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Nicto

Poco a poco desaparece la sensación de tregua aniquiladora que intercambiamos en


esta vida de hojalata. Ya la lluvia no acontece. Ya las tempestades que alimentan las
pasiones es niebla disipada. Ya las personas amadas son mentiras dispersas en el olvido.

No es sencillo llevar una vida de hojalata. Es quizá, querido amigo, la única que
hemos conocido de todas formas. Atestada de machimbres y reparaciones falsas
operando maquinalmente desmoronarse sobre nuestras cabezas. Ahora quizá las noches
sean eternas, tiñéndose de alas y colmillos acechadores bajo nubes escurridizas;
desinteresadas. Sólo en el ímpetu de nubes tormentosas puede yacer un espíritu superior,
la base implacable de una divinidad. Pero su transparencia aquí es evidente fiel
compañero, no malgastes tus oraciones.

Aún puedo describirte tan sólo una ínfima sensación marchita del arrollador crisol
de antaño. Tus sentidos son aniquilados, como dentro de un desgarro apasionado; como
un cuerpo carroñero buscando anhelados sueños deshechos en sueños. Mis ojos,
fastidiados de la penumbra, atribuyen un solaz vertiente de retratos deformes,
acechantes en la lejanía. Sin embrago, no logro advertir objetos animados en torno a
este umbral. Es risible que algo aquí perviva. Entonces ¿Qué hago en este lugar? Ecos
sordos viajan por el viento y aterrizan en mis oídos desconcertados. Siento como si esa
acústica me correspondiese. Es quizá la cordura ecuánime de mi ser siendo
miserablemente hundida. Por supuesto, no hay lugar aquí para elegías, ni mucho menos
para tragedias. ¿Me pregunto si alguien comprendió la nefasta noticia?

Mi espíritu ansiaba continuar camino por entre las torres de concreto que tiempo
atrás solían ser amigables. Conforme, creo haber abusado bastante de ellas. Tiempo.
Interesante palabra. No tiene sentido utilizarla. De niño me amilanaba el sol; mis días
transcurrían, si mi memoria no me engaña, al fraternal contacto nocturno de la ciudad,
pateando por sus calles. Pero ahora observo el vetusto árbol de mi infancia y es sólo una
incipiente mancha de tentación al suicidio. Eso es absurdo. No puedo suicidarme. Aun
cuando el objeto de amor sea de doble filo, una inocencia fiel me anima a perseguirla y
olvido que no puedo realizar semejante empresa.

En mi condición, resulta inútil querer explicarme lo que vendrá inalienablemente a


cada uno de nosotros. Incluso en la nada se percibe la posibilidad de un llanto. Las leyes
implacables de la naturaleza son indiferentes a nuestros anhelos de eternidad y a nuestro
codicioso modo de percibir el mundo. Eso, en otras palabras, es el llanto.

Cubos en llamas desperdigados iluminan la fragilidad de la humanidad. Se


fragmentan vagos recuerdos. Recuerdos de un límite infranqueable: el foco ulterior de la
antesala repiqueteaba una famosa balada. Lo escuchaba insultarme. Vacilante, no
atinaba a mover mis arrugadas carnes y mandarlo al diablo, porque sabía perfectamente
que estaba a su merced, acorralado. Pero lo vigilaba, admirando su concepción y su
vibrante contorno. Es sorprendente como en esta nada aglutinante, se puede manifestar
descripciones semejantes de tontos recuerdos.

¿Por qué continuaba con ese absurdo? Por el simple razonamiento que arroga el
pensar humano: no arrodillarse ante ningún ser supremo. Una ventana amiga fue testigo
de mi esfuerzo. Una prominente sombra deambulaba camuflándose, fundiéndose en la
cortina naranja de una vidriosa residencia vecina. Al principio anhelaba su ayuda.
Luego discerní su postura. El detractor esperaba, paciente. En esa ilusión de perpetua
juventud adopté la ataraxia más acérrima. La luz desmanteló la agria lumbrera vecinal.
Ese espectador impoluto, abandonó su asiento en medio de la función, como si se
aburriera al anticipar el trágico final. Lamenté en ese instante no haber azotado un grito
de desesperanza. Con la ausencia de fosforescencia, un lazo de comunicación divina se
interrumpió. Ese misterioso individuo, ese vigilante apócrifo, suponía una ilusa
salvación. Éste cascarón vacío, tieso en su cansado reposo, se jactaba en su crapulencia.

Querido y arrogante amigo, en esa postración rebelde, temblaba la idea de no ser


especial. Sólo un calvo de manos huesudas y pies tristes. No valemos nada por supuesto.
El valor es una imagen truncada. Con infundada serenidad lamento no poder
transmitirte un mensaje. Sé que no tiene sentido narrarme predicciones que nunca leeré
o escucharé. Espero que no te canses del amor, ni de la soledad. Busca tu propia
fórmula atormentadora. Ésa será mi salvación.

Fuera, una doble manta inquietante dibuja la cerrazón del cielo. En éstas, mis
últimas horas, se caerá el velo que me resguarda y seré el emisario de mis propios
vaticinios. Siento como si el foco añorara mi sufrimiento. Ese condenado invento
humano no hizo más que retrasar lo inevitable. Astutamente, fabricó una mano confiada
que cae en su propia libertad. Zum, tac, zum. Ese único farol absorto continúa su cántico
zumbante. Es mi epitafio. Mi elegía agónica. Y al apreciar los últimos pilares
incandescentes, supuse que eso era el lamento de una vida, la gracia de todo rostro
cubierto por la erosión, el último retorno del eco de unos pasos sin tacto.

Tranquilo Antonio. No te apresures cobarde yo. No hay puertas o escaleras; ni


círculos u opacas habitaciones aterciopeladas. No hay bienvenidas o castigos; ni
guardias o absurdas torturas. Sólo un suave estupor y una frágil imitación de sosiego.

Cornaló Franco.
D.N.I: 37.293.431.
Chajarí, Entre Ríos.

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