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ATARDECER DE ACERO

La pradera aparecía ante la mirada de Kazuo como un cuadro de óleo lleno de colores
límpidos. La escena le generaba emociones dignas de traducir en sonrisas. Sin
embargo, el éxtasis estético se vio rápidamente mancillado por un cúmulo de humo
que empezó a asomarse en su horizonte. Era otro incierto amanecer en dirección a
industrias K, una tétrica estructura ubicada en la costa industrial de Yokohama.

El camino hacia los galpones era para Kazuo una peregrinación que le permitía
encontrar algo de goce en un contexto donde los bombardeos aéreos sucedían sin
contemplación alguna. Aquel breve viaje mañanero en bicicleta era todo lo que tenía
el joven trabajador para enfrentar el menoscabo generado por el conflicto bélico en su
día a día.

La fábrica era un lugar oscuro y frenético; el color gris férreo de los galpones
proyectaba sensaciones siniestras en quién los mirase. En su momento, Industrias K
funcionaba en pos de los cimientos metálicos de los edificios en la ciudad, pero hoy
no era más que otro cubil en donde la guerra se veía financiada y alimentada con
desbordes.

Los turnos eran de 6:00 AM a 20:00 PM y viceversa; una jornada en la que no


cabía la camaradería. La vigilancia era alta. El sindicalismo tomaba forma debido a
las aberrantes condiciones laborales en las que los obreros trabajan; unas células
ácratas estaban levantando silenciosamente los ánimos del proletariado en los
húmedos pasillos de la industria, por lo que era imperativo para los dueños doblegar
sus recursos punitivos. Tal era el constreñido lugar de trabajo de Kazuo.

Pero, tras el curtido ánimo del obrero siempre hay razones que lo alienan de su
sentir, permitiéndole sobrevivir a la extenuante jornada laboral.

Kazuo era el hermano mayor de la familia, y el escenario económico en el que


se encontraban era precario debido a la muerte del padre y por supuesto a la crisis
social general que existía en todo el Japón producto de los gastos que significaba una
guerra tan larga y despiadada.

Lo lógico era que Kazuo fuese al frente de batalla debido a su jovial vitalidad,
pero el pésimo estado de salud de su madre lo transformó de inmediato en el único
sostén del hogar. El cabo a cargo del reclutamiento se compadeció de su situación,
por lo que lo derivó a trabajar de obrero en una industria para ganarse el arroz para su
familia. Ya llevaba más de 3 meses ejerciendo como funcionario de apoyo de planta.
Tras llegar al deslucido aparcadero de los galpones A y B, Kazuo se anotaba
en la lista de ingreso para posteriormente dirigirse a los camarines, al compás de un
silbato que permitía al cúmulo de obreros fluir como engranajes humanos a lo largo
de toda la fábrica. Los obreros tenían sólo 5 minutos para vestirse a la usanza
industrial y dirigirse a paso firme a sus respectivos puestos de trabajo. Su galpón era
el de “trabajos forzados”, en dónde toda la maquinaria beligerante era ensamblada
para posteriormente ser trasladada a las bases militares aledañas. El crepitante sonido
del acero soldado y los gritos indómitos de los obreros marcaban con mayúscula la
jornada laboral en industrias K. De vez en cuando el supervisor a cargo leía en voz
alta discursos nacionalistas para incentivar la labor de los obreros, pero la guerra había
llegado a ese punto en el que los ánimos se encuentran en lo más hondo del sentir
humano, cargando a sus espaldas una piedra que nunca decidieron portar.

El panorama era absurdo, desolador y de pobres emociones. Para un joven


como Kazuo la guerra era algo estúpido e irracional. «¿Para qué seguimos financiando
algo que sólo genera pérdidas y llantos sin tregua?», decía para sus adentros como si
se tratase de un pensamiento ominoso. Pero ahí estaba… como el héroe absurdo
Sísifo, cargando una piedra por un risco sin cesar, día y noche, hasta la eternidad. Su
finitud, como la de todos sus contemporáneos, se hallaba atrapada en una vorágine en
donde el bien y el mal se diluían como la mezcla de la tinta en el agua. La guerra en
sí era una sensación difícil de traducir en palabras, y Kazuo era conocedor de aquello;
evitaba lo posible acceder a sus pensamientos ya que esto mermaba su capacidad
laboral y por supuesto su dicha.

Tras un largo ajetreo con el acero, los obreros se dirigían como puercos en un
matadero a los descuidados galpones que industrias K improvisó para levantar
comedores. Este momento era el único respiro que poseían los obreros de la fábrica,
por lo que el ambiente siempre se hallaba colmado de algarabía. No obstante, la llama
comenzaba a apagarse; la guerra estaba llegando a un punto crítico en el que los
suministros de mantención del personal obrero eran cada vez más bajos. La comida
comenzaba a escasear, y Kazuo lo presenciaba tras mirar absorto y con aires de
abatimiento un bol de arroz rancio. Pero el humanismo particular del joven obrero le
permitía rescatar pequeños destellos de fortuna en situaciones adversas.

«Probablemente si hubiese ido al frente estaría comiendo mejor, pero


seguramente acompañado de un frío insoportable. Mejor así o terminaría relleno como
Makoto-san», pensó mientras se dibujaba en él una inocente sonrisa.

Tras degustar el sabor amargo del arroz en tiempos de guerra, Kazuo y los
obreros eran dirigidos nuevamente a sus puestos de trabajo. Tras la colación, la
jornada que venía a continuación era mucho más extenuante, ya que la producción del
día debía ser cargada a pulso a los galpones de recepción que quedaban en el otro
extremo de la fábrica. En suma, la jornada de la tarde solía estar cargada de anuncios
relacionados con la situación bélica del país. Muchos obreros esperaban con ansias el
reporte de las 19:00 con la esperanza de que la balanza se equilibrara a favor de la
nación. Otros, en cambio, eran más austeros; sabían que la victoria sobre las fuerzas
aliadas era una utopía, por lo que la asunción de una derrota era lo más lógico.

Kazuo no pensaba mucho en el desenlace. Los jóvenes como él habían sido


privados de la capacidad de poder proyectarse en el futuro. Sólo quedaba el desolador
peso del presente que sólo empobrecía el desarrollo de todas las virtudes humanas.

Tras colmar de un sudor aceitoso el atuendo industrial, los obreros del primer
turno se dirigían mancillados a los camarines para cerrar la jornada laboral. El agua
de la ducha era un bálsamo que permitía escurrir el cansancio del día; otro breve
fragmento de fortuna en el que Kazuo descansaba con aparente felicidad. Una vez
concluido el baño, Kazuo se dirigía estoico a firmar su salida mientras presenciaba la
entrada de los obreros al turno de la noche. Era una escena que entristecía a cualquiera.

Se decía que el turno nocturno era el más difícil y no sólo por las condiciones
paupérrimas en las que se llevaba a cabo, sino por el aterrador presagio de “los pájaros
metálicos”, que era la forma en la que los obreros se referían a los aviones que
bombardeaban el sector. La gran mayoría de los bombardeos sucedían al extinguirse
el sol. Kazuo evitaba en lo posible asistir a estos turnos, pero cada vez que le tocaban
los vivía con un agónico nerviosismo y mucha incertidumbre. Ir al turno nocturno era
en definitiva firmar un pre-contrato con la muerte.

Una vez Kazuo venía de vuelta de industrias K cuando escuchó el sonido


ensordecedor de las sirenas. Su asunción fue una señal ominosa, como el susurro de
una brisa que va tomando fuerzas hasta convertirse en un viento furioso e implacable.
El corazón se le agitó y sus piernas empezaron a pedalear con espanto y casi de manera
automática. Tuvo la suerte de que un refugio civil se encontraba a escasos metros de
su trayecto, pero aún así el vivir una experiencia de bombardeo se convirtió en un
recuerdo traumático. Cada vez que miraba al cielo el trauma le afloraba, bebiendo
hasta el más mínimo rescoldo de su salud mental. Una vez llegó a su casa rompió en
llanto, pensando en la posibilidad de que aquel día pudo haber sido el último.

Al día siguiente, los vestigios del bombardeo eran lúgubres, como si hubieran
sido sacados de un mundo completamente diferente al nuestro. 8 de los 20 galpones
operativos fueron reducidos a cenizas. Las pérdidas materiales fueron notables, pero
las vidas humanas que perecieron lo eran aún más.

Norio era un compañero de planta de Kazuo en ese entonces, con quién había
desarrollado un vínculo amistoso en uno de los turnos nocturnos, debido, en parte, al
parentesco de edad que compartían. Lamentablemente, Norio se encontraba en uno de
los galpones asediados esa noche por las fuerzas aliadas, muriendo instantáneamente
a la corta edad de 18 años. Su deceso le provocó a Kazuo una depresión indecible, la
cual fue sublimada a través de un frenético esfuerzo en su trabajo. Desde ese momento
decidió no volver a relacionarse afectivamente con alguien de la fábrica.

El día en la fábrica llegaba a su fin. Kazuo miró al cielo rogando porque la


lluvia negra no cayera sobre sus compañeros y su familia.

II

De vez en cuando, el inconsciente traicionaba a la realidad onírica de Kazuo.


Sus sueños estaban cargados de símbolos que presagiaban terribles calamidades;
almas jóvenes presas en los yermos donde se llevaban a cabo las disputas armadas;
gritos agónicos, desgarradores, disolutos; pagodas ardiendo con un fuego tan intenso
como el del mismísimo infierno; mujeres encintas que daban luz a cadáveres, etc. El
dormir no era para nada reconfortante, pero Kazuo sabía que los sueños no podían
alcanzar el umbral de la realidad si él los desatendía por completo, o al menos eso
creía.

Tras despertar de un pesado letargo, Kazuo amaneció llorando un mar entero.


Se secó las lágrimas para no importunar a nadie y besó en la frente a sus hermanos
menores, cuyos rostros parecían el de pequeños budas iluminados, los cuales bastaron
para llenarlo de determinación. Así soportaba el frío de la mañana con dulzura.

Dejó preparada la medicina de su madre y pasó a meditar en el altar familiar


mientras miraba fijamente la foto familiar en la que se encontraba el último momento
capturado con su padre. Tomó unos onigiris —bocadillos de arroz— para el camino
y emprendió rumbo a los galpones.

El cielo, a diferencia de otros días, presentaba unos nubarrones que parecían


estar en austero conflicto con el sol. El día era gris y pálido, como si en cualquier
momento los cielos estallasen en llantos.

La naturaleza tendía a inmiscuirse en el sentir de las personas y por vez primera


el viaje por la pradera a Kazuo le generaba disgusto. Sabía que estas sensaciones eran
el comienzo de un declive estético. La guerra tendía a trastornar y a doblegar los
recursos intelectuales que las personas empleaban para generar sentidos de vida. Esto
lo angustió de sobremanera.

La jornada laboral comenzaba con rostros cansados y agrietados. Kazuo


evidenciaba cierta madurez en su faz, pero se trataba de un regalo que nunca quiso
recibir. La tierna infancia llegaba a su fin, dando paso a una adultez difícil de soportar.
Tras llevar a cabo un gran esfuerzo en la primera jornada del día, la colación
se alzaba como el pequeño fragmento de felicidad. Hizo la fila
ansioso de recibir su porción de arroz. En ese momento, el supervisor de
abastecimientos con voz abatida declaró a todo el comedor que la comida escaseaba,
ya que muchos suministros habían sido derivados al frente de batalla. La probabilidad
de que no todos podrían gozar de la porción de arroz era altísima, generando el
disgusto de todos los obreros. Kazuo por suerte alcanzó a recibirlo, pero al ver las
filas clausuradas fue preso de una tristeza que le hizo sentirse miserable.

En la protesta de los obreros sin ración, presenció a una joven mujer cuyo rostro
lo dejó embargado y abstraído de todo el conflicto. No obstante, su belleza casi
celestial pasó a segundo plano en el momento en que se percató que su bol se hallaba
intacto, y su cuerpo, claramente desnutrido.

Kazuo, desprovisto en ese entonces de toda emoción amorosa por vez primera
sintió una atracción que le hizo conectarse nuevamente con ese niño que había sido
encadenado injustamente con el acero de la guerra. Recordó que le quedaban los
onigiris de la mañana. Poseído por una infantil determinación, corrió hacia donde
estaba la joven y le ofreció los bocadillos con una sonrisa un poco forzada, ya que
había perdido la cuenta de cuándo fue la última vez que se había acercado tan
enfáticamente a una mujer.

La joven accedió a recibir sólo un bocadillo, ya que reconocía que consumir


los dos onigiris era faltarle el respeto a sus compañeras que ejercían labores mucho
más agotadoras que las que realizaba.

Ofreciendo una gratitud rebosante de júbilo, la joven se devoró el bocadillo en


un dos por tres. Pidiendo disculpas de una manera poco convencional, se despidió de
Kazuo para emprender retorno a los galpones de mujeres, que solían estar destinados
para las costuras de los uniformes militares.

—¡¿Cómo te llamas?! —le gritó Kazuo mientras la joven chica se perdía en el


tumulto de gente que iba y venía.

—¡Hiromi! ¡Muchas gracias por el onigiri, mañana te lo compensaré!

—¡Kazuo Yoshida! ¡Me llamo Kazuo Yoshida! —vociferó sin mucha suerte.

Por un momento, el vivir lóbrego de Kazuo encontraba un precioso destello de


luz. La pradera dejaba de ser su centro de atención estético. Hoy esa joven muchacha
impulsaba sus emociones para fraguar un bello sentir que le hacía el día mucho más
llevadero. Pero la guerra continúa independiente de estos bellos sentires; no deja
tregua alguna a aquellas pequeñas realidades injustamente atrapadas en este ciclo
eterno de violencia.

Tras el advenimiento de un apagado ocaso, las sirenas se pronunciaban con


estruendo por todos los galpones, provocando el caos en toda la fábrica. Los
funcionarios de seguridad guiaban a los obreros a las rutas de salida en dirección a los
refugios más cercanos, tarea que se vio interrumpida por el atronador sonido de una
explosión. “Los pájaros metálicos” habían llegado, y sus garras afiladas descueraban
abominablemente el acero de los galpones. Kazuo, acostumbrado al pánico y a esta
realidad de simulacro supo sobreponerse y llegar a salvo al refugio, pero en el
momento en que pensó en Hiromi su rostro se empalideció rotundamente. Pensó,
además, en salir en su auxilio, pero la edificación se hallaba sellada por completo.
«Esto no es un cuento de hadas como para andar jugando al héroe», meditó con una
racionalidad disoluta.

Kazuo pasó la noche en el refugio, masticando veneno y preguntándose si su


familia se hallaba a salvo.

Tras la apertura de la bóveda se dirigió hacia la fábrica para ver los vestigios
del bombardeo. Apenas 5 galpones se mantuvieron en pie y todo el sector estaba
colmado de cenizas y un extraño olor a azufre. «Así debe oler la muerte», pensó.

Kazuo ayudó a su supervisor a rescatar heridos en el galpón en el que trabajaba,


y fue en ese momento cuando se enteró por un compañero de planta que los galpones
destinados a trabajos textiles habían sido destruidos en el inicio del bombardeo,
debido a su cercanía con los galpones de municiones. De cada 100 obreros, sólo 5
sobrevivían. El rumor se tornaba realidad; la esperanza de que Hiromi se hubiera
salvado era un pensamiento irracional. El sólo hecho de pensar su desesperación le
hizo un nudo en la garganta.

Ya le había pasado con Norio, y ahora le pasaba con Hiromi. Se sentía como
un imbécil, pero a su vez desdichado por no tener la oportunidad de relacionarse con
los otros sin la preocupación de que estos se esfumaran para siempre.

Y así, su vida volvía a ese incómodo comienzo en donde nada crece. Y de eso,
precisamente, siempre se ha tratado todo esto: todo siempre es volver a comenzar

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