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La balsa muisca y el Dorado

Los europeos que llegaron a América al iniciar el siglo XVI traían un afán:
buscaban oro, el metal que en Europa era moneda, el que requerían para pagar
sus barcos, armas y caballos y, si sobraba, para hacerse muy ricos. Buscaban
Eldorado, un lugar mítico donde todo es de oro. Y encontraron jefes y caciques
indígenas que se adornaban con narigueras, pectorales y "coronas" de oro;
saquearon, pillaron, maltrataron, porque en su siglo no podían ver el valor de lo
que estaban destruyendo a su paso.

Pero también oyeron hablar de un cacique tan rico, que no quería usar adornos
labrados, sino cubrir su cuerpo con polvo del metal sagrado para él, para brillar
como el sol que simboliza y hace posible la vida. Al llegar a Bogotá, entre los
muiscas, supieron que el cacique Guatavita celebraba una ceremonia así cubierto
de oro, sobre una balsa en el centro de una laguna. ¡El Dorado!

Ni conquistadores ni aventureros presenciaron jamás la ceremonia del cacique


bañado en polvo de oro, pero la leyenda de El Dorado acompañó durante siglos la
historia de la laguna de Guatavita. El Museo del Oro, en Bogotá, preserva un
objeto hecho por los antiguos orfebres que representa con detalle ese ritual
sagrado: la balsa muisca.
No fue en Guatavita, sin embargo, que la leyenda cobró vida, sino en Siecha. En
1856, los hermanos Joaquín y Bernardino Tovar desaguaron parcialmente esta
laguna y encontraron una figura votiva en forma de balsa que asociaron
inmediatamente con la ceremonia de El Dorado como la describieron los cronistas.

La balsa de Siecha fue a parar a manos del diplomático Salomón Koppel, quien la
vendió, legalmente en ese entonces, a un museo en Alemania, pero se destruyó
en un incendio al llegar al puerto de Bremen.

Más de un siglo después, en 1969, el padre Jaime Hincapié Santamaría, párroco


de Pasca, Cundinamarca, recibió la visita de Cruz María Dimaté, un campesino
que, en compañía de su hijo, había hallado unas piezas de oro y cerámica en una
cueva en el páramo entre las veredas de El Retiro y Lázaro Fonte.

El padre Hincapié le mostró la ilustración de la balsa de Siecha en el libro El


Dorado de Liborio Zerda, y el campesino le confirmó su parecido con las piezas
que había hallado. Consciente de su importancia, el párroco logró intermediar para
que el Banco de la República adquiriera la pieza ofrendada por los muiscas en
Pasca y la preservara para todos los colombianos. Conocida como la balsa
muisca, se exhibió en el recién inaugurado edificio del Museo del Oro. Muy pronto
se convirtió en un emblema nacional, y el Banco la divulgó en los billetes.

Este hallazgo reforzó los imaginarios alrededor de la laguna de Guatavita, que se


convirtió en un importante centro de peregrinación. En el 2006, durante la
construcción del sendero que la rodea, un obrero encontró bajo la tierra un
recipiente cerámico que contenía cuatro piezas precolombinas. Sin saber qué
hacer, se guardó las piezas de orfebrería en el bolsillo. El rumor se extendió
rápidamente entre los vecinos, quienes le dijeron: “Estas piezas no le pertenecen
a usted ni a la CAR, son patrimonio de nuestra cultura”, así que éste decidió
entregarlas al Instituto Colombiano de Antropología e Historia.

La Corporación Autónoma Regional –CAR–, encargada de esta reserva, decidió


suspender los trabajos en la laguna y dio aviso al ICANH del hallazgo para que
arqueólogos autorizados investigaran el lugar y tomaran las decisiones
correspondientes para la protección del patrimonio arqueológico. Un ejemplo de lo
que debemos hacer todos los colombianos.

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