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depresión.
La vida que llevábamos antes quizá no era perfecta, pero tenía un ingrediente esencial
que nos aportaba seguridad: la normalidad. Ahora ese ingrediente se ha esfumado.
Hemos pasado a vivir en una especie de limbo en el que esperamos – más o menos
impacientemente – el retorno a esa normalidad.
Cuando atravesamos una situación traumática, como las catástrofes y las pandemias,
todos pasamos por lo que se conoce como “fase de desilusión”. En esta fase, la ilusión
de que todo iba a salir bien se esfuma. Las consignas optimistas dejan paso a la triste
realidad. Y los arcoíris que nos animaron se ocultan tras nubarrones negros. El
optimismo inicial que nos empujaba a resistir y luchar deja paso al desánimo y el
pesimismo.
El estrés, que nos había dado la fuerza necesaria para soportar todo, comienza a
pasarnos factura. Entramos en una fase de apatía y anhedonia. El agotamiento físico
planta bandera. Y el mundo nos empieza a parecer cuesta arriba, muy cuesta arriba.
Más tarde, cuando los grupos de ayuda se marchen, los medios de comunicación giren
los reflectores hacia otras noticias, los políticos retomen su hábito de discutir
banalidades y los bancos comiencen a reclamar la deuda, crecerá la desesperanza y la
sensación de abandono en la población, sobre todo en los más vulnerables.
A medida que el mundo retome su ritmo y muchas personas regresen a esa añorada
normalidad, otros se quedarán atrás. Ya sea porque han perdido el trabajo o porque
están sufriendo secuelas psicológicas. Son los olvidados del sistema. Los que se
escurren por las fisuras de la sociedad. Y esas personas se convierten en candidatos
perfectos para que se extienda otra pandemia: la depresión.
Estamos atravesando una tormenta que nos ataca desde todos los frentes. Hay
quienes están trabajando bajo una presión inaudita, exponiéndose día a día al contagio
y la posibilidad de morir. Y hay quienes han perdido el trabajo y sienten el aguijón de la
inestabilidad económica. Hay quienes han perdido a sus seres queridos, sin poder
despedirse de ellos, condenados a sufrir su duelo en solitario.
Todas esas personas están experimentando, uno tras otro, los componentes
emocionales que conducen a una «tormenta perfecta» para la aparición de la
depresión: tristeza, irritabilidad, agotamiento y sensación de vacío.
Estar aislados en casa tampoco ayuda. El confinamiento puede disparar la depresión,
sobre todo en el caso de las personas que están completamente solas. Se ha
comprobado que la soledad impuesta, esa que no elegimos, es un factor de riesgo para
la depresión.
De hecho, un estudio publicado recientemente en The Lancet reveló que los efectos
secundarios de la cuarentena más comunes son el estrés postraumático y la depresión.
Y no es tan fácil deshacerse de ellos: sus síntomas pueden mantenerse tres años
después de la experiencia.
“Ningún peligro es tan siniestro y ninguna catástrofe golpea tan fuerte como las que se
consideran una probabilidad ínfima; concebirlas como improbables o ignorarlas por
completo es la excusa con la que no se hace nada para evitarlas antes de que
alcancen el punto a partir del lo improbable se vuelve realidad y, de repente, es ya
demasiado tarde para atenuar su impacto, y aún más para conjurar su aparición. Y sin
embargo, eso es precisamente lo que estamos haciendo, o mejor dicho ‘no haciendo’, a
diario, irreflexivamente”, alertó Bauman.
Vale aclarar que ahora mismo, el nivel de estrés, ansiedad o tristeza que
experimentamos es una reacción perfectamente normal a los acontecimientos que
estamos viviendo y no se deben confundir con un trastorno psicológico. La depresión
no se produce de la noche a la mañana. Y es precisamente eso lo que nos deja un
margen de acción para evitar que se convierta en la próxima epidemia, como parece
estar ocurriendo en China, donde el 16,6% de las personas ya reporta signos de
depresión severa o moderada, según un estudio de la Sociedad de Psicología China.
Sin embargo, no podemos esperar que el individuo combata solo contra los problemas
estructurales y sistémicos que ya son endémicos y lastran nuestra sociedad. “Nunca es
agradable estar enfermo, pero hay ciudades y países que nos sostienen en la
enfermedad, países en los que, de cierto modo, puede uno confiarse. Un enfermo
necesita a su alrededor blandura, necesita apoyarse en algo”, explicaba Camus.
Si una sociedad y un sistema no aporta eso, no se preocupa por sustentar a los más
vulnerables, tanto desde el punto de vista físico como psicológico y económico, aboca
a una parte de sus ciudadanos a la depresión más profunda. Necesitamos saber que
no estamos solos. Que no nos han abandonado. Que podemos contar no solo con
otras personas sino también con una red de apoyo institucional. Eso nos reconforta,
nos permitirá recuperarnos antes y trabajar juntos para reconstruir los sueños.
Necesitamos reconocer que el plan inicial falló. Ya hemos dejado atrás a miles de
personas, esas que han perdido lo más valioso: su vida. Ahora tenemos que
asegurarnos de no dejar atrás a las nuevas víctimas de la crisis social. Y si el sistema
que tenemos no nos permite hacerlo porque es demasiado rígido como para que entre
un resquicio de humanidad. Tendremos que cambiarlo. Sin excusas. O estaremos
condenados a repetir los mismos errores. Una y otra vez.
Fuentes:
Brooks, S. et. Al. (2020) The psychological impact of quarantine and how to reduce it:
rapid review of the evidence. The Lancet; S0140-6736(20)30460-8.
Pariante, C. M. & Lightman, S. L. (2008) The HPA axis in major depression: classical
theories and new developments. Trends Neurosci; 31(9): 464-468.
Cacioppo, J. T. et. Al. (2006) Loneliness as a specific risk factor for depressive
symptoms: Cross-sectional and longitudinal analyses. Psychology and Aging; 21(1):
140–151.