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Teología y contexto epocal: una mirada recíproca 1

(I) Deseo compartir con ustedes una breve reflexión acerca de la teología y el contexto
histórico, o epocal, en el que nos es dado estudiarla y practicarla. Pero comenzaré
remontándome a la época en la que empezaba mis estudios en esta Facultad, es decir, hace
ya más de treinta años. Al inaugurar el ciclo lectivo, el entonces decano, Carmelo
Giaquinta, nos dijo algo que en ese momento me impresionó mucho y que aún hoy me
sigue pareciendo válido. La idea central que nos transmitió entonces fue la de que “en un
mundo que camina hacia la irracionalidad, la misión de la Iglesia consistirá en enseñarle al
hombre a pensar”. Palabras proféticas que, a mi juicio, parecen verificarse hoy con una
gravedad nueva, propia del cambio epocal que atraviesa el mundo.

Podemos y debemos, como teólogos, aproximarnos a ese clima propio de nuestra época.
Según Claude Geffré, “el mundo actual no tiene necesidad sólo de testigos y profetas, sino
también de aquellos que, en la Iglesia y en la sociedad contemporánea, tienen la tarea de
practicar un discernimiento con respecto a los acontecimientos –a la vez acontecimientos
históricos pero también acontecimientos del pensamiento– y las experiencias de la Iglesia.
Pienso que la teología –continúa diciendo Geffré– no es simplemente la inteligencia de la
fe en el sentido en que la fe implica un cierto contenido doctrinal. La teología es también
una inteligencia, una interpretación, de la fe vivida (…) Y lo que se busca es siempre, en el
fondo, la manera en la que la Palabra de Dios, el mensaje de Cristo, pueden ser
actualizados para el hombre de hoy, no simplemente para el de ayer, sino verdaderamente
para el hombre de hoy”.2

Entrando en esa práctica teológica de discernimiento, hasta donde me es posible realizarla,


advierto que varias interpretaciones –diversas entre sí– del momento actual del mundo
convergen en un punto doliente, el de percibir muy cercano un riesgo inconmensurable,
para algunos un abismo (Morin), y que, con palabras de un pensador argentino, Enrique
Valiente Noailles, se puede caracterizar como “época de errancia, incertidumbre y penuria
espiritual (…) sucede como si el hombre (contemporáneo) hubiese perdido la versión
original de sí mismo. Ante ello, tiene la tentación de obturar la falta, de llenar el vacío de
manera artificial, de lanzarse a generar un sustituto artificial de la especie por
imposibilidad de metabolizar metafísicamente la época.” Se trataría de “una tendencia,
ante lo que angustia y lo que no comprendemos, (…) a cerrar apresuradamente la
pregunta. Paradójicamente, el riesgo de la época no está en la incertidumbre, sino en su
acelerada supresión.”3

Aquí se manifiesta esa gravedad nueva a la que hice recién referencia al evocar las
palabras de Giaquinta, las que podríamos actualizar diciendo que la irracionalidad que
parece caracterizar el mundo actual tendría que ver con ese apuro, con esa “pulsión
extrema” por eliminar lo más rápido posible la incertidumbre, aunque el precio a pagar
sea el de la sustitución de lo verdaderamente humano por una copia artifical, buscando
una certeza apresurada que obtura la interrogación profunda y empobrece o anula un
verdadero proceso pensante. Por eso concluye este autor diciendo: “Parece que lo que
definirá el destino de la especie (humana) en las próximas décadas es el modo que

1
Discurso en la Facultad de Teología de la Universidad Católica Argentina en la apertura del Año académico
2010.
2
GEFFRÉ Claude, Le travail des théologiens, entrevista hecha por Theologia.fr.
3
VALIENTE NOAILLES Enrique, ¿Hacia una poshumanidad?, en La Nación, 27 de diciembre 2009.

1
encuentre el hombre para procesar la evaporación del sentido que se produjo en buena
parte del siglo XX”.

Si la teología es comunicativa por su propia naturaleza, es decir, misionera, entonces el


teólogo no puede dejar de prestar atención a lo que vive el destinatario de su reflexión, el
hombre contemporáneo. Es a él, siguiendo la idea de Giaquinta, a quien la teología puede y
debe prestar hoy un servicio de pensamiento, en el sentido de ayudarlo a procesar la
cuestión del sentido, a no cerrar apresuradamente las interrogaciones que nos preocupan y
angustian, a darles el tiempo necesario –el mediano y el largo plazo– para su maduración
metafísica, y así no desertar de nuestra humanidad en una evasiva “transfiguración digital
de la naturaleza” y de nosotros mismos. Es la concreta humanidad del hombre la que está
en juego, allí está la gravedad nueva de la cuestión contemporánea. Allí está la cuestión
mayor que la teología puede ayudar a pensar.

Resulta estimulante, para avanzar en la reflexión, escuchar lo que dice Ghislain Lafont en
su último libro, intitulado “¿Qué nos está permitido esperar?”. 4 Allí plantea su convicción
de que estamos asistiendo a la muerte de una civilización fundada sobre el primado del
saber, en la que el valor supremo era el de la verdad. El mundo occidental que se inició
con los filósofos presocráticos y que se ha mantenido durante veinticinco siglos, a pesar de
las maravillas logradas en el plano del conocer y del hacer, ese mundo, según Lafont, está
llegando a su fin, y el hecho nos enfrenta a cuestiones de vital importancia. Todo
“parecería desembocar hoy en la desaparición del hombre, al menos en la forma que éste
ha tenido hasta hoy. Que se acepte esta eventualidad o que se la rechace, ella señala un giro
epocal. El remedio, si es que lo hay y si es que hace falta, ¿estará –se pregunta Lafont– en
una suerte de reinyección (…) de humilde humanidad?”.5 Quisiera retener esta última
expresión: “humilde humanidad”, en la que parece encerrarse la clave del problema.

Agrega Lafont: “La hipótesis, compartida por muchos y que yo también asumo es que la
época presente nos invita a reintroducir lo simbólico, es decir el primado del vínculo en la
estructura y la vida de lo real, en el deseo y en el saber del hombre”

Tal es entonces la hipótesis central de su libro. Propone introducir otro paradigma e


integrar en él los anteriores, los de la primacía de la verdad, del saber y del hacer. Este otro
paradigma tiene que ver con una convicción relativa a la humanidad del hombre, a saber, la
de que existe algo “propio del hombre”, que no se ubica en el nivel del saber ni en el del
hacer, sino en el de la palabra como acontecimiento de relación. Cito: “El nuevo
paradigma que yo querría introducir es (…) la palabra, pero no considerada en su
contenido, en lo que se dice, que queda inmediatamente regido por el saber y la verdad,
sino [la palabra] en su acto vivido cuyo primer efecto es poner en relación (…) el
acontecimiento de la palabra que invita a la relación”. 6 Sólo después advienen el saber y
la verdad. “La palabra dirigida y respondida inaugura un orden simbólico, es decir, una
comunicación. Cronológica y filosóficamente la palabra adviene antes que el saber y hace
advenir el saber”, dice Lafont En el principio, la palabra es comunicación, es relación, es
escucha. Se trata del “hombre simbólico”, “el que intenta vivir, y luego decir, si puede, el
misterio de su nacimiento y de su muerte. Allí está el origen del símbolo, ya que la
inteligencia de ese misterio escapa a la racionalidad. Esto es verdad para el individuo y

4
LAFONT Ghislain, Que nous est-il permis d’espérer?, Cerf 2009.
5
LAFONT, o.c., 228-229.
6
LAFONT, o.c., 232.

2
para la comunidad. Es necesario escuchar el relato del nacimiento y esperar la vida después
de la muerte: en los dos casos, eso da lugar a signos, liturgias y fiestas”.7

Y agrega Lafont que no deberíamos olvidar la lección del Concilio Vaticano II el cual,
providencialmente, comenzó su reflexión con una meditación sobre la liturgia, lugar del
símbolo cristiano, y luego, en un segundo momento, presentó la Revelación, no ante todo
como un cuerpo doctrinal sino como la historia de la Invocación que Dios no deja de
dirigir al hombre.

*
(II) A partir de estas ideas quisiera sacar algunas conclusiones.

(1) Si la teología, en este contexto, quiere ofrecer un servicio de pensamiento a una


humanidad que parece atravesar una crisis sin precedentes, y que lo hace en la errancia, la
incertidumbre y la penuria espiritual, entonces la teología podría hacerlo como servidora
de ese “nuevo paradigma” entrando en un dinamismo de comunión, relacional, que ayude a
pensar de otro modo, concretamente, a pensar con el otro, junto a otros, es decir, a pensar
en diálogo, interdisciplinarmente, desde lo que ella es propiamente como ciencia de Dios.

Entonces la interdisciplinariedad no será un agregado a la experiencia teológica, sino un


nombre concreto de su dimensión misionera: reflexionar la propia fe pensando en el otro,
dialogando con los otros, para finalmente comunicar la Buena Nueva de la Pascua con un
pensamiento y un lenguaje que estén a la altura de la gravedad de las cuestiones que
verdaderamente interesan al hombre contemporáneo; recordando además que el mundo
actual “no necesita inquisidores que lo condenen, sino exploradores que lo comprendan”
(Jacquemont). Según Geffré, “la tarea del teólogo es cada vez más difícil, porque, en cierto
sentido, es un hombre orquesta (…) Debe estar siempre en el cruce y el encuentro de un
cierto número de saberes (…) Pienso que no se puede ser un buen teólogo cuando se es
únicamente un experto en el orden del saber propiamente eclesial. Es necesario ser
también, si no un experto, al menos una persona informada de los diversos saberes a la vez
en el ámbito de las ciencias humanas e incluso de las ciencias exactas y también en el de la
investigación filosófica”.8

No se trata simplemente de erudición o de información, sino de algo mucho más profundo,


que expresó admirablemente el director de orquesta Bruno Walter, uno de los más
respetados referentes de la interpretación musical en el siglo XX. Sus palabras pueden ser
aprovechadas no sólo por músicos sino también por teólogos: “… alguien que no es más
que músico, es medio músico. La idea de crecer, el esfuerzo por desarrollarse, debe abrazar
la totalidad del hombre interior y no sólo a sus dones musicales; la copa del árbol de su
vida, la musicalidad, se extenderá y crecerá en la proporción en que hunda sus raíces, firme
y ampliamente, en la tierra de la humanidad universal”.9

Afortunadamente, en esta sinfónica tarea interdisciplinar, nuestra Facultad ha comenzado a


recorrer un promisorio camino a través de la formación de varios grupos de investigación.
De acuerdo al informe elaborado por el Profesor Marcelo González acerca de la Primera
Reunión Inter-grupos de Investigación que tuvo lugar en octubre del año pasado en esta
facultad, “se verifica una convergencia en cuanto a la búsqueda y la expresión de
7
LAFONT, o.c., 317.
8
GEFFRÉ, Le travail…
9
B.WALTER, Of Music and Music-making, W.W.Norton & Company, Inc., New York 1961, 106-107.

3
interdisciplinariedad. A veces más lograda y a veces sólo in fieri. Existe una convicción
subyacente respecto de una teología que se deja interperlar por un factor “externo” a ella
misma. El perfil de los grupos implica escuchar metodologías y tradiciones muy distintas
a las de la propia disciplina.”.

Como lo decía Adolphe Gesché, sin esta interpelación proveniente de la alteridad –por
ejemplo, la que pueden representar otras disciplinas– la teología correría graves riesgos. En
su libro “El sentido” afirma: “La vida misma se encuentra interesada en que existan una
religión y una fe abiertas de un modo especial a la alteridad, para estar presentes de hecho
en la sociedad y para suscitar una esperanza verdadera y no tiránica. Esto es exactamente
lo que hoy se pide (…). A este precio, el de la apertura a la alteridad, la esperanza cristiana
puede defender su derecho a hacerse oír en los debates con otras corrientes de pensamiento
y de sensibilidad, en las que una teología liberada de estrechamientos radicales podría
encontrar la palabra que puede decir en la ciudad, si asume la condición de aliarse de modo
deliberado con otros que se muestran también interesados por las grandes cuestiones.
Porque se trata ahora de tener en cuenta, todos juntos, la complejidad de lo real (…) Hay
una obra común que emprender. (…) Se trata más bien de buscar juntos, con los recursos
que aportan los unos y los otros. Se trata de abrirse hacia aquello que existe de más grande
y más amplio y que, como el Espíritu, se encuentra a menudo allí donde no se lo espera (cf.
Jn 3,8). (…) En nuestra modernidad, la fe cristiana tiene necesidad de controversia para no
volverse afónica. Aceptar el diálogo y la contestación –siempre que no se trate de puro
interés o deserción– significa en sí mismo buscar su propia verdad, que no puede abrirse en
el narcisismo, en la repetición, en la autocitación perpetua. ¡No es bueno que el cristiano
esté solo!”10 Resulta estimulante saber que en nuestra Facultad de teología se hace presente
esta benéfica apertura a lo “externo”, a lo diverso.

También se puede leer en dicho informe del profesor González que “la investigación puede
ser un puente de primera importancia en la relación entre la facultad de teología y la
Universidad Católica en general. Es posible que estemos ante la posibilidad de un canal
estable, firme y representativo de diálogo. Se abren diversos caminos:
 Entrar en contacto con disciplinas y especialistas a los que se puede consultar.
 Aprovechar las investigaciones, congresos y visitas de especialistas extranjeros
promovidas por la UCA.
 Sumarse a la red general de investigación de la universidad.
 Ver la posibilidad de integrar en los grupos de investigación a miembros de otras
instancias de la Universidad Católica.”

También esto resulta sumamente esperanzador, y ayudará también sin duda a renovar el
papel de la teología dentro del concierto de disciplinas que se dictan en las diversas
carreras de nuestra universidad. El planteo hecho por Juan Pablo II en Ex Corde Ecclesiae
N.19 sigue siendo actual para nosotros. Dice allí: “La teología desempeña un papel
particularmente importante en la búsqueda de una síntesis del saber, como también en el
diálogo entre fe y razón. Ella presta, además, una ayuda a todas las otras disciplinas en su
búsqueda de significado, no sólo ayudándolas a examinar de qué modo sus
descubrimientos influyen sobre las personas y la sociedad, sino dándoles también una
perspectiva y una orientación que no están contenidas en sus metodologías.” Pero a su vez,
este encuentro y este servicio redundan en un beneficio no menor para la propia teología:
“la interacción con estas otras disciplinas enriquece a la teología, proporcionándole una

10
A.GESCHÉ, El sentido, Sígueme 2004, 152-154.

4
mejor comprensión del mundo de hoy y haciendo que la investigación teológica se adapte
mejor a las exigencias actuales”.

En otro pasaje del Informe se dice que “Varios de los grupos se han visto confrontados por
temas tales como cultura, procesos culturales, experiencia, sujetos. En todos los casos se
observa un claro impacto de la realidad sobre las motivaciones y métodos de investigación.
Se camina hacia una reflexión inculturada.”

Al respecto, recuerdo las reflexiones que hiciera hace pocos días Piero Coda, presidente de
la Asociación teológica italiana: “Existe hoy un (…) reclamo, dirigido a los creyentes, de
una mayor radicalidad no sólo existencial sino también cultural. La cultura cristiana se
encuentra en un momento crucial: o vuelve a fundarse a partir del acontecimiento de
Jesucristo muerto y resucitado, viviente en la historia, o decae y queda marginada (…)
Debemos encontrar nuevos lenguajes, argumentos y conceptualizaciones para nuestros
interlocutores (…). No se puede decir a Dios sin el otro. No puedo hablar acerca de Dios
sin que aquel a quien me dirijo determine mi decir. Soy llamado a escuchar el silencio, la
palabra y el grito del otro. Debo acoger lo que él me dice, también su crítica. Esta actitud
tiene un fundamento teológico: el Dios de Jesús dice su Palabra al hombre hasta el punto
de hacerse hombre, incluso grito del hombre.” 11

A partir de ideas como éstas, en las que convergen iniciativas de nuestros profesores e
inquietudes de importantes pensadores actuales, y a manera de formulación de un deseo,
me pregunto si no será posible imaginar, en nuestra facultad y en la universidad, formas
nuevas de encuentro y de diálogo entre profesores de diversas disciplinas, entre profesores
y alumnos, ya que la universidad es el lugar privilegiado para la conversación cordial e
inteligente. Priorizando ese paradigma de la palabra generadora de comunión y relación, y
evitando estériles formalidades académicas, buscar juntos la manera de conversar más y
mejor, cultivando un diálogo sereno y plural, en el que cada uno aporte, en un clima de
libertad, de respeto y de humildad, su propio grano de arena en la construcción de una
experiencia enriquecedora cuyo objetivo último es el de generar un mejor servicio de la
Universidad ante los graves problemas de la sociedad contemporánea. Ayudar a pensar en
profundidad haciendo uno mismo –con otros– el esfuerzo por entrar en dicho pensamiento
profundo a través de la conversación y el diálogo.

(2) Una segunda conclusión. Considero que, dentro de ese sinfonismo o consonancia
interdisciplinar, un lugar especial le corresponde al diálogo entre nuestra Facultad y la
Facultad de Filosofía. Ya son múltiples los lazos que nos unen, incluyendo tareas que
realizamos en común. Pero manteniéndome ahora en el registro que he elegido para esta
reflexión, y retomando la propuesta de Lafont, ¿cómo no percibir, en ese nuevo paradigma
en el que la palabra-relación debería primar sobre la palabra-contenido, como no percibir –
insisto– las posibilidades de diálogo que se abren con la Filosofía, especialmente a través
de la persona de su actual decano, Néstor Corona?

Habiendo tenido el privilegio de trabajar y de pensar junto a él a lo largo de casi diez años,
me atrevo a afirmar que el pensamiento filosófico de Corona, de una riqueza poco común,
puede ser providencialmente apropiado para llevar adelante esa tarea de pensar en pos de
un renovado paradigma en cuyo eje se ubica, según Lafont, el “hombre simbólico”, el
hombre vinculado, el hombre habitado por el deseo de comunión.

11
Entrevista publicada en Avvenire, 29 de enero 2010.

5
Cito, como mero ejemplo, uno entre muchos textos escritos por Corona: “Una filosofía que
parte de las obras de la cultura, en las que preconceptualmente y aún prelingüísticamente
se le muestra al hombre el sentido, esto es, la “naturaleza” y la orientación de su vida, y
que alza todo ello al inevitable –y siempre insuficiente– discurso conceptual-existencial
radical, es una filosofía que lleva el calificativo de hermenéutica (…). Pero las obras de la
cultura, que hablan del hombre y aún de aquello que es más que humano, sólo liberan su
significación allí donde, entre ellas, se da la palabra y, conforme con el lugar en el que
estamos ahora ubicados, la palabra prefilosófica, y singularmente la palabra poética, esto
es, la que muestra la realidad de las posibilidades humanas supremas (…) Esta palabra, que
“hace” todo símbolo, es la más originaria y así el fondo inacabable de significación desde
el que se despliega la filosofía y a la que la filosofía ha de volver siempre si no ha de
perder sentido. Allí está la raíz, precisamente, de la insatisfacción de toda respuesta
filosófica (…) porque tal palabra religiosa es, entre todas las palabras, la más radical y
abarcadora. (…) ¿No bebe toda literatura esencial, finalmente, a sabiendas o no, afirmando
o rechazando, en la fuente de los textos de las grandes tradiciones religiosas? En este siglo
XXI se ha de hablar del Dios cristiano (…) con la palabra poética del hombre de fe, cuyo
primer testimonio se halla en la Escritura. Pero también (…) con toda palabra creyente
poética; y aún (…) con toda palabra poética esencial, incluso no creyente. Todas palabras
anteriores “por naturaleza” a la palabra filosófica. A esa palabra más originaria, dada de
diversas maneras – y que es experiencia–, ha de volver siempre, como a su fuente de
sentido, la inevitable palabra filosófica, de pureza conceptual (…). Y allí ha de volver
también toda teología.” 12

(3) Desde esta última afirmación concluyo con una doble reflexión acerca de la teología en
el actual contexto epocal. La primera tiene una forma interrogativa. Me pregunto ¿no nos
estará invitando este nuevo paradigma a retomar “ad intra” de nuestra Facultad el diálogo
entre la fides qua y la fides quae, o, si se prefiere, entre la Teología Moral y la Teología
Dogmática? Podríamos tal vez repensar, de manera nueva, su articulación.

La segunda reflexión la hago pensando sobre todo en los alumnos de esta facultad,
prolongando conceptos que el año pasado nos transmitiera el actual rector. Pienso que si la
teología quiere asumir creativamente el nuevo paradigma sugerido por Lafont, entonces
ella –la teología– está llamada a ser una teología teologal. Es decir que, si por una parte,
ella debe estar, en cuanto ciencia, habitada por el anhelo de un pensar riguroso, también
debe estar inspirada mística o poéticamente, para dejar resonar en ella y dejar pasar a
través de ella el eco del Poema original, el de la Bella y Buena Nueva del Dios-Alianza, de
su inquebrantable fidelidad y de su inagotable misericordia.

Ambos aspectos –el de la ciencia y el de la experiencia contemplativo-poético-teologal–


deberían darse siempre unidos, aunque por cierto se acentúen en el aprendizaje y en el
estudio los momentos de análisis y reflexión que harán pasar a un primer plano el aspecto
ascético, esforzado y hasta crucificante del saber teológico. Pero siempre, detrás de este
inevitable esfuerzo, acompañándolo y sosteniéndolo, debería manifestarse, ya desde ahora,
algo de la alegría y la belleza de eso mismo –de Ese mismo– al que estamos intentando
servir con nuestro estudio, como también algo de la alegría de querer comunicar a otros –a
través de un pensamiento lúcido y de un lenguaje accesible, ambos preñados de
experiencia– esa Verdad que hemos asimilado vital e inteligentemente. Ya que la teología
es, en buena medida, visitar con la inteligencia la cuestión de Dios.

12
N.CORONA, Hablar de Dios hoy, en Consonancias n° 23, IPIS, marzo 2008, 24-26.

6
Queridos alumnos, como ustedes saben bien, la teología no es sólo discurso o palabra
acerca de Dios, sino también palabra de Dios (dicha por Dios), y palabra dirigida a Dios.
Los dos últimos aspectos subrayan el aspecto teologal de la teología mientras que el
primero señala mejor su carácter de saber y de ciencia.

Ante todo, la teología es palabra o discurso acerca de Dios. Al respecto, afirma Olegario
G. de Cardedal, en su Prólogo al libro de Ricardo Ferrara: “Desde siempre hemos sabido lo
que en el siglo pasado formulaba el iniciador de la teología dialéctica en estos términos:
‘Como teólogos debemos hablar de Dios, pero somos hombres y, como tales, no podemos
hablar de Dios’. Tener que hablar y no poder hablar –agrega Cardedal– nos llevan al
extremo de intentarlo una y otra vez, en espera de que Dios mismo subvenga a nuestra
debilidad.” 13

Por eso el hablar acerca de Dios desemboca necesariamente en la teología en cuanto eco de
la palabra de Dios, dicha por Dios. Dice Cardedal: “Dios ha hablado primero. La teología,
como momento segundo sólo puede nacer de la atención, audición, obaudición u
obediencia ante el Dios que habla (…) El teólogo recoge y repiensa la palabra que Dios
nos dijo una vez y de una vez para siempre en su Hijo; esa misma que nos inspira en su
perenne novedad creadora por su Espíritu Santo”.14 En este mismo sentido afirma el padre
Michel Messier: “Sólo Dios, efectivamente, habla bien de Dios. Todo otro discurso acerca
de Él es secundario, imperfecto, porque dice imperfectamente lo que ha sido dicho
perfectamente, de una vez para siempre. En este sentido el primer teólogo o teólogo
original es el Padre, y su teología es el Hijo, el Hijo encarnado que, a través de su
existencia humana –encarnada, crucificada, resucitada– es la exégesis, el discurso del
Padre dirigido al mundo”.15

Decía Juan XXIII: “No es el Evangelio lo que cambia, somos nosotros los que
comenzamos a entenderlo mejor”. Y comenta Lafont: “Admirable idea, profecía
maravillosa: estamos aún en el inicio de nuestra comprensión del Evangelio”. 16 Así es:
estamos aún en el inicio de nuestra comprensión del Evangelio, y siempre lo estaremos. En
el “Deus semper maior” hay infinitos secretos de belleza, de amor, de ternura que aún no
hemos descubierto, que aún no ha explorado a fondo la teología. Y a la vez todos esos
secretos, todos esos caminos aún no recorridos, todos ellos están en Jesucristo, “el mismo
ayer, hoy y para siempre” (Heb 13,8). Queridos alumnos: aprendamos a mantener unidos,
en amorosa tensión, esos dos aspectos de la teología: el de la novedad del Dios siempre
mayor y el de su revelación plena en Jesucristo, “el mismo ayer y hoy y para siempre”. Así
habitaremos en la verdadera novedad, la de Jesús, explorada por el profesor Söding en su
reciente tesis de doctorado.17 Y evitaremos tanto la superficialidad de una búsqueda de
novedades de moda, como la idea falsa de que en la teología todo estaría ya dicho y que no
nos quedaría más que repetir una letra privada de espíritu y de novedad. La teología no es
repetición, sino siempre profundización, aún en la repetición. Porque la fe, como nos
enseñaba Eduardo Briancesco, es una inmensa invitación a pensar. Sí, a pensar la siempre
mayor Bondad, Belleza y Verdad de Dios que resplandecen en el mismo y único Rostro, el
del hombre-Dios, que es el primogénito de muchos hermanos. Aprendamos entonces a
“llevar la novedad de los frutos a través de la veneración de las raíces” (F.Hadjhadj)
13
O.GONZALEZ DE CARDEDAL, en R.FERRARA, El misterio de Dios. Correspondencias y paradojas,
Salamanca 2005, 9.
14
CARDEDAL, o.c., 12.
15
M.MESSIER, texto inédito. Las otras citas de este teólogo provienen de la misma fuente.
16
LAFONT, o.c., 13.
17
G.SÖDING, La novedad de Jesús.

7
Por último, la teología como palabra dirigida a Dios. “Ya que –afirma el P.Messier– si
Dios habla al mundo, y si el mundo puede entonces hablar acerca de Dios, es para mejor
poder hablarle a Dios: la verdadera teología, que tiene su fuente en la escucha y la oración,
encuentra también su realización plena en la alabanza y la celebración. ¿Acaso no era así
para Jesús, que se retiraba de noche para dialogar con el Padre? ¿Acaso no es así para el
resucitado, que vive para siempre en la casa del Padre, escuchándolo y alabándolo, como
lo hace eternamente en cuanto Hijo? El no es solamente Palabra del Padre y acerca del
Padre, sino también Palabra al Padre: triple manera para él de ser teólogo y de asemejarse
al Espíritu, que dice al Padre lo que el Padre le ha dicho, a saber, su Hijo”.

Y nuevamente G.de Cardedal: “Hay que distinguir y conjugar el hablar a Dios, el hablar
desde Dios, el hablar con Dios y el hablar sobre Dios. De él han hablado los profetas, sobre
él han pensado los filósofos, desde él han vivido los místicos, en favor de él han
testimoniado los mártires, en espera de él han aguardado los monjes y ante él han vivido
los creyentes (…) Esa admirable sinfonía que no cesa es la que el teólogo tiene que oír,
recoger y repensar para que cada nueva generación pueda escuchar e integrarse
activamente en ella”. 18

Profetas, filósofos, místicos, mártires, monjes, poetas, creyentes… todos ellos quieren
habitar, en diversa medida, y según el talante que nos ha sido dado a cada uno, en el
corazón y en la mente de todos nosotros, estudiantes y profesores de la Facultad de
teología. Entonces la teología será en nosotros hermosa experiencia vivida. Porque “la
teología tiene una dimensión auto-implicativa. Estudiar teología no consiste simplemente
en adquirir informaciones, sino más bien, en ese movimiento en el que adquirimos
informaciones, dejarnos transformar por el estudio que emprendemos, por la realidad que
descubrimos.”19

Muchas gracias por su atención.


Fernando Ortega
Febrero 2010

***

18
CARDEDAL, o.c., 11.
19
GAGEY Henri-Jerôme, (Doyen Fac.Théologie à l’ICP), La théologie à la porté de tous, entrevista hecha
por Theologia.fr.
.

8
Teología: Misterio y humanidad 20

1- Quiero compartir esta reflexión con ustedes, y especialmente con mis hermanos y
hermanas profesores y estudiantes de esta querida Facultad de Teología, intentando
mantener cierta continuidad con la ofrecida hace un año para esta misma ocasión de la
inauguración de un nuevo año académico. Bajo el título “Teología y contexto epocal: una
mirada recíproca” busqué entonces esbozar, desde mi punto de vista, los rasgos de un
posible diálogo fecundo entre la teología y la época que vivimos actualmente, en orden a
pensar el servicio que ella puede prestar. Señalé entonces aquella cuestión que, según
muchos pensadores, parece ser el problema central de la época –calificada a veces como
posmoderna, y también como poshumana– diciendo que “es la concreta humanidad del
hombre lo que está en juego, es allí donde reside la gravedad nueva de la cuestión
contemporánea. Por lo tanto, allí estará también la cuestión mayor que la teología puede
ayudar a pensar, la cuestión de la humanidad del hombre.” Para avanzar en esa dirección
sugerí la posibilidad de orientarnos siguiendo el planteo de Ghislain Lafont en su libro
“¿Qué nos está permitido esperar”? Allí dice, en apretada síntesis, que estaríamos
asistiendo a la muerte de una civilización fundada sobre el primado del saber, en la que el
valor supremo era el de la verdad. El mundo occidental que se inició con los filósofos
presocráticos y que se ha mantenido durante veinticinco siglos, a pesar de las maravillas
logradas en el plano del conocer y del hacer, ese mundo, según Lafont, está llegando a su
término y el hecho nos enfrenta a cuestiones de vital importancia. Todo –dice nuestro
autor– “parecería culminar hoy en la desaparición del hombre, al menos en la forma que
éste ha tenido hasta hoy. Que se acepte esta eventualidad o que se rechace, ella señala un
giro epocal. El remedio, si es que lo hay y si es que hace falta, ¿estará –se pregunta
Lafont– en una suerte de reinyección (…) de humilde humanidad?”.21 ¿De qué manera
podrá lograrse este objetivo? Aparece entonces la hipótesis central de su libro: propone
introducir otro paradigma no para sustituir sino para integrar en él los anteriores, los de la
primacía de la verdad, del saber y del hacer. Este otro paradigma tiene que ver con un
rasgo esencial de la humanidad del hombre, con algo “propio del hombre”, que no se ubica
en el nivel de la palabra “considerada en su contenido, en lo que se dice, que queda
inmediatamente regido por el saber y la verdad, sino [la palabra] en su acto vivido cuyo
primer efecto es poner en relación (…) el acontecimiento de la palabra que despierta la
relación”.22

Basten estas referencias para retomar el planteo que ofrecí un año atrás y prolongarlo con
el que les propongo hoy, al inicio del tiempo de Cuaresma, y que se intitula “Teología:
Misterio y humanidad”, centrándome en esa noción de “humilde humanidad”. En torno a
ella quisiera esbozar algunas ideas para la teología, para una teología enraizada en el estilo
aprendido en la escuela del Concilio Vaticano II, estilo que impregna esta Facultad.

La vida profunda de nuestra Facultad de Teología reside en el privilegio que tiene de


consagrarse al estudio de la sabiduría de Dios, de explorar admirativamente su caracter
misterioso y secreto, contemplando incansablemente aquello que nos fascina y seduce, a
saber: ni Dios solo ni el hombre solo, sino la Alianza “nueva y eterna”, el vínculo más que
divino establecido por Dios entre su Misterio insondable y nuestra humanidad. ¿No está
acaso allí, en ese vínculo, en esa relación inefable, el corazón de nuestro aporte específico
20
Discurso en la Facultad de Teología de la Universidad Católica Argentina en la apertura del Año
académico 2011.
21
LAFONT Ghislain, Que nous est-il permis d’espérer?, Cerf 2009, 228-229.
22
Ibid, 232.

9
en esa “reinyección de humilde humanidad” de la que habla Lafont? Afirmarlo implicará
necesariamente –para la teología– redescubrir y repensar la desconcertante humildad de
Dios. Sólo ella podrá orientarnos en la tarea urgente y decisiva de “reaprender a ser
humanos”, humildes humanos.

Esta expresión –“reaprender a ser humanos”– proviene de una entrevista hecha hace pocos
años a George Steiner, el célebre intelectual escritor, teórico de la literatura y de la cultura.
Le preguntaron: “¿Nosotros, que vivimos en la ‘era del Epílogo’, sobre las ruinas de
Auschwitz y del Goulag, debemos “reaprender a ser humanos”? ¿Hay que inventar un
nuevo humanismo?” Su respuesta fue la siguiente: “El siglo que acaba de terminar ha
mostrado suficientemente que el modelo clásico de un humanismo capaz de resistir a la
barbarie, a lo inhumano, gracias a una cierta cultura, a una cierta educación, a una cierta
retórica, era ilusorio…He llegado a la intuición de que un humanismo sin fundamento
teológico es demasiado frágil para satisfacer las necesidades humanas, para satisfacer a la
razón misma…”23. Más cercano a nosotros, Santiago Kovadloff afirma algo semejante al
decir que: “La dimensión de lo teológico no es una dimensión alternativa preexistente que
volvería [hoy] a ganar actualidad. La pregunta por el hombre es la pregunta por el misterio
del hombre, es decir, por lo que el hombre tiene de inconmensurable para sí mismo.” 24
¿Será esta dimensión inconmensurable –paradojalmente– la “humildad” que estamos
intentando pensar? Sigamos buscando entonces su relación con el fundamento teológico al
que aluden Steiner y Kovadloff.

2- Tomemos como punto de partida un texto de la primera Carta a los Corintios que
escuchamos en la Misa del Domingo 6° del tiempo durante el año: “Es verdad que
anunciamos una sabiduría entre aquellos que son personas espiritualmente maduras, pero
no la sabiduría de este mundo ni la que ostentan los dominadores de este mundo,
condenados a la destrucción. Lo que anunciamos es una sabiduría de Dios, misteriosa y
secreta, que él preparó para nuestra gloria antes que existiera el mundo; aquello que
ninguno de los dominadores de este mundo alcanzó a conocer, porque si la hubieran
conocido no habrían crucificado al Señor de la gloria. Nosotros anunciamos, como dice la
Escritura, lo que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para
los que lo aman.” (1 Cor 2,6-9).

Para pensar con este texto admirable, para aprender a discernir y gustar esa sabiduría
“misteriosa y secreta” de la que nos habla, notemos, ante todo, que se trata de un anuncio
lleno de alegría, de una alegría que se dirige a nuestros corazones. Pero se trata de una
alegría excesiva, sobreabundante, razón por la cual “por más abierto y dilatado que esté
nuestro corazón, jamás podrá ser la medida de lo que Dios promete. Porque lo que Dios
promete es Él mismo, es participar en su vida trinitaria, absoluta, infinita, que desborda
todas nuestras capacidades. Y también todas nuestras expectativas y deseos.” San Pablo
nos habla de ese exceso que Dios ha preparado para nosotros: “Lo que ha preparado es su
hospitalidad, es recibirnos en Su casa, junto a El, y concedernos finalmente el verlo cara a
cara.”25 Así se expresa Jean-Louis Chrétien, agregando con humor que, afortunadamente,
“la oceánica alegría divina no está limitada por el volumen de nuestro modesto acuario”.
Señala también que nadie ha dicho mejor esto que San Anselmo, en el final de su
Proslogion, comentando la frase de san Mateo (Mt 25,21): “entra en el gozo de tu Señor”.

23
GEORGE STEINER, La barbarie douce, en Question de n° 123: Education et sagesse, Albin Michel 2001,
323-324.
24
En Criterio N° 2289, 2003, p.687.
25
JEAN-LOUIS CHRÉTIEN, Sous le regard de la Bible, Bayard, Paris 2008, 86.

10
Dice Chrétien: “No es la alegría del Señor la que entrará en nosotros, es decir, solamente la
pequeña, la muy pequeña parte que puede entrar allí, sino que nosotros entraremos en la
Suya, como un navegante entra en un océano… Entrar en el gozo de Aquel que es para
siempre más grande que nuestro deseo significa entrar en él incesantemente, incluso en la
vida eterna… La eternidad no significa la extinción del deseo, sino su inflamación y su
incandescencia, en una medida sin medida que sólo Dios conoce, la del amor”.26

Comenzamos a gustar así el sabor teologal, excesivo, del texto paulino. Avancemos un
poco más. Acerca de este mismo texto de la primera Carta a los Corintios, Miguel Corbin
s.j., conocido estudioso de San Anselmo, dice algo semejante: “Muchos, yo el primero, se
preguntarán: ¿qué es esto que anuncia [el Apóstol], qué es esta plenitud desbordante que
viene hacia nosotros desde los orígenes? Queremos saber qué es, pero ¡atención! Saber qué
es significa comprender, y comprender significa ubicar dentro de nuestro horizonte
familiar, encerrar en nuestros límites, circunscribir, como hace la vista cuando percibe un
árbol en medio del campo, como hace el oído cuando distingue un sonido, o como hace el
corazón cuando discierne sus pensamientos. Pero acá el Apóstol dice, sin la menor
ambigüedad, que se trata de lo in-visible, de lo in-audito, de lo im-pensable, de lo que
“supera todo conocimiento” (Ef 3,19), de lo que es “más grande que nuestro corazón” (1 Jn
3,20). De donde se sigue esta paradoja: la Iglesia nos anuncia algo que es más maravilloso
que toda maravilla, pero ese “algo” no lo vemos, no lo escuchamos, no lo sentimos, como
si la plenitud sobreabundante se mostrase a nosotros en el vacío del saber y de la visión.
[…] Pero, más que de un vacío, se trata de un vaciamiento, de “hacer el vacío”. ¿El vacío
de qué? … De todos los ídolos a los que servimos en vez de amar por encima de todo al
“único Dios verdadero” (Jn 17,3). La sobreabundancia que viene hacia los hombres se
anuncia entonces de esta manera: haciendo el vacío, vaciando sus corazones, abriendo un
espacio que no puede clausurar nada de lo que se ve, de lo que se escucha.” 27

La reflexión de Corbin nos ofrece una ayuda importante para nuestra búsqueda al
permitirnos entender esa “humilde humanidad” de la que nos habla Lafont en relación con
la experiencia del vacío, del vaciamiento de nuestros ídolos, entre los que, sin duda –y
especialmente en nuestro caso– hay que ubicar también los conceptuales. Todos deseamos
saber o comprender qué es “eso” que Dios “preparó para nuestra gloria”, pero no es
encerrándolo en los estrechos límites de nuestra comprensión –o de lo que creemos
comprender– como logaremos una aproximación adecuada a lo que es “invisible,
inaudible, inimaginable”, a lo que “supera todo conocimiento”, sino que lo lograremos en
el vacío, en el vaciamiento de todas nuestras idolatrías. Podríamos decir que lo lograremos
haciendo “pasar”, o mejor, dejando pasar –en pascua incesante– lo que ya sabemos o
comprendemos, por un vacío que lo purifique y lo libere de todo residuo idolátrico. Pero
ese vaciamiento, obviamente, no puede ser obra nuestra sino que, como agrega Corbin, es
fruto de la Pascua, del “paso de la muerte a la vida cumplido en favor nuestro por nuestro
Señor Jesucristo. Porque, en efecto, ¿qué es “más sabio que la sabiduría de los hombres”,
sino “la locura de Dios”; qué es “más fuerte que la fortaleza de los hombres” sino “la
debilidad de Dios” (1Cor 1,25)? Esta locura y esta debilidad coinciden con el Amor
desarmante de Jesús, que aceptando la cruz, vacía a todos los ídolos que alienan al hombre.

Al vaciar a los ídolos –las Potencias de las que habla Pablo– desenmascarando su inanidad,
el Señor muerto y resucitado nos vacía también a nosotros mismos –creyentes– de toda
idolatría, para poder así colmarnos con el vino nuevo del Espíritu que vivifica divinamente
26
Ibid., 87.
27
MICHEL CORBIN, L’entre-temps, Cerf , Paris 1992, 70-71.

11
lo más hondo e íntimo de nuestro ser. Y así nos da a pregustar, ya ahora, y sin que jamás
podamos comprenderlo adecuadamente, “lo invisible, inaudito e impensable que Dios
preparó para los que lo aman”, es decir – como afirma Joseph Moingt s.j.– el “verdadero
misterio”, que consiste en “el amor que viene de Dios a nosotros pasando por Cristo y el
Espíritu”. El Amor desarmado y desarmante de Dios por nosotros: he allí la “sabiduría de
Dios, misteriosa y secreta” de la que nos habla san Pablo y que intentamos pensar en
nuestra Facultad. Fiesta del pensamiento teológico: aprender a pensar en la admiración.

Según Moingt, la palabra “misterio” puede entenderse de dos maneras. En primer lugar
puede evocar “algo que nuestra razón no puede conocer por sí misma, y que, incluso si es
revelado por Dios, nuestra inteligencia no puede profundizarlo. Por ejemplo, dice Moingt,
las preguntas que se planteaba san Agustín y que le quitaban el sueño: ¿cuál es la
diferencia entre la generación del Hijo y la procesión del Espíritu? Lo que aquí se entiende
por misterio es más bien el límite que encuentra nuestra propia razón. En un cierto nivel de
especulación, nuestra razón llega a conceptos que ella misma no logra articular o
conciliar.” En este primer sentido, la palabra misterio no se refiere tanto a Dios sino a
nosotros, señalando una especie de “callejón sin salida” teórico. Invitación a la humildad
intelectual ante el exceso de Dios. “Hay un segundo sentido de la palabra misterio, afirma
Moingt, menos intelectual y más arraigado en la realidad de la fe. Se trata de comprender
de qué manera Dios nos aprecia, nos ama, por qué desea habitar en nosotros. Tal es el
corazón, la verdad del misterio, más allá de toda especulación teológica: el por qué del
amor de Dios, la manera en la que Él se dona y nos necesita… Enunciar así la fuerza de la
gratuidad de Dios, equivale a decir, en otras palabras, que Él existe para nosotros, es
atribuirle una relación con nosotros que lo condiciona. Hay una dimensión de “locura” en
este amor, según la expresión de san Pablo, la locura de Dios que se revela en el
Crucificado… Aquí está su misterio.”28 Podríamos agregar: aquí está Su humildad, aquí
está la divina humildad, aquella que puede hacer nacer en nosotros la “humilde
humanidad” que tanto necesitamos hoy.

3- ¿Qué podemos ir atesorando de estas reflexiones para nuestro estudio de la teología,


estudio que quiere contaminarse siempre más de esta divina humildad y purificarse de toda
idolatría? Vuelvo a citar al P.Corbin. Cuando presenta el libro de sus homilías dominicales
afirma: “Universitario y teólogo de profesión, no pretendo ignorar ni la exégesis bíblica ni
la historia de los concilios, pero no admito ciertos hábitos intelectuales que me parecen
favorecer la pereza espiritual. ¿Por qué separar el rigor de un camino lógico, del impulso
de la oración –privada o comunitaria– como si el ser humano pudiese desdoblarse por una
parte en el sabio –neutro, descomprometido, crítico, dominador de su tema– y por otra en
el orante, consciente de su debilidad y de su pecado?” Y agrega: “Si la Novedad de Dios
en la incorporación de su Hijo a nuestra humanidad es, simultáneamente, el inmutable
desbordamiento de Dios en Dios y la libre destinación del hombre a desbordar al hombre,
no habrá auténtica teología, ni auténtica lectura de las Escrituras, ni auténtica predicación
de la Palabra… sino en la actitud orante que le permite a Dios ser “más grande que nuestro
corazón” (1 Jn 3,20) y que suplica gozosamente por el crecimiento de su Reino, por el
cumplimiento de su voluntad, por el perdón de las ofensas.”29

Nuestra búsqueda teológica de una “humilde humanidad” nos va conduciendo hacia una
teología humilde, aquella que, como nos recuerda Corbin y nos lo enseñan todos los
verdaderos teólogos –empezando por los de nuestra propia Facultad– a la vez que madura
28
JOSEPH MOINGT, Les trois visiteurs, Desclée de Brouwer, Paris 1999, 81-83.
29
CORBIN, o.c., 10-11.

12
pacientemente en el esfuerzo intelectual, se desarrolla y se enriquece en una atmósfera de
oración, de súplica por el advenimiento del Reino y por el perdón de nuestros pecados.
Todo ello en la experiencia de una alegría admirativa profunda, esa alegría propia de la
Buena Nueva, que nos descubre gozosamente la eterna Novedad de Jesús, “el mismo ayer,
hoy y siempre” (Heb 13,8), en quien todo hombre está invitado a vivir eternamente la
felicidad invisible, inaudita e impensable de la Fiesta trintaria. Experiencia de alegría que
vivió el mismo Jesús cuando “se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo:
‘Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y
prudentes y haberlas revelado a los pequeños’…” (Lc 10, 21). Como afirma la primera de
las bienaventuranzas, la de los pobres de espíritu, ellos, los humildes y los pequeños,
reciben en el presente el gozo del Reino; para ellos el Reino es “menos prometido que
dado”, como decía San Bernardo.

Análogamente, docentes y estudiantes de esta Facultad también podemos gozosamente


experimentar, en el presente de nuestro estudio de la teología, así entendida y vivida como
humildad, el acontecimiento que nos llena de asombro, admiración y agradecimiento, y
que es precisamente el mismo acontecimiento que queremos ofrecer al mundo en el que
vivimos, a saber, el de la experiencia del Reino, en cuanto divino advenimiento de nuestra
propia humanidad –humilde humanidad– por obra del amor sobreabundante del Dios
Trino, el Dios Humilde que existe para nosotros –el Padre–, con nosotros –el Hijo– y en
nosotros –el Espíritu–. Humanidad del hombre que adviene en el amor como humanidad en
comunión, la de un “nosotros” nuevo que nos ha sido dado en la amistad del Dios-Alianza,
quien nos ha dicho su Nombre en la revelación insuperable del “Yo soy” (Ex 3,14),
Nombre divino que ahora, en Jesús, nos incluye entrañable y amorosamente: “Yo –con
ustedes– soy” (εγώ –μεθ’ ύμών– είμι) (Mt 28,20). Advenimiento de divina humanidad, de
humilde humanidad: aprender a vivir también nosotros –llamados a la semejanza divina (1
Jn 3,2)– del mismo deseo inclusivo de Dios, diciendo y actuando la divina humildad del
“yo con ustedes soy”, yo quiero ser con ustedes, no sin ustedes. “Desafío del
hermanamiento”, como afirma José Caamaño.30

¿No es acaso este acontecimiento, el del advenimiento del Reino, del “hombre nuevo”, de
la “nueva criatura”, del nuevo “pueblo de Dios”, la realización de esa más “humilde –y por
lo tanto más divina– humanidad” de la que el mundo actual está tan necesitado? ¿No es
“eso” lo que, como teología, podemos y debemos pensar y anunciar al hombre
contemporáneo –“¡Ay de mi si no predicara el Evangelio”! (1 Cor 9,16) – no sólo como
algo urgente sino también –en cuanto lo vivimos ya en la Iglesia– como algo posible y, por
añadidura, bello? Una teología humilde, es decir, orante, amante, consciente de sus límites,
admirativamente abierta al exceso del Dios siempre mayor, podrá cantar en el presente –a
ejemplo de María, la humilde servidora– el canto nuevo, el “ya pero todavía más” de las
maravillas que puede obrar el Señor en el corazón humano, empezando por el nuestro.

4- Es esa música nueva la que nuestro mundo espera de nosotros, la música entonada por la
voz de la divina ternura, esa voz que –según Maurice Bellet– “dice la única cosa
importante, y que puede tomar muchas formas: tú eres mi hijo; tú eres mi hija; hoy
resucitas de entre los muertos; lo peor puede ser transformado en camino; en ti permanece
el don inaferrable que nada ni nadie destruirá, ni siquiera tú; vivir es posible; eres amado;
puedes amar; el deseo del deseo de vivir y de amar es suficiente; eres grande en la medida
de tu pequeñez, de tu humillación, de tu dolor; hoy comienza tu comienzo; nunca es
demasiado tarde, ni demasiado poco, etc. Una palabra de este tipo –afirma Bellet– se dice
30
JOSÉ CAAMAÑO, Aspectos de la cultura popular en la cultura urbana, Teología Nº103, 2010, 112.

13
tal vez sin palabras, puede ser un canto, o la brisa suave que escuchó Elías, puede ser la luz
de un amanecer, o la música, o el rostro amado, o una o dos palabras del Evangelio, o de
no importa quién, hasta de un libro mediocre. Y entonces un haz de luz atraviesa las
tinieblas, tal vez de modo fulgurante, tal vez no. Sobre esto no hay dominio, ese haz de luz
escapa a toda manipulación. Esta voz habla donde quiere. Pero ¿la voz de quién? La voz de
Dios, nos apuramos a responder.” Pero Bellet nos advierte que debemos tener cuidado,
“porque con facilidad referimos esta voz inefable a lo que ya sabemos de Dios (...).
Entonces, lo que nos hace falta es invertir la perspectiva. No deberíamos decir: esta voz,
ya sabemos que es de Dios, sino: Dios es aquel que se escucha cuando escuchamos esta
voz inasible. Así debemos escuchar la Escritura y los Evangelios, no sabiendo
anticipadamente lo que nos va a decir, sino escuchando lo que nunca podremos encerrar
en lo ya sabido, a saber, la Palabra que coincide con la resurrección del hombre...”31 Esta
última idea, como vemos, mantiene una profunda sintonía con lo que afirmaba Corbin
acerca de lo invisible, lo inaudito y lo impensable del Misterio divino, Misterio –
recordémoslo una vez más– que reside en el hecho de que Dios haya querido, desde “antes
de la creación del mundo” (Ef 1,4), ser un Dios para, con y en el hombre. “Adviene
entonces –continúa Bellet– este pensamiento increíble: Dios está en el hombre,
precisamente cuando el hombre deviene un puro acoger lo que él no sabe ni posee de
ningún modo, pero que se adviene y se revela en él en la medida misma en que se hace
amor de todo el hombre y de todos sus hermanos y hermanas humanos; y particularmente
de aquellos cuya humanidad está pisoteada y destruida.” Y concluye: “Puede ser que,
frente a Dios, la mejor palabra sea la que le dirigimos, la invocación, que no pretende
alcanzar ningún saber sino que se dirige hacia quien está allí, como lo hacemos con alguien
cuando lo amamos; o también la palabra que de Dios viene hacia nosotros a través de una
palabra humana gracias a la cual se despierta en nosotros algo del verdadero deseo.
Entonces Dios es aquello que habita la palabra, para que la palabra humana permanezca
abierta a ese don primero e inaferrable sin el cual estaríamos ya muertos bajo la ley de la
violencia… Lo mejor que podemos esperar es que, siguiendo Su ejemplo, lleguemos a
hablar divinamente a aquellos que encontramos y a nosotros mismos. Así tendremos la
oportunidad de ser prójimos de Aquél que quiere que todos los hombres se salven”. 32

He aquí entonces la palabra-relación, creadora del vínculo vivificante para una humanidad
humilde. La teología puede mostrar entonces que, con su pensamiento, su discurso y su
testimonio, ella es capaz también de enriquecer la experiencia humana en cuanto tal a
través del Evangelio, entendido y anunciado como acontecimiento no sólo religioso sino
también antropológicamente significativo: “el acontecimiento de la palabra que despierta
la relación”. Queridos estudiantes y profesores: no sé si he llegado a trasmitir en mis ideas
y palabras lo que me propuse al inicio de esta reflexión: que nuestro estudio serio y
esforzado de la teología se realice siempre en la admiración, y nos conduzca siempre más
hacia un hablar divinamente a nuestros hermanos con la Palabra-don, aquella que,
haciéndonos humildes como ella es humilde, nos comunica la Vida en abundancia, para
que, a la vez, nosotros la comuniquemos, creando así vínculos que nos permitan esperar.

Fernando Ortega – Febrero 2011

31
Cf. BELLET, La chose la plus étrange, Desclée de Brouwer, Paris 1999, 79-81.
32
MAURICE BELLET, Si je dis Dieu, en Etudes 4035, Noviembre 2005, 523-529.

14
El Concilio Vaticano II: acontecimiento eclesial, teologal, humano
Una aproximación a partir de los discursos de Juan XXIII y Pablo VI

Las siguientes consideraciones no pretenden ser una síntesis de los principales temas
abordados por el Concilio Vaticano II, ni un comentario a sus grandes documentos, como
tampoco una evaluación de su recepción, medio siglo después de su apertura. Ellas están
más bien orientadas a captar y expresar, hasta donde eso me sea posible, la renovación que,
a través del corazón y la mente de sus dos pontífices, Juan XXIII y Pablo VI, el Espíritu
Santo comunicó a todo el cuerpo como dinamismo de saludable conversión y de apertura a
horizontes y temas insospechados, provocando un notable cambio de mentalidad en la
Asamblea a medida que avanzó el desarrollo del Concilio. Es claro que el Vaticano II
significaba para ellos un verdadero acontecimiento eclesial, teologal y humano, un
acontecimiento que Juan XXIII, al inaugurar solemnemente el Concilio, interpretaba
“como un regalo especial de la Providencia divina”.33 Por su parte, pasada una década de la
clausura del mismo, Pablo VI le escribía a Monseñor Lefebvre en 1976: “El concilio
Vaticano II no tiene menos autoridad, e incluso bajo ciertos aspectos es más importante
aún que el concilio de Nicea”.

Ante la inmensidad del Vaticano II, fruto maravilloso del Espíritu Santo para la Iglesia y, a
través de ella, para el mundo, me limitaré a considerar algunos aspectos de los ocho
discursos –dos de Juan XXIII y seis de Pablo VI– con los que estos papas inauguraron y
clausuraron cada una de las cuatro sesiones del Concilio ecuménico Vaticano II, entre 1962
y 1965. Citaré pasajes de estos discursos, y me servirán de guía y de apoyo, en el
desarrollo teológico de algunos temas, dos libros de Ghislain Lafont: “Imaginar la Iglesia
católica”34, y su segunda parte, recientemente publicada, “La Iglesia en trabajo de
reforma”.35

Al compartir con ustedes estas ideas lo hago con el deseo de que esta meditación sobre un
acontecimiento de tanta trascendencia, como lo es el Vaticano II, nos estimule en la
búsqueda de pistas valiosas para la Nueva Evangelización a partir de nuestro enraizamiento
en su viviente dinamismo espiritual y sobrenatural. Con este objetivo, contemplando con
una distancia de medio siglo el acontecimiento del Concilio que reflejan esos ocho
discursos, me animo a proponer algunos aspectos que lo caracterizaron, y que señalan la
profundidad sobrenatural que, como instrumentos del Espíritu Santo, le transmitieron Juan
XXIII y Pablo VI, aspectos que buscan poner de manifiesto la matriz teologal del Vaticano
II: 1) un Concilio animado por la esperanza, 2) un Concilio desbordante de caridad, 3) un
Concilio en busca de un lenguaje nuevo al servicio de la fe, 4) un Concilio habitado por
una renovada experiencia de Cristo, y por último, 5) un Concilio para una Iglesia alegre,
testimonial y dialogante.

1) Un Concilio animado por la esperanza

33
N.del A.: El hecho de optar por una consideración de los discursos de Juan XXIII y Pablo VI, y no por un
comentario a los textos conciliares, no implica de mi parte privilegiar la « hermenéutica de la
discontinuidad » –a la que se refiere Benedicto XVI– que valora el espíritu del Concilio por sobre los textos.
Pienso, por el contrario, con H.Legrand, que una historia de los textos producidos por el Concilio ayuda a
« protegerlo » de interpretaciones carentes de fundamento. Para esta cuestión y para la noción del Concilio
como “acontecimiento”, cf. H.LEGRAND, Quelques réflexions ecclésiologiques sur l’Histoire du concile
Vatican II de G.Alberigo, en Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques, Paris (2006), 495-520.
34
GHISLAIN LAFONT, Imaginer l’Église catholique, Cerf, Paris, (1995), 2000.
35
GHISLAIN LAFONT, L’Église en travail de réforme, Cerf, Paris, 2011.

15
En la Carta Apostólica “Porta fidei”, Benedicto XVI, convocando a la Iglesia a celebrar en
2012 el Año de la fe, afirma: “He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el
cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para
comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las
palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos
de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y
normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca
el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado
en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en
el camino del siglo que comienza» [9].

¿Qué mejor motivación que la que nos ofrecen estas palabras para emprender nuestra
reflexión? Si bien pretendo honrar con ella el 50º aniversario de la inauguración del
Concilio Vaticano II, empezaré haciendo referencia al Discurso de clausura en el que el
papa Pablo VI, el 7 de diciembre de 1965, afirmaba lo siguiente: [6] “Pero no podemos
omitir la observación capital, en el examen del significado religioso de este Concilio, de
que ha tenido vivo interés por el estudio del mundo moderno. Tal vez nunca como en esta
ocasión ha sentido la Iglesia la necesidad de conocer, de acercarse, de comprender, de
penetrar, de servir, de evangelizar a la sociedad que la rodea y de seguirla; por decirlo así,
de alcanzarla casi en su rápido y continuo cambio. Esta actitud, determinada por las
distancias y las rupturas ocurridas en los últimos siglos, en el siglo pasado, y en éste
particularmente, entre la Iglesia y la civilización profana… ha estado obrando fuerte y
continuamente en el Concilio…”

El tema al que se refiere Pablo VI es central para comprender el Vaticano II: se trata del
conflicto entre la Iglesia y la Modernidad. Según Lafont, se puede hablar de Modernidad a
partir del momento en que “el hombre y el mundo comenzaron a ser considerados en sí
mismos y, en cierta medida, al margen de la condición de mundo caído y rescatado, [que
estaba] definida por la oposición tajante entre Cristo triunfante y el Príncipe de este
mundo. Se puede decir entonces que hay ‘modernidad’ cuando las coordenadas de pecado
y salvación, de Satanás y de Cristo, dejan de ser las únicas tenidas en cuenta para definir la
existencia humana, o también, cuando se descubre que hay una cierta gestión posible de sí
mismo y de los otros sin [necesidad de una] referencia inmediata a la dramática de la
salvación. Eso significa concretamente que la sexualidad, el dinero, el poder, la técnica
conquistan un cierto derecho a la existencia autónoma, según las leyes tomadas de la
realidad misma de los hombres y de las cosas… la razón humana, artesana del
descubrimiento y del uso de esos valores, adquiere entonces una importancia
desconocida”36.

Con una mirada más crítica, De Lubac sostiene que para muchos “la modernidad comienza
verdaderamente con la aplicación exclusiva del espíritu científico al estudio del hombre, es
decir, con el surgimiento de las ciencias humanas y el advenimiento de su monopolio, con
la expulsión de toda reflexión metafísica como también de toda religión… y el rechazo de
ver en el hombre ninguna aspiración trascendente y de admitir que el hombre supera
infinitamente al hombre”.37

La cuestión que se planteaba a partir de aquí consistía en saber de qué manera la imagen
moderna del mundo se lograría articular, o no, con la imagen anterior del mundo, definida
36
Cf.LAFONT, Imaginer…, 31-32.
37
HENRI, CARDINAL DE LUBAC, Entretien autor de Vatican II, Cerf, Paris, 2007 (1ª ed.1985), 71-72.

16
por el conflicto entre dos soberanías, la del Maligno y la de Cristo. Cuestión inevitable, ya
que el mundo moderno nació y se desarrolló primeramente en el seno de un mundo
cristiano, jerárquicamente pensado y vivido.

Y puede decirse que, en lo concreto, ese descubrimiento de una dimensión nueva del
mundo, parece haberse realizado con una mentalidad y una voluntad de emancipación,
combativa, en parte provocada y agravada porque las instituciones nacidas de la precedente
imagen del mundo no comprendieron ni aceptaron el advenimiento de una concepción
diferente del hombre y del mundo, y defendieron ásperamente su legitimidad pasada.
Según Lafont, no se supo pensar la autonomía de la creación manteniendo su dependencia
del Creador, ni se logró evaluar –desde el naciente mundo moderno– el impacto, sobre la
realidad concreta y el desarrollo de los valores creados, de la Revelación y de la Alianza,
del pecado y de la Redención. Habría sido necesario –pero no se logró hacerlo– poder
definir rápidamente una cierta línea de pensamiento y de acción que estableciese, para el
hombre y para el mundo, una autonomía mesurada, manteniéndola dentro de la Alianza y
consciente de los riesgos del pecado. Allí estuvo quizás el drama histórico concreto del
nacimiento de la modernidad: intervino y se desarrolló sin ser verdaderamente pensada.

Analizando más profundamente el problema, se puede decir, con nuestro autor, que la
puesta a punto de la modernidad, por su novedad y dificultad, requería tiempo; se trataba
de articular una afirmación positiva de los valores creados, con una definición de las justas
y necesarias prohibiciones que, limitando el deseo de absoluto que nos es propio,
permitiesen a esos valores desarrollarse sin lesionar al hombre, a la sociedad o a la
naturaleza, como también había que articular dichos valores con una conciencia clara de
las heridas que impiden o hacen difícil ese desarrollo. Pero en vez de buscar ese sano
equilibrio, el hombre moderno se precipitó cada vez más en un dinamismo desmesurado de
expansión, en la extensión ilimitada de su poder y en la acumulación descontrolada de
posesiones, con los consecuentes desequilibrios negativos; mientras que la Iglesia, por su
parte, fortificó sus bastiones y se acantonó en actitudes de rechazo y de condenación, sin
contribuir verdaderamente a la construcción de ese nuevo equilibrio. Las autoridades de la
Iglesia, acostumbradas a la gestión de un mundo concebido de manera inmediatamente
religiosa y esencialmente jerárquica, no supieron reconocer la naciente autonomía, para
guiarla discretamente, confiando en el hombre. Al contrario, parecen haberse reafirmado
en su postura, alimentado así en el hombre de la modernidad una actitud de rebeldía, de la
que se siguió un aumento de las “distancias y rupturas” entre la Iglesia y el mundo.38

Benedicto XVI, en su Discurso a la Curia romana en diciembre de 2005, señaló,


refiriéndose al concilio Vaticano II, que él “debía determinar de modo nuevo la relación
entre la Iglesia y la edad moderna. Esta relación tuvo un inicio muy problemático con el
proceso a Galileo. Luego se rompió totalmente cuando Kant definió la ‘religión dentro de
la razón pura’ y cuando, en la fase radical de la revolución francesa, se difundió una
imagen del Estado y del hombre que prácticamente no quería conceder espacio alguno a la
Iglesia y a la fe. El enfrentamiento de la fe de la Iglesia con un liberalismo radical y
también con unas ciencias naturales que pretendían abarcar con sus conocimientos toda la
realidad hasta sus confines, proponiéndose tercamente hacer superflua la ‘hipótesis Dios’,
había provocado en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia, ásperas y radicales
condenas de ese espíritu de la edad moderna. Así pues, aparentemente no había ningún
ámbito abierto a un entendimiento positivo y fructuoso, y también eran drásticos los
rechazos por parte de los que se sentían representantes de la edad moderna.”
38
Las ideas de los párrafos anteriores sintetizan LAFONT, Imaginer… pp.33-35.

17
Como vemos, más allá de algunos matices, hay coincidencias en las miradas que
contemplan esa época sin duda difícil en cuanto a la relación entre la Iglesia y la
modernidad. Se trató, para decirlo con palabras de Briancesco, del choque entre una
exagerada absolutización de la inmanencia, por parte de la modernidad; y una acentuada
inmanentización del Absoluto, por parte de la Iglesia modelada en la cristiandad. “Se
puede decir entonces –concluye Lafont– que, históricamente, el injerto de la modernidad
sobre el mundo religioso, definido por el conflicto entre el bien y el mal, no se logró
verdaderamente: el mundo del pecado y de la gracia no supo qué hacer con un mundo
entendido como naturaleza y poder, e intentó ignorarlo o rechazarlo; inversamente, éste
desarrolló su autonomía en una independencia cada vez más grande signada por una
ideología de racionalidad y progreso, pero de la cual no percibió el desequilibrio. La
modernidad que se construyó históricamente resultó de esta conjunción entre una
percepción justa y un desarrollo perverso de la autonomía de los valores, tanto de la
naturaleza como del hombre.”39

Sabemos que el siglo pasado demostró trágicamente los frutos amargos de esa perversión,
y consiguientemente la tentación fue –y sigue siendo– muy grande de cuestionar
críticamente toda la modernidad. Esa interpretación global negativa de la modernidad da
hoy como resultado una posmodernidad amargamente lúcida, desencantada y aterrorizada
a la vez, indecisa e incierta, que reencuentra, pero en modalidad secularizada, al mundo
religioso cristiano del pecado y de la gracia, también él tentado, a causa del fracaso
moderno, de insistir más sobre el pecado que sobre la gracia. En ambos casos, un cierto
clima “apocalíptico” parece imponerse40, como también el sentimiento de que la
civilización presente, al menos en Occidente, estaría llegando a su fin. Es la crisis
posmoderna de la esperanza41.

“En esta perspectiva uno podría preguntarse si, en su lugar y a su manera, la experiencia
del Vaticano II no podría contribuir a instaurar, por el contrario, una esperanza; sin mirar el
pasado de modo unilateralmente negativo, ni el presente como esencialmente amenazado, e
indicando reformas a realizar y caminos a recorrer para relanzar la historia, y no sólo en la
Iglesia.”42 Asumiendo esta estimulante sugerencia de Lafont, no estará de más entonces
poner de relieve cómo reaccionó el Concilio –en la voz de sus dos papas– ante la tentación
del pesimismo. Porque si bien la posmodernidad es un fenómeno que se manifestó
abiertamente en época más reciente, ya en tiempos del Vaticano II se vivía en Occidente un
cierto clima apocalíptico.

Oigamos primero a Juan XXIII, ante todo en un pasaje de su convocatoria al Concilio, el


25 de diciembre de 1961: “Haciendo nuestra la recomendación de Jesús de saber distinguir
los signos de los tiempos, creemos descubrir en medio de tantas tinieblas numerosas
señales que nos infunden esperanza en los destinos de la Iglesia y de la humanidad” 43.
Luego, en el Discurso con el que inauguraba solemnemente el Concilio, el 11 de octubre
de 1962: “[9] En el cotidiano ejercicio de nuestro ministerio pastoral llegan, a veces, a
nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de almas que, aunque con celo ardiente,
carecen del sentido de la discreción y de la medida. Tales son quienes en los tiempos
39
LAFONT, Imaginer… 36.
40
Cf. LAFONT, L’Église…130-131.
41
Cf. FERNANDO ORTEGA, La esperanza y la historia. En diálogo con Spe salvi, Consonancias Nº26, UCA,
Buenos Aires, 2008.
42
LAFONT, L’Église… 321.
43
JUAN XXIII, Humanae salutis.

18
modernos no ven otra cosa que prevaricación y ruina. Dicen y repiten que nuestra hora, en
comparación con las pasadas, ha empeorado, y así se comportan como quienes nada tienen
que aprender de la Historia, la cual sigue siendo maestra de la vida, y como si en los
tiempos de los precedentes Concilios ecuménicos todo procediese próspera y rectamente
en torno a la doctrina y a la moral cristiana, así como en torno a la justa libertad de la
Iglesia. [10] Mas nos parece necesario decir que disentimos de esos profetas de
calamidades que siempre están anunciando infaustos sucesos como si fuese inminente el
fin de los tiempos.”

No es que el papa desconociera los males de su tiempo, ni tampoco que se hiciera ilusiones
con respecto al hombre, pero eso no logró empañar su mirada esperanzada sobre el hombre
y el mundo. Según Lafont, “la benevolencia de Juan XXIII por todo hombre implicaba en
él una renovación de la esperanza teologal”. Y citando como ejemplo un párrafo de ese su
primer Discurso, en su versión original 44, comenta: “Este texto extraordinario, que
corresponde a la práctica de Angelo Roncalli a lo largo de toda su vida, propone una visión
realmente positiva del género humano, considerado desde el punto de vista de la
religión”.45

Por su parte, Pablo VI también contemplaba con dolor el mundo contemporáneo al


Concilio. En su primer Discurso, el 29 de septiembre de 1963, confesaba: [48] “No termina
aquí nuestra amargura. La mirada sobre el mundo nos llena de inmensa tristeza al
contemplar tantas calamidades: el ateísmo invade parte de la humanidad y arrastra consigo
el desequilibrio del orden intelectual, moral y social, del que el mundo pierde la verdadera
noción. Mientras aumenta la luz de la ciencia de las cosas, se extiende la oscuridad sobre la
ciencia de Dios y, consiguientemente, sobre la verdadera ciencia del hombre. Mientras el
progreso perfecciona maravillosamente los instrumentos de toda clase de que el hombre
dispone, su corazón va cayendo hacia el vacío, la tristeza y la desesperación.”

Pero al final del Concilio, en el Discurso de clausura, Pablo VI mostró la misma mirada
positiva que había tenido su predecesor: [9] “¿Y que ha visto este augusto Senado en la
humanidad, que se ha puesto a estudiarla a la luz de la divinidad? Ha considerado, una vez
más, su eterna doble fisonomía: la miseria y la grandeza del hombre, su mal profundo,
innegable e incurable por sí mismo, y su bien, que sobrevive, siempre marcado de arcana
belleza e invicta soberanía. Pero hace falta reconocer que este Concilio se ha detenido
más en el aspecto dichoso del hombre que en el desdichado. Su postura ha sido muy a
conciencia optimista. Una corriente de afecto y de admiración se ha volcado del Concilio
hacia el mundo moderno. Ha reprobado los errores, sí, porque lo exige no menos la caridad
que la verdad; pero, para las personas, sólo invitación, respeto y amor. El Concilio ha
enviado al mundo contemporáneo, en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios
alentadores; en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza; sus valores no sólo han
sido respetados, sino honrados; sostenidos sus incesantes esfuerzos; sus aspiraciones,
purificadas y bendecidas.”
Sintetizando lo dicho hasta acá puede decirse que, en los siglos inmediatamente anteriores
al Vaticano II, el conflicto entre la Iglesia y el mundo moderno abrió una inmensa brecha
entre ambos. Por una parte, el hombre moderno, en su autoafirmación exacerbada y
desligada tanto de la trascendencia como de los justos y necesarios límites para desarrollar

44
“Unidad de los católicos entre sí, sólida y ejemplar; unidad de los cristianos pertenecientes a diferentes
confesiones de aquellos que creen en Cristo… Unidad de aquellos que pertenecen a las diferentes familias
religiosas no cristianas”
45
Ibid. 159-160.

19
sanamente su humanidad, avanzó hacia una situación que parece hoy acercarlo a la
autodestrucción. Por otra parte, la Iglesia se replegó sobre sí misma, se aisló, y corrió el
riesgo de no comprometerse suficientemente, de no comprender las aspiraciones del
hombre de la modernidad; se ausentó del mundo y ya no tuvo verdadero impacto en él. Es
verdad que todo esto sirvió también para purificar a la Iglesia de sus excesivos apegos
temporales y la ayudó a redescubrir su identidad como presencia espiritual en el mundo. 46
El resultado, por lo tanto, no fue únicamente negativo: en esos siglos el catolicismo dio
abundantes frutos de piedad, de oración y de caridad fraterna: una santidad inmensa se
desarrolló dentro de la Iglesia, con el surgimiento de congregaciones religiosas y
movimientos laicos, como también con un renovado impulso misionero. Pero a la vez,
lamentablemente, la Iglesia mantuvo su actitud desconfiada ante las novedades del mundo
moderno, consideradas como perversas; y desarrolló en consecuencia una apologética
combativa.

Admiremos entonces la seriedad y la grandeza con las que el Concilio encaró el conflicto
con el mundo moderno y buscó su superación, al menos por parte de la Iglesia, abriendo
así un inmenso y novedoso horizonte de esperanza y de diálogo. “Haciendo pie en el
inmenso trabajo emprendido desde la segunda mitad del siglo XIX en todos los ámbitos de
la inteligencia y de la práctica cristianas, los Padres conciliares se remontaron mucho más
atrás del siglo XVI e incluso de la Edad Media, para reencontrar la enseñanza de fuentes
más originales, y, por otra parte dieron derecho de ciudadanía en la Iglesia a puntos de
vista… dependientes decididamente de los logros de la modernidad” 47. Y al escuchar –
como hemos hecho– las palabras de Juan XXIII y de Pablo VI, no podemos menos que
preguntarnos por el motivo más profundo de su actitud reconciliadora y esperanzada. Lo
intuimos: la respuesta no puede ser otra sino el amor. Nosotros hoy también tenemos
necesidad de él para abordar la nueva evangelización.

2) Un Concilio desbordante de caridad

En un diálogo con Angelo Scola, en junio de 1985, el cardenal De Lubac señala dos textos
que, a su juicio, si bien no dicen todo acerca del Concilio, dicen al menos algo
fundamental. El primero es un pasaje del Discurso inaugural de Juan XXIII, en el que el
papa declara, refiriéndose a la actitud de la Iglesia de oponerse con firmeza a los errores:
[15] “En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la
misericordia más que de la severidad. Piensa que hay que remediar a los necesitados
mostrándoles la validez de su doctrina sagrada más que condenándolos.” Según De Lubac,
Pablo VI le hacía eco a esta idea en su discurso de clausura al afirmar que: [8] “La
concepción teocéntrica y teológica del hombre y del universo, como desafiando la
acusación de anacronismo y de extrañeza, se ha erguido con este Concilio en medio de la
humanidad… La religión del Dios que se ha hecho hombre, se ha encontrado con la
religión –porque tal es– del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una
lucha, una condenación? Podía haberse dado, pero no se produjo. La antigua historia del
samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha
penetrado todo… Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las
cosas supremas, conferidle siquiera este mérito y reconoced nuestro nuevo humanismo:
también nosotros –y más que nadie– somos promotores del hombre.”48
46
Cf. RENÉ LATOURELLE, Le Christ et l’Église signes du salut, Desclée & Cie (Tournai) – Bellarmin
(Montréal), 1971, 177.
47
LAFONT, L’Église… 218
48
HENRI, CARDINAL DE LUBAC, Entretien autor de Vatican II, Cerf, Paris, 2007 (1ª ed.1985), 100. Dicho
con una hermosa formulación: “la paradoja cristiana es que la humanidad más humana ha sido y sigue

20
Misericordia y amor compasivo hacia el hombre, a ejemplo de Cristo, el Buen Samaritano.
En el caso de Juan XXIII, como dice Lafont, su carisma más propio puede expresarse con
dos palabras que nos vienen de Carlos de Foucauld: “hermano universal”. “Juan XXIII
recibió y puso en práctica el don de amar verdaderamente a todos los hombres… se trata de
un carisma, en el sentido de que no se trata solamente de la caridad personal de un hombre,
sino del don que le fue hecho de poner la reforma de la Iglesia bajo el signo de una nueva
percepción de la primacía del amor… La práctica de Juan XXIII implica que el intellectus
fidei reposa sobre un intellectus amoris. En efecto, la benevolencia (amor benevolentiae)
provoca una mirada nueva sobre las personas… Creo que la preocupación de Juan XXIII
de que el Concilio no hiciese condenaciones sino que, por una parte, presentase la fe de la
Iglesia de manera que pudiese ser comprendida, y por otra, acogiese todo lo que es bueno
en los ‘otros’, procedía de su carisma de benevolencia y de la economía de la verdad que
de allí se sigue. No se trata de renunciar a la verdad o de disminuir su importancia, sino de
gestionarla de otro modo, de manera tal que finalmente aparezca mejor… El impulso del
amor puede ir más lejos que la percepción de lo verdadero…”.49

En este sentido resultan de interés las palabras del cardenal Montini, pronunciadas en la
catedral de Milán a la muerte de Juan XXIII: “Nos ha dado esta lección elemental, tan rara
y tan difícil de expresar en la realidad, contenida en las palabras de san Pablo: Vivir según
la verdad y en la caridad (Ef 4,15). Nos ha hecho ver que la verdad, la verdad religiosa
ante todo… no está hecha para dividir a los hombres y encender en ellos el fuego de
polémicas y disputas, sino para atraerlos a la unidad del pensamiento, para ser puesta a su
servicio en el cuidado pastoral, para infundir en las almas la alegría de la conquista de la
fraternidad y de la vida divina. Ya sabíamos esto, pero él nos ha hecho gustar la
experiencia, y nos ha prometido la plenitud”.50

En continuidad con ese primado de la caridad, del amor a todos los hombres, que Juan
XXIII logró transmitir al Concilio, Pablo VI afirmaba en el discurso de clausura del
Concilio que “toda esta riqueza doctrinal se orienta en una única dirección: servir al
hombre. Al hombre en todas sus condiciones, en todas sus debilidades, en todas sus
necesidades. La Iglesia se ha declarado casi la sirvienta de la humanidad… la idea del
servicio ha ocupado un puesto central” [13].

Pocos días antes, el 4 de octubre de ese mismo año 1965, ante la Asamblea General de las
Naciones Unidas, Pablo VI declaraba que se dirigía a esa organización “en calidad de
experto en humanidad” [11]. En esa pequeña e inmensa frase el papa reflejaba uno de los
rasgos centrales del Concilio: el amor a la humanidad. “Fue el encuentro de la Iglesia
moderna con el mundo moderno, Gaudium et spes realizada –afirma Peter Hebblethwaite
en su biografía de Pablo VI. Puso fin a la era novecentista del Syllabus de errores, en que la
Iglesia, en el momento en que desaparecía el último resto de su poder temporal, condenaba
la democracia y la civilización moderna, creando una Iglesia fortaleza con los puentes
levantados. Con la encíclica Pacem in terris el papa Juan XXIII había abierto la fortaleza y
se había dirigido a todos ‘los hombres de buena voluntad’, creyentes o incrédulos. La
encíclica había sido recibida favorablemente en las Naciones Unidas cuando la presentó el
cardenal Suenens en mayo de 1962… En este marco, Pablo VI pronunció el discurso de su
vida, una alocución de treinta minutos para la cual lo habían preparado treinta años de

siendo la del Hijo único de Dios”, LAFONT, L’Église… 94.


49
LAFONT, L’Église…, 156.161-163.
50
Ibid., 162.

21
diplomacia vaticana. El Pontífice se mostró cordial, discreto, humano y radical, en el
sentido de que llegó a las raíces más profundas de la institución… Desde la tribuna de las
Naciones Unidas presentó a la Iglesia como ‘experta en humanidad’…”51

Este ser experto en humanidad manaba de una preciosa fuente interior: el amor, el amor a
Dios y a la humanidad, inseparablemente, tal como lo enseñó Jesús. En el Discurso de
apertura de la cuarta y última sesión del Concilio, el 10 de septiembre de 1965, Pablo VI
dedicó la mayor parte de su reflexión a este tema. 52 Luego de citar la sentencia de San
Agustín: “Ninguna cosa se conoce perfectamente si no se ama perfectamente”, el papa
afirmaba, con frases admirables y conmovedoras: [9] “Y no parece difícil dar a nuestro
Concilio ecuménico el carácter de un acto de amor, de un grande y triple acto de amor: a
Dios, a la Iglesia, a la humanidad.” Ante todo –dice– amor a Dios, fruto del amor de Dios
por el hombre: [11] “El Concilio, en efecto, pasa a la historia del mundo contemporáneo
como la más alta, la más clara y la más humana afirmación de una religión sublime, no
inventada por los hombres, sino revelada por Dios, y que consiste en la relación
supraelevante de amor que El, el Padre infalible, mediante Cristo, Hijo suyo y hermano
nuestro, ha establecido en el Espíritu vivificante, con la humanidad.” [12] “Y he aquí el
segundo momento de nuestra caridad conciliar… [13] nuestro amor aquí ha tenido ya y
tendrá expresiones que caracterizan este Concilio delante de la historia presente y futura.
Tales expresiones responderán un día al hombre que se afane en definir la Iglesia en este
momento culminante y crítico de su existencia. ¿Qué cosa hacía en aquel momento la
Iglesia católica?, se preguntará. ¡Amaba!, será la respuesta. Amaba con corazón pastoral…
¡La Iglesia es una sociedad fundada sobre el amor y gobernada por el amor! Amaba la
Iglesia de nuestro Concilio, se dirá también, amaba con corazón misionero… [14] Amaba,
sí, también la Iglesia del Concilio ecuménico Vaticano II con corazón ecuménico, es decir,
con franqueza abierta, humildemente, afectuosamente, a todos los hermanos cristianos,
todavía ajenos a la perfecta comunión con esta nuestra Iglesia una, santa, católica,
apostólica.” Finalmente el papa agregaba: [16] “El amor que anima nuestra comunión no
nos aparta de los hombres, no nos hace exclusivistas ni egoístas. Precisamente todo lo
contrario, porque el amor que viene de Dios nos forma en el sentido de la universalidad;
nuestra verdad nos empuja a la caridad… Y aquí, en esta asamblea, la manifestación de
dicha ley de la caridad tiene un nombre sagrado y grave: se denomina ‘responsabilidad’…
Nosotros nos sentimos responsables ante toda la humanidad. A todos somos deudores (cf.
Rom 1,14). La Iglesia, en este mundo, no es un fin en sí misma; está al servicio de todos
los hombres; debe hacer presente a Cristo a todos, individuos y pueblos, del modo más
amplio, más generoso posible; esta es su misión. Ella es portadora del amor, favorecedora
de verdadera paz…”
“Creo firmemente –afirma Lafont– que el fruto del Vaticano II, después de una larga
historia, es finalmente el de hacer prevalecer el tema del amor en la interpretación y la
práctica del pensamiento y de la vida cristianas. Dios es Amor y debemos amarnos los
unos a los otros, en la luz de este Amor que nos ha comunicado Jesucristo. Por cierto lo

51
PETER HEBBLETHWAITE, Pablo VI. El primer Papa moderno, Javier Vergara Editor s.a., Buenos Aires
1995, 361.
52
Ya en el Discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio, el 29 de septiembre de 1963, afirmaba
Pablo VI: [45] “el presente Concilio está caracterizado por el amor: por el amor más amplio y urgente, por el
amor que se preocupa de los otros antes que de sí mismo, ¡por el amor universal de Cristo!”… [49] “Ahora,
decíamos, el amor llena nuestro corazón y el de la Iglesia reunida en Concilio…” Y en el Discurso de
clausura, nuevamente: [7] “Queremos más bien notar cómo la religión de nuestro Concilio ha sido
principalmente la caridad, y nadie podrá tacharlo de irreligiosidad o de infidelidad al Evangelio por esta
principal orientación.”

22
sabíamos desde el principio, pero gracias al Vaticano II, hoy lo sabemos mejor.” 53 Ahora
bien, ¿de qué manera la Iglesia del Concilio manifestó su ser “experta en humanidad”,
cómo concretó su benevolencia-caridad-responsabilidad hacia la humanidad, cómo ejerció
su misión pastoral superando el obstáculo de la distancia que se había abierto, en siglos
anteriores, entre la Iglesia y el hombre moderno? El siguiente punto intenta responder a
estas preguntas cruciales.

3) Un Concilio en busca de un nuevo lenguaje al servicio de la fe

Sabemos que existen hoy dos hermenéuticas mayores del Concilio, que han sido señaladas
y tipificadas por el actual papa, Benedicto XVI, en su Discurso a la Curia romana en
diciembre de 2005. Para desarrollar adecuadamente el punto que ahora nos ocupa conviene
escuchar algunos pasajes de dicho Discurso. “Por una parte –dice Benedicto– existe una
interpretación que podría llamar ‘hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura’; a
menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte
de la teología moderna. Por otra parte, está la ‘hermenéutica de la reforma’, de la
renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es
un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo,
único sujeto del pueblo de Dios en camino.” 54

Una vez presentada la primera hermenéutica, que supone que sus textos no serían fiel
expresión de su espíritu, el papa habla de la otra: “A la hermenéutica de la discontinuidad
se opone la ‘hermenéutica de la reforma’, como la presentaron primero el Papa Juan XXIII
en su discurso de apertura del Concilio el 11 de octubre de 1962 y luego el Papa Pablo VI
en el discurso de clausura el 7 de diciembre de 1965. Aquí –dice Benedicto– quisiera citar
solamente las palabras, muy conocidas, del Papa Juan XXIII, en las que esta hermenéutica
se expresa de una forma inequívoca cuando dice que el Concilio ‘quiere transmitir la
doctrina en su pureza e integridad, sin atenuaciones ni deformaciones’, y prosigue:
‘Nuestra tarea no es únicamente guardar este tesoro precioso, como si nos preocupáramos
tan sólo de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temor, a
estudiar lo que exige nuestra época (...). Es necesario que esta doctrina, verdadera e
inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según
las exigencias de nuestro tiempo. En efecto, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las
verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta el modo como se enuncian
estas verdades, conservando sin embargo el mismo sentido y significado’. Es claro que este
esfuerzo por expresar de un modo nuevo una determinada verdad exige una nueva
reflexión sobre ella y una nueva relación vital con ella; asimismo, es claro que la nueva
palabra sólo puede madurar si nace de una comprensión consciente de la verdad expresada
y que, por otra parte, la reflexión sobre la fe exige también que se viva esta fe. En este
sentido, el programa propuesto por el Papa Juan XXIII era sumamente exigente, como es
53
LAFONT, L’Église…, 17.
54
El texto continúa así: “La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una ruptura entre
Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Afirma que los textos del Concilio como tales no serían aún la
verdadera expresión del espíritu del Concilio. Serían el resultado de componendas, en las cuales, para lograr
la unanimidad, se tuvo que retroceder aún, reconfirmando muchas cosas antiguas ya inútiles. Pero en estas
componendas no se reflejaría el verdadero espíritu del Concilio, sino en los impulsos hacia lo nuevo que
subyacen en los textos: sólo esos impulsos representarían el verdadero espíritu del Concilio, y partiendo de
ellos y de acuerdo con ellos sería necesario seguir adelante. Precisamente porque los textos sólo reflejarían de
modo imperfecto el verdadero espíritu del Concilio y su novedad, sería necesario tener la valentía de ir más
allá de los textos, dejando espacio a la novedad en la que se expresaría la intención más profunda, aunque
aún indeterminada, del Concilio. En una palabra: sería preciso seguir no los textos del Concilio, sino su
espíritu.”

23
exigente la síntesis de fidelidad y dinamismo. Pero donde esta interpretación ha sido la
orientación que ha guiado la recepción del Concilio, ha crecido una nueva vida y han
madurado nuevos frutos.”55

Aclarado entonces, con Benedicto XVI, el sentido de la renovación que propuso el


Concilio, volvamos a la frase de Juan XXIII: “Una cosa es el depósito mismo de la fe, es
decir, las verdades que contiene nuestra venerada doctrina, y otra la manera como se
expresa”. Según Lafont, si hubiese que elegir un aspecto decisivo de la reforma proyectada
por el Concilio, él no señalaría inmediatamente cuestiones y prácticas propiamente
eclesiológicas, sino la redefinición del estatuto de la verdad en el cristianismo, “mediante
una nueva elaboración de lo que parece ser dominante en el estatuto mismo de la fe
cristiana, y que el Concilio Vaticano II ha revalorizado: su dimensión esencialmente
escatológica, sus elementos simbólicos y narrativos, el primado del Libro santo como
fundamento último de la regla de la fe”.56 Por eso dice que “la reforma introducida por el
Concilio parece ser ante todo una reforma del lenguaje… Esto no significa que
desaparezca el lenguaje más lógico y metafísico de las fórmulas de la fe 57…, pero queda
incluido dentro de un lenguaje más global, diríamos más humano, en el que lo narrativo, lo
poético y lo retórico son dominantes”.58 No por casualidad “el Concilio comenzó
ocupándose de la liturgia, es decir de ese ámbito de la vida de la Iglesia que se expresa en
el lenguaje de las imágenes, el gesto, el canto…”.59

Nos preguntamos: ¿cuál es el alcance de este nuevo estilo conciliar, hecho “de relato y de
poesía”? Respondamos a esta pregunta escuchando a Pablo VI, que en su Discurso de
apertura de la segunda sesión del Concilio se refirió a esta cuestión: [18] “Nos parece que
ha llegado la hora en la que la verdad acerca de la Iglesia de Cristo debe ser estudiada,
organizada y formulada, no, quizá, con los solemnes enunciados que se llaman
definiciones dogmáticas, sino con declaraciones que dicen a la misma Iglesia con el
magisterio más vario, pero no por eso menos explícito y autorizado, lo que ella piensa de sí
misma.”

Lafont entiende esta decisión conciliar como “una suerte de conversión al hombre”, no
ciertamente en el sentido de una mera adaptación o reducción de la doctrina de la fe a la
55
Con relación a las dos hermenéuticas puede servir estas reflexiones de Lafont: "On ne peut pas considérer
Vatican II comme un complément de Vatican I et du concile de Trente. C’est un concile qui a repris à la base
et en profondeur l’ensemble de la foi chrétienne, ce qui a constitué à la fois une rupture et une intégration.
Rupture, parce qu’il y a pas mal d’éléments qui n’ont pas été repris exactement comme ils l’étaient
auparavant. Intégration, parce que ceux qui ont été repris l’ont parfois été de manière inédite par rapport à la
théologie et au catéchisme issus du concile de Trente. Il y a donc à opérer un changement de mentalité et un
changement de structure." L’Église… 33.
56
LAFONT, Imaginer… 85-86.
57
Al respecto, encuentro sumamente lúcida la idea de Lafont de que:“…la théologie (mais plus largement la
“mentalité” de la communauté chrétienne) est passé d’un paradigme fondé sur la prééminence de l’Un et de
l’Être, et donc de la Vérité, à un autre modèle, fondé sur la prééminence de la Relation et du Temps, et donc
de la Parole et du Don. Or, je pensé que ce changement de paradigme signe l’entrée de la modernité dans la
pensée chrétienne (et peut-être aussi –ce serait du moins à souhaiter pour la culture humaine– de la pensée
chrétienne en modernité).” A la vez señala la distancia entre lo anterior y el modernismo: “L’histoire n’exclut
pas la métaphysique, la relation ne remplace pas l’identité… Je pense… qu’il y a modernité théologique
lorsqu’on pense la “sagesse” à l’intérieur de la “bonté”, modernisme lorsqu’on supprime les éléments
objectifs, voire métaphysiques de la “sagesse”, et intégrisme lorsqu’on refuse la dynamique historique et
relationnelle de la “bonté”. Les deux extrêmes, malheureusement, existent encore aujourd’hui.”
Cf.L’Église… 183-185.
58
Ibid., 87-88.
59
Ibid., 95.

24
medida del hombre moderno, sino como búsqueda de un lenguaje dirigido a él de manera
accesible y comprensible, invitándolo así, de manera real y concreta, a redescubrir su
verdadera –y a menudo negada u olvidada– estatura espiritual, su dimensión trascendente,
invitándolo a la fe. El lenguaje que adopta el Concilio es el lenguaje de la Revelación, el
lenguaje propio del testimonio divino, que busca interpelar y suscitar una adhesión que no
es otra que la fe. Cuando Dios invita a Abraham a ponerse en camino, cuando Jesús llama
a los discípulos a que lo sigan, no quedan dudas de que los compromete a realizar un viaje
hacia algo nuevo, hacia un término aún no percibido con claridad. Por eso pide de ellos la
fe, una fe confiada. En este sentido, análogamente, la recepción del Concilio, por su estilo
mismo, por su lenguaje, no es concebible sino como una recepción en la fe.

Haciéndose eco de una postura que mantienen algunos opositores al Concilio, Lafont
reflexiona así: según ellos, el Concilio “no requeriría la obediencia porque, siendo un
Concilio pastoral, no dice nada infalible ni obligatorio. Se podría contestar esta idea
subrayando que en el Concilio hay efectivamente textos que llaman a la obediencia en la
medida en que dicen solemnemente la fe de la Iglesia sobre algún punto particular, por
ejemplo la sacramentalidad del episcopado. Pero tal respuesta se queda muy corta con
relación a lo que hay que decir, a saber, que los textos del Concilio son dignos de fe y
requieren adhesión y recepción, precisamente porque no se presentan únicamente bajo la
forma de normas jurídicas o de proposiciones inteligibles a las que se debe suscribir bajo
pena de anatema… La recepción del Concilio va pues más allá del consentimiento a la
rectitud formal de una fórmula o de una norma”.60

Oigamos nuevamente a Pablo VI en el discurso de clausura: [12] “Pero conviene notar una
cosa: el magisterio de la Iglesia, aunque no ha querido pronunciarse con sentencia
dogmática extraordinaria, ha prodigado su enseñanza autorizada acerca de una cantidad de
cuestiones que hoy comprometen la conciencia y la actividad del hombre; ha bajado –por
decirlo así– al diálogo con él y, conservando siempre su autoridad y virtud propias, ha
adoptado la voz fácil y amiga de la caridad pastoral, ha deseado hacerse oír y comprender
de todos; no se ha dirigido sólo a la inteligencia especulativa, sino que ha procurado
expresarse también con el estilo de la conversación corriente de hoy, a la cual el recurso a
la experiencia vivida y el empleo del sentimiento cordial confieren una vivacidad más
atractiva y una mayor fuerza persuasiva: ha hablado al hombre de hoy tal cual es.”

“Privilegiar, como lo hizo el Concilio, los registros narrativo y poético del testimonio y de
su recepción, sin por eso descuidar los planos dogmático y jurídico, implica una suerte de
conversión al hombre, considerado en toda su complejidad, y no sólo en el plano de su
aptitud al conocimiento verdadero y el actuar justo… De manera general se puede afirmar
que esta nueva intelectualidad recobra dos dimensiones esenciales de la existencia humana:
la sensibilidad y la relación… En la cuestión que nos interesa aquí, y que es la de la verdad
de la fe y de su lenguaje, hay que aceptar, ante todo, el principio de dejar espacio para el
desarrollo del hombre en los diferentes planos de lo psicológico y lo social, de lo sensible,
de lo simbólico y lo relacional, sin absorberlo inmediatamente en lo sobrenatural o lo
eclesial, es decir sin interpretarlo inmediatamente en términos de gracia y de pecado. Por
otra parte, hay que tener esto en cuenta, en la interpretación de la fe, lo que significa
desarrollar una nueva forma de intellectus fidei, menos ‘intelectual’, más ‘humana’:
conjurar una cierta forma de monofisismo intelectual, sin caer en el nestorianismo de lo
‘humano demasiado humano’. Entonces se podrá proyectar fructuosamente en todos los
ámbitos la luz de la fe, de su simbólica, de sus ritos, lo que debería permitir comprenderlos
60
Ibid., 96.

25
mejor (impacto de la gracia y del pecado en todos esos fenómenos), a ellos y al hombre
que los vive, y, allí donde fuese necesario, curarlos.”61

Podemos calificar de “evangélica” esta “conversión al hombre”, ya que tuvo su raíz más
profunda en una renovada experiencia eclesial del misterio de Cristo. Es lo que voy a
presentar a continuación.

4) Un Concilio habitado por una renovada experiencia de Cristo

Los tres aspectos del Concilio que he desarrollado hasta acá se pueden vincular a tres
actitudes espirituales que parecían habitar el corazón de estos pontífices, tres actitudes que
ritman una experiencia profunda del Evangelio y, por lo tanto, de Cristo.

La primera actitud, que se mantiene a lo largo del Concilio, es la de la alegría. Los


discursos abundan en expresiones de alegría teñidas de misticismo y poesía. Cito algunos
ejemplos. Ante todo, el inicio y el final del segundo discurso de Juan XXIII: [4] “Nuestros
corazones se llenan de inmensa alegría, y tanto más cuanto vislumbramos el abrirse de la
flor en la luz del Adviento”; [30] “En esta hora de gozo exultante, el cielo está como
abierto sobre nuestras cabezas y desde allí se derrama sobre nosotros el fulgor de la corte
celestial para infundirnos certeza sobrehumana, espíritu sobrenatural de fe, y alegría y paz
profundas”. También Pablo VI: [2] “… el rostro de la Esposa de Cristo resplandece,
nuestros ánimos se embriagan con aquella conocidísima, pero siempre arcana experiencia,
que nos hace sentirnos Cuerpo místico de Cristo y gustar el gozo incomparable y todavía
ignorado por el mundo profano del quam iucundum habitare fratres in unum (Ps 132,1).”62
O también este otro pasaje: [6] “El Concilio es para nosotros momento de profunda
docilidad interior, momento de suprema y filial adhesión a la palabra del Señor, momento
de fervorosa tensión, de invocación y de amor, momento de embriaguez espiritual; parecen
completamente adecuados para este singular acontecimiento los acentos poéticos de San
Ambrosio: ‘Bebamos alegremente la sobria embriaguez del espíritu’. Así debe ser también
para nosotros este tiempo bendito del Concilio.”63

Junto a la alegría, paradojalmente, no faltan párrafos intensos y dramáticos en los que los
papas confiesan y expresan su tristeza y su dolor por el mundo contemporáneo. Juan
XXIII, en el discurso de inauguración del Concilio, afirmaba: [12] “… experimentamos un
vivísimo dolor por la ausencia de tantos pastores de almas para Nos queridísimos, los
cuales sufren prisión por su fidelidad a Cristo o se hallan impedidos por otros obstáculos”;
[18] “… es motivo de dolor considerar que la mayor parte del género humano, a pesar de
que todos los hombres hayan sido redimidos por la sangre de Cristo, no participan aún de
esa fuente de gracias divinas que se hallan en la Iglesia”. Pero sin duda es con Pablo VI
que esta dimensión de la experiencia se intensifica y se expresa con un pathos particular:
[46] “Este amor es el que nos sostiene ahora, porque, al tender nuestra mirada sobre la vida
humana contemporánea, deberíamos estar espantados más bien que alentados, afligidos
más bien que regocijados, dispuestos a la defensa y a la condena más bien que a la
confianza y a la amistad.” [47] “¡Cuánta tristeza por estos dolores y cuánta amargura al ver
que en ciertos países la libertad religiosa, así como otros derechos fundamentales del
hombre, son conculcados por principios y métodos de intolerancia política, racial o

61
Cf. LAFONT, Imaginer…, 98-101.
62
Discurso pronunciado el 29 de septiembre de 1963.
63
Discurso pronunciado el 14 de septiembre de 1964.

26
antirreligiosa…” [48] “No termina aquí nuestra amargura. La mirada sobre el mundo nos
llena de inmensa tristeza al contemplar tantas calamidades…”64.

Este espectáculo doloroso suscita, en el corazón de los papas, un impulso de intenso amor
compasivo. Y ese es el tercer rasgo de la experiencia que puede sospecharse a partir de la
lectura de estos textos, el de una inmensa simpatía compasiva por el mundo, sentimiento
que se prolonga en un intenso y ardiente deseo de presentarle y ofrecerle amistosamente, a
ese mundo herido, el aceite y el vino de la salvación aportada por Jesucristo y el Evangelio.
Juan XXIII: [16] “Cierto, la Iglesia no ofrece riquezas caducas a los hombres de hoy, no
propone una felicidad sólo terrena; los hace participantes de los bienes de la gracia divina,
que, elevando a los hombres a la dignidad de hijos de Dios, constituye una poderosísima
tutela y ayuda para una vida más humana…”. Pablo VI, por su parte, decía: [49] “Ahora…
el amor llena nuestro corazón y el de la Iglesia reunida en Concilio. Miramos a nuestro
tiempo y a sus variadas y opuestas manifestaciones con inmensa simpatía y con un
inmenso deseo de presentar a los hombres de hoy el mensaje de amistad, de salvación y de
esperanza que Cristo ha traído al mundo. Porque no ha enviado Dios al mundo a su Hijo
para que juzgue al mundo, sino para que el mundo se salve por El (Io 3,17). [50] “Que lo
sepa el mundo: la Iglesia lo mira con profunda comprensión, con sincera admiración y con
sincero propósito no de conquistarlo, sino de servirlo; no de despreciarlo, sino de
valorizarlo; no de condenarlo, sino de confortarlo y de salvarlo.”65

Alegría espiritual profunda; dolor y tristeza por la miseria del mundo, experimentada,
gracias a la caridad, como algo propio; simpatía y deseo inmenso de llevar al mundo el
Evangelio y la salvación cristiana: estos rasgos de la experiencia viva que parece palpitar
en el corazón de estos dos papas dejan transparentar su Fuente secreta: la presencia viva y
operante, en la Iglesia y en el mundo, del sobreabundante y luminoso misterio de Cristo.
Cito sólo un pasaje de Pablo VI: [10] “Hermanos, ¿de dónde arranca nuestro viaje? ¿Qué
ruta pretende recorrer…? ¿Y qué meta, hermanos, deberá fijarse nuestro itinerario…? [11]
“Estas tres preguntas sencillísimas y capitales tienen, como bien sabemos, una sola
respuesta, que aquí, en esta hora, debemos darnos a nosotros mismos y anunciarla al
mundo que nos rodea: ¡Cristo! Cristo, nuestro principio; Cristo, nuestra vida y nuestro
guía; Cristo, nuestra esperanza y nuestro término.”[12] “Que preste este Concilio plena
atención a la relación múltiple y única, firme y estimulante, misteriosa y clarísima, que nos
apremia y nos hace dichosos, entre nosotros y Jesús bendito, entre esta santa y viva Iglesia,
que somos nosotros, y Cristo, del cual venimos, por el cual vivimos y al cual vamos. Que
no se cierna sobre esta reunión otra luz si no es Cristo, luz del mundo…”

Comentando el viaje a Tierra Santa que realizó Pablo VI durante el desarrollo del Concilio,
afirma el cardenal De Lubac, que el papa fue allí, “en nombre de toda la Iglesia, a
prosternarse ante el Santo Sepulcro, para mostrar que todos los cristianos son fieles de
Cristo. Fue allí a testimoniar que la Iglesia no es nada si no es la servidora de Cristo, si ella
no refleja Su luz [Lumen gentium cum sit Christus], si ella no transmite su Vida… Este
cristocentrismo de Pablo VI y del Concilio es también trinitario… Es por el
cristocentrismo que el cristiano adhiere a la Trinidad divina, como tan bien lo muestra el
capítulo primero de Lumen Gentium… En efecto, es por medio de Cristo, enviado por el
Padre y que envía el Espíritu a su Iglesia, que ésta conoce y realiza el designio del
Padre”.66

64
Discurso pronunciado el 29 de septiembre de 1963.
65
Ibid.
66
DE LUBAC…, 25-26.

27
Es sin duda interesante que un teólogo de la talla de Lafont afirme que “hasta el concilio
Vaticano II puede decirse que a Cristo se lo reconocía dentro del marco del pecado y la
redención… Hoy, los textos del Concilio y la sensibilidad que ellos han engendrado nos
hacen ver a Cristo transfigurado como el objeto primero del Designio amoroso de Dios,
según las perspectivas, por ejemplo, de la carta a los Efesios; es a partir de allí que hay que
pensar y vivir nuestra fe en Dios, en el hombre, en la historia de la creación y de la
salvación”.67

5) Un Concilio para una Iglesia gozosa, testimonial y dialogante

Quisiera ahora, para ir concluyendo esta reflexión, habiendo señalado la “matriz teologal”
del Concilio Vaticano II, contemplar el presente y asomarme al futuro. Es verdad que los
tiempos han cambiado. El mundo y la Iglesia han entrado en el tercer milenio enfrentando
desafíos novedosos, inéditos hasta cierto punto. ¿Pero es que eso significa acaso que el
Concilio vaticano II haya dejado de ser “la brújula segura para orientarnos en el camino del
siglo que comienza”? De ninguna manera, más bien hay que decir lo contrario. Esa “gran
gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX” puede seguir dándonos el
modelo y la inspiración necesarios para seguir explorando –como afirma Benedicto XVI–
“cómo los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio de todos los
creyentes tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos y profundizados de manera
siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas
a las del pasado”.68

Quiero retomar acá la idea ya citada de Lafont: “… uno podría preguntarse si, en su lugar y
a su manera, la experiencia del Vaticano II no podría contribuir a instaurar… una
esperanza; sin mirar el pasado de manera unilateralmente negativa, ni el presente como
esencialmente amenazado, e indicando reformas a realizar y caminos a recorrer para
relanzar la historia, y no sólo en la Iglesia.” 69 En este sentido, la experiencia espiritual de
Juan XXIII y de Pablo VI que he intentado escudriñar y tipificar en tres rasgos, y que se
refleja en la matriz teologal del Vaticano II, nos podría servir como orientación para
proyectar nuestra mirada hacia el futuro. Resumiré entonces en tres puntos lo que, a mi
juicio, parece importante, teniendo siempre presente la convocatoria papal a un Sínodo
sobre la Nueva Evangelización.

a) Una Iglesia gozosa: el Concilio nos transmitió la figura de una Iglesia donde, más allá
de los graves conflictos internos y externos, resuena la alegría de la Buena Nueva de
Jesucristo. Es importante entonces que, “en nombre mismo de la memoria que ella debe
guardar de manera fiel e intacta, la Iglesia ofrezca a los hombres de hoy una presentación
tal del Evangelio que le permita seguir siendo Evangelio, es decir, Buena Noticia”. 70 En
este sentido es muy significativo que diversos pensadores contemporáneos, sin provenir
estrictamente del terreno profesional de la teología, pero no ajenos a ella, nos estén
llamando la atención acerca de una verdad esencial de la fe bíblica y especialmente
cristiana, que parecería correr hoy el riesgo de ser ocultada u olvidada. ¿De qué se trata?
Nos daremos cuenta aludiendo a algunos títulos de sus libros: “La felicidad de estar aquí”,

67
LAFONT, L’Église…, 325.
68
BENEDICTO XVI, Porta fidei 4.5
69
LAFONT, L’Église… 321.
70
MAURICE BELLET, Minuscule traité acide de spiritualité, Bayard 2010, 11.

28
“Acerca de la admiración”71, “El paraíso a la puerta”72, “Regreso a la admiración”73, “La
alegría”74…

En todos ellos se trasluce una suerte de urgencia ante el eclipse –en el mundo posmoderno,
pero también a veces en la Iglesia– de un mandamiento y de un privilegio cristiano: el de la
alegría, la alegría aquí y ahora, en nuestro mundo, en nuestra historia, en nuestro presente.
Se trata de reconocer el regalo admirable hecho al hombre por el Creador, que vio que todo
era “bueno”, que todo era “bello”, y que vio que el ser humano era “muy bueno”. Se trata,
cristianamente, además, de abrir el corazón a la novedad gozosa de la sobreabundante
Buena Nueva de Jesucristo. Ese gozo, que es don de Dios creador y recreador, dependerá
de nuestra capacidad de reconocer la bondad de la creación, percibiendo lo Invisible en lo
visible, lo Infinito en lo finito, la irradiación del anticipo de la Gloria escatológica en la
caducidad y pequeñez de lo creado.

No se trata de buscar evasiones hacia mundos imaginarios, ni tampoco de soñar con


hipotéticos retornos hacia un paraíso definitivamente perdido: es paradojalmente aceptando
la no plenitud de nuestro mundo, de nuestra historia, de nuestro ser, como el verdadero
paraíso –el Reino– puede manifestarse como presencia inefable e inaferrable. ¿Cómo
advertir esta gracia que se manifiesta secreta pero a la vez insistentemente? Estos autores
nos responden al unísono: por medio de la admiración. No hay nada más serio ni más
adulto que maravillarse, que dejarse sorprender por la experiencia de un “sí” más fuerte
que el “no”. El que se maravilla no desconoce ni el dolor, ni el sufrimiento, tampoco
ignora el poder del mal. Los padece. Pero eso no le impide percibir el don que lo invita a
cantar con todo su ser, en una suerte de Magnificat incesante y esperanzadamente
renovado, la maravilla de existir y de estar aquí, en este mundo, junto a otros, sus
hermanos.

Este optimismo cristiano acerca del mundo, de la creación, nos puede abrir el camino a
redescubrir la vocación universal a la santidad, uno de los temas centrales del Concilio. Se
trata de recuperar, como señala Lafont, “una visión del hombre llamado a la Alianza divina
en el marco de la Creación, donde el pecado, por más importante que sea como acto y en
sus consecuencias, ocupa un lugar secundario, que no anula el llamado universal a la
santidad…”75 Las consecuencias de esta visión son importantes: no es necesario “huir del
mundo” para encontrar la santidad. “Si el bien común del hombre, de la familia, de la
sociedad civil, de la nación… constituye el fin y la regla de todas las actividades humanas,
sabemos bien que, para hacer pasar aunque sea un poco solamente este principio a la
práctica, es necesario mucho discernimiento, coraje, diálogo y renuncia a sí mismo. Tal vez
sea eso la santidad.”76

El mundo actual está necesitado de este don que es la alegría de estar, precisamente, en
este mundo, Creación buena de Dios. Y ninguna tristeza ni desesperanza posmoderna
debería apagar en nosotros esta tal vez primera forma de testimoniar lo que fue, es y será
eternamente una “Buena Noticia”: la de un Dios Amor que no destruye su Creación sino
que la renueva, para que el hombre, también él renovado, goce en ella y con ella
eternamente.
71
MICHAEL EDWARDS, Le bonheur d’être ici, Fayard, 2011; De l’émerveillement, Fayard, 2008.
72
FABRICE HADJADJ, Le Paradis à la porte, Seuil, 2011.
73
BERTRAND VERGELY, Retour à l’émerveillement, Albin Michel, 2010.
74
ALPHONSE GOETTMANN, La joie, DDB, Paris, 2007.
75
LAFONT, L´Église…, 126-127.
76
Ibid., 131.

29
b) Una Iglesia testimonial: A propósito de la película “De hombres y dioses”, un reciente
artículo publica una entrevista a su director, Xavier Beauvois. El film nos permite
descubrir la existencia de la comunidad monástica de Nuestra Señora de Atlas, en Argel,
nos invita respetuosamente a adentrarnos en la vida cotidiana de los monjes, a través de la
difícil situación –y la consiguiente decisión– que les tocó encarar. Para el realizador del
film: “el mensaje de los monjes es hermoso: son hombres libres, iguales entre ellos y con
sus vecinos”. Y agrega: “No hacen proselitismo. No son misioneros. Cuanto más avanzaba
en el rodaje, más paralelos [contrastantes] percibía con la situación de Francia. Entre
nosotros somos cada vez menos libres, cada vez menos iguales, cada vez menos
hermanos… Esta ‘Iglesia del encuentro’, ubicada en las montañas del Atlas, este ‘pequeño
resto’ del que ya hablaba el profeta Isaías, entregado, con la multitud, a la violencia del
mundo, testimonia una existencia firme y sólida en la fe, a pesar de las tormentas.” ¡Es
digno de ser señalado y subrayado el hecho de que sea la Iglesia, significada en esta
comunidad monástica, la que realiza los ideales modernos de libertad, igualdad, y
fraternidad, llevándolos cristianamente a una superior plenitud de sentido!

El autor del artículo señala que Xavier Beauvois nos ofrece, en dos horas, la siguiente
catequesis elemental: en una sociedad descristianizada, la Iglesia no posee más los medios
que tenía en el pasado, pero tampoco tiene necesidad de reencontrar su antiguo esplendor
para conmover los corazones. ¿Qué importan el número, la visibilidad, la eficacia? A
imagen de la frágil comunidad de estos monjes, la Iglesia puede ir hoy al encuentro de todo
hombre por medio de la belleza simple de su liturgia, y por la humanidad de aquellos que
encarnan el Evangelio.77

¿Qué nos dice este film, y, más aún, la realidad que él intenta reflejar? Estos hombres, que
murieron de muerte violenta, fueron testigos –mártires– no de una verdad que habrían
defendido hasta el extremo, sino de un amor desbordante, sin límites ni fronteras. Ellos nos
regalaron así, con la entrega generosa de su vida, una figura verdadera de la Iglesia, una
Iglesia testimonial, frágil de todo poder humano y a la vez –y precisamente por eso– fuerte
en el amor “hasta el extremo”. Liturgia y fraternidad, amor a Dios y al prójimo: ¿no
reconocemos acaso en estos rasgos dos de los más importantes frutos del Concilio? ¿Y no
señala este film (junto a otros de reciente producción, como “Habemus papam” de Moretti,
o también “Il villaggio di cartone” de Olmi), algo así como un pedido del “mundo”
dirigido a la Iglesia, una invitación a centrarse más decididamente en “lo único necesario”?
En este aspecto resulta ejemplar el hermoso y conmovedor testimonio de Benedicto XVI,
en su visita pastoral al centro penitenciario romano de Rebibbia el 18 de diciembre de
2011. Leyendo las preguntas de los reclusos y las respuestas que fue dando el papa a cada
una de ellas, experimentamos una Iglesia habitada por el amor más propio del Evangelio,
según el célebre pasaje de San Mateo: “Estuve en la cárcel y vinieron a visitarme” (Mt
25,36). “Me llamo Omar. Santo Padre, quisiera preguntarte un millón de cosas, que
siempre he pensado preguntarte, pero hoy que puedo me resulta difícil hacerte una
pregunta. Me siento emocionado por este acontecimiento; tu visita aquí a la cárcel es un
hecho muy fuerte para nosotros los reclusos cristianos católicos y, por eso, más que una
pregunta, prefiero pedirte que nos permitas unirnos contigo, en nuestro sufrimiento y el de
nuestros familiares, como un cable de electricidad que comunique con nuestro Señor. Te
quiero mucho.”… “También yo te quiero mucho, y te agradezco estas palabras, que me
tocan el corazón”, respondió afectuosamente Benedicto XVI.
77
Cf. CHRISTOPHE HENNING, Des hommes et des dieux. Retour sur les raisons d’un succès, en Études nº 4151-2,
julio-agosto 2011.

30
c) Una Iglesia dialogante: una Iglesia que, desde la experiencia de la recreación, se abre
gozosamente –especialmente en la liturgia– a una renovada experiencia de la bondad de la
creación (Iglesia celebrante); una Iglesia comprometida en una nueva “imaginación de la
caridad” –en un renovado testimonio del amor hasta el extremo– (Iglesia martirial), estará
en condiciones de lograr una nueva lectura, una nueva comprensión del mundo actual, con
una mirada –como la del Concilio– colmada de benevolencia y compasión, capaz de
escuchar, valorar y potenciar sus aspectos positivos, y ejercer también una función crítica,
purificadora y transfiguradora, a través del ejercicio de la comprensión lúcida y del diálogo
(Iglesia docente).

“Si de lo que se trata –dice Lafont– es de testimoniar a Jesucristo, ¿no es necesario, ante
todo, preguntarse acerca de las personas y las comunidades a las que se desea dirigirse? La
palabra supone la escucha. Escuchar lo que hace vivir a los otros. Reconocer sus espacios.
Verificar en qué medida lo que ellos viven podría, una vez cristianamente acogido y
transpuesto, hacernos vivir también a nosotros. Pero también discernir lo que, en las
convicciones y las prácticas de un espacio pagano, “salvaje” o “moderno”, impide la vida
verdadera; percibir entonces si y cómo el Evangelio aportaría un remedio a los obstáculos
y, tal vez, una plenitud y cumplimiento a los valores. Si se reflexiona en este problema a
partir de la Palabra de Dios, la misión consistiría quizás en tres movimientos no
necesariamente fáciles de reconciliar: el primero consistiría en discernir cómo esta Palabra
ha resonado ya misteriosamente en una cultura, por lo tanto escucharla, ponerla de
relieve… A una tal cultura escuchada, anunciar entonces, en un segundo movimiento, la
Buena Nueva que implícitamente ella aguarda, y de la cual el ardor del testigo manifiesta
la belleza. Finalmente, llevar la espada de esta Palabra contra lo que procede del desprecio
hacia el hombre y de la ignorancia de Dios.” 78 Una comprensión positiva y
sobrenaturalmente inteligente del mundo posmoderno implicará entonces, por ejemplo,
aprender a valorar las diferencias como un bien, a redescubrir la importancia de la relación,
la necesidad del diálogo, el abrirse al reconocimiento del otro en la escucha atenta y
cordial, y luego –no antes– en la palabra propuesta.
“Para buscar un diálogo provechoso entre la gente de este mundo y el Evangelio y para
renovar nuestra pedagogía a la luz del ejemplo de Jesús, es importante –comenta el
cardenal Martini– observar atentamente el así llamado mundo posmoderno, que constituye
el contexto de fondo de muchos de estos problemas y que condiciona las soluciones.”
Luego de analizar con profundidad y lucidez las principales características de la
mentalidad posmoderna, agrega: “No quiero ahora abrir juicios. Sería necesario mucho

78
LAFONT, L’Église…, 223-224. Estas ideas de Lafont muestran una notable semejanza de espíritu con las
reflexiones de Eduardo Briancesco en su artículo “¿Qué teología moral para el siglo XXI? Hacia una moral
teologal fundamental”, donde afirma: “si la Nueva Evangelización pasa por un diálogo entre la fe y la cultura
(cf.Evangelii nuntiandi), una Teología Moral útil a ese fin debe pasar por el cambio de eje de su reflexión
teológica, lo que, hablando más técnicamente, podría expresarse como una teología hecha desde la “fides
qua”, vale decir desde la experiencia teologal de la vida cristiana que une indisociablemente las raíces y los
matices humano-cristianos de toda vida humana. Debe, pues, ser no sólo una reflexión inspirada en la Palabra
de Dios, sino hecha desde “el Verbo que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9)”. Y hacia
el final del artículo señala que “...la renovación profunda de la Teología Moral, al acentuar el aspecto
teologal (que subraya y unifica las cuestiones del hombre, de Cristo y de Dios), el experimental (como
vivencia de la “fides qua”) y el dialógico (en el ámbito de la cultura), configura una teología del
acompañamiento espiritual de los hombres que hay que evangelizar, encontrándolos en su lugar particular y
en su tiempo propio, para ir haciéndolos descubrir libremente, en lo que ya hacen y obran, la presencia
secreta pero real del Misterio cristiano de salvación”. EDUARDO BRIANCESCO, ¿Qué teología moral para el
siglo XXI? Hacia una moral teologal fundamental, en AAVV, “La Iglesia de cara al siglo XXI”, Ed.San
Pablo, Bs.As. 1998, 153.182.

31
discernimiento para distinguir lo verdadero de lo falso, qué cosas se dicen por
aproximación de lo que se dice con precisión, qué es simplemente una tendencia o una
moda de lo que es una declaración importante y significativa. Lo que quiero subrayar es
que esta mentalidad está ahora en todas partes, sobre todo en los jóvenes, y es necesario
tenerlo en cuenta.” Y entonces afirma algo realmente notable: “Pero quiero agregar algo.
Quizás esta situación es mejor que la que existía antes. Porque el cristianismo tiene la
posibilidad de mostrar mejor su carácter de desafío, de objetividad, de realismo, de
ejercicio de la verdadera libertad, de religión ligada a la vida del cuerpo y no sólo de la
mente. En un mundo como aquel en que vivimos hoy, el misterio de un Dios no disponible
y siempre sorprendente adquiere mayor belleza; la fe comprendida como un riesgo se
vuelve más atrayente. El cristianismo aparece más bello, más cercano a la gente, más
verdadero. El misterio de la Trinidad como fuente de significado para la vida es una ayuda
para comprender el misterio de la existencia humana.”79
Este ejemplo acabado de inteligencia sobrenatural y sensibilidad pastoral nos señala la
importancia de afinar teologalmente la mirada, para no caer en una lectura puramente
negativa de la realidad, que ve sobre todo a la cultura actual en sus rasgos de muerte. Pero
cultura también es vida, es sobre todo un lugar en el que germina vida. De allí que, para
apreciar los signos de los tiempos, la clave hermenéutica del discernimiento será la
dinámica pascual: ¿dónde está el mundo pasando de la muerte a la vida? 80 Esa es la
dinámica que tenemos que seguir y fomentar. Buscar, con la mirada que nos da la fe, los
lugares donde, en el mundo, se está dando la dinámica pascual. ¿Y quién nos ha enseñado
esa mirada sino el Concilio?
*
Han transcurrido cincuenta años desde la inauguración del Concilio, ese acontecimiento
inspirado por la Providencia divina, regalo inmenso hecho a la Iglesia y al mundo. Y las
siguientes palabras de Benedicto XVI dicen bien nuestro agradecimiento hacia él: “Así hoy
podemos volver con gratitud nuestra mirada al concilio Vaticano II: si lo leemos y
acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más
una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia.”

Quiero concluir con las inspiradas e inspiradoras palabras que Juan XXIII pronunció en su
lecho de muerte, y que dicen admirablemente el alma del Concilio Vaticano II: “No es que
el Evangelio cambie, somos nosotros que empezamos a comprenderlo mejor”.

***
Fernando Ortega
Enero-Febrero 2012

79
En “Avvenire”, domingo 27 de julio de 2008. Texto original en “America”,mayo de 2008, tomado de una
conferencia del 3 de mayo de 2007 en el XIVL capítulo general del Instituto de los Hermanos de las Escuelas
Cristianas de Roma.
80
Cf.CHRISTOPH THEOBALD, Du goût de vivre en citoyen. Point de vue d’un théologien, Études, Janvier
2012, nº 4161, 71 : « Le discernement des "signes des temps" consiste alors à repérer les espaces et les
personnes qui sont déjà porteurs et porteuses de cette énergie et de ce goût. » En nuestro caso, la energía y el
gusto espiritual son los de la Pascua.

32
Fe y Teología: elogio de la Via eminentiae

Autoridades de la Universidad, colegas, graduados, amigos:

1. El presente año académico se inicia en medio de una multiplicidad de acontecimientos


eclesiales significativos. Entre ellos, sin duda, nos conmueve profundamente la renuncia de
Benedicto XVI, y nos unimos en la oración, pidiendo la luz del Espíritu Santo para los
cardenales reunidos para elegir al nuevo sucesor de Pedro. Por otra parte, entramos en el
segundo año de celebraciones por el Concilio Vaticano II, y seguimos avanzando en el
desarrollo del Año de la fe. Podemos mencionar también el Sínodo para la Nueva
Evangelización, ya realizado en Roma a fines del año pasado, pero a la espera del
Documento postsinodal; y los veinte años de la publicación del Catecismo. En un horizonte
más cercano, festejamos los primeros 50 años de nuestra revista “Teología”, y nos
encaminamos hacia la celebración –en 2015– de los 100 años de vida de esta querida
Facultad de Teología.

En este contexto, habiendo consagrado la lectio del año pasado a conmemorar –a través de
los discursos de Juan XXIII y Pablo VI– los cincuenta años de la apertura del Concilio, el
presente acto es una ocasión propicia para reflexionar acerca de la teología en su relación
con la fe, puesto que seguimos celebrando el Año de la fe, que nos invita, como decía
Benedicto XVI, a “una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del
mundo” (Porta fidei, 6). En este tiempo de la Cuaresma el mismo Señor nos interpela de
manera muy directa: “Conviértanse y crean en la Buena Noticia” (Mc 1,15). La teología es
“fe que busca entender”, según la célebre fórmula de san Anselmo. ¿Y qué busca entender
sino precisamente esa Buena Noticia de Jesús, que incluye un constante llamado a la
conversión? La fe que busca entender lo que cree es inseparable de una actitud de
conversión: conversión del corazón y del entendimiento.

Esta temática está en sintonía, a mi entender, con requerimientos propios de nuestro


tiempo, entre ellos, de manera central y urgente, el de la humanidad del hombre. Esta
cuestión es uno de los desafíos mayores que plantea la cultura actual, y que debe encarar la
Nueva Evangelización. Pongo como ejemplo el discurso a la Curia del año pasado, en el
que Benedicto XVI, refiriéndose al Sínodo señaló: “en el tema de la familia no se trata
únicamente de una determinada forma social, sino de la cuestión del hombre mismo; de la
cuestión sobre qué es el hombre y sobre lo que es preciso hacer para ser hombres del
modo justo. Los desafíos en este contexto son complejos… En la actualidad, existe sólo el
hombre en abstracto, que después elije para sí mismo, autónomamente, una u otra cosa
como naturaleza suya.”81 En el contexto de la Nueva Evangelización, la Iglesia, siguiendo
las enseñanzas y la inspiración del CVII, abriéndose al diálogo con la cultura y las culturas,
con las otras religiones, y con las diversas disciplinas que, desde sus propias visiones y
metodologías, abordan la cuestión humana –para muchos “posthumana”– puede aportar
con humildad su palabra. Diálogo interdisciplinar, diálogo interreligioso, diálogo
intercultural, he ahí los foros en los que la teología puede aportar su palabra, su
pensamiento, su sensibilidad, en pos de ese gran bien común de la humanidad que es,
precisamente, la humanidad misma del hombre.

La teología puede hacer este aporte cuando, a la vez que busca pensar y entender lo que
cree –el Misterio del Dios vivo– hace de teólogos y teólogas seres “expertos en
humanidad”. Sabiendo que la “fe confiere a la cultura una capacidad nueva de
81
BENEDICTO XVI, Discurso a la Curia romana, 21 de diciembre de 2012.

33
humanización”82, la teología podrá mostrar al hombre contemporáneo que el Evangelio es
un acontecimiento antropológicamente significativo. Acaso un aporte importante de la
teología a la humanidad hoy sea el anuncio inteligente, pensante, cordial, históricamente
ubicado, del verdadero Dios y, consiguientemente, de la auténtica humanidad del hombre.
Ese anuncio está vinculado a la capacidad crítica que tiene la fe para deconstruir
idolatrías, incluidas las religiosas, ayudando así a liberar al ser humano de las diversas
“antropolatrías” que aún hoy, en esta época posmoderna, lo alienan.

Para cumplir esa función crítica –deconstructora de ídolos violentos, de dioses imaginarios,
y promotora de auténtica y divina humanidad, la de la koinonía del agape– la teología –esa
fe que busca entender– deberá someterse ella misma, la primera, y de manera rigurosa y
ejemplar, a la crítica que le confiere la dignidad de ser tal: la de su confrontación cotidiana
con el Evangelio, la única Fuente en la que nutre su hambre esencial de la verdad. “La
cuestión central de la teología –afirma Michel Corbin– no es buscar cómo sistematizar las
preguntas y respuestas que se han sucedido a lo largo de dos mil años, sino la de
preguntarse si la Palabra de Dios se escucha en su verdad… Si bien Dios puede, en su
Sabiduría, usar nuestras torpes palabras para hablar al corazón de los hombres, no nos
exime de realizar todo el esfuerzo posible por respetar su Palabra… De esto se sigue que,
antes de ser una ciencia preocupada del rigor y la lógica de sus procedimientos, la teología
es una tarea crítica, en cuanto que la Palabra de Dios hace pasar a toda noción y a toda
imagen humana de Dios por una muerte y resurrección semejantes a las de Jesús.” 83 De
acuerdo con esto, la teología debe aceptar una purificación crítica –pascual– de sus
residuos y sedimentos idolátricos, renovar incesantemente la deconstrucción de sus
posibles dioses imaginarios, para dejar pasar cada vez mejor, a través de sus palabras, la
Luz de la Buena Nueva. Nada peor para la teología, o mejor dicho, para aquellos y aquellas
que intentamos practicarla, que considerarnos ajenos o inmunes al riesgo idolátrico. La
manera en que San Juan termina su primera carta resulta, en este sentido, muy significativa
y merece una profunda atención de nuestra parte. Después de afirmar que “el Hijo de Dios
ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al que es Verdadero; y nosotros
permanecemos en el que es Verdadero, en su Hijo Jesucristo. El es el Dios verdadero y la
Vida eterna…”, el apóstol agrega –y son sus últimas palabras– : “Hijitos míos, cuídense de
los ídolos” (1 Jn 5,20-21). Es decir que el hecho de conocer al Dios verdadero no nos
exime del riesgo de la idolatría. Vemos así con claridad la importancia que tiene la
conversión en la tarea teológica.84

2. Volvamos al vínculo entre la teología y la fe. Como sabemos, la presencia del acto fe en
la teología, en el acto teológico, no se reduce al mero hecho de poder acceder, por medio
de la fe, a “contenidos” inaccesibles para la razón y transmitidos por la Revelación divina,
para luego aplicar a dichos contenidos la medida y las reglas propias de un pensamiento
conceptual simplemente humano. Es mucho más que eso: la fe nos quiere iniciar en una
manera otra de pensar, en una manera nueva de pensar, pretende introducirnos en un modo
de pensar “más que humano”, ya que nos hace adquirir, como afirma San Pablo, “el
pensamiento de Cristo” (1 Co 2,16), y además, en cuanto teología, es una participación “en
82
Cf. “La Universidad por un nuevo humanismo”, documento vaticano preparatorio del Jubileo 2000, p.11.
83
MICHEL CORBIN, La grâce de la liberté, Cerf 2012, 12-13.
84
“Las tentaciones que afronta Jesús muestran el riesgo de instrumentalizar a Dios, de usarlo para el propio
interés, para la propia gloria. Dar a Dios el primer puesto ante las tentaciones requiere “convertirse”…
Convertirse es no dejarse invadir por las ilusiones, las apariencias, las cosas; es buscar que la verdad, la fe y
el amor a Dios sean lo más importante de nuestra vida.” (BENEDICTO XVI, Audiencia general del 13 de
febrero 2013).

34
la ciencia de Dios y de los bienaventurados”, según afirma santo Tomás (S.Th.I,1,2). Esta
participación en el mismo pensamiento de Cristo, en la ciencia del mismo Dios, sería
impensable y absolutamente irreal sin la recreación del pensamiento por obra del
Resucitado y de su Espíritu, y, por lo tanto, sin una continua y siempre renovada
conversión. Si no se despliega en esta transformación interior y profunda del pensamiento,
por obra de la fe viva, la teología –esa fe que busca entender– perdería su sentido teologal,
ignoraría el sentido y el gusto propios del Misterio divino.
Las consecuencias que tiene esta presencia viva y transformante de la fe en el seno mismo
del acto pensante teológico son muchas. Quisiera subrayar la siguiente, a partir de una idea
de Balthasar, que dice así: “Si la fe es participación en la perfecta fidelidad de Jesucristo a
la alianza, entonces la fe, en su origen y en su centro, no me pertenece propiamente a mí,
sino a Dios en Cristo. Cristo es, por así decirlo, la planta madre, y yo sólo soy su
sarmiento, y tampoco puedo cerrarme sobre la realidad sobrenatural de la fe como algo
propio, sino que en y a través de la fe estoy abierto y expropiado de mí mismo…
Considerada así, la experiencia cristiana sólo puede significar el crecimiento de la propia
existencia en la existencia de Cristo... Esta experiencia (…) sólo puede hacerla el que se
abandona a sí mismo y se pone en marcha, es decir, el que lleva su fe a la práctica y vive
como creyente. Aquí tiene lugar el tránsito del “psíquico”, que posee el Espíritu
“teóricamente”, pero no lo realiza, al “pneumático”, que acoge al Espíritu dentro de sí. El
primero “no valora lo que viene del Espíritu de Dios: es una locura para él y no lo puede
entender” (1 Cor 2,14).” 85

La fe es entonces, primordialmente, un ponerse en marcha, es hacer confiadamente un


camino en el cual vamos siendo transformados en profundidad. Ese ser expropiados de
nosotros mismos no es por cierto, y Balthasar lo aclara muy bien, ni perdernos ni
desaparecer, sino, por el contrario, un re-encontrarnos, pero en un nuevo y más hondo nivel
de profundidad y verdad. “¡Sal de tu tierra…!” (Gen 12,1): la palabra dirigida por Yahvé a
Abram señala ya, desde el comienzo, lo que está en juego en esta relación única que es la
fe: Abram debe ponerse en camino para llegar a ser Abraham, todavía no lo es. Cuando la
teología está vitalmente animada por la fe, por esta fe que es libre expropiación, camino
existencial y abandono confiado, entonces encuentra su vida en esa expropiación, en ese
abandonarse confiadamente, en ese estar siempre en camino, en éxodo permanente hacia el
Dios siempre mayor, dejando atrás, una y otra vez, la tierra arcaica de los residuos
idolátricos e imaginarios que pueden empañar la Palabra de Dios, para adentrarse,
balbuceando, en la tierra prometida de la resurrección. Cuando acepta vivir en camino, en
ese camino de fe y conversión, la teología va por lo mejor de sí misma, haciéndose sensible
al Misterio, respirándolo y transmitiéndolo en cada una de sus palabras. En síntesis,
animada por la fe pascual, la teología entra en su camino propio, entra en la via eminentiae.

3. Es lo que señala el reciente documento de la Comisión Teológica Internacional acerca


de la teología: “el sentido de misterio que caracteriza propiamente a la teología conduce a
un rápido reconocimiento de los límites del conocimiento teológico, que contrasta con toda
pretensión racionalista de agotar el Misterio de Dios. La enseñanza del Concilio IV de
Letrán es fundamental: “Porque entre el creador y la creatura, por más que la semejanza
sea grande, mayor es la diferencia”. La razón, iluminada por la fe y guiada por la
Revelación, es siempre conciente de los límites intrínsecos de su propia actividad. Es por esto
que la teología católica puede asumir la forma de teología “negativa” o “apofática” (nº 96).

85
H.U.VON BALTHASAR, Gloria.Una estética teológica, V.1, Ed.Encuentro 1985, 203ss.

35
Y agrega el mismo documento: “Sin embargo, la teología negativa no es de ninguna
manera una negación de la teología. La teología catafática y la apofática no deberían ser
puestas en contraposición; lejos de descalificar una aproximación intelectual al Misterio de
Dios, la via negativa simplemente pone de relieve los límites de una tal aproximación. La
via negativa es una dimensión fundamental de todo discurso auténticamente teológico,
pero no puede ser separada de la via affirmativa y de la via eminentiae. El espíritu humano,
elevándose de los efectos a la Causa, de las creaturas al Creador, empieza afirmando la
presencia en Dios de las auténticas perfecciones descubiertas en las creaturas (via
affirmativa), luego niega que estas perfecciones se den en Dios de la manera imperfecta en
que se dan en las creaturas (via negativa); finalmente afirma que ellas están en Dios de un
modo propiamente divino que excede la comprensión humana (via eminentiae). La
teología justamente intenta hablar verdaderamente del Misterio de Dios, pero al mismo
tiempo sabe que su conocimiento, aunque verdadero, es inadecuado en relación a la
realidad de Dios, a quien no puede “comprehender”. Como ha dicho San Agustín: “Si
comprendes, no es Dios”.86 Hasta acá el texto de la Comisión teológica. Podríamos agregar
este texto de Santo Tomás: “Cuando nos elevamos hacia Dios por vía de remoción,
primero negamos en Él los aspectos corporales; después también los aspectos intelectuales
en la medida en que se encuentran en las criaturas, como la bondad y sabiduría; y entonces
acerca de Él queda en el entendimiento solamente el hecho de que es, y nada más; por lo
que el entendimiento está como en una cierta confusión. Por último, también este mismo
ser, tal como se halla en las criaturas, lo alejamos de Él; entonces queda el entendimiento
en una cierta tiniebla de ignorancia; y según esta ignorancia, en cuanto pertenece a nuestro
estado itinerante, nos unimos de la mejor manera posible a Dios…” 87

Nos preguntamos entonces acerca del significado que tiene para la teología este momento
de negación, de tiniebla, de ignorancia, de cierta confusión: ¿se detiene allí su esfuerzo
pensante, y debería entonces, la teología, “volver” al nivel inicial de la afirmación, o se
trata de un momento interior a una dialéctica –la de la fe precisamente– que es
participación en el dinamismo pascual de Jesús, y que invita a “pasar” –sin abandonar la
tiniebla, ni la ignorancia– hacia una novedad paradojal, la de “conocer el amor de Cristo,
que supera todo conocimiento” (Ef 3,20)?

4. Intento una respuesta, entre otras posibles. Concebir la teología como camino, como
itinerario ritmado por los tres momentos de afirmación, negación y eminencia, nos ayuda a
comprender la articulación entre la razón y la fe, entre la analogia entis y la analogia fidei.
En la teología, la primera de ellas, la analogía del ser –que asciende de la creatura al
Creador– debe jugar – como afirma Balthasar– al interior de una “analogía
desmesuradamente elevada”, que establece Dios mismo, y que es la analogía propia de la
fe, la analogia fidei. Esta no es ascendente –no va de las creaturas a la Causa– sino
descendente. Sin anular, sino asumiendo la analogía del ser, no comienza sin embargo en
la consideración de las creaturas, sino en el Misterio de Dios que se autocomunica – “el
Logos se hizo carne” (Jn 1,14) – y toma lo humano –cuerpo, corazón, pensamiento,
lenguaje– asumiéndolo, purificándolo y potenciándolo para que pueda llegar a pensar y
decir más de lo que piensa y dice de manera meramente humana.

“La teología (…) no trata solamente de lo que de Dios puede ser conocido a partir de las
creaturas, lo cual conocieron los filósofos (…) sino también de Dios en cuanto lo que sólo

86
CTI: “La Teología hoy: perspectivas, principios, criterios”, 2012.
87
SANTO TOMÁS, Comentario a las Sentencias, Distinción VIII, q.1, respuesta 4.

36
Él conoce acerca de Sí, y que comunica a otros por revelación…”. 88 Es decir entonces que,
en vez de hablar desde fuera, como flecha que, desde las creaturas, llega al Misterio de
Dios pero allí rebota – como ocurre en la analogia entis, que se limita a afirmar la
eminencia de lo divino que descubre al final de su ascenso– la analogia fidei lo hace desde
dentro, ya que por la fe –como hemos dicho– lo humano entra, por pura gracia, en el
abismo del Misterio divino. Como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe,
Joseph Ratzinger afirmaba: “Aunque la verdad revelada supere nuestro modo de hablar y
nuestros conceptos sean imperfectos frente a su insondable grandeza (cf. Ef 3,19), sin
embargo invita a nuestra razón –don de Dios otorgado para captar la verdad– a entrar en su
luz, capacitándola así para comprender en cierta medida lo que ha creído.” 89

Por lo tanto, si bien el Misterio divino es para nosotros tiniebla y oscuridad –por el exceso
de su Luz– eso no significa –como no significó ni para san Agustín, ni para santo Tomás–
que no se lo pueda pensar. El exceso de Dios –el exceso que es Dios– es pensable. Es más,
ese exceso es lo que la teología está llamada a pensar como tarea más propia. Como nos
enseña san Anselmo, no se puede pensar nada mayor que el Misterio de Dios, pero se lo
puede pensar; y, pudiendo pensarlo, será siempre más grande que todo lo que pueda ser
pensado (“maius quam cogitari possit”). Esta posibilidad no traduce ningún racionalismo
exagerado, sino que, como nos enseñaba Mons.Briancesco, “la mente entra en el espacio
del Infinito. Allí lo impensable se hace pensable...”. 90 Siendo pensable, no se entra allí, ni
se piensa allí, ni se habla desde allí, sino aceptando –libremente– una profunda y continua
conversión, que es recreación del pensamiento, su renacer, su florecer –renovado– desde el
dinamismo pascual de Jesús. Esta es la via eminentiae, y la teología entra en ella cuando
acepta pensar a Aquel que, por su exceso, se sustrae continuamente a toda mirada y a todo
discurso objetivantes.

5. Unificando los pasos de la reflexión que estoy intentando llevar adelante, veamos cómo,
según el Evangelio, la via eminentiae logra superar el dios imaginario e imaginado,
abriéndonos al Dios de Jesucristo. Elijo, entre muchos posibles, un pasaje paradigmático.
Cuando, en Cesarea de Filipo, Pedro responde a la pregunta de Jesús y afirma: “Tú eres el
Mesías, el Hijo de Dios vivo”, no se ha remontado simplemente de la creatura a la Causa.
Para decir de ese pobre Rabbí que él era el descendiente del rey David, el Mesías esperado
por Israel para instaurar el Reino de Dios, Pedro no ha seguido “ni la carne ni la sangre”
(Mt 16,17), sino que ha recibido la Voz del Padre: es el Padre quien se lo ha revelado
(cf.Mt 16,17). En la fe, Pedro afirma de Jesús, en lenguaje humano, algo que es verdadero,
que viene de Dios, y que Jesús acepta como tal. Pero el sentido divino de lo que ha dicho,
por el momento, se le escapa a Pedro que, a continuación, rechaza la Cruz, rechaza a un
Mesías crucificado. Entonces Jesús lo llama Satanás, porque sus pensamientos “no son los
de Dios, sino los de los hombres” (Mt 16,23), y lo invita a dar un paso de negación –es
decir de conversión– referido a lo que Pedro entendía cuando afirmó que Jesús era el
Mesías: sí, lo es, pero no como Pedro lo imaginaba, sino como Dios, el Padre, lo desea.

¿Cómo culmina este itinerario en el que se ha afirmado algo verdadero, pero que exige un
negarse a sí mismo (cf.Mt 16,24), es decir, que exige la necesidad de convertirse, para
poder captar su sentido divino? Culmina en un diálogo de amor, que testimonia que Pedro,
sin aferrar el Misterio Pascual, que lo excede infinitamente, es capaz –sin comprenderlo
88
SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I, q.1, a.6, Respuesta.
89
JOSEPH RATZINGER, Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del
teólogo, 1990, nº6.
90
E.BRIANCESCO, Sentido y vigencia de la Cristología de San Anselmo. Ensayo de lectura estructural del
“Cur Deus homo” (2° parte), Stromata, Buenos Aires 1982, 288.

37
plenamente– de dejarse aferrar por él: “¿Pedro, me amas? ¿Pedro, me quieres?” (Jn
21,15.16.17). Como si le preguntara: “Pedro, ¿comprendes que la Cruz no fue un accidente
que pude haber evitado, sino la necesaria manifestación de mi Amor, y, por lo tanto, del ser
de Dios, porque mi Secreto es el Secreto de Dios mismo, un Secreto –el de su Amor– que
excede todo pensamiento humano y que solicita entonces, para participar en él, la
conversión, la humildad, la oración?” No es que Pedro pueda comprender racionalmente,
reduciéndolo a la medida de su inteligencia, eso que lo desborda absolutamente, sino que
puede comprender racionalmente que eso –ese Dios, esa Humildad, esa Ternura, ese
“Amor de Cristo que supera todo conocimiento” (Ef 3,19)– lo excede por todas partes.
Rationabiliter comprehendit incomprehensibile esse, afirma San Anselmo en su
Monologion. Pedro debe convertirse, aceptando –en su impotencia radical– que la excesiva
Verdad divina –la Veritas prima: la Veritas crucis que es la Veritas amoris– lo penetre con
su divina desmesura y lo vacíe –lo expropie– de toda pretensión: “Señor, tú lo sabes todo”
(Jn 21,17). Luego, a su debido tiempo, vendrán –con el don del Espíritu divino– los frutos:
la comprensión otra, la inteligencia nueva de ese exceso paradojal. Pedro entrará en la via
eminentiae, en la inaferrable realidad divina. Pedro comprende, pero no a partir de sí
mismo, sino a partir de Jesús. Comprende que es incomprehensible porque lo comprende
no a partir de sí mismo (lo incomprehensible señalaría simplemente el límite del
conocimiento humano) sino a partir de Jesús: lo incomprehensible señala el ingreso del
hombre en el siempre excesivo misterio que Dios nos invita a pensar y a gozar como algo
nuestro: “entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25, 21). Y Pedro podrá amarlo cada vez más,
pensarlo siempre mejor, y anunciarlo a sus hermanos, con un lenguaje inteligente, poético,
místico, orante, teologal.

6. Quisiera ahora, para ir cerrando esta reflexión, volver sobre lo que propuse al inicio, al
aporte que la teología puede ofrecer hoy a la humanidad. Mi respuesta sería que la
teología puede cumplir mejor su noble misión –que incluye esencialmente la
deconstrucción de idolatrías y “antropolatrías”– cuando ella realiza el esfuerzo constante
de entenderse y practicarse tendiendo a la via eminentiae, en esa conversión continua que
le promete la liberación progresiva de sus propios ídolos, aquellos que –siempre activos
por nuestro pecado, por nuestra dureza de corazón– pueden contaminarla.

Sucede entonces con la teología, cuando transita por la via eminentiae, lo que vemos en el
Evangelio: Jesús busca deconstruir –nunca destruir– la raíz del “dios imaginario”, del ídolo
–aunque se lo llame Dios– que se actualiza, en el mundo religioso de su tiempo, sobre todo
en sus aspectos de hipersacralidad e inhumanidad. Lo hace a partir de su propia
experiencia de Dios como Padre –Abbá: papá– y de su identificación con aquellos que, en
ese mundo –y en el nuestro– son marginados o despreciados: los pobres, los niños, las
viudas, los enfermos, los pecadores... Lo auténticamente “humano” en los evangelios es la
humanidad del propio Jesús, en la que confluyen la inimaginable ternura de Dios y la
pequeñez de los pobres. Y eso es, a la vez, sin que podamos definirlo ni aferrarlo, lo
“divino”, lo verdaderamente divino. La via eminentiae, que es via humilitatis y via
humanitatis, es el corazón del Evangelio: itinerario de los que siguen a Jesús, Camino que
queremos recorrer diariamente quienes dedicamos nuestras vidas a la teología, buscando
entender siempre mejor el Misterio de un Dios más que divino, y que es, también, el de un
hombre más humano, y más que humano.
El Documento “Diálogo y Anuncio” expresaba, en 1991, que “la plenitud de la verdad
recibida en Jesucristo no da a cada uno de los cristianos la garantía de haber asimilado
plenamente tal verdad. En última instancia, la verdad no es algo que poseemos, sino una
Persona por la que tenemos que dejarnos poseer. Se trata, así, de un proceso sin fin. Aún

38
manteniendo intacta su identidad, los cristianos han de estar dispuestos a aprender y a
recibir, por mediación de los demás, los valores positivos de sus tradiciones. De esta
manera, el diálogo puede hacerles vencer sus prejuicios inveterados, revisar sus propias
ideas y aceptar que a veces la comprensión de su fe sea purificada.” 91 Por eso, concluyo
diciendo que estudiar teología, en nuestra Facultad, es asumir, no sólo individualmente
sino como cuerpo eclesial, el desafío de pensar la fe dejándonos deconstruir amorosamente
por el Evangelio, por la siempre Buena Nueva de Jesucristo, siempre más divina y siempre
más humana, para decirla más adecuadamente a los hombres y mujeres de nuestro tiempo,
de modo que les resulte posible comprender y gustar, como una novedad siempre nueva, la
desbordante Buena Noticia del Dios-hombre, del “único Salvador del mundo”. Ojalá todos
nosotros, profesores y alumnos de esta Facultad, nos consagremos a esta tarea, decisiva
para la Nueva Evangelización.

Muchas gracias.

Fernando Ortega
Febrero 2013

***

91
Diálogo y Anuncio, Reflexiones y orientaciones sobre el diálogo inter-religioso y el anuncio del Evangelio,
Documento del Pontificio Consejo para el diálogo inter-religioso y la Congregación para la evangelización de
los pueblos, 1991, n.49.

39
La Facultad de teología en una Iglesia llamada a ser “hospital de
campaña”

1. En el mes de octubre del año pasado se realizó en la Facultad una Reunión de Claustro
en la que participamos unos cuarenta profesores, reunidos para conversar e intercambiar
ideas acerca de la entrevista que el P. Antonio Spadaro S.J. le hiciera al papa Francisco.
Como los temas abordados allí fueron muchos, nos pareció oportuno señalar los que
podían interesar de manera más directa a nuestra Facultad. En el diálogo tuvimos presente
esa perspectiva, la de la posible recepción o incidencia entre nosotros de algunas de las
afirmaciones hechas en esa entrevista. La conversación giró en torno a cuatro grandes
campos temáticos: Eclesiológico; Pastoral-Moral; Espiritualidad; Diálogo fe-cultura.
Haciéndome eco de esa rica experiencia, que seguramente se prolongará en el presente año
académico, quisiera retener un párrafo de dicha entrevista, a partir del cual intentaré
reflexionar manteniendo la misma perspectiva, a saber, la de su posible incidencia en la
vida de nuestra Facultad.

“Veo con claridad –afirma el papa Francisco– que lo que la Iglesia necesita con mayor
urgencia hoy es una capacidad de curar heridas y dar calor a los corazones de los fieles,
cercanía, proximidad. Veo a la Iglesia como un hospital de campaña tras una batalla.
¡Qué inútil es preguntarle a un herido si tiene altos el colesterol o el azúcar! Hay que
curarle las heridas. Ya hablaremos luego del resto. Curar heridas, curar heridas...Y hay
que comenzar por lo más elemental… ser misericordiosos, hacerse cargo de las personas,
acompañándolas como el buen samaritano que lava, limpia y consuela a su prójimo. Esto
es Evangelio puro.”

Si Francisco ve a la Iglesia como un hospital de campaña, y si la Facultad de teología es


parte de esa Iglesia, como efectivamente lo es, ¿cómo incidirá, en la enseñanza y en el
estudio de la teología, esa figura tan expresiva, que señala como servicio fundamental el de
curar heridas, dar calor y ser misericordiosos? Tal vez una primera orientación la
encontremos en las palabras que Evangelii Gaudium 133 dedica a la teología: “la teología
–no sólo la teología pastoral– en diálogo con otras ciencias y experiencias humanas, tiene
gran importancia para pensar cómo hacer llegar la propuesta del Evangelio a la diversidad
de contextos culturales y de destinatarios. La Iglesia, empeñada en la evangelización,
aprecia y alienta el carisma de los teólogos y su esfuerzo por la investigación teológica,
que promueve el diálogo con el mundo de las culturas y de las ciencias. Convoco a los
teólogos a cumplir este servicio como parte de la misión salvífica de la Iglesia. Pero es
necesario que, para tal propósito, lleven en el corazón la finalidad evangelizadora de la
Iglesia y también de la teología, y no se contenten con una teología de escritorio.” Estas
palabras son elocuentes para nuestro propósito: como parte de una Iglesia “hospital de
campaña”, la teología –y agrego: también su enseñanza y su estudio– debe llevar en su
corazón inteligente la finalidad evangelizadora de la Iglesia, el servicio de curar heridas y
dar calor a los corazones.

Francisco nos pide “comenzar por lo más elemental”, es decir por lo esencial, lo central, y
recién luego hablar del resto. Desde nuestra especificidad académica, desde nuestra
búsqueda continua de una mejor inteligencia del misterio de la Alianza divino-humana, y
llevando en el corazón esa finalidad evangelizadora de la Iglesia, nos preguntamos
entonces: ¿qué heridas del hombre actual deberíamos atender en primerísimo lugar? ¿Qué
Secretos del corazón de Dios debemos revisitar, de modo tal que su misericordia por el ser
humano histórico, concreto –el de la modernidad tardía– esté siempre ocupando el lugar

40
central en nuestras aulas, nuestras mentes y corazones? Con plena conciencia de que estas
cuestiones me desbordan, intentaré al menos esbozar algunos puntos, pensando en un
futuro diálogo académico que incluya a profesores y alumnos.

Asumiendo la urgencia epocal y la exigencia evangelizadora de ir a lo esencial tendremos


que hacer, desde la teología, el esfuerzo pensante que nos ayude a discernir
evangélicamente la herida profunda que lastima a la humanidad del hombre actual. Para
realizar ese discernimiento necesitamos que nuestro corazón se sumerja en el abismo de la
misericordia divina, único camino para adquirir la lucidez sobrenatural que dicho
discernimiento exige. Es fundamental que la experiencia de la misericordia acompañe cada
etapa, cada momento de nuestro itinerario, cada una de las disciplinas que jalonan la
enseñanza y el estudio de la teología. Una teología que no se limite a ser una pura
especulación intelectual –que por cierto lo es, y deberá tender siempre a la mayor
profundidad posible– sino que manifieste también su dimensión teologal, es decir que
manifieste el carácter eminentemente deseable de la vida cristiana. Dicha teología incluirá
lo concreto de la humanidad actual –con su herida profunda– como parte esencial de su
comprensión –siempre inacabada– del Misterio de Dios, de su inagotable misericordia.
Ese podría ser el ideal que nos guíe en el intento de plasmar, todos juntos, el estilo de una
Facultad que asuma, en la especificidad de su vocación académica, la inspiradora identidad
de un hospital de campaña y que lleve en su corazón la finalidad evangelizadora de la
Iglesia92.

En este sentido pueden ser inspiradoras para la teología en general las reflexiones del
teólogo italiano Federico Badiali acerca de la antropología teológica: “Si, en la experiencia
pastoral, parece normal que la escucha de la crisis antropológica preceda a la exposición de
los fundamentos de la antropología cristiana, de manera que ésta pueda presentarse como
una verdadera respuesta a la crisis y no como propuesta desconectada del contexto, ¿por
qué esta manera de proceder no será el camino a seguir en la enseñanza académica? ¿Por
qué la antropología teológica no consagrará una parte de su reflexión a la escucha de la
crisis, antes de apresurarse a presentar su propia síntesis?” 93

Quisiera entonces, a partir de estas consideraciones introductorias, hacer progresar la


reflexión en dos momentos, consagrados al discernimiento de lo que, tal vez, sea la herida
mayor de la humanidad actual.

2. Cuando Francisco dice que ve “a la Iglesia como un hospital de campaña tras una
batalla” sugiere que la que está gravemente herida hoy es la mismísima vida humana, su
posibilidad, legitimidad y sentido. Es importante preguntarse entonces, para discernir qué
es lo que la ha herido y la sigue hiriendo, cuál es la batalla a la que puede referirse el papa.
A la luz de lo que he podido leer y reflexionar, me animaré a interpretar –con gran
libertad– esa batalla de dos maneras, o, si se prefiere, en dos niveles de profundidad. En
primer lugar, ella podría aludir a la globalización económica y financiera, generadora de

92
Cf. WALTER KASPER, La misericordia, Sal terrae, Santander 2012, 139-140: “Después de las terribles
experiencias de abominación del siglo XX, el problema del perdón y el amor a los enemigos ha cobrado
nueva actualidad y ha llevado en algunos círculos a una absolutamente necesaria reorientación del
pensamiento. Se ha evidenciado que la misericordia, el perdón y la absolución, aunque sean actos casi
sobrehumanos, también constituyen actos sumamente racionales. Así pues, el amor a los enemigos no es
ningún credo quia absurdum, sino un credo quia rationabile est”.
93
FEDERICO BADIALI, Se mettre à l’écoute de la crise. L’expérience du trouble dans l’anthropologie
théologique italienne, en AAVV: Trouble dans la définition del’humain, Révue Transversalités, Supplément
Nº1, Desclée de Brouwer, Paris 2014, 113.

41
exclusión e inequidad en el mundo. En segundo lugar, la batalla puede referirse a las dos
grandes guerras del siglo XX y a otras violencias, que señalaron el ocaso de las grandes
ilusiones e ideologías del mundo moderno, y el progresivo advenimiento de lo que
podemos denominar el nihilismo posmoderno.

Antes de abordar estas dos interpretaciones, conviene aclarar que el hecho de hablar de
enfermedad o herida epocal no significa ser ciegos o indiferentes a las muchas y
maravillosas realidades, fruto de la creatividad humana, que pueblan nuestro mundo y que
nos permiten, en muchos ámbitos, vivir mejor que en el pasado. “En nada nos ayuda –dice
Kasper– limitarnos a criticar el mundo moderno y a las personas de hoy (entre las que
nosotros mismos nos contamos); debemos volvernos con misericordia hacia la situación
actual y afirmar que, sobre la niebla que envuelve nuestro mundo y a menudo también
sobre las tinieblas de éste, reina el rostro de un Padre que es magnánimo y bondadoso y
conoce y ama a todo individuo, un Padre que sabe qué es lo que necesitamos […] Por eso
la Iglesia no debe sermonear desde lo alto del púlpito a sus oyentes con la actitud de quien
cree saberlo todo.” 94 Es verdad, una actitud meramente crítica, ejercida desde una
pretendida omnisciencia descalificadora, es estéril e injusta. Pero al mismo tiempo
debemos reconocer que se da hoy una crisis grave, profunda. Y hay que intentar discernirla
evangélicamente, evitando pesimismos desesperantes pero también falsos optimismos.
Estas consideraciones bien podrían ser un primer elemento a tener en cuenta en nuestra
Facultad “hospital de campaña”, en nuestra teología atenta a la finalidad evangelizadora de
la Iglesia.

Pasemos al primer nivel de interpretación. Siguiendo las orientaciones del capítulo


segundo de Evangelii gaudium y del Mensaje del 1º de enero con ocasión de la Jornada
Mundial de la Paz, puede pensarse que la herida del mundo actual tiene que ver con una
crisis de la economía, es decir, de lo que ella ha llegado a significar para la humanidad: no
ya la actividad a través de la cual los individuos y las sociedades usan o manejan los
recursos para satisfacer sus necesidades, sino esa comprensión totalizante y reductiva del
hombre como mero “homo economicus”, un ser de producción y consumo, sometido a
deseos y apetitos básicos, excitados por la insaciable estrategia competitiva y mercantil de
una Maquinaria que genera exclusión y explotación del hombre por el hombre. A esta triste
realidad –en la que el ser humano se transforma en objeto descartable, “sobrante”– alude
insistentemente el papa Francisco: “Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que,
además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la
opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la
pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia,
o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos,
«sobrantes».” (EG 54)95.

En esta situación, que se ha globalizado, los pobres sufren inequidad, y los más ricos
sufren, muchas veces sin saberlo, la esclavitud de “nuevos ídolos… el fetichismo del
dinero y la dictadura de una economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente
94
KASPER, La Misericordia…, 156. 158.
95
Ibid.,180-181: “El auténtico problema deriva de los actuales procesos de globalización económica y
financiera… Puesto que apenas existen mecanismos de dirección global análogos al estado –y los que existen
son muy débiles– el equilibrio de fuerzas se transforma en beneficio del juego libre y a menudo desbocado de
los mercados, o sea, del capital, para el que no cuentan los valores humanos y lo humanamente valioso, sino
los datos meramente económicos, y para el que, por tanto, lo más importante es la ganancia y la
rentabilidad… Hemos perdido la medida correcta y hemos vivido por encima de nuestras posibilidades,
desequilibrando así el propio sistema social”.

42
humano” (EG 55). A ellos se dirige de manera especial Francisco: “Mi palabra no es la de
un enemigo ni la de un opositor. Sólo me interesa procurar que aquellos que están
esclavizados por una mentalidad individualista, indiferente y egoísta, puedan liberarse de
esas cadenas indignas y alcancen un estilo de vida y de pensamiento más humano, más
noble, más fecundo, que dignifique su paso por esta tierra” (EG 208).96 Siguiendo esta
línea de pensamiento, podemos preguntarnos con Kasper: “¿Qué necesita un ser humano
en cuanto ser humano y qué es lo que le corresponde como suyo para poder vivir
dignamente, lo cual quiere decir también: con mesurada autodeterminación?” Y afirma:
“Lo que le corresponde al hombre como hombre no son ni pueden ser solo bienes
materiales… Lo que le corresponde al hombre en cuanto hombre, y eso significa en cuanto
ser libre, es, sobre todo, el reconocimiento de su dignidad humana. Lo que se le debe a
todo ser humano en virtud de su dignidad es el respeto, la aceptación y el afecto
personales…” 97

3. A partir de esta primera aproximación a la herida epocal, demos un paso más y


abordemos el segundo nivel de interpretación de la misma. En realidad se trata de lo que se
esconde detrás de la primera interpretación: en la crisis de la economía se manifiesta una
crisis antropológica, una crisis acerca de la comprensión que el hombre actual tiene de sí
mismo. También de eso habla el papa Francisco en la entrevista, cuando afirma: “El
pensamiento de la Iglesia debe recuperar genialidad y entender cada vez mejor la manera
como el hombre se comprende hoy”.

a) Comencemos nuestro discernimiento –dentro ya de lo que podemos llamar crisis


antropológica– considerando el ámbito de la racionalidad, tal como ésta se impone hoy
global y triunfalmente en su versión objetivante tecnocientífica. A pesar de las innegables
conquistas que esta racionalidad logra en ese sector, ella nos puede llevar tanto a la
progresiva pérdida de una familiaridad afectiva con el mundo que habitamos, como
también a un empobrecimiento de nuestras experiencias humanas profundas. En este tema
conviene tener en cuenta, por ejemplo, algunos efectos negativos de la cultura de Internet.
Julia Kristeva, entre otros98, ha alertado acerca de ello: “El peligro clave –afirma– es el
cierre de la experiencia interior: la velocidad de comunicar, la exigencia de ser eficaces y
de adaptarnos a la utilidad de la comunidad social han hecho que la profundidad de la
experiencia humana sea olvidada. Eso lo vemos sobre todo en ciertos excesos de Internet:
nos comunicamos pero no estamos alertas a la complejidad de la angustia, de los placeres
propios y ajenos… Por eso digo: atención. Necesitamos proteger nuestra experiencia
interior de la influencia de Internet. Es allí donde el trabajo del psicoanálisis, de la
literatura y de la filosofía… resulta indispensable. Es el único antídoto que podemos tener
ante este panorama.”99 Me pregunto: ¿podemos agregar, junto a esas disciplinas, el trabajo
de la teología, de esa teología que, atenta a la finalidad evangelizadora de la Iglesia, busca
sanar, con misericordia, heridas esenciales?
96
N.del A.: Podemos agregar un pasaje del nº6 del Mensaje de la Jornada Mundial de la paz; “El hecho de
que las crisis económicas se sucedan una detrás de otra debería llevarnos a las oportunas revisiones de los
modelos de desarrollo económico y a un cambio en los estilos de vida. La crisis actual, con graves
consecuencias para la vida de las personas, puede ser, sin embargo, una ocasión propicia para recuperar las
virtudes de la prudencia, de la templanza, de la justicia y de la fortaleza. Estas virtudes nos pueden ayudar a
superar los momentos difíciles y a redescubrir los vínculos fraternos que nos unen unos a otros, con la
profunda confianza de que el hombre tiene necesidad y es capaz de algo más que desarrollar al máximo su
interés individual. Sobre todo, estas virtudes son necesarias para construir y mantener una sociedad a medida
de la dignidad humana”.
97
KASPER, o.c., 196-197.
98
Cf. ANTOINE LACHAND, Une culture née sur le web, en Études, février 2014, nº 4202, 97-98
99
JULIA KRISTEVA, Entrevista publicada en La Nación, ADNcultura, 6 de diciembre de 2013.

43
Esas pérdidas –la de familiaridad afectiva con el mundo, la de las experiencias humanas
profundas– son heridas concretas, epocales, y no por cierto menores, puesto que, al afectar
la racionalidad y la afectividad, lastiman la humanidad del hombre (cf.EG 2). Y así, casi
sin que lleguemos a percibirlo, es el corazón humano quien se enferma, padeciendo los
devastadores efectos de la compulsión y del impulso irresistible, que generan depresión,
tristeza, y, en lo más profundo, una inconsolable ausencia. Tal vez sea ésta –ausencia– la
palabra adecuada para comprender el mal epocal mayor, la herida esencial de la
modernidad tardía. Podemos llamarla “nihilismo”, pero aclarando que no se trata ya del
nihilismo de Nieztsche o Heidegger, con su función desenmascarante de lo inauténtico e
idolátrico del mundo moderno. Se trata, hoy, de otra cosa: de una doble ausencia, que
afecta a Dios y al hombre. En cuanto al hombre, empezamos apenas a descifrar las
cuestiones con las que nos enfrentamos. Todavía no tenemos noción de la crisis
antropológica en la que estamos sumergidos. Se trataría de la ausencia de aquello que hace
humano al ser humano. Entonces –afirma Maurice Bellet– la humanidad se hunde en la
locura, y, finalmente, en “la contradicción impensable de una presencia humana que se
ausenta de su lugar propio”100. En cuanto a Dios el nihilismo no consiste, según Marion, en
“la desaparición de Dios, sino en el descubrimiento de que la ausencia de lo que llamamos
“Dios” define la forma contemporánea de su presencia”101. Ambas ausencias están
vinculadas entre sí, y señalarían, según Marion, una crisis de la racionalidad, más que una
crisis de la fe. Y esa crisis nihilista de la racionalidad estriba, según él, en que “la verdad
ya no nos sostiene más a nosotros, sino que somos nosotros quienes la sostenemos – tal es
la situación insostenible del nihilismo”102.

“Nos hemos transformado en nihilistas, porque no conocemos más que objetos”103, afirma
Gagey. Podemos preguntarnos si también Dios correrá el riesgo de transformarse para
nosotros en objeto, un Objeto eminente, por cierto, pero “ausente” –aunque hablemos de
Él– por causa de esta racionalidad nihilista. Conviene ser conscientes de este posible riesgo
que señala con lucidez un sugestivo texto de Corona: “Sólo un pensamiento objetivante y
separado puede preguntarse por la presencia o no de Dios. La cuestión no es entonces
cómo se prueba la existencia de Dios, sino más bien cómo es que se ha producido su
eclipse o, más bien, cómo es que el hombre no ha notado su presencia y se ha visto llevado
a alzarse hasta confiar en que su razón conceptual, lógica, demostradora, tenida por
instancia última de juicio, prueba la existencia de algo a lo que da el nombre de Dios... Las
preguntas se alzan: ¿aquella razón que prueba, es instancia última? ¿el Dios que así
aparece existiendo, es Dios, esto es lo Insuperable para el hombre en su vida? ¿es ese un
Dios divino? ¿quién ha actuado el ocultamiento del Dios divino?...” 104.

b) Demos un paso más. El discernimiento de la herida epocal como crisis antropológica


profunda, nos lleva inevitablemente a replantearnos nuestra manera de ser humanos. De
allí la importancia que adquiere, hoy más que nunca, la interpretación que el hombre hace
de sí mismo. Esta interpretación se encuentra en una especie de punto muerto. Se dice que
ya no sabemos qué es el hombre, y es evidente que esto se debe, en buena medida, al hecho
decisivo de que el “sujeto” moderno, el hombre de la modernidad, ese arquetipo humano
que se consideró a sí mismo como casi omnipotente, señor de todo y de sí mismo, como
alguien que sabía y que podía todo, ese sujeto moderno, junto con sus ilusiones más caras
100
MAURICE BELLET, L’avenir du communisme, Bayard 2013, 78-79.
101
JEAN-LUC MARION, Foi et raison, en Études, février 2014, nº4202, 68.
102
Ibid., 71.
103
HENRI-JÉRÔME GAGEY, Une crise sans précédent, en Trouble dans…, 26.
104
NÉSTOR CORONA, Verdades y sentido, texto inédito, 2013.

44
(como la del progreso indefinido) está en crisis y, para muchos, en vías de extinción. Un
filósofo como Rémy Brague lo afirma de manera lapidaria: “El proyecto ateo de los
tiempos modernos ha fracasado”. El “humanismo exclusivo” en el que el hombre moderno
se consideró “el ser más elevado, que no tolera a nadie por encima de él”, ese humanismo
termina siendo imposible. Y no tanto, como pensaba De Lubac, porque haría inhumano al
hombre, sino porque, simplemente, lo destruye105. Volvemos a encontrar ese nihilismo
antropológico al que ya hice referencia. También Fabrice Hadjadj apunta en esta dirección
cuando se pregunta: “¿cuál es la especificidad de nuestra época? El progresismo se ha
hundido. Ya no creemos más en un futuro feliz. Es un hecho. Y el catastrofismo tiende a
generalizarse… Se trata, pues, del fin del humanismo progresista. Y todo parece tender,
hoy, hacia lo que podría llamarse lo anti-humano o lo post-humano” 106. Las lecturas de la
crisis antropológica son convergentes, y plantean el siguiente interrogante: al eclipsarse el
sujeto moderno, ¿quién ocupará ese lugar vacío? ¿Qué nueva comprensión e interpretación
del hombre? Se diría que la posmodernidad no la ha encontrado aún y que, bajo el
predominio de la racionalidad tecnocientífica, esa ausencia de interpretación se intensifica
y se instala culturalmente como dolorosa y profunda ausencia de identidad, soñando tal vez
–pero se trata de una pesadilla– con el hombre-robot, un “casi humano”, o también con la
extinción absoluta de la humanidad, para así liberar al planeta de su implacable predador.

4. Es aquí que la Iglesia, a través de una teología atenta y sensible al drama epocal, a la
crisis antropológica, intentará desarrollar una racionalidad ensanchada, amplia, inclusiva,
que, desde la fe, toque y sane la racionalidad herida del hombre actual y le presente un
horizonte más grande que el del nihilismo. Esa teología, que puede contribuir a la
legitimación de lo auténticamente humano, y de lo humano más que humano, no deberá
entonces presentarse como “teología de escritorio”, es decir, como un discurso teórico ya
conocido y descontextualizado, abstracto. Como afirma Gagey, “al cuestionamiento del
hombre por parte del nihilismo, el creyente sabe qué responder. Sabe que el fin último del
hombre está en el Dios que le da Vida (san Juan), que le abre las puertas del reino
(Sinópticos), que lo justifica (Pablo). Pero hoy, estas respuestas suenan como respuestas de
catecismo en la medida en que todavía no han sido pensadas, es decir, que no han sido
experimentadas y re-enunciadas nuevamente a partir de una confrontación rigurosa con el
contexto contemporáneo en lo que éste tiene de inédito en la historia de la humanidad. Lo
que se requiere, como diría De Lubac, es la inteligencia, por medio de la fe, de la
condición del hombre posmoderno”107.

La teología, en busca de esa inteligencia, podrá abordar, con los recursos inagotables que
le brinda la Palabra de Dios, esta novedad antropológica, con la convicción de que ella –
esa novedad que se presenta como grave crisis– forma parte de su inteligencia del Misterio
de un Dios-Alianza. Me limito a señalar lo que, a mi juicio, resulta esencial. Ante todo, la
teología cuenta con el recurso de la confianza que le da saber que, por más difícil e inédita
que sea la situación actual, el anuncio del Evangelio es siempre posible. Así lo afirma
Francisco: “En todos los momentos de la historia están presentes la debilidad humana, la
búsqueda enfermiza de sí mismo, el egoísmo cómodo y, en definitiva, la concupiscencia
que nos acecha a todos. Eso está siempre, con un ropaje o con otro; viene del límite
humano más que de las circunstancias. Entonces, no digamos que hoy es más difícil; es
distinto” (E.Gaudium 263).

105
RÉMY BRAGUE, Le propre de l’homme. Sur une légitimité menacée, Flammarion, Paris 2013, 35, 21, 36.
106
FABRICE HADJADJ, en AAVV: Regards sur notre temps, Entretiens avec Anne Christine Fournier, Mame
2013, 103.
107
GAGEY, o.c., 29.

45
En segundo lugar, el recurso de llevar en el corazón la experiencia del amor de Jesús, como
lo dice hermosamente Evangelii Gaudium: “Puestos ante Él con el corazón abierto,
dejando que Él nos contemple, reconocemos esa mirada de amor que descubrió Natanael el
día que Jesús se hizo presente y le dijo: «Cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Jn
1,48). ¡Qué dulce es estar frente a un crucifijo, o de rodillas delante del Santísimo, y
simplemente ser ante sus ojos! ¡Cuánto bien nos hace dejar que Él vuelva a tocar nuestra
existencia y nos lance a comunicar su vida nueva! Entonces, lo que ocurre es que, en
definitiva, «lo que hemos visto y oído es lo que anunciamos» (1 Jn 1,3). La mejor
motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, es
detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón. Si lo abordamos de esa manera, su belleza
nos asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez. Para eso urge recobrar un espíritu
contemplativo, que nos permita redescubrir cada día que somos depositarios de un bien que
humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva. No hay nada mejor para transmitir a los
demás... Cada vez que uno vuelve a descubrirlo, se convence de que eso mismo es lo que
los demás necesitan, aunque no lo reconozcan: «Lo que ustedes adoran sin conocer es lo
que les vengo a anunciar» (Hch 17,23)” (EG 264.265).

Finalmente, a partir de esta experiencia del amor de Jesús, el recurso de la vida teologal:
fe, esperanza, caridad. Si desde ellas reafirmamos –como lo pensaba Pascal– que el
hombre supera infinitamente al hombre, entonces podremos sospechar –como sostiene
Bertrand Vergely– que el nihilismo actual está movido también él –como nosotros los
creyentes– aunque oscuramente y sin reconocerlo, por la sed de absoluto: “no quiere nada
porque quiere todo”108. Ese descubrimiento puede señalar el inicio de un encuentro
evangelizador inesperado e inédito con el hombre posmoderno, encuentro en el que podría
guiarnos, con maestría inigualable, el nihilismo evangélico de san Juan de la Cruz: “Para
venir a gustarlo todo, no quieras tener gusto en nada; para venir a poseerlo todo, no
quieras poseer algo en nada; para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada; para
venir a saberlo todo, no quieras saber algo en nada...”109. En estas palabras se transparenta
la pardoja central de nuestra fe: la plenitud sobreabundante de Dios –el todo, el absoluto–
se nos muestra y se nos da en el vacío, o mejor, en el vaciamiento de toda idolatría y de
toda antropolatría. Esta paradoja, esta racionalidad paradojal, debe habitar y estructurar el
pensamiento teológico, haciéndolo plenamente teologal.

Por eso, a mi juicio, la referencia a san Juan de la Cruz puede resultar decisiva para que la
teología cumpla hoy su función evangelizadora. Como bien señala Alain Cugno, hay en el
pensamiento del místico español una antropología centrada en el deseo y en la acción
divinamente aniquiladora de las tres virtudes teologales sobre las potencias del alma: la
esperanza vacía la memoria, la fe provoca tinieblas en el entendimiento, la caridad crea
desnudez en la voluntad. Vacío, tinieblas, desnudez: se trata de un nihilismo anti-idolátrico
que, en su verdad más honda, es, paradojalmente, un anti-nihilismo, ya que en él se realiza
eficazmente la participación de la criatura humana en la kénosis pascual de Cristo. Por lo
tanto su cumplimiento no está en la destrucción sino en una eminente deconstrucción
teologal que libera al deseo de su natural inmanencia para abrirlo paradojalmente, a
través de la ausencia del Amado, a una trascendencia que anticipa, ya ahora, la anhelada
unión con Dios, la ansiada coincidencia entre deseo y plenitud. Ese acontecimiento

108
BERTRAND VERGELY, en AAVV, Regards sur notre monde, Entretiens avec Anne Christine Fournier,
Mame 2012, 16.
109
JUAN DE LA CRUZ, Subida del Monte Carmelo, Noche activa del sentido, cap.13, 11, BAC , Madrid 1973,
480.

46
inefable, lejos de hacernos abandonar la racionalidad, nos permite reencontrarla, pero
ahora ensanchada, ampliada, renovada desde Dios; y nos da experimentar que lo que
parecía superficial e insípido tiene, en realidad, una profundidad infinita. Todo el desafío
está en llegar a darnos cuenta, en volvernos atentos a ese “no se qué” de un sabor muy
particular y tenue, apenas perceptible, un sabor del orden de lo deleitable y gozoso110.

Poniendo en acto estos y otros recursos provenientes de su riquísima tradición, la teología


hará deseable lo cristiano, no abstractamente, sino como antropología vivida, vivida en la
comunión festiva, en una nueva “imaginación de la caridad” (Juan Pablo II). Jean-Luc
Marion decía, en una entrevista reciente que “para vivir humanamente, hay que vivir un
poco divinamente”. Este vivir un poco divinamente florece allí donde se reconoce que la
criatura humana es divina, es decir, amada, amada por algo que la trasciende 111. “El amor
no es algo que tengamos que defender nosotros, es algo que nos va a defender a nosotros…
Es así como se sale del nihilismo”112.

5. Voy cerrando esta reflexión, orientada a proponer una teología evangelizadora y


evangelizada, evangelizadora porque evangelizada también por la crisis epocal, cuyo
punto de partida es la Iglesia como hospital de campaña, que intenta discernir la herida
esencial del hombre actual, y que, finalmente, busca sanar y recrear la dignidad de lo
humano abriéndolo, individual y comunitariamente, a un plus deleitable de vida y de
amor. El ser humano no está abandonado y solo en un universo indiferente en el que nada
tiene sentido. Por el contrario: “La verdad más profunda sobre el ser humano –señala
Kasper– es que Dios, en su amor, nos ha creado milagrosamente y que luego, al alejarnos
de él, no nos ha dado por perdidos, sino que más bien nos ha restablecido y ha restablecido
nuestra dignidad de un modo aún más maravilloso… Este mensaje del Dios de la
compasión solo podemos proclamarlo con credibilidad si también nuestro lenguaje está
signado por la compasión”113.

El logro de un “lenguaje signado por la compasión” nos invita a preguntarnos de qué


manera se refracta, en cada una de las disciplinas de nuestra Facultad, la luz que proviene
del discernimiento de la herida epocal y del lugar central que deseamos otorgarle a la
misericordia como fuente de lucidez evangélica: Filosofía, Humanidades, Historia de la
Iglesia, Sagrada Escritura, Teología Moral, Teología Pastoral y Teología Sistemática:
todos estos Departamentos –a los que, de manera más o menos explícita he hecho
referencia en mi reflexión– que conforman la arquitectura académica de nuestra Facultad,
pueden aunarse en una conversación que nos enriquezca, nos interpele, y nos estimule a
todos a llevar “en el corazón la finalidad evangelizadora de la Iglesia”.

En la Iglesia “hospital de campaña”, y por lo tanto en la Facultad de Teología, deseamos


que las heridas del hombre actual y la sobreabundante misericordia divina se encuentren en
nuestro corazón y nuestra mente. Eso es “Evangelio puro”, como dice Francisco. Al iniciar
este año académico 2014 los invito a todos a recibir con generosidad renovada la palabra
de Jesús al concluir la narración de ese relato ejemplar de la misericordia que es la
parábola del buen samaritano: “Ve y haz tú lo mismo”.

Muchas gracias.
110
N.del A.: Este párrafo se inspira en: ALAIN CUGNO, L’anthropologie de Jean de la Croix, curso inédito,
2011.
111
HADJADJ, o.c., 108.
112
JEAN-LUC MARION, en Regards sur notre monde …, 155.
113
KASPER, o.c., 157.

47
Fernando Ortega
Febrero 2014

48
Cien años de la Facultad de Teología:
la progresiva maduración de un estilo

La celebración de los cien años de la Facultad de Teología constituye un hecho de singular


relieve no sólo para nosotros sino también para la Universidad Católica y para la Iglesia
argentina y latinoamericana. Al coincidir con los cincuenta años de la clausura del Concilio
Vaticano II, dicha celebración dilata nuestro corazón hasta las dimensiones de la Iglesia
universal. Un acontecimiento de tal magnitud puede dar lugar a un sinfín de sentimientos,
reflexiones e interpetaciones. Seguramente cada uno de nosotros, reunidos hoy aquí para
iniciar el Año Académico 2015, posee una manera propia de sentir y de vivir este
centenario. Mi palabra será, necesariamente, limitada. Pero confío en que los años –ya
lejanos– en que asistí a la Facultad como alumno, sumados a los ya más de veinte como
profesor, incluidos los cuatro años como decano, transcurridos en la convivencia fraterna
con colegas, alumnos y administrativos, en el diálogo y la conversación académica, como
también en la laboriosa cotidianeidad de la gestión, me habiliten a proponer algunas ideas
que posean la suficiente amplitud como para expresar un sentimiento común acerca de
nuestra querida Facultad.
Hace una década, cuando celebramos los noventa años, el padre Carlos Galli, entonces
decano, nos ofreció una reflexión muy rica y completa acerca de esta casa de estudios “en
tres niveles –histórico, teológico y pedagógico–” como él mismo aclara.114 Le comenté a
Carlos que ese discurso ejemplar debía ser conocido hoy nuevamente, y le propuse
entregar una copia del mismo a cada asistente a este acto académico inaugural. A partir de
ese texto, quiero dedicar esta lectio a la conmemoración de los cien años a través de lo
sugerido en el título de esta reflexión: la progresiva maduración de un estilo. Resulta
significativo que, en los inicios del milenio, monseñor Ricardo Ferrara, en su último
discurso como decano, se haya referido, hablando de la Facultad, al “estilo integrador de
nuestra tradición… un estilo que buscó aunar lo científico y lo pastoral, lo clásico y lo
moderno, lo plural y particular de nuestra docencia en lo unitario y universal del magisterio
eclesial”. La categoría “estilo”, como sabemos, se ha impuesto hoy, gracias a varios
115

autores, como una clave para interpretar el Concilio Vaticano II. Con ella se designan
rasgos esenciales del mismo, a saber, una actitud, una sensibilidad, un modo de pensar y
proponer la fe con relación al mundo contemporáneo, a su cultura; actitud, sensibilidad y
pensamiento que se expresan en un lenguaje novedoso, fraterno, poético, amistoso y en una
esperanzada acción pastoral caracterizada por la misericordia y el diálogo con la cultura;
un “aggiornamento” de la Iglesia, que se redescubre a sí misma desde el designio divino
salvífico y universal. Son rasgos que se reflejan intensamente también en nuestra Facultad,
confiriéndole su estilo. Mi reflexión transitará por cuatro momentos:
1- Recordar algunos puntos del discurso de Carlos Galli.
2- Subrayar la importancia del Concilio Vaticano II y del estilo de Pablo VI en la
actual configuración espiritual e intelectual de nuestra Facultad.
3- Considerar el presente a través de las indicaciones de Francisco acerca de la
teología.
4- Compartir una reflexión personal acerca del centenario de nuestra Facultad.
*
114
C.GALLI, Nuestra Facultad de Teología en perspectiva histórica hacia su centenario, Discurso de
Apertura del Año Académico 2005, Teología 88 (2005) 667-698.
115
R. FERRARA Nuestra Facultad en la coyuntura y en su tradición, Teología 79 (2002) 172.

49
1- Los noventa años de la Facultad
Mi evocación del texto de Carlos Galli debería, idealmente, ser precedida por alguna
referencia al estudio de monseñor Guillermo Durán intitulado: “Orígenes de la Facultad
de Teología. Contexto histórico y Breve fundacional”, que forma parte del libro que
publicaremos este año con la historia de la Facultad de Teología. No me es posible hacerlo
acá. En cuanto al texto de Galli, me limito a poner de relieve tres aspectos que, a mi juicio,
ayudan a entender los fundamentos que caracterizan el estilo de nuestra Facultad.
a- Después de referirse al nacimiento y desarrollo de las Universidades en Europa, a
partir de la alta Edad Media, y en América latina, y de señalar la progresiva desaparición
de las facultades de teología de los ámbitos universitarios públicos, Galli señala
acertadamente que “ese proceso llevó a que el estudio de la teología se redujera al ámbito
de la formación sacerdotal en los seminarios mayores tridentinos. Esto afectó el desarrollo
de una teología más científica, que perdió relevancia en la sociedad y quedó debilitada en
su diálogo con la cultura.” Esta situación de penuria para la teología fue asumida y
corregida, en nuestro país, a través de dos pasos decisivos.
El primero consistió en la erección de la Facultad de Teología. Ya iniciado el siglo
XX, “por pedido de los obispos argentinos, el 23 de diciembre de 1915, el Papa Benedicto
XV erigió la Facultad de Teología junto con una Facultad de Filosofía en el Seminario
Mayor de Buenos Aires.” Durante los primeros cuarenta años, la enseñanza estuvo a cargo
de los Padres jesuitas. Luego, “con el apoyo de la Compañía de Jesús y la anuencia del
arzobispo de Buenos Aires, durante la década de los años cincuenta, y especialmente desde
1957, el clero de la Arquidiócesis fue asumiendo progresivamente la enseñanza y el
gobierno de la Facultad hasta quedar a cargo de la misma en 1960.”
El segundo paso se dió el 16 de julio de 1960, cuando, por un decreto de la Santa
Sede, la Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, fundada dos
años antes, fue reconocida como Pontificia, y la Facultad de Teología fue integrada en la
Universidad como la primera de sus facultades. En 1964 el Claustro de profesores eligió,
por primera vez, una terna de candidatos para el cargo de Decano… y concedido el Nihil
obstat de la Santa Sede, el Gran Canciller Cardenal Antonio Caggiano nombró al Pbro. Dr.
Lucio Gera como primer Decano. El 9 de marzo de 1965 –es decir hace hoy exactamente
cincuenta años– Gera asumió la función y, en su discurso, destacó el valor científico y
pedagógico de los profesores y la dedicación al estudio por parte de los alumnos como
“las fuerzas claves para estructurar internamente nuestra Facultad”.
b- La recuperación del estatuto científico de la teología –a través de la erección de
la Facultad– y la adquisición de un perfil universitario –a través de su inserción en la
UCA– se articuló con otro rasgo decisivo para el feliz desarrollo de la Facultad de teología,
a saber, una temprana conciencia de la relación entre teología y santidad. Como indica
Galli, “en 1951 apareció el primer escrito del joven sacerdote Eduardo Pironio en una
publicación teológica. El escrito de Pironio lleva por título Teología y santidad… sugiere
que los santos son los mayores teólogos y que los más grandes teólogos han sido
reconocidos santos. En plena mitad de la centuria pensaba que el siglo XX debía ser un
siglo de santos y, por eso, un siglo de teólogos.”
c- En tercer lugar, otro de los elementos que configuran el estilo de nuestra
Facultad es el hecho de la recepción que sus profesores hicieron del Concilio Vaticano II.
La vida de la Facultad se ha ido renovando según las orientaciones del Concilio. Dice Galli
que “nuestra Facultad, que fue una de las primeras en dedicar dos comentarios a Lumen
gentium y Gaudium et spes, hizo un intenso trabajo de reflexión sobre sí misma a la luz de
las orientaciones conciliares y posconciliares, que ha quedado reflejado en las sucesivas

50
versiones de sus Estatutos y en la renovación periódica de sus planes de estudio.” El
testimonio de Carmelo Giaquinta, que fue decano de la Facultad, y que Galli recoge en su
discurso, es elocuente. Afirma que, después del Concilio, “la importancia de la noción
Pueblo de Dios se hizo muy aguda en el ambiente de la Facultad”. Reconoce que, “con el
grupo de profesores que venía de fines de los cincuenta y con otros que se fueron
incorporando, tratamos de llevar adelante los ciclos y cursos asumiendo el espíritu y la
letra del Concilio Vaticano II”. 116

Dejo aquí el texto de Carlos Galli, que podrán leer en su totalidad, reteniendo los tres
elementos que, siendo fundacionales, contribuyeron a plasmar el “estilo integrador” que
caracteriza a nuestra Facultad: a) el nivel y la seriedad científico-universitaria de su
actividad académica, b) la relación entre teología y santidad, que señala el ideal de vida
cristiana que anima nuestros estudios, y c) la recepción del espíritu y la letra del Concilio
Vaticano II en nuestros estatutos y planes de estudio. A este último aspecto me quiero
referir ahora de manera especial.
2- El Concilio Vaticano II y estilo de Pablo VI
a) Concilio Vaticano II
Acabamos de evocar, a través del testimonio de Carmelo Giaquinta, la recepción del
espíritu y la letra del Concilio por parte de numerosos profesores, con la consiguiente
impronta sobre el estilo de la Facultad. Ese testimonio podría multiplicarse.
Afortunadamente tenemos la posibilidad de valorar el impacto que el Concilio tuvo sobre
la teología en esta Facultad a través de libros y de artículos que nuestros profesores
publicaron en la revista Teología. Ahora prefiero subrayar unos pocos aspectos esenciales
como para mostrar, especialmente a los más jóvenes, la novedad vivificante que significó
el Vaticano II para la teología, no sólo acá en nuestra Facultad, sino de manera universal.
Ante todo, como afirma Lafont, “creo firmemente que el fruto del Vaticano II, después de
una larga historia, es finalmente el de hacer prevalecer el tema del amor en la
interpretación y la práctica del pensamiento y de la vida cristianas. Dios es Amor y
debemos amarnos los unos a los otros, en la luz de este Amor que nos ha comunicado
Jesucristo. Por cierto lo sabíamos desde el principio, pero gracias al Vaticano II, hoy lo
sabemos mejor.” Retomaré más adelante esta idea de Lafont.
117

Junto a este primado del agape, conviene destacar la renovada consideración del carácter
histórico de la revelación divina. Puede decirse que todo lo demás brotó a partir de esta
novedad. Ese fue el gran mérito de Dei Verbum: “El primer impacto del Concilio, señala
Claude Geffré O.P., fue lo concerniente a la cuestión de la revelación. Dei Verbum fue un
gran texto que renovó nuestra teología fundamental… Significaba el fin de la apologética
racional y la certeza de que la teología fundamental era parte integrante de la teología. Se
comprendió mejor que no se podía optar por una tal teología fundamental sin tener otra
concepción de la revelación, es decir, una revelación que no sería ya simplemente un
corpus doctrinal sino la comunicación de Dios en la historia… Podría decirse que la
historicidad y la experiencia son dos valores fundamentales que han sido confirmados por
el Concilio Vaticano II en la experiencia de lo que es la teología”.118
Como último ejemplo elijo a Gaudium et Spes, para señalar el cambio de actitud de la
Iglesia hacia el mundo, con la consecuencia que ese giro copernicano tuvo para la teología.
116
La Facultad de Teología ‘Inmaculada Concepción’: I. 1945-1960: De la restauración de la Facultad a la
entrega al Clero; II. 1959-1968: Una Facultad de Teología para el Pueblo de Dios; III. 1969-1979: Una
Facultad en tiempos críticos.
117
GHISLAIN LAFONT, L’Église en travail de réforme, Cerf, Paris 2011, 17.
118
http://www.formations06.catholique.fr/sites/formations06.catholique.fr/IMG/pdf/pdf_claude_geffre.pdf, 3.

51
Santiago Madrigal nos dice que la Constitución Gaudium et Spes es “la clave hermenéutica
del Concilio.” Según este autor, con este documento se introduce “un nuevo modo de
119

hacer teología, según el cual los ″signos de los tiempos″ se transforman en lugares
teológicos, y los problemas más concretos y contingentes del mundo moderno entran a
formar parte de su agenda y su reflexión”. Por otra parte, según el mismo teólogo, en los
120

tres primeros capítulos de la Constitución “se encuentra condensado el llamado ″giro


antropológico″ de la teología”, es decir, “una ″cristología conciliar″ que es una
antropología cristocéntrica…” 121

Para Geffré, “lo que ha significado esta Constitución es la idea de que la Iglesia debe
también estar a la escucha del mundo. Ella es siempre Mater et magistra, es siempre
Iglesia docente, guardiana de un depósito que es el depósito de la fe, pero al mismo tiempo
ella debe estar a la escucha de lo que germina en la conciencia humana. Y pienso que el
Concilio nos ha enseñado que no podíamos oponer la Palabra de Dios consignada en el
corpus de las Escrituras a la palabra de Dios que se busca, que se murmura, bajo la forma
de un llamado de la conciencia humana…”.122
Esta breve mención de dos documentos centrales del Vaticano II señala algunas de las
consecuencias que éste tuvo para la teología y que, a través del esforzado trabajo reflexivo,
orante y comunitario de nuestros profesores fundadores, contribuyeron a perfilar el “estilo
integrador” de esta Facultad. Muchos de nosotros, como alumnos, tuvimos el privilegio de
conocer a esos profesores que asimilaron el espíritu y la letra del Concilio. Algunos de
ellos participaron activamente en la recepción del Vaticano II que realizaron las
Conferencias Generales del Episcopado latinoamericano, a partir de Medellín, cuyos
respectivos documentos, asimilados y comentados doctrinal y pastoralmente, son también
constitutivos de nuestro estilo teológico.
b) El estilo de Pablo VI
Cuando se habla del “estilo” de Pablo VI no se hace referencia solamente –señala
123

Michael Gallagher S.J.– a su estilo literario, ya de por sí notable por su espíritu de


conversación, una “poética del diálogo”, como si siempre estuviese en presencia de un
124

interlocutor, sino a una actitud fundamental, a su “sensibilidad cultural”, a su


interpretación del mundo moderno: “estaba muy atento a las complejas corrientes de la
modernidad del mundo que lo rodeaba, particularmente en el campo del arte, de la
literatura y del pensamiento, y junto a esta lúcida atención, tenía una extraordinaria
comprensión también hacia aquellas tendencias que no podía aceptar plenamente… quería
escuchar y comprender, antes que juzgar. Esta es una clave de lectura para su estilo: indica
su particular capacidad para escuchar la historia, para escuchar a una gran variedad de
personas, y por lo tanto su apertura cultural.” En síntesis, el estilo personal de Pablo VI
125

“fue un estilo de apertura y de diálogo, de una lectura perspicaz pero positiva de la


situación moderna, y sobre todo, de esperanza en que el Concilio… lograse crear lenguajes
pastorales nuevos y eficaces para la fe actual.”

119
MADRIGAL SANTIAGO, Rileggere la “Gaudium et Spes”. Una Chiesa per il mondo, en La Civiltà
Cattolica 3945 (2014), 242.
120
Ibid., 241.
121
Ibid., 236.
122
http://www.formations06.catholique.fr/sites/formations06.catholique.fr/IMG/pdf/pdf_claude_geffre.pdf, 4.
123
Para el desarrollo de este tema recurro al artículo de Michael Paul Gallagher S.J., Lo stile di Paolo VI e lo
stile del Vaticano II, en La Civiltà cattolica 3943 (2014), 3-18.
124
Ibid., 9.
125
Ibid., 5.

52
Sin desconocer ni negar la importancia del Magisterio de Juan Pablo II o de Benedicto
XVI, no dudaría en afirmar que ha sido Pablo VI quien más ha influido en el estilo de la
Facultad que actualmente somos. Sin Ecclesiam suam o Evangelii nuntiandi no seríamos
quienes somos hoy, teológicamente hablando. ¿Cómo no reconocer su inspiración –directa
e indirecta, a través del Vaticano II– en el estilo testimonial y evangelizador que anima a
nuestra Facultad y que, a la vez, señala un ideal a alcanzar siempre con mayor perfección?

3- Hoy: la palabra de Francisco


Al abordar esta cuestión, cambia nuestra perspectiva temporal: entramos en el presente de
nuestra Facultad, de su estilo. Arraigadas en la actualidad del Evangelio –“el Vaticano II
ha sido una relectura del Evangelio a la luz de la cultura contemporánea”, dirá Francisco a
Spadaro en una conocida entrevista – las ideas de Francisco acerca de la teología son
126

todavía demasiado recientes como para percibir lo que ellas pueden agregar a nuestro estilo
integrador. Pienso, personalmente, que ellas son un llamado a tener en cuenta ciertas
actitudes en función de hacer de la teología una expresión auténtica de la vida eclesial.
A partir del gran marco de referencia de Evangelii gaudium, y examinando los pasajes de
sus discursos y homilías, se perciben dos o tres temas recurrentes, ideas fuertes que
permiten captar los acentos que Francisco pone en la cuestión de la teología. ¿Cuáles son?
Intentaré señalarlos.
Ante todo cabe subrayar, como primera idea, que no toda teología es, para el Papa,
auténtica teología. No es auténtica la teología “de escritorio” (EG 133), “de laboratorio”;
ni tampoco la teología de quien “no reza y no adora a Dios [y] termina hundido en el más
desagradable narcisismo… [que] es una enfermedad eclesiástica”; no es tampoco auténtica
la teología de quien “se complace en su pensamiento completo y acabado”, como tampoco
la teología de quien, careciendo de una “actitud de humanidad”, es incapaz de percibir “la
bondad y la belleza de pertenecer a una familia de trabajo” 127; tampoco es auténtica la
teología de quien “no tiene el Espíritu de Dios”.128
¿Cuáles son entonces los rasgos de una auténtica teología, según Francisco?
Fundamentalmente creo que son tres. El primero lo expresa en EG 133. Se trata de la
relación entre teología y evangelización: “Convoco a los teólogos a cumplir este servicio
como parte de la misión salvífica de la Iglesia. Pero es necesario que, para tal propósito,
lleven en el corazón la finalidad evangelizadora de la Iglesia.”
El segundo rasgo de la auténtica teología lo expresa Francisco a través de la fórmula
balthasariana: “hacer teología de rodillas”; el tercero tiene que ver con la Virgen María, en
quien ve la realización de la más pura y auténtica teología. Consideremos un poco más
detenidamente estos dos últimos aspectos del “estilo” que Francisco quiere imprimir no
tanto en los contenidos de la teología, sino en la actitud de los teólogos y teólogas.
Prioridad de la fides qua, que se percibe al recorrer los textos.
Hacer teología de rodillas. La expresión, como sabemos, proviene de un texto de Von
Balthasar que se intitula “Teología y santidad”, como el artículo de Pironio al que me referí
anteriormente. Hacer teología de rodillas es, a mi juicio, algo más que rezar para luego
pensar la teología: se trata de la reciprocidad dinámica entre pensar y rezar, es pensar
rezando y rezar pensando; es a la vez una piedad o santidad del pensamiento y una lucidez
orante; es, por encima de todo, una humildad que nos permite poner nuestro corazón en
sintonía afectiva, cordial, gozosa con el maius inagotable del corazón del Padre,
126
A. SPADARO, “Intervista a Papa Francesco”, en La Civiltà Cattolica 3918 (2013), 467.
127
Todas estas citas son del Discurso en la Universidad Gregoriana, 10 de abril de 2014.
128
Homilía en Santa Marta, 2 diciembre 2014.

53
manifestado en Jesucristo y comunicado por el Espíritu; es sabernos gozosamente
pequeños ante el exceso del Dios de Jesucristo, gozosos porque esa bendita humildad nos
permite intuirlo siempre más grande, siempre más amable, siempre más admirable, siempre
más bello y verdadero. “Hacer teología de rodillas” es una manera de vivir, es una manera
de ser, en la cual la relación entre razón y fe es íntima y dinámica compenetración, y no
mera yuxtaposición entre lo accesible y lo inaccesible a la razón natural. A eso se refirió
Benedicto XVI en un discurso en el que hace referencia a la “teología de rodillas”.
Escuchémoslo: “Dios no es jamás simplemente el objeto de la teología; al mismo tiempo,
también es siempre su sujeto vivo… En su anhelo de obtener el reconocimiento de un
riguroso carácter científico en el sentido moderno, la teología puede perder el aliento de la
fe. Pero así como una liturgia que olvida dirigir la mirada a Dios es, como tal, casi
insignificante, de igual modo una teología que ya no está animada por la fe, deja de ser
teología; acaba por reducirse a una serie de disciplinas más o menos relacionadas entre sí.
En cambio, donde se practica una "teología de rodillas", como pedía Hans Urs von
Balthasar , no faltará la fecundidad para la Iglesia...”
129 130

En cuanto a la dimensión mariana de la teología, las dos menciones más importantes están
ubicadas nada menos que en sendos discursos a los miembros de la Comisión Teológica
Internacional. En el primero de ellos, del 6 de diciembre de 2013, el paradigma mariano
señala, a mi entender, lo que para Francisco constituye el órgano esencial de la teología: el
corazón, inseparable de la humildad orante, recién evocada. Es en el corazón donde
madura la teología como sabiduría: “en la escuela de la Virgen María, que «conservaba
todas estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,19), el teólogo busca iluminar la
unidad del designio de amor de Dios y se compromete a mostrar cómo la verdad de la fe
forma una unidad orgánica, armoniosamente articulada”, afirma Francisco. En el segundo
discurso, del 5 de diciembre de 2014, Francisco evoca a la Virgen como “maestra de la
auténtica teología”. La idea anterior, de la teología como sabiduría, se enriquece con
aspectos muy específicos del arquetipo mariano, a saber: escucha, contemplación, cercanía
a los problemas de la Iglesia y de la gente, docilidad a la acción del Espíritu y, agrega
Francisco, “todos los recursos de su genio femenino”. No nos extraña entonces que, en este
discurso, Francisco haya destacado la importancia de la mujer en el campo de la teología:
“en virtud de su genio femenino, las teólogas pueden mostrar, en beneficio de todos,
ciertos aspectos inexplorados del insondable misterio de Cristo, «en el cual están ocultos
todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» (Col 2, 3). Os invito, pues, a sacar el
mayor provecho de esta aportación específica de las mujeres a la inteligencia de la fe.”
¿Qué podemos atesorar para nuestra Facultad de las advertencias e indicaciones de
Francisco? Si las primeras son un llamado a la conciencia de cada uno de nosotros para que
estemos atentos a posibles distorsiones –por cierto graves– en nuestra vocación teológica,
las indicaciones acerca de la auténtica teología son una invitación a articular cada vez
mejor la teología con una vida cristiana sincera y profunda, con la santidad. Es decir que
tanto unas como otras nos pueden ayudar a seguir madurando nuestro estilo integrador. Y
en cuanto al “genio femenino”, hace ya tiempo que nuestra Facultad se ve beneficiada por
la presencia de teólogas –y también de filósofas y humanistas– que están plenamente
incorporadas a ella y son parte esencial de su estilo integrador.

4- Una reflexión personal acerca del centenario de nuestra Facultad

129
H.U.VON BALTHASAR, Theologie und Heiligkeit, Aufsatz von 1948, en Verbum Caro. Schriften zur
Theologie I, Einsiedeln 1960, 195-224.
130
Discurso a los monjes cistercienses de la Abadía de Heiligenkreuz, 9 de septiembre de 2007 (la cursiva es
nuestra).

54
A la luz de todo lo expuesto hasta aquí, resulta claro que celebrar los cien años de la
Facultad es algo más que conmemorar el centenario de una mera institución académica,
universitaria. Lo que está en juego en esta casa de estudios invita a ir más allá de la simple
evocación de una fecha que señala el tiempo transcurrido desde su fundación; lo que está
en juego en ella hace estallar incluso la idea común de “facultad”. ¿Es una facultad? Sí.
¿Cumple cien años? Sí. Pero lo que está en juego en ella nos introduce en una paradoja,
que puede formularse así: celebrar su historia centenaria nos impulsa a redescubrir su
dimensión trans-histórica, porque lo temporal y lo eterno son dos dimensiones
inseparables del acto de fe cristiano: creemos en Jesús, confesado como Hijo de Dios. 131

Dicho de otro modo: vista con los ojos de la fe, la línea histórica horizontal, que simboliza
los cien años cronológicos, está entramada con la irrupción trans-histórica vertical del
misterio de Dios. “El tiempo de la fe no es el chronos, que corresponde a la pura razón
(nóos-noûs), sino más bien el kairós, el de la visitación (el logos del prólogo de san Juan)
… Fiel al Logos divino, la teología no será nunca, no lo es, encierro, sino apertura. En ella
hay una racionalidad de trasgresión de lo simplemente real-fáctico”.132
El misterio de Dios, en esta Facultad, no es sólo el mero Objeto de un saber humano,
porque “la teología cristiana –señalaba Benedicto XVI– no es jamás solamente un discurso
humano sobre Dios, sino que al mismo tiempo es siempre el Logos y la lógica en la que
Dios se revela”. Si así no fuese, no tendría sentido “hacer teología de rodillas”. Por lo
tanto, aquí aprendemos, celebramos y anunciamos que todo es más de lo que parece ser,
que todo es icónico, y lo es dinámicamente, como acontecimiento: lo invisible acontece en
lo visible, lo eterno en lo temporal, el todo en el fragmento, lo divino en lo humano. Eso, la
unión vital de estas dos dimensiones, es lo que está en juego en nuestra Facultad, en toda
nuestra Facultad: en sus aulas, en las clases y cursos que allí se dictan, en la comunidad
académica, en la comunidad de alumnos, en la comunidad administrativa, en las reuniones
de consejo, en las tareas tutoriales, en nuestros almuerzos y festejos. En todo se trata,
siempre, del encuentro vivo, dinámico, entre lo humano y lo humano-más-que-humano. Si
no fuese así, estaríamos celebrando los cien años de una institución más, como tantas otras.
En la lectio del año pasado contemplé a nuestra Facultad de Teología a la luz de la imagen
empleada por Francisco al hablar de la Iglesia como un “hospital de campaña”. Mi
conclusión consistió, sintéticamente, en afirmar que, si la Facultad forma parte de ese
hospital de campaña, cuya misión es curar heridas, la Misericordia divina podía y debía
ocupar un lugar más que central en nuestra inteligencia y enseñanza del misterio del Dios
de la Alianza, en este momento concreto de la historia. Me pregunté entonces cómo se
refractaría esa centralidad de la Misericordia en las diversas disciplinas que constituyen
nuestro plan de estudios.
Creo que los aspectos señalados por el Papa –finalidad evangelizadora, hacer teología de
rodillas, la dimensión mariana de la teología– permiten ahondar y reformular esa
propuesta. Lo hago usando las palabras de Francisco cuando dice, como acabamos de
escuchar, que existen “ciertos aspectos inexplorados del insondable misterio de Cristo”. A
partir de esta idea me pregunto: ¿cómo se articulan, en nuestra teología, lo que ya
conocemos acerca de Dios y esos “aspectos inexplorados del misterio”, es decir, lo que
todavía no conocemos? Se trata siempre del mismo y único Dios, Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Pero ese Dios nos excede siempre en el misterio de su amor insondable e
inagotable. Nos excede en sí mismo, nos excede en su Revelación, en su presencia en el ser
humano, en la historia, en la Iglesia. Nos excede por todas partes, a tal punto que, como
131
Cf. YVES SIMOENS S.I., La rivalutazione storica del quarto Vangelo, en La Civiltà Cattolica 3941 (2014),
360.
132
A.GESCHÉ, La paradoja de la fe, Salamanca, Sígueme 2013, 89.

55
señala santo Tomás, “no sabemos en qué consiste Dios” (“nos non scimus de Deo quid
est”, Iª, q.2, a.1). ¿Significa esto que no sabemos nada acerca de Él? De ninguna manera:
aunque sean desproporcionados y provisorios, nuestros conocimientos, basados en la
Revelación y la Tradición, son válidos y suficientes como para justificar la existencia de
una Facultad de Teología, de las disciplinas que se abordan en ella, conocimientos
suficientes y válidos como para estructurar los programas de nuestras materias y hablar de
Dios en nuestros cursos. Momento de la afirmación, imprescindible y necesario en nuestra
Facultad. Necesario, sí, pero no suficiente. ¿Por qué?
Precisamente porque existen “aspectos inexplorados del insondable misterio de Cristo”. El
Dios que Él nos revela es el Dios siempre mayor en su insondable Humildad, el Dios que
nos pide tener un pensamiento humilde, abierto, inacabado, para permitir que Él purifique
de toda tentación de idolatría lo que ya sabemos acerca de Él. Nuestro conocer a Dios
incluye necesariamente –para ser “auténtica teología”– un “no saber” acerca de Dios que
es algo más que una teología negativa: se trata de un no saber que es parte intrínseca de
nuestro saber, y que lo constituye propiamente en saber teologal, un no-saber que es la
señal de un exceso inaferrable, un estar sabiendo-sin-saber a Dios, más allá de todo saber;
un conocer “que supera todo conocimiento” (Ef 3,19), y que, finalmente, trae consigo el
gusto inconfundible e inefable de la eminencia. Allí desaparece toda pretensión de encerrar
a Dios en nuestro conocimiento, en nuestro discurso: en el momento de eminencia nuestras
palabras mueren y resucitan, son recibidas, acogidas y desbordadas, sin ser anuladas, por
un afectuoso rumor133 silencioso que viene de otro lado, no de nosotros, pero que colma
sorpresivamente, más allá de todo lo esperable.
Los “aspectos inexplorados del insondable misterio de Cristo” no son solamente
contenidos que aún no conocemos, sino tal vez, y ante todo, una manera nueva y aún no
suficientemente explorada de articular el no-saber y el saber, y que tiene que ver con
nuestra actitud ante el Misterio, una actitud que es lo contrario de aquella tentación
idolátrica, siempre actual, que pretende reducir lo no-sabido de Dios a lo ya-sabido acerca
de Él. Se trata de la actitud inversa: puestos “de rodillas”, y tal vez gritando como Jesús en
la Cruz, dejar que lo sabido acerca de Dios “nos abandone” (cf. Mt 27,46) y “pase” –en
pascua confiada y tal vez también temblorosa– a través de lo no-sabido, muchas veces
desconcertante y extraño, que irrumpe y nos encuentra –como les sucedió a Pedro, a Juan,
a Pablo, y eminentemente, “al iniciador y consumador de nuestra fe, a Jesús” (Heb 12,2).
Es el dinamismo de la fe: salir, como Abraham, de lo ya conocido, y caminar hacia lo
invisible prometido (cf.Heb 11). En esta actitud, que es la del mismo Jesús, lo ya sabido no
resulta destruido, sino que, al pasar por la muerte de lo no-sabido, paradojalmente se abre,
respira, canta, se transfigura, resucita, y de ese modo florece como mejor saber, aunque de
diversa naturaleza. Porque ahora, y como fruto de esa pascua, reconoce lo visible
aconteciendo en lo invisible, lo temporal en lo eterno, el fragmento en el todo, lo humano
en lo divino.
Esa gozosa experiencia de “saber-no sabiendo y no-saber sabiendo” propia del momento
de eminencia no nos aleja de la realidad concreta, más bien, por el contrario, nos sumerge
en ella, puesto que la eminencia del conocimiento se identifica con la eminencia del amor,
con un dejarnos sorprender por Dios allí donde Él prometió hacerse presente, en la
relación con el otro, con los otros: “donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy
presente en medio de ellos” (Mt 18, 20). “Reunidos en Su Nombre”: podría ser una
hermosa manera de comprender y celebrar el centenario de nuestra Facultad. Reunirse en
Su Nombre significa una cualidad de la actitud que tenemos unos hacia otros, la que se da
cuando esa relación está libre de todo residuo de violencia, de egolatría, de narcisismo, de
133
Ibid., 62, 81, 88, 89.

56
mundanidad, para hacerse puro agape, hospitalidad, escucha, donación, respeto, ternura,
aprecio, transparencia, amistad. Entonces, “Yo estoy presente en medio de ellos”. Y no es
necesario “agregar” a Dios –al Dios ya sabido– a esa reunión de amigos; porque es en ella
que Dios –el que supera todo conocimiento– se manifiesta. Así lo enseña el apóstol Juan:
“nadie ha visto nunca a Dios; si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en
nosotros” (1Jn 4,12). Y lo hace como una cualidad, como un “no sé qué” inaferrable,
inefable y gozoso, que se experimenta en el amor fraterno más concreto y en la palabra
vivificante –la que se dice aquí pero que “viene de otro lado”– que brota de esa relación,
cuando se la vive de manera radical, es decir, como agape en acto.
De aquí se siguen una posibilidad y una responsabilidad. La posibilidad es evidente: se
trata de enriquecer la teología de la Facultad de teología integrando en su estilo un
renovado impulso por amarnos, ya que en ese amor mutuo, que es puro don jubiloso y
pascual, se manifiesta Dios y renacemos nosotros, renovados. Se intensifica así la
presencia en y entre nosotros de Aquel cuyo nombre es Amor, y que es el único que le da
sentido a nuestra Facultad. Aprender teología, aprender a conocer a Dios, es aprender a
amar, porque Dios es Amor, y, como nos recordaba Luis Rivas en su ponencia sobre el
conocimiento de Dios en el Evangelio de San Juan: “para hablar de la relación entre Jesús
y el Padre aparecen utilizados en paralelo los verbos conocer y amar… Esa misma
relación de conocimiento y amor se da ahora entre Jesús y los discípulos” . En cuanto a la
134

responsabilidad, ella también es evidente: si el sentido de nuestra presencia aquí es el


amor, todo lo que atente contra ese amor vivido dificultará o impedirá la gozosa
manifestación de Dios y favorecerá el consiguiente empobrecimiento de nuestra vida
académica, colaborando al surgimiento de aquella que, según Francisco, no es auténtica
teología. Responsabilidad, también, hacia la Universidad de la que somos parte: la de
irradiar y testimoniar en ella esta experiencia y esta lucidez del agape. Y responsabilidad
evangelizadora, como parte de la Iglesia “hospital de campaña”. ¿De qué manera?
He citado más de una vez en estos años la frase de Carmelo Giaquinta cuando fue decano:
“En un mundo que camina hacia la irracionalidad, la misión de la Iglesia consistirá en
enseñarle al hombre a pensar”. Hoy modularía un poco esta afirmación, diciendo que, en
un mundo que camina hacia la irracionalidad, la misión fundamental de la Iglesia
consistirá, además, en enseñarle al hombre a amar. En la Facultad de Teología es también
ése nuestro aprendizaje continuo. Sólo así nuestra enseñanza podrá ser auténtica teología,
una teología para este tiempo histórico que nos es dado vivir. Tal vez como nunca
anteriormente se experimenta hoy la necesidad imperiosa del amor fraterno y de su lucidez
teologal para asumir y transformar creativamente en vida los gigantescos riesgos de muerte
que nos amenazan.
En el Discurso de apertura de la cuarta y última sesión del Concilio, el 10 de septiembre de
1965, Pablo VI afirmaba, con frases admirables y conmovedoras: [9] “Y no parece difícil
dar a nuestro Concilio ecuménico el carácter de un acto de amor…[13] nuestro amor aquí
ha tenido ya y tendrá expresiones que caracterizan este Concilio delante de la historia
presente y futura. Tales expresiones responderán un día al hombre que se afane en definir
la Iglesia en este momento culminante y crítico de su existencia. ¿Qué cosa hacía en aquel
momento la Iglesia católica?, se preguntará. ¡Amaba!, será la respuesta… [16] La Iglesia,
en este mundo, no es un fin en sí misma; está al servicio de todos los hombres; debe hacer
presente a Cristo a todos, individuos y pueblos, del modo más amplio, más generoso
posible; esta es su misión. Ella es portadora del amor, favorecedora de verdadera paz…”

134
RIVAS, Luis H., El conocimiento de Dios en el Evangelio de San Juan, en Teología, 114 (2014),180.

57
Apliquemos estas palabras a nuestra Facultad, para que así, al celebrar su centenario, ella
se renueve interiormente, consagrando sus mejores energías a la experiencia y la
transmisión de ese Amor, el sólo digno de fe y que es nuestra única esperanza.
Muchas gracias por su atención.

Fernando Ortega
Enero-febrero 2015

58
La Facultad de Teología en el Jubileo de la Misericordia
“Yo he venido para que… tengan Vida,
y la tengan en abundancia” (Jn 10,10)

1. La celebración del Centenario y de los cincuenta años de la clausura del Concilio


Vaticano II, constituyó un momento importante en la historia de nuestra Facultad. Dicha
celebración, que tuvo su epicentro eclesial y académico en el Congreso internacional que
realizamos en el mes de septiembre, nos brindó la oportunidad de unir un acontecimiento
de la Iglesia local con uno de la Iglesia universal, unión que destacó muy positivamente el
Papa Francisco en el mensaje que nos enviara y que escuchamos en el cierre del Congreso.
El presente año 2016 estará también signado por varios hechos relevantes, de diversa
índole: el Bicentenario patrio, el Congreso Eucarístico, el Congreso de Teologanda, el
Congreso de Alalite, la Evaluación institucional, la reacreditación ante la CONEAU de
nuestro doctorado, y el posible inicio de la Especialización en Doctrina Social de la Iglesia.
Pero el acontecimiento central, que inspirará teologalmente la vida de nuestra Facultad a lo
largo del presente año lo constituye sin duda el llamado de Francisco a celebrar un Jubileo
consagrado a la Misericordia. Y creo no equivocarme al afirmar que su invitación
encontrará amplio eco en el corazón y la mente de todos y cada uno de los que integramos
esta comunidad educativa eclesial: profesores, alumnos, administrativos y directivos.
Todos estamos convocados a vivir algo muy hermoso y decisivo, a saber, animarnos y
arriesgarnos a buscar juntos, impulsados por el Espíritu, una más rica experiencia y una
más lúcida comprensión de aquello inefable que señala la palabra “misericordia”, y que es
el nombre mismo de Dios.135
El anhelo que nos puede guiar en este Jubileo sería entonces el de redescubrir, juntos, toda
la riqueza de la misericordia, dejándonos sorprender por ella. Y desear que estasorpresa
ocurra ante todo contemplando su Fuente, es decir, Dios, ya que la misericordia es su
Nombre, como loreveló a Moisés:“Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira, y
pródigo en amor y fidelidad” (Ex 34,6). Enfocando allí, en el misterio divino, nuestra
atención, empecemos recordando, tal como nos enseña Santo Tomás en una idea que cité
en la lectio del año pasado, que “no sabemos en qué consiste Dios” (“nos non scimus de
Deo quid est”, Iª, q.2, a.1). Esta bendita ignorancia –bendita porque provocada por el
exceso desbordante del Deus sempermaior– tendrá en la misericordia su realización más
plena, ya que ella, la misericordia, es la palabra que, de acuerdo a la Revelación, mejor
dice el fondo sin fondo de la divinidad de Dios, es decir, su ternura eficaz por nosotros,
los humanos. Ese saber-no-sabiendo, tan esencial para que nuestra teología sea
verdaderamente tal, podríamos entenderlo con nuestro colega Néstor Corona, diciendo que
“nunca terminamos de entender que con Dios entramos en un ámbito que es otra cosa, que
no hay categoría meramente humana en la que Él entre – a no ser por un exceso que sólo
Él puede provocar en nosotros, tal vez para dejarnos mudos…”.
En este año jubilar cada uno de nosotros, a partir de su actual experiencia y conocimiento
de la misericordia, puede sentirse llamado a encaminarse, como Iglesia, hacia algo nuevo,
un “todavía más”, esa “patria mejor” (Heb 11,16) que anhelamos ayudados por el Espíritu
(cf. Rm 8,26), esa Tierra definitiva de la Vida en plenitud que, gracias a la fuerza de la
Promesa y a la Fidelidad del que promete, atrae nuestraesperanzafundamental hacia “un no
sé qué” 136inefable y eminentemente deseable, en el cual la Misericordia se cumplirá de

135
Ilnome di Dio è Misericordia. Una conversazione con Andrea Tornielli de Jorge Mario Bergoglio, Papa
Francesco, 2016, EdizioniPiemme Spa, Milano.
136
S.JUAN DE LA CRUZ, Glosa a lo divino, en Vida y Obras de San Juan de la Cruz, B.A.C., Madrid 1973,
413.

59
modo definitivo como Resurrección y Vida eterna.Esa plenitud inimaginable se nos puede
y se nos quiere anticipar en nuestro hoy, saliéndonos al encuentro –tal vez
sorpresivamente– en este Jubileo.
2. Para avanzar un poco en la percepción y la experiencia de la riqueza sobreabundante de
la misericordia, iniciemos nuestro itinerario reflexivo partiendo del texto que nos regaló
Francisco el 11 de abril de 2015, la Bula de convocación del Jubileo Extraordinario de la
Misericordia, es decir, “MisericordiaeVultus” (MV).
Hacia fines del año pasado, en una de las últimas reuniones del Consejo académico de la
Facultad, estudiamos posibles actividades en orden a hacer presente en la Facultad el
Jubileo de la Misericordia. Los consejeros fueron presentando varias propuestas, las cuales,
con la ayuda de Dios, esperamos llevar a la práctica, involucrando la participación activa
de profesores y alumnos. Mi aporte en dicha reunión tuvo que ver con la Bula papal, y
consistió en proponer una distribución de su contenido entre los diversos Departamentos y
disciplinas que estructuran la Facultad, con el fin de asumir y profundizar el texto para
ofrecer el fruto de esa reflexión bajo la forma de un curso de extensión lo más abierto
posible en cuanto a sus destinatarios. Más que proponer un comentario a la Bula, mi
intención es la de hacer pie en ella para recorrer con profundidad teológica, creatividad
pastoral y gozo espiritual, los senderos que ella abre en el jardín de la misericordia. Señalé
entonces la conveniencia de abordar los nº 1 y 2 tanto desde la Moral teologal como desde
la Teología Sistemática (Cristología, Dios), los nº 6 a 9 desde la Sagrada Escritura y la
Sistemática (Iglesia), los nº 13 a 15 desde la Teología Espiritual, los nº 16 a 19 desde la
Teología Pastoral y también desde la Sistemática (Sacramento de la Reconciliación), los nº
20 y 21 desde la Teología Moral, el nº 22 desde la Historia de la Iglesia, el nº 23 desde el
Diálogo interreligioso, y finalmente, el nº 24, desde la Mariología.
Esta manera de abordar la Bula nos permitiría profundizar la misericordia ante todo como
objeto material de nuestra reflexión, es decir, como una teología de la misericordia. Creo
que siendo importante, no es suficiente. Este Jubileo nos invita a ir más lejos, tal vez a
buscar juntos la manera de hacer de la misericordia el objeto formal de nuestro saber
teológico, es decir, a inventar una teología misericordiosa. Hace dos años propuse, a partir
de la imagen del hospital de campaña que usó Francisco, pensar juntos de qué manera
podíamos lograr que la luz de la misericordia se refractase en las diversas disciplinas que
se cursan en la Facultad. Hoy, a la luz de la centralidad que la misericordia ha adquirido en
el papado de Francisco, y asumiendo a fondo su idea de que “nuestra época es un kairós de
misericordia”137, quisiera dar un paso más en esa dirección y preguntarnos qué significaría
hacer de la misericordia el estilode nuestro pensamiento teológico. Con la palabra estilo
traduzco, muy libremente por cierto, la categoría de objeto formal que recién señalé.

En esta lectio introductoria al Año Académico 2016 me limitaré a desarrollar brevemente


algunas ideas a partir de los nº 1 y 2, que, a mi entender, dan el tono a la totalidad del
documento. Me concentro particularmente en algunas frases de estos números
introductorios:“Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre… Jesús de Nazaret con
su palabra, con sus gestos y con toda su personarevela la misericordia de Dios”
(nº1),“Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia.
Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es
el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro” (nº2). Inspirándome
en ellas, les propongo algunas ideas, por cierto abiertas a ulteriores profundizaciones. Son
ideas que apuntan a la cuestión que he planteado, a saber: cómo inventar una teología

137
Ibid., 26.

60
misericordiosa, qué significaría hacer de la misericordia el estilo de nuestro pensamiento
teológico.

3. He señalado la importancia de redescubrir la riqueza de la misericordia ante todo en su


Fuente divina. Entonces, el capítulo 15 del Evangelio de San Lucas, y muy especialmente
la parábola del hijo pródigo –que es uno de los pasajes privilegiados por Francisco cuando
habla de la misericordia– se impone inevitablemente para llevar adelante cualquier
reflexión teológica acerca de ella. Elijo como guía, entre muchos otros posibles, un texto a
mi juicio muy iluminador, porque nos da un ejemplo de ese pensamiento que buscamos,
una teología misericordiosa de la misericordia. Se trata de una homilía. Su autor, el padre
Michel Corbins.j. –destacado estudioso de san Anselmo– afirma, refiriéndose
concretamente al versículo 7 (“hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se
convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”): “La alegría en el
cielo es la alegría del Padre, y su alegría no difiere de su gloria, ya que ‘Dios es Amor’ (1
Jn 4,8). El Padre de Jesús no es como los dioses de los paganos y de los filósofos, un dios
indiferente ante la actitud que tomamos ante Él. Al contrario, Él, que es la Fuente de todo
bien (…), se complace en recibir, de nuestra llegada a la luz, más gloria que si no
hubiésemos errado en las tinieblas sirviendo a los ídolos, ignorando sus designios. Y Él,
que es la Felicidad misma, es aún más feliz cuando acogemos el perdón de su Hijo, cuando
aceptamos ser los destinatarios de una gracia inmerecida. Parecería incluso que cuanto más
grandes son los pecados, más grande es su amor (cf. 1 Tim 1, 12-13)”. 138Habiendo llegado
a esta paradoja –en la que resuena el eco de la “felix culpa” que la Iglesia canta en la
Noche pascual– Corbin se anima a ir más lejos aún: “…si la ‘alegría en el cielo’ es… la
alegría misma de Dios, si la alegría no es un apéndice de la naturaleza espiritual sino su
gloria íntima, su irradiación, entonces la palabra de Jesús [en Lc 15,7] dice que su Dios y
Padre (…) recibe un exceso de gloria y de ser cuando volvemos a Él de todo corazón,
cuando lo consideramos nuestro único refugio (Ps 90,9) y nuestro único Pastor (Ps 22,2).
Esto modifica sustancialmente cierta imagen de Dios que ha pasado de la filosofía griega a
la teología clásica. La perfección de lo Divino, suele afirmarse allí, es tan plena, tan
totalmente presente a sí misma, que no puede haber en Él verdadero lugar para otros,
verdadero amor que los ame [a esos otros] gratuitamente, verdadero deseo que corresponda
al [deseo] de otros”.139

Según Corbin esta idea de perfección, y esta imagen de Dios, tienen su origen en el pecado
original, cuando el “seductor” (Ap 12,9) consiguió hacer que el Hombre y la Mujer
imaginasen que Dios, el Dios más que Bueno, los odiaba, que era su Rival, y que hacía
falta reaccionar a esa envidia con una envidia semejante, intentando igualarse a Él
bastándose a sí mismos, sin nadie por encima de ellos, sin nadie a quien deberle algo. Los
dos hijos de la parábola de Lc 15 tienen esa imagen de su padre. Todo esto lo descubrimos,
continúa diciendo Corbin, gracias a Jesús, que hizo “implosionar la imagen falsa que el
hombre se hace de lo Divino. Sólo Él es la verdadera Imagen (Col 1,15) de un Padre para
quien nada vale tanto como compartir ‘sus bienes’ (Lc 15,12) con sus hijos, y verlos felices
de ser sus hijos…”. Es lo que nos dice Francisco: “Jesucristo es el rostro de la
misericordia del Padre…” (MV 1).

Lo que se pone en juego teologalmenteen esta celebración jubilar es entonces la


posibilidad que se nos ofrece de avanzar juntos hacia un redescubrimiento más pleno del
rostro verdadero de Dios –el Deus sempermaior– a través de una renovada experiencia de
138
M.CORBIN, Louange et veille IV, Cerf 2015, Paris, 79-80.
139
Ibid.82.

61
ser hijosvivientes del Padre por obra del Espíritu que brota a raudales de la Resurrección de
Jesús, el Viviente, el “Primogénito de muchos hermanos” (Rm 8,31). Eso, esa
transformación pascual, es la misericordiarealizada en su expresión más acabada, divina y
humana a la vez. En ese volver cada día juntos –unidos a Jesús– a la casa del Padre (cf. Lc
15,18) se cumple no sólo el destino divino de los seres humanos, elegidos desde “antes de
la creación del mundo para ser santos” (Ef 1,4), sino que también se cumple–hay que
animarse a decirlo– el Misterio de Dios140, ya que “hay más alegría en el cielo por un solo
pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc
15,7). En el triunfo pascual de la misericordia en nuestras vidas se juega entonces –más
allá de toda posible conceptualización o imaginación– la realización plena del misterio de
Dios, del Dios de la Alianza, del Dios que nunca quiso ser Dios sin el hombre, del Dios
que nunca quiso ser Dios sin ser hombre. Ese misterio pleno, en el que
quedanindisolublemente unidas nuestra vida y la de Dios, no lo conocemos aún en
plenitud, pero sí lo podemos experimentar en nosotros mismos, sin jamás aferrarlo. Son las
“arras” o primicias del Espíritu, que nos regala el Padre (Cf. 1 Cor 1, 22; 5, 5);Espíritu que
“es el anticipo de la gloria” (Ef 1, 14).

Sin embargo, en medio de este deslumbrarnos de la misericordia divina, “una trampa nos
acecha”, y se trata de una trampa en la que conviene detenernos. Corbin la formula así: “Si
Dios nos revela lo que Él esconde de más divino y de más humano cuando ‘nos cubre de
besos’ (Lc 15,20) después de la confesión de nuestras faltas (…), si Él experimenta ‘más
alegría’ cuando rechazamos la imagen que nos alejaba de Él, ¿hay que concluir de esto que
nuestros pecados son necesarios para el cumplimiento, para la plenitud de Su misterio,
que nuestra mala conducta condiciona su compasión?” Detrás de esta trampa, Corbin
vuelve a reconocer la silueta del Adversario: “¿quién nos incita a poner juntos, para
intentar explicarlos, al pecado y la misericordia?” ¿Quién sino “el enorme Dragón, la
antigua Serpiente, el Diablo o Satán (Ap 12,9), que niega el don gratuito”? Cuando Jesús,
al final de la parábola, afirma: “es necesario”, no lo afirma del pecado del hijo menor, sino
que lo dice exclusivamente a propósito del Padre, y con relación a la alegría del regreso del
menor: “Es necesario que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha
vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado” (Lc 15,32). Todo esto “no tiene otra
razón más que sus entrañas paternas. [El Padre] no calcula…todo en Él es generosidad:
hace justo al pecador sin hacer justo al pecado; nos ilumina como el sol que disipa la
bruma; nos despierta como un amanecer que aleja una pesadilla; nos eleva olvidando el
pasado; nos reconduce al instante puro del origen como si nada, en el intervalo, lo hubiese
alterado.” Por lo tanto, si hay algo “necesario” en la parábola no es, por cierto, el pecado
de los hijos como medio u ocasión para que el Padre manifieste un corazón misericordioso
ni tampoco, menos aún, para que comience a ser misericordioso. Si la misericordia es “el
atributo de Dios que ocupa el primer lugar en la autorrevelación de Dios en la historia de la
salvación”141, podemos concluir, aplicando el axioma rahneriano de la unidad entre la
Trinidad económica y la Trinidad inmanente, que lo único verdaderamente necesario es
ese corazón paterno, y que es así, misericordioso, desde toda la eternidad, desde “antes
de la creación del mundo”. Para reforzar esta idea recordemos que, según Santo Tomás, ya
en la creación, y por lo tanto con independencia del pecado del hombre, está obrando la
misericordia (Iª, 21, 3.4). Entonces se hace patente que, como nos señalaba Francisco,que
“misericordia es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad” (M.V.2). Ser
140
En el mismosentido, cf. CHRISTOPH THEOBALD, Paroles humaines, Parole de Dieu, Salvator, Paris 2015,
68: “On comprend mieux alors cette formule étonnante dans le chapitre 10,7 [de l’Apocalypse]: ‘Alors il y
aura l’accomplissement de Dieu’, c’est-à-dire l’accomplissement du mystère de Dieu, comme si Dieu avait
encore à s’accomplir. S’il vient, il se rend aussi dependant de ceux qui lui ouvrent la porte.”
141
W. KASPER, La misericordia. Clave del Evangelio y de la vida cristiana, Sal terrae, Santander 2012, 92.

62
misericordioso, o mejor, ser la Misericordia, es ser Dios, el verdadero, el uno y trino, el
Amor (1 Jn 4, 8), la Resurrección y la Esperanza.

4. Pasemos ahora a otra frase de la Bula: “Misericordia: es el acto último y supremo con el
cual Dios viene a nuestro encuentro”, e intentemos vislumbrar un poco más el vínculo
entre la Misericordia y la Resurrección. En su libro “La Misericordia en la Sagradas
Escrituras”, Luis Rivas nos recuerda que los filósofos estoicos pensaron que la
misericordia, por pertenecer al orden emocional, debía considerarse como una enfermedad
del alma. Séneca, por ejemplo, afirmaba que “la misericordia es un vicio del alma débil
que se derriba ante la presencia del mal ajeno” (De Clementia, II,5,1).142 Muchos siglos
después, Nietzsche despreció también la compasión, considerándola como una debilidad.
Compadecerse de la debilidad, hacerla propia, ¿no tiene algo de una complacencia
morbosa, como una complicidad con lo que rebaja al hombre? En El Anticristo afirma: “La
religión de la compasión se llama cristianismo. La compasión está en contradicción con las
emociones tónicas que elevan la energía del sentimiento vital, produce un efecto depresivo.
[…] la compasión es la práctica del nihilismo. Digámoslo otra vez: este instinto depresivo
y contagioso dificulta aquellos instintos que tienden a la conservación y al aumento de
valor de la vida: tanto en calidad de multiplicador de la miseria, cuanto en calidad de
conservador de todos los miserables es un instrumento capital para el incremento de la
decadencia; la compasión nos encariña con la nada” 143.Pienso que si bien la crítica de
Nietzsche podría justificarse a partir de ciertas formas de expresar la compasión, hay que
decir que en realidad la misericordia cristiana, que constituye una de las bienaventuranzas,
es algo muy distinto de un simple enternecimiento sentimental ante el sufrimiento. Es una
virtud que bien puede definirse como “odio eficaz del mal ajeno”, lo cual implica una
actitud de combate, de lucha radical contra todo lo que daña la dignidad humana,
buscando, por todos los medios posibles, dar vida a quien o quienes sufren un menoscabo
de la misma. Lejos de encariñarnos con la nada, la misericordia nos encariña con la vida,
con la vida plena, nos hace luchar para liberar la vida de cada ser humano, para que cada
prójimo reciba, como diría Bellet, su “nacimiento en humanidad”. En este sentido,
Nietzsche, cuando proclamaba la necesidad del sí incondicional a la vida, estaba, sin
saberlo, muy cerca de la misericordia.
Puede decirse, sí, que todo comienza en el plano de la sensibilidad: la percepción de la
miseria provoca en nosotros una emoción que nos sensibiliza ante el sufrimiento ajeno.
Luego, en el plano de la afectividad espiritual, se despierta la compasión, que es un
sentimiento más profundo y que, si culmina en la acción, será un elemento esencial de la
misericordia. Se trata de ese conmoverse que tanta importancia tiene en la revelación
bíblica. Nos dice Rivas que el vocablo griego que traduce el término hebreo que designa el
vientre, en el Nuevo Testamento da lugar al verbo que significa “conmoverse las entrañas”
(Mt 15,32; 18,27; 20,34; Mc 1,41; 8,2; 9,22). La Vulgata traduce este verbo como
“misereri: tener misericordia”, y en tres lugares del evangelio de Lucas introduce la
novedad de traducir splagjnísthe como “misericordia motus: movido por la misericordia”
(Lc 7,13; 10,33; 15,20).”144Conmoverse en las entrañas, en el vientre, en las tripas, es, en el
evangelio según san Lucas, una característica de Dios, de quien se proclama, desde el
comienzo del evangelio (1,78) que posee “entrañas de misericordia”. Pero la misericordia,
la misericordia como virtud engendrada por la caridad, quiere algo más que emocionarse y
compadecerse de la miseria: quiere actuar con eficacia y aliviar todo lo posible la miseria

142
LUIS RIVAS, La Misericordia en las Sagradas Escrituras, Paulinas, Buenos Aires 2015, 10.
143
NIETZSCHE, El AnticristoVII,www.elaleph.com, 14.15.
144
RIVAS, o.c., 10.11.

63
ajena. Es lo que hace Jesús ante la viuda de Naím, es lo que hace el buen samaritano, es lo
que hace el padre del hijo pródigo, que son los tres pasajes recién señalados en los que
aparece la novedad del “movido por la misericordia”. En los dos últimos casos Lucas
describe siete acciones por parte del buen samaritano y del padre del hijo pródigo. Una
exégesis de estos textos señala el posible uso por parte del evangelista del simbolismo del
número siete, a saber, el de indicar la plenitud: sería una manera de decirnos que el buen
samaritano y el padre hacen todo lo que es posible hacer en favor del malherido y del hijo
menor.145 La misericordia es entonces para el evangelio, la actitud divino-humana que,
empezando por la compasión culmina en la plenitud de acción en favor del prójimo
afectado por una miseria.“Misericordia es el acto último y supremo con el cual Dios viene
a nuestro encuentro”, nos decía Francisco (M.V. 2).
Esta plenitud de acción que caracteriza a la misericordia divina es esencial para Santo
Tomás, que aborda su estudio en la q.30 de la IIa-IIae de la Suma Teológica. Me detengo
solamente en el artículo 4, donde se pregunta si la misericordia es la más grande de las
virtudes. Desde el punto de vista de una consideración de la grandeza “en sí misma”
(“secundum se”), es decir, preguntándose cuál de las virtudes, en cuanto a su noción,
enuncia la excelencia más alta, el Aquinate no tiene dudas: el primer lugar le corresponde a
la misericordia. Porque, según santo Tomás, lo que expresa en absoluto la idea de
misericordia es que, para ser perfectamente realizada, reclama el acto puro. En efecto, para
santo Tomás no habrá nadie más misericordioso que Aquel que es el Acto puro de ser y
que es, a la vez, el Acto infinito de amor, puesto que “Dios es amor”, amor que se
desborda como misericordia. Así la fe lo lleva a trascender el horizonte de la filosofía
griega: el Omnipotente es el Misericordioso. Es propio de Dios hacer misericordia, y en
ella manifiesta su omnipotencia, omnipotencia no de dominio sino de donación hasta el
extremo, gracias a la cual la misericordia divina quiere y puede encarar toda miseria. Por
eso, estar en condición de hacer toda misericordia posible, eso es ser Dios. En Evangelii
Gaudium n.37, Francisco se refiere a esta cuestión, citando allí el texto de la Suma
Teológica: “En sí misma la misericordia es la más grande de las virtudes, ya que a ella
pertenece volcarse en otros y, más aún, socorrer sus deficiencias. Esto es peculiar del
superior, y por eso se tiene como propio de Dios tener misericordia, en la cual resplandece
su omnipotencia de modo máximo”. En la oración colecta del domingo XXVI rezamos:
“Oh Dios, que manifiestas especialmente tu omnipotencia en el perdón y la
misericordia…”, haciéndonos eco del hermoso texto de la Sabiduría: “Tú te compadeces
de todos, porque todo lo puedes…” (Sab 11, 23).
Llegados a este punto podemos preguntarnos: ¿cuál es nuestra miseria radical, sino la
muerte, fruto del pecado? ¿Y cuál será entonces la Misericordia radical, suprema, esa que
sólo Dios puede actuar, sino nuestra resurrección de entre los muertos? ¿No es eso acaso
lo que nos enseñan los tres pasajes del evangelio de Lucas, en los que se habla de
“misericordia motus: movido por la misericordia”: la resurrección del hijo de la viuda de
Naím, la curación del malherido, la fiesta que prepara el padre desbordante de gozo: “es
necesario que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la
vida…”? ¡Cómo resuenan entonces de manera intensa tantas frases del Antiguo
Testamento, comenzando por el Génesis, siguiendo por el Deuteronomio y los profetas, en
las que Dios ofrece incansablemente la posibilidad de la Vida y advierte al hombre acerca
del riesgo de elegir la muerte! ¡Y cómo se intensifica todo eso en el Evangelio! “Yo he
venido para que tengan Vida, y la tengan en abundancia”, “Yo soy la resurrección y la
145
J-N.ALETTI, L’art de raconter Jésus Christ, Éditions du Seuil, Paris 1989, 209: “C’est en méditant
obstinément cette parabole [Lc 15] qu’on peut entrer dans la paradoxale logique du “il faut/il fallait” … en
Jésus, Dieu ne pouvait aller plus loin: il a accompli tout ce qu’il lui fallait accomplir pour que nos yeux se
dessillent et que nous entrions dans la louange.”

64
Vida, el que crea en mí, aunque muera, vivirá”... La Vida plena, la Vida eterna, la Vida
resucitada es el cumplimiento del misericordioso designio divino, cumplimiento en doble
sentido, como ya he señalado: cumplimiento para nosotros, que alcanzamos “el Reino que
nos fue preparado desde el comienzo del mundo” (cf. Mt 25,34); cumplimiento también
para Dios, que recibe de nuestro paso de la muerte a la vida un verdadero plus de alegría:
“hay más alegría en el cielo…”. La misericordia nos enseña a descubrir que nuestra
resurrección está inmersa en la divinidad de un Dios que es Padre engendrando a su
Primogénito, y en él, por obra del Espíritu, a “una enorme muchedumbre, imposible de
contar”(Ap 7,9) de hijos vivientes. Pasemos ahora al último momento de nuestra reflexión,
que podría intitularse: “Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso”
(Lc 6, 36).

5. En cuanto redescubrimos, por poco que sea, la riqueza desbordante de la misericordia


contemplando su Fuente divina, entendemos mejor el motivo último de la importancia que
esta actitud tiene para Francisco, quien no hace más que poner de manifiesto la centralidad
que ella tiene en la Revelación que Dios hace de Sí mismo. Pero al hacer esto, todo
cambia. A juicio de varios estudiosos del papado de Francisco, hay un rasgo que sobresale,
a saber, lo que ellos denominan “desplazamiento”. Esta noción de desplazamiento puede
caracterizar, de manera general, la novedad que Francisco ha obrado, y sigue obrando, la
de un profundo desplazamiento dentro de la Iglesia: desplazamiento de acento,
desplazamiento en el orden de los elementos constitutivos de la vida cristiana,
desplazamiento de sentido, desplazamiento en función de orientar todo hacia el corazón del
evangelio, y por lo tanto, hacia lo que debe ser el corazón de la vida de la Iglesia, a saber,
la misericordia. Nos seguimos preguntando entonces qué significaría hacer de la
misericordia el estilo de nuestro pensamiento teológico. A la luz de lo que acabo de decir
la pregunta podría reformularse así: ¿qué desplazamientos debemos actuar en la Facultad
para hacer una teología misericordiosa? Habiendo contemplado la misericordia en su
Fuente misma, queremos ahora al menos vislumbrar esa unión vital, vivida, entre
misericordia y saber teológico. Sólo me animo a nombrar, sin desarrollarlos, los pasos que,
a mi juicio, nos pueden orientar hacia ese objetivo, a través de un cuádruple
desplazamiento que involucre toda nuestra existencia.
a. En primer lugar, el desplazamiento que implicaría deslumbrarnos siempre más de
la misericordia, maravillarnos siempre más de la Fuente de la misericordia a través de la
contemplación del Misterio que nos excede por todas partes, pero del que formamos parte
cada vez que damos un paso hacia la casa del Padre, como hemos dicho. Tal vez
ayudados por Rembrandt o Roublev, sumergirnos en el capítulo 15 del evangelio de San
Lucas, vivir “dentro” de la parábola de los dos hijos y descubrirnos gozosamente, en la
mirada del padre, como destinatarios de su divina ternura y también, como causa de un
plus de alegría en el corazón paterno. Ser capaces de disfrutar todo esto.
b. El segundo desplazamiento es también decisivo. Consiste en salir de nuestro
pequeño ego como centro del mundo y abrir grandes los ojos del corazón al abismo del
mal, como hizo el buen samaritano, para preguntarnos si ese mal nos espanta, y qué grado
de compasión tenemos ante la humanidad sufriente, ante las mil maneras en que la miseria
afecta a nuestros prójimos. Abarcar en esa mirada tanto los sufrimientos de la humanidad
actual como los del prójimo, tal vez anónimo, que cruza o cruzará mi existencia hoy, en un
encuentro particular y único, irrepetible.
c. En tercer lugar, pedir en nuestra oración a ese Dios-Misericordia que lo dejemos
actuar con libertad en nosotros, para que nos libere de toda dureza de corazón y nos
transforme de raíz, como pide la oración de santa Faustina Kowalska, que cito de manera

65
abreviada:“Deseo transformarme en tu misericordia y ser un vivo reflejo de Ti, ¡Oh,
Señor! Que este más grande atributo divino, es decir, tu insondable misericordia, pase a
través de mi corazón y mi alma al prójimo. Ayúdame Señor, a que mis ojos sean
misericordiosos… Ayúdame Señor, a que mis oídos sean misericordiosos… Ayúdame
Señor, a que mi lengua sea misericordiosa… Ayúdame Señor, a que mis manos sean
misericordiosas… Ayúdame Señor, a que mis pies sean misericordiosos… Ayúdame Señor,
a que mi corazón sea misericordioso… Que tu misericordia, oh Señor, repose dentro de
mí. Señor mío, transfórmame en Ti, porque Tú lo puedes todo” (Diario 163). Y
agreguemos, retomando nuestra cuestión: “ayúdanos, Señor, a que nuestra teología sea
misericordiosa…” Es decir, ayúdanos a que nuestra teología esté siempre cerca,
afectivamente, de los sufrimientos, los gozos y los anhelos de la humanidad de hoy, y más
cerca aún de la efectiva y eficaz sobreabundancia de la Buena Nueva de la Misericordia y
la Resurrección. Que ella se nutra, como de su alimento más precioso, de esa misericordia
que es entrañable compasión e invencible esperanza. De esa manera, la teología
misericordiosa podrá ofrecer una palabra “resucitadora”, que surja de una convicción
absoluta, a saber, la de no considerar jamás a algo o a alguien como definitivamente
perdido… 146
d. Último desplazamiento. Cuando reflexionaba en todo esto, un encuentro con
Eduardo Briancesco me ofreció, inesperadamente, una idea que me pareció muy apropiada.
Me comentó el interés que había suscitado en él una frase dicha por Daniel Barenboim
acerca de Pierre Boulez, compositor y director de orquesta francés que falleció en el mes
de enero. La frase de Barenboim era la siguiente: "Boulez había alcanzado una paradoja
ideal: sentía con la cabeza y pensaba con el corazón.”147 Me pareció ver allí una fórmula
que decía algo esencial de lo que estaba buscando. Y me dije que tal vez, para hacer de la
misericordia el estilo paradojal de nuestro pensamiento teológico, deberíamos aprender
juntos a sentir con la cabeza y pensar con el corazón, para que entonces esa teología
misericordiosa anime vigorosamente nuestros ojos, nuestros oídos, nuestra lengua, nuestras
manos, nuestros pies...
Para concluir, pido a la Divina Misericordia que todos podamos, a lo largo de este
año, seguir el consejo de Francisco: “En este Jubileo, dejémonos sorprender por Dios”
(M.V. 25).Muchas gracias.
Fernando Ortega
Enero-febrero 2016

146
Cf. A.SPADARO, La diplomazia di Francesco. La misericordia come proceso político, La CiviltàCattolica
3975, 212.
147
D.BARENBOIM, “Será siempre un hombre del futuro”, en La Nación, 7 de enero 2016.

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