos.
E inicia una de las canciones de moda, que supone la mayoría habrá
tenido ocasión de escuchar en Londres:

“Pack up your troubles in your old kit-bag,
And smile, smile, smile,
While you've a lucifer to light your fag,
Smile, boys, that's the style.
What's the use of worrying?
It never was worth while, so
Pack up your troubles in your old kit-bag,
And smile, smile, smile.[24]

No encuentra gran eco. Solo unas cuantas arrancan a acompañarlo que,
poco a poco van consiguiendo que se sumen, roncas y desafinadas, algunas más.
Wenda se ocupa directamente de la que presenta el cuadro de claustrofobia y que
ha estallado en un cuadro histérico que, los dos sanitarios, tratan de cortar
inyectando un potente tranquilizante. Al cabo de un rato se muestra medio
adormilada y deja de gritar y llorar. Pero el ritmo de los disparos, aunque se
hacen más espaciados, continúan cayendo como lo hace un matillo pilón, con
una monotonía exasperante. Pero está claro que la frecuencia de las explosiones
decrece y pronto termina.
--Quietos todos. A veces la artillería se detiene por un momento,
esperando que salgan los supervivientes, para volver a machacar la zona y cazar
a los nerviosos que salen de inmediato. Yo subiré a ver si hay algo que nos
afecte.
Sube por la escalera y con dificultad levanta la trampilla que se
encuentra en parte atrancada y además cubierta de ripios caídos del techo y de
los tabiques. Pero sólo puede ver una grieta larga que recorre una de las paredes
y una gran confusión de mesas, centralitas, sillas y tableros desprendidos de las
paredes.
Aguarda por un tiempo antes de indicar:
--Pueden subir, no hay ningún problema grave. Si acaso unos pocos días
de holganza mientras adecentan esto y lo ponen de nuevo en condiciones de
trabajo.
Levantando teléfonos y moviendo clavijas de las centralitas, busca
alguna posibilidad de encontrar línea. Algunas de las telefonistas le ayudan hasta
que encuentran una línea útil. Cuando consigue comunicar, se siente aliviado
mientras expone la situación:
--… no hay heridos, pero me temo que el nudo de comunicaciones esté
muy afectado. Hay una gran grieta en una de las paredes, y desprendimientos de
bloques de hormigón del techo… de buen tamaño algunos.
Durante un momento escucha antes de responder.
--No creo que sea acertado que vengan de inmediato. Es seguro que
están observando y si ven movimiento volverán a hacer lo mismo. Creo que es
mejor esperar a que la oscuridad no les permita ver lo que aquí ocurre. Son sólo
unas tres horas hasta que se oculte el sol.
De nuevo escucha por un tiempo.
--Sí, sería una buena idea si los han localizado y los machacan. De todas
formas es extraño que nos hayan localizado. Debe haber algún espía que les
manda información muy precisa. Adiós. Esperaremos.
Todos los presentes le observan con cara de infinita curiosidad, pues
están ansiosos por saber algo del exterior, por lo que, sonriente y calmado,
empieza a hablar lentamente para que se tranquilicen:
--Todo está bien. Vendrán a la puesta del sol. Si llegaran antes es posible
que vuelvan a disparar contra nosotros, aunque han localizado los tres puntos
desde los que nos han disparado y van a dedicarles una gran atención de fuego
contrabatería que les obligue a cambiar de sitio o que sean destruidos. Ya nos
dirán. De momento, que los cocineros preparen té, café, sándwich y ron para
todos. Sólo debemos esperar y no dar señales de vida por un par de horas o poco
más.
Y ordenando un poco el lugar, para tener un poco de comodidad, todos
se van tranquilizando, a lo que contribuye, de modo especial, el silencio del
exterior que es lo que más les relaja.
Wenda, se sienta en una de las centralitas, cubierta de polvo blanco que
sopla y trata de comunicar con Chester Potter, pero la respuesta que recibe es
que no se puede poner pues está dirigiendo el fuego de su batería, como puede
escuchar por los fuertes estampidos que escucha.
--Dígale, por favor, que la teniente Allison se encuentra bien.
--Sí, Teniente. Se lo diré. Ya sabemos que han sido bombardeados
salvajemente. Contra ellos estamos disparando todas las baterías de la zona.
Adiós señorita Wenda... perdón, teniente Allison. Suerte.
Y escucha el chasquido de cortar la comunicación. Y acepta que en la
batería saben hasta su nombre. Pero es algo que no le preocupa. De inmediato,
expone lo que sabe a los todavía angustiados presentes.
--Están respondiendo, a los que nos han bombardeado, todas las baterías
de este sector. Espero que les acierten y les callen para siempre.
El tiempo pasa lento, pero con igual premura, el grupo se relaja
esperando que llegue el momento de salir, que les será comunicado por la
presencia de los que han de llegar y abrirse paso hasta ellos, pues suponen que
las entradas estarán obstruidas por los impactos.
Cuando varias horas después escuchan ruido en el exterior, todos
respiran aliviados al saber que van a ser liberados al fin. Cuando los zapadores,
removiendo piedras con ruido de picos y taladradoras hacen aparición, unos
nerviosos aplausos les acogen.
Cuando salen al exterior y ven como ha quedado la zona, tienen claro
que ha sido una gran suerte que sigan con vida. El bunker, resquebrajado,
emerge en parte entre los restos de tierra y sacos terreros que han sido
desplazados por las explosiones. Pero es evidente que el trabajo de construcción
fue realizado a conciencia, pues ha resistido una prueba difícil de superar.
Poco después, varios camiones que llegan con más zapadores, máquinas y
material de construcción, se llevan a los ocupantes mientras los recién llegados
inician el movimientos de tierra, la búsqueda de las conexiones que van a
proteger con tubos de acero y la reconstrucción urgente del nudo de
comunicaciones.



32.-


“A un corazón grande no le
horroriza la muerte, llegue cuando
llegue, con tal que sea gloriosa”.

Ludovico Ariosto:
“Orlando furioso”.


La gran llanura de la base de Gand, en Flandes, Bélgica, se encuentra
repleta de los aviones más grandes que han visto jamás las tropas de infantería y
artillería aérea que lo protegen en un gran cerco. Sólo los mecánicos y armeros
que han llegado en una larga comitiva de camiones llenos de hombres, piezas y
bencina, saben algo de ellos. Muchos de los que se bajan de los camiones los han
visto crecer, día a día, en la fábrica e incluso han participado en su construcción.
Mientras se bajan y empiezan a preparar los talleres para atender su
funcionamiento, nuevos aviones van llegando en un goteo que saben no acabará
hasta que lleguen los veinticinco que han salido de otra base más al interior.
Pintados totalmente de blanco, conforme se acercan para aterrizar, parecen
gigantescas cigüeñas de doble ala sin el largo pico que sustituyen con un morro
en el que va un artillero con una ametralladora. Los motores, con las hélices
hacia atrás, son otro aspecto que sorprende a los que cada día han visto a los
Albatros de caza. La aparición, todavía a cierta distancia, de uno que trae la cola
y parte del fuselaje posterior pintado de rojo brillante, conmueve el aeródromo.
Todo son carreras, órdenes y formaciones de soldados para que nada falle
cuando aterrice el Hauptmann Ernst Brandenburg[25], el jefe del Caghol-3, el
grupo de combate de bombardeo pesado de la Luftstretkafte, la England
Geschwader.
Lenta y pesadamente, el avión va bajando hasta apoyar las cuatro ruedas
en el suelo y seguir una larga carrera que le lleva hasta el hueco que le han
reservado cerca de las oficinas del campo. Cuando se detiene, soldados y
mecánicos corren colocando calzos y acercando escaleras para que bajen los tres
hombres que componen la dotación. De la parte media desciende Ernst
Brandemburg, seguido del piloto, el teniente Trotha y el ametrallador que
desciende de la cabina delantera en la que va la ametralladora sobre un afuste
especial que le permite una gran movilidad en todos los sentidos.
Desde la zona de pilotos, en el que se han acumulado los que ya han
aterrizado, el teniente Lothar Deterling contempla, sin expresión, toda la
parafernalia de la llegada de su jefe. Ha aterrizado apenas hace una hora, y
todavía tiene en los oídos el vibrante sonido de los dos motores Mercedes de 260
HP, que impulsan los tremendos aviones. Sabe lo que tendrán que realizar en
escasas veinticuatro horas, en una misión del máximo peligro, pero no tiene
miedo. Su mentalidad, desde que decidió ser piloto, es que cada salida es una
aventura divertida en la que debe disfrutar cuanto le sea posible, y con esas ideas
todo lo que discurre a su alrededor es algo tan divertido como ir a una cervecería
a cenar y casi emborracharse para, después, salir para casa de alguna de las
amigas con las que ha intimado, para pasar la noche y no pensar que, cada vez
que sube a uno de los enormes gansos en los que vuela, las posibilidades de
regreso son algo indefinible que tiene más que aceptado.
Mientras mira sin curiosidad la fiesta a la que asiste, y se dice qué cómo
llamarla si no, cuando en realidad no es otra cosa que una manera de enaltecer
los ánimos de todos los que, de una forma un otra, van a intervenir en la
“Operación Turkenkreuz”. Personalmente, a nivel íntimo, no comparte lo que se
va a hacer, pero ha sido educado desde niño al estilo prusiano, como corresponde
a una familia tradicionalmente militar, y son las armas y la guerra su trabajo.
Pero desde siempre, no se ha dejado arrastrar por las emociones más que
puntualmente, en determinados momentos del combate, en los que el hacerlo es
la diferencia entre la vida y la muerte. Son momentos en los que nuestra
inteligencia se ve desbordada por los acontecimientos y sólo la máxima
excitación y agresividad dan una oportunidad de sobrevivir.
Himnos, desfiles, saludos, sables en alto se suceden en una pantomima
que ya conoce, y que desde hace tiempo acepta como necesaria, pero no
comparte en el más profundo sentido. Es necesario crear un ambiente de ardor
guerrero, de programar a todos para que desaparezcan los miedos, las dudas y
que todos se sientan enaltecidos por el deber a la Patria y a las exigencias que
pide el mando por razones, cogidas con las puntas de los dedos, se hacen
necesarias y obligatorias por unas motivaciones que en ocasiones, los de los
escalones bajos no pueden ni ver, ni comprender y en ocasiones ni aceptar,
aunque no puedan expresarlo.
--¿Son ideas tan elevadas que inteligencias normales no pueden ni
vislumbrar! –Habla inconsciente en voz alta con expresión adusta.
--¿Qué dices? --Pregunta el teniente Dagmar Erlemann que se encuentra
a su lado.
--Decía que estas ceremonias me encantan, pues son la base de la
disciplina que nos llevará a la victoria.
Dagmar le mira, entrecerrando los ojos por un momento, antes de
comentar.
--Si no te conociera bien, me lo creería. Es cierto, es lo más entrañable
de ser militar, estas ceremonias tan aguerridas y triunfales, que siempre quedarán
registradas en la historia y nunca pasarán al olvido. ¿Verdad?
--Es cierto, igual que nunca, jamás, serán olvidados los camaradas que
mueren cada día. El pueblo, ese pueblo que hoy nos admira pues luchamos por
ellos, nunca jamás los olvidará.
--¡Solamente por ello ya merece la pena morir¡ --Responde Lothar
elevando las cejas y usando un tono claro de contumelia.
--La vida nos ha vuelto cínicos, pero debemos tener cuidado con ello,
pues, como sabemos, muchos a nuestro alrededor, además de luchar igual que
nosotros, se creen ciertas cosas para poder justificarse ante lo que tienen que
hacer.
--¿Y tú como te justificas?
--Hago lo que me mandan y no trato de justificarme nada.
--Te comprendo. Lo que hacemos y decidimos, se encuentra imbuido y
no justificado por nuestros sentimientos y pensamientos, pero el saber que nos es
impuesto, nos exonera de responsabilidades… ¿es eso? --Acepta e inquiere
Lothar.
--Supongo que así será. ¡Yo que sé de metafísica! Esas cosas se quedan
para los capellanes, para los filósofos y gente así. Yo soy militar, y lo más
sencillo y tranquilizador es saber que sólo tengo que obedecer. Si pensara en las
cosas que hacemos, algún día me volveré loco.
Y ambos quedan en silencio, pues no es la primera vez que comentan
pensamientos de los que, en los más profundo de sus almas, no están
convencidos que encierren una verdad tangible y justificable. Lothar mira hacia
la llanura de breves hierbas verdes que parece espolvoreada irregularmente de
florecidillas de diversos colores y que sirve de campo para despegues y
aterrizajes. Lejos, puede ver los restos de los postreros accidentes, que aún no
han sido retirados: colas que se elevan al cielo en lo que pudiera ser una plegaria,
alas torcidas en las que el tiempo está despegando la tela que cubre las maderas,
mostrando el esqueleto del avión, como indicando el estado paralelo con los
cuerpos a los que, con su accidente hizo perecer, y que yacen tranquilos en el
cementerio del aeródromo, a la sombra de una gran piedra en la que, de modo
frío, por el paso del tiempo, apenas hay un olvidado nombre y una fecha, por
debajo de un escudo que se repite en las numerosa lápidas que le rodean.
A escasa distancia se encuentra su avión, que recorre con la vista tratando
de encontrar alguna diferencia con los que le rodean. Pero sólo la matrícula, en
grandes letras sobre los costados, le hace distinto. Mientras lo mira acepta que su
vida va ligada a su buen funcionamiento, algo que es totalmente aleatorio por su
inestabilidad e inseguridad de comportamiento. Ha visto ya desmoronarse, sin
previo aviso, a tantos de ellos, muriendo los tres hombres que forman la
tripulación. Sabe que se encuentra preparado para aceptar sin restricciones, si le
ocurre, algo tan factible, pero no seguro como lo es que a la noche le sigue el
día.
Terminada la recepción al Hauptmann Ernst Brandenburg y su estado
mayor, los grupos se disuelven y puede volver a la cantina, en la que la cerveza
mezclada con ron le hará distraerse y dejar de pensar en lo que los veintitrés
aviones habrán de realizar en menos, ya, de veinticuatro horas.
Pero no les dejan demasiado tiempo libar cerveza. Un sargento recorre
los sitios habituales donde suelen estar, llamando a los pilotos a una reunión con
el tiempo justo para uniformarse y ponerse presentables. Aunque compartiendo
bebidas, Lothar y Dagmar no han vuelto a cruzar una palabra, pues ambos saben
que el silencio aplasta con su sonido a nada, pero que es mejor en ocasiones que
decir lo que en sus interiores piensan y que no les conduce tampoco a ningún
lugar.
--¿Vamos?
--Que remedio.
Los pilotos se reúnen con los mandos que esperan. Una pizarra de
madera pintada de negro, muestra lo que ya han visto muchas veces, la
formación que han de adoptar, a varias alturas, y el recorrido desde el aeropuerto
hasta Londres, dando un ligero rodeo sobre el Mar del Norte. En una esquina, el
horario previsto y el recorrido de regreso.
--¿Te das cuenta que vamos a bombardear Londres en pleno día?
--Sí. Ya lo imaginaba. Es un intento de castigarlos anticipadamente por
la ofensiva que están a punto de iniciar y decirles así, que no les va a ser nada
fácil pues somos muy superiores --Indica Lothar.
--¿Tiene algo que podamos añadir a nuestra cultura militar, Teniente
Deterling? --Pregunta con expresión socarrona el Hauptmann Ernst Brandenburg
que les ha debido ver hablar.
Lhotar se alza, saluda con un taconazo añadido y responde:
--Herr Hauptmann, nada puedo aportar, pues siempre estoy
abierto a aprender.
--Es una buena postura, muy en consonancia con sus habilidades
volando. Por tanto, con su permiso si no tiene nada más que exponer, voy a
empezar en lo que les quiero decir.
Hay silencio y máxima atención.
--Como más o menos saben, estamos poniendo en curso de realización
la Operación Turkenkreuz. Saldremos al amanecer todos los aviones del Kaghol-
3, los veintitrés, con destino a Londres, para atacar los docks[26] del Tamesis.
No quiero bombas sobre la ciudad, pero debemos hundir el máximo de los
barcos que estarán cargando material de guerra para llevarlo a Francia.
Toma aire, mira a su alrededor tratando de leer en los rostros de sus
pilotos las expresiones que pueda desentrañar y prosigue:
--Cada avión llevará seis bombas de 110 libras, que bien colocadas
harán mucho daño. Por tanto, hay que aprovecharlas, pues como sabéis y
comprobaréis mañana, Londres no está aquí al lado. Están previstas varias
incursiones más, dado que los dirigibles han fracasado en estas misiones y
debemos demostrar ante el Emperador, que somos mucho mejores. ¿Alguna
pregunta teniente Deterling?
--Herr Hauptmann, todo se muestra con meridiana claridad, y será un
éxito.
Hay risas y relajación general ante el hecho que le haya tocado a
Deterlin como chivo expiatorio para los descansos, ya conocidos, que suele
realizar con la técnica de elegir a alguien con el que provocar sonrisas, detrás de
las cuales sabe que consigue mantener la atención en una burda, elemental pero
útil maniobra psicológica.
--Cada uno de ustedes debe copiar, sobre los mapas que se le han dado,
la trayectoria, el horario y demás datos que hay en los tableros. No dejen nada al
azar. El recorrido es largo y el regreso es parte de lo mismo. En total serán unos
trescientos kilómetros, es decir en total unas cuatro horas. Sobre Londres
estaremos lo suficiente para lanzar las bombas con la máxima seguridad sobre
lograr los blancos adecuados. Se hará todo a la altura que es el techo de nuestros
Gothas, es decir, los 6.500 metros, pues de esa manera se lo pondremos muy
difícil a los cazas y a la “flak”[27], que es seguro se comportarán como perros
rabiosos contra nosotros. ¿Alguna pregunta?
En la sala se levanta uno de los presentes, que tras saludar espera que se
le de paso para preguntar. Ante el gesto afirmativo que le hace, interroga:
--Herr Hauptmann, desde 6.500 metros, no es fácil saber en qué lugar
caerán las bombas.
--Es verdad, pero tienen una cierta experiencia en ello los bombarderos,
por tanto, pilotos y bombarderos debéis colaborar para obtener los mejores
resultados. ¿Suficiente?
Un taconazo y un gesto con la cabeza es la respuesta.
--El pronóstico, según los hombres del tiempo, será que el clima será
bueno, con nieblas ligeras sobre el Mar del Norte, y despejado sobre Londres.
Antes de partir, se os darán los datos que nos lleguen a lo largo de la noche. Esta
tarde, a hora avanzada que se dirá, tendremos una cena conjunta todas las
tripulaciones, junto con los mecánicos que están poniendo a punto los aviones.
Para cada aparato hay mañana una bolsa con comida y bebidas de té y cacao, lo
que os ayudará a soportar mejor las condiciones del viaje. La cena..., a las ocho
de la tarde me dicen. Hasta entonces.
La reunión se termina. Las tripulaciones se reúnen para preparar el
vuelo, tras confirmar lo que ya sabían. Con los tres presentes, sobre el mapa
realizan el trazado del recorrido, los puntos horarios señalados y miran los
lugares en los que se localizan los docks sobre los que deben dejar caer las
bombas, un punto en el que la mayoría acepta que habrá errores, tal como saben
que ha ocurrido con los Zeppelines, sobre todo teniendo en cuenta que éstos
volaban más lentos que lo van a hacer ellos, lo que dará lugar a una ampliación
de errores colaterales.
--En lo de las bombas todos sabemos lo que va a ocurrir. --Indica
Teodor Sills, el navegante y bombardero de Lothar.
--Sí. Trataremos de hacerlo lo menos mal posible. Pero debemos tener
claro, que “la guerra es la guerra” y no podremos hacer milagros desde la altura
a la que volaremos.
--Tendrás que afinar, pues diriges la formación. Puede ser que veas la
ciudad, pero ya sabemos que con frecuencia hay niebla.
--Espero, no es la primera vez que lo hago, pues he llevado a los
dirigibles en varias ocasiones hasta allí y de noche. Por tanto lo haré bien, o al
menos, casi --Añade en una modestia que siempre utiliza, aunque sabe de su
buen hacer en esa especialidad para la que se encuentra especialmente dotado.
--Esperemos que todo nos salga bien. --Acepta Lothar que será el que
pilote el avión guía, en el que irá de navegante y bombardero el Teniente Teodor
Sills.


***
Amanece. El ruido de los motores, las nubes de humo blanco azulado
del aceite y el olor a bencina se expande por todas partes. Son cuarenta y seis
motores Mercedes calentándose, que crean una impronta de humo que apenas si
mueve un ínfimo viento que casi no hace girar los anemómetros que hay sobre el
ala alta derecha de cada Gotha.
En el comedor, las tripulaciones ingieren el final del desayuno y
lentamente van saliendo al campo. Cerca ya de cada avión se embuten en los
grandes y gruesos monos de piel forrados por su interior. Un recorrido conjunto
les sirve para revisar el aparato, la tensión de las riostras, la sujeción de las
bombas al ala inferior y posteriormente la respuesta de los alerones a la palanca
de mando.
El gemido de los motores al ser acelerados, indica que los pilotos están
ya en sus puestos y verifican el comportamiento de los motores al ser acelerados.
La bandera que indicará la salida, es la de espera, lo que coincide con el reloj en
el que faltan todavía unos minutos para que se inicie el despegue. La aparición
en el cielo de los Albatros de caza que les van a acompañar por un tiempo, y que
dan vueltas sobre ellos indica que todo se encuentra a punto. La bandera es
arriada y la sustituye la blanca de autorización a despegar. Las bengalas lanzadas
desde el fondo del campo, surcan el cielo y su luz blanca de magnesio se marca
claramente en el amanecer, al tiempo que descienden lentamente colgadas de los
paracaídas.
El ruido de los motores se incrementa y nuevas nubes de humo
muestran el arranque e inicio de la carrera de la primera línea de despegue.
Lentamente se van alejando y ganando velocidad hasta que, ya lejanos empiezan
a elevarse dando una sensación que en cualquier momento pueden caer. Pero se
alzan con cierta torpeza cuando ya una segunda línea de aviones inicia la carrera.
A medio recorrido, uno de los aviones pierde velocidad y muestra, un momento
después, que uno de los motores se ha parado al tiempo que lanza una nube de
humo oscuro intermitente. Cuando todos han pasado, el aparato deriva hacia su
lado más cercano al borde y queda aparcado fuera de la pradera que hace de
pista. Cuando está en el aire el zaguero grupo, tres aviones han quedado en tierra
por averías.
***
En el aire, subiendo lentamente, Lothar sujeta firmemente el volante, un
remedo aunque de bastante mayor tamaño que el de un coche. Al lado, en la
estrecha cabina a la que ha llegado por el túnel bajo posterior, le observa Teodor
Sills, sentado en el asiento contiguo al piloto ante la plancheta de navegación, en
la que va siguiendo el curso del vuelo. Por delante, a través del túnel de
comunicación bajo, que conduce al morro del avión, se pueden ver las piernas
del ametrallador, cubiertas de gruesas botas por cuya embocadura surge parte del
pelaje de cordero del que están hechas y en las que entran los perniles del grueso
mono. El tercer miembro. El artillero que se encuentra en la cabina avanzada, es
el que soporta más el aire y el frío por su puesto de combate en la delantera y sin
nada que le proteja.
Es un vuelo monótono, en el que abandonan la costa un rato después y
pueden ver debajo el mar, una superficie verdosa y arrugada que muestra miles
de puntos blancos causados por las crestas de las olas. Hac un raro se ha
incorporado una escudrilla de Albatros que le acompañarán como escoltas.Lejos
aún, pero borrosamente visible, se perfila ya la costa de la pérfida Albión[28], y
en ella, hacia dentro y algo al sur, encontrarán la metrópoli de Londres, el lugar
que buscan.
Envuelto en el mono de piel, el artillero, con un grueso casco le cubre
todo menos la cara, en parte cubierta por unas grandes gafas de vuelo, muy
amplias, que le protegen del viento frío que le da de frente; tiene además una
gruesa bufanda de lana enrollada en el cuello y que le cubre el resto de la cara
que queda al descubierto, pese a lo cual se siente helado. Unas grandes
manoplas, que casi llegan a los codos, le permitirán disparar y mover la helada
ametralladora caso que tenga que llegar a usarla. Por lo que puede apreciar, están
llegando a un punto de vuelo en el que pueden aparecer los Sopwith Camel que
se supone vigilan la costa. Libera el mecanismo que sujeta las ametralladoras, las
monta y dispara unas cortas ráfagas para comprobar su funcionamiento, al
tiempo que las mueve para verificar si están sueltas y lo hacen libremente en
todas direcciones. Pero no hay nada a la vista por más que vigila el entorno. El
vuelo de todos los Gotha, a cierta distancia unos de otros, forman un grupo a tres
niveles.
Uno de los cazas Albatros, hace una pasada por delante del más
adelantado y con un alabeo acusado, les dice adiós mostrando que les desea
suerte, antes de picar y cambiar de dirección por debajo de ellos, pues ha llegado
al punto en el que tienen la gasolina justa para regresar a la base.
Lothar mira el altímetro una vez más, comprobando que vuelan casi a la
altura máxima. El navegante comprueba que es el momento de iniciar un ligero
giro hacia el sur, se lo indica.
--Corrige cinco grados hacia el sur. Más adelante haremos otra
corrección más.
--Lo hago. --Y mueve el volante y pisa ligeramente el pedal, mientras
observa como la brújula se mueve lentamente hasta el punto que le ha indicado. -
-Hecho.
--Ya lo he visto, eres muy exacto en tu vuelo. Hay una gran diferencia
con los zeppelines, que eran muy lentos y rebeldes por el viento de costado.
--Ya, es que soy muy buen piloto --responde con su perenne exhibición,
impostada, de falta de modestia.
--No, la realidad es que en un avión es mucho más fácil.
--Pues será eso. ¿Qué más nos da, si llegamos al lugar que buscamos.
--¿Qué te parece si nos calentamos un poco, tomamos un poco de té y
cacao que ya no estará tan caliente y comemos algo sólido?
--Es cierto. Como siempre tienes hambre, te acuerdas de esas cosas.
--Es que soy joven y estoy creciendo.
--De ilusión también se vive, anciano.
--Para diez años que te llevo, ¿te atreves a llamarme viejo?
--He dicho anciano, pero quería decir maduro.
--¿Si tú supieras…?
--No, no me lo cuentes, ya sé que eres algo especial con las mujeres.
--Pues es cierto.
--Lo que no sabes es que las mujeres son muy caritativas, además de
mentirosas, y no se atreven a decirte la verdad.
--Pues así queda. No voy a discutir con tan ilustre piloto. Sin mí, seguro
que acabarías en Escocia, pues todos saben que no distingues el norte del sur.
--También es verdad. Nunca sabré como es que me dieron el permiso de
vuelo, pues siempre aterrizaba por donde debía despegar[29]. Pero creían que lo
hacia con intención, pues siempre estaba de broma y suponían que era otra más.
--Ya, deberías volver a hacer un curso con los novatos, y refrescar tus
ideas de vuelo, que se te están oxidando como las riostras de los aviones cuando
llueve.
--Me engrasaré la cabeza cuando volvamos.
--Es una idea, a lo mejor de camino te crece el pelo. ¿Has notado que te
estás quedando calvo?
--Sí, pero lo hago para parecerme a ti.
--¡Qué buen chico eres! Te dejaré que me invites a una cerveza a la
vuelta.
--Eso está hecho. Pero… ¿ya te deja mamá que bebas?
--No. Pero como no se va a enterar.
--Ya se lo diré yo.
--Lo que me faltaba, que seas además un chivato.
Mientras comentan con humor lo que se les ocurre, el avión ha hecho el
cambio de dirección, y todo el escuadrón le ha seguido en la dirección adecuada.
Sills prepara bebidas y comida que, en primer lugar acerca al sufrido
ametrallador que va en la sobresaliente proa del aparato.
Cuando alcanzan la costa e inician la entrada directamente hacia
Londres, se amplia la vigilancia, pero no se observa un solo avión que acuda a
cerrarles el paso. Es la misma ruta que han seguido los dirigibles meses atrás,
hasta que dichos cometidos fueron suprimidos por su escasa efectividad y las
numerosas intercepciones y algunos derribos por parte de la flak gracias a los
reflectores que los localizaban durante las incursiones nocturnas. El bombardero
Teodor Sills, como navegante, ha colocado la plancheta con los plano en los que
ha seguido el viaje, cuelga los inútiles gemelos y sobre todo con la ayuda de la
brújula y la experiencia adquirida en los zeppelines, empieza a dirigir
directamente a Londres, cuya presencia en lejanía, intuye, pues no puede verlo
por la intensa niebla, que como un extenso sombrero cubre la City. Con una
banderola, hace señales a los aviones que le siguen y la formación, un tanto
desparramada por el cielo, se empieza a cerrar y adoptan una alineación de
combate más prieta. Conforme se acercan, se les hace claro que la niebla, baja y
densa, lo tapa todo.
***
Londres, ajena a la incursión, vive un día más en el que la guerra, lejana,
sólo cuenta para los familiares de los que han aparecido en las últimas listas de
bajas que, cada día, se reproducen en los periódicos y tableros de algunos
organismos oficiales. Sólo en ocasiones excepcionales, cuando la humedad es la
adecuada y el aire colabora por su dirección, les llega el sonido incesante a
veces, intermitente en otras, de la artillería. Un sonido que parece como si de una
lejana tormenta eléctrica se tratara. Hace meses que la incursiones de los
zeppelines no se producen de forma regular. Visitas que eran nocturnas y que les
aterrorizaban aunque los resultados nunca fueron excesivamente acusados. La
gente no presta atención al sonido de motores que rugen altos, escasamente
audibles por el tráfico e imposibles de visualizar por la densa boina grisácea, un
smog que cubre el cielo.
Cuando las primeras bombas explotan, son las 11,35 de la mañana, --es la
primera vez que el ataque no es nocturno, sino a plena luz del día,-- las sirenas
de alarma lanzan su monótono y agudo alarido, pero es tarde para tomar
medidas, y la sorpresa es acusada para los que se encuentran cerca.
Inicialmente caen, como estaba previsto, sobre los docks y las fábricas de
la zona este del Tamesis, pero después, en las siguientes oleadas, algunas lo
hacen dentro de la ciudad. Un total de 114 bombas van a caer en diversos puntos,
en una lluvia explosiva que va a causar un total de 162 muertos y 432 heridos, en
su mayoría en dos puntos de la ciudad, la Liverpool Street Station y Popular
School, lugares en los que en aquellos momentos había mucha población.
La deshecha formación se agrupa al terminar el bombardero para regresar
y enfrentarse con los aviones que intuyen van a ir a intentar derribarlos. Aunque
no lo saben, treinta aviones han despegado de varios sitios. Desde los Gotha sólo
han podido ver a 16, que se mantienen lejos, indecisos, y solamente uno ataca
con decisión, pero el fuego conjunto, una nube de proyectiles trazadores,
manchas luminosas que le buscan y siguen en una larga y rápida cadena de
disparos que le persiguen. El avión se aleja, pues le descargan largas ráfagas
desde una posición muy superior a la que los cazas suben con mucha dificultad.
Al soltar la carga de bombas, los aeroplanos alemanes han alcanzado una altura
mayor que la que han traído. Los cazas ingleses les siguen a distancia y desisten
de hacerlo cuando los enormes aviones alemanes alcanzan la vertical de la costa
de Inglaterra, ya en el Canal de la Mancha.
El regreso, pesado, pero alegre, se realiza sin encuentros y todos aterrizan
sin problemas en Gand, donde les espera una fiesta. En el aeropuerto ya saben,
por telegrafía desde la costa por donde han entrado y que han sido vistos al
regresar, el número que regresa, por lo que se supone que la misión ha sido un
éxito.
Sólo un avión, al aterrizar, ha sufrido desperfectos sin mayores
consecuencias.




33.-

“Los horrores son
soportables mientras se trate sólo de
sufrirlos, pero matan cuando se reflexiona
sobre ellos.

Erich María Remarque: “Sin novedad

en el frente”.


Una aparente tranquilidad envuelve el frente. Pero no es una realidad pues
la actividad aérea se ha multiplicado de forma clara por ambos lados. Durante el
día, e incluso de noche, aprovechando la más o menos clara luz de la luna, las
visitas de aviones que lanzan bengalas, granadas, silenciosos dardos o ametrallan
allá donde adivinan un poco de vida. El fino zumbido de los aparatos, con
escarapelas de uno u otro bando, rondan como rabiosas avispas, dispuestos
siempre a clavar los múltiples aguijones trazadores de sus ametralladoras, o
dejan caer las pequeñas bombas que soportan bajo las alas, mantienen
intranquilos a los que, en las primeras líneas saben que la ofensiva estallará en
cualquier momento.
La artillería, de todos los calibres, surca el cielo en un cruce de proyectiles
que la infantería, agazapada en las trincheras, los refugios y las galerías les
tienen en constante alarma, y es esa irregularidad de horario lo que les mantiene
tensos y expectantes.
Harold, capitán de infantería aliada, sentado ante la mesa que le han
fabricado con cajones de granadas y la puerta de un caserío destruido, se dispone
a empezar a leer el contenido de un sobre que ha traído un enlace en motocicleta.
Éste lleva una cartera repleta de sobres iguales que va repartiendo a lo largo de la
tercera línea de trincheras.
--Capitán, sus órdenes. --Le indica alargando el sobre.
--Gracias cabo. ¿Sabe como anda la retaguardia?
--Señor, muy agitada, pero no se nada. Hay un movimiento tremendo en el
Estado Mayor, y llevamos todo el día repartiendo sobres y mapas. ¡A sus
órdenes! --Saluda y sale con rapidez al tiempo que se baja las gafas.
El teniente Blake Mc´Alister, su ayudante escocés, abre una caja, aparta la
ropa y saca la escondida botella de whisky y dos vasos.
--Harold, como los dos sabemos lo que viene dentro, toma primero un
sorbo para contrarrestar la impresión de lo que tendremos que hacer --Le indica
mientras le pone delante un vaso y le sirve una generosa ración-- La vida sin el
oro de esta bebida, no tiene sentido.
Bebe un largo trago, y desgarra el sobre, sacando las dos hojas que trae.
Una es una copia en ciclostil del plano de su sector, en la que se han hecho una
serie de marcas con lápiz de color rojo sobre el que hecha una ojeada
interpretando lo que le piden que haga.
--Como hemos preparado, hay que tomar la cota 152, asentarnos en ella y
defenderla a toda costa. Es lo que veo en el plano, míralo. --Le indica la tiempo
que se lo alarga.-- Ahora leeré lo que dicen.
Durante un momento lo lee, aunque ha intuido las instrucciones.
--¿Que dice?
--Pasado mañana, a las 05.00, se inicia la preparación artillera: 1.745
cañones iniciarán el tiro en todo el frente entre Suzane y Saint-Amand. Van a ser
veinticuatro horas de preparación. A las seis del día siguiente, cuando termine la
artillería de batirlo todo, avanzaremos, asaltando las cuatro líneas de trincheras y
tomando la cota 152 y ya no movernos de allí, hasta que recibamos más órdenes.
--No es mal encargo. ¿Vamos solos o en conjunto con el batallón?
--Avanza todas las divisiones. Nosotros sólo tenemos un fragmento de
frente, el que nos corresponde. Del resto no tenemos que ocuparnos. Además,
que fácil es escribirlo lejos del frente, indican con claridad: ¡Avancen, cueste lo
que cueste!
--Como siempre. ¿Tenemos reservas?
--Sí. Detrás nuestro vienen los ANZAC, que seguirán avanzando cuando
nosotros tomemos la cota, punto en el que se instalará artillería que tenemos que
proteger.
--Lo de siempre.
--No. Esta es la sorpresa. Delante nuestro van a ir los tanques de los que
has escuchado hablar, lo que nos facilitará el avance y la protección.
--Eso si es una buena noticia. ¿Y dónde están los monstruos?
--No lo dicen, pero supongo que llegarán esta noche o mañana por la
noche. Deben estar camuflados en el bosque que hay a unos cuatro o cinco
kilómetros a nuestras espaldas.
--Bien. ¿Llamo a todos los oficiales y suboficiales?
--No. Viene con el sello de “Alto Secreto”. Por tanto, mientras menos lo
sepamos, más seguridad. Orden del día: Para hoy, revista a las 16 horas, con
equipo y dotaciones completas.

***

A escasa distancia, apenas cuatrocientos metros, la trinchera alemana de
primera línea permanece tranquila. Los centinelas, oteando escondidos entre
sacos, y con los periscopios la tierra de nadie, permanecen relajados ante la
tranquilidad que ha habido en lo que va de día. Apenas si ha habido cañoneo, y
escasos disparos de granadas de fúsil. Hasta los francotiradores se han mostrado
poco activos y sólo el soldado Boigter, llegado para reponer bajas hace unos
días, ha muerto por un descuido del que le han avisado varias veces. Se ha
asomado al parapeto entre dos sacos, con el casco bien colocado y confiando en
él. El disparo que le ha atravesado el casco, ha hecho explotar la cabeza como lo
haría un melón al caer al suelo desde un armario.
Joseph Eickers, hace un momento que ha regresado de recorrer toda la
trinchera, controlando cada puesto, verificando la dotación de cartuchos para las
armas, los emplazamientos de las ametralladoras y las existencias, a mano de los
soldados, de granadas de fusil, bombas de mano, y cajas con granadas de los
morteros de trinchera. Es lo que debe hacer cada mañana con respecto a la
compañía. Por un momento, penetra en su galería y bebe un trago largo de
whisky. Hace frío, como siempre, y una clara humedad que sube del embarrado
suelo que empieza a secarse tras las lluvias de hace unos días. Debe ir a ver al
recientemente ascendido comandante para darle la novedad. Desde que muriera
el capitán Begertrass, y ascendieran a Diether a comandante, no hay capitán, y
él, como teniente más antiguo, hace las funciones de tal, con la ayuda de un
alférez y dos sargentos que mueven cada sección. Hace unos días que han
llegado reemplazos, pero traen una preparación mínima, y son unos niños para
formar parte de una tropa de choque como es la unidad, por lo que cada día
tratan de enseñarles lo más elemental para sobrevivir en primera línea. Se
encoge de hombros, ¿qué puede hacer que no esté haciendo ya?, se dice y se
encamina a ver al comandante del batallón.
--¿Da usted su permiso, Señor?
--Pasa Joseph, y déjate de monsergas reglamentarias en pleno frente.
--Sin novedad en la compañía. Una baja a primera ahora, uno de los
nuevos.
--¿Cómo ha sido?
--Lo de siempre. Se asomó al parapeto y un disparo le atravesó el casco y
lo que había dentro.
--Si es que mandan niños sacados de la escuela; creen que la guerra es un
juego. Hablemos de otra cosa. ¿Qué tal manejas la compañía? ¿Lo tienes todo
controlado?
--Sí. En mi opinión lo hago bien y los hombres me aprecian y obedecen.
--¿Te podrías hacer cargo de ella?
--Es lo que estoy haciendo desde hace un tiempo. ¿Hice algo mal?
--No, mi pregunta es si te harías cargo de forma definitiva. Ha llegado tu
ascenso a capitán esta mañana con el desayuno. ¡Aquí lo tienes!
--No sabía que había sido propuesto.
--Fue lo primero que hice al ascender: pedir un buen oficial para que
ocupara mi puesto y te propuse.
--Gracias comandante.
--Toma mis estrellas antiguas. Sé que las llevarás con honor y no te será
fácil hacerte con ellas por aquí.
--Gracias, Diether. ¿Qué noticias hay a nivel de división?
--Malas. Es cuestión de días que haya un ataque muy importante en esta
zona. Ya se han tomado medidas. Hay reservas a nuestra espalda, y esta noche
nos llegan tropas de choque, formadas por veteranos, para reforzar el batallón. Y
material pesado del que no estamos muy bien: ametralladoras pesadas y ligeras,
granadas de varios tipos, minas y todo lo que he solicitado. Esperemos que
llegue, no se pierda, los destruya la aviación o lo entreguen en otro sitio: ¡No
sería la primera vez!
--Estaré pendiente de su llegada. Voy a poner enlaces en retaguardia para
que estén pendientes de la llegada y no se vaya a otro batallón.
--Buena idea, hay muchos listillos en otros batallones. ¿Te hace un Snaps?
¿O prefieres Ron?
--Snaps. Creo que Ron lo vamos a tomar en unos días en grandes
cantidades, cuando empiecen los ataques.
La llegada del alférez Eric Müller, hace que el círculo se amplíe. Al
observar que Joseph se está cambiando las hombreras, hace un gesto de sorpresa
y comenta:
--Enhorabuena mi capitán.
--Gracias. Hazte cargo de mi sección y cuídala, son muy buenos soldados,
y que el sargento Owens se haga cargo de la tuya.
--A sus órdenes. En un momento me ocuparé de ello.
--Lo haremos, pues iré contigo para hacerle saber todos los cambios a la
tropa.
Un súbito cañoneo se inicia súbitamente. No han escuchado los disparos
de salida, lo que les indica que la batería se encuentra lejos, pero la llegada si se
percibe con claridad, por los bufidos infernales de las granadas de grueso calibre
al acercarse. Es la línea de trincheras el punto elegido. Durante un buen rato, las
granadas caen a lo largo de ella en un recorrido de oeste a este que se aprecia
claramente intencionado. Hay gritos, nubes de polvo y un fragmento de metralla
penetra en la galería, incide sobre uno de los lechos e incendia el colchón de paja
en el que duerme el comandante.
Súbitamente, como ha empezado, se silencia. Los tres salen de inmediato
para ver lo que ha ocurrido. Nada más salir, hay dos soldados que han sido
sorprendidos cuando trataban de entrar en el refugio que hay escavado bajo el
parapeto y han quedado uno sobre otro en la misma entrada.
La llegada del sargento Carl Adler, que viene herido en un brazo, les
detiene.
--Señor, hay siete bajas entre muertos y heridos. Han roto en gran parte las
alambradas. Hará que salir esta noche a reponerlas.
--Sí. Aunque no es eso lo que me preocupa. Tengo claro, que este ensayo
ha sido una comprobación para tener las coordenadas de tiro por elevación para
cuando empiece el ataque. Y es evidente, véase el resultado, que nos tienen
perfectamente localizados.
Una nueva salva de disparos, de las mismas características, sobre la zona
de un batallón que queda a escasa distancia, al borde de un bosque de olmos y
castaños, queda larga. Tras una primera salva, el tiempo se detiene por un
momento, y cuando se reanuda, las granadas inciden manifiestamente corregidas
sobre la sinuosa trinchera, en la que se aprecian las enormes montañas de tierra
que se elevan muchos metros hacia el cielo.
Diether mira por el anteojo telemétrico y puede ver de inmediato un globo
cautivo, muy alto, que es sin duda el que está dirigiendo el tiro a su zona Y se lo
pasa a Joseph para que vea el panorama que se aprecia por él.
--Voy a llamar a la división para que la aviación derribe ese globo, es un
peligro para este frente.
Media hora después pueden apreciar una escuadrilla de Albatros que se
acercan al globo. Pero cuando están próximos, un número muy superior de
Sopwith Camel, caen desde el cielo y se inicia una lucha clara entre ellos. Desde
la trinchera, los soldados observan como pueden, el espectáculo de la pista de
baile en la que la Muerte danza como si disfrutara de las columnas de humo
negro que rápidamente cubren el cielo conforme los aviones se derriban unos a
otros. Un Albatros persigue y ametralla a su oponente, que empieza a caer
envuelto en llamas y en vez de seguir su descenso, escapa en dirección al globo.
Diether y Joseph, pueden ver las dos corolas de los paracaídas que descienden, y
poco después la antorcha, un enorme sol que se extiende hacia el cielo conforme
arde el hidrógeno y la masa amarillenta de la envoltura cae lentamente hacia el
suelo. El combate en el aire continúa por un rato, antes que los supervivientes se
separen, los que todavía siguen volando, para volver, agotada la munición y la
bencina, a sus aeropuertos.
Sin embargo, unas horas después, un nuevo globo, amarillento y ventrudo,
asciende lentamente en el cielo para ir a ocupar el mismo sitio que su predecesor.
Y de nuevo el estruendo de las granadas, vuelve a incidir sobre determinados
puntos de las trincheras alemanas.

***

En el hospital de primeros auxilios aliado, muy cerca de las primeras
líneas y en las proximidades de Mêaulte, el mayor Peter Brown, que ha
regresado de su escapada de menos de tres días a Toutencourt, ha vuelto pleno de
fuerzas y dispuesto a organizar los extremos que queden sin complementar. Se
han incorporado todas las ambulancias y conductoras que han estado con unos
días de descanso, esperando la orden de incorporación. Han llegado varias
compañías de sanitarios y camilleros que han instalado tiendas a escasa distancia
del hospital de sangre. Carros ambulancias, están dispuestos para intervenir y
más de un centenar de mulos pacen en libertad en un prado que ha sido cercado
con soportes de alambrada y sogas.
Varias enormes tiendas contiguas, que suman más de media docena de
puertas, han surgido como de la nada, creando un punto alargado de admisión de
heridos. Cada una de las puertas coincide con un carril por el que accederán las
ambulancias a la zona de clasificación, ingreso o evacuación a otros hospitales.
Paquetes de fichas, de diversos colores, para el diagnóstico inicial, esperan sobre
un estante que hay a la entrada. Docenas de enfermeras, ocupan los sitios que se
le han señalado mientras Peter Brown, seguido de los cirujanos veteranos y los
quince recién incorporado, hacen una inspección y cada uno de ellos recibe la
indicación de su lugar de trabajo, para la clasificación, tratamiento o evacuación
según corresponda la herido.
La llegada de una ambulancia, con el timbre sonando de forma continua,
con presuntos heridos, una práctica que ha previsto el mayor para ver actuar a
todo el personal ante una realidad, les sorprende cuando terminan de organizar
una de las tiendas de admisión.
--Sólo deben actuar el personal de esta unidad, la número cinco. Los
demás, veamos como se desarrolla y tengamos en cuenta lo que consideremos
como fallos y que mejoras se pueden aportar.
Disciplinadamente, los que miran de unidades próximas, y que no han de
intervenir, se apartan para no estorbar y los demás se ponen en movimiento.
Camilleros y sanitarios avanzan hacia la entrada y se reparten por el exterior. La
ambulancia recula y queda a la altura de la ancha línea que se ha marcado con
cal en el suelo, para favorecer la movilidad de las camillas al ser bajadas e
introducidas en la tienda. Son cuatro heridos que empiezan a ser descendidos de
inmediato.
Cada paciente pasa por una de las dos recepciones que hay en la entrada,
una a cada lado de la puerta. Médico y enfermera de recepción, miran si trae o
no etiqueta y comprueban el diagnóstico. La etiqueta que trae se tira y se le
coloca una de las nuevas con su número de gravedad y código de color para la
conducta a seguir. Los camilleros lo introducen para intervención por una puerta
al otro lado de la tienda o lo evacuan, por la otra, hacia otra ambulancia que le
trasladará al hospital de segunda línea. El funcionamiento, aunque algo lento,
discurre con orden y sin embotellamientos. En escasos minutos, un paciente se
encuentra en quirófano para ser intervenido, a otro se le están vendando e
inmovilizando sus fracturas, y dos más están dentro de la ambulancia que le
llevará al hospital de Proyart.
--Algún comentario de utilidad--Interroga el mayor.
--Sí Señor --interviene uno de los médicos jóvenes recién incorporados.
--Diga.
--He observado que no se ha mirado el estado de la vejiga. Es muy
posible, que el paciente no hay orinado hace horas, lo que será un problema
durante el traslado al hospital de segunda línea. Además, en mi opinión, la
exploración ha sido demasiado rápida. Si el paciente viene sin conocimiento,
pueden pasar desapercibidas heridas en la espalda, como metralla, por las que no
sangre. Claro, que es sólo una opinión.
--Que propone.
--Dedicarle un poco de tiempo más; que al herido se le corte la ropa, no
que se le quite, pues eso es moverlo, lo que puede ser contraproducente. Una vez
bien visto y diagnosticado, que se le pase a un segundo escalón en el que se le
ponga ropa fácil de colocar. Manejarlo con el uniforme, quitarlo y ponerlo, hace
que todo sea lento y muy doloroso para el paciente. Lo sé, pues lo viví cuando
fui herido y detecté todos los fallos de admisión que existían, hace dos años,
cuando todavía no era médico.
--¿Dónde fue herido y cuál es su nombre?
--Me llamo Franz Lummer, y soy cirujano general. Estoy especializado en
heridas en abdomen, aunque puedo operar cualquier otro sitio, como es lógico.
Fui herido en Londres, durante un bombardeo de los zeppelines. Me causó más
dolor la recogida y traslado al hospital, que el derrumbe de la pared que me
atrapó y las intervenciones siguientes.
--¿Cuál cree que fue la causa?
--Lo tengo claro. El apresuramiento de los camilleros, su falta de
preparación en lo que debían hacer. Eran voluntarios a los que no se les había
dado ninguna explicación sobre la conducta a seguir. Hablé con ellos durante el
traslado, y no sabían nada de nada. Cuando llegué, quitarme la ropa, fue
igualmente muy doloroso, perdí sangre que casi no salía cuando llegue.
--Comprendo y se lo agradezco. Ocúpese sólo de las heridas de abdomen,
y el resto del tiempo, que no dispondrá de mucho, prepare a todo el personal en
lo que crea que pueda ser beneficioso: enfermeras, camilleros, sanitarios y lo que
crea que pueda ser adecuado. No es una orden.
--Como si lo fuera, Señor. Haré cuanto esté en mi mano, pues los
recuerdos de aquellos días no se me olvidan.
La revista continúa. Nuevas ideas, itinerarios dentro de las tiendas por
otros que dan más rapidez sin apresuramientos. Cambios de muebles en la
entrada, demasiado próximos a la entrada.
Una nueva admisión de heridos, esta vez reales que vienen de un
enfrentamiento entre patrullas, pone a prueba la realidad de lo conseguido a lo
largo de una tarde bien aprovechada.
--Os felicito a todos. Si lo hacemos así cada día, muchos soldados nos
deberán la vida en el futuro. Cada persona a su sitio, la revista ha terminado. En
la cena, voy a disponer que a todo el personal se le dé un vaso de ron: se lo han
ganado.

***

Cerca de Naours, el aeródromo aliado bulle de acción. Hace un momento
han regresado de combatir con los Albatros alemanes que han salido a derribar
globos. Estos han conseguido incendiar tres a lo largo del frente que tienen
encomendado, han perdido cinco aviones y han derribado uno más que a ellos
los alemanes. El balance no ha sido nada positivo. El capitán Wilkinson no se
encuentra satisfecho. Los suyos eran muchos más numerosos que los que tenían
los alemanes y, sin embargo, no han podido con vencer pues, en realidad no han
conseguido ni empatar, dados los tres globos que se han quemado, con la ayuda
de otras escuadrillas alemanas que no han tenido oposición, mientras ellos
luchaban con los únicos que habían podido ver.
Mientras camina hacia las oficinas, quitándose el casco y las gafas, va
preparándose para el rapapolvo que sabe va a tener que soportar en un momento,
en cuando suene el teléfono y le pongan en comunicación con su señoría el
coronel, alguien que nunca ha volado y que no conoce las dificultades de
combatir, entre nubes, en medio de un enjambre de pájaros mecánicos que,
rabiosos, disparan contra cualquier cosa que tenga alas.
Se encoje de hombros; tiene la boca seca, los ojos llorosos, le duelen los
hombros de las correas de ir amarrado al asiento, tiene la vejiga llena de orina,
nota la cara manchada de grasa, y una vez más le duelen las posaderas como
resultado de la dureza del asiento de mimbre. Con pasos rápidos, se encamina a
la cantina, donde quiere soluciona todos y cada uno de los extremos de los que
es consciente, empezando por evacuar la vejiga y beber una buena cerveza que le
quite de la lengua la sensación que es de papel de lija.
Dada la hora, es muy posible que tengan que volver a salir en cuanto los
mecánicos y los armeros indiquen la posibilidad. Y conoce la destreza de todos
ellos, pues cada tarde, sobre la misma hora, suelen tener el tercero o cuarto vuelo
del día.
Da el parte por teléfono anunciando que lo mandará como es preceptivo,
por escrito, habla con el coronel, pero su conducta es anodina, pues sólo le dice
que ha visto el combate desde lejos y que siente las pérdidas de los pilotos que
han caído, que repondrá de inmediato los pilotos con los correspondiente
aviones.
Cuando media hora después, escucha el ruido de los motores al arrancar,
bebe un buen trago de whisky, coge las manoplas, el casco y las gafas, enciende
un cigarro y se dirige a la llanura, para volver a despegar contra el enemigo.
Puede ver su avión, al que no le han tapado los diversos agujeros con los que lo
han perforado durante la mañana, que tiene el motor en marcha y se mantiene en
un ralentí bajo, sin el menor rateo. Cuando llega a él, observa que si le han
apuntado las dos victorias de los últimos días, y lo acaricia en un agradecimiento
por su conducta y al mismo tiempo lo hace en una plegaria para que mantenga la
misma conducta en adelante.

***

Todos los miembros del nudo de comunicaciones avanzado, que han
estado de permiso por cinco días, son trasladados al lugar en el que fueron
bombardeados, cerca de Hênencourt. Cuando llegan, se sorprenden ante el hecho
que todo esta de nuevo aparentemente arreglado. Wenda, observadora como es,
aprecia que es más alto que lo era, de lo que deduce que ha sido cubierto con una
gran cantidad de sacos terreros para darle una mayor protección y que
posteriormente ha sido enmascarado con tierra y césped, como se hiciera
anteriormente.
Ya en el interior, se notan las cicatrices, rellenas de hormigón aún húmedo,
pero ya casi duro en las más grandes, con refuerzos de grandes troncos de
madera y cuñas en algunos sitios. Las centralitas que quedaron averiadas, han
sido repuestas. Sin embargo, aprecia también que las salidas de cables, lo hacen
por tubos de acero que los protegen.
--Muchachas, comprobar todas las líneas y tomar contacto con los que lo
hacíais. Hay que poner todo en funcionamiento.
Haciendo un aparte, indica:
--Alice, trata de comunicarme con la batería S-230, pero dentro de un rato,
cuando demos el parte de operatividad.
--Sí, y que avisen al teniente Potter. --Indica sonriente y guiñando un ojo.
--Lo recuerdas todo.
--Sé lo que es estar enamorada, querida amiga. Lo que ocurre, es que no
puedo hablar con él. Esta en alta mar. Y sé que al revés tampoco lo olvidarías y
lo harías por mí.
Mientras, Wenda recorre los diversos sitios en los que se está
comprobando que las líneas se han recuperado. En una de las centralitas hay un
mal contacto, pues se producen intermitencias en las comunicaciones. El
sargento técnico, con su comprobador de líneas, localiza la avería, empalma y
suelda y de nuevo la central, como indica Wenda en una llamada al mando, se
encuentra de nuevo operativa.
Alice le hace un gesto y Wenda marcha a su despacho. Un momento
después, unos chasquidos le indican que tiene la comunicación.
--¿Puesto S-230?
--Sí señora teniente. El teniente Potter ha sido avisado y viene en camino.
Aquí llega.
--Gracias.
--Wenda. ¿Llegaste bien?
--Sí. Por aquí todo bien. Como me acuerdo de estos varios días que hemos
podido pasar juntos gracias, de nuevo al Mayor Leiss que, adivinando lo que
querría hacer, me envió para hacer un informe de posibilidades a tu batería.
--Sí, es un gran hombre, aunque ese interés por ti no me hace mucha
gracia.
Las carcajadas de Wenda le llegan por los auriculares, lo que le obliga a
contestar:
--Sí, sí, ríete, pero ponte al revés. Yo rodeado de hombres y tú tiene
muchos más a tu alrededor. Imagínate que el único varón de la batería fuera yo.
¿No estarías celosa?
De nuevo las carcajadas le llegan al oído, hasta que calmada responde.
--Hombres hay en todos sitios, pero no es el hombre el que manda en ese
terreno. La llave de la puerta, en el amor, la tiene el sexo débil, que, como sabes,
no es nada débil. Te quiero, te amo. Y te tengo que dejar. Hasta que pueda.
¡Cuídate!
--Yo también te amo. Gracias por llamar. Ten cuidado, y no me des más
sustos. Te quiero, y también te amo. Adiós.
La conexión se corta y Wenda recorre cada puesto verificando que todos
los puestos de los que es responsable han dado respuesta. Finalmente se sienta a
la máquina de escribir, una Smith-Corona de gran tamaño, para elaborar el
informe, que llevará un enlace con moto que se encuentra esperando, y que ha
traído la documentación y códigos de la ampliación de algunas líneas añadidas
en los postreros días de reconstrucción del nudo de comunicaciones.

***

Wolfgang Hannon, teniente piloto de la Jasta 7 cerca de Mory, reduce
gases de su Albatros a la vista de la pista del aeródromo. Viene retrasado con
respecto a la escuadrilla pues ha tenido que aterrizar en un prado tras las líneas
alemanas por avería tras el combate con los aliados. Ha visto como la presión del
aceite descendía en el manómetro del tablero y, de inmediato, ha adivinado lo
que podía ocurrir, por lo que ha picado y con habilidad ha conseguido posar el
avión. Cerca de donde lo hizo, hay unas baterías de grueso calibre, a las que se
ha dirigido tras comprobar que una bala ha golpeado un tubo de cobre que hace
pasar el aceite del motor por el radiador de refrigeración, creando una grieta por
la que lo pierde a buen ritmo.
Necesita, cuanto menos, que le repongan aceite, del que a su aparato
apenas si le queda un mínimo. Conforme se acercaba al prado verde, ha podido
ver que cerca de la batería se aprecian, casi ocultos, varios vehículos. Cuando
alcanza el lugar, caminando por un buen rato, recibe aceite, un trozo de tubo de
goma y un rollo de alambre con lo que espera reparar el aparato. Uno de los
camiones le acerca, y los soldados que vienen en él, le ayudan. Es una
reparación provisional, con la que espera poder llegar a su base. Cuando hace un
arreglo en el que confía, le ayudan a arrancarlo, y despega. Cuando aterriza, es
recibido con sorpresa, pues todos lo daban por derribado.
--¿Qué ha pasado? --Le pregunta Walther Krugger, el jefe de su
escuadrilla.
--Un disparo me cortó el tubo del aceite. Aterricé y en una batería me han
ayudado a reparar y poder volver.
El jefe de los mecánicos ha visto el arreglo y no puede por menos que
comentar.
--Teniente, ha tendido suerte que no le explotara el motor por el sitio que
ha dado la bala, solo ha cortado el tubo, y ha dado de refilón en el carter. Su
arreglo ha sido muy adecuado. Mañana tendrá el avión operativo. Yo mismo le
pondré un tubo nuevo y cambiaré el aceite, pues el que ha puesto de camión, no
es nada adecuado, pero desde luego mejor que ninguno, sí.
--Vamos a reunirnos y hacer planes. Me acaban de llegar órdenes del
Estado Mayor. Vamos a tener que pelear, y mucho en los próximos días. Mañana
debemos escoltar a los Gotha, que van a bombardear todo lo que tienen previsto
en la retaguardia del enemigo. Las fotos de Lang Brixen, el misterioso alférez
que estuvo aquí hace unos días, han dejado al descubierto varios depósitos de
munición, un nudo de comunicaciones que ya había sido bombardeado y
destruido, y unos extraños y grandes bultos que se supones que son lo que
llaman tanques, pues parecen depósitos de agua o gasolina, que quieren que los
ametrallemos a ver que ocurre. Me han llegado fotos, que deberemos estudiar
para actuar mañana.
Los pilotos escuchan mientras penetran en la sala de vuelo en la que se
van a reunir. Sobre la gran mesa hay fotografías ampliadas en la que aparecen
círculos rojos que marcan determinados sitios.
Se estudian, se discute, se hacen apuestas, y finalmente se acuerda el plan
para el siguiente día.
--Mañana no estaremos solos. Se sabe que será en esta zona en la que se
va a producir la ofensiva. Por ello se han movido varios escuadrones de otras
zonas, más tranquilas, que saldrán con nosotros mañana. Ellos combatirán y nos
protegerán. Para nosotros la labor de hacer vuelo rasante y ametrallar esos
depósitos o lo que sean, tratando de averiguar que son. Llevaréis bombas
pequeñas, balas incendiarias y trazadoras. Ocuparos de eso, y que no haya
combates aéreos salvo que no tengáis más remedio. Os estaré viendo, pues haré
lo mismo que vosotros como siempre. ¿Entendido?
Todos asienten. Tras la cena, el sargento piloto Derek Brunxe, recién
llegado, se sienta al piano y empieza a tocar música ligera de todos los países.
Lo hace con una soltura y maestría que les sorprende a todos.
--¿Eras pianista antes de la guerra? --Pregunta otro de los recién llegados
como refresco, Burke Aaronder.
--Lo era, me quedaba un año para acabar en el conservatorio de Berlín.
--No te conozco de allí. Claro, mi mundo, con los instrumentos de viento
era otro.
--¿Cuál tocas mejor?
--El saxo.
--¿Lo has traído?
--No, no creí que me lo hubieran permitido.
--Tendrás que ir por él. Teniente, cuando pueda no podría escaparse con el
avión, y traerlo.
--No se puede hacer eso con un avión. --Responde de inmediato el teniente
Krugger, que para todo es muy meticuloso y reglamentario
--Pero se le podrá dar un par de días para que vaya y se lo traiga. ¿No
cree?
--Ese es otro terreno en el me muevo con más soltura. Lo pensaré. A mí
también me gusta un buen saxo. Por cierto, ¿qué saxo tocas: bajo o tenor?
--Tengo los dos. A veces, en conciertos que he dado, paso del uno al otro.
Todos se miran con expresión de manifiesto agrado.
--Jefe, --indica haciendo gestos de manifiesta broma insinuante el sargento
piloto Vergonder-- hay que hacer un hueco para que escape y se traiga la
artillería musical. ¿No cree que estaría justificado?
--¿Que tipo de música tocas con el saxo? --Inquiere el teniente Krugger
como si no hubiera escuchado la petición del insinuante sargento.
--De todo. Blues, música de baile americana, másica alemana, inglesa, en
fin de todo.
--¿Podríais tocar los dos juntos?
--Por supuesto --indica el pianista.
--Lo pensaré. A ver si derribas un par de aviones y te ganas el permiso.
--Si hace falta los derribamos los demás por él.
Walther Kruger hace otra vez como que no ha escuchado lo que han dicho,
y añade.
-- Derek, ¿conoces hay un largo camino a Tipperari?
--Está prohibida en Berlín. Pero la cantan en todos los sitios y nadie dice
nada.
--Bueno, pues toca y los demás cantamos. ¡Adelante!
Derek inicia unos arpegios, arranca un momento con la melodía, y vuelve
al principio para que todos los demás canten. Y las notas de la canción inglesa
que hace furor en todo el frente, llena de alegría una sala donde faltan cuatro
aviadores que, con tres más de otra escuadrilla, han caído esa misma mañana y
que, como es norma, nadie los ha nombrado, como si el hecho no hubiera
ocurrido.

“Up to mighty London
Came an Irishman one day.
As the streets are paved with gold
Sure, everyone was gay,
Singing songs of Piccadilly,
Strand and Leicester Square,
Till Paddy got excited,
Then he shouted to them there:

It's a long way to Tipperary,
It's a long way to go.
It's a long way to Tipperary
To the sweetest girl I know!
Goodbye, Piccadilly,
Farewell, Leicester Square!
It's a long, long way to Tipperary,
But my heart's right there.”

Y la canción se repite, en un homenaje silencioso y no hablado, por los
caídos que, como piensan algunos, les estarán escuchando en el cielo azul en el
que han quedado volando por toda la eternidad.

***

Chester Potter, sonriente tras haber hablado con Wenda, retorna al lugar en
el que tiene las piezas de artillería. Ha dejado al alférez Vickquemans realizando
ejercicios de carga y descarga, correcciones de dirección y paso de tiro directo a
tiro por elevación. En los pocos días que llevan juntos, la unidad ha adquirido
una destreza y rapidez de ejecución que incluso le sorprenden.
Como cada día, se aproxima la hora de disparar a la hora y sobre la cota
cuyas órdenes recibe cada mañana a primera hora. Mira el reloj y faltan diez
minutos, para empezar el ejercicio. Se acerca a la dirección de tiro, se sienta en
la silla de tijera, enciende un pitillo e indica;
--Muchachos, descansad. En un momento haremos fuego real.
El grupo se dispersa tras extraer las granadas de entrenamiento. Limpian el
ánima de todos los cañones y echan unas gotas de aceite en los engranajes de las
ruedas de movilidad. Chester no puede por menos que alegrarse ante la conducta
de sus hombres, a los que no hay que decirles nada. Conocen su trabajo y lo
realizan sin que haya que decirles nada. Y comprenden que son listos o entre
ellos hay un cerebro un tanto especial que los dirige. Pero no debe interferir en
ello, pues con su conducta, sin fallos y total interés, tienen el máximo tiempo
libre, pues al no haber fallos les deja que lean, duerman o paseen por los
alrededores, en una libertad casi total que nunca ha fallado.
Puede observar que todos reposan colocados en sitios que les quedan
relativamente cerca del lugar que será su puesto durante el tiro real. Coge el
cronómetro para, una vez más, controlar el tiempo total hasta el primer disparo y
sucesivos.
--A sus puestos. --Indica al tiempo que aprieta el pulsador del cronómetro
y abre el sobre con las coordenadas de tiro.
Como un solo hombre, cada uno corre a su función. Abren el armón y la
primera granada es extraída y pasada al que la entrega al que la introducirá en la
recámara que ya se encuentra abierta.
--Granada.
--Estopín.
--Tiro por elevación.11.9 Deriva 32 20 187.
Va suministrando los datos de elevación y deriva. El apuntador mete los
datos. Las ruedas giran, los cañones de las cinco piezas, como una sola, se
mueven y quedan apuntados.
--¡Fuego!
Los cinco disparos se suceden con un intervalo exacto que hace que las
cinco granadas partan una tras otra en una ráfaga sucesiva, ordenada y exacta.
Los cierres se abren, la vaina es expulsada y una nueva granada penetra
seguida por el estopín, bloqueo con el cierre y nuevo disparo.
La secuencia se repite hasta terminar con lo ordenado.
--Alto. Hemos terminado.
Abren las recámaras, recogen las vainas, y con el zumbido de oídos que
les durará por un largo rato, se alejan a la zona de seguridad por si hubiera tiro
contrabatería, como en ocasiones ha ocurrido.
Pasado un tiempo, los artilleros preparan todo para la limpieza del
ánima. Un día más todo se encuentra dispuesto. Terminado todo el trabajo, los
cañones quedan tapados con redes y el resto del enmascaramiento habitual.

***
Tras una loma, anexa a un sotobosque, dos nuevas baterías alemanas
están terminando los asentamientos, una a no demasiada distancia de la otra. Las
cunas de tablas curvas con forma de media circunferencia, sobre la que apoyarán
las grandes ruedas en el retroceso, y que las retienen al final del recorrido para
volver de nuevo al mismo sitio tras el disparo. El equipo de artilleros, con mucha
experiencia, lo están ajustando y orientando con una febril actividad entre las
dotaciones, moviendo la blanda tierra de arcilla y humus, sobre la que se asienta
toda la parafernalia necesaria para las grandes piezas de grueso calibre.
El oficial de señales, teniente Irc Wetjer y el telefonista Otto Gross, a
cierta distancia y en un alto, están terminando de construir un zaquizamí cubierto
en el que se instalarán por un tiempo para controlar el tiro y protegerse. Tal
como lo han construido, algo lejos, desde el frente enemigo sólo parecerá una
pequeña cresta del terreno. Han ahondado el terreno un tanto, lo han rodeado de
sacos terreros, colocando unas tablas para crear un techo bajo, que cubren con
más sacos, han cubierto todo con tierra y han dispuesto ramas verdes recién
arrancadas, de varios castaños cercanos y matas verdes de los alrededores.
Cuando todo se encuentra terminado, entrando por el lado opuesto al
frente, echan unas tablas y unas mantas sobre el suelo y ambos se disponen a
trabajar. Coloca la plancheta, carpetas con papel, lápices de colores, prismáticos,
una brújula y asomando entre los sacos emergen los dos brazos del potente
anteojo telemétrico. Mientras, Otto, acaba de comprobar las líneas telefónicas
con el centro de tiro de las dos baterías de obuses de calibre 21 cm., y a su vez
con el nudo de comunicaciones al que pertenece Irc, que es además oficial de
información del Estado Mayor.
Otto, en silencio, no entiende lo que hace, le observa cómo toma
distancias, mide sectores del frente, traza ángulos, antes de empezar a dibujar
una panorámica de la zona del enemigo que tiene que controlar, evitando un
paralaje erróneo, aspecto que debe asegurar para evitar errores en el tiro de
artillería. Puede observar, conforme traza el dibujo, posiciones, trincheras,
alambradas y movimientos de tropas y vehículos debido a la cota alta en la que
se encuentra el observatorio. Cada aspecto que observa, o cada posible punto
cubierto en el terreno lejano, van quedando marcados con números sobre la
panorámica. En una libreta aparte escribe los comentarios correspondientes a
cada número señalado. Ha sido el hecho de su capacidad de trabajo, y la rapidez
y exactitud en el dibujo, lo que le ha conseguido el puesto que tiene, más
tranquilo que el de una trinchera, pero no mucho menos peligroso.
Pasan unas horas en las que todo va quedando dispuesto a nivel de las
baterías. Armones con granadas y cargas de pólvora y estopines, van llegando y
quedando ubicados en los sitios que se han preparado.
Cuando suena el teléfono en el disimulado refugio de observación, Otto
pasa de inmediato el teléfono a Irc, que empieza a dar coordenadas de blancos al
centro de tiro. Enfoca la zona que ha indicado, en el que ha observado que los
aliados están acumulando material y ha visto movimientos de tropas y queda
observando pues sabe, que en unos escasos minutos, las granadas empezarán a
explotar en el sector que ha indicado. El sonido cercano de los disparos, a su
derecha e izquierda, le confirma su presunción. Las nubes de las granadas al
explotar, crean en unos instantes una nube de tierra que se eleva muchos metros
sobre el suelo, mezclándose con humos, llamas, creando un infierno de toda una
zona.
--Páseme el teléfono para el Centro de tiro --pide Irc.
Otto manipula el teléfono de campaña y se lo entrega al oficial.
--¿Centro de tiro? Póngame con el oficial de tiro.
--Sí. Adelante. Teniente Oppen a la escucha.
--Tiro ligeramente largo. Reducir unos doscientos metros. Fuego de
tambor sobre la zona, ampliando el margen a derecha e izquierda para barrer una
zona más amplia.
--Recibido. Estaré a la escucha en el momento que empiecen los disparos
con las correcciones.
Son unos instantes antes que las salidas de los proyectiles se escuchen en
el refugio con claridad. Irc controla de nuevo el tiro y puede observar que todas
las furias del averno se desencadenan de nuevo en la zona. Puede ver por el aire
vehículos, árboles, e incluso lo que en ocasiones se le asemejan figuras humanas.
--¿Teniente Oppen?
--Sí. Le escucho.
--Perfecto. Tomen referencias y pasen al segundo grupo de coordenadas
que les he dado.
--De acuerdo. En unos momentos estará todo listo.
--Fuego cuando lo estén. Controlo la zona para informar. Quedo a la
escucha.
Transcurre un tiempo antes de que nuevo el tiro se reanude. A través del
telémetro óptico puede observar de nuevo la magnitud del caos que crea la caída
de las granadas en un fuego de concentración sobre el sector, en el que las diez
piezas lanzan, de forma sucesiva durante quince minutos, todo lo que la gran
rapidez de tiro les permite.
--¿Teniente, me escucha?
--Sí. Estoy pendiente de resultados.
--Perfecto. Aquello es el averno. Corran el tiro hacia el oeste lentamente,
hasta completar un minuto de grado, de modo que apisone la zona.
--Aviso. Vuelvo en un momento.
Coloca los ojos en los oculares, corrige con el tornillo micrométrico hasta
que de nuevo es una sola imagen la que percibe. Y puede ver como las granadas
explotan, como en un fuego de barrera lateral, corre lentamente hacia la derecha
de la imagen que ve.
--¿Qué tal?
--Perfecto. No me gustaría estar allí.
--Pues no le va a gustar aquí. Aunque desplazados hacia atrás, han iniciado
fuego contrabatería, pero de momento no nos tienen bien localizados.
Irc escucha el gorgoteo del paso de proyectiles de alto calibre. Pero las
explosiones que escucha le suenan extrañas, y cuando le llega el olor del
fosgeno, comprende la maniobra de los aliados. El aire sopla en dirección al sur,
y es por ello que el tiro ha quedado largo, pues es el viento el que les trae el
mortífero gas, cuyos primeros efluvios empieza a percibir.
La llegada de un enlace, con la mascara puesta y dos estuche para ellos, le
alivia.
--Gracias. Sin esta ayuda, en un momento estaríamos muertos.
De inmediato se las ponen, y durante un momento, mientras se adapta a
una máscara que endentece el paso del aire por los filtros, su mente se dispara en
una serie de pensamientos, como es su costumbre cuando ventea el peligro. Y
esta vez ha visto la muerte, una muerte horrorosa por el gas, muy cerca. Y
comprende el grave error de no haberlas traído. Pero también piensa en el alivio
que supone que en el puesto de tiro se hayan acordado de ellos y enviado, lo que
les va a permitir seguir viviendo a los dos.
Aunque, piensa por un momento, al estar altos es posible que no les
llegara la nube de gas amarillento que, supone, estará avanzando pegado al
suelo. Pero, si ha percibido el olor, es que les puede llegar. Pero había notado la
mano de la Muerte que, en esta ocasión le había apretado con fuerza por la
garganta para que no pudiera escapar. Escuchaba a su espalda el
“bumbumbar”[30] de la artillería que había cambiado de sonido, y lo que
estaban llegando desde hacía un momento, eran granadas rompedoras, que
creaban un ruido de tambor, tan continuo, que no permitía separar una explosión
de otra.
Y se pegó al suelo, tratando de mezclarse con él, cuando escuchó el ruido
desgarrador de la metralla golpear contra los sacos terreros de los que estaba
rodeado. Podía escuchar como los trozos de metal ardiendo, golpeaban y se
hundían en ellos con profunda rabia, tanta que parecían querer atravesar la tierra
que los llenaban para penetrar y llegar hasta él.
Y aceptó, ya lo había pensado otras muchas veces, que en aquel momento
se encontraba en una pista de baile en la que danzaba la Muerte, y que ésta
trataba de sacarlo a bailar con ella. Una muerte de la que había conseguido
escapar en numerosas ocasiones, pero que cada día sentía más cerca, más rabiosa
por haberla engañado hasta entonces y celosa de sus escapadas y desdenes. Pero,
se dijo, en medio del delirio de terror que le sobrecogía, que no era precisamente
la fémina de sus sueños, y no estaba dispuesto a tener la menor relación con ella.
Consiguió distraerse, mientras sobre el pasaba una lluvia de proyectiles que
estallaban a su espalda y que, por el sonido desgarrador de cada explosión, le
parecía que en cada ocasión lo hacían más y más cerca de él. Y lo consiguió
creando un ensueño, una imagen en la que se acordaba de niño, en su primera
escapada con una amiga a bañarse al río, entre tilos, sauces y cañas. Y se vio y
hasta pudo experimentar el sabor de su primer beso, de sus primeras caricias, de
verse en el fondo de los ojos de ella. Y se aisló del ruido, del humo que
penetraba en el refugio que les estaba protegiendo a los dos de forma clara,
alegrándose del esfuerzo que realizaron para construirlo, a pesar que, en algunos
momentos, ambos convinieron, que lo estaban haciendo demasiado sólido. Pero
él insistió, pues un oficial que no recordaba, había vivido una situación similar, y
le dio un consejo que, en esta ocasión de momento le estaba salvando la vida.
Veía su cara, pero no recordaba su nombre, y pudo escuchar sus palabras con
claridad meridiana, y aceptó cuánta razón tuvo en ello:
--Lo que hagas para protegerte, hazlo bien, que sea sólido: tu vida puede
depender de ello.
Cuando al fin cesó el cañoneo, se preguntó cómo estarían todos los que
manejaban la batería, expuestos y sin refugios importantes en los que
desaparecer.
Salió al exterior, a la par que el telefonista, corriendo en dirección al
confuso lugar que tenían a su izquierda de cara a ellos, en los que el intenso
humo, la nube de polvo y los restos del fosgeno pegado al suelo, creaban una
confusión de imágenes nada clarificadoras, sobre todo por la poca visibilidad
que le concedían los cristales de la máscara.
Al llegar casi al punto en el que se formaba la intensa la muralla de humo
y polvo que no dejaba ver más allá, surgió de entre las frondas de la humareda,
una máscara antigás, seguida de una figura tambaleante, que se apretaba el
vientre con las manos sobre el impacto de metralla que dejaba asomar las tripas
apuntando hacia el suelo, y con ambas, con los dedos extendidos, trataba de
retener el resto de vida que le quedaba.
Irc hizo como que no le veía, pues sabía que no era útil su ayuda en esas
circunstancias, aunque tuvo que reconocerse que eso no era cierto, y que la
realidad era muy distinta. Siempre se alejaba de esas situaciones, pues su temor a
la muerte, propia o ajena, le obligaba a apartarse de los que lo estaban haciendo.
Era un temor supersticioso, irracional aceptaba, que le llevaba a estar lo más
lejos de los que se veía que iban a morir. Y recordó la primera vez que fue
consciente de ello. Era apenas un niño y tuvo que ver a un tío materno, muerto
por algo que nunca comprendió. Metido en el ataúd, vestido como de fiesta,
tenía en la cara una extraña expresión, que no era la que el conocía, cuando lo
besaba pues siempre le traía regalos de sus largos viajes. Tal como lo veía, le era
un extraño, con aquel color cerúleo, la boca cerrada con un pañuelo que se
apretaba sobre la papada, que se veía claramente a pesar del encasquetado
sombrero con el que trataban de disimularlo. Desde entonces, la muerte y los
difuntos le producían un rechazo claro, que le llevaban a alejarse, a no querer ver
ni saber de ello. Escuchó pasos acelerados, y pudo ver que miembros de la otra
batería acudían, igual que él, a ayudar a los afectados.
Y se introdujo en el caos por si pudiera ser de ayuda en algo. Tropezó, casi
de inmediato, con el teniente Oppen, con el que hablara por teléfono poco antes.
Lleno de tierra, y señales de quemaduras en el uniforme.
--¿Qué ha pasado?
--Una granada rompedora ha quedado corta, y ha caído más cerca que las
demás.
--Mala suerte. ¿Hay muchas bajas?
--No lo sé. No se ve casi nada. Habrá que esperar por un rato a que se
disipe el humo, el polvo y el fosgeno.
Y ambos esperaron antes de poder ver la hecatombe que una sola granada
había causado. Sólo a los que la suerte había protegido, estaban en pie, aunque
aturdidos y sordos y se disponían a tratar de ayudar a los que heridos, aún
necesitaban unas manos que les ayudaran a sobrevivir. Sin embargo, mientras
ayudaba a los que heridos, inconscientes o muertos iba encontrando, la mente de
Irc, le repetía como en un Mantra: “Hay un tiempo para vivir y un lugar para
morir y ello es todo lo que en realidad posee el hombre”. Pero a pesar de ello,
sobreponiéndose, incorporaba, vendaba y ponía torniquetes al grupo de hombres
que, cerca de los cañones volcados y cambiados de sitio, gruñían, gritaban o no
daban señales de vida.
Cuando una nueva lluvia de proyectiles les sorprendió sin previo aviso, en
terreno abierto y sin medidas protectoras, todos ellos encontraron, en unos
instantes, su lugar en la historia. Y aunque se diría que nunca serían olvidados,
realmente lo fueron en escaso tiempo. Y las medallas y honores a sus familias
fueron tan efímeros, como lo fue el último instante de sus vidas: un “ya sí, ya
no”.




33.-


“El estruendo de la batalla se había vuelto
tan terrible, que nadie estaba ya en su sano juicio.
Cuando matas, el Estado, que nos exime de la
responsabilidad, no puede librarnos de la aflicción;
este es un asunto que hemos de dirimir nosotros
mismos. La aflicción penetra hasta la profundidad de
nuestros sueños”.

Ernst Jünger: “Tempestades de
acero”.

La víspera había sido un día apacible. Cañoneos sueltos, combates
aéreos que los soldados, en las trincheras observaban con curiosidad y
apasionamiento, como si en un campo de deportes estuvieran. Las apuestas se
ganaban y se perdían en los dos lados de la tierra de nadie. Con la oscuridad
llegó el momento apacible del día para la mayoría que no estaba de servicio. Una
breves patrullas, unos arreglos de alambradas, bengalas para comprobar que, tal
como escuchaban, en la otra zona, a cuatrocientos metros, el enemigo hacia lo
mismo. Algunos disparos de los siempre insaciables tiradores, y la noche, con su
oscuro velo crepuscular, sumergió a todos en la posibilidad de dormir por unas
horas.
Pero sólo estaban tranquilos y relajados los soldados que, ajenos a las
noticias y sin interés por saber lo que se decía, habían decidido hace tiempo que
el hecho de saber era más incómodo que el de no saber, pues el resultado final
siempre era el mismo: luchar y si así estaba el destino, morir o no.
A ambos lados de la ensangrentada tierra de nadie, los oficiales en sus
refugios se encuentran tensos, pues unos sabían y otros intuían, que la fecha del
gran choque había agotado su tiempo y que la Muerte afilaba su gran guadaña,
marcando el tono con la que debía sonar su siniestra encuesta. Eran las zagueras
horas de miles de hombres que, ajenos, soñaban despiertos o dormidos, con un
futuro que deseaban para cuando todo aquel gigantesco y absurdo embrollo
sinsentido acabara.
Cuando antes de amanecer, a las 05,00 a. m., el cielo de la zona sur, en una
extensa zona, se enciende como si fuera de día, los centinelas de las trincheras
alemanas de cientos de kilómetros, abren los ojos horrorizados pues saben el
significado de la ligeramente intermitente luminosidad. Y saben, además que
deben refugiarse con la misma velocidad que es capaz de hacerlo el
pensamiento. Aún no lo han completado de pensar, cuando ya las granadas de
todos los calibres explotan a lo largo de todo el frente, en un fuego de tambor
indescriptible, como nunca lo han oído. Y, de inmediato, el “aire denso”, la onda
expansiva se hace presente, dificultando la respiración, como si dos manos
gigantescas comprimieran el pecho. Gigantescas montañas de tierra se alzan por
doquier, elevando los picos de las mismas a docenas de metros, punto en el que
parecen quedar suspendidas, como si de gigantescos árboles se tratara; pero
antes que la vista pueda verlos al completo, la montaña se desmorona pues el
árbol que inicia la elevación al lado, es como si precisara parte de la tierra que
aún desciende y a la que no parece dársele tiempo para regresar a su origen.
Y se unen los rugidos de los lejanos disparos, de tono más bajo con la
llegada de los proyectiles que explotan en un zafarrancho de rugidos estridentes,
un chasquido que desafía y vence el paso del tiempo.
En su refugio, en lo más hondo de la galería de hormigón, el comandante
Diether Zimmerman sabe que la gran ofensiva aliada ha dado inicio y que serán
muchas las horas en las que el ruido que llega hasta él, como si no estuvieran
muchos metros bajo la superficie, se hace estridente y ominoso en una siniestra
continuidad de enorme intensidad. Por un momento las gotas de sudor perlan su
frente hasta que, curtido, logra dominarse. Hay sonido pero, de momento, el
agitar estertoroso del suelo se percibe como lejano y acepta que en sus
alrededores todavía no caen granadas. Alzándose, sube las irregulares escaleras
que le conducen a las trincheras. Cuando las alcanza, aún puede ver soldados
que, paralizados por la situación parecen congelados por el estupor. Y empieza a
gritar dando órdenes de refugiarse, moverse por ella, haciendo entrar en razón a
los que, paralizados por la insensibilidad y el aturdimiento permanecen fijos y
expuestos a la metralla. Otros oficiales y suboficiales hacen lo mismo.
Uno a uno, los que en una reacción de conversión por el terror han
quedado paralizados, son introducidos a empellones en los refugios, en las
galerías, que quedan cuajadas de horrorizados soldados. Cuando todas las
trincheras quedan desiertas, Diether vuelve a su sitio. Ya en ella lleva a su rincón
el viejo gramófono de cilindros que ha encontrado en una destruida aldea en la
que han reposado unos pocos días antes, le da cuerda con la manivela, y se
arrima para poder escuchar los quejosos sones de la canción francesa que emite,
apenas perceptible en medio del fragor en el que se encuentra inmerso. Conoce
el dicho que la música amansa a las fieras, y él, se lo reconoce, quiere relajarse
en lo posible antes de transformarse en una de ellas. Sabe, lo tiene aceptado, que
ser una fiera será el futuro en el que tendrá que transformarse en unas horas; es
la única duda que tiene, la cuantía de ese tiempo de espera. Sospecha que el
ataque será, por lógica cartesiana, en la mañana del día siguiente, a la hora o
poco después, de la que se ha iniciado la preparación artillera.
Enciende la pipa, se sirve un largo trago de ron y llama al sargento Adler
que le observa, con los ojos dilatados por el temor.
--Sargento, que se sirva ron a todos los soldados, una medida cada dos
horas, o el tiempo que calcule que se puede dar sin que se nos termine.
--Señor, no creo que tengamos tanto. Pero hay vino, Snap e incluso
Whisky que cogimos en las trincheras de los ingleses.
--Reparta de lo que quiera cada soldado. Es preferible que se lo beban, que
una granada nos deje sin él sin haberlo probado. Deje un poco para mañana
cuando llegue la hora de parar a los que, como una marabunta de grandes
hormigas, avanzarán sobre nosotros.
--Sí señor. Así lo haré ahora mismo.
Y el sargento se lleva con él, hacia la despensa, al grupo de los soldados
que le rodean. Todos podrán avanzar por las galerías de comunicación interior,
pero en algunos puntos tendrán que salir a las trincheras.
La llegada del capitán Eickers, en compañía del alférez Müller, le alivia en
la soledad del mando.
--Da su permiso, comandante.
--No es el momento de permisos. Sed bienvenidos. La compañía en estos
momentos se encuentra por encima de estrellas, uniformes. Es malo estar sólo,
morir solo, es preferible tener cerca a quien decirle: ¡Hasta la vista! Nos veremos
en el más allá. ¿No creéis?
--Sí Señor. Todo tranquilo, los soldados, aunque asustados, se encuentran a
cubierto y salvo que alguno se vuelva loco, lo he visto en algunas ocasiones,
aguantarán hasta que tengan que subir a los parapetos. --responde el capitán al
tiempo que saca de la mochila una botella de Whisky, una gran fracción de un
queso curado, una baraja de cartas y su bolsa de tabaco con la que empieza a
atascar la gran pipa de porcelana que recuerda un saxofón.-- Si le parece, como
pasarán horas, muchas antes de tener que hacer algo que no sea esperar…
--Le entiendo, no diga más. Bebamos, fumemos y juguemos a las cartas.
--Es cierto, ¿Qué sería del soldado en la guerra sin tabaco? --Indica el
alférez que no fuma.
--Y sin alcohol --añade el comandante.
--Sí, sin alcohol sería peor. --Añade el alférez al tiempo que saca de su
mochila una gran botella de vino de Mosela.
--¿De dónde es usted? --Inquiere el comandante.
--De Bremm, es por ello que este vino es un Bremmer Calmot. De los
mejores que hay. Lo reservaba para una situación especial.
--Ya. Y ha decidido: ¿qué puede haber más especial que este momento?
--Exacto, Señor.
--Pues bebamos. Nos traerán ron, snap y vino caliente dentro de un rato.
Pero tengo Whisky, ron y vino. Espero que no nos falte alegría en las próximas
horas.
Despreocupados, han vivido situaciones similares con anterioridad, se
acomodan, brindan con el vino de Mosela, encienden pipas y el comandante
Eickers, indica:
--¿Quién baraja? El alférez, que son las manos más inocentes, o al menos
se supone que deben serlo, aunque no deja de tener pinta de tahúr.
Y los tres se ríen pues ya han jugado anteriormente y saben que el alférez
maneja las cartas como lo haría un fullero, un índice claro que indica que ha
conocido un mundo muy especial para poder adquirir esa soltura. El creciente
temblor del suelo les deja claro que la apisonadora del terreno, se les acerca
lentamente, y pronto la tendrán encima y, para entonces prefieren tener las
lenguas calientes y encontrarse relajados con el alcohol que hay sobre la mesa.

*****
En el lado aliado la actividad es frenética. La artillería desarrolla un
dinamismo inusual. El ruido de estampidos no cesa. Desde todos los puntos
imaginables, semiocultos, al descubierto tras montañas, al borde de bosques, los
soldados corren portando granadas y saquetes de pólvora, los camiones no cesan
de moverse, reponiendo una munición que desaparece por momentos.
En sotos y bosquecillos, donde han estado escondidos, docenas de tanques
MK son descubiertos de lonas y ramajes, engrasados y cargados de aceite
pesado, gas-oil y municionados, preparándolos para iniciar el avance nocturno
que les llevará a las primeras líneas.
En el cielo, centenares de aviones, franceses y británicos, han abandonado
sus colmenas y zumban como avispas rabiosas a gran altura. Hay acusados
enfrentamientos con los alemanes que intentan penetrar en la zona aliada. Tienen
que localizar los asentamientos de las tropas y de la artillería, para mantener
informado al Alto Mando alemán. Para cuando los aviones, de ambos bandos
agotan su tiempo de vuelo, ya han llegado nuevas escuadrillas que ocupan los
lugares de las que se retiran. En el cielo hay una heterogénea mezcla de aviones,
entre los que destacan los nuevos modelos que empiezan a verse de forma
creciente, como los Focker Dr.1 triplanos por parte alemana y los Sopwhit
Camel británicos de última generación, en paralelo con los Nieuport y los Spad
S. XIII franceses.
Gruesas y largas columnas de soldados, avanzan en camiones, en
ferrocarril, o a pie algunos tramos. Hay una mezcla de uniformes que definen los
sectores en los que van a intervenir, como los caquis de los británicos, los azules
franceses y los oscuros de los ANZAC, mezclados a veces con los coloreados de
los zuavos, los tonos indecisos que se definen por los turbantes de los Sihks y
Rajputs de la Indian Corps, o las tropas canadienses. Todos ellos avanzan por
caminos paralelos que acaban confluyendo en el norte. Y todos dispuestos para
entrar en liza cuando se les dé la orden. Son las reservas que continuarán
empujando para llenar los huecos previstos ante la aceptada resistencia alemana.

*****

Altos en el cielo, los miembros de la Jasta 7 han despegado en su
tercera salida del día para tratar de localizar los asentamientos de las baterías que
no cesan de bombardear las líneas alemanas. Han perdido más de una docena de
aparatos en lo que va de día. Whalter Kruger, a la cabeza, inclinando el avión, se
asombra ante la extensión de frente que parece arder ante el cañoneo, sin
descanso, de los aliados. Ha podido observar el incremento de aviones con los
que cada día se tienen que enfrentar, aunque una mayoría de los pilotos son
bisoños y ofrecen poca resistencia. Pero a él, ascendido hace unos pocos días a
capitán, le sucede lo mismo; sus mejores y más experimentados pilotos, en un
goteo trágico, van cayendo y siendo sustituidos por jóvenes, casi niños, que
apenas han volado un escaso tiempo, y que desaparecen en las primeras
escaramuzas. Empieza a ser consciente que algo marcha mal para Alemania.
Tiene dificultades para obtener aviones y repuestos, los pilotos cada día vuelan
con menos experiencia, y observa que los aliados tienen una inagotable reserva
de todo, como puede observar por la cantidad de proyectiles que, sin descanso,
están lanzando, a lo largo de muchos kilómetros de frente que impiden que se
reconozcan las líneas que se muestran sumergidas en una cada vez más densa
vorágine de humo y polvo.
No muy lejos, casi convertidos en unas manchas, los aviones de la Jasta 1,
con sus estrambóticos colores que hacen juego con su divisa, “De hierro, pero
alocados”, con Von Richthofen en su triplano rojo a la cabeza, vuelan paralelos
con idéntica intención: penetrar a cualquier precio en zona aliada, intentonas,
poco logradas, como lo hacen otras tantas unidades que han salido de otros
aeródromos alemanes.
Mucho más alto que ellos, casi a siete mil metros, el avión de
reconocimiento del alférez Lang Brixen se dispone, de nuevo, a sacar fotografías
para compararlas con las obtenidas hace unos días. La rígida máscara de cuero le
suministra la mezcla de aire y oxígeno que le proporciona la botella que lleva a
un lado. Lejos, pero a alturas similares, otros aviones de reconocimiento juegan
el mismo papel de fotografiar el terreno y obtener información real de los
movimientos.
Lang, desde su altura, vuela tranquilo observando detenidamente el
terreno que discurre bajo él. Y empieza, conforme penetra por detrás de la zona
de combate, a notar cambios sustanciales que le ofrece su magnífica memoria
fotográfica. Varias rosas negras de artillería antiaérea se abren a su alrededor
aunque bajas y es consciente que ha sido localizado pero que la altura, en gran
parte le protege. Empieza a prepararse para hacer fotografías, montando el
primer chasis. Mientras lo hace se da cuenta que está cansado, pues nota que
comete errores de pequeña cuantía, pero que le indican que no está, como es
habitual en él, suficientemente concentrado. Y se reconoce que la actividad es
continua desde hace días y que no duerme lo suficiente en el eterno ir y venir
entre el frente y Berlín. Hablando en voz alta, le lanza al viento frío que sopla a
su alrededor:
--Cuando me den un permiso, que bien ganado lo tengo, voy a dormir siete
días seguidos.
Nivela el avión y hace la primera exposición de un amplio terreno que
comprende una gran extensión de terreno. Ha podido ver las grandes columnas
de vehículos y tropas que marchan en dirección a primera línea. De inmediato
recuerda los bultos, como grandes camiones, que le llamaron la atención en su
reciente sesión fotográfica. Y cambia de dirección, inclinando un ala para
orientarse hacia la zona. Y los puede ver, pero ya no son unos bultos sin una
personalidad clara, sino manifiestamente lo que su mente ha definido como
“rinocerontes de acero”, que casi coincide con lo que dice otro de los pilotos de
su grupo de fotógrafos, que los definió en el informe: son como enormes
elefantes metálicos de Aníbal”. Y dispara de nuevo la cámara. Sujeta la palanca
de dirección entre las rodillas, guarda el chasis, colocando otro nuevo. Puede ver,
poco mayores que hormigas, al personal que trabaja alrededor de los monstruos.
No le cabe duda que son vehículos de combate, tal como conoce por los
informes que enviara el desaparecido espía Lewis Andersen, del que no se ha
vuelto a saber nada. Por un momento, lo conoció personalmente en un curso de
criptografía, piensa que ha sido detenido y fusilado, lo que le oprime un poco el
estomago en una sensación de pena que, se reconoce, ya no sirve para nada, pues
tiene claro que los cadáveres carecen de futuro, y que ni siquiera les alcanza la
pena. Y de nuevo se concentra en su trabajo, intentando contar el número de
engendros de acero que hay en un sector. Adivina que en varios bosques que
salpican la zona debe haber más, aunque no son visibles desde tanta altura. Pero,
los que puede ver, más de una docena en un pequeño sector, son suficientes para
hacerle pensar que serán un gran problema cuando se desencadene el avance, y
la infantería se cubra con ellos al asaltar las posiciones alemanas. De nuevo,
inclina el ala y se dirige al siguiente sector próximo a las primeras líneas,
buscando nuevos elefantes mecánicos, acordándose de los grandes ayudantes de
Aníbal, que le hicieron vencer a los romanos en toda una serie de batallas y
cruzar con ellos los Alpes y le llevaron las puertas de Roma. Y los puede ver,
repartidos en una línea que discurre paralela al frente. Es una noticia que debe
comunicar de inmediato a Berlín para que se tomen las medidas oportunas. Si el
grueso del acero que supone a priori que tienen, serán necesario cañones de
pequeño calibre, en tiro directo, para poder detenerlos. Y sabe que ese aspecto no
está previsto entre las defensas. Y en tiro por referencia, hará difícil el acertar,
pues no son piezas estáticas, sino dotadas de una mayor o menor movilidad.
Mientras vuela, seguido en ocasiones por disparos de la flak que le rondan y de
los que escapa por sus continuos cambios de dirección, elucubra ideas, hace
fotos y le da vueltas a correr el riesgo de picar para hacer fotografías cercanas de
lo que le preocupa, los tanques. Si lo hiciera, lo tiene prohibido y apenas hace
unos días, cuando llevó las fotos anteriores, fue seriamente amonestado por su
conducta, aunque por otro lado se le felicitó por el material que aportaba.
Recuerda, mientras sigue haciendo fotos, que en un sector de tanques, el
segundo que ha visitado, la artillería antiaérea ha estado silenciosa, sin un solo
disparo, lo que le da la idea que posiblemente no existan emplazamientos en la
zona, mientras que en las demás, ha soportado a su alrededor la continua
presencia de las nubes negras de la flak. Tiene ya pocos chasis, por lo que de
nuevo cambia de dirección y se dirige al sector que cree que puede ser
explotado.
--Si no me disparan al entrar en él, me arriesgaré --se dice en voz alta
intentando convencerse a sí mismo.
Y penetra en la zona, reduciendo la velocidad en una clara provocación
que les invite a dispararle, pero hay silencio. Localiza el “rinoceronte” del que
puede obtener la máxima información, prepara la cámara y, sin meter gases, pica
en su dirección. Conforme desciende el avión se acelera y al llegar a los tres
kilómetros de altura, tira de la palanca, nivela, hace dos fotos, y metiendo gases
a fondo, inicia la elevación que le ponga a resguardo de aviones y flak. Pero ni
unos ni otra actúan, lo que le deja aliviado mientras asciende ya en dirección al
campo de Mory, donde repondrá carburante, llamará por teléfono y saldrá para
Berlín de inmediato, dispuesto a recabar un permiso de descanso que, no sólo
precisa, sino que se le hace necesario.

*****

Aunque se sabía que se iba a producir una ofensiva y habían tomado
medidas para neutralizarla, el Alto Mando alemán se encuentra superado por la
magnitud del ataque aliado, no sólo por la extensión e intensidad del mismo,
sino además por el amplio frente al que afecta, que le ha obligado a detraer
fuerzas y material de otras zonas, y adelantar las reservas de tropas a puntos
mucho más cercanos a las primeras líneas. Habían pensado que una preparación
artillera de la intensidad que están sufriendo, sólo duraría unas horas, pero el
tiempo pasa y el cañoneo no disminuye, sino que en ocasiones se acrecienta en
algunos puntos, afectando a las tres o cuatro formaciones de trincheras que
cubren algunos sectores en los que sería más fácil la penetración del enemigo.
Una sospecha enviada por altos oficiales próximos al frente, y que habían
valorado escasamente y casi desechado, se está mostrando que es real. El
enemigo posee una cantidad de baterías y munición insospechada, como está
demostrando.
Cuando una llamada telefónica desde el aeródromo de Mory obliga al jefe
del Estado Mayor a acudir al teléfono, ante algo desusado por parte de un
miembro del servicio de reconocimiento, siente un frío interior que le eriza el
vello de los brazos.
--Señoría. Soy el alférez Brixen. ¿Me recuerda, Señoría?
--Sí, alférez. Trajo usted la información de esos bultos de los que
adivinamos, pero no sabemos qué son. ¿Lo sabe ya?
--Si, Señoría. Son vehículos blindados y armados, como los que tenemos
en primera fase de fabricación, que van a ir delante de la infantería, yo los usaría
así, abriéndoles paso en las alambradas y destrozando los caballos de Frisia.
--¿Tienen muchos?
--Centenares supongo, he visto decenas sólo en dos sectores. Perdone que
opine, pero creo que hará falta tiro directo para detenerlos. Las huellas que hay
en el suelo, visibles desde mucha altura, me indican que tienen un gran peso,
pues las huellas de las cadenas se marcan con gran claridad.
--Tomo nota de todo. ¿Qué más?
--Señoría, el movimiento de tropas es impresionante. Camiones, trenes, y
columnas de soldados, con uniformes de varios países, avanzan hacia nosotros, y
lo están haciendo con un número varias veces lo que pude ver hace unos días.
Salgo para Berlín en cuanto revisen el avión.
--¿Ha hecho muchas fotos?
--Sí, señoría, he consumido todos los chasis.
--Regrese cuando pueda, no descanse. Entregue el material y vaya a
descansar por unos días.
--Gracias Señoría, lo necesito, pero siempre a sus órdenes.
--Suerte y buen vuelo.
El general regresa a la sala en la que hay expectación por lo que pueda
comunicar. No es habitual que él, en persona, acuda al teléfono. Pero al decirle
su ayudante el nombre del que llamaba, ha salido directamente, lo que ha
sorprendido a todos.
--Malas noticias, señores. La ofensiva va a ser más seria de lo que
pensábamos. Además, la infantería, que la tienen en ingentes cantidades, va a
avanzar protegidos y ayudados por centenares de tanques. Aunque es una
apreciación personal del Alférez, piensa que son máquinas muy pesadas,
difíciles de destruir salvo con impactos directos de cañón. ¿Opiniones?
--En unos días empiezan a llegar tropas del frente ruso tras el armisticio
con ellos. Debemos concentrarlos como reserva. Y lo mismo con la aviación y la
artillería que vuelve de allá. Por tanto, podemos avanzar las reservas actuales a
primera línea y que los que llegan queden en reserva y descansen por un tiempo,
hasta que se les necesite.
--Que se adopten esas medidas. Aviones y artillería a primera línea…
Y con los nuevos conocimientos, en la sala de mapas, los generales hacen
cábalas, trazan flechas, discuten, mueven figuras de madera que representan a
miles de hombres que no conocen ni conocerán, pero a los que les están
determinado un destino que cambiará la mayoría de sus vidas. Ellos están
dirigiendo su “guerra de papel” que nada tiene que ver con la realidad que viven
millones de personas, situadas lo suficientemente lejos como para que no les
llegue el eco de las explosiones, ni los gritos de los heridos.

*****

En la base aérea de Gand, en la costa belga, la actividad es intensa. Una
gran cantidad de los gigantescos aviones Gotha están siendo preparados,
abastecidos y cargados con bombas. En las oficinas coordinan su vuelo con las
Jastas que les van a servir de protección a lo largo del recorrido por el Frente
Occidental hasta el lugar en el que se ha iniciado la ofensiva.
La salida está prevista para el día venidero, con despegue antes del
amanecer, para alterar el inicio de la invasión que se prevé se realice con las
primeras luces del día. Se están haciendo copias de las fotografías que se han
obtenido en las recientes incursiones, y en las que se aprecian las ubicaciones de
las baterías que baten de forma incesante las posiciones alemanas, así como los
lugares en las que se encuentran las ingentes reservas de hombres dispuestos a
avanzar cuando llegue el momento de hacerlo.
A Ernst Brundemburg, Hauptman del Kaghol-3 no se le ha vuelvo a ver
por Gand. A su vuelta del bombardeo de Berlín, llamado por el Cuartel General,
le ha sido impuesta por el Káiser la mayor condecoración alemana: la medalla
azul “Pour le Mérite”. Al regreso, pilotando Trotha, que es el piloto oficial del
alto jefe, un fallo del motor del Albatros al despegar les ha hecho estrellarse,
muriendo el piloto y teniendo que amputársele una pierna al Hauptman,
quedando muy grave por otras lesiones, lo que le impedirá intervenir en nuevas
operaciones.
Lothar Deterlin, es ascendido a capitán, y toma el mando dada la urgencia
de la operación mientras se toman otras determinaciones.
La llegada de un coche del que baja un teniente, distrae por un momento al
capitán que está dando órdenes a los suboficiales que controlan toda la
preparación.
--Ya era hora que llegara el teniente --Indica a los sargentos-- Luego nos
reunimos, vayan ustedes haciendo todo lo que les he indicado.
Saludan y se marchan mientras el recién llegado llega hasta él.
--Enhorabuena capitán. -- Saluda el teniente Dagmar Erlemann que acaba
de conocer la noticia al regreso de los interrumpidos días de permiso que se les
ha concedido a las tripulaciones como premio por la incursión y que van
regresando conforme se les localiza.-- ¿Qué ocurre que me han hecho volver de
urgencia? ¿Qué se sabe del jefe?
--Le han cortado una pierna y está muy grave. Y tenemos incursión para
mañana en la zona en la que ha empezado una seria ofensiva.
--Lo de la ofensiva lo he leído. ¿Tan grave es?
--Parece ser que sí. Hay miles y miles de hombres dispuestos a avanzar;
centenares de aviones defendiendo todo; van a avanzar con tanques, también es
posible que centenares. La artillería lleva machacando nuestras posiciones hace
más de siete horas, sin parar. Y llevan derribados docenas y docenas de nuestros
aviones. En fin, todo muy feo.
--¿Y que quieren que hagamos?
--Han ordenado que bombardeemos, con todos los aviones de los Kaghol,
esa zona del frente.
--Así, ¿sin más? Eso es un suicidio. Los Gothas son grandes, lentos y con
pocas defensas.
--Iremos protegidos por todos los cazas que tenemos. Actuaremos desde
gran altura, y los cazas trazarán un techo por debajo de nosotros, que impedirá
que suban los cazas.
--Ya. ¿Y los antiaéreos?
--Eso como siempre. ¿Tienes miedo?
--El de siempre. Ni más ni menos. Ya sabes, cada vez que regresamos, es
un día que nos regalan.
--Al menos siempre has sido claro. Reconoces que tienes miedo, pero lo
superas en cuando estás en el aire.
--Por lo que sé, es lo que nos ocurre a todos desde el momento que nos
subimos a los Gotha.
Lothar no contesta a algo que es sabido. Durante un momento queda en
silencio, pensativo. Al fin inquiere.
--¿Quieres dirigir el segundo grupo? He pensado en ti pues siempre has
sido de mi más absoluta confianza.
--Por supuesto, lo haré si así me lo indicas.
--Te lo indico. Ponte al tanto de todo, apenas tenemos unas pocas horas.
Despegamos a las cuatro y media. Hay tres grupos, cada uno va a una zona,
bombardea y regresa.
Dagmar eleva las cejas en un gesto característico en él cuando la sorpresa
le sobrepasa.
--Enhorabuena. Voy a ver y controlar lo que me toca, los hombres que
llevo, estudiar la ruta de vuelo, lo de siempre… ¿Salimos todos juntos, o cada
grupo va a hacerlo de forma independiente?
--Vamos saliendo sin esperarnos un grupo a otro. Y cada grupo se dirige a
su zona. Si nos esperamos, no llegaremos nunca.
--¡Lógico! Hasta luego, Capitán. --Y saluda con un fuerte taconazo antes
de alejarse.
La llegada, en un chorreo continuo de los que se han ido de permiso, va
llenando los cuadros de pilotos y las tripulaciones de cada uno de los aparatos
que se siguen preparando.
Al final de la tarde, cuando la luz desaparece con premura, aún quedan
aspectos que resolver. Las noticias que llegan, son demoledoras. Continúa el
bombardeo ininterrumpido, ya de más de doce horas, y los combates en el aire
han causado ya un número de bajas difícilmente absorbibles en algunas Jastas y
también entre franceses y británicos.

*****

Al mando de su batería, Chester Potter no cesa de disparar hacia las
coordenadas que le indican. Lo hace con una secuencia que evita que se
calienten los cañones de las piezas. Ha hecho en varias ocasiones una somera
limpieza de las ánimas, para sacar los restos de pólvora que se incrustan en el
fondo del estriado y dejar que se refresquen un poco más, dejando para ello los
cierres abiertos por un rato mientras de nuevo se organiza la munición y se
retiran las vainas disparadas que se acumulan en los laterales izquierdos de cada
cañón.
En cada cambio de coordenadas, los datos los recibe de Wenda, lo que les
permite hablar por unos momentos. Chester está preocupado. El nudo de
comunicaciones ha sufrido ya, por parte alemana, dos ataques de artillería que
han tratado de volver a enmudecerlo, pero mejor protegidos y deficiencias de
tiro por parte alemana, que han colocado las granadas un poco lejos del lugar en
el que se asienta, han hecho que sigan activos sin mayores problemas que el
corte de una de las líneas por impacto directo a cierta distancia del centro. La
escuadra de zapadores que hay en elrefugio, han restaurado la continuidad
empalmando cables con rapidez, dejándolos al aire.
A pesar de los tapones con los que se protegen los oídos, todos tienen un
zumbido continuo al que se han acostumbrado. Todas las baterías que hay por
los alrededores, disparan sin cesar, y en varias ocasiones han soportado fuego
contrabatería que, en una de las ocasiones ha hecho enmudecer a una de ellas.
--Teniente Potter, le llaman del centro de dirección de tiro --Indica el
telefonista que permanece pendiente de las llamadas, acurrucado en un agujero
escavado a contra-loma de la colina que los tapa en dirección a los alemanes.
--Terminad la serie --indica a los artilleros mientras con precaución toca el
tubo del cañón más cercano entre dos disparos. -- Limpieza y descanso por
quince minutos. Pero no os alejéis.
Y redirige al teléfono sacando la libreta en la que lleva el control de tiro,
con el número de disparos efectuados, coordenadas, limpiezas e incidencias si
las hubiere.
--Teniente Potter, Bateria S-230.
--No seas tan formal. Soy Wenda.
--Hola cariño. ¿Todo bien?
--Un nuevo cañoneo cercano, pero están equivocados de sitio de momento.
¿Y tú?
--Un poco sordo, pero todavía puedo escuchar tu cantarina voz de alondra
silvestre.
Wenda se ríe por un momento. En cada ocasión que hablan le compara con
alguna cosa que le causa hilaridad y la relaja un rato. Wenda está tensa, se lo
reconoce aunque trata de disimularlo y que las telefonistas que tiene bajo su
mando no se lo noten, como es la obligación de un oficial. Pero sabe que tiene
miedo. La experiencia pasada, cuando quedaron enterrados en el bunker, ha sido
un shock que le está siendo difícil olvidar. Y sabe, lo ha leído aunque no
recuerda dónde, que el miedo es contagioso, y que puede provocar una crisis
histérica que dejaría el centro de comunicación inoperativo en el caso de
producirse. Y su mayor obligación y responsabilidad, es mantenerlo activo a
toda costa.
--Eres un sol al decir esas cosas. Por aquí todo bien, Hay un enorme
tráfico de comunicaciones. Las muchachas no paran de mover las clavijas. El
Morse levanta dolor de cabeza. Toma nota de las nuevas coordenadas, y apunta
bien, pues me han dicho que es la batería que dispara sobre nosotros según los de
información.
Le da una serie de cifras que Chester convertirá en un punto determinado
sobre el mapa, calculará la distancia, las variaciones por la humedad y el viento
y establecerá la altura y deriva que deben llevar los proyectiles al punto
estipulado.
--Te llamaré --Indica Wenda-- si hay un rato de tranquilidad. Tengo tres
luces encendidas delante. Te quiero.
--Suerte. Te amo.
Chester traza los nuevos datos sobre el plano, calcula la distancia y
mete los factores de corrección, para que sean metidos en el equipo de puntería
de cada pieza. Un rato después, de nuevo reanudan el cañoneo en la secuencia
habitual.
--Fuego uno, fuego dos…

*****

El Mayor de sanidad británica Peter Brown apenas logra ver a Molly.
Desde hace unas horas, la artillería alemana castiga con saña las primeras líneas
aliadas en una respuesta acusada, que se incrementa por horas. Es una respuesta
al feroz ataque que sufren desde el amanecer. Son baterías de grueso calibre,
situadas a más de cuarenta kilómetros por detrás de sus líneas y están causando
una gran cantidad de heridos en las deficientes trincheras británicas y francesas.
El flujo de heridos, inicialmente un goteo, aumenta de forma creciente
poco a poco, obligando a una actividad en los puestos de urgencias y
distribución de heridos que no les dejan momento de reposo. Ya son dos las
ambulancias que han sido alcanzadas, al regreso del frente, en el punto peligroso
que hay cerca del hospital de primera sangre que dirige. Le preocupa que Molly
pase por ese lugar, al que han bautizado como el “cazadero de gansos”, varias
veces al día. Debe hacer algo, sabe que lo puede hacer, pero siempre ha sido muy
escrupuloso con respecto al nepotismo. Debe pensarlo antes de decidirse por
algo así.
Mientras opera un abdomen, en el que la metralla ha causado
perforaciones múltiples en un segmento del intestino delgado, que le ha obligado
a resecar unos sesenta centímetros del mismo, no deja de pensar. Está
terminando de realizar una sutura termino-terminal, pero su cerebro,
independiente de sus manos que actúan de manera mecánica, no cesa de dar
vueltas a los pensamientos que le asaltan de continuo. Han muerto varios heridos
apenas empezar las intervenciones, pues cuando llegan, con el retraso que
supone el traslado, son realmente cadáveres con un halito de vida.
Es consciente de ello cuando, por un rato, descansa de operar, bebe y se
fuma un cigarrillo antes de marcharse a admisión para clasificar los ingresos que
llegan. Hay un aspecto que cada vez tiene más claro para una clasificación a
priori, antes de ver las lesiones y las posibilidades de recuperación: el rostro del
herido. Cuando observa el pálido color amarillento que recuerda a cera sucia,
con una nariz afilada y un aleteo nasal, para él son un indicio de muerte segura.
Lo ha comentado con los demás médicos y hay una clara coincidencia entre
ellos. Y ese hecho le ha quitado los escrúpulos que siente cuando rellena la ficha
de clasificación de los que presentan ese aspecto. Al rellenar la ficha, tras
comprobar que las heridas coinciden con el aspecto facial, sabe que lo relega a la
zona de espera. Es el momento de unas previas buenas palabras de ánimo, y una
dosis de morfina “larga mano”, que lo dormirá y librará de sufrimientos si esa va
a ser su evolución.
Sin embargo, se reconoce, que sospeches ese futro no te exonera de sentir
que no haces lo más correcto, pero en cirugía de guerra te ves obligado a ello. Y
recuerda lo ocurrido hace... ¿cuánto hace ello?, unos días, un mes; ni idea, todo
se sucede a tal velocidad, que no puede calcularlo, pero si recuerda, palabra por
palabra lo que el consciente condenado a muerte en su opinión, le enseñara con
su gran sentido común. Le hablaba tratando de darle un consuelo mientras le
hiciera efecto la morfina. Hay ocasiones en las que tienes que mentir, pues te ves
obligado a ello, y estar a la altura de las mentiras que cuentas, es lo que nos
convierte en mejores personas:
--No debe rendirse. --Le dije con aire de seguridad.-- ¡Luche, luche por no
dormirse! Yo nunca me rindo.
--Me queda claro doctor. Usted no esta tan gravemente herido como yo,
por eso no se rinde. Yo no me rindo, doctor, yo me muero; lo que es muy
diferente. Por tanto, doctor, piénselo, ¡mi éxito de morir, es su fracaso como
médico!
No pude contestar, ¿qué decirle? Simplemente le pasé la mano por la
cabeza en un caricia que sabía no debía hacer pues me afectaría. Permanecí a su
lado hasta que murió un momento después, mientras parecía que se comía a
bocados de asfixia final, todas las estrellas del cielo que no podía ver, y se
durmió para nunca más despertar.
Y entonces, me fui al despacho, por llamar aquel rincón de alguna forma,
para llorar sin que nadie me viera. Pero una vez más, Doreen apareció para
arrastrarme a quirófano. Pero no le deje hablar. Articulando un grito, le espeté:
--¡Vállase!
Y la escuché correr, y nunca me ha preguntado nada, dando la sensación
que nunca ocurrió. Y descubrí algo nuevo, no hay día que no aprendas algo si
permaneces vigilante y con los oídos abiertos, un aspecto que me ha quedado
muy claro: “las razones se olvidan, pero los hechos no”. Es difícil que muchas
personas entiendan el porqué se llora o se ríe en determinados momentos, en los
que para muchos parece no existir una razón lógica para ellos.
Soy consciente que la muerte siempre es una lotería, pero en la guerra
mucho más. Donde estuviste un momento antes, quizás apenas unos instantes,
cae una granada que mata a otros; pero a ti, a escasa distancia, no te afecta. La
Muerte, con su guadaña en alto, con su capucha que le llena los ojos de
oscuridad, es caprichosa; te mira pero no te ve, y mata a los que no ha mirado,
pero que si los ve. Es un pensamiento extraño que le asalta de forma iterativa en
los momentos más extraños.
Cuando termina de realizar la delicada sutura que une los dos cabos del
intestino y cierra el peritoneo, deja a uno de los cirujanos en prácticas que cierre
la pared abdominal y sale del quirófano. Ha tomado una decisión clara sobre lo
que desea hacer. No le gusta el nepotismo, pero es algo común su uso. No es
correcto, pero se hace. Una amistad, una contrapartida y las circunstancias
cambian. ¿Debe abstenerse por aquello de la verdad? Pero… ¿Qué es la verdad,
si cada humano la ve de un modo distinto?
La vida en el frente obliga a tomar decisiones con premura. Un error, y el
tiempo se vuelve viejo con rapidez, pues todo discurre a gran velocidad, y el
tiempo que pasó, ese ya no volverá. Hay, por tanto, que escoger y decidir entre
vivir en la guarida del león o en la cueva del tigre, pues por mucho que mires, no
hay nada más.
Y toma la decisión, sin escrúpulos ya, de hacer algo por la mujer que ama.
De algo ha de servirle su cargo y grado. Lo hará sin imposición, pidiendo un
favor personal al capitán de transportes que dirige el complicado y enmarañado
engranaje de ambulancias, camilleros y carros ambulancias con mulas, y en el
que hay mucho personal trabajando y precisa de una buena coordinación. Es un
departamento que cumple muchos cometidos, desde los traslados de los heridos
urgentes, los que no tienen prisas, e incluso otras funciones menos agradables,
como llevar el goteo de cadáveres al cercano memorial que hay a cierta
distancia.
Camina sin prisas hasta la cocina para tomar un café e ingerir algo sólido.
Lleva muchas horas desde que fuera llamado, antes del amanecer, con la llegada
de los primeros heridos. Se da cuenta que, en realidad, trata inconscientemente
de retrasar su petición, pues desde siempre, el solicitar algo le detiene por una
timidez interior que apenas ha logrado superar a pesar del paso del tiempo. Se lo
dijo, hace años, de estudiante de medicina, un compañero: “Esperas mucho para
todo, y esperas demasiado de los demás. No lo hagas, adelántate, no dejes pasar
el tiempo, pues alguien se te adelantará”. Pero no ha logrado superar demasiado
algo intrínseco a su idiosincrasia.
Finalmente, se dirige a la tienda en la que tiene su oficina el coordinador
de transportes. Desde la entrada, observa que habla por teléfono y permanece
fuera esperando que termine. Pero el capitán le ha visto y le hace señas para que
penetre, al tiempo que se despide y cuelga el teléfono de campaña.
--¿Puedo pasar?
--Adelante Mayor --Responde al tiempo que se alza y saluda.-- ¿Se le
ofrece algo?
--Gracias Capitán Perry, Quería pedirle un favor personal. Se que lo que
voy a pedirle no es correcto, pero le suplico que me atienda si le es posible.
El capitán le mira con un gran gesto de sorpresa, pues lo que sabe de él,
como cirujano, no coincide con lo que está escuchando.
--Claro que le atenderé y haré lo que me solicite. Adelante.
--Si fuera para mí, no lo haría. Es para otra persona. Para la mujer que
amo, en continuo peligro.
--Ya sé. ¿Es para la teniente Molly Carpenter? ¿Es cierto?
--¿Es que todo el mundo lo sabe?
--Somos una gran familia. Por tanto, las cosas se conocen. Y mi obligación
es saber todo lo que sea interesante en mi servicio. Haré lo que quiera, pues ella
siempre es voluntaria cuando hay alguna dificultad y no le importa hacer algo
más que lo que le corresponde si es necesario. Hace poco pidió, por primera vez,
unos días de permiso. Unos días de los muchos que tiene acumulados y que
nunca utiliza. Es una mujer a la que si algo le sobra, es su entrega y
compañerismo. Me imagino que quiere que la traslade a un servicio menos
peligroso. ¿Es eso?
Peter se siente, en su interior, avergonzado de que haya adivinado su
pensamiento. Nota calor en la cara y hace un gesto de aceptación antes de añadir.
--Lo ha adivinado, es usted una persona con gran capacidad de intuición.
--Lo que desea, estaba pensado desde hace días. Estoy preparando una
rotación de las conductoras que más tiempo llevan en el sector. La teniente va a
pasar a llevar heridos a Proyart. Es un viaje más largo, por una zona menos
peligrosa, lo que hará que realice, dos, excepcionalmente tres viajes al día. En
este momento hay días que pasa cinco veces por el “cazadero de gansos”. Y en
los días próximos, posiblemente lo tenga que hacer más veces ¿Era esa su
solicitud, Mayor?
--Gracias. Sí, era eso lo que quería.
--Haré más, ¡que raros son muchos de ustedes, los médicos! Son capaces
de darlo todo, pero son un poco soberbios pues no saben pedir. Tengo claro que
no me va a solicitar otro aspecto que está pensando: dejaré con ella a su cabo de
protección, pues sé que se encuentra muy a gusto bajo su protección, pues me
pidió si se lo podía dejar fijo. Es un hombre excepcional, de cierta edad y con
familia. En consecuencia, también se merece que lo alejemos un poco del
peligro.
--No sé que decirle ante tanta amabilidad. Muchas gracias.
--No sabe, no sabe. Dígame… si cayera un obús por aquí, y resultara
seriamente herido, me pregunto: ¿Qué haría usted por mí?
--Todo lo humano posible, y todo a lo que pudiera agarrarme divino. Pero
en mí no tiene importancia, pues mi profesión me obliga a ello.
--La mía me obliga a ser, también, todo lo humano que pueda. Manejo
vidas, como un jardinero maneja flores. Según lo que haga, unos podrán vivir y
otros tendrán que morir, y eso es algo común a los que somos oficiales, pues
tenemos que tomar decisiones. Esa es nuestra misión. Cuando algo es factible, lo
hago. Por ello voy a ir rotando a las conductoras, para repartir los riesgos entre
todas.
--Es consolador comprobar que todavía quedamos algunos que pensamos
en los demás.
--No son algunos, yo diría que somos muchos, pero no los conocemos
hasta que sucede algo que los hace aparecer, y es cuando sabemos de ellos.
Además, he solicitado, ya hace días, permiso para tener una persona que dirija el
tráfico de ambulancias y heridos en Proyart, pues allí se pierde la coordinación
que establezco aquí. Si no me imponen desde arriba a alguien, será ella la que
ocupe ese puesto. Conoce el trabajo, es inteligente y aprende con rapidez. Y
además, es Teniente, un grado que le concede autoridad en el hospital, y habla
muy bien el francés, lo que nos resuelve muchos de los problemas que se me
presentan cada día en relación con los franchutes, que son, en ocasiones, un poco
déspotas y tremendamente chovinistas.
--Eso ya sería el no va más para saber que está protegida.
--No diga nada de las dos cosas, aunque la primera es segura hoy mismo.
Pues saldrá esta tarde. --Añade el capitán Perry. --Sólo espero a llegada del
correo que debe estar al llegar en cualquier momento.
--Por supuesto. No sabe cómo se lo agradezco.
--Ya sabe que si me pegan un tiro… --y se ríe a carcajadas-- use
instrumental limpio por lo menos.
Y sigue riéndose por un rato mientras Peter se aleja sin acaban de
entender, a fondo, de qué se ríe.
En su pequeño sector personal de la tienda de médicos, una cama de tijera,
una silla y un pequeña armario encima del cual tiene su equipaje, un baúl del que
saca una botella de Whisky añejo que tiene sin abrir. La envuelve y sin dejar
ninguna señal que le incrimine en el obsequio, llama a uno de los sanitarios que
conoce bien por sus capacidades en todos los sentidos, desde escaquearse,
trabajar más que nadie, o obtener lo imposible de encontrar. Es un hombre que
ha pasado su vida en antros de Londres y tiene habilidades y recursos especiales,
que se notan, pero de los que nunca dice nada
--Tómese un buen rato de descanso. Quiero que el capitán Perry encuentre
esta botella, pero que no sepa que es cosa mía. Sin embargo…, deseo estar
seguro que la recibe y la acepta. ¿Podrá?
El sanitario no contesta, sólo sonríe como suele hacer casi siempre, la coge
y se marcha. No tarda demasiado en volver. Se encuentra operando en la
extracción de un gran fragmento de metralla en un muslo, cuando se asoma
frente a él en la entrada de la gran tienda de quirófanos y dice su nombre. Alza la
mirada y lo ve con el pulgar apuntando al techo, lo que le dice que todo se ha
hecho como deseaba.
A unos cientos de metros, el capitán Perry que ha salido para dar
instrucciones a las conductoras de varias ambulancias, regresa a su mesa, abre el
cajón en el que guarda los estadillos y, encima de ellos puede ver una botella
envuelta en papel, la desenvuelve y admira la calidad del regalo. Se ríe
ligeramente y murmura entre dientes:
--Algunos médicos son tontos de puro buenos. También es verdad que hay
otros que son unos bichos. Siempre hay de todo. ¿Creerá que no adivino de
quien es el regalo?
Por la noche, cuando se encuentran casualmente en el comedor, le indica:
--Me alegro de verle, Mayor. Si tiene un hueco entre sus cortes, chapuzas
y cosidos, y puede pasarse por mi despacho, tendré el gusto de invitarle a una
buena copa de Whisky. Un ángel de bondad me ha regalado una botella de
mucha calidad, y me gustaría compartir su apertura con usted. ¿Podrá?
--Por supuesto. ¿Quién se negaría a probar un buen Whisky, y más si es
para tomarlo con un amigo?
--Le espero cuando pueda.
--Esta misma noche., Lo haré en el primer hueco que tenga.
En la mañana del día siguiente, la presencia de Molly, esperándole al salir
del quirófano, le sorprende.
--¿Que haces por aquí?
--Tengo una buena noticia. Me trasladan a Proyart de supervisora de
ambulancias y conductoras. Me ha elegido el capitán Perry por mi buen francés.
¿Lo conoces? Siento estar lejos de ti, pero no he podido decirle que no.
--Sí, lo conozco un poco, hemos tomado alguna copa juntos. Me alegro,
pues tendrás menos peligro que aquí. ¿Cuándo te marchas hacia allá?
--Salgo esta tarde, cuando llegue el nombramiento en el correo y tenga
todos los datos que debo manejar. ¡Te echaré de menos! Pero te escribiré con
frecuencia, y las conductoras te lo traerán y se llevarán lo que tengas para mí.
¿Te parece bien?
--Me parece perfecto. Yo también te echaré de menos, pero trabajaré más
tranquilo sabiendo que no pasas tantas veces al día por el “cazadero de gansos”.
--¿Tienes un rato libre?
--No lo sé, pero me lo voy a tomar. No he bebido nada en toda la mañana,
de modo que adivino tu idea. ¿Era la de tomar un café o algo así?
--Eres un brujito adivinando lo que pienso. Vamos entonces, te invito --
Añade Molly y se encamina por delante de él.
Pero apenas ha dado unos pasos, cuando se vuelve con expresión de
sorpresa en la cara.
--Este cambio de destino es cosa tuya. Me dirás que no, pero estoy seguro
de ello. Gracias por alejarme de ti. Eso es que te has enamorado de otra. --Y
empieza a reír. --Claro, estás colado por Doreen.
--Sólo deseo lo mejor para ti. Y ese cambio de destino puede ser bueno,
salvo que sucumbas bajo la seducción de algún francés, que ya sabes que son los
mejores amantes, según se dice.
--Ningún amante podrá serlo mejor que tú. Y tengo pruebas que sólo los
dos conocemos. Pero dime… ¿Lo que ocurre es cosa tuya, verdad?
--No, no sabía nada de ese cambio.
--Te conozco ya lo suficiente para saber cuándo mientes, pues eres muy
malo haciéndolo. Gracias, mi amor, otra vez más me doy cuenta que no te
merezco.
--Habría que ver quién merece a quien.
Y penetran en el comedor que siempre está abierto y atendido dado el
desbarajuste de horarios que tienen la mayoría de los miembros de la unidad
quirúrgica de primera línea.
A media tarde, Molly abandona la zona en una ambulancia camino de su
nuevo destino. No puede evitar que los ojos se le humedezcan cuando al volver
la cabeza puede ver como el conglomerado de tiendas con grandes cruces rojas
se aleja. Todo va difuminándose en medio de la lluvia que hace horas ha
empezado de nuevo a caer. A ella se suma una niebla que, poco a poco, se
apodera, como cada día a la puesta del sol, transformando el paisaje en un
mundo gris que, en esta ocasión, por la separación, se lo parece más que nunca.
Conforme avanzan hacia Proyart, pueden ver y cruzarse con las grandes
columnas de “poilus”, como se les llama a los soldados franceses que avanzan
hacia el noreste, envueltos y abrigados con sus abrigos azules, abiertos y
doblados los faldones a los lados por delante de las rodillas y con las grandes
mochilas a la espalda. Todavía tienen buen humor, por lo que les silban y les
dicen frases llenas de admiración al verlas pasar. Molly no puede por menos que
pensar: ¿Cuántos de ellos podrán silbar mañana y pensar en hacer el amor
después de la ofensiva?
La conductora, ante tanta admiración, comenta:
--Los hombres no tienen remedio, siempre pensando en lo mismo.
Y Molly, rompiendo el silencio que ha mantenido desde que salieron,
alegra la cara y responde:
--¿Es que hay otra cosa?
Y ambas, por fin, inician un diálogo que no va a terminar hasta llegar al
hospital.




35.-



“Oleadas de camilleros seguían detrás, y a escasa
distancia, a las oleadas de hombres que avanzaban con las
bayonetas caladas, el corazón desbordado por el miedo y
latiendo a la misma velocidad que las armas automáticas
enemigas, en dirección las posiciones en las que, docenas de
ametralladoras, con los cañones al rojo, les disparaban con
movimientos en abanico que los hacían caer como si fuera
un absurdo juego de bolos, o la siega de las mieses”.

El
autor.

En las trincheras aliadas huele a miedo. Los soldados, agrupados de forma
que no queda un hueco miran el cielo que todavía muestra gran parte de la
oscuridad. El humo de centenares de cigarrillos asciende hacia lo alto,
sobrepasando el parapeto para desaparecer. Centenares de granadas de todos los
calibres pasan por encimas de las posiciones aliadas, tal como vienen haciéndolo
en los últimos tres días, para caer sobre las trincheras y blocaos de los alemanes,
que se muestran cubiertas de humos y salpicones de barro.
Oficiales y suboficiales se encuentran mezclados con los soldados de la
primera oleada. La hora “cero” se aproxima y sólo quedan, apenas unos minutos
para saltar la trinchera, lo más temido de la infantería, para avanzar sobre las
posiciones enemigas y cargar a la bayoneta.
Los oficiales, con el silbato en la boca, no cesan de mirar el reloj para
cumplir el horario con exactitud e iniciar la subida por las escaleras que
conducen a la plataforma superior en la que se encuentra el parapeto. Infantes y
zapadores están ya arriba para abrir los pasos en las alambradas y mover los
caballos de Frisia que permitan a las sucesivas oleadas no perder un momento y
avanzar sin detenciones.
El soldado Ralf Grunner, poco más que un niño, ha tenido que mentir
para poder incorporarse en lo que creía que sería una bonita aventura. Se muestra
pálido y asustado, pero apretando con fuerza el fusil que transmite su manifiesto
temblor de manos. Mira su reloj de bolsillo y comprueba que apenas queda un
poco más de un minuto. Ante el miedo cerval que por momentos le invade, no
puede por menos que preguntar al sargento que está entre ellos, y que silba de
forma tenue una canción de moda.
--Sargento… ¿Por qué silba en este momento?
--Hijo, para alejar el miedo y conservar la moral.
--¡Ah! --Emite por toda respuesta pues, a su edad hace tiempo que no
entiende nada. Desde que se incorporó, nada de lo aprendido en la escuela que
abandonó para vivir otra vida que creía sería más divertida, tiene sentido.--
¡Estoy asustado!
--Todos lo estamos. Si no se estuviera asustado, nadie sería valiente. --
Añade el sargento, que es soldado profesional y se ha curtido en muchos puntos
de combate.
--¿Es la primera vez que salta la trinchera?
--No, es la tercera vez, y ya ve, aquí estoy.
--¿Usted no tiene miedo?
--Todos tenemos miedo. Yo también.
--Pero a usted no se le nota.
--Ni a usted tampoco. --Responde el sargento.
Ralf ya no sabe que más preguntar. Los argumentos que le ha ofrecido
no le resuelven su situación personal, pero se siente todo lo mejor y peor que se
puede sentir cada vez que, elevando la mirada, que a algo más de un metro por
encina de la cabeza, puede ver los sacos terreros que coronan el parapeto.
A poca distancia, con el revólver en la mano, el recientemente
ascendido alférez Eddy Prayeris, aprovecha el momento de atención que ha
creado contando un chiste picante, para tratar de animarles, luchando con su
propio terror. Sabe, es la segunda vez que lo va a realizar, que lo más temido por
todos, soldados y oficiales es el momento de subir por las escaleras hasta el
parapeto y saltar de éste a la tierra de nadie.
Antes que quedarse callado, trata de distraerlos para que no piensen, por lo
que les recuerda una frase, que todos ellos han escuchado hace un tiempo, un
lapso que ahora les parece eterno, cuando escucharon al comandante
despidiéndoles tras terminar un periodo de instrucción en el gigantesco
campamento de Etaples. Fue una frase que se le grabó, pues era una visión de los
hechos que, entonces, le pareció adecuada, pero que ahora, a unos minutos de
tocar el silbato y tener que trepar el muro, ofreciendo su cuerpo sin protección, al
aluvión de balas que sabe silbarán buscándoles sin descanso, es una idea cruel
que casi carece de sentido, pues debe ser lo mismo que estarán pensando en las
trincheras de enfrente.
--Recordad, muchachos, lo que nos dijo el comandante en Etaples:
“Cada boche que matéis es un punto en nuestro marcador; por cada boche que
matéis, la victoria se encontrará un minuto más cerca y la guerra será un
minuto mas corta”. Y yo añado: ¡Adelante! ¡Sin miedo! ¡Sólo se muere una vez!
Mientras lo dice, su mente, lejana y en parte entre ellos, recapacita que
hay momentos, durante el ataque, en el que los hombres sólo muestran lo que en
realidad tienen dentro y que indica lo que en verdad son.
Pero los soldados no se encuentran en un momento adecuado para
arengas y filosofías. Todos son conscientes que están viviendo el instante más
cardinal de sus vidas. Es el momento de la verdad, posiblemente la vivencia más
real de sus existencias. Unos rezan, otros fuman, y una gran mayoría piensa en
sus seres queridos, llenos del temor, justificado, que es posible que no vuelva a
verlos nunca más.
El alférez Prayeris, un estudioso y contumaz lector, tiene siempre la
mente llena de ideas, propias o leídas, que no se le han olvidado, que su cerebro
ha transformado en pensamientos que considera propios, y que se le presentan
como cuando te asomas a un espejo y, de inmediato, aparece el doble de uno
mismo. Sabe que en un momento, su reloj lo muestra claramente, el hombre se
volverá como la chispa que brota del pedernal al ser golpeado, y que el silbato
hará que surja en ellos un odio y empuje en la lucha, que no saben que existe en
sus interiores. Como lo hará también en él transformándolo en una fiera más de
la jauría que correrá por el irregular terreno que tienen que hoyar, saltando los
cráteres, tratando de no chocar con los que, delante y a los lados, realizan el
“zig-zag” que, en teoría deberá protegerlos de la puntería del enemigo.
Eddy es más que consciente que ha madurado, y no poco en los casi dos
años que lleva en el frente en un constante mejora de rango que le han llevado en
ese tiempo desde soldado a alférez, con todos los escalones intermedios. Lo que
eran ideas leídas o escuchadas, las está viviendo, y en su interior, algo,
posiblemente más de lo que aprecia, ha cambiado tanto en él como en los demás,
y acepta que ese aprendizaje, esa maduración personal, cuesta muy cara, pues
sabe que la moneda con la que se pagan las lecciones que ofrece la guerra son
muy caras: pues son ríos de sangre.
Eddy Prayeris contempla, hipnotizado casi, la mirada fija de un cárabo
que entre los restos de un árbol, decapitado por su mitad, en una cavidad, les
observa tranquilo. Su rostro de corte triangular por los ojos y el pico, adornado
con las plumas laterales que lo redondean un tanto, parece que no se siente
afectado por el ruido de la artillería. Mira el reloj y aprecia que son segundos los
que faltan para que cese el fuego artillero y tenga que tocar el silbato para que
empiece el ascenso que lleva a la vida o a la muerte según el destino, o la suerte,
de cada uno de los que, apiñados a su alrededor, se muestran pálidos y apuran la
colilla, o dan la primera chupada al enésimo cigarro que ha encendido desde que
se levantó.
El silencio, por el cese de la artillería se establece durante un breve
intervalo en el que caen las más rezagadas. El silencio sepulcral, permite
escuchar los trinos, alegres y despreocupados de alondras, mirlos y gorriones.
Pueden verse el vuelo de mariposas, los enjambres de moscas de colores
extraños, son las moscas de las “escuadras de la muerte”, como se las llama, a la
búsqueda de cuerpos insepultos, los escarabajos por las paredes del muro de
tierra, gusanos que afloran cuando las vibraciones hacen caer un trozo de
trinchera que al secarse no se mantiene. Y pueden ver tantas cosas en estos
momentos cuando apenas quedan unos segundos, como nunca han visto a pesar
de haberlo tenido todo a la vista durante meses, lo que a los más observadores,
como el alférezs les llena de confusión.
Hasta hace unos momentos, su pensamiento se adaptaba a la idea que todo
en la guerra, cuando estás en el frente, carece de importancia, pues a fin de
cuentas vivimos a la sombra de la guadaña de la Muerte.
--¡Calen bayonetas! --Ordena el alférez a los que tiene cerca.
--Alférez, tengo miedo. Usted ya veo que no. ¿Cómo lo consigue? --
Pregunta un soldado mientras torpemente intenta montar la bayoneta en el
extremo de su rifle.
--Tengo tanto miedo como todos. El hombre sin miedo no existe, pues
todos deseamos seguir viviendo. Observa lo que hay a tu alrededor. Mira como
los insectos, embargados de alegría, felices en su multicolor algarabía, ajenos a
nuestras preocupaciones, vuelan por encima de las trincheras, pendientes sólo de
lo que su instinto les indica.
--Es usted un hombre que dice cosas extrañas, alférez; se nota que ha
estudiado más que muchos de nosotros.
El alférez contempla como todos sus soldados se han acercado y le
escuchan distraídos de lo que tienen a escasos segundos que realizar. Esa
distracción es saludable para ellos, por lo que expone otro de los muchos
pensamientos que le surgen y martirizan en cada momento, pues reconoce que su
mente se ha convertido en una “Caja de Pandora” que no acaba de elucubrar
explotando en cien ideas sucesivas.
--La vida siempre continúa. Todos habéis visto cráteres de bombas de
hace un tiempo. Me imagino que habréis apreciado la forma en la que, pasado el
tiempo, la hierba de nuevo ha renacido, mostrando que las heridas están
cicatrizando, que la vida vuelve, indicando que nadie debe desesperar.
El frente ha quedado en silencio total, y hay una tranquilidad que parece
que hasta la Muerte, siempre al acecho, está descansando o se ha marchado de
vacaciones. Pero todos saben que es un momento, un respiro coyuntural, un nada
que desaparecerá de inmediato, bajo el aplastante peso de la realidad.
El paisaje, por el que correrán en un momento, quebrado y triste por las
heridas de días, de semanas, de meses de lucha, lanza un lamento inaudible, que
sin embargo cada unos de los presentes capta en su interior, como un lamento,
como una queja que sale de lo más profundo de la doliente tierra, herida pero no
muerta.
De inmediato, los instantes de calma son quebrados por el rugido de los
motores de los tanques, que han surgido de algún lugar que en el que no sabían
que estaban, pues para casi todos es la primera vez que los pueden ver. Mientras
miran a los monstruosos y horribles Mark I, que se acercan a sus líneas. Pueden
observar como siguiendo unas banderolas que los zapadores clavan en el suelo,
van cruzando sobre los sólidos puentes de troncos que los zapadores reales han
colocado sobre las trincheras apenas hace unas horas. Otros lo hacen por los
escasos vados creados entre segmentos de las profundas zanjas que hacen de
defensa.
El soniquete intermitente de los silbatos de los oficiales apenas si se puede
escuchar, pero las bengalas hablan por sí mismas. Y, de nuevo, la disonancia
mecánica de los engendros que se encaminan contra los alemanes, se incrementa
y se rompe en unos instantes, por el griterío de miles de gargantas animadas por
el ron, a lo largo de kilómetros de trincheras. Centenares, miles de hombres en
todo el frente, de la primera oleada, en la que les acompañan zapadores, saltando
los parapetos, avanzan por los laberintos de las alambradas propias, cuyo trazado
conocen, levantando las puertas de los pasos y abriendo sendas para los que les
siguen, haciendo girar la dirección de los Caballos de Frisia dejando paso franco.
Con escasa diferencia de tiempo, desde las espaldas de los aliados llega el
sonido, diferente y rápido, de los motores de cientos de aviones que, cubriendo
el cielo a todo lo largo de un frente de más de veintidós kilómetros, inician el
ataque. Hacia el este, más de doce kilómetros, es el área francesa, en la que, al
mismo tiempo éstos se lanzarán igualmente al ataque y sobre la que vuelan sus
aviones, de varios tipos, siendo el más numeroso el Nieuport 17. Ambos ruidos
mecánicos, se mezclan en un estridente sonido, regular, continuo, iterativo y
ominoso, que sobrecoge a los que esperan en las trincheras.
La masa de hombres, avanza gritando con las bayonetas caladas y el alma
saturada de un miedo cerval y la esperanza, flotante e ilusionada, vívida en cada
combatiente, que él no será uno de los elegidos por la sedienta “parca”. Una
Muerte que, en tantas ocasiones se ha asomado, expectante y ansiosa, por
aquella verde tierra de nadie, alejándose vacía y malhumorada ante la falta de
actividad de las últimas semanas. Pero ahora permanece quieta, expectante,
mientras mira como lo que fue una pradera, es ya una zona removida, sin puntos
verdes, casi intransitable y llena de profundos cráteres que acumulan agua y
barro; para ella es el lugar más propicio para saciar su avaricia de almas.
Los aviones, en sucesivas pasadas a lo largo de las trincheras alemanas,
ametrallan y lanzan pequeñas bombas, sobre los que saliendo de los refugios
corren para ocupar sus puestos en los parapetos. Los tanques, en primer lugar,
avanzan entre lentos disparos de cañón y rápidas ráfagas de las ametralladoras,
arrasando todo lo que tienen delante. Al lado de ellos, soldados con lanzallamas
envían sus incandescentes chorros hacia el enemigo.
La ofensiva ha comenzado a la hora prevista. Como siempre, con un
ligero desfase, en la opinión de muchos oficiales, que deja dejar pasar un tiempo,
absurdo, entre el avance de la infantería y el cese de la cortina protectora de la
artillería sobre las trincheras enemigas. Un lapso que los deja al descubierto en
medio de la tierra de nadie. Un intervalo de tiempo suficiente, ya lo han vivido,
que permitirá la reacción alemana, dando tiempo a que ocupen sus puestos, en
los parapetos, de las defensas enemigas. Y esa salida desde los refugios la harán
con tal prontitud, que todavía estarán en el aire los zagueros trozos de metralla
de las zagueras granadas buscando carne paciente en la que frenar sus impulsos,
cuando ya estarán en sus puestos dispuestos a disparar cuando los que avanzan
se acerque un poco más.
Los oficiales, a la cabeza de la tropa, con el revólver en la mano y el
corazón sobrecogido, delante de sus hombres para poder arrastrarlos frente al
muro de plomo que, en unos momentos se va a desencadenar convirtiendo la
tierra de nadie en una pista de baile en la que la orquesta infernal del destino
interpretará “la danza macabra” de la realidad para muchos, para demasiados de
ellos.
El tartamudo cantar de las ametralladoras, y los chasquidos secos de los
fusiles, se inician de inmediato surgiendo desde las trincheras alemanas.
Cañonazos, desde diversos lugares, pespuntean a los tanques hasta que el
primero salta por los aires y se convierte en una chatarra de la que surge una
columna de humo que asciende hacia el cielo, posiblemente acompañando las
almas de los que, creyéndose protegidos, iban en su interior.
Blake Mc´Alister, teniente escocés, mostrando sus fuertes rodillas bajo
la falda del uniforme, avanza intrépido, con el gran revólver Webley MK V del
.380, se vuelve con frecuencia haciendo señales para que le sigan. Diseminados,
en un constante cambio de dirección para salvar los cráteres y tratando de no
ofrecer un blanco fijo como les han enseñado, los soldados avanzan sujetando
los fusiles con ambas manos, o transportando las ametralladoras ligeras Lewis y
el ayudante con las cajas con los tambores de éstas, o las pesadas ametralladoras
Wickers despiezadas y repartidas entre varios. Es una marabunta de cascos
planos que avanzan, trastabillan, caen, gritan, se ocultan en los cráteres de donde
son sacados, a punta de fusil, por los que vienen detrás y todos siguen
avanzando.
La artillería alemana, avisada del avance, inicia un fuego de cobertura
que empieza a caer formando una barrera entre las dos trincheras, multiplicando
los decesos de los soldados que avanzan. Los lanzallamas de los aliados, que
marchan en cabeza del progreso, siguen envíando los chorros incandescentes
hacia los parapetos llenando de humos y fuego el borde de los sacos terreros,
haciendo que los soldados no vean a los que irrumpen hacia ellos y retirándose
en los puntos en los que las llamas sobrepasan el resguardo. Docenas de
granadas de mano son lanzadas por los más adelantados y, describiendo la curva
que da la experiencia, penetran en los fosos haciendo saltar a los que todavía
quedan en ellos.
Nuevos proyectiles sobre la tierra de nadie, que explotan con un ruido
diferente y liberan un humo amarillento, se convierten en segundos en un grito
colectivo que advierte con claridad un nuevo peligro:
--¡Gas!
Los oficiales, al tiempo que abren sus bolsas y mientras se ponen las
máscaras dando ejemplo, gritan:
--¡Gas, gas! Poneros las máscaras.
Hay una detención general, mientras se ponen las caretas hundidos en
los embudos que les cubren del fuego rasante que todavía surge de los parapetos.
Es un alto, momentáneo, que los alemanes aprovechan para huir por los ramales
ciegos transversales hacia la línea principal de resistencia, una segunda trinchera,
más completa y en la que la defensa ya se ha organizado de forma potente con
un número de hombres y ametralladoras muy superiores. La presencia del gas,
con el uso de las caretas, hace más lento el avance, pues a través de los cristales,
la visión es muy inferior. Pero el viento difunde el gas en todas direcciones, por
lo que los alemanes tienen que recurrir al mismo artilugio.
Lentamente, el espacio entre ambas trincheras va quedando cubierto de
cuerpos inermes y de otros que se agitan esperando la llegada de los camilleros
que siguen a los que avanzan y los van recogiendo cuando no quedan al lado de
ellos en igualdad de estado.
Desde las trincheras aliadas, nuevos pitidos y bengalas, lanzan una nueva
oleada de hombres que han ocupado los lugares dejados por los que avanzan. Y
lo hacen con tal furia, que parece quisieran adelantar a los que, más que
diezmados, se aproxima ya a las alambradas alemanas. Son unas alambradas que
han resistido a la artillería en una proporción que sorprende a los zapadores que
van en cabeza. Alicates de corte, torpedos Bangalore que, desde lejos,
empalmándolos, se introducen bajo los obstáculos y los hacen saltar abriendo
pasos por los que la infantería prosigue el avance hacia la primera línea, ya al
alcance de las bombas de mano y granadas de de fusil con las que se preparan el
camino de asaltarlas, usándolas con profusión.
El infantil soldado Ralf avanza con decisión, como si lo que hace le
hubiera quitado el miedo que momentos antes casi no le dejaba respirar. Siente
un golpe en el pecho, que le detiene y hace caer el casco plano, pero no percibe
dolor. Aún da unos pasos antes de ver que el suelo se le viene al rostro y se
golpea sobre él. Y mientras todo se vuelve oscuro a su alrededor, tiene tiempo de
pensar en voz alta:
--He debido tropezar, debo fijar…
Y su joven vida, ansiosa de emociones, deseosa de ver mundo,
desaparece mientras su cuerpo rueda al fondo de un cráter, quedando con la
cabeza hundida en la sucia agua marrón y, los pies, quedan asomando por el
borde. Sobre su cuerpo, pisándolo en ocasiones, pasan soldados que ni lo ven.
Un nuevo cuerpo cae en el agujero, y emparejados quedarán para siempre
cuando, un rato después, un proyectil de grueso calibre cae y explota, ampliando
el embudo y ambos, volatilizados, caen en briznas repartidos por el paisaje.
Blake Mc´Alister, con un balazo que le ha atravesado la manga de la
guerrera, sin tocarlo, combina por señas los movimientos de su sección, con la
que maneja Eddy Prayeris, alférez desde hace unos días, y que por haber sido
sargento mayor hasta entonces, tiene un manifiesto dominio del mando y de la
estrategia de moverse en situaciones como la presente, pues ya las ha vivido
varias veces. El movimiento en pinza de ambos les ha llevado, con escasa bajas
hasta el borde de la trinchera. El gesto de Eddy es claro, al mostrar una granada
que mueve como si la fuera a lanzar. Blake lo entiende y ordena.
--Lanzad granadas.
Los soldados las cogen de la bolsa en la que las llevan al costado,
actúan sobre el tirafrictor, cuentan hasta tres y las lanzan al interior. Y más de
tres docenas explotan, casi al mismo tiempo, en un buen tramo del ramal de
trinchera. La deflagración es casi una sola, convertido en un único y acusado
estampido que, de inmediato, se sigue de gritos y gemidos, mientras el humo y
las llamaradas de fósforo, se consumen en unos instantes, cual mortíferos fuegos
artificiales. Sin esperar órdenes, cuelgan los fusiles y empuñan las palas, más
prácticas para ataque y defensa en el interior del laberinto y la maraña de
corredores de la posición, y ascendiendo y saltan al interior. Algunos llevan una
pistola o un revólver en la mano izquierda, una ayuda en caso de
enfrentamientos a cierta distancia. Dos ametralladoras Lewis les cubren en su
avance por la trinchera.
Blake, aunque acostumbrado, se sorprende por el número de cuerpos
destrozados que encuentra en el tramo de zanja que han tomado. En ella se
encuentra la embocadura de un ramal ciego que conduce, desde la trinchera de
lucha que acaban de ocupar, a la línea principal de resistencia, la verdadera
primera línea. Le es evidente que la estrechez de la entrada ha retenido a la
mayoría de los que la abandonaban y que fueron sorprendidos por las
explosiones, multiplicadas en su efecto por la concentración y simultaneidad de
tantas explosiones. Sólo algunos seguirán vivos por unos instantes, pero no
pueden hacerles caso. Por ambos lados, corriendo, soldados con las bayonetas
por delante cargan sobre ellos. Puñados de granadas detienen a la mayoría antes
de entablarse el cuerpo a cuerpo en el que las palas y las armas cortas tienen el
mayor protagonismo. Conforme los británicos van entrando, las escaramuzas, los
lanzamientos de granadas de un lado y de otro se suceden en una carnicería que
dura más de una hora hasta dejar la posición limpia. Desde refugios, abrigos,
pasillos y galerías surgen alemanes que parece que nunca se van a acabar. En
cada salida, en los enfrentamientos consiguientes hay bajas por ambas partes.
Cansado de de lo que ocurre, el teniente Blake ordena:
--¡Limpieza con granadas!
Y los soldados, como animados en una siniestra fiesta, corren tirando
granadas en cada entrada, en cada inicio de escalera, en cada intersticio
sospechoso de ser el acceso a galerías, y detrás de cada cortina de arpillera o
trozo de tienda que obture lo que puede ser un pasadizo.
Mientras, los tanques sobrevivientes, hay varios humeando en el llano
pleno de cráteres que han recorrido, cruzan los fosos. Algunos quedan atrapados
entre los dos bordes, demasiado anchos y blandos y otros caen al fondo
quedando con el morro clavado sobre las tablas del suelo de los pasillos. Los
monstruos metálicos que atraviesan y avanzan, van acompañados por la segunda
oleada y la tercera, que ya viene detrás. Y toda la masa de hombres se enfrenta
ya con la línea principal de resistencia, en la que la reacción es de una tenacidad
y obstinación que les va a costar un gran esfuerzo superar. La llegada de los
artilleros que colocan morteros dentro de la trinchera tomada, y que con los
telémetros ajustan la distancia para empezar, acto seguido, a lanzar minas que
siembran el caos en las líneas alemanas, a pesar de lo cual el avance de tanques,
infantería y zapadores se ralentiza en medio de un baño de sangre. Como
siempre, el número de ametralladoras alemanas, es alto y su cadencia de tiro
elevado, barriendo con un zigzag calculado, a los que, casi codo con codo,
avanzan a todo correr, confiando en la suerte y en los lanzallamas, y granadas
que lanzan los que van en cabeza.
Blake y Eddy, tras tomar la posición que les han encomendado, reúnen a
sus hombres para descansar y pasar lista, pues han realizado la acción
encomendada a la primera oleada. El número de bajas, más de un cuarenta por
ciento, ha hecho que ambos se miren y muestren que, a pesar de todo, podía
haber sido peor. De las dos secciones con las que salieron apenas, en conjunto,
queda una. Asomándose a la tierra de nadie por la que han pasado apenas media
hora atrás, la pueden ver plena de camilleros que recogen a los heridos y marcan
los muertos clavando un fusil al lado, con la culata hacia el cielo y el casco
encima. Y ambos, sobrecogidos, contemplan la floresta de fusiles, como árboles
con el casco como un fruto, que crece en su frondosidad por momentos. Pero
también aprecian que, en docenas de camillas se llevan en un constante
movimiento, que no cesa, los heridos hacia las trincheras. Mirando a ambos
lados, pueden ver que la escena se repite a lo largo de la tierra de nadie hasta
donde la vista les alcanza. Pero en algunos puntos lejanos, pueden verlo con los
prismáticos, los combates prosiguen sin que el avance haya conseguido
sobrepasar las alambradas, y que nuevas oleadas saltan las trincheras y corren
para ayudar a los atascados.
Los aviones, hasta hace un momento ayudando a la infantería, se han
alejado ascendiendo, ante la llegada de varias Jastas alemanas, con Albatros de
distintos tipos y numerosos Fokker DR-1, el triplano que día a día va creciendo
en número. Y en lo alto, entre las nubes, el rugido de los motores se acompaña
del tableteo de las ametralladoras. Desde tierra, escuchando una cantinela que
distinguen, diferencian las Spandau alemanas de las Lewis aliadas, por el sonido
diferente y la velocidad de las ráfagas. Largas y retorcidas columnas de humo
negro, espirales de muerte, indican el camino de los postreros segundos de vuelo
de los que son derribados. Los que desde tierra les contemplan, tratando de no
escuchar el siseo de los proyectiles que pasan rasantes por encima de la
trinchera, es por sí mismo un espectáculo con el que los soldados, que descansan
por un momento, antes de volver a la lucha, se distraen haciendo apuestas
cuando dos aviones, en una lucha individual y apartada, muestra que son dos
“Ases” en singular combate.
--Hoy los “señoritos” lo tienen un poco crudo, ¿no creéis? --Indica el
cabo Haggelman en un tono que ya conocen.
Hay una respuesta ambigua por parte de los cercanos. Todos saben que
quiso alistarse en el Real Cuerpo Aéreo, pero incapaz de superar las pruebas
físicas, por marearse en la silla de giro rápido, ha relatado su vértigo docenas de
veces, fue rechazado. Sus comentarios, un tanto despectivos sobre los pilotos, no
son expresión de envidia, sino de resentimiento consigo mismo por no haber
podido ser unos de los que, por encima de ellos, combaten con fiereza, duermen
en camas blandas y comen con mantel.
La llegada del coronel y su estado mayor, les saca de su laxitud.
--Teniente. ¿Qué número de bajas?
--Cuarenta y dos por ciento.
--Enhorabuena por el ataque, les he podido ver y se han ganado un
descanso. Vuelvan a nuestras trincheras, y queden en ellas como ocupantes, pues
casi no hay nadie en ellas. Cuando les llegue el relevo, que será hoy mismo, se
marchan seis días, mejor ocho, a retaguardia. Les dirán el sitio. Suficientemente
lejos para que descansen, pero no tanto como para que no les puedan traer de
inmediato si hacen falta.
--Gracias, Coronel.
--Nada de gracias. Es algo que habéis logrado con coraje y sangre, por
tanto os lo habéis ganado.
Relevo, la palabra mágica, la química esplendorosa en la guerra. A
todos se les llena la boca de saliva, pues hasta los torpes saben que es la palabra
que pone en marcha, instantáneamente, a soldados y oficiales para recoger todo
y abandonar las posiciones. Relevo es libertad, poder huir sin que te puedan
acusar de cobardía. Es agua caliente, ropa limpia, cama blanda, caza de piojos en
las costuras de la ropa, beber sin freno y dormir sin angustias, pudiendo
haraganear sin límite. El relevo es el momento de oro de la guerra. Es dejar de
percibir el inconfundible “perfume de ofensiva”, un eufemismo para expresar el
tenaz olor a cadáver con el que el viento juega, neutral, repartiéndolo equitativo
para todas partes.
--Fumaros un cigarro, o haced lo que queráis. Nos vamos en un momento.
Lo haremos en saltos por pelotones y escaqueados, hasta nuestra trinchera. No
quiero ni heridos ni muertos en ese recorrido. Y si a alguno lo matan, lo remataré
yo.
Hay carcajadas. Lo de rematar a los muertos es un chiste habitual desde
que alguien, desconocido ya, lo expusiera en el periódico, “Le Trench”, que con
cierta periodicidad les llega. Es lo más leído en las horas de espera o durante el
interminable concierto desafinado de un bombardeo.
Casi a diario, los furrieles traen el correo que recogen junto con la comida.
Lo hacen tres veces al día, empezando con el café y alguna cosa más, variable, al
amanecer. Mientras descansan, como si no vieran los cadáveres que les rodean,
sentados sobre los cascos planos, con la barahúnda atronadora de la batalla a sus
espaldas, que para ellos es como si no existiera, pues saben que no intervendrán
en ella.
--Muchachos. Nos vamos. Salir por parejas y aprovechar los sitios más
bajos; hay un cauce de riachuelo, no muy profundo, que podemos aprovechar.
Lentamente, cada pareja sale y avanza rápida. Cuando están a mitad de la
que fuera tierra de nadie, una nueva pareja salta el respaldo de la trinchera y
corre deseando que ninguna de las balas perdidas que, rasantes llegan desde las
posiciones alemanas, les alcance. Al final, cuando todos los supervivientes se
encuentran al otro lado, tres heridos de escasa importancia, están recibiendo una
primera cura antes de ser evacuados al punto de concentración de heridos y
quedar esperando que les toque el turno en el intenso tráfago de ambulancias. Y
lo hacen con los que están siendo retirados por las docenas de camilleros que
siguen limpiando la zona de combate de la primera embestida aliada.
A los recién llegados, sucios, disipando ya la angustia del combate, y
felices por la noticia de unos días de holganza, les espera café caliente y una
comida, realmente el desayuno que no han podido tomar, al que han añadido
algo, que no es muy del agrado de la mayoría.
--¡Otra vez sopa de “salchichas del jardinero”[31]!
--No te quejes, por lo menos está caliente.
--¿Y si le pegáramos un tiro a cada uno de los de cocina? --Grita otro de
los primeros en entrar en la trinchera.
--Pues no comeríamos nada. Yo no sé cocinar, ni pienso aprender.
--A mí no me mires --indica con sorna el furriel.-- Yo solo la traigo. Si no
te gusta, la dejas, ya se la comerá otro, de eso estoy seguro.
Y todos se sirven unas generosas raciones del caliente sopicaldo, y tras un
café, se tumban para dormir por un rato mientras esperan el relevo. Pero el
capitán Blake, ordena.
--Primero limpieza de fusiles y bayonetas. El gas cloro, como siempre, los
habrá puesto de color negro verdoso y en poco tiempo se picarán. Y hay que
cambiar los cartuchos de las caretas. ¡Revista en media hora! Y seré muy duro
con todos. No creáis que por haberlo hecho bien, voy a ser como vuestras
madres y os dejaré llorar en mis hombros. ¡Adelante!
Encogiéndose de hombros, pues saben que el placer de no hacer nada en el
ejército es un milagro, sacan de la bolsa de aperos las piezas de limpieza, e
inician la molesta y pesada tarea de sacar los efectos del cloro que se ha
agarrado, como si fuera pintura, a todo lo metálico.
Para cuando están pasando revista, la llegada de cientos de soldados,
frescos pero asustados, les indica que ha llegado el deseado relevo, lo que les
permitirá caminar hacia los camiones que han traído a los recién llegados.




36.-

“A veces, sentado en un banco
apacible, con la botella de sidra vacía a mi
lado y la pipa encendida, la paz se adueñaba
de mi mente, de modo que, sin pensar en
nada, gozaba del placer de sentirme vivo.

Mika Waltari: “Vacaciones en
Karnak”.



Noyon, un pueblecito de casas blancas sin apenas señales de la guerra,
en dirección a París, aunque muy lejos de la ciudad de la luz. Éste es el lugar
deseado por todos los combatientes como punto de descanso, pero es un lugar
que la mayoría no llegará nunca a ver.
Cuando bajan de los camiones, lo que queda de la compañía, con su
impedimenta forma para recibir instrucciones del capitán de asentamiento que
les espera. Es un oficial burócrata que, estadillo en mano, pasa lista
comprobando los que quedan e indicando el alojamiento en el deben asentarse.
Conforme desgrana los nombres, la falta de respuestas de muchos de ellos, hace
recordar a los soldados la suerte que han tenido de no estar entre los ausentes. La
mayoría van destinados a la nave de las dos iglesias, en las que intendencia ha
preparado camastros para las unidades que, de forma continua, pasan unos días
de descanso. A escasa distancia, unos camiones cisterna de los que salen
mangueras de caucho llagan hasta un cobertizo, en el que alimentan docenas de
alcachofas agujereadas de lata de la que sale agua cuando se duchan.
--Recuerden que en esta ciudad los que viven y les acogen, son aliados
nuestros. La Policía Militar no consentirá escándalos, robos, o malos tratos, a
nadie. Hay una cantina donde todo es gratuito. Los borrachos o los que den
problemas, serán enviados al frente de inmediato, sin excepciones. No se alejen
del pueblo. Los límites son el río y el bosque. Rompan filas y descansen estos
días.
El teniente Blake y el sargento Eddy son acogidos en casas particulares,
un privilegio para los oficiales, al igual que para los dos sargentos
supervivientes.
Son días de descanso, paseos con las mujeres del pueblo, baños en un
riachuelo, de escaso volumen de agua y profundidad, pero a cuya orilla, entre
sauces, olmos, cañas y juncales, hace más fresco que en terreno abierto. Son
unos días primaverales, en los que ha dejado de llover, y el suelo se está
endureciendo, lo que les sorprende, después de meses en los que, casi siempre,
han chapoteado en el barro y han sentido la humedad de la lluvia como constante
compañera.
Las noticias que llegan del frente no son óptimas. Los alemanes resisten
y el terreno que toman los aliados tras combates que duran todo el día, es
recuperado por los boches en la siguiente jornada. Las cifras de bajas son tan
elevadas, que temen cada amanecer que se les llame para ir de nuevo al lugar del
que salieron. La intervención en el frente de escuadrones de los grandes aviones
Gotha alemanes, lanzando bombas de cincuenta kilos sobre las trincheras,
sectores de asentamientos de artillería, y acantonamientos de tropas en reserva,
ha sido una sorpresa pues es la primera ocasión en la que han intervenido los
grandes bombarderos en la zona de combate, en vez de hacerlo sobre Londres y
en las zonas portuarias.
Blake, ha sido acogido en la casa de un matrimonio de edad media,
con una hija enfermera, que ha sido dada de baja temporalmente, por depresión,
tras la reciente muerte de su marido, que ha caído en combate en el frente de
Arrás. Cuando consigue pasear con ella, lo que ocurre en escasas ocasiones, trata
de animarla en su honda depresión.
El resto del tiempo lee durante horas y duerme profusamente tratando de
superar el cansancio y la desilusión de la situación de una guerra que,
inicialmente, todos pensaron que sería breve, pero que, por lo que observa y
conjetura, va a ser muy larga, sin sentido y finalmente todo quedará, más o
menos como cuando se empezó; pero una gran parte de la juventud de todos los
países que intervienen en ella, habrán muerto. Sabe que su estado de cierta
tristeza y desengaño se debe al sueño repetitivo que le asalta con tanta
frecuencia, que si desapareciera lo echaría de menos. En sus paseos con Eveline
Chantal, le cuenta el sueño, que ella, supersticiosa, interpreta como una
premonición, aspecto que Blake no comparte.
--Cuéntamelo otra vez. -- Solicita Eveline.-- Para mí, o es una
premonición, o es una obsesión. Creo que tienes miedo, un pánico interior que
no muestras, pero que dentro de ti sí existe. Mi difunto marido, cuando vino de
permiso, me contaba algo parecido, y era ese miedo el causante, premonición
que se ha cumplido, pues pensaba mucho en ello… demasiado.
--Es posible, que el miedo lo lleve dentro y no lo vea. No tengo miedo a
morir, al menos eso creo, pero sí tengo miedo a ese sueño.
--Cuéntamelo otra vez, pero no dejes nada sin exponer. Hazlo largo, con
detalles, con lo que piensas cuando te despiertas. ¿Querrás y podrás?
--Claro, no hay nada que ocultar, un sueño no es sino eso, un sueño. Una
fantasía sin valor que quiere expresar lo que hay en tu interior, pero que cuando
estás despierto, no logras ver. Al menos es lo que he leído en un libro de un tal
Freud, un austriaco que es Psiquiatra y tiene una teoría sobre los sueños que se
está acepando por todo el mundo.
--Sí, he oído algo en el hospital, y el médico que me ha dado la baja tras la
muerte de mi esposo, también lo nombró. ¡Cuéntamelo!
--Es más, he escuchado que se están produciendo muchos casos de los que
antes llamaban cobardía, después histeria, y ahora le llaman neurosis de guerra,
que se está estudiando en sitios especiales.
--Sí, también he escuchado algo. En el hospital tenemos charlas de vez en
cuando, para que nos mantengamos al día de las novedades. Al principio, eran
sólo soldados los que se quedaban como tontos o desquiciados gritando, por lo
que se pensaba que era cobardía. ¿Lo sabías?
--Algo, no demasiado.
--Cuando el número de casos aumentó, casi siempre durante los
bombardeos que duraban varios días, las ideas en el mando empezaron a ser
distintas. Algo no encajaba, y comprendieron que esta guerra tiene muchas cosas
muy diferentes a las anteriores. Pero cuando empezaron a verse los mismos
síntomas en oficiales, los conceptos médicos cambiaron. Ahora, como has dicho,
se acepta que es una enfermedad mental, un trauma de guerra.
Blake observa, que desde que hablan de diferentes temas, Eveline está
algo mejor, y se muestra menos deprimida que en los primeros días, y se
reconoce que él, al relatar el sueño, éste le preocupa menos, como si se liberara
un tanto de él.
--Te encuentro mejor desde que hablamos, ¿No crees? --Indica el
teniente.
--El paso del tiempo siempre hace que se mejore. Y también, que
hablemos y me comprendas, es un lenitivo que pone las cosas en su sitio… --
Reconoce y rompe a llorar desconsoladamente al tiempo que Blake, por segunda
vez la abraza y deja que apoye la cabeza en su pecho para tratar de consolarla.
--Calma tu corazón, mujer --le dice mientras pasa la mano por su
abandonado cabello-- pon calma en tu alma, que tanta tristeza no arreglará nada.
No malgastes las lágrimas, y deja que tus ojos se sequen.
--Pero me desahoga. Cuéntame otra vez tu sueño, por favor. --Solicita
entre sollozos.
--Lo haré. Escucha. Es sólo un sueño tonto, unas imágenes nocturnas
que tienen muchos soldados y que no son más que unos reflejos de lo que en
ocasiones pensamos durante el día.
--Sí, pero ¿cuáles son?
--Es de noche, camino por una vereda no muy profunda que me lleva a
mi trinchera. No sé de dónde vengo. Una sombra, lejana, irreconocible y extraña,
pero cuya silueta se dibuja sobre el fondo de bengalas y explosiones lejanas de la
artillería, me hace pensar que pueda ser un elemento infiltrado del enemigo.
Desenfundo mi Luger P08, y la monto. Conforme avanzo, la figura no se mueve,
pero sé que me mira, lo sé pues noto un claro desasosiego dentro de mí. La
encañono desde la cintura, con el dedo listo para apretar la cola del disparador a
la menor alarma…
--Sigue, por favor.
--Le digo, gritando, el santo para que me conteste con la seña del día:
¡Carnaval! Pero la figura no me contesta ¡Alegre!, que es la respuesta, sino
¡Muerte! Y sin tiempo a pensarlo mi dedo aprieta y dispara. Oigo las carcajadas,
y la sombra se empieza a desvanecer como lo hace la niebla al amanecer. Aún
hago un segundo disparo mientras está desapareciendo. Y avanzo hasta donde se
encontraba, apuntando al suelo, hacia el lugar donde supongo que estará el que
fuera, pero no hay nada. Saco la linterna y registro el suelo y los alrededores,
pero sigo sin encontrar algo que me explique lo que he divisado. Algún centinela
enemigo ha visto mi luz buscando, pues oigo una detonación lejana, y un
proyectil trazador pasa a escasos centímetros de mí. Me tiro cuerpo a tierra y
quedo quieto por un rato. Después me arrastro en dirección a mis posiciones,
hasta entrar en mi refugio y echarme a dormir. Pero cuando lo he hecho, me
despierto y comprendo que todo ha sido un sueño, que estoy en la cama y mi
ordenanza me está despertando.
--¡Que miedo! --Indica la mujer sobrecogida.
--¿Miedo a qué? Sólo es un sueño sin más. Lo he tenido ya varias veces,
y carece de sentido.
--Es una premonición.
--¡Qué tontería! ¿Eres supersticiosa?
--Algo sí.
Aquella noche, tras la cena, cuando estoy a punto de dormirse, la puerta
de mi habitación se abre sigilosamente y una mujer, que se quita la bata que trae,
se mete en la cama y se abraza con fuerza mientras un fino temblor la hace
vibrar entre sus brazos, y le escucha decir:
--Dame calor, estoy muerta de frío y de miedo.
--Te daré lo que quieras.
Por su parte, Eddy, con un par de libros y un poco de comida y bebida,
sale por la mañana temprano al cercano bosque, y pasa las horas en soledad,
leyendo incansable. Se aloja en la casa de la esposa de un soldado que se
encuentra como sanitario en el hospital de Proyart. Es una mujer joven que
atiende a sus tres hijos pequeños. El marido, en la vida civil maestro, dispone de
una regular biblioteca a cuyo acceso ha sido autorizado por la dueña. Aunque
están todos en francés, su conocimiento del idioma le permite leerlos con escasas
dificultades, por lo que suele terminar al menos un par de ellos al día. A lo largo
de unas jornadas, ha leído libros de Emile Zola, Marie H. Stendhal, Víctor Hugo
y dos, mucho más distraídos, de Jules Verne. Sin conflictos, relajado, casi
olvidado del frente del que no quiere saber nada, lee y duerme aprovechando el
tiempo que le ha sido concedido.
Cuando un enviado del Estado Mayor llega con condecoraciones para
oficiales y soldados, tardan un cierto tiempo en encontrar a Eddy, situado un
poco al interior del bosque, lugar que sólo conoce su asistente. Cuando es
localizado, ensimismado en la lectura, regresa sin prisas, sobre todo al saber para
qué se le requiere. El hecho retrasa la entrega de las condecoraciones de distintas
categorías, entre ellas dos “Distinguished Service Order, con las que se
distinguen a ocho miembros de la compañía.
Cuando los altos oficiales que han hecho la entrega se marchan, Blake
observa que Eddy la retira del pecho y la mete en el bolsillo. Extrañado,
inquiere.
--¿Qué te pasa con la medalla?
--Sólo es chatarra. ¿Es qué una medalla compensa de los que tenemos
que matar y de los que mueren a tu lado, en vez de morir tú?
--Una medalla es sólo un reconocimiento, un detalle por lo que has
hecho por la Patria.
--¿La Patria…? Me voy a seguir leyendo.
--Estás muy raro. Nunca te había visto así. ¿Te ocurre algo?
--No te preocupes. Cuando estemos en las trincheras, volveré a ser el
mismo.
Blake se encoge de hombros, alza las cejas y frunce los labios en un
mohín de desconcierto. No entiende nada, pero tras unos pensamientos fugaces,
rayanos en un inicio de curiosidad, le indica mientras se aleja.
--Tú sabrás, pues yo no entiendo nada.
--Yo tampoco, pero es lo que siento. Hasta la noche. Os invito a cenar
en mi hospedaje. ¿Te parece? --Ofrece Eddy.
--Cuenta con ello. Estaremos allí a las nueve. ¿Bien?
--Te esperaré.
Y Eddy, se aleja en dirección a su casa para avisar del invitado. El
hacerlo, ha sido un pensamiento que lleva dos días madurando, le que le da pie a
darle un puñado de francos a su anfitriona que sabe, anda muy mal de dinero con
lo poco que le llega del escaso sueldo de su marido y la escasa ayuda que le da el
gobierno por atender a los soldados que hospeda. Cuando entra, ella se encuentra
lavando ropa, que en parte es suya. Levanta la cara, le mira extrañada de verlo a
una hora en la que nunca está, y le pregunta.
--¿Pasa algo que vuelve usted tan temprano?
--Me he permitido invitar a un amigo a cenar, que vendrá con la hija de
sus anfitriones, ¿es posible?
--Si no son muy exigentes, habrá para todos.
--Me va a permitir que le ayude. Estoy encantado en su casa. Me siento
muy atendido por usted --Y saca un fajo de francos que intenta entregarle.
--No, muchas gracias, ya tengo suficiente. --Y su rostro se muestra con
rubor.
--Tome, por favor. Adquiera comida para unos cuantos días, compre
ropa y algún juguete para los niños y todo lo que usted pueda necesitar. Ese
dinero en mi bolsillo no sirve para nada. Suponga que muero en el frente…
--No diga eso, por favor, ni lo piense. --Interrumpe alarmada.
--Pero si ocurriera, ese dinero desaparecería, posiblemente en el barro, o
deshecho por el fuego o la metralla, o tal vez en manos de los soldados o del
enemigo. Les he cogido cariño a los niños, acéptelo por ellos, por favor.
--Lo haré como dice. Les prepararé una buena cena, con vino y lo mejor
que encuentre.
--Me parece bien, pero recuerde que cenaremos todos juntos, incluidos
los niños, pues usted es el ama de la casa. A las nueve, ¿le parece bien?
--Es usted una gran persona, ya se lo he escrito a mi marido, que le da
las gracias. Y yo también; muchas gracias.
Cuando ha terminado la breve conversación, se encamina de nuevo hacia
el bosque, pues la recién iniciada novela de Jules Verne, “El faro del fin del
mundo”, le tiene intrigado.
Los escasos días pasan rápidos, como todo lo que es agradable, y un
amanecer, la presencia de camiones en el pueblo, del que bajan soldados, sucios
y cansados, les recuerda que tienen que empacar y volver al lugar del que
salieron un tiempo antes, un lapso que les ha parecido efímero. Pero mientras se
alejan, viendo como agitan las manos en una despedida los que han conocido en
el pueblo, una canción suena espontáneamente, envolviendo a los camiones,
traqueteantes, que se alejan:

It's a long way to Tipperary,
It's a long way to go.
It's a long way to Tipperary
To the sweetest girl I know!
Goodbye, Piccadilly,
Farewell, Leicester Square!
It's a long, long way to Tipperary,




37.-

“Las granadas de artillería, en su recorrido, parecían trinos de
pájaros, bajos de tenores, silbidos estruendosos, canciones de coros
infantiles. Era una cacofonía inacabable que en su batahola
inmisericorde, repartía muerte y barro sin una lógica aparente, pero
que obligada a los soldados a pegarse a la madre Tierra de una
forma continua, tratando de fundirse con ella como si fuera una
amante.
El autor.

“En la guerra, la verdad es tan valiosa que
siempre debe ir escoltada por mentiras”.
Winston Churchill.

La idea inicial del Estado Mayor aliado de sorprender a los alemanes,
hace más de una semana que se ha convertido en una utopía. El inicial retroceso
alemán, se ha convertido en una reacción que les está haciendo frenar la ofensiva
que día a día se estanca. El regreso de más de un millón de hombres del frente
oriental, por el armisticio con Rusia, ha permitido al mismo tiempo traer de allá
gran cantidad de trenes con material bélico además de los soldados, e
inmediatamente ponerlos a combatir a lo largo de todo el frente. Centenares de
aviones con la cruz gamada han cubierto los cielos de Francia haciendo frente al
creciente número con distintas escarapelas con los que les superaban los aliados.
La llegada de docenas de aparatos de bombardeo aliados, los Handley Page y
otros tantos Short Bomber, que dejan caer grandes bombas sobre las posiciones
alemanas no logran cambiar nada. La llegada de todavía mayores cantidades de
aviones alemanes, diversos tipos de Albatros, obligan a los aliados a mover toda
la aviación que tienen en reserva, y los Sopwith triplanos, hacen su primera
aparición en el frente para competir con los triplanos Fokker que dominan el
cielo. Y vienen acompañados de aparatos igualmente desconocidos hasta ese
momento en el frente. Son los Austin Call AF B1, un modelo que se encuentra
en pruebas, los BE-2ª, los Bristol F28 y algunos Packard Le Pere-Lusac, un
avión americano del que están llegando los primeros ejemplares desde Estados
Unidos. Por tierra, los aliados ponen al ataque todo lo que disponen, tratando de
impedir que el empuje inicial se pierda. Nuevos tanques, y las divisiones de
reserva, avanzan rellenando los huecos de las numerosas bajas que diezman las
unidades que tratan de avanzar y que van por delante.
Los primeros tanques alemanes, en fase de pruebas y con defectos, han
salido en un ensayo que mostrará sus carencias y defectos de forma más útil que
en los campos que rodean a las fábricas. Pronto, con la experiencia vivida, los
siguientes modelos, muy mejorados, se enfrentarán con los Mark y Renault en
unos duelos en los que ambos bandos serán conscientes de sus virtudes y sus
manifiestas fallas, vicios y limitaciones.
Grandes cantidades de artillería alemana, siembran de proyectiles de
diversos calibres la geografía aliada. Una profusa cantidad de cañones Krupp de
77 milímetros, recién incorporados, están causando estragos, a pesar de su
calibre, por la precisión y rapidez de tiro, realizando extensos fuegos de barrera,
por delante de la infantería alemana, que permite a ésta avanzar, o frenar ataques
con escasos accidentes por fuego propio. De día y de noche, ambas artillerías, de
todos los calibres, entre ellos los cañones marinos y modelos franceses con
proyectiles de .240 y .320, que se mueven sobre raíles de tren, y que disparan
desde distancias de hasta 20.000 metros, compiten con otros parecidos desde el
lado alemán. Ninguno descansa, aunque su ritmo sea lento. Son millones de
disparos desde cada parte. El sonido que generan en ambos lados son como dos
martillos pilones que no cesan de golpear un yunque de carne paciente y tierra
deshecha en polvo y humo, fumaradas que asciende lentamente, parece detenerse
en el aire, para caer mansamente, y ser elevada de nuevo por los siguientes
proyectiles.
La lucha, para ganar o perder unos metros, se prolonga durante días, en
una acción pendular que no conduce a ninguna novedad de la situación. Cada
metro lleva aparejado un número de bajas, entre muertos y heridos, que llena por
igual hospitales y cementerios. Los trenes, los camiones y los carros tirados por
cuadrúpedos, no se detienen un momento en transportar munición, heridos,
soldados y cadáveres. Es un mundo de locos por ambas partes, sin lógica, sin
utilidad, una muestra más de la soberbia y estupidez del humano en la porfía que
sólo se justifica por las razones políticas de unos pocos que, en su egoísmo, no
dan sus brazos a torcer, lo que cuesta millones de brazos, piernas y vidas ajenas.
Bajo la palabra Patria, cuántas misteriosas razones, egocentrismos y ambición se
ocultan por parte de unos pocos que, mirando hacia otro lado, el suyo, no
quieren mirar lo que ven y padecen los demás.
--El patriotismo, como a veces se entiende, es el último refugio de los
canallas. --Exclama Harold O´reynold mientras se incorpora a la posición de
reserva que le han asignado a su compañía tras el permiso.
--¿Qué has dicho? No te he entendido. Blake –Inquiere.
--Nada. Ha sido un rebuzno mental.
--Tú sabrás. Esos extraños pensamientos nos envuelven a todos. A
veces, soltarlos, nos liberan de lo que hay en nuestro interior, y nos encontramos
mejor. ¿No te parece?
--Si he de serte sincero, en ocasiones ya no sé ni lo que parece o no lo
hace. Casi siempre estoy confundido y no me entiendo ni a mí mismo.
Son semanas que se transforman en meses, cubiertos y justificados en
un pulso de verdades a medias, mentiras reales, noticias manipuladas,
justificaciones que no convencen. Es una sangría de la juventud que lucha y de
los habitantes que padecen, mientras que los países se arruinan lentamente sin
que sus habitantes lleguen a saber, en su mayoría, el porqué de una guerra que
sólo los ingenuos aceptaron con alegría aventurera al inicio, para arrepentirse
ante la realidad cotidiana in situ, sin posibilidades ya de desdecirse y dar un paso
atrás.
Como siempre, desde tiempos pretéritos, se ha dicho: “Pequeñas
causas, grandes efectos”.




38-

“No malgastes tus lágrimas, las mías
ya se secaron”.

Pearl S. Buck: “Dragon seed” [Semilla
de dragon.]


La villa de Givet, aislada en la retaguardia alemana, se ha convertido en
un punto neurálgico de importancia por sus buenas comunicaciones con el
frente. La iglesia medieval, de gran tamaño y capacidad, se ha transformado en
un gran hospital de atención secundaria para los heridos que regresan de los
centros de clasificación y primera cura cercanos al frente.
Muy bien conservada, con apenas señales de combates, éstos apenas han
dejado mínimas heridas en las fachadas. Han volado un puente cercano que unía
las riberas sobre un riachuelo que aporta agua abundante. Una ancha pasarela,
que permite el paso de las ambulancias de una en una, ha sido reconstruida en
estilo militar, por una unidad de zapadores.
Es una zona tranquila, en teoría protegida por las grandes cruces rojas que
marcan con claridad a lo que está destinado el lugar. Con frecuencia es
sobrevolado por aviones aliados que no disparan ni arrojan bombas. Lo hacen
bajo y lentamente, quizás buscando que les disparen para darles una motivación
que les justifique para atacarla. Pero no hay en ella ningún tipo de armas o
personal que pueda disculpar el ataque. Cuando el avión que casi cada día
sobrevuela el lugar, sanitarios, enfermeras y médicos, salen al exterior y agitan
los brazos en un saludo, con el que dan gracias por el respeto que muestran por
el lugar. Desde la ofensiva aliada, casi siempre hay un considerable número de
ambulancias que descargan heridos y regresan al frente para ser de nuevo
cargados y regresar. El avión da vueltas en círculos sobre el lugar, dando la
imagen que controla todos los movimientos. Incluso los traslados de tropas hacia
el frente, tienen orden de no hacerlo cerca de Givet, dado los magníficos
resultados quirúrgicos que se están consiguiendo en el hospital, por lo que han
ampliado el número del personal de todos los estamentos y desviado heridos de
una zona más amplia de frente. Dada la inexistencia de ataques por parte aliada,
los aviones alemanes que pasan cerca, saludan al avión aliado con un alabeo y
prosiguen su camino manteniendo el acuerdo tácito de no agresión sobre ese
lugar. Un acuerdo que se ha ampliado, por parte alemana, realizando el mismo
gesto caballeresco sobre el gran hospital aliado de Proyart.
Christian Pedersen, Coronel, cirujano y director del hospital, controla que
el estatus de no militarización de la zona se cumpla a rajatabla, pues sabe la
importancia que tiene no ser atacado para la mejor evolución de los heridos. Un
flujo de lesionados que cada día llega con mayor intensidad, en una afluencia
que empieza a agobiar las posibilidades de atención, por un incremento de
ingresos graves que crece a más velocidad que la que hay para una primera
atención antes de los traslados a los hospitales de retaguardia que liberen camas.
La iglesia, antigua y muy amplia, se encuentra llena, incluidas las criptas,
de camas de campaña, colchonetas en los suelos que aprovechan cualquier
rincón, llegando a tal profusión, que hasta andar se he convertido en un
problema. Sor Sara Lander, la monja enfermera jefe, de mediana edad,
infatigable en el trabajo, mantiene la más absoluta disciplina entre el personal a
sus órdenes: enfermeras y sanitarios. Ha racionalizado el trabajo de tal forma
que no consiente el exceso de horas que ha visto en otros hospitales, útiles
excepcionalmente en una situación de crisis, pero que a la larga, de ser
mantenido de forma habitual de trabajo, redunda en contra del buen
funcionamiento del hospital. Ha establecido un horario máximo de trabajo de
doce horas, dejando otras tantas para el descanso y las relaciones sociales, lo que
hace que el funcionamiento y la actividad del personal sea de la mejor calidad.
No se muestra de acuerdo con la actividad de los médicos, siempre heroicos en
no respetar horarios, lo que les lleva en ocasiones a quedar casi inútiles para una
labor adecuada en los quirófanos. Ante el escaso número de enfermeras que
tenía, ha conseguido media docena de monjas de su orden, que han reforzado el
buen funcionamiento de toda la atención postoperatoria, permitiendo que su
rígido horario, se cumpla a rajatabla, y con la esperanza que, de la próxima
hornada de monjas enfermeras que se están formando en Berlín, les sean
enviadas otras tantas como las que ya tiene.
El capitán y cirujano, Dustin Leboder, es el más activo de los cirujanos,
actuando como traumatólogo y jefe de cirugía, lo que concede a Christian cierta
libertad para ocuparse de la eterna burocracia que lleva aparejado el hospital. El
Teniente Manfred Lüppener, anestesista y reanimador, cuenta con tres
anestesistas más, en formación, lo que le posibilita para atender tres operaciones
al mismo tiempo.
--Señor, han llegado un montón de heridos graves que están descargando -
-Interviene Teodor Detering, sargento jefe de los sanitarios.
--Le he dicho --responde Christian-- que los heridos no son paquetes, por
lo tanto no los están descargando, sino trasladando a recepción para su
clasificación.
--Sí Señor.
--Voy ahora mismo. ¿Está avisado todo el personal?
--Sí, Señor.
Christian firma un nuevo fajo de los papeles que le amargan la vida y sale
del despacho, un cuchitril en lo que antaño era la sacristía y se dirige a la zona,
el edificio más cercano a la iglesia, en el que se han instalado los quirófanos y la
recepción de los heridos.
Hay una gran actividad, pues de una cola de ambulancias, están siendo
bajados los heridos y trasladados al interior. La clasificación es rápida y una
etiqueta con el diagnóstico, pronóstico y lo que se debe hacer, queda prendida
con un alambre que atraviesa la ropa.
--Señor, tenemos trabajo urgente. Tendremos que ponernos todos a operar.
--Déjate de señor y otras tontadas. Ahora soy cirujano y no coronel.
Veamos lo que hay y cada uno de los cirujanos que coja lo que le guste más
hacer. Dejarme lo más problemático, puesto que soy el más viejo.
--¿Viejo?
--Bueno, el más maduro, que es lo mismo aunque no lo parezca.
Mientras siguen clasificando a la entrada, los cirujanos pasan a la zona
donde se encuentran los ya clasificados. Manfred y sus dos ayudantes de
anestesia, se encuentran ya estabilizando a los más graves, ordenando a las
enfermeras que pasen sueros y se hagan transfusiones y pongan morfina si no les
ha sido puesta en el centro de evacuación primaria
--Manfred --Inquiere Christian-- ¿Cuáles son los más graves que haya que
intervenir preferentemente?
--Los marcados como ceros serán decesos en todo caso. Por tanto, los que
tienen un “1” son los urgentes con posibilidades.
--Vete preparando, que nos lavamos y empezamos.
--Muchachos. --Indica Manfred a sus ayudantes-- irlo preparando todo,
que voy enseguida, y vamos operando, como siempre, de tres en tres. Hay
abundante cloroformo y éter, pues llegó ayer el pedido.
Los dos ayudantes, que acaban de recibir el título de médico hace unos
meses, desaparecen sin decir una palabra. Dirigiéndose de nuevo a los cirujanos,
les conmina.
--Pero, os digo, ¡tratamientos urgentes! El número que hay es muy grande,
y cada minuto cuenta, no os sintáis magos de la cirugía.
--Siempre dices las mismas cosas --Interviene Dustin-- Ya sabemos que es
sólo salvar para trasladar a otro hospital y que aguanten el viaje.
--Sí, lo sabéis, pero os eternizáis haciendo maravillas. Hay que ir más
rápido. Ligar vasos y poco más. Si salváis a un caso complicado, a cambio
varios que se encuentran en espera se nos van, lo que significa que no estamos
haciendo un buen negocio.
Poco después los quirófanos van atendiendo con gran velocidad a los que,
de forma incesante, van ocupando el lugar del anterior sobre las mesas.
--Capitán. El que traigo es un oficial -- Indica la enfermera Anne Bertinko.
--Para mí es sólo un herido más. No podemos hacer distingos por
categorías. Al menos yo no. --Indica Otto Vilsmaier, el tercer cirujano del grupo
que va a actuar.
Mientras lo hagan, los que acaban de terminar el turno, descansarán por
unas horas, pues llevan haciéndolo durante el día y medio anterior. En su
agotamiento y necesidad de comer y dormir, se empiezan a volver peligrosos por
falta de atención.
La enfermera no responde y termina de ayudar a colocar el herido que
llevan dos camilleros. El anestesista le pone una mascarilla y deja gotear el
cloroformo sobre ella.
Otto, prepara lo que va a necesitar, mientras las enfermeras preparan y
lavan el campo con tintura de Yodo y ponen unos paños que dejan al descubierto
el área en la que se encuentra la herida. Una bala ha penetrado en el muslo, con
un gran orificio de salida. Es evidente para Otto que posiblemente haya tocado la
arteria Femoral y por eso trae un torniquete que ha parado la hemorragia.
--Vamos adelante.
Con el bisturí abre con decisión la zona en la que puede estar la lesión
sobre la arteria. Es un corte profundo, que le lleva casi directamente sobre el
vaso, pudiendo ver que no ha cometido error al valorarlo, despega los tejidos
circundantes y valora el desgarro. No se puede hacer nada, hay casi una sección
completa, de la Arteria Femoral, por lo que indica:
--Pinza de Kocher y ligadura de gran vaso.
Pinza, liga por dos veces el vaso de un ancho próximo al de un dedo.
Busca las dos venas y las liga. Y secciona el nervio.
--Soltar el torniquete.
Observa que la hemorragia se ha detenido y que sólo sangran pequeños
vasos. Obtura todo con una compresa.
--Para amputación alta. Lleváoslo y que sea vendado apretadamente. Que
traigan el siguiente mientras me cambio de guantes.
Otto Bor, el capellán, va haciendo su recorrido de brujo sagrado que
tranquiliza el alma inmortal, pero que no puede arreglar la carne paciente. A
veces, aparece por el quirófano, por si hay alguna novedad de su interés en él y,
de camino, contrastar y cruzar unas palabras con los brujos del cuerpo, su
contraparte en lo que es el ser humano.
Con un mínimo tiempo por paciente, tal como es por necesidad la cirugía
primaria de guerra, van resolviendo, en lo posible en ocasiones, una larga cola
que parece nunca tendrá final, pues la llegada de nuevas ambulancias, es un
incesante carrusel que así lo asevera.




39.-


“¿Qué es un permiso? Un cambio
que, luego, hace todo mucho más
difícil.

Erich María Remarque. “Sin novedad en el
frente”.


Al comandante Adam Vickquemans, le han concedido permiso para ir a
Berlín para recibir la Cruz Gamada de manos del Kaiser, lo que además le
permitirá pasar unos días con su familia. Le ha dejado el mando al capitán
Joseph Eickers, que se ocupará de la compañía durante el tiempo de reposo que
le han concedido. Pero el permiso, con igual fecha, se le concede al batallón del
que va a ser condecorado, por los mismos méritos, ya que sus hombres son
copartícipes de la hazaña.
Les llevan en camiones gran parte del camino hacia la retaguardia.
Después tienen que andar un poco más, cargados con la pesada impedimenta,
hasta un pueblo cercano a cuya entrada, un letrero casi ilegible, pone Arleux. La
villa, poco más que una aldea, se conserva relativamente bien, como si la guerra
apenas le hubiera tocado en un rápido roce de perfil. La torre de la iglesia,
derribada en su parte superior, se acumula en pedazos sobre una explanada, entre
los que se asoma, tímida entre los ripios, parte de una campana. Los escombros
del campanario y parte de un lateral de la iglesia, han cubierto una gran zona de
la plaza, y entre los restos emergen los troncos de tilos y olmos que se están
recuperando y ofrecen ya las prímulas de un nuevo ramaje. En el suelo,
rodeando los troncos, anémonas azules, compiten en colorido con las flores de
las caltas, amarillas rabiosas y el espeso verdor, con discos blancos del sauce que
se asoman entres los restos de argamasa y ladrillo.
Los perros, como siempre vigilantes y abundantes, son los primeros en
salir a recibirles, ladrando y manteniéndose a distancia. Los soldados silban,
chistan y les hablan a distancia, como si fueran personas, sacan salchichas de los
macutos, cuyo olor les ayuda a acercarse un poco más. Con ligera desconfianza
inicial, se acercan, olfatean y finalmente eligen, colocándose al lado del
preferido, el que les ha dado comida en muchos casos y moviendo los rabos con
amplios arcos, contentos, sin duda, de tener un nuevo dueño, avanzan con ellos,
acompañándoles en la búsqueda de vivienda por el pueblo. Los vecinos,
franceses, se muestran serios pero atentos, y les acogen en sus casas mostrando
que no es el primer grupo de soldados que cobijan. Pronto están todos asentados
y tras dejar sus bártulos, salen en un lento goteo en dirección al riachuelo que
han visto, a escasa distancia, conforme se acercaban a la aldea. Es un lugar
idílico, rodeado de castaños, olmos y un denso cañaveral, propicio para el baño,
lavar la ropa y tomar el sol.
Desnudos, tras el baño en el que han chapoteado y jugado como niños, se
quedan en la orilla con los pies hundidos en el agua, persiguiendo y eliminando
los piojos que, escondidos por las costuras, tratan de mantenerse vivos frente a la
habilidad adquirida por los soldados para cazarlos. A su alrededor, mariposas
revoloteando y alondras que trinan alegres y despreocupadas, crean bajo la
acción del sol, un entorno en el que poco a poco van quedando dormidos gran
parte de ellos. El rumor del frente, con su intenso cañoneo, llega en ocasiones
atenuado, traído o alejado por los cambios de dirección del viento.
--Parece que el rumor de muerte ha pasado. --Expone el extrovertido joven
Albert Cristers, incorporado apenas hace unas semanas, al que tiene al lado y
con el que apenas ha cruzado unas pocas palabras desde que se incorporara.
--No lo hemos superado, sólo nos hemos alejado por unos días de él, --
Aclara Carl Adler, un sargento veterano, curtido por más de tres años de
combate por diversos puntos del área del Somme, una guerra que inició como
cabo.
--Eso quería decir, ¡de momento!
--Antes que nos demos cuenta, volveremos a estar en medio de las
trazadoras, esas rápidas, inquietas y mortales luciérnagas que buscan depositar
sus huevos de fósforo en nuestros cuerpos, o la metralla, o los balines de los
shrapnel, o los disparos de los francotiradores.
--Sí, así es, soy un poco ingenuo.
--Ya sabes, lo has vivido, ¡métetelo en tu infantil cabezota! Todo lo que
venga hacia nosotros, salvo el rancho, es peligroso. Son tan sólo unos días de
asueto, antes de tener que volver a pelear.
--¿Siempre dices la verdad de forma tan despiadada, tan cruel, como si no
te importara nada?
--No soy un cínico, como has pensado. Para mí decir la verdad es
importante, y considero noble el utilizarla y, en ocasiones, lo que dices hasta
puede ser verdadero, aunque te acepto que decir la verdad..., no siempre sea
necesario.
--¿Qué eras en la vida civil? --Pregunta Albert.
--Profesor.
--Ya se nota, ya. ¿Cómo es que no eres oficial?
--No quiero mandar. Prefiero obedecer. Siempre he pensado, que para
mandar hay que haber vivido muchos años en la obediencia. Y nunca he
obedecido hasta ahora.
--Esta claro que eres un profesor. Piensas por ti mismo. Y comprendo que
por eso te veo escribir con frecuencia en unos cuadernillos, con tapas de colores
diferentes, que siempre llevas encima.
--Veo que eres observador. ¿Qué eras en la vida civil?
--Estudiante.
--¿De qué?
--De historia. Estaba ya muy avanzado, pero me faltan algunas asignaturas
y la tesis.
Carl queda en silencio, pensativo, por unos instantes.
--¿Has traído tus libros?
--Me eché a la mochila dos de ellos, son los más importantes y con más
páginas. A veces leo algo, pero no me concentro demasiado en ellos. Creo que
he perdido el interés, además del hábito de hacerlo. Creía que tendría mucho
tiempo y tranquilidad para seguir estudiando. Pero no es así.
--Sí, lo comprendo, lo que te falta es un acicate para estudiar un poco cada
día. A veces piensas, dime si me equivoco, que para qué estudiar, si no saldré
vivo de la guerra. ¿Es así?
--Es cierto, pero… ¿qué puedo hacer? Al principio no pensaba a sí, pero
veo que vamos quedando cada vez menos.
--Debes pensar, con seguridad, que saldrás de ésta, que volverás a tus
orígenes, y de nuevo tendrás que estudiar para ser alguien. Por tanto, dedica cada
día un rato a seguir estudiando.
--¿Qué consigo con ello, crees que es importante?
--Lo es por varias razones, por lo menos por tres. ¿Quieres que te las diga?
--Por supuesto, todo me interesa.
--Tener curiosidad es fundamental. Seguirás aprendiendo más allá de lo
que te está enseñando la guerra de forma muy dura, por cierto. Pero además,
soportarás mucho mejor todos esos ratos de espera, de angustia mientras
escuchas el cañoneo, el vuelo de los aviones dejando caer “flechetes” o granadas
de mano en las trincheras. Ocuparás los ratos en los que no estás de guardia y
permaneces asustado dando vueltas en tu cabeza a pensamientos que no merecen
la pena. ¿No crees que sean tres razones importantes?
--Tienes razón. Lo haré.
--Y cuenta conmigo para que hablemos de lo que estudias. A mí me
ayudará el hacerlo, pues no perderé la costumbre de pensar, de enseñar y llenaré
mi tiempo, lo que hará que me sienta más útil que esperando con la mente llena
del vacío y las angustias de la espera.
Mientras hablan, los dos han matado docenas de piojos de sus camisas,
guerreras de combate y resto de ropas.
--¿No crees que debían darnos ropas nuevas? --Pregunta Larry que las
tiene ajadas y llenas de manchas y rotos mal cosidos.
--A ti sí, pues llevas mucho tiempo combatiendo. Yo me he incorporado
hace poco y todavía tengo todo bastante nuevo. --Acepta el joven soldado.
--Hace calor. Piensa en lo que te he dicho, y ya me contestarás; hazlo sin
prisas, pues si algo nos sobra, mientras dure la guerra, es tiempo.
--Lo haré, te contestaré, pero a priori, empezaré a leer de nuevo.
--Bien. Me voy a bañar otra vez y después, voy a intentar dormir un buen
rato. Ya sabes que las tres pesadillas del soldado son: no dormir lo suficiente, no
comer más veces al día y no tener para fumar. Lo demás, es menos importante.
--Nunca lo había pensado, pero puede ser cierto.
--Puede no: ¡Es! Lo malo de la guerra no son las balas, o la metralla. Lo
insoportable es el hambre, el frío, las ratas, los piojos, el sueño siempre presente,
el barro --pontifica el sargento al bisoño que empieza a saber lo que es la guerra.
Carl se levanta y se mete en el río donde bracea por un buen rato. Cuando
regresa, puede ver que Albert se ha quedado dormido. Momentos después,
tendido a escasa distancia, tras beber media botella de Mosela, un excelente vino
de Bremm que le ha comprado a los dueños de la casa en la que se hospeda,
queda profundamente dormido.
El fresco del atardecer va despertando a los que todavía no se han
marchado. Albert, el primero en despertar de los dos, se viste y espera que Carl
lo haga. Desea hablar con él y darle la respuesta definitiva sobre su oferta.
Comprende y acepta que, de nuevo, la curiosidad por la historia, perdida por la
guerra, ha vuelto. Cuando menos lo espera, escucha su voz.
--Llevo un rato observándote sin que te des cuenta. ¿Me esperabas?
--Sí. Acepto su apuesta en los dos sentidos que me ofreció. Estudiar y que
me dé clases. Lo que comentemos, a los dos nos ayudará. ¿Cree que podrá
hacerlo?
--Sí. Si queremos, lo haremos. Todo lo que uno se propone, se lleva a
cabo, pues no hay como la voluntad para salir adelante. --Indica Carl que se ha
levantado y se está vistiendo-- ¿Nos vamos o te quedas?
--Nos vamos.
--Bebe lo que quieras de esa botella --le indica señalando el gollete que
sobresale del macuto.
--Gracias, pero no bebo. Nunca lo he hecho.
--Beber un poco es bueno. Lo que es malo es estar en las Ordalías, las
fiestas báquicas de los días de permiso, en las que se bebe desaforadamente.
Prueba, y me dices si te gusta ese néctar de Mosela. Será mi primera clase.
Albert no responde. Coge la botella, le quita el tapón de corcho, y bebe
unos tragos. Respira, y repite con un poco más. Chasquea la lengua antes de
responder.
--Es cierto. Me ha gustado. Gracias por su primera clase, que ha roto algo
pretérito en mí, que siempre he tenido presente, que me he repetido, creído y
hecho sin más, aunque no sé por qué razones nunca he bebido.
Los dos caminan hacia el pueblo. Para cuando entran, el sol se está
poniendo, y se pueden escuchar canciones de cuartel, que implican que sus
compañeros han iniciado una noche de farándula, juego y alcohol, habitual entre
los soldados, pero que ninguno de los dos comparte como sistema de vida.




40.-

“Son las emociones las que nos permiten
afrontar situaciones demasiado difíciles como
para ser resueltas con el intelecto”.

Daniel Goleman: “Inteligencia
emocional”.


En el aeródromo británico, cerca de Naours la vida, con grandes
cambios, continúa. El aeropuerto ha crecido en extensión, en número de
personas y se ha triplicado el número de aviones, de los cuales un gran número
son ya los Sopwith triplanos con cierto parecido con el triplano alemán el Fokker
Dr.1, y los recientes modelos del Sopwith Camel. El número de barracas y
oficinas se he incrementado, así como el de talleres y hangares. Hay dos
escuadrones independientes y una unidad de observación recientemente añadida
y con carácter autónomo.
Joshua Wilkinson, ascendido a comandante, ha dejado de volar
temporalmente desde que consiguiera aterrizar en un prado en zona británica,
herido y con el avión lleno de agujeros, con serias averías en motor y estructuras,
tras ser atacado por tres albatros en una rueda que no le permitió casi ni
defenderse ni huir. Con el motor parado y humeante, realizó una caída en hoja de
árbol, simulando haber sido derribado, por lo que no fue perseguido. Cerca del
suelo, pudo enderezar en el último momento y realizar un aterrizaje forzoso.
Herido de bala en un brazo, y con una pierna rota tras capotar durante el
aterrizaje, ha permanecido dos meses en un hospital. De momento, carece de
permiso de vuelo hasta que se recupere por completo, por una rodilla limitada en
su recorrido. Mientras, dirige la organización de la escuadrilla y el
mantenimiento mecánico de la misma.
Su puesto de jefe de escuadrilla lo ha tomado el capitán John Mortimer,
que ha regresado de la escuela de vuelo junto con su inseparable “Phil”,
ascendido a teniente. De los pilotos de los primeros tiempos, en realidad unos
escasos meses atrás, varios han desaparecido entre la chatarra y las llamas de sus
aparatos al ser derribados.
Sandy Sander, ascendido a teniente, ha creado un grupo que se ha
especializado en el derribo de globos cautivos de artillería, cada día más
numerosos conforme aumenta el número de baterías a lo largo del frente.
Además de los proyectiles incendiarios especiales en las ametralladoras, ha
incorporado el uso de los cohetes franceses “Le Prieur”, más seguros en
incendiar los globos con unos pocos impactos.
Bill Harriman, el sargento jefe de mecánicos, cuenta con un taller
perfectamente dotado y un gran número de mecánicos altamente especializados
que, en ocasiones, recibe aviones de otros aeródromos con menores
posibilidades. La guerra, como siempre sucedió a lo largo de la historia, ha
hecho avanzar la tecnología a un ritmo muy diferente al del tiempo de paz,
basado en el hecho, natural y aceptable, que cuando llega la guerra, centenares
de cerebros, con capacidades especiales, se centran en buscar, inventar, mejorar
o crear nuevas armas capaces de matar, mejor, más rápido y a mayores
distancias.
El sargento piloto Herbert Nixon, herido en varias ocasiones, con
acertados aterrizajes que han salvado su avión en circunstancias que sólo suerte
y habilidad lo justifican, con cuatro derribos en su haber, lleva un tiempo en el
que todos son conscientes que algo extraño le ocurre. Se ha vuelto silencioso, se
aísla de los compañeros.
Al volver de una misión, se le confirma su quinto derribo, lo que le
convierte en un “AS” y le vale el ascenso a subteniente. Sin embargo, su extraña
conducta no cambia, sino que se incrementa.
--Alguien sabe que le ocurre a Herbert --Pregunta John durante la cena
en la que no se ha presentado, una noche más.
--Está muy raro desde hace un tiempo, como todos hemos notado.
--Pero… ¿alguno sabéis la causa?
--Lo he intentado, siempre ha sido muy amigo y hablábamos de muchas
cosas. Pero últimamente me cuesta trabajo hasta que me responda cuando le doy
los buenos días. --Indica Shorty.
--Lo mismo puedo decir --aporta Phil--. No consigo hablar con él más
que palabras sueltas. Creo que precisaría un permiso largo, antes que se
desquicie más.
--¿Crees que está desquiciado?
--No se muestra nervioso; combate muy bien, igual que siempre, pero
hay algo en su mirada, huidiza, triste y lo peor: no te mira a los ojos como ha
hecho siempre.
Joshua queda en silencio por un momento, pensativo mientras bebe
lentamente de su vaso de vino. Al cabo, indica.
--Voy a pedir un permiso especial para él. Todos sabemos que unos días,
incluso unas horas, lejos del puesto de combate, tiene una acción relajadora clara
y a la vuelta eres una persona nueva. Voy a pedir dos semanas para él.
--Creo que es lo adecuado. Para mí que Herbert tiene su vaso de aguante
en el borde y cualquier día se le va a derramar. Creo muy adecuada tu idea de un
permiso. Trata de acelerarlo. --Insinúa a su superior Sandy Sanders.
Unos pocos días después, al regresar de un vuelo, en el que ha derribado
otro avión alemán, su sexta víctima, es manifiesto su extraño estado de ánimo.
Baja del avión y ni siquiera habla con el mecánico que espera su informe por si
hay alguna anomalía que haya apreciado durante el vuelo. Éste, acude de
inmediato a su jefe, Bill Harriman con el que lo comenta.
--Señor, el sargento Nixon está muy raro. Se ha bajado del avión y no
me ha hablado, ni me ha mirado cuando le he preguntado sus novedades y ni
siquiera ha encendido el pitillo como siempre hace. Se ha ido casi corriendo
hasta su barraca.
--Estará cansado o tendría la vejiga llena.
--No señor, le conozco bien, hablo siempre mucho con él y hace ya días
que le encuentro claramente raro, muy ido; no es él, y me preocupa. Y no es
miedo, el miedo ya lo he visto en otros pilotos y es muy diferente.
--¿En qué?
--El miedo es un veneno durante el combate, y a veces más aún antes de
él. Lo sé pues lo viví cuando estaba en las trincheras hasta que me llamaron pues
necesitaban mecánicos. Pero no lo es después, cuando todo se calma, el miedo
también se calma.
--Entonces… ¿Qué es lo que le pasa?
--No lo sé. Pero algo le pasa. Sube al avión para salir, y no le veo
miedo. Hoy ha derribado otro avión, luego no tenía miedo, supongo; es cuando
vuelve cuando se muestra raro, pero no es miedo. Es otra cosa, estoy seguro.
--Gracias. Voy a hablar con el comandante. Revisa su avión aunque no
te haya dicho nada, puede que tenga algo.
Bill se dirige en directo al despacho de Joshua. Son amigos hace
tiempo, independiente de los diferentes grados militares. Como siempre, la
puerta de acceso del despacho se encuentra abierta para atender todo lo que
ocurra en el escuadrón.
--¿Da su permiso, Señor?
--Pase usted, Bill. ¿Qué ocurre?
--El mecánico del sargento Nixon me dice que se encuentra preocupado
por él pues lo nota muy raro: ni le habla ni le contesta. Y añade, ¡que no es
miedo!
--Gracias. Ya lo hemos notado y estamos en ello. Aunque la más antigua
e intensa emoción del humano es el miedo, hay otras cosas o situaciones
personales que pueden trastornar a una persona.
--Si no le parece mal, ¿Qué piensan hacer?
--Vamos a conseguir un permiso de un par de semanas.
--No soy quien para contradecirle, señor. Perdone, pero creo que no
debería volar, y tendría que verlo el médico. Me recuerda a algo que viví en el
taller hace años.
--Bien. Voy a hablar de esa posibilidad con el doctor. Creíamos que era
cansancio, pero indicas algo en lo que no habíamos pensado. Gracias, Bill.
--A sus órdenes, Señor. --Y se marcha.
Joshua queda pensativo. En realidad no sabe que hacer. Prohibir a un
piloto volar, es siempre de las cosas que más le duele a aquellos para los que la
mitad de su vida es volar. ¿Cómo decirle, el mismo día de su sexto derribo, que
se quede en tierra? En realidad hace días que no lo ve por diversas razones,
propias y las del piloto Nixon que no aparece por el comedor.
--Iré a verle y según lo que vea tomaré una decisión. --Dice hablando
consigo mismo en voz baja.
Y se encamina hacia los barracones de los pilotos. En el largo pasillo,
con puerta a ambos lados, hay una etiqueta pinchada en cada puerta con el
nombre de su usuario. Sabe el lugar que ocupa, por lo que no las lee,
ensimismado como va en el problema que le lleva allá. Llama a la puerta con los
nudillos, y tras realizarlo dos veces, sólo escucha un gruñido, más que una voz
articulada, que surge del interior.
--Soy el comandante Mortimer, ¿puedo pasar?
Un nuevo gruñido desde el interior, es aceptado por Joshua como una
aceptación, por lo que acciona la manilla y penetra. Herbert está tumbado en la
cama y fuma con fruición, pues da dos chupadas mientras penetra. En la mesilla
hay una lata de alimentos, en la que rebosan las colillas.
--Enhorabuena por tu nuevo derribo.
--Era un bisoño, dominado por el miedo. Al perder la vida también ha
perdido el miedo, tal vez le haya hecho un favor.
Joshua, ante una respuesta lógica en parte, no deja de apreciar el asomo
de amargura que encierra.
--¿Qué tal te encuentras? No pareces muy alegre en los últimos tiempos.
¿Te ocurre algo?
--Cada vez la lección que se aprende es más dura. Hay que crear un
mundo en el que se pueda vivir.
--Por eso luchamos, hay que hacerlo para ganar la paz.
--La paz. ¿Qué es eso? Nosotros, lo que luchamos, estamos todos
muertos para la paz. Los que sobrevivamos a la guerra, estaremos muerto para
esa paz.
--¿Por qué crees en esa idea? Es muy extraña.
--Estoy harto de un mundo en el que las personas han de morir porque
muchos no saben cómo han de vivir.
--He pedido para ti un par de semanas de permiso en París. Creo que
estás cansado y necesitas unas vacaciones. Mañana descansa, no vueles.
--Me da igual volar que no hacerlo. Quizás volando, un afortunado
alemán pilote mejor que yo y se acaben así mis angustias.
--¿Estás angustiado?
--No lo sé. Pero todo me da igual: vivir, morir, matar, lo que quisiera es
poder dormir.
--¿No duermes bien?
--Ni bien ni mal: no duermo.
--No vueles mañana. Es una orden.
--Me da igual.
--Te mandaré al médico para que te dé alguna pastilla para que duermas.
¿Te parece bien?
--Me da igual. Todo me da igual.
--¿Te puedo ayudar en algo?
--Sí, que me dejen todos en paz.
--Hasta luego. Espero que duermas bien esta noche.
--Cómo si eso resolviera algo. Adiós. --responde y enciende otro pitillo.
Joshua sale y se encamina directamente al botiquín. Como le coge de
camino, se acerca a los talleres para dar órdenes a Bill, el jefe de los mecánicos.
--Sí, mi comandante.
--Que el avión del sargento Nixon no pueda volar mañana. Inutilízalo de
alguna forma para que no arranque. Tenía usted razón, no se encuentra bien. Voy
a ver al médico. Por lo que me ha dicho, no duerme nada. Suficiente para estar
alterado.
--Mi comandante, creo que hay algo más que no dormir. --Asegura
Bill.-- Eso es consecuencia del problema, y no la causa.
--¿Sabes de medicina para afirmar algo así?
--No señor. Pero viví de cerca algo parecido, y recuerdo, aunque era
apenas un niño, ese comentario que he dicho. Y pocos días después se lo
llevaron a un manicomio. Y nunca se recuperó del todo.
--Espero y deseo que te equivoques.
--Yo también, señor.
--Estamos a solas, deja el señor, que me angustias.
--Es difícil suprimirlo, señor. Sólo soy un sargento.
--Haga lo que quiera. Gracias, voy a ver al médico. No olvide lo del
avión.
--No señor, aprovecharé para hacerle una revisión fondo y cambiar las
bujías.
Joshua entra en el botiquín. El Dr. Schneider, sentado tras su mesa, lee
un libro, una conducta habitual en él, pues siempre que lo ve, o se encuentra
leyendo o lleva un libro bajo el brazo. Es un hombre de mediana edad, con el
mismo grado de comandante, por lo que se deja de formalidades y entra en
directo con una broma en la boca.
--Conocí una vez a un medico, que de tanto leer, se le secaron los ojos.
--Joshua, no eres nada original. Se lo has copiado a Cervantes, pero a
Don Quijote se le seco el cerebro.
--Sería que lo tenía; quizás no tenía ojos.
El medico se ríe a carcajadas, pues ha ido a presumir y la respuesta le ha
dejado al descubierto y sin contestación adecuada.
--¿Qué trae por aquí a tan gran piloto? Si crees que voy a darte ya
permiso para volar, te equivocas. Todavía cojeas. Por tanto: castigado en la
escuela como los niños malos. --Y vuelve a reír pues considera que ha superado
su fallo anterior.
--Tienes razón. Casi siempre eran profesores injustos lo que castigaban
a esos pobres niños maltratados por ser demasiado listos para el profesor.
--Nunca lo había visto de ese modo. Pero es posible.
--¿Hacemos las paces? --Responde Joshua tratando de terminar con los
preliminares e ir a lo que más le interesa.
--¿Si te rindes?, desde luego.-- Dice el médico sin dejar de reírse, pues
en cada ocasión que hablan, suelen tener divertidas batallas dialécticas, en las
que nunca queda claro quien es el más ingenioso.
--Me rindo. Has ganado.
--Bien, no ordenaré que te azoten. ¿Qué te trae? Sospecho que algo
serio. Si no, no aparecerías por aquí.
--Uno de mis pilotos creo que tiene problemas psicológicos.
--Excitado o deprimido.
--No duerme nada. Y está muy raro.
--Raro en qué. ¿Qué es lo que hace?
--No habla con nadie. Hoy ha obtenido su sexto derribo, o sea, que esta
muy bien y muy mal al mismo tiempo.
--No es ninguna novedad. Hace un año que se ha aceptado por el
RACM[32] la existencia de fatigas de combate, a las que ahora llaman “Neurosis
de Guerra”, y hay ya lugares en las que se investigan y se tratan con médicos
psiquiatras que se están especializando en ellos.
--Pues creo que tendremos que enviarlo a uno de esos sitios.
--Menos mal que se están aceptado estos cuadros, pues hasta hace poco,
la idea es que eran cobardes, y en, digamos algunos casos, el oficial ante un
soldado bloqueado en un avance, le ha pegado un tiro, que es lo ordenado.
--No es el caso. Ya ves que hoy ha derribado un Albatros alemán.
--¿Cuándo quieres que le vea?
--Cuanto antes. Mañana he ordenado que no vuele, por tanto estará en la
base todo el día. Mándalo llamar y habla con él. Con lo que sea, me informas y
tomamos la decisión que consideres oportuna, eres el experto.
--Bien. Voy a estudiar su historial y pediré su hoja de servicios y así,
mañana sabré todo lo posible para el examen. Sé algo de Psiquiatría, por lo que
incluso le haré algunos test básicos. Con la charla y la observación, lo que ya sé
y las pruebas, es posible que pueda saber algo de lo que le pasa. Por cierto,
¿Cuánto tiempo lleva alterado?
--Que lo hayamos notado con cierta claridad, poco más de dos semanas.
--Ya veremos. Pero seguro que lleva más tiempo, pues este tipo de
cuadros, pasan por un tiempo en el que no dan señales. Cuando lo hacen, la
situación suele estar avanzada y tan clara, que hasta los profanos la veis. Te iré a
ver cuando tenga conclusiones, lo que no será demasiado alejado en el tiempo.
Tal vez mañana o pasado.
En la cena en común en la que se reúnen todos los pilotos del
escuadrón, una noche más, Herbert no aparece. Como es algo que hace tiempo
que ocurre, no se le va a buscar, ni se le fuerza a acudir.
A media noche, cuando todos duermen y sólo los centinelas y las
patrullas que recorren la periferia del aeródromo están en vigilia, Herbert sale de
su habitación hablando en voz alta, lo que despierta a los que se encuentran en el
mismo bloque del barracón. Lleva un revólver en la mano, que agita mientras
habla.
--¡Yo no soy un cobarde! --Grita mientras recorre el pasillo con largos
pasos-- ¡Los mataré a todos como a piojos en costura.
Haciendo frases absurdas, comparaciones sin sentido, abandona el
barracón y se dirige a la pista. Camina entre los aviones dispuestos en línea para
salir al amanecer, buscando el suyo. Pero éste se encuentra en el hangar central
con el motor sin las carenas, para hacer una revisión total.
--Me han robado mi avión. Me han robado mi avión. Pero os mataré a
todos, no sois, malditos boches, nada más que piojos y pulgas. Os mataré a
todos. No soy un cobarde. --Y hace varios disparos.
Desde la salida del barracón, varios pilotos contemplan lo que ocurre.
--Voy a ir a hablar con él --Indica Sandy Sanders-- Es amigo mío y me
escuchará.
--Espera. Ha hecho tres disparos. Le quedan otros tres, cuando termine
el tambor, es el momento de ir por él, no antes. Puede matarte si, como parece,
ha perdido el juicio.
La llegada de una patrulla de soldados, con los fusiles dispuestos y que
avanzan en su dirección obliga a actuar al capitán Mortimer.
--Soldados, es una orden. Vuelvan aquí. No es el enemigo, es el sargento
Nixon que ha tomado una copa de más.
Indica el mayor Joshua tratando de mantener una idea comprensible de la
situación, para evitar que los comentarios entre los soldados hagan que se pierda
la autoridad del sargento. Sabe, que unas copas de más, es admitido entre los
soldados como algo entendible. Si piensan que se ha vuelto loco, será para
siempre una rémora que nunca aceptarán sin un juicio peyorativo.
La patrulla duda, queda parada y finalmente bajan los fusiles, hablan entre
ellos y dan la vuelta dirigiéndose al punto en el que se han reunido los pilotos y
parte del personal que se ha despertado. Herbert, grita tanto, que se le entiende
perfectamente en medio del mínimo ruido nocturno del aire al pasar entre las
riostras de los aviones y el susurro sobre la hierba de la pista. En la
semioscuridad de la noche, apenas iluminada por la luz estelar, las siluetas de los
aviones son como fantasmas, una larga hilera sin definir, que se alarga y
desaparece entre la bruma, entre la que se mueve la figura, inquieta y agitada,
del piloto.
Entre las sombras, un perro, uno de los varios que rondan por el
campamento, se aproxima decidido hacia el gesticulante suboficial que lanza un
continuado discurso lleno de insensatez al escaso viento. El perro ladra conforme
avanza, posiblemente un saludo para llamar su atención, y recibir, como siempre
hacen, un poco de cariño del humano. Herbert lo escucha y lo ve avanzar hacia
él con decisión.
--¿Dónde vas, monstruo maldito? ¿Crees que soy un cobarde?
Y encarando el arma dispara contra él. Muy cerca del animal, salta una
nube de polvo y briznas de hierba. Con un grito agudo, el can salta, da la vuelta
y corre con agudos y largos ladridos, perseguido por un nuevo disparo que, como
el anterior, resuena en la noche alargándose por un tiempo.
--Lleva cinco disparos. Le queda uno, y podemos ir por él sin correr
ningún riego --Vuelve a intervenir Sandy Sanders.
--Me han robado mi avión --Grita de nuevo Herbert-- Saben que no soy un
cobarde, y me tienen miedo, y me evitan robando mi avión. ¡Malditos boches!
Los mataré a todos, ¡a todos!
Y dispara de nuevo en dirección al lugar por el que ha desaparecido el
perro. Se han encendido algunas luces y acude más personal que se ha ido
despertando. La llegada del médico del aeropuerto, el Dr. Schneider, hace que
Joshua acuda a su lado.
--Supongo que es el piloto del que hablamos ayer.
--Sí, lo es. Hay que evacuarlo de inmediato.
Mientras hablan, Sandy corre hacia Herbert mientras le habla con voz
potente.
--Herbert, soy Sandy. Voy contigo para ayudarte a luchar contra el
enemigo.
--Vete, maldito boche. Te mataré.
Y encarando el arma hacia el que corre en su dirección, le dispara. El
chasquido del martillo al caer sobre un cartucho inactivo, lo escucha con
claridad Sandy, que se encuentra ya a escasa distancia, y le alivia no escuchar
una posible detonación. Cuando llega a su lado, Herbert se revuelve y le ataca
con el revólver cogido por el cañón. El teniente, con un quiebro, elude el golpe,
y salta sobre él. Herbert se resiste como una fiera acorralada. Y finalmente, ante
su desaforado ataque, le propina un puñetazo dejando caer su cuerpo en el
puñetazo que le lanza al suelo y queda inconsciente en él.
La llegada del resto del grupo, que ha tardado en reaccionar, sólo sirve
para que le ayuden a trasladarlo al botiquín. En él, le administran un fuerte
sedante, y es inmovilizado con correas.
--Hay que evacuarlo a un hospital. Voy a hacer el informe, miraré qué sitio
es el más adecuado para tratamiento psiquiátrico. Y que una de las ambulancias
se prepare para llevarnos.
--¿Vas a ir con él?
--Si se me autoriza, creo que es lo adecuado para hablar con el que lo vaya
a atender y regresar de inmediato. Voy a ver si consigo hablar por teléfono con
alguien, cuando localice el lugar en el que puede ingresar. Es la primera vez que
indago sobre este tema. Pero encontraré lo mejor para él.
--Estoy seguro que lo encontrarás. Con lo tozudo que eres, lo harás. De
todas formas, hablaré con el coronel, pues es el que te puede dar permiso.
Un buen rato después, más de una hora, con Herbert profundamente
dormido, una ambulancia sale en dirección a un centro de psiquiatría militar, de
reciente creación. El Dr. Schneider ha hablado con su colega, le ha expuesto los
hechos, y le envía toda la documentación que hay sobre el paciente, no siendo
necesario que le acompañe, de lo que se encargan dos sanitarios, con una dosis
de sedante por si, dado que el viaje es largo, se despertara por el camino.
Para entonces, apenas si queda un corto espacio de tiempo antes que la
oscuridad total, previa a la alborada, inicie la vida en el aeródromo. Es un día
más de combate para el que todos se preparan. El olor de las grandes perolas
haciendo café y el sabroso aroma del pan en los hornos, azuzan el olfato de todo
el personal que se pone en movimiento para enfrentarse con otro día más.



41.-

“Veo a los más ilustres cerebros
del mundo inventar armas y frases para hacer posible
la guerra durante más tiempo y con mayor
refinamiento”.

Erich María Remarque: “Sin novedad en el
frente”.


Chester, al mando de la batería S-230, lleva días y noches sin descanso
en una continua acción contra los puntos que se le indican desde el centro de
mando de artillería. Es Wenda la que le aporta los datos, aprovechando el
momento para intercambiar una breve conversación de tipo personal.
La ofensiva, a pesar de las grandes cantidades de hombres que se
queman en el frente como polillas cerca de una llama, y los millones de granadas
que recorren el cielo en ambas direcciones, está convirtiendo la zona en un
Armagedón[33] que parece no tener fin pues no avanza en ningún sentido.
Progresos y retrocesos se suceden sin más lógica que causar la muerte de miles
de soldados por ambas partes.
Una continua llegada de hileras de camiones cargados de granadas para
las diversas baterías de la zona, son casi la única distracción que les saca del
monótono cañoneo al que se ve obligado a atender.
Un fuego contrabatería, al atardecer de la jornada anterior, ha roto el
aburrimiento durante casi media hora, sembrando de metralla la zona e hiriendo
a dos de sus hombres que han sido rápidamente evacuados. Le llegan de
inmediato las coordenadas del origen de los disparos que reciben, punto en el
que concentran el tiro varias de las baterías de la zona que, un rato después dejan
de dispararles. Al final de la tarde llegan los nuevos artilleros de reemplazo. Y
con ellos han llegado, en varios camiones, un gran número de zapadores. Éstos,
tras instalar sus tiendas, han iniciado la construcción de varios refugios en los
que puedan guarecerse el personal humano que atiende las baterías.
La concentración de todos los cañones de la zona, han acallado el fuego
que recibían de diversos puntos de la zona alemana. Varios grandes aviones
Gotha, han bombardeado, de noche, la zona antes que el fuego antiaéreo y los
cazas derribaran a uno de ellos y hecho huir a los demás. No muy lejos, el avión
derribado ha estado, tras un gran explosión de sus bombas y carburante, ardiendo
y humeando durante horas. La llegada de dos camiones al amanecer con
personal especializado, ha terminado apagando el fuego y ha recogido los
calcinados cadáveres de los tripulantes, llevándose los fragmentos de algunos
puntos del avión susceptibles de ser analizados y dejando el resto como un pecio
terrestre cuya cola, chamuscada pero mostrando todavía la cruz gamada de gran
tamaño que se adivina entre los restos del timón de profundidad, que sigue
elevada como una plegaria hacia el cielo.
--Teniente, --Indica uno de los enlaces de la batería-- Le llaman al teléfono
desde el centro de comunicaciones.
Chester, que sobre el plano se encuentra calculando los datos precisos de
los puntos a bombardear según el plan del día que le han comunicado, para
pasarlos al apuntador que, con las cifras en altura y dirección, debe realizar el
ajuste. Cuando el disparador tire del tirafrictor, no tendrá ni idea de hacia donde
está lanzando los proyectiles.
--Vaya mañana que llevamos. Al menos escucharé la voz de Wenda.
¿Espero que sea ella y me alegre la mañana? --Va hablando solo mientras el
soldado alza las cejas al observar su conducta.
--Teniente Chester Potter, Batería S-230. A la escucha.
--No existe ningún teniente con ese nombre. En mi lista sólo encuentro al
Capitán Chester Potter. --Escucha la voz de Wenda con tono festivo--
Enhorabuena, mi amor. Te han ascendido por tu buena puntería. ¿Supongo que
será el motivo, o es que te dedicas a la política últimamente ya que no te puedo
vigilar?
--¿Es una broma de las tuyas? Por cierto: ¡Te quiero!
--No, es en serio. Te llegará el nombramiento con la munición de repuesto,
ya en camino, con algo más. ¿No tienes curiosidad?
--¿Qué más?
--Te llegan cinco cañones más y sus dotaciones, y tropa para protección,
pues hay unidades que se han infiltrado y tratan de acallar las baterías, pues, se
supone que les estáis haciendo daño.
--Bien, pero me lo podrías repetir, pues el ruido no me ha dejado escuchar
casi nada.
Escucha carcajadas a través del teléfono, antes de poder oír de nuevo la
voz de Wenda.
--Ese truco es muy viejo. Lo usáis todos los oficiales de las baterías. Tengo
tres que cada vez que hablo con ellos se me insinúan de forma manifiesta, me
dicen que están enamorados de mi voz melodiosa y me piden en matrimonio.
¿Qué vas a hacer?
--Pásame sus coordenadas, que los bombardeare ahora mismo.
--Jesús, que fiera… --escucha de nuevo sus carcajadas antes de seguir--
¿Tanto me quieres?
--No te quiero. ¿Qué te has creído?
--¿No? Entonces…
--Te amo, que es mucho más que querer. Quiero a mis cañones. Pero, digo,
por tanto lo tuyo debe ser más: es amor.
--Yo también. Te dejo, que viene el supervisor. Es un amigo, pero no debo
abusar de su confianza en mí. Enhorabuena, Capitancito mío.
Y todavía, antes de escuchar el chasquido del corte, puede oír unas pocas
carcajadas más. Agita la cabeza ante la nueva situación que le crea el ascenso.
Más cálculos, más tropa, más responsabilidad. Y sus granadas matarán a más
personas de las que nunca sabrá nada, ni ellas de sus escrúpulos, cuidadosamente
guardados en su interior, pues si los aceptó cuando inició el curso, no es hora de
hacerse reproches en la actualidad. Es consciente que el valor de las cosas lo
cambian las circunstancias, ya que las cosas no tienen otro valor que el que los
humanos les damos. Y el ascenso no significa demasiado para él. Sólo un
bordado más en las hombreras, y unos peniques más en una soldada que no
tiene, de momento, posibilidad de gastar
La conversación con Wenda le ha animado. Se dice cada día que eligió
bien a una mujer con sentido del humor, con una alegría y temple imperturbable,
como demostró cuando quedó enterrada en su puesto de comunicaciones y lo
aceptó, imperturbable, ayudando a las demás muchachas, menos seguras y con
menor disposición para las adversidades, que todo era posible y que morir es
sólo un peldaño más en el camino a recorrer.
Para Chester queda claro y es evidente, que el enemigo conoce la
ubicación del numeroso grupo de baterías que hay en el sector. Por las noches,
ya ha mandado varios informes, tienen solitarias visitas de aviones de
reconocimiento nocturno. Son aparatos que, en la oscuridad de la noche, buscan
información lanzando bengalas de combustión lenta colgados de paracaídas que,
en sus oscilaciones, cambian las sombras en un recorrido imprevisible. Los ha
podido observar mientras sigue el movimiento de los reflectores buscándolos y a
la flak seguirlos con sus disparos que parecen cohetes de fiesta, de escasa
duración luminosa, que siembran el cielo de puntos resplandecientes en una
búsqueda casi siempre infructuosa. El avión, en lo alto, revolotea como una
libélula, con movimientos lentos mientras no ha sido localizado. Al disparar
sobre él, se escucha acelerar el motor, sus movimientos se hacen rápidos hasta
que, picando, adquiere velocidad y desaparece como una avispa cuando se le
agita algo cerca de ella, y los reflectores, largos colmillos blancos que buscan en
vano, parecen acabar cayendo a su origen luminoso como si la luz se desplomara
desde el cielo.
Al amanecer, la llegada de varios camiones, tras un deambular por la
zona, desorientados, acaban recalando al pie de su zona. Traen cinco cañones
nuevos, a estrenar por su aspecto, que descargan y arrastran hasta el lugar que les
señala y en el que tendrán que preparar las cunas de asentamiento. Con ellos
vienen las dotaciones y una sección de ANZAC que van a ser la cobertura de la
zona. De inmediato, los neozelandeses inician la preparación de sus trincheras y
pozos de tirador al mando de sus propios oficiales, con los que toma contacto. El
teniente Van der Rest, de origen holandés, que manda el transporte, le entrega la
documentación de los cañones y un abultado sobre del estado mayor en el que, al
tocarlo, reconoce por el tacto que son sus nuevas hombreras, otras insignias y el
nombramiento. El alférez Charley Mulligan, que es el nuevo oficial a sus
órdenes, se presenta y le entrega su documentación.
--Alférez Mulligan, a sus órdenes Señor. Enhorabuena por su ascenso.
--Gracias. Me alegro de tenerle conmigo. Aquí somos poco
ordenancistas. Lo importante es hacerlo bien, estar cómodos y vivir lo mejor
posible en los ratos que podamos. Los muchachos son muy buenos en su trabajo
y disciplinados. ¿Conoce bien a los que trae?
--Sí, mi Capitán. Llevamos juntos un mes, en Etaples, donde los he
preparado, y creo que demostrarán lo que valen cuando nos ponga a prueba,
Señor.
--¿De dónde es usted?
--De Yorkshire, Señor. ¿Y usted?
--Del condado de Kent. Deja, por favor, el señor para cuando no haya
más remedio. La disciplina se muestra en el trabajo, y en la vida cotidiana. Y
entre los oficiales, para ti soy Chester. ¿Entendido?
--Charley para ti, Chester. Gracias. ¿Órdenes?
--Es una buena hora para instalar la nueva batería. Hagamos los
asentamientos, y dejemos todo dispuesto para poder ajustar el tiro, regulándolo,
pues son piezas nuevas.
--No son nuevas. Llevo un mes disparando con ellas, no demasiado,
pero han sido cien disparos reales por pieza en el campo de entrenamiento de
Etaples. Vienen ajustados, y corregidos los equipos de puntería. Solo hay que
asentarlos con la burbuja a cero y alinearlos con la brújula, y estarán listos para
hacer fuego.
--Nos llevaremos bien. Te presentaré al otro alférez, muy listo también,
de modo que seremos un equipo muy eficiente. Volverá en un momento, está con
los zapadores preparando un refugio, con una sala cómoda para nosotros y que
nos sirva de comedor.
--Una gran idea, podemos estar aquí algún tiempo. Aunque,
confidencialmente, y no soy un pesimista, no van las cosas nada bien en la
ofensiva.
--¿A qué se debe?
--El armisticio de los alemanes con Rusia, ha permitido que venga hacia
aquí todo lo que tenían en el frente oriental.
--Sí, lo había oído. --Acepta Chester.
--Pues les está llegando todavía mucho más. Sospecho, con base, que en
cualquier momento serán ellos los que iniciarán una contraofensiva, que nos
puede hasta echar hacia el Sur.
La llegada del Alférez Adam detiene la conversación. Ambos se
presentan, establecen el número de promoción, y queda claro que Adam
Vickquemans, es el alférez más antiguo, por lo que queda de segundo al mando
de la batería.
--Chester, --dice el recién llegado-- puedes ir a ver lo que están
haciendo los zapadores, por si quieres hacer algún cambio. Un poco de vino, un
par de botes de mermelada y unos cigarritos, y los zapadores nos han ampliado
un poco más lo que veía en el plano que traían.
--Buena idea. ¿Es mucho?
--Sí, pues algo más de espacio, no nos estorba. De modo que tendremos un
rinconcito muy acogedor, y nos lo han reforzado con marcos y abundantes piezas
de través en el techo, por si cae por aquí algún pepino despistado, que nos se nos
hunda.
Hay un momento de conversación, en el que hacen planes y los tres se
reparten el trabajo. Se inician los asentamientos de las piezas nuevas, las
conexiones telefónicas, la ubicación de las granadas, a distancia de seguridad de
los cañones, pero lo suficientemente cerca para poder servirlas con rapidez.
Chester, que ha dejado al alférez recién llegado que lo organice todo
para poder observar su eficiencia, acepta que tiene un equipo de muy alto nivel.
Cuando termina y tiene todo a su gusto, con todo su equipo, se acerca a Chester.
Saluda e indica.
--Señor. Batería S-231, a sus órdenes. Todo dispuesto para hacer fuego
si se me autoriza.
--Puede hacerlo, Alférez. Así veré su eficiencia. Prepare todo, Le daré
coordenadas y tomaré tiempos. Voy a solicitar permiso, y que controlen el ajuste
del tiro al objetivo.
Los servidores de la otra batería, atentos a los nuevos, pues ya han
aceptado que tendrán que competir con ellos en eficiencia, acuden para ver el
espectáculo que supone contemplar a cinco piezas ajustando el tiro, cargando y
disparando a máxima velocidad.
--Veamos que son capaces de hacer estos “cabezas de pólvora” que no
sea presumir --Indica el sargento artillero Luke Morrison.
Los soldados gritan durante un rato, mientras se espera, el mote de los
artilleros, en un repetitivo “cabezas de pólvora” que tiene el objeto de ponerlos
nerviosos, para que les afecte en la prueba a realizar. Pero el alférez que los
manda, que ha sido artillero antes que oficial, ya les ha expuesto todo lo que
sabe de determinadas situaciones, basadas en lo que le enseñó su padre hace
años, y lo que la vida le ha mostrado en su periplo y de la que ha aprendido.
Charley, sonríe ante lo que sucede, quiere observar si una de las
lecciones que les diera, no dedicada a la técnica, sino a la vida, les ha servido de
algo. Aún recuerda el día, con un cielo gris mortecino, con una llovizna fina pero
aparentemente inacabable, con todos ellos sentados en el suelo de un barracón
vacío, entre otros muchos temas que trató, le dijo:
--Cuando alguien se meta con vosotros y os pongan un apodo, un mote,
fijaros bien en lo que os digo: si os gusta, enfadaros, os quedaréis con ese mote.
Pero si os disgusta, alegraros y mostrar alegría, pues eso hará que os quedéis sin
él. La gente es contradictoria, lo que más les gusta es molestar. Os será muy útil
en la vida. A mí me lo ha sido.
Recuerda además, que en Etaples, el día de la graduación de todos ellos,
ya vivieron la misma situación, cuando estaban sometidos a la tiranía del los
cronómetros del mando de artillería. En aquella ocasión, tardaron en reaccionar
y tuvo que recordarles lo que les había dicho. Ahora los observa sin intervenir.
Los jóvenes, al igual que los niños y los pájaros, hay que dejarlos que vuelen
solos y la realidad les haga aprender las lecciones.
Y una sonrisa le llena el rostro cuando, sus soldados y suboficiales, sin
perder los sitios exactos en torno a las piezas, saludan sonriente a los que
vociferan, en una demostración clara que les agradecen el detalle, lo que hace
que, rápidamente, la voces se vayan apagando y vuelva el silencio.
Chester vuelve, da las coordenadas, mira el reloj y hace sonar el silbato
que lleva en el correaje y que pone en acción a todos los miembros de la batería.
La demostración es clara. Alineación rápida adquiriendo la puntería en
un tiempo normal, y rapidez de tiro de igual nivel. Los cinco disparos por pieza
se realizan con total perfección, siendo observados por los componentes de la
otra batería, que les aplauden tras el último disparo. Todo el grupo que acaba de
actuar, tras el aplauso saluda como si en un escenario hubieran realizado una
función, y se mezclan entre ellos conociéndose. Chester acepta que dentro de las
dificultades que de por sí ofrece la guerra, está teniendo suerte. Conocer a
Wenda, el ascenso inesperado, y la dotación de hombres que le ha
correspondido, es una situación que puede hacer la guerra algo menos
desagradable de lo que ya por sí misma es.
La confirmación de la exactitud del tiro llega por teléfono poco después.
Chester, que sabe que esperan unas palabras, lo hace reuniendo a todos sin
hacerlos formar, sino estableciendo un corro a su alrededor.
--Me siento muy satisfecho con todos ustedes. Me confirman que el tiro
realizado ha sido perfecto, ajustado y con una rapidez de batir la zona sin un
fallo. Me han dicho que les felicite, y eso hago. Esta noche tendremos una fiesta
para celebrar su incorporación a nuestro grupo, celebrar mi ascenso, que no
esperaba, y empezar a vivir nuestra vida de grupo, pues a partir de ahora seremos
una gran familia.
Por la noche, abre la despensa, saca ron, que se reparte, para celebrar su
ascenso, en medio de la algarabía de los soldados antiguos, de los recién,
llegados, a los que se suman, ante el jolgorio, los neocelandeses más cercanos,
siempre dispuestos para las fiestas y las peleas, y los zapadores que hay por la
zona. Mientras el nivel de alegría, canciones y un concurso de pulso entre los
más fuertes, Chester se aleja hacia el rincón en el que se encuentra el teléfono,
deja libre al que lo controla para que acuda a la fiesta y llama a Wenda.
--Por favor señorita, soy el Capitán Potter, batería S-230. Querría hablar
con la teniente Allison.
--Sí, mi capitán. Enhorabuena por su ascenso. Un momento, le aviso.
Un breve lapso y después escucha la soñolienta voz de la muchacha.
--Sí cariño. ¿Es que ya no voy a poder ni dormir?
--Pues no. Estamos celebrando mi ascenso.
--Me lo imagino, por el escándalo que escucho. Seguro que está
corriendo el ron. ¿Tienes ya las hombreras?
--Sí. Venían con el nombramiento y la decoración para la gorra de plato
y también el uniforme de combate y todas esas cosas de uniformidad.
--¡Que bien! Tengo ganas de besar a un capitán, nunca lo he hecho.
--¿Sólo besar? --Inquiere Chester tratando de llevar la conversación a
unos derroteros en los que sabe que ella no se echa atrás.
--Lo que se tercie. ¿Es que no puedes pensar en otra cosa?
--Como estás lejos, sólo lo puedo pensar.
--Ya, por teléfono no sabemos hacerlo. Pero todo llegará. Recuerda que
tenemos un permiso pendiente para cuando termine la ofensiva.
--Haré todo lo posible para que se rindan los alemanes. Ahora, con el
doble de cañones, espero que pueda colaborar un poco más a ello.
--Intenta, intenta. Tendrás premio si lo consigues.
--¿Tuyo?
--No, del Estado Mayor del IV Ejército al mando del General Sir Henry
Rawlinson. --Responde de corrido Wenda pues saberse todos esos aspectos es
parte de su trabajo.
--Sí, un hombre muy conocido en su casa a las horas de comer.
--¿A las de dormir no?
--Eso es muy íntimo. No me ha contado nada. --Responde Chester con
su siempre buen humor a flor de piel.
--¿Has bebido? Estás muy alegre para ser tan tímido habitualmente.
--Sí, pero mi timidez está desapareciendo desde que te conozco.
--A mí no me eches la culpa si te estás espabilando. Yo soy muy
modosita y refinada.
--Ya. Y no quiero coqueteos con los oficiales de las otras baterías.
Escucha a Wenda reírse, antes de contestar.
--¿Que quieres que haga? Mayor, Tenientes Coroneles y Coroneles, y tú
solamente un pobrecito capitán. Yo también quiero una estrella más en mis
hombros, debo promocionarme.
--Ya te daré yo estrellas cuando te vea.
--Eso, eso. A ver si nos vemos, que te echo mucho de menos. Te dejo,
creo que están todas las telefonistas escuchando.
--Pues se les habrán puesto los dientes largos.
--Eso no lo sé, pero me hacen señas de enhorabuena por tu ascenso, lo
que significa que ya se han enterado.
--Menudas cotorras sois las mujeres.
--Calla, loro, que sólo sabes hablar. Adiós, que me dicen que vamos a
celebrar tu ascenso y también el nombramiento de Alférez del novio de otra de
las chicas. Te amo.
--Te amo. Adiós.
Y Chester escucha el siempre doloroso chasquido del corte de
comunicación. Por un momento permanece atendiendo el teléfono, para dar
tiempo al soldado de comunicaciones que lo atiende, que pueda tomar unas
copas. Mientras espera, enciende la pipa que en ocasiones usa, y contempla
como ha evolucionado su vida desde que comenzara la guerra e iniciara el
cursillo de oficial. Pasar de las aulas de la Universidad, en la que estaba
terminando Física, a ser responsable de la vida de más de cien hombres, es una
carga que ha aceptado y para la que, día a día, se va sintiendo más preparado,
aunque en el fondo de su alma, su natural ingenuidad y timidez, en ocasiones le
asuste ante la responsabilidad que ha contraído.
Encogiéndose de hombros, pues sabe que no tiene escapatoria, hace
señas al telefonista que desde lejos le mira, pendiente de él, y se aleja cuando
llega.
--Gracias Señor. Ha sido usted muy amable en darme la posibilidad de
tomar una copa. Gracias, Señor.
Chester saluda llevando la mano a la sien, y se aleja. Él también
necesita una copa.




42.-


“La Muerte, con su reloj de arena y
su guadaña, envuelta en ropajes negros y con
una capucha que deja el rostro cubierto como
si solo fuera oscuridad, vigila satisfecha que
se inicie el movimiento de los soldados para
recoger la cosecha del día. Sólo visitar las
salas de un hospital de primera sangre, da
una idea clara de lo es la guerra”.

El autor.


--Te encuentro serio. --Indica Molly cuando consigue comunicación con
Peter Brown, su prometido, tras tres intentos de hacerlo en los que siempre se
encontraba operando en el hospital de Primera Sangre.
--No más que otros días.
--¿En qué piensas?
--En nada, pues si lo hago me puedo volver loco.
--¿Mucho trabajo? Que tontería preguntar. Me lo imagino por lo que está
llegando aquí. No tenemos camas, han traído colchones, camillas de transporte
que dejamos en el aire elevadas por cajas vacías de municiones. Han llegado
estudiantes de últimos cursos de medicina para echar una mano a los cirujanos,
incluso sé, se ha comentado, que algunos de ellos, ante las situaciones que se les
presentan, se atreven a operar, con muy buenos resultados.
--Pues aquí tampoco estorbarían. --Acepta Peter.
--¿Cuanto has dormido en los últimos días?
--No lo sé. Pero poco.
--¿Qué es poco?
--Unas escasas horas en los últimos cuatro días.
--No me extraña que casi no te salga nada de tu habitual forma de ser, con
tu vivacidad, alegría y esa voz tan potente y varonil con la que siempre hablas.
Estás hecho un asquito. ¿Qué haces?
--Fumarme un cigarro mientras se llevan al que acaba de morir, antes de
empezar con él. Cuando iba a abrirle le pecho, me ha dicho el anestesista:
¡Déjalo, está ya muerto!
--Ya. Te conozco bien. Te sientes impotente ante tanta muerte como ves
cada día. ¿Es eso?
--Es eso y otras cosas más. Desde que te fuiste, han muerto dos
compañeras tuyas más, cazadas como liebres, en la cuesta que ya conoces. Y
todos los ocupantes de las ambulancias se fueron con ellas.
--Lo sabía. Es mi trabajo saber todo eso, pues tengo que rellenar los
estadillos y pedir personas y material. No creo que me digan nada si escribo en
el informe semanal, haciendo como que soy tonta, --ya sabes que en realidad lo
soy--, y que creo que se encuentra entre mis obligaciones, el indicar las
dificultades que tenéis, y que faltan médicos en tu hospital. A lo mejor os
mandan ayuda.
--Yo ya he informado e insinuado las necesidades. Pero no he obtenido
respuesta.
--Pues yo lo haré. ¿Qué pueden hacerme que no sea que me digan:
¡Métase en sus asuntos!? Ya sabes que, a veces, consigue más un tonto que un
listo.
--Por intentarlo… no estaremos peor que estamos. Y si sale, te compraré
un anillo de brillantes.
--¡Qué listo! Ese me lo debes por ser tu prometida.
--Lo compraré más grande. Estuve el otro día en la tienda de joyas que hay
al lado de los quirófanos, pero ninguno de los que vi, eran adecuados para ti.
Tendré que esperar a encontrarlo en París o en Londres.
--Cualquier pretexto es bueno para no comprarlo.
--Es cierto. No acabo de decidirme a dar ese pasito adelante. Pero que
despistado soy; no tengo que comprarlo. Mi madre, me escribió hace unos días,
preguntando por ti; por cierto que me dice que tiene uno para ti, que era de su
madre, con un peñasco gordo como una granada de artillería.
--¿No será demasiado para alguien como yo? Cuando me vea tu madre, no
le gustaré y dirá que se le ha perdido o que se lo han robado.
--Le gustarás. No insistas sobre ese tema... Lo siento, me hacen señas para
que vaya a quirófano. Te llamaré cuando tenga un rato. Te quiero. Besos.
--Supongo que lo hará, coqueteando, Doreen.
--Olvídala. Hace tiempo que bebe los vientos por otro doctor que ha
llegado y al que consagra todas sus devociones.
--Lo dices para que no me preocupe, pero sé que sigue a tu caza. Y yo
aquí, lejos, sin poder vigilarte ni defenderte.
Peter se ríe antes de contestar.
--Tu amor es mi mejor defensa.
--Al menos he conseguido que te relajes y te rías. ¡Algo es algo! --Indica
Molly.
--Gracias cielo. Voy a ver lo que me ha tocado de la carnicería que está
llegando todo el día. Te amo, adiós.
Llegado a quirófano, puede ver un joven soldado, al que ha dormido el
anestesista. Presenta una herida de gran tamaño en el vientre, en el que asoma un
gran trozo de metralla que, por lo que puede ver, ha debido penetrar
profundamente. En esa primera visión, acepta que ha tenido suerte, y ha debido
llegarle de rebote o cuando estaba perdiendo velocidad por la distancia. La
enfermera está lavando la herida, con un desinfectante y después, mientras se
pone los guantes y una mascarilla, pinta todo con yodo y cubre con paños los
alrededores. La entrada la tiene sobre la zona que se corresponde con el
apéndice. Mientras empuña el bisturí y unas pinzas de disección, para ampliar la
herida, piensa en lo que se puede encontrar por debajo del trozo de metal. No
hay señales de quemadura profunda, lo que le indica que el fragmento no iba
excesivamente caliente.
--¿Qué tal está? ¿Aguantará?
El anestesista se encoge de hombros en un gesto que ya le conoce y en el
que indica, con claridad, que es Dios el que lo controla todo, y que él sólo hace
lo que puede con lo mejor que sabe.
Amplía la herida, dilata con una pinza los tejidos y va bordeando el metal
suprimiendo los tegumentos que se enganchan con las aristas del metal. Por el
tamaño, acepta que corresponde a un fragmento de una granada de gran calibre.
Abriendo las dos ramas de la tijera, y cortando algún tejido que no se desprende,
va liberando la pieza de metal, hasta que finalmente la desprende, echándola
sobre una bandeja en la que resuena en un chasquido metálico. Queda un gran
boquete en el que sangran numerosos vasos que va cauterizando. Tiene el Ciego
a la vista y sobre él se destaca el Apéndice con manifiestas erosiones y un corte
que le hace inviable de dejar. Lo extirpa, hace una sutura de un sector del Colon,
limpia cuidadosamente todo y espolvorea con abundantes Sulfamidas e inicia
una sutura del Peritoneo, cierra la capa muscular y hace una sutura de la piel
dejando un drenaje de crines, antes de tirar los guantes al cesto y marcharse
dejando al ayudante para que termine.
--¿Qué tal está? --Pregunta Peter.
--Bien. Muy estable. Has sido muy rápido, lo que será una gran ayuda.
--A partir de ahora, será Dios el que tome el mando.
Peter rellena el parte de quirófano en la salita de reposo, mientras fuma y
se toma un café de la destartalada cafetera que siempre se mantiene llena y
caliente. Sabe que sólo tiene ese momento de reposo antes que le llamen para el
siguiente herido. A pesar del incremento de médicos y mesas en las que operar,
siempre hay una larga cola de casos graves que hay que intervenir de urgencia
antes de ser evacuado al hospital de Proyart.
--Doctor Brown. --Indica una enfermera al tiempo que le mueve hasta
despertarlo.-- Tiene ya el paciente sobre la mesa.
Peter se levanta, reenciende el resto del segundo cigarrillo que se ha
apagado en el cenicero, bebe lo que le queda de café en la taza, y se encamina de
nuevo a la tienda en la que están los quirófanos.




42.-

“Si uno no entiende a otra persona tiende a
considerarlo un loco. Todo depende de cómo vemos
las cosas y no de como son en realidad. Cuando
alguien tiene una neurosis es comprensible que
realice su análisis; pero si es “normal” no existe
ninguna obligación. Pero puedo asegurarles que tuve
asombrosas experiencias con la denominada
normalidad”.
Carl G. Jung


Herbert Nixon, tras un día de observación por el Dr. Schneider en la
base de Naours, en la que éste ha comprobado que existe un claro desvarío de la
realidad, y tendencia a reacciones de agitación en el piloto, lo ha sedado y es
evacuado a un centro de reciente creación, el UEP, en el que se estudian y tratan
el creciente número de casos de lo que se ha dado en llamar, “Neurosis de
guerra”, una afección que hasta hace escaso tiempo no se aceptaba, Antes, los
afectos en la guerra de cuadros mentales con trastornos de la conducta, llamados
“fatiga de combate”, eran considerados como cuadros histéricos e incluso
manifiesta cobardía, aplicándose tratamientos, si es que se les podía llamar como
tales, absolutamente equivocados, en ocasiones crueles y escasamente útiles.
Incluso con el fusilamiento cuando se les consideraba deserción o fingimiento.
La ambulancia, tras varias horas de viaje, llega a su destino. Es un
lúgubre palacete de varias plantas, paredes oscuras y mal cuidado en el exterior.
Construido en medio de un parque del que quedan restos de parterres en los que
han crecido plantas silvestres, creando un enmarañado trazado de lo que fuera,
antaño, un laberinto de setos en torno a una alberca en la que han crecido plantas
acuáticas y se escucha el croar de las ranas por la noche. El conjunto edificado se
encuentra rodeado por una cerca de mampostería de dos metros de altura, que en
algunos puntos se muestra recién recuperado por el color de los ladrillos. Una
amplia y alta verja de metal, con un cuerpo de centinelas en una pequeña caseta,
controla las entradas y salidas de todo el personal.
A su llegada, la verja se abre tras mostrar la documentación, y la
ambulancia penetra hasta la entrada en la que unos soldados sacan la camilla que
conducen al interior, y suben a la segunda planta al dormido paciente. Un
medico, con una bata blanca sobre el uniforme, que le ha acompañado desde la
entrada, lo examina tras leer el historial que le acompaña, escribe unas notas e
indica al sanitario, vestido de blanco, que le acompaña.
--Haga lo de siempre. Desnúdelo, le pone un pijama y se lleva todo lo que
trae.
--Sí. ¿Le pongo las correas?
--Sí, claro, no sabemos que hará cuando se despierte. Ya veremos que
grado de libertad se le puede dar cuando estudiemos su comportamiento.
Vigílelo con frecuencia y avíseme cuando se despierte.
--De acuerdo.
Herbert, dormido profundamente por los sedantes, queda con correas que
le fijan a la cama por las muñecas y los tobillos.
Son casi veinticuatro horas, muchas más que las que le corresponden por
los sedantes, antes que rebulla y llame hasta que el sanitario acuda a su lado.
--Vaya, ya era hora que se despertara la “bella durmiente”.
--¿Dónde estoy?
--En la UEP número uno.
--¿Y eso que es?
--Una clínica para estudiar trastornos nerviosos. La Unidad Especial de
Psiquiatría.
--Suena muy bien. O sea… un manicomio.
--No, en absoluto.
--¿Entonces por qué estoy atado? Puede estar seguro que no muerdo.
--No me lo diga a mí. Sólo soy un sanitario. Voy a avisar al médico para
decirle que se ha despertado.
--Espere. Estoy muerto de sed. ¿Me puede dar agua? Y quiero mear.
--Lógico, lógico. Pero eso lo tiene que decidir el médico. Vendrá
enseguida.
El sanitario sale, cierra la puerta por fuera con llave y se aleja. Cuando
un rato después vuelve acompañado del médico que le vio la primera vez, éste le
observa por un rato antes de hablar en una aparente abstracción.
--Soy el Doctor Whister.
--¿Ese apellido es de origen austriaco o me equivoco?
--¿En que se basa para decir eso?
--Tuve un compañero de colegio que se llamaba así y su abuelo lo era.
--¡Ah! Muy interesante. ¿Qué tal se encuentra?
--¿El abuelo de mi amigo, o yo?
--¿Se ha despertado de muy buen humor? --Pregunta el médico.-- Usted,
pues del abuelo de su amigo hará un tiempo que no sabrá nada.
--Pues ya que pregunta, tengo mucha sed y reventando por orinar y algo
más. Si no lo hago pronto, me va a ocurrir algo parecido al “cólico de las
trincheras”[34].
--Si no puede contenerse, haga lo que le parezca.
--Sí, claro. ¡Aquí, en la cama! Pienso que uno de los dos no está cuerdo
--Indica Herbert.
--¿Qué es la cordura? --Le pregunta el médico.
--Lo contrario a estar loco.
--¿Cree usted que puede estar loco?
--No soy el más adecuado para decirlo. El loco nunca cree que lo esté,
pero es bien sabido que la persona más equivocada sobre uno, es uno mismo. ¿O
no?
--Es usted un hombre lógico. Podría aguantar sus necesidades un par de
horas más sin enfadarse y empezar a gritar.
--¡Gritar? No suelo gritar. Soy bastante equilibrado para los tiempos
endemoniados que corren.
--Si lo suelto ¿qué haría?
--Beber, orinar y mover la tripa. ¿Es lógico… o es parte de mi presunta
demencia?
--Volverá cuando termine o intentará escapar.
--¿Escapar? ¿Es que estoy prisionero? Sé, por lógica, que donde estoy
ni se entra ni se sale si no es con un permiso. Supongo que está todo muy
controlado.
--Suéltelo y le lleva a los servicios. Le espera y le orienta para volver. --
Ordena el doctor Whister al sanitario que le acompaña.
--Muchas gracias doctor. Es usted una persona racional.
--Así, en este primer contacto, le encuentro muy bien.
--Gracias por su comprensión de la realidad.
Sin las correas, Herbert, precedido por el sanitario, recorre un par de
pasillos y entra en una habitación en cuya puerta campea, en gran tamaño, el
número “100”. El sanitario queda fuera e inicia un paseo a lo largo del corredor.
Cuando sale un rato después, comenta.
--Que alivio. Parezco un hombre nuevo. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
--Casi un día durmiendo.
--No está mal. Sólo otra vez he dormido tanto; de niño cuando tuve unas
fiebres muy malas.
--Ya ve, todo tiene una segunda vez. ¿Me acompaña?
--Naturalmente, no tengo nada mejor que hacer. Ahora lo que tengo es
hambre. ¿Cuál es su nombre, pues creo que se va a ocupar siempre de mí?
--Simplemente Frank. Se lo diremos al doctor. Él decidirá.
Cuando entran en la habitación, el médico está escribiendo en uno de
los papeles que contiene una carpeta.
--¿Qué tal se encuentra ahora?
--Con mucha hambre. Parece ser que he dormido más de un día si
incluimos el viaje, aunque no sé dónde estoy.
--Cerca de Beauvais, a mitad de…
--Sé donde se encuentra, he volado sobre esa población. Es grande y
bonita. ¿Podré ir algún día a verla con los pies en el suelo? --Interrumpe Herbert.
--¿Porqué no? Todo depende de usted.
--Menosprecia usted mi intelecto, doctor. No se supedita a lo que yo
diga o haga, sino que se subordina a lo que ustedes interpreten.
--¿Qué era usted antes de la guerra? --Expone con curiosidad el médico,
al que la conducta del paciente le tiene perplejo por la falta de concatenación
entre lo que trae su historia clínica y lo que puede observar en su conducta.
--Estudiante de química en Cambridge, haciendo la tesis, y miembro de
un club de vuelo, por eso me reconvirtieron en piloto militar con un cursillo. Ya
sabía volar, y no lo hacía mal. Al menos eso creo, claro que no soy nada
modesto.
--¿Ha pasado miedo volando y combatiendo en las últimas semanas?
Herbert ríe a carcajadas.
--No, doctor, sé que he estado muy raro, aunque no lo recuerdo bien,
pero hace dos días o tres, -la verdad es que no sé bien en qué día estamos,- he
derribado otro Albatros, creo que es el sexto, aunque hay uno que no me han
reconocido, lo que harían en realidad siete.
--Sí, se le reconoce como muy valiente. Pero cualquiera puede tener una
crisis. Pero, vaya a comer, mañana empezaremos a hablar. ¿Le parece?
--Lo que diga usted, pues para eso es el médico.
--Llévelo al comedor y que le den de comer lo que quiera y le deja
abierto y que se pueda mover por la casa sin problemas. Tráigale su uniforme y
todas sus cosas.
--Gracias doctor. Le aseguro que no haré ninguna tontería.
--Recuerde que su habitación es…
--La 23 --Interrumpe Herbert de nuevo.
--Es usted muy observador.
--Un piloto de caza que no lo es, tiene el vuelo más corto que el de una
mariposa efímera.
--Adiós. Conozca a sus compañeros. Le resultará divertido. Pero sea
prudente. Siga la corriente le digan lo que le diga. ¿Lo hará?
--En la Universidad aprendí muchas cosas, entre otras no enjuiciar por
lo que se dice, ni demasiado por lo que se hace, y menos por lo que se ve. Cada
uno es como es. Y yo, aunque vanidoso, lo reconozco, tampoco soy tonto del
todo.
--Muy interesante. Recuerde que tampoco se puede juzgar por lo que se
intuye. --Le comenta el médico.
--Nunca lo hubiera pensado. --Y se ríe suavemente--. Pero es cierto que
las apariencias también pueden engañar.
--Mañana hablaremos largo y tendido. Por cierto, ¿Es usted casado?
¿Tiene hijos? ¿O es soltero pero tiene novia en casa?
Herbert no contesta. Ha crispado por un segundo el rostro, pero se
repone y queda callado, tras un titubeo. Pero su gesto no ha pasado
desapercibido para el Psiquiatra que está muy atento a todos los detalles. Al
momento responde:
--No, no he dejado nada en Inglaterra.
El médico se marcha, pero por el pasillo escribe en el historial unas
escasas palabras moviendo la cabeza hacia los lados. Poco después, Herbert,
vestido de uniforme sale hacia el comedor donde, con cierta resistencia, le sirven
una copiosa comida de la que deja los platos como si hubieran sido recién
lavados. Después, sin prisas inicia un periplo por la planta baja, observando que
hay toda clase de oficiales, de distintos cuerpos y con los más diversos grados,
pero ni un solo soldado.
--¿Será que sólo los oficiales nos volvemos majareta? --Habla en voz
alta sumido en sus pensamientos.
--¿Cómo dice, Teniente? --Le interroga un Teniente Coronel con el que
se cruza.
--A sus órdenes. --Y le saluda, cuadrándose.
--¿No sabe que aquí no se saluda? Saludarse entre locos, es de locos.
Herbert contiene las ganas de reírse que le han entrado ante el
comentario.
--Lo siento, señoría. No lo sabía.
--Pues ya lo sabe. Veo que es usted nuevo. Le dejo, tengo una reunión
urgente del Estado Mayor para organizar el ataque a una cota. No le puedo decir
cuál, pues es secreto.
--Por supuesto señoría. No quiero saber nada de lo que no es de mi
incumbencia.
--Desde luego. Es usted aviador, por lo tanto las cosas de tierra no le
conciernen.
Y se marcha apresuradamente, haciendo sonar los tacones de las botas
altas con espuelas. Durante su recorrido por las salas puede verlo caminar como
absorto, con el mismo tipo de paso rápido que hacen resonar el calzado y un
ligero tintineo de las espuelas.
Durante un rato camina por las salas, se siente entumecido, observando
a los que leen, a los que cazan moscas inexistentes, a los que hablan solos en un
discurso que parece no va a acabar nunca y toda una serie de curiosos
personajes, en su mayoría encerrados en sí mismos.
La discreta presencia de sanitarios que parecen ir y venir, le queda claro
que es un modo discreto de vigilar. Deteniendo a uno, le interroga.
--Perdone, ¿puedo salir a pasear por el jardín, he estado un día durmiendo
y necesito hacerlo?
--Desde luego, teniente, le acompaño hasta la puerta. La cena es a las
nueve. No se retrase.
--Volveré antes.
Los jardines, bastante abandonados, invitan en todo caso a tomar un
contacto con una naturaleza indómita que se expande sin que nadie la domeñe.
Corta una rama larga de un árbol, la pela con una piedra y camina golpeando
algún que otro arbusto al azar.
Desde el tercer piso, tras una ventana, el médico que le ha visto y le va a
atender, avisado por el sanitario, le observa sin perder detalle. Siente una
especial curiosidad por el último paciente que le ha correspondido por estar de
guardia. Parece de lo más normal, pero hace tiempo que, como psiquiatra, la
palabra normal no le dice nada. Hasta en ocasiones se pregunta si él lo será, pues
sabe que tiene sus manías, tic, fobias e incluso gente que, sin saber la causa, le
producen desaprobación, y cuya presencia cercana, le hace detestarlos hasta que
se le llegan a hacer insoportable, lo que le obliga a ir a hablar con un colega que
consigue, no del todo en ocasiones, rebajar ese umbral de rechazar e incluso
despreciar a personas con la que ni siquiera ha llegado a hablar.
Sigue el recorrido del teniente, con curiosidad, observando cada
movimiento, cada detención para arrancar una flor, olerla y dejarla entre las altas
jaras silvestres del camino, para seguir caminando despaciosamente y llegar al
borde de la alberca, coger unas piedras lanzándolas para verlas rebotar varias
veces a lo largo de la superficie del agua. Y mientras mira, su mente elucubra sin
palabras, buscando un camino que le oriente para la sesión que tendrá mañana
con él.

¿Cuál será su problema? No es un imitador, ni un cobarde que finge estar
mal para eludir el combate, ni un histérico. Debe ser algo profundo, tanto que ni
él mismo sabe ni es consciente de lo que le sucede. ¿O quizás sí, pero no lo
dice? Soy yo el que debe entrar en su interior y hacer aflorar su problema, y
espero poder conseguirlo. Es evidente que un “As” de la aviación, no se mueve
por el miedo. Si lo fuera habría sido derribado. ¿Será que los hombres que ha
matado, le angustian? Debo investigar por ese camino. Debo mirar si el cambio
de expresión y la respuesta ambigua que ha dado a mi pregunta sobre
sentimientos y posible novia que ha negado, sea la raíz profunda de su
problema. Hay tantas posibilidades que indagar, comprobar y descartar, que
sólo tiempo y paciencia me pueden llevar a la realidad.

Finalmente, ante la conducta tan normal que mantiene paseando por el
jardín, se aleja de la ventana y le deja, sin mirarlo, a su libre albedrío. Y de
nuevo escribe en la historia que tiene sobre la mesa, los postreros pensamientos
que el verlo pasear le han sugerido.




44.-

“La muerte nos sonríe a todos por igual.
Siempre está expectante como una
depredadora que vigila el campo de batalla.
¿Estás dispuesto a devolver la sonrisa
cuando mire de manera especial hacia ti?

J. I. V. M.


Abandonan la villa de Arleux cantando alegremente canciones de
marcha alemanas. Han sido unos días de permiso en los que todo ha sido
libertad, comida, descanso, juego y el suficiente vino francés para olvidarlo todo.
Menos de una hora de camino después, a pesar del traqueteo y los crujidos de los
camiones, el ruido ominoso del cañoneo, olvidado por un tiempo, acaba con las
canciones y les deja sumidos en una angustia que trataban de acallar con un
cigarro detrás de otro. Se encuentran tras sus líneas en un tiempo que les parece
increíblemente corto. Bajan de los camiones y, los soldados se encaminan al
viejo edificio en el que podraá comer y beber. La experiencia les dicta que les
dejarán ociosos por escaso tiempo, y que para cuando emprendan la marcha
hacia primera línea, comer y beber será cuestión de suerte.
Joseph Eickers, acompañado del alférez Müller, se encaminan de
inmediato al puesto de mando para recibir órdenes. Les recibe un teniente
coronel de la división al que no conocen.
--Capitán Eickers, Señor. De regreso del permiso en Arleux.
--Les esperaba. Saldrán esta tarde hacia primera línea. Su comandante,
Diether Zimmerman, tardará en volver, si es que alguna vez lo hace. Su coche,
cuando regresaba de Berlín, fue ametrallado por un avión, cerca ya de aquí, y
tiene heridas para un tiempo. Por tanto, se hace usted cargo de la unidad hasta
que llegue un comandante. A las tropas que trae, unirá el reemplazo que ya ha
llegado para reponer bajas y también de las otras dos compañías que regresan de
permiso de otros sitios y sus correspondientes reemplazos. Es el oficial más
antiguo.
--Lo siento por el comandante. Es un gran jefe, como hombre y como
militar ¿De cuántos hombres dispondré en total, Señor?
--Un batallón completo, con el refuerzo de una sección de
ametralladoras, otra de morteros y llevará dotación completa de munición. Va a
mandar, por un tiempo, a más de seiscientos hombres. ¿Se siente capacitado? ¡Y
déjese de señor cada vez que habla!
--Sabré manejarlo. ¿Qué grado de preparación tienen los reemplazos?
--Hay veteranos de restos de compañías, la mayoría y bastantes novatos
que vienen de la escuela de infantería, preparados en escaso tiempo, que serán a
los que los que los veteranos deberán preparar bajo su dirección, aunque al estar
en línea avanzada, no habrá mucho tiempo para nada. Aquí tiene sus órdenes, los
mapas de la zona, y toda la documentación del personal y material que se llevará
en estadillos. --Le indica al tiempo que le alarga un ajado portamapas de piel
oscura.
--¿Cuál es la situación?
--Muy movida. Hemos parado la ofensiva y hemos contraatacado, pero
también nos han parado. De nuevo estancamiento, golpes de mano y artillería a
todas horas.
--¿A qué hora es la marcha?
--Saldrán a pie a las diecinueve horas. Para cuando lleguen a la zona
peligrosa, hay que cruzar un sector al descubierto para alcanzar las líneas de
trincheras avanzadas, a esa hora la oscuridad les protegerá. No llega a ocho
kilómetros de camino. Hay una hondonada, labrada por un riachuelo, ahora seco,
de una profundidad de medio metro, y en algunos puntos ni eso. Llevarán un
guía que conoce la zona.
--Bien, no es la primera vez que tengo que hacerlo. Espero que las
bajas, si es que las tenemos, sean mínimas. El avance lo haremos por grupos, por
si nos sorprenden, que haya el mínimo de personas al descubierto. ¿Quién ocupa
la posición?
--Deben relevar al comandante Raiser, que tiene su batallón muy
diezmado y lleva demasiado tiempo en primera línea.
--A sus órdenes. Iremos preparando todo para salir a la hora prevista.
Müller no ha abierto la boca. Ha escuchado y sólo ha saludado al llegar
y al despedirse. Ha comprobado que el teniente coronel, es antipático a la par
que eficiente. Les ha dado las órdenes y explicado la situación en un tiempo
mínimo, durante el cual, sólo le ha mirado una vez de tal manera que ha tenido la
sensación que no existía para él. Mientras se alejan, repasan lo que han de hacer.
--Joseph, disponemos de muy pocos oficiales en la unidad que vas a
mandar. ¿Lo sabes?
--Lo sé. Pero… ¿puedo hacer algo? En cambio tenemos muchos y
buenos suboficiales. Como sabes, el alma de una compañía son los sargentos.
--Es verdad. Habrá que descansar en ellos, aunque habrá muchos que no
conozcamos.
--Un sargento siempre es un sargento, como un alférez lo es también.
Cada grado tiene una personalidad, pues ha llegado a ello por haberse sabido
comportar. Debemos reunir a todos: sargentos y el resto de oficiales, para saber
con lo que contamos antes de salir.
--Me ocuparé de ello y lo hacemos después de la comida. ¿Te parece?
--Adelante. Voy a pedir tu ascenso a Teniente. Llevas tiempo suficiente
en tu grado, eres eficiente y los soldados te aprecian, lo que son las cualidades
necesarias para un mando superior. Lo moveré en cuanto estemos en posición
bien asentados.
--Gracias Joseph. No estorba una estrella más, aunque lo que tenga que
hacer sea lo mismo con una que con dos.
--Es verdad, pero con una estrella más, hace un rato hubieras tenido otro
trato. Lo sé, pues también fui alférez, y noté la diferencia cuando me hicieron
teniente.
--Es absurdo, pero así es con algunos oficiales de alto rango, que se han
olvidado que en su tiempo lo fueron. Nos vemos a la hora de comer, voy a ir
viendo el estado de las tropas y avisar de la reunión, mientras compruebas y
hablas con los oficiales y compruebas el material.
Ambos se separan para ir agrupando y organizando el batallón.
Tras la comida, en la que las unidades han sido agrupadas, el material a
transportar listo para cargarlo sobre unos pocos mulos, oficiales y suboficiales se
reúnen y se acuerdan los mandos, la distribución en las trincheras y el reparto de
los soldados bisoños para que cada unidad tenga más o menos los mismos.
A la hora prevista, la larga columna se dispone a iniciar la caminata. El
sol se está poniendo, por lo que todavía hay demasiada luz. El capitán Eickers,
en funciones de comandante, retiene la salida de los hombres, no quiere tener
bajas ya en la aproximación. Y los autoriza por una hora más, para que dejen las
armas formando pabellones y coloquen al lado su impedimenta, y se tomen ese
tiempo de descanso en la cantina.
La llegada del Teniente Coronel, pidiendo explicaciones, muestra
claramente a los demás oficiales que no le han dado el mando sin fundamento.
--Capitán Eickers.
--A sus órdenes, Señoría.
--Le indiqué que su columna saliera a las diecinueve horas. ¿Cómo no
ha salido todavía?
--Mi Teniente Coronel. Usted hizo una indicación. Como jefe de la
unidad, y responsable de mis hombres, he tomado una decisión que no altera lo
que hay que hacer. Dada la luz que tenemos a estas horas, es seguro que los
globos cautivos de los británicos nos tienen más que vistos. Han pasado tres
aviones de reconocimiento a lo largo de la tarde. Sospecho que están vigilando
que salgamos para usar la artillería sobre nosotros cuando nos encontremos en el
punto más adecuado. He decidido que saldremos a las veinte horas.
--Pero me ha desobedecido. ¿O no?
--No, Señoría. Como jefe al mando, he usado mi privilegio de
interpretar lo que no es una orden, sino una indicación.
--Si hubiera sido una orden, ¿qué hubiera hecho?
--Salir a la hora indicada. Y al llegar a la zona peligrosa, si había luz
para ser visto, retrasar el inicio, e ir enviando gente en grupos muy pequeños que
no mereciera la atención de la artillería, o en caso de que dispararan, el número
de bajas fuera ínfimo. --¿Siempre interpreta las órdenes y usa su criterio,
o las obedece ciegamente?
--Señoría, tengo muy claro que una orden no es interpretable. Pero el
jefe de una unidad debe usar su criterio, en cada ocasión y según las
circunstancias, para obtener el máximo beneficio con el mínimo de bajas. Es el
privilegio del mando.
--Bien. Veo que tiene razonamientos válidos, que no es una
desobediencia y que ha hecho lo que realmente se debe hacer. En unos días
recibirá el nombramiento de comandante al que se ha hecho acreedor, pues lo del
horario es una orden recibida para probarle si estaba en condiciones de una
categoría superior. Su hoja de servicios es muy buena, y hay escasez de mandos
intermedios. Ha actuado adecuadamente y marcha usted como comandante en
funciones, pues ya lo es de hecho. ¿Algo que decir?
--Muchas gracias Señoría. ¿Puedo hacer una petición?
--Adelante.
--El alférez Müller, tiene una gran capacidad de mando, se le concedió
la cruz de hierro de primera clase por méritos en el combate, por lo que se le
ascendió además de sargento a alférez. Por ello pido si puede solicitar su ascenso
a teniente.
--No es mi función. Si su opinión es esa, con su nuevo grado puede
ascender en combate a sus subordinados que lo merezcan, como sabe, y mandar
el nombramiento para su confirmación a la división. ¿Es así?
--Sí, Señoría.
--Pues vamos a la cantina a celebrar su ascenso y el del alférez, pues no
me queda duda que lo va a hacer en cuanto que suene el primer tiro. Sé que no
lleva ni un solo teniente, sólo tres alférez y varios sargentos. ¿Es así?
--Lo es, Señoría.
--Vamos, queda menos de una hora para que salgan.
A las veinte horas, la columna se pone en marcha. Apenas si hay luz, la
marcha es lenta, en primer lugar marchan los oficiales, con el guía, que ha hecho
el camino numerosas veces, escapando de la muerte siempre por poco, dados los
ataques de artillería que en cada ocasión les ha cogido avanzando al descubierto.
Es un cabo que ha adquirido una clara experiencia y su visión no es muy
ortodoxa sobre lo que debe hacer.
--Señor --le indica a Eickers-- ¿Puedo opinar?
--Adelante.
--Por el sitio que nos indican hay un gran peligro. Si no les importa
andar un kilómetro más, hay un camino con más seguridad, siempre por terreno
bajo, cubierto de la visión, del tiro de armas ligeras, en el que sólo hay cien
metros peligrosos. Cuando regreso sólo o con oficiales que me escuchan, lo hago
por ese camino. Y sólo una baja: un soldado estúpido.
--¿Qué pasó?
--En vez de atravesar los cien metros como todos, a toda velocidad,
encontró un cachorro de perro y se puso a jugar con él. Lo cazó un francotirador,
pues eran las dieciocho horas y se le debía ver muy bien. Un disparo en la
cabeza que le atravesó el casco. Pobre imbécil.
--Si es más seguro, iremos por ese sitio. Vienen de un permiso, andar les
quitará la pereza y evaporarán todo el vino y la cerveza que les sobra.
--En un kilómetro, nos desviaremos hacia el oeste, por detrás de
aquellas lomas. En los últimos quinientos metros antes de las trincheras, hay un
sector más alto, que queda a tiro de fusil y ametralladora del enemigo. Por la
noche, salvo por las bengalas, no se nos puede ver. Esta noche hay una luna que
inicia el cuarto creciente. Es un buen momento de pasar, sin ruido y sin prisas. Si
al pasar disparan una bengala, al suelo y no moverse hasta que se apague.
--Eso lo saben todos los soldados.
--No lo crea. Hay mucho ignorante entre los bisoños. Los he visto salir
a tierra de nadie para coger los paracaídas de seda de las bengalas, y no esperar
hasta la noche, y ser sorprendidos por una bengala y correr hasta la trinchera, y
los han cazado en un instante.
--Sí. Por más que se les dice que lo que se aprecia a esas distancias es el
movimiento, no acaban de entenderlo algunos. Un soldado quieto es muy difícil
de ver.
La columna avanza lentamente, apenas si se ve el camino, desgastado
de hierba por el paso de muchos soldados, pero oscuro y con cráteres de artillería
que hacen tropezar y caer a más de un soldado. Una salva de shrapnels llena el
cielo, por encima de sus cabezas y siembra de balines la zona. Hay varios
heridos por la lluvia de los pequeños fragmentos de metal que caen como si de
lluvia, o de una ducha, se tratara.
--¿Nos han visto? --Inquiere extrañado Müller.
--No. Lo hacen de vez en cuando, para ver si sorprenden a los que
puedan estar pasando por aquí. Los aviones conocen este camino. Por la hora, la
posibilidad de tropas es algo que les invita a hacer lo que han hecho. Hasta más
tarde, no volverán a repetirlo.
De nuevo, pasado un momento, comienza la marcha, lenta y silenciosa.
Un rato después, el sonido de un avión, deja escuchar el tartamudeo metálico de
de su motor y el sonido, queda claro, se dirige hacia ellos.
--Correr la voz. Todo el mundo al suelo, boca abajo y que nadie se
mueva hasta que se aleje.
La orden se cumple y el avión, volando bajo y lanzando bengalas de vez
en cuando, con su luz verde que baila colgado del paracaídas crea una danza de
sombras variables que recorren la zona iluminando por escaso tiempo cada sitio.
Cuando desaparece poco después realizando lo mismo por otra zona, la columna
se alza y prosigue el camino.

--Mi comandante, queda un kilómetro. Dentro de un momento, llegaremos
al lugar en el que hay que guardar silencio total, que nadie haga ruido y nadie
fume. Hay escuchas, pendientes del menor ruido, de cualquier brillo o el ascua
de un cigarro. Y las ametralladoras lo barren todo, y en un momento se
desencadena el infierno de la artillería.
--¿Empiezo a recorrer la columna y dar instrucciones, mi comandante? --
Propone Müller.
--Adelante. Creo que es el momento de empezar con ello. Insiste que irán
despacio hasta el lugar en el que estaremos y que tienen que hacer lo que se les
diga con total exactitud, cuando estén a nuestra altura.
--Empiezo a hacerlo.
Müller se marcha y va hablando casi con cada soldado conforme avanza
hacia la cola de la columna.
--La muerte acecha, golosa y taimada en ese tramo, tanto como tan buen
oído tenga el enemigo. La más leve sospecha desencadena el infierno --Indica el
guía haciendo gala, otra vez más, de un lenguaje cultivado que parece impropio
de un cabo.
--¿Qué era usted antes? --Le pegunta Eickers.
--Bibliotecario en Göttingen.
--No es mal trabajo. ¿Lo echará de menos?
--Lo lleva ahora mi mujer; así no lo perderé cuando vuelva de esta locura.
Durante un rato todavía la columna avanza. El guía señala una estaca
clavada en el suelo de cuya punta cuelga una cinta verde.
--Alto. A partir de ese punto empieza el peligro. Usted manda, mi
comandante.
Eickers lo organiza todo y va soltando grupos pequeños de soldados que
avanzan lentamente, sin ruido. La oscuridad es casi total de tal forma que cuando
se alejan un poco dejan de verlos. En varias ocasiones una bengala asciende en
el cielo y desciende majestuosamente, dándoles tiempo a vislumbrar como los
soldados se tiran al suelo en un rápido cuerpo a tierra y no se mueven hasta que
la luminaria se apaga. En dos ocasiones el cielo se cubre con las explosiones de
docenas de shrapnels dejando la luz blanca que siembra la zona de los pequeños
dados de acero que imaginan pero no pueden ver. Durante más de una hora la
columna va pasando al otro lado. Los mulos cargados, uno a uno atraviesan la
zona con los cascos cubiertos con trozos de mantas. Los últimos en pasar son los
oficiales, uno a uno.
Ya en el otro lado, la columna se organiza de nuevo, para recorrer el
ultimo tramo e incorporarse a la posición en la que, nerviosos, les esperan los
que toman el relevo y están deseosos de abandonar el lugar.
--Comandante Eickers, para relevo. --Se presenta en el refugio en el que se
encuentra el comandante saliente.
--Llega algo más tarde de lo que esperaba. Pero sea bienvenido. Ya me han
dicho por teléfono, que aunque trae hombreras de capitán, acaba de ascender.
Enhorabuena, aunque verá que hace lo mismo que de capitán, pero con más
papeles que rellenar y más responsabilidad.
--Que se le va a hacer. Hay que tener paciencia hasta que se llegue a
General.
El comandante Raiser queda mirándolo por un momento, frunciendo los
ojos, antes de empezar a reír de forma estentórea.
--Es usted un hombre de humor. Y he entendido a fondo lo que ha querido
decir. Ellos trabajan a su modo, ¿no cree?
--Lo creo. ¿Me entrega la posición que, supongo, querrá irse cuanto antes?
--Sígame, es todo muy sencillo.
El oficial al mando, el comandante Raiser, le muestra todo al tiempo que
le hace toda una serie de comentarios que le dejan claro la situación y se despide
preguntando.
--¿Cuantos heridos hasta llegar aquí?
--Tres, por balines de shrapnels, de poca importancia. El guía es muy
bueno.
--Lo sé. Él me trajo y él me lleva.
--Que tenga suerte.
--Eso espero, pues le relevaré dentro de ocho días. Le he dejado vino en su
refugio Busque, y lo encontrará. Si lo descubre, ¡premio!
--A sus órdenes y hasta cuando vuelva.
Y como siempre que se produce el relevo, los salientes lo tienen todo
organizado y desaparecen en un momento. Y de inmediato empieza a comprobar
los puestos que, los que entran de servicio, ya han ocupado.
--Cada uno a su sitio. Centinelas al parapeto. Que salgan unas patrullas y
miren el estado de las alambradas. Con cuidado, pues tienen botes de lata
colgando con piedras para que suenen al más leve roce, o se tire de las cuerdas
que hay por delante, para que se enreden en los pies si tratan de infiltrarse. Las
ametralladoras a los sitios que hay preparados. Como traemos más de las que
había, alférez, ocúpese de buscar nuevos sitios adecuados. Los morteros de
trinchera…
Durante un rato, Eickers da órdenes, comprueba el estado de todo, verifica
los flancos en los que contacta con la unidad vecina, de la que le separa un
espacio sin cubrir más que por alambradas, Varias ametralladoras cantan su
intermitente sinfonía desde las trincheras de enfrente, con disparos rasantes
sobre los parapetos en los que, cual un festejo, las balas trazadoras muestran su
culo encendido que se pierde hacia atrás o se clavan en los espaldones de las
trinchera dejando un ligero olor a fósforo ardiendo y tierra quemada..
--Nos dan la bienvenida. ¡Que amables son los británicos! Hasta saben que
ha llegado el relevo. --Indica el sargento Carl Adler que tiene a su lado al que se
ha vuelto su ayudante, el recién ascendido a cabo, el estudioso Albert Cristers.
--Son cosas que sabemos en ambas partes. Dentro de dos días, me ha
dicho el comandante saliente, por la noche, hacen ellos el relevo, de modo que
estaremos pendientes para mandarle la bienvenida en forma de granadas de fusil,
morteros y unas bengalas de varios colores, para animar a los que, deprimidos,
se quedan y despedir a los que, felices, se marchan --Indica Eickers antes de irse
al refugio para buscar la botella de vino que le ha escondido Raiser.
Momentos después, sujeta por debajo de la mesa la encuentra y la botella
se reparte entre los oficiales y suboficiales como un saludo de los que, más que
contentos, se alejan de la primera línea.




45.-

“El ruido del estampido de una granada, le
obliga a hacer una reverencia a la Muerte,
pese a que ésta sea ya una vieja conocida
nuestra”.

Ernst Jünger: “Tempestades de
acero”.

La súbita explosión a su lado de una granada antiaérea le sorprendió por
completo. Volaba placidamente, distraído, disfrutando de la suave caricia del aire
fresco del amanecer en el rostro, el poco aire que lograba penetrar en la carlinga
por la acción desviadora del pequeño parabrisas y la protección del casco de
cuero y las grandes gafas. A pesar del casco que insonorizaba en gran parte el
ruido del motor y del aire, pudo escuchar un golpe y una pequeña vibración en
sus posaderas, en las que siempre notaba cualquier cosa que hiciera el avión, e
igualmente los desgarros de la metralla en el fuselaje, la rotura de un puntal y los
golpes que empezaba a dar al azar una riostra suelta.
Miró el tablero observando los relojes que le indicaban el estado de su
aparato. La revoluciones, las observó por un momento, descendían lentamente.
Observó que no había humo, pero asoció de inmediato el golpe metálico y fuerte
con metralla en el motor, e instintivamente apretó el pedal en combinación con la
palanca de mando para dar la vuelta y regresar a la base. Dos nuevas
explosiones, tan seguidas y cerca una de ellas, que notó
que nueva metralla impactaba en el avión por lo que invirtió pedales y palanca
dando un quite y cambiando de dirección y altura. Mientras, no perdía de vista el
tablero y pudo observar que, tímidamente la presión del aceite descendía casi de
manera imperceptible, pero se encontraba ya un poco por debajo de su punto
habitual en vuelo de crucero y la temperatura, aun lejos de la banda del rojo,
parecía subir. Miró la brújula y se orientó hacia Mory, cerca de la cual estaba el
aeródromo. Se mantuvo alto pues, hasta no ver el riachuelo no estaría en la
vertical de la zona aliada. Dos nuevas granadas, que explosionaron a cierta
distancia, siluetearon el aire, pero ya a una distancia a la que no le llegaba la
metralla. No tocó los mandos del gas para evitar forzar el motor, que tenía claro
que estaba tocado. La velocidad era de ciento setenta kilómetros a la hora, al
menos se mantenía de momento en su línea de velocidad.
Miró el paisaje y lo reconoció; había pasado tantas veces por encima de él,
que le eran familiares cada casa, cada prado, veredas y pozos y supo que podía
seguir para aterrizar pues apenas le quedaban unos siete minutos para llegar a su
hogar, como en broma lo llamaban los pilotos. Vigilaba de continuo el tablero, y
se alegró de haber tomado la decisión de regresar de inmediato. Todo, despacio
en su cambio, empezaba a ser negativo en los relojes: velocidad y presión. Sólo
la temperatura se mostraba positiva, justamente lo contrario que deseaba. Podía
salvar su aparato aterrizando con él. Y que le pongan un motor nuevo, y a volar
de nuevo. Y avisar de la flak nueva, en un lugar en el que nunca hubo nada, y ya
la había y precisa además, como acababa de comprobar.
Lejos en espacio, pero escaso en tiempo, veía la silueta de la llamada por
los pilotos “joroba del perro”, una colina que rompía el plano paisaje y a cuyo
otro lado se encontraba el aeródromo, cuyo prado, verde y cuidado, podría ver en
pocos minutos.
Inició el aterrizaje parando el motor, que empezaba a ratear y se dejó
deslizar con el planeo antes de apoyar las ruedas en el suelo para llegar lo más
cerca posible de la zona de aparcamiento, a escasa distancia de los talleres. En
tierra, todos quietos, le veían aterrizar con la hélice parada. Dos coches, uno el
de los bomberos, corrían fuera de la pista en su dirección, calculando ya el lugar
en el que suponían que quedaría detenido, dada la escasa velocidad con la que
rodaba. Se detuvo y empezó a soltarse el cinturón que le fijaba al asiento.
Llegaron casi de inmediato a su lado:
--¿Qué ha pasado, capitán Krugger? --Preguntó su mecánico, el primero en
llegar a su lado.
--Me ha cazado la antiaérea. Vengo con avería, pero no tan importante
como para no traerlo a casa.
--Tienes señales de metralla por todos lados --Le indica Emil Dieterle, un
teniente piloto que se ha quedado en tierra por averías en su avión, durante un
combate en el aire en el día anterior, en el que derribó a su oponente, pero salió
malparado y tubo que aterrizar en zona alemana pero lejos de la base.
--Esto ha dejado de ser lo que era. Nunca hubo flak donde me han dado.
Lo primero que supe fue la explosión en plenas narices. Y me siguieron a escasa
distancia con granadas por un momento más. Cada día son mejores en calcular la
altura y la velocidad que llevamos.
--Sí, por eso y por los buenos aviones y pilotos que les están llegando,
cada día desaparece alguno de nosotros. Tres de los más antiguos esta semana, y
tú has tenido suerte, pues Derek cayó por la antiaérea, a Aldohus lo derribaron, y
yo volví de milagro hace tres días con el avión acribillado.
Mientras se baja, Walther piensa si debe decir lo que ronda por su mente.
Es un concepto derrotista, que se calla pues los bomberos le miran y un
mecánico le está ayudando a descender antes de subir y echar una ojeada a la
cabina. Tendrá tiempo para decirlo cuando sólo le escuche otro piloto que sabe
entenderá, en su justa medida y sin cinismo, lo que quiere decir.
--Cayendo la presión del aceite, subiendo la temperatura, disminución de
revoluciones y perdiendo velocidad --le indicó al mecánico que le miraba
esperando alguna indicación.
-Entiendo, mi capitán.
Subió al coche con Emil a su lado. Delante, el soldado que conducía, no
podía escucharle salvo que gritara.
--Esto ya no es lo que era. Esto no es el fin, pero si los primeros pasos de
ese fin. Nos dominan en el aire, pues poco a poco no vamos quedando ninguno
de nosotros, y los que vienen nuevos, apenas si saben volar, mal podrán
combatir.
--Veo que coincidimos en la forma de pensar. Vamos al desastre.
--Nos queda lo bien que lo hemos pasado este tiempo atrás. Aunque no es
un consuelo, pues lo pasado, pasado está.
--Así es. Ahora descansarás unos días hasta que llegue un motor de
repuesto y arreglen los agujeros y todo lo que tendrás roto. --Indica Emil que se
encuentra igualmente sin avión por falta de repuestos.
--Pues sean bienvenidos esos días. Estoy cansado, más que cansado, con
escasa ilusión por nada. Tal como va todo, sólo nos queda morir, y no tengo
razón para hacerlo, quisiera vivir, tener hijos, una casa, leer, estudiar.
--Lo mismo pienso. Dejamos el colegio para volar y pelear. Hemos pasado
de niños a hombres sin otro horizonte que matar a otros o que esos otros te
maten a ti. ¡Un asco!
--No digas más. Nos entendemos, y basta. Si se enteran en el Cuartel
General del Aire, sus ideas sobre que no usemos paracaídas, se confirmarían.
--Si. Para ellos, tan lejos de todo, es muy fácil. Sólo somos nombres,
grados y números. Me gustaría ver a más de uno en la carlinga de un avión
ardiendo, sabiendo que con un paracaídas se podrían salvar saltando.
--Sólo entonces lo entenderían.
Cuando se bajan, han llegado más mecánicos al avión y lo preparan para
remolcarlo hasta los talleres.
--Vamos a tomar una cerveza. Indica Emil que trata de animar a su amigo,
al que encuentra muy bajo de todo
--No me sentará mal. Nada es importante, al menos tan importante como
seguir vivo.
--Sí realmente piensas en el mundo que nos rodea, no es nada.
Magnificamos las cosas, pero la realidad es que, como cuando miro la tierra
desde arriba, a seis mil metros, me doy cuenta que no soy nada, que mis ideas y
problemas no son nada. Y eso me reconforta.
--Tú, y tus filosofías de la vida. Pero lo que dices es sensato. Cuando
miras una fila de hormigas, la realidad es que no me preocupan sus problemas
con sus amigos, o con sus vecinos o con su reina, son tan nimios e inexpresados,
que quién se va a preocupar por ellos. Y que somos nosotros, pues como las
hormigas, nada de nada.
--Vamos a cogernos una buena borrachera, que mañana será otro día.




46.-


“Se preguntó, una vez más,
por la idea obsesiva que rondaba su
cabeza desde hacía un tiempo: ¿Es la
vida solamente un sueño de terror?

El
autor.

Le despertaron temprano. A él y a los demás, supuso, pues nadie podría
seguir dormido con aquel timbre que sonaba por todo el edificio y cuyo chirrido,
con intermitencias calculadas, parecía terminar invitándote a volverte a echar,
pero cuyo nuevo arranque un momento después, te hacia saltar como cuando una
granada antiaérea explotaba a pocos metros de tu avión y la onda expansiva, el
“aire denso” como lo llamaban los de infantería, agitaba el avión y en la
sacudida las correas que te fijaban al asiento se te clavaban en la cintura como lo
haría una serpiente pitón estrangulándote y tenías que pelear con la palanca de
mando para controlar el avión que se comportaba como un caballo desbocado.
Había dormido como un niño. Posiblemente la pastilla, muy pequeña, que
le dieron en la cena habría influido. Se encontraba muy bien. El primer
pensamiento que le asaltó había sido sobre el clima. Si fuera malo, no tendría
que volar, lo que era un alivio. Pero de inmediato recordó que estaba en un
hospital para chalados y que tenía una cita con el psiquiatra a primera hora, lo
cual tampoco le hacía mucha ilusión. Ya se ha dado cuenta que el médico que le
atendió a su llegada, más o menos de su edad, no tenía ni un pelo de tonto. Sus
ojos, inquisitivos, no le perdían de vista ni un segundo, clavados en su rostro. Y
sus preguntas, aparentemente al azar, no eran casuales, sino muy intencionadas,
completando aspectos de lo que le interesaba saber.
La entrada de Frank, el enfermero, sanitario o lo que fuera, no lo tenía
claro --se dijo-- mientras contemplaba, sentado en el borde de la cama, como
entraba sonriente e imagino lo que le diría.
--Buenos días teniente. ¿Qué tal ha dormido?
--Muy bien. --y sonrió, no a Frank, sino a sí mismo al haber acertado con
lo que le iba a preguntar-- seguramente por la pastilla que me dieron anoche.
Frank se ríe por algo que Herbert no puede adivinar. Pero que él sí sabe: el
comprimido es sólo almidón y un poco de azúcar. Viene comprobando que los
enfermos muy “tocados” no duermen mejor con la pastilla. En cambio, los que
van a evolucionar bien, o son fingidores, si lo hacen. Aunque no lleva mucho
tiempo en su actual destino, si lleva años trabajando en un psiquiátrico en las
afueras de París, de donde ha sido traído por su experiencia. Sin embargo, y lo
ha comentado con el doctor Whister, los pacientes que les están llegando tienen
muy poco en común con los que él conoce desde hace años en el nosocomio en
el que trabajaba antes de ser militarizado.
--Es posible que así sea. Es una pastilla que a veces tomo cuando,
demasiado cansado, sé que no voy a conseguir dormir. --Responde en una
respuesta estereotipada de las muchas que tiene para cada situación.-- ¿Se
encuentra mejor en este día en el que luce el sol y no hay ni una nube?
--Debería estar volando a estas horas, viendo desde lo alto lo pequeño y
relativo que es todo, incluso la muerte.
--¿Tiene usted miedo a la muerte?
--No más que usted.
--¿Cómo sabe el miedo que yo pueda tenerla?
--No lo sé, pero todos, en nuestro interior, sabemos que alguna vez llegará
y nos preguntamos: ¿qué habrá más allá de ella?
--¿Es que puede haber algo? --Indica Frank en un terreno que ya conoce,
pues es una conversación que ha vivido varias veces.
--No lo sé. ¿Usted sí?
--Debería irse vistiendo, el doctor le espera dentro de un rato y todavía
tiene que desayunar. --Responde Frank en una forma habitual de eludir una
repuesta para la que no tiene nada que decir.
--Bien, no me ha contestado pues, estoy seguro, no tiene una réplica
adecuada.
--Siempre he pensado que es una pregunta para la que no hay respuesta.
--Me iré vistiendo. No debo retrasarme, pues si sus preguntas son
importantes, las del doctor deben ser mucho más difíciles. ¿Qué tal es el doctor?
--¿Cómo médico o como persona?
--Ambos aspectos --Contesta mientras se alza y se dirige al pequeño aseo.
--Un individuo muy completo. Un tanto misterioso. Habla poco, lee
mucho pues siempre está estudiando. A mí me gusta como trabaja. He conocido
a bastantes psiquiatras, y algunos están peor de la cabeza que los que tratan.
Mientras entra en el aseo, aún pregunta al sanitarioe:
--¿Es pues, un hombre equilibrado?
--Como una balanza con el mismo peso en cada platillo. Le recogeré en el
comedor dentro de un rato, para acompañarle hasta el despacho del doctor
Whister.
--Estaré dispuesto.
Frank sale. Herbert, con toda tranquilidad, en el fondo le da igual que el
médico le espere o no, pues en todo caso tendrá que verle. Si tiene que esperar,
que lo haga, como él lo ha hecho tantas veces mientras los mecánicos le ponen a
punto su avión, o a que le reciba un superior que le ha citado. Esperar es algo
común a lo que todos nos hemos acostumbrado.
El agua de la ducha es fría, pero le sienta bien, pues está a la misma
temperatura que en la base cuando se ducha antes del desayuno para salir a volar.
Sobre una pequeña repisa, encima del lavabo, tiene sus efectos personales
perfectamente colocadas. Se pasa la mano por la barbilla y nota que tiene barba
de al menos dos días, por lo que se afeita cuidadosamente, como siempre,
apurando todo lo que puede. Se viste, y pone las botas altas y cogiendo el tabaco
y el bastón de paseo, se dirige al comedor que se está llenando por momentos y
puede ver que en la tarde y noche anterior sólo ha visto a una parte de los
inquilinos que alberga el edificio. Hay oficiales de todos los rangos, armas y
cuerpos, incluidos tres franceses con su detonante uniforme azul y los kepis
coronados de rojo, que se muestran en distintos y alejados puntos de la sala,
como si la igualdad de uniforme les separara más que unirlos. En un extremo, en
una mesa aparte y grande, desayunan un buen número de médicos, sin contar
detenidamente calcula que unos veinte o más, pues son los únicos que llevan
batas blancas y se les ve hablando con tranquilidad. Por el contrario, en las
demás mesas, hay escasos puntos en los que se hable.
Puede observar al teniente coronel que le hablara en la tarde anterior, y
hacia él se dirige.
--Buenos días, Señoría.
--¿Hemos sido presentados?
--No mi coronel, pero hablamos ayer un momento.
--Váyase a otra mesa. No me trato más que con jefes de mi altura o
superiores. Es una orden.
Herbert alza las cejas con sorpresa, saluda pateando con fuerza el suelo y
se aleja con expresión perpleja hasta que recuerda, casi de inmediato, que no está
en el comedor de su base, sino en un manicomio aunque eufemísticamente le
llamen de una forma más suave, pero que en el fondo no deja de ser lo mismo.
Mira al doctor Whister y es consciente que le está mirando, y sospecha
que ha visto lo que le ha ocurrido.
Le traen un desayuno estándar inglés, que toma sin apresurarse, pues
puede observar que los médicos siguen hablando, como si tampoco tuvieran
prisa. Mira el reloj y puede ver que faltan todavía más de cinco minutos para las
ocho horas. Observa que muchos están fumando, por lo que saca un cigarrillo, lo
enciende y aspira con deleite el primero del día, y que es el único que le produce
siempre una ligera sensación de mareo, que relaciona con el hambre de fumar
matutino, lo que hace que aspire con más frecuencia e intensidad que con la que
lo hace habitualmente.
El timbre suena de nuevo por un momento y puede observar como los
médicos se alzan y van saliendo sin dejar de hablar entre ellos. Se levanta tras
apagar el pitillo, y se dirige hacia la salida del comedor, donde ya ha visto a
Frank, que sin duda le espera para llevarle por primera, y supone que única vez,
al punto de trabajo en la que se encontrará su médico.
--Vamos allá --indica el sanitario-- ¿le ha dicho el coronel que él no se
trata con inferiores?
--Sí. Lo ha visto, claro... pues me espía.
--Sí, le ocurre con todos los nuevos que tratan de hablar con él.
--Ayer fue él el que me hablo a mí. Creí que me recordaría.
--Nunca se sabe lo que va a hacer. Para empezar, debe hacer como si no lo
supiera, confío en usted, es un teniente de intendencia, y su problema, por lo que
está aquí, es que se ha creído que es teniente coronel, se hizo el uniforme y un
día se presentó en su unidad de esa guisa dando órdenes a derecha e izquierda. Y
nos lo mandaron.
--Muy curioso. Me parecía joven para ese grado, pero nunca se sabe en el
ejército lo que puede pasar. Pero sus galletas indican que es de infantería, y no
de intendencia.
--Eso es que hoy se cree que es de esa arma. Otros días es artillero, de
caballería, de cualquier cosa, menos de intendencia o aviación. Hace unos días
era de sanidad, y discutía con los médicos, con los que se fue a sentar en su
mesa, como un doctor más.
Herbert no pude por menos que reírse. Está viviendo unas situaciones de
las que no tenía ni idea y que, curiosamente, le divierten, pues es un mundo para
él desconocido.
--¿Le hace gracia?
--Mucha. Creo que yo estoy tocado, pero es posible que menos que
muchos ellos. ¿No cree?
--Hace tiempo que no creo nada. Si se encuentra aquí, es debido a que algo
más o menos raro habrá hecho.
--Seguramente, pero no me acuerdo de qué.
--El doctor se lo dirá. Ese es su despacho, puede ver el nombre en la
puerta. ¿Sabrá venir cuando se le cite en los próximos días?
--Espero que sí, salvo que el doctor Whister me ponga peor. --Indica al
tiempo que se ríe entrecortadamente, como si lo que ha dicho le hiciera mucha
gracia.
--Tiene usted un humor ácido, no demasiado inglés, pues es cruel consigo
mismo en ocasiones.
--Es que debo castigarme a mí mismo, pues soy el que me hago daño. Los
demás no me lo hacen. --Y se vuelve a reír aún con más fuerzas.
Frank llama a la puerta, al tiempo que le dice.
--Espere un momento. Enseguida le paso.
Y desaparece en el interior en el que permanece por un tiempo de varios
minutos. Cuando sale, Herbert ha encendido un cigarro y se ha sentado en una de
las banquetas que hay en el pasillo.
--Puede pasar, teniente.
--¿Ya le ha contado todas las tonterías que le he dicho?
--Forma parte de mi trabajo. ¡Adelante! --Acepta reconociendo lo que
hace.
--Me parece bien, pues así sabe más de mí que yo de él.
Frank se marcha sonriente. El teniente para él se muestra como alguien
que no le encaja en ninguno de los patrones que conoce. Hay momentos que
acepta que no está cuerdo, y en otros que es un listo que ha decidido tomarse un
tiempo de descanso. Es una paradoja que no entiende, y de la que debe saber
todo lo que pueda, pues aprenderá de un caso complejo de la nueva psiquiatría
en la que se encuentra trabajando desde hace años y que es muy diferente de la
de su anterior nosocomio.
Herbert llama a la puerta con los nudillos. Desde el interior puede
escuchar que le dan paso. Y penetra. Tras una gran mesa, llena de papeles, de
espaldas a una gran ventana por la que entra la luz a raudales, el doctor Whister
le mira con una tenue sonrisa de bienvenida.
--Buenos días, doctor.
--Buenos días. Pase y siéntese, por favor.
--Doctor, la luz de la ventana es muy fuerte, me molesta, podría echar las
cortinas.
--Naturalmente --Responde mientras escribe en la hoja que tiene delante,
tras lo cual se levanta y las corre dejando la luz atenuada.
--Así estaremos equilibrados. Usted verá mi cara y yo podré ver la suya.
Y... ambos podremos saber lo que piensa la otra parte.
El psiquiatra no disimula una sonrisa ante un hecho intencionado, el de
exponerle a la luz y ver su reacción.
--¿Dispuesto a hablar?
--Aquí estoy. Por supuesto, dispuesto a charlar de lo que sea necesario.
Soy, al menos eso creo, directo y sincero. ¡Pregunte!
--Preguntar… No es así como hago las cosas. Se ajusta más a lo que ha
dicho usted que venía dispuesto a hacer: charlar, hablar, intercambiar ideas. --
Indica el médico.
--De acuerdo. Seré yo el que pregunte, si se me permite.
--Adelante.
--El señor Frank no es enfermero. ¿Es así?
--¿Por qué?
--Es un hombre culto, inteligente, rápido en captar lo que digo, aunque mis
respuestas a veces sean retorcidas con intención. Sus respuestas se corresponden
con un universitario, no con alguien que se ha quedado corto en estudios. ¿Me
dirá la verdad a una sola pregunta?
El doctor Whister queda pensativo por un momento. Y responde con otra
pregunta.
--¿Si acertara, no se lo dirá a nadie?
--Puede estar seguro. Soy un hombre de palabra. Dígame: ¿Estoy seguro
que es, también, un Psiquiatra como usted?
El médico, en un acto reflejo, se pasa la mano por la frente y se atusa el
cabello antes de contestar.
--Sí. Ha acertado. Recuerde su promesa, por favor. ¿Cómo lo ha intuido?
--Por muchos detalles que en su disfraz no están bien realizados, además
de los aspectos que ya le he dicho.
--¿Cuáles son los demás?
--Es educado, tiene las manos cuidadas, va siempre muy limpio, huele a
una colonia cara, mira siempre a los ojos cuando te habla, y su expresión es
delicada, su manera de andar…
--No siga. Imagino todo lo demás --Interrumpe.-- Es usted un paciente
fuera de lo común. Sin embargo, lo que le ha ocurrido para que lo envíen aquí,
muestra un cierto trauma que debemos descubrir y curar antes de devolverlo para
acariciar su avión antes de despegar.
--¿Cómo sabe ese detalle?
--Ya veo que lo hace, lo cual es muy lógico. Me lo contó un colega suyo,
que siempre lo hacía.
--Lo hacemos muchos. El avión es como una parte de nosotros mismos. Si
él se comporta, podremos volver. Si se enfada, nunca volveremos ninguno de los
dos.
--Lo comprendo, pero un avión es algo inanimado.
--No es así. El avión siente, te conoce, te advierte, te avisa si no se siente
bien antes de averiarse. Es como un perrito al que le das cariño y te adora.
Duncan Whister hace un rato que sabe que el paciente que tiene delante es
todo un caso muy especial de su especialidad. Y que se va a ver obligado a poner
en él una atención muy estrecha. Pero debe llegar a ahondar en las posibles
alteraciones de su idiosincrasia que, de momento, no le deja un atisbo del
camino a seguir para llegar al trauma. Para cualquier persona su conducta es
normal, muy normal. Pero algo subyace en lo más profundo de su psiquis,
perfectamente enmascarado, reducido al más lejano pozo del subconsciente, del
que sólo aflora cuando algo del entorno aprieta el botón de alarma. Debe
encontrar ese botón, apretarlo y visualizar su reacción, que será lo que levante la
tapa de entrada al mundo oscuro en el que yace.
--Le parece que hagamos unas pruebas, unos test que usamos en estos
casos. ¿Tiene usted interés en curarse?
--¿Cree usted que estoy enfermo? --Responde en fracciones de segundo.
--No estaría aquí si no hubiera algo.
--Soy su paciente, no me pregunte. ¡Ordene!
--No hay nada que ordenar en mi especialidad. Se sugiere para que se
colabore, pero no se puede obligar a que alguien cuente lo que se le ocurre
obligándolo.
--Es verdad. Ya sabe que colaboraré, no me pregunte.
--Debo hacerlo y explicarle lo que voy a hacer, sólo así el paciente se
siente libre de hacer lo que considere oportuno.
--Adelante. Soy todo oído.
--Tendrá que usar muchas más cosas. Ojos, manos y sobre todo no mentir,
y responder con lo primero que se le ocurra cuando se lo indique, elegir cuando
le de varias cosas y tenga que señalar la que prefiere.
--Le entiendo muy bien. Empecemos pues.
--Puede fumar si quiere. Yo lo hago. Abriré la ventana. Coja de esa caja un
cigarrillo, son muy buenos, turcos.
--Gracias doctor. Es usted muy amable.
--Le diré, aunque sé que ya lo sabe, o al menos lo sospecha, que estoy muy
interesado en lo que le sucede.
Y ambos encendiendo el cigarrillo, inician los test que ha sugerido. Son
palabras a las que debe contestar con lo primero que se le ocurra. Las repuestas
son lógicas en todo momento, y cuando lo va a dejar para cambiar a otro test,
recuerda su cambio de expresión, en el primer contacto, sobre si había dejado
algo en Gran Bretaña de tipo sentimental. E inicia el uso de palabras entre las
que intercala aspectos románticos sobre la vida, a los que debe contestar.
--Amor.
--No existe. --Responde de inmediato Herbert.
--Blanco.
--Negro
--Pájaro.
--Vuela.
--Mujer.
--Falsedad.
--Perro.
--Fiel.
--Novia.
--Traición.
Duncan se siente satisfecho. Algo que le llamó la atención y que había
olvidado, se le muestra ahora claramente definido como el trauma, o al menos
uno de los posibles traumas del piloto, que le abre un camino a seguir.
--Bien, creo que es suficiente por ahora. Le parece que nos volvamos a
reunir dentro de una hora. Si le parece, se da un paseo, pues debo ver a otro
paciente.
--Como usted diga. Iré a ver a las ranas que hay en el estanque y leeré algo
si me deja algo con lo que pueda hacerlo.
--Sí, es una buena idea. Le dejo lo que estoy leyendo. Es de Alice Cary,
una poetisa americana, muy romántica del siglo pasado. Su hermana también lo
era y ambas muy buenas en expresar sus sentimientos.
--Será todo impostado, por no decir que falso. Así son las mujeres,
románticas por fuera, pero interesadas y crueles por dentro. Preferiría una
novela, para leer mientras esté aquí. Se la devolveré antes de irme.
La respuesta, que ha pergeñado de forma instintiva como una prueba que
le confirme su idea de hace unos minutos, es positiva. Su paciente tiene una clara
misoginia[35]. Lo que implica un trauma afectivo que debe descubrir y curar. El
paciente no lo sabe de forma clara, lo ha sufrido y la intensidad de la impresión -
-conjetura el psiquiatra-- ha hecho que olvide la causa y sólo aflore lo que
muestra.
Se ha levantado mientras piensa, y coge una novela de la biblioteca, recién
publicada, y se la entrega.
--El título no me dice nada. ¿Qué trata?
--Algo muy de actualidad. “Mr. Britling va hasta el fondo”, escrita por H.
G. Wells; es un estudio sobre las reacciones del pueblo inglés ante la guerra que
estamos viviendo. ¿Puede serle interesante?
--Si. Ha acertado al elegir algo de lo que no sé nada. Es posible que
entienda algo de lo que ocurre en la patria…
Y lo deja en el aire al tiempo que se despide.
--Vuelvo en una hora.
--Hasta entonces.
A solas. Sin el paciente que ha indicado que tenía que recibir, Duncan
revisa todo lo que ha escrito sobre su paciente, llama a Frank por teléfono y
establece una conducta a seguir para cuando vuelva. Fran se presenta un
momento después y le explica lo que piensa.
--Es una misoginia. Ha debido tener un problema con la novia.
--Sí. Ya sabemos que los militares se vienen a la guerra, y las esposas y
novias, en cierta proporción se aburren, conocen otros hombres, aparentemente
interesantes por la ausencia de su pareja… y pasan esas cosas.
--No deja de ser lo mismo que hacemos los hombres.
--Sí, pero algunos hombres y algunas mujeres se lo toman muy en serio,
como puede ser lo que tenemos entre manos.
--Es posible. Creo, que tendremos que hipnotizarlo para que salga del
subconsciente y se pueda curar. --Indica Duncan.-- Por cierto, ha adivinado que
eras psiquiatra y no enfermero.
--Sí, es listo e inteligente. Estoy de acuerdo en lo de la hipnosis. ¿Cuándo
lo hacemos?
--Vuelve dentro de un rato. Él regresará en un poco más de media hora.
Tenemos toda la mañana, lo podremos realizar.
--Pues adelante cuando vuelva, si no conseguimos que lo recuerde
solamente con una conversación.
--Es lo adecuado.
Cuando un rato después Herbert penetra en el despacho, ambos le esperan.
--Me alegro que sea Psiquiatra, Frank. Lo sospeché casi desde el primer
momento. Siempre es mejor ser capitán que teniente y Psiquiatra que enfermero.
--Es cierto. También me di cuenta que era usted muy listo y un hueso duro
de roer para poder engañarlo.
--Querríamos hablar con usted de otras cosas. ¿Se podría quedar Frank? Si
no quiere, se marcharía.
--No. Los dos son mis médicos desde el principio. En aviación sabemos
que un tuerto, aterrizará peor que el que tiene dos ojos. Por tanto, con cuatro será
más fácil que me cure. Cuando quieran.
--¿Cómo se llama su novia?
--No tengo novia.
--¿Cómo se llamaba la que tenía?
--Jade Wilkinson.
--¿La amaba mucho?
--No lo sé. Lo he olvidado.
--Trate de recordar.
--Con esa novia hace años que lo dejamos.
--¿Y la que ha tenido después?
--No he tenido otra.
--Sí, la ha tenido. La conoció en Londres y estuvo varias veces en el Savoy
--Interviene Frank tratando de acertar con algo muy frecuente entre los militares
de ir a bailar al hotel de moda.-- Lo que no sé es cómo se llama.
Herbert queda quieto, sin expresión. Sus ojos miran al oscuro interior de sí
mismo. Está como petrificado. Frank pasa la mano por delante de sus ojos sin
obtener reacción.
--¿Sabes cómo se llama su estado? --Pregunta el Psiquiatra Jefe a su
alumno.
--No es un estado catatónico, eso si lo sé, pero... ¿Qué es?
--Es una reacción de conversión[36] al ser consciente de lo que hay en su
interior y que su mente había ocultado.
--¿Y que podemos hacer? --Pregunta Frank, que no tiene una gran
experiencia pues hace poco que se especializó.
--De momento esperaremos un rato, a ver si él, de forma espontánea
reacciona.
--Te cojo un cigarro; llevo toda la mañana sin fumar. No sé dónde tengo el
paquete.
Ambos quedan pendientes de lo que pueda ocurrir. Los brazos de Herbert,
que quedaron altos, poco a poco van relajándose hasta quedar a ambos lados del
cuerpo. La expresión de asombro se mantiene por un rato y lentamente
desparecen las arrugas de la contracción facial y se dulcifica.
--Observa. En un momento empezará a hablar. No le interrumpas. Vi un
caso parecido, aunque la causa era distinta, cuando hacia la especialidad con mi
profesor. Espero que todo siga el mismo curso.
Herbert se relaja poco a poco hasta que adopta una posición cómoda en el
sillón. Los ojos se cierran, y queda como dormido. Mueve los labios aunque no
sale ningún sonido. Súbitamente, con clara agresividad, se alza y grita:
--Esa zorra se llama Ivonne. No quiero saber nada de ella.
Y en unos instantes, recobra su estado habitual.
--Lo había olvidado. Hace unos días recibí una carta suya, después de
algún tiempo que no me contestaba. Creía que se debía a dificultades con el
correo, algún barco hundido en el canal…
Y queda pensativo.
--¿Qué le decía, si no le importa contárnoslo?
--No me importa nada de esa zorra. Que la olvidara. Había conocido y
estaba muy ilusionada con otro hombre, y que se casaba en unos días y se iba a
los Estados Unidos.
--¿Qué sabe de él?
--Mi hermana me había dicho, algo antes, pero no estaba seguro que fuera
ella, que la había visto con un hombre que por la forma de vestir le parecía que
pudiera ser tejano. O sea, se ha vendido a algún petrolero con mucho dinero. Por
mí le pueden…
--No siga. No la odie. Se ha librado de una persona que no era de fiar. --Le
indica Duncan.-- Dígame, ¿tuvo relaciones sexuales con ella?
--Sí, claro.
--¿Cómo fueron?
--¿Fueron...? --Inquiere como si no hubiera entendido la pregunta.
--Sí. ¿Fueron satisfactorias o desagradables?
--Para mí satisfactorias y agradables.
--¿Y para ella?
--Supongo que lo mismo. No sé, nunca comentó nada.
--¿Era una mujer fría?
--No sé que decir... pues ella nunca pedía hacer el amor, aunque tampoco
nunca se negó. La verdad es que es algo en lo que nunca me había detenido en
pensar.
--¿Daba por supuesto que ella disfrutaba del sexo igual que usted?
--Sí, claro. ¿Es que no es así?
--No exactamente. La mujer es otro mundo en todo. Incluso, y mucho, en
el sexo.
--No lo sabía. La verdad es que nunca he sabido mucho de ello, ni me ha
preocupado demasiado.
--¿Tenía hermanos y hermanas?
--No. Soy hijo único.
--¿Cuántas novias ha tenido?
--Una y media. --Responde tras un rato de pensarlo.
--¿Es que una era bajita y por eso era media? --Inquiere el psiquiatra más
joven que sabe la tendencia al humor que a veces muestra Herbert.
--No, es que fue hace tiempo, y nunca pasamos de unos besos y cogernos
las manos.
--Le entiendo. Bueno, debe olvidar a la mujer que se ha ido con otro
hombre. Es algo muy positivo para usted que haya mostrado su verdadero rostro
a la primera dificultad. ¿No cree que haya sido una suerte?
--Sí, claro que sí. Me siento libre. Y me podré ir a mi base mañana y
empezar a pelear de nuevo pasado. ¿Me dará el alta, doctor?
--No. Se quedará aquí por unos días. Tenemos que hablar los tres. Quiero
que me cuente sus aventuras en combate, el ambiente entre ustedes los pilotos.
¿Me hará ese favor? Piense que es muy duro para mí volar cada día sobre esta
mesa de despacho.
Herbert echa a reír, antes de decir, lleno de socarronería.
--Son ustedes muy listos. Pero me ha gustado eso de volar, aburridamente,
sobre una mesa de despacho. Claro, que tiene sus ventajas; los locos sólo
podemos ametrallarles con palabrotas soeces, o escupirles --Y de nuevo se ríe--
en mi caso las balas alemanas, de más de siete milímetros, son más serias, y
hacen daño.
--Eso es muy cierto. --Acepta el Psiquiatra. --Pero a cada uno, en la lotería
de la vida, le ha tocado un papel que debe representar en el gran teatro del
mundo y de la vida.
--De acuerdo. Se lo cambio por algo que han insinuado hoy, y que he
aceptado como algo muy real. ¿Me podrán hablar del sexo, del que no se nada?
--Por supuesto, le dejaré un libro, y le expondremos cosas y contestaremos
a sus preguntas, resolviendo sus dudas.
--¿Y después me dará el alta?
--Todo tiene su momento, su razón de ser, por tanto, todo llegará y estarás
volando de nuevo.
--Insisto en lo dicho. No me dejan ir ahora mismo pues temen que caiga en
lo mismo y prefieren que me quede unos días para más seguridad. ¿No es así?
--En parte sí y en parte no. Es necesario dejar pasar unos días. Las recaídas
son muy malas. Y además me gustaría conocer su ambiente, sus modos de
pensar en combate, cuando salen y cuando vuelven. ¿Quién me lo puede enseñar
mejor que un piloto como usted?
--Sí, y que además le está agradecido por su éxito. Me quedo unos días. Al
fin y al cabo, llevo dos años sin un permiso decente.
--Hay más. Al salir de aquí, va con permiso a París, donde le revisará un
tribunal médico y si lo encuentra bien le darán unos días más antes de que tenga
que volver a su escuadrón. ¿Le parece bien?
--Me parece estupendo. ¿Cuándo quiere que empiece a contarles lo que es
la vida en el aeropuerto de Naours? Los combates en el aire y lo que se piensa, si
es que eso es pensar; el miedo al despertar, que se quita sólo cuando estás en el
aire, y tantas y tantas cosas, como el uso del alcohol para subirte al avión, ese
corcel poderoso, ruidoso, indómito y escasamente noble, pero al que quieres más
que a ti mismo.
--¿Le parece bien mañana a primera hora?
--Aquí estaré. Tengo tanto que contarles, que sabré llenar esta semana de
ocio que me ofrecen. ¡Ah! Y ustedes me dirán cosas sobre el sexo, del que no se
nada
--El intercambio nos vendrá bien a todos. Hasta mañana. --Le despiden
Duncan y Frank.-- Lea este libro.
-- Así lo haré. Adiós.
Con los dos libros que le han prestado bajo el brazo, el primero no se lo ha
reclamado el Psiquiatra, sale del despacho y se encamina al jardín para, sentado
bajo un árbol, continuar leyendo, sobre la conducta de la población civil en
tiempo de guerra, los amores fáciles que vienen del miedo a morir en cualquier
momento, la relajación de las costumbres, otras muchas cosas que espera que le
aclare un libro del que todavía le quedan la mayoría de las hojas por leer antes de
empezar con el otro.



47.-


“Pero nosotros vemos únicamente
una parcela minúscula, y por eso nuestro
pequeño Destino nos aplasta y la Muerte se
nos aparece con una figura terrible”.

Ernst Jünger: “Tempestades de
acero”


El descanso en Noyon, para la compañía británica de infantería que lo
ha disfrutado hasta apenas hace unos días, la vuelta a las trincheras les da la
sensación que ha pasado un siglo.
La vuelta, ascendido a Mayor, del que para ellos había sido siempre el
capitán de la compañía, Harold O´Reynold, un escocés que, a pesar de los
caracteres geográficos de manía que con los escoceses tenían la mayoría de los
ingleses, había sabido ganárselos y le habían aceptado y seguido como una piña
en los combates. Con la nueva situación, ya no era de ellos en exclusiva y lo
tenían que compartir con el resto del batallón.
El teniente Blake MC´Alister, otro escocés, ascendido a capitán en un
movimiento de ascensos un tanto en cascada como resultado de las muchas bajas
acaecidas por la ofensiva, se hizo cargo de la compañía, como ya venía en
realidad haciendo por las funciones como mayor de Harold, tras el deceso de su
superior por un impacto directo de la artillería en el refugio donde tenía el puesto
de mando. Con él quedaron aplastados todos sus ayudantes, enlaces y hasta el
perro, un enredador y ladrador Yorkshire, que era el juguete de todas las
compañías, que recorría a la búsqueda de ratas, un componente genético de su
raza.
La nueva situación del batallón, descalabrado, ha obligado a numerosos
cambios y movimientos de personas adecuadas para volver a una situación
normal en el organigrama de personal, alterado por varias importantes bajas. El
ocupado Estado Mayor, en plena vorágine de la contenida ofensiva y
contraofensiva alemana, lo ha resuelto con un solo movimiento: ascender a
Mayor a Harold y dejar que él resuelva todos los problemas creados por la
explosión de una granada de grueso calibre.
Harold, con habilidad, ha movido todos los mandos, con varios ascensos
que le han sido aprobados sin dificultades y, de inmediato, quedando dispuesto
su batallón para pasar a primera línea y cubrir un sector que se encontraba en
franca desorganización por las bajas de varios avances y contraataques
infructuosos por ambas partes. Sólo ha esperado el regreso de la compañía que
se encontraba de permiso. La llegada de ésta ha cubierto el organigrama y le ha
permitido pasar a primera línea, lugar que ocupa en un momento en el que hay
una cierta tranquilidad tras las encarnizadas batallas de las postreras semanas,
dejando libre al deshecho batallón que ha permanecido cubriendo un amplio
frente. Un batallón en mal estado y que ha sido enviado a retaguardia para su
recomposición y reorganización cubriendo sus numerosas bajas con los
reemplazos que han llegado de diversos puntos, incluyendo una compañía
completa de experimentados ANZAC, que han combatido en Gallipoli.
Amigos desde hace meses, Harold confía en el recién ascendido Blake,
que se acaba de incorporar del permiso en Noyon, y que se encuentra
sorprendido por un ascenso que no esperaba, pero que acepta.
--Gracias por el ascenso. Pero no sé si seré capaz…
--No digas tonterías. Si desde hace tiempo, aunque teniente, has estado
haciendo de capitán pues yo me ocupaba de otras cosas, dados los fallos en las
otras compañías.
--Es cierto. Haré lo que haya que hacer. --Acepta Blake.
--Necesito un ordenanza que sea lo suficiente listo como para hacer de
todo, no para que me limpie las botas, que sé hacerlo, sino como persona de
confianza, enlace, secretario, en fin, un “factotum” útil, más un ayudante que
otra cosa. ¿Sabes de alguien?
El capitán piensa por un momento. Y enseguida recuerda lo que puede ser
acertado para lo que le pide.
--Sí. Hay un soldado, que no quiere ascender, del que no se sabe nada,
pues nunca habla de él. Creo que es lo que quieres.
--Haz que venga a verme.
--Te verá hoy mismo. ¿Hay algo que necesites? –Inquiere el comandante.
--Sí. Estoy escaso de ametralladoras. Sólo tengo dos para un punto de
trincheras que, en caso de ataque será, por el terreno bastantes protegido, con
varias zanjas, el punto de avance más adecuado.
--Sí. He visto el sitio y si estuviera en el otro lado, seria el punto elegido
para lanzar toda la masa de soldados. ¿Cuántas necesitarías?
--Dos, mejor tres si pudieras.
--Esta tarde tengo que ir al Estado Mayor, me ha llamado el general,
aunque no sé que querrá. Aprovecharé para pedir lo que deseas, Pediré muchas,
para que al menos me den unas cuantas. Ya te diré.
--Te mando el soldado del que hemos hablado. Tengo que pasar revista y
controlar el arreglo de refugios y galerías. Lo han dejado todo que estamos en
precario.
Blake se marcha hacia donde se encuentra su compañía. Los centinelas, en
el alto del parapeto vigilan bien protegidos de los francotiradores alemanes,
siempre a la caza del descuido. El resto de la compañía, trabaja con zapapicos,
palas, ayudando a un grupo de zapadores que les han enviado dado el mal estado
de las trincheras.
--Sargento Mc´Donald. ¿Alguna novedad?
--Ninguna, capitán. Las obras van avanzando. Su refugio, la sala de
reuniones y la galería, están terminadas, todo lo demás necesitará un par de días
más.
--Que venga a verme el soldado Corey.
--Enseguida, Señor.
Un rato después, ya en el recién acabado refugio que está ordenando y
colocando sus enseres personales, le llega el soldado al que escucha a través de
la cortina de lona de tienda.
--¿Da su permiso, Capitán?
--Adelante, soldado.
--Soy Corey Allerman. ¿Me ha mandado llamar?
--Sí, tengo una oferta para usted y deseo hablar.
--Señor, si es para un ascenso, mi postura sigue siendo la misma. No he
nacido para mandar, sino para obedecer.
Es un nuevo recuerdo de que se ha negado a ser ascendido a cabo, primer
paso para llegar a sargento, pues ha dejado claro que le gusta obedecer, y no
desea tener la responsabilidad de mandar.
--Eso ya lo sé, y está en su derecho de mantener su postura. Es otra oferta,
que creo que encajará con su modo de pensar.
--Le escucho, Señor.
--¿Qué tal el permiso?
--Que pronto se acaba lo bueno y cuanto dura lo malo.
Es la respuesta del filosófico soldado Corey Allerman, que apenas lleva,
como reemplazo, un par de meses en la compañía, y del que nadie sabe apenas
nada, aparte de su valentía y sus frases siempre adecuadas a la situación, pero
que no descubren nada de él, salvo que parece conocer todo lo conocido y
siempre tiene la respuesta adecuada a cada situación.
--Tengo un puesto para usted, que no significa ascenso, pero si ser un
hombre de confianza del mayor. Creo que es usted discreto e inteligente,
habilidoso y la persona adecuada que me ha pedido. ¿Lo acepta?
--Señor, en cada momento uno debe aceptar lo que se le ofrece. Pero en mi
caso no deseo mandar. Pero sí usted cree que soy el idóneo para ese puesto,
permaneciendo como soldado, lo haré con total entrega, responsabilidad y
confianza del que sea mi nuevo jefe.
--Muy bien. Es usted un hombre extraño, del que no sabemos nada, pero
que todos aprecian por su generosidad y discreción. No le preguntaré nada, pues
nada quiere usted decir.
--Señor, a usted no me importa decirle un poco. Soy Católico y me preparo
para ser sacerdote. ¿Le es suficiente?
--Ahora comprendo todo. Gracias por su confianza. Nadie sabrá nada.
--Conozco su discreción, siempre estaré a sus órdenes. Es posible que mi
nuevo puesto se adecue más a mi postura de no tener que matar.
--Lo comprendo. Preséntese en el batallón al Mayor Harold O´Reynold y
le dice que va de mi parte. Él ya lo sabe y le dirá cual es su trabajo. Puede
marcharse.
--Gracias mi capitán. Espero dejarle en muy buen lugar. ¿Me llevo mi fusil
o me darán allí otro?
--Lléveselo. Su numeración le corresponde a usted y es su responsabilidad.
Dígale al sargento que se marcha por orden mía, para que le dé de baja en la
compañía, pues se marcha al batallón.
--Sabía que debía hacerlo, pero gracias por recordarlo.
Saluda al marcharse y se encamina a su galería para recoger su macuto. El
capitán, mientras se aleja, se dice entre dientes:
--Vaya personaje. Es curioso que cada persona sea un mundo, un universo
del que no sabemos nada, con su propio cosmos que en unos invaden a los
demás con información exultante e innecesaria, y con otros sólo existe un vacío
de información.
Y de inmediato se olvida y se enfrenta con la lista de problemas que
tiene sobre la mesa de campaña que le han dejado en el refugio.
Rellena el parte diario del día anterior, firma los vales del material que
le ha llegado, recuerda que ha pedido ametralladoras, revisa el correo abierto de
los soldados, por si alguno ha traspasado la información que pueden dar y,
finalmente sale al exterior para pasar revista, ver el estado de las obras de
fortificación y hablar al menos unas palabras con su tropa, un aspecto que sabe
le agradecen por ese trato personal. Con cuidado observa las alambradas y
caballos de Frisia, que están en muy mal estado, lo que le obligará a mandar por
la noche a soldados para que las recompongan, algo que sabe es muy peligroso
para ellos, pero que, irremediablemente, tiene que ordenar.
Hay escaso tiroteo. Es un momento de tranquilidad inusual, para él
premonitorio de un nuevo ataque en toda regla, de cualquiera de los dos bandos,
que supone, es lo lógico, que por ambas partes estén reconstruyendo lo
destrozado por las sangrientas luchas de las zagueras semanas. La artillería
apenas lanza unos pocos disparos de mortero y shrapnel sobre las trincheras,
como si quisiera recordar que están enfrente. Sólo los francotiradores se
muestran activos, en una lucha que no cesa con sus homólogos británicos,
empleando por ambas partes engaños que les permitan descubrir el escondite del
contrario y apuntarse una víctima más. Los francotiradores británicos llevan
unos pocos días de gran actividad, probando y ajustando los nuevos fusiles de
precisión dotados de un teleobjetivo de mayor visibilidad.
La vida en las trincheras británicas tiene un momento de reposo,
precursor de próximos días en los que, como ya conocen, la Muerte, volverá con
más empuje y decisión para recoger la cosecha que ha dejado crecer.



48.-


“Un pesado y denso olor a cadáver gravita
sobre este extraño paisaje, en el que cruces
salpicadas o en grupo, están clavadas, o
caídas, sobre alargados y bajos túmulos de
tierra. En algunas tumbas, un destrozado fusil
con la bayoneta clavada en el suelo y un
casco Adrián encima, hace las veces de
cruz”.

Del diario de un anónimo
soldado francés.


Hacia oriente de las posiciones británicas, entre Verdún y Metz,
ligeramente al norte de la villa de Jerny, las posiciones francesas se rehacen de
los recientes combates de la ofensiva aliada. En ella apenas han conseguido
avanzar medio kilómetro, terreno suficiente para tomar tres líneas de trincheras
alemanas, quedando así con una faja de tierra de nadie escasamente superior a
cien metros. Una zona en la que el número de cadáveres, de ambos bandos es
ostensible. Lleno de cráteres por las explosiones de varios calibres, es un paisaje
lunar salpicado de los restos de armas, uniformes azules y grises, que envuelven,
en un incompleto sudario, a los combatientes que dieron su último paso en
cualquiera de las dos direcciones.
Dentro de la trinchera francesa, los soldados fuera de servicio trabajan
denodadamente en reconstruir lo que la artillería, las granadas de fusil, los
morteros de trinchera y los combates con granadas de mano en el último
momento, han destruido de las que fueron unas magnificas instalaciones de
defensa y protección para los combatientes.
Los uniformes azules, en algunos lugares mezclados con otros soldados
con pantalones rojos y guerrera azul, muestran igualmente una falta de
uniformidad en la cabeza, donde los cascos Adrián compiten en número con los
kepis azules, con o sin banda roja superior. Apoyados sobre los muros de tierra
del respaldo de la trinchera, los fusiles Lebel se mezclan con los Berthier, ambos
reglamentarios.
Sentado a la puerta de un refugio, de espaldas al frente, el teniente
Fournier lee tranquilo el periódico de trinchera la “La Baïonnette”, recién
llegado con el correo. Al lado, esperando turno, otra revista, “Sur le vif”, es
objeto de curiosidad por los que pasan cerca y que se paran un momento para
contemplar la imagen jocosa de un “poilu” que cargado de bolsas además del
macuto, regresa de un permiso. Su imagen de poblada barba, que le convierte en
un “barbuts”, coincide con el aspecto de muchos soldados que se han dejado
crecer la barba alegando falta de tiempo para afeitarse.
El capitán Rayé, recién llegado de París, recuperado de su herida
recibida en Arras, seguido de su recién incorporado ordenanza que le lleva la
maleta, puede ver al teniente placidamente abstraído en la lectura. Ante la
bucólica visión en un lugar como aquél, sonríe y con tranquilidad llega hasta su
lado, donde queda quieto esperando su reacción. Pero el concentrado lector no es
consciente de su llegada. Cogiendo el periódico, tira de él al mismo tiempo que
dice:
--¿Me lo deja? Parece muy interesante.
Cuando la desaparición del periódico le permite ver las botas altas,
brillantes y con espuelas, alza la vista y se levanta para saludar.
--Bienvenido, capitán Rayé. Le esperaba anoche.
--No pudo ser. La vía férrea estaba ocupada por varios cañones del 320
que vienen hacia acá.
--¿Vamos a tener baile otra vez?
--Al menos ayer pude ver tres grandes instrumentos de la orquesta. --
Explica crípticamente Pierre Rayé.-- Y muchos trenes con comida para ella.
--Sí. A veces me olvido que estamos en guerra. ¿Qué tal de sus heridas?
--En realidad sólo era una: la entrada y la salida.
--Tuvo mucha suerte.
--Ya sabe que todo depende del espacio y el tiempo. Me moví un
segundo antes y la bala se desvió lo justo para poder seguir viviendo. --Acepta
Rayé.-- ¿Dónde están los demás oficiales?
--En tierra de nadie. Hemos logrado una reunión para acordar un
armisticio.
--Es algo prohibido, como sabes.
--Es cierto, pero las normas las hacen gente que no se encuentra en una
trinchera, rodeado de cadáveres en descomposición desde hace casi una semana.
--¿Cómo no has ido tú?
--No hablo alemán. El alférez Épopée habla muy bien el alemán y el
sargento Gainer también bastante, y por eso han ido los dos. Me he quedado para
actuar si ocurre algo. He doblado el número de centinelas y tengo las
ametralladoras dispuestas.
--¿Nos asomamos al parapeto? --Sugiere el capitán. --¿Hace mucho que
han salido?
--Apenas unos diez minutos que han saltado el parapeto. Deben estar
reuniéndose en este momento o próximos a hacerlo. No hay peligro, tengo la
impresión que tienen tanto interés como nosotros en llevarse sus muertos y
enterrarlos. Necesitaremos, es lo que he sugerido, al menos un día.
--¿No has tenido curiosidad en ver la reunión?
--Sinceramente no, capitán.
Mientras hablan han subido por la escalera de madera que conduce a la
plataforma superior en la que se colocan los soldados en caso de ataque y pueden
ver a dos franceses y dos alemanes hablando. Los alemanes son de igual
categoría que los que han enviado ellos. Un alférez, que va sin armas, como ha
hecho el oficial francés y otro sargento, de cierta edad como se aprecia por el
pelo canoso, se saludan. Están en el centro de la tierra de nadie y hablan con
tranquilidad, moviendo los brazos y gesticulando. Sobre el parapeto alemán,
docenas de soldados, sin cascos y sin armas visibles, fuman, conversan y
observan la reunión. Al verles subir, los soldados franceses han dejado el trabajo
y han alcanzado el bode superior, para hacer lo mismo que sus colegas alemanes.
Pronto, ambos parapetos se muestran llenos de soldados sentados que observan y
se hacen gestos con los del otro lado, cruzan palabras en lo que conocen de
ambos idiomas.
Pierre Rayé, que capta las ideas que hay en lo que se comunican, y sabe
que va a haber confraternización, intercambio de objetos, bebidas y tabaco,
aprovechando el desagradable trabajo que van a realizar si se detiene la guerra
por unas horas. Ha escuchado, tantas veces, a sus subalternos la idea que ellos no
tienen nada contra el enemigo al que tienen que matar. Y que es algo impuesto
por unos pocos hombres, lejanos a las trincheras, cuyas motivaciones ni
entienden ni quieren entender. Y en el fondo, si bucea en su interior, es
consciente que él piensa igual, aunque por ser oficial, tenga que mostrar lo
contrario y exigir que nadie piense de ese modo.
Los cuatro que conversan, se dan la mano y se separan en dirección a
sus respectivas trincheras. Cuando llegan a su lado, el capitán pregunta de
inmediato.
--¿Qué habéis acordado?
--Estamos en tregua desde ahora. Cuando lancemos una bengala verde y
ellos respondan igual, se puede salir y recoger los cadáveres, pero no el material
bélico que debe quedar donde está. Durará hasta mañana a esta misma hora, para
que nos dé tiempo a enterrarlos. Y después, volveremos a matarnos unos a otros
--Refiere el alférez Épopée.
--Todo es absurdo. No sólo esto, sino todo lo que hacemos, el porqué lo
hacemos, y los miles y miles de personas que habrán de morir para que al final
todo siga igual.-- Indica con el ceño fruncido el teniente Alain Fournier.
--Sí, pero no tenemos otra opción. Esto es lo que viene haciendo la
especie humana desde que nos pusimos en pie y fuimos conscientes que, un palo
o un hueso en la mano, hacía más daño que el puño o los pies. --Comenta el
alférez Épopée, estudiante de filosofía en su vida no militar, y que, con
frecuencia, hace comentarios históricos que aprecia en toda su profundidad el
capitán, que es un lector empedernido, un hombre siempre lleno de curiosidad.
--Bajemos, debemos dar instrucciones y organizar todo. Todo el mundo
abajo --Grita el capitán-- Que sólo los centinelas de turno normal queden en sus
puestos.
Poco después, con los soldados formados y en descanso, les da
instrucciones precisas que los soldados escuchan atentamente. Cuando termina,
un grupo de soldados corren por la trinchera sacando todas las camillas que hay
y otro grupo, más numeroso, con picos y palas se alejan hacia retaguardia para
empezar a cavar fosas en la linde de un bosquecillo que hay a escasa distancia.
Pierre Rayé, saca de su refugio una pistola de señales y mete un
cartucho de color verde. Sube al parapeto y observa que un oficial alemán, con
una pistola parecida a la suya espera. Dispara a lo alto, y la bengala estalla y arde
colgada del paracaídas de seda. Un instante después, muy cerca de la que
desciende, otra bengala verde se balancea un poco más alta. Saluda al alemán,
que le corresponde con el mismo gesto, y ordena a los que tiene a su espalda.
--Podéis salir y empezar vuestro trabajo. No os quitéis los pañuelos
húmedos de la nariz y cuidado con las manos. No se recogen armas, ni se lleva
encima nada que pueda parecerlo. Es el acuerdo que respetaremos por ambas
partes. Centinelas y ametralladores, sin moveros de vuestros puestos y
vigilantes. ¡Adelante!
El alférez Épopée, dotado de una gran imaginación no exenta de cierto
romanticismo, puede ver en su mente a la Muerte, cansada y con disnea por el
trabajo realizado en las dos semanas de la ofensiva y contraofensiva, que trata de
recuperar el aliento, sentada observando mientras afila el desgastado filo de su
guadaña con una entrelarga piedra de Arkansas de grano medio, que la va
dejando reluciente y sin mellas, hacer un gesto de contrariedad mientras
contempla cómo, durante un tiempo, no podrá llevarse almas a su feudo.
Paciente, ella es el Tiempo, esperará lo que sea necesario antes de volver a su
tétrico trabajo.
Los soldados trepan por las escaleras hasta las cornisas de
combate y salen a la tierra de nadie. Caminan por el laberinto de las alambradas,
abren pasos, corren a un lado los caballos de Frisia y clavan banderines que
señalan los pasos que les dejarán más fácil acceso en los movimientos. El
capitán observa que en la trinchera que hay a unos cuatrocientos metros, los
alemanes están realizando similares maniobras y numerosas parejas con
camillas, mantas y todo lo que les sirva para transportar cuerpos, empiezan a
diseminarse por el sufrido terreno lleno, en extraña confusión, de cráteres,
cuerpos y restos de armas.
Los oficiales, por fuera del parapeto, se percatan como la disciplina por
ambas partes se mantiene. A veces, dos parejas, mientras hablan por gestos, se
ayudan en recoger dos cuerpos que yacen juntos, en un abrazo que los hermanó
en la muerte. En ocasiones, se detienen para fumar un cigarrillo de intercambio,
y trocar alimentos propios por los del otro lado. Todos saben que los alemanes en
salchichas y mermeladas tienen mejores productos que ellos, mientras que los
franceses les ganan en mantequilla, tabaco y galletas dulces. Con los
prismáticos, Pierre Rayé, observa que también intercambian otras cosas no
alimenticias, incluso ha visto el trueque de un kepi de oficial, con dorados y
borde superior rojo de infantería de línea, por una gorra alemana de faena con el
disco distintivo debajo del pequeño vuelo arrugado del plato que le distingue.
Pero se encoge de hombros, pues él mismo, recién llegado al frente, y durante un
tiempo, coleccionaba todo lo que, de extraño, encontraba que fuera alemán. Un
día, cansado de transportar lo que cada vez pesaba más, lo tiró a la cuneta
durante el transporte al ir de permiso a París. Ser oficial, para él, no es perseguir
a los soldados, sino que éstos le obedezcan en los momentos en los que es
necesario. Tiene claro que debe dejarlos vivir respetándolos y de ese modo que
ellos le correspondan, e incluso le aprecien. No puede ni debe mortificarlos con
un exceso de disciplina absurda, teniendo en cuenta, sobre todo, que están en una
guerra de la que no son responsables y que muchos, demasiados de ellos, nunca
volverán a ver a sus familias.
Encendiendo un pitillo, y quitando de la cintura la funda con el revólver
Colt americano que lleva, le indica al teniente Fournier.
--Voy a ver si contacto con el capitán alemán a mitad de camino.
Hace señas, le muestra el revólver descolgado, y señala el centro de la
tierra de nadie, hasta que el capitán alemán hace lo mismo con su arma y camina
en su dirección. Ambos se encuentran a mitad de camino. Se saludan
militarmente, pero no entrechocan las manos.
--Capitán Pierre Rayé.
--Capitán Erwin Sopbbe. --Responde dando un taconazo.
--¿Habla usted francés? Yo no hablo alemán.
--He vivido en París por un tiempo, por lo que algo si que hablo.
--Lo hace muy bien. Muchas gracias por consentir en esta tregua.
--No hemos consentido. Para ambos era necesario. Es lo menos que
podemos hacer. Que descansen bajo tierra, en vez de hacerlo, sin respeto al aire
libre, consumidos por ratas, pájaros y alimañas. --Responde el alemán.
--Es lo menos. Tiene razón. ¿Nos dará tiempo a hacer todo para mañana
a esta hora?
--¿Le parece que hagamos una prorroga hasta la noche de mañana a las
veintidós?
--Estoy de acuerdo. Una bengala roja, por ambas partes, quince minutos
antes, dará lugar a la retirada de todos y de nuevo comenzará la beligerancia a
esa hora en punto. --Acepta Pierre tendiendo la mano.
Ambos la chocan. Pierre saca tabaco inglés, y ofrece.
--¿Fuma?
--Sí, le acepto su tabaco, es un buen tabaco el británico, algo mejor que
el nuestro.
--Quédese con el paquete, y si puede, me da fuego, por favor.
El alemán saca un mechero de gruesa y larga cuerda, un chisquero
hecho con un cartucho de fusil al que han soldado una rueda que raspa el
pedernal, lo enciende, le da fuego e indica.
--Quédese con él. Mi ordenanza me hará otro.
--Gracias. Le regalo un lápiz que esconde la mina. Tengo otro igual. --Y
le alarga uno que lleva en el bolsillo de la guerrera.
--Gracias, cada vez que lo use me acordaré de usted. Es extraño que
tengamos que matarnos, pues en realidad no tememos nada el uno en contra del
otro. Pero… --Sí. La guerra es la guerra. Volvamos a nuestros puestos.
Vernos hablar, bajará la moral de nuestros soldados. --Acepta Pierre.
Se saludan y cada uno regresa al punto del que salió. Hay una intensa
actividad por ambas partes recogiendo cuerpos, que van saliendo por varios
puntos de las trincheras camino del camposanto que empiezan a ocupar, tras ser
identificados. Las fosas que se están abriendo, van siendo ocupadas. La caída del
sol, va dejando la tierra de nadie sumida en la oscuridad y cesa el transporte.
Durante un rato, hay silencio en ambas trincheras, pues es la hora de la
cena. El silencio queda roto en la zona alemana, cuando cientos de gargantas
inician una antigua canción de guerra muy cantada en los funerales militares:
“Yo tenía un camarada”.

Ich hatt' einen Kameraden,
Einen bessern findst du nit.
Die Trommel schlug zum Streite,
Er ging an meiner Seite

Im gleichen Schritt und Tritt.
Eine Kugel kam geflogen:
Gilt's mir oder gilt es dir?
Ihn hat es weggerissen,
Er liegt mir vor den Füßen

Als wär's ein Stück von mir
Will mir die Hand noch reichen,
Derweil ich eben lad'.
Kann dir die Hand nicht geben,
Bleib du im ew'gen Leben
Mein guter Kamerad![37]

Desde la trinchera francesa, es una canción que conocen, se suman en
francés y, como una plegaria por los que, a sus espaldas, en gran parte ya ocupan
los domicilios que les han dado para la eternidad.
Al anochecer del día siguiente, dos bengalas rojas, iluminan el cielo.
Apresurados, los soldados de ambos lados desaparecen de la tierra de nadie y
ocupan sus puestos en los parapetos. Pero ni un solo disparo se escucha en toda
la noche. Al amanecer, cuando el alférez Épopée se despierta, descansado por no
haber tenido servicio, puede ver la imagen de la Muerte en las manchas de
humedad de la pared del refugio. En su imaginación la vislumbra con una
guadaña afilada y dispuesta para su lúgubre tarea, oteando de nuevo desde las
sombras para recoger su cosecha.




49.-


“Una vez más pude comprobar que
ningún fuego de artillería es capaz de
quebrantar más la fuerza de resistencia con
que lo hacen la humedad y el frío”

Ernst Jünger: “Tempestades
de acero”.


Al pasar por las estaciones y a lo largo del camino que lentamente
recorre, los curiosos miran sorprendidos el convoy militar que avanza camino
del frente. Tres locomotoras enganchadas, desprendiendo tres columnas de
humos negros y numerosas nubes de vapor blanco en un manifiesto contraste,
arrastran unos extraños vagones, enormes monstruos de metal tan brillantes en
su grisáceo aspecto, como amenazadores por lo que representaban. Tres
gigantescas y largas cureñas, dotadas de primitivos pero sólidos bogies de ruedas
de ferrocarril, soportan otros tantos cañones cuyos tubos apuntan por encima de
las locomotoras, señalando ya al enemigo al que van destinadas. Detrás, a
bastante distancia, otro convoy, con largas plataformas y potentes grúas,
transportan los proyectiles de los gigantes de muerte que le preceden: siniestros
proyectiles cilíndricos grises de punta ojival con, a modo de collares, bandas de
cobre para el mejor ajuste al rayado del ánima, todo en el enorme calibre .380
mm.
En la estación de Compiégne, el comandante Patrice Levinson, uno de
los oficiales del servicio de seguridad del convoy, al que va siguiendo en el
recorrido de forma paralela por carretera, tiene todo dispuesto pues es el punto
en el que se van a desviar hacia distintos puntos las tres piezas. Se han
construido unas sólidas prolongaciones de vías férreas que permitirá llevar a los
puntos definidos por el Estado Mayor para situar y que actúe cada cañón cuando
se les de la orden de fuego. En cada convoy, varios vagones de pasajeros van
repletos de los soldados de las dotaciones
Distraído con la visión del tren que se acerca hacia el lugar en el que se
encuentra, no ha observado la llegada de un militar que se cuadra delante de él y
le saluda.
--A sus órdenes comandante. Soy el alférez Guy de Monteigne, adscrito
a su servicio como ayudante. Esta es mi documentación --Y le alarga un sobre.
--No sabía que le iban a mandar. Por las insignias es de infantería. ¿Por
qué le mandan conmigo si es una unidad de artillería?
--Es un disfraz. Soy del Servicio de Información.
--¿Qué debe espiar?
El alférez no puede ocultar un inicio de risa al escuchar la palabra
“espiar”. Le resulta divertido comprobar que la mayoría de las personas asocian
información con espionaje. Lo cual en principio no es lo mismo aunque, exista
una cierta relación.
--Vengo a aprender sobre artillería, como parte de mi preparación. Me
han indicado que no me separe de usted y le ayude en lo que necesite.
Patrice queda con expresión de asombro mientras abre el sobre y lee su
contenido.
--Haré lo que pueda, pero no sé qué podría aprender.
--Conocer bien cada cuerpo o arma, me será útil en mi trabajo. ¿Qué es
lo que se encuentra esperando?
--Son cañones de marina francesa. Se les llama cañones ferroviarios,
pues circulan por las vías y pueden disparar desde ellas. Son similares a los que
se emplean en los barcos, por tanto de tiro tenso, con escasa parábola. Van
destinados a nuestra zona de frente, pero si hace falta, ayudaremos a nuestros
aliados
--¿Es la primera vez que actúan?
--Estos sí, aunque el modelo ya es veterano en esta guerra. Pueden
alcanzar con precisión blancos a más de cincuenta kilómetros, como han hecho
en las batallas de Verdún e hicieron en la del Marne y en la actual del Somme,
aunque en otras zonas, que no en ésta. Estos son nuevos, recién salidos de
fábrica, y lo mandan a esta zona para reforzar la ofensiva en curso, y la que
empezará muy pronto, cuando lleguen los americanos.
--¿Ya sabe eso?
--Sí, lo sé.
--No se lo diga a nadie. Ese es el trabajo del servicio de información,
entre otras cosas: saber por donde se filtran cosas secretas. Intuir dónde puede
estar actuando un espía. Hay muchos aspectos que debemos atender.
--Lo siento. Suponía que usted lo sabría y que no cometía un error al
comentarlo.
--Ese es el peligro. A veces creemos que el que nos escucha es el que es;
y puede no serlo. ¿Está seguro que soy el que he dicho ser?
--Por supuesto.
--Verá que no --Indica y abre el portamapas que lleva sacando dos
sobres idénticos al que le ha dado.
--Ábralos, comandante.
Patrice, con expresión de sorpresa, lo hace y su expresión se acentúa.
Tiene delante otros dos documentos en los que, lo que le indican sobre el alférez
es contradictorio con su primera identificación. En uno es teniente de artillería,
en el otro sargento de zapadores. No entiende nada, y así lo expone.
--No comprendo para qué estos distintos aspectos de usted. ¿Sirve para
algo?
--Sí. Y tengo varios más. Suponga que hay sospechas de cualquier
movimiento o de un espía entre los zapadores. Aparezco como sargento entre
ellos y confían en mí y me entero. Un oficial ofrece entre los soldados menos
confianza. O, supongamos, hay algo extraño en artillería, aparezco como
teniente, grado suficiente para moverme a un cierto nivel y escuchar.
¿Comprende ahora?
--Sí. Acepto lo que dice. ¿Tantas cosas se filtran?
--Sí. ¿Recuerda cuándo explotaron las treinta y ochos minas bajo tierra
de la batalla del Somme?
--Leí algo. Sé que hubo varias muy grandes. Pero la verdad es que todo
lo que escuche y leí era propaganda, al menos eso creo.
--Está equivocado. La mayor fue al lado del pueblo de La Boiselle, bajo
las trincheras alemanas, contenía un total de sesenta mil libras de Amonal, en
dos bloque cercanos pero separados. Mando la tierra a mil doscientos metros de
altura, y dejo un cráter de noventa y un metros de diámetro y una profundidad de
veintisiete metros. La otra grande es la del cerro de Hawthorn,
--Sí, el cráter de la mayor recibió un nombre. Pero no me acuerdo cómo
lo llamaban.
--Yo sí, le llamaban el cráter Lochnagar, aunque no sé el porqué.
--Allí murieron muchos alemanes, todos de infantería, como siempre.
--Es cierto. Es el soldado que más sufre, por eso, se les llama los PBI. --
Indica el alférez demostrando una vez más que tiene miles de datos como
corresponde a las necesidades de su trabajo
--Sí, los “pobres malditos soldados de infantería”[38].
--Pero nos estamos distrayendo con otras cosas. Y me interesa saber
algo en lo que intervino usted. Esto que he contado se debe a que el
conocimiento de aquellas minas no se filtró, por lo que sorprendió a los
alemanes. Es secreto es fundamental.
--Es lógico. Pero... ¿cómo evitarlo? Todo el mundo habla y habla, a
veces de cosas que no sabe, pero ha oído algo, y lo adorna y hace crecer. --Indica
Patrice.
--¿Recuerda que hace unos meses usted esperaba destino en el cuartel
General y habló con un teniente de infantería, que estaba allí por la misma
razón?
--No recuerdo que hablara con nadie. Sé que estuve allí esperando
durante varias horas. Pero…, ahora que lo dice…, sí, crucé unas pocas palabras
con un teniente, muy agradable, que esperaba destino. ¿Cómo lo sabe?
--Nos lo dijo él antes de ser fusilado por espía. Era alemán, aunque
educado en Cambridge, por lo que su acento era muy británico. Sus documentos
eran falsos, como él. ¿Le dio usted información que recuerde?
--Ni idea de lo que hablamos.
--Él sí lo recordaba. Usted no dijo nada importante, pero de sus
silencios, de sus dudas, de sus gestos, él confirmó lo que buscaba, en parte con
usted y en parte con otros oficiales, pues su uniforme le abría las puertas a
despachos, a viajar en el tren entre militares o en coches que llevaban oficiales
de más grado. Y de cada conversación sacaba datos, que enviaba con palomas
mensajeras o por otros medios.
--¿Me debo dar por detenido por mi inconsecuencia, y aceptar un
consejo de guerra? --Indica preocupado.
--No. ¿Quisiera saber qué ha aprendido con lo que le he indicado?
Por un momento, Patrice queda pensativo. Al cabo indica:
--Por favor, ¿me da su documentación personal?
--Es usted inteligente. Aquí la tiene. Eso es lo primero que debe hacer
ante alguien que no conoce, ni le presentan. Un uniforme solo cuesta unos
francos. Ver un uniforme de oficial, parece despejar todas las dudas, y aceptamos
el uniforme, cuando lo que debemos comprobar es al que va dentro. El uniforme
no es nada, telas de colores, lo importante es el hombre.
--Tiene razón. Estas cosas no las sabemos, ni nos han explicado nada.
La guerra llena el país de uniformes y son ellos los que nos hace creer que el que
va dentro, como dice, es lo que parece. Pero… ¿por qué se me dice ahora?
--Por su puesto. Usted lleva y sabe el lugar en el que se encuentran estas
baterías, que el enemigo quisiera localizar y destruir. Puesto que es usted el que
va de unas baterías a otra, moviéndolas y todo lo demás, es el que más sabe. ¿Es
así?
--Es cierto. En todo momento, soy uno de los que más saben de lo que
se está preparando de algo muy importante.
--Suponga que yo soy un espía, me hago su ayudante y todo lo que veo,
me dice u ordena, lo comunico al enemigo. ¿Comprende? Lo que usted sabe es
muy peligroso que se sepa. Por eso me han enviado a su lado. Debo filtrar a las
personas que conozca, para su protección.
Patrice le devuelve el carnet, que ha comprobado. Se siente
apesadumbrado por la recriminación de fondo que existe en la conversación.
Acepta que siempre ha sido confiado, extrovertido e ingenuo.
--Tomo nota de lo que me dice y me ha enseñado. Es cierto, no lo había
visto de ese modo. Mi puesto es de mucha responsabilidad. Lo siento, lo siento
mucho. Es vergonzoso lo que me ocurrido. No volverá a ocurrirme nunca más.
¿Me figuro que el hecho constará en mi expediente?
--No, comandante. Es un trabajo que he realizado personalmente, y no
quise hacer nada hasta conocerle y saber cómo ocurrió. Usted sólo fue uno más
de los que utilizó para confirmar una sospecha que tenía. No aparecerá su
nombre en mis informes. A pesar del grado que ahora tengo con usted, en
realidad soy teniente. Dispongo de una gran independencia, y me muevo hacia lo
que mi instinto me indica, lo que hace que no tenga que dar explicaciones de
nada, pues mis informes dicen lo que quiero que digan sobre algo importante,
que se confirma o no.
--Una pregunta: ¿Cómo me ha seguido el rastro?
--Por exclusión. El espía le describió físicamente bastante bien, y dijo el
sitio en el que le vio. He hablado con tres oficiales que podrían ser. Y usted me
lo ha confirmado, pues lo recordaba. Los otros dos no conocieron a un joven
oficial pendiente de destino. No sé si recuerda, que se presentaba como miembro
del servicio de información. ¿Recuerda ese detalle?
--Ahora que lo dice sí. No, lo insinuaba de forma velada, pero creo
recordar que era de infantería. No estoy seguro.
La entrada del tren en la estación, termina con la conversación. Ambos
se ponen en camino para que Patrice dirija los movimientos de locomotoras, y la
distribución de las enormes piezas hacia los tres ramales que les llevarán a sus
asentamientos e iniciar la acción.
--¿Para qué usar tres lugares diferentes?
--No es un secreto. Estas piezas de inmediato que empiezan a usarse,
crean una respuesta de fuego contrabatería. Por tanto, si las mantenemos en el
mismo sitio, más de un día, acaban localizándolas y las destruyen. Si cada día
disparamos desde sitios distintos, creen que hay más pieza y bombardean lugares
en los que ya no estamos.
--Pero la aviación enemiga puede localizarlas.
--¿Ha observado que hay siempre aviones volando sobre nosotros?
--Sí, me ha extrañado. ¿Por qué?
--Para que no se acerquen los aviones de ellos. Y si lo hacen, que no se
puedan escapar con la información.
--Lo que le decía, estoy aprendiendo cosas que de otra forma no podría
saber.
--Es usted una persona inteligente. Comprendo que le hayan asignado al
servicio de información. ¿Qué era en su vida privada?
--Soy matemático. Pero elegí ser militar antes de que empezara la
guerra, es decir, soy profesional, no reclutado. Ascenderé a capitán en unos
meses, por tiempo de servicio.
Mientras Patrice da órdenes, mueve trenes, acelera que se haga todo con
un buen ritmo, ambos comentan aspectos que van surgiendo. Guy de Monteigne
no descansa de observar al numeroso público que se ha acumulado en la estación
debido al retraso causado por la llegada del convoy militar, y que empieza a
subir a los trenes que han esperado para dejar las vías libres.
Horas después, superadas las dificultades de movimientos, cada tren
parte por su ramal. Guy de Monteigne, que viene acompañado de policías
militares de paisano, ha hecho detener a dos hombres cuyos comportamientos le
han resultado sospechosos por su interés en seguir todos los procesos en la
estación.
--Señor --indica uno de los policías-- Vamos a comprobar a ambos. Si
hay lo más mínimo extraño en alguno, nos lo llevamos a París.
--Adelante. Gracias por vuestra ayuda. Hasta otra ocasión.
Y acompañando al comandante, ambos se marchan en uno de los
trenes.



50.-

“Cañones de artillería de marina, de tiro
tenso, rasante, de enormes calibres cuyos
proyectiles llegan bramando desde lejanas
distancias y explotan con una violencia
inaudita”.

Ernst Jünger: “Tempestades
de acero”.


El comandante alemán Diether Zimmerman, recuperado de sus heridas, ha
dejado las oficinas en las que le han obligado a reponerse y, a petición propia se
ha vuelto a hacer cargo de su batallón, y que el Estado Mayor ha aceptado por su
experiencia en el mando. Regresa a su anterior unidad, que ha estado hasta su
vuelta en manos del recién nombrado de forma provisional comandante, Joseph
Eicker, durante su ausencia. A éste le confirman en su grado, de provisional a
efectivo, y le envían a otro batallón, que hace unos días ha perdido a su
comandante. Su zona de frente se encuentra en un bosque de olmos destrozado
por la artillería y los lanzallamas en los recientes ataques. Situado a la derecha
del que ha estado mandando y ha recuperado su amigo Diether, hay continuidad
de trincheras entre ambos batallones, lo que le hace más soportable el cambio de
mando, pues podrán verse cada día y “cartear” todas las noches en las que las
líneas estén tranquilas.
Sin embargo, empieza haber actividad en el lado aliado, tras unas
semanas en la que por ambas partes se han dedicado a arreglar las posiciones,
medio derruidas durante la reciente ofensiva. Hay tanteos por las noches,
intentos de infiltración en los que en un par de ocasiones han llegado hasta las
alambradas y cortando algunos sectores, que les han obligado a salir para
reponerlos, con los consiguientes tiroteos, muertos y heridos por ambas partes.
--Póngame con el comandante Zimmerman. Soy el comandante Eicker.
--Llama Joseph.
--Le pongo, comandante. Un momento.
--Adelante Joseph, --contesta éste un momento después-- me imagino
que lo haces para saber cómo está mi sector. ¿Es eso?
--Sí, Diether, para eso es. Por aquí hay ya varios intentos de infiltrarse.
Han llegado hasta casi el parapeto, por lo que tengo a todos los hombres en
línea.
--Lo sabía, pues hace rato que me han avisado que estáis quemando
bengalas sin parar. Y por aquí se está calentado también, en un tanteo en la zona
en la que contactan tu batallón con el mío.
--Sí. Es lo mismo que me ocurre a mí, lo están haciendo en la zona de
contacto con el batallón de la izquierda, y ahora por la derecha, contigo. Deben
querer saber si hay alguna zona desguarnecida entre unos batallones y otros. De
modo que hace rato que he puesto a todas las compañías en alerta. --Informa
Eickers.
--Sí, eso pienso. Creo que vamos a tener baile al amanecer. Eran
demasiados días de calma, que no van a durar. Llama al regimiento, yo haré lo
mismo, para que acerquen a las tropas de reserva y den parte a la artillería y que
nos cubra batiendo sus trincheras.
Es una noche dura, con caídas extemporáneas de granadas de fusil,
morteros de trinchera de pequeño calibre y una manifiesta actividad de los
francotiradores.
La entrada del soldado Luther Mimmloss, con el rostro desencajado, y
hablando un tanto histérico, interrumpe la conversación que ambos comandantes
mantienen en un intento de matar el tiempo.
--Un momento Diether. ¿Qué ocurre, soldado?
--Señor, han matado al sargento Adler, y a tres soldados, con una bomba
de mortero que ha entrado en el centro de la trinchera. El alférez Müller y varios
soldados más están heridos.
--¿Es grave lo del alférez?
--Creo que no mucho, pues sigue combatiendo y ha rechazado el ataque.
--Diether, te dejo. Tengo problemas domésticos. Ponte en alarma.
--Sí, lo he escuchado todo. Suerte. No te arriesgues, que ya no eres
teniente ni alférez.
Cuelga el teléfono del gancho que hay clavado en un trozo de madera,
antes de volverse hacia el soldado que le mira asustado y temblando. Es sólo un
niño grande, al que hasta el uniforme le sobra por todos lados. El casco es
demasiado grande para su cabeza y el fusil casi le sobrepasa en altura.
--Soldado. ¿Qué le ocurre a usted?
--Comandante, me he ensuciado en los pantalones.
--Nos ha pasado a muchos. Es el “cólico de las trincheras”.
--Gracias mi comandante, pero es que he pasado mucho miedo.
--También nos pasa, o nos ha pasado, a todos. ¡Compórtese! Y vuelva a su
puesto de combate.
--Sí señor. Pobre sargento Adler. Tenía que irse de permiso mañana.
Pobrecillo, con las ganas que tenía de conocer a su primer hijo, que ha nacido
hace un par de semanas.
--Así es la guerra. Sabía que se iba a ir de permiso, lo he firmado ayer,
pero no tenía que irse ni tan lejos, ni con tanta prisa como el destino le ha
regalado.
--Pobrecillo. Era tan buena persona, me trataba como si fuera un hijo.
Pobrecillo, que pena. Gracias señor, vuelvo a la trinchera. –Se despide el soldado
cuadrándose y saludando.
--Espere y dígame, ¿qué edad tiene usted?
--¿La de verdad o la que dije para alistarme?
--¿Para qué quiero saber una mentira?
--Pronto cumpliré los diecisiete.
--¿Cómo lo aceptaron siendo un niño?
--Llevaba los papeles de mi hermano mayor.
--¿Por qué se alistó tan joven?
--Me parecía una aventura; lo encontraba divertido, más que ir a clase en
la escuela. Además, los maestros animaban a luchar a los de cursos superiores.
Me fui entre ellos: casi ni se fijaron en mí. Además, se decía que duraría menos
de un mes.
--Vaya a limpiarse. Luego venga aquí, le nombro enlace. Estará aquí y
hará lo que le diga que haya que llevar de mensajes o informarme de lo que pasa.
¿Ha entendido?
--Sí, mi comandante. Gracias.
--¡Váyase, que apesta!
Durante un rato continua el fragor de disparos, el estallido de granadas
y ráfagas de ametralladora que, súbitamente, se calman. Para entonces, Joseph
ha salido y se encamina por la trinchera. El parapeto se encuentra lleno de
soldados que vigilan la tierra de nadie.
--Soldado, ¿qué ocurre? --Pregunta a uno de ellos que se asoma entre
dos sacos terreros.
--Los hemos rechazado. Están ya en sus trincheras. Han dejado un buen
montón de hombres.
--¿Y el alférez?
--No lo sé, Señor. Debe estar al final de la derecha, que es por donde
han intentado entrar.
Se encamina por el laberinto de tramos, hasta tropezar con el alférez
que regresa. Viene sangrando por el brazo derecho. Saluda con la cabeza.
--Ataque rechazado, comandante.
--Vaya a que le curen. ¿Es mucho lo que tiene?
--Un sedal, Señor. Entrada y salida en el brazo.
--Siga al puesto de auxilio. Si hace falta, vaya al puesto de urgencia.
--No creo que haga falta; una cura y vuelvo a primera línea.
--Que le evacuen a segunda línea y no vuelva hasta que esté bien. Están
al llegar las tropas de reserva, una sección completa y dos ametralladoras MG08.
Mientras hablan, los camilleros traen a los heridos de la refriega para
evacuarlos. Momentos después la trinchera empieza a llenarse de los soldados de
reserva que le envían desde la segunda línea con su oficial en cabeza, que se
presenta de inmediato.
--Comandante, teniente Günther Leissman, a sus órdenes.
--Sustituya al alférez que ha sido herido.
--Sí señor. Ya lo he visto y he hablado con él. Me hago cargo de todo.
La noche transcurre sin incidentes. Se establece una tranquilidad total.
Extemporáneas bengalas por ambas partes, pero ni un disparo. El amanecer
sorprende a todos en los bajos de la trinchera, descansando en estado de alarma,
con intercambio de centinelas cada dos horas. Se han evacuado a los muertos y a
los heridos, y el desayuno llega a la hora prevista.
La llegada y explosión del primer obús de un calibre inusual, les
sorprende. El sonido de llegada, un rugido que corta el aire como un tren a toda
velocidad por un túnel, les corta la respiración. El estruendo de la explosión, a
sus espaldas, levanta una columna de tierra, humo y llamas que se eleva como un
edificio de muchas plantas. En parte la montaña que ha creado, cae dentro de la
trinchera llenando todo de tierra, que se deposita y queda en los cascos
suprimiendo su brillo. Pero no tienen tiempo de protegerse. Un segundo
proyectil, con la misma canción de muerte, corta el aire aullando como miles de
ciervos al unísono en una berrea infernal, explotando, por detrás y más alejado
del anterior.
El comandante ya ha vivido, en la batalla de Passchendaele, la acción de
esa artillería y conoce su poder.
--Sólo los centinelas de turno en sus puestos y bien protegidos. Los
demás, a los refugios. Es la artillería francesa de marina, calibre .380 mm.
¡Pasad la orden!
En un momento, cuando todavía corren hacia los refugios, un tercer
proyectil ruge en el aire momentos antes de golpear el suelo y explotar, a sus
espaldas.
Durante horas, con intervalos entre cada tres disparos, el bombardeo no
se interrumpe, aunque se va desplazando hacia un lado y otro estableciendo un
abanico de grandes explosiones a las que se empiezan a sumar las de calibres
inferiores que lo hacen con mayor frecuencia.
La llegada del alférez herido en el brazo, ya vendado y en cabestrillo,
sorprende al comandante, cuando entra en su refugio y saluda.
--¿Qué hace usted aquí? Le dije que se fuera a retaguardia.
--Señor, se está mejor aquí que en retaguardia. Ha volado, sin que quede
nadie con vida en el puesto de socorro. Ha ocurrido apenas un momento después
de salir de él. La segunda línea es un sitio infernal. Si he de morir, prefiero
hacerlo entre amigos.
--¿Tan fuerte es la preparación artillera?
--Creo que todos los cañones de los aliados están batiendo esta zona. Es
peor que lo que hicieron hace una semana, o poco más, cuando se desencadenó
la ofensiva.
--¿Alguna otra cosa?
--Hay aviones grandes, muy altos, los bombarderos Handley Page y los
Short Bomber, que nos están bombardeando. Se parecen a nuestros Ghotas pues
tiran bombas de muchos kilos. Los tommies están echando todo lo que tienen
sobre nosotros.
--La artillería del más grueso calibre, es francesa y la mueven sobre
trenes. Creo que tenemos encima una ofensiva más seria que la anterior. --
Afirma el comandante.
--Eso parece, voy a empezar a tomos medidas con los soldados.
--Voy a llamar al Estado Mayor para confirmar mi impresión, y que
empiecen a adelantar todas las reservas. Esperemos que nuestra artillería
empiece a bombardear sus líneas, pues si no, no habrá quien los pare.
--Y me temo, Señor, --indica el teniente recién llegado desde la reserva,
que acaba de entrar y ha escuchado parte de la conversación--, que en esta
ofensiva vengan ya los americanos, que hace tiempo que han llegado y se deben
estar preparando. Hace unas semanas, en mi antiguo destino, he visto cadáveres
de australianos, indios y Gurkhas del Nepal, canadienses y soldados africanos,
como argelinos, sudaneses y no sé de dónde más, y había un americano,
posiblemente un observador, pues sólo era un subteniente, y llevaba prismáticos
y esta pistola --indica mostrando una Colt 1911-- que me he quedado con ella,
pues funciona muy bien y es muy potente.
--Ahora, con los americanos, se complicará todo aún más. Esta ofensiva
va a ser la definitiva, si no se toman medidas y nos refuerzan urgentemente en
los treinta y cinco kilómetros que están bombardeando. --Acepta el comandante
encogiéndose de hombros en un gesto maquinal del que no es demasiado
consciente.
--Sí, han aflojado el ataque sobre Verdún, para acudir a esta zona.
--Hay tanques nuevos, mejores, más veloces y mejor armados. Y en dos
modelos en el MK 1 que conocemos: uno macho y el otro hembra o algo así me
han contado. El macho lleva dos cañones y el hembra sólo ametralladoras. Y dos
modelos de tanques franceses: el Saint Chamond, con muchos defectos, pero que
protegerá a la infantería, y el otro, el Schneider, bastante bueno según se sabe.
--¿Cómo sabes todo eso?
--Hace días recibí carta de mi hermano, que es alférez en el Centro de
Información en Berlín. No es ningún secreto, y sólo comentaba lo que se había
sabido del otro lado, aunque no me decía cómo, pero me imagino que por espías
y por las fotos de los aviadores.
--Sí, claro. Espías, aviación, prisioneros, como siempre, todo se sabe
por diversos caminos.
El inacabable bombardeo, con todo tipo de calibres, continúa de forma
ininterrumpida. La llegada de tropas alemanas de refuerzo y la respuesta artillera
alemana compensa en parte la angustia de estar bajo tierra, húmedos y a veces
durante horas y horas sin comida ni tabaco. Pero saben que cualquier momento
enmudecerá la artillería, hecho que nos les consuela ni alegra, pues el silencio
pondrá en movimiento las oleadas de hombres que embestirán hacia ellos.
Pueden escuchar la intervención de la artillería alemana respondiendo,
por fin a los aliados. Cada calibre tiene su sonido característico, los obuses
alemanes de .420 mm que, a su lento ritmo disparan a lo largo del día y la noche,
o los rápido cañones Krupp de .150 mm y .210 mm que, en número incierto,
pero alto, disparan desde sus espaldas y no muy lejos, creando una barrera sobre
las trincheras que tienen enfrente que suponen las estarán deshaciendo.
La entrada, agitada, del sargento Pavel, detiene la conversación.
--¿Qué ocurre, sargento?
--El alférez Roeder ha muerto.
--¿No estaba a cubierto?
--Señor, hemos salido los dos a hacer el cambio de centinelas. No
pueden estar tanto tiempo bajo la artillería.
--¿Cómo ha ocurrido?
--La suerte, señor. Un segundo antes estaba a mi derecha. Se adelantó
para rodear un agujero lleno de agua y barro, y voló su casco, y con él iba media
cabeza. --Explica el sargento.
--Sí, y toda su alma se marchaba también.
--Si se hubiera estado quieto…
--Era su bala, o su fragmento de metralla. Le hubiera buscado estuviera
en el lugar en el que se encontrara.
--No puede ser, no hay nada escrito. --Indica el sargento Pavel.
--No lo estará, pero a veces lo parece. Se encontraba en el sitio crítico,
en el momento fatal, una horrible coincidencia de tiempo y espacio. Ese segundo
exacto de estar en ese espacio, le causó la muerte.
--Señor, una vez escuché a alguien y no recuerdo dónde, pero que se me
quedó grabado, algo así como:” Hay un tiempo para vivir y un lugar para morir y
ello es todo lo que en realidad posee el hombre”.
--El que lo dijo era alguien con profundidad de pensamiento. Al fin y al
cabo, en las arenas del tiempo somos infinitamente menos que un grano. --Indica
pensativo el comandante Diether Zimmerman.-- Vaya día, me estoy quedando
sin oficiales. Voy a llamar para que me envíen oficiales o suboficiales.
Y levanta el teléfono, dando vueltas a la manivela para generar
electricidad y que suene en la centralita. Pero aprecia que no hay tono de línea,
--Maldición. Las granadas han cortado la línea.
--Sargento. Envíe un enlace a retaguardia para solicitar ayuda, oficiales
y más refuerzos y que salga un par de zapadores a revisar la línea y que la
arreglen.
--Sí señor. Pero…, con esta artillería, ninguno tiene posibilidades de
conseguirlo.
--¿Puede usted asegurar que seguirá vivo dentro de un minuto? O yo, lo
estaré. Puede caer una granada, que se haya quedado corta, del cañón de marina,
de esas que pasan por encima desde hace horas, y no quedaremos ninguno de
nosotros. Un enlace sabe lo que tiene que hacer, es su función, y lo mismo ocurre
con los que tienden las líneas de teléfono.
--Tiene razón Señor. Lo que hay que hacer, se hace. Cuando nos
ponemos el uniforme, no firmamos ningún contrato de seguridad. La vida no
tiene ningún contrato de garantía, ¿Es eso lo que quiere decir? Al menos a mí no
me lo ofrecieron. ¿A usted sí?
--Tampoco. Nadie tiene, ni existe un seguro de vida que te proteja hasta
determinada edad. Vaya a hacer lo que le he ordenado.
Para el sargento, la palabra “ordenado” al final, no le ha gustado nada.
Y por primera vez aprecia un atisbo de nerviosismo en el comandante al que
conoce desde hace tiempo, y que siempre se ha mostrado por encima de las
circunstancias. Saluda y se marcha a cumplir lo que le han indicado que haga.
Momentos después tres soldados salen por los ramales de evacuación
hacia retaguardia. Los zapadores están tendiendo una línea nueva, pues saben el
sitio en el que aflora una caja de empalmes, donde tomarán una línea supletoria.
Hasta ella todo los cables se encentran enterrados. Llevan un tambor que van
desenrollando conforme avanzan de cráter en cráter. Avanzan cuerpo a tierra. El
silbido que anuncia la llegada de un proyectil, les obliga a tirarse al fondo de un
embudo de gran tamaño, donde se quedan pegados a lo más profundo para que la
metralla pase por encima.
--Mira, aquí veo dos cables de teléfono. Puede ser que aquí esté cortada
la línea. Mira a ver si llega tono, y no tenemos que avanzar más.
El otro soldado, con el teléfono que lleva, pinza tras pelar los extremos
de los cables que salen entre la tierra, y puede escuchar el zumbido de corriente
continua.
--Hay línea. Conecta embornando el extremo de la línea, y avisa al
comandante.
Momentos después, el teléfono repiquetea en el despacho del
comandante.
--Comandante. Cabo de zapadores Usy y soldado Martín. Línea
conectada.
--Está arreglada. Déjenla todo lo protegida que puedan.
--Sí mi comandante.
--Regresad, se os dará aguardiente por los peligros que habéis corrido.
--A sus órdenes. -- Y cortan la llamada.
El comandante, de inmediato, actúa sobre la manilla, llamando.
--Diga.
--Comandante Zimmerman. Póngame con el regimiento.
--A sus órdenes, Señor.
Un largo tiempo después, escucha una voz que le resulta conocida.
--¿Quién es?
--Coronel Roenner, soy Zimmerman.
--¿Cómo estáis por primera línea?
--Aguantamos, pero me he quedado sin oficiales, han ido muriendo uno
tras otro. El único que queda está herido, pero aguantando en su puesto. Si
pudiera mandarme, aunque fueran suboficiales.
--Se los mando de inmediato. Tengo un teniente y un alférez que acaban
de llegar con casi dos secciones, que le envío. Pensamos que la artillería parará
en una hora y comenzará el ataque. Está previsto fuego de barrera por delante de
usted.
--Sí. Así lo haré.
--Resista todo lo que pueda. Cuando vea que no se puede hacer más,
dejen minas en las trincheras y vengan a segunda línea, que será donde se les
pueda parar. ¿Entendido?
--Por supuesto Edgar. Así se hará.
--Suerte Diether.
Un chasquido corta la conversación.
--Soldado --indica al enlace que se encuentra en el refugio-- Que venga
el sargento.
Cuando llega éste, las órdenes son claras.
--Atentos a la retaguardia. Vienen dos oficiales y casi dos secciones de
refuerzo. Es posible que pare la artillería en una hora y empiece el ataque. Hasta
entonces, todos en los refugios. Tendremos nuestro propio fuego defensivo
creando una barrera en tierra de nadie cuando empiece el avance.
En el tiempo calculado, la artillería aliada, se silencia. Los alemanes
salen de los refugios y ocupan las trincheras dispuestos para repeler al enemigo.
Cuando esperan que los aliados empiecen a saltar las trincheras para avanzar,
centenares de granadas llegan a la vez. Disparadas desde tan lejos que no han
podido escuchar la salida, el primer aviso es el múltiple y desgarrador sonido del
zumbido ululante de sus llegadas, cayendo a lo largo de kilómetros de trincheras
alemanas, ocupadas ya por los que han salido de los refugios y se encuentran en
los parapetos.
Es una masacre. La mayoría carece de tiempo para protegerse. Los
refugios se alzan y afloran por impactos directos, o la explosión de minas
subterráneas que han sido excavadas bajo las trincheras, a muchos metros de
profundidad, avanzando por túneles hasta situarlas debajo de las líneas alemanas.
Es algo que se vive con cierta frecuencia, llenas de centenares de kilos de
potentes explosivos, estallan con escasas diferencias de tiempo entre ellas,
elevando gigantescos surtidores de tierra y dejando embudos como montañas
invertidas[39]. Las trincheras se derrumban y desaparecen aplastando y
cubriendo con tierra todo lo que hasta hace unos momentos eran sólidas
posiciones. Docenas de aviones aliados sobrevuelan cada zona observando y
lanzando bengalas de colores para dirigir la precisión del tiro y ametrallando a
los que corren despavoridos buscando mejores sitios en los que protegerse.
Cuando más de una hora después, suenan las sirenas que llevan los
aviones, los aliados saltan las trincheras y avanzan con tanques y lanzallamas en
vanguardia, sin práctica oposición, cubriendo la tierra de nadie con centenares de
soldado con las bayonetas caladas, rematando a todo el que se mueve y avanzan
hacia las siguientes líneas, por detrás de la barrera móvil de artillería que se
adelanta progresivamente, colocando los impactos unos cien metros por delante
de ellos, destrozando toda resistencia posible.
Las escasas tropas alemanas que con suerte escapan por los ramales de
servicio, pasando a líneas posteriores, para resguardarse, corren durante varios
kilómetros hacia atrás, tratando de llegar a los nuevos puntos de defensa. Sobre
ellos, en el aire, enjambres de aviones, los ametrallan y bombardean
masivamente. Unas docenas de los aviones aliados, situados más altos, se
enfrentan con las escasas Jastas que, tardíamente, van acudiendo en un
desesperado intento de ayudarles.
A varios metros de profundidad, otros en la superficie, algunos por
completo volatilizados, los cuerpos de la mayoría de los alemanes que ocupaban
la primera línea, duermen ya sus sueños de eternidad[40], confundidos con la
tierra, en un retorno a ella de la que en su mayoría nunca emergerán.




51.-

“Él le enseñó que la belleza, la belleza
real, esas cosas que están dentro de uno,
perdurarán. Y que es muy importante lo que
uno deja detrás de sí. Que eso es tu
agradecimiento por el pasado, tu amor por el
presente y tu regalo para el futuro”.

Anne Perry: “Las tumbas del
mañana”.


Peter Brown, mayor y cirujano en el puesto de primera línea, lleva más de
cuatro días seguidos operando y atendiendo heridos que llegan, como el agua en
una catarata, al puesto de primera atención cercano al frente aliado. Café, tabaco
y pastillas lo mantienen en pie a pesar de las señales que sus compañeros pueden
ver. Por más que le sugieren un descanso, dormir por unas horas, él, impertérrito,
continúa con un trabajo que está salvando muchas vidas. Es ya algo habitual en
él desde que se incorporara al trabajo que le han encomendado. Lleva meses
abusando de su salud, aunque no de la forma en lo que lo ha hecho durante las
postreras semanas.
Cuando cae al suelo sin conocimiento durante una intervención, la
situación cambia por completo. El coronel medico, que conoce los hechos,
aunque siempre ha pensado que eran exagerados, se ve obligado a intervenir.
Evacuado al hospital de Proyart, es sometido a estudio. Los datos de exploración
y análisis dejan claro su nivel de agotamiento físico y mental, por lo que se le
concede una incapacidad temporal, y la orden de ser repatriado cuando se
recupere. De momento, mediante sedantes, se le ha sometido a una cura de sueño
que se prolongará durante varios días, aser posible una semana. El coronel
médico le propone para la más alta condecoración aplicable para un no
combatiente, que le es concedida de inmediato.
Molly, su pareja, que no sabía nada del abuso físico que estaba realizando,
ha sido la primera sorprendida pues, por lo que le decía, un cúmulo de mentiras
sobre su trabajo y su horario, que le acaban de demostrar que era ficticio, ha
comprobado que era sólo para mantenerla tranquila. No lo ve desde hace un mes,
cuando fue trasladada a Proyart, y lo ha encontrado tan desmejorado, que no ha
podido reprimir las lágrimas en público, lo que ha puesto al descubierto una
relación que nadie conocía. El coronel, enterado, la ha sustituido en su puesto de
trabajo para que sea ella la que se ocupe de atenderlo, a la vez que hace las
gestiones para que, al ser voluntaria, quede liberada para que regrese con él a
Londres cuando sea dado de alta.
Pasan los días y se suprimen lentamente los sedantes hasta que una
mañana, despierta. A su lado Molly, que duerme en un catre militar que ha
conseguido, despierta al escucharlo hablar.
--¿Dónde estoy? ¿Y tú que haces aquí?
--Estás en Proyart.
--¿Qué hago aquí?
--Perdiste el conocimiento en quirófano, operando.
--Y mi paciente, ¿qué tal se encuentra?
--Terminó de operarlo el teniente Lummer y está bien, evacuado a Etaples.
--No dices la verdad. ¿Ha muerto, verdad?
--¿Por qué habría de hacerlo?
--Quiero verlo. Era un caso grave de disparo en el pulmón.
--Imposible. Hace tres días que se le evacuó al hospital de Etaples, como
te he dicho.
--¿Llevo aquí tres días?
--No. Llevas una semana.
--Debo volver a mi hospital. --Responde incorporándose para levantarse.
--No te muevas. Estás muy débil. Te he alimentado con caldos mediante
una jeringa y una sonda.
--¿Tan mal he estado? No recuerdo nada.
--Te han dormido con sedantes pues temían por tu vida. Tu corazón estaba
fuera de todo. Han tenido que digitalizarlo, y usado tónicos cardiacos, hasta
dejarlo medianamente bien. Cuando lleguemos al hospital de Londres, te lo
tendrán que ver con cuidado. Hay posibilidades que precises tratamiento en él
por un tiempo.
Mientras habla, Molly llora entrecortadamente, a pesar del esfuerzo que
hace para evitarlo.
--Pero cómo me voy a ir a Londres. Tengo que volver a mi sitio, me
necesitan.
--Ya no. Te han sustituido y han traído muchos médicos cuando se ha
sabido que en casi todos los puestos de primera línea los médicos, las enfermeras
y otro personal están desbordados pero no os quejáis. Te han dado una
incapacidad. La guerra ha terminado para los dos. Volvemos a Gran Bretaña.
--¿Tú también?
--Me han relevado para que me ocupe de ti, cuando el Coronel se enteró
que eras mi pareja.
--¿Expulsada?
--No. Con honores, puesto que no estábamos casados, sino para que
continúe mi voluntariado a tu lado.
--¿Cómo ha sido mi baja?
--Incapacidad temporal sobrevenida por ir más allá del cumplimiento del
deberdeber. ¡Ah!, aquí tienes tu medalla por méritos. Te la impuso un general,
pero estabas como una marmota en invierno. ¿Qué tal te encuentras?
--Cansado, sin apenas fuerzas, y disgustado por perder mi puesto.
--Cuando pasen unas semanas y estés recuperado, te incorporas a un
hospital de cirugía de Londres, para operar y enseñar cirugía de guerra a las
nuevas promociones de médicos militares.
--¡Vaya! Que fastidio. --Indica con cara de asco Peter.
--Y no me dejaré coaccionar. Soy tu enfermera, y hasta que no diga que
estás bien, no podrás ir al tribunal médico que te liberará o te hará volver al
régimen actual de reposo
--¿Cuánto tiempo crees que será?
--No se puede saber. Pero al menos un mes o algo así.
--¿Tanto?
--Sólo será lo necesario, ni un día más, ni un día menos. Si colaboras será
antes. Si no, pues ya sabes.
--Colaboraré, puedes estar segura, pues te conozco y sé que no hay quien
te doblegue.
--¿Te encuentras algo mejor con este rato de conversación?
--Sí, creo que sí. La sorpresa ha pasado. Veo claro, y acepto, lo que se me
viene encima. ¡Sabes! Creo que tengo hambre, mucha hambre.
--No te muevas hasta que vuelva.
Regresa con la jefa de enfermeras, una mujer de gran estatura, escocesa,
rubia y resuelta.
--¡Vaya! Al fin se despertó. Soy Betty Mac´Alister. Una tirana a la que
tendrá que obedecer ciegamente. ¿Lo hará?
--Que remedio. Cualquiera se enfrenta con usted.
--Eso me gusta. ¿De modo que tiene hambre?
--Si señorita, mucha.
--¿Que le apetece?
--Un desayuno inglés, con el bacon muy pasado. ¿Es posible?
--Molly, lleva buen camino, habrá que echarlo en unos días.
--Hoy todavía no puede tomar eso. Pero para mañana, lo intentaremos.
Ahora le van a traer un caldo muy denso y algo un poco sólido, la tortilla que en
mi tierra llamamos “francesa”, aquí la llaman, si serán raros estos franchutes,
“omelette”. Si no hay problemas, esta mediodía tomará algo mejor. A la noche
un poco más, y mañana su desayuno ingles, con Bacon muy pasado, como ha
dicho que le gusta.
--Gracias, señorita Betty. Es usted muy amable.
--Es mi trabajo. Molly, cuando termine, que le laven, se vista, y se le saca
en un carrito y si puede, que podrá, que camine un rato.
--Señorita Betty. ¿No me podría duchar? Me encuentro con fuerzas.
--Si deja que Molly le vigile y le ayude.
--Claro. Será un placer.
--Sí. Me lo imagino. Molly, sólo ayudar. ¡Eh!
Y ambas mujeres se ríen por algo que sólo ellas saben. Está claro que se
han hecho amigas.
--¿Desde cuándo os conocéis?
--Desde que llegué hace más de un mes.
--Ya, ya. Menudas conspiradoras.
La entrada de una auxiliar de cocina, con una bandeja con patas, con una
taza y un plato con una tortilla, y un vaso con zumo de naranja, da ocasión a
Betty para desaparecer.
Tras el desayuno y la ducha, una silla de ruedas le lleva hasta el jardín.
Pero impetuoso como es, enseguida se cansa de estar sentado y se alza sin ayuda.
--¡No te vayas a caer!
--Venga, a ver si eres capaz de seguirme. --Desafía y empieza a caminar.
Aunque con cierta inestabilidad en los primeros pasos que, con rapidez, se
afianzan.
--No abuses para el primer día. ¿Es que no pueden ser prudente y medir
tus fuerzas?
--Nunca he sido prudente, ni me he dolido de mi cuerpo. Lo que te decía,
mañana, cuando tome ese desayuno que me ha prometido tu amiga, podría irme
ya a operar.
--De momento no. Que seas fuerte, absurdo, sacrificado, indolente,
positivo para unas cosas y negativo para otras, y estúpido para ti mismo, no te
exonera que tengas que hacer, por una vez, lo que se te diga.
--Vaya dos mujeres, atropellando a un pobre legionario de la cirugía. --
Exclama con resignación Peter.
--Lo has expuesto muy bien. De momento, sólo puedes obedecer. Los
legionarios, como dices, obedecen sin una queja. No quiero casarme con un
hombre al que se le pueda agotar la cuerda, como a los tocadiscos antes de
tiempo.
Y cogidos de la mano, ambos pasean por el jardín.
--¿Te sientes cansado? --Pregunta Molly cuando llevan un largo rato.
--No. Me encuentro muy a gusto.
--Yo no. Estoy cansada, vamos a la silla de ruedas.
--Me parece bien. Te sientas, ya que estás cansada y te paseo.
--Eres un caso. Siéntate y se disciplinado por una vez, y para siempre.
Toma nota.
Peter se ríe, camina de prisa la distancia que le separa de la silla y se sienta
en ella a esperar que llegue Molly.
--Desde luego te recuperas rápido. Nos podremos ir a Londres en unos
días.
--Eso me gusta. Así podremos hacer el amor cuando nos apetezca.
¿Cuándo te parece que nos casemos?
--Cuando te den el alta definitiva. ¿Te parece?
--De acuerdo. O sea más o menos en una semana.
--Estás loco. No tienes remedio; eres un irresponsable.
--Es cierto: loco y salvaje, pero te amo.
--Eso dices, vaya usted a saber que intenciones tienes.
Y entre bromas, sátiras, comentarios de diversos tonos, Molly sigue
dándole una vuelta para que el sol le dore un poco. De nuevo, al rato, vuelve a
levantarse para otro paseo, que realiza con mejor manejo.
--Es algo que no sabía como médico, en realidad lo sabía, pero como
tantas cosas no lo creía.
--¿Qué es lo que no creías?
--Que un una semana, más o menos, de inactividad se medio olvidara uno
de caminar.
--Pues ya sabes una cosa más.
--Es cierto. El médico, para ser más humano, que a veces no lo somos,
debemos sufrir alguna enfermedad o accidente y ver, de ese modo, la forma en la
que lo ve el paciente. Eso hace que cuando hacemos indicaciones, sepamos
cómo lo ve él, y no la conclusión a la que hemos llegado leyendo libros. Hay que
padecer, para saber lo que los demás pueden sufrir. Ha sido una lección para mí
lo que me ha ocurrido.
--Tienes razón. Así, al menos, has aprendido que eres humano, y no
divino. Por tanto, cariño, puedes enfermar, sufrir e incluso morir como todo el
mundo. No eres una excepción que te hace inmortal. ¿Lo has entendido?
--Gracias por la riña. La tengo merecida. Sé, en realidad ahora sé, que soy
de la misma madera que los demás y que, por tanto, no puedo traspasar las
fronteras de la resistencia humana.
--Exacto. Las venías atravesando desde hace mucho tiempo.
Son unos pocos días más de estancia en el hospital. La fuerza de
voluntad de Peter hace que la recuperación sea completa y rápida.
La llegada del coronel cuando caminan por el jardín, detiene el paseo.
--A sus órdenes, mi coronel.
--Traigo su documentación para el regreso a Londres. --Y les entrega un
sobre con toda la documentación de licencias, transportes e historial clínico y
hoja de servicios de ambos-- Ella va como asistente para su ayuda. Ha sido
licenciada de su puesto de trabajo por ser voluntaria y tener agotamiento por su
responsabilidad. Salen mañana para París. Estarán dos días allí y después
marchan a Cherburgo. Embarcan hasta Southampton en la fecha y hora que
indican sus papeles.
--Gracias coronel. --Se adelanta Molly.
--Hay más. En Londres tiene que presentarse en el Hospital Militar de
Zona, en el que por un tiempo le controlarán. Hasta que no le sea dada el alta
definitiva, sin incapacidad, debe usted descansar por completo. Ha abusado
usted de su organismo, su corazón se ha resentido, puede ser que se recupere, o
le queden lesiones para siempre. Disfrute de la vida, ahora que puede. Váyase a
tomar el sol, leer, y. sobre todo, es una orden, ¡dormir mucho!
--Gracias Señoría. Le haré caso.
--Más le vale, pues hablamos de usted, no de otra persona. Pero tengo
mucha fe en que la teniente Carpenter le meterá en cintura y le obligará a hacer
lo que debe. No hay como una esposa para poner grilletes al marido. Que sean
felices. Suerte.
Los tres se saludan, y el coronel se marcha.
Tal como se ha previsto, casi una semana después, llegan a Londres,
donde queda ingresado en el Hospital Militar de Zona. Molly avisa a las familias
de ambos, para la secuencia de irse conociendo y preparar la boda para cuando
sea dado de alta definitiva en el hospital.




51.-


“La amistad puede convertirse en
amor. El amor en amistad… nunca“.

Albert
Camus.



La gran ofensiva aliada ha ganado terreno a los alemanes, pero
finalmente se ha agotado y encontrado una clara resistencia que ha vuelto a dejar
el frente estacionado en la guerra de posiciones, aunque unos kilómetros más
próximos a Alemania.
Con la detención de la ofensiva, vuelve de nuevo una cierta
tranquilidad. Se hacen ajustes, se sustituyen las unidades que han combatido por
otras de refresco, y las agotadas y diezmadas vuelven a puntos de descanso para
ser reorganizadas, rearmadas y cubiertas las plantillas de hombres con
reemplazos recién preparados en los campamentos de reclutas.
El capitán Chester Potter , tras la gran actividad artillera que ha
tenido durante la ofensiva, lleva dos días sin recibir órdenes, y han procedido a
hacer una limpieza a fondo de las diez piezas, ajustar la cuna para las cureñas y
mejorar todos los servicios de la batería, lo que les dará mejor calidad de vida.
Han vuelto, pieza por pieza, a allanar con el nivel de burbuja el terreno hasta
tener la más absoluta estabilidad y ajuste de dirección con la brújula.
Es un hombre escrupulosamente meticuloso, siempre lo ha sido, y la
guerra todavía ha influido más en serlo, al contrario que observa en otros en los
que la guerra los ha llevado a la indiferencia del “¡qué más da!”. Se ha sentado
en uno de los troncos de árbol que se encuentran en uno de los varios cobijos de
palos clavados en el suelo, cubiertos con lonas y redes de camuflaje y ramas, y
lee un libro de poesías escritas por soldados que combatieron con Napoleón en
Waterloo y que un editor inglés ha recopilado y publicado, encontrando un
público en el frente que lo ha acogido con interés. Chester sabe que varios de sus
hombres llevan diarios y escriben algún tipo de poesía. Ha sido uno de ellos, un
adjunto de Cátedra en Oxford, el que se lo ha regalado al poco de incorporarse
como sustituto de una baja por accidente en una de las piezas. Y comprende que
es una poesía especial, escrita por personas en guerra, que tenían, años antes, las
mismas angustias, ilusiones, sueños y temor, como los que como ellos, años
después, miran a la Muerte a los ojos pendientes de cualquier gesto que les
pueda hacer la Parca.
--Mi capitán, le llaman por teléfono desde el centro. --Le indica un
soldado con una sonrisa que capta lleva implícita cierta complicidad.
--Gracias.
Hace tiempo que acepta que todos sus hombres están al tanto de sus
relaciones con Wenda, pero son discretos y nunca hacen referencia a las varias
llamadas de cada día, cuya duración de conversación son más largas que las que
corresponden al servicio. Dobla la esquina de la página y lo cierra, al tiempo que
se alza y encamina hacia el agujero cubierto de ramas en el que se encuentra la
centralita de la batería.
--Para usted, Señor -- le indica el telefonista alargando la pieza
telefónica y añadiendo.-- Salimos a fumar un cigarrillo con su permiso.
--Gracias. Pueden hacerlo, aquí tenéis lo que queda en éste. --Y les
entrega medio paquete.
--Gracias, Señor. --Y ambos soldados, telefonista y enlace, se alejan
dejándole solo.
--Capitán Potter al aparato.
--Hola cariño. ¿Qué tal todo?
--Tranquilidad. De limpieza, ajustes y mejoras en el vivaque. ¿Y tú?
--Muy bien y con noticias. ¿Las quieres saber?
--¿Si son importantes?
--Vete haciendo el petate. Dentro de dos días tenemos diez días, me
parece un sueño, de permiso a París. ¿Te parece bien?
--¿Lo has reclamado tú?
--¿Quién si no? Si fuera por ti, nunca nos lo hubieran dado. Lo
prometido era deuda. Les he recordado lo que nos dijeron antes de la ofensiva y
en dos días han llegado los papeles con la valija de la correspondencia. Por
cierto, que hace un rato ha salido todo el abundante correo de tus hombres con el
motorista que lo reparte por esa zona. Van tus órdenes, que discretamente he
abierto, para comprobar si coincidíamos en el permiso. Y todo está bien. ¿No te
molestará que lo haya hecho?
--Eres un sol para todo, incluido el papeleo. Ese mundo de rellenar
papeles, es algo que odio. Tienes razón, soy un desastre, menos mal que tú no
dejas nada al azar y pones cada cosa en su sitio. ¡Por eso te adoro!
--Gracias por amarme. Yo también lo hago cada día un poco más. Pero
vayamos a lo que importa ahora. El coqueteo en dos días, camino de París.
Tenemos transporte, he conseguido un buen hotel y estoy haciendo un plan de
visitas. ¿Te importa si me ocupo de esos detalles?
--Claro que no me importa, Es más, son las mejores manos para hacerlo.
Desde aquí, no podría hacer gran cosa. Toma las decisiones que quieras, todo lo
que hagas estará bien hecho. ¿Cómo has conseguido hotel, si sé que no hay ni
una plaza libre ahora que llegan o han llegado los americanos?
--¿Cómo sabes eso?
--Lo presiento hace días. Y pequeños detalles me lo confirman. ¿Cómo has
conseguido hotel?
-- Como sabes, estoy muy recomendada.
--Eres una artista para todo.
--¡Ah, muy bien! Gracias. He pedido --y Chester escucha un inicio de
risa velada-- dos habitaciones, así mis ronquidos no te quitarán el sueño que
tanto necesitas. ¿A que es acertado? --Y de nuevo escucha su tono de humor.
--Tú sabrás. Eso no me parece bien, pues somos dos pobres militares, y
se nos irá el dinero que podemos necesitar para otras cosas. ¿Qué hotel has
conseguido?
--El apartamento de una de mis chicas. Y sólo me pide que le deje todo
bien limpio, de modo que te veo fregando cacharros.
--Eso sí que no. Desde el desayuno a la cena, por la calle.
--No decías que había que ahorrar. ¿Para qué?
--Te decía que somos dos pobres militares que tienen que ahorrar para
comprarse una casita cuando termine la guerra.
--¿Y para que queremos una casita?
--Para casarnos. ¿No lo habías pensado?
--¿Quieres decir que vas en serio, y no soy para ti una aventura de
guerra?
--No te he visto nunca como una mujer a las que le gustan esas
aventuras. Eres demasiado seria, muy formal y cerebral, aunque muy fría, creo.
¿No es así?
--Bueno, lo de fría no lo sé. --Y se ríe sin discreción alguna.-- En lo
demás estoy de acuerdo. Prepara todo. Te dejo, ya te llamaré cuando se me
sequen las lágrimas, me ha debido entrar polvo del techo… que nunca ha
quedado bien. Adiós.
Y escucha el chasquido del teléfono cuando saca la clavija de la línea.
Por un momento, mientras enciende un pitillo, revisa la reacción de Wenda y
piensa en voz baja como suele hacer:
¿Es posible que no tuviera claro que la amo y que es mi intención en
formar una familia con ella cuando acabe esta maldita guerra? Tendré que
hablar del tema en estos días que se aproximan. Es evidente que no está segura
de ello. O quizás, no será que, como a la mayoría de las mujeres, hay que
decirlo y repetirlo con frecuencia, pues sus desconfianzas sobre los hombres, y
más en guerra, pueden estar muy justificadas.
Cuando sale del disimulado y protegido cuchitril, los soldados se
encuentran alejados, fumando, se levantan en el acto, saludan y se encamina a su
trabajo.
Se encuentra satisfecho por el modo que ha conseguido que funcione su
unidad, y sigue pensando que hay muchas formas de lograr que los subordinados
funcionen adecuadamente. El que ha elegido de libertad responsable, sin gritos,
sin órdenes terminantes, no imponiendo las estrellas, prefiriendo escucharles, le
ha dado una unidad que funciona a la perfección. Si no están de servicio, pueden
beber con mesura, jugar a las cartas, leer o escribir poesía, como hacen algunos,
de los que ya ha leído y comentado algunos de sus poemas, lo que le coloca más
como un padre o un amigo, que como un superior. De momento, en más de dos
meses con ellos, no ha tenido que intervenir o castigar a nadie. Lo que le llena de
satisfacción.
Y tras pasar una revista informal por las piezas, que continúan
limpiando, como les ha indicado, sin prisas, con descansos, pero siempre
adelantando en la tarea, aunque se haga en uno o dos días, regresa donde estaba
para seguir leyendo.
La llegada del correo unas horas después, detiene la actividad por un
rato. La mayoría ha recibido carta y se han alejado para leerlas en soledad,
saboreando la información que les llega de novias, esposas o amigos. Revisa la
suya oficial, y no encuentra nada que le indique que ha sido abierta. Tal como le
ha indicado, le conceden el permiso, viene el pasaporte de transporte y otros
documentos y órdenes para su unidad. Debe elegir de sus oficiales, al más
antiguo para que quede al mando. Para él es algo estereotipado que hará a su
manera puesto que es el responsable.
--Soldado. --Indica a uno que se encuentra leyendo su correo a escasa
distancia. -- No, no se levante, siga leyendo, y cuando pueda, no hay prisa, avise
a los oficiales para que se reúnan conmigo cuando se pongan de acuerdo entre
ellos.
Casi una hora después, los alférez, Adam y Charley, liban sendos vasos de
la botella de Whisky que ha sacado de su baúl.
--Me han concedido diez días de permiso. Debo dejar el mando, y me
indican que quede al mando el más antiguo. ¿Quien lo es?
--Creo que yo, dice Adam. Pero si Charley quiere el mando, se lo cedo
muy a gusto.
--No, no, es tuyo, para eso eres más viejo. --Y se ríe.
--Sí, soy de la promoción anterior. Unos quince días más viejo.
--Os quedáis el mando los dos. Actuar como os parezca, Sólo si hay
inspección o llamada oficial, Adam que diga que el mando lo tiene él, que es lo
que voy a poner en el parte diario. Compartirlo, como lo hacéis con todo: tabaco,
alcohol y sabe Dios que más cosas. ¿De acuerdo?
Dotados de un gran sentido del humor, montan una escena, en la que se
ponen de pie, saludan los dos al capitán y después Charley saluda a Adam,
aceptando que es su subordinado. Toda la representación con unas claras
sonrisas de pitorreo manifiestamente clara en los rostros.
--Sentaros, payasos. Que no estamos en el Cuartel General.
Charley se levanta de nuevo, siempre es el que lleva las bromas más y
más lejos, saluda con una patada al suelo e indica:
--A sus órdenes. Estamos en el cuartel general del capitán Chester
Potter, para mí mucho más importante que el otro lleno de burócratas.
--Vale. --Indica Adam--¿Qué idea va a tomar el capitán de nosotros?
--No más allá de la que ya tiene. ¿Crees que podemos empeorarla? --
Replica Charley.
Entre los tres, entre risas, aprovechando lo que aún queda de la botella de
Whisky, rellenan papeles, escriben partes y dan curso a algunos papeleos
retrasados. Después dan una vuelta, comprobando que todo está adecuado, que
los turnos de guardia están claros y que las piezas están cubiertas, con los
protectores de ánima puestos y las redes tapando todo, dan por terminada la
jornada. Es la hora en la que muestran como que no ven lo que los responsables
soldados hacen para relajarse unas horas antes de irse a dormir los que no tienen
servicio.
--Os parece que “carteemos” un rato.
--Chester, ¿no sabes de Adam es un tahúr que siempre nos gana. Ya no
sé cuanto le debo.
--Pues yo sí: 30.000 libras, redondeando en mi contra.
--Ya sabes que en cuanto venda mi palacio de Windsor Castle, tienes la
deuda pagada.
--Es que no podéis estar cinco minutos serios. --Inquiere Chester.
--¿Sirve de algo hacerlo?
--No, reconozco que no.
--Más vale alegría que tristeza. --Indica Charley.
--Sois unos niños.
--Sí, abuelo.
Y Chester se sirve otro culo de Whisky, y escancia un poco más en los
vasos de ellos.
Dos días después, a primera ahora de la mañana, recién salido el sol, un
coche para oficiales, en el que ya viene Wenda y un par de oficiales, se detiene
en la batería. Los dos alférez, lo acompañan para despedirle. Chester tiene claro
que quieren conocer a Wenda, por lo que le hace bajar del coche y se los
presenta.
--Teniente --Indica el dicharachero Charley-- A sus órdenes. Cuídenos a
nuestro capitán. Nunca tendremos otro mejor.
--Por eso lo quiero para mí. --Responde Wenda a la que no se le escapa
nada y observa sus gestos de curiosidad.-- De momento, lo compartimos. Pero a
larga será sólo para mí. Ha sido un placer.
Y riéndose sin disimulo, penetra en el coche y le sigue Chester al que la
conducta de Wenda le ha dejado un tanto sorprendido.
--¿Qué crees que estarán pensando mis dos oficiales?
--¡Que menuda joya te llevas!
Y el jefe y el oficial que ocupan el coche, que adivinan lo ocurrido, no
dejan de reír por un rato, mientras el coche se dirige hacia el sur, con buena
marcha tratando de alejarse lo antes posible de la presencia de aviones, siempre
próximos a las primeras líneas.
Cuando ambos regresan, felices y descansados tras su peregrinar por
París, después de haber estado en las mejores salas de fiestas, comer y cenar en
los mejores restaurantes y visitar todo lo que es posible ver en los pocos días que
han tenido, Wenda trae un anillo con un brillante que le ha dejado claro que las
intenciones de Chester son legítimas. Por su parte, Chester mira con frecuencia
el reloj de última generación que ha sido el regalo de petición de mano por parte
de ella.
Ambos saben, y así lo han hablado, que a la guerra aún le queda un
tiempo incalculable, que todo puede ocurrir, pero el amor existe y lo vivido
nunca se podrá perder, pase lo que pase.
Los dos oficiales de su unidad salen al encuentro nada más llegar.
--Bienvenido, Chester. --Le dicen mientras, a efectos de los soldados
que observan, cumplen los requisitos de saludos.-- Sin novedad en la batería.
Ninguna inspección. Diversos ejercicios de tiro sobre puntos concretos que nos
han ordenado, con éxito total según los informes del servicio de control de tiro.
Casi, y digo casi, tan bien como lo hubieras calculado tú. ¿Novedades?
--París está lleno de americanos. Son bastante distintos de nosotros.
Peleones, violentos, infantiles y obsesionados por las mujeres. Pero la guerra,
ahora con ellos, durará poco. Pronto estaremos en casa, al menos eso espero.
--Tuvimos hace cuatro días fuego contrabatería de grueso calibre, pero
no era por nosotros, sino por la batería de los franceses que hay a un par de
kilómetros de aquí.
--¿La que lo hace desde el tren?
--Esa, esa. Pero ya no estaba. Estuvo machacándolos durante tres horas
y se fue. Para cuando empezaron a caer sus grandes pepinos, ya no estaban. Son
muy astutos estos franceses. Eso de disponer desde un tren en una gran cosa. Un
par de horas después los franceses empezaron de nuevo, suponemos que lo
harían sobre los que habían tratado de cazarles. En fin, aquí, protegidos
disfrutando del espectáculo, y vosotros dos, cogiditos de la mano, viendo la torre
Eiffel.
--O bailando en Moulin Rouge. Vaya usted a saber. --Agrega de
inmediato Charley.-- Ya sabes que el amor es ciego y sordo, pero tiene manos,
por suerte.
--La teniente Carpenter mereció una nota muy alta, Chester. Nos
dominó en todo momento. No alegramos que sea su novia.
--Es mi prometida. Este es su regalo. --Indica enseñando el reloj-- ¿Qué
os parece?
--Que tiene muy buen gusto, excepto, con permiso mi capitán, al
elegirle a usted.
Y los tres empiezan a reír y se meten en el refugio adivinando, con
razón, que en la maleta es seguro que traerá buenas bebidas desde París.



53.-

“Quizás en eso residía el
secreto de la vida, en saber cuándo era el
momentos indicado para realizar una acción
irrevocable en vez de comportarse como un
cobarde, un hombre que piensa demasiado,
siempre a punto de tomar una determinación
pero sin llegar nunca a tomarla”.

Anne Perry: “Las trincheras del
odio.

La entrada del teniente coronel ayudante en su despacho le saca de la
abstracción en los documentos que estudia, pero no levanta la mirada mientras
pone el dedo índice sobre el renglón que lee.
--¿Qué ocurre?
Al no obtener respuesta, alza la mirada y la expresión de su ayudante,
con el que lleva varios años trabajando y que se ha traído del Ministerio en
Londres, le alarma sobremanera, pues conoce todos sus gestos.
--¿Qué ocurre? --Insiste.
--No se cómo decírselo, mi General.
--Dígalo.
--Acaba de llegar la lista de bajas de antesdeayer del frente del Somme.
Entre ellas viene el Mayor Evans Fairleyer, del Regimiento del West Yorkhire.
Lo siento, he comprobado tres veces: no puede ser otro que su hijo.
Sus ojos pierden el brillo y su rostro se contrae como si fuera el de una
figura de cera. La expresión que muestra es tan clara para el que le comunica la
noticia, que sabe sin la menor duda, que algo en su interior ha muerto para
siempre.
El general alza la vista hacia la esquina izquierda de la mesa y mira la
fotografía enmarcada en la que un hombre relativamente joven, de uniforme,
sonríe abiertamente. Durante un momento, incapaz de reaccionar, queda fijo
mirándolo mientras en su mente ideas y recuerdos empiezan a agolparse,
formarse y comprender, pero no aceptar, que nunca más volverá a ver su sonrisa,
su alegría, su respetuoso saludo militar cuando se pueden ver. Y recuerda,
instantáneamente, como si acabara de ocurrir, la despedida, hace menos de un
mes, cuando recién ascendido se marchaba para tomar el mando de su Batallón:

“--Bueno, padre. Me marcho, acaba de llegar el transporte. Lo haré todo
lo bien que pueda. No puedo dejarte en mal lugar.
--Recuerda que no estás obligado a demostrar nada. Y también que
tienes el mando, y el que lo tiene, manda. Suerte hijo.
Y lo último que hizo fue cuadrarse y saludar. Mostraba claro en su
conducta que, tras el beso de despedida, ya no era el hijo, sino un soldado ante
un superior y había adoptado la rígida postura que correspondía a la situación
impersonal.
--Estamos a solas, no hace falta que me saludes.
--Señoría, hace tiempo que me enseñó que no se saluda a la persona,
sino al rango.
--Tiene razón. Puede irse. --Y devuelve el saludo con la misma etiqueta
marcial con la que su hijo mantiene el saludo hasta ser correspondido y poder
bajar la mano.”

Y sin un sollozo, las lágrimas silenciosas inician un rodar por su rostro que
con rapidez le llegan a la barbilla.
--Me marcho, Señoría. Creo que debe quedarse solo-- Indica su
ayudante.
Sale del aposento y se queda en la puerta para que nadie de las oficinas, en
la que hay un constante movimiento, pueda interrumpirlo en su dolor. Durante
un largo rato no sale ni un ruido del despacho. El teniente coronel Ed Martín
permanece ajeno al tiempo que transcurre con la espalda pegada a la puerta que
obstruye con su cuerpo. Conoce muy bien al padre y al hijo. Nunca conoció a la
esposa del general, muerta tras dar a luz al recién fallecido. Y éste hijo es lo
único que tenía en la vida; en él ha depositado su amor, su esperanza y la
continuidad genética de su ser proyectado hacia el futuro. Al desaparecer el hijo,
cuando a su vez lo haga, todo desaparecerá. Imagina la profundidad de su dolor
por perder a su hijo fundamentalmente, la amargura de seguir viviendo sabiendo
que no habrá continuidad. Saber que nunca conocerá a un nieto, que no será
abuelo.
Por un momento se alarma cuando le llega un pensamiento fugaz: la
admonición de una posibilidad: teme escuchar, al otro lado de la puerta, el
sonido de un disparo como colofón al drama que, está seguro, se desarrolla en la
mente de su jefe. Sabe que no es religioso, pues nunca habla de ello. Toda su
religión, lo tiene claro hace tiempo, es la ética y con ella llevar a su hijo a la
cumbre, la más alta que pueda conseguir, sin que él, mediante nepotismo, le
ayude.
Aún recuerda la conversación, cuando el hijo recién ascendido a Mayor,
llegó de Londres e intentó mantenerlo lejos del frente, cuando se presento en el
Estado Mayor para saludar, confirmar su presencia y entregar la documentación
de acreditación. Tras las efusiones personales, antes del momento de la
despedida, el general, haciendo un esfuerzo, sacó con delicadeza el tema:
“--He pensado que sería más útil aquí. Hay una plaza en cartografía y
fotografía, --han licenciado al jefe que lo llevaba--, sobre todo la aérea, de la
que cada día llega más. Se precisa de un especialista en ese tema. Lo podría
hacer usted, es una plaza de Jefe de Servicio, por tanto debe ocuparla un Mayor,
que es su rango. Usted conoce bien el tema y en unos días lo dominaría.
El teniente coronel Martín permanece presente en silencio. Observa el
esfuerzo del general para hablar en abstracto a su hijo, como si fuera un jefe
desconocido y de esa manera no sentir que está dando un trato de favor por
tratarse de su hijo. Simplemente, con darle la orden y cambiar el destino
provisional que trae, su objetivo de retener lejos del peligro a su hijo, se habría
cumplido. Pero su ética no se lo permite. Si lo hiciera, por primera vez le habría
decepcionado. Por eso no se sorprende cuando escucha la respuesta de su hijo:
--No, mi general. Muchas gracias, pero si me es posible elegir, quiero un
mando en el campo de batalla, nunca me han gustado las oficinas en las que me
movería sobre un mapa. Esa situación es lo más alejado a mis aspiraciones.
Quiero pisar la tierra, que me llueva, verme salpicado por el barro, pasar frío y
luchar con las ratas para conservar mi comida. Deseo oír silbar las balas y ser
realmente un soldado de campo, a la cabeza de mis hombres y con mis oficiales
cerca, y a mis órdenes, para hacer todo lo mejor posible y conservar vivos al
mayor número de mis soldados.”
Abstraído, no ha escuchado la primera vez que le llaman desde el interior
del despacho. Pero cuando se repite, con voz más potente, penetra sin dilación.
--A sus órdenes, Señoría.
--¡Déjate de zarandajas! Somos los mismos de siempre. ¿Tienes más
información?
--Sí, la tengo.
--Siéntate y refiéreme todo lo que sabes. ¿Cómo ha sido?
--Granada de artillería de grueso calibre justo encima del refugio. Con él
fallecieron un capitán, un teniente, un alférez, su asistente, y dos soldados que se
supone que esperaban órdenes, pues estaban al principio de la galería. Hablé con
el teniente Leonard Robinson, que se ha hecho cargo del Batallón hasta que
lleguen los nuevos oficiales. Él estaba lejos de allí, de servicio en las trincheras:
era su turno. Se ha ocupado de todo. Él me avisó de inmediato, pues sabía que
era su hijo. He esperado a que llegaran las listas oficiales para decíroslo,
comprobando todo.
--Mala suerte. Lo que es la casualidad. Unos metros desviada, y seguiría
vivo. Unos gramos más de pólvora y se habría ido suficientemente lejos. Unos
gramos menos y no habría llegado al quedar corta. En esta vida todo lo que
llamamos suerte, destino y tantos otros nombres, en realidad a lo único que se
debe es a la casualidad, al azar. ¿Es que la vida sólo es un ciego azar sin el
menor sentido? Es una idea que no puedo aceptar… He leído una estadística que
dice que en la guerra, de cada diez mil disparos sólo uno da en el blanco. ¿Puede
ser cierto? Pero para el que lo recibe, bien poco le puede importar ese resto de
casi diez mil que se pierden.
--¿Quién puede saber lo que es la vida? --Responde Martín por decir algo.
Y lo dice sin convencimiento, pues puede observar el rostro del general, en
el que las arrugas se han profundizado en minutos como nunca las había visto, al
tiempo que observa que tiene la espalda curva y se muestra tenso como si en un
premio de tontina[41] le hubieran caído veinte años más. Su expresión se ha
vuelto sombría, su color ceniciento. Tiene la impresión que su vida se consume
por momentos.
Finalmente, tras un momento de silencio, le escucha respirar
profundamente antes de tomar de nuevo la palabra. Pero su voz, poco a poco se
vuelve como si se estuviera envolviendo en la niebla, pareciéndose más y más a
la expresión de su rostro, contraído, envejecido prematuramente.
--Podía haber salido a pasear por la trinchera…, o a revisar las armas
automáticas…, o incluso a las letrinas. Pero no, estaba en lugar inadecuado, en el
momento preciso, como tantos de los que caen cada día. Podía haber hecho
cualquier cosa, menos lo que hacía, y seguiría vivo…
Y de nuevo sus ojos, preñados de lágrimas, miran a su acompañante como
si lo hiciera desde el vacío, con unos ojos que se han vuelto glaucos,
inexpresivos, como los de un difunto.
--Así es. Tendré para mañana o pasado sus efectos personales, su placa de
identificación, una cadena con una placa de oro con un nombre y una fecha y un
plano del lugar exacto en el que se le ha enterrado con todos los honores.
--Gracias por ocuparse de todo. Tengo que ir a ver su tumba. Puedo decir
que me voy de inspección, pero sería mentir. Ya no me importa nada la guerra.
Quiero ir a ver el lugar en el que cayó, y su tumba. Pediré permiso; ocúpate de
conseguirlo. Hazlo y, cuando lo tengas, me lo dices, para irme al frente. Y hazlo
pronto. A la vuelta, posiblemente pediré que me licencien, o me den un permiso
prolongado.
--Bien. Ahora mismo lo solicito, sé donde tocar las teclas. Tengo un
compañero de academia en ese lugar, que me lo acelerará todo.
--Hazlo. No pierdas un segundo. Dile a mi asistente, que venga, estará
donde siempre espera mis órdenes: en la cantina.
--Lo haré. --Y se marcha para hacer todo con la eficiencia que le
caracteriza.
Un momento después el asistente llama a la puerta y la abre asomándose.
--¿Da su permiso, mi General?
--Pase Mitchell. Vaya a mi alojamiento y prepare mi equipaje para unos
días en el frente.
--Siento lo ocurrido. Su hijo…, por lo que pude hablar con él…, era un
gran jefe. Lo siento... – se expresa inseguro en lo que dice.
Mientras habla el soldado, su mente se aleja de allí, comprendiendo que
hay que hacer un gran esfuerzo para expresar algo para lo que no hay palabras. Y
se abraza mentalmente al presente rozando apenas el pasado, pues empieza a ver
con claridad lo que será el futuro. Quiere, sin darse cuenta, dar un sentido a lo
que es un contrasentido. Busca inconscientemente encontrar un equilibrio entre
el dolor y la esperanza. Pero nota por momentos que su cerebro, su caja de ideas,
se está quedando vacía, como cuando se hecha agua en un cesto de paja y esta
escapa por todos lados. Finalmente consigue dominarse y haciendo un esfuerzo,
contestar:
--Gracias. Me acompañarás. Voy de forma no oficial. Iremos en solitario,
sin todas las medidas que me acompañan siempre. Estaremos fuera dos o tres
días. --Indica.
--Sí, mi general. Lo dispondré todo en un momento.
--No sé cuando saldremos, aunque es posible que antes de veinticuatro
horas, pero ve preparando lo de los dos y tenerlo listo.
El soldado se marcha y de nuevo queda en soledad. Se nota agotado, no de
cuerpo, pero si de un alma que parece querer escapar por la boca. Se da cuenta,
nunca antes lo había pensado, que no siempre hay respuestas para lo que sucede
o sobre lo que se le pregunta a una persona.
Pero su soledad dura poco tiempo. La noticia se ha difundido y se inician
las visitas personales y las llamadas telefónicas de los que se encuentran lejos.
La llegada, a media mañana de su superior, un teniente general de división, deja
todas sus intenciones resueltas. Tiene un mes de permiso, ampliable.
Cuando se marchan y queda solo, recapacita y acepta que todo esta
orquestado por su ayudante.
--Ed, ¿ha sido usted el que ha hecho que se movilice mi superior?
--Sí. Sabía que era el mejor camino. Llamé a mi amigo, el Teniente
Coronel ayudante del Teniente General, y él actuó como creyó oportuno. Le dije
que quería usted ir a ver la tumba de su hijo. Y vinieron a verle y concederle de
inmediato lo que desea.
--Es usted muy hábil para todo. Y siempre tiene un amigo en cada sitio.
--Ellos también me piden cosas que les resuelvo. La vida, como sabe, sólo
es un “toma y daca”, en la que nos ayudamos todos. Dispone de un coche, y de
un chofer que conoce bien la zona. Me he ocupado de ello. Y habrá alojamiento
para usted cerca del frente, un lugar que se está buscando en este momento.
--Voy con mi asistente, hay que buscarlo para él.
--Está previsto, pues suponía que se lo llevaría.
--Eres de una eficiencia rayana en el milagro.
--No hay milagros, éstos son sólo el resultado de la voluntad. Así me lo
enseñó hace años mi padre.
--¿Cómo se lo dijo, lo recuerda?
--Sí. Palabra por palabra, o casi literalmente al menos: “No existen los
milagros como se dice, el resultado es sólo lo que se consigue con voluntad,
tesón y eficiencia”. Es la idea de lo que me dijo, más o menos con esas palabras.
Y para mí es muy cierto, como me ha demostrado muchas veces la experiencia.
--Es una idea clara sobre la realidad.
--¿Supongo, que irá de uniforme?
--Sí, así es.
--Le preparo documentación. Conforme se acerque al frente, la Policía
Militar se vuelve más impertinente, sospecha de todo y de todos. Sin algo que
demuestre quién es, le pueden amargar muchas horas mientras confirman su
identidad. Han cogido a varios espías de uniforme, y éste no era precisamente de
soldado.
--Gracias por pensarlo.
--¿Va a llevar un arma?
--Sí. Mi pistola.
--Le daré otra de más calibre. Un 6,35 mm como el suyo no sirve más que
para asustar. Se puede encontrar con soldados infiltrados, con desertores o
cualquier cosa. Le traigo mi automática Colt del .45 que es muy efectiva.
--Gracias de nuevo por pensar en todo.
Cuando una hora después, vestido y con un mínimo equipaje, sale de su
alojamiento, en la puerta hay un coche blanco con una gran cruz roja en el techo.
--¿Este es el coche?
--Señoría, va hacia el frente, piense en ello. Todavía, aunque se está
perdiendo la costumbre, los pilotos alemanes, y también los nuestros, conservan
un poco de caballerosidad y respetan los hospitales y las ambulancias…
--No siga, le comprendo.
--Aquí tiene la documentación suya y la de su asistente.
El coche parte, abandonando París, hacia el norte. Va solo atrás, sumergido
en tristes pensamientos, notando por momentos que se hunde en una incipiente
depresión contra la que debe luchar. Y como si viera una película, su vida se
desliza delante de él en una reiterativa visión de alegrías y dificultades: años de
academia, su amor por la que fuera su mujer, las dificultades para tener un hijo
que se negaba a llegar y, por fin, el embarazo, el nacimiento de éste y la muerte
prematura de ella. Y se le presentó una soledad que, de momento, el vástago
recién nacido no llenaba y del que se ocupaban sus padres.
Durante aquellos dolorosos años, un pensamiento se convirtió en una idea
iterativa que no lograba apartar de su cabeza: “no nacer es lo mejor para el
hombre”. Fue cuando comprendió algo que ahora se le hacía de nuevo presente
con toda su fuerza: “Hay recuerdos que desaparecen cuando deseamos que se
queden y otros, que quisiéramos se marchen, nunca lo hacen”. No hace mucho,
ha leído una frase que lo explica con claridad. Es de un psiquiatra que empieza a
coger fama y que sostiene que las emociones son reacias a ser controladas por el
Yo de la persona. Y comprende y acepta que es lo que le pasa. Quisiera olvidar,
superar la pérdida, pero ésta cada vez le constriñe con más y más fuerza.
Sumergido en amargos pensamientos, no ve el paisaje que discurre a
ambos lados, ni los baches que acusa fuertemente el vehículo de dura suspensión
de ballestas. Es como si tuviera los ojos vueltos hacia dentro y sólo pudiera ver
lo que hay en su interior. Sabe que los recuerdos, con el tiempo, se harán
borrosos y otros nuevos ocuparán su lugar, pero los más antiguos perdurarán,
erróneos y desleídos, y quedarán para siempre en el que los vivió. Y valora
aquellos tiempos felices en los que podía pensar en lo que deseaba y decir lo que
pensaba, pues todo era lógico y se sentía libre. Ahora no está libre, ni siquiera
puede pensar con libertad. Los pensamientos, anómalos, negativos y dolorosos,
le vienen impuestos y no se puede librar de ellos. Sabe que nada es perfecto, y
que buscar la perfección es un imposible aunque merezca la pena intentarlo. ¿Lo
merece?
Mientras la tarde se asienta y se recuesta en el horizonte, cambiando tonos,
iluminando las nubes que han sido grises, en un abanico de mezclas de colores,
imposibles en ocasiones, su mente, más calmada con las lágrimas, que ha ratos le
asaltan y logra disimular para que los que van delante no las vean, hace intentos
de organizarse en una lógica que ha perdido hace horas. Toda clase de
pensamientos le asaltan con manifiesta agresividad, unos racionales, otros que
tienen o carecen de significado inicial, pero que tras unas vueltas de
incomprensión, se vuelven lúcidos y adquieren un sentido que nunca antes
valoró. Y empieza a ser consciente, que el humano vive en castillos construidos
sobre arena, o quizás ellos mismos sean de ese material, pues se deshacen en
polvo a la menor dificultad.
Acepta que en el amor, o en su equivalente el cariño, siempre hay un poco
de locura. Es una idea que ha leído hace tiempo en un libro de Nietzche, el gran
nihilista, y que sin buscarlo, se le ha hecho presente. Y, de inmediato, acude la
coletilla final del pensamiento que completa la idea, que indica, justificando
quizás, que siempre hay un poco de razón lógica en la locura. Pero… --se dice--
si no estoy seguro de creer en nada, en que estoy cavilando. ¿A qué vienen estos
pensamientos que me asaltan? Si llevo toda mi vida huyendo, ¿qué es lo que se
me pide? ¿Qué pague mis culpas y quedaré libre? Pero eso no es posible, pues
siempre he huido… ¿pero de quién o de qué lo he hecho en realidad? Una voz
interior, impositiva y clara, se le hace presente apartando todos los pensamientos
que se le aglomeran tenues, obligando a prestar atención a la respuesta: ¡Has
huido y apartado de ti a Dios! Y lo hiciste, se reconoce, cuando tu esposa murió,
en un acto de soberbia de la que no fuiste consciente, o quizás sólo un poco.
Son horas de viaje en las que no intercambia una palabra con los dos que
tiene delante, sumergido es toda clase de pensamientos, algunos incompletos y
sin respuesta que quedan flotando, ante la avalancha de otros. Comprende, por
primera vez, que desde su puesto de general burócrata, ha sido la muerte de su
hijo la que le ha hecho ver que las cifras de bajas que a veces ha manejado,
llevan algo más que números. Detrás de cada una hay un tragedia, algo más que
dígitos ambiguos, como está viviendo. Y una pregunta de gran calado, se le hace
presente, con fuerza, buscando una respuesta con la que nunca se ha enfrentado:
¿para qué tanto sacrificio de gente joven que no tienen nada en contra de los que
matan y por los que a su vez son muertos? ¿Es necesario hacer todo eso para que
todo siga igual? ¿Es que algo va a cambiar tras la tragedia que se está viviendo?
Y acepta que no. Se llegará a un armisticio, se trazarán unas líneas diferentes en
los mapas, algunos lugares pueden cambiar de nombres, pero lo que
permanecerá incólume, serán las miles de tumba en las que se enterrarán otras
tantas personas, pero no solas, pues en ellas quedarán sepultados futuros,
ilusiones, sueños y posibilidades, como las que se albergaban en el corazón de su
hijo, que ya no se podrán realizar, convertidas en cenizas de recuerdos, de
vivencias, que permanecerán perdidas en la vacuidad de la muerte y el olvido.
Súbitamente recuerda algo que le ha dicho, poco antes de partir, Ed
Martín, sobre los efectos personales de su hijo: una cadena de oro que colgaba
de su cuello, con una placa y un nombre. ¿De quién será? ¿Es posible que haya
una mujer en su vida y él no sepa nada? Debe investigarlo. Tal vez ocurra, que si
alguien hace algo que produce felicidad, es que lo hace suficientemente bien, se
dice en un relámpago de pensamiento; es admisible que siendo como era feliz, se
deba a que hay una parte de su vida que no conoce. Puede ser que se haya
casado; o tal vez no y por eso no le comunicara nada. E incluso que tenga un hijo
nacido, o tal vez en camino, del que no le ha dicho nada, pues al ser fuera del
matrimonio se lo ha reservado, pues circunspecto en su vida particular, siempre
lo fue desde niño, tal vez por la carencia del afecto de su madre que siempre,
según se dice, marca a los niños en un claro alejamiento del padre. Pero, cómo
averiguarlo con él estando muerto. Quizás la placa que colgaba de su cuello,
diga algo más que un nombre y pueda investigar por ese camino. O tal vez haya
un testamento en el que lo deja todo para ella. Y nota que una ilusión se abre
camino en una nota tan alegre como optimista de esperanza. Pero es un anhelo
utópico, piensa de inmediato. ¿No se lo habría dicho su hijo de existir algo? Y
acepta que, en realidad, ¿qué sabe él de la vida privada de él? Nunca ha sido
comunicativo. Las relaciones siempre han sido buenas entre los dos, pero en
realidad hace años en los que han vivido muy independientes. Y nunca le ha
preguntado por lo que hacía, ni él espontáneamente le ha comunicado nada, pues
ambos han conservado una manifiesta separación y libertad en sus vidas
privadas, con respetuosa pero alejada comunicación.
Por un momento, la idea de la posibilidad de un nieto, le ha sacado del
profundo pozo de desilusión en el que poco a poco se estaba sumergiendo. Y por
un instante un pensamiento ronda por su mente: “no hay nada tan absurdo,
nocivo e innecesario como exagerar en cualquier cosa”, como está haciendo.
Pero es solamente el tiempo justo de pensarlo, pues no es absurdo que sufra por
su hijo privado de vida.
Y de nuevo entra en la melancolía que ha llevado todo el trayecto y de la
que ha salido, momentáneamente por una posibilidad, en la que no tiene fe, pues
tiene claro que el tiempo nunca juega a tu favor, y si el tiempo no lo hace, la
necesidad de algo, mucho menos.
--No te dejes engañar por la nostalgia de un momento, o de un recuerdo
del pasado, un acaecido que nunca volverá.
Y lo ha dicho en voz alta, en una recriminación hacia sí mismo que ha
salido del pensamiento convirtiéndose en voz, un sonido que no ha podido
morder para acallarlo.
--Diga, mi general. ¿Qué desea? --Indica Mitchell, su asistente, que le ha
escuchado y se ha vuelto para mirarlo.
--Nada, gracias, ha sido un pensamiento en voz alta.
--Mi general, queda poco más de una hora salvo alguna contrariedad.
--¿Sabemos dónde nos esperan?
--Sí, mi General --Indica el chofer, un sargento de transportes, serio y
callado que no ha abierto la boca en todo el viaje.-- Tengo todos los datos.
La tarde está cayendo, y con ella el crepúsculo se empieza a hacer
manifiesto. Lejos, con escasa luminosidad y sin sonido todavía, se pueden
empezar a ver los resplandores de la artillería, débiles flash rojizos, que salpican
el horizonte. Dos controles de la policía militar son sobrepasados sin apenas
detención tras una breve mirada a la documentación que muestran. Ya cerca del
frente, el sonido de éste se hace claro, con el crepitante sonido de los cañones,
las luces instantáneas de las explosiones y el desagradable olor a pólvora, a
cordita, y el siempre presente tufo a cadaverina que viene con el aire desde lejos.
El coche se desvía por un camino lateral, controlado por alambradas y un
puesto de la policía militar que controla la documentación, comprueba por
teléfono la exactitud de los datos y finalmente les deja pasar. El recorrido es
corto, hasta llegar a un grupo de edificios de aluminio ondulado, en forma de
semicilindros, numerados y al amparo de una loma que casi se muestra cortada a
pico y que permite crear un abrigo contra la artillería.
El chofer les lleva hasta la puerta del número cinco, en el que dos oficiales
y un grupo de soldados forman a su llegada y presentan armas. Los dos oficiales
saludan al general. Es evidente que les esperan.
--A sus órdenes Excelencia. Su alojamiento está preparado. La cena en dos
horas o más tarde si así lo desea. Siento lo de su hijo. Ha sido una noticia que
nos ha afectado a todos.
--Gracias capitán, e igualmente para usted, teniente.
Ambos oficiales les acompañan al interior, señalando los alojamientos
previstos para visitas. El asistente, que lleva las maletas, tiene una habitación
enfrente a la de él. Mitchell penetra, revisa y abre el equipaje y deja todo
dispuesto para el descanso del afectado militar, que desaparece en el interior de
su alojamiento.
A la hora de la cena, temprana según le ha indicado, el asistente se la lleva,
con una botella de Whisky y desaparece. Una hora después, vuelve y se lleva
casi la totalidad de lo que ha llevado, dejando sólo el Whisky.
La noche cae y el ruido del frente se hace más pausado, como si todos,
hombres y armas, estuvieran agotados. En ocasiones, el apagado tableteo de las
ametralladoras se deja escuchar, lejano, pero no por ello tranquilizador, como los
estampidos ocasionales de la artillería. En el interior de su estancia, el general se
ha tomado unas pastillas y un largo trago del alcohol que le ha dejado su
asistente, con el que acaba hundiéndose en un manifiesto e irregular duermevela.
Al amanecer, antes que le despierte Mitchell, Evans, afeitado y de riguroso
uniforme, pasea ya por el exterior esperando, indeciso, el momento de salir hacia
el lugar en el que se encuentra su mente, desconcertada pero concentrada en su
obsesión, deseando llegar. Puede escuchar, lejano pero claro, el cañoneo de
ambas partes deseando, como cada día, un feliz despertar a todos los que ocupan
los asentamientos opuestos.
Tras un frugal desayuno, el coche parte más hacia el norte todavía. El
sonido del fragor de combates, a veces cercanos, en ocasiones lejanos acompaña,
en un claro contrapunto, al traqueteo del coche que sortea baches, embudos de
granadas, restos de vehículos, cadáveres de mulos que, con el belfo distendido
parecen sonreír. Por doquier, separados por escasa distancias, hay restos de lo
que antaño fueran viviendas e iglesias, de villorrios de los que la guerra ha hecho
desaparecer hasta el nombre, quizás escrito en la otra cara de alguno de los
restos de maderas que sobresalen entre los escombros.
El coche asciende hacia una colina en gran parte tapada por un denso bosque de
olmos, en parte destrozados por la artillería y que con los restos del follaje
residual, les permite ascender con escasas posibilidades de ser vistos. Evans, a
través de la ventanilla de su izquierda puede contemplar la caída de la colina a
cuya falda se encuentran centenares de tumbas, muchas de ellas sin ocupar
esperando, sin duda, al que será su propietario, posiblemente todavía vivo y
ajeno a lo que en su futuro le espera con sus brazos de tierra abiertos. Desde lo
alto de la montaña todo es hermoso, excepto el hombre y sus obras, como el
extenso cementerio y el cercano rumor del combate, que no puede ver pero cuya
presencia se escucha por el fragor de las armas en un infernal concierto y que
muestra que el humano, con o sin razón, es como siempre se comporta: como un
miserable.
--Alto, por favor. Quiero bajar y verlo sin prisas.
--Sí Excelencia. --Responde el chofer que se arrima lo más posible a un
farallón de piedras que les puede proteger eventualmente de la curva trayectoria
de la artillería.
Mitchell, salta del coche, da la vuelta y le abre la puerta, al tiempo que
indica.
--Excelencia, un sitio así es peligroso; estamos muy cerca del frente.
--Le diré, Mitchell, lo que hace tiempo le escuché a un amigo, próximo a
morir por enfermedad: “si siguiera vivo guardaría mis tierras, pero muerto sólo
podré hacerlo con las de mi sepultura”.
--Sí, le comprendo.
--No tenga miedo. Estamos en un lugar en el que el tiempo se ha detenido,
pues todos ellos están ya en la Eternidad, y a mí no me importaría estar con
ellos. Pero tiene razón; que a mí no me importe, no debo obligar a que corráis el
mismo riesgo los dos. Es solamente un momento.
Y queda mirando un paisaje amplio, un jardín de cruces oscuras, de planas
piezas de piedra clara con el borde superior redondeado, o extrañas cruces de
otras religiones trazando un simétrico conjunto de hileras, separadas con
exactitud matemática que hace que se alineen, hasta el aparente infinito, en
diversas posibilidades de ordenaciones, dando un sentido de belleza particular
ajena a su significado. Lejos, en una de las alas de expansión, varios camiones
descargan cruces que se amontonan en un lateral y un número grande de
soldados las llevan a unos lugares y otros, cubriendo huecos a las cabeceras de
los escasamente elevados túmulos que sobresalen, apenas, la anchura del cuerpo
que tienen debajo.
--Vamos. Continuemos. --Ordena con un hilo de voz que casi parece no
salir de la garganta.-- ¿Sabe usted el lugar en el que queda la tumba de mi hijo? -
-Pregunta al silencioso chofer.
--Nos lo dirá el Oficial de Memoriales que ya se encuentra advertido.
A la entrada, les están esperando. Saludos y, de inmediato, el teniente al
mando, indica.
--Señoría. Siento conocerle en estas circunstancias; le acompañaré al lugar
en el que reposa su hijo. He traído unas flores, por si quiere depositarlas.
--Quédense aquí. Sin prisas, es posible que tarde en volver.
Precedido por el teniente, que le ha entregado una corona de hojas verdes
y amapolas rojas[42], caminan por un sendero marcado entre hileras de tumbas,
muchas de cuyas estelas funerarias, de momento, han sido sustituidas por una
tabla clavada en el suelo que sólo tienen un número. Por el estado de la tierra,
comprende que son recientes. Un poco más adelante, entre tumbas nuevas y sin
lápidas, hay una perfectamente terminada y grabada, por las irregularidades que
percibe en el brillo de su superficie. Y sabe, de forma instintiva, que es la de su
hijo, por la angustia que le invade.
--¿Es aquella? ¿La única que tiene ya estela?
--Sí, Señoría. Se nos ha indicado que se terminara de inmediato, pues su
Señoría iba a venir.
--No he intervenido en ello. Nunca he deseado excepciones. Gracias, pues
me imagino que han tenido que trabajar a lo largo de ayer y esta noche.
--No ha sido ninguna molestia. Lo que hay que hacer se hace, Señoría.
Ya frente a ella, tras el saludo de ambos, puede ver el perfecto terminado
del túmulo, la pequeña bandera que hay clavada en la cabecera, y las amapolas
que se han colocado formando un ramillete en el centro. En la piedra, grabado, el
escudo de la unidad y debajo el nombre, el grado y las fechas de nacimiento y
deceso. Alrededor, varias plantas de caltas amarillas han sido sembradas en
armoniosa composición.
--¿Señoría, supongo que desea quedarse solo?
--Gracias Teniente, le agradezco su atención y la de sus hombres, hágales
extensiva mi consideración.
--Señoría, un grupo de sus compañeros le acompañaron en el momento de
darle tierra. Cantaron una canción como despedida, y dispararon una salva en su
honor, antes de regresar al combate. Ellos lo trajeron en una ordenada y triste
procesión.
--Gracias por los datos que me está dando. Puede marcharse.
Saluda a ambos y se marcha sin volver la vista atrás, alejándose
marcialmente hacia el lugar de procedencia.
Ya solo, las lágrimas acuden a sus ojos sin freno. Coloca la corona
apoyada en la estela y queda silencioso, contemplando sin ver, imbuido en su
tristeza, en sus amargos pensamientos.
Las nubes, más abundantes por momentos, parecen apagar la luz del día
dejándolo en un pálido arrebol que cambia los colores en tristes grises
evanescentes. El dolor que sentía, por momentos físico, obnubila los recuerdos.
Sólo se pregunta cómo vivir los tiempos futuros, antes de que a él le llegue el
mismo destino. Como soportar, con su ausencia, cada amanecer, cada nuevo día,
de los muchos que habrán de venir. Y las palabras, heroísmo, honor, fortaleza,
tan repetidas y valoradas, dejan de tener sentido. Ante su situación son como la
llama de una vela dejada en la ventana en un día de tormento, en la que el viento
la apagaría en el acto.
Para él todo se había hundido y queda tan vacío, tan sin esencia de nada,
como cuando tratas de coger una pompa de jabón con la mano. Y es consciente,
que el honor no radica en lo que los demás piensen de ti, sea verdadero o falso.
El honor es lo que uno sabe de sí mismo, pues lo infinito no es más que una
figura, un juego de la lengua al pronunciar la palabra, una palabra huera y sin
sentido.
--Que es una casa, un hogar, sin esposa, y sin hijos. --Grita en voz alta.--
Las cosas no tienen más valor que el que los mismos hombres les dan. ¿Qué
valor le doy a mi vida a partir de ahora?
De nuevo, ya sin hablar, más desahogado y sumido en pensamientos algo
más tranquilos, de nuevo elucubra en una clara lucha con la idea que hay de
trasfondo en su mente. Es una concatenación iterativa de ideas en pro y en contra
de lo que subyace en su pensamiento. Y como un sueño las ideas le asaltan, las
acorta o rechaza, pero no se detiene a juzgarlas. El interior de su cabeza se ha
convertido en una jarra inclinada que, llena de ideas controvertidas, caen en
cascada para ser miradas, pero no aceptadas.
Sólo pasamos por esta vida por un rato, hasta que marchamos a otro
lugar. Pero, ante todo, tienes que ser fiel a ti mismo. ¿Tienes sentimiento de
culpa? Si lo tienes, recuerda que éste es como un cáncer que destruye de noche
lo que construyes de día. Antes tenía todo lo que deseaba, y es lógico --¿o no?--
que el que tiene todo quiera más. Es cierto que, cuando una rosa muere, otras
están creciendo: siempre hay esperanza. ¿Tener una nieta: es suficiente
esperanza? Sí, lo sería si supiera que en realidad existe y no es un sueño
sobrevenido a mi delirio. Pero como saberlo, si lo dejo todo. Pero, es cierto que
tengo miedo a ese paso, pues el miedo no deja de ser un ejecutor de la mente. Si
pierdo ese hálito de esperanza, ¿qué me queda? Si me ocurre, será el momento
en el que el desaparecerá el suelo bajo mis pies y caeré en la tórrida fosa.
Durante un rato, coloca las flores de nuevo, abriéndolas un poco más, lee
cien veces la inscripción de la lápida y pasea en torno a ella, contempla todo el
paisaje lleno de cruces, lápidas salteadas y las bastas tablas pinchadas en el
suelo. La extensión es grande, como un mar con amplias olas que hacen subir y
bajar e incluso desaparecer la siembra de cruces, completas o incompletas que
seguirán colocando por un tiempo indefinido. Comprende que su mirada interna
se dirige a un abismo, pero que éste, siempre ambicioso, también le mira a él. Y
de nuevo una verdadera diarrea de ideas se le hace presente presionándole en los
más diversos sentidos.
Sé que no puedo vivir sin pensar, sin recordar, pues el cuerpo no sobrevive
sin la conjunción con la mente. El momento de cortar tus sufrimientos es
siempre ahora y el lugar aquí. Llega un momento en la vida en el que hablar o
callar es y da lo mismo. De nada sirve hablar si ni te escuchan, ni te entienden,
ni les importas nada. Por tanto, si no puedes elegir, no puedes saber que harás.
Ingenuo no soy, inocente es posible que sí. ¿Es el tiempo gratis? ¿O hay que
pagarlo todo? Pero… ¿con qué moneda se paga ese tiempo? Está claro: ¡con
dolor! Y las palabras, propias o ajenas, no sirven para nada: no consuelan.
¡Solamente son palabras que se lleva el viento, incluso suponiendo que sean
verdaderas, que casi nunca son más que un cumplido. Y es que la paz empieza
nunca. Claro que he de reconocerme que es maravilloso estar vivo.
De nuevo, mientras las ideas que han pasado en la última avanzada de su
subconsciente se asientan y son digeridas, realiza un paseo más amplio que el
anterior, leyendo las lápidas de los vecinos de su hijo. Y se sorprende, todos son
oficiales y jefes, pues esa parcela, muy bien delimitada, en la que quedan huecos
sin rellenar y espacio para abrir otras muchas, debe estar dedicada a esos rangos.
Y puede ver que su hijo no es una excepción, sino uno más de los muchos grados
superiores que están cayendo en un pequeño sector del total del frente. Y por un
momento recuerda cifras olvidadas casi, pero que ocuparon todos los partes
militares: el primer día de batalla del Somme, el 1 de julio de 1916, hubo 55.240
bajas, de ellas 19.240 muertos, en un frente de sólo 24 kilómetros de anchura. Y
por un momento puede ver a la Muerte, con una gigantesca guadaña, en una
labor de plena dedicación en la que no tiene tiempo para descansar.
¿Debo enfrentarme con ese futuro oscuro que veo venir? ¿Será más
sensato una retirad. Para un militar la retirada es una palabra maldita,
prohibida, por tanto no puedo hacerlo. Aún recuerda la orden general antes de
la batalla del Somme, de obligado cumplimiento. ¿Cómo era? Sí, ya me
acuerdo: “El uso de la palabra “retirada” está totalmente prohibida, y si
alguien la escucha, tan sólo puede ser una treta del enemigo y ha de ser
ignorada”. ¿Y a quién le importa si me retiro? Nadie me echará de menos. Las
pequeñas cosas son las que importan mucho. Pero ya no me queda nada que sea
grande o pequeño, ¿para qué seguir? Pude haber retenido a mi hijo a mi lado…
pero la ética no me lo permitió. Y lo hice en un mundo en el que honor, ética y
conceptos paralelos, parecen ser patrimonio de unos pocos nada más, mientras
que para la mayoría carecen de sentido o ni siquiera saben que existen. ¿Tengo
miedo a morir? ¿Deseo morir? ¿Deseo vivir? Recuerdo aquel oficial al que
condecoré no hace mucho. Valiente era, pero descarado también y mucho. Le
dije: ¡Felicidades! ¡Eres un héroe! Y su respuesta casi me llevó a arrancarle la
condecoración que acababa de colgar: ¡Para lo que sirve…! Ahora, casi un año
después entiendo el trasfondo de su repuesta. Una medalla para un oficial en el
combate, es sólo un poco más de peso cuando se salta la trinchera y se avanza,
de cara a la Muerte que te mira y espera, al otro lado de la tierra de nadie. Si
ganarla te liberara de la guerra, tendría una lógica, pero en todo caso, salvo
vanidad y poco más, no eres más que un blanco preferente para un
francotirador.
De nuevo pasea, indeciso. La idea que lleva horas barajando, se hace por
momento más clara.
¿Es el suicido la salida más rápida y adecuada a su situación? ¿Sí? ¿No?
¿Qué pierdo si lo hago? ¿Qué puede perder el que nada tiene? ¿De que sirve lo
material… si se carece de ilusión, si ha desaparecido la alegría, si nadie te
espera aunque solamente sea para aparentar que te escucha y te entiende?
¿Para qué vivir más? Lo haré, pues sólo será un segundo de dubitación: el de la
decisión final, cuando complete la presión sobre el gatillo y a partir de ese
momento todo será silencio y oscuridad. Si piensan que fue una cobardía, ¿me
importa lo que piensen? Hace años me importaba, pero hace tiempo que no,
desde que analizo lo que pienso de lo que hacen los demás; la mayoría de las
veces no pienso nada, pues nada sé de sus causas y motivos. Hay siempre tanto
detrás de lo que parece verse, pero de lo que en realidad no se ve nada. Hazlo,
es sólo un segundo y todo terminado. ¡Adelante!
Se coloca delante de la tumba. Saca la pistola, una Colt Calibre .45, la
amartilla y la coloca en la sien derecha.
--¡Me reúno con vosotros, no quiero que me esperéis más! --Dice
marcando bien cada palabra y pensando en su esposa y en su hijo, que puede ver
con los ojos del recuerdo.
Con decisión aprieta la cola del disparador hasta notar el desenganche
mientras la duda de la acción se le hace presente. Escucha el chasquido del
martillo al caer, pero no se produce el disparo.
--¡Maldita sea! Tal vez sea mejor, pues dudé y me arrepentí en el último
momento.
Tira del cierre y observa como se expulsa el cartucho que cae a poca
distancia sobre la tumba. La recoge y aprecia que el pistón está intacto, sin señal
de haber sido percutido por la aguja. Hace un disparo al aire, con el mismo
resultado y comprende lo que ocurre. Su ayudante, Ed Martín, siempre eficiente
ha intuido su pensamiento y futura conducta, por eso le propuso el cambio de
arma. La que le ha dado, carece de aguja percutora y eso le permite seguir vivo y
con ganas de vivir. Se guarda el cartucho que le pudo llevar al otro mundo. Lo
conservará como un recuerdo de lo ocurrido. Y una vez más, inicia un monólogo
mientras se aleja de la tumba.
--La vida debe continuar. No se debe renunciar a ella. Tienes derecho a
vivir y debes vivir. Todo tiene un principio y un fin, pero no antes de tiempo. La
vida se hace a veces tan difícil que se desea morir. Pensarlo es ridículo, pero no
se muere, se madura. Y creo que, tras esta experiencia, he madurado.
Y camina observando como el cementerio se alarga hasta perderse de
vista. Pero ahora lo puede ver con otros ojos, menos negativos. Finalmente,
alcanza la puerta de entrada en la que ve el coche que le ha traído.
Los oficiales se adelantan a su encuentro. Traen una pequeña bolsa en la
mano, que le entregan tras el saludo.
--Mi general, estos son los efectos personales de su hijo que vinieron con
su cuerpo, son para su Señoría.
--Gracias. Haré constar su comportamiento. Era un aspecto del ejército
que no conocía. Hay tantas cosas que hasta un general no está al tanto.
--Que tenga un buen viaje de regreso.
Poco después, el coche arranca mientras mira distraído por la ventanilla.
Abre el paquete y se enfrenta con lo que llevaba puesto cuando le alcanzó la
guadaña de la Parca. No son demasiadas cosas, realmente somos tan poco al
morir, como en realidad lo hemos sido al vivir. El revólver con su cinta, metido
en la funda y una cartuchera. Un reloj que sólo ha visto fugazmente en su
muñeca. Una libreta con apuntes y fotos. Una cadena de oro de la que cuelga una
placa de oro, sobre la que va montada una pieza de buen tamaño de ámbar
amarillo, en cuyo interior un insecto duerme su fosilizado sueño. El reverso del
medallón, un nombre, tres palabras y una fecha le llenan de esperanza: “Vivian. I
love you”. 2015-3-15.
--Debo buscarla. Seguro que en la libreta encontraré algo.
Y la registra a fondo, con cuidado cada página. En una de ellas, una “V” y
un número de teléfono, le dan la clave del punto de partida. El resto, buscar el
testamento, y saber el domicilio, será importante, pero de momento es
secundario. Se nota nervioso, deseoso de llegar a París, pero se domina. Ansiar
una cosa, desearla ardientemente, no hace obligatorio que pueda suceder antes, o
que siquiera pueda llegar a ocurrir por mucho interés que se ponga.
--Todo a su tiempo. --Murmura entre dientes-- Todo llegará. Estas vivo, lo
que ya es un milagro y tienes el resto de tu vida por delante. Pide un permiso, y
busca a Vivian. Encontrarla, posiblemente no será muy difícil.
Y el coche continúa su traqueteante camino, mostrando lo que la guerra ha
hecho con todo el paisaje. Casas destruidas, villas abandonadas carentes de vida,
perros solitarios que buscan, famélicos, nuevos dueños que les den el cariño que
han perdido. Sin embargo, observa como en los cráteres, en los campos
removidos por la artillería, en los sitios más pelados y quemados por los
explosivos, hay una promesa de nueva vida en forma de prímulas verdes que se
asoman tímidas, en los troncos de los árboles desmochados, o inicios de hierba
verde por el suelo o entre los restos de antiguos jardines. Por todos lados ruinas,
pedruscos diseminados tras los derrumbes. Pero sabe bien, que hasta el árbol
vuelve a crecer entre las piedras. Tiene claro, ahora lo puede ver, que detrás de la
destrucción surge, apremiante, la semilla de nuevas vidas.
--Debo volver a aceptar la Vida, el Honor, la Ética, la Patria en medio de
esta razón sinrazón de la guerra. Ahora, tal como pienso en este momento, ““Si
supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol”.
[43]
--¿Qué desea, mi general? --Pregunta el asistente.
--Nada, nada, otra vez pensaba en voz alta. ¡Gracias!
Pasados unos días de descanso en París, en los que no ha aparecido por
el Estado Mayor, con toda la conducta a seguir reflexionada y decidida, el
General Evans Fairleyer, se presenta al Teniente General para solicitar un tiempo
de libertad por asuntos propios.
--Bienvenido. Supongo que deseas un permiso. Lo tienes concedido,
como le dije, por un mes. ¿O cuánto tiempo necesitas?
--Un mes antes de volverme a incorporar, creo que será suficiente.
--Tuyo es, y más si lo necesitas. Llevas dos años en los que no has
cogido ni un día. Por tanto, tienes ese derecho adquirido. Además, creo que no lo
sabes, se ha acordado que los americanos participen el conflicto, pero de forma
independiente en su actuación. ¿Sabías algo?
--Suponíamos que iba a ocurrir, pero el tiempo pasaba sin más. Ya era
hora.
--Han creado la A.E.F., la Fuerza Expedicionaria Americana, al mando
del General Pershing. En breve empezaran a combatir pues ya están preparados,
y a mandar más soldados, con material propio y sus mandos. El cálculo inicial es
de un millón de hombres, de los que 425.000 ya han llegado.
--Este hecho cambiará el curso de la guerra de inmediato. --Acepta
Evans.
--Bien. ¿Cuándo deseas marcharte?
--Lo antes posible. Creo que mi hijo tiene esposa, aunque no me había
dicho nada.
--¿Es posible?
--Lo es. Siempre fue muy independiente. Por ello, apenas nos
comunicábamos. Entre sus cosas he encontrado pistas que me llevarán a
encontrar a la que supongo sea su esposa. Incluso, he llegado a pensar que pueda
tener un hijo, que sería mi nieto. Es lo que deseo hacer.
--Te arreglan la documentación y te consigo embarque preferente.
Suerte y que lo que sospechas, se convierta en realidad. Pasa todo tu labor a tu
ayudante, que está propuesto para Coronel, aspecto que deseo que apoyes. Es un
hombre muy eficiente y, con tu aprobación, será un hecho en breve.
--A las órdenes de su Excelencia. Muchas gracias. Le tendré al corriente
de mi regreso.
Y ambos, como despedida, dejan el trato de amigos, por una conducta
conforme al reglamento.
--Tómese el tiempo que necesite.
--A las órdenes de Usía.
Ambos se saludan y Evans se marcha, dirigiéndose a su despacho para
encontrarse con Ed Martín, devolverle el arma y redactar el informe de apoyo,
como superior, para su ascenso.
A su llegada, está en su mesa, desarrollando la labor que debería estar
desarrollando él. Se encuentra tan embebido en lo que hace que no nota su
presencia hasta que se encuentra a su lado. Salta en la silla al verlo.
--Mi General, a sus órdenes. ¿Todo bien?
--Gracias por todo. Te devuelvo tu arma. Por cierto, debe tener rota la
aguja, pues no pica los cartuchos.
--Haré que la revisen, pues nunca la he usado.
--Me iré de permiso en unos días. Tienes que redactar mi propuesta para tu
ascenso a Coronel. El Teniente general ya la tiene hecha y sólo se espera mi
conformidad como tu jefe más inmediato. De modo que empieza con ello.
--Gracias mi general. ¿Podría firmar un buen montón de documentos
pendientes de que lo haga?
--Pásamelos. Lo haré.
Durante un par de horas, ambos trabajan casi en silencio. Una llamada por
teléfono, que dura un momento y Ed se levanta.
--Es su permiso y el embarque en dos días. Toda la documentación esta
preparada. Me indican que vaya a recogerla. ¿Da su permiso para hacerlo?
--No preguntes lo que sabes que vas a hacer. Te espero, no tengo nada
mejor que hacer. Te invito a comer, pues deseo contarte cosas sobre mi hijo,
quizás me puedas orientar del camino a seguir, ya que tienes amigos por todas
partes, quizás me puedan ayudar en Inglaterra.
--Cuente con ello. Regreso enseguida.
Al final de la mañana, con todo lo pendiente resuelto y Evans con su
documentación completa, ambos se encaminan a un restaurante donde le
explicará todo lo que sabe de su hijo. Esperando que le oriente en la localización
de la que puede ser su nuera. Como es habitual en él, Ed le aporta direcciones en
Londres con las que podrá ayudarse en la búsqueda, caso que tuviera dificultades
en la localización.
Dos días después embarca en Cherburgo en dirección a Southaptom. En su
mente hay una idea fija, de un proverbio japonés: “Es mejor viajar lleno de
esperanza que llegar”.




54.-


Al brillar un relámpago nacemos.
Y aún brilla su fulgor cuando morimos.
¡Tan corto es el vivir!
La gloria y el amor tras que corremos.
Sombras de un sueño son que perseguimos.
Despertar es morir.

Gustavo Adolfo Bécker.


El cielo oscuro, casi negro, inicia un virado de claridad que apaga los
restos de estrellas que aún lucen. El romántico centinela que vigila en un alto del
aeropuerto, sólo atiende al desarrollo de luces y colores que forman el alborear.
Desea plasmar en las poesías y relatos que le ocupan en sus ratos libres, lo que
sus ojos contemplan cada amanecer. Pero, cada uno de ellos es nuevo, distinto de
los muchos anteriores que ha visto y tomado notas en su libreta. Son unos
apuntes que nunca coinciden. En cada ocasión los colores son nuevos, diferentes
en sus tonalidades y brillos, o con matices desiguales por la presencia de nubes.
Por un momento, ensimismado en la naturaleza, se dice, recordando que lo ha
vivido con sus hijos, que es lo que sucede con cada recién nacido de la misma
madre: no se parece a los anteriores, ni se parecerá a los que estén por llegar.
Amanece con una alborada límpida de dorados naranjas que se abren paso,
cual agudos cuchillos de oro que avanzan empezando a crear sombras. La larga
fila de aviones Nieuport y SPAD, surgen lentamente de su camuflaje por la
oscuridad, toman forma de pajarracos y sus sombras se alargan hasta muy lejos,
más allá del terreno del campo, para ir, en breve, acortándose lentamente
conforme el sol trepa impetuoso y alegre en saliente. El cielo no revela ni una
nube, mostrando que va a ser un día primaveral, una jornada en la que los
combates en el aire no permitirán emboscadas ni sorpresas, pues todo será tan
diáfano y límpido como el agua de roca.
El toque de diana se escucha claramente. Y se repite un momento después.
Las luces, como en una lotería, empiezan a encenderse sin orden ni concierto.
Un grupo de soldados hace el relevo de los que durante la noche han
permanecido de guardia.
Un ordenanza sale con dos cachorros de león, “Whisky” y “Soda”, con sus
correas de sujeción. Juguetones tratan de iniciar su actividad lúdica tras el
copioso desayuno que han ingerido. Cuando el soldado los suelta, las mascotas
de la escuadrilla, jugando, inician sus ensayos de peleas simuladas y posiciones
de acecho.
Las luces del comedor, una larga barraca de aluminio ondulado con forma
de medio cilindro, se encienden en la preparación del desayuno de los pilotos.
Los mecánicos son los primeros en aparecer para preparar los aviones para el
despegue. Por parejas hacen girar las hélices preparando la compresión para el
arranque cuando se establezca el contacto.
Aislados o en grupo, los pilotos van entrando en el comedor para tomar los
huevos fritos con bacon, salchichas y un vaso con zumo de naranja a la que, en
muchos casos, añaden un poco, o mucho, del alcohol que llevan en sus planas
petacas. Es el quitamiedos que les hace entrar en un nuevo día, que puede ser el
último, y se usa como medio para mostrarse más animados a la hora de levantar
el vuelo.
Salvo unos pocos franceses, apenas seis, la mayoría son voluntarios
americanos, jóvenes y aventureros para los que, pertenecer a la Escuadrilla
Lafayette, ha sido la meta de sus vidas. Mientras desayunan, en animada
conversación, comentarios, gritos y bromas de unas mesas a otras, chacotas a
veces pesadas y repetitivas que, sin embargo no producen reacción en los
afectados.
Todos parecen haber olvidado la ceremonia del entierro del piloto caído la
víspera. Ametrallado en el aire por un miembro del circo volante de Von
Richthofen, consiguió volar hasta la base y con el aparato acribillado, aterrizar y
ser llevado a la clínica en la que el cirujano, tras luchar con él durante horas, no
consiguió salvar su vida. En las veinticuatro horas posteriores, es trasladado al
cementerio de la base en una ceremonia habitual, aunque no demasiado
frecuente. Y ya descansa junto con otros compañeros de escuadrilla, a veces
traídos desde lejanas zonas del frente. Para muchos, los más modernos en la
escuadrilla, aún resuenan los sones de la canción de la unidad con la que
despiden a los caídos, tras las salvas de disparos. Es una letra y una música que
no conocían hasta ese momento. La pequeña banda de la base, apenas unos
pocos aficionados que tratan de afinar lo que desafinan, con más buena voluntad
que maña, pero que a tenor con el momento, a todos les parece suficiente para
llenar el doloroso momento de despedir, para siempre, al compañero caído. Es la
vanguardia al vuelo eterno, el postrero vuelo, en el que saben le seguirán alguno
más de ello. Todos aceptan que desayunan, comen, cenan y duermen con la
Muerte, una dama que, enamorada de ellos, siempre les espera para acogerles
entre sus escuálidos pechos para concederles y llevarles a la Eternidad.
La letra de la canción fúnebre, absurda como tantas cosas, fue compuesta
por uno de los primeros pilotos de la escuadrilla, caído, pero no olvidado,
cuando empezaban a aprender a volar, en la Ecole Militaire D´Aviatión en
Avord. Un tiempo ya lejano, por lo que la letra tuvo su significado, que en la
actualidad casi carece de sentido, pero que nadie desea cambiar, pues el último
adiós para los que, en la gran aventura que cada día disfrutan, alcanzan el
póstumo triunfo de morir donde han deseado vivir: en el aire.

“Bajo las vigas que resuenan.
Las paredes están desnudas.
Se oye el eco de unas risas,
los muertos están ahí.
Sostened firmes la copa.
El mundo es una mentira.
A la salud de los muertos,
y ¡viva el próximo que muera!".[44]

Los pilotos empiezan a salir lentamente, tras el corto briefing en el que
han acordado las misiones y el reparto de los grupos. Llevan los cascos y las
gafas en la mano, fumando cigarrillos o pipas, y verifican que llevan el arma
reglamentaria. Un arma, como todos han aceptado, cuya principal misión es
acabar con la propia vida cuando, en el caso de que, la caja de cerillas que es el
aeroplano se incendie, pueden evitar la agonía de quemarse vivo, dada la
carencia de paracaídas que el Estado Mayor del Aire no permite que puedan usar
por absurdas e inexactas razones, pero que les imponen como obligatorias.
Las mascotas, al verlos salir, corren desesperadamente para llegar hasta
ellos y recibir las caricias de despedida que cada piloto les prodiga antes de
subir, y tomar el pequeño regalo de salchicha o bacon que cada uno, a
escondidas, les llevan. Los cachorros, siempre con hambre tan crónica como
ancestral, siempre aceptan el pequeño regalo de despedida que les ofrecen cada
uno de los treinta y ocho pilotos americanos de la escuadrilla, algunos poco más
que unos adolescentes.
El capitán Georges Thenault, el jefe de la escuadrilla 124, seguido de los
cinco franceses que son sus ayudantes, hace el gesto de ir subiendo a los
aparatos para arrancarlos y dejar que se calienten antes del despegue. Los
cachorros son de nuevo trincados y se les deja atados a un poste que se ha
clavado para ellos por detrás de la línea de vuelo.
Perry Roberman, con poco más de dieciocho años, aunque apenas hace
seis meses que se ha incorporado como reemplazo, es ya considerado como un
veterano, dado los dos derribos que ha conseguido, el último el que permitió que
el enterrado la víspera no fuera rematado por el Jager alemán que lo había
cazado, y al que no dejó que continuara la persecución. Colocándose el casco y
dejando las gafas sobre la frente, da una vuelta a su Nieuport verificando la
integridad de los controles y comprobando que los agujeros del día anterior, han
sido taponados y pintados. Pasa la mano por la insignia de la unidad, un indio
Siux con pinturas de guerra, dentro de un marco, todo pintado sobre el fuselaje.
Acepta que tiene fobias, manías y supersticiones con las que cumple un ritual
antes de subir. Si no lo hace, se siente inseguro y con él cree que toda la suerte
existente le acompañará. Se coloca el pañuelo a cuadros regalo de la novia que
ha dejado en París y a la que espera y desea volver a ver en el permiso que
tendrá en un par de semanas. Amarra la cinta roja que siempre coloca en la
riostra del ala izquierda, que le indica la dirección del viento en el aeródromo,
aunque la elevada grímpola de colores rojo y blanco, situada en un lateral de la
pista, se lo indica claramente. Mira el punto por el que siempre escapan unas
gotas de aceite, y que no acaban de ahogar apretando o cambiando el empalme
de un racor, pero que de momento no mancha y finalmente sube a la carlinga. Se
abrocha, bien apretado, el cinturón que le pega al duro asiento y examina el
tablero. Y a continuación, como cada día, interroga al mecánico y armero que
atiende su avión.
--¿Todo bien? ¿Munición completa? ¡Niveles de aceite y de bencina?
--Sí Señor. Todo perfecto. He vuelto a cambiar el racor, espero que ya no
tire aceite. He engrasado la rueda que me dijo que estaba dura. ¿Algo en
especial, Señor?
--No. Vamos a arrancar el motor.
El mecánico se coloca delante de la hélice, coloca las manos sobre la
punta de ésta, asegura los pies y se sitúa a la distancia justa y pregunta:
--¿Contacto?
--Contacto --asevera al tiempo que mueve el interruptor, y empuña la
palanca de gases.
El mecánico hace avanzar la hélice con fuerza y se aleja y el motor, tose,
carraspea y arranca. Perry avanza un poco la palanca de gases y sube el ralentí
para ponerlo a régimen. Mira la aguja de la temperatura que se encuentra a cero.
Mueve la palanca de dirección y los pedales, observando como alerones y el
timón de profundidad responden con exactitud. Satisfecho, eleva el pulgar a su
mecánico, un francés como todos los que atienden los aviones, que le responde
con el mismo gesto y da la vuelta para colocarse a su lado, como siempre hace,
para quitar las calzas de las ruedas cuando se lo indique. Es un parisino que no
fue aceptado como piloto por mala visión, pero que cree, está convencido, que
vuela con el piloto y el avión del que es responsable, cada vez que ambos salen
hacia el cielo.
--Cuide mi avión --le dice como siempre hace en una frase con la que le
dice que si el piloto vuela unas horas, como mecánico él le dedica más del triple
de tiempo en mantenerlo en perfecto estado.
--Puedes estar seguro. Iré por tu cantina a invitarte a unas cervezas cuando
vuelva, como siempre.
--Pues vuelva, que ya tengo sed. Cuidado, hay mucha luz y ninguna nube.
Los boches vendrán escondidos desde el Sol, esperando que usted no les vea.
Ponga su cola al sol y ellos no le verán a usted.
Y ambos ríen y durante un rato hablan de París, de sus respectivas chicas,
hasta que una bengala trepa hacia las alturas y estalla por delante de la línea de
aviones y, de inmediato, el rumor de los motores alcanza un nivel al que han
acordado llamar “el rugido del leviatán”.
En el orden establecido, media docena de aviones inician la carrera en la
que las colas se elevan de inmediato, corren adquiriendo velocidad y
perezosamente se elevan, cuando ya un nuevo grupo inicia el recorrido que los
colocará en el aire. Perry mete gases cuando le corresponde a su grupo y va
hundiendo hacia delante la llave del gas conforme el avión acelera ganando
velocidad y empieza a notar el inicio de la sustentación, y la lleva a fondo un
momento antes de tirar de la palanca e iniciar el ascenso. Ya en el aire, alabea a
la derecha con todo el grupo para dejar libre la zona para los que le siguen y que
ya vienen por la pista de hierba prestos para elevarse.
Se coloca en formación con su camarilla, formando parte de una de las dos
largas líneas de aviones, mientras otra, la segunda, toma igual formación a
mayor altura. Todo el conjunto, lentamente, va ascendiendo en dirección al
norte, para sobrevolar las trincheras propias e internarse en el terreno enemigo.
Mientras lo hace, sin dejar de vigilar las alas de los aviones que tiene a ambos
lados, a veces muy cerca que, con ligeros bamboleos, se aproximan y alejan, su
mente se retrotrae al pasado cercano y recuerda cómo ha llegado al lugar en el
que se encuentra, el mayor deseo que ha tenido en su vida: entrar como piloto en
la escuadrilla Lafayette, algo muy anhelado, pero nada fácil de conseguir. Y
mientras vuela, en una rutina cotidiana, recuerda un pasado que cada día se le
hace un poco más lejano, pero imposible de olvidar por lo que significa.

“Y su mete se llena de imágenes de cuando aprendió a volar, apenas con
14 años. Era su sueño desde niño, cuando viera el primer avión, allá en las
verdes praderas de Virginia, realmente un montón de tablas y telas pintadas de
colores, con un motor que sonaba parecido al ruido de la motocicleta que tenía
su tío Achille. Era, después lo ha sabido, un viejo Wright A, del que podía ver al
que lo pilotaba, totalmente entre cuerdas, cadenas, cables y tablas, sentado en
una silla y moviendo un palo que le salía entre las piernas, con dos hélices que
giraban a su espalda. Iba tan bajo y tan lento, que pudo apreciar cada detalle, y
como ante sus saltos y carrera siguiéndole, el piloto le saludó varias veces con
la mano. Sintió en su interior algo que le dejó confuso: quería saber que se
sentía al estar a esa escasa altura, dejando discurrir por debajo las colinas, los
árboles, los ríos y a los que, como él, clavaban los ojos en la caja de cerillas
voladora, plena de cuerdas, cables, cadenas y ruedas de bicicleta con un sesgo
de clara envidia. Y se le convirtió en una obsesión, por la que empezó a moverse
lleno de curiosidad.
Indagó en el pueblo, hablando con el Sheriff, que apenas sabía una
palabra del tema, pero que le prometió enterarse de ello, y cumplió su palabra,
indicándole el lugar en el que unos cuantos “chalados”,--así los definió,--
jugaban con unos chismes a los que llamaban aviones. No estaba lejos, el
ferrocarril le podría lleva hasta allá. Y rememora como, centavo a centavo,
haciendo de todo por las casas de los alrededores, fue ahorrando hasta reunir
unos pocos dólares para hacer su excursión. Sin decir una palabra, --su padre,
un rígido anglicano, no se lo habría consentido-- un amanecer salió caminando
hacia la estación que le llevaría a su dorado sueño de ver los aviones de cerca,
tocarlos y, a ser posible: volar.
Y recuerda su llegada a aquel llano, cubierto de verde hierba, en el que
había cuatro aparatos parecidos al que viera apenas unos meses antes. Y en que
forma fue recibido por aquellos jóvenes que trabajaban en ellos. Les sorprendió
que un niño sintiera curiosidad por algo considerado de locos. Les mintió,
indicando que era huérfano y de más edad. Su altura, heredada de sus
progenitores, ambos con buena estatura, no se correspondía con la realidad del
calendario. Les pidió que le llevaran en uno de sus vuelos, para lo que les
ofreció pagar la bencina o lo que les pudiera dar de su corto peculio. Se ofreció
para trabajar con ellos, cosa que aceptaron, por lo que le darían unos centavos
cada día y la comida, que debería cocinar para todos ellos.
Finalmente, tras unos días de convivencia, cuando era ya poco más que la
mascota, Ralph, que era con el que mejor se llevaba, pues era apenas unos
pocos años mayor que él, le ofreció volar. Recuerda la conversación, que se le
ha quedado grabada palabra por palabra:
--Perry. ¿Quieres volar conmigo? Voy a probar mi avión en un vuelo de
una hora, es lo que puedo llevar de bencina. Y con dos, posiblemente menos
tiempo.
--¡Si, sí! ¿Cuándo salimos?
--Tranquilo. Tengo, si quieres venir, que poner un asiento para ti. Pero…
¿No tendrás miedo cuando estés volando?
--¿Miedo yo? Eso es imposible. Soy el más valiente del mundo. Y quiero
ser piloto, como vosotros.
Y recuerda las carcajadas de todos los que estaban escuchando la
conversación. Otro de ellos, Balthasar, el mayor de todos, añadió.
--Si aguantas bien volar con el loco de Ralph, en su viejo Whight-B, te
llevaré conmigo, en mi Curtis Goldel Flayer, que si es un avión y no lo que
tienen estos, que ni ellos saben como es posible que se eleven. Si lo consigues, te
enseñaré a pilotar un avión, ya que tienes tanto interés”.

Por un momento deja los sueños mientras se aleja, siempre atento al avión
que tiene a estribor, que se le acerca con demasiada frecuencia como si quisiera
unir las alas de ambos aparatos y al que le hace señas para que se separe. Y de
nuevo continúa con su ensueño:

“Recuerda la inolvidable experiencia de su primer vuelo, incluyendo el
mal aterrizaje, con saltos en los que creyó que se estrellarían. A partir de ese
momento, empezó a aprender de todo. El funcionamiento del motor y su
mecánica, elementales ideas sobre aerodinámica y la razón por la que el avión
volaba, el uso de la palanca y los pedales para dirigir el vuelo. Le comentaron
que era un buen alumno, y que en poco tiempo, le dejarían pilotar acompañado
por uno de ellos.
Pero no tuvo suerte. La llegada del Sheriff del condado, con orden de
llevárselo, le alejó de aquellos que le habían adoptado casi como si de un hijo
de todos se tratara. Reconoció ante el Sheriff, que les había mentido y que no
eran responsables de nada. Y le devolvieron a su casa. Su padre, rígido,
impersonal y muy enfadado, lo encerró en el granero por un tiempo. Pero volvió
a escapar en cuanto se relajó la vigilancia y de nuevo se incorporó al grupo,
que lo recibieron aceptando de nuevo sus mentiras. Y finalmente, acompañado,
realizó su primer pilotaje. Al aterrizar, Balthasar, comentó:
--Eres un piloto nato. Ni un fallo, es como si fuera una parte más del
avión. Lo siente como si fuera una de sus manos. Y… ¿sabéis lo que me ha dicho
mientras volábamos? Algo que tardé mucho tiempo en descubrir. ¡Que siente lo
que hace el avión en el culo!
Desde aquel momento, --siempre con el miedo de la aparición del Sheriff
para llevárselo, pero que fue por allá varias veces pero no dijo nada, aunque
hablaron en varias ocasiones, hasta que le comentó que su padre había decidido
que hiciera lo que quisiera, lo que le dejó más tranquilo-- fue uno más del
grupo. Empezó a volar solo, aportando ideas de perfecciones que sorprendían a
sus maestros, y que, llevadas a cabo como reformas, mejoraron el
comportamiento de aquellos aparatos en los que los cambios eran algo
cotidiano dado el interés en mejorarlos que tenía el grupo.
Fueron un par de años felices, en los que en un par de ocasiones llegó
volando hasta su casa, aterrizó junto a ella, en un prado no muy alejado, siendo
bien acogido por sus padres, que no volvieron a reprocharle su conducta, le
dieron dinero para ayudarle a seguir con su vida, y recalcaron que siempre
estarían abiertos si decidía volver a la que invariablemente sería su casa.
Por aquellos tiempos la situación en Europa se fue poniendo de tal
manera que se barajaba la posibilidad de una guerra. En su país se empezada a
difundir la aviación y un embrión de aviación oficial se estaba creando. Dos del
grupo, Ralph y él decidieron incorporarse y ver si serían aceptados. Se
enteraron del lugar en el que se aprendía a volar y decidieron ir en el viejo
aparato en el que volara por primera vez. Y pensaron que lo más sensato sería
llegar al lugar volando, lo que eliminaría dudas sobre su capacidad de volar. Y,
salto a salto, fueron avanzando siguiendo un mapa, hasta alcanzar el lugar,
viendo un pretencioso campo de aviación en el que había escasamente una
docena de aviones apenas más modernos que el que llevaban.
Fue una entrada triunfal como habían supuesto, en medio de una
formación de futuros pilotos que, en vez de volar, practicaban instrucción de
infantería en formación. El aterrizaje, por una vez, en plena discusión entre
ambos sobre la maniobra, fue por una vez perfecto causando la admiración de
los presentes, antes que la policía militar les detuviera y se incautara del avión
por entrada irregular en terreno militar.
Pero el problema burocrático duró un par de días, al ser incorporados
como voluntarios en la unidad en formación. Con los falsos documentos que
llevaba, fue aceptado como cumplidos los dieciocho años. Fueron un par de
meses sin volar, dedicados a la formación militar, en la que aprendieron de todo
menos a volar. Tiro con armas ligeras y ametralladoras, topografía,
interpretación de mapas, mecánica de motores, aerodinámica, realmente todo
algo por debajo de lo que ya sabían, y finalmente la teoría del vuelo.
Aprendieron de forma dura a aprender a callarse, con un primer arresto
por discutir y querer mejorar las ideas que tenía el capitán que impartía las
clases, y al que no le hizo mucha gracia que le corrigieran en un error básico
para ellos. Pero fue la primera y la última vez que interrumpieron, tal como se
habían puesto de acuerdo. Su avión, aparcado lejos del área de oficinas, era una
constante provocación de volar en él. Hicieron una solicitud al coronel de la
base, que la denegó. Pero para entonces ya se iban a iniciar los vuelos con los
dos profesores que, de momento, tenían esa misión. Del gran numero inicial de
alumnos, aparte de los ya eliminados en las fases previas, en los elementales
reconocimientos médicos, se eliminaron algunos más. Recuerda que tuvo miedo
de ser eliminado. Pero los pasó sin dificultad y se iniciaron los vuelos de prueba
en los que se trataba de eliminar a aquellos que mostrasen miedo a volar, y
después los vuelos con doble mando y finalmente la suelta, en la que ambos
dejaron claro que habían aprendido, por encima de lo que ya sabían, sobre todo
en orientación, de lo que nunca se habían preocupado.
Y llegaron los ascensos a sargentos primero, subtenientes después y
finalmente, ya de profesores, fueron nombrados tenientes. Había un claro
incremento de voluntarios, por lo que la base crecía y empezaron a llegar
aparatos de diversos tipos, fabricados en América, y sobre todo franceses, con
los primeros Bleriot y algunos italianos. Los fueron probando con la intención
de elegir el modelo ideal, pero eran tiempo de rápidas mejoras y nuevos
modelos sustituían a los que parecían los mejores de la anterior hornada.
La muerte del príncipe heredero, el Archiduque de Austria-Hungría,
Francisco Fernando, asesinado en Sarajevo, desencadenó algo que se veía
venir: La guerra. Una guerra que se suponía que apenas duraría unos meses.
Cuando a Perry le llegan noticias de una unidad de aviación de
americanos voluntarios en Francia, trata de influir sobre Ralph para irse juntos.
Pero su amigo se ha enamorado y su puesto de profesor de vuelo le encaja más.
La edad le ha hecho madurar, y su próximo matrimonio le retiene. Y recuerda
que vendió su avión, comprado usado en la base al ser sustituido por uno más
moderno, se despidió de sus padres y se embarcó hacia Francia en un barco de
un país neutral. Con su grado y experiencia, fue aceptado por el Servicio del
Aire francés, pasó un tiempo en la Ecole Militaire de Avord y fue enviado
finalmente a la Américaine Escuadrilla (número 124) en Luxeuil, donde ya se
estaban formando en técnicas de combate a los más preparados, en número de
38, que partían hacia Bar-le-Duc, más próximo al frente, donde iniciarían los
combates. Y tuvo que permanecer en Luxeuil aprendiendo más. Lo hizo durante
meses, de donde enviaban a los más antiguos a cubrir los puestos de los que
caían en acción. Fue cuando en un permiso en París conoció a Madeleine, la
que es su novia”.

Mientras recuerda el pasado, no se distrae. Vigila cuidadosamente el cielo
a su alrededor. Las Jastas alemanas tienen sus costumbres de combate que ya
conocen, pero aún así, en ocasiones, les sorprenden con otras trampas nuevas. La
más habitual, que practican, es presentar una formación a una altura habitual con
la que se inicia el combate, mientras otra, volando muy alto, se descuelga y
derriban a varios aviones en la primera pasada por la ventaja de la altura.

“Cuando hace unos meses fue elegido para marchar a Bar-le-Duc se
sintió satisfecho de poder ir a combatir. Pero la idea que tenía del combate
aéreo no coincidía con lo que pudo ver. La muerte rondaba en todo momento.
Los pilotos alemanes eran muy buenos en general, bastante mejores de lo que se
decía. Si se te colocaban en la cola, era muy difícil, a veces imposible, librarse
de ellos, como había podido ver en compañeros con experiencia, y la muerte
podía llegar en unos instantes. Sobre todo, el “circo volante de Von Richthofen”
era una Jasta muy peligrosa, a pesar de la ostentación de sus colores que
permitía verlos con mucha anticipación. Ya se había enfrentado con ella en
varias ocasiones, pero desde su llegada su misión era proteger a uno de los más
veteranos, haciendo de perro guardián, lo que no le daba muchas ocasiones de
derribar aviones. Aún así, tenía ya dos en su haber confirmados, y otro que no le
han aceptado, aunque él sabe que lo derribó y lo vio estrellarse, quedando
destrozado en zona alemana, cuando dio una pasada, entre disparos de fusilería
y ametralladoras, sobre la zona”.

Los rápidos alabeos del jefe de la escuadrilla, le indican que hay enemigos
a la vista, por lo que debe dejar su ensueño y disponerse para el combate. Ya ha
probado las ametralladoras a poco de despegar. Las monta para el combate y,
como es su misión, empieza a vigilar las alturas por si apareciera la escuadrilla
alta. Como en el cielo no hay ni una nube, supone que los vería, pero no hay
nada que rompa el azul celeste que lo llena todo. Hace señas a su protegido, que
le indica con el pulgar que le desea suerte y señalando con los gestos acordados,
que se pegue a su cola y le siga. Se retrasa para cubrirlo y ambos, como hacen
los demás, se salen de la formación buscando un enemigo al que combatir. Es
una Jasta desconocida, menos numerosa que ellos, pero sus aviones son nuevos,
y entre ellos tres triplanos Fokker DR-1, entre una docena de Albatros del
modelo más reciente, el D VIII. El ver como se abre la formación tras la primera
pasada del cruce, en una dispersión manifiestamente estudiada, en la que trepan
con soltura a lo más alto. El modo de actuar le hace concentrarse, pues le es
evidente que no son pilotos bisoños precisamente. Acelerando se coloca paralelo
a su jefe y le transmite por gestos su impresión de peligro, a lo que éste responde
afirmativamente. Y de nuevo se retrasa cubriéndolo desde el lado derecho y
siguiéndole pues ya ha elegido al Jäger alemán al que va a atacar, uno de los
rápidos triplanos, que persigue ya, descendiendo, a uno de los aviones aliados, el
de Abigail Broders que, a su vez, persigue a un Albatros. Comprendiendo la
maniobra trampa, se retrasa y hace como que se aleja, para dejar que se coloque
a la cola de su protegido y situarse él detrás. Y los cuatro se alejan del centro del
combate en el que, como abejas rabiosas, unos y otros se persiguen
encarnizadamente. Con unas escasas andanadas su jefe, Mark Owens, un
veterano, incendia el avión alemán al que persigue, que inicia una barrena
mientras el humo va desprendiéndose, cada vez más denso, conforme cae. Al
contrario que es lo habitual, no lo sigue, pues ya sabe que el triplano va por él.
Pica acelerando para adquirir velocidad en una Inmelmán, que debe engañar al
Fokker, que se ha preparado para seguirlo cuando acompañara al que ha
derribado. Pero la reacción del piloto del Fokker no se hace esperar,
comprendiendo su error, por lo que se aleja dejando el combate para mejor
ocasión mientras Mark se eleva realizando una maniobra que debería colocarle a
su cola, pero el avión alemán se aleja evitando que le pueda pasar lo que ha
adivinado que el aliado iba a hacer.
Perry, que ha visto el juego, y que tiene una situación adecuada para cazar
al Fokker, mete gases y antes que pueda eludirle, se ha colocado en su cola y,
aunque demasiado lejos, calcula la trayectoria que va a hacer, dispara ráfagas
cortas y se guía por las trazadoras para colocar sus proyectiles en él. Y el piloto
alemán que realiza la evasión que él ha calculado, aparece claro en el centro de
su visor. Aprieta el botón de disparo mientras con los pedales y la palanca lo
mantiene colimado y puede apreciar como las balas, en un doble chorro de
luciérnagas amarillentas, penetran avanzando desde la cola al motor y éste
empieza a dejar escapar un humo creciente. Puede ver al piloto que vuelve la
cabeza, le mira, intenta hacer un gesto, pero las balas que le siguen llegando, le
hacen desplomarse en la carlinga. Y el Fokker entra en barrena y explota en
cientos de pedazos, convertido en una bola de fuego.
Pero se ha distraído con la caza, y las perforaciones que siente en su ala
derecha le indican que, a su vez, ha sido cazado y que debe despegarse del que le
tiene en la mira, o abandonará este mundo en cuestión de minutos. Metiendo
gases a fondo, se lanza en dirección a tierra adquiriendo velocidad para hacer un
tonel invertido cuando adquiera velocidad suficiente. Pero el Albatros no se
despega y le sigue aunque ha dejado de disparar. Completa el tonel, hace un rizo
que muestra el vientre al alemán, y de nuevo ve pasar las trazadoras de éste a
escasa distancia. Y de nuevo se lanza en un desesperado picado con el que trata
de eludirlo. Pero el alemán es un recalcitrante que no se despega. Nota varios
impactos más, en el fuselaje posterior, que le obligan a una conducta irregular de
giros, conatos de ascensos y descensos con los que trata de evitarlo
equivocándole de sus intenciones. La llegada de Abigail le salva. Se ha colocado
a la cola del que le persigue, distraído por lo que tiene seguro que va a derribar, y
toda la ráfaga de su pareja de vuelo, le cose de un extremo a otro. Puede
observar como el avión, sin control, se encabrita, elevándose por un momento
antes de girar e iniciar una caída en hoja de árbol que le llevará al suelo. Perry
respira aliviado, es la primera vez que ha visto a la Muerte realmente de cerca,
mirándole fijamente mientras le señalaba con el dedo índice.
Se empareja con su compañero, que le recrimina moviendo un dedo y
señalándole un ojo. Y comprende que le indica que no puede distraerse
empecinándose con un avión enemigo, pues eso deja que otro se coloque en su
cola y le derribe. Con otro gesto le reconoce el derribo que ha realzado, a lo que
corresponde con otro idéntico con el que reconoce el suyo Un nuevo gesto, le
indica que le siga para iniciar de nuevo la caza. Se dirigen a la zona donde el
enjambre de abejorros continúa en una rueda, un “dogfighter” del que, en
ocasiones mientras se acercan, se desprende un humeante avión en dirección a
tierra. El número de aviones iniciales ha disminuido, sólo puede ver un Fokker
DR-1, lo que indica que han sido derribados dos, pero también echa de menos
algunos de los de sus compañeros. La mejora paulatina de los aviones, hace que
los combates sean cada vez más difíciles, más rápidos, pero a la vez con más
bajas. Tiene claro que en cada salida, hay siempre un creciente número de bajas,
que conlleva nuevas caras, nuevos amigos, algunos de los cuales apenas llegan a
tratar. De nuevo, Abigail, bajo su cobertura, elige enemigo, lo persigue y le
derriba con rapidez. Por su conducta tiene claro que es un piloto novato, pues las
maniobras de evasión han sido simples, erróneas y han mostrado un nerviosismo
claro en las que no ha combatido, sino ha tratado de huir.
La rueda de aviones se deshace, los alemanes uno a uno desaparecen, y los
aliados no los siguen pues, han agotado la munición por ambas partes y andan ya
mal de la escasa bencina que transportan. Se elevan y ponen rumbo a Bar-le-
Duc, satisfechos pero verdaderamente cansados. Y de nuevo Perry, protegido por
el grupo, pero vigilante, vuelve a sus ensueños.

“Por un momento rememora algunas de las cosas que le contaron nada
más llegar, sobre la opinión que los políticos y los militares tenían sobre la
naciente aviación militar. Como la del Secretario de Guerra Británico, Rihard
Haldane, en 1910, cuando se le indicó la necesidad de tener aeroplanos para
fotografía aérea, dirección de tiro para la artillería y otras posibilidades. La
frase, muy criticada en algunos medios, rezaba: “No consideramos que el aeroplano tenga
utilidad en la guerra". Un año más tarde, el Mariscal francés Ferdinand Foch, que
tendría un gran papel en la guerra, añadía otra idea, igualmente estúpida, como
el tiempo demostraría: “La aviación es un buen deporte, pero al Ejército no le sirve de nada”.
Una vez, le habían dicho, los celos de los clásicos y atrasados oficiales de
tierra, mostraban sus prejuicios y perjuicios sobre lo que no fuera lo que
aprendieron de jóvenes en los libros de las academias, atrasado en táctica y
estrategia debido a la cerrazón de aquellos militares, demasiado mayores, pero
influyentes, cuyas capacidades de evolucionar habían quedado años atrás
absolutamente fosilizadas.
Recuerda, no lo ha vivido, que inicialmente a los de la escuadrilla se les
llamó la “Américaine Escuadrilla (número 124)”, pero ante las protestas
alemanes de la intervención de un país neutral, fue cambiada de nombre por el
de: "L'Escadrille des voluntaires", que tampoco duró demasiado, siendo
cambiada a "L'Escadrille Lafayette", en la que él, llegado con retraso, se
incorporó”.

La visión del campo, le hace olvidar los ensueños con los que llena su
tiempo, un ensayo y estudio de las ideas que cada día plasma en su prohibida
libreta de diarios, un escrito que cotidianamente rellena con las vivencias y
pensamientos que le asaltan cada jornada. No sabe que hará con ella, pero es una
manera más de matar el tiempo y combatir el aburrimiento de los ratos en los
que no combate. Quizá, se ha dicho alguna vez, pueda escribir algo con lo que ha
visto, vivido y escuchado.
Sentados en la mesa, dispuestos para comer, mientras repasan los aparatos
y llenan los depósitos de gasolina, hay seis asientos en la mesa sin ocupar. Pero
nadie dice nada, como si no vieran las obligadas ausencias.
Al terminar, se dirigen a los aviones, como el suyo, con numerosos
parches sin pintar, pero repletos de bencina y cintas de ametralladoras. Y de
nuevo, los abrazos a los cariñosos cachorros de león, la comprobación de todo, la
charla con el mecánico que le reprocha las más de dos docenas de impactos que
ha parcheado y poco después de nuevo en el aire, con la cabeza dando vueltas a
aspectos que, en cada ocasión, distintos, le asaltan.
“Debo escribir a Madeleine, hace días que no lo hago, y de ella me llegan
cartas con más frecuencia que las que ella las recibe de mí. ¿Es que ya no la
amo? Sí, estoy más que seguro que sí. ¿O es que la distancia agota el amor…?”

Y mientras fantasea, como hace siempre que pilota sin peligro, su
Sopwith Spad ronronea ascendiendo lentamente a un cielo absolutamente azul
que espera a toda la escuadrilla para depararles, como cada día, nuevas
sorpresas.




55.-

“Vivimos tan hondamente sumidos en la
guerra que se nos ha vuelto del todo
inimaginable la paz”.

Ernst Jünger.


--Capitán Potter; le llaman desde el centro de comunicaciones. Es una
señora.
--Gracias, Alexandre. Voy de inmediato.
El soldado se aleja mientras hace unas anotaciones en el estudio de planos
del sector de frente que le han indicado que será su zona. Y se pone en camino
hacia el cercano refugio en el que se encuentra el teléfono y el emisor-receptor
de radio.
--Capitán Potter, batería S-230.
--Pero que profesional eres.
--Nunca se sabe quién te llama. Puede ser el Presidente americano Wilson,
para concederme la Medalla de Honor del Congreso, que le cambiaría por dos
semanas en Londres… contigo, claro.
--¿La cambiarías?
--Todo lo cambiaría por lo dicho.
--Muchas gracias por aclararme mis desconfianzas.
--¿Desconfianzas?
--Una nunca puede estar segura de lo que diga un hombre. Sois mentirosos
por naturaleza.
--¡Ah! No lo sabía. Pero yo no soy un hombre cualquiera. Yo soy tu
hombre, lo que me coloca en otra situación.
--No lo sabía. Pero me dejas más tranquila; es un alivio. ¿O sea, que me
amas?
--Sospecho que todo está muy tranquilo y que dispones de tiempo para
hablar un buen rato.
--Así es. Pero… ¿me amas o no?
--¿Te gusta que te lo repita?
--Desde ayer no me lo dices.
--Sí, sí, sí. Te amo. --Y continua repitiéndolo en una larga letanía.
--¡Dímelo otra vez!
--Te amo, te amo, te amo...
--En ese caso te lo has ganado y te lo diré.
--¿El qué?
--¿Me vas a querer aún más?
--Sí, claro que sí. Más, cada día un poco más.
--Tengo un permiso para París de una semana.
--¿Has conseguido otro?
--Yo no. Lo ha conseguido el Mayor, bueno, ya es Teniente Coronel,
Richard Leiss, mi jefe, al que conoces de cuando estuvo allí conmigo, y de otras
varias veces que has estado aquí y ha hablado contigo y le has acompañado por
la zona, según sabemos. Tiene, eso me ha dicho, muy buen concepto tuyo, y
añadió, que eras muy observador. El permiso lo tengo sobre la mesa.
--Ese hombre está enamorado de ti.
--Eres un celoso patológico. Él tiene a su mujer y por tanto no está
enamorado de mí.
--¿Entonces?
--Es un padre para todos nosotros. Recuerda que perdió a sus dos únicos
hijos. Y a mí me trata como si fuera una hija.
--Claro. Lo que en mí parecen celos es, en gran parte, una forma de
provocarte. ¿Y cómo se le ha ocurrido?
--Tú no lo sabes, pero en cuatro días es mi cumpleaños. Lo ha hecho ya
con varias de las chicas del antro en el que estamos. Nos concede permisos en
una rotación clara. Dice que debemos salir por unos días a descansar, pues no
salimos para nada del refugio. Richard es un tipo muy humano.
--¿Cumples quince, creo recordar? Felicidades. Vaya, ya le llamas
Richard, un tipo muy humano, ¡eh!
--Pues así es. Fíjate si lo será, que ha conseguido permiso también para ti y
que así no vaya sola.
--Entonces sí que es un gran tipo. Dale las gracias de mi parte.
--Se las tendrás que dar personalmente. Pues debes ir a recogerme por tus
propios medios. Debes estar aquí a primera hora de pasado mañana. Quiere
hablar contigo, aunque no sé para qué. He tenido la sensación que es para algo
importante por la forma de decírmelo. No es una orden, pero casi en el fondo.
--Lo acepto e iré, pero… ¿Y quien me sustituye durante la ausencia?
--La orden del permiso dice que mientras estés fuera, tu alférez más
antiguo se hará cargo de las dos baterías.
--Bien. Iré con alguno de los camiones que traen la munición, o como
pueda.
--Te dejo. Estoy llamando la atención y todas me miran, creo que con
envidia.
Chester queda callado por un momento mientras en su mente busca una
frase que recuerda ha usado en alguna ocasión, y ésta se hace presente en unos
instantes.
--“La mujer o el hombre a quien nadie envidia no es feliz”. --Responde
Chester.
--Tú y tus frases. Pero no es tuya, ¿seguro que no sabes de quién es?
--Pues sí. Es muy antigua, tanto como la envidia. Es de Esquilo. Y sé otra,
aunque de esa no sé el autor: “La envidia es el adversario de los más
afortunados”.
--Capto el fondo: si no vales, nadie te envidia.
--Exacto. Eres muy aguda. Te amo. Cuelga. No quiero que me envidien,
aunque valga mucho. --Y rompe a reír.
--¡Vanidoso! También te amo. Adiós.
Y ambos escuchan el chasquido del corte de comunicación.
Chester queda perplejo. Le alegra y mucho poder pasar unos días en París
con Wenda, pero no entiende el porqué del permiso, y menos de la reunión con
el Teniente Coronel. Sí tiene claro que en la guerra los ascensos se suceden con
manifiesta velocidad. Él mismo ha ascendido a capitán mucho antes de lo que
esperaba. Y el ascenso del jefe de Wenda le ha sorprendido, pues por lo que
recuerda haber escuchado, no hacía demasiado que era Mayor. Mientras deja el
puesto de comunicaciones y se dirige a su cubil de mando, sigue dando vueltas
al interrogante de la reunión, y empieza a ser consciente de que hay algo, detrás
de todo ello, que no puede adivinar. Y mientras camina, rezonga entre dientes, en
un modo de pensar que siempre le ha acompañado:
--Lo que haya de ser será y el no saberlo no cambia las circunstancias. De
modo, que espera, que todo llegará y a su tiempo lo sabrás. Pero hay algo que no
alcanzo a comprender.
--¿Qué dice, mi capitán?
Sin darse cuenta, ha entrado en su galpón de mando hablando solo a media
voz.
--No era nada, venía pensando en voz alta. Pero ahora si le digo algo.
Busque a los dos alféreces, y que vengan a verme.
Momentos después les ha expuesto la situación y queda todo acordado
para actuar durante su ausencia. Hay una cierta relajación en el frente. Es como
un respiro tras la frenética actividad de las semanas anteriores. Apenas hay
movimientos, la artillería descansa desde hace unos días, con mínimos cañoneos.
Sólo en las alturas, hay aparatos de observación y combates entre cazas, en un
espectáculo que los aburridos soldados contemplan como si el frente no fuera
más que un circo.
Al amanecer, aprovechando un transporte de munición, --están
almacenando mucha más de la que queman, lo que le hace suponer que pronto
habrá otra ofensiva,-- indica al conductor que le lleve al nudo de
comunicaciones, aunque tenga que alterar un poco el viaje de vuelta para volver
a cargar.
Ha podido observar mientras alcanzaba el punto en el que se detiene el
camión para que descienda, las medidas de protección que tiene el centro. Sólo
desde cerca se puede adivinar lo que hay. Desde el aire o desde los globos
cautivos, la zona tiene que parecerles una colina más. Ante la disimulada puerta
de entrada, dos centinelas le dan el alto.
--¿Dónde va, Señor?
--Me ha citado el Teniente Coronel.
--Espere, Señor, mientras hablo con mi sargento.
Un momento después es conducido al despacho del jefe del puesto.
--A sus órdenes mi Teniente Coronel. Capitán Chester Potter a sus
órdenes, compareciendo según instrucciones.
--Es usted demasiado formal. Siéntese y hablemos con tranquilidad. Una
primera pregunta. ¿Piensa usted seguir en el ejército cuando termine esta guerra?
--Soy militar profesional, por tanto seguiría.
--Bien. Tengo una oferta para usted. Le interesaría pasar al servicio de
información y dejar la artillería.
--Señor, no estoy preparado para ese trabajo. No sé nada de ello.
--Está equivocado. He estado con usted, ¿cuántas…? ¿Cuatro veces?
--Exacto Señor.
--En todas ellas, usted tenía información de todo su entorno. Lo sabía
todo. ¿Cómo? No lo sé. Pero era el único oficial que sabía todo de todo. Vio un
mapa un instante y notó la anomalía de la vía del tren que se estaba
construyendo y que había pintado con tinta china. Me trazó sobre el mapa, con
exactitud las posiciones de baterías que no podía ver, pero que sabía localizar,
con un error mínimo, pues su oído le había dado la posición. Tengo su
expediente completo y fue un alumno destacado.
--Gracias Señor por verme así. Sólo pongo interés en mi trabajo.
--No. No es así. Todos ponemos interés en nuestro trabajo, o al menos eso
se supone. Pero hay personas con más capacidad y otras con menos. Usted es un
hombre curioso, observador, con muy buena memoria, se destacó en el uso del
Morse en la academia de artillería. Tiene la mejor nota del curso en Topografía.
No me interrumpa, ni sea modesto. La modestia es casi siempre la mayor de las
vanidades, como sabemos. ¿Escucha?
--Sí Señor.
--Se va a ir de permiso con la Teniente Allison a París durante una semana.
Aparte de que se lo pasen muy bien, lo cual les deseo, quiero que hablen de
ingresar los dos en el Servicio de Información. La teniente Allison tiene también
unas cualidades especiales para recordar, captar las ideas al vuelo y más cosas.
Al igual que usted, es observadora, tenaz, y todo lo que se pueda imaginar. Se
cumple el dicho con los dos de: “Dios los cría, y ellos se juntan”. Piénselo,
háblenlo, y si deciden que aceptan, abren este sobre y siguen las instrucciones
que hay en él. Si deciden que no, no lo abran y me lo devuelven
Y le entrega un sobre lacrado en varios puntos, que contiene cierta
cantidad de documentos por lo abultado que se muestra.
--De acuerdo, Señor. Pero…, me pregunto: ¿Qué tipo de trabajo sería el
que tendríamos que realizar?
--La labor que espero sea la que tengan que realizar, es el análisis de datos.
Creo que los dos están especialmente dotados. Les llegarán cientos de escritos de
los más diversos orígenes. El leerlos, memorizarlos y relacionarlos para sacar
conclusiones de posibilidades, apartar rumores y llegar a realidades y
conclusiones, no es sencillo. Pero hay personas especialmente dotadas para ello.
Usted las tiene. Dos de mis visitas a su zona, fueron sólo para analizarlo a usted.
Buscar personas adecuadas a ese cometido, es parte de mi trabajo
--Sí. Me extrañó tanta pregunta, sus inquisiciones sobre lo que pensaba,
que haría si esto o lo otro. Lo recuerdo bien. Pero pensé que era información que
necesitaba…
--No siga. Lo captó, lo recuerda y sus conclusiones y comentarios fueron
acertados, no sólo por lo que sabía, sino que intuía muchas cosas con algún
ínfimo dato que le aportaba a conciencia en la conversación; contribuciones a
veces contradictorias, que le hacían fruncir la frente, me discutía y acababa con
una resolución lógica en sus presunciones.
--No creía que fuera nada especial el opinar sobre cosas más o menos
comunes.
--Son cosas comunes para la mayoría, pero usted por instinto profundiza
en ellas, saca conclusiones y suele ir lejos en los consecuentes que saca a partir
de unos escasos antecedentes.
--Es posible que sea así, pero es como he hecho todo siempre.
--Eso es, precisamente, lo que interesa. Que es instintivo, una forma de ser
que no se puede enseñar. Algo que usted me analizó y dio su idea, a partir de los
datos que yo sabía y no acababa de ver claro, ha sido la causa de mi ascenso. Me
adelanté a los hechos con una idea que usted me aportó, lo expuse, se realizó y
fue un acierto. Alguien como usted es absurdo que esté detrás de unos cañones
diciendo unas cifras y ordenando fuego. Para eso hay muchos oficiales que
carecen de su imaginación, capacidad de síntesis, intuición, curiosidad y otras
cosas.
--Si usted lo dice, Señor, será así. Pero en muchos ambientes ese tipo de
cosas que dice, me convertía en alguien molesto para los demás.
--Normal. No se le escapaba nada, opinaba con criterio de todo, lo que
resulta muy incomodo para los mediocres, los lentos y esa gran masa de casi
estúpidos que nos rodea.
--Sí, en el fondo es la opinión, cruel pero real, que hay en mi interior.
--No está muy equivocado. Pero si une a su capacidad de síntesis,
memoria, y todo lo que ya he dicho, es usted algo especial, por lo que no se
puede perder en labores mecánicas. Y ella, aunque no tiene su nivel, también
tiene cualidades aprovechables. Por lo tanto es una pérdida que esté controlando
telefonistas, cuando puede ser una buena analista y clasificadora de información
en un primer escalón, preparando todo para los que, como usted, tengan que
tomar decisiones sobre realidad y posibilidades con un margen de error mínimo.
--Gracias, Señor por su análisis, pero no creo reunir esas condiciones. Pero
en todo caso, como militar, soy obediente a lo que se me indica, y seguiré sus
instrucciones.
--Recuerde que no es una orden. Tienen una semana para pensarlo en
París. Que sean felices y traten este tema a fondo y tomen una decisión. --Indica,
al tiempo que coge uno de los diversos teléfonos que tiene en la mesa y ordena:
--Traigan el coche. --Y cuelga.-- En un rato, un coche les recogerá y les
llevará a París.
Coge otro teléfono, y con el mismo tono de mando indica:
--Que venga la Teniente Allison.
Un rato después, con todo hablado, ambos salen en un coche en dirección
a París. Por el camino, un atasco a la entrada de un cruce de carreteras, les
detiene. A escasa distancia pueden ver unas tiendas blancas en las que un grupo
de DAV[45] atiende, con bebidas y alimentos ligeros, a los que están
temporalmente detenidos.
--Te parece que vayamos a tomar algo en vez de esperar sin más. --Insinúa
Wenda.
--Sí, no hay problema y así movemos las piernas.
Se encaminan. El uniforme de Wenda, hace que una de las muchachas que
bajo un delantal lleva uno casi idéntico al suyo, acuda a su lado.
--Dígame, Teniente.
--¿Qué ocurre?
--Hay un largo convoy de americanos y su impedimenta que marchan
hacia el frente. Y también dos divisiones de portugueses. Todos van hacia el
frente.
--¿Cómo cuántos?
--Se habla de más de medio millón.
--Estupendo. Estos refuerzos empezarán a cambiar la guerra.
--Desde luego acelerará el final; no es que se vaya a acabar enseguida,
pero si puede ser el inicio de hacerlos retroceder hasta Berlín. ¿Qué desean?
--¿Hay café?
--Sí, ¿Cómo lo queréis?
--Con leche y azúcar, ¿si es posible?
--Por supuesto. --Responde obsequiosa la muchacha.
--Pero… ¿Existen todavía esas cosas?
--Algo queda. Tomad, un buen café con leche y añadid el azúcar que
queráis.
--¡Que bien se vive en retaguardia y de permiso!
Se alejan con unos sándwich y los vasos en los que se han preparado la
bebida.
--Hace unos días, me decía en la cama sin conseguir dormir, mientras el
cañoneo no cesaba y el miedo me mantenía tensa, casi aterrada: “Las noches se
me hacen eternas y nada cambiará hasta que tú llegues a mi lado”. Era un deseo
que veía lejano. Espero que estar juntos no sea breve.
--Tenemos una semana, aunque creo que tampoco dormiremos mucho
ninguno de los dos durante este tiempo.
--Merecerá la pena no hacerlo pues, al menos, tendrá un sentido. --Acepta
Wenda.
Y ambos se miran con una clara expresión de complicidad. Y durante unas
horas todavía, pasean por la zona hasta que el atasco empieza a moverse
lentamente. Cuando llegan a París, es ya entrada la noche. No sin dificultades,
encuentran una habitación en un hotel por un precio exorbitante.




56.-


“La vida era actividad, movimiento, y no
era algo que pudiera quedar atrapada, como
un insecto, en una pieza de ámbar, e inmóvil
para siempre”.

Anne Perry: “Las tumbas del mañana”.


París está revuelto con la llegada de los americanos. Hay una exultante
alegría que se aprecia en todos los lugares. Wenda y Chester, salen a pasear y
disfrutar de la tranquilidad de saber que es poco menos que imposible que les
bombarden por algún medio. Han decidido pasar la mañana por los Campos
Elíseos, sentarse en una terraza y haraganear, relajarse con toda clase de
caprichos, desde cerveza a otras bebidas espirituosas, mientras estudian la oferta
de incorporarse al servicio de información militar.
Después de dar vueltas y revueltas al tema, frenada la resolución por las
ideas, siempre excesivamente cerradas y éticas de Chester; han acabado
decidiendo seguir las bienintencionadas instrucciones de Richard.
--Pero yo soy artillero, es para lo que he sido preparado. Si lo hago, dentro
de mí hay algo que me produce la sensación de traicionar lo que juré por mi rey.
--Deja al rey aparte. Él no está combatiendo en las trincheras, por tanto no
le puede caer un obús como a mí y quedar enterrada, o a ti que te cace una
cortina de proyectiles, en un fuego contrabatería cuando estás disparando al
enemigo.
--Eso es muy bonito. Pero tengo unas obligaciones que cumplir.
--Vamos, piensa con lógica. La guerra terminará pronto, contigo o sin ti.
¿Es así?
--Sí, pero…
--No hay pero que valga. --Interrumpe Wenda,-- Quieres morir como
tantos que lo han hecho en los postreros meses de esta guerra que va camino de
los cuatro años. Yo prefiero no hacerlo.
--¡Razónamelo! --Indica Chester escasamente convencido de los
argumentos que le expone.
--Pues verás. De momento tenemos una semana para holgazanear,
descansar, reponernos y hacer el amor cada vez que nos apetezca. ¿Es así?
--En todo de acuerdo. Sigue.
--Por tanto, hasta entonces, solamente disfrutaremos aunque sepamos lo
que vamos a hacer. Después, para mí lo lógico es hacer lo que diga la carta que
traemos. Supongo que será un curso de unas semanas, posiblemente más, para
asimilar lo que podamos aprender sobre el nuevo trabajo. ¿Me sigues?
--Siempre te seguiré, vayas donde vayas, pues eres la antorcha que ilumina
mi canino y...
--No empieces a coquetear. No me vas a distraer con tu literatura barata,
tus lisonjas u otros trucos. Estar lejos del frente un mes o más debe ser algo que
hemos olvidado y debe ser delicioso.
--Es cierto, pues el sentirse lejos de aquello, hace crecer la sensación de
seguridad. Ahora nos encontramos lejos de las horribles cicatrices del suelo y no
se corre el riesgo que nos aparezcan cicatrices parecidas en nuestras almas. --
Sentencia Chester.
--Frases, frases; cuando te pones así para no dar tu brazo a torcer, pierdes
la razón que en las demás ocasiones tienes. Lo importante es vivir. A veces te
ves obligado a dar todo lo que tienes, como la vida, pues no tienes más remedio,
pero cuando, como ahora, se te ofrece la posibilidad de trabajar en algo para lo
que vales, y que te da más seguridad de salir de esta guerra, sobrevivirla y tener
un futuro; una guerra por cierto, a la que le queda escaso tiempo, no la
desaproveches: trata de vivir sin cargo de conciencia. Tú no lo has buscado para
escaquearte, te lo han ofrecido, lo que te exime de responsabilidad ante ti mismo.
Chester emite un gruñido como respuesta. Las frases de Wenda, siempre
práctica pues es mujer y lo lleva intrínseco en su naturalza, establecen unas
pautas a seguir que le están haciendo pensar que debe aceptarlas. Wenda, por su
parte, puede ver lo que hace que él esté dudando, por lo que arrecia en el ataque.
--Por probar no te va a ocurrir nada. Si vuelves a tu batería, yo te seguiré y
ambos correremos peligro, con grandes posibilidades de morir. ¿Es eso lo que
quieres?
--No, pero pienso que hace más estrépito un árbol de cae bajo el hacha,
que todo el bosque que se encuentra, silencioso, creciendo.
--¿Y que me quieres decir con eso? Ya. Que te es más lógico caer al pie de
tus cañones, en medio de un rugido infernal, que permanecer tranquilo, relajado
y protegido en un despacho, o como Richard, en el frente haciendo la labor que
se te encomiende. ¿Crees que morir en la guerra en algo honorable, algo
importante? El que muere, queda reducido a un infinitesimal de una miserable
estadística, olvidada en escaso tiempo.
Chester la mira cariacontecido. Comprende lo que le ha dicho de ella
Richard Leiss, su jefe, sobre su capacidad de lógica, análisis e inteligencia, de la
que él, enamorado, no ha sido muy consciente dado la idealización que ha hecho
de ella desde el principio. Sostiene una clara lucha interior en la que acepta el
sentido común de ella, frente a su deseo insatisfecho de aventuras, de peligros,
de camaradería por esa coerción entre iguales que solamente surge cuando se
comparten el peligro y la posibilidad de la muerte.
--Tienes que hacerme caso. Si me amas, como dices, tienes que hacérmelo.
No me gustan los héroes, y menos los héroes muertos. Quiero vivir, en libertad y
en tu compañía, no con tu recuerdo. Piensa que la mujer es la raíz del árbol que
es el hombre. Y ese árbol crece más fuerte y más alto si las raíces son muy
sólidas.
--Tienes razón, lo comprendo, pero no acepto la idea de disparar mis
cañones en un despacho, lanzando bolas de papel a la papelera.
--Admito y comprendo tu lucha. Me hubieras decepcionado si te rindes a
la primera. No quiero un hombre frío y débil, lo prefiero vehemente, luchador, y
decidido, pero también que tenga sentido común. Muestra que lo tienes.
Demuéstrame que el árbol es capaz de crecer, como todos lo hacen, entre las
piedras.
--¿Sentido común? Ya sé que los cadáveres no tienen futuro. Acepto
también que las estadísticas dicen que la vida media de un oficial es de entre dos
y tres meses. Sé del mismo modo que no existen buenas, o malas cartas, pues
todo depende de lo que cada uno haga con ellas.
--Pues aprende a jugar de forma que siempre sean buenas. Ahora tienes en
tu baraja un magnífico comodín, ¡aprovéchalo! --Es una orden, más que una
indicación por parte de Wenda.
--La vida que el humano vive no se caracteriza por ser pacífica. Así ha
sido desde la noche de los tiempos, pues el que es malo y cruel es el ser humano,
o al menos una gran parte de él. Si hay algo que sobra en el mundo son reyes y
políticos, pues ellos, en su ambición desmesurada, originan las guerras para
mantenerse. Sin ellos, es posible que estuviéramos mejor.
--Todo es relativo, Chester. El tiempo pasa en esta conflagración: días,
meses y ya años. Esta guerra iba a ser cuestión de unos meses, pero se prolonga
y se tiene la sensación que nunca se acabará. Se podría convertir en una nueva
copia de la ya lejana “guerra de los cien años”. --Expone Wenda con clara
determinación.
--Tienes razón en muchas cosas, eso es cierto…
--Entonces… ¿Lo aceptas?
--Sí. Lo haré.
--¿Te parece que abramos el sobre y sepamos así lo que tenemos que
hacer? --Inquiere Wenda a la que la curiosidad femenina la empuja a ello.
--No. Lo abriremos en la fecha acordada. Hasta entonces, disfrutemos de
la vida, y no volvamos a hablar de ello. Lo he aceptado; ya no tengo las reservas
que tenía.
--¿Qué haremos esta tarde y esta noche. ¿Te parece que cenemos en
Moulin Rouge? Me apetece un poco de música, que no sea el constante bum-
bum que llevo escuchando desde hace un tiempo y que sigue resonando en mi
cabeza de día y de noche.
--Sí. Dentro de un rato, paseamos de nuevo, comemos por ahí, nos
embarcamos en el Sena, en fin, lo que vaya surgiendo. ¿Te parece bien?
--Sí mi amor.
Y libres de obligaciones, inician su segundo día por un París que, como
siempre, les sorprende con aspectos siempre nuevos.




Epílogo.


“Hay dos cosas que son infinitas, el
Universo y la estupidez humana, aunque no
estoy muy seguro de lo primero".

Albert Einstein.


La llegada de los americanos, y su ataque en el río Marne ha cambiado
la situación. Alemania empieza a mostrar que se está agotando a pesar de sus
contraataques, más o menos rápidamente frenados, pero que en varias ocasiones
ha hecho retroceder de forma clara y alto precio a los aliados. Por parte aliada,
grandes cantidades de hombres y una incesante llegada de material que los
submarinos alemanes no consiguen detener, altera todo lo que se ha mantenido
durante años estable con pequeños cambios en kilómetros.
Hace tiempo que el cañoneo de París con baterías de 21 cm, “los
cañones de París” como se les nombraba, ha sido olvidado, aunque no por las
víctimas civiles, pocas, pero dolorosas, que han conseguido los gruesos
proyectiles lanzados desde largas distancias. Las batallas, en amplios frentes, con
la ayuda de la aviación americana que cubre el cielo con sus enjambres de
aviones, van haciendo retroceder a los alemanes. De forma manifiesta, hay
motines, rendiciones en masa de soldados alemanes que se muestran satisfechos
de pasar a ser prisioneros y sobrevivir en una guerra que sólo unos pocos a alto
nivel quieren mantener. Hay grandes batallas en Amiens, en el Mosa, en el
Argonne, y en la amplia y sangrienta zona belga de Ypres y Passchendaele, que
durante tanto tiempo han estado estancadas.
En conjunto, los aliados van haciendo retroceder a los boches ante el
empuje del millón de americanos que se han incorporado, a los que se suman
franceses, portugueses, canadienses, indios, australianos y neozelandeses,
africanos, y los soldados y material que van regresando de Oriente, conforme se
arrincona a los turcos y van cayendo extensos terrenos en Siria, Palestina, Persia,
Afganistán y todo el amplio y disperso frente oriental.
Aparecen los primeros conatos de establecer un armisticio, no aceptados
por el alto Estado Mayor alemán. Cuando el Kaiser dimite y pide asilo en
Holanda, se ve venir el final, que todavía tardará un tiempo.
Finalmente, en el bosque de Compiègne, al NE de París, en un vagón de
tren, se firma el armisticio, un acuerdo que ingenuamente creen que acabará con
todas las guerras, otra vaga ilusión del humano, casi siempre errado en sus
vaticinios por olvidarse de la realidad del hombre: posiblemente el peor y el más
cínico y agresivo animal sobre el planeta Tierra.
La Gran Guerra, 1914-1918, ha terminado, dejando una enorme cantidad
de cementerios y memoriales repartidos por lugares diversos de la geografía
francesa, belga, holandesa, alemana, y otras tantas en el lejano Oriente. Han
quedado una gran cantidad de cuerpos que sólo tienen el marchamo de “Soldado
desconocido”, y otros muchos el de “Desaparecido”.
Los números muestran unas cifras hasta entonces no conocidas en la
historia bélica de la humanidad:

65.000.000 de movilizados.
8.000.000 de muertos.
21.000.000 de heridos.

Se ignora el número de desaparecidos entre los civiles en todos los frentes,
y no se contabiliza en las frías estadísticas, no hay forma de expresarlo, el
gradiente de sufrimiento generado en todo el mundo.


F I N



2
-5-2011.

Pjsdg+pokfg+pokfg
La escuadrilla Lafayette.

El Escuadrilla Lafayette (para los franceses Escuadrille de Lafayette), Fue un escuadrón del
Servicio del Aire francés, la Aeronáutica Militar, durante la Primera Guerra Mundial compuesta en gran
parte de los pilotos voluntarios estadounidenses que llevan en el fuselaje un indio siux como indicativo de
grupo.

El escuadrón se formó en abril de 1916 como la Américaine Escuadrilla (número 124) en Luxeuil antes de
la entrada de EE.UU. a la guerra. Dr. Edmund L. Gros, director del Servici de Ambulancias de América, y
Norman Príncipe, Un expatriado estadounidense ya está volando a Francia, dirigió los esfuerzos para
persuadir al gobierno francés del valor de una unidad de aire de voluntarios estadounidenses que luchan por
Francia. El objetivo era que sus esfuerzos sean reconocidos por el público americano y, por tanto, se
esperaba, la publicidad resultante despertar interés en abandonar la neutralidad y unirse a la lucha. No todos
los pilotos estadounidenses estaban en esta escuadra, otros pilotos norteamericanos lucharon por Francia
como parte de la Lafayette Flying Corps.

(De hecho, un mayor número de voluntarios norteamericanos sirvió con la Royal Flying Corps, Royal
Naval Air Service y Royal Air Force durante el conflicto.)

El escuadrón fue rápidamente trasladado a Bar-le-Duc, más cerca del frente. Una objeción alemana que
presentó con el gobierno de EE.UU., sobre las acciones de una nación neutral supone, ha llevado a este
cambio de nombre en diciembre. El nombre original implicaba que los EE.UU. se aliaron a Francia, cuando
en realidad era neutral.

Los aviones, sus mecánicos, y los uniformes eran franceses, como fue el comandante, Capitán Georges
Thenault. Cinco pilotos franceses fueron también en la lista, que actúa en varias ocasiones. Raoul Lufbery,
Un francés nacido en ciudadano estadounidense, se convirtió en la escuadra de la primera, y en última
instancia, su nivel más alto se reivindique, as de la aviación con 16 victorias confirmado antes de su
escuadrón fue transferido a la EE.UU. Air Services.

Existe cierta confusión entre los pilotos que formaban parte de la escuadrilla Lafayette o el Lafayette Flying
Corps, Sobre todo en la película Flyboys. Estos cinco oficiales franceses y 38 pilotos estadounidenses
(también conocido como "El Valiant 38") formaban parte de la escuadrilla Lafayette.

Se forma la escuadrilla en abril de 1916 como el Escadrille américaine (número 124) en Luxeuil, antes de
entrada de los E.E.U.U. en la guerra. El Dr. Edmund L. Gros, director del servicio americano de
ambulancias, y Norman Prince, un americano expatriado que ya volaba para Francia, lideran los esfuerzos
de persuadir el gobierno francés del valor de una unidad americana voluntaria luchando para Francia. El
objetivo era hacer sus esfuerzos conocidos por el público americano y así, esperaban, hacer ques se
abandonara la neutralidad y se unieran a la lucha.

(Irónicamente, en comparación, sirvieron más americanos en el RFC, el RNAS y la RAF que en la


escuadrilla Lafayette.)
Se envía a la escuadrilla rápidamente a Bar-le-Duc, más cercano al frente. Una protesta alemana al gobierno
de EEUU sobre estas acciones de una nación neutral supuesta hace que se cambie el nombre.

Los aviones, sus mecánicos, y los uniformes eran franceses, al igual que el comandante, capitán Georges
Thenault. Cinco pilotos franceses estaban también en la lista, sirviendo en diversos momentos Raoul
Lufbery, ciudadano franco-americano, se convierte en el mayor as de la escuadrilla con 16 victorias antes de
que lo transfirieran al servicio aéreo de los USA.

La primera acción de combate de la escuadrilla se da durante la batalla de Verdun, a cuyo frente llega en
mayo de 1916, siendo retirada de ahí en septiembre de 1916. La escuadrilla, volando el Nieuport, sufrió
graves pérdidas, pero su grupo básico de 38 fue repuesto rápidamente por otros americanos que llegaban de
ultramar. En conjunto, 265 voluntarios americanos se ofrecieron voluntarios, sirviendo con otras unidades
francesas. Aunque no formalmente parte de la Lafayette, otros americanos, como Fred Zinn de Michigan,
que era un pionero de la fotografía aérea, luchó como parte de la legión extranjera francesa y más adelante
de la Aéronautique Militaire francés

Durante la guerra 63 miembros mueren, 51 de ellos en la acción contra el enemigo. Acreditan el cuerpo con
159 derribo, 31 Croix de guerre, 7 Médailles Militaires y cuatro Légions d'honneur. Once de sus miembros
se convirtieron en ases. La escuadrilla originaria sufrió 9 bajas y fue acreditada con 41 victorias. [1]

El Escadrille tenía una reputación de atrevida y temeraria. Dos cachorros de léon, llamadoss “whisky” y
“soda”, fueron las mascotas de la escuadrilla.

El 8 de febrero de 1918, transfirieron a la escuadrilla al servicio aéreo del ejército de Estados Unidos como
la 103a escuadrilla de búsqueda. Por un breve período conservó a sus aviones y mecánicos franceses. La
mayor parte de sus veteranos fueron enviados a entrenar a los nuevos pilotos americanos. El 103o reclamó
49 derribos más hasta noviembre de 1918.

Como bien dice Bruno, hay cierta diferencia entre el total de pilotos americanos que volaron en unidades
francesas y los que volaron en la conocida como "Lafayette Escadrille" (oficialmente N 124, "Nieuport
124" y más tarde SPA 124, "Spad 124"). Dicho total de pilotos es conocido como el "Cuerpo Lafayette" y
dentro del mismo se encuadra a los componentes americanos de la "Escuadrilla Lafayette". Es decir todos
los americanos de la escuadrilla en cuestión forman parte del Cuerpo Lafayette pero no todos los
componentes del "Cuerpo" volaron en la "Escuadrilla".

Respecto a los nombres con la que sería conocida la Escuadrilla estos fueron:

Desde su aparición el 20 de abril de 1916 hasta el 16 de noviembre del mismo año : "L'Escadrille
Americaine".

Desde el 16 de noviembre de 1916 hasta el 6 de diciembre "L'Escadrille des voluntaires" .

Desde el 6 de diciembre hasta su disolución: "L'Escadrille Lafayette".

Oficialmente como parte del Servicio Aéreo Francés se le denominó en función de los aparatos que volaron:
Desde el 20 de abril de 1916 y hasta junio de 1916: N 124 o Nieuport 124.
Desde junio de 1916: Spa 124 o Spad 124.
Personalmente creo que la "Escuadrilla Lafayette" está rodeada de cierta mitología que exageran su
autentica dimensión. Como unidad del Servicio Aéreo Francés fue una más del montón y a nivel individual
solo uno de sus componentes, Raoul Lufbery, alcanzó la condición de as mientras volaba en ella y tres más
posteriormente (Thaw, Parsons y Peterson). Aunque bien es cierto que el no alcanzar la condición de as no
supone una menor calidad como piloto militar. La unidad voló sobre el sector de Verdún y la acción mas
relevante fue su participación en un raid anglo-francés sobre una fábrica de armas en Oberdorf-am-Neckar
(12.10.1916), raid en el que resultaría muerto uno de sus impulsores originales, Norman Prince.

"No consideramos que el aeroplano tenga utilidad en la guerra". Richard Haldane (Secretario de Guerra
Británico, 1910)

“La aviación es un buen deporte, pero al Ejército no le sirve de nada”. Mariscal Ferdinand Foch 1911.

Cantado en el entierro de un miembro de la escuadrilla.

“Bajo las vigas que resuenan.
Las paredes están desnudas.
Se oye el eco de unas risas,
los muertos están ahí.
Sostened firmes la copa.
El mundo es una mentira.
A la salud de los muertos,
y ¡viva el próximo que muera!"




Pkdj+jgij+doigjd+oigjdf+ogij


Oisdoijhfoijhdfoijhdf

Así la infantería de línea vestía quepis rojo con franjas azul oscuro. Este modelo no tenía barbuquejo. El
Quepis o quepí es un gorro de tela blanda que tiene una visera y se remata en la parte alta con un círculo
rígido.
Kepi.
Color rojo con franjas azul oscuro, de infantería

Color azul oscuro, de artillería


Color azul claro, los spahis autóctonos.

Citas:

--En la guerra, la verdad e tan valiosa que siempre debe ir escoltada por mentiras. (Winston Churchill)
--En las arenas del tiempo eres infinitamente menos que un grano.- [J. I. Velasco Montes.]
--Usado--El silencio me aplasta con su sonido a nada. [J. I. Velasco]

--“Tiempo y lugar”: Hay un tiempo para vivir y un lugar para morir y ello es todo lo que en realidad
posee el hombre.

--“Víctor Frankl gusta de citar a Nietzsche: "Quien tiene un porqué para vivir, encontrará casi siempre el cómo".

--“El valor de las cosas lo cambian las circunstancias”.

--“Las cosas no tienen más valor que el que los mismos hombres les dan”.
-Para ser un rebelde hay que tener muchas horas de vida en la obediencia.
--A veces, sentado en un banco apacible, con la botella de sidra vacía a mi lado y la pipa encendida, la paz
se adueñaba de mi mente, de modo que, sin pensar en nada, gozaba del placer de sentirme vivo. (Mika
Waltari: Vacaciones en Karnak)

--Era como si el alma melancólica y solitaria de aquel país se revelara en sus ojos oscuros y tristes. (Mika
Waltari: Vacaciones en Karnak)

--“Ojo por ojo, y el mundo se quedará ciego”. [Gandhi.]

--“La victoria es una acción frágil que se olvida fácilmente”.

--“Quizás en eso residía el secreto de la vida, en saber cuándo era el momentos indicado para realizar una
acción irrevocable en vez de comportarse como un cobarde, un hombre que piensa demasiado, siempre a
punto de tomar una determinación pero sin llegar nunca a tomarla”. (Anne Perry: “Las trincheras del odio”.)

--“Ella mostraba con claridad todo lo que de valor tiene la vida: firmeza, coraje, bravura y una interminable
alegría que lo llenaba todo y la transmitía”. (JIVM)

--“La victoria tiene cien padres; la derrota es huérfana”. (General Von Rusted)

--Tras la victoria en El Alamein, Churchill dijo: “Este no es el fin, pero es el principio del fin”.

--Como decía Einstein: "Hay dos cosas que son infinitas, el Universo y la estupidez humana, aunque no
estoy muy seguro de lo primero"

@@@@@@@@@


PERSONAJES.-

Nombres:
Alemanes:
Hombres:
Kaiser: Guillermo II, [Willhem]
Adalbert; Alaric; Aldous, Baldwin; Bergen; Burke; Jürgen; Dagmar; Derek; Dieter; Dustin; Emil;
Manfred; Teodor, Wolfgang; Eldwing; Sven; Rolf; Lang.-Pat; Kat; Albert; Karl; Haie; Fritz; Edgar; Erwin;
Evil; Günter; Michael; Otto.

Mujeres: Anne; Sylvia; Nicole; Eva; Ingrid; Kristin; Gisela; Marlene; Bruna; Brita. Sara;

Apellidos: Boigter; Pedersen; Grunner; Leboder; Lüppener; Müller; Deterings; Bertinko; Himmels;
Whestus; Raiser; Usy; Martin; Sobbe; Pavel; Roeder; Vilsmaier; Bor; Schneider; Hofinger; Nieues; Squeri;

Ingleses:
Hombres:
Aaron; Achille; Abigail; Adam; Anthony; Alexandre; Kylan; Kendal; Brian; Luke; Mitchell; Perry;
Balthasar; Blake; Bob; Charley; Corey; Dednnis; Duncan; Eddy; Evans; Mark, Mos; Owen, Leonard; Ted;
Martín; Fred; Louis; Regnar; Ralph; Aloisius; Lou; Rod; Glen; Gary;

Mujeres:
Abie; Alexia; Alice; Brigitte; Cathy; Cindy; [Vivian O´Reilly]; Fiona; Gladys; Irina; Jade; Jessy; Karen;
Katel.- Ivonne; Pat;

Apellidos: Martín; Wellington; Mertell; Huntington; Normall; Stevenson; Wigerss; Endanbre; Huntinton;
Normall; Wellington; Nemars; Macally;


Capítulos y contenido.-

R* 0.- Introducción y justificación.

R* 1.- Aeródromo inglés cerca de Naours.

R* 2.- En las trincheras aliadas en primera línea.

R* 3.- Aeródromo en Alemania, cerca de Mory.

R* 4.- Ambulancias en 1ª Línea.

R* 5.- Estado Mayor de Cuerpo de Ejército. El espía Lewis.

R* 6.- Hospital inglés de Emergencia cerca del frente.

R* 7.- El aeródromo de Naours. Los nuevos Sopwith Camel.

R* 8.- Lewis envía informes a Alemania.

R* 9.- Aeródromo alemán en Mory.

R* 10.- Hospital, ambulancias y trenes de heridos.

R* 11.- En las trincheras alemanas de primera línea.

R* 12.- Hospital de sangre aliado. Molly y Peter.

R* 13.- Aeródromo aliado cerca de Naours.

R* 14.- Las trincheras aliadas. La patrulla nocturna.

R* 15.- Lou Nemars, el inexperto escritor que no sabe de mujeres.

R* 16.- Los canadienses en Yprés (Gas) y Psschendaele. Barro y lluvia sin cesar.

R* 17.- Lewis en París. Detenido por espía.

R* 18.- Chester y Wenda en París. Hacia el frente.

R* 19.- Aeródromo alemán cerca de Mory.

R* 20.- Hospital de 1ª línea. Molly y Peter.

R* 21.- Batería de artillería en el frente: Chester y Wenda.

R * 22.- Consejo de Guerra a Lewis. Condenado a muerte por espía. La ejecución: Bois de Vincennes.

R* 23.- Central de operaciones e información: Wenda.

R* 24.- En las trincheras alemanas.

R* 25.- Aeródromo aliado cerca de Naours.

R* 26.- Hospital de sangre aliado. Molly y Peter.

R* 27.- En las trincheras aliadas en primera línea.

R* 28.- Aeródromo alemán cerca de Mory. Ven los tanques, pero no interpretan lo que son por estar
camuflados.

R* 29.- Batería de artillería en el frente: Chester, Wenda y el mayor Richard Leiss, del servicio de
información.

R* 30.- Hospital de sangre aliado en Proyart, zona francesa. Escape de Molly y Peter a Toutencourt.

R* 31.- Wenda en la central de mando y operaciones. Cae artillería sobre el lugar, un gran nudo de
comunicaciones. Wenda escapa a ver a Peter por dos días

R* 32.- La incursión de los Gotha G-IV a Londres. Operación Turkenkreuz.

R* 33.- Los preparativos finales ante la ofensiva. [Saltar de un bando al otro, de unos lugares a otros: tierra,
artillería, estados mayores, hospitales y aviación.]

R* 34.- La Ofensiva y la gran debacle. Los tanques. Los Gotha. Los grandes calibres de ambos lados.
R R* 35.- Grandes masas de soldados a la bayoneta. Camilleros, carros tirados por mulos traqueteando por
las carreteras, masas de población huyendo. Cunetas llenas de cadáveres. Edificios destruidos, pueblos
convertidos en ripio, aviones zumbando de día y de noche, dejando una columna de humo negro hasta el
lugar en el que se estrella. -------- ES MUY FLOJO, LO ESCRITO ,PARA UNA OFENSIVA------
AMPLIAR.- HECHO.

R* 36.- El descanso de ocho días en Noyon para los soldados los británicos: Blake y Eddy.

R* 37.- Contraofensiva alemana. El ataque de los Gotha.

R* 38.- Hospital alemán en Givet, una gran iglesia atestada de heridos.

R* 39.- Permiso de seis días en Arleux para la unidad alemana: Carl y Albert.

* 40.- En el aeródromo británico en Naours

* 41.- Batería S-230. Wenda y Chester.

* 42.- Hospital británico en primera línea: Peter y Molly.

* 43.- Neurosis de guerra. Cuadro médico y tratamientos en la UEP (Unidad Especial Psiquiátrica)

* 44.- Regreso de los alemanes al frente. Marcha nocturna hasta 1ª línea.

* 45.- Aeropuerto alemán cerca de Mory.

R * 46.- Herbert Nixon en el UEP cerca de Beauvais.

* 47.- En las trincheras británicas.

* 48.- En las trincheras francesas.

* 49.- Los cañones de la marina francesa disparando desde el tren. (Ampliar con grúas, carga y disparos)

* 50.- En las trincheras alemanas ante una ofensiva aliada. La acción de la artillería pesada.

* 51.- Peter y Molly. El regreso a Gran Bretaña de Peter por fatiga. Molly regresa para casarse.

* 52.- Chester y Wenda. Permiso a París.

* 53.- Un camposanto, un padre filosofa sobre la vida, el honor, la patria, la razón / sinrazón.

* 54.- La intervención de los americanos en la guerra.

R * 55.- La escuadrilla Lafayette.

R * 56.- Wenda y Chester. Cambio de perspectiva.

* 57.- París, una semana de permiso y una decisión.

R * 58.- EPÍLOGO.- El final de la guerra. El armisticio. La firma en el vagón del bosque de Compiègne.
[(REVISAR A FONDO)] HECHO.



######


Personajes de: Nubes, lluvia, barro y sangre.


Aviación británica y aliada: ##### (Naours)

* Joshua Wilkinson Capitán Piloto inglés del Real Cuerpo Aéreo. Jefe escuadrilla. Ascendido a
Mayor. Herido y en oficinas por un tiempo.

* John Mortimer Teniente Piloto inglés del Real Cuerpo Aéreo. Asciende a capitán y lo dedican a
enseñar.

* Philip “Phil” Jones Sargento Piloto inglés del Real Cuerpo Aéreo. (Perro de John) y profesor con
John.

* Shorty “Bug” Little Sargento Piloto inglés del Real Cuerpo Aéreo.

* Sandy Sanders Sargento Piloto inglés del Real Cuerpo Aéreo. Ascendido a teniente.

* Bill Harriman Sargento jefe de mecánicos y amigo de John.

* Henry Cabo pintor de mascotas en los aviones, igualar los parches y reponer
escarapelas.

* Herbert Nixon Sargento Piloto inglés del Real Cuerpo Aéreo. Neurosis de guerra. Ingresado en
UEP cerca de Beauvais.

* Frank Kisseman Sanitario en el centro de Psiquiatría de Beauvais, en UEP. En realidad Psiquiatra.

* Anthony Schneider Médico de la base de Naours.

* Adalbert Carter Sargento Piloto inglés del Real Cuerpo Aéreo.

Perry Gordon Sargento Piloto inglés del Real Cuerpo Aéreo.

William Hodson Sargento Piloto inglés del Real Cuerpo Aéreo.

Charlie Bradford Sargento Piloto inglés del Real Cuerpo Aéreo.


Sanidad británica: ###### (Cerca de Mêaulte)

*Peter Brown Capitán Cirujano inglés en hospital de 1ª línea. (Avanzado) Ascendido a Mayor.

*Franz Lummner Cirujano inglés en hospital de 1ª línea. (Avanzado) Teniente.

*Doreen Hadson Enfermera inglesa en hospital de 1ª línea. Jefe de enfermeras de quirófanos.

Rose Watson Enfermera inglesa en hospital de 1ª línea. (Avanzado)

Joan Thorpy Enfermera inglesa en hospital de 1ª línea. (Avanzado)

* Eric Perry Capitán jefe de movimientos de ambulancias y material sanitario.

* Duncan Whister Teniente Psiquiatra en UEP Nº 1 (Unidad Especial Psiquiátrica) cerca de
Beauvais.




Sanidad Australiana. ###### (Toutencourt)

*Kylan Mc´Cardan Mayor y cirujano australiano de los ANZAC. En espera en Contay.


Servicios auxiliares femeninos: #####

*Molly Carpenter Teniente conductora de ambulancia de las WRA.

*Edward Kroup Cabo de protección de Molly Carpenter.

* WendaAllison Teniente de las WSC. Oficial de señales y teléfono. (Nudo cerca de Hênencourt)

* Alice Sullivan Subteniente de transmisiones. Ayudante de Wenda.

*Sally Emerson Sargento de las WAAC (Servicio de información y protección)


Sanidad Francesa: ##### (Proyart)

*Pierre Ciseau Capitán Cirujano en hospital de 2ª línea en Proyart. Traumatólogo.

*Anatole Ratoll Capitán Cirujano francés en hospital de 2ª línea. C. Maxilofacial.

* Gastón Rembral Capitán Cirujano francés en hospital de 2ª línea. Neurocirujano.

* Jean Rimoun Teniente Anestesista en Proyart.

* Mabel Sontân Jefe de enfermeras francesas en hospital de 2ª línea de Proyart.

* Betty Mac´Alister Jefe de enfermeras de sala inglesas en hospital de 2ª línea de Proyart

* Madeleine Manchón Enfermera francesa en hospital de 2ª línea.

*Eveline Chantal Enfermera francesa en hospital de 2ª línea.


######

Infantería francesa. Al norte de Jerny.

* Pierre Rayé Capitán.

* Alain Fournier, Teniente,

* Gastón Épopée Alférez.

* Valery Gainer Sargento.

#####

Sanidad alemana. En Givet, en una gran iglesia.

* Christian Pedersen Coronel y Cirujano general. Jefe de Servicio y Director del hospital.

* Dustin Leboder Capitán, Cirujano general y Traumatólogo.

* Manfred Lüppener Teniente Anestesista.

* Otto Vilsmaier Teniente cirujano.

* Edgar Bor Teniente capellán.

* Teodor Detering Sargento sanitario.

* Sor Sara Lander Jefa de enfermeras alemana y monja.

* Anne Bertinko Enfermera.

Nicole Whestus Enfermera.

Brita Himmels Enfermera.

Bruna Hofinger Enfermera.

#####

Aviación alemana: Los Gotha. (Gand) Bélgica.

* Ernst Brandenburg Hauptman del Kaghol-3 en Gand, con los Gotha. Herido grave, pierde una pierna
al regreso de serle impuesta la condecoración “Pour le Mérite”.

* Edduard Trotha Teniente piloto del Kaghol-3 en Gand, con los Gotha. Muere en el accidente
cuando transporta al Hauptman.

*Lothar Deterlin Teniente piloto de Gotha en el Kaghol-3 en Gand (Bélgica). Asciende a capitán.

*Dagmar Erlemann Teniente piloto de Gotha en el Kaghol-3 en Gand (Bélgica).

*Teodor Sills Teniente, navegante y bombardero de Gotha en el Kaghol-3 en Gand (Bélgica).


Aviación alemana: Los cazas. (Mory)

* Whalter Krugger Teniente Piloto alemán de la Luftstretkafte. (As) Jasta 7 en Mory. Asciende a
capitán.

* Klaus Winmer Teniente Piloto alemán de la Luftstretkafte. Jasta 7.

*Wofgang Hannon Teniente Piloto alemán de la Luftstretkafte. Jasta 7.

*Emil Dieterle Teniente piloto de la Jasta 7.

*Lang Brixen Alférez piloto Jasta 7 destinado a reconocimiento.

*Burke Aaronder Sargento piloto Jasta 7.

+ * Derek Brunxe Sargento piloto Jasta 7. Muerto.


+*Aldohus Vergonder Sargento piloto Jasta 7. Muerto.


Aviación francesa. ##### Bar-le-Duc. Escuadrilla Lafayette. (Ecole Militaire D
´Aviatión. Avord. France. ({En su inicio.})

Georges Thenault Jefe de la escuadrilla Lafayette.

Perry Roberman Piloto americano (USA). 18 años.

Abigail Broders. Piloto USA.

Mark Owens. Piloto USA.

Dednnis Abercrombie Piloto USA.


Infantería Inglesa: ##### Cerca de (Mêaulte)

* Harold O´Reynold Capitán escocés de Infantería. Ascendido a Mayor.

*Blake Mc´Alister Teniente escocés de Infantería. Ascendido a Capitán

* Larry Mc´Donald Sargento Mayor de Infantería.

*Eddy Prayeris Sargento de infantería. Asciende a Alférez.

* Bob Alans Cabo que asciende a Sargento.

Corey Allerman Soldado.

* Loft Haggelman Cabo.

+Ralf Grunner Soldado, que muere en un ataque.




Estado Mayor inglés.-##### París.

* Evans Faileyer General de Brigada.

+ Evans Fairleyer Mayor de Infantería.



* Ed Martín Teniente Coronel ayudante del General Fairleyer.

* Leonard Robinson Teniente de Infantería que sustituye, de momento, a Evans Fairleyer, Jr.

* VivianO´Reilly Novia embarazada de Evans Jr.

*Mos Asistente (ordenanza) del General Evans Faileyer.


Infantería alemana: ##### Sin sitio fijo: Cerca de (Bapaume)

+ Axel Begertrass Capitán de Infantería alemana. Muere.


+ * Diether Zimmerman Capitán de Infantería alemana. Asciende a comandante. Herido pasa a oficinas.
Retorna al frente, en el que muere.

* Joseph Eickers Teniente de Infantería alemana. Asciende a Capitán. Asciende a comandante.

* Günther Leissman Teniente de infantería alemana.

+* Erich Müller Alférez de Infantería alemana.

+ * Carl Adler Sargento de infantería alemana. Asciende a alférez.



*Widfred Owens Soldado de infantería alemana.

* Albert Cristers Cabo de Infantería.

Luther Mimmloss Soldado de infantería alemana.

######


Espías: ##### (Juicio en París)

Lewis Andersen (Frank Werkelg) Educado en Cambridge, pero alemán en realidad, y espía para
Alemania, bajo uniforme Inglés. En prisión tras consejo de guerra. Se le ejecuta en las afueras de París, en
el bosque de Vincennes. Su abogado defensor, Jean Bletout, no puede hacer nada. Es el mismo lugar en el
que fue ejecutada Mata Hari, lo ejecutan a él.


Artillería británica: ##### Cerca de (Hênencourt)


* Chester Potter Teniente de artillería Inglés. Batería S-230. Asciende a capitán.

* Adam Vickquemans Alférez de artillería adjunto a Chester. 1ª Batería.

* Charley Mulligan Alférez de artillería adjunto a Chester. 2ª Batería.

* Luke Morrison Sargento de artillería en la batería de Chester.

*Mos Ferry Ordenanza de Chester.

* Charley Mulligan Alférez de la segunda batería de Chester.

*Richard Leiss Mayor del servicio de Observación e Información Militar. Jefe de Wenda.


Artillería alemana: ##### Ilocalizable en el frente.

+ *Irc Wetjer Teniente de señales para artillería.
+ * Otto Gross Soldado telefonista.
+ *Oppen Reimers Teniente director de tiro.


Canadienses en Ypres y Passchendaele- ######

* Ralph Wellington Mayor

* Kendall Mertell Capitán.

* Charley Huntinton Teniente.

* Fred Normall Alférez.

* Regnar Wigess Sargento.

Louis Stevenson Soldado.


Infantería británica en Lucheux. ######

* Alex Meier Capitán. (Arquitecto) En Londres.

* Lou Nemars Teniente y escritor. De York.

* Glen Fraike Subteniente. Maestro en Liverpool.

* Gary Antills Alférez (muy dicharachero), de Edimburgo.

* Rod Svengalls Teniente capellán. De Kent.

* KarenMacally Ex novia de Lou Nemars. De Londres.

* Aloisius Endanbre Sargento Mayor.

* Phillips Arrington Soldado.




SIGLAS.-

Luftstretkafte Servicio Aéreo del Ejército Imperial alemán.

Jasta Jagdstaffel. Grupo de combate alemán del aire (Escuadrilla o escuadrón).

Jäger Cazador (piloto de caza en alemán).

WRA ¿Women Reserve Ambulance?

DAV Destacamento de ayuda voluntaria y conductoras de ambulancias.

WAAC. Women Auxiliary Army Corps.

WSC. Women Signs Corps.








BIBLIOGRAFÍA.- [ Iª Guerra Mundial ]

* Sin Novedad en el Frente: Erich María Remarque.
La Trilogía de la Regeneración: Pat Barker.
* Tetralogía de Anne Perry. (4 volúmenes muy completos) Passchandaele.
El Fuego: Henri Barbusse.
Las Cruces de Madera: Roland Dorgeles.
Los Silencios del Coronel Bramble: André Maurois.
Vida de Mártires: Georges Duhamel
El Gran Rebaño: Jean Giono.
Almas Grises: Philip Claudel.
* Adiós a las Armas: Ernest Hemingway.
* Tempestades de Acero: Ernst Jünger.
(1ª) Bautismo de Fuego: Fullerton. Y su continuación: (2ª) 60 minutos en el infierno y (3ª)
Misión en el cuerno de oro.
*El hombre en busca de sentido: Viktor Frankl.
Senderos de gloria: Humphrey Cobb.
El desertor: Lajos Zilahy.
* Un soldado de la Gran Guerra: Mark Helprin.
* La batalla del Somme: Martin Gilbert.
*Los cañones de agosto.- Bárbara Tuchman. 1914



CIne en DVD.- WW Iª.
Darling Lili.
Zeppelín.
Deathwatch.
ACES (Ases del cielo)
La escuadrilla Lafayette.
la trinchera








anciones de la 1ª Guerra Mundial. * = Usado.

* It's a long way to Tipperary.

“Up to mighty London
Came an Irishman one day.
As the streets are paved with gold
Sure, everyone was gay,
Singing songs of Piccadilly,
Strand and Leicester Square,
Till Paddy got excited,
Then he shouted to them there:

It's a long way to Tipperary,
It's a long way to go.
It's a long way to Tipperary
To the sweetest girl I know!
Goodbye, Piccadilly,
Farewell, Leicester Square!
It's a long long way to Tipperary,
But my heart's right there.”




* Pack up your troubles in your old kit-bag,
And smile, smile, smile,
While you've a lucifer to light your fag,
Smile, boys, that's the style.
What's the use of worrying?
It never was worth while, so
Pack up your troubles in your old kit-bag,
And smile, smile, smile.

Guarda tus penas en el fondo del morral y ¡ríe ya!
Ponte contento y así vencerás la dificultad.
Siempre estarás alegre, nunca triste estarás, jamás!
Guarda tus penas en el fondo del morral y ¡ríe ya!


Keep the Home Fires Burning
Keep the home fires burning,
While your hearts are yearning,
Though your lads are far away
They dream of Home;
There's a silver lining
Through the dark cloud shining
Turn the dark cloud inside out,
Till the boys come home.

Mademoiselle from Armentieres

Oh, Mademoiselle from Armentieres, Parley-vous?
Oh, Mademoiselle from Armentieres, Parley-vous?
Mademoiselle from Armentieres,
She hasn't been kissed for forty years!
She got the palm and the croix de guerre,
For washin' soldiers' underwear,
Hinky, dinky, parley-vous¿

Ametralladoras.
Mucho se ha hablado sobre cómo la ametralladora revolucionó el campo de batalla en la Gran Guerra, y
cómo los ejércitos de ambas partes no supieron comprender esto a tiempo para cambiar sus tácticas. Y es
que, además de terriblemente potentes, las ametralladoras de la época eran también extremadamente
eficaces.
La Vickers inglesa probó sin duda de lo que estaba hecha en la batalla del Somme de agosto de 1916,
cuando diez de estas ametralladoras dispararon de manera ininterrumpida durante 12 horas. En este período
se dispararon casi 1 millón de cartuchos (se dice que faltaron solamente 250 para llegar a este cifra), y las
únicas interrupciones fueron para el mantenimiento mínimo (aceitado y cambio de cañones desgastados,
principalmente). Se gastaron unos 100 cañones, y cuando se terminaron los 50 litros de agua disponibles
para el sistema refrigerantes, los servidores de las piezas sencillamente utilizaron su propia orina.
El modelo utilizado por los franceses, la Hotchkiss, también demostró lo suyo en esa época. En la defensa
de Verdún de ese mismo año, dos de estas ametralladoras dispararon de manera continua durante casi diez
días (como en el caso anterior, deteniéndose obviamente para recargar y cambiar cañones desgastados y
aceitar el arma). Como en el caso inglés, salvo algún encasquillamiento aislado, las máquinas continuaron
funcionando perfectamente.
Por otra parte, el modelo alemán, la Maxim, no tiene nada que envidiarle. De ella, de hecho, se derivó la
Vickers, y por muchas décadas, la Maxim (realmente MG08) fue utilizada por muchos países en grandes
cantidades, incluso en la Segunda Guerra Mundial. Sirvió en zeppelines alemanes y en todo tipo de
montajes portátiles para los soviéticos, chinos y otros países hasta la década de 1950, y hasta se la pudo ver
en servicio en la guerra de Vietnam por parte de guerrilleros y tropas comunistas.
Telémetro óptico
Esquema de un telémetro óptico.
Consta de dos objetivos separados una distancia fija conocida (base). Con ellos se apunta a un objeto hasta
que la imagen procedente de los dos objetivos se superpone en una sola. El telémetro calcula la distancia al
objeto a partir de la longitud de la base y de los ángulos subtendidos entre el eje de los objetivos y la línea
de la base. Cuanto mayor es la línea de la base, más preciso es el telémetro.

[1] Jagdstaffeln (a menudo abreviado como Jastas) eran escuadrones de aviones de caza de la Luftstreitkräfte, las fueras aéreas
alemanas, durante la Primera Guerra Mundial. La más famosa fue la Jasta nº 11. (Nota del autor)

[2]Defensas de hormigón que discurrían desde el Mar del Norte al Mar Mediterráneo, para la protección de las fronteras de
Francia. Habían sido construidas bajo la dirección del general Seré de Riviéres a partir de 1875, y estaban siendo modernizadas en
1917, aportaban un número considerable de fuertes y construcciones; constituyendo poderosos cinturones fortificados como los de
Verdún, Toul, Epinal y Belfort. Tras la I Guerra Mundial, seguirían mejorando las defensas, creando un cinturón continuo hasta
completar la “Línea Maginot”, de escasa utilidad pues los alemanes la soslayaron al inicio de la 2ª Guerra Mundial, penetrando por
Holanda y Bélgica. (Nota del autor)
[3] Dogfighter,”pelea de perros”, es el nombre usado para los combates aéreos entre muchos aviones, que en una múltiple lucha, se
persiguen unos a otros buscando la cola del enemigo, para derribarlo. (Nota del autor)
[4] Es un potente efecto de giro o torsión, causado por el momento de fuerza de un motor o par motor, que en caso del avión tiende a
inestabilizarlo o desviarlo, con lo que el piloto debe compensarlo con mucha habilidad y decisión, que se daba en los aviones de
hélice de los primeros tiempos en los motores en estrella y que desaparece con los motores en línea o en “V”. (Nota del autor)
[5] Women Rescue Ambulance. Cuerpo voluntario de Mujeres conductoras de ambulancia para el rescate de heridos. (Nota del
autor)
[6] Las WDAV, es el Destacamento de Ayuda Voluntaria, un cuerpo auxiliar de mujeres que colaboran en numerosos aspectos de
ayuda fuera del combate, siempre en retaguardia. (Nota del autor)
[7] Boche es una palabra de origen francés que significa Asno, y que se usaba como despectivo en el lenguaje de los aliados. (Nota
del autor)
[8] Yanquis es también un despectivo sobre los americanos. (Nota del autor)
[9] Es otro de los despectivos que se utilizaba para denominar a los alemanes. (Nota del autor)
[10] La Home Fleet y es el nombre de la Real Marina Inglesa, la más potente flota del momento en todo el mundo. (Nota del autor)
[11] Poilu era el nombre que en la primera guerra mundial se le daba al soldado francés. (Nota del autor)
[12] La prohibición de su uso se basaba oficialmente en que eran muy voluminosos en esas fechas, pero la realidad era que creían
los altos cargos que los pilotos saltarían si sentían miedo en el combate, en vez de seguir luchando y tratar de salvar el avión
aterrizando aunque estuviera en mal estado.
[13] Snaps es una palabra danesa y sueca para un “chupito” de una bebida alcohólica fuerte, que se
toma en las comidas.
[14] Los planos posteriores de los Albatros, tienen una forma que recuerda la cola de una paloma en vuelo.
[15] Bomba ó granada con gran carga de proyectiles de plomo, o dados d acero, cuyo estallido se halla regulado de modo que
detonan á manera de cohetes que caen, realmente explotan en el cielo, a poca altura, antes de chocar con el suelo, con los que
siembran la zona de metralla.
[16] Al cuerpo de ametralladoras inglés, se le llamaba “El club suicida”, por el número de bajas que sufrió y causó. En el
memorial a ellos dedicado en el Hyde Park de Londres, se encuentra escrita una frase tomada del Libro de Samuel: “Mil hombres
mató Saúl, pero diez mil mató David”.
[17] “Hay un largo camino a Tipperary”. Esta canción se hace típicamente inglesa, pues se canta en el frente, en los teatros, hasta
la adoptan los alemanes por su sonoridad, alegría y ayuda en las marchas y permanece así en el tiempo, pues se vuelve a usar durante
la segunda guerra mundial, compitiendo en la guerra de 1939 a 1945, con “Lili Marlene”, canción alemana que universalizó Marlene
Dietrich. Aunque Marlene era antinazi ,los soldados alemanes no la rechazaban y la cantaban a pesar de estar prohibida, aunque
finalmente se la autorizó cuando se hizo muy popular entre los soldados y se retransmitía por emisoras alemanas y británicas.
[18] En esta misma prisión estuvo detenida Mata Hari (supuesta espía H21) hasta poco antes de ser ejecutada por un pelotón de
fusilamiento en un bosque cercano, el “Boi de Vincennes”.
[19] Las “flechetes” se usaron en la Gran Guerra profusamente. Eran unas piezas metálicas, macizas, de
apenas 30 centímetros, con forma de bomba dotada de una punta aguzada y aletas de dirección, que se
arrojaban desde los aviones sobre las trincheras, en gran número, y que podían sorprender a la infantería
atrincherada, matando o hiriendo seriamente, a los que acertaban.
[20] Una milla terrestre mide 1.609 metros. La milla marina 1.852metros.
[21] Un gambito es un apertura de ajedrez en la cual se sacrifica material (normalmente un peón) para conseguir una ventaja. Un
gambito jugado en respuesta a otro gambito, se llama contra-gambito.
[22] ANZAC es el acrónimo de Australian and New Zealand Army Corps, que se les da a estas tropas que
lucharon con los aliados en las dos grandes guerras mundiales.
[23]La estrella de Comandante, que se corresponde con Mayor en otros países, es de ocho puntas. En España se les suele llamar
“El As de Oros. Es una estrella mucho mayor que las que tienen, una, dos y tres, alférez, teniente y capitán respectivamente, que son
oficiales. Los comandantes son ya Jefes.
[24] Guarda tus penas en el fondo del morral / y ¡ríe ya! ríe, ríe. / Ponte contento y así vencerás la dificultad. / Siempre estarás
alegre, nunca triste estarás, jamás! / Guarda tus penas en el fondo del morral / y ¡ríe ya!, ríe, ríe.

[25] Los datos consignados sobre los aviones Gotha son reales en cuando a los oficiales importantes, así como su misión a
Londres, en la Operación Turkenkreuz.
[26] Dock, es el nombre usado para indicar los muelles de carga en el río.
[27] La Flak es el nombre genérico que se le da a la artillería antiaérea.
[28] La “Pérfida Albión” es el nombre ancestral, de agresividad y anglofobia, con el se le ha llamado a Gran Bretaña. Lo de
pérfida era muy antiguo, siglo XIII, mientras que lo de Albión, de albo, blanco, lo es en referencia a los acantilados de Dover, lo
primero visible al llegar por mar desde Francia, El término completo fue definido por un español, Augustín Louis Marie de Ximénèz
(1726-1817).
[29] En aquella época salían y entraban por el mismo sitio por la forma del aeropuerto, un gran prado, en uno de cuyos extremos
se encontraban las oficinas, hangares, cantina, alojamientos y zonas de aparcamiento de los aviones.
[30] “Bumbumbar” es un término que utiliza Ernest Jünger en su novela, “Tempestades de acero”, que empleaban los soldados
alemanes, para definir, de modo muy grafico, lo que ocurría cuando estaban durante horas bajo la acción de la artillería aliada.
[31] “Salchichas del jardinero” era el nombre que se les daba a los pepinos, un alimento muy usado por ser abundantes en la
zona. .
[32] El RAMC, es el Cuerpo Médico del Ejército Real, al que pertenecen los médicos militares británicos.
[33]El Armagedón es un concepto bíblico, referido en el libro del Apocalipsis, capítulo 16, versículo 16. Se refiere generalmente al
fin del mundo o al fin del tiempo, en una apoteosis destructora.
[34] El “cólico de las trincheras” era un fenómeno común entre los soldados bajo la acción de la artillería o en momentos de grave
peligro, en el que se les relajaban los esfínteres por el miedo, con la consiguiente expulsión incontrolada de residuos.
[35] Misoginia, misandria y androfobia, son afecciones conocidas en las relaciones mujer-hombre. La primera es odio o aversión
del hombre hacia la mujer. La misandria es aversión u odio de la mujer hacia el hombre. La androfobia es miedo de la mujer al
hombre.
[36] Los seres vivos ante situaciones extremas pueden reaccionar de dos formas, algo que se puede ver en
las personas y los animales, y son: “Reacción de conversión”, que es de parálisis. Como si se quedaran de
piedra, y “Reacción de agitación”, en la que pasa al ataque o se huye. Todo depende de la causa y las
posibilidades de ese animal, categoría en la que se incluye el humano.
[37] Yo tenía un camarada, / nunca lo hallaré mejor, / que en la gloriosa jornada, / iba firme en la pisada / al redoble del tambor. /
"Una bala, compañero. / ¿Para quién de los dos es?" / Era el diálogo postrero, / y bajo el plomo certero, / cayó tendido a mis pies. /
Hace un esfuerzo y, en vano, / quiere mi mano estrechar. / "Duerme en paz, querido hermano. / La Patria quiere mi mano / para volver
a atacar."

[38] Viene de el despectivo, en inglés, “Poor bloody infantryman”, cuya traducción verdadera debería ser: “Pobre sangrante
hombre de infantería”. [Nota del autor]

[39]Las minas de buscar los datos.


[40]La mayoría de ellos nunca serán encontrados y sólo los nombres quedarán en las placas y listados de caídos desconocidos en
los cementerios y memoriales militares que se construirán unos años después.

[41] La “tontina” es un tipo de lotería típica de Gran Bretaña, en cierto modo relacionada con guerras. La más famosa fue la
“Tontina de Waterloo”. Los que quedaran vivos tras la batalla, se repartirían el total de lo acumulado por cientos de apostantes.
[42] Es la forma de adornar las tumbas por parte de los británicos.
[43] Esta frase es de Martin Lutero King.

[44] Es el texto, traducido, que se usaba en la escuadrilla Lafayette para despedir a los caídos, como principio del brindis
posterior, al final de la cena, en la que su sitio habitual quedaba libre, y en su copa se dejaba el vino que hubiera bebido de estar vivo,
rodeando el recipiente con un ramillete de hojas de alguno de los árboles del campo de aviación.
[45] DAV son las siglas de Destacamento de Ayuda Voluntaria. Es un cuerpo femenino que ayuda en diversos aspectos en la guerra,
haciendo lo que sea necesario excepto combatir.

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