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Los europeos que llegaron a América al iniciar el siglo XVI traían un afán:
buscaban oro, el metal que en Europa era moneda, el que requerían para pagar
sus barcos, armas y caballos y, si sobraba, para hacerse muy ricos. Buscaban
Eldorado, un lugar mítico donde todo es de oro. Y encontraron jefes y caciques
indígenas que se adornaban con narigueras, pectorales y "coronas" de oro;
saquearon, pillaron, maltrataron, porque en su siglo no podían ver el valor de lo
que estaban destruyendo a su paso.
Pero también oyeron hablar de un cacique tan rico, que no quería usar adornos
labrados, sino cubrir su cuerpo con polvo del metal sagrado para él, para brillar
como el sol que simboliza y hace posible la vida. Al llegar a Bogotá, entre los
muiscas, supieron que el cacique Guatavita celebraba una ceremonia así cubierto
de oro, sobre una balsa en el centro de una laguna. ¡El Dorado!
La balsa de Siecha fue a parar a manos del diplomático Salomón Koppel, quien la
vendió, legalmente en ese entonces, a un museo en Alemania, pero se destruyó
en un incendio al llegar al puerto de Bremen.