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Incluido originalmente en: Las ciudades malditas, Biblioteca Hispania, Madrid, 1922.
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La última encarnación de Hermafrodita
Todos sabían que debía (no solo dinero) sino acabar la his-
toria comenzada. El banquete pantagruélico, pero de una or-
dinariez desafiadora del paladar de un carretero, los manjares
abundantemente cargados de especies y el vinillo áspero y
azulado que se agarraba a la garganta y hacía toser, predispo-
nían a las más audaces y arriesgadas narraciones. Sin contar
con que los comensales de la Campanada no pertenecían pre-
cisamente a la congregación de San Estanislao de Koska.
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–Ya saben ustedes que adoro flanear por los barrios sos-
pechosos, por los lugares equívocos. Hay una voluptuosidad
en olfatear (la palabra es vulgar pero muy gráfica) en los sitios
donde el vicio, no el vicio pulido y elegante que a fuerza de
serlo deja su calidad de verdadero vicio para trocarse en ne-
gocio, un negocio más o menos disimulado pero negocio al fin
y al cabo, sino el otro vicio, el miserable, el hediondo, el re-
pulsivo, el verdadero en fin. Los sitios donde ciertas mujeres
se reúnen con sus chulos después de la faena, las tabernas sór-
didas y los siniestros albergues nocturnos, los bistrós donde
los ladrones y los asesinos se reúnen con sus mômes y donde
al anuncio de la policía se hace un frío súbito, me atraen en
indecible fuerza. No sé por qué me parece que se vive más re-
almente, que la capa convencional es menos espesa y, aunque
aún hay algunas mentiras, se odia de verdad, no por esas ra-
zones morales y alambicadas que los hombres civilizados den-
sifican cada vez más, sino por incompatibilidad, por no caber
juntos, en que el deseo se disfraza lo menos posible de amor
y, en fin, en que se mata sin más leyes que las de una rudimen-
taria justicia.
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Julito rio:
Rio Paca:
–¡Unos corderillos!
–Siga, siga…
El marqués reanudó:
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cipio creí que era a mí a quien buscaba, pero pronto vi que no,
que mi presencia le era indiferente, es más, que no reparaba
en ella, absorta por algo que, en su cara de bestia feroz, leí no
era la comida sino el deseo. Sus manejos me inspiraron pri-
mero atención, luego curiosidad, al fin fervoroso interés. Pú-
seme a seguirla y ni aún pareció notarlo; dio algunas vueltas
por la plaza, entró y salió en dos o tres tabernas, asomose a
unos callejones sombríos… Su atención estaba sobre alerta y
ponía en sus gestos, pesados y lentos de paquidermo, no sé
qué extraña nerviosidad, no sé qué sobresaltada inquietud que
la obligaba a moverse casi con soltura, con una movilidad de
pájaro… visto por un cristal de enorme potencia aumentativa.
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Julito interrumpió:
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–Pase usted.
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–¡Qué barbaridad!
–¡Qué horror!
–¡Qué abominación!
Campiña siguió:
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