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Alfred W.

Crosby

IMPERIALISMO ECOLÓGICO
La expansión biológica de Europa, 900-1900

a
1. edición: octubre de 1988
a
1. edición en «Libros de Historia»: octubre de 1999

Título original:

ECOLOGICALIMPERIALISM. THE BIOLOGÍCAL EXPANSIÓN OF EUROPE, 900-1900

Cubierta: Joan Batallé


Ilustración de la cubierta: Pieter Bmeghel, El verano, Museo Británico, Londres
© 1986: Cambridge University Press, Cambridge
© 1988 de la traducción castellana para España y América:
EDITORIAL CRÍTICA, S.L., Córsega, 270, 08008 Barcelona
ISBN: 84-7423-994-X
Depósito legal: B. 35.670- 1999
Impreso en España
1999. - HUROPE, S.A., Lima, 3 bis, 08030 Barcelona
1

Para Julia y James Traue


y el personal de la Biblioteca Alexander Turnbüll,
Wellington, llueva Zelanda
El descubrimiento de América y el del paso ha-
cia las Indias Orientales por el Cabo de Buena
Esperanza, son los dos mayores acontecimientos re-
gistrados en la historia de la humanidad.
ADAM S M I T H ,
La riqueza de las naciones ( 1 7 7 6 )

Mas si blandimos la espada del exterminio a


medida que avanzamos, no tenemos por qué afligir-
nos por los estragos cometidos.
CHARLES LYELL,
Principios de geología ( 1 8 3 2 )

Dondequiera que los europeos han husmeado,


parece que la muerte persiga a los aborígenes. Las
grandes extensiones de América, Polinesia, Cabo de
Buena Esperanza y Australia nos muestran idénticos
resultados.
CHARLES DARWIN,
El viaje ¿el Beagle ( 1 8 3 9 )

El descubrimiento de América y la circunnave-


gación de África ofrecieron a la burguesía en ascen-
so un nuevo campo de actividad. Los mercados de
las Indias y de China, la colonización de América,
el intercambio con las colonias, la multiplicación de
los medios de cambio y de las mercancías en gene-
ral imprimieron al comercio, a la navegación y a la
industria un impulso hasta entonces desconocido, y
aceleraron, con ello, el elemento revolucionario de
la sociedad feudal en descomposición.
KARL MARX y FRIUDIUCH ENGELS,
Manifiesto Comunista ( 1 8 4 8 )
AGRADECIMIENTOS

Resultaría imposible dar crédito aquí de todos aquellos cuya ayuda


fue indispensable para escribir este libro: las legiones de biblioteca-
rios, especialmente aquellos que ejercieron una oscura labor en el de¬
parlamento de préstamos entre bibliotecas, los colegas que ofrecieron
cuidadosas críticas, y —los más importantes aunque más difíciles de
recordar— cuantos ojearon mi trabajo e improvisaron observaciones
que habrían de orientarme hacia sendas que, de no ser así, no hubiera
encontrado nunca. Quiero agradecer en particular a la Biblioteca de
la Universidad de Texas el esfuerzo realizado para recopilar una tan
magnífica colección de fuentes, y a la Universidad de Texas el haber-
me concedido generosamente tiempo y fondos para llevar a cabo mi
investigación. Fueron también esenciales para mi trabajo una beca
Fulbright en la Biblioteca Alexander Turnbull de Nueva Zelanda, así
como una estancia de año y medio en New Haven, Connecticut, en el
National Humanities Institute y la experiencia como lector del William
B. Cardoto en la Universidad de Y ale, También agradezco a The
Environmental Review y The Texas Quarterly la autorización para
volver a publicar aquellas partes de Imperialismo ecológico que ya
habían aparecido en sus páginas,
Quiero agradecer aún con más énfasis a aquellas personas que me
animaron, e incluso me reflotaron, cuando me flaqueaban las fuerzas,
incluyendo, por supuesto, a mi editor Frank Smith. Antes estuvieron:
Wilbury A. Crockelt, el mejor profesor de lengua inglesa del mundo,
quien fue el primero en darme a entender que la vida del intelecto
era algo respetable; Jerry Gough, quien me lo reafirmó algunas dé-
cadas después; Edmttnd Morgan y Howard Lámar, cuyas atenciones
me indicaron que debía seguir adelante; y Donald Worster y William
McNeill, quienes me hicieron el enorme cumplido de dar por sentado
IMPERIALISMO ECOLÓGICO
12

que iba a hacerlo. Estoy especialmente agradecido a Daniel K Norris


y a Lynette M. McManemin, que leyeron algunos capítulos de este li­
bro, y a William McNeill, que leyó el primer esbozo de la obra, con
paja y iodo.
Quiero también agradecer la ayuda específica de los genios de los
ordenadores de la Universidad de Texas en Austin: Morgan Watkins,
que preparó la copia definitiva; Clive Daivson, que recuperó el capí­
tulo 10 un sábado por la noche, reponiendo las partes borradas o
suprimidas; y Francés Karttunen que me puso en marcha diciéndome:
«Esto es una terminal de ordenador. No te asustes», y me asesoró en
cuestiones de inglés y castellano.
1. PRÓLOGO

¡Dadme una pluma de cóndor! ¡Dadme el cráter


del Vesubio como tintero! ¡Amigos, sujetad mis
brazos!
HERMÁN MELVILLE, Moby Dick

Podemos encontrar emigrantes europeos y descendientes suyos en


todas partes. Este hecho requiere una explicación.
Resulta más difícil dar cuenta de la distribución de este subgrupo
de la especie humana que de cualquier otro. La localización de los
grupos restantes obedece a un obvio sentido lógico. Excepto una por-
ción relativamente pequeña, todas las variantes asiáticas viven en
Asia. Los negros africanos viven en tres continentes, pero la mayoría
se encuentra concentrada en las latitudes originarias, los trópicos, con
un océano a cada lado. Los grupos amerindios viven, con escasas
excepciones, en América, y casi todos los aborígenes australianos que
quedan viven en Australia. Los esquimales viven en las tierras cir-
cumpolares, y melanesios, polinesios y micronesios se encuentran di-
seminados por las islas de un único aunque vastísimo océano. Todos
estos pueblos se han expansionado geográficamente —si se quiere, han
cometido actos de imperialismo— pero lo han hecho ocupando tierras
adyacentes, o como mínimo cercanas, a aquellas en las que residían
habitualmente, o, en el caso de los pueblos del Pacífico, ocupando las
islas vecinas y de allí saltando a las de los alrededores, a pesar de que
las separasen muchos kilómetros de agua. Sin embargo, los europeos
se han paseado por todo el globo.
Subdivisión diferenciada del grupo caucasiano, más por su tecno-
logía y formas políticas que por su físico, los europeos viven en gran
número y formando grupos considerablemente sólidos en la zona norte
14 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

de Eurasia, desde el Atlántico hasta el Pacífico. Ocupan un territorio


mucho mayor del que ocupaban mil o tan sólo quinientos años atrás,
pero esta es la parte del mundo donde han vivido a lo largo de toda
la historia, y desde ella se han ido expandiendo según unas pautas
tradicionales por áreas contiguas. También representan la inmensa
mayoría de la^ población en las que llamaré Nuevas Europas, tierras
distantes miles de kilómetros de Europa y también entre sí. En su
práctica totalidad, la población australiana es de origen europeo, y las
nueve décimas partes de la neozelandesa también lo son. En el territo-
rio americano, al norte de México, hay considerables minorías de afro-
americanos y de mestizos, pero más del 80 por 100 de los habitantes
de la zona es de ascendencia europea. También por debajo del Trópico
de Capricornio, la población sudamericana es predominantemente blan-
ca. La proporción de europeos entre los habitantes del «Profundo
Sur» de Brasil (Paraná, Santa Catarina y Rio Grande do Sul) oscila
entre el 85 y el 95 por 100, y la población del vecino Uruguay es
blanca en aproximadamente nueve décimas partes. Algunas estimacio-
nes otorgan a Argentina un 90 por 100 de población europea, mientras
otras la sitúan en torno al 100 por 100. Por el contrario, Chile cuenta
aproximadamente con tan sólo un tercio de población europea; el
resto es casi totalmente mestizo. Pero si consideramos en su conjunto
la población que ocupa la vasta cuña del continente que limita al norte
con el Trópico de Capricornio, constataremos que la inmensa mayoría
es europea. Incluso aceptando las estimaciones más favorables a mes-
tizos, afroamericanos y amerindios, más de 3 de cada 4 americanos
de las zonas templadas del sur son de ascendencia totalmente euro-
1
pea. Los europeos, por tomar un término de la apicultura, se han
enjambrado una y otra vez y han seleccionado sus nuevos hogares
c o m o sí cada enjambre fuera repudiado físicamente por los demás.
Las Nuevas Europas suscitan curiosidad por razones ajenas a la
falta d e armonía entre sus puntos de localización y la identificación
racial y cultural de la mayor parte de la población. Estos territorios
llaman la atención —la fija mirada de la envidia— de la mayoría de

1. Los datos estadísticos para esta breve exposición proceden de The New
Rand McNally College World Atlas, Rand McNally, Chicago, 1983; The World
Almanac and Book of Facts> 1984, Newspaper Enterprise Association, Nueva
York, 1983; The Americana Encyclopedia, Grolier, Danbury, Conn., 1983, y
T. Lynn Smith» Brazil; People and Institutions, Louísiana Press, Baton Rouge,
1972, p. 70.
PRÓLOGO 15

la humanidad debido a sus e x c e d e n t e s alimentarios. Constituyen la


mayor parte de las escasas n a c i o n e s d e la tierra q u e , d é c a d a tras dé-
cada, exportan continuamente cantidades iuuenle?. d r a l i m e n t o s . I'in
1 9 8 2 , el valor total de las e x p o r t a c i o n e s munduilert d e i o d o s los pro-
ductos agrícolas que cruzaron las fronteras na<i<»nales l ú e de / 1 0 0 0 0
millones de dólares. De ellos, 6 4 . 0 0 0 millones m d e u i , alyo n u n
del 3 0 por 1 0 0 —correspondieron a ( l a n a d a , ION Lstados l l n i d o s . A I
gentina, Uruguay, Australia y N u e v a Z e l a n d a , total v |*<m«niiij- q m
hubieran sido mayores si se hubieran c o n t a d o las r s p o i n u M U H - I del
sur brasileño. La parte correspondiente a las Nueva-. I ' t u o p u n de las
exportaciones de trigo, el cultivo m a s i m p ó r t a m e del m i n e n i<> iniei
nacional, es aún mayor. En 1 9 8 2 , tri^o por valor dr 1H litio mili*nif •*
de dólares atravesó las fronteras n a c i o n a l e s , de los cuales las N u e v a s
Europas exportaron cerca de 1 3 . 0 0 0 m i l l o n e s . I\n el misino alio, las
exportaciones mundiales de la altamente p r o t e í n i e a soja, la partida
más importante del mercado alimentario internacional, desde la Según
da Guerra Mundial, ascendieron a 7 . 0 0 0 m i l l o n e s . J ) e ellos, 6 . 3 0 0 mi-
llones correspondieron a los Estados U n i d o s y a C a n a d á . También
encabezan las Nuevas Europas las exportaciones mundiales de carne
fresca, refrigerada y congelada de buey y c o r d e r o , así como cierto
número de productos alimentarios diversos. L a parte que les corres-
ponde en el mercado internacional de los alimentos más esenciales del
mundo es mucho mayor que la que corresponde a Oriente Medio en
2
las exportaciones de petróleo.
El papel dominante de las Nuevas Europas en el marco del mer-
cado internacional de productos alimentarios no es simplemente una
cuestión de productividad bruta. La Unión Soviética suele ir en cabeza
en cuanto a producción de trigo, avena, cebada, centeno, patatas, le-
che, cordero, azúcar y otros muchos artículos alimentarios. China
produce más arroz, mijo y cerdos que cualquier otra nación. En tér-
minos de productividad por unidad de tierra, ciertas naciones superan
a las Nuevas Europas, cuyos campesinos, escasos pero muy tecnifica-
dos, se han especializado en el cultivo extensivo más que en el in-

2. Food and Agrictdtural Organizaron of the United Nations Trade Year-


book, 1982, Food and Agricultural Organization of the United Nations, 1983,
Roma, v o l XXXVI, pp. 42-44, 52-58, 112414, 118-120, 237-238; The States-
man's Year-book, 1983-84, Macmillan, Londres, 1983, p. X V I I I ; Lester R.
Brown, «Putting Food on the "World's Table, a Crisis of Many Dimensions»,
Fnvironment, 26 (mayo de 1984), p. 19.
16 LMPKKIAI.ISMO l-.O >M »(,)(.(>

tensivo. La productividad por campesino c:s impresionante, pero no


lo es tanto considerada por hectárea. Estas regiones encabezan la pro-
ducción mundial de alimentos en relación a la cantidad consumida lo-
cálmente o, expresado de otra manera, la producción de excedentes
t

para la exportación. Por citar un caso extremo, en 1982 los Estados


Unidos produjeron tan sólo un porcentaje minúsculo del arroz mun-
dial, pero sus exportaciones de este grano representaron la quinta
3
parte del total, superando a cualquier otra nación.
Volveremos de nuevo sobre la productividad de las Nuevas Euro-
pas en el último capítulo, pero pasemos ahora a tratar el tema de la
proclividad europea a las migraciones hacia ultramar, una de sus ca-
racterísticas más sobresalientes y que más ha tenido que ver con la
productividad de las Nuevas Europas. Los europeos fueron compren-
siblemente lentos en abandonar la seguridad de sus tierras de origen.
La población de las Nuevas Europas no llegó a ser tan blanca como
hoy en día hasta mucho después de que Cabot, Magallanes y otros
navegantes europeos pusieran pie en las nuevas tierras, y muchos años
después de que los primeros pobladores construyeran sus hogares allí.
4
En 1800, Norteamérica, tras casi dos siglos de exitosa colonización
europea, y a pesar de ser en muchos sentidos la más atractiva de las
Nuevas Europas a los ojos de los emigrantes del Viejo Mundo, tenía
una población de menos de 5 millones de blancos, más alrededor de
otro millón de negros. La parte meridional de Sudamérica, tras más
de doscientos años de ocupación europea, estaba aún más rezagada,
con menos de medio millón de blancos. Australia contaba con sólo
5
10.000, y Nueva Zelanda seguía siendo un país maorí.
Entonces llegó el diluvio. Entre 1820 y 1930, una cifra bastante
superior a los 50 millones de europeos emigraron a las Nuevas Euro-
pas de ultramar. Este número suponía aproximadamente una quinta
6
parte de la población total de Europa a comienzos de aquel período.

3. The World Almanac and Book of Facts, 1984, Newspaper Enterprise


Association, Nueva York, 1983, p. 156.
4. Para el proposito de este libro, definiré Norteamérica como el territorio
del continente que queda al norte de México,
5. Colin McEvedy y Richard Jones, Atlas of World Population History,
Penguin Books, Harmondsworth, 1978, pp, 285, 287, 313-314, 324; Robert
Southey, History of Brazil, Greenwood Press, Nueva York, 1969, vol. III, p. 866.
6. H u w R. Jones, A Population Geography, Harper & Row, Nueva York,
1981, p. 254.
P R Ó L O G O 17

¿Por qué se produjeron semejantes movimientos de gente a zonas tan


distantes? Las condiciones por las que atravesaba Europa dieron un
impulso considerable —explosión demográfica y consecuente escasez
de tierra cultivable, rivalidades nacionales, persecución de minorías—
y la aplicación del vapor a los medios de transporte terrestres y marí-
timos sin duda facilitó las migraciones a gran distancia. Pero, ¿a qué
se debióla atracción de las Nuevas Europas? Por supuesto, no falta-
ban atractivos, aunque variaran de un lugar a otro de estas tierras
recientemente descubiertas. Mas, subyaciendo a todos ellos y dándoles
tal forma y colorido que un hombre razonable se decidiera a invertir
su capital e incluso las vidas de su familia en la aventura de las Nuevas
Europas, encontramos factores que quizá quedarían mejor definidos
como biogeográficos.
Comencemos por aplicar al problema lo que yo llamo técnica
Dupin, en memoria del detective C- Auguste Dupin, creado por Edgar
Alian Poe, quien encontró la inestimable «Carta robada» no escon-
dida en las tapas de un libro o en un agujero taladrado en la pata
de una silla, sino allí donde cualquiera podía verla, en un archiva-
dor de cartas. La descripción del método, suerte de corolario del ta-
lante de Ockham, es la que sigue: haz preguntas simples, porque las
respuestas a preguntas complicadas probablemente serán demasiado
complicadas para ser comprobadas, y lo que es peor, demasiado fas-
cinantes para darse por vencidos.
¿Dónde se encuentran las Nuevas Europas? Aunque dispersas
geográficamente, se hallan en latitudes similares- Todas ellas, o al
menos las dos terceras partes, se sitúan en las zonas templadas del
norte y del sur, lo cual significa que gozan de climas extraordinaria-
mente similares. Los vegetales de los que han dependido histórica-
mente los europeos para la obtención de alimento y fibras, así como
los animales de los que ha dependido la obtención de alimentos, fibras,
energía, pieles, huesos y abono, tienden a prosperar en climas entre
templados y fríos con un índice anual de precipitaciones comprendido
entre 50 y 150 centímetros. Estas condiciones se dan en todas las
Nuevas Europas, o, como mínimo, son características de aquellas zo-
nas fértiles donde los europeos se han asentado mayoritariamente.
Era de esperar que un inglés, un español o un alemán se sintieran
atraídos por lugares donde no hubiera problema para cultivar trigo y
criar ganado bovino, y eso fue lo que de hecho ocurrió.
Las Nuevas Europas se sitúan principalmente en zonas templadas,
18 IMPERIALISMO ECOLÓGÍCO

7
pero las biotas locales se diferencian claramente entre un lugar y
otro y también respecto al norte de Eurasía. Los contrastes aparecen
exacerbados cuando se comparan entre sí algunos de los herbívoros,
pongamos por caso, de hace mil años. El buey europeo, el búfalo nor-
8
teamericano, los guanacos sudamericanos, los canguros australianos
y los pájaros moa neozelandeses de tres metros de altura (hoy por
desgracia extinguidos) no eran ciertamente cachorros de la misma ca-
rnada. Los que presentan un mayor parentesco, el buey y el búfalo,
son en el mejor de los casos poco más que primos lejanos; incluso
el búfalo y su más cercano equivalente en el Viejo Mundo, el infre-
cuente bisonte europeo, pertenecen a especies distintas. En ocasiones,
los colonizadores europeos encontraron exasperante la diversidad de
la fauna y flora de las Nuevas Europas. Míster J. Martin se quejaba
en la Australia de la década de 1830 de que

los árboles retenían las hojas y se despojaban de la corteza, los cis-


nes eran negros, las águilas blancas, las abejas no tenían aguijón, al-
gunos mamíferos tenían bolsas, otros ponían huevos, eran más tem-
pladas la cimas de las colinas que los valles, [e] incluso las zarza-
9
moras eran rojas.

Se da una fuerte paradoja en esto. Las partes del mundo que hoy
en día se asemejan más a Europa, en términos de población y cultura,
distan mucho de Europa —de hecho, se encuentran separadas dé ella
por vastos océanos— y aunque su clima es similar al europeo, su
fauna y flora son muy diferentes de las del viejo continente. Las re-
giones que hoy en día exportan mayor cantidad de productos alimen-
tarios de origen europeo —cereales y carne— que cualquier otro te-
rritorio del mundo, no tenían, quinientos años atrás, ni rastro de
trigo, cebada, centeno, bovinos, cerdos, ovejas o cabras.
La resolución de la paradoja es tan fácil de plantear como difícil-
mente explicable. Norteamérica, la Sudamérica meridional, Australia
y Nueva Zelanda están muy lejos de Europa pero gozan de climas si-

7. Biota es el conjunto de fauna y flora de un área biogeográfica. (N, de la t.)


8. El búfalo americano es en realidad el bisonte (el búfalo es un animal se-
mejante al buey que habita en Asia y África), pero en el presente contexto una
pedante exactitud terminológica no haría más que llevar a confusión,
9. Joseph M. Powell, Environmental Management in Australia, 1788-1914,
Oxford University Press, 1976, pp. 13-14.
PRÓLOGO

milares al suyo, y la flora y fauna europeas, incluyendo los seres hu-


manos, pueden sobrevivir en estas regiones si la competencia no es
demasiado dura. En general, la competencia ha sido bastante blanda.
En la pampa, los caballos y bovinos ibéricos hicieron retroceder al
guanaco y al ñandú; en Norteamérica, las lenguas indoeuropeas han
arrollado a las algonquinas, muscogeas (o kreck) y oirás lenguas ame-
rindias; en las antípodas, el diente de león y el galo doméstico del
Viejo Mundo han ganado terreno frente a la «hierba de los canguros»
y los kiwis. ¿Por qué? Tal vez los europeos hayan triunfado debido
a su superioridad en armamento, en organización y en fanatismo, pero
¿por qué diantres nunca se pone el sol en el Imperio del diente de
león? Tal vez el éxito del imperialismo europeo haya tenido un com-
ponente biológico, un factor ecológico.
2. VISITANDO DE N U E V O PANGEA.
EL NEOLÍTICO RECONSIDERADO

Dijo Dios luego: «Reúnanse las aguas de debajo


de los cielos en un lugar y aparezca lo seco». Y así
fue. Dios llamó a lo seco tierra y a la reunión de
las aguas llamó mares. Y vio Dios que quedaba
bien.

Génesis, I, 9-10

Las tres cosas delgadas que mejor sirven de so-


porte al m u n d o : el delgado hilo de leche que cae
en el balde desde la ubre de la vaca; la delgada
vaina del trigo verde sobre la tierra; el ovillo del-
gado que maneja una mujer habilidosa.

The Triads of Ireland (siglo ix)

Es necesario comenzar por el principio al tratar de las Nuevas


Europas, lo cual significa retroceder no hasta 1492 o 1788, sino a
cerca de 200 millones de años, momento en que empezó a producirse
una serie de fenómenos geológicos que situarían estas tierras en sus
emplazamientos actuales. Hace 200 millones de años, cuando los dino-
saurios aún deambulaban pesadamente por estos mundos, todos los
continentes estaban unidos en un solo gran continente que los geó-
1
logos llaman Pangea. Tenía una extensión que cubría decenas de
grados de latitud, lo cual nos hace suponer que comprendía diversas

1. Roben S. Dietz y John C. Holden, «The Breakup of Pangaea», Continents


Adrift and Continents Aground> Freernan, San Francisco, 1976, pp. 126-127.
VISITANDO DE NUEVO PANGEA 21

variantes climáticas; pero al ser una masa compacta de tierra, no de-


bieron existir variaciones demasiado significativas en las formas de
vida. Un único continente suponía la existencia de un solo terreno
de competición, y por tanto un solo grupo de ganadores de la lucha
darwiniana por la supervivencia y la reproducción. Los reptiles, in-
cluyendo los dinosaurios, fueron los animales terrestres dominantes
de Pangea —es decir, de la tierra— en proporción de tres a uno; y
sin embargo sólo se diversificaron en dos terceras partes de los órde-
nes en que lo hicieron los mamíferos.
Hace aproximadamente 180 millones de años, Pangea empezó a
resquebrajarse como si se tratara de un iceberg rompiéndose en las
aguas cálidas de la Corriente del Golfo. Primero se dividió en dos
supercontinentes, y después en unidades más pequeñas que con el
tiempo se convertirían en los continentes que conocemos hoy en día.
El proceso fue mucho más complicado de lo que podemos describir
aquí (de hecho, más complejo de lo que los propios geólogos llegan
a comprender por el momento), pero digamos que, en términos gene-
rales, Pangea se resquebrajó a lo largo de líneas de intensa actividad
sísmica que habrían de convertirse más tarde en cordilleras submari-
2
nas. La más ampliamente estudiada ha sido la Cordillera Atlántica,
que recorre, hirviendo y burbujeando, un camino que va desde el Mar
de Groenlandia hasta el monte submarino llamado Spiess, situado a
veinte grados de latitud y veinte de longitud al suroeste de Ciudad
del Cabo, en Sudáfrica. Al igual que otras cordilleras sumergidas, ésta
derramaba lava (y en muchos casos todavía lo hace), modificando el
fondo marino y alejando cada vez más los continentes que se encuen-
tran a un lado y otro de la cordillera. Allí donde estos fondos, que se
alejan de la cordillera que les dio origen, se encabalgan uno sobre
otro, penetran bajo el manto terrestre, erosionando y rechinando, pro-
vocando en ocasiones la elevación de cadenas montañosas, y a veces
formando zanjas submarinas, las más profundas en la superficie del
planeta. Los geólogos, con su habitual falta de sensibilidad para los
matices, llaman a este fenómeno de magnitudes impresionantes desa-
3
rrollado a lo largo de millones de años, «deriva continental».

2. También Riel ge Atlántico, o Dorsal del Atlántico medio en terminología


geológica. (N. de la t.)
3. John F. Dewey, «Píate Tectonics», Continente Adrift and Continente
Aground, pp. 34-35.
22 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

FIGURA 1. Las simas de Pangea. (Reproducción autorizada de W. Ken-


neth Hamblin, The Earth's Dynamic Systems, Burgess Publishing Co.,
Minneapolis, 1982, p. 23.)

Parece ser que cuando los mamíferos sucedieron a los dinosaurios


como animales terrestres dominantes en el globo, y empezaron a
diversificarse en una miríada de órdenes a lo largo de los últimos
veinte millones de años, la separación de los continentes estaba lle-
gando a su fin, y se configuraba un panorama desde luego mucho más
semejante al actual. Se formaron grandes mares interiores que convir-
tieron a Sudamérica y Eurasia en dos subcontinentes. La vida se de-
sarrolló independientemente, y en muchos casos de forma desigual, en
los diversos fragmentos de Pangea. Ello ayuda a explicar el grado en
que llegaron a diversificarse los mamíferos, y la velocidad a la que lo
4
hicieron.
La deriva continental permite explicar ampliamente las diferen-
cias, con frecuencia radicales, entre la fauna y la flora de Europa y las
de las Nuevas Europas. Un viajero europeo que navegue hacia cual-
quiera de las Nuevas Europas cruzará como mínimo una de estas cor-
dilleras o zanjas. Europa y las Nuevas Europas no han formado parte

4. Bjorn Kurtén, «Continental Dríft and Evolution», Continents Adrift and


Continents Aground, pp. 176, 178; Charles Elton, The Ecology of Invasión* by
Animáis and Plañís, English Language Book Society, Gran Hrciafrt, 1966, pp.
33-49.
VISITANDO DE NUEVO PANGEA

de la misma masa continental desde hace millones de años (excep-


tuando efímeros contactos árticos entre Norteamérica y Eurasia), pe-
ríodo durante el cual los antepasados del búfalo americano, del buey
euroasiático y del canguro australiano se arrastraron y brincaron por
sendas de evolución divergentes. Atravesar estas simas submarinas
significa saltar de una a otra de dichas sendas, casi supone un salto a
5
otro mundo. (Hay simas que no son submarinas y que no separan
continentes, pero permítasenos ignorarlas en aras de la brevedad.)
Cuando Pangea se dividió por primera vez en dos macrocontinen-
tes, uno al norte y otro al sur, solamente Norteamérica de entre to-
das las Nuevas Europas se encontraba en el mismo bloque que Euro-
pa. Por tanto, ambas zonas compartieron una misma latitud, circuns-
tancia que equipara sus más remotas historias respectivas. Las diferen-
cias de fauna y flora entre Europa y Norteamérica son menos notorias
que las que pueden observarse entre cualquiera de ambas y las demás
Nuevas Europas. Aun así, las diferencias bastaron para dejar sin ha-
bla al naturalista finlandés Peter Kalm, recién desembarcado de la
nave que le llevó desde Europa a Filadelfia en 1748:

Descubrí que había llegado a otro mundo. Dondequiera que mi-


rase por el suelo, encontraba por doquier plantas que no había visto
nunca antes, Cuando veía un árbol, debía detenerme a preguntar a
mis acompañantes cómo se llamaba ... Me causó pavor la idea de
tener que clasificar sectores tan nuevos y desconocidos de la historia
6
natural.

Los biogeógrafos han definido debidamente Norteamérica y Eura-


sia, incluyendo Europa, como provincias o subregiones biológicas dis-
tintas. Después de todo, Nerón arrojaba a los cristianos a los leones,
7
no a los pumas. Por lo que se refiere al resto de las Nuevas Europas,
no cabe duda de que merecen ser consideradas según categorías bio-
geográficas diferenciadas respecto a Europa. Por ejemplo, las tres
cuentan con grandes aves —algunas del tamaño humano— no vo-
ladoras.

5. E. C. Pielou, Biogeography, Wiley, Nueva York, 1979, pp. 28-31, 49-57.


6. Peter Kalm, Traveís into North America trad. inglesa de John R. Fors-
>

ters, The Imprint Societv, Barre, Mass., 1972, p. 24.


7. Wilfred T. Neili, The Geography of Life, Columbia University Press,
Nueva York, 1969, pp. 98-104.
24 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

FIGURA 2. Las zonas de ¡a flora mundial

El resquebrajamiento de Pangea y la descentralización de los pro-


cesos evolutivos empezó hace unos 180-200 millones de años. Desde
entonces, exceptuando algunos ejemplos que se opusieron a la ten-
dencia dominante (a saber, el periódico enlace entre Norteamérica y
Eurasia gracias a sucesivas reapariciones del paso de Bering, con la
consiguiente mixtura de sus biotas), prevalecieron las fuerzas centrí-
fugas en la evolución de las formas de vida. Esta tendencia, imperante
desde que algún mamífero antepasado nuestro hizo del robo de huevos
de dinosaurio su modo de vida, se interrumpió aproximadamente hace
unos mil años (mínima fracción de un solo segundo marcado por el
reloj geológico) y las fuerzas centrípetas han dominado desde enton-
ces. El resquebrajamiento de Pangea fue una cuestión geológica y el
episodio más imponente de la deriva continental. La actual recons-
trucción de Pangea gracias a barcos y aviones, es una cuestión que
concierne a la cultura humana y que guarda relación con el vuelco, la
aceleración y el ritmo a mata caballo protagonizado por la tecnología.
Para contar esta historia, no tenemos por qué retroceder 200 millones
de años. Nos basta uno o tres millones.
VISITANDO DE NUEVO PANGEA 25

Subdivisicnes de la launa
Dominio, reglón y [H¡ Transiciones caribeñas Transición de las.Célebes
subregión sudamericanos
^ Dominio y región australianos Dominio en roasiático-africano-norteamericano

FIGURA 3. Las zonas de la fauna mundial. (Reproducción autorizada de


las figuras 2 y 3 de Wilfred T. Neill, The Geography of Life, Columbia
Úniversity Press, Nueva York, 1970, pp. 98, 99.)

El ser humano es el más adaptable y por tanto el más ampliamente


extendido de cuantos animales pueblan hoy en día la tierra. Esto
también fue válido para los miembros de la especie Homo sapiens y
los homínidos que les habían precedido mucho tiempo atrás —mucho
desde su punto de vista. Otras criaturas tuvieron que esperar cambios
genéticos específicos que les permitieran emigrar a zonas radicalmente
diferentes a las que habían ocupado sus antepasados —tuvieron que
esperar a que los colmillos se les afilaran como dagas antes de poder
competir con éxito contra las hienas en el veldt, o a que les creciera
el pelaje antes de poder habitar en el norte—, pero esto no fue lo
que sucedió a los humanos ni a los homínidos. En ellos se efectuó un
cambio genético generalizado, no solamente específico: desarrollaron
un cerebro mayor y mejor adaptado al uso del lenguaje y a la manipu-
lación de herramientas.
Este crecimiento del tejido nervioso embutido en el arca del teso-
ro que es el cráneo, empezó hace varios millones de años, y a medida
que se producía, los homínidos estuvieron progresivamente más capa-
26 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

citados para la «cultura». La cultura es un sistema de almacenaje y


modificación de pautas de comportamiento no en las moléculas del
código genético, sino en las células cerebrales. Esta transformación
hizo de los miembros del género Homo los especialistas más avanza-
dos del reino natural en adaptabilidad. Fue como si el pescador del
cuento al qué el pescadíto le concedió tres deseos hubiera solicitado
en primer lugar ver satisfechos todos los deseos que pudiera tener en
8
adelante.
Aquellos monos utilizaron las nuevas habilidades que les brindó
su cerebro rebosante para emigrar de su hogar ancestral (probable-
mente África), atravesando las simas secas de Pangea hasta llegar a
Eurasia. Desde entonces,, homínidos y humanos no han dejado de em-
prender movimientos migratorios; se diría que intentaron ocupar toda
rendija, grieta o hueco por encima de la línea de bajamar. Nuestros
antepasados (Homo erectas), con cerebros por lo general menores a
los nuestros en cientos de centímetros cúbicos, proliferaron, emigra-
ron por las zonas tropicales del Viejo Mundo, y aproximadamente
hace 750.000 anos se trasladaron a las zonas templadas del norte, es-
9
tableciendo su residencia en Europa y China. Hace unos 100.000
años, el cerebro humano había alcanzado su volumen actual, probable-
10
mente el que tendrá siempre. Desde entonces, podemos haber ganado
algunas circunvoluciones, o no, pero no cabe duda de que el desarro-
llo físico actual del cerebro de nuestra especie se completó hace unos
40.000 años, cuando apareció el Homo sapiens (¡el hombre sabio!),
con la cara embadurnada con cualquier pigmento que le ofreciera la
naturaleza en los contornos, y empuñando una lanza con punta de
piedra.
Los humanos estaban ocupando el Viejo Mundo, desde Europa y
Siberia hasta el punto más meridional de África y las islas de las In-
dias Orientales. Pero quedaban aún continentes enteros y miríadas de

a
8. Brace C. Loring, The Stages of Human Evolution, 2. ed., Pr en tice-Hall,
linglcwood Cliffs, N. J., 1979, pp. 54, 59, 61, 68.
9. Loring, Stages of Human Evolution, pp. 76-77; Bernard G. Campbell,
Humankind Emerging, Little, Brown, Boston, 1976, p. 248; David Pilbeam,
«The Descent of Hominoids and Hominids», Scientific American, 250 (marzo
de 1984), pp. 93-96.
10. Loring, Stages of Human Evolution, p. 78.
VISITANDO DE NUEVO PANGEA 27

islas por explorar y poblar. Todavía no habíamos superado ninguna


11
de las profundas simas en expansión de Pangea,
Aquellos humanos estaban a punto de acometer una empresa tan
grande como trasladarse a otro planeta desde la tierra. Estaban a
punto de abandonar un mundo —el corazón quebrado de Pangea,
Eurasia más África— con formas de vida conforme a las cuales habían
vivido sus antepasados durante millones de años, para ir a mundos
en los que nunca habían existido ni humanos, ni homínidos, ni siquie-
ra monos de ningún tipo, mundos dominados por plantas, animales
y vida microscópica, cuyas formas divergían a menudo radicalmente
de las pautas de vida del Viejo Mundo.
Estos nuevos mundos eran la América del Norte y del Sur, y
Australia. (Para que un mamífero terrestre alcanzase Nueva Zelanda
tendría que ser un murciélago o un excelente navegante, y el Horno
sapiens llegó allí con bastante retraso.) Los miembros del genero
Homo habían estado presentes en las Indias Orientales praclu/nmcnir
desde la aparición de su género; las aguas que separaban las islas eran
cálidas y los estrechos angostos, y el estrecho que separaba N u e v a
Guinea de Australia, al ser poco profundo, se convenía en tierra fir-
me durante las eras glaciales. Hace unos 40.000 años, miembros de
nuestra especie se dirigieron hacia el sur y penetraron en Australia;
era el primer mamífero placentario que se introducía en aquel conti-
nente. El segundo, el perro llamado dingo, no llegaría hasta hace unos
8.000 años o incluso menos. (Estas fechas, así como otras de las cita-
das en este capítulo, son objeto de una controversia en la que no tene-
mos por qué involucrarnos nosotros. Nos interesan las secuencias, no
las fechas absolutas.)
Existen datos que corroboran la desaparición de cierto número
de especies, e incluso géneros, de marsupiales y reptiles australianos,
criaturas considerablemente mayores que las de los tiempos históricos,
coincidiendo con la expansión humana en el continente. Resulta ten-
tador elevar la coincidencia cronológica a la categoría de prueba y
culpar de la extinción a los invasores, aunque sería poner a prueba la
credulidad afirmar que los cazadores de la Edad de Piedra extermi-
naran por sí solos a los gigantes australianos. Pudiera ser que conta-
ran con la ayuda de las enfermedades que con ellos llegaron desde las

11. Campbell, llurnankind Bmerging, pp. 383-384; Loring, Stages of Human


Evolution, p. 95,
IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Indias Orientales. Trajeron consigo el fuego, que los aborígenes aus-


tralianos utilizaron en tiempos históricos para desbrozar anualmente
extensas zonas del continente. En la antigüedad esta práctica bien pu-
diera haber alterado lo suficiente los hábitats de los gigantes como
12
para hacerles imposibles la vida y la reproducción.
Llegar a Australia desde las Indias Orientales fue cuestión de
atravesar unos cuantos estrechos cálidos y angostos; llegar a América
era algo más difícil. El problema no eran las aguas frías, nubladas y
peligrosas del Estrecho de Bering; de hecho, este estrecho fue una
amplia autopista de tundra casi permanente desde la llegada de miem-
bros del género Homo a Siberia. El verdadero problema era la hosti-
lidad del clima en las latitudes altas. No fueron muchos los seres
humanos que poblaban la Siberia y se dispusieron a seguir las mana-
das de caribús, a través de Bering, hasta Alaska. Una vez allí, los
primeros migrantes iban a parar a un casquete de hielos continenta-
les que ocupaba casi toda Norteamérica, hasta México. Durante algu-
nos períodos cálidos, se abría un corredor desde Alaska hasta Alberta
e incluso más al sur, pero aun así, el paso por vía terrestre desde
Asia hasta las exuberantes praderas y bosques de Norteamérica era
extraordinariamente difícil.
Seguramente los humanos no alcanzaron el extremo meridional del
casquete glacial que cubría Norteamérica hasta mucho después de
haber pisado tierra australiana, pero en ambos continentes parece ha-
berse dado la coincidencia entre la llegada de los grandes cazadores
humanos y la extinción de diversas especies de mamíferos de gran
tamaño: mamuts, mastodontes, perezosos, búfalos gigantes, y caballos,
por ejemplo. No puede negarse que algunos ejemplares de estas es-
pecies fueran abatidos por los humanos —se han encontrado puntas
de lanza de piedra entre las costillas de mamuts fosilizados— pero
la mayoría de los expertos son reacios a atribuir la extinción de espe-

12. A. G. Thorne, «The Arrival and Adaptation of Australian Aborigines»,


en Alien Keats, ed., Ecological Biogeography of Australia, Dr. W. Junk, La Haya,
1981, pp. 178-179; D. Merrilees, «Man the Destróyer: Late Quaternary Changes
in the Australian Marsupial Fauna», Journal of the Koyal Society of Western
Australia, 51, parte I, 1968, pp. 1-24; D. Mulvaney, «The Prehistory of the
Australian Aborigine», en Brian M. Fagan, ed,, Avenues of Antiquity, Keadings
¡rom the Scientific American, Freeman, San Francisco, 1976, p. 84; Geoffrey
Blainey, Triumph of the Nomads, A History of Aboriginál Australia, Overlook
Press, Woodstock, N.Y., 1976, pp. 6, 16, 51-66.
VISITANDO D E NUEVO PANGEA 29

cies enteras a las cacerías humanas. De nuevo, los humanos no debie-


ron ser sino parte de una ola de especies invasoras, parásitos y agentes
patógenos inclusive, que habría atacado a la fauna autóctona. Pero
¿por qué se cebarían estos últimos en los mayores mamíferos? ¿Por
qué y cómo no habrían sido sino los humanos los que matasen prefe-
rentemente a aquellos animales que representaban la mayor reserva
13
de alimento? El Homo sapiens encontró en Australia y América sen-
dos paraísos para la caza. Los tres continentes estaban llenos a rebosar
de apetitosos herbívoros totalmente inexpertos en la autodefensa con-
tra los agresores humanos, y brindaban a los recién llegados cantidades
aparentemente inagotables de proteínas, grasa, cuero y hueso. La ex-
pansión del Homo sapiens a Australia y América debió desencadenar
un importante incremento del número total de seres humanos sobre ia
tierra. Estos dos continentes fueron Edenes donde Dios puso a Adán
y Eva francamente tarde. «Esto no volverá a repetirse —escribía
Fran^ois Bordes en The Oíd Stone Age—, hasta que el hombre ate-
14
rrice en un planeta hospitalario perteneciente a otra galaxia.»
Hace unos 10.000 años, se fundieron todos los casquetes glacia-
les, excepto la Antártida y Groenlandia, y el nivel de los océanos su-
bió hasta alcanzar aproximadamente el actual, inundando las planicies
qué habían comunicado Australia con Nueva Guinea, y Alaska con
Siberia, y aislando a las avanzadillas de la humanidad en sus nuevos
hogares. Desde entonces hasta que los europeos generalizaron la prác-
tica de atravesar las simas de Pangea, estos pueblos vivieron y se
desarrollaron en un estado de total o casi total aislamiento. Había
finalizado una de las treguas momentáneas de la evolución divergente
que había puesto en marcha el resquebrajamiento de Pangea, coinci-
diendo perfectamente durante los milenios sucesivos, y por primera
vez, la deriva cultural con la deriva continental.

La humanidad realizó el siguiente paso de gigante. Esta vez no se


trató de migraciones geográficas sino de mutaciones culturales: fue la

13. Paul S. Martin, «The Discoveiy of America», Science, 179 (9 de marzo


de 1973), pp. 969; James E. Mositnann y Paul S. Martin, «Simulating Overkill
by Paleoindians», American Scientist, 63 (mayo-junio de 1975), p. 304; Paul S.
Martin y H . E . Wright, eds., Pleistocene Extinctions, the Search for a Cause,
Yale University Press, New Haven, 1967, passim.
14. Franíois Bordes, The Oíd Stone Age, McGraw-Hill, Nueva York, 1968,
p. 218.
30 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Revolución Neolítica o más exactamente, las Revoluciones Neolíti-


;

cas. Según la definición clásica, la Revolución Neolítica daría comienzo


cuando los hombres empezaron a afilar y pulir sus herramientas de
piedra en lugar de mellarlas para obtener la forma definitiva; finaliza-
ría cuando aprendieron a fundir metales en cantidad considerable,
y a convertirlos en herramientas más resistentes y con filo más dura-
dero que sus equivalentes en piedra. Mientras tanto, la historia seguía
su curso, los hombres inventaron la agricultura, domesticaron los ani-
males de nuestros corrales y prados, aprendieron a escribir, constru-
yeron ciudades y crearon la civilización. La historia completa sería
15
algo más compleja, pero este resumen servirá a nuestros propósitos.
Los pueblos que ocupaban la encrucijada del Viejo Mundo, Orien-
te Medio, protagonizaron la avanzadilla tecnológica que recorrería con
mayor celeridad el camino conducente a las condiciones actuales. Aque-
llos que habían integrado las avanzadillas geográficas de la humani-
dad, los pioneros que quedaron aislados en Australia y América, tu-
16
vieron historias diferentes. Los aborígenes australianos se aferraron
a las formas paleolíticas; nunca fundieron metales ni construyeron
ciudades. Cuando el capitán Cook y los australianos de Botany Bay se
encontraron de frente, las miradas que se dirigieron provenían res-
pectivamente de ambos lados de la Revolución Neolítica.
Los pueblos del Nuevo Mundo tuvieron su propia Revolución
(o revoluciones) Neolítica mucho más espectacular en la Mesoamé-
rica y la América Andina, pero> en relación al Viejo Mundo, se inició
lentamente, sólo se aceleró tardíamente, y se difundió como si el he-
misferio occidental hubiera sido en cierto modo menos permeable que
el oriental a las formas tecnológicas y artísticas de la civilización.
Cuando llegaron los conquistadores con su hierro y su acero, los pue-
blos de las altas culturas amerindias se encontraban aún en los albores
de la era metalúrgica. Utilizaban los metales en ornamentos e ídolos,
pero no para fabricar herramientas.
¿Por qué la civilización del Nuevo Mundo fue tan tardía? Tal
vez porque América sigue un eje norte-sur. De este modo, los vege-
tales amerindios de los cuales dependieron estrechamente las civiliza-
a
15. Encyclopaedia Britannica, 11. ed., Cambridge University Press, 1911,
vol. II, pp. 348-351; vol. XrX, p 372; Gordon V. Childe, Man Makes Himself,
4

Watts & Co., Londres, 1956, passtm.


16. De ahora en adelante me referiré a los indígenas australianos simple-
mente como aborígenes, sin aplicar nunca este término a otros pueblos.
VISITANDO DE NUEVO l'ANl.l.A

ciones del Nuevo Mundo debieron distribuirse por climas mauíitU*


mente diversos, a diferencia de los cultivos básicos del Viejo Mundo,
que se extendieron ampliamente hacia el este y hacia el oeste por
zonas de climas considerablemente similares. Tal vez porque los agri-
cultores americanos necesitaron mucho tiempo para transformar su
producto básico, el maíz, que no pasaba de ser un mísero vegetal, en
la altamente productiva fuente de recursos alimenticios con que se
encontraron los europeos en la década de 1490. Por el contrario, el
trigo, el cultivo inicialmente más importante del Viejo Mundo, ya ofre-
cía una alta productividad cuando empezó a ser explotado. El primer
maíz cultivado era incapaz de dar sostén a una numerosa población
urbana, cosa de la que sí fue capaz el trigo, Esta circunstancia puso a
la civilización del Viejo Mundo mil años por delante de la del Nuevo
Mundo.
Este tipo de especulaciones, aunque correctas, no explican la in-
ferioridad de la Revolución Neolítica americana en cuanto a la do-
mesticación de animales. Los amerindios superaban a ios aborígenes,
que solamente domesticaron perros, pero eran meros diletantes en
comparación con los pueblos del hemisferio oriental. Comparemos el
arsenal de animales domésticos americanos (perros, llamas, cobayos y
algunas aves de corral) con el del Viejo Mundo: perros, gatos, bue-
yes, caballos, cerdos, ovejas, cabras, renos, búfalos de agua, gallinas,
ocas, patos, abejas y demás. ¿A qué se debe este contraste? No parece
probable que los animales del hemisferio oriental fuesen intrínseca-
mente más domesticables que los del hemisferio occidental. De hecho,
el antepasado de nuestros bueyes, el uro del Viejo Mundo, no debió
ser un candidato más probable a la domesticación que el búfalo ame-
17
ricano. Algunos especialistas estiman que los pueblos americanos
sentían un gran respeto por los animales, considerándolos como pró-
jimos, iguales o incluso superiores a los humanos, pero no como sier-
vos potenciales. Los dioses del Nuevo Mundo, a diferencia de los del
Viejo Mundo (al menos uno de los más divulgados de entre ellos), no
concedían a los humanos «dominio sobre los peces del mar y sobre las
aves del cielo, y sobre cualquier bicho viviente que corriera sobre la
18
tierra».

17. Juliet Clutton-Brock, Domesticated Animáis ¡rom Early Times, Univer-


sity of Texas Press, Austin, 1981, pp. 66-68.
18. Clara Sue Kidwell, «Science and Ethnoscience: Natíve American World
1
i. IMPERIALISMO ECOLÓGICO

O tal vez el contraste entre la Revolución Neolítica del Viejo y


del Nuevo Mundo fuera una cuestión de coordinación, Mark Nathan
Cohén, en su obra La crisis alimentaria de la prehistoria, La super-
población y los orígenes de la agricultura™ hace a la presión demo-
gráfica responsable de las migraciones paleolíticas que hicieron que el
hombre saliera de África para ocupar el resto de los continentes ha-
bitables. También cree que esta presión estuvo presente en los orí-
genes de la agricultura. Su tesis, drásticamente resumida y simplificada,
es la siguiente: cuando los pioneros australianos y americanos llegaron
a los confines de la tierra, a orillas de mares que sólo conducían a la
Antártida, el mundo que dejaban atrás estaba repleto de cazadores-
recolectores. El excedente de población no tenía dónde ir, y el cupo
de población que podía soportar la tecnología paleolítica estaba prácti-
mente completo. El Homo sapiens, y no era la primera vez que ocu-
rría en la historia de la especie, se enfrentaba al dilema de dejar de
aparearse o hacerse más listo. La especie prefirió la segunda alter-
nativa.
En todo el globo, de este a oeste, los hombres dejaron de depen-
der de manadas de anímales de gran tamaño (muchos de los cuales
estaban en franco retroceso), para pasar a la explotación de animales
menores y de algunas plantas. Los recolectores ocuparon el lugar pre-
ponderante que perdieron los cazadores, y se convirtieron por nece-
sidad en los mejores botánicos y zoólogos con que ha contado la
humanidad. Allí donde se dieron unas condiciones especialmente favo-
rables —por ejemplo, allí donde el trigo crecía con firmeza y dando
espigas en las que no se estropeaba ni desperdiciaba el grano cuando
se las cortaba con hoces de piedra— las piezas del rompecabezas se
acoplaron a la perfección para que los recolectores se hicieran agri-
cultores. Es probable que la presión demográfica, el primum mobile )

se dejara sentir con mayor intensidad en los centros ocupados por la


humanidad desde tiempos más remotos (es decir, los del Viejo Mun-
do) que en las zonas fronterizas, y que ello explique el ritmo más rá-

Views as a Factor in the Development of Native Technologies», en Kendall E,


Bailes, ed., Environmental History, Critical Issues in Comparative Perspective,
Universíty Press of America, Lanham, Md., 1985, pp. 277-287; Lynn White,
Jr., «The Historical Roots of Our Ecologic Crisis», Science, 155 (10 de marzo
de 1967), pp. L202-1.207.
19. Alianza Universidad, Madrid, 1981. (N. de la t.)
VISITANDO DE NUEVO PANGEA 33
20
pido de ía Revolución Neolítica en el Viejo Mundo que en el Nuevo.
Pero se ha perdido bastante tiempo en especulaciones carentes de
base e imposibles de confirmar. Los amerindios y los australianos al-
canzaron más tarde la Revolución Neolítica, y han padecido por ello.
Tradicionalmente, se ha adiestrado a las aves domesticas a acudir
raudamente allí donde se las llamaba dando un bastonazo a la que
se rezagaba. La historia ha sido igualmente dura con los que se en-
gancharon tardíamente al tren de la Revolución Neolítica al estilo del
Viejo Mundo.
El triunfo de los invasores europeos en América y Australasia,
como veremos, se debió en igual o mayor medida a la Revolución
Neolítica del Viejo Mundo que a los progresos realizados en Euro-
pa entre la época en que Abraham .ofrecía el cordero en el Crecien-
te Fértil y la época en que Colón, Magallanes y Cook atravesaron las
simas de Pangea. Por tanto, si buscamos las raíces del éxito del im-
perialismo europeo, deberemos desviarnos para tener en cuenta Orien-
te Medio, Abraham, Gilgamesh y los antepasados culturales de todos
cuantos comemos pan de trigo, fundimos hierro o registramos nues-
tros pensamientos en forma alfabética.
La Revolución Neolítica del Viejo Mundo, con sus deslumbrantes
progresos en la metalurgia, las artes, la escritura, la política y la vida
urbana, se basó en el control directo y en la explotación de numerosas
especies por parte de una sola: el Homo sapiens. La prensilidad del
pulgar había permitido a los homínidos sujetar y manipular herramien-
tas; en el Neolítico, los seres humanos ya habían conseguido sujetar
y manipular divisiones enteras de la bíota que les rodeaba. Los pue-
blos del Viejo Mundo alistaron a sus filas trigo, cebada, guisantes, len-
tejas, asnos, ovejas, cerdos y cabras, hace unos 9.000 años. (La do-
mesticación del perro fue muy anterior; de hecho, había sido el único
21
animal doméstico paleolítico.) El ganado bovino mantuvo su inde-
pendencia durante algunos milenios más, y camellos y caballos aún
por más tiempo. Pero hace unos 4.000 o 5.000 años, los hombres
del sudoeste asiático ya habían completado la domesticación de la
práctica totalidad de plantas de cultivo y de animales domésticos, al

20. Mark Nathan Cohén, The Food Crisis in Vrehistory, Overpopulaiton


and the Origins of Agriculture Yale University Press, New Haven, 1977, pp. 86¬
y

89, 279-284. (Trad. castellana: La crisis alimentaria de la prehistoria y los orí-


genes de la agricultura, Alianza Universidad, Madrid, 1981.)
21. Clutton-Brock, Domesticated Animáis from Barly Times, p. 34.
34 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

menos de aquellos de importancia más crucial para la civilización del


22
Viejo Mundo, tanto entonces como en el presente.
La civilización surneria, la primera civilización humana propiamen-
te dicha, apareció hace unos 5.000 años en la parte meridional de
Mesopotamia, en las tierras llanas de la cuenca baja del Tigris y el
Eufrates. Allí empieza la crónica escrita de la humanidad, testimonio
registrado primero en arcilla y más tarde en papiro, vitela, tela y pa-
pel, de la asombrosa continuidad de la civilización del Viejo Mundo.
Nosotros —ustedes que leen esta frase y yo que la escribo— forma-
mos parte de esta continuidad; estas palabras están formuladas en
escritura alfabética, invención extremadamente ingeniosa de Oriente
Medio, gestada en pueblos influidos aún más directamente que noso-
tros por el ejemplo sumerio. Tanto los sumerios como los inventores
del alfabeto —como ustedes y yo, prescindiendo de la herencia ge-
nética de cada cual— pertenecen a la misma categoría: herederos
de las culturas postneolíticas del Viejo Mundo. Todos los pueblos de
la Edad de Piedra, incluyendo los pocos que aún perduran, así como
los amerindios precolombinos, por más sofisticados que fueran, se
inscriben en una categoría distinta. Las poblaciones indígenas de las
Nuevas Europas pertenecieron a una segunda categoría hasta que
los europeos llegaron desde más allá de las simas de Pangea. La tran-
sición de una a otra categoría fue una experiencia desgarradora. Mu-
chos de aquellos individuos, e incluso pueblos enteros, vacilaron y
fracasaron.
Si nosotros, quienquiera que seamos, comparamos a los sumerios
con los cazadores-recolectores que les precedieron o que han existido
desde entonces, podemos constatar que es mucho mayor la diferencia
entre estos pueblos de los albores de la civilización y cualquiera de
los de la Edad de Piedra, que la que nos separa a nosotros mismos
de los sumerios. Al analizar a los cazadores-recolectores, estamos exa-
minando pueblos identificados profundamente con el «otro». Cuando
nuestra mirada se detiene sobre sumerios y demás pueblos civilizados
de Oriente Medio (acadios, egipcios, israelitas, babilonios, etc.), nos
situamos frente a un espejo muy antiguo y polvoriento. Para saber

22. Jack R. Harían, «The Plants and Animáis that Noutish Man», Scientific
American, 235 (septiembre de 1976), pp. 94-95. (Trad. castellana: «Las plantas
y los animales que alimentan al hombre», investigación y Ciencia, noviembre
de 1976, pp. 64-75.)
VISITANDO D E NUEVO PANGEA

quién fue Colón y quiénes somos nosotros, retrocedamos, pues, has-


ta allí.
Los súmenos componían un pueblo grande y poderoso, y sabían
de dónde provenían su grandeza y su poderío: de sus cosechas de ce-
bada, guisantes y lentejas, y de sus rebaños de bueyes, ovejas, cerdos
y cabras. Los sumerios, más humildes que lo que solemos ser noso-
tros, eran conscientes de la importancia de las especies que les esta-
ban subordinadas. Demostraban a dioses y semidioses su agradeci-
miento por ello: Ehlis, Enki, Lahar, Ashnan y sus semejantes eran
ensalzados por llevar la abundancia a los hogares de los hombres, que
23
habían vivido antes «arrastrándose por el polvo», En el mohiento
en que los dioses concedieron su favor a los habitantes del Oriente
Medio, los cazadores-recolectores quedaron desbancados y los agricul-
tores del Nuevo Mundo quedaron obsoletos.
En definitiva —se sumaban todos los elementos— los sumerios
tenían alimentos, fibras, cuero, hueso, fertilizantes y animales de tiro
en mayor cantidad y con más garantías que cualquier otro pueblo
del mundo. Los cazadores-recolectores solían disponer de más y ma-
yor variedad de productos nutritivos que ios agricultores del Oriente
Medio, pero sus fuentes de suministro eran más escasas, excepto para
los pocos afortunados que habitaban en zonas paradisíacas como la
costa noroccidental del Pacífico en Norteamérica. A los cazadores-re-
colectores les era en ocasiones muy difícil conseguir y conservar exce-
dentes una vez satisfechas las necesidades inmediatas. Los agricultores
del Nuevo Mundo contaban con cultivos tan seguros y nutritivos
como los de Sumer, cultivos como el maíz y la patata, pero sin em-
bargo su inferioridad era evidente en lo que respecta a la calidad y
cantidad de sus animales domésticos.
El contraste más agudo entre los sumerios y sus herederos, por
una parte, y el resto de la humanidad, por otra, guarda relación con
los animales domésticos. Por ejemplo, nada había en las Nuevas Euro-
pas (o, en este caso, en la América tropical o el África al sur del
Sudán) capaz de igualar la movilidad, el poderío, las posibilidades mi-
litares y la majestad conferida a los seres humanos por el caballo. El
poeta o poetas que escribieron el libro de Job se mostraron muy im-
presionados por el caballo;

23. Samuel Noah Kramer Mythologies


t of thc Ancient World } Quadrangle
Books, Chicago, 1961, pp, 96-100.
36 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Hervoroso e impaciente sorbe la tierra, no se contiene al toque


del clarín. Al sonar la trompeta, dice: «¡Ea!», y de lejos olfatea el
combate.

El propio Yahvé reclamaba para sí la autoría del caballo, arando


preguntaba al pobre Job: «¿Das tú al corcel valentía? ¿Revistes tú
su cuello de temblorosa crin?». Job no respondió, pues intuyó el sen-
tido retórico de la pregunta, pero podía haber replicado que la huma-
nidad había hecho algo que, en la práctica, resultaba mucho más im-
presionante que crear al caballo. La humanidad lo había domado. Mil
años después, Sófocles, que no tenía que someterse a un único Dios
y que podía alabar más abiertamente a la humanidad, afirmaba que
una de las mayores proezas del hombre había sido domar «el caballo
24
salvaje de crines al viento».
La domesticación de caballos, bueyes y otros animales del Viejo
Mundo, otorgó a los sumerios y a sus herederos europeos y chinos una
ventaja inconmensurable sobre los pueblos que contaban con poco
más que sus propios cuerpos para salir adelante. Job, sin ir más lejos,
debía ser multimillonario según ios haremos de los protagonistas de
la Revolución Neolítica del Nuevo Mundo, Antes de que se apodera-
ra de él la miseria dispersando sus riquezas terrenales y de que se lla-
gara su pobre pellejo, había sido propietario de 7.000 ovejas, >.000 ca-
mellos, 500 yugos de bueyes y 500 asnos. Comparado con él, Moctezu-
ma, con todas sus tropas, no era sino un pobre en lo que respecta a
proteínas, grasas, fibras, pieles y, especialmente, poderío y movilidad;
y mientras tanto, los indígenas de las Nuevas Europas estaban todavía
25
«arrastrándose por el polvo».
La verdadera fortaleza de una sociedad radica, sin embargo, en la
fuerza de la gente corriente, y no tanto en sus multimillonarios; y
también en este sentido los herederos de los sumerios llevaron ven-
taja a los sucesores de las demás culturas. Sus aliados fueron los ani-
males domésticos, los cuales proveyeron, como si se tratara de primos
generosos en una familia extensa, los medios para sobrevivir cuando
el trabajo y la suerte de la familia nuclear no bastaban. Y en general,
estos primos •—cerdos, corderos y vacas—• satisfacían sus propias ne-

24. Job, 39: 19-25; Sófocles, The Oedipus Cycle, trad. inglesa de Dudley
Fitts y Robert Fitzgerald, Harcourt Brace & World, Nueva York, 1949, p. 199.
(Versión castellana: Assela Alamillo, Credos, Madrid, 1981.)
25. ]ob 1: 2-3.
}
VISITANDO DE NUEVO PANGEA 37

cesidades mientras aguardaban que se solicitasen sus servicios para


satisfacer las de sus amos. El ganado actual está preparado para ali-
mentarse en el comedero, pero se moriría de hambre si no se le lle-
nara. Sin embargo, durante los miles de años transcurridos desde que
sus antepasados fueran domesticados, los animales domésticos revol-
vían los escombros en busca de comida, se apiñaban unos junto a
otros buscando cobijo, y casi siempre su defensa dependía de sus pro-
pios colmillos, cuernos o velocidad, sin contar apenas con la guía de
sus amos.
Ejemplos sobre la importancia que tuvieron los animales domés-
ticos para los sucesores de los sumerios podrían citarse por millares,
desde los más habituales a los más extravagantes. A saber cuántos
tiernos y suaves jovencitos apartados del pecho materno por los her-
manos recién nacidos sobrevivieron gracias a la leche de vacas o ca-
bras, hasta poder ingerir una dieta sólida. (El término kivashiorkor,
temible enfermedad alimentaria, que literalmente significa «la enfer-
medad de los niños apartados al nacer el siguiente», proviene de la
lengua Ga de Ghana, donde abunda la mosca tsetse y la tripanosomia-
26
sis diezma diariamente los rebaños.) A saber cuántos fieros y terri-
bles jinetes mongoles sobrevivieron a las épocas de mayor hambre
durante las campanas del Gran Kan bebiendo dosis controladas de la
sangre de sus caballos, la suficiente para mantenerse con vida sin de-
27
bilitar a la montura.
Siempre se ha alabado a los agricultores de la Europa occidental,
al norte de los Pirineos y de los Alpes, por haber sabido mantener c
incluso incrementar la fertilidad de sus tierras. Lo más admirable es
que consiguieran fabricar abonos gracias a una cuidadosa rotación de
cultivos, cultivando y enterrando compuestos y plantas especialmente
ricas en nutrientes («abono verde») y, sobre todo, aportando al terre-
no los excrementos de sus animales. El mismo ganado que proporcio-
naba carne, leche, cuero y fuerza de tiro también suministraba a los
agricultores los medios para hacer crecer cereales, vegetales y fibras
en las mismas parcelas de tierra que habían cultivado los padres de

26. Erik P. Eckholm, The Piclure of Health, Environmental Sources of


Disease, Norton, Nueva York, 1977, p. 195; Paul Forclham, The Geography of
African Affairs, Penguin Books, Baltimore, 1965, pp. 26, 30.
27. The Travels of Marco Polo, trad. inglesa de Ronald Latham, Penguin
Books, Harmondsworth, 1958, p . 100. (Trad. castellana: Viajes, Espasa-Calpe,
7
Madrid, 1983 .)
38 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

los padres de sus padres. Los agricultores de la Europa occidental fue-


ron los sacerdotes, y sus animales los acólitos, de los antiguos rituales
28
de la siega, la cosecha y la replantación.
El agricultor que en Sumer, Europa o cualquier otra sociedad con-
seguía el éxito, tenía normalmente una esposa —casi siempre si él o
ella eran capaces de conservar el éxito. Él dependía de ella, ella de
él, y ambos de los seres vivos subordinados que les rodeaban. Si esta
familia extensa de especies diversas perdía a uno de sus miembros
importantes —la cerda, una cosecha de avena o el propio patriarca—
peligraba la subsistencia del resto de los miembros de la familia. En
el mundo preindustrial, donde solían contar más los músculos que la
inteligencia, una viuda necesitaba algo más que sus míseras pertenen-
cias para sobrevivir. Si de ella dependían sus hijos, necesitaba mucho
más, aunque poseyera una porción de tierra, a menos por supuesto
que el llorado esposo les hubiera legado animales. A una viuda podía
resultarle difícil trabajar la tierra; sin embargo, el ganado, esos primos
de la familia extensa a que se aludía antes, podía campar por su cuen-
ta en las tierras comunales o en los baldíos.
La pobre mujer de la obra de Geoffrey Chaucer Cuento del ca-
pellán de la monja, al enviudar se quedó con una parcela de tierra, una
mísera pensión y dos hijas a su cargo —garantía para la miseria e
incluso para la tragedia. Pero las tres mujeres se las apañaron bastante
bien porque tenían también un gallo («Su voz era más dulce que el
órgano»), algunas gallinas, tres cerdas, tres vacas y una oveja llamada
Molly. Los animales proporcionaban a los seres humanos una dieta
nutritiva y suficiente, aunque no digna de la papada de un monje de
Chaucer. Todo cuanto esta madre y sus hijas necesitaban de más, po-
dían obtenerlo trocando los excedentes de lana y alimentos. Por des-
contado, no tenían vino «ni blanco ni negro», pero no les faltaba pan,
tocino, uno o dos huevos de vez en cuando, y leche en abundancia.
Todo ello, junto con los cereales y verduras que obtenían con facili-
dad, componía una dieta que contenía todos los elementos nutritivos
indispensables, un lujo que solía estar fuera del alcance de gente vege-
29
tariana por obligación.

28. Edward Hyams, Soil and Civilization, Harper & Row, Nueva York,
1976, pp. 230-272.
29. Kent Hieatt y Constance Hieatt, eds., Geoffrey Chaucer. A Bantam
Qual-Language Book. Canterbury Tales, Tales of Canterbury, Bantam Books, Nue-
VISITANDO D E NUEVO PANGEA

La pericia de los animales domésticos, recurso renovable, para


convertir en alimento para los humanos substancias que los hombres
no pueden comer, ha permitido vivir a los europeos en lugares del
globo que ni los sumerios ni el propio Chaucer hubieran podido ima-
ginar. En 1771, un superviviente del prinjer viaje al Pacífico del ca-
pitán Cook expresaba su agradecimiento a la cabra que había estado
al servicio de los europeos durante más de tres años en las Indias
Orientales, que había viajado alrededor del mundo en el H.M.S. DoU
phin con el capitán John Byron, y también en el Endeavour con Cook,
«sin quedarse seca nunca». Aquellos a quienes había ayudado (sal-
vándoles posiblemente la vida, ya que la desnutrición acababa con mu-
chos de los participantes en estos viajes) solicitaron «premiar sus ser-
30
vicios con un buen prado inglés de por vida».
La metáfora de la familia extensa integrada por seres humanos y
animales domésticos resulta especialmente apropiada en el caso de la
Europa notoccidental. Las tres mujeres del Cuento del capellán de la
monja y los británicos que navegaron en el Dolphin y el Endeavour>
formaron parte de la minoría de seres humanos, y de mamíferos en
general, que conservan durante la madurez la capacidad infantil de
digerir cantidades considerables de leche. Son pocos los negros afri-
canos o los pobladores del Oriente asiático, y aún menos los indíge-
nas adultos australianos o americanos, que toleran la leche en dosis
que superen las pequeñas cantidades, después de la infancia. En reali-
dad les pone enfermos, y se ven obligados a convertiría en queso o
yogurt para poder digerirla. Este hecho debe haber desalentado, al
31
menos en parte, los intentos de conversión al pastoreo. La ventaja
que supone poder digerir la leche sin dificultad puede parecer insigni-
ficante hoy en día, pero debió ser importante en el pasado, cuando
tantos pueblos rozaban los límites del hambre. Los productores do-
mésticos de leche debieron ser especialmente valiosos en aquellas tie-
rras que aún no habían domado los agricultores, Por ejemplo, cuando

va York, 1964, pp. 384-385. (Versión bilingüe de Pedro Guardia Bosch, Barcelo-
na, 1978, p. 516.)
30. Robert McNab, ed., Hisloricat Records of New Zeáland, imprenta gu-
bernamental John McKay, Wellington, 1908, vol. I I , pp. 14-15.
31. Frederick J. Simoons, «The Geographical Hypothesis and Lactose
Malabsorption, A Weighing of the Evidence», American Journal of Digestive
Viseases, 23 (noviembre de 1978), p. 964; véase también Gebhard Flatz, «Lactose
Nutrition and Natural Selection», Lancet, 2 (14 de julio de 1973), pp. 76-77,
40 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Julio César invadió Inglaterra, encontró su interior poblado por pue-


blos —tal vez antepasados de los personajes de Chaucer y de los ma-
rineros del Dolphin y el Endeavour— que no cazaban ni cultivaban,
sino que dependían de sus rebaños, «componiendo la dieta principal
32
la carne y la leche ...».
De entre las admirables características de la viuda del Cuento del
capellán de la monja, ninguna es tan importante como la de su fecun-
didad y su facilidad para conducir a sus hijas hasta la madurez. Criar
a dos hijas en salud en los tiempos de Chaucer, la época de la Peste
Negra, era un logro muy loable. El éxito en la procreación ha sido una
característica específica de los sucesores de los sumerios. Dios prome-
tió a Abraham, una de las figuras prominentes entre sus primeros su-
cesores: «Multiplicaré abundosamente tu descendencia, como las es-
trellas del cielo y como las arenas que hay en la ribera del mar, y por
cuanto escuchaste mi voz, tu posteridad conquistará la puerta de tus
enemigos». Abraham, como pastor que era, tenía al alcance los ami-
noácidos esenciales para que tal futuro tuviera unos comienzos sufi-
cientemente sólidos. Job, uno de sus descendientes, contaba como
prueba de su prosperidad, y antes de caer en desgracia, no sólo con
33
sus rebaños, sino también con sus hijos: siete hijos y tres hijas.
Los pueblos que heredaron los cultivos y los animales domestica-
dos de las culturas avanzadas del sudoeste asiático (europeos, indios,
chinos, etc.) crecieron y se multiplicaron, pero lo hicieron tanto a pe-
sar de como debido a los organismos, instituciones y formas de civi-
y

lización. Agricultores y pastores vieron en sus nuevos modos de ex-


plotar la naturaleza un arma de doble filo. Si bien no fueron necesa-
riamente los primeros seres sobre la tierra que cultivaron plantas, sí
fueron los que primero practicaron la agricultura extensiva. Al sacar
el máximo rendimiento a la fuerza de los animales mediante artefactos
como el arado, probablemente consiguieron más comida por trabaja-
dor (no por unidad de tierra) que otros agricultores que les precedie-
ron. Cultivaron pequeños cereales que crecieran bien en sólidas plan-
taciones, sin mezclarlos con otras plantas, como maíz, judías o cala-
bazas, práctica que fue y sigue siendo frecuente entre los indios ame-

32. Julio César, Caesar's Gallic War, trad. inglesa de F. P. Long, Clarendon
Press, Oxford, 1911, p. 15 (Trad. castellana: La guerra de las Gallas, Gredos,
Madrid, 1976.)
3 3 / Génesis, 22: 17; Job, 1: 2-3.
VISITANDO D E NUEVO PANGEA 41

ricanos. Esta técnica propia del Oriente Medio producía gran cantidad
de cebada y trigo, pero la tierra quedaba desocupada dos veces al año,
una antes de la siembra y otra tras la cosecha, ya que todas las semi-
34
llas se plantaban a un tiempo y todas maduraban uniformemente.
Cualquier sistema de cultivo, y éste en particular, produce plantas
domesticadas por inadvertencia: las malas hierbas son un producto
tan lógico de la actividad del agricultor como las plantas de cultivo.
«Mala hierba» no es una denominación científica. El término no
se refiere a plantas de cualquier especie, género o categoría específica
registradas por la taxonomía científica, sino a cualquier tipo de planta
que crece allí donde el hombre no la desea. La mayoría de las veces
se trata de plantas cuya función originaria había sido repoblar las tie-
rras deforestadas por fuegos, corrimientos de tierra o inundaciones,
y que por tanto estaban perfectamente preadaptadas para esparcirse
por los terrenos que el arado o la hoz del agricultor neolítico había
desbrozado. A la tolerancia a la insolación directa y al suelo irregular,
añadían la resistencia a las pisadas de la sandalia, la bota y la pezuña.
Siempre dispuestas a rebrotar rápidamente tras el desastre, no tuvie-
ron dificultad para sobrevivir y volver a crecer tras los tirones, des-
garrones y mordisqueo del ganado. Para el agricultor son la perdición,
pero también aportan comida para el ganado y contribuyen a combatir
la erosión.
El agricultor del Neolítico simplificó su ecosistema para producir
una cierta cantidad de plantas que crecieran rápidamente en terrenos
desbrozados y capaces de resistir los embates del ganado. Consiguió
exactamente lo que deseaba, pero en algunas ocasiones maldijo los
35
resultados: la arveja, el ballico, el cardo, el coriandro y demás. El
libro de los Proverbios del Antiguo Testamento alude a este proble-
ma al describirnos «el campo de un pecador»:

Y he aquí que todo él estaba lleno de cardos,


las ortigas cubrían su superficie,

34. D, B. Grigg, The Agricultura! Systems of the World, An Evolutionary


Approach, Cambridge University Press, 1974, pp. 50-51.
35. Edgar Anderson, Plañís, Man and Life, University of California Press,
Berkeley, 1967, pp. 161-163; James M. Renfrev, Palaeoethnobotany The Pre-
y

history Food Plañís of the Near Easú and Enropc, Columbia University Press,
Nueva York, 1973, pp. 85, 96 164-189; Michael Zohary, Plañís of the Whlc,
Cambridge University Press, Cambridge, 1982, p. 92.
42 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

su cerca de piedra estaba derruida.


Viendo yo esto he puesto atención,
lo he considerado y he sacado esta lección;
«¡Un poco dormir, un corto adormecimiento,
un breve cruzar las manos para descansar,
y viene como salteador tu indigencia
36
y tu penuria cual hombre armado!».

Los agricultores y los habitantes de los poblados del Oriente Me-


dio también criaron involuntariamente seres nocivos del reino animal,
criaturas que se alimentaban de las basuras y deshechos de los seres
humanos, que buscaban cobijo entre ellos y entraban en pugna directa
con los hombres por los alimentos que éstos cultivaban y almacena-
ban. Los cazadores-recolectores contaban con sus sabandijas persona-
les —piojos, pulgas y parásitos internos—, pero no eran muchos los
nómadas que permanecieran lo bastante en un lugar, con la aglome-
ración suficiente, como para acumular porquería en cantidades que
permitieran la existencia de legiones de ratas, ratones, cucarachas,
moscas y gusanos. Sin embargo, los agricultores sí lo hicieron, favore-
ciendo así la aparición de animales equivalentes a las malas hierbas:
los bichos. Los sumerios, en un intento de adaptarse al nuevo mundo
que más o menos intencionadamente estaban creando, rogaban a Nin-
kiíim, diosa de los roedores de los campos y de los bichos en general,
37
que protegiera los brotes tiernos de los cereales.
Las sabandijas eran más que vulgares ladronzuelos; consigo traían
enfermedades. Por ejemplo, sabemos hoy en día que las ratas son
portadoras de peste, tifus, fiebres recurrentes, y de otras infecciones,
y no cabe la menor duda de que ratas y demás sabandijas desempe-
ñaron idéntico papel en el pasado. El primer libro de Samuel del An-
tiguo Testamento nos habla de una epidemia asociada con un enjam-
bre de ratones o ratas que aniquiló a filisteos y hebreos, una enferme-
dad que provocaba * tumores', según la traducción de los especialistas
en lenguas semíticas antiguas. Los epidemiólogos actuales propondrían
tal vez el término 'bubones*, nodulos linfáticos hinchados por efectos
38
de la peste bubónica, como traducción más exacta.

36. Proverbios, 24: 30-34.


37. Samuel Noah Kramer. The Sumerians, Their Bistory, Culture and Cha-
racter, University of Chicago Press, 1963, p. 105. ,
38. I Samuel, 5-6,
VISITANDO D E NUEVO PANGEA

No todas las sabandijas de la civilización eran visibles; en realidad,


las peores eran invisibles. Los agricultores y pastores del Oriente Me-
dio fueron los primeros en explotar intensivamente un número muy
reducido de especies. Fueron expertos en conseguir planteles y crías
resistentes de ciertas plantas y animales. Su capacidad para producir
excedentes alimentarios les hizo posible también obtener buenas ce-
pas de población de su propia especie. Junto a estas concentraciones
de población, consiguieron también reunir comunidades ingentes de
depredadores, algunos de ellos visibles, como los gusanos o los mos-
quitos, y muchos otros microdepredadores: hongos, bacterias y virus.
Agricultores y pastores fueron capaces de rechazar a los lobos y de
erradicar las malas hierbas, pero fueron prácticamente impotentes para
interrumpir las infecciones que hicieron estragos entre la hacinada
población de sus campos, rebaños y ciudades.
Algunas infecciones humanas reciben la denominación específica
de «enfermedades multitudinarias». Enfermedades como por ejemplo
la viruela o el sarampión, que o bien matan o bien producen una in-
munidad permanente, y de las que además sólo son portadores los
seres humanos, no pueden perdurar demasiado entre grupos pequeños
de población, por la misma razón que un fuego no dura mucho tiempo
en bosquecillos de árboles dispersos. En ambos casos, se consume rá-
pidamente todo el combustible disponible y después viene la extinción.
Por lo que respecta a las enfermedades provocadas por la acumulación
de suciedad, como las fiebres tifoideas, los cazadores-recolectores acos-
tumbraban trasladarse con una frecuencia que no les permitía ensuciar
demasiado sus habitáculos, y por tanto se veían raramente afectados
39
por ellas. Las primeras acumulaciones verdaderamente grandes de
seres humanos con sus correspondientes montañas de basuras, se pro-
dujeron en el Oriente Medio, donde los arqueólogos han excavado las
primeras ciudades entre colinas que representaban el yacimiento de
montones de generaciones de habitantes.
Los cazadores-recolectores contaron, como mucho, con un solo
animal doméstico: el perro. Los agricultores del Nuevo Mundo do-
mesticaron no más de cuatro especies. Los pueblos civilizados del Viejo
Mundo disponían de rebaños de bovinos, ovejas, cabras, cerdos, caba-

39. Frederick Dunn, «EpidemioJogical Factors: Health and Disease in


Hunter-Gatherers», en Richard B. Lee e Irven De Vore, eds., Man the Hunter,
Aldine, Chicago, 1968, pp. 223, 225; Francis L. Black, «Infectious Diseases in
Primitfye Societies», Science. 187 (14 de febrero de 1975), pp. 515-518.
14 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

líos y otros muchos. Convivían con estas c r i a t u r a s , compartiendo la


m i s m a agua, el mismo aire, y el mismo entorno en general, y también
p o r tanto muchas enfermedades. El efecto sinérgico de la conviven-
cia codo con codo de estas diversas especies —humanos, cuadrúpedos
y aves con sus respectivos parásitos— produjo nuevas enfermedades
y variantes de las enfermedades clásicas. El virus de la viruela oscilaba
pendularmente entre los humanos y las reses, produciendo alternativa-
mente cepas de viruela y de la enfermedad paralela en las vacas, que
a su vez inmunizaba a los humanos. Perros, vacas y seres humanos
intercambiaron virus o combinaron diferentes tipos de virus; el resul-
tado fue la aparición de tres nuevas enfermedades que afectaron res-
pectivamente a cada uno de ellos: el moquillo, la peste bovina y el
sarampión. Los humanos compartieron y aún comparten la gripe con
cerdos, caballos y aves domesticadas en contacto con pájaros silves-
tres, produciéndose de forma continuada y periódica nuevas cepas vi-
rulentas para cada especie. En el momento en que los hombres domes-
ticaron animales y les dieron cobijo junto a ellos —a veces literal-
mente, en los casos en que las mujeres amamantaban a cachorros huér-
fanos— dieron origen a enfermedades desconocidas totalmente o en
40
parte para sus antepasados los cazadores recolectores.
Y cuando los sumerios y sus sucesores inventaron formas conco-
mitantes de la civilización, como son el comercio a grandes distancias
y las invasiones —flujo y reflujo de pueblos a través de desiertos, cor-
dilleras montañosas, mares y distancias que por lo general habían in-
timidado a los cazadores-recolectores— se pusieron en peligro ellos
mismos al enfrentarse con los microorganismos ajenos, y expusieron
a pueblos inmunológicamente inocentes a la flora bacteriana propia de
densas concentraciones de población humana y animal. Desde enton-
ces, el sistema común de inmunidad individual, ajustado y puesto en
sintonía con un entorno particular por la herencia y la experiencia, ha
quedado crónicamente obsoleto. El sistema de inmunidad de un in-
dividuo está adaptado a una zona concreta del mundo, pero la avidez,
agresividad, curiosidad y tecnología humanas han lanzado al hombre
41
a un contacto fatal con el resto de la humanidad.

40. William H . McNeíll, Plagues and Peoples, Anchor/Doubleday, Garden


City, N. Y., 1976, pp. 40-53.
41. T. A. Cockburn, «Where Dicl Our Infectious Diseases Come Frorn?»,
Health and Disease in Tribal Societies, CIBA Foundation Symposium, 49 {New
Series), Elsevier, Londres, 1977, p p . 103-112.
VISITANDO DE NUEVO PANGEA 45

La literatura antigua del Oriente Medio alude repetidamente a


las pestes. El primer libro de Samuel, por ejemplo, nos habla de la
enfermedad que afligió a filisteos y hebreos, citada anteriormente, y
parece probable que algunas de las plagas mosaicas que asolaron Egip­
to fueran provocadas por microorganismos. Hay en el Pentateuco in­
dicios de los comienzos de la epidemiología, es decir, de un conoci­
miento empírico de las circunstancias que fomentan la propagación de
las infecciones. Al píe del Monte Sinaí, tras la huida de Egipto de los
hebreos, Dios dijo a Moisés:

Cuando enumeres a ios hijos de Israel para hacer su censo, cada


uno presentará a Yahvé rescate por su propia persona al ser conta­
dos, para que no caiga sobre ellos, en su empadronamiento, alguna
42
plaga,

Se diría que Dios, o al menos el autor, tuviera conciencia de que


la reunión de los israelitas o de cualquier grupo numeroso de gentes
provenientes de grupos separados (en este caso, grupos que rastreaban
el desierto en busca de agua y comida) multiplica la posibilidad de epi­
demias, y de que debían tomarse medidas para prevenir este problema.
Más tarde, cuando Yahvé informó a los israelitas sobre los muchos
beneficios que les concedería cuando llegasen a la tierra prometida, a
condición de que hubieran cumplido sus dictámenes, prometió:

Yahvé apartará de ti toda enfermedad, y ninguna de las malig­


nas epidemias de Egipto, que sabes, dejará caer sobre ti, sino que
43
las descargará en todos tus enemigos.

Los pueblos que emigraron del valle del Nilo, probablemente la


zona más densamente poblada del mundo por aquel entonces, diri­
giéndose hacia las tierras relativamente secas y menos pobladas de los
alrededores, se estaban introduciendo en un territorio más seguro en
lo relativo a las enfermedades contagiosas, siendo portadores de in­
fecciones a menudo desconocidas y posiblemente mortales para las
dispersas poblaciones de la región. Los israelitas comenzaron su peri-
pío con la ventaja de sus infecciones, una ventaja invalorable que da
cuenta de cómo los pueblos «civilizados» han conquistado a pueblos

42. Éxodo, 30: 1142.


43. Deuteronomio, 7: 15.
46 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

menos avanzados con tanta facilidad. (Este proceso ha sido elucidado


con la mayor precisión por William H. McNeill, y se denomina «ley
44
de McNeill» a este factor predecible de la historia humana.)
De entre los muchos lamentos dirigidos al cielo en busca de alivio
contra la peste y que han llegado hasta nosotros desde la antigüedad
del Oriente Medio, la más conmovedora es la que dirigió un sacerdote
de Hatti en el reinado de Mursil, gobernante hitita del siglo xiv antes
de Cristo: «Durante veinte años —se lamentaba el sacerdote—, los
hombres han muerto, en los días de mi padre, en los días de mis her-
manos y también en los míos desde que me hice sacerdote de los dio-
ses ... No puedo soportar más la agonía de mi corazón y la angustia
de mi alma».
Buscando en la invisibilidad de lo infinito un antídoto contra lo
invisible (parásitos microorgánicos), rindió culto en los templos de
todos los dioses, sin ningún resultado. Llevó a cabo cuidadosas pes-
quisas para determinar si había ocurrido algo nuevo o inhabitual cuan-
do se manifestó por vez primera la peste, y cuando se percató de que
había coincidido con la interrupción de las ofrendas de los sacerdotes
al dios del río Mala, procuró enmendar inmediatamente el error. La
peste continuó.
En tiempos de su padre, los hititas habían hecho una promesa al
dios de la tormenta en relación con una guerra contra Egipto; al pare-
cer, la guerra la ganaron los hititas, pero no cumplieron su promesa.
Cuando los vencedores conducían a los prisioneros hacia Hatti (es
decir, desde un medio densamente poblado y epidemiológicamente
ajeno, a uno de población más dispersa y probablemente menos cos-
mopolita), la nueva enfermedad irrumpió entre los prisioneros, sin
duda mal alimentados, extenuados y agobiados, y contagió a sus amos.
«Desde aquel día, no ha dejado de morir gente en Hatti.» Nuestro
sacerdote desagravió al dios de la tormenta por lo menos veinte veces,
pero la peste no amainó.
No podía hacerse otra cosa que rezar y rezar, teniendo siempre el
respeto de señalar a los dioses que no hacían todo aquello por interés
propio:

44. McNeill, Plagues and Pcopies, pp. 69-71; Henry F. Dobyns, Their
Number Become Thinned, Native American Population Dynamics in Eastern
Norlb America, University of Tennessee Press, Knoxvüle, 1983, pp. 9, 11,
VISITANDO D l \ NUEVO PANGEA Al

Todo el territorio de Ilatti está muriendo; por eso nadie pre-


para sacrificios de panes o libaciones para ti. H a muerto quien ara-
ba las tierras del dios; nadie labora ni siega los campos del dios. Las
mujeres que molían él grano para hacer los panes sacrificiales están
muertas; por tanto ya no hacen panes sacrificiales. En todos los co-
rrales y rediles, de donde se seleccionaban las ovejas y los bueyes
para el sacrificio, los vaqueros y pastores han muerto y los corrales
y rediles están vacíos. Por ello ha llegado a ocurrir que se hayan
interrumpido los sacrificios de panes y libaciones, y las ofrendas de
animales ... El hombre ha perdido el juicio y ya nada hacemos bien.
Oh dioses, si es que advertís algún pecado, dejad que surja algún
profeta que lo proclame, o dejádselo saber a las sibilas y los sacer-
dotes ... o dejádselo ver en sueños al hombre ... ¡Oh dioses, tened
45
piedad de Hatti!

Hace unos 3.000 años, milenio más o menos, «supermán», el hom-


bre civilizado del Oriente Medio, había hecho su aparición sobre la
tierra. No era un ser de músculos potentes, y ni siquiera era potente
su cabeza. Sabía cómo conseguir excedentes de alimentos y de fibras;
sabía cómo domesticar y explotar diversas especies animales; sabía
cómo utilizar la rueda para hilar una hebra, fabricar una olla o tras-
ladar cargas aparatosas; sus campos estaban plagados de cardos y sus
graneros de roedores; sentía punzadas en los senos cuando el tiempo
era húmedo, tenía problemas repetidamente con la disentería, una
enervante legión de gusanos, una impresionante variedad de mecanis-
mos genéticos de adaptación a enfermedades antiguamente endémicas
en las civilizaciones del Viejo Mundo, y un sistema inmunológico de
una tal sofisticación, que le convertía en el modelo a seguir por todos
los seres humanos que se vieran tentados u obligados a proseguir el
camino abierto por él hace unos 8.000 o 10.000 años.

La Revolución Neolítica del Viejo Mundo, con enfermedades y


todo, se desarrolló partiendo de los centros de población más densos,
aportando ocasionalmente algún nuevo cultivo o mala hierba, unos
cuantos animales domésticos más y alguna que otra sabandija, y un
cierto número de enfermedades desconocidas hasta entonces, como la
46
malaria. Las fuentes escritas tienen mucho que decirnos acerca de la

45. James B. Pritchard, ed., Ancient Near Easíern Texis Kelating to the
Oíd Testament, Princeton University Press, 1969, pp. 394-396.
46. Carol Laderman, «Malaria and Progress: Some Historical and Ecological
48 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

irrupción de esta revolución en América y Australia, porque se ha


desarrollado a lo largo de los últimos 500 años, pero sus inicios
en prácticamente todos los enclaves del Viejo Mundo se remontan a
miles de años atrás cuando en la mayoría de los casos sus protagonis-
tas carecían de escritura. ¿Qué escriba pudo dar cuenta del desem-
barco de los primeros agricultores y pastores en las Islas Británicas
hace 6.000 años, o de los primeros pastores de ovejas y vacas que
47
atravesaron el Limpopo en Sudáfrica hace 2.000 años? Hubo a
menudo escribas de uno u otro tipo para registrar la llegada de las
enfermedades de la civilización, tal vez el último elemento en evolu-
cionar de los de la Revolución Neolítica, y, por depender de altas
densidades de población, también el más lento. Parece que la primera
enfermedad masiva no saltó el canal de la Mancha, desde el continente
hasta las Islas Británicas, hasta el año 664 antes de Cristo, cuando
«una peste súbita empezó por despoblar las partes meridionales de
Britania, atacando después el Reino de Northumbria; hizo estragos a
diestro y siniestro, devastó cruelmente y segó la vida de gran número
de personas». Es probable que tales enfermedades no llegasen al ex-
tremo sur africano hasta 1713, año en que desembarcó la viruela en
Ciudad del Cabo y mató a gran número de indígenas, los coicoin. Cul-
paron de su suerte a los extranjeros, como probablemente debieron
hacer los británicos en sus terribles inicios —seguramente, además,
extranjeros de idéntico origen—. Los coicoin «yacían por doquier en
los caminos ... maldiciendo a los holandeses, que, según decían, les
48
habían embrujado».
Es difícil describir el tipo de incidencia de la Revolución Neolítica
eu g r a n parte del Viejo Mundo, puesto que no existió un impacto

Considerations», Social Science and Medicine, 9 (noviembre-diciembre de 1975),


pp. 587-594.
47. Paul Ashbee, The Ancient British, a Social-Archaeological Narrative,
Geo Abstracts, University of East Anglia, Norwich, 1978, p. 70; Richard Elphick,
Kraal and Castle, Khoikhoi and ¿he Founding of White South África, Yale Uni-
versity Press, New Haven 1977, p . 11.
;

48. Bertram Colgrave y R. A. B. Mynors, eds., Bede's Ecclesiastical History


of ¿he English People, Clarendon Press, Oxford, 1969, pp. 311-312; J. F. D.
Shrewsbury, «The Yellow Plague», Journal of ¿he History of Medicine and Allied
Sciences, 4 (invierno de 1949), pp. 5-47; Charles Creighton, A History of Epi-
demics in Britain, Cambridge University Press, 1891, vol. 1, pp. 4-8; Elphick,
Kraal, pp. 231-232.
VISITANDO D E NUEVO PANGEA

único sino que las repercusiones adoptaron múltiples formas, puesto


que los diversos elementos de este fenómeno colectivo llegaban suce-
sivamente, uno después de otro. Así que sólo conocemos algo sobre
las repercusiones finales; de todos modos, sus efectos suelen bastar
para dar una idea de lo que debieron ser los efectos totales, acumu-
lados a lo largo de milenios. Un caso ilustrativo es el de Siberia, con-
quistada por los europeos al mismo tiempo que se producían las inva-
siones de las Nuevas Europas, y hoy en día poblada mayoritariamente
por europeos.
Siberia es una Nueva Europa frustrada. Es demasiado similar a .
Europa como para ser una Nueva Europa. No está lejos de Europa,
sino que se encuentra en sus inmediaciones. Su biota autóctona es
prácticamente idéntica a la del norte de Europa. Los pueblos autóc-
tonos no descienden de los colonizadores paleolíticos; casi todos ellos
están estrechamente emparentados con los mongoles y otros pueblos
euroasiáticos, a los que se asemeja la distribución de sus grupos san-
49
guíneos. (Sobre estas cuestiones volveremos más adelante.) Los in-
dígenas siberianos son culturalmente euroasiáticos, y se diferencian de
los indígenas de las Nuevas Europas en que recibieron los primeros
elementos del Neolítico del Viejo Mundo miles de años atrás: meta-
lurgia, agricultura, pastoreo —más relacionado con los renos que con
50
animales de zonas templadas, pero pastoreo en definitiva.
Salta a la vista que lo que diferencia a Siberia de las Nuevas Eu-
ropas hoy en día es que la primera no produce cantidades colosales
de excedentes alimentarios para la exportación, a pesar de los enormes
esfuerzos realizados en este sentido (este fracaso contribuyó a la caída
de Nikita Khrushchev), mientras que las segundas sí lo hacen. Ello
se debe principalmente al clima extremado de Siberia; simplemente,
esta tierra está demasiado al norte y su clima es demasiado continen-
tal como para convertirse en un granero. Los inviernos siberianos son
más fríos que los del Polo Norte, y las precipitaciones son inconstan-
51
tes. Si Siberia fuera una zona templada con abundantes lluvias, agri-

49. A, E. Mourant, Ada C. Kopec y Kazimiera Domaniewska-Sobczak, The


Distribution of the Human Blood Groups and Other Polymorphisms, Oxford
University Press, 1976, mapas 1-3.
50. A. P. Okladnikov, «The Ancient Population of Siberia and Its Cul-
ture», en M. G. Levin y L. P, Potapov, eds,, The Peoples of Siberia, University
of Chicago Press, 1956, p. 29.
a
51. Goode's World Atlas, 12. ed., Rand McNally, Chicago, 1964, pp. 11-13;
50 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

cultores y pastores la hubieran ocupado hace miles de años, coincidien-


do con los impactos finales del Neolítico, que probablemente no se
registraron.
El clima tendió a repudiar a los intrusos, mientras el desierto de
Gobi y las estepas semiáridas del sur, y las marismas, montañas y
extensiones vacías del oeste hicieron las veces de muralla defensiva.
Hacia el norte y el este no hay más que hielos y océanos. Los impe-
rios romano y Han alcanzaron la cima de la gloria y se derrumbaron:
predicaron Confucío, Buda, Cristo y Mahoma; se inventaron la brú-
jula y la pólvora; y Siberia permaneció congelada en los primeros
estadios del Neolítico. Más tarde aparecieron, en el siglo xvi, hombres
52
del oeste —«con narices prominentes», según los chatos asiáticos—,
que habían cruzado los Urales en busca de las pieles que las clases altas
y la incipiente burguesía de la Europa occidental solicitaban.
Los occidentales cruzaron por primera vez los Urales en 1580, y
53
en 1640 llegaron al Pacífico —5.000 kilómetros en dieciséis años—.
Aproximadamente hacia 1700, los blancos ya ocupaban mayoritaria-
54
mente Siberia. Algunas de las razones que explican que los europeos
tomasen posesión de este territorio tan rápidamente resultan obvias.
El clima extremado de Siberia profetizaba que el territorio estaría
prácticamente vacío y que sería más fácil de atravesar que otras zonas
similares pero más suaves y densamente pobladas, como el Canadá.
Los invasores tenían armas de fuego; los indígenas carecían de ellas.
Los primeros estaban mejor organizados para la conquista que los se-
gundos para la defensa, y sólo les guiaba un propósito —conse-
guir pieles— mientras los segundos debían bregar con familias, tradi-
ciones sagradas y toda la confusa multiplicidad que normalmente com-
porta la vida. Pero en un principio los occidentales estuvieron en mi-
noría frente a la población autóctona; la inversión de la relación de-
mográfica no fue una cuestión automática ilustrada en escenas de in-

James R, Gibson, Feeding the Russian Fur Trade, Frovisionment of the Okhotsk
Seaboard and the Kamchatka Fenninsula, 16394856, University of Wisconsín
Press, Madison, 1969, pp. X V I L X V I I L
52. A. P. Okladnikov, Yakutia Before Its Incorporaron into the Russian
State, McGÜl-Queen's University Press, Montreal, 1970, p. 444.
53. Terence Armstrong, George Rogers y Graham Rowley, The Circumpolar
Arctic, A Political and Economic Geography of the Arctic and Sub-Arctic, Me-
thuen, Londres, 1978, p. 24.
54. «Introduction», Fcopies of Siberia, p . 1.
VISITANDO D E NUEVO PANGEA

cíígenas desarmados postrándose ante las armas de los recién llegados


comerciantes europeos.
Los occidentales —llamémosles rusos, aunque muchos de ellos eran
ucranianos— fueron los abanderados del pelotón que hizo avanzar el
Neolítico del Viejo Mundo. Seguramente llevaron consigo algunos
nuevos cultivos, aunque los principales cereales aptos para las condi-
ciones siberianas ya existían allí. Debieron contribuir a la aparición
de nuevas malas hierbas, aunque la mayoría de las asociadas con los
principales cereales debieron de haber llegado mucho antes. No lleva-
ron consigo los primeros caballos y bóvidos, como tampoco llevaron,
según todas las evidencias, las primeras cabras y ovejas, pero sí intro-
dujeron el gato doméstico y, tardíamente, la rata parda, para que se
comieran y ensuciaran las reservas de alimentos. (El naturalista Peter
Simón Pallas no encontró ratas en el siglo x v m , pero lo cierto es que
55 50
hoy en día existen.) Introdujeron las abejas, lo cual resultó alta-
mente beneficioso, pues con ellas se obtenía cera, miel y, seguramente,
medios de polinización para muchos de los cultivos de la Siberia meri-
dional más eficaces que los que habían existido con anterioridad. Pero
las aportaciones neolíticas rusas no supusieron un porcentaje muy alto
del total de los organismos siberianos visibles.
Los invasores llevaron consigo agentes patógenos de enfermedades
desconocidas hasta entonces en la escasamente poblada Siberia: vi-
ruela, diversos tipos de infecciones venéreas, sarampión, escarlatina,
57
tifus, etc. De todas ellas, las peores fueron las infecciones venéreas
y las infecciones transmitidas por vía respiratoria. Las primeras se
cobraron un alto tributo, ya que muchas de las tribus practicaban una
suerte de hospitalidad de tipo sexual con los extraños —«Una mujer
58
no se gasta como la comida»— y favorecían las relaciones sexuales
entre los jóvenes antes del matrimonio; las segundas se difundieron

55. Peter Simón Pallas, A Naturalist in Russia, Letters from Peter Siman
Pallas to Thomas Pennant, Carol Urness, ed., University of Minnesota Press,
Minneapolis, 1967, pp. 60, 64, 86, 87.
56. L. P. Potapov, «The Altays», Peoples of Siberia, p. 311; William Tooke,
View of ¿he Russian Empire, Arno Press y New York Times, Nueva York, 1970,
vol. I I I , pp. 271-272.
57. Élisée Reclus, The Earth and Its Inhabitants, Asia, I, Asiatic Russia,
D. Appleton & Co., Nueva York, 1884, pp. 357, 360, 396.
58. S. M. Shirokogoroff, Social Organizaron of the Northern Tungus, The
Commercial Press, Shangai, 1933, p. 208.
52 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

rápidamente, ya que por causa del clima los siberianos se veían obli-
gados a pasar la mayor parte del tiempo dentro de las viviendas, res-
pirando el aire enrarecido. Las infecciones venéreas, a menudo llama-
das simplemente «enfermedad rusa» por los indígenas, se difundieron
ampliamente, liquidando a algunos adultos y muchos fetos y niños, des-
calabrando la fertilidad y condenando a las poblaciones a una aguda
59
crisis. Fueron numerosas las infecciones contraídas por vía respira-
toria; muchas de ellas, como el sarampión, no eran enfermedades gra-
ves para los niños europeos o chinos, pero resultaban mortales para
aquellos pueblos que no las habían padecido antes. La peor de todas
ellas y la más temida fue la viruela, debido a su rápida propagación,
los altos índices de letalidad y la permanente desfiguración de que eran
víctimas quienes lograban sobrevivir. Apareció por primera vez en
Siberia en 1630, tras atravesar los Urales desde Rusia y diezmar las
filas de los pueblos ostiaco, tungúsico, yakuto y samoyedo, igual que
la guadaña corta las espigas de trigo. El índice de mortalidad de una
sola epidemia podía llegar a superar el 50 por 100. Cuando en 1768-
1769 se vio asolada Kamchatka, murieron entre dos terceras y tres
cuartas partes de los indígenas. Dada la distribución dispersa de la
población siberiana, las enfermedades mantuvieron su carácter epidé-
mico y no pasaron a ser endémicas como en Europa y China, Era lo
peor que podía haber ocurrido, pues cuando la viruela emprendía una
de sus embestidas periódicas, cada diez, veinte o treinta años, los jó-
venes quedaban completamente a su merced, y en pocas semanas po-
día perderse una generación entera: «Todo cuanto parece ganar la
población durante los intervalos —decía un estudiante ruso a finales
60
del siglo x v í n — , se pierde con creces cuando regresa el contagio».

59. Shirokogoroff, Social Organhation of Northern Tungus, p. 208; W. G.


Sumner, ed., «The Yakuts», Journal of the Anthropologkal Institute of Great
Britain and Ireland, 31, 1901, pp. 75, 79-80, 96; Waldemar Jochelson, «The
Yukaghir and Yukaghirized Tungus», Memoirs of the American Museum of Natu-
ral History, 13, 1926, pp. 27, 62-68; Waldemar Jochelson, «The Yakut», Anthro-
pology Papers of the American Museum of Natural History, 30, 1934, p. 132;
Waldemar Bogoras, «The Chukchi of Northeastern Siberia», American Anthropo-
logist, 3 (enero-marzo de 1901), pp. 102-104; Stepan Petrovich Krasheninnikov,
Explorations of Kamchatka 1735-1741, trad. inglesa de E. A. P. Crownhart-
Vaughan, Oregon Historical Society, Portland, 1972, p, 272; Reclus, Earth and
Inhabitants, Asia, I, Asiatic Russia, p. 341; Kai Donner, Among the Samoyed
in Siberia^ Human Relatíons File, New Haven, 1954, p. 86.
60. Gibson, Feeding Russian Vur Trade, p . 196; Tooke, Vietv of the Russian
VISITANDO DI- NUI.VO l'AN<.!-A

Los yukaguiros, que en la década de 1630 ocupaban una extensa zona


de Siberia desde la cuenca del Lena, al este, y de los que solamente
quedaban 1.500 individuos a finales del siglo XTX, tenían una leyenda
según la cual los rusos no consiguieron conquistarles hasta que los in­
trusos abrieron una caja donde portaban la viruela. Entonces la tierra
61
se llenó de humo y la gente empezó a morir.
La emigración de los rusos hacia Siberia fue lenta, a pesar de en­
contrarse ésta despoblada; en 1724, sólo había, como máximo,
400,000 rusos allí. En 1858, más de un siglo más tarde, el número
había ascendido a 2,3 millones. Hacia 1880, sin embargo, las masas
campesinas rusas tuvieron noticia de que al este de los Urales se
brindaban mayores oportunidades que en la propia Rusia, donde la
tierra sufría la presión de un rápido crecimiento demográfico; entre
1880 y 1913, más de 5 millones de personas emigraron a Siberia, don­
de se multiplicaron velozmente, haciendo de su nuevo hogar un terri­
torio casi tan blanco como el de origen. En 1911, el 85 por 100 de
la población siberiana era rusa, porcentaje que se ha incrementado
62
considerablemente desde entonces.
Los indígenas siberianos no fueron exterminados; de hecho, ac-

Empire, vol. I, pp, 547, 591, 594; vol. I I , pp. 86-89: August Kirsch, Handbook
of Geographical and Historical Pathology, New Sydenham Society, Londres, 1883,
vol. I, p. 133; Bogoras, «Chukchi», American Anthropologist, 3 (enero-marzo
de 1901), p. 91; Sumner, «Yakuts», Journal of the Anthropological Institute
of Great Britain and Ireland, 31, 1901, pp. 104-105; Jean Baptiste Barthélemy
de Lesseps, Travels in Kamtschatka, Arno Press y New York Times, Nueva
York, 1970, vol. I, pp. 94, 128-129, 199; vol. I I , pp. 83-84; Waldemar Jochelson,
«Material Culture and Social Organization of the Koryak», Memoirs of the Ame­
rican Museum of Natural History, 10, pt, 2, 1905-1908, p. 418; Jochelson, «Yu-
kaghir», Memoirs of the American Museum of Natural History, 13, 1926, pp.
26-27; Peter Simón Pallas, Reise durch verschiedene Provinzen des Russischen
Reichs, Akademische Dmck- u. Verlagsanstalt, Graz, 1967, vol. I I I , p. 50.
61. Jochelson, «Yukaghir», Memoirs of the American Museum of Natural
History, 13, 1926, p. 27; M. V. Stepanova, I. S. Gurvich y V. V. Khramova,
«The Yukaghirs», Peoples of Siberia, pp. 788-789.
62. Frank Lorimer, The Population of the Soviet Union, History, and
Prospects, Sociedad de Naciones, Ginebra, 1946, vol. I I , pp. 26, 27; Donald
W. Treadgold, The Great Siberian Migration, Princeton University Press, 19^7,
pp. 32, 34; Robert R. Kuczynski, The Balance of Births and Deaths, I I , Eastern
and Southern Europe, The Brookings Institutíon, Washington D.C., 1931,
p. 101.
54 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

63
tualmente la población está creciendo. Pero estuvieron rozando la
extinción y se comprende fácilmente por qué Kai Donner, que viajó
por Siberia y convivió con una tribu durante bastante tiempo poco
antes de la Primera Guerra Mundial, llamó a sus huéspedes «samo-
yedos mohicanos», recordando la novela más famosa de James Feni-
64
more Cooper.
Si Siberia, donde los europeos encontraron in situ algunos de los
más importantes elementos neolíticos del Viejo Mundo, experimentó
cambios tan profundos como consecuencia de la introducción del resto
de los elementos neolíticos, ¿qué se podía esperar que ocurriera en
territorios que lo ignoraban absolutamente todo acerca de esta revo-
lución específica de las formas de vida y las facultades humanas?
¿Qué suerte habrían de correr los pueblos a los que llegaba la revo-
lución en pleno, en sentido relativo, como quien dice en un abrir y
cerrar de ojos, como si del Día del Juicio Final se tratase?

63. Archie Brown, John Fennell, Michael Kaser y H. T. Willetts, eds., The
Cambridge Encyclopedia of Russia and the Soviet Union, Cambridge University
Press, 1982, pp. 70-71.
64. Donner, Among the Samoyed, p. 138.
3. LOS N O R M A N D O S Y LOS C R U Z A D O S

Llegaron a la orilla y miraron a su alrededor.


Hacía buen tiempo. Había rocío en la hierba y lo
primero que hicieron fue llenarse de él las manos
y llevárselo a los labios, y les pareció la cosa más
dulce que jamás habían probado.

Vinland Sagas

[Ricardo Corazón de León] persiguió a los sa-


rracenos más allá de las montañas hasta que siguien-
do a uno de ellos se adentró en un valle, lo tras-
pasó, de tal manera que cayó agonizante de su
montura. En plena turbación, el rey alzó la vista y
percibió a lo lejos la ciudad de Jerusalén.

Itinerarium Ricardi

¿En qué fecha podemos dar por finalizada la Revolución Neolítica


del Viejo Mundo en los territorios donde se originó? Supongamos que
terminó hace unos buenos 5.000 años con la domesticación del caba-
llo —elección tal vez arbitraria, pero acertada como aproximación—.
Desde aquellos tiempos hasta la época en que el desarrollo de las
sociedades envió a Colón y otros viajeros a atravesar los océanos, ha-
bían pasado casi 4.000 años, durante los cuales no había ocurrido
nada verdaderamente importante, comparado con lo que había ocurri-
do anteriormente.
Adoptaremos la técnica fotográfica para repasar los cuatro mile-
nios que siguieron a la conclusión del Neolítico en el Viejo Mundo,
haciendo una toma cada cincuenta años aproximadamente. Al con-
IMPERIALISMO ECOLÓGICO

í.n.pLí 1,1 película a velocidad normal, nos sorprende la pobreza de


> »nt.•* imienlos de este período. Nada de lo acaecido a lo largo de
* , i u , r u n t r o milenios es comparable, por ejemplo, con la domestica-

i H m dtl caballo. En realidad, ocurrieron muy pocas cosas verdadera­


m e n t e nuevas, que no fueran variaciones sobre un mismo tema. Las
innovaciones cjel Neolítico —cultivo del trigo, domesticación del cer­
do, invención de la rueda— marcan época y quitan valor a las realiza­
ciones de decenas de generaciones posteriores. Hay algunos avances
nuevos —invención del arco, domesticación del camello, entre otros—
pero son de importancia menor en comparación con lo que había ocu­
rrido anteriormente. La civilización del Viejo Mundo no sigue inno­
vando ni alcanza niveles energéticos mayores; simplemente continúa
expandiéndose. Surgen y desaparecen imperios; aparte el faraónico, el
romano y el Han, son pocos los que duran bastante para poder ser
visualizados a través del proyector por el que pasa nuestra película.
A lo largo del curso medio del Níger se agitan culturas superiores; en
Java, olvidan a sus antiguos dioses y construyen templos para venerar
a Krishna y más tarde a Alá, a medida que oleadas de nuevas influen­
cias llegan al archipiélago indonesio desde el continente. En el extremo
opuesto de Eurasia, los ingleses dejan de pintarse el trasero de azul
y empiezan a debatir la naturaleza de la Trinidad, La nota dominante
en el Viejo Mundo es la emulación, no la innovación.
La película que correspondería al hemisferio occidental tiene más
acción. Finalmente toma cuerpo la Revolución Neolítica en el Nuevo
Mundo. Aparecen ciudades, o al menos centros de culto, en la costa
del golfo en Mesoamérica y en los valles de los ríos que fluyen desde
los Andes hasta el Pacífico, atravesando las tierras secas peruanas.
Brotan otras culturas superiores, presumiblemente estimuladas por es­
tos ejemplos primerizos. Desde el Ohio Valley hasta el desierto de
Atacama, los amerindios empiezan a concentrarse en unidades socia­
les cada vez mayores, en las que se distinguen élites de sacerdotes,
políticos y guerreros; empiezan a levantar templos, a construir esta­
dos, y a inventar maneras de conservar documentos de y sobre piedra,
pergamino, cuerdas y cierto tipo de papel; es decir, empiezan a crear
civilizaciones semejantes, al menos superficialmente, a la de Sumer y
sus inmediatas sucesoras. Sin embargo, no encontramos estatuas ecues­
tres de cesares precolombinos, y aunque también en América, como
en el Viejo Mundo, se inventa la rueda, se utiliza solamente en algu­
nos juguetes y a continuación los intereses se desvían en otros sen-
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS 57

1
tidos. Si jugamos a la historiografía fotográfica en Australia, no en-
contraremos en la caja de sorpresas ni imperios, ni pirámides, ni una
progresión de las fronteras de los campos de cultivo, sino únicamente
los signos vacilantes de la continuidad de la Edad de Piedra. Alrede-
dor del año 1000 después de Cristo, desaparece de Australia el tila-
cino o lobo canguro (no así de Tasmania, donde todavía pervive),
seguramente debido a la competencia de los aborígenes y del perro
2
dingo. Aparte de esto, perdura el sueño de la Edad de Piedra.
Transcurrieron cuatro milenios. Gilgamesh viajó en busca de la
inmortalidad, Quetzalcoatl desapareció más allá de los mares del este,
y Dante llevó a cabo su azaroso viaje a través del infierno, el purga-
torio y el cielo, antes de que la humanidad acometiera su siguiente
salto en el vacío. Más tarde, en el segundo milenio de la era cristiana,
la especie se transformó a sí misma de nuevo alterando radicalmente y
de forma irreversible su cultura y su biosfera. Esta metarrevolución
—que es la más reciente y en la que estamos todavía demasiado im-
buidos como para bautizarla debidamente— fue capitalizada inicial-
mente por la Europa occidental. (Nos referimos aquí a la Europa oc-
cidental posterior a la crisis del Imperio Romano. Los subditos de
Roma integraban sociedades más emparentadas con el Oriente Medio
de la Antigüedad, que con las nuevas sociedades encabezadas por aris-
tocracias bárbaras que brotaron en el terreno baldío que dejó la reti-
rada romana.) La clave de esta gran ruptura posterior a la Revolución
Neolítica se percibe más fácilmente como un asunto científico y tec-
nológico, pero fue, y sigue siendo, muchísimas más cosas. Ninguna
de elias tiene mayor importancia que la travesía de las simas anegadas
de Pangea, cuya consecuencia inmediata sería el redescubrimiento de
Australia y América, que habría de conducir eventualmente a la apari-
ción de las Nuevas Europas, tema de la presente obra. Pero antes de
entrar de pleno en este asunto, echemos una ojeada a las tempranas
aventuras imperialistas europeas. ¿Tuvieron éxito los primeros expe-
rimentos coloniales o fracasaron? ¿Por qué? Tal vez a través del aná-
lisis de los primeros intentos de asentamiento en ultramar podamos

1. George C. Vaillant, Aztecs of México: Origin, Rise and Valí of the Aztcc
Nation, Penguin Books, Harmondsworth, 1965, p. 160.
2. David Day, The Doomsday Book of Animáis, Viking Press, Nueva York,
1981, pp. 223-224.
58 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

obtener las claves de las tentativas posteriores o, al menos, llegar a


formular preguntas inteligentes sobre ellas.
Por supuesto, es imposible establecer la fecha de nacimiento de
una sociedad humana, pero a menudo es factible fijar unas aproxima-
ciones que, en el caso de los historiadores, suelen ser necesarias. En
el año 1000 después de Cristo (o al menos a lo largo de la centuria
que incluye este año), la Europa occidental abandonó el estado rui-
noso en que la había dejado la caída del Imperio Romano, para em-
prender un camino innovador y revitalizante. Habían acabado los
siglos oscuros de correrías bárbaras, falsos despegues carolingios y
de esterilidad cultural generalizada. La población, las ciudades y el
comercio empezaron a revivir llevando a remolque las artes, la filoso-
fía y la ingeniería. Ello supuso algo más que una mera revítalización.
Las catedrales góticas, obra sublime producto del siglo XII, eran más
que un signo de renacimiento. Señalaron el nacimiento de una socie-
dad de considerable energía, brillantez y arrogancia. Este tipo de so-
ciedades suele ser expansíonista.
Los europeos llevaron a cabo dos intentos para establecer asenta-
mientos permanentes fuera de su continente originario durante la
Edad Media. En el primer intento, navegaron hacia el oeste para
colonizar las desoladas islas del Atlántico norte estableciendo incluso
enclaves en el Nuevo Mundo. En el segundo, navegaron y marcharon
hacia el este para crear estados europeo-occidentales entre los pueblos
antiguamente civilizados del Mediterráneo oriental. Algunas de estas
colonias, ya fuesen las orientales o las occidentales, no duraron ni
siquiera una estación; otras perduraron durante generaciones. Otras,
como Islandia, todavía permanecen con nosotros.
Mientras algunos escandinavos saqueaban y colonizaban la zona
comprendida entre sus tierras de origen, las Islas Británicas y el con-
tinente, durante los dos últimos siglos del primer milenio cristiano,
otros volvieron la espalda a Eurasia para adentrarse en el Atlántico
norte y asentarse primero en las Islas Feroe y más tarde, hacia el 870
después de Cristo, en Islandia. Islandia se encuentra a 1.000 kilóme-
tros de Noruega, su madre patria. Se encuentra en medio de la sima
de Pangea que llamamos cordillera atlántica, de la cual no es sino un
fragmento humeante y vaporoso que la señala, por tanto, como una
pura antítesis del continente. Islandia fue la primera gran colonia eu-
ropea de ultramar, y también la más antigua —500 o 600 años, o tal
vez más si tenemos en cuenta que la dispersión de hombres santos
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS

irlandeses que los normandos encontraron allí constituía una verda-


dera población.
Más tarde, en el siglo x, Erik el Rojo condujo una flota desde
Islandia basta el sur de Groenlandia para fundar la primera colonia
3
europea más allá de la cordillera atlántica. Los colonos groenlandeses
apacentaron ¿us ovejas y su ganado vacuno en los escasos prados que
se extendían entre el casquete glacial y las frías aguas oceánicas, cons-
truyeron casas e iglesias (incluso llegaron a transportar desde Europa
una gran campana para la catedral de Cardar), y vivieron en Groen-
landia durante 500 años, aproximadamente el mismo tiempo que lle-
van viviendo los descendientes de los europeos en América desde que
4
Colón la descubriera.
Alrededor del año 1000, Leif Eriksson, hijo de Erik el Rojo, rea-
lizó un viaje de reconocimiento hacía el oeste y el sur de Groenlandia,
y desde allí llegó a tierras que llamó, a medida que se alejaba, Hellu-
land, Markland y Vinland. Algunos años más tarde, Thorfinn Karlsef-
ni navegó desde Groenlandia a Vinland llevando consigo ganado, cinco
mujeres, y 60 o 160 hombres, según cuál sea la saga a la que se recu-
rra. Este intento de colonización estuvo mejor planeado y realizado
que el que se llevó a cabo 600 años después en jamestown, Virginia,
pero fracasó de todos modos. Los normandos hicieron otros viajes a
América: en 1172, por ejemplo, el obispo Erik Upsi, personaje no
menos señalado, «fue en busca de Vinland»; los resultados se desco-
nocen. En 1347, los groenlandeses navegaron hasta Markland, pro-
bablemente en busca de madera; y no cabe duda de que se realizaron
expediciones no registradas por los documentos. Pero los normandos
5
no llegaron a establecer nunca un enclave en América. La realidad

3. Merece la pena señalar aquí que otro grupo de navegantes, los del Océa-
no índico, ya habían sobrepasado una cordillera submarina antes que los nor-
mandos, y que muchos de ellos seguían haciéndolo anualmente, dejándose llevar
por los vientos monzónicos a uno y otro lado de la cordillera Carlsberg, que se
extiende al sudeste de Arabia, bajo las aguas que separan los puertos de Oriente
Medio y la India de los de África oriental. También esta es una de las simas
de Pangea, pero su importancia biogeográfica es menor si se la compara con la
cordillera atlántica, porque se interpone entre continentes que están conectados
por otros puntos.
4. G. J. Marras, The Conquest of the Norfb Atlantic, Oxford University
Press, 1981, pp. 63-70.
5. Marcus, Conquest, pp. 67, 71-78; Bruce E. Gelsinger, Icelandk Enter-
IMPERIALISMO ECOLÓGICO

< s que toda esta serie de incursiones europeas más allá de la cordillera
atlántica, incluyendo los asentamientos de Groenlandia, podrían no
haber ocurrido sino en la medida en que ha estimulado el interés de
arqueólogos y eruditos dedicados al estudio de las viejas sagas. La
experiencia de los normandos en las costas occidentales del Atlántico
fue un rotundo fracaso. ¿Por qué? ¿Por qué la continuidad de la pre-
sencia europea más allá de la cordillera atlántica no comenzó a finales
del siglo x, sino en las postrimerías del siglo xv?
Antes de analizar las razones del fracaso normando en el Atlántico
norte, veamos algunos de los motivos que les permitieron conseguir
lo mucho que consiguieron. En primer lugar, y ante todo, debemos
contar con su carácter, su asombroso valor y sus conocimientos náu-
ticos. Es fácil imaginárselos mirando por encima del hombro al aden-
trarse en el océano, exclamando «¡Vosotros no podréis hacerlo jamás,
pero nosotros sí!». Y lo hicieron. Los normandos no navegaron nunca
hasta tan lejos como lo hicieron los habitantes de las islas del Pacífico,
pero estos últimos fueron capaces de realizar milagros en un océano
de aguas cálidas y con vientos predecibles. Los navegantes normandos
llevaron a cabo sus heroicidades en una de las masas acuíferas más
frías y traicioneras del mundo. La mayor ventaja con que contaban
los normandos en el Atlántico, además de sus asombrosas aptitudes,
era la embarcación que gobernaban. El langskip (barco largo) de los
invasores vikingos era demasiado pequeño e inadecuado para la nave-
gación de gran altura. Para ello se precisaba un auténtico barco de
vela, no una galera con mayor capacidad de navegación, sino un au-
téntico barco de vela equipado con un ancho bao para amortiguar los
embates de los mares encrespados y que permitiera transportar mayor
cargamento del que admitían los langskip. Este navio era el knórr
(plural knerrir), el buque mercante normando. De flexibilidad y ca-
pacidad de flotación semejantes a las del langskip, pero sensiblemente
más ancho, podía transportar veinte toneladas y entre quince y veinte
pasajeros, alcanzando, con viento de popa y mar serena, una velocidad
de seis nudos, velocidad respetable para un buque mercante incluso
6
en época de las Guerras Napoleónicas.

prise, Commerce and Economy in the Middle Ages, University of South Carolina
Press, Columbus, 1981, p. 239, n. 26.
6, Marcus, Conquest, pp. 83-84; Gelsinger, leelandie Enterprise, p. 47;
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS 61

Los normandos no tuvieron parangón en su época como construc-


tores de barcos, pero como labradores y pastores sólo fueron burdos
herederos de las invenciones del Neolítico del Viejo Mundo, sin las
cuales no hubieran conseguido sobrevivir en las islas del Atlántico
norte. Ni siquiera un islandés puede vivir exclusivamente de pescado.
El abrupto paisaje de estas islas y la corta duración, en el norte, de
la estación de los cultivos, menguaban considerablemente la producti-
vidad de la agricultura, obligando a los normandos a convertirse en
pastores. Tanto en Noruega como en Islandia y Groenlandia, los re-
baños de ovejas y de ganado vacuno constituyeron las fuentes princi-
7
pales de mantenimiento. Seguramente sus reses eran de una raza me-
nor, más peludas y, con toda seguridad, tenían más lana que las de
Abel, hijo de Adán y Eva y heredero de Sumer, pero pertenecían a
la misma especie —en algunos casos, posiblemente descendientes di-
rectos de los rebaños de Abel.
El ganado escandinavo consiguió arraigar en Islandia y en Groen-
landia, permitiendo con su supervivencia la de sus amos y dejando
entrever perspectivas prometedoras en las pocas temporadas que pa-
saron en Vinland. En América el pasto era abundante y exuberante, y
el clima era por supuesto más moderado que aquel al que estaba acos-
tumbrado. Al parecer, cuernos y pezuñas fueron protección suficiente
contra los depredadores del Nuevo Mundo —o quizá los lobos y pu-
mas no tuvieron tiempo de superar su timidez frente a las nuevas
criaturas.
Es digno de mención, y volveremos sobre ello más adelante, el
hecho de que estos anímales del Viejo Mundo iniciaran un retorno al
estado salvaje en el desértico Vinland, a pesar de siglos y siglos de do-
mesticación. «Pronto —reza la saga— los machos se hicieron más
fogosos y difíciles de dominar.»
Los animales semisalvajes confirieron a los normandos una ven-
taja específica sobre los «skraelingos» (término con que los normandos
denominaban tanto a los esquimales como a los amerindios). Resulta

C. N. Parkinson, ed., The Trade Winds: A Study of British Overseas Trade


during the French Wars, 1793-1815, Alien & Unwín, Londres, 1948, p. 87.
7. Richard F. Tomasson, leeland, the First New Society, University of
Minnesota Press, Minneapoiís, 1980, pp. 60-62; Marcus, Conquest, p. 64; Finn
Gad, The History of Greenland, trad. inglesa por Ernst Dupont, 1970, C. Hurst,
C e , Londres, 1970, vol. I, pp. 53, 84.
62 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

comprensible que los indígenas se sobrecogieran frente a aquellas


criaturas de gran tamaño tan ligadas a sus amos y, al menos en oca-
siones, tan sumisas. En una ocasión en que el toro que la expedición
de Karlsefni había llevado consigo desde Groenlandia empezó a bra-
mar y mugir, los amerindios que habían acudido a comerciar pusieron
pies en polvorosa. Más tarde, cuando los recién llegados de pelo rubio
y ojos azules tuvieron que luchar contra la fuerza aparentemente su-
perior de los amerindios, el astuto Karlsefni supo sacar ventaja del
temor de los skraelingos. Envió a diez hombres a que simularan un
ataque, y cuando los nativos mordieron el anzuelo, cargó sobre ellos
con el toro «en embestida». El plan resultó, y Karlsefni consiguió
sobrevivir entonces para morir como campesino más tarde, ya de re-
8
greso en Islandia.
Cabe preguntarse qué hubiera supuesto para los normandos con-
tar en Vinland con uno o dos caballos, animal que unos cuantos siglos
más tarde utilizarían los españoles con efectos impresionantes contra
aztecas e incas. Los groenlandeses tenían caballos —Erik el Rojo se
hirió la pierna al caer de su montura— pero, a juzgar por lo que refle-
jan las sagas, los normandos no llevaron consigo a Vinland ni uno solo
9
de estos animales.
Una ventaja muy específica con que contaban los normandos sobre
los skraelingos, esquimales y amerindios, era la capacidad que tenían
los adultos para alimentarse con leche fresca. Los escandinavos, al
igual que otros pueblos del noroeste de Europa, se cuentan entre los
campeones mundiales en lo que a digestión de leche se refiere, hecho
que tal vez tenga consecuencias no demasiado evidentes a primera
10
vista. En una ocasión (el día en que mugió el toro), al exigir los
skraelingos armas por las pieles que entregaron a los normandos, és-
tos se negaron, ofreciéndoles a cambio una novedad: leche. Pronto
los nativos ya no quisieron nada más. El resultado de aquel día de
mercado fue que los normandos obtuvieron pieles que llevarse a casa,
mientras que «los skraelingos se llevaron sus adquisiciones dentro de

8. The Vinland Sagas, eds. y trad. inglesa Magnus Magnusson y Hermann


Palsson, Penguin Books, Baltimore, 1965, pp. 65-67, 71, 99. (Hay traducción
castellana: La Saga de los Groenlandeses. Erik el Rojo, Siruela, Madrid, 1980.)
9. Vinland Sagas, p. 55.
10. Frederick J. Simoons, «The Geographical Hypothesis and Lactase Malab-
sorption», American Journal of Digesíive Diseases, 23 (noviembre de 1978),
pp. 964-965.
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS

11
la barriga». No cabe la menor duda de que estos últimos se encon-
trarían fatal durante horas. ¿Qué consecuencias acarrearía este he-
cho, junto a la presencia del toro, en las relaciones entre normandos
y skraelingos? ¿Conduciría a la batalla que ganó el toro?
Los normandos necesitaron al toro en aquella batalla porque su
ventaja tecnológica sobre los nativos de Vinland era mínima. Los nor-
mandos conocían la rueda y los skraelingos no; y los normandos cono-
cían los metales y los skraelingos no. Ello parecía redundar en benefi-
cio de los invasores, pero en la práctica estas ventajas debieron ser
más irrelevantes que decisivas. Un carro podía ser útil en una granja
groenlandesa, pero es más que dudoso que Eriksson o Karlsefni car-
garan con un lujo tan embarazoso a través del Atlántico norte hasta
Vinland. ¿Y para qué lo hubieran utilizado una vez allí? Es probable
que los groenlandeses se sirvieran de rodillos para llevar hasta las pla-
yas de Markland los troncos con que construirían las naves para vol-
ver a casa, pero a corto plazo, la rueda, la palanca, el arco y las demás
pruebas de la inteligencia del Viejo Mundo —el alfabeto, el teorema
de Pitágoras— no les imprimían un carácter demasiado diferente al
otro lado de la cordillera atlántica.
Los normandos de Vinland tenían metales. Los arqueólogos han
desenterrado una fundición de hierro primitiva, la primera de Amé-
12
rica, en el yacimiento de un asentamiento normando en Terranova.
Las espadas y hachas normandas eran menos aparatosas, más durade-
ras y mantenían el filo durante más tiempo que cualquiera de las he-
rramientas equivalentes con que contaban los skraelingos, y esto debió
dar a los invasores una apreciable ventaja, pero obviamente no basta-
ba para asegurar la victoria. El metal es indispensable para las armas
de fuego, pero con la piedra pueden obtenerse cachiporras, cabezales
de hacha y puntas de proyectil que, si bien toscas, son igualmente con-
tundentes. Sin ir más lejos, Thorvald Eriksson, hermano de Leif, re-
cibió una herida mortal de una flecha nativa con punta de piedra.
(Placiéndose digno de la tradición normanda, murió tranquilamente
mientras escogía un lugar en Vinland para su tumba: «Parece que di
13
con la verdad al decir que me quedaría allí por algún tiempo».)

11. Vinland Sagas, p. 65.


12. Samuel Elíot Morison, The European Discovery of America. The Nor-
thern Voyages, A.D. 500-1600, Oxford University Press, 1971, p. 49.
13. Vinland Sagas, p. 6 1 .
IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Las puntas de pedernal pueden pasar por entre las costillas con
la misma facilidad que el metal, y un hacha de piedra puede aplastar
un hombro o destrozar un cráneo con tanta limpieza como lo haría un
instrumento de hierro o de acero. Las armas de metal son mejores
que las de piedra, pero en un combate cuerpo a cuerpo entre hombres
desesperados, puede pensarse que se trata tan sólo de la proverbial
distinción sin diferencia. Esto es todo respecto a las ventajas de los
normandos sobre los skraelingos. La lista de sus desventajas es mucho
más larga.
Los normandos eran tan incapaces de organizar numerosas expedi-
ciones a América, como de organizarías multitudinarias. La mayor ex-
pedición emprendida en dirección a Vinland de la que tenemos noticia
estaba compuesta por tres navios y solamente 65 o 165 personas. Gran
parte de las expediciones posteriores al descubrimiento que partieron
de Europa hacia América, no fueron mucho mayores, pero hubo mu-
chas, y las que fracasaban parecían incluso estimular nuevos intentos.
Algunas de las expediciones poscolombinas más importantes fueron
considerablemente grandes. La flota que Colón condujo hasta las In-
dias Occidentales en 1493 estaba compuesta por diecisiete barcos con
una tripulación de entre 1.200 y 1.500 hombres. La Primera Flota bri-
tánica a Australia —hablamos del año 1788— consistió en once bar-
cos con aproximadamente 1.500 hombres, mujeres y niños a bordo.
Empresas de este calibre estaban fuera del alcance de los normandos
medievales del Atlántico norte. La población de Groenlandia no so-
brepasó las 3.500 personas en sus momentos álgidos. Como mucho,
14
Islandia tenía unos 100.000 habitantes, y Noruega quizás 400.000.
La escasez de escandinavos en las islas del Atlántico norte se debió
a que los asentamientos eran demasiado pobres para atraer y dar sus-
tento a una población cuantiosa. La propia Noruega no era compara-
ble al Imperio Bizantino, ni siquiera a la Francia carolingia. Era más
bien un país frío, pobre y alejado de los centros de población del Viejo
Mundo y de la civilización. Alcanzó la unidad y una considerable in-
fluencia sobre aquella parte del mundo en el período comprendido
entre los siglos xi y xin, pero carecía del excedente agrícola, la abun-

14. Vinland Sagas, pp. 65, 94; Marcus, Conques?, p. 64; Samuel Eliot Mori-
son, Admiral of the Ocean Sea, A Life of Christopher Columbus, Litde, Brown,
Boston, 1942, pp. 395, 397; Tomasson, Iceland, p. 58; The Australian Enciclo-
pedia, The Grolier Society of Australia, Sydney, 1979, vol. I I I , pp. 25, 26.
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS 65

dan te población, el capital, y la mayoría de los ingredientes necesarios


para instaurar un imperio. Para la mayoría de los islandeses y groen-
landeses, Noruega no era el ancla de un imperio atlántico, sino un
distante socio comercial y un recuerdo ancestral de playas escarpadas,
cubiertas de escarcha, desde las que habían partido hombres y mujeres
llenos de coraje y en busca de una vida mejor.
De todos modos, la madre patria de Vinland no era Noruega sino
Groenlandia, y las colonias normandas en América no podían ser via-
bles a menos que los asentamientos groenlandeses alcanzaran previa-
mente una sólida viabilidad, cosa que jamás ocurrió a pesar de los
siglos que los normandos pasaron allí. Los cereales crecían con difi-
cultad en Groenlandia y la mayoría de la población estaba mal abaste*
cida. La isla carecía por completo dg madera, si descontamos las ma-
deras flotantes, y de hierro. Los isleños no tenían ningún producto
•—semejante al tabaco de Virginia o el azúcar de las Indias Occiden-
tales— que respondiera a una demanda permanente desde Europa, y
por tanto nada les garantizaba un contacto ininterrumpido con este
continente. La paradoja es que una colonia consistente en Vinland pu-
diera haber dado sostén a una colonia en Groenlandia, pero no a la
15
inversa.
En Groenlandia no hubo conflicto con los indígenas hasta que los
esquimales se desplazaron hacia el sur (volveremos sobre ello), pero
en Vinland la convivencia con ellos constituyó un problema insupera-
ble desde un principio. Aquí, los skraelingos eran hostiles y numero-
sos. No es de extrañar que fueran hostiles: los normandos mataron
a ocho de los nueve primeros indígenas con que se toparon, y el no-
veno sólo escapó gracias a la suerte y a su agilidad. Cuando los skrae-
lingos acudieron a comerciar con Karlsefni, eran tan numerosas sus
embarcaciones «que parecía que el estuario estuviera cubierto de car-
bón», y cuando tuvieron que luchar, fluyeron «como un torrente».
Quienes siguieron a Karlsefni codiciaban Vinland —la tierra era rica,
la caza abundante, los ríos rebosaban salmones, los pastos eran del
agrado de los ganados, e incluso un niño, Snorri, hijo de su jefe y de
Gudrid, había nacido allí— pero los normandos se dieron cuenta de
que jamás conseguirían vivir a salvo en aquella tierra. Vinland ya es-
16
taba densamente ocupada.

15. Marcus, Conques?, pp, 91-92, 99; Gelsinger, Icelandic Enterprise, p. 93.
16. Vinland Sagas, pp. 66, 99, 100, 102.
66 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Los normandos necesitaban un «nivelador», algo que compensara


su inferioridad numérica frente a los amerindios. Su tecnología militar
no podía actuar como tal, según hemos visto. Necesitaban algo con po-
tencial genocida; necesitaban que la ley de McNeill (citada en el ca-
pítulo anterior) operara de su lado. No obstante, las armas biológicas
que tanta eficacia habían demostrado entre las densas poblaciones de
Oriente Medio, no fueron válidas para los normandos del siglo xi.
A decir verdad, parecía que las enfermedades infecciosas actuaban no
a favor sino en contra de los normandos.
Los normandos de Islandia y, aún con más motivo, los de Groen-
landia estaban tan alejados de Europa que rara vez recibían más que
las últimas secuelas de las enfermedades que germinaban en los cen-
tros europeos densamente poblados; y su población era demasiado
minúscula para soportar enfermedades multitudinarias. Una epidemia
de este tipo les hubiera extinguido, condenando a la siguiente genera-
ción de isleños a la misma vulnerabilidad que habían padecido sus
progenitores. La viruela, por ejemplo, que abordó Islandia por pri-
mera vez en 1241 o 1306, asoló la isla una y otra vez a lo largo de los
dos siglos siguientes, y resurgía al parecer en cuanto habían nacido
suficientes individuos vulnerables. Cuanto más larga era la tregua,
más virulento el golpe. Cuando en 1707 rebrotó la viruela, después
de una larga ausencia, murieron 18.000 personas, un tercio de la po-
blación total. Un británico buen conocedor de los normandos del At-
lántico norte ha escrito: «Los estragos cometidos por la viruela en
Islandia fueron tales que han hecho ele esta enfermedad un elemento
importante incluso en la historia política de la isla». Infecciones fatí-
dicas, descargadas de los barcos europeos, asestaron golpe tras golpe a
gentes para las que la simple supervivencia era difícil incluso en las
circunstancias más favorables, bloqueando el crecimiento demográfico
17
que pudiera conducir a una sociedad saludable.

17. Tomasson, Iceland, p. 63; P. Kubler, Geschichte der Pocken und der
Impfung, Verlag von August Hirschwald, Berlín, 1901, p. 45; August Hirsch,
Handbook of Geographical and Histórica! Pathology, New Sydenham Society,
Londres, 1883, vol. I, pp. 135, 145; George S. MacKenzie, Travels in the Island
of Iceland During the Summer of the Year MDCCCX, Archibald Constable &
Co,, Edimburgo, 1811, pp, 409-410. Casi todas las enfermedades infecciosas pro-
venientes de los continentes podían causar estragos. Seiscientos islandeses murie-
ron de viruela durante la epidemia de 1797. Cuando esta enfermedad afectó a
los habitantes de las Islas Feroe, en 1846, tras un respiro de setenta y cinco
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS 67

La Peste Negra dio al traste con toda esperanza que pudiera haber
existido de cara a la reanudación de la colonización de Vinland y la
revitalización de Groenlandia durante las postrimerías de la Edad Me-
dia y el Renacimiento. Esta cepa de peste extraordinariamente viru-
lenta llegó a Italia en 1347 y se difundió hacia el norte llegando a
Noruega en 1-349-1350; se estabilizó allí durante medio siglo e hizo
la travesía hasta Islandia, donde desembarcó en 1402-1404. Conside-*
rando Europa en su conjunto, esta pandemia podría haber llegado a
eliminar a una tercera parte de la población. En Noruega e Islandia
murieron las dos terceras partes de las personas, ya que a la zaga de
la peste llegó el hambre, provocada por la muerte del ganado por
inanición, al no haberse recogido el forraje de invierno. Sabiendo que
la peste llegó hasta Groenlandia, "es inútil preguntarse por qué se
produjo un declive tan acentuado de las bases avanzadas en el si-
ls
glo xv.
Puede culparse a la Peste Negra de toda suerte de horrores, pero
no de haber iniciado la crisis de Groenlandia. Este proceso ya había
comenzado incluso antes de que la peste desembarcase en Noruega.
En el siglo xiv, había ya decaído la demanda europea de productos
del Atlántico norte, y eran cada vez menos los barcos que emprendían
el largo viaje entre Noruega y Groenlandia. También languideció el
comercio entre Noruega e Islandia, por lo que esta isla sufrió durante
el siglo xv las severas consecuencias del abandono, que la situaron
casi en el punto de la extinción. Groenlandia e Islandia habían estado
siempre en una situación precaria y ahora la precariedad se hacía in-
19
sostenible.
Al disminuir la cantidad de knerrir que navegaban entre Europa

años, 6.100 de ios 7.864 individus del sector de riesgo cayeron enfermos: Mac-
Kenzie, Travels in ihe Islancl of Iceland, p. 410; Abraham M. Lilienfeld, Founda-
lions of Epidemiology, Oxford University Press, 1976, p. 24. La vulnerabilidad
de ios normandos del Atlántico norte se extiende hasta nuestros días. La viruela,
que se está desvaneciendo en Islandia, ha sido introducida desde Europa y des-
de América por lo menos once veces a lo largo del siglo XX, desencadenando nue-
vas epidemias cada vez (gracias a la moderna nutrición y a los actuales cuidados
médicos, ya no son mortales): Andrew Cliff y Peter Hagget, «Island Epídemics»,
Scientific American, 250 (mayo de 1984), p. 143.
18. Ronald G. Poppcrwell, Norway Ernest Benn, Londres, 1972, pp. 94-95;
y

Tomasson, Iceland, p. 63.


19. Marras, Conquest, pp. S9, 99, 121, 155.
(.;> IMPERIALISMO ECOLÓGICO

y sus vastagos del Atlántico norte, la naturaleza pareció adoptar la


táctica del exterminio. En Islandia decreció la cantidad y calidad de
las buenas tierras a medida que el ganado importado peló las laderas
y los normandos quemaron o talaron los bosques, dejando la tierra
20
a merced de la acción del agua, el viento y la erosión, El hambre se
hizo crónica y las hambrunas totales acompañadas de plagas asolaron
la isla una y otra vez. Islandia, el eslabón fuerte de la cadena que unía
Groenlandia y virtualmente Vinland con Europa, se oxidó y se de-
21
bilitó.
El clima, que durante los primeros siglos que siguieron al año 1000
después de Cristo se mantuvo bastante bueno para atraer hacia Islan-
dia a algunos aventureros y sus familias, se enfrió progresivamente. El
cultivo de cereales se hizo cada vez más difícil; avanzaron los glacia-
res; los hielos a la deriva abordaron las costas islandesas cada vez con
más frecuencia y bloquearon las entradas de los fiordos groenlandeses,
antaño acogedores. Los marineros que navegaban hacia los asenta-
mientos de Groenlandia se veían obligados a dar un rodeo hacia el
sudoeste, de manera que en el siglo xv no podían llegar a su destino
22
antes de agosto. Groenlandia, que nunca había tenido un clima más
que marginalmente normando, se estaba convírtiendo de nuevo en un
territorio esquimal, y los indígenas se desplazaron hacia el sur reivindi-
cando sus derechos. En 1379, los skraelingos atacaron, mataron a
dieciocho normandos groenlandeses y se llevaron a dos muchachos.
23
Seguramente, esta no sería la última incursión de los esquimales.
El último normando groenlandés murió, en medio de una gélida
24
y abismal soledad, a finales del siglo xv. La primera colonia europea
más allá de la cordillera atlántica se extinguía aproximadamente en la
misma época en que Colón, al zarpar de las Islas Canarias con rumbo
Oeste y con destino a Asia, restablecía la conexión de Europa con
América.
De todos modos, ¿qué hacían los normandos en una zona tan sep-

20. Sigurdur Thorarinsson, The 1000 Years Struggle Against Ice and Vire,
Bokautgafa Menningarsjods, Reykjavik, 1956, pp, 24-25.
21. Marcus, Conquest, p, 90; Gelsinger, Icelandic Enterprise, p. 173.
22. Gelsinger, Icelandic Enterprise, p. 6; Thorarinsson, 2000 Years, pp. 13,
15-16, 18; Marcus, Conquest, pp. 97-98, 156.
23. Vinland Sagas, p, 22.
24. Gelsinger, Icelandic Enterprise, p. 173; Marcus, Conquest, pp. 159-
160, 163,
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS 69

tenírional como Groenlandia? ¿Por qué fueron en busca de litorales


aún más gélidos que las zonas de Noruega de donde procedían en su
mayoría? Vinland era incomparablemente más atractiva que las islas
que descubrieron los normandos y llamaron Islandia y Groenlandia,
nombre muy acertado el primero y totalmente desafortunado el se-
25
gundo. ¿Por qué no hicieron un mayor esfuerzo por poblar Vinland?
«Es bonito este lugar —dijo Thorvald Eriksson—, Aquí me gustaría
26
construir mi hogar.» Lo que construyó en Vinland no fue su hogar
sino su tumba, puesto que una flecha de los skraelingos acabó con su
vida. Poco después, sus compañeros colonizadores regresaron a casa.
Pero ¿por qué se disuadieron tan pronto? Los pueblos de las Islas
Británicas, de Francia o de Rusia ofrecieron una resistencia a los nor-
mandos por lo menos tan dura como los skraelingos, y sin embargo,
en estas regiones los invasores instalaron a sus familias y empezaron a
construir ciudades. Si los normandos se lanzaron a los mares arries-
gando sus vidas para intentar asentarse en unas islas perdidas en mi-
tad del océano, llenas de volcanes y casquetes de hielo, ¿por qué no
persistieron en el empeño de colonizar América?
Simplemente, porque estaba demasiado lejos. Podían alcanzarla
pero no apoderarse de ella. Por supuesto, en las latitudes más meri-
dionales las nieblas eran menos frecuentes, los hielos menos peligro-
sos, los vientos más predecibles y la estrella polar bastante cercana
al horizonte para poderse calcular su altitud con precisión; pero por
otra parte, en latitudes más meridionales el océano se ensanchaba y
carecía de recaladeros, si exceptuamos las Islas Azores que todavía no
se habían descubierto. No está documentada travesía alguna de un
barco normando que navegara directamente desde Europa hasta Amé-
rica, o viceversa, en la Edad Media, ni tampoco nos consta que nadie
hiciera un viaje desde Islandia hasta América intencionadamente. Los
normandos no se expansionaron por el Atlántico de un solo salto, sino
que fueron reptando de isla en isla, o al menos de indicio en indicio
—una concentración de nubes, una bandada de aves marinas—. Aun
así, la palabra hafvilla aparece repetidamente en las sagas. Significa la
perdida total- del sentido de la orientación en el mar, situación que

25. En inglés, Iceland (Islandia) significa literalmente 'tierra del hielo', mien-
tras que Greenland (Groenlandia) significa 'tierra verde'. (N. de la t.)
26. Vinland Sagas, p. 60.
70 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

podía durar días o semanas, es de suponer que incluso hasta la


27
muerte.
Los marinos normandos redujeron al máximo los riesgos, realizan-
do pocas expediciones exploratorias. Sólo un loco guiado por una nue-
va teoría habría sido capaz de adentrarse en un océano sin una idea
precisa de adonde se dirigía; los normandos siempre tuvieron una idea
precisa. Zarparon hacia Islandia sólo después de que los hombres san-
tos irlandeses se hubieran instalado allí y hubieran eliminado toda duda
sobre su existencia. Erik el Rojo no descubrió Groenlandia, sino que
estaba siguiendo el relato de Gunnbjorn Ulfsson en el que se decía que
había avistado tierra al oeste de Islandia navegando fuera de rumbo.
Leif, hijo de Erik, tampoco descubrió América, sino que estaba si-
guiendo el relato de Bjarni Herjolfsson según el cual había avistado
tierra al sudoeste de Groenlandia, también cuando navegaba sin
28
rumbo.
Los marinos normandos eran conservadores; sus knerrir realiza-
ron estas hazañas a la fuerza. Estos barcos eran una maravilla de des-
treza artesana, pero eran pequeños, condenadamente húmedos y fríos,
y no demasiado manejables. Los barcos de Erik, los de Eriksson y los
de Karlsefni tenían una eslora inferior a los treinta metros —probable-
mente bastante inferior— y el bao tenía una relación manga/eslora de
1/4 o 1/3, y, como mucho, contaban con media cubierta. Sin duda, de-
bían enfrentarse al oleaje con la agilidad de una gaviota, pero también
debían embarcar mucha agua cuando el mar estaba encrespado, y en su
mayor parte se acumulaba en la sentina. No existían bombas; el agua
29
de la sentina había que achicarla manualmente. Los barcos norman-
dos no estaban dotados de un timón tal como lo concebimos actual-
mente, sino de un gobernalle, suerte de remo muy ancho y pesado
que colgaba por la borda, arrastrando como el ala rota de un pájaro.
La propulsión se obtenía mediante remos dentro del puerto y me-
diante una sola vela cuadra en alta mar. Con viento de popa todo iba
bien, pero estas naves no podían virar con viento de proa, y la única
forma de arreglárselas con un «condenado viento de hocico» era espe-
rar a que cambiara. Por supuesto, era posible adelantar algo más uti-

27. Marcus, Conquest, pp. 78, 95-96, 106407, 108416; Gelsijiger, Icelandic
Enterprise, pp. 52-58.
28. Marcus, Conquest, pp. 50-54.
29. Marcus, Conquest, p. 103.
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS 71

lizando los remos, pero no hubiera resultado demasiado práctico atra-


vesar un océano remando. También se podía aprovechar el viento.de
flanco girando la vela cuadra, pero era una operación muy pesada. Lo
que necesitaban los normandos era un aparejo longitudinal o latino,
sobre el que trataremos en el capítulo 6.
Llevar un knórr a alta mar era hacer una apuesta con los dioses de
las profundidades, y lo más razonable que podía esperar un marino era
que los dioses le permitieran llegar casi siempre adonde pretendía, a
cambio de aceptar de vez en cuando los rumbos que ellos urdían. Por
supuesto, los naufragios eran corrientes y la hafvilla era un achaque
crónico; las sagas están llenas de cuentos sobre derivas impotentes.
Por ejemplo, Thorstein Eriksson, otro hermano de Leif, zarpó rumbo
a Vinland, pero nunca llegó a avistarla. Llegó a ver Islandía y más
allá pájaros que volaban desde Irlanda; por fin mejoró el tiempo y
le fue posible regresar a Groenlandia. Thorhall el Cazador zarpó hacia
América con Karlsefni, pero tomó un rumbo independiente, buscando
Vinland por su cuenta. Se topó con vientos de proa que le hicieron
atravesar el Atlántico a la deriva hasta Irlanda, donde murió y su tri-
30
pulación fue esclavizada. La mayoría de las veces los normandos con-
seguían llegar adonde se proponían, pero ni sus barcos, ni sus apare-
jos, ni sus técnicas de navegación eran adecuados para las dificultades
que presentaba el Atlántico norte. Leif y sus marineros hicieron mila-
gros —entre los hielos a la deriva, frente a vendavales aterradores, en
medio de nieblas espesas como la piel mojada de un borrego— pero
los imperios se construyen con materiales más plebeyos y no a base
de milagros.
Algunos de los adelantos en cuanto a técnicas de navegación, equi-
pamientos, diseño naval y aparejos, que precisaban los europeos occi-
dentales para atravesar el Atlántico por la ruta más segura, pero tam-
bién más larga, llegaron de Levante con el regreso de los cruzados.
Jacques de Vitry, de la ciudad de Acre en Tierra Sania, hizo saber a
Europa en 1218 que «una aguja de hierro, tras haber estado en con-
tacto con la piedra magnética, siempre se vuelve hacia la estrella del
norte, que está inmóvil mientras el resto se mueve, ya que es el eje
del firmamento». Precisaba que esta aguja «es por tanto necesaria para
31
quienes viajan por mar».

30. Vinland Sagas, pp. 87, 97.


31. E. G. R. Taylot, The Haven-Finding Art\ Abelarcl-Schumají, Nueva
72 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Jacques de Vitry era obispo de la Iglesia Romana en una ciudad


situada en una región que había sido la patria de Cristo y donde to-
davía residían muchos de sus seguidores. La mayoría, sin embargo, no
pertenecía a la Iglesia Romana, sino a la Ortodoxa, Armenia, Copta
o a una larga miscelánea de diversos cristianismos. Lo que sorprendió
aún más al obispo fue que los cristianos de todas las sectas en su
conjunto no pasaran de ser una minoría de la población, en su mayoría
integrada por musulmanes seguidores del impresionante hereje Moha-
rned, cuyos ejércitos habían asolado Oriente Medio en el siglo vil,
conquistando Belén y todos los demás lugares por donde anduvo el
Salvador.
Durante varias generaciones, los europeos toleraron esta situación;
después de todo, lo que importaba era la Jerusalén celestial y no el
lugar geográfico. Más tarde, en el siglo xi, la Tierra Santa en su es-
tricto sentido actual, cobró cada vez más importancia para los eu-
ropeos occidentales (también conocidos por aquel entonces como ro-
manos o francos, aunque fueran germanos o ingleses). Obispos, condes,
campesinos e incluso algunas nobles damas viajaron a Tierra Santa,
32
«algo que no había ocurrido jamás». En la mente de la nueva socie-
dad tosca y poderosa que crecía en la Europa occidental se agitaba una
idea compuesta de idealismo religioso, deseo de aventura y, emergien-
do también, una codicia desenfrenada. Cuando el emperador de Bi-
sando, atemorizado por las avasalladoras victorias de los turcos selyú-
cidas, solicitó ayuda a Urbano I I , el papa lanzó su famosa proclama
en favor de una Cruzada; era el año 1095. La cristiandad romana
respondió con la primera Cruzada, una especie de ataque kamikaze
lanzado por hordas de gentes piadosas para liberar el Santo Sepulcro
de la dominación musulmana. Se sucedieron siete u ocho Cruzadas
más, según lo que se entienda como tal, Durante los dos siglos siguien-
tes, cientos de miles de europeos occidentales marcharon y navegaron
hacia el Mediterráneo oriental —hacia una región con pueblos, cultu-

York, 1957, p. 94; Joseph Needham, Science and Civilixalion in China, IV,
Physics and Physical Technology, parte I I I , Civil Engineering and Natttics, Cam-
bridge University Press, 1971, p. 698.
32. R. W. Southern, The Making of the Middle Ages, Hutchinson's Library,
Londres, 1953, p, 5 1 ; G. C. Coulton, ed. A Medieval Gamer, Human Documcnts
;

jrom the Four Centuries Preceding the Pejormation^ pp. 10-16; Vinland Sagas,
p. 71,
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS

ras, biota y enfermedades considerablemente diferentes de los habi-


tuales en sus medios de origen— para luchar contra el infiel y destro-
zar su posición en Tierra Santa,
Las Cruzadas constituyeron la manifestación más espectacular de
vigor religioso en la historia de la sociedad europea. También fueron
los primeros intentos masivos de extender permanentemente el pode-
río europeo más allá de las fronteras del propio continente, dando
origen a cuatro nuevos estados en tierras bíblicas: Edesa, Antioquía
y Trípoli al norte, y el Reino de Jerusalén, el mayor de los cuatro, al
sur. Hoy en día, los únicos vestigios de estos estados son unas cuan-
tas ruinas macizas, por lo general cimientos de castillos. Las primeras
tentativas imperialistas de la Europa occidental en Asia fracasaron, y
fracasaron debido a factores similares a los que imprimieron un ca-
rácter efímero al expansionismo posterior en Asia. Peto antes de eva-
luar estos factores, examinemos primero las ventajas de los europeos,
tal como hicimos respecto a la tentativa normanda en el Atlántico
norte.
Los barcos y la capacidad náutica de la Europa medieval eran más
adecuados para el Mediterráneo (mar que un poeta norteamericano,
en expresión terriblemente exagerada pero en cierto modo acertada,
33
llamó «el estanque azul del viejo jardín») que para el temible Atlán-
tico norte. Al principio, los musulmanes, sarracenos como se les solía
llamar, fueron incapaces de unirse contra los invasores francos. Euro-
pa prestó una ayuda generosa e incluso fanática a los cruzados durante
generaciones, lo que les permitió organizar esfuerzos sostenidos que
empequeñecieron todo cuanto fueran capaces de hacer los normandos
en el Atlántico. En los momentos más álgidos, los normandos de
Groenlandia no debieron sobrepasar los 3.500, desde luego nunca los
5.000, mientras que la población romana del Reino de Jerusalén en
34
pleno apogeo superó con creces los 100.000. Los cruzados estaban
familiarizados con los territorios y los pueblos que anhelaban conquis-
tar. No se enfrentaron a skraelingos más allá de los confines del mun-
do conocido. Al emprender sus travesías no se estaban alejando del
crisol de la civilización del Viejo Mundo, sino que se dirigían hacía
él, buscando antiguas certidumbres en tierras antiguas.
33. Rohinson Jeffers, «The Eye», Robínson Jeffers, Selected Poems, Random
House, Nueva York, 1963, p. 85.
34- Marcus, Conquest, p. 64; Joshua Prawer, The World of th$ Crusaders,
Quadrangle Books, Nueva York, 1972, p. 73.
74 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Pero el imperialismo medieval europeo sucumbió en el este, y, al


final, lo único que conservaron los cruzados de Tierra Santa fue lo que
inadvertidamente se llevaron a casa en los resquicios de sus maltrechas
armaduras- Por lo menos los normandos retuvieron Islandia, pero
los cruzados en definitiva perdieron incluso Rodas y Chipre, Cons-
tantinopla cayó en manos de los musulmanes en 1453 tras haber per-
tenecido a la cristiandad durante un milenio. El fracaso de los cruza-
dos fue estrepitoso. ¿Por qué?
Primero, la evidencia: los cruzados se desplazaron en condiciones
precarias para alcanzar Jerusalén. La ruta era más corta y segura que
la seguida por los normandos en su camino hacia Vinland, pero difi-
cultosa al fin y al cabo. Sus posiciones en Levante solamente podían
mantenerse gracias a un constante suministro de sustancial ayuda pro-
cedente de Europa. Después de una oleada de fervor que duró muchos
años, esta ayuda se hizo episódica, disminuyó y finalmente discurrió
hacia la nada. El dominio cristiano sobre Edesa, Antioquía, Trípoli y
Jerusalén languideció y con el tiempo desapareció.
Igual que lo fue para asuntos más sutiles, es cierto que la pericia
y los equipamientos náuticos de los romanos fueron los adecuados
para el comercio mediterráneo habitual, pero no lo fueron tanto para
el transporte masivo de tropas a Tierra Santa y para su abastecimien-
to. Esta falta de adecuación se plasmó significativamente en el hecho
de que frenó la emigración masiva de la población de la Europa occi-
dental hacía los estados cruzados, cosa que hubiera garantizado su via-
35
bilidad. Los mayores ejércitos de cruzados hicieron todo o casi todo
el camino hacia Levante a pie, exponiéndose a enfermedades, climas
extremados, ataques de depredadores locales pertenecientes a cualquier
creencia religiosa y a la tentación de malgastar meses, o incluso años,
en los antros de perdición de Oriente, en saquear Constantinopla y
en sacar provecho de una Cruzada.
La desunión de los musulmanes, fundamental para el éxito e
incluso para la supervivencia de los cruzados, no duró mucho. Des-
pués de la primera Cruzada, los invasores se vieron obligados a bata-
llar contra sarracenos procedentes de toda la región. Egipto, con la
mayor población del mundo medieval al oeste del Indo, proporcionó
o pagó enormes ejércitos y, bajo el liderazgo de los mamelucos, consi-
guió aunar los esfuerzos de gran parte de Oriente Medio contra loj>

35. P w e r , World, p. 73.


LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS

francos. Por el contrario, los cristianos de Oriente —rotíianos, orto-


doxos, sirios, coptos y demás— eran raramente capaces de esforzarse
en un propósito común, aunque tal propósito fuera la misma super-
vivencia.
Los problemas que acarrearon las dificultades de transporte y la
desunión fueron secundarios en comparación con el simple hecho de
la insuficiencia manifiesta de cristianos romanos en los estados cruza-
dos, lo cual los hacía inviables. Al principio, los cruzados se enorgu-
llecieron de tal disparidad: «¿Puede haber alguien que no se maraville
de cómo nosotros, unas cuantas personas perdidas en los reinos de
tantos enemigos, no sólo pudimos permanecer, sino incluso prospe-
rar?». Pero la realidad demostró muy pronto que tales afirmaciones
36
no eran más que puras bravatas. Saiadino, que recuperó Jerusalén
para el Islam en 1187, comprendió perfectamente los problemas de
los cruzados y escribió una carta al emperador Federico Barbarroja
recomendándole que se mantuviera al margen de la tercera Cruzada
porque

sí calculáis los nombres de los cristianos, los sarracenos son más


numerosos y muchas veces más numerosos que los cristianos. Si en-
tre nosotros y aquellos que llamáis cristianos se extiende el mar,
ningún msir separa a los sarracenos, que son innumerables; entre
nosotros y aquellos que acudirán en nuestra ayuda no existe obstácu-
37
lo alguno.

(Moctezuma hubiera podido escribir una carta semejante a Cor-


tés cuando éste pisó por primera vez tierras mexicanas, pero en esta
ocasión la situación cambiaría rápidamente.) El emperador ignoró el
sabio consejo de Saiadino y se convirtió en una de las víctimas de las
insuficiencias marítimas de Occidente. Avanzó con su ejército desde
Germania atravesando Hungría y el Imperio Bizantino hasta el Asia
Menor, donde se ahogó en un río, después de lo cual su ejército se
38
desintegró.

36. Edward Peters, ed., The First Crusadc, ¿he Chronicles of Yulcher of
Chartres and Other Source Materials, University of Pennsylvania, Filadelfia,
1971, p. 25.
37. Chronicles of the Crnsades, Henry G. Bohn, Londres, 1848, p. 89.
38. Hans E. Mayer, The Cnisades, trad. inglesa de John GilHngham, Oxford
University Press, 1972, pp. 137-139.
IMPERIALISMO ECOLÓGICO

La población romana de los estados cruzados no sobrepasaba como


mucho el cuarto de millón en una región habitada por varios millones
tic distantes amigos y apasionados enemigos. Entre un total de 1.200
centros de población, el Reino de Jerusalén sólo contaba con cincuenta
o sesenta poblaciones romanas. Según estimaciones aproximadas, sólo
uno de cada cinco habitantes de los estados cruzados era romano. Los
cruzados, encaramados en sus castillos, poblados fortificados y barrios
urbanos, hacen pensar en los sahibs británicos en vísperas de la rebe-
lión de los cipayos, nunca lo bastante seguros en sus enclaves y depen-
diendo de una multitud de nativos para los que su presencia suponía,
39
en el mejor de los casos, un agravio sentido soterradamente. Había
tres soluciones posibles frente a las penurias demográficas de los cru-
zados: la primera era la inmigración masiva de europeos occidenta-
les; la segunda, el reclutamiento de cristianos autóctonos no roma-
nos mediante matrimonios mixtos, la persuasión, la conversión o
cualquier otro método, y la tercera, un índice de natalidad en la
población cruzada superior, muy superior, a su índice de morta-
lidad.
La población romana jamás emigró a los estados cruzados en nú-
mero importante, excepto en momentos de gran entusiasmo como el
que se produjo a raíz de la primera Cruzada, e incluso en este caso
los supervivientes regresaron a sus hogares al finalizar la campaña.
Consiguieron tomar Jerusalén, la más santa de todas las ciudades para
los cristianos, pero no estaban en disposición de poblar ni siquiera
esta plaza, «No había gente suficiente para llevar a cabo las tareas del
reino —se lamentaba Guillermo, arzobispo de Tiro—. De hecho,
eran apenas bastantes para proteger las entradas de la ciudad y para
defender las murallas y torreones de los ataques imprevistos del ene-
migo . E r a n tan escasos e indigentes nuestros compatriotas que ape-
nas llenaban una sola calle.» Balduino I se vio obligado a incitar y
engatusar a los cristianos occidentales para que emigraran desde Jor-
dania para proveer a la ciudad de gente suficiente y mantener su fun-
cionamiento. La escasez de mano de obra siguió suponiendo un pro-

39. Joshua Prawer, The Latín Kingdom of ]erasalem European Colonialism


}

in the híiddle Ages, Weideníeld and Nicolsou, Londres, 1972, p. 82; Prawer,
World, pp. 73-74; Jean Richard, The Latín Kingdom of Jerusalem, trad. inglesa
de Janet Shirley, North Holland, Amsterdam, 1979, A, p. 131; Mayer, Crusadcs,
p. 177.
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS 77

blema mientras los cruzados conservaron el poder dentro de los mu-


40
ros de Jerusalén.
La escasez de romanos en Oriente persistió a pesar de los atracti-
vos económicos que ofrecía la zona. Le resultaba mucbo más fácil a
un caballero inútil conseguir un buen feudo en Levante, mediante las
armas o las entendederas políticas, que en su patria, donde romanos
cristianos, por lo menos tan piadosos como él, dominaban toda la
tierra. Balduino y los demás dirigentes de las Cruzadas ofrecieron
ventajas especiales a aquellos caballeros dispuestos a establecerse en
sus reinos: relajaron las rígidas normas del sistema de herencia pa-
triarcal, permitieron que el patrimonio de un caballero pasase a las
hijas o a parientes colaterales, e incluso que las mujeres ostentaran los
feudos en ciertas circunstancias. En el caso de los inmigrantes plebe-
yos, hubiera sido de esperar qué también ellos encontraran mejores
oportunidades para progresar en Oriente. Al menos, podían esperar
ser considerados socialmente superiores a los cristianos orientales, in-
cluso a los propietarios de tierras, e infinitamente superiores a los
41
musulmanes. «Aquí los indigentes han sido enriquecidos por Dios
—escribía el capellán de Raimundo de St. Gilíes—. Los que tienen
pocos peniques, aquí poseen incontables bezantes. Quien no tenía ni
una aldea, aquí recibe una ciudad de la mano de Dios, ¿Por qué
tendría que regresar a Occidente quien ha hallado todo esto en
42
Oriente?»
Una pregunta muy buena, porque la verdad fue que regresaron a
sus hogares a manadas. Los cruzados deseaban apasionadamente al-
canzar la Tierra Santa, pero no parece que desearan conservarla y por
consiguiente fueron incapaces de hacerlo. Fue como si Cortés y los
conquistadores que le acompañaron hubieran conquistado el Imperio
Azteca, para, a continuación, liar el petate y regresar a casa dejando
que México volviera al control de los amerindios.
Los cruzados no resolvieron sus problemas demográficos mediante
el reclutamiento y los matrimonios mixtos con los cristianos autócto-
nos, simplemente porque consideraban que estos últimos no eran

40. Guillermo, arzobispo de Tiro, A History of Deeds Done Beyond the


Sea, trad. inglesa de Emily A. Babcock y A, C. Krey, Columbia University Press,
Nueva York, 1943, vol. I, p. 507, n. 503.
41. Mayer, Crusades, pp. 150, 153, 161.
42. James A. Brundage, ed., The Crusades, A Documentary Study, Mar-
quette University Press, Milwaukee, 1962, p, 75.
78 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

como los romanos. Todo lo contrario: eran «indignos de confianza,


traidores, zorros astutos incluso tanto como los griegos, mentirosos
43
y renegados»: en cierto modo, tan malos como los sarracenos.
Era inevitable que se diera un cierto índice de matrimonios mixtos
entre cristianos orientales y occidentales, cuyos descendientes fueron,
por naturaleza y por educación, los primeros auténticos ciudadanos
de los estados cruzados, así como su esperanza de futuro. Desgracia-
damente, los cruzados despreciaban a este sector de la población
porque eran en realidad occidentales orientalizados que se encontra-
ban a gusto en Levante, por lo menos bilingües, tolerantes respecto
a la diversidad cultural y religiosa e interesados, por consiguiente, en
la consecución de la paz: «Débiles y afeminados, más habituados a
los baños que a las batallas, aficionados a una vida sucia y desenfre-
nada, ataviados con suaves ropajes como mujeres , H a c e n tratados
con los sarracenos, y se alegran de estar en paz con los enemigos de
44
Cristo»,
Los cruzados eran una pequeña minoría de conquistadores que
presidía una amplia mayoría de pueblos dotados de culturas antiguas,
autosuficientes y, en muchos sentidos, superiores. Los conquistadores,
considerados en su conjunto, eran como un terrón de azúcar presi-
diendo una taza de té caliente. Para sobrevivir culturalmente, se ensi-
mismaron y fomentaron un espíritu de clan rayano al apartheid.
Cuando el obispo de Acre ya citado defendió la conversión de la po-
blación autóctona al cristianismo romano, topó con la oposición de
los cruzados. Su deseo era, en palabras del historiador Joshua Prawer,
«luchar y morir por su religión, ¡pero no estaban dispuestos a con-
45
vertir ni siquiera a quienes lo desearan!».
Esta actitud hacía del crecimiento natural la única salida a los
problemas de escasez de contingente humano con que toparon los cru-
zados. Lo que hubieran tenido que hacer, con las mujeres que habían
traído del Occidente romano, era engendrar descendientes que vivie-
ran para engendrar aún más, y conseguir que esta reproducción ad-
quiriera un ritmo más rápido que los índices de mortalidad experi-
mentados por los francos, y mucho más rápido que los índices de

43. Jacques de Vitry, History of the Crusades, AD. 1180, Palestine Pilgrims
Society, Londres, 1896, p, 67.
44. Vitry, History of the Crusades, pp. 64-65.
45. Prawer, The Latín Kingdom of Jerusalem, pp. 506-508.
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS

reproducción de los cristianos, judíos y, especialmente, de los musul-


manes autóctonos. Los romanos perdieron la carrera por la propa-
gación.
Los occidentales que a lo largo de la historia han llevado a cabo
guerras en el Mediterráneo oriental han creído, con raras excepciones,
que sus mayores problemas eran de tipo militar, logístico, diplomático
y posiblemente también teológico, pero en realidad sus dificultades
básicas e inmediatas han sido normalmente sanitarias. Por lo general
los occidentales han muerto al poco de llegar, y en la mayoría de las
ocasiones no han conseguido tener hijos que alcanzaran la madurez
en Oriente.
Sería una pura conjetura aventurarse a decir quiénes fueron los
cruzados que murieron y de qué..En los meses de septiembre y octu-
bre de 1098, murieron miles de integrantes de la primera Cruzada a
causa de algún tipo de peste. Ai parecer fue infecciosa: un ejército
compuesto por 1.500 germanos recién llegados fue rápidamente ani-
quilado, lo cual sugiere que la causa hubo de ser alguna infección y
no la desnutrición, aunque este último factor debió contribuir sin
duda alguna al rápido ritmo al que se sucedieron las muertes. Llovió
constantemente durante aquel otoño, y los cruzados no sabían prácti-
camente nada acerca de la higiene de la campaña. Tal vez los agentes
46
asesinos fueran las fiebres tifoideas o algún tipo de disentería. Por
otra parte, la principal causante de las muertes que se produjeron en la
séptima Cruzada fue la desnutrición. Los síntomas —boca ulcerada,
tumefacción de las encías, aliento fétido, piel «de un tinte negro
como la tierra, o como una vieja bota abandonada detrás de un
47
baúl»— orientan el diagnóstico hacia el escorbuto. Pero este diag-
nóstico retrospectivo es una pura conjetura. Las descripciones que
los cruzados hicieron de sus males son ambiguas, aunque no cabe
duda de que diversos agentes patógenos actuaron a la vez. Al despla-
zarse hacia Oriente, los francos se vieron sometidos a un nuevo cli-
ma, se expusieron a toda clase de tiempos extremados, a una nueva
dieta, a la desnutrición y ocasionalmente al hambre, al agotamiento
y a una desorientación general —estrés en múltiples vertientes— ade-
más de los nuevos agentes patógenos. Cuando moría un hombre ham-

46. Friedrich Prinzing, Epidemics Resulling ¡rom Wars, Clarendon Press,


Oxford, 1916, p. 13.
47. Chtonicles of Crusades, p. 432.
Ki> IMPERIALISMO ECOLÓGICO

luicnto, atemorizado, exhausto y mugriento, que además padecía una


a dos infecciones, resultaba difícil precisar qué lo había matado.
A diferencia de los francos, los sarracenos luchaban en su propio
terreno. Ricardo de Devizes señalaba con envidia que «el clima les
era natural; el lugar era su país de nacimiento; el trabajo, salud; su
48
frugalidad, medicamento».
Cuando los cruzados llegaron a Levante, tuvieron que experimen-
tar lo que los pobladores británicos de las colonias norteamericanas
llamarían siglos después «adaptación»; tuvieron que ingerir y generar
49
defensas contra la flora bacteriana local. Tuvieron que sobrevivir
a las infecciones, encontrar modos vivendi con los parásitos y vida mi-
croscópica oriental. Sólo entonces podrían enfrentarse a los sarracenos.
Este período de adaptación restaba tiempo, fuerzas y eficacia y con-
ducía a la muerte en cientos de miles de casos.
Es probable que la enfermedad que más afectase a los cruzados
fuera la malaria, que era endémica en las regiones bajas y húmedas
del Levante y a lo largo de la costa, justamente las zonas donde ten-
50
dió a concentrarse el grueso de la población de los estados cruzados.
Los cruzados procedentes de las zonas mediterráneas e incluso de la
Europa septentrional contaban con cierto grado de resistencia a la
malaria, ya que esta enfermedad se encontraba ampliamente difundida
en la Europa medieval —de hecho, en el siglo xix todavía estaba
presente en zonas tan septentrionales como la región pantanosa de
Inglaterra— pero sin duda en ningún lugar al norte de Italia era tan
virulenta, constante y variada como en el Mediterráneo oriental. Des-
graciadamente para los cruzados, una persona inmune a un determi-
nado tipo de malaria no es inmune a todos, y la inmunidad frente a
la malaria no es permanente.
Levante y Tierra Santa eran regiones de malaria, y algunas zonas
aún lo son. Actualmente es común entre los indígenas de aquella par-
te del mundo la presencia de la célula falciforme y de genes de betata-
lasanemia que confieren resistencia a fuertes ataques de malaria, lo
cual complementa con solidez el testimonio de Hipócrates y otros con-
temporáneos suyos y permite decir que la malaria ha existido en el

48. Chronicles of Crusades, p. 55.


49. Darret B. Rutman y Anita H . Rutman, «Of Agües and Fevers: Malaria
a
in the Early Chesapeake», William and Mary Quarterly, 3 . serie, 33 (enero de
1976), p, 43.
50. Mayer, Crusades, pp. 150, 177.
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS 81

Mediterráneo oriental durante bastante más de 2.0Ü0 años. Estos


genes son extraordinariamente raros entre los europeos al norte de
los Alpes, lo cual prueba que los peores tipos de malaria, específica-
mente la malaria falciparum, tuvieron una presencia muy escasa o so-
lamente actuaron a rachas en aquella zona. Cada nueva expedición de
cruzados que partía de Francia, Germania o Inglaterra debió de servir
como combustible echado al horno de la malaria oriental. La experien-
cia de los sionistas que emigraron a Palestina a comienzos del presente
siglo puede ser significativa: en 1921, el 42 por 100 padeció ma-
laria durante los seis primeros meses posteriores a su llegada, y el
51
64,7 por 100 la padeció durante el primer año.
Parece ser que la malaria influyó decisivamente en la tercera Cru-
zada, aquella en la que participó brevemente el malogrado Federico
Barbarroja —que se ahogó—, tímidamente el rey de Francia, y con
entusiasmo Ricardo Corazón de León de Inglaterra. Una enfermedad
de naturaleza ambigua (en la que se combinó probablemente el fingi-
miento como afección secundaria) hizo que el rey de Francia tomara
la resolución de abandonar la Cruzada poco después de iniciada la
campaña, y estuvo a punto de matar al rey Ricardo durante los pri-
meros meses que en 1191 pasó en Tierra Santa. Cayó en «una grave
enfermedad a la que la gente común da el nombre de Arnoldia, que
es consecuencia de un cambio de clima que afecta la constitución».
Cuando más tarde se recuperó, condujo a su ejército a lo largo de la
llanura litoral, zona donde está especialmente presente la malaria, y
después tierra adentro hacia Jerusalén. Este primer avance tropezó
con las intensas lluvias de noviembre, con frecuencia el peor mes para
la malaria en Palestina, deteniéndose en enero «a medida q u e la en-
fermedad y la miseria debilitaban a muchos de tal modo q u e apenas

51. L. W. Hackett, Malaria in Europe, an Ecological Study, Oxford Univer-


sity Press, 1937, p. 7; Carol Laderman, «Malaria and Progress: Sume Historícal
and Ecological Considerations», Social Science and Medicine, 9 {noviembre-di-
ciembre de 1975), pp. 589, 590-602; Milton J. Friedman y William Trager, «The
Biochemistry of Resistance to Malaria», Scientific American, 244 (marzo de
1981), pp. 154, 159 (trad. castellana: «Bioquímica de la resistencia a la malaria»,
Investigación y Ciencia, marzo de 1981, pp. 98-107); «Prevention of Malaria in
Travelers, 1982», United States Public Health Service, Morbidity and Mortdity
Weekly Report, Supplement, 31 (16 de abril de 1982), pp. 10, 15; Israel J.
Kligler, The Epidemiology and Control of Malaria in Palestine, University of
Chicago Press, 1930, p. 105; Thomas C. jones, «Malaria», Textbook of Medi-
cine, Paul B. Beeson y Walsh McDermott, eds,, Saunders, Filadelfia, 1975, p. 475.
82 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

podían sostenerse». Posteriormente, y a pesar de que su ejército se


estaba desintegrando, Ricardo reemprendió la marcha ^ hacia Jerusa-
lén, con resultados bastante similares. Cayó de nuevo enfermo, esta
vez, según cuchichearon los doctores, de una «aguda semiterciaria»
(hoy en día definida como una combinación de malaria terciaria y
simple); tiró la toalla y se marchó en 1192. A partir de entonces, los
cristianos solamente tuvieron acceso al Santo Sepulcro con la autori-
52
zación de los musulmanes.
Sin embargo, los soldados ingleses no siempre estuvieron nece-
sariamente dando traspiés en Oriente. El ejército británico luchó con
mucha eficacia en Palestina durante la Primera Guerra Mundial, prin-
cipalmente porque su responsable, el general Edmund H. H . Allenby,
se preparó para la campaña leyendo todo cuanto pudo sobre Levante,
incluso los informes de los cruzados, y prestando mucha atención a
los oficiales médicos. «Por lo que sé —dijo uno de sus admirado-
res—, fue el primer comandante en esta región de malaria, en la
que han perecido muchos ejércitos, que comprendió el riesgo y
53
adoptó las medidas pertinentes.» A pesar de ello, las fuerzas expe-
dicionarias británicas de Palestina, en 1918, tuvieron 8.500 casos
de malaria primaria entre abril y octubre, y más de 20.000 casos du-
54
rante el resto del año.
La longevidad no fue un rasgo característico de los cruzados. Las
mujeres francas se defendieron aparentemente mejor que los hombres
francos en Oriente, pero a menudo no consiguieron engendrar hijos
55
sanos, o fracasaron totalmente en sus intentos por engendrar. Cabe

52. T. A. Archer, ed., The Crusade of Richard I, 1189-92, David Nutt, Lor>
dres, 1900, pp. 84-85, 88-89, 92, 115, 117, 132, 194, 199, 205, 243, 245, 247,
281, 305, 312-314, 318-319, 322; Ambroise, The Crusade of Richard the Lion-
Heart, trad. inglesa de Merton Jerome Hubert, Columbia Universíty Press, Nue-
va York, 1941, pp. 196, 198, 201, 203, 207, 219, 446; Kligler, Epidemiology and
Control of Malaria in Palestine, pp. 2, 111.
53. Archibald Wavell, Allenby, a Study in Greatness, George P. Harrap
& Co., Londres, 1940, pp. 156, 195.
54. Kligler, Epidemiology and Control of Malaria in Palestine, p. 87; His-
tory of the Great War Based on Official Documents. Medical Services, General
History, W. G. MacPherson, ed., Hís Majesty's Stationery Office, Londres, 1924,
vol. I I I , p. 483.
55. Steven Runciman, A History of the Crusades, II, The Kingdom of
Jerusalem, Cambridge Universitv Press, 1955, pp. 323-324; Mayer, Crusades,
p. 159.
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS 83

señalar que la malaria es una grave amenaza para las mujeres emba-
razadas, puesto que a menudo provoca el aborto, y es muy peligrosa
56
para los niños. La incapacidad de las mujeres para engendrar garan-
tes del futuro bacía irrelevantes todos los esfuerzos que pudieran ha-
cerse en el momento. Los estados cruzados murieron cual ramos de
flores cortadas.
En 1291, los musulmanes tomaron Acre, la última plaza fuerte de
importancia con que contaban los cruzados en Tierra Santa. La pri-
mera tentativa de los europeos occidentales por fundar amplios asen-
57
tamientos fuera de Europa había terminado. El intento, por su ine-
ficacia, influyó sin duda profundamente en aventuras posteriores y
más afortunadas. Probablemente las Cruzadas sirvieron para acelerar
la divulgación de las contribuciones orientales al diseño náutico tales
como el timón de codaste y la brújula, ambas de crucial importancia
58
para la futura expansión europea. Los cruzados fueron los primeros
occidentales en desarrollar el gusto por el azúcar —«artículo de lo
más preciado, muy necesario para el uso y bienestar de la humanidad»,
según diría uno de ellos— producto asiático cuya planta importaron
a occidente junto con el gusto por su consumo. Primero viajó de
Palestina a las islas del Mediterráneo y a la Península Ibérica, y más
tarde, como veremos, a Madeira y las Islas Cananas, desde donde
59
habría de atravesar las simas de Pangea.

Cuando la Europa occidental volvió a vivir tiempos mejores, al


finalizar la Edad Oscura, población, riqueza y ambición emergieron
por primera vez después de siglos, y por primera vez en la historia
emergió un imperialismo específicamente europeo. La expansión de
los normandos hacia el oeste v la de los cruzados hacia Oriente Me-
dio fueron sus manifestaciones más sensacionales, si bien casi com-

56. Carol Laderman, «Malaria and Progress», Social Science and Medicine,
9 (noviembre-diciembre de 1975), p. 588; H. M. Giles et al «Malaria, Anaemía
y

and Pregnancy», Annals of Tropical Medicine and Parasitology, 63 (1969), pp.


245-263.
57. Mayer, Crusades, pp. 274-275.
58. Needham, Science and Civilisation in China, IV, Physics and Physical
Technology, parte I I I , Civil Engineering and Nautics, p. 698.
59. Noel Deere, The History of Sugar, Chapman & Hall, Londres, 1949,
vol. I, pp. 73-258; Charles Verlinden, The Beginnings of Modern Colonization,
Eleven Essays ivith an Introducción, trad. inglesa de Yvonne Freccero, Cornell
University Press, Ithaca, 1970, pp. 18-24, 29, 47.
I IMPERIALISMO ECOLÓGICO

efímeras. Los asentamientos de Groenlandia y de Vinland


j . l ' i . miente
Irncasaron simplemente porque estaban demasiado lejos como para
ser mantenidos por una población de las características tecnológicas,
económicas, políticas y epidemiológicas de los normandos. Ni siquiera
la iglesia, la institución central de la Europa medieval, consiguió atra-
vesar la cordillera atlántica. Por lo que sabemos, ni un solo sacerdote
visitó Vinland, con la posible excepción del que aparece y desaparece
de nuestro relato en una frase intrigante; «El obispo Erik fue en
60
busca de Vinland». El consuelo de la Cristiandad apenas llegó a
Groenlandia. La Saga de Erik nos cuenta que a menudo los muertos
eran enterrados sin servicios adecuados, en una tierra en que los
sacerdotes eran tan escasos como los árboles. Los seglares colocaban
el cuerpo en tierra, en la medida en que lo permitían los hielos per-
petuos, y entonces clavaban una estaca en tierra sobre el pecho del
difunto. Cuando por fin llegaba un sacerdote, extraía la estaca, vertía
agua bendita en el agujero y, aunque con retraso, efectuaba la debida
61
ceremonia. Hasta que Europa no contó con barcos y accesorios de
navegación a la altura del desafío que suponía cruzar el Adántico por
la parte de aguas cálidas, si bien más ancha, los europeos no estable-
cerían asentamientos permanentes en la vertiente occidental de la cor-
dillera atlántica.
En Oriente, los europeos intentaron fijar colonias entre una densa
población de alto nivel cultural. El imperialismo franco tuvo sus dé-
cadas triunfales, y la presencia de los cruzados en Tierra Santa duró
tanto o incluso más que el dominio de los señores europeos sobre Ar-
gelia y la India en nuestra era. Pero en definitiva, los estados cruza-
dos fracasaron. Ni siquiera el fanático cristianismo romano pudo anu-
lar la supremacía numérica de los pueblos autóctonos. Los europeos
podían ser capaces de conquistar, quizás, una población nativa mucho
más numerosa, pero jamás llegarían a deponerla permanentemente, es-
pecialmente en un medio epidemiológico que se oponía a los invasores.
La única excepción en el sombrío historial del imperialismo euro-
peo en ultramar durante la etapa medieval es Islandia, donde la pre-
sencia europea se remonta a bastante más de mil años. Islandia se
encuentra más cerca de Europa que Groenlandia o que Vinland, y
su clima es más moderado que el de Groenlandia. Además —factor

60. Marcus, Conquest, p, 67.


61. Vinland Sagas, p. 90.
LOS NORMANDOS Y LOS CKUXAI)(.)S 8.5

tan importante como sencillo— en Islandia no había skraelingos, ni


cristianos ortodoxos, ni musulmanes, nadie con la ventaja de una ocu-
pación previa y una adaptación física y cultural al medio más cercana
a la perfección, ningún habitante humano aparte de un puñado de
anacoretas irlandeses, depuestos con tanta facilidad como lo fueron
gaviotas v frailecillos.
4. LAS ISLAS A F O R T U N A D A S

En las Islas Afortunadas o de los Bienaventu­


rados «abundan frutas y aves de todas clases... Sin
embargo, en estas islas molestan sobremanera los
cuerpos putrefactos de los monstruos que el mar
arroja constantemente».

PLINIO, Historia natural


(siglo i antes de Cristo)

En 1291, los cruzados perdieron Acre, la última plaza fuerte cris­


tiana en Tierra Santa, y, coincidiendo con esta fecha, dos hermanos
genoveses, Vadino y Ugolino Vivaldi, se adentraron en el Atlántico,
sobrepasando Gibraltar, con la intención de rodear África. No es sor­
prendente que no se les volviera a ver jamás. Su viaje, en sí y por sí
solo, no revistió mayor importancia, pero sus implicaciones fueron
trascendentales. La aventura de los Vivaldi fue el comienzo de la
nueva fase de desarrollo que habría de ser la de mayor importancia
para la especie humana y muchas otras desde la Revolución Neolítica.
Los navegantes europeos y los imperialistas ya estaban listos en aquel
momento para probar suerte por la zona donde el Atlántico era cáli­
do, si bien desgraciadamente la anchura era mayor.
Es posible que los Vivaldi no murieran en alta mar ni en las cos­
tas africanas. Incluso con sus poco marineras naves, pudieron haber
alcanzado las Canarias, Madeira o las Azores, islas que se encuentran
a una o dos semanas de Gibraltar suponiendo que el tiempo sea favo­
rable. Los romanos y otros navegantes del mundo antiguo mediterrá­
neo conocían sin duda las Canarias, y posiblemente también los otros
dos archipiélagos, a las que dieron el nombre de Islas Afortunadas.
LAS ISLAS AFORTUNADAS

FIGURA 4. El Atlántico, el primer océano conocido por los «rnarinheiros».


(Reproducción autorizada por Francis M. Rogers, Atlantic Islanders of the
Azores and Madeiras, The Christopher Publishing House, North Quincy,
Mass., 1979, guardas.)

Sin embargo, Europa las olvidó, o al menos las extravió durante los
siglos de la crisis de Roma y la Edad Media. Los navegantes de la
Europa renacentista las descubrieron o redescubrieron e hicieron de
ellas laboratorios para el nuevo imperialismo europeo. Los imperios
transoceánicos de Carlos V, Luis XIV y la reina Victoria tuvieron sus
prototipos en las colonias de las islas del Atlántico oriental.
En 1336, Lanzarote Malocello, siguiendo la estela de los Vívaldí,
dio con la más nororiental de las Islas Canarias, que aún conserva su
nombre, Lanzarote, donde se estableció y murió años después a manos
de los canarios nativos, los guanches. Durante el siglo xiv, italianos,
88 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

portugueses, mallorquines, catalanes y, sin duda, otros europeos en-


viaron barcos y expediciones particulares a las Canarias y a los otros
archipiélagos frente a las costas ibéricas y marroquíes, Madeira y
1
las Azores, a medida que fueron descubiertas.
Las cumbres de las islas suelen ser escarpadas y peñascosas, pero
hay extensas zonas de rico y fértil suelo volcánico. El océano circun-
dante proporciona a la mayor parte de dicho suelo abundante lluvia,
aunque algunas de las islas menos montañosas están agostadas, en es-
pecial las Canarias más orientales, demasiado llanas para peinar la
humedad de los vientos alisios. La temperatura característica de las
Azores es fresca, y las temperaturas de Madeira y las Islas Canarias
son más moderadas que lo que cabría esperar por su latitud. La cá-
lida Corriente de las Canarias y los vientos alisios las convierten en
islas mediterráneas por su temperatura y en general por el tipo de
flora y de fauna, aunque muchas de sus especies son únicas, como lo
son en todas partes los organismos de las islas oceánicas. Los geógra-
fos sitúan ambos grupos de islas, a pesar de su latitud sahariana, en
la misma región floral que el litoral mediterráneo, mucho más al nor-
2
te. Estas islas eran tierras separadas de Europa tan sólo por unos po-
cos días de travesía, tierras templadas y potencialmente fértiles, a
diferencia de las lejanas islas del Atlántico norte, tierras, según pa-
recía, defendidas de forma menos intimidadora que Vinland o el
Levante. No había ni un solo habitante en las Azores ni en Madeira
para resistirse a la conquista, y los guanches eran infieles sin armadura,
que «ni siquiera conocen la guerra y que no pueden recibir la ayuda
3
de sus vecinos».
Examinaremos la historia de estos archipiélagos en sentido ascen-
dente según su grado de influencia en el curso del imperialismo euro-

1. John Mercer, The Canary hlands, Their Prehistory, Conquest and Sur-
vival, Rex Collings, Londres, 1980, pp. 155-163, 198, 217; Rayrnond Mauny,
Les Navigations Medievales sur les Coles Sahariennes Antérieures a la Décou-
verte Portugaise (1434), Centro de Estudos Históricos Ultramarinos, Lisboa,
1960, pp. 4448, 92-96.
2. Mercer, Canary Islands, pp, 2-13; W. B. Turrill, Pioneer Plant Geogra-
phy, The Phytogeographical Researches of Sir Josepb Dalfon Hooker, Nijhoíf,
La Haya, 1953, pp. 2-4, 206, 211; Sherwin Carlquist, Islán d Biology, Columbia
University Press, Nueva York, 1974, p- 180.
3. Pierre Bontier y Jean Le Verrier, The Cañarían, or, Book of the Con-
quest and Conversión of the Canarians, trad. inglesa de Richard H. Major,
Hakluyt Society, Londres, 1872, p. 92.
LAS ISLAS AFORTUNADAS 89

peo, comenzando por las Azores. Al principio, estas nueve islas en


medio del Atlántico no eran más que indicadores en el piélago —na-
vegar hacia el este, desde ellas, para llegar a Portugal—, gratos luga-
res para repostar agua y reabastecerse en el viaje de regreso desde
las Canarias o desde el África occidental. Los europeos empezaron
pronto a alterarlas, a «europeizarlas», en provecho de los marineros
que transitaban, «sembrándolas» de ganado, como más tarde se haría
en otras islas y continentes acabados de descubrir. Normalmente las
ovejas son demasiado mansas y pacíficas para sobrevivir por sí solas,
pero en las Azores no había ni graneles carnívoros ni, con toda proba-
bilidad, enfermedades que hicieran presa en ellas, de modo que los bar-
cos que pasaban dejaron algunas ovejas y algunos carneros en la orilla,
y así ya en 1439 había rebaños salvajes pastando en las islas. Al pa-
recer, precedieron a los primeros asentamientos humanos permanentes,
ya que 1439 fue el año en que el rey de Portugal concedió por primera
4
vez el derecho de establecerse en las Azores. Ovejas, y más tarde
bovinos y cabras, encontraron nutritiva la vegetación de las laderas
de los valles de las extensas Azores y el medio les resultó saludable.
Se reprodujeron con entusiasmo.
Los intentos europeos por introducir allí cultivos comercializables
en el continente tuvieron éxito en el caso del trigo, que se empezó
a embarcar hacia Portugal hacía finales de la década de 1440, y del
glasto, planta de tinte originaria de Francia, que también se convirtió
en un producto básico de exportación; pero el artículo que más dinero
generaba en aquella época, el azúcar, languidecía bajo los vientos
frescos de las Azores. La importancia histórica del archipiélago no
radica en su capacidad para crear riqueza, sino en su ubicación como
apeadero en plena ruta de ida y de vuelta de las colonias, que sí eran
5
generadoras de dinero.
El grupo de Madeira comprende dos islas —Madeira, con una Ion-
¡

4. T. Bentley Duncan, Atlantic luanas: Madeira, the Azores and the Cape
Verdes in Seventeenth Century Navigation, University of Chicago Press, 1972,
p. 12; Charles Verlínden, The Beginnings of Modern Colonizaron, Eleven Es-
says with an Introduction, trad. inglesa de Yvonne Freccero, Cornell Univer-
sity Press, Ithaca, 1970, p, 220.
5. A. H. de Oliveíra Marques, History of Portugal, I, From Lusitania ¿o
Empire, Columbia University Press, Nueva York, 1972, p. 158; Duncan, Atlantic
Island s, pp. 12-16; Joel Serráo, ed., Dicionário de Historia de Portugal, Inicia-
tivas Editoriaís, Lisboa, 1971, vol. I, pp. 20, 797.
fMtml in.ixiinn alfiu superior a los sesenta kilómetros, y Porto Santo,
con una longitud equivalente a una quinta parte de la anterior— más
6
unos cuantos islotes áridos. Ambas islas son accidentadas, aunque
Madeira, con cimas cercanas a los 2.000 metros, lo es mucho más. Se
ha descrito su topografía comparándola con el esqueleto de un reptil:
pronunciada espina dorsal recorriendo todo el largo de la isla con
escarpadas cordilleras —las costillas— formando ángulo recto. La pla-
nicie costera es muy reducida, y algunas cordilleras acaban en acan-
tilados que se cuentan entre los más altos del mundo. La mayor parte
del ganado bovino que se cría en Madeira, nace y crece, vive y muere,
en establos de donde sólo se le permite salir de tarde en tarde a apa-
centar, por temor a que las reses resbalen y se precipiten por los
7
límites de las praderas.
Porto Santo es la isla de menor altitud y tamaño, de manera que
a menudo las nubes pasan de largo sin dejar caer ni una sola gota de
lluvia. Históricamente ha tenido más importancia por su ganado que
por sus cosechas. Las cumbres de Madeira desvían los vientos oceáni-
cos hacia las alturas, donde se condensa la humedad, fenómeno que
proporciona lluvia suficiente para el cultivo de sus ricos suelos, a
pesar de que el agua discurre rápidamente hasta arrojarse en el mar,
a menos que se interrumpa su zambullida. Durante los últimos ocho
siglos, no han dejado de amasarse fortunas en las colonias cálidas, fér-
tiles y bien regadas (Española, Brasil, Martinica, Mauricio, Hawai, etc.)
gracias al cultivo de productos tropicales con demanda europea. Cre-
ta, Chipre y Rodas fueron las primeras colonias de este tipo en el
Mediterráneo. Madeira fue la primera en el Atlántico, y la cabecilla
8
de todas las que vendrían después.
En la década de 1420, llegaron, procedentes de Portugal, los pri-
meros pobladores: menos de un centenar de plebeyos y miembros de
la baja nobleza, todos ellos en busca de tierra fresca donde incrementar

6. Sidney M. Greenfield, «Madeira and the Beginnings of New World Sugar


Cañe Cultivation and Plantation Slavery: A Study in Institution Buildíng», en
Vera Rubin y Arthur Tuden, eds., Comparative Perspectives on Slavery in New
World Plantation Societies, Annals of the New York Academy of Sciences, 292,
1977, p. 537.
7. Duncan, Atlantic Islands, p, 26.
8. David A. Bannerman y W. Mary Bannerman, Birds of the Atlantic Is~
lands, O l i v a & Boyd, Edimburgo, 1966, vol. II, pp. XXXV-XXXVII; Green-
field, «Madeira», Comparative Perspectives on Slavery, pp. 537-539.
LAS ISLAS AFORTUNADAS 91

sus expectativas de riqueza y ascenso social. Madeira y Porto Santo


eran vírgenes en el sentido más puro de la palabra: estaban deshabita-
das y sin señal alguna de ocupación humana, ni paleolítica, ni neolítica
ni posneolítica. Los recién llegados iniciaron una labor de racionali-
zación del paisaje, la flora y la fauna, que hasta entonces sólo habían
sido alterados 'por las fuerzas ciegas de la naturaleza. Bartolomé Peres-
trello, capitán donatario de Porto Santo (y, dicho sea de paso, futuro
suegro de Colón), soltó en su isla, donde jamás había existido antes
un animal parecido, una coneja con las crías que había parido durante
el viaje desde Europa. Los conejos se reprodujeron a una velocidad
espantosa y «se extendieron por la tierra de manera que nuestros hom-
bres no podían sembrar nada que ellos no destruyeran». Los pobla-
dores empuñaron sus armas contra .sus rivales y los mataron en gran-
des cantidades, pero la ausencia de depredadores autóctonos y de
organismos patógenos adaptados a estos cuadrúpedos, hizo que el ín-
dice de mortalidad permaneciera muy por debajo del índice de natali-
dad. La gente se vio obligada a abandonar la isla e instalarse en
Madeira, tras haber sido vencida en su primer intento de colonización
no por la prístina naturaleza, sino por su propia ignorancia ecológica.
Más tarde lo volverían a intentar, esta vez con éxito, pero de todos
modos, en 1455 se observaba que Porto Santo todavía era un hervi-
dero de «innumerables conejos». Los europeos cometerían sin cesar
errores como éste, desencadenando explosiones demográficas de burros
en Fuerteventura, en las Islas Canarias, de ratas en Virginia, en Nor-
9
teamérica, y de conejos en Australia.
Los conejos de Porto Santo, si es que su historia se asemeja en
algo a la de los conejos de otros lugares en circunstancias similares,
debieron comerse no sólo las cosechas, sino todo cuanto pudiera ser
roido. Las plantas autóctonas debieron desaparecer, y los animales

9. Gomes Eannes de Azurara, The Chronicle of the Discovery and Con-


quest of Guinea, trad. inglesa de Charles R. Beazley y Edgar Prestage, Burt
Franklin, Nueva York, s. i , vol. I I , pp. 245-246; Voyages of Cadamosto, trad.
inglesa de G. R. Crone, Hakluyt Society, Londres, 1937, n, 7; Samuel Purchas,
ed., Hakluytus Posthumus, or Purchas His Pilgrimes, James MacLehose & Sons,
Glasgow, 1906, vol. XIX, p. 197; Edward Arber, ed,, Travels and Works of
Captain John Smith Burt Franklin, Nueva York, s. f., vol, I I , p. 471; Juan
}

de Abreu de Galindü, Historia de la Conquista de las Siete Islas de Canaria,


Alejandro Cioranescu, ed., Goya Ediciones, Santa Cru2 de Tenerife, 1955, p. 60;
Frank Fenner, «The Rabbit Plague», Scientific American, 190 (febrero de 1954),
pp. 30-35.
92 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

autóctonos debieron morir por falta de comida y de refugio. Los vien-


tos y la erosión siguieron actuando, y los nichos ecológicos vacíos fue-
ron ocupados por malas hierbas y por animales del continente. La
Porto Santo de 1400 nos es tan ajena como el mundo antes del dilu-
vio de Noé.
Cuando los europeos desembarcaron por primera vez en Madeira,
no había en la isla «un solo pie de terreno que no estuviera recu-
bierto de grandes árboles». De ahí el nombre que le dieron, Madeira,
pero sus bosques eran realmente demasiado buenos; los pobladores
quisieron hacerse un lugar, y también a sus cultivos y animales, sin
esperar a que lo hiciera la tala comercial. Por tanto, prendieron uno
o varios fuegos y el incendio resultante por poco quemó toda la isla.
Por lo menos un grupo «se vio forzado, con todos los hombres, mu-
jeres y niños, a evitar su furia refugiándose en el mar, donde perma-
necieron con el agua al cuello y sin comida ni bebida durante dos
días y dos noches». El relato cuenta que el fuego duró siete años, afir-
mación que puede ser interpretada como que los pobladores siguieron
10
quemando bosques durante todo ese tiempo. Uno se pregunta sobre
Madeira lo mismo que se pregunta sobre Porto Santo: ¿cómo era en
estado virgen? Es probable que algunas especies autóctonas de Ma-
deira, ai no estar adaptadas en semejante clima a sobrevivir ai holo-
causto, desaparecieran para siempre y que muchas de las especies
«autóctonas» actuales en realidad llegasen y se extendiesen después
del gran incendio de comienzos del siglo xv, a pesar de que la creen-
cia popular las situé allí desde el inicio de los tiempos.
Al principio, los colonos de Madeira tuvieron que competir y pa-
sar muchos apuros para sobrevivir, comiendo palomas autóctonas, tan
poco acostumbradas a los humanos que podían cogerse con la mano,
y exportando la madera de los cedros y tejos locales, y la sangre de
drago, tinte elaborado con la resina de un árbol autóctono —el dra-
go—, pero la isla carecía de aquel producto preciado que hubiera per-
mitido la subsistencia de los recién llegados del modo que ellos espe-
11
raban. La vía hacia la prosperidad consistía en añadir a la flora y la
fauna existentes, plantas y animales que pudieran satisfacer de una u
otra forma la demanda de los puertos portugueses e incluso más leja-

10. Voyages of Cadamosto, p. 9; Azurara, Ckronicle, vol. II, p. XCIX.


11. Bannerman, Birds, vol. II, p. XXI; Azurara, Chronicle, vol. II, pp. 246-
247; Voyages of Cadamosto, pp. 4, 7, 9-10.
LAS ISLAS AFORTUNADAS

nos. Lo ideal para Madeira hubiera sido encontrar un artículo de gran


demanda que pudiera producirse más barato, mejor, más deprisa y
en mayores cantidades que en cualquier otro lugar. Los pobladores
hicieron experimentos y al poco tiempo ya habían arraigado cerdos y
ganado bovino, en algunos casos salvajes, que pacían por la isla, garan-
tizando, dicho sea de paso, que los bosques de Madeira no se recupe-
rarían jamás de los grandes incendios. Las abejas, no autóctonas sino
casi con toda seguridad introducidas por los colonos, ya producían,
hacia la década de 1450, cera y miel de la que éstos se aprovechaban.
El trigo procedente del continente y las vides traídas desde Creta se
adaptaron bien al rico terreno y al cálido sol, encontrando buenos
12
mercados en Portugal.
Estos productos bastaban para..mantener a los colonos a un nivel
de prosperidad propio de las Azores, pero no se habían aventurado
en el Atlántico para seguir siendo campesinos y aristócratas pelados.
Precisaban un cultivo tan valioso como el oro; precisaban el azúcar.
Porto Santo era demasiado seco para la caña de azúcar, pero Madeira
parecía ideal, y según todas las evidencias, la caña de azúcar ya se ha-
bía implantado en aquella isla a mediados del siglo xv. El experimento
debió de resultar prometedor, ya que en 1452 la corona portuguesa
autorizó el primer molino de azúcar impulsado por agua que hubo en
la isla.
A ello siguió el primero de una serie de éxitos atlánticos, éxitos
explosivos, en la producción de azúcar. Hacia 1455, la producción
anual de Madeira superaba las 6,000 arrobas (una arroba equivalía a
11,5 kilogramos), y un año después ya se realizaron las primeras ex-
portaciones de azúcar a la ciudad inglesa de Bristol. Hacia 1472, la
isla producía anualmente más de 15.000 arrobas, y en las primeras
décadas del siglo siguiente cerca de 140.000 arrobas por año. Flotas
enteras de barcos transportaban su azúcar a Inglaterra, Francia, Flan-
des, Roma, Genova, Venecia e incluso hasta Constantinopla. Madeira
optó sin cortapisas por el monocultivo y se decidió por dedicarse por
13
completo a complacer el gusto goloso de los europeos.

12. Marques, History of Portugal, vol. I, p. 153; Verlinden, Beginnings,


pp. 210, 212; Voyages of Cadamosto, p. 10; Azurara, Chronicle, vol. I I , pp. 247¬
248; María de Lourdes Esteves dos Santos de Ferraz, «A Ilha da Madeira na
Época Quatrocentista», Studia, Centro de Estudos Históricos Ultramarinos, 9,
1962, Lisboa, pp. 179, 188-190.
13. Greeníield, «Madeira», Comparative Perspectives on Slavery, pp. 545,
94 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

La población creció al ritmo de la producción de azúcar. En 1455,


había en Madeira 800 personas, y a finales de siglo entre 17.000 y
14
20.000 o incluso más, incluyendo un mínimo de 2.000 esclavos. En
el transcurso de unas pocas décadas, estas gentes transformaron Ma-
deira en el mayor productor mundial de lo que se consideraba como
importante medicamento y que, en sentido práctico, era y es una sus-
tancia que crea adicción: el azúcar. Ni siquiera el tabaco, la siguiente
sustancia de este tipo que apareció remodelando el mundo, superaría
s
al azúcar como generador de riqueza }
Hacer crecer caña de azúcar, trigo o lo que se quiera en Madeira
es, en palabras de T. Bentley Duncan, «una labor verdaderamente pe-
10
nitencial». La preparación previa de la tierra para el cultivo, des-
brozar y arrancar la vegetación existente, quemada o no, debió ser una
tarea digna de Augías. Gran parte del terreno era demasiado empinado
para la práctica normal de la agricultura, y se tuvieron que construir
terrazas. La más extenuante y peligrosa de todas las tareas fue la crea-
ción de un sistema de riego vasto y complicado para conducir el agua
desde las tierras altas ventosas y húmedas hasta los campos de cultivo
mucho más bajos: «El faraón tuvo sus pirámides; los madeirenses sus
17
cursos de agua hechos por el hombre».
Se trata de las levadas, una red de conducciones y túneles, de ar-
gamasa unos, otros tallados en la roca viva, que bordean las monta-
ñas, recogen el agua de la lluvia y la dirigen a lo largo de sierras afila-
das y de profundos desfiladeros, hasta las granjas y los huertos. Hoy
se estima su longitud en 700 kilómetros, 700 kilómetros en una isla
18
que sólo mide 60 kilómetros. La historia de sus orígenes es oscura;
según parece, los tramos más primitivos fueron bosquejados en fechas
tan tempranas como las décadas de 1420 y 1430. En 1461, el señor

547; Vitorino Magalhaes Godinho, Os Descobrimentos e a Econo?nia Mundial,


Editora Arcadia, Lisboa, 1965, vol. II, p. 430; véase también Virginia Rau y
Jorge de Macedo, O Aqúcar da Madeira Nos Fins do Século XV\ Problemas de
Produqao e Comercio, Junta^Geral do Distrito Autónomo do Funchal, Lisboa,
1962.
14. Senao, Dicionario de Historia de Portugal, vol, II, p, 879,
15. Duncan, Atlantic Islands, p. 11.
16. Duncan, Atlantic Islands, p. 25.
17. Robín Bryans. Madeira, Pearl of the Atlantic, Robert Hale, Londres,
1959, p. 30,
18. Bentley, Atlantic Islands, p. 29.
LAS ISLAS AFORTUNADAS

propietario de Madeira contrató a dos administradores del agua, lo


cual sugiere que la red de levadas ya era considerablemente extensa en
el momento en que dio comienzo la revolución azucarera, explosión
19
económica que debió de hacer crecer aún más el sistema.
Los anales madeirenses no mencionan inequívocamente a los es-
clavos hasta 1466, pero debieron ser importados años antes para ini-
ciar los trabajos de reacondicionamiento de la isla según los deseos
europeos. Estas obras prosiguieron durante generaciones, a medida
que se extendieron las plantaciones y se multiplicó la demanda de agua.
Simultáneamente, se produjo un incremento de la demanda de traba-
jadores para el cultivo, recolección y molienda de la caña de azúcar.
Hacia finales de siglo, los esclavos eran objeto de constantes referen-
cias en los documentos de la isla, pudiéndose entrever en Madeira las
pautas básicas de las colonias de plantación para las generaciones ve-
20
nideras.
La implicación de Portugal en el comercio de esclavos a lo largo
de la costa atlántica de África no empezó hasta la década de 1440;
por lo tanto, los primeros esclavos presentes en Madeira sin lugar a
dudas no fueron negros. Podemos conjeturar sin temor a equivocarnos
que algunos eran bereberes; otros, cristianos portugueses cuyo compor-
tamiento era demasiado parecido al de los moros; otros, cristianos cuyo
comportamiento era demasiado parecido al de los judíos, además de al-
gunas otras gentes marginales. Parece probable que muchos, si bien no
la mayoría, fueran guanches, nativos de las Islas Canarias, que habrían
sido introducidos en la corriente del esclavismo europeo algunos años
antes de iniciarse el poblamiento de Madeira. Según parece, por ejem-
plo, ya en 1342 había cautivos originarios de las Canarias en Mallorca.
Aunque no se tiene documentada, su presencia en Madeira debió ser
temprana. Muchos de ellos procedían de islas casi tan escarpadas
como Madeira, y eran célebres por su agilidad; debieron de ser muy
útiles para excavar las levadas en los acantilados cortados a pico. Ha-
cia finales del siglo xv había tantos en Madeira, que los madeirenses
solicitaron una reglamentación que limitase su número. Eran gente
21
peligrosa. El comercio atlántico de esclavos, en el que siempre pen-

19. Greenfield. «Madeira», Comparative Perspeclives on Slavery, p. 541.


20. María de Lourdes Esteves dos Santos de Ferraz, «A Iiha da Madeira»,
Studia, 9, 1962, p. 169; Serrao, Dicionário de Historia de Portugal, vol, I I ,
p, 879.
21. Francisco Sevillano Colom, «Los Viajes Medievales desde Mallorca a
IMPKRI Al.fSM< ) I C D ! IK.IO)

sainos como integrado exclusivamente por negros, lúe en sus orígenes


mayoritariamente blanco o, para ser más precisos en cuanto a su com-
plexión, «color aceituno [como los Canaris o ] rústicos tostados con
22
el sol», es decir, el color de las gentes de las Islas Canarias.
El archipiélago canario, compuesto por siete islas, es el de mayor
superficie, mayor altitud, y mayor complejidad biogeográfica de los
tres archipiélagos considerados aquí. (De hecho, es más alto y posee
una mayor variedad de fauna y flora que Islandia, a pesar de tener una
superficie considerablemente menor.) Está más cerca del continente
—desde el punto más cercano dista solamente 100 kilómetros de la
costa— que Azores o que Madeira, y era el único de los tres que esta-
ba habitado por seres humanos antes de la llegada de los europeos. La
latitud es tropical y el clima caliente, sin llegar a ser sofocante, gracias
al océano y a sus vientos. Las dos islas más orientales son secas, pero
el resto está bien abastecido de agua gracias a su elevación. Tenerife
y Gran Canaria, las mayores y de más altitud, presentan una topogra-
fía más semejante a Madeira —terreno adecuado para emboscadas,
ataques relámpago y rápidas huidas— y contaban con la población
23
indígena más numerosa y violenta.
Como ya hemos señalado, los europeos del Renacimiento llegaron
a las Canarias antes que a las demás islas del Atlántico central, posi-
blemente ya en la década de 1290 y desde luego no después de las
primeras décadas del siglo xiv. Había diversas cosas en estas islas que
los europeos pudieron aprovechar vendiéndolas a su regreso: las pie-
les y el sebo de los grandes rebaños de ganado que poseían los guan-
ches; la orcina, materia colorante elaborada con ciertos liqúenes cana-
rios; y la gente: los propios guanches. El mercado de personas era
favorable, sobre todo después de que la Peste Negra eliminase a tan-
tos campesinos de la Europa meridional.

las Canarias», Anuario de Estudios Atlánticos, 18, 1972, p. 41; Godinho, Des-
cobrimentos, vol. I I , p. 521; Serrao, Dicionario de Historia de Portugal, p, 879.
22. Fernando Colón, The Lije of the Admiral Christopher Columbas by
His Son Ferdinand, trad. inglesa de Benjamín Keen, Rutgers University Press,
New Brunswick, 1959, p. 60 (versión original castellana: Historia del Almirante
de las Indias, don Cristóbal Colón, escrita por don Fernando Colón, su hijo,
Colección de libros raros o curiosos que tratan de América, 2 vols., Madrid,
1892. tomo V, vol. I, p, 104); Godinho, DescGbrimentos, vol. II, pp. 520-
521, 581.
23. Sherwin Carlquist, Island Ecology, Columbia University Press, Nueva
York, 1974, pp. 180-181; Mercer, Canary Islands, pp. 4, 1, 18,
LAS ISLAS AFORTUNADAS 97

Los guanches merecen más atención que la que se les ha p r e s t a d o .


A excepción de los arawak de las Indias Orientales, fueron p o s i b l e
mente el primer pueblo en ser conducido al borde de la extinción p o r
el imperialismo moderno. Sus antepasados habían ido llegando a las
Canarias procedentes del continente africano a lo largo d e un período
que duró varios siglos: comenzó no antes del segundo milenio antes de
Cristo y finalizó dentro de las primeras centurias de nuestra era. Este
pueblo de marineros fue contemporáneo de los grandes navegantes
polinesios, pero a diferencia de éstos, olvidó cuanto sabía sobre artes
náuticas tras su primera aventura marítima. A la llegada de los eu-
ropeos, ios guanches tenían muy pocas embarcaciones, o, más exacta-
mente, no tenían embarcaciones en absoluto: sin duda, ninguna capaz
24
de efectuar travesías hasta el continente. Al igual que los pinzones
que vio Darwin en las Galápagos, probablemente descendían de unos
pocos antepasados y habían evolucionado con independencia en cada
una de las islas. Los pinzones sobrevivieron a la llegada de los eu-
ropeos, brindando a los biólogos una oportunidad fabulosa para inda-
gar sobre la divergencia en la evolución biológica. Los guanches hu-
bieran proporcionado a los antropólogos un ejemplo clásico de diver-
gencia en la evolución cultural, en caso de que también ellos hubieran
sobrevivido.
Sabemos muy poco sobre ellos. Según los primeros testimonios,
algunos eran robustos y otros esbeltos, algunos eran morenos y otros
de tez clara. La mayoría estaba emparentada con los bereberes del
continente vecino. El análisis de los tejidos tomados de momias secas
permite concluir que el grupo sanguíneo de tipo B no estaba presente
en ninguno de ellos o en muy pocas personas. Esta característica hacía
a los guanches semejantes a los amerindios, a los aborígenes austra-
lianos, a los polinesios, y a cierto número de pueblos históricamente
25
aislados. Cuando llegaron a las Canarias, los únicos animales allí pre-
sentes eran pájaros, lagartos, roedores y tortugas de mar y de tierra;
la flora de las islas, aunque similar por lo general a la de la región

24. Use Schwidetzky, «The Prehispanic Population of the Cañar y Islands»,


en G. Kunkel, ed., Biogeography and Ecology in the Canary Islands, Dr. W .
Junk, La Haya. 1976, p. 20; Mercer, Canary Islands, pp. 17-18, 59, 64-65, 112.
25. Mercer, Canary Islands, pp. 59-60, 64; Schwidetzky, «Prehispanic Po-
pulation», Biogeography and Ecology in the Canary Islands, p. 23; Use Schwi-
detzky, La Población Prehispánica de las Islas Canarias, Publicaciones del Mu-
seo Arqueológico, Santa Cruz de Tenerife, 1963, pp. 127-129.
IMIM-'.KI A I . I S M O ICOI (HilCO

mediterránea, solo guardaba relación con la de Madeira en lo que res-


26
pecta al conjunto de sus detalles específicos.
Los guanches no fueron la excepción de la regla según la cual los
seres humanos, al emigrar, llevan consigo sus plantas y sus animales,
con lo cual tiende a homogeneizarse la biota mundial. Eran, al menos
en parte, herederos de la Revolución Neolítica de Oriente Medio, y
trajeron del continente cebada, probablemente trigo, alubias y guisan-
tes, así como cabras, cerdos, perros y seguramente también ovejas. No
tenían ganado bovino ni caballos. También trajeron consigo el arte
de la alfarería, pero no utilizaban el torno, ni tejían, ni fabricaban
herramientas metálicas, ni armas, ni ornamentos. Las Canarias no dis-
ponían de yacimientos de minerales metalíferos; por lo tanto, en caso
de haber tenido alguna noción sobre metalurgia a su llegada, muy
pronto la hubieran olvidado. La carencia de armas metálicas entre los
guanches fue una de las diversas brechas de fatales consecuencias que
27
presentaba aquella cultura.
El penoso proceso de la conquista europea empezó en 1402, fecha
que puede ser considerada como la del nacimiento del imperialismo
europeo moderno. Los árabes aún detentaban la soberanía en el sur
de la Península Ibérica, y los turcos otomanos estaban avanzando por
los Balcanes, pero Europa había iniciado su marcha —o mejor dicho
su' singladura— hacia la hegemonía mundial. Unos 80.000 guanches
ofrecieron resistencia a esta primera incursión, como si se tratara de
pelotones lanzados a la defensa de las trincheras ocupadas por aztecas,
zapotecas, araucanos, iroqueses, aborígenes australianos, maoríes, fiyia-
28
nos, hawaianos, aleutianos y zuñis
En 1402, desembarcaba en Lanzarote, la menor de las dos Cana-
rias orientales, una expedición francesa bajo los auspicios de Castilla.
Al cabo de pocos meses, los europeos ya habían conquistado la isla,
a pesar de sus disputas internas y de la resistencia opuesta por cerca
de 300 nativos. Los invasores tuvieron entonces una base segura en
»

26. Mercer, Canary Islands, p. 10; Leonard Huxley, Life and Letters of
Sir Josepb Dalton Hooker, John Murray, Londres, 1918, vol. I I , p. 232; David
Bramwell, «The Endemic Flora of the Canary Islands; Distribution, Relation-
ships and Phytogeography», Biogeography and Ecology in the Canary Islands,
p. 207.
27. Mercer, Canary Islands, pp. 115-119.
28. Godinho, Descobrimentos, p 520. 4
LAS ISLAS AFORTUNADAS

el archipiélago. Al cabo de unos pocos años, otras dos islas con escasa
29
población habían caído en su poder.
Portugueses, franceses y españoles codiciaban las Canarias. Entre
1415 y 1466, Portugal lanzó una serie de asaltos de pequeña enver-
gadura y por lo menos cuatro grandes asaltos sobre el archipiélago,
enviando incluso una expedición de 2.500 soldados de infantería y
120 caballos en 1424. Todas estas tentativas fracasaron, pero estable-
cieron un nexo entre la Madeira portuguesa y las Canarias durante las
décadas en que los colonos estaban transformando aquélla en un inge-
nio azucarero. Estas expediciones fondeaban casi siempre en Madeira
en la ruta de regreso desde las Canarias, y al volver a Portugal carga
ban cautivos guanches como parte del botín. Por lo menos parte ele
los cautivos irían a parar a Madeira, el mercado más hambriento de es-
clavos en las cercanías de Portugal, donde aplicarían sus habilidades
de cabra montes para encaramarse por los riscos, en la tarea de cons-
10
truir las levadas.
Mientras los portugueses y sus esclavos se empleaban en la trans-
formación de Madeira, los españoles luchaban por finalizar su con-
quista de las Canarias, tarea en la que habían sustituido a los caballe-
ros franceses. Más o menos hacia 1475, habían conseguido reducir a
tres las islas bajo control guanche: La Palma, Tenerife y Gran Cana-
ria. La primera era una de las islas más pequeñas, con sólo algunos
centenares de hombres en pie de guerra, y habría de seguir inevitable-
mente el camino de las dos restantes. En Tenerife, la mayor de estas
islas, y en Gran Canaria, la tercera en tamaño, vivían miles de guerre-
ros. A principios de siglo, los franceses habían dicho que las gentes
de Tenerife eran los guanches más resistentes: «Nunca han sido aco-
rralados ni se les ha sometido a la servidumbre como a los de las demás
islas». Sus hermanos de Gran Canaria demostraron ser tan bravos que
merecieron dar su nombre a la isla que ocupaban, nombre que se le
31
otorgó no por su tamaño, sino por su valor y destreza en la lucha.

29. Mercer, Canary Islands, pp. 160-168, 177-178; Bontier y Le Verrier,


Cañarían, pp. 123, 131. Para una más completa documentación sobre la inva-
sión francesa, junto a los originales y sus modernas traducciones españolas, véase
Jean de Bethencourt, Le Canarien, Crónicas Francesas de la Conquista de Ca-
narias, Fontes Canarium, La Laguna de Tenerife, 1959-1964, 3 vols.
30. Greenñeld, «Madeira», Comparative Perspectives on Slavery, p. 543.
31. Aburara, Chronicle, p. 238; Bontier y Le Verrier, Cañarían, p, 128;
Abreu de Galindo, Historia de Conquista, pp. 145-146.
100 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Los europeos habían realizado diversos intentos de invasión de


Gran Canaria durante los primeros tres cuartos del siglo xv, que siem-
pre finalizaron con el regreso a sus embarcaciones, normalmente bajo
un aguacero de proyectiles. Más tarde, en 1478, la lucha por la isla
y por las Canarias inició una nueva fase. Fernando e Isabel de España,
codiciando todo el archipiélago, enviaron a Gran Canaria una expedi-
ción de cientos de soldados con cañones, caballos y toda la paraferna-
lia bélica europea. La campaña para la conquista de la isla duró cinco
sangrientos años. Los españoles tomaron rápidamente las tierras ba-
jas, pero no lograron erradicar a los guanches de las montañas. Estos
últimos practicaban tácticas de guerrilla e incluso se aliaron con los
portugueses, quienes hicieron desembarcar algunas tropas e intentaron
interceptar las líneas de suministro de los españoles. Sin embargo,
cuando España firmó la paz con Portugal, las oportunidades de los
guanches quedaron reducidas a ganar algunas escaramuzas, pero per-
dieron toda posibilidad de ganar una guerra prolongada. La lucha ter-
minó en abril de 1483, cuando 600 guanches con 1.500 mujeres y
niños, asediados en las montañas, se rindieron al conquistador de Gran
Canaria, Pedro de Vera. El padre Abreu de GaÜndo, historiador de
Gran Canaria del siglo xvi dijo que costó más esfuerzos y sangre re-
}

ducir esta isla a la fe católica que cualquiera de las Canarias restantes,


32
incluso más que Tenerife.
Después de la caída de Gran Canaria, sólo quedaban Ubres La
Palma, la segunda de las islas menores, y Tenerife, la de mayor ta-
maño. Alonso de Lugo invadió La Palma en septiembre de 1492 y,
mezclando astutamente la fuerza militar con la persuasión y la trai-
33
ción, consiguió la victoria en la primavera siguiente, Tenerife, hueso
duro de roer, resistió otros tres años.
En general, la primera generación de aspirantes a conquistadores
de las Islas Canarias había evitado Tenerife. Sus defensores, numerosos
y belicosos, adornaron su reputación arrojando al mar a una tanda de
invasores en la década de 1460 y a otra alrededor de 1490. Más tar-
de, en 1494, Alonso de Lugo desembarcó con 1.000 infantes, 120
jinetes y artillería. Era un ejército imponente, pero los guanches ten-
dieron una emboscada a buena parte de sus componentes en la zona

>. .}
MITCLT, Canury Islands, pp. 188-193; Abreu de Galindo, Historia de
l'.O/ltfHf.Stit; |1. 145.

3V Mercer, Canary islands, pp. 195-196.


LAS ISLAS AFORTUNADAS 10 I

montañosa, donde cientos de invasores cayeron murrios, en lu q u r


dio en llamarse «La Matanza de Acentejo». Lugo se replegó a La Pul
1
ma para reagruparse, replantearse la situación y cuidar las heridas. *
Lugo, un español del mismo calibre que Cortes y Pizano, regresó
en noviembre de 1495 con 1.100 hombres y setenta caballos, además
de armas de fuego. Meses más tarde, Jos guanches, hambrientos, es-
pantados por la cantidad de recursos con que contaban los invasores, y
viendo su número drásticamente reducido, se rindieron. La Edad de
Piedra daba sus últimos estertores en las Canarias a finales de sep-
35
tiembre de 1496.
¿Fue inevitable la derrota de los guanches? A largo plazo, por
supuesto. Pero ¿y a corto plazo? ¿Estaba predeterminado que los
españoles conquistasen las Canarias transcurridos menos de veinte años
desde que decidieron acometer tal empresa? Así nos parece debido
a la sucesión de tantas conquistas similares a lo largo de los cuatro
siglos, siguientes, pero aquí no estamos hablando de una confrontación
entre fusiles Maxim y lanzas, ni siquiera entre mosquetes y lanzas.
Como en las invasiones de México y Perú, la guerra por la conquista
de las Islas Canarias se saldaba entre unos centenares de europeos
—con unas cuantas pistolas de escasa precisión, lentas y que a menu-
do erraban el tiro, una cantidad algo mayor de ballestas, y muchas
espadas, hachas y lanzas— y valerosos guerreros, que al principio se
contaban por millares, equipados con armas suficientemente mortífe-
ras a pesar de estar hechas simplemente de madera y piedra.
Los guanches eran bravos y numerosos, y sus técnicas bélicas re-
sultaban muy efectivas en las extensas zonas montañosas de las islas
más grandes, donde siempre buscaban refugio cuando los invasores
ganaban las primeras batallas. George Glas, subdito británico que
residió en las Canarias en el siglo xvni, y traductor de una historia
de la conquista de Gran Canaria, examinó el terreno y se maravilló
de que los españoles llegasen a vencer. Excepto Lanzarote y Fuerte-
ventura, todas las islas

34. Mercer, Canary Islands, pp. 198-203; Alonso de Espinosa, The Guan-
ches of Tenerife, trad. inglesa de Clements Markham, Hakluyt Society, Londres,
1907, p. 93. (Versión original castellana: Historia de Nuestra Señora de Cande-
3
laria Coya Ediciones, Santa Cruz de Tenerife, 1980 ,)
t

35. Mercer, Canary Islands, pp. 207-209.


102 IMI'I-'.HIA! ISMM ICOI.(')(.!CU

están tan llenas de valles profundos y estrechos, o abismos, altas


montañas escarpadas, y dificultosos pasos angostos, que el grueso
de un ejército no puede penetrar en ellos una distancia superior a
una legua desde la orilla, sin llegar a lugares donde fácilmente un
centenar de hombres pueden detener la tentativa de un millar. Sien-
do este el caso, ¿dónde podrían encontrarse suficientes barcos para
transportar bastantes tropas para someter a un pueblo semejante y
36
en un país tan poderosamente fortificado por la naturaleza?

No se hallará la explicación en el carácter de los defensores. Al co-


mienzo de la conquista del archipiélago, los franceses señalaron que
los guanches «eran altos e impresionantes» y que sus captores cristia-
nos se veían a menudo obligados a darles muerte en defensa propia.
Las únicas armas arrojadizas con que contaban los guanches eran las
piedras, pero sabían hacer buen uso de ellas, especialmente en las mon-
tañas, donde siempre se las arreglaban para estar por encima del ene-
migo. Lanzaban sus piedras, según testimonio de los invasores, con
la velocidad y precisión de una ballesta, «que aunque diese[n] en la
rodela o tarja la hacía en pedazos y al brazo debajo della». Y míen-
tras los europeos se desplazaban lentamente y a trompicones entre
despeñaderos y barrancos, los defensores se escabullían a una velo-
cidad milagrosa, como si hubieran adquirido su agilidad al mamar la
37
leche del pecho de su madre.
Comunicarse dentro de las zonas interiores de las Canarias, que-
bradas y llenas de cráteres, suponía un desafío aún mayor que avanzar
por ellas. Esto explica que los guanches, especialmente los de Gomera,
inventaran no solamente un sistema simple de signos, sino un verda-
dero lenguaje articulado basado en silbidos muy potentes, realizados
sirviéndose de los dedos. Esto les permitía comunicarse salvando an-
chos desfiladeros, lo cual era seguramente de gran ayuda en el tumulto
38
de la batalla.
Con un silbido, los jefes guanches podían poner en pie de guerra
a ejércitos de muchos cientos, si no miles, de hombres. A mediados

36. Nota de Gtas a Juan de Abreu de Galindo, The History of the Disco-
very of the Canary Islands, trad. inglesa de George Glas, R. & J. Dodsley, Lon-
dres, 1764, p. 82 (Versión original castellana: Historia de la Conquista de las
2
siete islas de la Gran Canaria, Santa Cruz de Tenerife, 1848 .)
37. Bontier y Le Verrier, Cañarían, pp. 135, 149; Espinosa, Guanches, p.
102 (ed. original castellana, p. 109); Asurara, Chronicle, p, 209.
38. Mercer, Canary Islands, pp. 66-67.
I.AS (MAS A !•( U<Tt ' N A D A S

del siglo xv, Gomes Matines de A z u r a r a estimaba en 6 . 0 0 0 los comba-


tientes de Tenerife y en 5 . 0 0 0 los de Gran Canaria. Sus valoraciones
respecto a las demás islas del archipiélago eran muy inferiores, pero
la mayoría o eran de tamaño considerablemente menor, o bien ya
39
habían pasado por el trauma de la conquista. Por supuesto, nadie
contó realmente el número de guanches, y Azur ara no debió de tener
desde luego una inclinación hacia la estadística, al menos según nues-
tros criterios, pero tampoco era tonto. Los canarios autóctonos culti-
vaban cereales, obtenían un aporte constante de proteínas animales
y grasas de mariscos y de grandes rebaños de ganado, y vivían en ex-
40
tensas islas rebosantes de todo lo necesario pata la vida del hombre.
No tiene por qué extrañarnos que se dijera que eran miles.
Los españoles sólo podían aspirar a mantener en las Canarias ejér-
citos de unos mil hombres como máximo, y ello debido a la escasez
de capital de especulación y de disponibilidad de flota. Sin embargo,
vencieron, como ocurrió en tantos otros territorios fuera de Europa
en el curso del siguiente siglo. Debieron tener unas ventajas conside-
rables. ¿Cuáles fueron? Ya se ha mencionado la superioridad en ar-
mamento, pero hemos visto que, por sí sola, ella no es una respuesta
suficiente, especialmente en las primeras fases de la expansión euro-
pea. Su supremacía naval brindaba a los europeos un medio seguro
de retirada, y les daba acceso a fuentes de recursos mayores que las
de los guanches, pero ¿de qué hubieran servido estos recursos si la
resistencia de los guanches hubiera sido más eficaz? Lugo encontró
refuerzos para una segunda invasión de Tenerife, pero ¿hubiera en-
contrado apoyo para una tercera, una cuarta, o una décima incursión?
¿Existe alguna razón para pensar que Europa habría tenido más pa-
ciencia frente a la derrota en las Canarias que la que había tenido en
Tierra Santa o que la que habría de tener en el África tropical, donde
los fracasos sucesivos desalentarían la invasión hasta finales del si-
glo XIX?
¿Tuvieron los europeos algunos aliados que todavía no hemos
considerado? ¿Acaso los guanches eran más débiles de lo que hemos
señalado? Hemos de darnos cuenta de que, aunque los guanches fue-
sen numerosos, nunca llegaron a unirse. Vivían en siete islas y care-

39. Azurara, Chronkle, p. 238,


40. Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, Historia General y Natural de
las Indias, Ediciones Atlas, Madrid, 1959, val. I, p. 24.
104 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

cían de los rudimentos del arte de la navegación. Hablaban una serie


de dialectos diferentes y posiblemente lenguas diferentes. Los inva-
sores podían reclutar nativos de una isla para que se les unieran en
la lucha contra los nativos de otra de las islas. En Tenerife, los inva-
sores pudieron incluso reclutar aliados de una parte de la isla para
41
enfrentarse al resto.
La falta de unidad les hizo muy difícil a los guanches la defensa
contra los europeos, quienes aprovechando su superioridad en el mar,
emprendieron, a todos los efectos prácticos, una guerra de desgaste
consistente en redadas para convertir a.los guanches en esclavos. Des-
conocemos cuánta gente fue conducida a los centros de comercio de
esclavos, pero según parece la cifra debió de ser considerable. En
1385 y en 1393, los tratantes de esclavos se apoderaron de varios
centenares de guanches en Lanzarote, extensa isla que contaba al prin-
cipio con una abundante población, y los pusieron a la venta en Espa-
ña, dejando solamente 300 en la isla para que la defendieran contra
42
los franceses en 1402. Las poblaciones de otras islas padecieron de
forma similar, pero las de Gran Canaria y Tenerife probablemente
eran demasiado numerosas como para verse debilitadas de manera
irreversible por la acción de los tratantes de esclavos. No obstante,
Abren de Galindo suministra un dato desconcertante, según el cual, en
(irán Canaria, el número de mujeres sobrepasaba ampliamente el de
hombres en los tiempos que precedieron a la conquista; se trataba
de un desequilibrio que sólo podía haberse originado en un factor
que matase o se apoderase de muchos más hombres que mujeres. Este
es el sesgo que suele tomar la guerra, y también a menudo la captura
de trabajadores para las plantaciones por parte de los tratantes de es-
43
clavos.
El éxito de los tratantes de esclavos estuvo unido intrínsecamente
a lo que debió parecer a los ojos de los guanches una superioridad
genérica de los europeos. Sus metales, sus ropas, sus dioses y sus
mismas personas debieron fascinar a los indígenas canarios, socavando
su resolución para rechazar absolutamente —con la violencia si era
preciso— todo contacto con aquellos peligrosos forasteros. En Tene-

41. Mercer, Canary Islands, pp. 65-66, 201; Espinosa, Guanches, p. 89.
42. Mercer, Canary Islands, pp. 148-159; Bontier y Le Verrier, Cañarían^
p. 137.
4^. Abreu de Galindo, Historia de Conquista, p. 169.
LAS ISLAS AFORTUNADAS 105

rife, los mismos guanches que a menudo se habían mostrado tan inhos-
pitalarios, permitieron que los españoles construyesen un enclave co-
mercial, y allí permaneció como fuente de milagros y de perplejidad,
hasta que los europeos acabaron de golpe con toda su hospitalidad
44
al colgar a varios nativos. Los habitantes de Gran Canaria tuvieron
la sabiduría de despreciar la plata y el oro, pero no pudieron resistirse
al hierro, con el que hacían anzuelos. Los guanches debían de pregun-
tarse si los mejores anzuelos eran indicativos de la superioridad de los
dioses, por así decir. En la isla de Hierro, según explicaban los indí-
genas después de la conquista, vivió un hechicero llamado Yone quien
predijo que, tras su muerte y cuando sus huesos se hubieran conver-
tido en polvo, llegaría un dios llamado Eraoranzan en una casa blanca,
al que no combatirían, ni del que huirían, sino que le adorarían. De
45
hecho, ios europeos no tuvieron que luchar mucho para tomar la isla.
Las gentes de Gomera hablaban de un sacerdote cristiano que había
visitado sus islas antes de la conquista y había bautizado a muchos de
ellos, persuadiéndolos para que aceptasen la conquista sin resistencia.
También esta isla sucumbió con un mínimo de violencia, aunque más
40
tarde protagonizara una revuelta con la ayuda de los portugueses.
El ejemplo más famoso de —¿cómo deberíamos denominarlo?—
desorientación o reorientación cultural de los guanches en el período
previo a la conquista, se produjo en Tenerife. Según la tradición oral,
más o menos hacia el 1400 se apareció la Virgen María a los pastores
guanches de Guimar, zona de Tenerife. La Virgen dejó tras de sí una
imagen suya, que ha conservado siempre el nombre de Nuestra Señora
de la Candelaria, y que se vio involucrada en una serie de milagros
acaecidos en las Canarias hasta que fue destruida por una inundación
en el siglo xix. En todo el borde de su manto y su cinturón había
letras inscritas que formaban palabras que nunca nadie ha sido capaz
de descifrar debidamente: TIEPFSEPMERI, EAFM, IRENINI,
FMEAREI. Al incrédulo se le ocurre que estas palabras, aunque no
necesariamente la estatua, pudieron ser obra de algún guanche que
hubiera mantenido contacto suficiente con los europeos como para
darse cuenta del poder, el maná, del alfabeto, pero sin haber dejado

44. Azurara, Chronicle, p. 240; Espinosa, Guanches, p. 83,


45. Abreu de Galindo, Historia de Conquista, p. 93; Mercer, Canary Is-
lands, p. 178.
46. Abreu de Galindo, Historia de Conquista, p. 80; Mercer, Canary Is-
lands, pp. 182-183,
106 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

de ser analfabeto. El primer celebrante que tuvo Nuestra Señora fue


un guanche raptado por los europeos cuando era niño y utilizado como
intérprete. Fue bautizado y se le dio el nombre de Antón Guanche, y
más tarde se fugó a Tenerife, donde sirvió a Nuestra Señora de la
47
Candelaria durante el resto de su vida.
Sea cual fuere la verdadera historia de Nuestra Señora de la Can-
delaria, es evidente que el Cristianismo había estado presente en Gui-
mar de una u otra forma a lo largo de varias generaciones antes de la
conquista. En esta región los europeos encontraron amigos, mientras
que el resto de la isla seguía siendo hostil, amigos y guerreros que
48
lucharían junto a ellos por el sojuzgamiento definitivo de Tenerife.
Los aliados más importantes de los invasores no fueron, sin em-
bargo, los canarios autóctonos. Los europeos llevaron consigo formas
de vida afines, su extensa familia de plantas, animales y microorganis-
mos, en su mayoría descendientes de los organismos que los seres
humanos habían previamente domesticado o adaptado a la vida junto
a los hombres en la tierra de origen de la civilización del Viejo Mundo.
No cabe duda de que, además, hubo nuevos aportes introducidos en las
Canarias por los esclavos y los tratantes que explotaron el litoral
africano.
Los europeos surcaron las aguas de las Canarias, así como las de
las Azores y de Madeira, portando una versión simplificada y a escala
reducida de la biota de la Europa occidental; en este caso, del litoral
mediterráneo. Esta biota mixta tuvo una importancia crucial en los
éxitos obtenidos en estos grupos de islas, así como en los éxitos —y
fracasos— posteriores experimentados en otros lugares. Allí donde
«funcionó», allí donde prosperaron y se propagaron suficientes espe-
cies para permitir la creación de versiones de Europa, aunque fueran
incompletas y distorsionadas, también los europeos prosperaron y se
propagaron.
Los organismos que «funcionaron» en islas mediterráneas como
Creta, Sicilia o Mallorca, también lo hicieron en las Canarias. El ejem-
plo más claro es el del caballo. Los guanches estaban íntimamente fa-
miliarizados con el ganado menor —cabras y cerdos, por ejemplo—
pero no habían visto jamás animales tan grandes como el caballo, ni

47, Espinosa, Guanches, pp. X, 45-73; Abren de Galindo, Historia de Con-


quista, pp. 41, 301-313.
48. Espinosa, Guanches, pp. 89, 96-97, 10*.
LAS ISLAS AFORTUNADAS 107

que llevasen hombres en su lomo, ni que obedeciesen órdenes en la


batalla. Los soldados montados a lomos de sus caballos desempeñaron
un papel primordial en la conquista de las dos últimas Canarias, y
probablemente también en la del resto. El centauro europeo valía por
veinte o más de sus hermanos de a pie. Veamos, por ejemplo, la his-
toria de Lope Fernández de la Guerra, un caballero, naturalmente a
caballo. Salió solo en una campaña de reconocimiento, ya en las últi-
mas etapas de la conquista de Tenerife, y fue sorprendido por quince
o veinte guanches emboscados. Un soldado de infantería se hubiera
visto avasallado y hubiera muerto, pero Lope Fernández

poniendo las piernas al caballo, después que los vido se fue retra-
yendo (porque el lugar era peligroso) hasta sacarlos a un raso, a don-
de volviendo con su caballo los acometió, por no mostrar cobardía,
y habiendo derribado seis dellos, los demás dieron a huir por el
monte; y pareciéndole había hecho poco si no había alguno dellos a
las manos, para informarse del designo e intento de los enemigos,
arremetió por una estrecha senda tras uno, y alcanzándolo le echó el
caballo encima y cayó, y atándolo lo trajo al real, donde fue bien
49
recibido.

Esperemos que también el caballo tuviera una buena acogida y re-


cibiera un buen masaje y media hora suplementaria en el prado.
Los guanches entregaron sensatamente todo el territorio llano y
abierto (y por tanto, se supone que la mayor parte de sus campos de
cereales y sus rebaños) tan pronto como se dieron cuenta del poder
de los jinetes. Fray Alonso de Espinosa, historiador de Tenerife, nos
cuenta: «Dejó llegar al gobernador y a su gente a tiempo y lugar don-
de no pudiesen aprovecharse de los caballos (que era lo que ellos más
50
temían y en lo que la fuerza de los enemigos consistía)».
Los cronistas cristianos prestaron una atención mucho mayor a
los caballos y a sus jinetes que al resto de la biota mixta. Nosotros
estamos más interesados, por decirlo de algún modo, en la propaga-
ción de los conejos que en las manifestaciones de Nuestra Señora de
la Candelaria. Y así nos vemos obligados, basándonos en una informa-
ción escasa, a hacer conjeturas a partir de lo que conocemos sobre la

49. Espinosa, Guanches, pp. 106-107 (ed. original castellana, p. 113).


50. Espinosa, Guanches, p. 92 (ed. original castellana, p. 98); Abreü de
Galindo, Historia de Conquista, p. 183,
IMPERIALISMO ECOLÓGICO

influencia que ejercieron las últimas llegadas de europeos a otras islas


remotas: dodos al borde de la extinción en las Islas Mauricio, diáspora
de mongoo^es en Hawai, epidemias haciendo estragos entre los indíge-
nas samoanos, y un largo etcétera. En estas islas, como seguramente
también pasó en las Canarias, la llegada de los europeos desencadenó
1
frenéticas oscilaciones ecológicas/*
Como ya se ha señalado, antes de la conquista el número de mu-
jeres excedía de forma poco natural al de hombres en Gran Canaria.
Lo que no podemos asegurar es por qué razón esto era así y cuáles
fueron las consecuencias para la estructura familiar y los índices de
natalidad y de mortalidad. Abreu de Galíndo declara que pocos años
antes de la conquista, los nacimientos que se producían en la isla eran
tan superiores al índice de mortalidad, que el crecimiento de la po-
blación sobrepasó la disponibilidad de alimentos. ¿Acaso una mayor
disponibilidad de alimentos elevó el índice de natalidad y redujo el de
mortalidad? También declaraba que los mallorquines, que llegaron
primero a la isla, introdujeron la higuera, o quizá una nueva variedad
de este árbol. Los guanches apreciaron su fruto y plantaron sus semi-
llas, difundiéndose también la higuera por medios naturales por toda
la isla; el higo se convirtió en el alimento básico de los habitantes de
52
G r a n Canaria. Un aporte semejante de recursos alimenticios pudo
muy bien desencadenar una explosión demográfica, pero nunca sabre-
mos la verdad. Tal vez toda esta historia del incremento del índice de
natalidad no sea sino una versión amañada de algo más evidente, algún
acontecimiento que redujera la disponibilidad de alimentos hasta el
punto de que pareciera que los guanches estaban ante un abrupto
incremento demográfico. Cualquiera que fuese la razón, el caso es que
surgió el problema, y los guanches comenzaron a eliminar a todos los
recién nacidos, o a todas las niñas recién, nacidas (aquí difieren los dos
testimonios), a excepción del primer hijo de cada mujer, todo ello con
53
tal de evitar o al menos limitar el hambre.
La madre naturaleza siempre acude en ayuda de una sociedad

51. Charles S. Elton, The Ecology of Invasions by Animáis and Plañís,


Mcthuen, Londres, 1958, cap. IV; Alfred W, Crosby, Epidemia and Peacc, 1918,
Greenwood Press, Westport, Conn., 1976, pp. 235-236.
52. Abreu de Galinclo, Historia de Conquista, p. 161.
53. Abreu de Galindo, Historia de Conquista, pp. 154455, 169; Leonardo
Torriani, Descripción e Historia del Reino de las Islas Canarias, Goya Edicio-
nes, Santa Cruz de Tenerife, 1978, p. 115,
LAS ISLAS AFORTUNADAS

afectada por los problemas de la superpoblación, y sus servicios no


son siempre amables. Los guanches habían vivido durante mucho tiem-
po solos junto a una corta selección de organismos parasitarios, macro
y microorganismos, La población autóctona canaria no pudo superar
en mucho los 1 0 0 . 0 0 0 habitantes, y cada isla no debió contar con
mucho más de algunas decenas de miles de habitantes. Sus contactos
con el continente eran nulos y simples los ecosistemas de sus islas, en
comparación con los de Europa y África. Resulta muy poco probable
que les afectara la misma variedad de parásitos y agentes patógenos
que hacían estragos entre europeos y africanos. A comienzos del si-
glo xv, los invasores franceses advirtieron encantados la salubridad
de las Canarias: «Durante todo el tiempo que Bethencourt permaneció
allí con su compañía, nadie enfermó, lo cual les sorprendió enorme-
54
mente». Disfrutaban de las mismas ventajas que encontrarían los
conejos de Porto Santo algunos años más tarde.
Todo Edén tiene su serpiente, y este fue el papel que les fue re-
servado a los europeos en las Islas Canarias. Cualquier grupo proce-
dente de las sociedades avanzadas del Viejo Mundo, fuera cual fuera
su actitud para con los guanches, hubiera desempeñado el mismo pa-
pel. No sabemos cuándo, dónde o cómo llegaron las primeras enfer-
medades desde el continente, ni tampoco a cuánta gente infectaron
y mataron. Todo cuanto nos dicen la historia y la epidemiología de
las poblaciones aisladas indica que los guanches debieron padecer olea-
das de enfermedades nuevas ya a comienzos del siglo xiv. La primera
de la que se guarda noticia retumbó entre los guanches de Gran Ca-
naria poco antes de la conquista. Los españoles interpretaron la epi-
demia como castigo divino impuesto a los guanches por su pecaminosa
práctica del infanticidio. Dios «les envió la peste, que en pocos días
exterminó a las tres cuartas partes de la población» —según dice Leo-
nardo Torriani, una de las dos primeras fuentes de información sobre
el acontecimiento con las que contamos. Fray Abreu de Galindo, núes
tra segunda fuente, cuenta aproximadamente lo mismo, situando el
índice de mortalidad en dos tercios.^
La primera invasión de Tenerife encabezada por Alonso de Lugo
en 1494, desembocó en un desastre, el peor que infligieron los guan-

54. Bontier y Le Verrier, Cañarían, p. 92.


55. Torriani, Descripción, p. 116; Abreu de Galindo, Historia de Con-
quista, p. 169.
110 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

ches a los europeos. La segunda campaña de Alonso de Lugo en 1495,


empezó con una serie de victorias españolas hasta llegar al punto
muerto de espera impuesto a ambos bandos por las lluvias y nieves
invernales. La estación fue excesivamente húmeda y fría, y tanto los
invasores como los defensores pasaron hambre, porque las contiendas
habían impedido sembrar los campos y por tanto obtener cosechas.
Los guanches, más numerosos que los españoles y además aislados en
las brumosas zonas montañosas por temor a los caballos de los eu-
ropeos, debieron padecer mucho más. Dios, como siempre del lado de
los españoles e indignado por la cantidad de cristianos que los guan-
ches habían aniquilado en La Matanza de Acentejo, infligió una epi-
demia a los defensores de Tenerife, una enfermedad llamada modorra.
«Desto dio aviso una mujer de la isla, desde un risco, haciendo señas,
y llegando la lengua a hablar con ella le dijo que qué hacía, que por
qué no subían y se apoderaban de la tierra, pues no tenían con quien
pelear, ni a quien temer porque todos se morían.» Los españoles avan-
zaron cautelosamente y hallaron la confirmación de las palabras de la
mujer en los cuerpos de los caídos. En realidad había tantos cadáve-
res, que los perros de los guanches se los estaban comiendo, y los
guanches que fueron capturados al anochecer entre las plazas fuertes
de las montañas tenían que dormir en los árboles por temor a los ani-
males salvajes. «Fue tan grande la mortandad —decía el padre Espi-
nosa— que hubo que casi quedó la isla despoblada, habiendo más
56
de quince mil personas en ella.» La batalla final se produjo en el
siguiente mes de septiembre y la limpieza llevo tres años más. «Y tar-
daran mucho más si la peste rio fuera —decía Espinosa—, por ser
57
la gente della [isla] belicosa, temosa y escaldada.»
¿Qué fueron la «peste» de Gran Canaria y la «modorra» de Tene-
rife? No han llegado hasta nosotros descripciones detalladas de sus
síntomas o de las pautas que siguieron en su propagación, y por tanto
carecemos de las claves para identificar lo que indicaban estos nom-
bres. Con la palabra 'peste' se designa la peste bubónica, pero, como
ocurre en inglés con la palabra plague, se ha usado para referirse a

56. Espinosa, Guanches, pp. 104-108 (ccl. original casiellana, pp. 114-115);
José de Viera y Clavijo, Noticias de la Historia General de las Islas Canarias,
Goya Ediciones, Santa Cruz de Tenerife, 1951, vol. IT, p. 108.
57. Espinosa, Guanches, p. 108 (ed. original castellana, p. 115).
LAS ISLAS AFORTUNADAS 111

cualquier tipo de plaga. 'Modorra' es un término aún menos especí-


fico. Por un lado significa 'sueño muy pesado' y por otro designa hoy
en día una enfermedad de las ovejas. El doctor Francisco Guerra, de
la Facultad de Medicina de la Universidad de Alcalá de Henares, de
Madrid, sugiere que la infección humana más ídentificable con la en-
58
fermedad oculta tras esta vaga palabra es el tifus. Afortunadamente,
no tenemos que identificar las enfermedades. Muchas o quizá la mayo-
ría de las enfermedades localizadas en Sevilla, por ejemplo, podrían
haber sido las responsables. Tenemos que decidir si son exactos los
índices de mortalidad barajados para ambas epidemias, más o míenos
en torno al 2 0 por 1 0 0 . Si lo son, las enfermedades debieron de cons-
tituir el factor decisivo de la derrota definitiva de los guanches. La
respuesta a la pregunta probablemente sea afirmativa. Las epidemias
en tierra virgen (como se llama a los brotes de enfermedades conta-
giosas entre gentes nunca afectadas previamente) tienen los siguientes
efectos: el impacto de la infección sobre los individuos es extremo has-
ta el punto de producir a menudo la muerte; casi todas las personas
expuestas caen enfermas, de modo que los índices de mortalidad re-
gistrados entre la población afectada es el índice de mortalidad de la
población en su conjunto; quedan muy pocas personas capaces de cui-
dar de los enfermos, y muere mucha gente que muy bien hubiera po-
dido recuperarse si hubiera recibido cuidados mínimos; los cultivos
no pueden ser ni plantados ni recolectados, y se descuida el ganado.
Las tareas diarias para el aprovisionamiento de alimentos y calefac-
59
ción para el futuro quedan sin realizar/ Todo esto ocurrió en Islandía
cuando llegó desde Europa la Peste Negra. Volvió a ocurrir en las
Canarias cuando llegaron de Europa la peste y la modorra.
Tan pronto como los europeos conquistaban una determinada isla

58. Diccionario de la Lengua Española, Real Academia Española, Madrid,


1970, pp. 886, 1.016; Elias Zerolo, Diccionario Enciclopédico de la Lengua Cas-
tellana, Casa Editorial Garníer Hermanos, París, s. f, vol. I I , p. 324; Juan
Bosch Millares, «Enfermedades y terapéutica de los aborígenes», Anales de la
Clínica Aladica del Hospital de San Martín, Islas Canarias, Las Palmas, 1, 1945,
pp. 172-173; Dr. Francisco Guerra, comunicación personal.
59. Alfred W. Crosby, «Virgin Soü Epidemics as a Factor in the Aboríginal
u
Depopulation in America», The William and Mary Quaríerly, 3. serie, 33 (abril
de 1976), pp. 289-299. Para un ejemplo reciente, véase Robert J, Wolfe, «Alas-
ka's Grat Sickness, 1900: An Epidemic of Measles and Influenza in a Virgin
Soil Population», Proceedings of the American Philosophical Society, 126 (8 de
abril de 1982), pp. 92-121.
IMPERIALISMO ECOLÓGICO

del archipiélago de las Canarias, se ponían a transformarla de acuerdo


con sus planes para enriquecerse. Vendían a los mercados europeos
la orcina y tantos cereales, verduras, madera, pieles y sebo y tantos
guanches como encontraban comprador. Europeizaban la isla, impor-
tando especies de plantas y animales del Viejo Mundo que ya eran
productivas en las tierras mediterráneas. De estas especies, algunas de
las más importantes —perros, cabras, cerdos y probablemente ovejas;
cebada, guisantes y quizá también trigo— ya se encontraban allí.
Los europeos añadieron ganado bovino, asnos, camellos, conejos, palo-
mas, gallinas, perdices y patos, así como viña, melones, peras, man-
w
zanas y, el producto más importante de todos, el azúcar.
La mayoría de los artículos recién introducidos se adaptaron bien,
espectacularmente bien en el caso de los animales. Éstos contribuye-
ron a garantizar que los renuevos no se convirtieran en árboles que
sustituyesen a los miles que habían sido talados en respuesta a las
necesidades de los europeos en las islas y por doquier. En La Palma
había «innumerables» conejos en la década de 1540. A finales de si-
glo, en Hierro había aún más, con el resultado de que en ambas islas
los pastos se resintieron por la presencia de multitudes de conejos
hambrientos. Fuerteventura, extensa y relativamente llana, se convir-
tió en un rancho salpicado de rebaños de distintas especies de anima-
les originarios de los continentes. En las últimas décadas del siglo xvi
figuraban 4.000 camellos entre ellos, y multitudes rebuznantes de as-
nos salvajes. Los asnos consumían tanto pasto y herbajes que amena-
zaban con la posibilidad de que la isla perdiera valor para otras espe-
cies inmigrantes, especialmente los seres humanos. En 1591, estos úl-
timos devolvieron el golpe y mataron a 1.500 que quedaron abando-
nados a los cuervos. Los hombres reclutaron otras dos especies pr>ra
que les asistieran en la matanza: caballos, en los que cabalgaban, y
perros (galgos) que ayudaban a localizar y derribar a la especie super-
61
abundante.
La abeja doméstica (diferenciada de otros tipos de abeja) fue un
nuevo inmigrante que al parecer se extendió ampliamente y con rapi-
dez. Este insecto del Viejo Mundo pudo haber existido en las islas
antes de la llegada de los europeos, pero es más probable que los

<M). Tnritani, Descripción, p, 46; Richard Hakluyt, ed., Voyages, Every-


m.tn's Lilviary, Londres, 1907, vol. IV, p. 26.
M. Abrcu de Galindo, Historia de Conquista, p. 60.
LAS ISLAS AFORTUNADAS I i \

invasores llevasen colmenas desde la Península Ibérica. Kara vrz las


abejas enjambran a distancias superiores a los 10 kilómetros, y m i m a
lo harían desde el continente a las Canarias; transportar un enjambre
a largas distancias es una tarea tan delicada que casi resulta imposible
que ocurra por accidente. Se supone que no había abejas en Tenerife,
al menos en el siglo xv, lo que obligó a Nuestra Señora de la Cande-
laria a producir milagrosamente la cera de los cirios necesarios para
las ceremonias eclesiásticas, La Palma y Hierro demostraron ser zonas
especialmente apropiadas para las abejas, y en el siglo xvi supusieron
una importante contribución al permitir la exportación de cantidades
62
ingentes de miel canaria.
Durante el Renacimiento, el principal producto edulcorante utili-
zado en Europa había sido la miel, pero vio usurpado su lugar por el
azúcar a lo largo de ios siglos siguientes, y esta fue una revolución a
la que contribuyeron las Canarias. El conquistador de Gran Canaria,
Pedro de Vera, fue probablemente el introductor de la industria azu-
carera en el archipiélago. En 1484 instaló el primer ingenio triturador
de caña en las tierras que él conquistó. Otros invasores siguieron su
ejemplo, el azúcar se convirtió en el más importante producto de cul-
63
tivo y exportación de todo el archipiélago.
El azúcar fue el catalizador del cambio social y ecológico. La nueva
élite canaria importó miles de trabajadores de Europa y de África,
algunos libres pero muchos de ellos esclavos, para emplearlos en los
campos de caña y en los ingenios. Su ofensiva para producir azúcar
transformó el ecosistema canario. Los bosques del archipiélago deja-
ron paso a campos de caña, pastos y laderas peladas, ya que los árbo-
les cayeron ante la necesidad de madera para la construcción de mu-
chos nuevos edificios y, sobre todo, de combustible para hervir el
jugo exprimido de la caña cosechada. Los tallos de caña cortada, expli-
caba un inglés buen conocedor de las Canarias, «son transportados

62. Thomas D, Seeley, «How Honeybees Find a Home», Scicntific Ame-


rican, 247 (octubre de 1982), p. 158 (trad. castellana: «Así se funda una col-
mena», Investigación y Ciencia (diciembre de 1982), pp. 84-92); Espinosa, Guan-
ches, pp. 61, 63; Abreu de Galíndo, Historia de Conquista^ pp. 83, 262, 312;
Felipe Fernández-Armesto, The Canary Islands After the Conquest, The Making
of a Colonial Society in the Early Sixteenth Century, Clarendon Press, Oxford,
1982, p. 86.
63. Fernández-Armesto, Canary Islands, p, 70; Abreu de Galindo, Historia
de Conquista, p. 239.
114 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

hasta la instalación azucarera llamada ingenio, se descargan en un


molino, desde donde pasa el jugo por un conducto hasta un recipiente
hecho para este propósito, y donde se hierve hasta que espesa». El
apetito de los ingenios era insaciable. El inglés aludido decía de Gran
Canaria, una isla que en tiempos de los guanches estuvo cubierta de
bosques, que «la cosa que más precisa es bosque». En Tenerife, este
apetito alcanzó un punto tal que ya en 1500 los órganos de gobierno
empezaron a promulgar —en vano— reglamentaciones para proteger
64
de los leñadores a los bosques.
La deforestación fomentó la erosión, hizo que los cursos de agua
amenazaran tan pronto con el hambre como con la riada, y según tes-
tificó Cristóbal Colón y muchos otros después de él, redujo las preci-
pitaciones en las Canarias, como había ocurrido en Madeira y las Azo-
res. Es posible que tuvieran razón, en la medida en que las brumas
oceánicas se condensan en los árboles, especialmente en los pinos, y
caen después en forma de «goteo de niebla», proceso que no puede
producirse sin árboles. Por la razón que fuera, el caso es que los cur-
sos de agua de Fuerte ventura, que a comienzos del siglo xvi los fran-
ceses consideraban como fuentes potenciales de energía para los moli-
6S
nos, se han convertido desde entonces en barrancos secos .
Plantas extrañas, a menudo malas hierbas según la definición euro-
pea, irrumpieron precipitadamente en las tierras raídas por el hacha,
el arado y los rebaños europeos, y por lo que acertadamente puede
llamarse erosión europea. La mayoría de los parásitos de las plantas
provenían de los continentes, principalmente de la Europa meridional
y del norte de África. En la lista de las malas hierbas más nocivas de
las Canarias, hoy en día sólo figuran dos que sean autóctonas. Actual-
mente, la peor es, probablemente, la zarza mediterránea o zarzamora,
la Rtibus ulmifoliuSy planta que con toda seguridad fue importada con
posterioridad al período guanche. No cabe duda respecto a su origen

64. Hakluyt, Voyages, vol. IV, pp. 25-26; Fernández-Armesto, Canary Is-
lands, p. 74; James J. Parsons, «Human Influences on the Píne and Laurel
Forests of the Canary Islands», Geographical Revietv, 71 (julio de 1981), pp.
260-264.
65. Fernando Colón, Columbus by IIis Son, p. 143; Mercer, Canary Is-
lands, p, 219; Bontier y Le Verrier, Cañarían, p. 135; Fernández-Armesto, Canary
Islands, p. 219; Parsons, «Human Influences», Geographical Reviera, 71 (julio
de 1981), pp. 259-260.
.LAS ISLAS AFORTUNADAS

—el litoral mediterráneo— ni sobre su difusión en las traumauiim|


66
tierras canarias.
Los guanches disminuyeron a un ritmo aún más intenso que íu*
bosques, y sus sustitutos se extendieron más rápido que las malas
hierbas. Cierto número de indígenas canarios huyeron a las montañas,
donde vivieron como ladrones de ganado y bandoleros, protagonizan-
do ocasionalmente alguna rebelión, pero pronto esta actitud fue men-
guando hasta cesar por completo. Es probable que la resistencia per-
durase de alguna manera mientras quedaron guanches de pura sangre,
lo cual no duró mucho tiempo. En la década de 1530, Gonzalo Fer-
nández de Oviedo y Valdés escribía que quedaban muy pocos guan-
ches. Girolamo Benzoni, italiano errante que visitó las islas en 1541,
comprobó que los guanches estaban «prácticamente en las últimas».
A finales de siglo, el padre Espinosa informaba de la presencia en
67
Tenerife de unos pocos supervivientes, pero todos ellos mestizos.
La extinción de los guanches se debió a múltiples causas. Perdie-
ron sus tierras, y con ellas su modo de vida. Cuando los españoles
repartieron las tierras y los rebaños de los que se habían apoderado
por derecho de conquista, concedieron muy pocos bienes a los guan-
ches que habían sido sus aliados; en todo caso les dieron las partes
menos codiciadas. De las 992 asignaciones de tierra realizadas en Tene-
rife, solamente 50 fueron a parar a manos de guanches de diversa
tipificación, y pocas de ellas permanecieron largo tiempo en poder de
68
los indígenas.
Algunos guanches, viendo que había pocas esperanzas en su tie-
rra, se unieron a las huestes de emigrantes españoles para luchar y
trabajar en América, África y otros lugares, y desaparecieron muy
pronto de la historia. Murieron sin reproducirse, o difundieron su se-
69
milla en úteros extraños, o dieron nacimiento a extranjeros.

66. Gunther Kunkel, «Notes on the Introduced El ciñen ts in the (laiuiry


Islands Flora», Biogeography and Ecology in the Canary Islands, pp. 2%), 2'36-
257, 259, 264-265.
'67. Fernández de Oviedo y Valdés, Historia General, vol, I, p. 24; Giro-
lamo Benzoni, History of the New World, trad. inglesa y ed. de W. H. Smyth,
Hakluyt Society, Londres, 1857, p. 260; Espinosa, Guanches, p. 120; Fernández-
Armesto, Canary Islands, p. 6.
68. Fernández-Armesto, Canary Islands, pp. 39-40; Mercer, Canary Islands,
pp. 215, 230.
69. Fernández-Armesto, Canary Islands, p, 213; Viera y Clavijo, Noticias,
vol. I I , p. 394; Rafael Torres Campos, Carácter de la Conquista y Colonización
116 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Abandonaron «voluntariamente» su tierra porque, para la mayo-


ría de los guanches, era inevitable la partida. Los conquistadores de-
portaron a un buen número con el propósito de obstaculizar las suble-
vaciones y vendieron a muchos otros como esclavos en las plantaciones
de Madeira y en otros lugares. A largo o a corto plazo, idéntica suerte
esperaba a la mayoría de los guanches que abandonaron sus islas ori-
ginarias: era bien sabido que los exiliados procedentes de las Canarias
estaban sometidos a altos índices de mortalidad. Es de suponer que
las familias se verían resquebrajadas a consecuencia del proceso de
exilio y esclavización, lo cual debió contribuir sin duda a incrementar
el índice de mortalidad y a disminuir drásticamente el índice de nata-
lidad de guanches puros. A lo largo de las décadas de 1480 y 1490,
una avalancha de esclavos abandonó las Canarias, pero a partir de en-
tonces el caudal se redujo hasta hacerse insignificante, y ello debido
70
no a una crisis de la demanda, sino más bien a una crisis de la oferta.
Diversas circunstancias funestas convergieron sobre aquella frágil
raza humana para eliminarla de las Canarias y del mundo, y cada una
de dichas circunstancias amplificaba los efectos de las demás. La ex-
plicación de la extinción no puede reducirse a una sola causa, pero
ninguna circunstancia se mostró tan destructiva como la enfermedad,
que minó despiadadamente las poblaciones propensas al contagio,
aprovechando cualquier resquicio, extinguiendo vidas día y noche, es-
tación tras estación, propagándose como una mala hierba sobre suelos
baldíos y fértiles. La modorra reapareció una y otra vez, la disentería
era corriente, y el «dolor de costado» (¿neumonía?) acabó con mu-
chos guanches. Tristemente podemos afirmar con toda seguridad que
los hombres europeos abusaron de las mujeres guanches contagiándo-
les enfermedades venéreas, especialmente la sífilis, epidemia que asoló
Europa en la década de 1490 y comienzos del siglo xvi. Esta calami-
dad, y las demás enfermedades d'amour no sólo menguaron la vida
71
de las mujeres, sino que además disminuyeron su fecundidad.

de las Islas Canarias, Imprenta y Litografía del Depósito de la Guerra, Madrid,


1901, p. 71; Analola Borges, «La Región Canaria en los Orígenes Americanos»,
Anuario de Estudios Atlánticos, 18, 1972, pp. 237-238.
70. Mercer, Canary Islands, pp. 222-232; Oeuvres de Christophe Colomb,
trad. inglesa y ed. de Alexandre Cioranescu, Éditions Gallimard, S.I., 1961,
p. 241; Fernández-Armesto, Canary Islands, pp. 20, 40, 127-129, 174.
71. Fernández-Armesto, Canary Islands, p. 11; Abreu de Galindo, Historia
de Conquista, p. 298; Espinosa, Guanches, p. 34; Viera y Clavijo, Noticias,
LAS ISLAS AFORTUNADA..

Seguramente hubo guanches que murieron a causa del trauma psi-


cológico que comportó el sometimiento, la pérdida de tantos parientes
y amigos, la desaparición de su lengua, la súbita destrucción de su
modo de vida. Uno de los jefes de la resistencia en La Palma, un ca-
pitán llamado Tanausu, exiliado en España poco después de la con-
quista de su isla por parte de los europeos, murió allí de desespera-
ción y, voluntariamente, de inanición, «cosa muy común y corriente».
Cuando Girolamo Benzoni visitó La Palma en 1541, sólo pudo en-
contrar un guanche que, a sus ochenta años, estaba todo el día borra-
cho. Los guanches se habían convertido en una minoría insignificante,
vacilante al borde de la perdición, que contemplaba apáticamente su
72
propia extinción.
Hoy en día, los genes guanches deben de estar presentes entre los
habitantes de las Canarias, pero la raza guanche está tan difusa que
probablemente sólo puede dar crédito a su existencia la nostalgia de
los actuales canarios por lo que es distintivo de sus islas y de su his-
toria. Con todo lo que se cuenta para demostrar que las Islas Canarias
tuvieron en su día una raza autóctona son los supuestos indicios gené-
ticos, algunas ruinas, momias y pedazos de cerámica, unas cuantas
73
palabras y nueve frases en lengua guanche. Hay pocas experiencias
más peligrosas para la supervivencia de un pueblo que el paso del
aislamiento a la inmersión dentro de una comunidad mundial que in-
cluía marinos, soldados y pobladores europeos.
Las deshabitadas Azores y Madeira se convirtieron en europeas
sin ninguna resistencia en cuanto los marineros europeos desarmaron
sus remos y salieron del agua. Las Azores han sido desde entonces casi
totalmente europeas. Los plantadores de Madeira importaron muchos
miles de esclavos no europeos, pero la proporción de europeos siem-
pre fue lo bastante alta (junto al índice de mortalidad de los esclavos)
como para garantizar que la sociedad fuera abrumadoramente europea.
En las Canarias apareció una nueva población hacia 1520 para relie-

ve!. I I , pp. 156, 290, 348, 496-497, 511, 538; Alfred \V, Crosby, The Columbian
Exchange, Biologícal and Cultural Conseqnences of 1492 Greenwood Press,
y

Westport, Conn., 1972, pp, 122-164.


72. Abreu de Galindo, Historia de Conquista, p. 387; Benzoni, History of
New World, pp. 1, 260.
73. Mercer, Canary Islands, pp. 2 7 4 1 , 241-258; Espinosa, Guanches, p.
X V I I I ; Fernández-Armesto, Canary Islands, p. 5.
118 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

nar el hueco dejado por los guanches. A pesar de que la nueva pobla-
ción de las Canarias era una mezcolanza de gentes, la gran mayoría
74
era claramente europea. Ella, al cabo de unas cuantas generaciones,
empezó a vanagloriarse de que sus islas formasen parte de Europa no
75
como colonias, sino como parte integrante de ella.
Estos tres archipiélagos en el Atlántico oriental fueron los labora-
torios, los programas piloto del nuevo imperialismo europeo, y las lec-
ciones que allí se aprendieron habrían de influir decisivamente en la
historia mundial durante los siglos que habían de venir. La lección
más importante fue que tanto los europeos como sus plantas y ani-
males podían adaptarse perfectamente en zonas donde no habían exis-
tido nunca, lección que la experiencia de los normandos nunca dejó
bastante clara y que los ibéricos, de todos modos, nunca tuvieron la
oportunidad de aprender d e ellos. La otra lección fue que las pobla-
ciones indígenas de las tierras descubiertas, por más bravas y nume-
rosas que fueran, podían ser conquistadas a pesar de todas sus venta-
jas iniciales. De hecho, podían incluso desvanecerse en vísperas de la
batalla (o aún peor, cuando se les necesitaba como mano de obra des-
p u é s de la guerra) como mensajes dibujados sobre la arena que ha de
cubrir la marea; pero en tal caso era posible importar trabajadores
más robustos de Europa y de África. Las islas del Atlántico oriental
sentaron los precedentes tanto de las colonias de poblamiento como
de las colonias de plantación, al otro lado de las simas de Pangea.
Estas fueron las lecciones que impartieron las islas a los europeos
del Renacimiento. ¿Qué pueden enseñarnos a nosotros acerca de las
características generales del imperialismo europeo? ¿Por qué se tuvo
mucho más éxito en estas colonias, que los normandos en sus asenta-
mientos del Atlántico norte y que los cruzados en sus estados del Me-
diterráneo oriental? En los libros de texto se nos dice que la Europa
del Renacimiento era institucional y económicamente más fuerte que
la Europa medieval, y estaba más capacitada para apoderarse de colo-
nias y mantenerlas. Es también evidente que la tecnología europea
había alcanzado en el siglo xv cotas inaccesibles hasta entonces. La
posesión de armas de fuego por parte de los invasores, aunque no fue

74. Fernández-Armesto, Canary Islands, pp. 13, 15, 21, 31, 33, 35-37, 4 1 .
75. Alexander de Humboldt y Aimé Bopland, Personal Narrative of Tra-
veis (o ¿he Equinoctial Región oí the New Continente Longman, Hurar, Rees,
Orme & Brown, Londres, 1818, vol. I, p. 293.
LAS ISLAS AFORTUNADAS 119

un factor decisivo en la campaña de las Canarias, pudo haber tenido


cierta importancia. Los inventos europeos de los siglos xiv y xv con-
cernientes a la construcción naval, los aparejos y la navegación, hi-
cieron las largas singladuras más seguras, más rápidas y por tanto
más atractivas a los ojos de los marineros del Renacimiento que en
la época medieval. Todo esto es indiscutiblemente cierto, pero la his-
toria de las Azores, de Madeira y de las Canarias tiene mucho más
que decirnos. Los europeos que navegaron hasta estas islas tenían
ventajas biológicas con las que no contaron ni los normandos ni los
cruzados,
Las colonias atlánticas de los normandos eran demasiado frías y
estaban en latitudes demasiado nórdicas como para que se adaptasen
las plantas y animales propios de la Revolución Neolítica del Viejo
Mundo, Se adaptaron bien en Vinland, pero fue igual, porque las gen-
tes que los llevaron no tuvieron éxito. En Tierra Santa también se
adaptaron estas plantas y animales, como habían venido haciendo du-
rante miles de años, pero la mayoría iba a parar a los adversarios de
los europeos. En las Azores, Madeira y las Canarias, el trigo, el azú-
car, las uvas, los caballos, el ganado bovino, los asnos, los cerdos y
todos los demás productos de los europeos prosperaron estupenda-
mente, y exclusivamente en beneficio de los europeos y de sus es-
clavos.
Las colonias de los normandos estaban tan lejanas que el contacto
con Europa se desvanecía, de manera que la llegada de barcos desde
el continente podía desencadenar, y de hecho desencadenó, epidemias
mortíferas. En el norte, las enfermedades actuaban en contra de los
colonos europeos. (En Vinland, parece que desempeñaron un papel
realmente secundario, pero no cabe duda de que tampoco ayudaron
a los invasores.) Cuando los europeos se dirigieron hacia Oriente como
cruzados, se desplazaron a regiones densamente pobladas en las que
existían culturas altamente desarrolladas que contaban con milenios
de historia. Estos pueblos excedían a los europeos en número, y en
muchos sentidos también los superaban en calidad —calidad de di-
plomacia, de literatura, de tejidos, y calidad de experiencia epidemio-
lógica—. Miles de cruzados fueron víctimas de su inferioridad. Los
europeos que se desplazaron a las Azores y a Madeira no tuvieron
en principio estos problemas —allí no había nadie, ni superior ni
inferior— y ios que se dirigieron a las Canarias tenían la ventaja de
trasladarse de una zona con una población relativamente densa y eos-
120 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

mopolita, a islas habitadas por pueblos que habían permanecido ais¬


lados durante muchas generaciones. En Jas Canarias, las enfermedades
estuvieron al servicio de los europeos. José de Viera y Clavijo descri-
bió a los guanches en su decadencia ahogados en sus lágrimas e in-
70
fectados de modorra.
Las islas del Atlántico oriental sufrieron periódicamente epidemias
después de la conquista, como pasó también en Europa, pero no fue-
ron devastadoras. Los contactos de la nueva población isleña con el
continente se producían con una frecuencia suficiente para mantener
sus anticuerpos a niveles que la protegieran de las verdaderas infec-
ciones de tierra virgen. En los siglos xvi, x v n y x v í n su experiencia
epidemiológica no fue similar a la de los territorios recién descubier-
77
tos al otro lado de los océanos.
Un breve análisis de las relaciones sobre las tentativas europeas
de fundar colonias durante la Edad Media y el Renacimiento sugiere
que los siguientes factores habrían de ser cruciales para que los esta-
blecimientos de colonias de poblamiento europeo fuera de las fronte-
ras del propio continente no fracasaran: en primer lugar, el futuro
asentamiento debería ser emplazado allí donde el territorio y el clima
fuesen similares a los de algún lugar de Europa, Los europeos y sus
camaradas, los organismos comensales y los parásitos, no eran dados
a adaptarse a territorios y climas francamente ajenos, pero eran real-
mente eficaces construyendo nuevas versiones de Europa en contextos
no del todo apropiados. En segundo lugar, las futuras colonias debe-
rían situarse en tierras alejadas del Viejo Mundo, de manera que no
hubiese depredadores u organismos patógenos (y en caso de haberlos,
que fueran pocos) adaptados para atacar a los europeos y a sus plantas
y animales. Por otra parte, la lejanía garantizaría que los indígenas
tuvieran pocas especies a su servicio similares al caballo o al ganado
bovino; es decir, los invasores deberían contar con una familia más
extensa que la de los indígenas, ventaja probablemente más impor-
tante que la supremacía de la tecnología militar (desde luego, a largo
plazo). Asimismo, la lejanía aseguraría que los indígenas carecieran
de defensas contra las enfermedades inevitablemente portadas por los
invasores. Las Islas Canarias, a pesar de estar tan sólo a unos pocos
días de viaje desde el continente, merecieron el calificativo de lejanas,

76. Viera y Clavijo, Noticias, p. 394.


77. Viera y Clavijo, Noticias, passim.
LAS ISLAS AFORTUNADAS 121

porque si los bereberes del continente vecino tenían pocos conocimien-


tos náuticos los de los guanches eran mínimos. Este curioso defecto
de la cultura guanche la hizo permanecer en la Edad de Piedra, desven-
taja que se evidenció cuando se topó con el hierro y el acero de los
europeos, y que la dejó desguarnecida ante sus peores enemigos: los
caballos y los agentes patógenos de la peste y la modorra, que segu-
ramente vinieron acompañados por otras enfermedades del continente.
La gran debilidad de los guanches radicaba en su incapacidad para
cruzar una corta distancia por mar. El origen de la debilidad de casi
todos los demás pueblos que padecieron la usurpación de los europeos,
o que se vieron remplazados por éstos a lo largo de los cuatro siglos
siguientes (amerindios, aborígenes australianos, etc.), se hallaba en la
enorme distancia que sus antepasados habían establecido entre ellos
y los focos donde habrían de incubarse las civilizaciones del Viejo
Mundo. La tendencia hacia la emigración que sintieron sus antepasa-
dos, junto con la fusión de ios glaciares piéistocénicos y la elevación
de los niveles oceánicos, los dejaron, como testifica la desoladora his-
toria que han protagonizado a lo largo de los últimos siglos, en el
lado de las simas de Pangea que correspondió a los perdedores."
5. LOS VIENTOS

—¡Ah! ¡Por qué no se contentarán los hombres


con los bienes que la Providencia pone a su alcance
sin tener que hacer largos viajes para acumular
otros!
—A ti te gusta el té, Mary Pratt, y el azúcar
que pones en él, y las sedas y cintas que te he visto
llevar; ¿cómo obtendrías estas cosas si no se hicieran
viajes? El té y el azúcar, y las sedas y el raso no
crecen en la tranquilidad del Vivero de Ostras
—aquí el diácono pronunció la palabra «ostras» con
toda uniformidad.
Mary reconoció que lo que se decía era cierto,
pero cambió de tema.

JAMES FENIMORE COOPER, The Sea Lions

Si los expansionistas del Viejo Mundo tenían que sacar provecho


de las oportunidades prefiguradas en los éxitos europeos de cara a un
imperialismo de tipo ecológico en las islas del Atlántico oriental, ten-
drían que hacer que un contingente humano considerable cruzase las
simas de Pangea —los océanos— junto con sus organismos subordi-
nados y parasitarios. Esta magna empresa derivaría de un proceso defi-
nido en cinco cambios. Uno de los cinco fue, simplemente, la emer-
gencia de un fuerte deseo de emprender aventuras imperialistas en
ultramar —prerrequisito que pudiera parecer demasiado obvio para
tomarse la molestia de mencionarlo, pero que no puede ser omitido,
como nos demuestra el caso chino, al que nos referiremos a continua-
ción. Los otros cuatro cambios fueron de naturaleza tecnológica. Se
precisaban naves lo bastante grandes, rápidas y maniobrables para
LOS VIENTOS 12 \

transportar a través de miles de kilómetros de océano, rozando bajíos,


arrecifes y cabos amenazadores, un cargamento útil de mercancías y
pasajeros que valiera la pena, y regresar con una seguridad razonable.
Se precisaban equipos y técnicas para encontrar los rumbos por los
que atravesar el océano sin avistar tierra durante semanas, e incluso
meses, en viajes mucho más largos que cualquiera de los que lograron
superar los normandos. Se precisaba armamento lo bastante portátil
para llevarlo a bordo, y lo bastante eficaz para intimidar a los indí-
genas de las tierras que encontrarían en los océanos. Se precisaba una
fuente de energía que condujera las naves a través de los océanos. Los
remos no podían hacerlo: ni esclavos ni hombres libres hubieran sido
capaces de remar sin agua dulce y calorías suficientes, y una galera
capaz de transportar suficientes suministros para una travesía a remo
del Pacífico hubiera sido, paradójicamente, demasiado grande para
ser llevada a remo a cualquier parte. Por supuesto, el viento habría
de ser la respuesta a estos requisitos, pero ¿qué vientos, dónde y
cuándo? El explorador que se lanzara a los mares con la esperanza
de que siempre habría un viento que le condujera adonde él deseaba,
se encontraría con que era el viento el que le conduciría adonde él
deseara. El nacimiento de las Nuevas Europas tendría que esperar a
que los navegantes europeos, que m á m e n t e se aventuraban más allá
de los bancos continentales, se convirtieran en navegantes de altura.
Resumiendo una historia que ya ha sido muy bien contada por
1
historiadores como J. H . Parry y Samuel Eliot Morison, la mayoría
de los requisitos mencionados se cumplieron no después de la década
de 1490, década de los triunfos de Colón y Da Gama. En muchos
aspectos, ya se habían cumplido hacía tres o cuatro generaciones. La
tecnología naval china ya estaba lo suficientemente desarrollada a
principios del siglo xv, como para que Cheng Ho, primer almirante
y eunuco del emperador Ming, despachara a la India y al África orien-
tal flotas compuestas por montones de naves armadas con multitud
de cañones de pequeño tamaño y manejadas por miles de tripulantes
y pasajeros. Debería considerarse a este almirante, y no a Bartolomé
Dias, como, por así decir, primera gran figura de la era de las explo-
raciones. Si los cambios políticos y la endogénesis cultural no hu-

1, Dos de sus libros más célebres sobre el tema son, respectivamente, The
Díscovery of the Sea, University of California Press, Berkeley, 1981, y Admira!
of the Ocean Sea, A Life of Christopher Columbas, Little, Brown, Boston, 1942,
124 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

bieran sofocado las ambiciones de los navegantes chinos, es posible


que los mayores imperialistas de la historia se hubieran dado en el
2
Lejano Oriente y no en Europa.
Pero China prefirió volver la espalda a los océanos, dejando a la
historia dos únicos posibles protagonistas para el imperialismo a gran
escala: los árabes, conducidos por sus navegantes, y los europeos, con-
ducidos por los suyos. (Existían otros pueblos expansionistas, pero
ninguno que reuniera condiciones de poderío y experiencia en alta
mar.) Hacia 1400, los marinos de estos dos eventuales grupos impe-
rialistas estaban todavía muy rezagados respecto a los chinos, pero
sus barcos, aunque más pequeños que los de Cheng Ho, eran marine-
ros y de tamaño adecuado; algunos estaban equipados con cañones, y
pronto muchos más lo estarían, y los navegantes disponían de brúju-
las e instrumentos rudimentarios para calcular la velocidad y la latitud.
Ni árabes ni europeos eran capaces de precisar con exactitud la lon-
gitud, pero nadie lo fue hasta la invención de un cronómetro de pre-
cisión en el siglo X V I I I . Mientras tanto, debían apañarse con lo que
tenían y adivinar la longitud —exactamente de la misma forma que lo
haría Colón—. La ciencia daría sus mayores contribuciones a la nave-
3
gación después del siglo xv.
El problema que quedaba por solucionar era el viento. No era
q u e no comprendieran cómo aprovechar su fuerza; las velas cuadras
de los cristianos y las velas latinas de los árabes, utilizadas combina-
damente cada vez con más frecuencia a medida que avanzaba el siglo,
hubieran podido conducir a Magallanes a través del Pacífico tanto en
1421 como en 1521. El problema era que en 1421 nadie sabía gran
cosa acerca de dónde y cuándo soplaban los vientos sobre los grandes
océanos, a excepción del Océano índico. Sin duda el Océano índico
;

era lo bastante grande como para perderse en él, pero lo circundaba la


tierra por tres lados, y sus vientos seguían la disciplina de los monzo-

2. Joseph Needham, Science and Civilixation in China, IV, Physics and


Pkysical Technology, parte I I I , Civil Engineering and Nautics, Cambridge Uni-
versity Press, 1971, pp. 487-491, 518, 524, 562-563, 567, 594-599.
3. Samuel Eliot Morison, Admiral of the Ocean Sea, A Life of Christopher
Columbus, Lítele, Brown, Boston, 1942, pp. 183-196; Cario M. Cipolla, Guns,
Sails and Em pires: Technological Innovation and the Early Pbases of European
Expansión, 1400-1700, Panthcon Books, Nueva York, 1965, pp. 75-76. (Trad. cas-
tellana: Cañones y velas, Primera fase de la expansión europea, Ariel, Barcelona,
1967.)
LOS VIENTOS

nes, sistema climático estacional que podía predecirse desde tierra. Las
lecciones que el Océano índico enseñó a los navegantes nativos resul-
taban imperfectas al aplicarse a otros lugares, y ello debió de tener
algo que ver con su inferioridad genérica frente a los navegantes
europeos fuera de los mares monzónicos asiáticos. También es cierto
que en el siglo xv la atención de los árabes estaba centrada en la tierra
firme, y si algún mar les interesaba, era aquel mar-con-tierras-a-su-
alrededor, el Mediterráneo. La propia situación del Océano índico
desalentaba la curiosidad. Más allá de las aguas conocidas, no había
sino pueblos primitivos, océano y más océano. Cuan diferente demos-
traría ser el Atlántico; al otro lado estaban los aztecas, los incas y la
exuberante América.
La historia del acercamiento de las simas de Pangea es una em-
presa europea; por supuesto, no totalmente, ya que la imprescindible
brújula era china, y la vela latina que permitió abrirse paso entre los
vientos, requisito indispensable para la exploración de las costas desco-
nocidas, era árabe. Sin embargo, en realidad los barcos, propietarios,
banqueros, monarcas y nobles interesados, cartógrafos, matemáticos,
navegantes, astrónomos, maestros, oficiales y vulgares marineros, o
bien eran europeos o bien estaban al servicio de éstos. Condujeron a
la humanidad hacia la mayor aventura que había emprendido desde el
Neolítico. John H . Parry ha preferido no llamar a esta aventura «el
descubrimiento de América», ya que éste no fue sino uno de sus epi-
sodios; la ha llamado «el descubrimiento del mar», es decir, el descu-
brimiento del dónde y el cuándo de las corrientes y los vientos oceá-
4
nicos que les impulsaban.
Cuando los navegantes ibéricos y mediterráneos se adentraron
por primera vez en las aguas^del piélago más allá de Gibraltar, sólo
les eran familiares los vientos de sus mares de origen. No sabían nada
acerca de los vientos deslizantes o a ráfagas (¿en barrena, en torbe
llíno? ¿soplando hacia arriba?) más allá del banco continental, listos
marineros heredaron —en muy diversos grados, puesto que la mayoría
no procedía de una formación académica— lo que sobre la natura-
leza del mundo en general habían dicho los sabios de la antigüedad
y sus discípulos recientes. Según una tradición, elevada por Aristó-
teles casi a la categoría de verdad revelada, los climas, y por tanto

4. J. H. Parry, The Discovery of the Sea, University of California Press,


Berkeley, 1981. (Traducción castellana, en Crítica, Barcelona, en prensa.)
126 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

otras muchas cosas, estarían distribuidos en estratos de latitud desde


el Polo Norte hasta el Ecuador, orden que se reproduciría inversa-
5
mente desde allí al Polo Sur. De ahí que, en 1492, Colón no se extra-
ñara de que las gentes de las Bahamas y las Antillas tuvieran la tez
oscura, porque así la tenían los guanches, que vivían en la misma
6
latitud. Por supuesto, esta teoría era de un extremo simplismo, y
llevaba, por ejemplo, a la falsa suposición de que debería existir un
enorme continente en el sur, una Terra australis incógnita, que equi-
librase las masas de tierra al norte del ecuador, pero no estaba del
todo mal encaminada. En términos generales, es válida, y a muchos
efectos prácticos también en lo relativo a los vientos del Atlántico y
del Pacífico —que es todo lo que pedían los exploradores de los si-
glos xv y xvi, que cruzaban los océanos como si jugaran a la gallina
7
ciega.
Los vientos del Atlántico y del Pacífico soplan formando gigan-
tescas ruedas de viento. En cada uno de los océanos se revuelve un
carrusel de aire en el sentido de las agujas del reloj al norte del ecua-
dor , y al sur, gira otro en sentido contrario. Los bordes polares de
los carruseles corresponden a los vientos dominantes del oeste de las
zonas templadas del norte y del sur. En los trópicos, entre las ruedas
de viento, amplías franjas de aire en movimiento ascienden y se pre-
cipitan oblicuamente sobre un cinturón de bajas presiones humean-
tes bajo el vertical sol ecuatorial. Se trata de los famosos vientos ali-
sios (en inglés trade ivinds, término derivado de la acepción obsoleta
de la palabra trade en el sentido de trayectoria o sendero). El cinturón
de bajas presiones es la detestada zona de calmas ecuatoriales, prota-
gonista de tantas historias de sed y hambre padecidas por aquellos que
se vieron atrapados por falta de viento en su agotador abrazo. Todo
este vasto sistema —vientos del oeste, alisios, calmas ecuatoriales, y
demás— sigue un balanceo gigantesco de norte a sur al ritmo de las
estaciones, según las pautas del viraje anual del sol vertical hacia de-
lante y hacia atrás entre el Trópico de Cáncer y el de Capricornio. En
la naturaleza latitudinal del sistema y en su escasa predictíbilidad (muy

5. Aristóteles, Meteorológica, trad. inglesa de H. D. P. Lee, Harvard Uni-


versity Press, Cambridge, 1952, pp. 179-181; The Geography of Strabo, trad.
inglesa de Horace L. Jones, Heinemann, Londres, 1917, vol. V I I I , pp. 367-371,
6. Morison, Admira!, p. 230.
7. J, C. Beaglehole, The Lije of Captain ]mnH Caok, Stanford University
Press, 1974, pp. 107-108.
X/Z//A Lluvias de i n e s r a N - r i s a de r.oriveccJón A B Puntos de altas y bajas presiones

FIGURA 5. Los vientos de invierno


LOS VIENTOS

escasa debido a la abundancia de variaciones locales, de turma que de


vez en cuando la totalidad del sistema queda anulado durante un
tiempo) reside la clave para la navegación a travos de las simas de
Pangea, desde Europa hasta los nuevos mundos.
Los navegantes de la Europa meridional que habrían de marcar
un hito histórico al descubrir América, al superar el Cabo de Buena
Esperanza y al circunnavegar el globo, asistieron a la escuela primaria
en el Mediterráneo, y tuvieron como escuela secundaria lo mejor que
puede esperarse después de un mar cerrado: una amplia extensión de
océano abierto con vientos razonablemente predecibles y suficientes
islas como para que el navegante pueda poner en práctica sus habili-
dades sin dejar la vida en la primera ocasión en que pierde el rumbo.
El historiador Fierre Chaunu ha llamado con perspicacia a esta exten-
sión acuosa «el Atlántico mediterráneo». Se trata de la amplia cuña
que hacia el oeste y el sur de la Península Ibérica señalan como mojo-
nes en el Atlántico las Canarias y las Azores, incluido el grupo de
Madeira, y sobre el cual soplan persistentes vientos del norte durante
los meses más cálidos. Los vientos del sur son infrecuentes, mientras
que el flujo general de aire suele venir del oeste sólo en las latitudes
8
templadas de las Azores. Los hermanos Vivaldi desaparecieron en el
Atlántico mediterráneo en 1291, pero la mayoría de quienes les suce-
dieron sobrevivieron, se familiarizaron con estas aguas, y al hacerlo
se convirtieron en navegantes de altura, verdaderos marineros — n í a -
rinheiros, para decirlo con el término más apropiado, el termino por-
tugués. La clave para comprender lo que aprendieron y cómo lo apren-
dieron es el archipiélago Canario. Fue este grupo de islas el que tentó
a los navegantes portugueses (además de genoveses, mallorquines, es-
pañoles y otros, muchos de los cuales navegaban para los portugue-
ses) a adentrarse en el Atlántico, aceptando su papel de primeros na-
vegantes oceánicos europeos después de los normandos. El viaje hasta
aquellas islas siguiendo los alisios descendentes era cuestión de una
semana o incluso menos; el archipiélago era lo bastante extenso y sus
picos lo bastante altos como para no dar con él. «En la isla de Teneri-
fe —decía un viajero holandés del siglo xvi— hay una montaña llama-
da Pico de Terraira considerada como la más alta montaña nunca en-

8. Fierre Chaunu, European Expansión in the Later Mídale Ages, trad. in-
glesa de Katherine Bertram, North Holland, Amsterdam, 1979, p. 106. (Trad.
2
castellana; La expansión europea, Labor, Barcelona, 1982 .)
130 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

contracta, pues puede divisarse fácilmente al menos a sesenta millas


9
desde el mar.» Y al final del viaje por esta agradable zona del Atlán-
tico esperaban los beneficios de las Canarias; pieles de animales, tintes
y esclavos.
El problema no era llegar a las Canarias desde la Península Ibé-
rica; el problema era regresar. Para la resolución de esta dificultad,
los navegantes europeos debieron sin duda agudizar y tal vez incluso
inventar algunas de las técnicas que les permitirían navegar hasta
América, hasta la India, y alrededor del mundo, ligando así las simas
de Pangea. El rumbo a seguir entre la Península Ibérica y las Cana-
rias suele ser tan recto como puede navegar un velero, ya que nor-
malmente tanto las corrientes como los vientos le conducen a su des-
tino, alguna vez no en una sola ráfaga si se escoge la estación correcta.
Bastará la vela cuadra, la vela latina o, con suerte, ningún tipo de
vela; pero para regresar aproximadamente por la misma ruta, hay que
cambiar de rumbo, adelante y atrás, durante varios días, deslizándose
hacia atrás cada vez que la nave vira, progresando lentamente en cada
intento, ya que la corriente es implacablemente contraria. Sí se pre-
fiere navegar con prudencia, la única esperanza es bordear la costa,
aprovechando ai máximo los vientos costeros que soplan hacia el sur
y suroeste durante las horas inmediatamente anteriores y posteriores
al alba. Después, a mediodía, hay que cambiar de rumbo, de nuevo,
hacia la costa, con la esperanza de tomar norte o, al menos, no per-
derlo, antes de anclar o antes de que los vientos costeros se levanten
de nuevo. La esperanza de tomar rumbo norte pesaba realmente y
en gran medida sobre las espaldas de los remeros, pero ¿dónde había
alimentos y agua para mantenerlos en aquella costa inhóspita? Una
conjetura válida respecto a la suerte que corrieron los hermanos
Vivaldi es que pudieron haber navegado quizá hasta las Canarias, qui-
zás más lejos, y comprobaron después que su velamen era inadecuado
para el viaje de vuelta, y que sus sedientos remeros se veían incapaces
de remar contra la Corriente de las Canarias. Tal vez murieron de
privaciones y de cansancio, o quizás al intentar encontrar el camino
de regreso mediante la artimaña de aprovechar los vientos costeros

9. The Voyage of John Huyghen van JJnschotcn lo the East Indies, Burt
Franklm, Nueva York, s. f., vol. II, p. 264.
LOS VIENTOS

fueran golpeados por una ráfaga que, al carecer de espacio de manio-


10
bra, les estrellara contra los bajíos de Marruecos,
Cuando se enfrentaban a fuertes vientos contrarios, los navegantes
europeos predecesores de los marinheiros —e incluso los norman-
dos— o bien desistían y regresaban a casa, o bien replegaban las
velas hasta que el viento cambiara, ocupándose de los quehaceres do-
mésticos que siempre precisa un navio. No existía otra forma de abrir-
se paso a través de un viento frontal incesante. Los europeos que
surcaron el Atlántico mediterráneo hallaron una nueva forma. Si no
podían navegar lo bastante cerca de un viento contrario como para
vencerlo, entonces debían intentar «navegar en torno al viento», es
decir, mantener el timón en un rumbo lo más cercano posible al
viento, durante el tiempo que fuera necesario para dar con un viento
que pudieran utilizar para llegar adonde pretendían. Los navegantes
del Atlántico mediterráneo atrapados en las Canarias por el flujo de
aire y agua que les empujaba hacia el sur, debían poner rumbo al
noroeste, hacia el océano abierto, y navegar regularmente alejándose
cada vez más de la última tierra firme, quizá sin ganar un solo cen-
tímetro en dirección a su destino durante muchos días, hasta que final-
mente se alejaban lo suficiente de los trópicos para alcanzar los vientos
dominantes del oeste de la zona templada. Entonces podían poner
rumbo a casa. Debían tener fe en su conocimiento de los vientos, dar
la espalda a la tierra, para convertirse, posiblemente durante semanas,
en criaturas de las profundidades del piélago. Debían convertirse en
verdaderos marinheiros. Los portugueses, que perfeccionaron esta es-
trategia, la llamaron la volt a do mar, rodeo por mar, o viraje hacía
11
fuera y contorneando.
Este uso alternativo de los vientos alisios en el trayecto de ida,
después la volta (el paso de cangrejo hacia el noroeste) hacia la zona
de los vientos del oeste, y después el cambio hacia el destino con
los vientos del oeste a popa —este modelo de navegación y e s t e
modelo de vientos dominantes— hicieron que las arriesgadas empre-
sas de Colón, Da Gama, y las aventuras de Magallanes no fueran actos
suicidas. Estos navegantes sabían que podían zarpar con los alisios

10. Raymond Mauny, Les Navigalions Medievales sur ¡es Cotes Sahariennes
Antérieures á la Découverte Portugaise (1434), Centro de Estudos Históricos
Ultramarinos, Lisboa, 1960, pp. 16-17.
11, Parry, Discovery, pp. 101402.
132 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

y volver con los vientos del oeste, y con esta fe, como decía el jesuíta
José de Acosta, «los hombres se han arriesgado a emprender nuevas
12
navegaciones, para ir en busca de lejanos países desconocidos».
Es dudoso que los navegantes de la era de las exploraciones pen-
sasen en la volta como algo formalizado en cierta manera. Es poco
probable que aprendiesen la técnica como un principio; después de
todo, no estaban buscando leyes de la naturaleza, sino simplemente
tanteando los mares en busca de vientos favorables. Pero se formaron
pautas dominantes de pensamiento que encajasen con las pautas de
los vientos dominantes, de manera que los navegantes ibéricos utili-
zaron la volta como plantilla para trazar los rumbos hacia Asia, hacia
América y para dar la vuelta al mundo.
En el siglo xv, los navegantes portugueses descendieron por las
costas africanas más allá de las Canarias, tanteando ei terreno a lo
largo de costas desérticas o bordeadas de selva, y aprendiendo las
triquiñuelas del comercio con los africanos, para obtener oro, pimien-
ta y esclavos. Hacia 1460, colonizaron las Islas de Cabo Verde y
a continuación navegaron aún más lejos hacia el sur y rodeando la
protuberancia ele África. Allí se toparon con aguas peligrosas y des-
concertantes. Cerca de la costa y durante los meses de verano eran
huéspedes de las violencias del monzón del África occidental. El con-
tinente, horneado por el sol vertical, aspira tierra adentro el aire oceá-
nico relativamente frío, y los vientos dominantes retroceden hacia el
sudoeste, arrastrando a las naves hacia una costa prácticamente sin
puertos, Si los marinheiros se hacían a la mar al margen del clima
monzóníco, se alejaban de la zona de los alisios del nordeste para
adentrarse en la zona de calmas ecuatoriales, donde el aire recalen-
tado se eleva verticalmente, provocando calmas que se alternan con
peligrosas tempestades, La amplia extensión oceánica frente a las cos-
tas africanas, entre el río Senegal y el río Congo, es la peor zona del
13
mundo por sus tormentas. Ser arrastrado por el viento fuera de la

12. José de Acosta, The Natural and Moral History of the Indies, trad. in-
glesa de Edward Grimstone, Burt Franklin, Nueva York, s. f., vol. I, p. 116,
(Versión original castellana; Historia natural y moral de las Indias, Sevilla, 1590;
2
Ramón Anglés, Impresor, Madrid, 1894 .)
13. "Wíily Rudloff, World Climates: ivith Tables of Climatic Data and
Practical Suggestions, Wissenschaftliche Verlagsgesellschaft, Stuttgart, 1981, p.
15; Parry, Discovery, p. 119; Glenn T. Trewartha, An Introduction to Climatc,
McGraw-Hiil, Nueva York, 1968, pp. 107-108; «Monsoons», Encyclopaedia Bri-
LOS VIENTOS 133

zona de calmas ligeramente al sur de las Islas de Cabo Verde suele


ser lo más costoso. Colón se extravió en esta «hebilla» del cinturón
de calmas ecuatoriales en su tercer viaje: «Allí me desamparó el vien­
to y entré en tanto ardor y tan grande que creí que se me quemasen
14
los navios y gente».
En el Atlántico frente a la «esquina» sudoeste de la protuberancia
de África, los marinheiros regulaban rumbo y velamen según la esta­
ción y el cálculo basado en la experiencia; y de tal manera lo hicieron
que, derechos hacia el este, llegaron a las ricas islas de Fernando Poo
y Sao Tomé alrededor de la década de 1470, transformándolas pronto
15
en nuevas Madeiras y equipándolas con mano de obra negra. Al este
de las islas, la costa se orientaba de nuevo hacia el sur; el pasaje se­
creto hacia la India no se conseguiría fácilmente. El rey Joáo I I , que
ascendió al trono en 1481, estimuló a los marinheiros que pronto al­
canzarían el estuario del río Congo, pero al sur de la desembocadura
del Congo encontrarían nuevos obstáculos curiosamente familiares:
la Corriente de Benguela, contrapartida meridional de la Corriente
de las Canarias, y los alisios del sudeste, contrapartida meridional de
16
los alisios del nordeste.
En 1487, Bartolomé Dias siguió más allá del Congo en dirección
al sur, a lo largo de la costa sudoccidental africana frente a la actual
Namibia, luchando contra corrientes y vientos adversos. Se encontró
en el mismo dilema con que habían tropezado los primeros marinheiros
un siglo antes, al intentar regresar a Europa a lo largo de la costa
marroquí. En algún lugar al sur del río Orange, actual frontera de la
Unión Sudafricana, topó con un tiempo tempestuoso y allí cambió
juiciosamente su rumbo, juiciosamente para un marinheiro. Se hizo
a la mar, de bolina, en busca de espacio de maniobra y de vientos
favorables. Tal vez se volviera simplemente como hace una oveja para
evitar la lluvia, pero lo más seguro es que se volviera hacia el sudoeste

tannica, Macropaedia, Encyclopaedia Britannica, Inc., Chicago, 1982, vol. X I I ,


D . 392.
i.

14. The Four Voyages of Christopher Columbas, trad, inglesa de J. M. Co­


hén, Penguin Books, Baltimore, 1969, p. 207. (Versión original castellana: Los
6
cuatro viajes del Almirante y su testamento, Espasa-Calpe, Madrid, 1977 , p.
172.)
15. Baily W. Diffie y George D. Winius, Toundations of the Portuguese
Empire, 1415-1580, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1977, p. 147,
16. Parry, Discovery, pp, 124-126; Chaunu, Euro pean Expansión, p, 130.
134 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

basándose en la antigua tradición según la cual Dios, o los dioses,


gustan de la simetría: si hay alisios a la altura de Marruecos, en sen-
tido oblicuo desde el nordeste hacia el ecuador, y- vientos del oeste
dominando al norte, y si hay alisios a la altura de Namibia, en sentido
oblicuo desde el sudeste hacía el ecuador, entonces también debe
haber vientos del oeste más allá. Tal vez Dias se diera cuenta de que
el sistema de vientos del Atlántico sur se asemeja al del Atlántico
norte, y que la plantilla de la volta, invirtiéndola para adecuarla a
las condiciones invertidas de la mitad inferior del mundo, funcionaría
igual al sur del río Orange que al norte del río Senegal.
Dias se topó con los vientos del oeste bastante más al sur del ex-
tremo meridional de África, y le transportaron al este y al norte hasta
el borde del Océano índico. Una vez allí, la inquietud de la tripulación
le hizo girar en algún lugar cercano al río Great Fish y emprender
el regreso hacia Portugal. Cual Moisés navegante, había avistado el
Océano Prometido, pero jamás llegaría a penetrar en él. De vuelta a
su país, llevó consigo dos preciosas porciones de saber: en primer lu-
gar, existía un paso hacia el Océano índico desde el Atlántico; en
segundo lugar, las pautas del viento en el Atlántico sur eran, según
su experiencia, muy similares a las del Atlántico norte, sólo que in-
17
vertidas,
Por razones que no alcanzamos a comprender totalmente, los por-
tugueses vacilaron durante varios años antes de capitalizar los descu-
brimientos de Dias. El próximo especialista en la volta que se pondría
a prueba no era ni siquiera portugués, sino un cartógrafo genovés
llamado Cristóbal Colón al servicio de los españoles. Dias había in-
vertido la volta; Colón la estiraría por los lados.
Colón, como todo escolar sabe, estaba interesado en llegar a Asia
navegando hacia el oeste, porque creía que debía existir una ruta
más corta que la que rodeaba África. El rumbo obvio era derecho
hacia el oeste desde España hasta Cipangu (Japón), pero Colón sabía,
como lo sabía cualquier otro marinheiro, que los vientos dominantes
del oeste en aquellas latitudes convertían la elección en una locura.
Descendió hasta las Canarias y en septiembre de 1492 se orientó al
oeste, con los alisios soplando por el cuarto de estribor, hinchando
las velas de su pequeña flota. En aquella estación, se encontraba en

17. Eríc Axelson, Congo To Cape, F.arly Portuguese Explorers, Faber &
Faber, Londres, 1973, pp. 100-101, 107-1 10, 1 1 4 .
LOS VIENTOS

el extremo norte de los alisios, donde los vientos suelen no ser nr^i
ros (en sus otros viajes a América, siempre descendió mucho nuls w\
sur antes de virar hacia el oeste), pero 1492 fue su año de suerte, y
tuvo un espléndido viaje hasta las Indias Occidentales. El rumbo ele-
gido por Colón estaba tan cerca del óptimo para los veleros, que los
navegantes, incluso los que zarpaban de puertos de la Europa del
norte, lo seguirían durante generaciones, introduciendo algunos ajustes
como los que haría más tarde él mismo. Tanto la expedición inglesa
que fundaría la colonia de Virginia 115 años después, como la flota
holandesa que fundaría Nueva Amsterdam dos décadas más tarde,
navegaron hasta América siguiendo la ruta que pasaba cerca de las
18
Canarias. Los españoles llamaron «brisas» a los alisios cálidos y
predecibles, y pusieron el nombre de Golfo de las Damas a la zona
del Atlántico que se extendía entre las Canarias y las Islas de Cabo
9
Verde, por un lado, y las Indias Occidentales por el o t r o /
Colón se dejó llevar de la mano de los alisios camino de las Baha-
mas, de las Grandes Antillas y de la inmortalidad. Después tendría
que encararse al viejo y enojoso problema del Atlántico mediterráneo:
cómo regresar contra ios alisios. (¿Batallando contra ellos a lo largo
de los miles de kilómetros que separan La Española de España?
Inició el regreso serpenteando por las aguas de La Española durante
algunos días, intentando encontrar algún resquicio en las brisas ince-
santes, para poderse colar entre ellas —igual que alguien intentando
abrirse paso a través de un seto frondoso— y a continuación hizo la
única cosa sensatamente posible: recurrió a la volta do mar, despla-
zándose lateralmente a través del Mar de los Sargazos (donde la capa
de algas eran tan espesa que los marineros temieron quedar bloquea-
dos) hacía las latitudes de los vientos del oeste, y navegó entonces
0
hacia el este en dirección a las Azores y, de allí, de vuelta a Kspaíia/

18, Charles M. Andrews, The Colonial Period of American ílisfory, Yule


University Press, New Haven, 1934. vol. I, p. 98; J. Franklin J a m e s o n , ed.,
Narratives of New Netherland, 1609-1664, Scribner, Nueva York, .1909, p . 75.
1.9. Acosta, Natural and Moral History, vol. I, p. 114; Samuel Parchas, ce!.,
Hakluytus Posthumus, or Parchas His Pilgrimes, James MacLehose 6r Sons,
Glasgow, 1905J907, vol XIV, p. 433.
20. Fernando Colón, The Life of the Admira! Christopher Columbas by
his Son Perdinaniy trad. inglesa de Benjamín Keen, Rutgers University Press,
New Brunswick, 1959, p, 51 (versión original castellana: Historia del Almirante
de las Indias, don Cristóbal Colón, escrita por don Temando Colón, su hijo,
Colección de libros ratos o curiosos que tratan de América, 2 vols., Madrid,
IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Al propio Colón le costó creer que fuera un brillante sabio ele los
vientos. Cuando en 1496 realizó su segundo viaje de regreso desde
las Indias Occidentales hacia España, intentó de nuevo cabecear en
busca de una ruta a través de los alisios. Los vientos frontales y las
21
calmas de la horse-latitude los condenaron, a él y a su tripulación, a
raciones de hambre, hasta el extremo de pensar en comer a los cauti-
vos caribeños si no se atrapaba algún viento conveniente. Desde en-
tonces, nadie que estuviera en su sano juicio se ha empecinado en
resistirse a los alisios del Atlántico norte. Como dijo un estudioso
inglés de los mañnheiros a comienzos del siglo xvii: «Pues tal es la
ley de los vientos que toda navegación debe obedecer en aquel mar:
22
se debe ir por una ruta y regresar por otra».
La primera gran recompensa que aportó la utilización de la estra-
tegia de la volta recayó en los españoles. Con justicia, la siguiente
recompensa recaería en los portugueses. La flota de Vasco da Gama
zarpó de Lisboa en julio de 1497 y puso rumbo al sur hacia las Islas
de Cabo Verde, más allá de las cuales se enfrentó a los problemas de
las calmas ecuatoriales, al peligroso clima del Golfo de Guinea, y a los
adversos alisios del sudeste. La innovación mediante la cual logró
campear los tres obstáculos fue de tal envergadura, que muchos his-
toriadores, a pesar de la total ausencia de pruebas directas que per-
mitan tal presunción, han conjeturado que los portugueses debieron
realizar viajes secretos de reconocimiento al Atlántico sur durante los
años inmediatamente posteriores al regreso de Días, a fin de aprender
las pautas de dicho océano.
Al sur y al este de las Islas de Cabo Verde, Da Gama se topó
con fuertes tormentas, frecuentes en esta zona, y perdió el palo ma-
yor, tras lo cual, según la escasa documentación relativa a este viaje,
tomó un rumbo de bolina en ángulo hacia el sudoeste con los alisios
del sur a babor, alejándose del extremo meridional de África. Cabalgó
con los alisios del sudoeste hasta abandonar los trópicos y adentrarse
en la zona de dominio de los vientos del oeste del hemisferio sur,
poniendo rumbo hacia el Océano índico. De todos modos, arribó a la

1892); G . R. C r o n e , The Di seo very of America, W e y b r i g h t & Talle;/, N u e v a Y o r k ,


1969, p . 9 0 ,
2 1 . liarse la ti ti/de: zona en t o r n o a los 30" N y a los 30° S d e calmas y
vendavales. ( N . de la t.)
22. P u r c h a s , Pilgrimes* vol. XIX, p . 2 6 1 T
LOS VIENTOS 117

costa occidental del África meridional teniendo que padecer aún días
de lucha antes de rodear el último cabo; pero no fue nada en com-
paración con los problemas que se le hubieran planteado si no se
hubiera desviado hacia las profundidades del Atlántico sur en su ma-
jestuosa volt a. El vasto semicírculo que trazó su singladura desde las
Islas de Cabo ¿Verde hasta su primera recalada en el sur de África
tardó ochenta y cuatro días en completarse, y por su distancia y su
23
duración hizo empequeñecer al más largo de los viajes de Colón.
El rumbo de Da Gama —extravagante exageración del de Dias—
era y es la ruta más práctica para un velero que quiera unir Europa
y el Océano índico: hacia el sur, hasta las Islas de Cabo Verde o sus
inmediaciones; después, una gran curva hacía el sudoeste hasta las
proximidades de la costa brasileña, y después hacia el sudeste alrede-
dor del Cabo de Buena Esperanza. Fue el rumbo preferido, recomen-
dado tanto por el Almirantazgo Británico como por el United States
24
Hydrographic Office, mientras hubo veleros surcando los océanos,
Da Gama resolvió el enigma del Atlántico sur para encontrarse
después con toda una serie de misterios. Más allá de la desemboca-
dura del río Great Fish, se vio en aguas con las que ningún europeo
estaba familiarizado. En el siglo x m , los asiáticos habían dicho a Mar-
co Polo que la corriente que se deslizaba hacia el sur a lo largo de la
costa sudorienta! africana era tan potente que los navios no se atre-
vían a adentrarse en ella desde el Océano Indico por temor a no re-
gresar nunca más, y ahora Da Gama se enfrentaba a esta misma co-
rriente. También habían dicho a Polo que en las aguas donde ahora
navegaban los portugueses había islas con pájaros tan grandes ijue
para alimentarse mataban elefantes llevándolos en volandas y deján-
25
dolos caer. Era una exageración: el pájaro elefante {Aepyomis máxi-
mas) de Madagascar (hoy en día extinguido pero posiblemente vivo
todavía entonces) sólo medía tres metros de altura, no pesaba más

23. Vincent Jones, Sail the Iridian Sea, Gordon & Cromoncsi, Londres,
1978, pp. 40-47; G. R. Crone, The Discovery of the East, St. Martin's Press,
Nueva York, 1972, pp. 28-29; Charles Ley, ed., Portuguese Voyages, 14984663,
Dcnt, Londres, 1947. pp. 4-7.
24. Samuel Eliot Morison, Portuguese Voy ages to America in the 15 th
Century, Harvard University Press, Cambridge, 1940, pp. 95-97.
25. The Travels of Marco Polo, trad. inglesa de Ronald Latham, Penguin
Books, Harmondsworth, 1958, p. 300,
138 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

26
de 500 kilos y era incapaz de volar. De todos modos, Vasco Da Gama
se encontraba obviamente muy lejos de la Cristiandad.
El viaje desde Europa hasta el Océano índico había comenzado
con los hermanos Vivaldi y había durado doscientos años. Ahora se
disponía de toda la costa oriental africana para bordear, y de todo un
océano con toda una nueva serie de vientos y corrientes por descifrar,
empresa que, a lo que parecía, podría durar otros dos siglos. Pero
Da Gama rodeó el cabo al iniciarse el año y llegó a la India en mayo.
Los europeos que se adentraban en el Océano índico tenían dos
ventajas. Una era lo previsible de las corrientes y vientos monzónicos.
En cierto modo, el Océano índico era más sencillo que el Atlántico:
un barco podía ir y venir por la misma ruta. La segunda era que
alrededor de este océano tan poco familiar vivían avanzados pueblos
de navegantes que conocían sus vientos y corrientes mejor que los
europeos los del Atlántico. Para atravesar el Océano índico, Da Gama
27
sólo tenía que aprovechar las fuentes de conocimientos preexistentes,
En el momento en que la flota de Da Gama dobló el cabo y viró
hacia el norte en el Océano índico, se convirtió instantáneamente en la
fuerza naval más poderosa en aquel y en los restantes mares asiáticos
más distantes. Los turcos tenían barcos armados de cañones pero se
encontraban en el Mediterráneo. Los grandes navios y los cañones
daban a Da Gama la carta del triunfo en todos los lugares de Oriente
adonde navegara, tal como debía ya saber su rey al enviarle. El ex-
plorador utilizó libremente sus armas de fuego, enseñando a los afri-
canos orientales, como enseñaría poco después a los indios, a temerle
como enemigo y apreciarle como aliado. Su artilheria impresionó de
tal modo al jefe de Melindi, en la actual Kenya, con las ventajas que
podía reportar la amistad de los portugueses, que obsequió a Da Gama
con lo que el explorador más deseaba: un experto en atravesar el mis-
28
terioso Océano índico desde el África oriental hasta la India.
Hay pruebas sólidas para creer que este experto era el famoso
Ahmad Ibn Majid, un gujarati que se contaba entre los mejores cono-
cedores del Océano índico. Quienquiera que fuese, disponía de un

26. David Day, The Doomsday Book o/ Animáis, Viking Press, Nueva York,
1981, pp. 19-21.
27. C, R. Boxer, The Portuguese Seaborne Ewpire, 1415-182.5, Hutchinson
& Co., Londres, 1969, p. 44.
28. Jones, Sail the Indian Sea, pp. 68-73; Joao de Barros, Da Asia, vol. I,
Livraria San Carlos, Lisboa, 1973, p. 318,
LOS VIENTOS

mapa de las costas índicas lleno de meridianos y paralelos - lo tju


sosegó los temores de los europeos— y también sabía cómo iniripn
tar las variaciones del monzón y tal vez también cómo eludirlo en
cierto modo. A pesar de haber dejado Melindi en una fecha que ptt-
diera parecer un poco temprana —al menos así sería por muchos
29
años— Da Gama arribó a las costas indias veinte días y pico después.
Ahmad Ibn Majid, si es que en realidad fue él, desempeñó a su ma-
nera el mismo papel que Malinche en la conquista de México por los
españoles. Proporcionó a los europeos los medios para superar la
barrera de la lengua, y también los medios para superar la ignorancia
sobre los vientos y las corrientes que estaban frustrando tantos es-
fuerzos para alcanzar las costas de la India.
El Océano índico (y también el Mar de la China) funciona de
manera muy diferente a como lo hace el Atlántico, y así deben ha-
cerlo también aquellos que navegan por él. Marco Polo, que había
navegado tanto por el Océano índico como por el Mar de la China,
contó a los europeos que sobre aquellas aguas solamente soplaban
dos vientos: uno que alejaba a los navegantes del continente, y otro
que les hacía regresar; el primero soplaba en invierno y el segundo
30
en verano. Estaba evocando el monzón asiático, el más colosal del
mundo,
El monzón del Asia meridional se asemeja al del África occidental,
sólo que afecta a una zona mucho más extensa. En este caso, la masa
terrestre, un horno en verano y, en su mayor parte, congelada en
invierno, es Asia, el mayor de los continentes, donde las temperatu-
ras extremas oscilan entre los veranos indios al rojo vivo y los invier-
nos siberianos capaces de destrozar el caucho. El verano continental
aspira los alisios meridionales hasta la base del Himalaya, mientras
que el invierno invierte este flujo, impulsando los alisios septentrio-
nales hacia el sur, hasta la latitud de Madagascar. A los na vega ni es
que se veían arrastrados en una dirección y después en otra por estas
inmensas corrientes de aire —y también de agua, puesto que los vien-
tos son tan potentes que obligan a los mares a fluir en sentido para-
lelo— el sistema no debió parecerles que tuviera gran cosa en común
con los otros grandes océanos. No se refirieron a la oposición de los

29. Jones, Sail the índian Sea, pp. 68*73; Barros Va Asia, vol. I, p, 319,
30. Trovéis of Polo, p. 248.
140 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

alisios en las aguas asiáticas, sino a las impresionantes variaciones mon-


31
zónicas.
Mucho antes de que existieran cristianos y musulmanes, los na-
vegantes asiáticos habían seguido el curso de las corrientes y los vien-
tos monzónlcos desde la India y Oriente Medio hasta África y el
Sudeste Asiático en invierno, y habían regresado en verano. Si todo
iba bien, podían contar siempre con un viento favorable. Si todo iba
bien, la navegación era simple cuestión de mantener el viento a babor,
virando a estribor o babor según el destino. No siempre todo iba
bien, pero una travesía sabiamente trazada entre, por ejemplo, Melindí
y la India podía resultar tan fácil en ambas direcciones, como seguir
el curso de las brisas desde las Islas de Cabo Verde hasta las Indias
Occidentales.
Sin embargo, la ignorancia y la arrogancia pueden conducir al
desastre. Da Gama realizó velozmente la travesía entre Melindi y la
India con la ayuda de su piloto, pero en el viaje de regreso estaba
s o l o v. i n v i r t i ó noventa y cinco días en su singladura de vuelta al Áfri-
i .1 oriental. Fueron tantos los tripulantes que cayeron enfermos o m u -
í u M o n , que apenas quedaron suficientes hombres para manejar la
n a v e . ' ' Al o t r o lado del Cabo de Buena Esperanza, se encontró ya en
. i p u \ q u e comprendía y su ruta desde el extremo meridional de
A I i h .1 liasla Portugal fue una burda réplica opuesta de la emprendida
(ii el viaje de ida; «Pues tal es la ley de los vientos que toda nave-
I'.huoii d e h r obedecer en aquel mar: se debe ir por una ruta y re-
j-jj i-.s;n pul otra». Las rutas de ida y vuelta que trazó en el Atlántico
l o m p o i i m u n gigantesco ocho, garabateado entre los 40° de latitud
33
n o i i e hasta cerca de los 40° de latitud sur. El viaje desde Lisboa
lias la Calcuta, en la India, y el regreso se saldaron con la pérdida de
dos de los cuatro barcos y costaron la vida a entre 8 0 y 1 0 0 hombres,
aproximadamente la mitad de los que habían embarcado, la mayoría
de los cuales habían sido víctimas del escorbuto. El cargamento de
34
especias con el que se regresó hizo provechoso el viaje,

U.
R, G . Barry y R. J. Chorley, Atmosphere, Wcather and Climatc, Me-
limen & Ce., Londres, 1968, pp. 157-158; Trewartha, hítroduction to Climate,
|ip. H9, 9 2 , 102-108.
•>)..
('.roñe, Discavcry of the East, p. 36.
H . j o n e s , Seúl the Indian Sea, pp. 106-107.
34. C r o n e , Discovery of the East, p. 3 8 ; J o n e s , Sail the Indian Sea, p. 107;
{!h;iunu, Euro pean Expansión, p, 132.
LOS VIENTOS 141

Da Gama había navegado una distancia casi equivalente al viaje


alrededor de la tierra. La siguiente gran figura de la era de las explo-
raciones, Fernando Magallanes, un portugués que navegó para España,
intentó realizar este viaje y, aunque murió antes de completarlo,
su barco y la tripulación superviviente lograron circunnavegar el globo.
Él y su sucesor, Juan Sebastián Elcano, aplicaron todas las lecciones
que sobre los vientos habían aprendido todos los navegantes anóni-
mos del Atlántico mediterráneo, Dias Colón y Da Gama, y los des-
?

conocidos de la antigüedad que surcaron por primera vez los mares


asiáticos.
La flota de Magallanes, compuesta por cinco naves, zarpó del puer-
to español de San Lúcar en septiembre de 1519 y navegó con los
alisios hasta las Canarias, adonde llegó al cabo de seis días. Desde
allí navegaron hacia las Islas de Cabo Verde y, habiéndolas sobrepa-
sado, frente a Sierra Leona, penetraron en lo peor de la zona de cal-
mas ecuatoriales; llovió durante sesenta días, alternándose las calmas
más absolutas con vientos débiles y variables. Había pájaros sin ano
y pájaros sin patas, cuyas hembras depositaban los huevos en cl lomo
de los machos en vuelo —o al menos eso decía el cronista principal
35
del viaje.
Finalmente, los barcos flotaron suavemente, atraparon los alisios
y, aproximándose toscamente a la primera mitad de la volta de Da
Gama hacia el cabo, cruzaron el Atlántico hasta Sudamérica. Aquí
estaba el obstáculo —Brasil y todas las tierras que pudieran encontrar
hacia el sur—• alrededor del cual habían de abrirse paso. Costearon
a lo largo del continente, fondeando ocasionalmente para retozar e
intercambiar con los amerindios cepas de enfermedades venéreas, para
hacer fermentar sus propios motines y ejecutar a los amotinados, y
para perder uno de los barcos en las aguas costeras. En octubre lle-
garon a los estrechos que tomaron el nombre de su jefe. En los últi-
mos días de noviembre, tras perder otro de los barcos (esta vez por
causa del éxito de unos amotinados que dieron media vuelta y regre-
saron a casa) y después de semanas de la más difícil navegación, desem-
bocaron en la mayor masa de agua líquida de nuestro sistema solar.

35. Samuel Eiiot Morison, The European Dhcovery of America, The South-
ern Voyages, A.D. 1492-1616, Oxford University Press, 1974, pp. 356-357;
Charles E. Nowell, ed., Magellan's Voyage Around the World, Three Contcm-
porary Accounts, Northwestern University Press, Evanston, 1962, pp. 91-94.
142 IMPERIALISMO líCOLÓGICO

Magallanes ordenó ofrecer la acción de gracias a Dios, y puso rumbo


30
al norte «para salir del frío». .
Se encontró entonces en aguas que ningún ser humano del Viejo
Mundo había surcado antes: ningún fenicio ni vikingo, ningún árabe,
ni Cheng Ho, ni siquiera San Brandan. Los europeos tenían un cierto
conocimiento del lado asiático del Pacífico —el propio Magallanes
había estado en las Indias Orientales—, pero esa parte del mayor
océano del mundo se encontraba ahora a más de un tercio de la cir-
cunferencia terrestre. Magallanes se encontraba en una parte del mun*
do que le resultaba mucho menos familiar que para nosotros la cara
oculta de la luna; sin embargo, puso inmediatamente rumbo al norte
hacia la zona de los alisios, virando luego hacia el oeste. «No pudo
haber hecho nada mejor —dijo el historiador y navegante Samuel
Eliot Morison— aun si hubiera dispuesto de una completa informa-
37
ción sobre los vientos y corrientes de los grandes océanos.»
¡Otro acierto rotundo de otro marino renacentista en otra mate
incognital Magallanes fue en busca de las islas de las especias de las
Indias Orientales, las Molucas, que se encuentran al sur del ecuador,
pero eligió un rumbo que se desviaba diez grados al norte de la línea
y que le condujo a las Filipinas, justo al norte de su objetivo. Dicho
rumbo fue su mejor apuesta, pero ¿cómo pudo haberlo sabido? ¿Aca-
so tomó simplemente el rumbo que le dictaron los vientos dominantes?
Sí y no. Los vientos dictaminan los rumbos que no hay que tomar,
pero no cuál de los restantes deberá tomarse. Magallanes pudo haber
virado hacia cualquiera de los rumbos que le ofrecía un arco de no
menos de 150 grados aproximadamente. No tuvo que seleccionar la
mejor ruta a través del Pacífico; pudo haber tomado algunas fatalmen-
te equivocadas, todas ellas con vientos favorables.
Debió aprender algo de las pautas de los vientos del Pacífico occi-
dental, el Pacífico monzónico, durante el tiempo que pasó en las
Indias Orientales, y este conocimiento debió recomendarle la ruta
33
que trazó a través del gran océano. Lo que seguramente desconocía
era la amplitud de dicho océano. Sin duda esperaba llegar a las Fili-
pinas en invierno, mucho antes de marzo, mes en el que llegó en
realidad. Una recalada invernal le hubiera permitido repostar y seguir

36. Morison, Southern Voyages, pp. 359-397.


37. Morison, Southern Voyages, p. 40.5.
38. Morison, Southern Voyages, pp. 406, 440.
LOS VIENTOS

el curso de los vientos morizónicos que soplan desde el Asia I O ^ U I ^


en lo que hubiera sido un fácil descenso hasta las islas de las espertan
También es obvio que navegó hacia el norte desde el Estrecho cl««
Magallanes para alcanzar la zona de ios alisios. Si se quiere atravesar
el Pacífico de este a oeste en cualquier estación han de buscarse, como
en el Atlántico, las brisas. Seguramente, el razonamiento de Maga¬
llanes debió ser que un Dios benévolo y coherente ordenaría el mundo
de tal forma que las pautas del Pacífico central se asemejaran a las del
océano más conocido. En cualquier caso, ¿qué otra hipótesis podía
haberse planteado?
Magallanes navegó al norte, hacia los trópicos, deslizándose hacia
el oeste a través de aguas que se cuentan entre las más desoladas del
mundo, semana tras semana sin avistar tierra alguna. De hecho, había
elegido la ruta correcta, pero durante tres meses y veinte días ni él
ni sus hombres tuvieron alimentos frescos, con escasez, por demás,
de alimentos de todo tipo. Fueron víctimas de las agonías de los con-
39
denados. La única gracia salvífica fue el tiempo: vientos favorables
y aguas plácidas. «De no habernos dado Dios y su santa madre tan
buen tiempo hubiéramos muerto todos de hambre en aquel mar su-
mamente vasto. Creí en verdad que jamás volvería a hacerse un viaje
40
semejante.» Diecinueve europeos y un amerindio al que habían em-
barcado en Brasil murieron de escorbuto en aquella llanura de aguas
«pacíficas» bajo el cielo deslumbrante y el paso comedido de cúmulos
inflamados.
En marzo, noventa y nueve días después del Estrecho de Magalla-
nes, avistaron Guam y otras islas cercanas donde desembarcaron en
busca de alimentos y provisiones. Ya repuestos, siguieron navegando
hasta las Filipinas, donde Magallanes, probablemente en busca de
aliados para dotar a España de un enclave en Oriente, se involucró
en las disputas locales, y resultó muerto para su desgracia. No era
diplomático, sino un marinheiro, y un compañero de la tripulación
escribió sobre él: «Resistía el hambre mejor que todos los demás, e
interpretaba las cartas marinas y la navegación con más exactitud
41
que ningún hombre en el mundo».
Magallanes y quienes le sobrevivieron habían alcanzado, como

39. Nowell, Magellan's Voyage, pp. 122-123.


40. Nowell, Magellans Voyage, pp. 123-124,
41. Nowell, Magellan's Voyage, p, 172.
1.44 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

había hecho Da Gama, las aguas de los monzones asiáticos exclusi-


vamente mediante sus propios recursos. Entonces pudieron recurrir
(o al menos pudieron hacerlo aquellos que sobrevivieron a Magalla-
nes), como había hecho Da Gama, a los pilotos nativos y a un saber
marítimo más antiguo que la civilización en aquella parte del mundo.
Al interponerse las barreras culturales, lingüísticas y religiosas, los
europeos tuvieron que recurrir al rapto para obtener pilotos, y así lo
hicieron con éxito. (Uno de sus pilotos escapó y nadó hacia la liber-
tad, pero su hijo, incapaz de sostenerse en los hombros de su padre,
42
se ahogó.)
Pronto llegaron los europeos a las Molucas, las islas casi míticas
de las especias, fuente del clavo de Europa. Embarcaron el cargamento
y planearon el regreso, decidiéndose que el Trinidad y el Victoria, los
dos únicos barcos supervivientes de la flota que había zarpado de
España (un tercero había sido abandonado en las Filipinas por falta
de tripulación para gobernarlo), deberían separarse a fin de incremen-
tar las posibilidades de llevar a puerto una parte de tan valioso carga-
mento. El Trinidad navegaría atravesando de nuevo el Pacífico en
dirección a Nueva España (México), viaje sobre el que se volverá
más adelante. El Victoria, capitaneado por Juan Sebastián Elcano (sin
duda la personalidad menos divulgada de entre los -grandes capitanes
43
de la era de las exploraciones), proseguiría su vuelta al mundo.
Transcurrieron nueve meses de tormento similar al padecido en
medio del Pacífico antes de que Elcano y el Victoria arribasen a su
destino. Tomó el monzón a destiempo; se desvió demasiado al sur al
rodear África precipitándose en los fuertes vientos del oeste —los
marinos llamarían más tarde a estas latitudes los «rugientes cuarenta».
Después vino una travesía no especialmente accidentada, pero larga
y costosa, hacia el norte a través del Atlántico. Los muertos cristianos
enviados a las profundidades se hundían boca arriba. Los infieles, unos
cuantos de los cuales se habían unido a la expedición en las Indias
44
Orientales, se hundían boca abajo. Por suerte o por desgracia, el Vic-
toria se deslizó a través de la zona de calmas ecuatoriales sin mayor

42. Morison, Southern Voyages, pp. 444-445; Nowell, Magelhm's Voyage,


p. 199.
43. Nowell, Magellarís Voyage, p. 10; Morison, Southern Voyages, pp. 441,
451.
44. Morison, Southern Voyages, p. 406; Nowell, Magellan's Voyage, pp.
255-256.
LOS VIENTOS

demora; después siguió al norte hacia las Canarias, la clásica valla


hasta las Azores, y finalmente vientos favorables hasta casa.
El lunes 8 de septiembre de 1522, el Victoria ancló cerca del
muelle de Sevilla y disparó todos sus cañones. Se había completado
la primera circunnavegación del mundo. Al día siguiente, «fuimos
todos en camisa y descalzos, cada uno portando una vela, a visitar la
capilla de Santa María de la Victoria, y la de Santa María de la An-
45
tigua».
Cinco barcos y unos 240 hombres habían dejado España para na-
vegar alrededor del mundo en 1519. Tres años y un mes después el
viaje estaba hecho. Solamente el Victoria realizó la circunnavegación
completa. Del total de la tripulación, 210 quedaron en sus puestos
después de que, tras haberse visto disminuida por los motines, atra-
vesaran el Estrecho de Magallanes hacia el Pacífico. De todos ellos,
36 regresaron por diferentes rutas y en diferentes momentos. De éstos,
sólo 18, más 3 indonesios de los 15 que se les habían unido en las
Indias Orientales, se encontraban en el Victoria cuando arribó a Se-
villa. También portaba un cargamento de clavo, canela, macis, y nuez
moscada con el que se pagaron los costes de toda la empresa, y aún
46
quedó un pequeño beneficio.
Lo que los oficiales y los hombres del Victoria trajeron en sus
cabezas fue mucho más importante que el cargamento de especias.
Después de Dios eran quienes más sabían sobre los vientos y las co-
rrientes de los mayores océanos y sobre la geografía terrestre en ge-
neral. Sabían cómo rodear América. Sabían que el Océano Pací (ico, y
por tanto que el mundo, era considerablemente mayor de lo que se
creía anteriormente. Sabían que existía una vía para atravesar el océa-
no y para dar la vuelta al mundo; que los alisios eran tan predccihles
en todos los océanos como en el Atlántico (excepto en el Pacífico
occidental). Sólo los continentes y los monzones interrumpían o alte-
raban radicalmente su curso; y los pilotos asiáticos proporcionaron
la clave para usar los monzones en beneficio de la navegación.
En 1522, los europeos contaban con una visión incompleta pero
razonablemente exacta del funcionamiento de los vientos oceánicos
del mundo entre el Círculo Ártico y alrededor de ios 40° S en el Atlán-

45. NWell, Magellaris Voyage, p. 259; Morison, Southern Voyages, pp.


460-462.
46. Morison, Southern Voyages, pp. 467, 469.
146 IMPERIALISMO F.COLÓGICO

tico, y desde las costas septentrionales del Océano índico hasta alre-
dedor de los 15° S, y sabían que los alisios permitían el paso a través
del Pacífico de este a oeste. También sabían bastante sobre los vien-
tos frente a las costas africanas meridionales, y habían empezado a
aprender cómo actuaban los vientos frente a las costas meridionales
de Sudamérica,
Ahora tocaba poner en práctica, consolidar, construir imperios y,
en general, hacer dinero con lo que habían aprendido los marinheiros.
Esto significaba comercio, para lo cual serían necesarias travesías que
recorrieran y cruzaran los océanos. Los cambiantes monzones facili-
taban las idas y venidas a través del Océano Indico y el Mar de la
China, de hecho casi de forma coercitiva. El secreto para atravesar
el Atlántico hacia el este se conocía desde que Colón realizó su viaje
de regreso en 1493, pero barloventear hacia el norte cruzando los ali-
sios hasta la zona de vientos del oeste era lento y penoso. En 1513,
Ponce de León descubrió Florida y, aunque sin saberlo, la vía para
alcanzar los vientos del oeste fácilmente desde las Indias Occidenta-
les: la Corriente del Golfo.
Los alisios acumulan constantemente agua del Atlántico central
en el Golfo de México, que, por consiguiente, es más alto que el
océano abierto. Esta enorme masa acuífera tiene una válvula, de su-
perficie —los estrechos encuadrados por Florida en un lado, Cuba
y las Bahamas en el otro— a través de la cual se precipita como si
se diera rienda suelta a una manada de sementales de un redil. Sin
duda, De León se encontró retrocediendo a pesar de un viento favo-
rable del norte de las proximidades del actual Miami, saliente en la
47
costa que llamó Cabo de las Corrientes.
Seis años después del descubrimiento de Ponce de León, su piloto,
Antonio de Alaminos, navegando de las Indias a España, no pasó al
sur de Cuba, como era costumbre, sino por el norte, atravesando los
estrechos de Florida y aprovechando el enorme empuje de la Corrien-
te del Golfo que impelió sus barcos hasta las latitudes de los vientos
48
del oeste. Este hallazgo completó el desarrollo de la ruta clásica des-
de la Península Ibérica a América y de regreso. La ruta completa de
ida y vuelta es un paralelogramo sesgado desde Cádiz hasta las Cana-

47. Morison, Southern Voyages, pp. 507-510, 531.


48. Cari Ortwin Sauer, The Early Main, University of California Press,
Berkeley, 1969, p. 216,
LOS VIENTOS

rias o las Islas de Cabo Verde y de allí a La Habana, con r r ^ i r


mediante Ja Corriente del Golfo y los vientos del oeste, todo en nui
cordancia con las ruedas gigantescas de los vientos y las corriente
que rodean el hueco plagado de algas del Mar de los Sargazos.
En la utilización de la Corriente del Golfo era cuestión de sacar
provecho de lo ya conocido. Una generación después de Magallanes
aún no se había acometido la travesía de Asia a América por el Pa-
cífico, Cuando murió, sus barcos zarparon de las Filipinas, fueron a
las Molucas y cargaron especias. Entonces los mandos supervivientes
decidieron que el Victoria continuase la vuelta al mundo, mientras el
Trinidad regresaba navegando a través del Pacífico hasta México. El
Trinidad, contrariamente a lo que la experiencia de la travesía del
Pacífico en dirección oeste pudiera haber enseñado a los españoles, se
lanzó a las fauces de los alisios. Los vientos de frente fueron implaca-
bles en los trópicos y después, cuando por fin consiguió virar hacia
el norte, las tormentas y el frío unidos al escorbuto —murieron trein-
ta de los cincuenta y tres tripulantes— obligaron al Trinidad a regre-
sar a las Indias Orientales, donde los portugueses, en su celo por pro-
teger su monopolio comercial en aquella zona, capturaron la nave y
49
apresaron a la tripulación.
El primer paso para que los hispanos consiguieran establecer via-
jes de ida y vuelta a través del Pacífico era la obtención de una ter-
minal oriental en algún lugar del continente asiático o cercano a él.
A mediados de la década de 1560, una expedición española bajo el
mando de Miguel López Legazpi navegó desde México para conquis-
tar las Filipinas. Manila, con nexos comerciales con todo el Lejano
Oriente, sería el centro, La Habana, del Oriente español. Legazpi
estableció rápidamente un enclave en las Filipinas y a continuación
regresó para llevar a cabo el resto del plan, del que Manila era sólo
una parte. Parecía sensato esperar que los vientos del oeste soplasen
al norte de los trópicos en el Pacífico, como ocurría en el Atlántico.
Dos grandes marinheiros compitieron por ser los primeros en trazar
con las quillas de sus naves la volta más amplia de todas.
El ganador fue Lope Martín, mejor navegante que caballero. Aban-
donó a Legazpi en las Filipinas y zarpó en una pequeña embarcación
con una tripulación de veinte hombres y sin velas ni provisiones de
repuesto. Viró hacia el norte, alcanzó los vientos del oeste, siguió su

49. Morison, Southern Voyages, pp. 545-555.


148 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

curso hasta la costa de California, y navegó después hasta México


adonde llegó el 9 de agosto de 1565- El viaje estuvo marcado por el
escorbuto, los amagos de motín y las ejecuciones mediante ahogamien-
to. Su éxito se debió más a la suerte y a la bravuconada que a la
sensatez; parecía un precedente poco consistente para establecer in-
tercambios anuales entre las Filipinas y Nueva España.
El mérito de mostrar a la humanidad cómo cruzar las grandes
aguas desde Asia hasta América se atribuye generalmente a Andrés
de Urdaneta, que había sido el piloto de Legazpi y su principal con-
sejero durante la conquista de las Filipinas, y a quien éste encargó
que navegara hasta México. (El mando nominal de la expedición lo
ostentó un sobrino de Legazpi, pero todo el mundo sabía quién era
el verdadero jefe.) El San Pablo zarpó de Cebú el 1 de junio de 1565,
se alejó de las Filipinas con los vientos monzónicos, y se deslizó al
noroeste a través del Pacífico hasta una latitud situada entre los 37° N
y los 39° N donde los vientos del oeste inflaron las velas y condujeron
;

el barco hasta aguas californianas. El 8 de septiembre llegó a Acá-


pulco, desde donde Urdaneta prosiguió su viaje hasta España para
informar a su rey sobre la traición de Martín. La travesía del San
Pablo por el Pacífico norte duró 129 días, durante los cuales dieciséis
50
hombres perdieron la vida.
Quedaba mucho por aprender: por ejemplo, hasta el siglo xvii
no consiguieron los europeos, especialmente los holandeses, domar los
vientos del oeste de los «rugientes cuarenta» para que les condujeran
bajo la zona de los monzones a las Indias Orientales; aprendieron
mucho sobre Australia como consecuencia natural del error de longi-
51
tud y el tropiezo con la costa oeste de dicho continente. Y hasta que
el capitán Cook no regresó del Pacífico, ios europeos no supieron nada
acerca de la costa este australiana y poco menos que nada sobre Nueva
Zelanda, aparte del hecho de su existencia, Pero todo esto carecía
relativamente de importancia; no sería sino la guinda del pastel, des-
pués de Urdaneta.
En 1492, los marinheiros habían cruzado el Atlántico. En la dé-
cada de 1520, habían circunnavegado el globo por primera vez, y su

50. Wiliiam L. Schurz, The Manila Gallean, Dutton, Nueva York, 1939,
pp. 19, 22, 32, 47, 219, 220-221.
51. J. E. Heeres, The Parí Borne by the Dutch in the Discovery of Aus-
tralia, 1606-1765, Luzac & Co., Londres, 1899, pp. XIII-XIV.
LOS VIENTOS 149

principal cronista había expresado sus dudas de que volviera a repe-


tirse. Pero hacia 1600, incluso un particular podía realizar esta tra-
vesía embarcándose en barcos mercantes y viajando la mayor parte
del trayecto por las rutas anuales preestablecidas. Francesco Carletti
describió cómo seguir la ruta que él mismo había realizado: embarcar
en España hacia América con la flota de las Indias Occidentales en
julio y hacer un viaje de placer por México hasta Acapulco, con lo que
se llegaba a tiempo para tomar el Galeón de Manila en marzo. Desde
Manila, tomar pasaje hasta Japón; de allí a Macao, navegar después
a Goa, en la India, en un barco mercante portugués y desembarcar
en marzo. En Goa, por desgracia, hay un intervalo de meses a la
espera del cambio del monzón. Pero en diciembre o en enero fon-
deaba una de las gigantescas carracas portuguesas para realizar la tra-
vesía anual de seis meses de duración hasta Lisboa. La circunnavega-
ción, incluyendo todas las demoras para recoger los cargamentos y
esperar los vientos convenientes, duraba cuatro años. Dar la vuelta
en dirección contraria podía durar más, ya que los vientos del oeste
son menos predecibles que los alisios, pero también podía hacerse
completamente, o casi por completo, medíante navios comerciales bajo
52
pabellón español o portugués.
Las simas de Pangea se estaban acercando, entrecosidas p o r la
aguja de los veleros. Los pollos se encontraron con los k i w i s , el gana-
do vacuno con los canguros, los irlandeses conocieron las patatas, los
comanches los caballos, los incas la viruela: todos, todo por vez pri-
mera. La cuenta atrás para la extinción de la paloma pasajera y d e
los pueblos nativos de las Grandes Antillas y de Tasmania había co-
menzado. Se inició una vasta expansión de muchas otras especies del
planeta, encabezada por las palomas y el ganado vacuno, p o r eicrtas
hierbas y agentes patógenos, y por los pueblos del Viejo M u n d o q u e
fueron los primeros en aprovecharse del contacto con las t i e r r a s del
53
otro lado de las simas de Pangea.
Los marinheiros emularon, aunque involuntariamente, el trabajo
de los dioses. Samuel Purchas, clérigo inglés de comienzos del sí-

52. Francesco Carletti, Razonamientos de mi viaje alrededor del mundo


(1594-1606), Instituto de Investigaciones Bibliográficas, Universidad Nacional
Autónoma de México, México, 1983, p. 109,
53. Alfred W. Crosby, The Columbian Exchange, Biological and Cultural
Consequences of 1492, Greenwood Press, Westport, Conn,, 1972, passim.
150 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

glo xvii, quien recopiló y editó muchos de sus informes, planteaba


una pregunta retórica a sus lectores, y posteriormente a nosotros:

¿Quién tomó posesión del inmenso océano y peregrinó alrede-


dor de toda la Tierra? ¿Quién descubrió nuevas constelaciones, sa-
ludó a los polos helados, dominó las zonas abrasadoras? ¿Y quién
más, mediante el arte de la navegación, parece haberle imitado a
Él, que tiende las vigas de sus habitaciones en las aguas y que an-
54
duvo con las alas del viento?

Evidentemente, la respuesta es ¡os marinheiros!

54. Purchas, Pilgriwes, vol. I, p. 251.


6. ACCESIBLE PERO INDÓMITO

... donde la sustancia vital al fermentar con el


calor del sol como lo hiciera para convertirse en
vida, desgarra su matriz y se esparce con furia sobre
toda la tierra.

J O H N BRUCKNER, A Philosophical Survey


óf the Animal Creation ( 1 7 6 8 )

Cuando las naciones civilizadas entran en con­


tacto con los bárbaros la pugna es corta, excepto
allí donde un clima pernicioso otorga su ayuda a la
raza nativa.

CHARLES DARWIN,
The Descent of Man ( 1 8 7 1 )

El dominio de los vientos puso al alcance europeo todo el litoral


oceánico y su hinterland comprendido entre los hielos árticos y an­
tarticos, pero, como demuestra la historia, los europeos no siempre
tuvieron la capacidad de apoderarse de él, ocupándolo con grandes
contingentes que desplazasen a las poblaciones indígenas. Casi todas
las tierras más allá de las fronteras europeas, que hoy en día son
Nuevas Europas, son las que más se aproximan a los criterios enun­
ciados al final del capítulo anterior; similitud con Europa en rasgos
fundamentales como el clima y la lejanía respecto al Viejo Mundo.
Estas son las Nuevas Europas, los residuos más visibles de una época
en que Europa ejercía el dominio exclusivo de las olas. Su historia
constituye el grueso del resto de este libro, pero primero debemos
referirnos, aunque sólo brevemente, a las tierras que no respondían a
152 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

tales criterios y que hoy en día no son Nuevas Europas, aunque mu-
chas de ellas fueran colonias europeas durante largos períodos.
Podemos ser breves respecto al Asia del Pacífico, al norte del
Trópico de Cáncer. En China, Corea y Japón, los europeos se las
vieron con densas poblaciones, con una tradición de fuertes gobiernos
centralizados, fesistentes instituciones y autosuficiencia cultural, y que
contaban asimismo con cosechas, animales domésticos, microorganis-
mos y parásitos bastante parecidos a los de Europa- De hecho, los
asiáticos orientales se asemejaban mucho a los europeos en diversos
aspectos importantes, pero con una crucial, aunque temporal, defi-
ciencia tecnológica. Los imperialistas blancos no establecieron nunca
colonias de poblamiento en esta parte del mundo; las residencias de
los europeos en puertos como Macao, Nagasaki o Shanghai no fueron
sino espitas encajadas en el flanco de Asia para extraer algo de su
riqueza.
El Oriente Medio estaba tan bien defendido contra los europeos
como lo estaba el Oriente asiático en los aspectos citados anterior-
mente, y sus habitantes estaban en realidad expandiendo su zona de
control, mientras los marinheiros llevaban a cabo la conquista de los
océanos. Los turcos otomanos, con la colaboración de jenízaros y
derviches, controlaron el Oriente Medio, los Balcanes y el norte de
África durante varios siglos, e, incluso después de su decadencia, las
colonias de poblamiento europeas fueron inviables en el mundo islá-
mico excepto en sus confines: por ejemplo, Argelia y Kazajistán.
Los europeos intentaron con tesón establecer asentamientos en
la zona tórrida, pero generalmente fracasaron, en ocasiones estrepito-
samente. Dividamos esta enorme zona en tres tipos de trópicos, cada
uno de los cuales tendrá una historia diferente de permanencia euro-
pea. Los europeos codiciaron escasamente los trópicos áridos, excepto
por sus minerales, y por tanto en raras ocasiones emigraron a ellos
grandes contingentes. Se sintieron atraídos por las tierras altas rela-
tivamente húmedas y a menudo frías, pero incluso en estas zonas ape-
nas pudieron los invasores remplazar a los indígenas. Las cualidades
de las tierras altas que atrajeron a los blancos habían atraído a multi-
tud de indígenas antes de que llegasen los blancos. Los nativos que
ocupaban las mesetas y valles altos eran normalmente demasiado nu-
merosos para ser aniquilados. Como ilustración sirva el hecho de que
fueron considerablemente numerosos los españoles que emigraron a
los valles altos centrales de México, sin que por ello lograran rem-
ACCESIBLE PERO INDÓMITO 153

plazar a los aztecas y otros amerindios, sino que más bien se cruzaron
con ellos. México es un país mestizo, no una Nueva Europa.
Otros europeos apuntaron hacia las colinas tropicales —las White
Highlands de Kenia, por ejemplo— pero su estancia fue breve pol-
lo general. Hay excepciones; Ja inmensa mayoría de la población de
Costa Rica vive en las tierras altas y son de ascendencia europea,
atendiendo dicho país a la definición de Nueva España —pero no es
sino la excepción a la regla, y diminuta por cierto. Su población total
no supera los 2,5 millones. La norma (que no la ley) es que por más
que pudieran los europeos conquistar los trópicos, no pudieron euro-
peizarlos, ni siquiera los lugares con temperaturas europeas.
Las zonas de los trópicos que primero atrajeron a los imperialistas
europeos y que éstos nunca dejaron de codiciar, fueron las zonas cá-
lidas y con agua abundante. Las zonas tórridas africanas y americanas
producían o podían producir maderas tintóreas, pimienta, azúcar, es-
clavos y otras cosechas rentables; el Asia meridional contaba con vas-
tos territorios de suelo fértil donde habitaban millones de gentes dis-
ciplinadas y expertas, acostumbradas a producir excedentes para las
élites indígenas e invasoras. Los europeos consiguieron enriquecerse
sobremanera en los trópicos tanto del Viejo como del Nuevo Mundo,
pero apenas tuvieron éxito en establecer comunidades europeas per-
manentes. A largo plazo, los trópicos húmedos resultaron ser un bo-
cado para el que Europa disponía de dientes pero carecía de estómago.
Como era de esperar, la mayor parte del Asia tropical era dema-
siado caliente y húmeda para el gusto europeo, pero más importante
que su tendencia a hacer sudar a los invasores era la abundante pre-
sencia de diminutos enemigos. Los asiáticos y sus plantas y animales
habían existido en y alrededor de miles de pueblos y ciudades durante
miles de años, y junto a ellos habían evolucionado diversas especies
de gérmenes, gusanos, insectos, mohos, hongos y todo lo imaginable
capaz de hacer presa en los humanos y en sus organismos subordi-
nados. Las víctimas habían evolucionado junto a sus atacantes, y
estaban razonablemente bien adaptadas para vivir y reproducirse a
pesar de estos parásitos. Por el contrario, los europeos y sus organis-
mos subordinados eran como niños perdidos en los bosques asiáticos.
Los primeros que llegaron, los portugueses, se vieron atacados por
fiebres intermitentes, flujos, sífilis, almorranas y «enfermedades se-
cretas», El monlexiin (¿cólera?), por ejemplo, abundaba en la India;
«Debilitaba a un hombre haciéndole arrojar todo cuanto tuviera en
154 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

el cuerpo, y muchas veces incluso su vida». (La enfermedad era espe-


cialmente peligrosa en Goa debido a la «insaciable lascivia» de las
mujeres del lugar, cuyas solicitudes a un hombre podían «reducirle
1
a polvo y barrerlo como si fuera basura».)
Las mujeres fueron realmente cruciales en las dificultades con que
toparon los pobladores europeos en Oriente: no las mujeres orientales,
sino más bien las occidentales. Cuando estas ultimas supieron del ca-
lor, las enfermedades, las comidas exóticas y de todo cuanto las espe-
raba en Oriente, además de la facilidad con que los europeos toma-
ban concubinas en aquellos lugares, fueron pocas las que desearon
emprender el largo viaje para superar el Cabo de Buena Esperanza
y formar familias en Asia. Algunos hombres europeos podían pasar
ansias durante toda la vida al este de Suez, «Donde no existen los
Diez Mandamientos y puede suscitarse la sed en un hombre», pero
¿por qué iba a querer aventurarse hasta allí una futura esposa y ma-
dre? La prole de los europeos era en Asia generalmente medio asiá-
tica. (En la India británica se decía con sarcasmo que la necesidad era
la madre de los euroasiáticos.) Para hacer de estos niños buenos pe-
queños ciudadanos portugueses, holandeses o británicos, normalmente
adoptaban la cultura y lengua de su madre con facilidad mucho mayor
que la de su padre; y, de todos modos, los europeos tenían poca con-
2
fianza o comprensión hacía los euroasiáticos.
Los problemas con que se encontraron los intrusos europeos en
el Asia tropical fueron similares a los de los cruzados en Tierra Santa
medio milenio antes. Las regiones anheladas ya estaban totalmente
ocupadas por seres humanos en cantidades mucho mayores que las
que jamás Europa podría enviar, seres de constitución resistente y de
vigorosa cultura. Al igual que los europeos, estos indios, indonesios,
malayos y demás, plantaban y consumían pequeños granos (especial-
mente arroz, que no llegó a Europa hasta el Renacimiento), dependían
aproximadamente de los mismos animales (aunque en proporción
mucho menor por persona); y luchaban por mantener la salud contra

1. John Huyghen Linschoten, The Voy age of John Linschoten to the East
Indies, Burt Franklin, Nueva York, s. f., vol. I, pp. 235-240.
2. K. W. Goonewardena, «A New Netherlands in Ceyíon», Ceylon Journal
of Historical and Social Studies, 2 (julio de 1959), pp. 203-241; Charles Boxer,
Women in Iherian Expansión Overseas, 1415-1812, Oxford University Press,
1975, passim; Jean Gelman Taylor, The Social World of Batavia, European and
Eurasian in Dutch Asia, University of Wisconsin Press, Madison, 1983, passim.
ACCESIBLE PERO INDÓMITO

los mismos agentes patógenos y parásitos, y además contra ilivftwi


especies venenosas desconocidas en Europa. A pesar de todas las di Ir
rencias entre occidentales y orientales, ambas poblaciones eran evidrn
temente hijas de la Revolución Neolítica del Viejo Mundo, y por tanto
la ventaja europea sobre los asiáticos era efímera. Incluso las grandes
ciudades como Singapur y Batavia, creadas bajo el mando de los im-
perialistas blancos, eran esencialmente sólo gigantescos enclaves co-
merciales, y sus habitantes blancos eran poco más que navegantes y
sobrecargos con permiso prolongado, aunque permaneciesen allí du-
rante décadas.
Solamente algunos de los elementos neolíticos del Viejo Mundo
(por ejemplo, la agricultura, las grandes poblaciones y el hierro) es-
taban presentes en el África cálida y húmeda cuando llegaron los euro-
peos, y por tanto hubieran tenido que conquistar a los africanos mu-
cho más fácilmente que a los asiáticos. Sin embargo, no se consumó
la conquista hasta finales del siglo xix; el ecosistema africano resultó
ser simplemente demasiado exuberante, demasiado fecundo, dema-
siado indómito e indomable para los invasores mientras no añadieran
más ciencia y tecnología a su armamento.
Los europeos no disponían del equipamiento o de los conceptos
equivalentes a la tentativa pleistocénica hacia la selva lluviosa. Según
el cronista de una expedición realizada en 1555 al África occidental
para obtener entre otras cosas marfil,

aquel día llevamos con nosotros a treinta hombres para buscar ele-
fantes, y nuestros hombres iban bien armados con arcabuces, picas,
arcos largos, ballestas, partesanas [una especie de hachas], largas
espadas, y espadas y escudos: encontramos dos elefantes a los que
disparamos varias veces arcabuces y arcos largos pero se nos esca-
3
paron e hirieron a uno de nuestros hombres.

¿Sólo a uno? Tuvieron suerte de toparse con elefantes respetuosos


la primera vez. Los blancos, sencillamente, no estuvieron equipados
para imponer su voluntad en África hasta el siglo xix, hasta la época
de la quinina abundante y barata y de los rifles de repetición. Sus
cosechas dieron malos resultados, víctimas de la podredumbre, los
insectos y todo tipo de anímales hambrientos (incluyendo a los ele-

3. Richard Hakluyt, ed., Voyages, Everyman's Library, Londres, 1907, vol


IV, p. 98.
IMPERIALISMO ECOLÓGICO

fantes). Si las plantas conseguían sobrevivir a todo ello, se encontra-


ban con que la invariabüidad de la duración del día tropical daba in-
dicaciones equivocadas, o no daba ningún tipo de indicación, sobre el
momento del florecimiento o de la siembra, y morían de anomia. En
Sao Tomé, los primeros portugueses vieron que el trigo «no produce
espigas llenas, sino que hace hoja y crece en altura sin que haya grano
4
en la espiga».
El ganado europeo no arraigó mejor en el África occidental. Los
parásitos y las enfermedades locales —la más importante, la tripano-
somiasis— excluyeron casi totalmente a los anímales domésticos. Ha-
bía algún ganado vacuno en África occidental cuando llegaron los
blancos a sus costas, pero se trataba de reses enclenques, con carne
«seca y magra», y cuya producción de leche era tan menguada que
veinte o treinta eran «apenas suficientes para abastecer la mesa del
Director General» en el puerto holandés que allí había en el siglo xvn.
No había ningún caballo en la costa o en su inmediato hinterland
excepto los importados; y aun éstos no duraron mucho ni se repro-
dujeron en aquel clima tórrido y húmedo, y los portugueses sacaron
buen provecho llevándolos costa abajo para canjearlos por oro, pi-
mienta y esclavos. En el interior, probablemente en los confines de
los pastizales sudaneses, sí que vivían algunos caballos, pero eran «tan
sumamente bajos que un hombre alto sentado en su lomo casi podía
5
tocar el suelo con los pies».
La defensa más efectiva con que contaba el África occidental con-
tra los europeos eran las enfermedades: «fiebres de las aguas negras»,
fiebre amarilla, «fiebres de los huesos rotos», disentería, y todo
un 200 de parásitos helmínticos, Son incontables los ejemplos de los
estragos que antes y después produjeron. El rey Joao I I (1481-1495)
envió a un escudero de su séquito, a un caballero de espuelas y a un
ballestero de las habitaciones reales, más algunos sirvientes {ocho
hombres en total), a África para que, remontando el curso del río
Gambia, visitaran al rey de Mandi. Todos perecieron, salvo uno que

4. John W. Blake, ed. y irad., Europeans in West África, 1450-1560, Hak-


luyt Society, Londres, 1912, v o l I, pp. 163-164.
5. "William Bosman, A Neto and Accurate Description of ¿he Coast of Gui-
nea, Frank Cass, Londres, 1967, pp. 236-238; Robin Law, The Horse in West
African History, Oxford University P r e s s , 1980, pp. 44-45, 76-82; Voyages of
Cadamosto, trad, inglesa de G. R. Crone, Hakluyt Society, Londres, 1937,
pp, 30, 33.
ACCESIBLE PERO INDÓMITO 157
6
«estaba más acostumbrado a estas partes», A comienzos del siglo xix,
era corriente que cada año muriera más de la mitad de las tropas
7
británicas destacadas en la Costa del Oro. Dos generaciones después,
Joseph Conrad, que entonces trabajaba —y casi dejaba la vida— en
la desquiciada empresa del rey Leopoldo I I para explotar el Congo,
informaba que la fiebre y la disentería tenían una incidencia tan ele-
vada que la mayoría de sus empleados eran enviados a casa antes
de finalizar los términos del contrato, «para que no muriesen en el
Congo. ¡Dios nos libre! ¡Ello hubiera estropeado las estadísticas que
son excelentes, como puede verse! En una palabra, parece que sólo
8
un siete por ciento puede realizar sus tres años de servicio»,
África era una presa perfectamente al alcance de Europa, pero
abrasaba la mano que intentaba tomarla. Joao de Barros, que estuvo
en la costa de Guinea en el siglo xvi, expresó elocuentemente la frus-
tración de todos los imperialistas que ponían su mirada en África,
opulenta, seductora e imposible;

Pero se diría que, por nuestros pecados o por algún inescruta-


ble designio de Dios, en todos los accesos a la gran Etiopía por los
que navegamos, Él ha situado un ángel severo con una espada de
fuego de fiebres mortíferas, que nos impide penetrar en el interior
de los manantiales de este jardín, de donde proceden estos ríos de
9
oro que fluyen hacia el mar en tantos lugares de nuestra conquista,

Hasta principios del siglo xx, las colonias de forasteros en el Áfri-


ca tropical tendieron a morir tras un breve chisporroteo. Cuando la
Revolución Americana suprimió el derecho británico a transportar
convictos a Georgia, algunos fueron a parar a la Costa del Oro, pero
tal sentencia resultó ser fatal tan a menudo que equivalía, según Ed-
mund Burke, a la imposición de la pena de muerte después de «un
10
simulacro de concesión de gracia». A partir de entonces, Gran Brc-

6. Voyages of Cadamosto, p. 143; véanse también las pp. 96, 123, 125, 141.
7. Philip D. Curtin, «Epidemiology and the Slave Trade», Political Science
Quarterly, 83 (junio de 1968), pp. 202-203.
8. Roger Tennant, Joseph Conrad, a Biography, Atheneura, Nueva York,
1981, p. 76.
9. C. R. Boxer, Four Centuries of Portuguese Expansión, 1415-1825, Wit-
watersrand University Press, Johannesburgo, 1965, p. 27; original en p. 266 del
primer volumen de Joao Barros, Da Asia, Livraria San Carlos, Lisboa, 1973,
10. Philip D. Curtin, The Image of África, Briíish Ideas and Action, 1780-
158 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

taña exilió a sus convictos al que sería el núcleo germinal de una


nueva Europa, Botany Bay, donde, relativamente, prosperaron.
A finales de los siglos x v m y xix, los blancos liberales en Gran
Bretaña y los Estados Unidos intentaron acelerar la emancipación de
los esclavos y truncar el conflicto racial, embarcando negros libres
hacia colonias del África occidental: Sierra Leona y Liberia. Al hacer
tal cosa, los abolicionistas demostraron que incluso los genes africa-
nos, si el portador carecía de una infancia africana, sólo proporciona-
ban una endeble protección contra los agentes patógenos africanos.
A lo largo de los primeros años en la Provincia de la Libertad, Sierra
Leona, murió el 46 por 100 de los blancos, pero también el 39 por 100
de los colonos negros. En Liberia, entre 1820 y 1843 murió el 21 por
100 del total de inmigrantes, presumiblemente todos o casi todos
11
ellos negros o mulatos, durante el primer año de residencia.
La mayoría de los problemas que se les plantearon a los europeos
en África también existían en la América tropical, pero generalmente
en menor grado. En las Indias Occidentales, se quejaba José de Acos-
ta en el siglo xvi, el trigo <duego nace con grande frescura, pero tan
desigualmente, que no se puede coger, porque de una misma semen-
tera al mismo tiempo uno está en berza, otro en espiga, y otro brota:
12
uno está alto, otro bajo: uno es todo yerba, otro grana». El trigo y
cierto número de otras plantas de Oriente Medio sólo podían crecer,
de acuerdo con la tradición judeocristiana, en las montañas y mesetas
altas de la América tropical. En las tierras bajas americanas, como en
las tierras bajas africanas, los europeos se vieron a menudo obligados
a adoptar los cultivos locales —mandioca, maíz, patata y otros— que,
por supuesto, no sirvieron mejor a los europeos que a las demás razas.
La historia de los animales domésticos europeos en las Indias Oc-
cidentales y en otros lugares de la América tropical contrasta profun-

d o , University of Wisconsin Press, Madison, 1964, pp. 60, 88-89, 91, 94-95.
11, Curtin, Image of África, p. 89; Donald L, Wiedner, A History of Áfri-
ca Sottlh of the Sahara, Vintage Books, Nueva York, 1964, pp. 75-78; Tom W.
Shick, «A Quantitative Analysis of Liberian Colonizaron from 1820 to 1843
with Special Reference to Mortality», Journal of African History, 12 (n.° 1,
1971), pp. 45-59.
12. José de Acosta, The Natural and Moral History of the Indies, trad. in-
glesa de Edward Grimstone, Burt Fratiklin, Nueva York, s. f., vol. I, p. 233.
(Versión original castellana: Historia natural y moral de las Indias, Sevilla, 1590;
2
Ramón Anglés, Impresor, Madrid, 1894 , vol. 2, p. 360.)
ACCKSIBÍ.K PF.RO INDÓMITO

clámente con la suerte que allí corrieron muchos vegetales del VIP|M
Mundo. Éste fue, en particular, el caso del cerdo y del ganado van m u ,
los caballos se mostraron a veces más remilgados tardando muchon
años en acostumbrarse al entorno de los pastizales y llanos brasileños.
A pesar de todo, el ganado europeo consiguió adecuarse a la América
tórrida, mientras en África fracasaba en latitudes similares, lo cual
proporciona una evidente explicación de la disparidad entre la histo-
13
ria de las colonias de ambas zonas.
Los organismos portadores de enfermedades, procedentes en su
mayoría del Viejo Mundo, se cobraron un alto triburo entre los ame-
rindios en los trópicos: eliminaron a la mayoría de ellos en las tierras
bajas y en las islas, y abrieron estas zonas al asentamiento de los
blancos. Pero los agentes patógenos específicamente africanos trataron
a los blancos casi con igual severidad, paralizando sus empresas colo-
niales. Entre 1793 y 1796, el ejército británico presente en el escena-
rio caribeño perdió alrededor de 80.000 hombres, más de la mitad de
los cuales perecieron a consecuencia de la fiebre amarilla, total superior
a las pérdidas del duque de Wellington en toda la Guerra de la Penín-
14
sula. Incluso entre 1817 y 1836, en época de paz, el índice anual
de mortalidad entre los soldados británicos en las Indias Occidentales
osciló entre el 85 y el 130 por 1.000, mientras que en sus islas de
origen era sólo de alrededor del 15 por 1.000. (Debe precisarse que en
el África occidental fue superior al 500 por 1.000 durante dichos
15
años.) Las colonias despoblamiento europeas fueron comprensible-
mente escasas en la América tropical, y aún más escasos fueron los
éxitos. Por ejemplo, los resultados de una incursión escocesa en Da-
rién a finales del siglo xvn, y de una francesa en Guayana cerca de
sesenta años después, fueron miles de muertos y unas cuantas dece-
nas de cabanas que se desmoronaban por causa de la humedad y el
16
moho. Una colonia europea en la América cálida y húmeda solía

13. Alfred W. Crosby, The Columbian Excbange, Biological and Cultural


Consequences of 1492, Greenwood Press, Westport, Conm, 1972, pp. 64-121.
14. Francisco Guerra, «The Influence of Disease on Race, Logistics and
Colonization in the Antilles», Journal of Tropical Medicine and Hygiene, 69
(febrero de 1966), pp. 23-35.
15. Curtin, «Epidemiology», Political Science Quarterly, 83 (junio de 1968),
pp. 202-203.
16. John Prebble, The Darien Disaster, A Scots Colony in the New World,
1698-1700, Holt, Rinehart & Winston, Nueva York, 1968, passim; Herbert I.
160 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

estar integrada por una pequeña clase de patronos blancos, un cierto


numero de negros y de mulatos libres, y una masa ingente de esclavos
africanos. Estos últimos, casi invariablemente mal nutridos, a menudo
sobrecargados de trabajo y viviendo en un entorno nocivo no tan hos-
til para ellos como para los blancos pero sensiblemente diferente del
de sus lugares de origen, también padecían acusados índices de mor-
talidad; no obstante, podían ser, y de hecho lo eran, reemplazados
17
constantemente.
Las enfermedades eran el factor más importante a la hora de de-
terminar que la América cálida y húmeda fuera una tierra de mezcla
racial. Los amerindios se disolvieron y los inmigrantes europeos sobre-
vivieron con dificultad; por tanto los empresarios del comercio atlán-
tico sustituyeron con millones de africanos la mano de obra amerindia
de las zonas tropicales húmedas americanas. Los resultados han sido
las sociedades mixtas y neoafricanas de hoy día: no el templado Mon-
treal, donde la distancia entre raza y cultura es tan estrecha como el
canal que los ingleses llaman English y los franceses la Manche, sino
el .Rio de Janeiro tropical, donde mulatos, zambos y portugueses pre-
tendidamente puros bailan la samba africana en vísperas de la Cua-
resma.
Sin embargo, a pesar de todo lo dicho, los europeos pueden crear
Nuevas Europas en los trópicos cálidos y húmedos —de hecho, así
lo han hecho— pero los prerrequisitos son arduos. Examinarlos es
una buena lección de biogeografía. Analicemos la temprana historia de
Queensland, estado blanco y considerablemente saludable de la Aus-
tralia tropical nororiental. La suerte la había dotado de varias dispen-
sas especiales que le permitieron convertirse en una Nueva Europa
en una zona casi tan húmeda como muchas otras donde las colonias
europeas habían perecido de enmohecimiento, podredumbre y mala-
ria. En definitiva, el problema de los asentamientos europeos en los
trópicos húmedos no era el calor per se o la humedad per se, aunque
contribuyesen considerablemente a incrementar las dificultades; el pro-

Priestly, Erance Overseas Through ¿he Oíd Regime, Appleton-Century, Nueva


York, 1939, pp. 104406; Jean Chaia, «Échec d'une tentative de colonisatíon de
e
la Guyane au x v n i Siécle». Biologíe Medícale, 47 (abril de 1958), pp. I-
LXXXIIL
17. Kenneth V. Kiple, The Caribbean Slave: A Biological History, Cam-
bridge University Press, 1984, passim.
ACCESIBLE PERO INDÓMITO 161

blema era el contacto con los seres humanos tropicales, sus organis­
mos subordinados, y sus micro- y macro- parásitos concomitantes.
Queensland tenía tanto calor y humedad como pudiera desear un
mosquito anopheles o aédes, o una mosca tsetse o un anquilostoma
o cualquier otro tipo de gusano, pero carecía de una densa población
de indígenas con sus animales y plantas cargados de minúsculos ocu­
pantes malévolos y pululantes. El número de aborígenes de Queens­
land era escaso y, por tanto, tenían menos tipos de organismos para­
sitarios; no tenían cosechas y sólo un animal, el dingo, que pudiera
proporcionar un medio de desarrollo a gérmenes y demás organismos
capaces de hacer presa en las plantas y animales de los inmigrantes.
Cuando los invasores blancos importaron mano de obra para trabajar
en sus plantaciones de azúcar (Queensland fue uno de los últimos ejem­
plos del prototipo de Madeira), los trajeron de las islas relativamente
saludables del Pacífico, no de los continentes acosados por las enfer­
medades. Los «canacas», como se llamó a estos trabajadores contra­
tados, trajeron consigo algunas infecciones tropicales, como hicieron
los escasos chinos que acudieron y los soldados británicos procedentes
de la India, pero todos juntos no aportaron una selección tan rica en
agentes patógenos y parasitarios como la que, por ejemplo, llevaron
los africanos a Brasil y al Caribe. La malaria se asentó en Queensland,
pero no de forma estable. El gobierno prohibió más inmigración que
no fuera blanca (por diversas razones: económicas, humanitarias y
racistas) y se redujo enormemente el flujo de organismos patógenos;
en consecuencia, los habitantes blancos de Queensland aceptaron y
aplicaron las lecciones de las revoluciones sanitarias y bacteriológicas
de los siglos xix y xx para protegerse a sí mismos, a los ganados y a
las cosechas. La malaria languideció y Queensland se convirtió en lo
que sigue siendo hoy día, una de las zonas más saludables de la tierra,
fuera o dentro de la zona tórrida. Ello ha costado grandes sumas de
18
dinero que Australia ha proporcionado por uno u otro medio. La
sociedad neoeuropea de Queensland no es tan artificial como la que

18. G, C. Bolton, A Thousand Miles Atvay, A History of North Queensland


to 1920, Australian National University Press, Sydney, 1970, pp. V I I , 76, 149,
249, 251; Raphael Cuento, Triumph in the Tropics, a Histórica! Sketch of
Queensland, Smith & Paterson, Brisbane, 1959, pp. 289, 291, 293, 421, 437;
Bruce P,. Davidson, The Northern Myth, a Study of the Physical and Economía
Limits to Agricultural and Pastoral Development in Tropical Australia, Mel-
bourne University Press, 1966, pp. 112-146.
162 IMPERIALISMO JvCüLOCICO

los Estados Unidos crearon en la zona del Canal de Panamá, pero


tampoco es allí la vida tan tranquila, confortable y fácil como en la
Australia templada meridional, donde un William Wordsworth reen-
carnado podría observar a «los jóvenes corderos saltando al son del
tamboril», y en algunos sitios podría ser llevado a engaño y creerse
en su hogar de Lake Country.

En la segunda década del siglo xvn, un reducido grupo de disi-


dentes ingleses, exiliados en Holanda, luchando contra la pobreza y
el temor de que sus hijos crecieran como holandeses, intentaron deci-
dir adonde ir para fundar una sociedad devota e inglesa. Considera-
ron cuidadosamente la Guayana; consideraron el norte de Virginia.
El análisis de las ventajas y desventajas de cada lugar era válido en-
tonces y, salvo en caso de realizar inversiones como las mencionadas
para Queensland, sigue siendo válido todavía. Creyeron que Guayana

era tan fértil como placentera y podría proporcionar riquezas y ma-


nutención a los propietarios con mayor facilidad que a los demás;
pero, consideradas otras cosas, no sería tan conveniente para ellos ...
Tales países cálidos están sometidos a graves enfermedades y mu-
chos impedimentos molestos de los que se ven libres otros lugares
más templados, y no convendrían tanto a nuestros cuerpos ingle-
19
ses.

Por lo tanto, zarparon hacia Norteamérica, donde la mitad de los


Peregrinos, como hemos dado en llamarles, murieron de desnutrición,
agotamiento y frío durante su primer invierno en Nueva Inglaterra.
Pero el resto, como pensaban que era su derecho, recibieron beneficios
semejantes a los prometidos a Abraham por el Señor:

Te bendeciré largamente y multiplicaré grandemente tu descen-


dencia como las estrellas del cielo y como las arenas de las orillas
del mar, y se adueñará tu descendencia de las puertas de sus enemi-

19. William Bradford, Of Plymouth Plantation> Samuel Eliot Morison, ed,,


Knopf, Nueva York, 1963, p. 28. La actitud británica hacia los trópicos está muy
bien expuesta en Karen Ordahl Kupperman, «Fear oí Hot Quilates in the An-
glo-American Colonial Experience», William and Mary Quarterly, 3 / serie, 41
(abril de 1984), pp. 213-240.
ACCESIBLE PERO INDÓMITO

gos, y en tu posteridad serán benditas todas las naciones de la U M I


20
por haberme tú obedecido.

Si los Peregrinos hubieran ido a Guayana —tal vez persuadido»


por la visión que sobre esta tierra diera Sir Walter Raleigh («Por su
salubridad, buenos aires, placer y riquezas estoy convencido de que
21
no puede ser igualada por región alguna al este o al oeste»)— podían
haberse adentrado en un medio hostil a los europeos y a sus organis­
mos subordinados, a causa del calor, la humedad, los depredadores,
los parásitos y los agentes patógenos. Los Peregrinos hubieran dejado
tras de sí poco más que algunas tumbas superficiales en la tierra
húmeda.

20. Génesis, 22: 17-18.


21. Walter Raleigh, The Discovery of Guiana, en Voyages and Travels
Ancient and Modera, Coilier & Son, Nueva York, 1910, p. 389.
7. LAS M A L A S HIERBAS

Nos encontramos con la aparente anomalía de


que Australia conviene más a ciertas plantas ingle-
sas que la propia Inglaterra, y de que algunas plan-
tas inglesas convienen más a Australia que aquellas
plantas australianas allí existentes antes de la in-
tromisión de los ingleses.

JOSEPH DALTON HOOKER, 1 8 5 3

Realmente no es de extrañar que los europeos no consiguieran


europeizar Asia y el África tropical. Se defendieron mejor en los tró-
picos del Nuevo Mundo, pero se quedaron muy lejos de fundar mon-
tones de sociedades neoeuropeas bajo el resplandeciente sol america-
no. De hecho, en algunas zonas ni siquiera lo intentaron, sino que se
limitaron a crear colonias de plantación proveídas con peones no euro-
peos, esclavos y trabajadores contratados. Lo que resulta sorpren-
dente es que los europeos consiguieran establecerse en gran número
en las Nuevas Europas, y que llegasen a prosperar y multiplicarse
«como las estrellas del cielo y como las arenas de las orillas del mar».
Esto fue lo que los imperialistas blancos consiguieron a pesar de la
lejanía de las Nuevas Europas y de sus muchas condiciones extrañas
(extrañas según los parámetros del Viejo Mundo). Actualmente, Que-
bec puede parecerse a Cherburgo, pero sin duda en 1700 no se le
parecía. Puede que actualmente San Francisco, Montevideo y Sydney
sean europeas, pero hace unas cuantas generaciones —realmente muy
pocas— no tenían casas de obra ni calles, y estaban habitadas por ame-
rindios y aborígenes celosos de sus tierras y de sus derechos. ¿Qué
fue lo que permitió a los intrusos blancos que estos puertos y estos
litorales se convirtieran en ciudades neoeuropeas?
LAS MALAS HIERBAS

Cualquier teoría que se precie y que intente explicar el avance


demográfico europeo tiene que esclarecer, por lo menos, dos fenó-
menos. El primero es la desmoralización y a menudo la aniquilación
de las poblaciones indígenas de las Nuevas Europas. La derrota arra-
sadora de estas poblaciones no fue simplemente consecuencia de la
superioridad tecnológica europea. Los europeos que se establecieron
en el África templada meridional gozaron aparentemente de las mis-
mas ventajas que los que se establecieron en Virginia y en Nueva
Gales del Sur, y sin embargo sus historias han sido sensiblemente di-
ferentes. Los pueblos de habla bantú que actualmente superan abru-
madoramente a los blancos en Sudáfrica, aventajaban a los indígenas
americanos, australianos y neozelandeses por el hecho de poseer armas
de hierro, pero ¿acaso es mucho "más inferior a un mosquete o a un
rifle una lanza con punta de piedra que una lanza con punta de hierro?
La causa de que los bantúes prosperasen demográficamente no reside
en su número en época del primer contacto con los blancos; probable-
mente eran menos por kilómetro cuadrado que, por ejemplo, los ame-
rindios al este del Mississippi. Los bantúes prosperaron más bien por-
que sobrevivieron a la conquista militar, evitaron a los conquistadores
o se convirtieron en sus sirvientes indispensables; y, a largo plazo,
porque se reprodujeron en mayor número que los blancos. Por el
contrario, ¿por qué sobrevivieron tan pocos nativos de las Nuevas
Euronas?
En segundo lugar, debemos explicar el éxito imponente, impre-
sionante incluso, de la agricultura europea en las Nuevas Euronas. La
difícil progresión de la frontera agrícola europea en la taiga siberiana
o en el sertao brasileño o en el veldt sudafricano contrasta brusca-
mente con su avance fácil y casi fluido en Norteamérica, por ejemplo.
Desde luego, los pioneros de los Estados Unidos y del Canadá nunca
hubieran definido su avance como fácil; su vida estuvo llena de peli-
gros, privaciones y trabajos incesantes. Pero, como grupo, siempre
consiguieron domesticar cualquier porción de la Norteamérica temnlada
que se propusieron en el lapso de unas cuantas décadas, y generalmen-
te en mucho menos tiempo. Muchos casos particulares fracasaron
—enloquecieron por las ventiscas y las tormentas de arena, vieron
sus cosechas arruinadas por la langosta y sus rebaños destrozados por
los pumas y los lobos, o perdieron sus cabelleras a manos de unos
amerindios comprensiblemente hostiles— pero, como grupo, siempre
166 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

tuvieron éxito, y, en términos de generaciones humanas, con mucha


rapidez.
Estos fenómenos son de un alcance tal que diríanse de carácter
sobrehumano, manifestaciones de fuerzas que chocan contra los asun-
tos humanos y que son más poderosas, constantes y penetrantes que
la voluntad humana: fuerzas que son a la voluntad lo que el persis-
tente e inexorable avance de un glaciar es al impulso de una avalan-
cha. Analicemos las migraciones humanas entre Europa y las Nuevas
Europas. Decenas de millones de europeos abandonaron sus hogares
en dirección a las Nuevas Europas, donde se reprodujeron volumino-
samente. Contrastando llamativamente, fueron pocos los indígenas
americanos, australianos o neozelandeses que fueron a Europa y tu-
vieron hijos allí. Ahora bien, no es sorprendente que el flujo de la
migración humana procediera casi totalmente de Europa en dirección
a las colonias, y tampoco resulta muy esclarecedor. Los europeos con-
trolaban las migraciones a ultramar, y Europa necesitaba exportar, no
importar, mano de obra. Pero esta pauta migratoria unidireccional es
significativa en cuanto que se reproduce en la historia de las migra-
ciones de otras especies entre Europa y las Nuevas Europas. No pode-
mos aquí tener en cuenta todas las especies que mígraron y, por otra
parte, la dispersión en ultramar de cultivos del Viejo Mundo tales
como el trigo o los nabos, por ejemplo, no es sino el hecho concomi-
tante, obvio y carente de información de la dispersión de los agricul-
tores europeos. Analizaremos tres tipos genéricos de formas de vida
que a menudo atravesaron las simas de Pangea, prosperando general-
mente en las colonias, no con sino a menudo sin ayuda.e incluso a
pesar de la actuación de los europeos: malas hierbas, animales salva-
jes y agentes patógenos asociados a los humanos. ¿Existe una pauta
en las historias de estos grupos que sugiera una explicación genérica
para el fenómeno del triunfo demográfico de los europeos en las Nue-
vas Europas, o que al menos sugiera nuevas aproximaciones?
En primer lugar, es preciso definir el término «Nueva Europa»
con mayor precisión que la que hemos empleado hasta ahora. No to-
das las partes de los Estados Unidos, Argentina, Australia y demás
atrajeron a gran número de europeos. Por ejemplo, hay pocos blancos
en el Gran Desierto de Arena australiano, y si toda Australia hubiera
sido igualmente árida, este continente no estaría más cerca de ser una
Nueva Europa que Groenlandia. Si existen partes más calurosas, más
frías, más secas, más húmedas y, en general, más inhóspitas de las
LAS MALAS HIERBAS

Nuevas Europas que actualmente tienen población blanca, ello di^U


a que gran número de inmigrantes blancos se vieron atraídos por Ui
regiones más hospitalarias, dispersándose desde ellas. Estas regiones
fueron los ruedos en los que tuvieron lugar las competiciones más
significativas entre especies ajenas, en la época posterior a Colón y
a Cook, y en las cuales los resultados hicieron posible la europeiza-
ción de todo el territorio. Debemos centrar nuestra atención en dichos
ruedos. El tercio oriental de los Estados Unidos y Canadá, donde to-
davía vive la mitad de la población, a pesar de haber transcurrido
más de tres siglos y medio desde la fundación de Jamestown y de
Quebec, es el semillero neoeuropeo de Norteamérica. El equivalente
australiano es la esquina sudoriental, delimitada por los mares y por
una línea que iría de Brisbane a Adelaida, más Tasmania, La totalidad
de Nueva Zelanda, excepto las comarcas altas y frías y la costa oeste
de la Isla del Sur, pertenece a esta atractiva categoría. El corazón
neoeuropeo de la Sudamérica meridional son los pastizales húmedos
en cuyo centro se encuentra Buenos Aires. Se trata de un enorme
territorio, en su mayor parte llano como la palma de la mano, que se
extiende dentro de un semicírculo trazado desde Bahía Blanca, en el
sur, hasta Córdoba, al oeste de Porto Alegre en la costa brasileña.
Esta franja de más de un millón de kilómetros cuadrados incluye una
quinta parte de Argentina, todo Uruguay y Rio Grande do Sul, en
Brasil. Allí viven dos tercios de los argentinos, toda la población uru-
guaya y la de Rio Grande do Sul constituyendo la mayor concentra-
1
ción demográfica del mundo al sur del Trópico de Capricornio.
Habiendo ya descrito los escenarios, introduzcamos en ellos a «las
fulanas de nuestra flora», en expresión de Sir Joseph Dalton Hooker:
2
las malas hierbas. «Mala hierba» no es un término científico de espe-
cie, género o familia, sino que su definición popular es prosaica; por
tanto, debemos detenernos en su definición. En el uso botánico mo-
derno, el término se refiere a toda planta que se dispersa con rapidez

1. Las estadísticas para esta breve exposición provienen de The New Rand
McNally College World Atlas, Rand McNally, Chicago, 1983, The World Alma*
nao and Book of Facts, Newspaper Enterprise Association, Nueva York, 1983,
The Americana Fjicyclopedia, Grolier, Danbury, 1983, vol. XXI, y T. Lynn
Smith, Brazil People and Institutions, Lousiana University Press, Baton Rouge,
?

1972, p. 70.
2. J. D. Hooker, «Note on the Replacement of Species in the Colonies ^ 4
Ejsewhere», The Natural History Revieio, 1864. p 125,
f
168 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

en competencia con otras en la tierra removida. Antes del adveni-


miento de la agricultura, eran relativamente pocas las plantas de este
tipo que representasen alguna especie en concreto; fueron las «pione-
ras de descendientes o colonizadoras secundarias», especializadas en la
ocupación de suelos despojados de vegetación por causa de corrimien-
3
tos, inundaciones, incendios y demás.
Las malas hierbas no son siempre antipáticas. En su día, tanto el
centeno como la avena fueron malas hierbas; actualmente son plantas
4
de cultivo. ¿Es posible que una planta de cultivo cambie en sentido
contrario y se convierta en una mala hierba? Sí. El amaranto y la
digitaria fueron cultivos prehistóricos en América y en Europa res-
pectivamente, apreciados ambos por sus nutritivas semillas, mientras
que actualmente ambos han sido degradados a la categoría de mala
hierba. (El amaranto podría estar volviendo a la respetabilidad de la
5
categoría de plantas de cultivo.) ¿Son las malas hierbas, mientras per-
manecen en dicha categoría, siempre una plaga y un tormento para
todo el mundo? En realidad, no. La grama, una de las malas hierbas
tropicales más incontrolables, era ensalzada hace siglo y medio como
estabilizante de los diques a lo largo del curso inferior del Mississippi,
al mismo tiempo que los agricultores, no lejos de allí, la llamaban
6
«hierba del diablo» (devílgrass). Las malas hierbas no son ni malas
ni buenas; son simplemente aquellas plantas que incitan a los botá-
nicos a aplicarles términos tan antropomórficos como «agresivas» y
«oportunistas».
Europa contaba con cantidad de malas hierbas mucho antes de
que los marinheiros se lanzasen al Atlántico mediterráneo. Al retroce-
der los glaciares pleistocénicos, evolucionaron especies de malas hier-
bas para tomar la tierra baldía que dejaban tras de sí. Cuando los
agricultores neolíticos se desplazaron hacia Europa, llevaron consigo
sus cultivos, su ganado y las malas hierbas del Oriente Medio. Es pro-
bable que alguna de estas plantas oportunistas atravesara el Atlántico
hasta Vinland, pero sólo debieron de durar una o dos temporadas más

3. Jack R. Harían, Crops and Man, American Society of Agronomy, Crop


Science Society of America, Madison, 1975, pp. 86, 89.
4. Herbert G. Baker, Plants and Civilization, Wadsworth Publishing, Bel-
mont, Calií., 1966, pp. 15-18.
5. Harían, Crops, p. 91; Noel Vietmeyer, «The Revival of the Amgranth»,
Ceres, 15 (septiembre-octubre de 1982), pp. 43-46,
6. Harían, Crops, p, 101,
LAS MALAS HIERBAS 169

que los asentamientos de los vikingos. Las malas hierbas mediterrá-


neas fueron sin duda las primeras plantas colonizadoras que tuvieron
éxito en la travesía, realizando un corto salto hasta las deforestadas
Azores, Madeira y las Canarias, y emprendiendo desde allí el largo
viaje hasta las Indias Occidentales y la América tropical.
Sabemos muy poco acerca de las malas hierbas de la América de
los siglos xv y xvi. Los conquistadores prestaron poca atención a la
agricultura, y aún menos a las malas hierbas, y los historiadores que
viajaron con Cortés y los demás, o les'siguieron, raramente se fijaron
en las malas hierbas; pero nosotros sabemos que estaban allí, Los
cultivos europeos y otras plantas benignas florecieron en las Indias
aun a pesar de ser vergonzosamente descuidados por los agricultores
enloquecidos por el oro y la conquista; por lo tanto, podemos estar
seguros de que las malas hierbas importadas, que prosperaron con el
7
descuido, estarían a sus anchas. Hubo incluso árboles que descendie-
ron al nivel de comportamiento de las malas hierbas. Cuando, a fina-
les del siglo xvi, José de Acosta preguntó quién había plantado los
bosques de naranjos por los que caminaban y cabalgaban, la respuesta
fue «que acaso se habían hecho porque cayéndose algunas naranjas, y
pudriéndose la fruta, habían brotado de su simiente, y de la que de
éstos y de otros llevaban las aguas a diversas partes, se venían a hacer
aquellos bosques espesos». Dos siglos y medio más tarde, Charles Dar-
win encontró islas cercanas a la desembocadura del Paraná recubiertas
de naranjos y melocotoneros, brotados de las semillas transportadas
5
por el río.
Las semillas importadas debieron cubrir amplias áreas de las In-
dias Occidentales, México y otros lugares, ya que la conquista ibérica
creó zonas enormes de suelo degradado. Los bosques fueron arrasados
para obtener madera y combustible y para abrir el camino a las nuevas
empresas; los nacientes rebaños de animales del Viejo Mundo apa-
centaron y rozaron los pastizales e invadieron las zonas boscosas; y
las tierras cultivadas de las poblaciones amerindias en declive fueron

7. Gonzalo Fernández de Oviedo, Natural History of ¿be West Incites^ trad.


inglesa de Sterlíng A. Stoudemire, University of North Carolina, Chapel Hill,
1959, pp. 10, 97, 98. (Versión original castellana: Historia General y Natural de
las Indias, Ediciones Atlas, Madrid, 1959.)
8. Alfred W. Crosby, The Columbian Exchange, Biological and Cultural Con-
sequences of 1492, Greenwood Press, Westport, Conn., 1972, pp. 66-67; Charles
Darwin, The Voyage of the Beagle, Doubleday, Garden City, N.Y., 1962, p. 120.
170 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

reconquistadas por la naturaleza, una naturaleza cuyas plantas más


agresivas eran entonces exóticos inmigrantes. Fray Bartolomé de las
Casas habló de grandes rebaños de bovinos y de otros animales eu-
ropeos que comían hasta la raíz la vegetación autóctona de las Indias
Occidentales en la primera mitad del siglo xvi, y a los que siguió la
expansión de heléchos, cardos, llantenes, ortigas, hierba moras, jun-
cias y demás, a las que identificaba como castellanas, si bien afirmaba
9
que ya estaban presentes cuando llegaron los españoles. Es imposible
que se desarrollaran las mismas especies en Castilla y en La Española,
y poco probable que cruzaran el Atlántico en época precolombina. Es
mucho más probable que fueran especies colonizadoras del Viejo Mun-
do que se trasladaron con los exploradores y avanzaron tan rápido o
más que los frailes.
En el México central, las malas hierbas debieron avanzar al me-
nos con la misma rapidez, ya que impresionantes rebaños españoles
de bovinos y otros animales, domados y salvajes, pastaron y rozaron
y, a finales del siglo xvi, empezaron a morir de hambre en ciertas
10
zonas, en medio de los vacíos que habían creado. Las plantas colo-
nizadoras europeas no habían tenido una oportunidad semejante desde
la invención de la- agricultura. Por lo menos ya en 1555, el trébol
europeo estaba tan extendido que los aztecas ya tenían una palabra
propia para designarlo. Lo llamaban Cas tillan ocoxichitli, nombre de-
rivado de una planta local que también prefiere la sombra y la hume-
11
dad. Es posible que hacia 1600, la flora de malas hierbas del México
central fuera en gran parte como la actual: mayoritariamente euroasiá-
12
tica con predominancia de las especies mediterráneas.
Tal vez podamos reconstruir en cierto modo lo que ocurrió en
México en el siglo xvi examinando la lista de malas hierbas que se
esparcieron por California (la Alta California) a finales del siglo x v n i
y el siglo .xix. No disponemos de una descripción de primera mano

9. Bartolomé de las Casas, Apologética Historia Sumaria, Universidad Na-


cional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, México,
1967, vol. I, pp. 81-82.
10. Elinor G. K. Melville, «Environmental Degradation Caused by Over*
grazing of Sheep in 16th Century México», manuscrito no publicado.
11. Alonso de Molina, Aquí comienga vn vocabulario en la lengua caste-
llana y mexicana, Juan Pablos, México, 1555, p. 238.
12. Jerzy Rscd<?wski, Vegetación d$ México, Editorial Limusa, México, 1978,
pp. 69-70.
LAS MALAS HIERBAS

sobre las condiciones autóctonas de los pastizales californiano**,


los botánicos aficionados a la historia han recogido pruebas como Un
que pueden existir en pequeñísimas praderas residuales, en lugares
abandonados y en algunas referencias soslayadas en las fuentes escri-
tas. Sus hipótesis giran en torno a una flora dominada por mato jos
de hierba sólo sometidos al leve mordisqueo de los berrendos y ani-
males por el estilo. El búfalo no se adentró más en los valles de Sa-
cramento y de San Joaquín que en el México central.
Esta vegetación californiana era tan fatídicamente vulnerable a
los invasores euroasiáticos como los pueblos aborígenes californianos,
pero el aislamiento protegió la flora, como lo hizo con la población,
durante dos siglos y medio después de la llegada de los españoles a
América. California, separada de.Europa por un continente y un océa-
no, de los centros de población del México hispánico por desiertos, y
por los vientos y corrientes del norte que fluyen a lo largo de las cos-
tas tanto de la Alta como de la Baja California, siguió siendo una de
las regiones más remotas de todos los imperios europeos hasta las últi-
mas décadas del siglo xvin. Hasta fechas tan tardías como 1769, se-
gún las pruebas facilitadas por los materiales vegetales incrustados en
los ladrillos de adobe de las construcciones californianas más antiguas,
sólo crecían allí tres plantas europeas: lengua de vaca, la cerraja y
13
la aladierna de hoja estrecha. Esta última en particular encabezó un
conjunto de malas hierbas mediterráneas que toleraban el clima calu-
roso y las sequías estacionales.
Cuando, a mediados del siglo x v m , los comerciantes de pieles y
los imperialistas rusos entraron en acción en la costa noroccidental de
América, los españoles reaccionaron enviando soldados y misioneros
a la salvaje frontera californiana. Consigo llevaron, lo quisieran o no,
las plantas forrajeras y las malas hierbas del Mediterráneo —las tres
citadas anteriormente más avena, cola de zorra, bromos, balíico ita-
liano y otras— que les acompañaron, y en algunos casos les precedie-
ron, a lo largo de las colinas costeras y el interior de los valles de San
14
Joaquín y Sacramento e incluso más allá. Algunas de estas plantas

13. G. W. Hendry, «The Adobe Brick as a Historical Source», Agricultural


History, 5 (julio de 1931), p. 125.
14. Andrew H. Clark, «The Impact of Exotic Invasión on the Remaining
New World Mid-Latitude Grasslands», Man's Role in Changing the Face of the
Eartb, William L. Thomas, Jr., ed., University of Chicago Press, 1956, vol I I ,
172 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

habían seguido de cerca la progresión de la frontera agrícola desde el


corazón de la civilización del Viejo Mundo. La mostaza negra, cuya
diminuta semilla, según Jesucristo, es como el reino de Dios, porque
«cuando ha crecido es la más grande de todas las hortalizas y llega a
hacerse un árbol, de suerte que las aves del cielo vienen a anidar en
15
sus ramas», llegó a California junto con los frailes franciscanos.
Unas cuantas de estas plantas llegaron en pequeñas cantidades, y
después cada vez más, a medida que los pioneros tiraban hacia ade-
lante. Cuando John Charles Frémont, explorador de los Estados Uni-
dos, descendía a lo largo del Río de los Americanos hacía el Valle de
Sacramento en marzo de 1844, encontró aladiernas de hoja estrecha,
otro inmigrante, como él y su montura, del Viejo Mundo. Estaba
«justo empezando a florecer y cubría la tierra como un césped de hier-
ba». Los caballos la consumían «con avidez», e incluso las mujeres
indias que encontraron la comían «con aparente deleite», indicando
mediante el lenguaje de las señas que lo que era bueno para Jos ani-
16
males también lo era para ellas.
Cierto número de malas hierbas se introdujo en California duran-
te las postrimerías de la época hispana, y probablemente más durante
los años mexicanos después de 1824, y aún más tras la anexión a los
Estados Unidos, cuando los angloamericanos las llevaron consigo a
través de las llanuras desde la costa oriental. La fiebre del oro de 1849
generó una inmensa demanda de carne de buey, lo que produjo una
severa devastación de los pastos; a ella siguieron grandes avenidas en
1862 y una intensa sequía de dos años de duración. Cuando regresa-
ron las lluvias, las plantas introducidas fueron las primeras en brotar
y las que lo hicieron más rápido, convirtiéndose los pastizales califor-
nianos en lo que se habían estado convirtiendo durante un siglo, es
decir, en euroasiáticos. Sin las oportunistas invasoras, la pérdida del
suelo superficial hubiera empobrecido miles de hectáreas de la tierra
de cultivo actualmente más valiosa del mundo. Hacia 1860, había

pp. 748-751; Joseph B. Davy, «Stock Rangers of North-western California», Uni-


ted States Bureau of Plant Industry, Boletín n.° 12 (1902), pp. 38, 40-42.
15. Míchael Zohary, Plants of the Bible, Cambridge University Press, 1982,
p. 93; Hendry, «Adobe Brick», Agricultural History, 5 (1931), p. 125.
16. Donald Jackson y Mary Lee Spense, eds., The Expeditions of John
Charles Frémont, I, Travels from 1838 ta 1844, University of Illinois Press, Ur-
bana, 1970, p. 649,
LAS MALAS HIERBAS 173

por lo menos noventa y una especies foráneas de malas hierbas acli-


matadas en el estado. Un reconocimiento del Valle de San Joaquín
realizado en el siglo xx reveló que las plantas introducidas «consti-
tuían el 63 por 100 de la vegetación herbácea de pasto, 66 por 100
7
en los bosques, y 54 por 100 en el chaparral»/
Sólo podemos hacer conjeturas sobre la temprana historia de las
plantas colonizadoras en México, extrapolando al pasado los ejemplos
más recientes de su expansión. No es el caso de Perú, gracias ai je-
suíta Bernabé Cobo y al noble medio-amerindio medio-español Garci-
Laso de la Vega. No escribieron específicamente sobre las plantas que,
por su comportamiento, eran inequívocamente malas hierbas —tales
plantas no merecían la atención de hombres distinguidos— pero sí lo
hicieron sobre plantas respetables que se convertían en salvajes de-
sanando los intentos de mantenerlas fuera de los campos de cultivo,
citando entre las más agresivas los nabos, la mostaza, la menta y la
manzanilla. Varias de ellas «cubrieron los nombres originarios de los
valles imponiendo los suyos como en el caso del Valle de la Menta en
la costa, que antes se llamaba Ruerna, y otros». En Lima, la endivia
y la espinaca crecían por encima del tamaño de un hombre, y «un
caballo no podía abrirse paso a través de ellas».
La más expansionista de las malas hierbas europeas en el Perú
del siglo xvi fue el «trébol», planta que asumió mejor que ninguna
otra especie colonizadora las características frías y húmedas del país,
suministrando buen forraje, pero asfixiando también las cosechas. Los
antiguos subditos del Inca, que se habían encontrado de golpe con
una nueva élite y un nuevo Dios a los que dar sustento, descubrieron
18
que debían competir con el trébol por la tierra de cultivo. ¿Qué era

17. Clark, «Impact of Exotic Invasión», Man's Role, vol. I I , p. 750; R. W.


Allard, «Genetic Systems Associated with Colonizing Ability in Predominantly
Self-Pollinated Specíes», en H. G. Baker y G, Ledyard Stebbins, eds,, The Gene-
tics of Colonizing Species, Academic Press, Nueva York, 1965, p. 50; M. W.
Talbot, H . H. Biswell y A. L. Hormay, «Fluctuations in the Annual Vegetation
of California», Ecology, 20 (julio de 1939), pp. 396-397; \V. W. Robbins, «Alien
Plants Growing without Cultivation in California», California Agricultural Ex-
periment Station, Bulletin N.° 637 (julio de 1940), pp. 6-7; L. T. Burcham,
«Cattle and Range Forage in California. 1770-1880», Agricultural History 35
t

(julio de 1961), pp. 140-149.


18. Obras de Bernabé Cobo, Ediciones Atlas, Madrid, 1956, vol. I , p . 414;
Garcilaso de la Vega, Royal Commentaries of the Incas and General History of
Perú, trad. inglesa de Harold V. Livermore, University of Texas Press, Austin,
174 IMPERIALISMO KCOLÓG1CO

el «trébol»? Según parece, era en su mayor parte trébol blanco, que


desempeñó el mismo papel de pionero y «conquistador» en Norte-
américa.
Inglaterra, que engendró la mayoría de las colonias de la América
septentrional, tenía, según el Book of Husbandry de John Fítzherbert,
«diversos tipos de malas hierbas, como heléchos, morrituertos, roma-
19
zas», y otras, y son tan frondosas en el lenguaje shakespeariano como
sin duda lo fueron en los huertos de Stratford-upon-Avon. Su duque
de Borgoña no informa a Enrique V de que los tiempos son difíciles
en Francia, sino de que «la cizaña, la cicuta y la fumaria tenaz» están
creciendo allí. Su Hotspur ganó la inmortalidad literaria prometiendo
que «en esta ortiga, el peligro, donde cogeremos esta flor, la seguri-
dad». Lear, el pobre rey loco, vaga por los campos

Coronado de exuberante palomilla y balluecas,


de bardanas, cicuta, ortigas, cardaminas,
joyos y tidas, las hierbas estériles que crecen
20
en vuestro trigo sustentador.

No es peligroso apostar por que las malas hierbas inglesas debían


de haber arraigado en Norteamérica en vida de Shakespeare. John
Josselyn, que visitó Nueva Inglaterra en 1638 y en 1663, decenas
de años antes de que los primeros pescadores europeos empezasen a
pasar los veranos en Terranova y sus alrededores y plantaran sin duda
sus pequeños huertos, elaboró una lista «De tales plantas que han
brotado desde que los ingleses plantaron y tuvieron ganado en Nueva
23
Inglaterra». No era un botánico profesional y pudo cometer erro-

1966, vol. I, pp. 601-602 (versión original castellana: Comentarios reales, Pedro
Crasbeek, Lisboa, 1609); Abundio Sagastegui Alva, Manual de las Malezas de
la Cosía Norperuana, Talleres Gráficos de la Universidad Nacional de Trujillo,
Trujillo, Perú, 1973, pp. 229, 231, 234, 236.
19. John Fítzherbert, Booke of Husbandry, John Awdely, Londres, 1562,
f. X I I I verso, X I V recto.
20. Enrique V, acto V, escena I I ; Enrique IV, acto I I , escena I I I ; El
Rey Lear, acto IV, escena IV.
21. John Josselyn, An Account of Two Voyages to New England Made
During the Years 1638, 1663, William Veazie, Boston, 1865, pp. 137-141; Ed-
ward Tuckermann, ed., «New-England's Rarities Discovered», Transactions and
Collections of the American Anticuarían Soctety, 4, 1860, pp. 216-219. Sería
muy fácil proporcionar los nombres científicos de la mayoría de estas plantas y
^ 1
LAS MALAS HIERBAS

res en alguna de sus identificaciones, pero seguramente lúe r*|


en la mayoría.

Grama Zurrón de pastor


Diente de león Zuzón
Cerraja Armuelle silvestre
Hierba mora de flor blanca Ortiga urticante
Malva Llantén
Beleño Ajenjo
Romaza aguda Hierba de la paciencia
Acedera Lengua de culebra
Centinodia PampliUa
Compherie de flor blanca Espino
Bardana Gordolobo, de flor blanca

Las ortigas se contaron entre las primeras en hacerse notar, en


Nueva Inglaterra, ya porque fueran las primeras en difundirse o por-
que urticaban. El llantén, que aparece en Romeo y Julieta, acto I,
escena I I , como una hierba medicinal («Vuestras hojas de llantén
son excelentes para eso. ¿Para qué? Para la fractura de vuestra es-
pinilla»), fue llamado por los amerindios de Nueva Inglaterra y de
Virginia «pie de inglés», ya que en el siglo x v n creían que sólo cre-
cería allí donde los ingleses «habían pisado, y no lo conocían antes
22
de la llegada de los ingleses a este país».
¿Cuál fue la primera mala hierba en las colonias meridionales de
Norteamérica? Un candidato que nos viene a la mente en primer lugar
es el melocotón del Viejo Mundo, pero fue tan rápido en asentar su
residencia en Norteamérica como los naranjos de José de Acosta en
la América tropical. Cuando por primera vez penetraron los ingleses

de otras que se mencionan más adelante, pero no lo he hecho por miedo a dar
un tono de exactitud en lo que, por más libremente que recurra al latín y al
griego, no es sino una relación imprecisa.
22. Edmund Berkeley y Dorothy S. Berkeley, eds., The Reverend John
Clayton, a Parson with a Scientific Mind. His Writings and Other Related Pa-
pers, University Press o£ Virginia, Charlottesville, 1965, p. 24; Josselyn, Account,
p. 138. Henry Wadsworth Longfellow conocía el nombre algonquino de esta
planta, que entretejió en el sueño de Hiawatha sobre la llegada de los blancos:
«Wheresoe'er they tread, beneath them / Springs a flower unknown among
us, / Springs the White-man's Foot m blossom» [«Allí donde pisan, debajo de
ellos / Brota una flor desconocida para nosotros / Florece el pie de hombre
blanco»], The Poems of Lonfeltow, Modern Library, Nueva York, 1944, p. 259.
17ó IMPERIALISMO ECOLÓGICO

en el interior de Carolina y de Georgia, encontraron florecientes me-


locotoneros en los huertos de los amerindios, y muchos silvestres. Los
indígenas, muchos de los cuales pensaban que el melocotón era tan
americano como el maíz, secaban la fruta al sol y la endurecían en
barras para consumirla en invierno. Los árboles brotaban'tan rápida-
mente del hueso que, refiriéndose a la Carolina de comienzos del si-
glo xvín, John Lawson escribió: «Al comer melocotones en nuestros
huertos, salen tan apretados de la pepita, que nos vemos obligados a
tener mucho cuidado en arrancarlos, para que no conviertan nuestra
23
tierra en una fronda de melocotoneros». Una probable explicación
de que el melocotón del Viejo Mundo precediera a los pioneros ingle-
ses, y también del extraño hecho de que los amerindios tuvieran ini-
cialmente más variedades de esta fruta de las que tenían los ingleses,
es que los españoles o los franceses pudieron haberlo introducido en
Florida en el siglo xvi. Desde allí, los amerindios la difundirían hacia
el norte, donde se aclimataría al decrecer la población autóctona y
asilvestrarse sus huertos.
Plantas que corresponderían más corrientemente a lo que los
europeos entendían por mala hierba debieron llegar igualmente pron-
to, pero, adecuadamente a su altura, lo hicieron menos ostentosa-
mente. En 1629, el capitán John Smith informaba de que la mayoría
de los bosques que rodeaban Jamestown, en Virginia, habían sido
talados y habían sido «todos convertidos en pastos y huertos; donde
crecen toda suerte de hierbas y raíces que tenemos en Inglaterra
abundantemente y pasto del mejor que pueda haber», pero no nos
24
aturdió con nombres específicos. Las campeonas entre las malas hier-

23. U, P. Hedrick, A History of Horticulture in America to 1860, Oxford


University Press, 1950, pp. 19, 119, 121-122; Peter Kalm, Travels into North
America, The Imprínt Society, Barre, Mass., 1972, pp. 70-71, 398; Robert Be-
verley, The History and Present State of Virginia, University of North Carolina
Press, Chapel Hill, 1947, pp. 181, 314-315; Mkhel-Guiilaume St. Jean de Cré-
vecoeur, ]ourney into Northern Pennsylvania and the State of New York, trad.
inglesa de Clarissa S. Bostelmann, University of Michigan Press, Ann Arbor,
1964, p. 198; Mark Catesby, The Natural History of Carolina, Florida, and the
Bahama Islands, Londres, 1731-1743, vol. I, p. X; vol. I I , p. XX; John Lawson,
A New Voyage to Carolina, Londres, 1709, facsímil Readex Microprint, 1966,
pp. 109-110; Joseph Ewan y Nesta Ewan, eds., John Banister and His History of
Virginia, 1678-1692, University of Illinois Press, Urbana, 1970, pp. 355-356, 367.
24. Robert W. Schery, «The Migration of a Plant», Natural History, 74
(diciembre de 1965), p. 44.
LAS MALAS HIERBAS 177

bas pioneras en Norteamérica fueron las hierbas de césped ^ las hier-


tna5 c s t c
bas de forraje asilvestradas. Las hierbas autóctonas a m e r i c í
a c c i o n u c
del Mississippi, al no haber tenido que soportar nunca
iS r a n d e s
tan enormes rebaños de cuadrúpedos apacentándose en L ^
l a s l a n t a s
Llanuras, reunían pocos de los atributos que permiten que P
Ü S c a m
convivan con los bovinos, las ovejas y las cabras en los m P ~
a
pos. Las hierbas indígenas desaparecieron por completo d£ * Norte-
e s t o s a m
américa británica y francesa tras la llegada y la difusión dá ~
25
males, y sólo sobrevivieron en los huecos y las grietas.
c a r a n
Entre los cultivos forrajeros importados, figuraba com^ pe°
c on
el trébol blanco (probablemente el campeón de las planta^ ° l i z a -
m e n c a n s
doras en Perú), junto a la planta euroasiática que los te^
n o r °
a 1 e 2 a
llamaron arrogantemente «kentucky bluegrass» (grama). ^ ^ ^l
a n t e x c
de ambos recibió el nombre de «hierba inglesa». Eran b a s t / ^ '
sas en su preferencia por los climas fríos y húmedos; si l p s
" m e l o c o

i r e a s e n
tones preferían las gradas meridionales de las colonias e v ^ P
5, m e
Norteamérica, la «hierba inglesa» prefería las septentrional^ ^ ~
5 a a v 2
nos se sembraba intencionadamente trébol o hierba, o arnbc? ^ f >
e n n n
en Norteamérica, ya en 1685, momento en que Willian^ P *"
e o s e e r
tentó plantarlos en su finca. Ai ser apreciados como forraj ? P
s t r e c e c o
una naturaleza agresiva, se difundieron ampliamente en l a "
s ex
lonias y en Canadá a lo largo del río San Lorenzo. Cuando" ^ pl°"
radores ingleses superaron los Apalaches y avanzaron hacia/ kentucky
1 0 tr
en las últimas décadas del siglo x v m , encontraron, e s p e r á i / ^ ^ ' ^"
0
bol blanco y grama. O bien las plantas se habían arrastra^
por las
o s c o m e r
montañas agarrándose al pelo de los caballos y muías de ^ "
e n e t r a
ciantes desde Carolina, o bien, más probablemente, habían P do
27
con los franceses a finales del siglo xvii o en el x v n i .
11
El trébol blanco y la «kentucky bluegrass» continuare/ hacia el
oeste, hasta el punto donde se disipan las lluvias más allá del/ Mississip-
t m o a
pi, abriéndose paso a codazos, manteniéndose siempre al r ^ de I
e n t o f i e
25. Kalm, Travels, pp. 174, 264; Cari O. Sauer, «The S e t t l e t ^ ¿
t a t e s e
Humid East», Climate and Man, Yearbook of Agriculture, United ^ "
partment of Agriculture, Washington, D.C., 1941, pp. 159-160. , . , ,
l e m b r e d e
26. Schery, «Migration of a Plant», Natural History, 74 ( d F
1965), pp. 41-44. m
m c k y m u Q
27. Lyman Carrier y Katherine S. Bort, «The History of K e n > ~
lcan o a e i
grass and White Clover in the United States», Journal of the Amer, * y
of Agronomy, 8, 1916, pp. 256-266.
178 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

frontera de los nuevos Estados Unidos, e incluso avanzando por su


cuenta.

Illinois, 1818: Allí donde han acampado pequeñas caravanas al


atravesar las praderas, y han dado a sus reses heno compuesto por
estas hierbas perennes, queda para siempre una mancha de césped
28
verde para instruir y alentar a futuros aprendices.

A partir de estas manchas verdes, se diseminaron por todo el Me-


dio Oeste vastas ondulaciones de nutritivo forraje y de malas hierbas
casi inextirpables, el tiempo justo para ser transportadas a través de
las llanuras semiáridas para renovar su salvaje jarana expansiva en las
29
tierras frías y húmedas del Lejano Oeste.
El agracejo figuraba inmediatamente después del trébol blanco
y la «kentucky bluegrass» en la lista de las más agresivas importacio-
nes vegetales, junto con la hierba de San Juan, el cáñamo común, la
neguilla y el bromo, además de todas las de la lista de Josselyn y
muchas más. En enero de 1832, Lewis D. de Schweinitz reveló al
Lyceum of Natural History de Nueva York, tras una larga investiga-
ción, que las plantas más agresivas en los estados del norte de los
Estados Unidos eran las malas hierbas foráneas de las que facilitó
una lista de 137. Con toda probabilidad, la situación en el sur debió
30
de ser similar.
Pareció que las malas hierbas, cuya presencia registraron Josselyn
y los demás al este del Mississippi, perdían agresividad a medida que
se acercaban al centro de Norteamérica. La «buffalo grass» y todas
las gramas, así como el resto de la vegetación autóctona de las llanu-
ras, fueron capaces de resistir eficazmente a los invasores, excepto
cuando los humanos hicieron todo lo posible por ayudar a las plantas
exóticas, como cuando erradicaron los mijos de Manitoba y Dakota
para plantar trigo. Más adelante volveremos sobre la cuestión de por

28. Schery, «Migration of a Plant», Natural History, 74 (diciembre de


1965), pp. 41-49.
29. Douglas H. Campbell, «Exotic Vegetation of the Pacific Regions», Pro-
ceedings of the Fifth Pacific Science Congress, Canadá, 1933 Pacific Science
}

Association, University of Toronto Press, 1934, vol. I, p. 7 8 5 .


30. Lewis D . de Schweinitz, «Rcmarks on the Plants of Europe Which Have
Become Naturalized in a More or Less Dcgree in the United States», Annals
Lyceum of Natural History of New York, 3 (1832), pp. .148-155.
LAS MALAS HIERBAS

qué la vegetación de las Grandes Llanuras fue tan resistente a la


invasión.
Por el momento, pongamos nuestra atención en otra historia exi-
tosa, esta vez desarrollada a unos 80° de latitud hacia el sur-sudes-
te. Allí se extiende la pampa, una llanura cuyas partes bien abas-
tecidas de agua sucumbieron a los invasores del Viejo Mundo tan
completamente como las zonas equivalentes del Valle de San Joaquín
en California. La pampa es una inmensa zona plana, bien abastecida
de agua por el este, y cada vez menos a medida que se avanza desde
el Atlántico y Pao de la Plata hacia los Andes. La pampa húmeda y
íétúl fue, hace cuatro siglos, un gran pastizal, «yermo y llano y sin
árboles, excepto a lo largo de los ríos», dijeron los primeros espa-
ñoles que la vieron. Los oscilantes espolines dominaban la vtg^ción,
y entre ellos pastaban y deambulaban extraños camellos sin joroba y
31
pájaros gigmtts no voladores.
La usurpación de la biota autóctona de la pampa debió de em-
prenderse cuando a finales del siglo xvi llegaron animales domésticos
desde Europa, que se aclimataron y se propagaron formando enormes
rebaños. Sus hábitos alimentarios, el pisoteo de sus pezuñas, el aplas-
tamiento que producían al tumbarse, y las semillas de malas hierbas
que portaban, tan ajenas a América como lo eran ellos mismos, alte-
raron para siempre el suelo y la vegetación de la pampa. Esta altera-
ción debió de ser rápida, pero hay pocos documentos sobre el tema
hasta el siglo X V I I L Un visitante, Félix de Azara, exponía en la dé-
cada de 1780 que la gran cantidad de ganado y la costumbre de que-
mar anualmente las hierbas muertas estaban acabando con las plantas
delicadas y las hierbas más altas, y que el vacío resultante no estaba
siendo repuesto. Allí donde montaba su pequeña cabana un pionero
europeo o mestizo, brotaban malvas, cardos y demás, aunque no exis-
tiera ninguna otra planta semejante en treinta leguas. Y bastaba que
los colonizadores frecuentasen un camino, aunque sólo fuera a solas
con su caballo, para que aparecieran estas plantas en sus bordes. El
pionero de la pampa era una especie de rey Midas de la botánica, que
32
cambiaba la vegetación al tocarla.

31. Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, Historia General y Natural


de las Indias, Ediciones Atlas, Madrid, 1959, v o l I I , p. 356.
32. Félix de Azara, Descripción e Historia del Paraguay y del Río de U
Plata, Imprenta de Sanchiz, Madrid, 1847, vol. I, pp.. 56-58.
180 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

La historia ele la vegetación de la pampa, al menos e n sus aspectos


más llamativos, se esclarece en el siglo xix. La alcachofa silvestre, el
«cardo de Castilla», corriente en Buenos Aires en 1749, siguió pro-
pagándose, y cuando Charles Darwin visitó esta parte del mundo
ochenta años después, la encontró en Argentina y en Chile, y tan
exuberante era en Uruguay que hacía impenetrables cientos de millas
cuadradas tanto para el hombre como para los caballos. «Dudo —es-
cribió— que se haya registrado un caso de invasión a tan gran escala
33
de una planta sobre las autóctonas,»
Cuando W. H, Hudson era niño, a mediados del siglo xix, vio en
Argentina matorrales de alcachofas silvestres, de un verde entre azu-
lado y grisáceo, que se extendían tan lejos como alcanzaba la vista;
pero lo que más le impresionó fue la importación del cardo gigante,
una variedad bienal mediterránea que crecía a la altura de un hombre
a caballo- En los «años del cardo» crecían por todas partes, y existía
gran peligro de incendio cuando se secaban:

E n tales ocasiones, el h o m b r e que viera h u m o en la lejanía mon-


taría en su caballo y volaría hasta el lugar del peligro donde se in-
tentaría interrumpir el fuego abriendo u n a amplia senda en los car-
dos a unas cincuenta yardas por delante de él. Una forma de hacer
esta senda era coger con el lazo y matar unas cuantas ovejas del re-
baño más cercano y arrastrarlas arriba y abajo al galope a través de
los densos cardos, hasta que se abría u n espacio ancho donde se
34
podrían sofocar y mantear las llamas con las gualdrapas del caballo.

Los datos de que disponemos sobre los cambios de la vegetación


en los pastizales de la región del Río de la Plata son anecdóticos, irre-
gulares y muy alejados de lo científico, pero la enorme propagación

33, Charles Darwin, The Voyage of the Beagle, Doubleday, Carden City,
N.Y., 1962, pp. 119-120; Osear Schmieder, «Alteration of the Argentine Pampa
in the Colonial Period», en Geography, vol. II, n.° 10 (27 de septiembre de
1927), University of California Publications, p. 310; Mariano B. Berro, La Agri-
cultura Colonial, Colección de Clásicos Uruguayos, Montevideo, v. 148, 1975,
pp. 138-140.
34. W. H. Hudson, Far Away and Long Ago A History of My Early Life,
t

Dutton, Nueva York, 1945, pp. 64, 68-69, 71-72, 148; U. P. Hedrick, ed., Sturte-
vant's Edible Plants of the World, Dover, Nueva York, 1973, p. 535; Alexandei
Martin, Weeds, Goiden Press, Nueva York, s i . , p . 148; Berro, Agricultura^
pp. 140-141.
LAS MALAS HIERBAS 181

de estas dos malas hierbas en el siglo xix puede servirnos como


prueba fehaciente de que el ecosistema de la pampa había sido trau-
matizado por los blancos y sus animales. Los rebaños provocaron
transformaciones casi por doquier entre la línea de las nieves andinas
y las de la Patagonia, pero en ningún lugar fueron tan profundas como
en el corazón de los pastizales: la fértil región, de más de 300 kiló-
metros de anchura, bien abastecida de agua y, con todo, bastante
europea, en cuyo meollo se encuentra la ciudad de Buenos Aires.
Cuando en 1833 Darwin se adentró hasta allí desde el exterior, notó
un cambio entre una «hierba basta» y «una alfombra de verde vege-
tación». Atribuyó la transformación a algún cambio en el terreno,
pero «los habitantes me aseguraron... que todo se debía al estiércol
35
y el apacentamiento del ganado».
En 1877, Carlos Berg publicó una lista de unas 153 plantas euro-
peas que había encontrado en la provincia de Buenos Aires y en Pata-
gonia, contando, entre las más abundantes, especies tan familiares a
los europeos como el trébol blanco, el zurrón de pastor, la pamplilla,
la pata de gallo, la aladierna de hoja estrecha y la lengua de vaca. Tam-
bién incluía el llantén, plantain para los ingleses o «pie de inglés»
36
para los algonquinos de Norteamérica. Según los botánicos de campo,
sólo una cuarta parte de las plantas que crecían en estado silvestre en
37
la pampa en la década de 1920 eran nativas. W. H . Hudson lamen-
taba la situación de los europeos de la pampa, rodeados por estas ma-
las hierbas «que brotaban en sus campos bajo todos los cielos, rodeán-
doles con las monótonas formas del Viejo Mundo y manteniendo tan
indeseada unión con tanta tenacidad como las ratas y las cucarachas
38
que habitan en su casa». Sin embargo, ¿qué y cómo habría remplaza-
do las especies autóctonas en vías de desaparición bajo las pezuñas de
los exóticos rebaños de no haber existido estas plantas?

35. Francis Bond Head, Journeys Across the Pampas and Among the An-
des, Harvey Gardiner, ed., Southern Illinois Press, Carbondale, 1967, pp. 3-4;
Darwin, Voyage, p, 119,
36. Carlos Berg, «Enumeración de las plantas europeas que se hallen como
silvestres en las provincias de Buenos Aires y en Patagonia», Anales de La
Sociedad Científica Argentina^ 3 (abril de 1877), pp. 183-206.
37. Schmieder, «Alteration», en Geography vol. II, n.° 10, 1927, Univer-
}

sity of California Publicaíions, p. 310.


38. W, H, Hudson, The Naturalisú in La Plata, Dutton, Nueva York, 1922,
P- 2.
182 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Si fuera cierto que el grado de diferenciación entre las formas de


vida europeas y las formas de vida autóctonas de una colonia son co-
rrelativas a la vulnerabilidad de estas últimas frente a la invasión de
las primeras, entonces Australia —con sus características hierbas y
hierbas de césped, bosques de incomparables eucaiiptus, cisnes negros,
aves no voladoras y marsupiales— tendría que ser actualmente otra
Europa. Sin duda, no se ha convertido en tal porque la salvó su zona
interior cálida, árida y totalmente distinta de Europa, y el estrecho
vínculo que existe entre los organismos y el medio en el que viven
y que los conforma. Pero se han producido cambios, considerables
cambios. Los europeos y su biota mixta alteraron irreversiblemente el
medio ambiente australiano.
Los británicos que llegaron a Nueva Gales del Sur en 1788 para
fundar una colonia, trajeron consigo intencionadamente diversos tipos
de vegetales —en marzo de 1803 eran más de cien— y, por supuesto,
otros involuntariamente. Algunos de los que habían sido traídos a pro-
pósito tomaron el camino de las malas hierbas —una de ellas, la ver-
dolaga— de tal modo que su éxito fue indicativo de la vulnerabilidad
39
de la vegetación australiana frente a la invasión del Viejo Mundo.
El trébol blanco apenas arraigó en los lugares casi secos de Sydney
donde se estableció originariamente, pero avanzó rápidamente bajo
la humedad del clima de Melbourne, «destruyendo a menudo otras
40
vegetaciones», La cerraja parece que prosperó por doquier en los
alrededores de esta última ciudad; crecía incluso por los tejados. Tam-
bién otras malas hierbas se propagaron rápidamente en Victoria, la
centinodia y la acedera entre otras, y erradicaron de algunos pastos
a otras hierbas menos agresivas. También Tasmania, cuyo clima es
muy semejante al de la Europa noroccidental, resultó acogedora para
las nuevas malas hierbas: la centinodia y Ja gutierrecia que acompa-
41
ñaban a los colonizadores.
Las malas hierbas eran capaces de avanzar hacia el interior con una
velocidad pasmosa, saltando en ocasiones más allá de la frontera de

39. Commonwealth of Australia, Historical Records o} Australia, Serie I,


Governors' Dispatches to and From England, The Library Committee of the
Commonwealth Parliament, 19144925, v o l IV, pp. 234-241.
40. Joseph Dalton Hooker, The Botany of the Antarctic Voyage of H. M.
Discovery Ships Erebus and Terror in the Years 1839-1843, Lovell Reeve, Lon-
dres, 1860, vol. I, pt. 3, pp. CVI-CIX.
41- Historical Records of Australia, serie I I I , vol. X, p. 367.
LAS MALAS HIERBAS

poblamiento. Más o menos en la misma época en que Frcmont. cmuii;


tro aladiernas a lo largo del Río de los Americanos en las estribado!ir*
de las Sierras de California, Henry W. Haygarth encontró avena sil­
vestre, mala hierba común en Europa desde la temprana Edad del
Hierro, a lo largo del Río Snowy, que fluye desde los Alpes Austra­
lianos:

A los caballos les gusta excesivamente esta planta, tanto que en


la primera época de la primavera, al brotar antes que otra vegeta­
ción, no vacilarían en nadar remontando el río para ir en su busca.
Las aguas en esta época están lo bastante crecidas como para im­
pedir el paso a cualquiera, de manera que el pastor, tras perder la
pista de sus caballos enjaezados al borde del río, tiene el disgusto
42
de verlos paciendo tranquilamente en la otra orilla.

En las décadas centrales del siglo xix, según un cuidadoso censo


de las plantas aclimatadas alrededor de Melbourne y unos cuantos
informes dispersos de otros lugares, crecían en estado silvestre en
Australia 139 plantas foráneas, casi en su totalidad de origen euro­
43
peo. En el estado de Australia del Sur, habitado más tarde que
Victoria o Nueva Gales del Sur, el clima es más seco que en los alre­
dedores de Melbourne, y las malas hierbas mediterráneas disfrutan
de una situación ventajosa como en California. Hacía 1937, el estado
contaba con 381 especies de plantas aclimatadas. La inmensa mayoría
de ellas eran especies procedentes del Viejo Mundo, y 151 eran espe­
44
cies mediterráneas. Una de las más extendidas era la aladierna de
hoja estrecha que Frémont encontró en el Valle del Río de los Ame­
45
ricanos.
Actualmente, la mayoría de las malas hierbas del tercio meridional
de Australia, donde vive la mayor parte de la población del continente,
es de origen europeo. El clima es allí muy semejante al europeo,

42. Henry W. Haygarth, Recollections of Bush Life in Australia, John Mur-


ray, Londres, 1848; p. 131; véase también Historical Records of Australia, se­
rie I I I ; vol. X, p. 367.
43. Hooker, Botany of Antarctic Voyage, vol. I, pt. 3, pp. CVLCIX.
44. A. Grenfell Price, The Western ínvasions of the Pacific and Its Con-
tinents, Clarendon Press, Oxford, 1963, p, 194.
45. Alex. G . Hamilton, «On the Effect Which Settlement in Australia Has
Produced upon Indigenous Vegetation», Journal and Proceedings of the Royal
Society of Neiv South Wales, 26, 1892, p. 234.
184 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

y el impacto de los animales importados, la oveja en particular, ha


sido mayor. Las hierbas autóctonas —«hierba de los canguros» o
avena loca por ejemplo— suelen resultar sabrosas y nutritivas para
el ganado, pero no toleran el apacentamiento intensivo ni la insolación
directa que las abrasa al roturarse los bosques. La hierba de los can-
guros que, según las primeras descripciones, en algunos lugares llega-
ba hasta «los mismos faldones de la silla de montar», estaba ya en
retroceso en 1 8 1 0 , y en muchos lugares sobrevive actualmente sólo en
los terraplenes del ferrocarril, en los cementerios y en otros refugios
protegidos. Al desaparecer las plantas autóctonas australianas y al
sobrecargar los colonos, arrogantes e ignorantes de las sequías perió^
dicas australianas, sus pastizales con un número excesivo de animales,
los ecosistemas se desgastaron y quedó el paso abierto a la erosión
que brindó aún más terreno a las plantas oportunistas. En 1 9 3 0 , el
botánico A. J. Ewart afirmaba que en los dos años precedentes se
habían establecido especies foráneas en Victoria a un ritmo de dos
46
por mes.
Según nuestra definición, no todas las malas hierbas son nocivas,
pero las que atormentan al agricultor son a las que se ha prestado
más atención científica, por lo que nuestras estadísticas sobre ellas son
completas y fiables. Volvamos por un momento a la definición clásica
de mala hierba en honor de estas estadísticas, a partir de las cuales
podremos generalizar sobre el éxito de las malas hierbas en las Nuevas
FAIropas según una definición más amplia. El 6 0 por 1 0 0 de las malas
hierbas más importantes en las tierras de cultivo canadienses son euro-
47
peas. De las 5 0 0 equivalentes en los Estados Unidos, 2 5 8 proceden
4
del Viejo Mundo, 1 7 7 específicamente de Europa. * El número total
de plantas aclimatadas en Australia asciende a unas 8 0 0 y, a pesar de
las contribuciones americanas, asiáticas y africanas, la mayoría proce-

46. Hamilton, «Effect Which Settlement in Australia Has Produced», Jour-


nal and Proceedings of the Royal Society of New South Wales, 26, 1892, pp. 185,
209-214; Thomas Perry, Australia's First Frontier, the Spread of Settlement in
New South Wales, 1788-1829, Melbourne University Press, 1963, pp. 13, 27;
R. M. Moore, «Effects of the Sheep Industry on Australian Vegetation», The
Simple Fleece: Studies in the Australian Wool Industry, Alan Barnard, ed., Mel-
bourne University Press y Australian National University, 1962; pp. 170-171,
174, 182; Joseph M. Powell, Environmental Management in Australia, 1788¬
1914, Oxford University Press, 1976, pp. 17-18, 31-32.
47. Edward Salisbury, Weeds and Aliens, Coliins, Londres, 1961, p. 87.
48. Walter C. Muenscher, Weeds, Macmillan, Nueva York, 1955, p. 23.
LAS MALAS HIERBAS 185
49
de de Europa. La situación respecto a las plantas aclimatadas en
50
la región del Río de la Plata es aproximadamente la misma. Por cada
una de estas fulanas triunfantes, hay al menos otra que florece en
las Nuevas Europas y que es estimada, no odiada, y a la que por tanto
no se incluye en estas estadísticas.
Las vegetaciones aclimatadas de las Nuevas Europas se superpo-
nen en buena medida. De las 139 plantas europeas que se han inven-
tariado como aclimatadas en Australia a mediados del siglo xix, al
51
menos 83 ya habían alcanzado dicho status en Norteamérica. De las
154 plantas europeas inventariadas en la provincia de Buenos Aires y
en la Patagonia en 1877, no menos de 71, y probablemente más, tam-
52
bién se habían asilvestrado en Norteamérica.
El violento ataque europeo preocupó a los naturalistas americanos,
aunque en su mayoría procedían de los mismos orígenes que las plan-
tas en cuestión. Charles Darwin no perdió la oportunidad de tomar
el pelo a sus colegas norteamericanos sobre el asunto. «¿No lesiona su
orgullo yanqui —preguntaba en una carta al botánico Asa Gray— que
les demos una paliza tan desconcertante? Estoy seguro de que a la
señora Gray le crispan sus propias malas hierbas. Pregúntele si no
son unas malas hierbas más honestas y rotundamente mejores.» Con-
testó aquélla gentilmente, respondiendo que las malas hierbas ame-
ricanas eran «modestas, silvestres y tímidas; y no están preparadas
53
contra los forasteros intrusos, pretenciosos y presuntuosos». Así de-
mostró ser tan patriota como buena botánica.
El asunto era algo más que una broma. Las investigaciones sobre

49. «Weeds», Austr alian Encyclopedia, vol. IV, pp. 275-276.


50. Ángel Lulio Cabrera, Manual de la flora de los alrededores de Buenos
Aires, Editorial Acmé, Buenos Aires, 1953, passim; Arturo E. Ragoncse, Vege-
tación y Ganadería en la República Argentina, Colección Científica del I.N.T.A.,
Buenos Aires, 1967, pp. 28, 30.
51 v Hooker, Botany of An tare tic Voyage> vol. I, pt. 3, pp. CVI-CIX,
52. Carlos Berg, «Enumeración de las Plantas Europeas», Anales de la
Sociedad Científica Argentina, 3 (abril de 1877), pp. 184-204; Thomas Nuttall,
The Genera of North American Plants, Hafner, Nueva York, 1971, facsímil de
la edición de 1818, 2 vols., passim; John Torrey y Asa Gray, A Flora of North
America, Hafner, Nueva York, 1969, facsímil de la edición de 1838-1843, 2 vols.,
passim.
53. Francís Darwin, ed., The Life and Letters of Charles Darwin, John
Murray, Londres, 1S87, vol. I I , p. 391; Jane Gray, ed., Letters of Asa Gray,
Houghton Mifflin, Boston, 1894, vol. I I , p, 492.
186 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

la distribución de las formas de vida —actualmente conocidas como


biogeografía— estaban alejando cada vez más a los biólogos de la
ortodoxia y conduciéndoles hacia la teoría evolutiva. Esta cuestión de
la migración de las malas hierbas era evidentemente un fenómeno
biogeográfico que ocurría justo debajo de sus narices, y no lo enten-
54
dían. El mayor botánico británico de la era victoriana, Joseph Dalton
Hooker, que atestiguó el avance de las malas hierbas europeas en
Australia y en Nueva Zelanda alrededor de 1840, opinaba que «mu-
chos de los pequeños géneros locales de Australia, Nueva Zelanda y
Sudáfrica desaparecerán finalmente, debido a las tendencias usurpa-
doras de las plantas migratorias del hemisferio norte, alentadas enér-
gicamente por las ayudas artificiales que les dispensan las razas huma-
nas del norte». Pero también en Norteamérica las malas hierbas euro-
peas estaban dando buenos resultados; por ello había de decirse que
55
la interpretación del misterio era parcialmente errónea.
Lo que esperaban los científicos decimonónicos era algo parecido
á un intercambio equitativo de malas hierbas entre la madre Europa
y sus colonias — o al menos algo proporcional a la magnitud de sus
vegetaciones—. En realidad, es lo que nosotros esperaríamos: el ga-
rranchuelo del Viejo Mundo a cambio de la ambrosía americana, por
ejemplo. Pero el intercambio fue tan unidireccional como el de los
seres humanos. Cientos de malas hierbas del Viejo Mundo hicieron el
equipaje, levaron anclas y zarparon hacia las colonias donde prospera-
ron, pero las plantas americanas de otras Nuevas Europas que cruzaron
las simas de Pangea en dirección contraria generalmente languidecieron
y murieron a menos que se les dispensaran cuidados especiales y mi-
mos en lugares tales como los Kew Gardens para plantas exóticas.
Unas cuantas plantas americanas arraigaron en Europa por sí
solas. La planta acuática canadiense, que por primera vez llamó la
• atención en las vías fluviales británicas en la década de 1840, las ha-
bía tenido casi atascadas durante una década, y la hierba de pantanos
canadiense, con la hierba cana anual, había ganado posiciones en
Europa hacia el último tercio del siglo xix. Pero la mayoría de las
malas hierbas que en Norteamérica se consideraban más feroces (am-

54. Sobre los antecedentes, véase Janet Browne, The Secular Ark, Studies
in the History of Biogeography> Yale University Press, New Haven, 1983.
55. W. B. Turrill, Pioneer Plant Geography. The Pbytogeographical Re-
searches of Sir Joseph Dalton Hooker, Nijhoíf, La Haya, 1953, p. 183.
LAS MALAS HIERBAS ti

brosía, vara de san José, algodoncillo, etc.) ni siquiera pudieron ptcii


der en Europa. Y hacia mediados del siglo xix, no se había aclima-
tado en Gran Bretaña ni una sola planta australiana o neozelandesa;
56
así tampoco, por lo que sabemos, en cualquier otro lugar de Europa.
Desde entonces, el eucaliptos, el más famoso de los árboles origina-
rios de Australia, se expandió por todo el Mediterráneo y se convirtió
en la gran excepción a la regla de que las plantas procedentes de las
57
Nuevas Europas no consiguieron adaptarse en Europa.
Algunos naturalistas protestaban solapadamente por la mayor
«plasticidad» de las plantas del Viejo Mundo. ¿Qué significaba? ¿Va-
riabilidad? Otros dijeron que la flora europea debía su ventaja sobre
la americana a su mayor antigüedad, mientras que aún otros la atri-
58
buyeron a su mayor juventud. Toda la cuestión estaba empañada
por el misterio: «Se diría —escribió el profesor E. W. Claypole del
Antioch College de Ohio— que existe una barrera invisible que im-
59
pide el paso hacia el este, pero lo permite hacía el oeste».
Las explicaciones simples no son consistentes. Es cierto que Euro-
pa exportaba a las colonias cantidad de semillas de productos culti-
vables y por tanto (e involuntariamente) semillas de malas hierbas,
pero los barcos que las transportaban regresaban a Europa con pacas
y barriles de tabaco, índigo, arroz, algodón, lana, madera, pieles y,
cada vez más, enormes cantidades de trigo y otros cereales; y todo
este cargamento era, por dentro y por fuera, un vehículo de transporte
de semillas desde las Nuevas Europas. Las pacas de pieles sin curtir
que se embarcaban en Buenos Aires en dirección a Cádiz por millo-
nes debieron de ser portadoras de innumerables semillas americanas,
pero ningún equivalente americano a la alcachofa silvestre asoló la
región de Granada. Una mata de pelusa enganchada en una astilla
de un tronco embarcado en Portsmouth, Nueva Inglaterra, hasta

56. E. W. Claypole, «On the Migration of Plants from Europe to America,


with an Attempt to Explain Certain Phenomena Connected Therewith», Mont*
real Horticultura! Society and Fruit Growers' Association, Annual Report, n.° 3,
18774878, pp. 79-81; Hooker, Botany of Antarctic Voyage, vol. I, pt. 3, p. CV.
57. Arthur R, Penfold y j . L. Willís, The Eucalypts, Leonard Hill, Londres,
1961, pp. 98-128.
58. Asa Gray, «The Pertinacity and Predominance of Weeds», Scientijic
Papers of Asa Cray, Houghton Mifflin, Boston, 1889, pp. 237-238.
59. Claypole, «On the Migration of Plants», Montreal Horticultural Socie-
ty, n.° 3, 1877-1878, p, 79.
188 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Portsmouth, Gran Bretaña, podía haber provocado una epidemia de


algodoncillo en el sur de Inglaterra, pero tal cosa nunca ocurrió. Y los
marineros, aún con barro y broza de Sydney en las hendiduras de sus
mejores botas podían pisotear la pasarela por la que descendían a los
muelles de Liverpool, pero siempre fueron semillas europeas, nunca
australianas, las que brotaron entre las pilas de mercancías. Parecía
contrario a la ley natural que las plantas australianas no pudieran ni
siquiera asentarse en Gran Bretaña, mientras las plantas británicas
brotaban en estado silvestre en Australia. Aquellos científicos que es-
taban desarrollando la teoría según la cual han de transcurrir cientos
de generaciones para que las especies se adapten a su medio, no en-
contraban explicación para tal contraste. Joseph Dalton Hooker se
60
asombraba de «esta total falta de reciprocidad en la migración».
Analicemos por qué en general las malas hierbas prenden tan bien,
así como dónde y cuándo. Se reproducen rápidamente y en cantidad.
El espino, una de las que vio John Josselyn en el siglo x v n en Nueva
Inglaterra, produce de 15.000 a 19.000 semillas en cada generación.
Otras de las que vio —el zurrón de pastor, por ejemplo— producen
menos en cada generación pero lo compensan produciendo varias gene-
raciones por temporada. Son muchas las malas hierbas que no se re-
producen por semillas, o no lo hacen solamente por semillas, sino
mediante bulbos, trozos de raíz y demás. Si se siegan antes de que
echen la semilla no sufren el mínimo menoscabo. El ajo silvestre, una
plaga para los cultivadores de trigo en la Norteamérica colonial, se
propaga de seis formas diferentes, la mayoría de las cuales requeriría
más explicaciones de las que podemos dar aquí. No cabe duda de que
las malas hierbas son difíciles de erradicar y de que pueden repro-
ducirse en cantidades considerables. Por citar dos ejemplos extremos,
la aladierna de hoja ancha del Valle de San Joaquín se ha encontrado
en concentraciones de 13.000 plantas jóvenes por metro cuadrado, y
61
hasta un máximo de 220.000 por metro cuadrado.
Asimismo, las malas hierbas son muy eficaces en su distribución
y particularmente en la distribución de sus semillas. Esto es funda-
mental, porque 220.000 plantas en un mismo lugar son su propio

60. Hooker, Botany of Antarctic Voyage> vol. I, pt. 3, p. CV.


61. Salisbury, Weeds, p. 22; Plugo litis, «The Story of Wild Garlic»,
Scientific Monihly, 67 (febrero de 1949), p, 124; Talbot, Biswell y Hormay,
«Fluctuations ín Annual Vegetation of California», Ecology, 20 (julio de 1939),
p. 397.
LAS MALAS HIERBAS 189

peor enemigo. Algunas malas hierbas producen semillas tan ligeras


—de menos de 0.0001 gramos— que salen flotando al menor movi-
miento de aire. Algunas, como la cerraja de Josselyn y el diente de
león, dotan a sus semillas de unos filamentos a modo de velas para
62
facilitar el transporte por el viento. Otras malas hierbas producen
semillas pegajosas, o con ganchos para agarrarse al pelo de los anima-
les o a la ropa y ser conducidas a otros lugares en autostop. Otras
producen sus -semillas en vainas que, al secarse, estallan y las arrojan
lejos y en todas direcciones. Muchas tienen hojas y frutos sabrosos,
además de semillas que resisten fácilmente a la digestión, y de este
modo son depositadas, con fertilizante y todo, en lugares distantes.
La semilla del trébol blanco deambula de campo en campo a través
de toda Norteamérica de esta forma. En Australia, los colonos se die-
ron cuenta muy pronto de que el principal distribuidor de estas plan-
63
tas eran las ovejas que conducían ante ellos hacia el interior.
Las malas hierbas son muy combativas. Desplazan, ensombrecen
y se abren paso a codazos entre sus rivales. Muchas no se propagan
mediante semillas tanto como proyectando rizomas o estolones sobre
64
el suelo o bajo tierra, de los que brotan «nuevas» plantas. Las plan-
tas de este tipo —las gramas de Josselyn, por ejemplo— pueden avan-
zar en forma de sólidos mantos que asfixian toda planta distinta que
se cruza en el camino. Las hojas de las malas hierbas suelen crecer
horizontalmente, desplazando y suprimiendo todo el resto de la vege-
tación. El diente de león, radiante flor primaveral en todas las Nuevas
Europas, es un usurpador tan eficaz, que un buen ejemplar es capaz
de producir una calva de un tercio de metro en un césped, despoján-
65
dolo de todo cuanto no sea su presencia expansiva.
Las malas hierbas son expertas en hacer lo que muchas de ellas
hicieron cuando los glaciares pleistocénicos se retiraron: crecer pro-
fusamente en miserables micromedios. Henry Clay, el perenne candi-
dato tohig a la presidencia norteamericana y noble agricultor de Ken-
tucky decía de la «kentucky bluegrass» que no «hay mejor tiempo para

62. Salisbury, Weeds, pp, 97, 188.


63. Henry N. Ridley, The Dispersal of Plañís Throughout the World L. y

Reeve & Co., Reino Unido, 1930, p. 364; Peter Cunningham, Two Years in
New South Wales Henry Colburn, Londres, 1828, vol. I, p . 200.
}

64. Salisbury, Weeds, pp. 147-148.


65. Otto Solbrig, «The Population Biology of Dandelions», American Scien-
tist, 59 (noviembre^diciembre de 1971), pp. 686-687.
190 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

66
sembrarla que esparciéndola sobre la nieve en el mes de marzo». Las
malas hierbas brotan pronto y se apoderan del terreno desnudo. El
pleno sol, el viento y la lluvia no las desalientan. Prosperan en la
grava junto a la vía férrea o en los huecos entre bloques de hormi-
gón. Crecen de prisa, granan pronto y se recuperan de las lesiones
con una energía pasmosa. Arraigarían incluso en las grietas de un za-
pato viejo; allí tal vez tienen pocas oportunidades, pero quizá se tire
el zapato a un prado y entonces puedan germinar y arrasar todo el
campo.
Para resumir las enmarañadas cualidades de las malas hierbas, vol-
vamos al llantén, el «pie de inglés». Como promedio, cada planta
produce entre 13.000 y 15.000 semillas, de las cuales germina entre
el 60 y el 90 por 100. Se sabe de algunas que han brotado al cabo
de cuarenta años. Prospera en prados y en caminos de tierra apiso-
nada donde no les molesta mucho que se les pisotee. Sus hojas son
anchas, hacen sombra y desplazan otras plantas. Su estructura subte-
rránea íes permite sobrevivir aunque el clima les hiele las hojas. Si
se cortan a ras de tierra, producen retoños laterales y aparecen nue-
vas plantas. Han estado junto a nosotros durante mucho tiempo: se
han encontrado sus semillas en los estómagos de daneses prehistóricos
desenterrados de ciénagas de turba. Era una de las nueve hierbas sa-
gradas de los anglosajones, y tanto Chaucer como Shakespeare citan
sus cualidades medicinales. Actualmente crece en estado silvestre en el
continente antartico, así como en Nueva Zelanda y en numerosas
islas. Figura entre las malas hierbas más resistentes del mundo, y
67
permanecerá junto a nosotros por siempre jamás, según parece.
Probablemente sea preciso explicar en este punto por qué no está
toda la superficie terrestre recubierta de llantén. Las plantas coloni-
zadoras —las malas hierbas— pueden sobrevivir a cualquier cosa salvo
al éxito. Cuando se apoderan de un terreno degradado estabilizan el
suelo, obstruyen los calientes rayos solares y, con su competitivídad,
hacen de él un lugar mejor que antes para otras plantas. Las malas
hierbas son la Cruz Roja del mundo vegetal; se ocupan de las emer-

66. G. S. Dunbar, «Henry Clay on Kentucky Bluegrass, 1838», Agricultural


History, 51 (julio de 1977), p. 522.
67. Salisbury, Weeds, pp. 220-222; M. Grieve, A Modern Herbal, Dover,
Nueva York, 1971, vol. I I , pp. 640-642; Leroy G. Holm et al, eds., The
World's Worst Weeds, Distribution and Biology, University Press of Hawaii,
Honolulú, 1977, pp. 314-319.
LAS MALAS HIERBAS

gencias ecológicas. Cuando han pasado las emergencias, dan puno g


plantas que pueden crecer más lentamente pero más altas y robustw*.
En realidad, a las malas hierbas les cuesta abrirse paso en medios no
degradados, y normalmente morirán al cesar la degradación. Un botá-
nico interesado en las malas hierbas calculó la proporción de plantas
introducidas -—malas hierbas— en tres campos, uno de los cuales
no había sido removido durante dos años, otro durante tres, y el ter-
cero durante doscientos años. El porcentaje de malas hierbas, respec-
tivamente, fue de 51 por 100, 13 por 100 y 6 por 100. Las malas
68
hierbas prosperan con los cambios radicales, no con la estabilidad.
Esta es, en abstracto, la razón del triunfo de las malas hierbas euro-
peas en las Nuevas Europas, sobre lo que tendremos más que decir en
el capítulo 11, en ocasión de un análisis general del éxito de las espe-
cies del Viejo Mundo en ultramar.

¿Qué tiene que ver todo esto de las malas hierbas con los seres
humanos europeos de las Nuevas Europas, aparte de proporcionar a
los investigadores de nuestros días un modelo para el éxito de otros
organismos exóticos -—el hombre, por ejemplo—? La respuesta es
sencilla: las malas hierbas fueron de crucial importancia para la pros-
peridad del avance de los europeos y de los neoeuropeos. Al igual
que los trasplantes de piel remplazan zonas de carne desgastadas o
quemadas, las malas hierbas contribuyeron a cicatrizar las heridas
vivas que los invasores habían abierto en la tierra. Las plantas exóti-
cas salvaron de nuevo los suelos descarnados por la erosión del agua
y del viento y por el sol abrasador. También las malas hierbas se
convirtieron a menudo en alimento esencial para el ganado, como
éste a su vez lo era para sus dueños. Los colonizadores europeos que
maldecían de sus plantas colonizadoras eran unos ingratos miserables.

68. John C. Kricher, «Needs of Weeds», Natural History, 89 (diciembre


de 1980), p. 144; Robert F. Betz y Marión H . Colé, «The Peacock Prairie — A
Study of a Virgin Illinois Mesic Black-Soil Prairie Forty Years after Initial
Study», Transactions of the Illinois State Academy of Science, 62 (marzo de
1969), pp. 44-53.
8. LOS ANIMALES

Nos damos una panzada de vituallas cada día,


nuestras vacas se van y vuelven a casa llenas de
leche, nuestros cerdos engordan solos en los bos-
ques; O h , es un b u e n país.

J . HÉCTOR ST. JEAN DE CRÉVECOEUR,


Letters from an American Farmer ( 1 7 8 2 )

Los marinheiros enseñaron a sus aprendices a cruzar los océanos,


y estos así lo hicieron llevando consigo gran cantidad de gente. Des-
pués, los pasajeros, hombres y mujeres de tierra firme, tenían que
transformar sus nuevas tierras en hogares. Tal tarea no estaba fuera
del alcance de sus posibilidades •—podrían haberlo hecho de haber
contado con más tiempo— pero estaba fuera del alcance de sus pre-
ferencias. Eran europeos, no americanos, australianos o asiáticos, y
nunca se adaptarían voluntariamente a las nuevas tierras en sus con-
diciones originarias. Los emigrantes europeos podían alcanzar e inclu-
so conquistar estas porciones de tierra extraña, pero no podrían trans-
formarlas en colonias de poblamiento mientras no se parecieran mu-
cho más a Europa que cuando los marinheiros las avistaron por pri-
mera vez. Afortunadamente para los europeos, sus animales domésti-
cos demostraron una gran flexibilidad para la adaptación, resultando
muy eficaces en el inicio de dicho cambio.
Los futuros colonos europeos eran ganaderos como lo habían
sido sus antepasados durante milenios. Los fundadores de las Nuevas
Europas descendían, cultural y a menudo genéticamente, de los indo-
europeos, pueblo euroasiático de la región centrooccidental que ha-
blaba el lenguaje ancestral de la mayoría de las lenguas europeas
LÁMINA 1. D o s g u a n c h e s según se les r e c o r d a b a — o se-les i m a g i n a b a — a
finales del siglo x v i . R e p r o d u c c i ó n a u t o r i z a d a de L e o n a r d o T o r r i a n i , Pie Kana-
rischen Inseln und Ihre Urbewohner [15901, D o m i n i k Wolfel, cd., K. F. Koeh-
ler, Leipzig, 1940, l á m i n a X .
LÁMINA 2. G r a b a d o flamenco, de P e t e r Bruegel el Viejo, del navio c o n el cual
los marinheiros c a m b i a r o n el m u n d o : b a r c o de tres mástiles, con a p a r e j o cua ­
d r o e n los p a l o s t r i n q u e t e y m a y o r , a p a r e j o d e l a t i n a e n el p a l o d e m e s a n a , y
e m b a r c a c i ó n m e n o r a l a vista. R e p r o d u c c i ó n a u t o r i z a d a de H . A r t h u r Klein,
Graphic Worlds of Peter Bruegel the Eider, D o v e r , N u e v a Y o r k , 1963, p . 6 3 .
LÁMINA 3 . G r a b a d o d e u n l l a n t é n del V i e j o M u n d o de finales del s i g l o x v i , al
q u e p r o n t o los i n d i o s de N o r t e a m é r i c a l l a m a r í a n englishman's foot (pie d e
i n g l é s ) . D e J o h n G e r a r d , The Herball or General Historie of Plañís [ 1 5 9 7 ] ,
W a l t e r J. J o h n s o n , A m s t e r d a m , 1 9 7 4 , v o l . I, p. 2 2 8 .

LÁMINA 4 . El d i e n t e de l e ó n del R e n a c i m i e n t o e u r o p e o , q u e a c t u a l m e n t e se
encuentra en t o d a s las Nuevas E u r o p a s . D e J o h n Gerard, The Herball or
General Historie of Plants [ 1 5 9 7 ] , W a l t e r J. J o h n s o n , A m s t e r d a m , 1974, v o l . I,
p. 338.
LAMINA 5. Longhorn t e j a n o del s i g l o x x , sin d u d a m e j o r a l i m e n t a d o q u e sus
a n t e p a s a d o s salvajes, p e r o a p a r e n t e m e n t e t a n irritable c o m o e l l o s . R e p r o d u c ­
ción a u t o r i z a d a p o r el B a k e r T e x a s H i s t o r y C e n t e r , U n i v e r s i d a d de T e x a s .
LÁMINA 6. El t r a n s p o r t e d e c a b a l l o s a través d e los o c é a n o s r e q u e r í a un equi­
p a m i e n t o y u n o s c u i d a d o s especiales, lo q u e n o i m p e d í a q u e la m o r t a l i d a d
fuera alta. R e p r o d u c c i ó n a u t o r i z a d a p o r R o b e r t M . D e n h a r d t , The liarse of
the Americas, University o f O k l a h o m a P r e s s , N o r m a n , 1975.
LÁMINA 7. L o s franceses e n F l o r i d a a finales del siglo x v i . D e Discovering the
New World, Based on the Works of Theodore de Bry, M i c h a e l A l e x a n d e r , ed.,
H a r p e r & R o w , N u e v a Y o r k , 1976, p . 2 1 .

LÁMINA 8. Ingleses y a n i m a l e s en la Virginia de c o m i e n z o s del siglo x v n . D e


Discovering the New World, Based on the Works of Theodore de Bry, Michael
A l e x a n d e r , e d . , H a r p e r & R o w , N u e v a Y o r k , 1976, p . 2 0 2 .
LÁMINA 9. A z t e c a s c o n la viruela en el siglo x v i . D e Historia de Las Cosas de
Nueva España, v o l u m e n 4, libro 12, h o j a C L I I I , l á m i n a 114. U t i l i z a d a con
p e r m i s o del P e a b o d y M u s e u m of A r c h a e o l o g y a n d E t h n o l o g y , U n i v e r s i d a d de
Harvard.
LÁMINA 10. B u e n o s Aires a finales del siglo x v i , un enclave a g i t a d o . R e p r o ­
d u c c i ó n a u t o r i z a d a de U l r i c h S c h m i d e l , Wahrhafftige Historien einer wunder-
baren Schiffart [1602], A k a d e m i s c h e D r u c k - u . Verlagsanstalt, G r a z , 1962, p . 17.

LÁMINA 1 1 . L o s indios y la f a u n a d e la S u d a m é r i c a m e r i d i o n a l , según fue


c a p t a d a p o r la sensibilidad del R e n a c i m i e n t o e u r o p e o . R e p r o d u c c i ó n a u t o r i z a ­
d a d e Ulrich S c h m i d e l , Wahrhafftige Historien einer wunderbaren Schiffart
[1602], A k a d e m i s c h e D r u c k - u. V e r l a g s a n s t a l t , G r a z , 1962, p . 2 4 .
LÁMINA 1 2 . A b o r i g e n a u s t r a l i a n o d e c o m i e n z o s del siglo x i x , e s b o z o q u e t r a t a
a los n a t i v o s a u s t r a l i a n o s c o n m a y o r b e n e v o l e n c i a q u e l a q u e t e n d r á n los artis­
tas b l a n c o s en a d e l a n t e . D e R o b e r t H u g h e s , The Art of Australia, Penguin
B o o k s , H a r m o n d s w o r t h , 1970, p . 4 3 .

LÁMINA 13. Familia de aborígenes australianos, aún intacta.


LÁMINA 14. P i p a d e t a b a c o e s c u l p i d a , e j e m p l o del a r t e p r e c o l o m b i n o d e a l g ú n
a r t e s a n o d e la c u l t u r a del Mississippi. D e F r e d e r i c k L D o c k s t a d e r , Iridian Art
in North America, N e w Y o r k G r a p h i c Society, s.f., G r e e n w i c h , C o n n . , p . 4 8 .
LÁMINA 15. E m b a r c a c i ó n m a o r í d e l s i g l o x v m , p r o b a b l e m e n t e m u y s e m e j a n t e
a las q u e c o n d u j e r o n a l o s p o l i n e s i o s p o r p r i m e r a v e z a N u e v a Z e l a n d a . D e The
Endeavour Journal of Joseph Banks, 1768-1771, J. C . B e a g l e h o l e , e d . , A n g u s &
R o b e r t s o n , S y d n e y , 1962, v o l . II, l á m i n a 3.
LÁMINA 16. M a o r í v i s t o p o r u n artista q u e v i a j ó c o n el C a p i t á n C o o k . D e The
Endeavour Journal of Joseph Banks, 1768-1771, J. C . B e a g l e h o l e , e d . , A n g u s &
R o b e r t s o n , S y d n e y , 1 9 6 2 , v o l . II, l á m i n a 6.

Ii
i
I
LÁMINA 17. U n o de los p r i m e r o s neozelandeses vistos p o r el h o m b r e b l a n c o .
D e The Endeavour Journal of Joseph Banks, 1768-1771, J . C . Beaglehole, e d . ,
Axigus & R o b e r t s o n , S y d n e y , 1962, vol. II, l á m i n a 7 . L a r e p r o d u c c i ó n d e las
l á m i n a s 15, 16 y 17 h a sido a u t o r i z a d a p o r la Mitchell L i b r a r y , State L i b r a r y of
New South Wales, Australia.
LÁMINA 18. Maori en la década de 1 8 2 0 , en la ñor de la vida. De Augustc
Earle, Narrative of a Residence in New Zealand. Journal of a Residence in
Tristón da Cunha, E. H , McCormick, ed., Clarendon Press, Oxford, 1966,
lámina 1 2 .
LÁMINA 1 9 . A r g e n t i n o de c o m i e n z o s del siglo xix p e r s i g u i e n d o a u n avestruz
c o n b o l e a d o r a s . D e E m e r i c E . Vidal, Picturesque Illustrations of Buenos Ayres
and Montevideo [1820], P r e n s a s del E s t a b l e c i m i e n t o G r á f i c o F . G . P r u f o m o y
h n o . , B u e n o s Aires, 1943, p . 50.
LÁMINA 2 0 . M a d r e e hijo pertenecientes a u n a r a m a e x t i n g u i d a de la h u m a n i ­
d a d , los t a s m a n o s . R e p r o d u c c i ó n a u t o r i z a d a d e The Journals of Capíain James
Cook on His Voyages of Discovery, 1776-1780, J. C . Beaglehole, e d . , H a k l u y t
Society, C a m b r i d g e , 1967, vol. I I I , p a r t e í, l á m i n a 12B. R e p r o d u c c i ó n a u t o r i ­
z a d a p o r la British L i b r a r y [ A d d M S 15513, 5].
LOS ANIMALES 193

(inglés, francés, español, portugués, alemán, ruso, etc.), pueblo que


practicaba una agricultura mixta y daba gran importancia al pastoreo
1
ya 4.500 años antes de Colón. Los europeos que fundaron los pri-
meros imperios transoceánicos también eran agricultores mixtos y
pastores (habrían comprendido el modo de vida de los indoeuropeos
con mayor facilidad que nosotros mismos), y el éxito de sus anima-
les fue, en términos generales, el suyo propio.
Los europeos llevaron consigo plantas de cultivo, lo que les con-
cedió una importante ventaja sobre los aborígenes australianos, nin-
guno de los cuales practicaba la agricultura y además la adoptaron
muy lentamente. Pero los amerindios poseían una serie de plantas
productivas y alimenticias cuyo valor reconocieron muy pronto los
invasores, y las cultivaron ellos mismos. La mandioca es uno de los pro-
ductos básicos de los euroamericanos en los trópicos, especialmente
en Brasil, y el maíz es un alimento corriente de los euroamericanos
casi en todas partes, como lo fue de los colonos australianos a finales
2
del siglo XVIII y comienzos del xix. La ventaja de los europeos sobre
los indígenas de sus colonias de ultramar no tenía tanto que ver con
sus plantas de cultivo como con sus animales domésticos.
Los aborígenes australianos solamente tenían un animal domésti-
co, el dingo, un perro alto hasta la rodilla de un hombre y de un
tamaño equiparable al de los que los ingleses utilizan para la caza del
3
zorro. También los amerindios tenían perros, además de llamas, alpa-
cas, cobayos, y diversos tipos de aves de corral, pero esto era todo.
Los animales domésticos americanos y australianos eran inferiores
a los del Viejo Mundo para casi todos los propósitos —alimento, cue-
ro, fibra, o para el transporte o tracción de cargas—. Si los europeos
hubiesen llegado al Nuevo Mundo o a Australia con la tecnología
del siglo xx a cuestas, pero sin animales, no hubieran provocado un
cambio tan grande como el que se produjo al llegar con caballos, ga-

L Ward H. Goodenough, «The Evolution of Pastoralism and Indo-Euro-


pean Origins», Indo-Earopean and Indo-European Origins, University of Penn-
sylvania Press, Filadelfia, 1970, pp. 255, 258-259.
2. Alfred W. Crosby, The Columbian Exchange, Biological and Cultural
Consequences of 1492, Greenwood Press, Westport, Conn., 1972, p . 65; Edgars
Dunsdorfs, The Austr alian Wheat-Growing Industry, 1788-1948, The University
Press, Meibourne, 1956, pp. 15-16, 34-35, 47.
3. Watkin Tench, Sydney's First Four Years, Angus & Robertson, Sydney,
1961, pp. 48-49.
194 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

nado vacuno, cerdos, cabras, ovejas, asnos, gallinas, gatos y demás. La


eficacia y rapidez con que estos animales son capaces de alterar el
medio, incluso a nivel continental, son superiores a las de cualquier
máquina que baya podido inventarse, debido a que estos animales
pueden autorreproducirse.
Empecemos por el que posiblemente sea el más «agreste» de los
animales domésticos de gran tamaño, el cerdo. Los cerdos convierten
una quinta parte de lo que comen en alimento para el consumo huma-
no, a comparar con la veinteava o menos que convierten las terneras.
(Estos baremos están basados en el ganado del siglo xx, que es mayor
que el de siglos pasados; pero puede suponerse que, en proporción,
la diferencia entre la eficacia de producción alimentaria de cerdos y
terneras fue en época colonial aproximadamente la de hoy día.) Por
desgracia para los hambrientos seres humanos, los cerdos comen hi-
dratos de carbono y proteínas concentradas, alimentos que a menudo
son adecuados para el consumo humano directo, lo cual reduce el
valor que para nosotros representan los gorrinos. A pesar de ello, no
cabe duda de su importancia, especialmente durante los primeros años
de una determinada colonia, en los que solían abundar los hidratos de
carbono y las proteínas mientras escaseaban los colonos que los ex-
4
plotaran.
Los gorrinos son omnívoros y dispusieron de más tipos de ali-
mentos en las tempranas colonias de ultramar que ninguna otra de
las especies animales importadas que habrían de ser de crucial im-
5
portancia económica. Comían prácticamente cualquier cosa de origen
orgánico: nueces de todo tipo, fruta caída, raíces, hierba, cualquier
animal pequeño que no pudiera defenderse. Eran especialmente aficio-
nados a los melocotones en Carolina y en Virginia, donde «se plan-
tan grandes huertos de ellos para alimentar a los cerdos, los cuales,
cuando se sacian de* la parte carnosa, cascan el caparazón y se comen
6
solamente la pepita». En Nueva Inglaterra, se aficionaron a las al-

4. Anthony Leeds y Andrew P. Vayda, eds,, Man, Culture and Animáis, the
Role of Animáis in Human Ecological Adjustments, Association for the Advan-
cement of Science, Washington, D . C , 1965, p. 233.
5. Víctor M. Patino, Plantas cultivadas y animales domésticos en América
Equinoccial, V, Animales domésticos introducidos, Imprenta Departamental, Cali,
1970, p. 308.
6. Mark Catesby, The Natural History of Carolina, Florida and the Bahama
Islands, Londres, 1731-1743, v o l I I , p. XX.
LOS ANIMALES

mejas y prosperaron gracias a ellas: «En las aguas bajas no fracamiiáu


7
en conseguirlas». En Sydney, según escribió un visitante de los pii
meros tiempos, los cerdos «van a los matorrales durante el día, y sólo
les dan una mazorca de maíz para hacerlos regresar por la noche ... Se
alimentan de hierbas, raíces silvestres y ñame del lugar, en los márge-
nes de los ríos y en las zonas pantanosas, y también de ranas, lagarti-
3
jas, etc. que salen a su paso».
Los cerdos no prosperaron en las regiones muy frías de las colo-
nias por razones obvias, ni tampoco en tierras baldías y calientes,
porque no toleran la insolación intensa y directa, ni el calor impla-
cable; en los trópicos, precisan agua y refugio fácilmente accesibles.
Pero en la mayor parte de las primeras colonias; americanas y austra-
lianas había humedad y sombra suficientes como para satisfacer a los
cerdos, además de raíces y bellotas en abundancia —y al poco de
la llegada de los blancos, cerdos en cantidad—. La gran excepción a la
regla del magnífico arraigo de los cerdos en las primeras colonias fue-
ron los pastizales —demasiado baldíos, demasiado soleados. Sin em-
bargo, incluso en la pampa pululaban a lo largo de los cursos de
9
agua,
Las cerdas sanas tienen carnadas numerosas de hasta diez o más
lechones cada una y, con comida abundante, los cerdos pueden in-
crementarse a la velocidad de los fondos depositados a un alto inte-
rés compuesto. Al cabo de pocos años de descubrirse la Española, el
número de cerdos en estado salvaje era «infinito», y «todas las mon-
10
tañas estaban repletas de ellos». Se difundieron al resto de las Gran-

7. Thomas Morton, «New English Canaan», Tracts and Otber Papers Re-
lating Principally to the Origin, Settlement, and Progress of the Colonies in
North America, Peter Forcé, ed,, Peter Smith, Nueva York, s i . , vol. I I , p. 61.
8. E. M. Pullar, «The Wild (Feral) Pigs of Australia: Their Origin, Dís-
tribution. and Economic Importance», Memoirs of the National Museum of Vic-
toria, n.° 18 (18 de mayo de 1953), pp. 8-9.
9. Pullar, «Wild (Feral) Pigs», Memoirs of the National Museum of Victo-
ria, n.° 18 (18 de mayó de 1953), pp. 16-18; Crosby, Columbian Exchange,
pp. 75-79; «Cerdo», Gran Enciclopedia Argentina, Ediar, Buenos Aires, 1956,
vol. I I , p . 267; W. H. Hudson, Par Atvay and Long Ago a History of My Early
}

Life, Dutton, Nueva York, 1945, pp. 170-172; José Sánchez Labrador, Paraguay
Cathólico, Los Indios: Pampas, Peulches, Patagones, Guillermo Fúrlong Cárdiff,
ed., Viau y Zona Editores, Buenos Aires, 1936, p. 168.
10. Pedro Mártir de Anglería, De Orbo Novo, trad. inglesa de F. A. Mac-
Nutt, Putnam, Nueva York, 1912, vol. I, p. 180; Bartolomé de las Casas, Apolo-
196 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

des Antillas y al continente en la década de 1490, donde siguieron


multiplicándose con rapidez. Le siguieron los pasos a Francisco Pi-
zarro (quien en los inicios de su vida había sido, supuestamente, pas-
tor de gorrinos), y doblaron y redoblaron pronto su número en la
zona del imperio inca conquistado. El índice de crecimiento que expe-
rimentaron en el continente probablemente fuera inferior al de las
Indias Occidentales debido a la presencia de carnívoros, pero pronto
hubo muchos, muchos miles de cerdos en la tierra firme; de nuevo,
«infinitos». Hasta el último de estos enjambres de cerdos, decía el
piadoso De las Casas, descendía de los ocho cerdos que Colón com-
pró por setenta maravedís cada uno en las Canarias y que llevó a
a
la Española en 1 4 9 3 .
Presumiblemente, las multitudes de cochinos que estaban arrai-
gando en las zonas pantanosas, en las selvas y en las sabanas de
Brasil a finales del siglo xvi, tenían otros orígenes, como los cerdos
de Port Royal, Nueva Escocia, primera colonia francesa que prosperó
en América, donde se multiplicaron y donde a menudo durmieron a la
12
intemperie en el invierno de 1606-1607. Algunos de los de la Vir-
ginia de los primeros tiempos pudieron haber sido descendientes de
los ocho de Colón, cazados en las Indias Occidentales por los colonos
ingleses que realizaban aquellos viajes a través del Atlántico siguien-
do el cinturón de los alisios. Fuese cual fuese su origen, el caso es que
prosperaron en Virginia, y hacia el año 1700 «pululan como bichos
sobre la tierra, y se cuentan en tal número que, cuando los albaceas
hacen el inventario de la propiedad de un hombre importante, se
ignora a los cerdos y no se listan en la tasación. Los cerdos van donde

gótica Historia Sumaria, Edmundo O'Gorman, ed., Universidad Nacional Autó-


noma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, México, 1967, vol. I,
p. 30; Antonio de Herrera, The General History of the Vast Continents and
Islands of America, trad. inglesa de John Stevens, Wood & Woodward, Lon-
dres, 1740, vol. I I , p. 157. (Versión original castellana; Historia general de los
hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del mar océano, 16014615.)
11. Bartolomé de las Casas, Historia de las Indias, Agustín Millares Cario,
ed., Fondo de Cultura Económica, México, 1951, vol. I, p. 351; Patino, Plantas,
vol. V, p. 312.
12. Crosby, Columbian Exchange, p. 79; Marc Lescarbot, The History of
New Trance, trad. inglesa de W. L. Grant, Champlain Society, Toronto, 1907,
vol. I, pp. XI-XII.
LOS ANIMALES 197

quieren, y encuentran su propia manutención en los bosques sin nin­


13
gún cuidado de los propietarios».
Los cerdos fueron la elección preferida de exploradores, piratas,
balleneros y cazadores de focas para «sembrar» remotas islas con tal
de asegurar suministros de carne en pie al siguiente grupo de euro­
peos o neoeuropeos que transitasen por allí. En consecuencia, ya
había cerdos salvajes en islas del Río de la Plata, en Barbados y en
las Bermudas, en la isla Sable frente a Nueva Escocia, en las islas
Channel frente a California y en islas del Estrecho de Bass entre
Tasmania y el continente, cuando por primera vez se menciona dichas
14
porciones de tierra en las fuentes escritas.
En Australia, los cerdos se extendieron tierra adentro desde Syd­
ney, al paso de la frontera o trotando por delante de ella. Formaban
parte de las granjas de ovejas (los ranchos) casi en igual medida que
el ganado lanar, revolviendo los desperdicios de los alrededores en
kilómetros a la redonda. En los establecimientos más desorganizados,
podían no verse más de una vez al mes. Por supuesto, muchos no
15
estaban domesticados ni siquiera en esta medida. En el siglo xx,
aunque se ha cazado, envenenado y electrocutado a miles de ellos,
los cerdos salvajes australianos son mayoría en el tercio oriental del
16
continente.
Después de unas cuantas generaciones, los cerdos salvajes se vuel­
ven muy diferentes de los que estamos acostumbrados a ver en los
corrales. De patas largas y hocico pronunciado, costados lisos y ancas
estrechas, veloces y resabiados, y armados de colmillos largos y afila­
dos, se ganaron el mismo nombre tanto en Norteamérica como en

13. Robert Beverley, The History and Present State of Virginia, University
of Carolina Press, Chapel HUÍ, 1947, pp. 153, 318.
14. Crosby, Columhian Exchange, p. 78; Pullar, «Wild (Feral) Pigs», Me-
moirs of the National Maseum of Victoria, n.° 18 (18 de mayo de 1953), pp. 10¬
11; Tracy I, Stoter, «Economic Effects of Introducing Alien Animáis into Cali­
fornia», Proceedings of the Fifth Pacific Science Conference, Canadá I, 1933,
p. 779.
15. Henry W. Haygarth, Recollections of Bush Life in Australia, John
Murray, Londres, 1848, p. 148.
16. Harry F. Recher, Daniel Lunney e Irina Dunn, eds., A Natural Legacy:
Ecology in Australia, Petgamon Press, Rushcutter's Bay, N.S.W., 1979, p. 136;
Eric C. Rolls, They All Pan Wild, the Story of Pests on the Latid in Australia^
Angus & Robertson, Sydney, 1969, p. 338.
198 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

17
Australia; cerdo cimarrón. Se trata de una bestia de mal genio,
especialmente los verracos, uno de cuyos ejemplares argentinos estuvo
a punto de privarnos de Green Mansions y de varios buenos libros
más sobre la pampa, cuando estuvo a punto de tirar a William H ,
Hudson de su montura, tras lo cual casi con toda certeza el animal
18
hubiera matado a sablazos al futuro autor y se lo hubiera engullido.
Actualmente, excepto en unas cuantas zonas fronterizas restantes,
son en el mejor de los casos animales de caza y en el peor una moles-
tia y un peligro, pero desde la década de 1490 en las Antillas hasta
finales del siglo xix en Queensland, constituyeron una importante
fuente de alimento. Se buscaban ellos mismos el sustento—por com-
pleto, si se les daba la oportunidad— y su carne era sabrosa, nutritiva
y gratuita. Las primeras generaciones de pobladores europeos de las
colonias de América y Australia comieron cerdo más a menudo que
cualquier otra carne.
Desde el punto de vista humano, los bovinos tienen al menos dos
ventajas sobre los cerdos: cuentan con sistemas termorreguladores más
eficaces y toleran más el calor y la insolación directa; se especializan
en convertir la celulosa —hierba, hojas, brotes— que los humanos
son incapaces de digerir, en carne, leche, fibra y cuero, y además sir-
ven como animales de tiro. Estas características, añadidas a la natura-
leza independiente de los bovinos, hacen de ellos una especie tan
capaz de mantenerse por sí sola en los pastizales abiertos como los
cerdos en la selva o en la jungla. Los bovinos que Colón trajo de las
Canarias a la Española en 1493 seguramente gozaban de estas cuali-
dades, como las tuvieron sus descendientes, que vivieron en rebaños
de recría en las Indias Occidentales hacia 1512, en México en la
década de 1520, en la región incaica en la década de 1530, y en Flo-
rida en 1565, Hacia finales de siglo ya estaban en Nuevo México y en

17. Pullar, «Wild (Feral) Pigs», Memoirs of the National Museum of Vic-
toria, n.° 18 {18 de mayo de 1953), pp. 13-15.
18. Hudson, Far Away, pp. 170, 172. Los cerdos de hoy día no presentan
diferencias respecto a los del pasado en su capacidad para volverse salvajes. En
1983, se estimó en 5,000 los cerdos salvajes que deambulaban .por el Centro
Espacial de Cabo Kennedy en Florida, descendientes de gorrinos domésticos
pertenecientes a habitantes locales a los que la National Aeronautics and Space
Administration había comprado los terrenos en los años 60 para ampliar la
base. «Space Center's Problem Pigs a Taste Treat at Florida Jail», Neto York
Times (12 de septiembre de 1983), p. A 20-
LOS ANIMALES

19
1769 llegaron a la Alta California. Su historia no narra un dxitu mil
forme en todas partes. Los bovinos españoles tardaron varias gciicin
ciones en adaptarse al Brasil húmedo y a los llanos colombianos y
venezolanos; pero en las tierras más altas prorrumpieron en gran nú-
mero y parieron becerros a una velocidad que los colonos consideraron
asombrosa. A finales del siglo xvi, es probable que los rebaños de
bovinos del norte de México se duplicaran cada quince años más o
menos, y un visitante francés escribía a su rey sobre las «grandes y
lisas llanuras, que se extienden sin fin y que están cubiertas de un
20
número infinito de reses». Estaban completamente aclimatados, for-
maban tan intrínsecamente parte de la fauna como los venados o los
coyotes, y prosiguieron su avance hacia el norte. Ciento setenta y
cinco años después, el padre Juan Agustín de Morfí, en su viaje a
través de aquella parte de México llamada Texas, vio «asombrosas»
21
cantidades de reses bovinas salvajes.
Lo que ocurrió con el ganado bovino en la pampa fue aún más
asombroso. El primer poblamíento europeo de Buenos Aires fracasó,
pero los españoles lo volvieron a intentar, esta vez con éxito, en 1580.
Por aquel entonces, ya había cuadrúpedos europeos en gran cantidad,
descendientes de los animales abandonados por los primeros pobla-
dores o de anímales salvajes que llegaron procedentes de otros encla-
ves europeos. Los orígenes de los rebaños salvajes al este del Río de
la Plata, en lo que actualmente es Uruguay y Rio Grande do Sul, tam-
bién resultan oscuros. Puede que fueran los españoles, los portugueses
o los jesuítas quienes introdujeron ganado por primera vez, porque
los tres grupos pudieron traer reses y caballos. La primera fecha só-
lida con que contamos es 1638, cuando los jesuítas abandonaron una
22
misión en la zona, dejando atrás 5.000 cabezas de ganado bovino.
Podemos estar seguros de que los animales liberados se propagaron
a gran velocidad, como les ocurrió a todos los rebaños de la pampa.
En 1619, el gobernador de Buenos Aires informaba de que anualmen-
te se podían recoger 80.000 reses para piel sin menoscabo de los re-

19. John E. Rouse, The Criollo, Spanish Cattle in the Americas, Universi-
ty of Oklahoma Press, Norman, 1977, pp. 21, 24, 33, 4 4 4 6 , 50, 52-53, 64-65.
20. Crosby, Columhian Bxchange, p. 88.
21. Juan Agustín de Morfí, Viaje de Indios y Diario Nuevo México Bi- 7

bliófilos Mexicanos, México, 1935, p. 165.


a
22. Rollie E. Poppino, Brazil, the Land and People, 2. ed-, Oxford Univer-
sity Press, 1973, pp. 71, 109, 233.
IMPERIALISMO ECOLÓGICO

23
baños salvajes. El fidedigno Félix de Azara, quien nos habló sobre
las malas hierbas en el capítulo anterior, estimó en 48 millones el
número de reses que había en los pastizales entre los 26° y los 41°
latitud sur alrededor de 1700, reses salvajes en cantidades compara-
bles a las de búfalos de las Grandes Llanuras en los días de su
24
apogeo.
Hasta las postrimerías de su historia, nunca se contó apropiada-
mente el ganado vacuno de la pampa, y así la estimación de Azara
debió estar acompañada de una advertencia: ¿48 millones, más o me-
nos cuántos? ¿Una cuarta parte, la mitad? Las multitudes bovinas no
inspiraron estadísticas, sino admiración. William Hudson, en su auto-
biografía, recordaba las plantaciones y huertos de la Argentina de
mediados del siglo xrx rodeados de muros
construidos enteramente con cráneos de vaca, siete, ocho o nueve
superpuestos, colocados con tanta regularidad como si fueran pie-
dras, y sobresaliéndoles los cuernos. Cientos de miles de cráneos
habían sido empleados de dicha manera, y algunos de los muros
antiguos, muy largos, llenos de hierba verde y de enredaderas y flo-
res silvestres que crecían de las cavidades de los huesos, tenían un
25
aspecto extrañamente pintoresco pero en cierta forma misterioso.

La mayor parte del ganado bovino de las Américas fue, desde el


siglo xvi hasta el xix, probablemente salvaje. Como en el caso de los
cerdos, el entorno los hizo veloces, enjutos y de tamaño medio •—el
tipo de res q u e los carniceros describen como «ocho libras de ham-
burguesa por ochocientas libras de hueso y cuernos»—, animales que,
una vez crecidos, podían enfrentarse a casi todo- Según el padre Mar-
tin Dobrizhoffer, en el virreino del Río de la Plata no se podía orde-
ñar a las vacas a menos que se les ataran las patas y estuvieran pre-
sentes los becerros, y tanto vacas como toros se movían «con una
especie de fiera arrogancia» y mantenían la cabeza alta como si fueran

23. Crosby, Columbian Exchange, p. 91; Horacio C. E. Gilberti, Historia


Económica de la Ganadería Argentina, Solar/Hachette, Buenos Aires, 1974, pp.
20-25; Paolo Blanco Acevedo, El Gobierno Colonial en el Uruguay y los Oríge-
nes de la Nacionalidad, Montevideo, 1936, vol. I I , pp. 7, 15.
24. Esteban Campal, ed., Azara y su Legado al Uruguay, Ediciones de la
Banda Oriental, Montevideo, 1969, p. 176; véase también Thomas Falkner,
A Description of Vatagonia, Armann & Armann, Chicago, 1935, p. 38.
25. Hudson, Far Away, p. 288.
LOS ANIMALES 201

venados, a los que casi igualaban en velocidad. Cuando los poblado-


res ingleses empezaron a trasladarse a Texas en la década de 1820,
comprobaron que era más difícil dar alcance a estos animales y más
peligroso dominarlos, que a los mes teños ?*
El ganado bovino que llegó a la Norteamérica francesa y británica
no era tan ágil, no estaba armado de tan temible y larga cornamenta,
ni se mostraba tan resabiado como el ganado ibérico, pero también
eran animales robustos. La frontera del ganado vacuno precedió a los
agricultores europeos en su avance hacia el oeste desde el Atlántico,
a pesar de la frondosidad de las selvas y la poco corriente extensión
27
de las praderas. Hasta que los neoeuropeos no se trasladaron a los
vastos pastizales del centro de Norteamérica, en el siglo xix, sus reses
no fueron comparables en número a los rebaños de la Iberoamérica
colonial, pero en el siglo xvín eran suficientes como para impresionar
a aquellos europeos que nunca habían visitado las estepas del sur.
Poco después de 1700, John Lawson señalaba que las reservas de
ganado bovino de Carolina eran «increíbles, ya que un solo hombre
25
puede poseer de mil a dos mil cabezas».
Entre las reses inglesas las había fieras y mansas, pero todas ellas
eran robustas. Treinta años después de la fundación de Maryland, los
colonos se quejaban de que el ganado «se veía molestado por diversos
29
rebaños de reses salvajes que frecuentaban a las mansas». Al cabo
de dos generaciones humanas, el ganado bovino de la frontera de Ca-
rolina del Sur y de Georgia emigraba hacía el oeste «bajo los auspicios
de vaqueros que se trasladan (como los antiguos patriarcas o los mo-
dernos beduinos de Arabia) de bosque en bosque a medida que se
30
agota la hierba o que se acercan los plantadores». Por supuesto,

26. Martin Dobrízhoffer, An Account of the Abipones, an Equestrial Peo-


pie, John Murray, Londres, 1822, vol, I, p. 219; Crosby, Columbran Exchange,
p. 88.
27. Rouse, Criollo, p. 92; Ray Alien Billington, Westivard Expansión, a
History of the American Frontier, Macmillan, Nueva York, 1974, pp. 4, 60.
28. John Lawson, A New Voyage to Carolina, Londres, 1709, facsímil Rea-
dex Microprint, 1966, p. 4.
29. Lewis C. Gray, History of Agriculture in the Southern United States
to 1860, Carnegie Institute of Washington, Washington, D.C., 1933, vol, I,
p. 141.
30. Frank L, Owsley, «The Pattern of Migration and Settlement on the
Southern Frontier», Journal of Southern History, 11 (mayo de 1945), p. 151.
202 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

nosotros podemos adivinar qué fue lo que remplazó a las hierbas


autóctonas agotadas.
Para mantener una medida de control sobre este ganado de fron-
tera y sobre el resto de animales semidomesticados que deambulaban
por los bosques desde Nueva Escocia hasta el curso bajo del Mississip-
pi, se obtenía fácilmente el elemento necesario: la sal. Un ganadero
podía localizar a su rebaño escuchando el cencerro colgado del cuello
del guía del rebaño y entonces aproximarse con un bloque de sal en
su mano extendida. Mientras los animales lamían la sal, les podían
poner los arneses o el yugo, o seleccionar aquellos que quería sacri-
31
ficar.
Estos rebaños de animales que sólo estaban semidomesticados, va-
gando por los bosques y los cañaverales, no tenían la vida fácil. El
pesebre lleno, la cuadra caliente y el atento pastor eran desconocidos
para ellos. Los más débiles servían de alimento a pumas y lobos, mo-
rían hundiéndose hasta la cruz en ciénagas, se helaban en la ventisca,
«desfallecían de hambre». Pero los supervivientes reponían las pérdi-
das con creces durante los meses cálidos de exuberante forraje, y con-
tinuaban deambulando y adentrándose en los desiertos de Norteamé-
rica.
En el siglo xix Australia se proclamó como uno de los mayores
productores mundiales de lana y de corderos, pero la naturaleza no
había preestablecido que las ovejas dominasen en las antípodas. La
mecanización de la industria textil europea hizo que, y sin aquella
influencia, el ganado bovino pudiera haber arraigado con tanta fuerza
como lo había hecho, por ejemplo, en Texas.
La Primera Flota colonizadora arribó a aguas australianas en 1788
con una cantidad preocupante de ganado a bordo obtenido en Ciudad
del Cabo, en Sudáfrica. El piloto del Sirias declaró que el barco pare-
cía un establo. Entre los animales se contaban dos toros y seis vacas.
Durante sus primeros meses en Sydney, estos ocho animales se extra-
viaron o, según dijeron algunos, fueron robados por un tal Edward

31. Michel Guillaume St, Jean de Crévecoeur, Journey into Northern Penn-
sylvania and the State of New York, trad. inglesa de Clarissa S. Bostelmann,
University of Michigan Press, Ann Arbor, 1964, pp. 333, 336.
32. The Reverend John Clayton, A Parson with a Scienñfic Mind. His
Writings and Other Related Papers, Edmund Berkeley y Dorothy S. Berkeley,
eds., University Press of Virginia, Charlottesville, 1965, p. 88.
LOS ANIMALES 20

33
Corbett, seguramente un convicto. Los colonos supusieron que los
habían matado los aborígenes. Cuando, siete años más tarde, los vol-
vieron a localizar, había sesenta y una cabezas y pastaban en una zona
que pronto se llamaría Cowpastures (pastos de las vacas). El gober-
nador, John Hunter, salió para verlas y tanto él como su grupo fueron
«atacados con la mayor furia por un toro muy fiero, lo cual hizo ne-
cesario para nuestra propia seguridad que disparásemos contra él. Tal
era su violencia y su fuerza, que se dispararon seis balas antes de que
34
nadie osara aproximarse a él».
El gobernador, posible conocedor de la historia del ganado salva-
je de la pampa, decidió abandonar a las reses para que «puedan con-
vertirse en adelante en un gran beneficio y recurso para esta colonia».
Hacia 1804, los rebaños salvajes (inobs, para usar el término propia-
mente australiano) ascendían a entre 3.000 y 5.000 cabezas. Con el
tiempo, los australianos se convertirían en magníficos conductores de
ganado, pero aún no lo eran, y lo mejor que podían hacer con aque-
llos feroces animales africanos era abatir algunos y salarlos, y captu-
rar algunos becerros. El resto desconcertaba a quienes los perseguían
«corriendo arriba y abajo de las montañas como cabras». Los rebaños
se convertirían en una molestia, y lo que es peor, en fuente de ali-
mento para los convictos fugados que vivían emboscados, los famosos
e infames bushrangers (bandidos). Además, el ganado salvaje estaba
ocupando, y estaba inquebrantablemente resuelto a seguir ocupando,
35
algunas de las mejores tierras entre el mar y las Montañas Azules.
El gobierno, convencido de que los hombres, y no el ganado, habían
sido llamados a ser la especie dominante en Nueva Gales del Sur, in-
virtió su política en lo relativo al ganado salvaje y en 1824 ordenó la
aniquilación de los últimos descendientes de los animales perdidos
36
en 1788.

33. John White, Journal of a Voy age to New South Wales, Angus & Ro-
bertson, Sydney, 1962, p. 142, n. 242, n. 257; Commonvvealth of Australia,
f
Historical Records of Australia, serie I, Governors Dispatches to and From
England, The Library Committee of the Commonwealth Parliament, 19144925,
vol. I, pp. 55, 77, 96.
34. Historical Records of Australia, serie I, vol. I, pp. 550-551.
35. Historical Records of Australia, serie I, vol. I, pp. 310, 461, 603, 608;
vol. I I , p. 589; vol. V, pp. 590-592; vol. VI, p. 641; vol. V I I I , pp. 150-151; vol.
IX, p. 715.
36. Historical Records of Australia, serie I, voL IX, p. 349; vol. X,
pp. 91-92, 280, 682; «Cowpastures», Australian Encyclopedia, vol. I I , p. 134,
204 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

En la segunda década del nuevo siglo, los australianos encontraron


una senda para atravesar las Montañas Azules hacia los pastizales de
la otra vertiente, y pasaron junto con sus ganados; allí, según todas
las apariencias, el ganado vacuno se incrementó más rápidamente, en
37
proporción a su número original, que ovejas y caballos. La mayor
parte de este ganado tenía ascendientes europeos y no sudafricanos,
lo cual no significaba que fueran animales dóciles. Los becerros eran
tan salvajes como ciervos y casi tan veloces, y muchos de ellos •—«kan-
guros, como los llamamos nosotros»—- eran capaces de saltar vallas
38
de dos metros de altura. Hacia 1820, el ganado bovino de los reba-
ños domados de Nueva Gales del Sur ascendía a 54.103 cabezas; diez
años después, a 371.699 cabezas. Una generación humana más allá,
39
Australia tendría millones de cabezas Nadie supo la cantidad de
reses salvajes, algunas de las cuales precedieron a los hombres y
mujeres de la frontera, y algunas incluso a los exploradores. En 1836,
Thomas L. Mitchell, en su largo y azaroso viaje a través de los de-
siertos cercanos al río Murrumbidgee, se topó con rastros de ga-
nado vacuno alrededor de las pozas de agua, y eran tan anchos y
pisoteados que parecían carreteras, «y a distancia, la agradable vista
de las propias reses deleitó nuestra ansiosa mirada, por no decir
nuestros estómagos». Los animales estaban tan poco acostumbrados a
la gente, que «pronto estuvimos rodeados por un rebaño de al menos
40
800 cabezas de animales salvajes que nos miraban fijamente».
Incluso el llamado ganado manso de la frontera veía a tan pocos
seres humanos —la mayoría de los puestos de ganado consistían en
no más de dos o tres ganaderos y un hut-keeper (alguien que guardaba
la cabana)— que uno se pregunta hasta qué punto se daban cuenta
los animales de que los hombres eran sus amos. Los toros eran espe-
cialmente impetuosos. Permanecían con el rebaño la mayor parte del
tiempo, pero se alejaban para pasar solos el invierno y regresaban en
primavera para pelear por las hembras. Una de las memorables can-
ciones de la frontera australiana era el mugido amenazador del toro
que regresaba, «primero, hosco y grave, luego elevándose a un chi-

37. Haygarth, Recolleciions, p. 55.


38. Peter Cunningham, Two Years in New South Wales, Henry Colburn,
Londres, 1828, vol. I, p. 272.
39. «Cattle Industry», Australian Enciclopedia¡ vol. I, p, 483.
40. T. L. Mitchell, Three Expeditions into the Interior of Eastem Australia
}

T. & W. Boonc, Londres, ÍKi«, vol IT, p. 306,


LOS ANIMALES 205

Hielo estridente, nítido como un clarín ... despertando los ecos en


millas a la redonda a través de las profundas cañadas y de las soleda-
41
des sin hollar».
Los caballos desaparecieron de las Américas hace unos 8.000 o
10.000 años, y regresaron de nuevo solamente cuando Colón llevó
algunos ejemplares a la Española en 1493. Los ibéricos, al principio
una minoría allí adonde fueran en el Nuevo Mundo, comprobaron
que los caballos eran eficaces, en realidad absolutamente necesarios,
para luchar contra los amerindios, y por ello llevaron consigo los ani-
42
males a todas partes. Los caballos se extendieron rápidamente en
la mayoría de las colonias: tal vez no en el salvaje abandono de los
43
cerdos, pero sí rápidamente. Incluso en el litoral brasileño, donde
el clima demasiado caliente no es el ideal de los caballos, había canti-
dad de ellos hacia finales del siglo xvi, y los colonos los embarcaban
44
hacia Angola. En semejantes condiciones de latitud y clima, los ca-
ballos morían en África y crecían en América.
En el México septentrional, prosperaron cantidad de caballos y se
hicieron salvajes. En 1777, el padre Morfí encontró incontables mes-
teños salvajes —palabra mexicana que designa a los caballos de las
llanuras del norte, que los norteamericanos deformarían dando la pa-
labra mustang— cerca de El Paso, en Texas. Los caballos, salvajes
por supuesto, eran tan abundantes que la llanura estaba entrecruzada
de sus rastros en tal cantidad, que aquella tierra vacía parecía «el país
más poblado del mundo». Habían comido y agotado la hierba de vas-
tas zonas, y hacia ellas avanzaban plantas inmigradas para ocuparlas.
Alrededor de la poza de agua de San Lorenzo, encontró gran cantidad
de la planta llamada en España uva de gato y en Inglaterra stonecrop,
«que alegraba el paisaje con su verdor». Podía tratarse de una, o di-
versas, de las especies europeas del género Sedum, muy valorada ac-
tualmente como cubierta del terreno, que se ha difundido profusamen-
45
te desde que los marinheiros aprendieron a leer los vientos oceánicos.

41. Haygarth, Recollections, pp. 59*61, 65-66.


42. Pedro Mártir de Anglería, De Orbo Novo, vol. I, p. 113; Robert M.
Denhardt, The Horse of the Américas, University o£ Oklahoma Press, Norman,
1975, pp. 27-84; Crosby, Columbian Exchange, pp. 79-85.
43. Patino, Plantas, vol. V, pp. 137-138.
44. Samuel Purchas, ed., Hakhtytus Posthumus, or Purchas His Pilgritnes,
James MacLehose & Sons, Glasgow, 1905-1907, vol. XIV, p. 500.
45. Morfí, Viaje, p. 334; Francés Perry, ed., Complete Guide to Plañís and
206 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

La historia del mesteño en Norteamérica, de su expansión hacia


el norte a través de las Grandes Llanuras hasta Canadá antes de que
finalizara el siglo x v m , es bien conocida, y no vamos a repetirla
46
aquí. Esta migración fue obra principalmente de los invasores y de los
comerciantes amerindios, pero fueron los españoles quienes conduje-
ron los primeros caballos a la Alta California en la década de 1770.
Una vez allí, los animales tomaron los caminos de sus antiguos ante-
pasados de las estepas del Asia central. Cuando comenzó la fiebre del
oro en 1849, había tantos caballos salvajes comiendo tal cantidad de
hierba, que los ganaderos vieron el negocio que suponía el que otro
ganado pastase la misma hierba y despeñaron miles de caballos en
47
los acantilados de Santa Bárbara.
Algunos de los ancestros de los caballos de las colonias del lito-
ral atlántico eran de origen mexicano y habían sido llevados al este
48
por comerciantes desde los pastizales del centro del continente, pero
la mayoría procedía directamente de Gran Bretaña y de Francia, y
había llegado a Virginia en fechas tan tempranas como 1620; a Massa-
chusetts en 1629; y a Nueva Francia en 1665. John Josselyn encontró
caballos en abundancia en el Massachusetts del siglo xvn, «y aquí y
allá un buen ejemplar». Sus propietarios dejaban a la mayoría que
rebuscaran entre los desechos de los bosques su propia comida du-
rante el invierno, aunque dicha práctica, según decía, hacía que los
animales fueran «muy bajos en carne hasta la primavera, y las crines
les caían de tal manera que nunca volvían a crecer». Procedía de
Europa, donde los caballos eran muy caros, y valía la pena cuidar-
los bien. En Norteamérica eran relativamente baratos y vagaban
libremente, a menudo no mostrando más prueba de su conexión con
la humanidad que un collar con un garfio en la parte inferior para que

Flowers, Simón & Schuster, Nueva York, 1974, p. 463; Óscar Sánchez, Flora
del Valle de México, Editorial Herró, S.A., México, 1969, pp. 186-188; Robert
T. Clausen, Sedum of North America Nortb of the Mexican Platean, Cornell
University Press, Ithaca, 1975, p. 554.
46. Denhardt, Horse, p. 92.
47. Denhardt, Horse, pp. 92, 126.
48. Frank G. Roe, The Iridian and the Horse, University of Oklahoma
Press, Norman, 1955, pp. 64-65. Véase también William Bartram, Travels of
William Bartram, Mark Van Doren, ed., Dover, Nueva York, 1955, pp. 187-188;
Fairfax Harrison, The John's Island Stud (South Carolina), 1750-1788, Oíd
Dominion Press, Richmond, 1931, pp. 166-171.
LOS ANIK5ALES

quedaran enganchados en las cercas al intentar saltarías para r n t i i i


en los campos. Dicho sea de paso, a los cerdos se les colocaba m i
collar en forma de yugo triangular para que no pudieran pasar empu
49
jando a través de las cercas, Las cercas no eran para mantener al ga-
nado encerrado en su interior, sino para mantenerlo fuera.
Disponer de monturas robustas sólo por el esfuerzo que costaba
cazarlas era una bendición para los hombres de la frontera, pero había
tantas en ciertos lugares que en realidad se convertían en una moles-
tia. (¡Cuan inimaginables resultaban ambas cosas en Gran Bretaña!)
A finales del siglo x v n , los caballos salvajes eran una plaga en Vir-
ginia y en Maryland. Los sementales enclenques causaban tantos per-
juicios al dejar preñadas a valiosas yeguas, que se dictaron normas re-
quiriendo que fuesen encerrados o castrados. En Pennsylvania, cual-
quiera que encontrase en libertad un semental con una altura inferior
50
a los trece palmos, tenía el derecho legal de castrarlo allí mismo.
Todavía nos quedan miles de caballos salvajes en las zonas occi-
dentales de Norteamérica, donde todavía hay gran cantidad de campo
abierto. A pesar de las sequías y la ventisca, las epizootias, la gloto-
nería de la industria de alimentos para animales domésticos, y las cap-
turas periódicas por parte de hombres en busca de montura gratis, en
1959 todavía deambulaban mesteños por más o menos una docena
51
de estados occidentales y en dos provincias canadienses.
Tal como' se mencionaba anteriormente en referencia al ganado
bovino, los primeros poblamientos europeos de la pampa no tuvieron
éxito, pero, cuando los españoles regresaron a Buenos Aires en 1580,
había grandes rebaños de caballos salvajes pastando en aquella región.
Se estaban incrementando a velocidades que tal vez careciesen de
precedentes entre los rebaños de gran tamaño y, cuando dio inicio el
nuevo siglo, había caballos salvajes en Tucumán «en tal cantidad, que

49. Peter Kalm, Travels inte North America, The Imprint Society, Barre,
Mass., 1972, pp. 115, 226, 255, 366; Denhardt, Horse, p. 92; John Josselyn,
An Account of Ttvo Voyages to New England Made During the Years 1638,
1663, William Veazie, Boston, 1865, p. 146.
50. Adolph B. Benson, ed., The America of 1750, Peter Kalm's Travels in
North America, Wilson-Erickson, Nueva York, 1937, vol. I I , p. 737; Rev. John
Clayton, p. 105; Gray, History of Agrictdture, vol. I, p. 140; Beverley, History
and Present State of Virginia, p. 322,
51. Tom L. McKnight, «The Feral Horse in Anglo-Ameríca», Geographical
Review, 49 (octubre de 1959), pp. 506, 521; véase también Hope Ryden, Ame-
rica's Last Wild Horses, Drttton, Nueva York, 1978.
208 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

cubren la faz de la tierra y cuando atraviesan la carretera es necesario


que los viajeros esperen y les dejen pasar, durante todo un día o más,
a fin de impedir que se lleven con ellos ganado manso». Los pastizales
de los alrededores de Buenos Aires rebosaban de «yeguas escapadas y
de caballos en tal cantidad que cuando van a cualquier parte desde
52
lejos parecen bosques». Tales testimonios suscitan el escepticismo,
pero probablemente sean exactos. La pampa, a este y oeste del Río
de la Plata, fue un paraíso para los caballos; incluso en el siglo xix,
cuando ya se habían disipado muchas de las ventajas de que gozaban
los anímales, las manadas reservadas como fuente de montura para
la caballería y protegidos de la depredación humana experimentaban
53
un crecimiento de una tercera parte por año.
El jesuíta Thomas Falkner calificó el número de caballos de la
pampa en el siglo x v m de «prodigioso», y el precio vigente de un
potro de dos o tres años era de medio dólar. En ocasiones, escribió,
la pampa estaba vacía, los caballos salvajes en el horizonte, y otras
veces estaban por todas partes.

Van de un lado a otro, contra la dirección de los vientos; y en


una expedición tierra adentro que realicé en 1744 en la que per-
manecí en aquellas llanuras por espacio de tres semanas, había tal
cantidad de ellos que, durante una quincena, me rodearon constan-
temente. A veces pasaban junto a mí, en espesas manadas, a toda
velocidad, durante dos o tres horas; durante este tiempo, con gran
dificultad conseguíamos yo y los cuatro indios que me acompañaron
en aquella ocasión protegernos de ser arrollados y pisoteados hasta
54
ser descuartizados por ellos.

En ningún otro lugar de la tierra existía tal profusión de caballos,


domados o salvajes. Esta abundancia conformó las sociedades de la
pampa con más determinación y continuidad que si se hubiera descu-
bierto oro. El metal no hubiera durado mucho. Los enormes rebaños

52. Crosby, Columbian Excbange, pp. 84-85; Antonio Vázquez de Espinosa,


Compendium and Description of the West Indies, trad. inglesa de Charles Upson
Clark, Smithsonian Institutíon, Washington, D.C., 1942, pp. 675, 694; Blanco
Acevedo, Gobierno Colonial en el Uruguay, pp. 7, 15.
53. William MacCann, Two Thousand Mile Ride through the Argentine Pro-
vinces, Smith, Eider & Co-, Londres, 1852, vol. I, p. 23.
54. Falkner, Description of Patagonia, p. 39.
LOS ANIMALES 209

de caballos salvajes, elemento indispensable de la cultura gaucha, du-


raron dos siglos y medio.
En 1788, llegaron a Australia siete caballos con la Primera Flota.
El gobernador informaba al invierno siguiente que «los caballos se
adaptan muy bien», pero no era cierto, o no lo fue por lo menos
55
durante mucho tiempo, Solamente dos de ellos sobrevivieron a los
primeros años, y hasta que no llegaron buenas yeguas sudafricanas en
1795, el número de caballos no empezó a crecer realmente. En 1810,
había 1.134 y una década después cuatro veces más, de manera que
56
los colonos habían empezado incluso a exportar algunos. Había toda-
vía muchos vagando en libertad. En Australia se les conocía no con
el nombre de mesteños {mustangs), sino como hrumbies. Esta palabra
podría derivar del término aborigen baroomby, que significa salvaje,
o de Baramba, nombre de un riachuelo de Queensland, o del nombre
de James Brumby, que llegó a Nueva Gales del Sur alrededor de
1794, donde se estableció en privado en un terreno de cien acres en
el que apacentó ganado, y partió después hacia una expedición a Tas-
mania en 1804. Antes de marcharse, según dice la historia, reunió a
sus animales (los acorraló), pero olvidó algunos caballos que erraron
1
formando dinastías de hrumbies?
Hubo un tiempo en que cientos de miles de hrumbies galopaban
por el interior de Australia, y en 1960 aún quedaban entre 8.000 y
10.000 en la parte occidental, «incorruptos de espuela y brida». No son
bellos animales; hace 150 años, eran tan estrechos de pecho y de
hombros, que las sillas a ellos destinadas debían fabricarse más estre-
chas que las de los caballos europeos, y en 1972 un experto en brttm-
hies declaraba que «tienen una condenada cabeza como un cubo». Pero
eran asombrosamente resistentes y no precisaban más comida que la
que podían encontrar por ellos mismos, en verano o en invierno. Eran
excelentes caballos para trabajar con el ganado, inteligentes y capaces
58
de «aguantar con una hoja de col».

55. Historical Records of Australia, serie I, yol. I, p. 55.


56. «Horses», Australian Encyclopedia, vol. I I I , p. 329.
57. «Brumby», Australian Encyclopedia, vol. I, p. 409; A. G. L. Shaw
y C. M. H . Clark, eds., Australian Dictionary of Biography, Cambridge Univer-
sity Press, 1966, vol. I, p. 171; Rolls, Tbey All Ran Wild, p. 349.
58. Haygarth, Recollections, pp. 61, 74, 77-78, 83; «Vermin», Walkabout,
38 (septiembre de 1972), pp. 4-7; Anthony Troilope, Australia, P. D. Edwards
y R. B. Joyce, eds., University of Queensland Press, St. Lucia, 1967, p. 212.
210 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Como en todas partes, los caballos prosperaron con tanta fortuna


en Australia, que los neoeuropeos olvidaron el milagro que suponía
disponer de monturas por casi nada, y empezaron a maldecir los exce-
sos de su propia buena suerte. Los brumbies se convirtieron en una
plaga, que se llevaba a los caballos domados en pasadas rápidas, «y
dejaba a los propietarios rumiando el bolo de la mortificación». Lo
peor de todo era que comían y bebían la hierba y el agua necesarias
59
para animales de provecho: ovejas, bovinos y caballos dóciles. Entre
las décadas de 1860 y 1890, los brumbies fueron un fastidio de primer
orden en Nueva Gales del Sur y en Victoria, «una verdadera mala
hierba entre los animales». Se mató a muchos por su piel, tantos que
en 1869 una piel de caballo sólo reportaba cuatro chelines en Sydney.
Algunos australianos simplemente vallaron las pozas de agua en las
temporadas secas y de este modo se libraban de los animales. Otros
colonos, sin querer esperar a la sed para actuar, inventaron métodos
para apuñalar o disparar a los brumbies de manera que corrieran un
buen trecho antes de morir, evitando así las acumulaciones molestas de
caballos muertos en un solo punto. En la década de 1930, cuando se
ofrecían primas por orejas de caballo, dos hombres abatieron a tiros
a 4.000 en un año en Innamincka. Algo después, un hombre abatió a
60
400 caballos en una sola noche.
Esto es todo respecto a los cuadrúpedos domesticados convertidos
en salvajes. No aportaría nada extenderse sobre el hecho de que se
adaptaron maravillosamente bien a las Nuevas Europas y viceversa.
Podríamos seguir hablando de cabras, perros, gatos, incluso de came-
llos, hasta señalar que las aves domésticas —las gallinas, por ejem-
plo— prosperaron en las Nuevas Europas, pero todo revierte sobre
lo mismo: el ganado del Viejo Mundo prosperó en las Nuevas Euro-
pas. En realidad, se comportaron sorprendentemente mejor en las Nue-
vas Europas que en sus tierras de origen: una paradoja. Analicemos la
historia del insecto que pudiera describirse como el único domesticado
en las Nuevas Europas, la abeja. Si este insecto del Viejo Mundo se
adaptó tan bien a las Nuevas Europas como los cerdos, el ganado
bovino y los caballos, entonces es que las fuerzas subyacentes al éxito
de los emigrantes del Viejo Mundo debieron ser realmente penetrantes.
Hay muchos tipos de abejas y de otros insectos que producen miel

59. Haygarth, Kecóllections, pp, 77, 81; Trollope, Australia, p. 212.


60. Rolls, They All Kan Wild, pp. 349-35L
LOS ANIMALES

alrededor del mundo, pero el único insecto que combina una alia pin
ducción de miel con la característica de poderse someter a la manipu-
lación humana es la abeja doméstica, originaria del Mediterráneo y
del Oriente Medio. En aquellos lugares, los hombres recolectaban
miel (y cera, más importante para muchos pueblos que el producto
edulcorante) mucho antes de que se iniciara la historia escrita, y fue
allí donde Sansón creó una de las imágenes más sorprendentes del
Viejo Testamento cuando encontró «abejas y miel en el cadáver de
61
un león»,
En los siglos xv y xvi, los navegantes de la Europa occidental se
convirtieron en marinheiros, con muchos y muy diversos resultados,
entre los que se cuenta una enorme expansión del alcance y el número
de las abejas. Puede que ya hubiera abejas en las islas del Atlántico
mediterráneo antes de la llegada de los europeos pero, si fue así, no
debió haberlas en todas las islas. Si Jas hubiera habido en las Canarias
antes de que llegara Nuestra Señora de la Candelaria, ¿por qué se
habría visto obligada a producir cera para las velas mediante un mila-
gro? Al parecer llegaron tardíamente a Latinoamérica, y en muchos
casos procedían de Norteamérica y no de Europa. En la América tro-
pical, los indígenas ya recolectaban miel mucho antes de Cortés y
continuaron haciéndolo; y durante mucho tiempo después de Cortés,
el azúcar fue barato y abundante en Latinoamérica. Ambos factores
desalentaron la importación de abejas. Actualmente, Argentina es uno
de los mayores productores de miel del mundo, pero se trata de una
evolución relativamente reciente. Por el contrario, la miel fue un
62
edulcorante esencial en Norteamérica, adonde la abeja llegó antes.
Las primeras abejas llevadas a Norteamérica llegaron a comienzos
de la década de 1620 a Virginia, donde la miel se convirtió en un

61. Jueces, 14: 8; Rémy Chauvin, Traite de Biologie de VAbeille, Masson


et Cíe., París, 1968, vol. I, pp. 38-39.
62. John B. Free, Bees and Mankind, Alien & Unwin, Londres, 1982, p.
115; Elizabeth B. Pryor, Honey, Maple Sugar and Other Farm Produced Siveet-
ners in the Colonial Chesapeake The Accokeek Foundation, Accokeek, Md.,
y

1983, passim; Patino, Plantas, vol. V, pp. 23-25; Obras de Bernabé Cobo, Edi-
ciones Atlas, Madrid, 1956, vol. I, pp. 332-336; Nils E. Nordenskiold, «Modi-
fications on Indian Culture through Inventions and Loans», Comparative Ethno-
graphic Studies, n.° 8, 1930, pp. 196-210; Ricardo Piccirilli, Francisco L. Romay
y Leoncio Gianello, eds., Diccionario Histórico Argentino, Ediciones Históricas
Argentinas, Buenos Aires, s i . vol. I, p. 4; Eva Crane, ed., Honey, a Compre-
h en si ve Survey, Crane, Russak & Co., Nueva York, 1975, pp. 126-127, 477.
212 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

alimento corriente en el siglo xvn, En Massachusetts, las abejas de-


sembarcaron como máximo en la década de 1640, y hacia 1663 esta-
ban prosperando «extraordinariamente» según John Josselyn. Los in-
sectos emigrados se comportaban tan bien o mejor que los propios
63
insectos europeos en la América británica del siglo xvn. En cierto
modo, su avance se debió a la intervención humana, de seres humanos
con colmenas en sus balsas y en sus carromatos trasladándose hacia
territorio indio, pero en la mayoría de los casos la vanguardia de estos
insectos del Viejo Mundo se desplazó hacia el oeste independientemen-
te. Se aclimataron en las colonias litorales en el siglo xvn, y desde allí
64
se extendieron hacia el 1800, pero los Apalaches representaban ver-
daderamente una barrera para ellas. Algunas fueron transportadas al
otro lado por la gente, y a algunas, según se dice, las llevó un hura-
cán. El caso es que cruzaron la cuenca del Mississippi y al parecer se
difundieron más de prisa allí que al este de los Apalaches. En la
campaña que culminó con la batalla de Tippecanoe, en 1811, al avan-
zar las fuerzas de los Estados Unidos encontraron muchas colmenas
en los huecos de los árboles de los bosques de Indiana, y un hombre
declaró que él y sus amigos habían encontrado en una hora tres ár-
65
boles con abejas. Se supone que las primeras abejas que hubo al
oeste del Mississippi se establecieron en el jardín de Mme. Chouteau,
66
en St. Louis, en 1792.
Una de las distracciones favoritas de los norteamericanos rurales
era buscar colmenas de abejas salvajes para robar la miel. Apareció
todo un sistema de técnicas: cómo encontrar abejas obreras en busca
de forraje, cómo seguir a la abeja de vuelta al árbol partiéndose las
espinillas y cayéndose en los riachuelos, y cómo humectar a las abejas
y talar el árbol —todo ello sin ser picado más que lo absolutamente
necesario—. Después venía la recompensa, como atestiguaba Wash-
ington Irving en la frontera de Oklahoma en la década de 1830. Se

63. Crane, Honey, p, 475; Everett Oertel, «Bicentennial Bees, Early Records
of Honey Bees in the Eastern United States», American Bee Journal, 116 (fe-
brero de 1976), pp. 70-71; (marzo de 1976), pp. 114, 128.
64. Crane, Honey, p, 476.
65. Crane, Honey, p. 476; Oertel, «Bicentennial Bees», American Bee Jour-
nal 116 (mayo de 1976), p. 215; (junio de 1976), p. 260.
66. Washington Irving, A Tour on the Prairie, John F. McDermott, ed.,
University of Oklahoma Press, Norman, 1956, n. 50.
LOS ANIMALES 2 I3

colocaban los panales intactos en cestas para llevarlos de vuelta al


campamento o al poblado, y

aquellos que se habían hecho añicos al caer eran devorados allí mis-
mo. Todo resuelto cazador de abejas tenía que ser visto con un
buen pedazo en sus manos, chorreándole por los dedos, y desapare-
ciendo tan rápido como una tarta de crema ante el apetito de esco-
67
lares en vacaciones.

La miel fue una bendición para los indígenas norteamericanos que


antes sólo contaban con el azúcar de arce como edulcorante fuerte,
pero la «mosca inglesa» era para ellos un sombrío presagio de la apro-
ximación de la frontera de los blancos. St. Jean de Crévecoeur escribió
que «cuando descubren las abejas, 'la noticia de tal suceso, pasando de
boca en boca, difunde la tristeza y la consternación en todos los pensa-
68
mientos».
Australia tenía unas pequeñas abejas sin aguijón, que los aboríge-
nes apreciaban porque la sustancia que producían era muy dulce, pero
estaba tan virgen para las abejas domésticas como América. Éstas lle-
garon a Sydney el 9 de marzo de 1822 en el barco Isabella, junto a
69
200 convictos. Una vez asentadas en Nueva Gales del Sur, las abejas
se propagaron y enjambraron con el mismo vigor que en América.
Fueron introducidas en Tasmania. en 1832 o poco antes, y la primera
colmena que allí hubo enjambró doce o dieciséis veces durante el
primer verano que pasó en tierra, según el recuento que se dé por
70
válido. Al parecer, diversos eucaliptus autóctonos australianos figu-

67. Irving, Tour, pp, 52-53.


68. Paul Dudley, «An Account of a Method Lately Found in New Kngland
for Discovering where the Bees Hive in the Woods, in order to £et their Honey»,
Phylosophical Transactions of the Royal Society of London, 31, 1720-1721, p.
150; Crévecoeur, Joumey, p. 166; véase también The Portable Thomas Jefferson,
Merril Peterson, ed., Viking Press, Nueva York, 1975, p. 111; Irving, Toar,
p, 50.
69. Grane, Honey, p, 4; «Beekeeping», Australian Encyclopedia, vol. I,
p. 275; «Bees», Australian Encyclopedia, vol. I, p, 297; Historical Records of
Australia, serie I, vol. XI, p. 38ó.
70. Cunningham, Ttoo Years, vol. I, pp. 320-321; James Backhouse, A Nar-
rativo of a Visit to the Australian Colantes, Hamilton, Adams & Co., Londres,
1843, p. 23; Henry W. Parker, Van Dieman's Latid, Its Rise, Progress and
Present State, with Advice to Emigraras, ) , Cross, Londres, 1834, p. 193.
214 I M I M ' . U I A l I.SMO l'C()|.(.)(,I(:i)

71
ran entre las mejores fuentes de miel del mundo. Cuando Anthony
Trollope visitó Australia a principios de la década de 1870, encontró
que la abeja foránea era más abundante que la autóctona, y que la
72
miel era «un manjar exquisito corriente entre todos los colonos».
Cien años después, Australia es uno de los mayores productores y
73
exportadores de miel del mundo.
Las criaturas que aquí hemos expuesto, por tanto, llegaron a las
colonias porque los colonos quisieron, pero otras cruzaron las simas
de Pangea sin invitación. Estos bichos suponen para nosotros un muy
interesante grupo de animales, porque, mientras puede afirmarse que
los organismos de corral triunfaron en ultramar gracias a que los euro-
peos trabajaron para que tuvieran éxito (cosa no exactamente cierta,
pero que aceptaremos como argumento por ahora), nadie plantearía
que las ratas, por ejemplo, tuvieran éxito porque los colonos desearan
tenerlas como vecinas. Muy al contrario, los neoeuropeos hicieron es-
fuerzos tremendos para exterminarlas. Si prosperaron en las Nuevas
Europas, hay que suponer que las fuerzas que alentaron el éxito de
las criaturas del Viejo Mundo fueron verdaderamente poderosas.
En realidad, la rata común europea son dos: la negra y la parda,
la primera más pequeña y mejor trepadora, y más grande, fiera y
mejor excavadora la segunda. La rata mencionada en las fuentes co-
loniales probablemente sea la primera (a menudo llamada rata de
barco) en la mayoría de las ocasiones, pero las crónicas sólo hablan
de «ratas». Cualquiera de los animales, o ambos, servirán a nuestro
propósito, de manera que utilizaremos simplemente una palabra para
denominarlos. Para complicar más las cosas, el español colonial solía
utilizar la misma palabra para designar a ratas y ratones.
Las ratas embarcaron como polizones con los ibéricos allí adonde
fueran en América, pero los informes de los conquistadores omiten
toda referencia a ellas. Sin embargo, algo sabemos sobre sus primeros
años en la costa del Pacífico de Sudaméríca, gracias (como en el caso
de las malas hierbas) a Bernabé Cobo y a Garcilaso de la Vega. Había
varias especies autóctonas de roedores en Perú y en Chile, pero nin-
guna con la capacidad de la rata emigrada para adaptarse a las for-
mas de la civilización europea. Fue sin duda esta última la que pro ta-

71. Grane, Honey, pp. 68-70.


72. Trollope, Australia, p. 211.
73. Crane, Honey, pp. 116-139.
Í.O.N ANÍMAl.liS

gollizo las tres plagas de ratas (y de ratones también) que asolaron


Perú entre la llegada de Pizarro y 1572. «... criándose innumerables
dellos —decía Garcilaso de la Vega—, corrían mucha tierra, y destru-
yan los campos, assí las sementeras como las eredades con todos los
árboles frutales, que desde el suelo hasta los pimpollos se rayan las
cortezas.» Después quedaron tantas en la costa «que ningún gato
74
osaba mirarles a la cara». Ratas y/o ratones (posiblemente autócto-
nos, probablemente importados) asolaron Buenos Aires casi desde sus
mismos comienzos como lugar viable de asentamiento, pululando en-
tre los viñedos y los trigales. Los colonos invocaron a san Simón y a
san Judas en busca de la intercesión divina y celebraron misas implo-
rando la gracia. Doscientos años más tarde, a comienzos del siglo xix,
las ratas eran tan numerosas que por la noche la gente tropezaba con
ellas en las calles: «En todas las casas pululan las ratas, y los grane-
ros rebosan. En realidad, el incremento de estas especies parece ha-
berse mantenido al ritmo del del ganado govino en aquellas re-
73
giones».
Las ratas inmigrantes casi acabaron con James town, en Virginia.
En 1609, cuando la colonia apenas contaba con dos años de existen-
cia., los habitantes se encontraron con que sus reservas de alimentos
habían sido consumidas por «los muchos miles de ratas» de los bar-
cos ingleses. Los colonos se vieron forzados a depender, por una parte,
de sus propias menguadas habilidades como cazadores, pescadores y
agricultores para obtener comida, y, por otra, de la generosidad de
76
los amerindios. Aproximadamente por la misma época, los franceses
de Port Roy al, en Nueva Escocia, estaban manteniendo una batalla

74. Obras de Bernabé Cobo, vol. I, pp. 350-352; Garcilaso de la Vega, Royal
Commentaries of the Incas and General History of Perú, trad. inglesa de
Harold V. Livermore, University of Texas Press, Austin, 1966, vol. I, pp.
589-590. (Versión original castellana: Comentarios reales, primera parte, Pedro
Crasbeek, Lisboa, 1609, p. 247.)
75. Acuerdos del Extinguido Cabildo de Buenos Aires, serie I, Talleres
Gráficos de la Penitenciaría Nacional, Buenos Aires, 1907-1934, vol. I, p. 96;
vol. I I , p. 406; vol. I I I , p. 374; vol. IV, pp. 7677; Alexander Gillespie, Glean-
ings and Remarks Collected During Many Months of Residence in Buenos Aires,
B. Dewirst, Leeds, 1818, p. 120,
76. John Smith, ,4 Map of Virginia with a Description of the Country,
Joseph Banks, Oxford, 1612, pp. 86-87. Para una historia de las pobres Bermu-
das y las ratas, véase Travels and Works of Captain John Smith, Edward Arber,
ed., Burt Franklin, Nueva York, s. f., vol. I I , pp. 658-659.
216 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

con multitud de ratas que también ellos debieron haber introducido


inadvertidamente. Los amerindios de las cercanías fueron igualmente
víctimas, pues se vieron acosados por este tipo completamente nuevo
de bicho de cuatro patas que iba a «comer o a succionar sus aceites
77
de pescado».
Pasó tres cuartos de lo mismo en los primeros tiempos de Sydney.
En 1790, las ratas {podría suponerse que fueran marsupiales autóc-
tonos, pero casi con toda segundad fueron roedores que los colonos
llevaron consigo) invadieron los almacenes de comida y también los
huertos. El gobernador estimó que fueron la causa de la pérdida de
75
«más de 12.000 weight» de harina y de arroz. Y las ratas seguían
llegando. A principios del siglo xix, un periódico tasmano anunciaba
lúgubremente que «el número de ratas que abandonan el barco de
79
los convictos fondeado en la bahía debe verse para creerse». Actual-
mente, las ratas del Viejo Mundo infestan los puertos y las vías de
agua australianos e incluso han abandonado la compañía humana para
hacerse salvajes en los matorrales, volviendo a un modo de vida que
80
habían ido practicando con escaseces durante miles de años,
Los neoeuropeos no introdujeron las ratas a propósito, y han gas-
tado millones y millones de libras, dólares, pesos y otras monedas
p a r a interrumpir su expansión; generalmente en vano. Lo mismo es
cierto para otros diversos bichos de las Nuevas Europas, los cone-
jos, p o r ejemplo. Esto parece indicar que los seres humanos fueron
raramente dueños de los cambios biológicos que desencadenaron en
las Nuevas Europas. Se beneficiaron de la gran mayoría de estos cam-
bios, pero se beneficiasen o no, su papel fue a menudo no tanto cues-
tión de arbitrio y de elección como de dejarse arrastrar río abajo por
la corriente que desencadena un dique reventado.

¿Hubo animales de las Nuevas Europas que pulularan por Europa


y el Viejo Mundo? ¿Fue el intercambio de algún modo equitativo?
La respuesta, que el lector ya debe estar esperando a estas alturas, es
no. El pavo americano sí que llegó al Viejo Mundo, pero no se hizo
salvaje y no pululó como las langostas sobre la faz de África y Eura-

77. Marc Lescarbot, The History of New France Champlain Society, Toion-
t

to, 1914, vol. I I I , pp. 226-227.


78. Historical Records of Australia, serie I, vol. I, pp, 143-144.
79. Rolls, Tbey All Ran Wild, p . 330.
80. «Mammals, Introduced», Australian Encyclopedia, vol, IV, p. 111.
LOS ANIMALES 217

sia. En gran parte cíe Gran Bretaña, las relativamente graneles y agre¬
sivas ardillas grises norteamericanas han sustituido a la ardilla colo-
rada del Viejo Mundo, diezmada a principios de este siglo por una
epidemia desconocida. Y el ratón almizclero americano, liberado por
primera vez en Bohemia en 1905, se ha difundido ampliamente desde
entonces, ayudado por otras introducciones nocivas. Hacia 1960, su
zona de dominio se extendía desde Finlandia y Alemania hasta las
cabeceras de diversos afluentes del río Ob, a gran distancia hacia el
31
este. A pesar de todo, no ha ocurrido nada en eí Viejo Mundo que
se parezca al diluvio de animales domésticos del Viejo Mundo que se
hicieron fieros en las Nuevas Europas. El intercambio de animales,
mansos, fieros o salvajes, entre el Viejo y el Nuevo Mundo fue tan
unidireccional como el intercambio de malas hierbas, y Australia no
parece haber hecho contribución alguna de importancia a Europa en
este sentido. Como en el caso de las malas hierbas, las razones serán
expuestas en el capítulo 11.

En una canción folklórica norteamericana de la frontera, una tal


Sweet Betsy, de Pike Country, Missouri, atraviesa las montañas, pro-
bablemente las Rocosas o las Sierras, «con su amante, Ike, con dos
yuntas de bueyes., un gran perro amarillo, un gran gallo cochinchino y
82
un cerdo moteado». Betsy era heredera de una tradición muy anti-
gua de agricultura mixta, y, aunque podría argüirse que sus bueyes
estaban castrados y el resto de los animales no tenían pareja, no fue
el grupo de Betsy el único en cruzar las montañas; vagones de tren
llevaron toros y vacas, además de gallinas, perros y cerdos de géneros
opuestos a los animales de la chica. (La propia Betsy tuvo la previsión
de llevarse a Ike,) La pauta, en el lado más lejano de las montañas,
sería la rápida propagación de las especies de colonización. Betsy no
se fue como una emigrante aislada, sino formando parte de una ava-
lancha que gruñía, mugía, relinchaba, cacareaba, gorjeaba, refunfu-
ñaba, zumbaba, se autorreproducía y alteraba el mundo.

81. Paul L, Errington, Muskrat Population, Iowa University Press, Ames,


1963, pp. 475-481; véase también Hans Kampmann, Der Waschbar, Vcrlag Paul
Parey, Hamburgo, 1975.
82. Albert B. Friedman, ed., The Penguin Book of Folk Ballads of ¿he
English-speaktng World, Penguin Books, Harmondsworth, 1976, pp. 432-434.
9. LAS ENFERMEDADES

La colonia de una nación civilizada que toma pose-


sión ya sea de un vasto territorio, o de uno con
tan escasa población que los nativos dejen fácilmen-
te lugar a los nuevos pobladores, avanza más de-
prisa hacia la riqueza y la grandeza que cualquier
otra sociedad humana.

ADAM S M I T H , Investigación sobre la


naturaleza y causas de la riqueza ( 1 7 7 6 )

Los gérmenes del Viejo Mundo eran entes con un tamaño, un


peso y una masa iguales a Sweet Betsy, su Ike y sus animales; los
gérmenes requerían un medio de transporte a través de los océanos,
y los marinbeiros se lo proporcionaron involuntariamente. Una vez
desembarcados y alojados en los cuerpos de nuevas víctimas en nuevas
tierras, su índice de reproducción (con una frecuencia de incluso vein-
te minutos) les permitió superar a todos los inmigrantes de mayor
tamaño en la rapidez de su incremento y la velocidad de su expansión
geográfica. Los agentes patógenos figuran entre los organismos más
«agrestes». Hemos de examinar las historias coloniales de los agentes
patógenos del Viejo Mundo, porque su éxito proporciona el ejemplo
más espectacular del poder de las realidades biogeogtáficas que sub-
yacen al éxito del imperialismo europeo en ultramar. Fueron sus gér-
menes, y no los propios imperialistas, con toda su brutalidad e insen-
sibilidad, los principales responsables del arrínconamiento de los
indígenas y de la apertura de las Nuevas Europas hacia el relevo
demográfico.
Hasta hace poco, los cronistas de la historia humana ignoraron a
LAS ENFERMEDADES j(

los gérmenes, y en su mayor parte creyeron que las enfermedadc, * ¡»i


démicas tenían un origen sobrenatural, algo que debía sobrelleva!im-
piadosamente, pero sobre lo que raramente se hacía una crónica deta-
llada, Por tanto, la historia epidemiológica de las colonias europeas
del otro lado de las simas de Pangea es como un rompecabezas de
10.000 piezas del cual sólo tuviéramos la mitad: suficiente para ha-
cernos una idea del tamaño del original y de sus características prin-
cipales, pero no lo bastante como para una recomposición clara. La-
mentamos la dispersión de nuestra información; pero es tal su cantidad
y tan claro el paralelo que puede establecerse respecto a las experien-
cias modernas de lo que ocurre a los pueblos aislados cuando se ven
forzados a integrarse en la comunidad mundial, que no podemos dudar
de su validez general. Antes de atender a la historia de los agentes
patógenos en las Américas y en Australia, echaremos una ojeada a
unos cuantos ejemplos recientes de lo que la ciencia llama «epidemias
en terreno virgen» (rápida dispersión de agentes patógenos entre gen-
tes que nunca habían estado infectadas anteriormente). Así nos fami-
liarizaremos con las potencialidades de una catástrofe epidemiológica.
Cuando en 1943 el avance de la autopista de Alaska expuso a los
amerindios del lago Teslin a un mayor contacto con el mundo exte-
rior, experimentaron en un año epidemias de sarampión, rubéola, di-
sentería, ictericia, tos ferina, paperas, amigdalitis y meningitis me-
ningocócica. Cuando en 1952 los esquimales y los amerindios de la
Bahía de Ungava, al norte de Quebec, padecieron una epidemia de
sarampión, el 99 por 100 enfermó, y alrededor del 7 por 100 murió
a pesar de que algunos disfrutaron de los beneficios de la medicina
moderna. En 1954, brotó una epidemia de la misma infección «me-
nor» entre los pueblos del lejano Parque Nacional de Xingu, en
Brasil. El índice de mortalidad fue del 9,6 por 100 entre los afectados
que recibieron tratamiento médico moderno, y del 26,8 por 100 entre
los que no lo recibieron. En 1968, cuando los yanomamos de la fron-
tera de Brasil con Venezuela se vieron afectados por el sarampión,
murió del 8 al 9 por 100 a pesar de la disponibilidad de algunas me-
dicinas y tratamientos modernos. Los kreen-akorores de la cuenca
amazónica, que tomaron contacto con la civilización por primera vez
algunos años después, perdieron al menos al 15 por 100 de sus gen-
1
tes en un solo brote de gripe común. Es evidente que cuando cesa

1. Alfred W. Crosby, «Virgin Soil Epidemics as a Factor in the Aboriginal


220 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

el aislamiento, empieza la diezma; de ahí la razonable creencia de los


yapomamos de que «los hombres blancos provocan la enfermedad;
si los blancos no hubieran existido nunca, tampoco hubiera existido
2
nunca la enfermedad».
El aislamiento de los indígenas de las Américas y de Australia
respecto a los gérmenes del Viejo Mundo fue absoluto antes de las
últimas centurias. No solamente muy poca gente de cualquier origen
había atravesado los océanos, sino que aquellos que lo hicieron o
estaban sanos o morían en el camino, llevando consigo sus agentes
patógenos. Por supuesto, los indígenas no carecían de sus propias in-
fecciones. Por lo menos, los amerindios contaban con la pinta, la fram-
besia, la sífilis venérea, la hepatitis, la encefalitis, la polio, algunas
variedades de tuberculosis (no las relacionadas generalmente con las
afecciones pulmonares), y parásitos intestinales, pero al parecer no
habían tenido ninguna experiencia con enfermedades del Viejo Mun-
do tales como la viruela, el sarampión, la difteria, el tracoma, la tos
ferina, la varicela, la peste bubónica, la malaria, las fiebres tifoideas,
el cólera, la fiebre amarilla, el dengue, la escarlatina, la disentería
3
amébica, la gripe y una serie de infestaciones helmínticas. Los abo-
rígenes australianos tenían sus propias infecciones —entre ellas el
tracoma—, pero de todos modos la lista de infecciones del Viejo
Mundo con las que no estaban familiarizados antes de Cook proba-
blemente fuera similar a la lista de depredadores de amerindios. Vale
la pena señalar que en épocas tan tardías como la década de 1950,
resultaba difícil obtener un cultivo de estafilococos entre los aboríge-

a
Dcpopulation in America», William and Mary Quarterly, 3. serie, 33 (abril
de 1976), pp. 293-294.
2. Donald Joralemon, «New World Depopulation and the Case of Disease»,
Journal of Anthropological Research, 38 (primavera de 1982), p. 118.
3. Es, por supuesto, una cuestión ambigua y controvertida. Véase Calvin
Martin, Keepers of the Game, Indian-Animal Relationships and the Fur Trade,
University of California Press, Berkeley, 1978, p. 48; William Denevan, «Intro-
ducción», The Native Population of the Américas in 1492, William Denevan, ed.,
University of Wisconsin Press, Madison, 1976, p. 5; Marshall T. Newman, «Abo-
riginal New World Epidemiology and Medical Care, and the Impact o£ Oíd
World Disease Imports», American Journal of Physical Anthropology, 45 (no-
viembre de 1976), p. 671; Henry F, Dobyns, Their Number Become Tkinned,
Native American Population Dynamics in Eastern North America, University of
Tennessee Press, Knoxville, 1983, p. 34.
LAS ENFERMEDADES 22\

4
nes que vivían en ambientes estériles del desierto australiano central.
Aparecen indicios de la vulnerabilidad de amerindios y aborígenes
australianos a las infecciones del Viejo Mundo casi inmediatamente
después de la intromisión de los blancos. En 1492, Colón raptó a
cierto número de nativos de las Indias Occidentales para formarlos
como traductores y para mostrarlos al rey Fernando y a la reina Isa-
bel. Algunos murieron, al parecer, a lo largo de la tempestuosa tra-
vesía hacia Europa, con lo que a Colón sólo le quedaron siete para
exhibir en España, junto a algunos dijes de oro, galas de los arawak
y unos cuantos loros. Cuando menos de un año después regresó a
aguas americanas, solamente dos de aquellos siete estaban aún con
5
vida. En 1495, Colón, en busca de un artículo de las Indias Occi-
dentales que pudiera venderse en Europa, envió al otro lado del At-
lántico a 550 amerindios, de entre doce y treinta y cinco años de edad
aproximadamente. Doscientos murieron en el azaroso viaje; 350 so-
brevivieron para ser puestos a trabajar en España. La mayoría de ellos
6
murió pronto «porque la tierra no les convenía».
Los británicos no embarcaron nunca grandes cantidades de abo-
rígenes australianos hacia Europa como esclavos, sirvientes o cualquier
otra cosa, pero en 1792 navegaron hasta Inglaterra dos aborígenes,
Bennilong y Yemmerrawanyea, con todos los honores de dos animales
domésticos. A pesar de lo que podemos suponer que fue un buen

4. Ronald M. Berndt y Catíherine H, Berndt, The World of the First Aus-


traliana, Angus & Robertson, Londres, 1964, p. 18; Peter M. Moodie, Aboriginal
Health, Australian National University Press, Gamberra, 1973, p. 29; A. A. Abbic,
«Physical Changes in Australian Aborigines Consequent Upon European Contact»,
Oceania, 31 (diciembre de 1960), p. 140.
5. Bartolomé de las Casas, Historia de las Indias, Agustín Millares Cario,
zá., Fondo de Cultura Económica, México, 1951, vol. I, p. 332; Joumals and
Other Documents of the Life and Voyages of Christopher Colutnbus, trad. in-
glesa de Samuel Eliot Morison, Heritage Press, Nueva York, 1963, pp, 68, 93;
The Four Voyages of Christopher Columbas, trad. inglesa de J. M. Cohén,
Penguin Books, Baltimore, 1969, p. 151. (Versión original castellana: Los cuatro
6
viajes del Almirante y su testamento, Espasa-Calpe, Madrid, 1977 .) Para cifras
sensiblemente distintas, véase Pedro Mártir de Anglería, De Orbo Novo, trad.
inglesa de F. A. MacNutt, Putnam, Nueva York, 1912, vol. I, p. 66; Andrés
Bernáldez, Historia de los Reyes Católicos Don Fernando y Doña Isabel, en Cró-
nicas de los Reyes de Castilla desde Don Alfonso el Sabio, hasta los Católicos
Don Fernando y Doña Isabel, M. Rivadeneyra, Madrid, 1878, vol. I I I , p. 660.
6. Bernáldez, Historia de los Reyes Católicos, vol. I I I , p. 668; Joumals
and Other Documents of Columbus, pp. 226-227.
222 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

trato, no reaccionaron mejor que los primeros amerindios en España.


Bennílong desfalleció y se extinguió con indicios de una infección
pulmonar, pero aún sobrevivió para regresar a su hogar. Su compa-
ñero sucumbió a la misma infección (tal vez tuberculosis, muy exten-
dida en la Europa occidental a finales del siglo xvm) y fue enterrado
bajo una losa que rezaba «En memoria de Yemmerrawanyea, un na-
tivo de Nueva Gales del Sur que murió el 18 de mayo de 1794, a los
7
19 años de edad».
Tenemos alguna idea sobre el origen de la morbilidad y la morta-
lidad de los aborígenes australianos: la infección pulmonar. Pero, ¿qué
mató a los arawak en 1493 y en 1495? ¿Los malos tratos? ¿El frío?
¿El hambre? ¿La sobreexplotación? Sí, y sin lugar a dudas, pero,
¿puede ser esta toda la respuesta? Sin duda, Colón no quiso matar a
sus intérpretes, y ni los traficantes ni los propietarios de esclavos te-
nían interés alguno en exterminar sus propiedades. Parece que todas
o casi todas estas víctimas fueron jóvenes adultos, normalmente los
miembros más resistentes de una especie (excepto a infecciones des-
conocidas). El sano y robusto sistema de inmunidad de los mejores
años de un individuo puede reaccionar, ai ser confrontado con inva-
sores de los que no tenía precedentes, sofocando las funciones norma-
8
les del cuerpo con inflamaciones y edemas. Los candidatos más pro-
bables a ocupar el papel de exterminadores de los primeros amerin-
dios en Europa eran aquellos que matarían a tantos arawak en las
9
décadas posteriores: los agentes patógenos del Viejo Mundo.
Volveremos ahora a las colonias, pero evidentemente no podemos
incluir en el marco de este capítulo ni siquiera una historia epidemio-
lógica superficial de todas las colonias europeas de ultramar, ni tan
siquiera de las Nuevas Europas. Nos limitaremos a las peregrinacio-
nes de un agente patógeno del Viejo Mundo en las colonias, el más

7. Louis Becke y Walter Jeffery, Admiral Philip, Fisher &c Unwin, Lon-
dres, 1909, pp. 74-75,
8. Macfarlane Burnet y David O. White, Natural History of Infectious
Disease, Cambridge University Press, 1972, p. 100.
9. Existen muchas historias como esta. Por ejemplo, Jacques Cartier regresó
a Francia del viaje que realizó en. 1534 al Canadá con diez amerindios a bordo.
En siete años todos habían muerto de enfermedades europeas, salvo uno, una
chica joven. Véase Bruce G. Trigger, The Chitaren of Aataentsic, A History of
the Hurón Pcopie to 1660, McGill-Queen's University Press, Montreal, 1976,
vol. I, pp. 200-201.
LAS ENFERMEDADES

espectacular, el virus de la viruela, La viruela, infección que norimil


mente se transmitía de víctima en víctima mediante el aliento, luc
una de las más contagiosas de todas las enfermedades y una de las
10
más mortíferas. Era una infección humana ya antigua en el Viejo
Mundo, pero raramente llegó a revestir una crucial importancia en
Europa hasta que se declaró en el siglo XVL Durante los 250 o 300
años que siguieron —hasta el advenimiento de la vacuna— fue jus-
tamente eso, de crucial importancia. Alcanzó su apogeo en la primera
década del siglo x v m , momento en que se la debía responsabilizar de
entre el 10 y el 15 por 100 de todas las muertes en algunas naciones
occidentales a comienzos de siglo, Significativamente, el 80 por 100
de sus víctimas tenía menos de 10 años, y el 70 por 100 menos de
dos años de edad. En Europa, era la peor de las enfermedades infan-
tiles. La mayoría de los adultos, especialmente los de las ciudades y
los puertos, la habían padecido y eran inmunes. En las colonias afectó
a los indígenas, jóvenes y viejos, y fue la peor de todas las enfer-
11
medades.
La viruela cruzó por primera vez las simas de Pangea —concreta-
mente a la isla de La Española— a finales de 1518 o comienzos de
1519, y durante los cuatro siglos siguientes desempeñaría un papel
tan esencial en el avance del imperialismo blanco en ultramar como
la pólvora. Quizás un papel más importante, porque los indígenas
hicieron que los mosquetes, y después los rifles, se volvieran contra
los intrusos, pero la viruela luchó muy raramente del lado de los in-
dígenas. Normalmente los intrusos eran inmunes a ella así como a
otras enfermedades infantiles del Viejo Mundo, la mayoría de las
cuales eran nuevas al otro lado de los océanos. La enfermedad exter-
minó rápidamente a un tercio o a la mitad de los arawak de la Espa-
ñola, y casi inmediatamente saltó los estrechos hasta Puerto Rico y
el resto de las Grandes Antillas, protagonizando devastaciones simi-

10. Me referiré siempre a la normalmente fatídica viruela aguda. La viruela


menor, más leve, no se dio hasta muy avanzado el siglo xix. Donald R. Hopkins,
Punces and Ve as anís, Smallpox in History, University of Chicago Press, 1983,
pp. 5-6.
11. Michael W. Flinn, The Buropean Demographic System, 1500-1800,
John Hopkins Press, Baltimore, 1981, pp, 62-63; Ann G. Carmichael, «Infection,
Hidden Hunger, and History», Hunger and History, The Impact of Changing
Food Production and Consumption Patterns on Society, Robert I. Rotberg y
Theodore K. Rabb, eds., Cambridge University Press, 1985, p. 57.
224 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

lares. Cruzó de Cuba a México y alcanzó a las tropas de Cortés en la


persona de un soldado negro enfermo, uno de los pocos invasores que
no eran inmunes a la infección. La enfermedad exterminó a una alta
proporción de aztecas, y abrió el camino a los extranjeros hacia el
corazón de Tenochtitlán y la fundación de Nueva España. En su
carrera al frente de los conquistadores, pronto aparecería en Perú
donde mataría a una gran proporción de subditos del Inca, al propio
Inca y al sucesor que había elegido. A ello siguió la guerra civil y el
caos, momento en el que llegó Francisco Pizarro, El milagroso triunfo
de este conquistador, y de Cortés, a quien con tanto éxito emuló, se
12
debió en buena parte a los triunfos del virus de la viruela.
Ésta, que fue la primera pandemia registrada en el Nuevo Mundo,
pudo haber alcanzado las Nuevas Europas americanas. La población
amerindia era más densa entonces que siglos después, y totalmente
susceptible a la viruela. A principios del siglo xvi los miembros de
la tribu calusa cruzaban a menudo de Florida a Cuba en sus canoas
para comerciar, y seguramente pudieron llevar consigo la viruela a
sus tierras del continente; también los pueblos que rodeaban el Golfo
de México mantenían contactos por lo menos esporádicos entre sí
desde zonas donde la enfermedad era corriente y regiones densamente
pobladas de lo que actualmente es la parte sudoriental de los Es-
tados Unidos. El Mississíppi, bordeado por pueblos que raramente
distaban más de un día de viaje desde sus orillas, al menos hasta el
Ohio al norte, podría haber abierto las puertas del interior del conti-
nente a la enfermedad. En el caso de la pampa, la pandemia se difundió
seguramente a través del Imperio Inca hasta la actual Bolívia, y desde
allí se diseminaron asentamientos fácilmente intercomunicados por
todo el Paraguay, siguiendo el curso descendente del Río de la Plata y
el de sus afluentes. La viruela pudo estar extendida desde los Grandes
13
Lagos hasta la pampa en las décadas de 1520 y 1530.
La viruela es una enfermedad con botas de siete leguas. Sus efec-
tos son terroríficos: la fiebre y el dolor; la pronta aparición de pústu-

12. Alfred W. Crosby, The Columbian Exchange, Biological and Cultural


Consequences of 1492, Greenwood Press, Westport, Conn., 1972, pp. 47-58.
13. Harold E. Driver, Indians of North America, University of Chicago
Press, 1969, mapa 6; Jane Pyle, «A Reexaminaron of Aboriginal Population
Claims for Argentina», The Native Population of the Americas in 1492 William
Denevan, ed., University of Wisconsin Press, Madison, 1976, pp. 184-204;
Dobyns, Their Number Become Thinned, p. 259.
LAS ENFERMEDADES 225

las que a veces destruyen la piel y transforman a la víctima en un


horror ensangrentado; los asombrosos índices de mortalidad hasta del
25 o el 50 por 100, o más en las peores cepas. Los sanos huyen de­
jando atrás a los enfermos frente a una muerte segura, y a menudo
portando con ellos la enfermedad. El período de incubación de la
viruela es de diez a catorce días, lo bastante para que los efímera­
mente sanos huyeran lejos a pie, en canoa o, más tarde, a caballo,
acercándose a gentes que no sabían nada sobre la amenaza que ellos
representaban; y las infectaban, con lo que otros, recientemente con­
tagiados del virus, huían a su vez para infectar a nuevos inocentes.
Para dar un ejemplo (uno preciso más que sensacional), la mayoría
de los abipones con los que vivió el misionero Martin Dobrizhoffer a
mediados del siglo x v m en Paraguay, huyó cuando apareció la vi­
ruela entre ellos, algunos alejándose hasta ochenta kilómetros. En
algunos casos, esta cuarentena mediante la huida resultó, pero a me­
14
nudo sólo sirvió para difundir la enfermedad.
La primera epidemia de viruela registrada en la Norteamérica
británica o francesa irrumpió entre los algonquinos de Massachusetts
a comienzos de la década de 1630; «Fueron arrasados poblados en­
15
teros, en algunos sólo un alma escapó a la destrucción». William
Bradford, de la plantación de Plymouth, unas cuantas millas al sur,
proporcionó algunos detalles más sobre la dureza con que se vieron
afectados los algonquinos de los alrededores, y de cómo los índices
de mortalidad podían elevarse a semejantes niveles en estas epide­
mias. De algunas de las víctimas escribió:

su decaimiento por esta enfermedad era tan general que, al final,


no eran capaces de ayudarse unos a otros, ni de encender un fuego
o ir a buscar un poco de agua para beber, ni quemar a los muertos.
Pero se esforzaban mientras podían y, cuando ya no podían procu­
rarse otro medio para hacer fuego, quemaban las bandejas y los
platos de madera en los cuales comían la carne y sus propios arcos

a
14. The Merck Manual, 12. ed., Merck Sharp & Dohme Research Labora­
tories, Rahway, N.J., 1972, pp. 37-39; Martin Dobrizhoffer, An Account of the
Abipones, an Equestrial People of Paraguay, John Murray, Londres, 1822, vol.
I I , p. 338.
15. John Duffy, «Smallpox and the Indians in the American Colonies»,
Bulletin of the History of Medicine, 25 (julio-agosto de 1951), p. 327.
226 JMIMvIU A l . I S M O l-COUHÜCO

y Hechas. Y algunos se deslizaban a gatas para obtener un poco de


6
agua, y en ocasiones morían por cl camino, incapaces de regresar.*

La enfermedad asoló Nueva Inglaterra, hacia el oeste hasta la


región del San Lorenzo y los Grandes Lagos, y de allí nadie sabe
hasta dónde. La viruela pasó una y otra vez como una sierra por
Nueva York y las zonas circundantes en las décadas de 1630 y 1640,
reduciendo la población de las confederaciones de hurones y de iro-
17
queses aproximadamente en un 50 por 100.
Después de esto parece que la viruela nunca estuvo ausente más
18
de dos o tres décadas en cada ocasión. Los misioneros, jesuitas y
menonitas, los comerciantes de Montreal y de Charleston, todos po-
drían haber contado la misma espantosa historia acerca de la viruela
y los indígenas. En 1738 aniquiló a la mitad de los cherokee, en
1759 casi a la mitad de los catawba, durante los primeros años del
siglo xix a dos tercios de los omahas y tal vez a la mitad de la pobla-
ción total comprendida entre el río Missouri y Nuevo México; en
1837-1838 casi a todos los supervivientes de los mándanos y quizás
19
a la mitad de las gentes de las altas llanuras. Todos los pueblos
europeos que establecieron asentamientos importantes en Norteamé-
rica —ingleses, franceses, holandeses, españoles y rusos— registraron,
en ocasiones con pesimismo, en ocasiones de forma exultante, los
horrores que causó la viruela al correr a rienda suelta entre los ame-
rindios que nunca antes la habían conocido.
A menudo la enfermedad se extendía mucho más allá de la fron-
tera europea, en ocasiones hasta llegar a gentes que no sabían apenas
nada acerca de los blancos invasores. La viruela alcanzó probablemen-
te la zona de Puget Sound, en la costa noroccidental del Pacífico, en
1782 o 1783, una parte del mundo tan distante de los principales
centros de población humana como ningún lugar en la tierra. Cuando
el explorador George Vancouver navegó hacia el Sound en 1793,
encontró amerindios con la cara marcada por la viruela, y huesos hu-
manos esparcidos a lo largo de la playa en Port Discovery —calaveras,

16. William Bradford, Of PlymoiUh Plantation, Samuel Eliot Morison, ed.,


Knopf, Nueva York, 1952, p. 271,
17. Trigger, Children, vol. II, pp. 588-602.
18. Dobyns, Their Number Become Thinned, p. 15.
a
19. Crosby, «Virgin Soil Epidemics», William and Mary Quarterly, 3. serie,
33 (abril de 1976), pp. 290-291.
LAS ENFERMEDADES

miembros, costillas, columnas vertebrales—; tantos, que ihilm L D I H


sación de que se trataba de «un cementerio general d e l u d o e l p . t h i l *
alrededor». Apreció que «en una época no muy remota este pata
debió estar mucho más poblado que en el presente». Era una afirma-
ción que podía haber hecho extensiva con toda precisión a la totalidad
20
del continente.
Como se ha sugerido antes, la viruela pudo llegar a la pampa ya
en la década de 1520 o 1530. En 1558 o 1560, la viruela hizo apa-
rición de nuevo (o por primera vez) en los pastizales del Río de la
Plata y mató, dice un informe basado en rumores, «a más de .100.000
21
indios». Solamente disponemos de una fuente a este respecto, pero
la explosión de viruela en Chile y en Paraguay más o menos por las
mismas fechas y en Brasil desde 1562 hasta 1565, que mató a multi-
tudes de indios, respalda sólidamente esta apreciación sobre la en-
22
fermedad que afligió a las gentes del curso bajo el Río de la Plata.
Desde las últimas décadas del siglo xvi y en plena segunda mitad
del siglo xix, la viruela asoló las estepas del sur y sus zonas adyacen-
tes una y otra vez, al parecer irrumpiendo cada vez que habían nacido
suficientes individuos vulnerables desde la última epidemia como para
dar soporte a una nueva. El siglo x v n se inauguró con una petición
del gobierno de Buenos Aires a la corona española para importar más
esclavos negros, ya que la viruela había aniquilado a muchos amerin-
dios. Esta ciudad por sí sola padeció al menos cuatro epidemias de
viruela en menos de cien años (1627, 1638, 1687 y 1700), a las cua-
les siguieron muchas otras a lo largo de los dos siglos posteriores. La
primera referencia sólida a la enfermedad en Rio Grande do Sul no

20. Richard White, Land Use, Environment, and Social Change. The Shap-
ing of Island County, Washington, University of Washington Press, Seattle,
1980, pp, 26-27; Robert H. Ruby y John A. Brown, The Chinook Indians, Tra-
ders of the Lower Columbio, River, University of Oklahoma Press, Norman,
1976, p. 80.
21. Juan López de Velasco, Geografía y descripción universal de las Indias
desde el año de 1571 al de 1574, Establecimiento Tipográfico de Fortanet, Ma-
drid, 1894, p. 552.
22. Pedro Lautaro Ferrer, Historia general de la medicina en Chile, I,
Desde 1535 hasta la inauguración de la Universidad de Chile en 1843, Talca de
J. Martín Garrido C , Santiago de Chile, 1904, pp. 254-255; José Luis Molinari,
Historia de la medicina argentina. Imprenta López, Buenos Aires, 1937, p. 98;
Dauril Alden y Joseph C. Miller, «Unwanted Cargoes», manuscrito no publicado,
Universidad de Washington, Seattle.
228 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

aparece hasta 1695, pero esta lluvia de fuego debió asolar la provin-
cia, porque era contigua tanto a la zona portuguesa como a la espa-
ñola y en ambas las epidemias habían prendido una y otra vez, mucho
23
antes de finales del siglo x v n .
Los índices de mortalidad podían llegar a ser muy altos. En 1729,
dos religiosos, Miguel Ximénez y un sacerdote llamado Cattaneo, sa-
lieron de Buenos Aires en dirección a las misiones de Paraguay acom-
pañados por 340 guaranís. Tras remontar durante ocho días el curso
del Río de la Plata, la viruela apareció entre estos últimos. Excepto
cuarenta, todos contrajeron la infección, y ésta hizo estragos durante
dos meses, al cabo de los cuales 121 se encontraban convalecientes
y 179 habían muerto. Los jesuitas, los más aficionados a la precisión
de las cifras, calcularon que habían muerto 50.000 en las misiones
paraguayas durante la viruela de 1718, 30.000 en los poblados gua-
ranís en 1734, y 12.000 en 1765. ¿Sobre cuánta población de riesgo?
Tendremos que dejar esta cuestión para los historiadores de la de-
24
mografía.
Nunca sabremos cuántos murieron entre las tribus que vagaban
por la pampa. Su capacidad para huir a corto plazo debió salvarlas de
algunas epidemias, pero cuanto más tiempo evitaran la infección, más
devastador sería su impacto cuando se vieran afectadas. Como ejem-
plo valga el de los chechehetes, uno de los pueblos más numerosos
de los pastizales en 1700, y por tanto una tribu que probablemente
se habría zafado de las peores epidemias. Cuando esta tribu contrajo
la viruela cerca de Buenos Aires a principios del siglo XVIII, casi fue
aniquilada. Los chechehetes intentaron alejarse del peligro, lo que
en esta ocasión sólo consiguió incrementar sus bajas: «Durante el
viaje dejaban diariamente tras de sí a sus amigos y parientes enfermos,
abandonados y solos, sin más asistencia que la de una piel erigida con-

23. Roberto H. Marfany, El indio en la colonización de Buenos Aires, Talle-


res Gráficos de la Penitenciaría Nacional de Buenos Aires, Buenos Aires, 1940,
p. 24; Molínari, Historia de la medicina argentina, pp. 98-99; Pedro León
Luque, «La medicina en la época hispánica», Historia general de la medicina
argentina, Direción General de Publicaciones, Córdoba, 1976, pp. 50-51; Elíseo
Cantón, Historia de la medicina en el Río de la Plata, Imp. G. Hernández y
Galo Sáez, Madrid, 1928, voL I, pp. 369-374; Alden y MíUer, «Unwanted Car-
gues».
24. Rafael Schiaffino, Historia de la medicina en el Uruguay, Imprenta
Nacional, Montevideo, 1927-1952, vol. I, pp, 416-417, 419; Dobrizhoffer, Abi-
pones ¡ p, 240,
L A S E N F E R M E D A D E S 229

tra el viento, y una jarra de agua». Llegaron incluso a matar a sus pro-
pios chamanes «para ver si por este medio cesaba el malestar». Los
chechehetes no se recuperaron nunca como pueblo autónomo. Hacia
finales de siglo, incluso su lengua había desaparecido. Actualmente
nos quedan quince de sus palabras y algunos topónimos, casi tanto
25
como lo que nos queda de la lengua de los guanches.
Esta enfermedad siguió diezmando periódicamente las tribus de
la pampa, situación a la que sólo pondría fin la difusión de la vacuna
y la destrucción, encarcelamiento o expulsión de los últimos pueblos
de la estepa argentina. El doctor Eíiseo Cantón, médico científico e
historiador de la medicina argentina, afirmó categóricamente que el ex-
terminio de la fuerza efectiva de los amerindios de la pampa no se de-
26
bió al ejército argentino y a sus Remingtons, sino a la viruela.
La historia médica de Australia comienza con la viruela, o algo
muy similar. La Primera Flota llegó al puerto de Sydney en 1788,
Durante algún tiempo, la incidencia de problemas de infecciones, ya
fuera sobre los mil colonos como sobre los aborígenes, fue escasa. El
escorbuto causaba trastornos a los pobladores, pero aun así dieron a
27
luz cincuenta y nueve niños en febrero de 1790. Los aborígenes eran
gente sana, al menos por lo que pudieron ver los ingleses. Más tarde,
en abril de 1789, los ingleses empezaron a encontrar cuerpos de abo-
rígenes muertos en las playas y en las rocas de los alrededores del
puerto. La causa fue un misterio hasta que acudió a la población una
familia de aborígenes con casos activos de viruela. En febrero, un
aborigen que se había recuperado de la enfermedad dijo a los blancos
que una buena mitad de sus compañeros había muerto en los contor-
nos de Sydney y que muchos otros habían huido, portando la infec-
28
ción consigo. Los enfermos que quedaban atrás raramente lograban

25. Thomas Falkner, A Description of Patagonia, Armann de Armann,


Chicago, 1935, pp. 98, 102-103, 117; Handbook of South American Indians, Ju-
lián H, Steward, ed., United States Government Printing Office, Washington,
D.C., 1946-1959, vol. VI, pp. 309-310; véase también Guillermo Fúrlong, Entre
las pampas de Buenos Aires, Talleres Gráficos San Pablo, Buenos Aires, 1938,
p. 59.
26. Cantón, Historia de la medicina, vol. I, pp, 373-374.
27. Commonwealth of Australia, Historical Records of Australia, serie I,
Govemors' Dispatches to and From Englafid, The Library Committee of the
Commonwealth Parliament, 1914-1925, vol. I, pp. 63, 144¬
28, Historical Records of Australia, serie I, vol. I, p, 159; J. IL L Cump-
230 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

sobrevivir mucho tiempo y perecían por falta de agua y alimentos.


Según John Hunter:

Algunos han sido encontrados sentados en cuclillas, con la ca-


beza reclinada sobre las rodillas; otros estaban apoyados contra una
roca, con la cabeza descansando sobre ella; yo mismo vi a una mujer
sentada en el suelo, con las rodillas levantadas hasta los hombros, y
29
la cara sobre la arena entre los pies.

La enfermedad se propagó a gran distancia siguiendo el litoral y


penetrando hacia el interior; causó estragos durante un período inde-
terminado, y trilló a la población nativa una y otra vez. Atravesó las
Montañas Azules, atacó a los aborígenes que habitaban a lo largo del
curso de los ríos interiores mucho antes de que vieran a los blancos,
y después fluyó a través de los pueblos ribereños hasta el mar; así fue
como despobló casi por completo las orillas del Río Murray en más de
1,600 kilómetros. Decenas de años después seguían apareciendo abo-
rígenes viejos con señales y cicatrices de la enfermedad por todas par-
tes en los profundos hinterlands de Nueva Gales del Sur, Victoria y
Australia del Sur. La pandemia pudo incluso haber alcanzado las costas
occidental y nororiental del continente. Nada podía pararla mientras
30
hubiese aborígenes frescos a los que infectar. Durante el siglo xix,
tres veces volvió la viruela a extenderse ampliamente entre los aborí-
genes, pero sin duda la primera pandemia fue por sí sola el mayor
trauma demográfico que jamás hayan recibido los pueblos nativos aus-
tralianos. Según Edward M. Curr, el gran experto en aborígenes
australianos del siglo xix,-podría haber matado a un tercio de su po-
blación; solamente se librarían las tribus del cuarto noroccidental del
continente, que no recibieron su dosis de viruela y sus correspondien-
31
tes efectos devastadores hasta 1845 y posteriormente. Durante gene-

ston, History of Small-pox in Australia, 1788-1900, Commonwealth of Aus-


tralíí^Quarantine Service, publicación n.° 3, 1914, p . 164.
29. John Hunter, An Histórica! Journal at Sydney and at Sea, Angus &
Robertson, Sydney, 1968, p. 93.
30. Cumpston, History of Small-pox in Australia, pp. 3, 7, 147-148, 160;
Peter M. Moodie, Aboriginal Health, Australian National University Press, Cam-
berra, 1973, pp. 156-157; Edward M. Curr, The Australian Race, John Fetres,
Melbourne, 1886, vol. I, pp. 213-214.
31. Curr, Australian Race, vol. I, pp. 214, 226-227.
LAS ENFERMEDADES

raciones los aborígenes se estremecerían siempre al hablar de la vhnr-


la, y expresarían un «horror genuino, como es imposible que extraían
cualquier otro mal de su impasibilidad inherente». En 1839, cuando
se preguntaba a los ancianos de las tribus de Yarra, Goulburn y
Geelong cuál era el origen de sus señales, contestaban: «Hace mu-
32
cho venir "Dibble Dibble", matar muchos compañeros negros».
El impacto de la viruela sobre los indígenas australianos y ame-
ricanos fue tan mortífero, desconcertante y devastador que supera lo
que podamos imaginar quienes vivimos en un mundo en el que el
virus de la viruela ha sido científicamente exterminado. Las estadís-
ticas del declive demográfico son frías, los relatos de testigos oculares
son conmovedores al principio, pero en definitiva son solamente ma-
cabros. La repercusión fue tan asombrosa que sólo un escritor de la
valía de Milton, en el apogeo de sus facultades, podía estar a la altura
del tema, y no hubo nadie como él ni en La Española en 1519, ni en
Nueva Gales del Sur en 1789. Nos vemos obligados a recurrir en bus-
ca de esclarecimiento, no a los testigos sino a los que sufrieron y
éstos hicieron leyendas, no poemas épicos. Los kiowa de las Grandes
Llanuras meridionales de Norteamérica, que a lo largo del siglo xix
padecieron tres o probablemente cuatro epidemias de viruela, tenían
una leyenda sobre la enfermedad. Saynday, el héroe mítico de la tribu,
encuentra a un extranjero vestido de negro y con un alto sombrero,
como un misionero. El extranjero habla primero:

—¿Quién eres tú?


—Soy Saynday. Soy el Viejo Tío Saynday de los kiowa. Soy
aquel que siempre acude. ¿Quién eres tú?
—Soy la viruela.
—¿De dónde vienes y qué haces y por qué estás aquí?
—Vengo de muy lejos, del otro lado del océano del este. Soy
uno con los hombres blancos: ellos son mi pueblo como el tuyo es
el kiowa. A veces viajo frente a ellos y a veces me escondo detrás.
Pero siempre les acompaño y me encontrarás en sus campamentos
y en sus casas.

32. Henry Reynolds, Aborigénes and Settlers, the Australian Experience,


1788-1939, Cassell Australia, North Melbourne, 1972, p. 72; Cumpston, History
of Small-pox in Australia, pp. 147-148, 154; George Angas, Savage Life and Sce-
nes in Australia and New Zealand, Smith Eider & Co., Londres, 1847, vol. II,
p, 226; véase también W. C. Wentworth, A Statistical Account of the British
Settlernents in Australia, Geo. B. Whittaker, Londres, 1824, p. 311.
232 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

—¿Qué haces?
—Traigo la muerte. Mi aliento hace que los niños se marchiten
como las plantas jóvenes en la nieve de la primavera. Traigo la des-
trucción. Por más bella que sea una mujer, cuando me ha mirado se
hace más repugnante que la muerte, Y a los hombres no les traigo
la muerte sino la destrucción de sus hijos y la ruina de sus mujeres.
Los guerreros más fuertes caen ante mí. Nadie que me haya mirado
33
será jamás igual.

Los blancos tuvieron una visión más risueña de las enfermeda-


des. John Winthrop, primer gobernador de la colonia de la Bahía de
Massachusetts y abogado de profesión, señalaba el 22 de mayo de
1634; «Los nativos están casi todos muertos de viruela, de manera
54
que el Señor ha dejado clara nuestra carta de posesión».
La viruela era sólo una de las enfermedades a las que los marinhei-
ros dieron suelta entre los pueblos nativos de ultramar —tal vez la
más destructiva, sin duda la más espectacular—, pero sólo una de ellas.
No hemos tratado en absoluto las infecciones respiratorias, las fiebres
«hécticas» que tan a menudo dominaron entre los indígenas después
del contacto con los extranjeros de más allá del horizonte. Por citar
una prueba, en la década de 1960 del 50 al 80 por 100 de los abo-
rígenes australianos examinados con ocasión de un estudio tenían
loses y ruidos respiratorios anormales; los porcentajes más altos se
registraban entre quienes habían llegado más recientemente desde el
35
desierto. No hemos dicho nada sobre las infecciones entéricas, que
incuestionablemente han matado a más seres humanos en los últimos
milenios que cualquier otro tipo de enfermedad, y todavía lo hacen.
Cabeza de Vaca, vacilante, errabundo y desesperado en Texas alre-
dedor de 1530, obsequió involuntariamente a sus amos amerindios con
algún tipo de enfermedad disentérica que mató a la mitad de ellos y le
elevó, a él y a sus camaradas, al estatus de médicos sacerdotales, lo
36
¡cual irónicamente les salvó la vida. No hemos dicho nada acerca de
\
\

\ 33. Citado de forma abreviada a partir de Alice Marriott y Carol P^achÜn,


American Indian Mythology, New American Library, Nueva York, 1968, pp,
174\175.
Í \ Winthrop Papers, 1631-1637, Massachusetts Historical Society, Boston,
1943, I I I , p. 167.
35. A í o o d i e , Aboriginal Health, pp. 217-218.
36. Áhñr Núñez Cabeza de Vaca, Relation of Nuñez Cabeza de Vaca, trad.
inglesa, Readex Microprint Corp., Estados Unidos, 1966, pp. 74-75, 80. (Versión
LAS ENFERMEDADES 233

las enfermedades transmitidas por los insectos, aunque en el siglo xtx


la malaria era la enfermedad más importante en todo el valle del
37
Mississippi. No hemos dicho nada sobre las infecciones venéreas, que
aplastaron los índices de natalidad de los indígenas mientras elevaban
los de mortalidad desde Labrador hasta Perth, en la Australia occi­
dental. Los agentes patógenos del Viejo Mundo, con toda su sombría
variedad, se difundieron ampliamente más allá de las simas de Pan­
gea, debilitando, lisiando o matando a millones de individuos de la
raza humana que se encontraba en la vanguardia geográfica. Colón,
Cook y los demás marinheiros iniciaron el mayor desastre demográ­
fico del mundo, convirtiendo en osarios las colonias europeas de ultra­
mar en las primeras etapas de su moderno desarrollo. Después sur­
gieron en las colonias de la zona.tórrida sociedades compuestas por
una mezcla europea, africana e indígena, totalmente distintas de cuan­
tas habían existido hasta entonces, con la única excepción significativa
del norte de Australia. Las colonias de la zona templada siguieron un
desarrollo menos diferenciado; se convirtieron en Nuevas Europas,
38
sólo con minorías de individuos no blancos.
Aceptamos que México y Perú rebosaban de pueblos indígenas
antes de la llegada de los europeos porque sus antiguos monumentos
de piedra son demasiado enormes como para ignorarlos y porque son
muchos los descendientes de ellos que aún viven en estas tierras.

original castellana; La relación de lo acaescido en Indias donde iba por goberna­


dor Pampbilo de Narvaez, Zamora, 1542.)
37. Daniel Drake, Malaria in the Interior Valley of North America, a Sclec-
tion, Norman D. Levine, ed., University of Illinois Press, Urbana, 1964, passim.
38. Este es un lugar tan bueno como cualquier otro para referirse a Ja vieja
leyenda sobre la guerra bacteriológica europea intencionada. Sin duda, a los
colonos les hubiera gustado emprender dicha guerra y hablaron de regalar man
tas infectadas y otros artículos a los indígenas, y puede que incluso llegaran a
hacerlo en alguna ocasión, pero por lo general la leyenda no pasa de ser una
leyenda. Antes del desarrollo de la bacteriología moderna, a finales del siglo xix,
las enfermedades no venían en ampollas. En la práctica, la enfermedad eran las
personas que estaban enfermas, y era suficiente como arma violenta con la que
apuntar a cualquiera. Después de todo, las mantas infectadas podían funcionar
o no. Además, y ante todo, las enfermedades transmitidas intencionadamente
podían acabar afectando a la población blanca, A medida que los blancos vivieron
cada vez más en las colonias, cada vez hubo más blancos que habían nacido allí
y no podían salir airosos del desafío de las enfermedades infantiles del Viejo
Mundo. Aquella gente se dedicaba a poner la viruela en cuarentena, no a di­
fundirla.
234 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Pero imaginar que las Nuevas Europas, actualmente atestadas de neo-


europeos y de otros pueblos del Viejo Mundo, tuvieron en su día
extensas poblaciones nativas que fueron erradicadas por las enferme-
dades importadas, requiere una gran dosis de imaginación histórica.
Examinemos un caso concreto de despoblamiento de una Nueva
Europa.
Seleccionaremos una región neoeuropea en la que vivían agricul-
tores indígenas de una cultura avanzada: el sector oriental de los Es-
tados Unidos, entre el Atlántico y las Grandes Llanuras, el valle del
Ohio y el Golfo de México. En la época en que los europeos habían
acuartelado la región, la habían atravesado lo suficiente de arriba aba-
jo y de un lado a otro, en busca de nuevos Imperios Aztecas, rutas
de Catay, de oro y pieles, como para familiarizarse con sus elementos
principales —hacia el año 1700—, los habitantes nativos eran los acos-
tumbrados amerindios de los libros de texto de historia de los Estados
Unidos: cherokee, creek, shawnee, choctaw y demás. Estos y todos
los demás, con tan sólo una o dos excepciones, eran pueblos sin una
estratificación social pronunciada, sin el desarrollo de las artes y los
oficios que fomentan las aristocracias>/f las élites sacerdotales, y sin
grandes obras públicas comparables jk los templos y pirámides de Me-
soamérica. La población no era mayor que lo que cabía esperar entre
cazadores-recolectores y agricultores a tiempo parcial; incluso en al-
gunas zonas era inferior. Muy pocas tribus llegaban a las decenas de
miles, y la mayoría eran menores.
El cuadro que presentaba/esta parte de Norteamérica había sido
muy diferente en 1492. Los Constructores de Túmulos («Mound Buil-
ders») —nombre genérico ¿jue recibe un centenar de pueblos diferen-
tes de una docena de culturas dispersas en miles de kilómetros cua-
drados y a lo largo de láás de un milenio— habían levantado y aún
7
levantaban multitud de templos y túmulos mortuorios de una altura
que en muchos casos úo sobrepasaba la rodilla o la cadera, pero algu-
nos de cuyos ejemplares se encuentran entre las mayores construccio-
nes de tierra jamás creadas por el hombre. El mayor de ellos, el Túmu-
lo de los Monjes («Monks Mound»), uno de los 120 que hay en
Cahokia, en Illinois, tiene 623.000 metros cúbicos de volumen y cubre
39
una superficie de seislhectáreas y media, Cada partícula de esta masa

39, Jacquctta Hawk¿s, ed., Atlas of Ancient Artheology, McGraw-Hill,


Nueva York, 1974, p. 234a
LAS ENFERMEDADES

enorme fue transportada y colocada en su lugar por seres human* ih Mu


la ayuda de animales domésticos. Las únicas construcciones precolotii
binas de las Américas que la superan son la Pirámide del Sol de T e u
tihuacán y la gran pirámide de Cholula. Cahokia, en el apogeo que
vivió alrededor del 1200 después de Cristo, fue uno de los centros
ceremoniales más grandes del mundo, atendido por una población
habitada, según algunos arqueólogos, por más de 40.000 individuos
(la mayor ciudad de los Estados .Unidos en 1790 era Filadelfia, con
40
una población de 42.000 habitantes). Las tumbas de Cahokia como
las de otros lugares similares contienen cobre del Lago Superior, sílex
de Arkansas y de Oklahoma, láminas de mica probablemente de Caro-
lina del Norte, así como muchos objetos artísticos de una extraordina-
ria calidad. También contienen, además de los esqueletos de muertos
honorables, los de aquellos hombres y mujeres aparentemente sacri-
ficados en el momento de los funerales. La pira funeraria de Cahokia
contiene los restos de cuatro hombres, a los que les faltan cabeza y
manos, y unas cincuenta mujeres, todas ellas entre los dieciocho y
veintitrés años de edad. Seguramente, este conjunto debía evidenciar
una religión inexorable y una estructura clasista severamente jerarqui-
zada, lo que sigue siendo un factor clave en los orígenes de la civi-
lización en cualquier lugar.
Cuando blancos y negros se asentaron cerca del enclave de Cahokia
y en lugares similares (Moundsville, Alabama; Etowah, Georgia) en
los siglos xviu y xix, las sociedades amerindias locales eran relativa-
mente igualitarias, su población era dispersa, sus artes y oficios ad-
mirables pero no sensacionales ni mucho.menos; sus redes comercia-
les, de ámbito regional; estos pueblos no sabían nada de los túmulos
y centros ceremoniales abandonados hacía generaciones. Los blancos
los atribuyeron a los vikingos, o a las tribus perdidas de Israel, o a
41
razas prehistóricas desaparecidas de la faz de la tierra.
Los constructores de los túmulos fueron amerindios, por supuesto,
y en algunos casos no cabe la menor duda que se trató de los antepa-

40. Richard B. Morris, ed., Encyclopedia of American History, Harper &


Bros. Nueva York, 1953, p. 442.
?

41. Jesse D. Jenníngs, Prebistory of Nortb America, McGraw-Hill, Nueva


York, 1974, pp. 220-265; Melvin L. Fowler, «A Pre-Columbian Urban Center
on the Mississippi», Scientific American, 223 (agosto de 1975), pp. 93-101; Ro-
b e n Silverberg, The Mound Btdlders,, Ballantine Books, Nueva York, 1974,
pp. 3, 16-81.
236 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

sados de los pueblos que vivían cerca de aquellos lugares cuando llega-
ron los colonos del Viejo Mundo. Aquellos antepasados habían vivido
en gran número en la época en que los europeos se acercaron por
primera vez a las costas americanas. Fueron los pueblos a través de
cuyas tierras y cuyos cuerpos Hernando de Soto se había abierto paso
desde 1539 a 1542 en su búsqueda de una riqueza similar a la que
había visto en Perú. Sus cronistas transmitieron claramente la imagen
de regiones densamente pobladas con numerosos pueblos en medio de
vastos campos de cultivo, de sociedades estratificadas gobernadas con
mano férrea desde lo alto, y de d e c e n a ^ ^ féiSpTóí emplazados sobre
pirámides truncadas que, a pesar de ser más groseras y de estar hechas
de tierra más que de obra, recordaban algunas construcciones similares
de Teotihuacán y Chichen Itzá. \
x
¿Dónde cabe, en la imagen de las sociedades nativas norteameri-
canas que compartimos actualmente, la taimada enemiga de De Soto,
la «Señora de Cofachiqui», provincia que probablemente comprendía
el actual emplazamiento de Augusta, en Georgia? Viajó en silla de
manos portada por nobles y acompañada de un retén de esclavos. En
una zona de cien leguas a la redonda «se le obedecía en gran medida,
42
y se realizaba con diligencia y eficacia cuanto ordenase». En un in-
tento de desviar la codicia de los españoles de sus subditos vivos,
envió a aquéllos a saquear un edificio funerario, o templo, que tenía
treinta metros de largo y unos doce de ancho, con un tejado decorado
c o n conchas marinas y perlas de río, que «era una espléndida visión
bajo e l brillo del sol». Dentro había cofres con el cuerpo de los muer-
tos y , por cada cofre, una estatua esculpida a semejanza del difunto.
De Jas paredes y del techo colgaban obras de arte, y las cámaras esta-
ban llenas de mazas, hachas de guerra, picas, arcos y flechas finamente
grabadas y con incrustaciones de perlas de río. Según la opinión de
Alonso de Carmona, uno de los ladrones de tumbas, que había vivido
tanto en México como en Perú, el edificio y su contenido se contaban
43
entre las cosas más magníficas que tabía visto en el Nuevo Mundo.
Los amerindios de Cofachiqui y de la mayor parte de la actual
zona sudoriental de los Estados Unidos eran parientes impresionantes

42. Narratives of the Career of Hernando de Soto, trad. inglesa de Buck-


ingham Smith, Alierton Book Co., Nueva York, 1922, vol. I, pp. 65, 70-71.
43. Garcilaso de la Vega, The Florida of the Inca, trad. inglesa de John
Varner y Jeannette Varner, University of Texas Press, Austin, 1962, pp. 3.15-
325. (Versión original castellana: La Florida del Inca, Lisboa, 1605.)
L A S E N F E R M E D A D E S 237

de los civilizados mexicanos, tal vez comparables a los inmediatos an-


tecesores de los sumerios por la generalidad de su cultura, y muy nu-
merosos. La última investigación académica estima que la población
de un área marginal como la de Florida pudo haber llegado a los
44
900.000 habitantes a comienzos del siglo xvi. Aun si escépticamente
reducimos la cifra a la mitad, la cantidad restante sigue siendo im-
presionante. La zona sudoriental de los Estados Unidos, en relación
a lo que había sido, estaba vacía alrededor de 1700 cuando se esta-
blecieron allí los franceses.
Algo eliminó o apartó a la mayoría de la población de Cofachiqui
hacia el siglo X V I I I , así como de una serie de zonas donde habían vivi-
do dos siglos antes amplias poblaciones con logros culturales simila-
res: a lo largo de la Costa del Golfo, entre la Bahía de Mobile y la de
Tampa, a lo largo de la costa de Georgia y en las orillas del Mississíppi
por debajo de la desembocadura del Río Rojo. En la parte este y sur
de Arkansas, donde De Soto había encontrado trece ciudades y pro-
vincias, los franceses sólo encontraron un puñado de pueblos. Donde
De Soto había podido encaramarse a un templo en forma de túmulo
y ver varios pueblos con sus túmulos, casi sólo separados por campos
de maíz, ahora había bosque. Fuese lo que fuese, lo que había afli-
gido al país también debió llegar bastante más al norte. La región
meridional de Ohio y la del norte de Kentucky, que se cuentan entre
las de más ricos recursos naturales del continente, estaban casi desier-
tas cuando los blancos penetraron por primera vez en ellas desde
45
Nueva Francia y Virginia.
Se había producido incluso un importante cambio ecológico en las
regiones adyacentes al Golfo de México y decenas de kilómetros tierra
adentro, cambio paralelo y probablemente asociado ai declive de los
contingentes de amerindios. En el siglo xvi, los cronistas de De Soto
no vieron ningún búfalo a lo largo de la ruta que siguieron desde Flo-
rida hasta Tennessee y de regreso hacia la costa, o, si vieron alguno,

44. Dobyns, Their Number Become Thinned, p. 294.


45. John R. Swanton, The Indians of the Southeastern United States,
Smithsonian Institution Bureau of American Ethnology, boletín 137, 1946, pp.
11-12; Driver, Indians of North America, mapa 6; Alfred Kroeber, Cultural and
Natural Áreas of Native North America, University of California Press, Berkeley,
1963, pp. 88-91; William G. Haag, «A Prehístory of Mississíppi», Journal of
Mississippi History, 17 (abril de 1965), p. 107; Dobyns, Their Number Become
Thinnedy p, 198,
238 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

no l o mencionaron y ello parece sumamente improbable. Las {pruebas


arqueológicas y el examen de los topónimos amerindios también in-
dican que no había búfalos a lo largo de la ruta de De Soto, ni t a m p o -
co entre ésta y el agua salada. Siglo y medio después, cuando llegaron
los franceses y los ingleses, constataron la presencia de estos peludos
animales, al menos en pequeñas manadas, desde las montañas hasta\casi
el golfo e incluso hasta el Atlántico. Lo que ocurrió en el intervalo
es fácil de explicar en abstracto: se abrió un nicho ecológico y los bú-
falos lo ocuparon. Algo había mantenido a estos animales lejos de los
claros de los bosques, semejantes a parques, creados por los indio$ a
fuego y azada. Este algo entró en crisis o desapareció después de 1540.
Este algo fueron, con toda probabilidad, los propios amerindios, q u e
naturalmente acostumbraban a matar a los búfalos como fuente de
46
comida y para proteger sus cosechas. ^ j
La causa de esta crisis y desaparición fue probablemente la e n f e r -
medad epidémica. No parece que existiera otro factor capaz de exter-
minar a tanta gente en una zona tan extensa de Norteamérica. El t r i s -
te proceso de genocidio había comenzado antes de que llegase De Sot
a Cofachiqui. Uno o dos años antes, una peste había trillado aquell
provincia y se había cobrado muchas vidas. Talomeco, donde los es
pañoles saquearon el templo funerario antes mencionado, era una d
las diversas ciudades deshabitadas porque una epidemia había matado-
y expulsado a mucha gente. Los intrusos encontraron cuatro amplias
casas repletas de cuerpos de gente que había perecido de peste. Los
españoles consideraron que la población de Cofachiqui era densa, pero
sus habitantes les dijeron que su número había sido mucho mayor
antes de la epidemia. De Soto penetró en Cofachiqui pisando los talo-
nes a un desastre médico, tal como había sucedido con Pizarro en
47
Perú.
¿Cómo había podido esta peste llegar tan lejos hacia el interior
desde las poblaciones europeas, suponiendo que s e tratase de una im-
portación del Viejo Mundo? Cualquier epidemia desatada en México
podía recorrer el golfo por medio de las tribus costeras, sumergién-
dose tierra adentro a lo largo de las vías de agua densamente pobla-

46. Erhard Rostlund, «The Geographical Range of the Historie Bison in


the Southeast», Annals of the Association of American Geographers, 50 (diciem-
bre de 1970), pp. 395-407.
47. Narratives of the Career of De Soto, vol. I, pp. 66-67; Garcilaso de la
Vega, Florida of the Inca, pp. 298, 300, 302, 315, 325.
LAS ENFERMEDADES

das. Algunos barcos que navegaban a caballo de la Corriente i|r| < IM(
fo desde La Habana, eran conducidos por los huracanes hasta Ion ha
jíos de la costa de Florida, y sus supervivientes, luchando en la orilln,
pudieron llevar consigo la enfermedad. Y ya había algunos blancor.,
muy pocos, viviendo en el continente. De Soto consiguió uno como
intérprete en los inicios de su invasión de Florida, un superviviente
de la misma expedición abortada en la que Cabeza de Vaca había
acabado vagando por Texas. Los hombres de De Soto encontraron
en Cofachiqui un puñal cristiano, dos hachas cristianas y un rosario,
que posiblemente habrían llegado hasta allí siguiendo las rutas comer-
ciales amerindias desde la costa o incluso desde México. La enferme-
dad infecciosa puede estar ligada al comercio de forma tan eficaz como
a cualquier otro medio de relación humana, El Viejo Mundo y mu-
chas de sus criaturas ya habían penetrado en el interior de Norteamé-
rica en la época en que los hombres de De Soto saltaron al rompiente
48
y arrastraron sus botes hasta la orilla.
Las epidemias siguieron llegando y cumpliendo su labor extermi-
n a d o s , como en todos los lugares conocidos de las Américas, en los
siglos xvi y xvii. Por citar sólo un caso, en 1585-1586, sir Francis
Drake condujo una gran ilota hacia las Islas de Cabo Verde donde
sus hombres contrajeron una peligrosa enfermedad contagiosa; zarpa-
ron después para asaltar las posesiones españolas, pero eran tantos los
ingleses enfermos y agonizantes que la aventura fracasó miserablemen-
te. Para intentar restablecerse, atacó la colonia española de San Agustín
en Florida e infectó a la población local con la epidemia de Cabo Ver-
de. Los amerindios «que primero acudieron a nuestros hombres mu-
rieron muy de prisa, y decían entre ellos que era el dios inglés quien
los hacía morir tan de prisa». Presumiblemente la enfermedad prosi-
49
guió su marcha hacia el interior.
Cuando los franceses penetraron en los hinterlands lindantes con
la costa del Golfo de México, donde De Soto había sostenido tantas
batallas contra tantos pueblos, fueron pocos los que se opusieron a
su intromisión. Y seguía el declive numérico de los amerindios; en
realidad, probablemente se aceleró. En seis años, los últimos Cons-

48. Narratives of the Career of De Soto, vol. I, pp. 27, 67; vol. I I , p. 14.
49. Charles Creighton, A History of Epidemias in Britain, Cambridge Uni-
versity Press, 1891, vol. I, pp. 585-589; Julián S, Corbett, ed., Papers Kelating
to the Navy During the Spanish War, 1585-1587, Navy Records Society, 1898,
vol. XI, p. 26.
240 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

tructores de Túmulos, los natchez, con sus templos piramidales y su


jefe supremo, el Gran Sol, quedaron reducidos a una tercera parte.
Uno de los franceses escribió, haciéndose eco involuntariamente dé
lo dicho por el protestante John Winthrop: «En lo tocante a estos
salvajes, hay algo que no puedo dejar de señalaros, y es que es evi-
50
dente que Dios desea que cedan su lugar a nuevos pueblos».

El intercambio de enfermedades infecciosas —es decir, de gér-


menes, de cuerpos vivos con sus puntos de origen geográfico como
las criaturas visibles— entre el Viejo Mundo y sus colonias america-
nas y australianas ha sido extraordinariamente unilateral, tan unilateral
y unidireccional como los intercambios de gente, de malas hierbas y
de animales. Hasta donde puede decirnos la ciencia, Australia no ha
exportado ni una sola de sus enfermedades humanas hacia el mundo
exterior, suponiendo que alguna pueda considerarse exclusivamente
suya. América sí que cuenta con sus propios agentes patógenos dife-
renciados, por lo menos los de las enfermedades de Carrion y de
Chagas. Curiosamente, estas enfermedades extremadamente desagra-
dables y en ocasiones fatales no viajan con facilidad y jamás se han
51
establecido en el Viejo Mundo. Puede que la única enfermedad im-
portante que exportó el Nuevo Mundo sea la sífilis venérea, la cual,
con toda su notoriedad, no ha logrado nunca interrumpir el crecimien-
52
to demográfico del Viejo Mundo. Las niguas, como llamó Fernández
de Oviedo a lo que causó tantos problemas a los españoles que en

50. John R. Swanton, Iridian Tribes of the Lotver Mississippi Valley and
Adjacent Coast of the Gulf of México, Smithsonian Institution Bureau of Ame-
rican Ethnology, boletín n.° 43, 1911, p. 39. Véase también Dobyns, Their
Nurnber Become Thinned, pp. 247-290; George R. Milner, «Epidemic Disease
in the Postcontact Southeast: A Reappraisal», Mid-Continent Journal of Archeo-
n
l°gy> 5> -° 1> 1980, pp, 39-56, Los arqueólogos están empezando a suministrar
pruebas físicas que apoyan la hipótesis de terribles epidemias, brusco declive de-
mográfico y cambio cultural radical en la región del Golfo en el siglo XVL Véase
Caleb Curren, The Protobistoric Period in Central Alaba?na, Alabama Tombigbee
Regional Commission, 1-984, pp, 54, 240, 242.
51. T. D. Stewart, «A Physical Anthropologist's View of the Peopling of
the New World», Southwest Journal of Anthropology, 16 (otoño de 1960), pp.
266-267; Philip H, Manson-Bahr, Manson's Tropical Diseases, Williams & Wi'U
kins, Baltimore, 1972, pp. 108-109, 143, 579-582, 633-634. Véase también
Newman, «Aboriginal New World Epidemiology», American Journal of Physical
Anthropology, 45 (noviembre de 1976), p, 669.
52. Crosby, Columbian Exchange, pp. 122-164.
LAS ENFERMEDADES 241

el siglo xvi iban descalzos por América, llegaron a África en 1872


y se extendieron por todo el continente como una epidemia que hacía
perder los dedos de los pies y acarreaba fatales infecciones secundarias
de tétanos, pero desde entonces se retrajo hasta quedar reducida a la
categoría de molestia, y nunca ha cambiado la historia demográfica
53
del Viejo Mundo. Europa fue magnánima en cuanto a la cantidad
y calidad de los tormentos que envió al otro lado de las simas de
Pangea. Por el contrario, sus colonias, que ya eran de hecho epide­
miológicamente indigentes, vacilaron en exportar incluso aquellos
agentes patógenos que tenían. La desigualdad del intercambio (pro­
ducto de factores biogeográficos analizados en el capítulo 11) operó
bajo la abrumadora ventaja de los invasores europeos y la aplastante
desventaja de los pueblos cuyos hogares ancestrales estuvieron en el
lado perdedor de las simas de Pangea.

53. Crosby, Columbian Exchange, p. 209; J. R. Audy, «Medical Ecology


in Relation to Geography», British Journal of Clinical Practice, 12 (febrero de
1958), pp. 109-110.
10. NUEVA ZELANDA

Las variedades humanas parecen actuar anas so-


bre otras del misino modo que las diferentes espe-
cies animales: la más fuerte siempre erradica a la
más débil. Era melancólico, en Nueva Zelanda, oír
a los nativos, en el esplendor de su energía, que
sabían que sus hijos estaban condenados a no re-
cibir la tierra.

CHARLES DARWIN,
The Voyage of the Beagle (1839)

El campo virgen no puede volverse a repoblar;


las vicisitudes de los pioneros no se pueden volver
a representar; no puede repetirse su invasión de
plantas, animales y pájaros; su antigua vegetación
no puede resucitar; las palabras térra incógnita han
sido tachadas del mapa de la pequeña Nueva Ze-
landa.

H . GUTHRIE-SMITH,
Tutira, the Story
of a Neto Zealand Sheep Station ( 1 9 2 1 )

Hemos dado un tratamiento temático a las Nuevas Europas —ma-


las hierbas y después animales y gérmenes— a fin de entresacar datos
sobre los factores ecológicos subyacentes al éxito de las colonias euro-
peas en dichos lugares; pero no hemos convertido la historia, digamos,
de la pampa, en un relato. Las historias de las Nuevas Europas con-
tinentales son demasiado largas y complicadas para ser contadas den-
tro de los límites de este libro. Por lo tanto, recurriremos a Nueva
NUEVA 2ELANBA

Zelanda, territorio ínsula/ y relativamente pequeño, cuya historia rn


más breve y está mejor/documentada que la del resto de Nuevas Euro-
pas. Nueva Zelanda e / u n palimpsesto escrito solamente por unas cuan-
tas personas y^^afT^ólo recientemente. Hubiera sido mejor para nues-
tros propósitos que los indígenas de Nueva Zelanda se hubieran
encontrado en la etapa paleolítica o en el Neolítico del Nuevo Mundo
cuando llegaron los marinheiros: por decirlo de una vez, que categó-
ricamente no pertenecieran al Neolítico del Viejo Mundo, como todas
las Nuevas Europas restantes. No era el caso, pero casi, porque las
largas migraciones emprendidas por sus antepasados asiáticos y poli-
nesios a través del Pacífico les habían despojado casi de todos ios
elementos neolíticos, como veremos a continuación. Se adecúan casi
perfectamente a nuestras necesidades, y las dificultades que puedan
plantear los escasos elementos neolíticos se ven compensadas por el
hecho de que los europeos llegaron a Nueva Zelanda tan tarde, que
su primera y más importante contribución a su biota se realizó bajo
el escrutinio de científicos v de hombres con mentalidad científica
pertenecientes a las generaciones de Cuvier y Darwin.
Nueva Zelanda se desprendió de Australia hace de 80 a 100 mi-
llones de años, y permanece desde entonces en el más absoluto aisla-
1
miento. Comprende dos grandes cuerpos de tierra —la Isla Norte
y la Isla Sur— y, frente a las costas del extremo meridional de esta
última, la pequeñísima Isla Stewart. Nueva Zelanda, con una distan-
cia de 1.600 kilómetros desde el fragante Cabo Reinga hasta los fres-
cores del Cabo Sur, es la única porción emergida de corteza conti-
nental de dimensiones importantes existente entre el Estrecho de
Bering y la Antártida, y entre Australia y Chile. Es geológicamente
joven, con volcanes activos, profusión de montañas y abundancia de
terrenos fracturados y plegados. Hay alguna tierra plana, pero sólo la
Llanura de Canterbury es amplia y nivelada, conformada por los ríos,
blancos de sedimentos de las rocas, que rodean los Alpes Meridiona-
les y fluyen hasta el Pacífico.
Al igual que las Islas Británicas, Nueva Zelanda se sitúa en la
ruta de los vientos del oeste que soplan sobre un océano que nunca
se hiela; tiene un clima entre cálido y fresco, tan pesado como el de
Inglaterra; su follaje es igual de verde, aunque a menudo sea un verde

1. Graeme R. Stevens, New Zealand Adrift the Theory of Continental Drift


}

in a New Zealand Setting, A. H. & A. W. Reed, Wellíngton, 1980, p. 240.


244 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Three Kings!.

7. Nueva Zelanda. (Fuente: Uammond Ambassador World Atlas,


Hammond, Maplewood, N.J., 1966, p. 101.)
NUEVA ZELANDA 245

más oscuro (casi negro en los días nublados) que el que han conocido
los ingleses desde que los agricultores preceltas y celtas escogieron sus
bosques. Hay zonas relativamente secas en las vertientes de poca lluvia
de las montañas, especialmente en los Alpes Meridionales, pero inclu-
so en ellas son suficientes las precipitaciones para el estilo de agri-
cultura europeo occidental. Por su clima, Nueva Zelanda es ideal para
los tipos de agricultura y de ganadería, especialmente ésta, que han
caracterizado a Europa durante los últimos milenios.
El tipo de clima que más conviene al tipo de agricultura mixta
europea produce grandes cantidades de bosque en ausencia de inter-
ferencias humanas, y la mayor parte de Nueva Zelanda se encontraba
cubierta de selva cuando llegaron los seres humanos, los polinesios,
hace unos mil años. Sin embargo, no era un bosque de tipo europeo;
se trataba más bien de una selva de zona templada donde diversas
enredaderas ligaban árboles y epifitas. La historia de la flora autóctona
neozelandesa es muy diferente de la de la flora europea. Es producto
de la evolución de la mitad meridional de Pangea, llamada Gondwana-
land por los geólogos, no de la mitad septentrional en la que quedó
incluida Europa. Joseph Banks, el naturalista que fue a Nueva Zelanda
con el Capitán Cook en 1769, solamente reconoció catorce de las 400
primeras plantas que examinó en Nueva Zelanda. Un sorprendente
89 por 100 de la flora autóctona es exclusivamente neozelandesa. Los
heléchos y sus aliados representan un octavo de la flora, en compara-
2
ción con una mera veinticincoava parte de la flora británica. En, sobre
y junto a esta flora única vive una de las faunas más características.
Cuando llegaron los polinesios, no había más mamíferos terrestres
que el murciélago. Los zoólogos califican a la fauna neozelandesa de
«depauperada», y aunque pueda ser cierto en términos de la cantidad
de órdenes y familias, también incluye algurias de las criaturas más
raras de la tierra. Por ejemplo, hay un gusano de medio metro de lon-
gitud y un insecto, el weta gigante, tan grande, más de diez centí-
metros, que ocupa el nicho ecológico que en otros lugares ocupa el
ratón. El tuatara, reptil de tamaño medio que no sobrepasa la longitud
del brazo de un hombre, es el único representante en el mundo de

2, Gordon R. Williams, ed., The Natural History of New Zealand, an


Ecológica! Survey, A. H . <3t A. W. Reed, Wellington, 1973, p. 4; Joseph Banks,
The Endeavour Journal of Joseph Banks, 1768-1771, J. C. Beaglehole, ed,, Au-
gus & Robertson, Sydney, 1962, vol. I I , ' p . 8.
246 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Rhynchocephalia, un orden que vivió sus días de juventud cuando


Pangea estaba unida. Las más sorprendentes criaturas que encontra-
ron los polinesios fueron las aves no voladoras, la mayoría de las
cuales actualmente están extinguidas. Las mayores de ellas ocupaban
el nicho ecológico de los mamíferos rumiantes de los que carecieron
las islas hasta la llegada de los bovinos, las ovejas y las cabras. Entre
estos pájaros, los moas, figuraban las aves más altas y casi las más
pesadas que jamás hayan existido. Los ejemplares más grandes solían
alcanzar los tres o tres metros y medio, y sus patas se parecían más
3
a las de un elefante que a las de un gorrión- Con todo, la biota in-
dígena de Nueva Zelanda es extraña según las pautas de las tierras
donde los seres humanos han pasado la mayor parte de su tiempo en
el planeta, y por lo menos tan diferente de la europea como de la de
cualquier otra parte.
La biota resultó tan poco familiar a los polinesios cuando llegaron
a Nueva Zelanda como para los europeos ocho siglos más tarde. Los
maoríes (nombre que reciben los polinesios de Nueva Zelanda) debie-
ron encontrar más difícil la adaptación a su nuevo hogar que los bri-
tánicos, porque los primeros provenían del Pacífico central, donde el
clima es tropical, mientras que los últimos, en las antípodas de sus
tierras de origen, estaban acostumbrados al tipo de clima neozelandés.
La transición maorí de un clima tórrido a una zona templada y su
largo viaje de miles de kilómetros, filtraron muchas de sus costum-
bres relativas a la satisfacción de las necesidades vitales. Sabían cul-
tivar taro, el producto principal de Polinesia, sólo en pequeñas canti-
dades, y perdieron sus cerdos, tan importantes en otros lugares del
Pacífico. El único animal doméstico de los maoríes era el perro, que
era más una fuente de alimento que un compañero, pero era dema-
siado pequeño para sustituir satisfactoriamente al cerdo. Llevaron con-
sigo una especie de batata amerindia, la kumara, que con el tiempo
4
se convertiría en su cultivo más importante.
Cuando llegaron los europeos y penetraron en el interior de Nueva
*
3. Stevens, New Zealand, pp. 249-254. Para una estimación de los verte-
brados de Nueva Zelanda, véase P. C. Bull y A. H . Whitaker, «The Amphibians,
Reptiles, Birds and Mammals», Biogeography and Ecology of New Zealand,
G. Kuschel, ed,, Dr. \V. Junk, La Haya, 1975, pp. 231-276,
4. Cómo se convirtió la batata amerindia en un producto polinesio básico
es una cuestión fascinante y controvertida; véase D. E. Yen, «The Sweet Potato
and Oceania», Boletín del Bernice P. Bishop Museum> Honolulú, n.° 236, 1974.
NUEVA ZELANDA

Zelanda, los pájaros moa habían desaparecido, aniquilados JKU In*


maoríes que también habían quemado gran parte de su h a b i t a t , y qur
entonces cultivaban gran cantidad de kumara y unos cuantos cultivos
más en las regiones más cálidas de las islas: la Isla Norte y el extre-
mo septentrional de la Isla Sur. En aquellos lugares la población hu-
mana era la más densa, pero en su conjunto, los maoríes dependían
todavía estrechamente de los recursos alimenticios silvestres, animales
y vegetales. Ello no significa que fuesen agricultores pobres; en rea-
lidad, estos agricultores, que eran los más meridionales del mundo,
eran grandes y hábiles trabajadores, pero sus cultivos eran sólo mar-
ginalmente adecuados a Nueva Zelanda, y, al estar aislados, no tu-
vieron oportunidad de obtener otros.
Cuando llegaron por primera -vez los marinheiros —Abel Tasman
en 1642 sólo durante el tiempo suficiente para que los maoríes ma-
tasen a cuatro de sus hombres en la Murderers'Bay, y James Cook
5
en 1769 para permanecer durante medio año— el paisaje, la fauna
y la flora eran radicalmente diferentes de los de Europa, casi podrían
llamarse antieuropeos, al menos en apariencia. Los agricultores mao-
ríes y los cazadores, blandiendo sus antorchas, habían alterado la cu-
bierta vegetal en ciertas zonas de la Isla Norte y en la mayor parte
de la vertiente este de la Isla Sur, remplazando el bosque por maleza,
heléchos y pastizales; pero toda una mitad de la superficie de las
islas (sin excluir grandes áreas por encima de la línea de arborescen-
cia) estaba todavía cubierta en muchos lugares por una selva más
6
densa que la de la Amazonia. Sólo había cuatro clases de mamíferos
terrestres en Nueva Zelanda: el murciélago, los maoríes, sus perros
y un tipo de rata pequeña llamada rata maorí o polinesia, que habían
traído involuntariamente consigo a través del Pacífico. Había agricul-
tura, pero no de cereales; de hecho, ningún cultivo que resultase fa-
miliar en Europa, excepto por el hecho de que en unos cuantos
lugares del Mediterráneo europeo se cultivaba la batata. No había
ningún animal doméstico a excepción del perro, un pequeño animal
insignificante que más que ladrar aullaba. Las únicas fuentes de carne

5. Una excelente obrita sobre este período es el libro de J. C. Beaglehole,


The Discovery of New Zealand, Oxford University Press, 1961.
6, W. J. Wendelken, «Forests», New Zealand Atlas, Ian Watds, ed., A. R.
Shearer, Wellington, 1976, p. 98; Janet M, Davidson, «The Polynesian Foun-
dation», Oxford History of New Zealand, W. H . Oliver, B . R. Williams, eds.,
Oxford University Press, 1981, p. 7.
248 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

cruda con que además contaban los maoríes, aparte del mismo próji-
mo —los maoríes eran caníbales entusiastas—, eran la rata, que apre-
ciaban muchísimo, la foca y las ballenas que ocasionalmente emba-
7
rrancaban. De todos modos, Nueva Zelanda cobijaba al menos a
8
100.000 maoríes y con toda probabilidad muchos más. Físicamente
eran grandes, fuertes y extremadamente belicosos. El primer maorí
que visitó Europa decía que cuando a uno de su raza se le mencio-
9
naba la guerra, abría unos ojos «como platos».
Sorprendentemente, el Capitán Cook, hombre normalmente pers-
picaz, decidió que aquella tierra sería un lugar excelente para una
colonia: «De estar poblado este país por gentes industriosas, muy
pronto se proveerían no sólo de lo necesario sino también de muchos
de los lujos de la vida». Los maoríes podrían sin duda replicar a los
entremetidos, pero no estaban unidos y mediante «formas amables y
gentiles podrían los colonizadores formar fuertes partidarios entre
10
ellos».
Un observador que no supiera nada de la historia de las Nuevas
Europas hubiera considerado estúpida la profecía de Cook. Tal como
era en 1769, Nueva Zelanda parecía una pobre candidata a transfor-
marse en colonia europea. Todavía estaba repleta hasta los topes de
vegetales, animales y formas de vida microscópica autóctonos, y dece-
nas de miles de hombres. No quedaba lugar, por decirlo de algún
modo, para organismos continentales, a menos que se hicieran sitio
a codazos. Pero tales agresores no alcanzarían jamás Nueva Zelanda a
menos que fueran llevados allí por los únicos organismos entre ellos
capaces de dominar los mares, los marinheiros y sus aprendices. ¿Qué
atraería de tal modo a estos europeos que les impeliera a viajar ince-

7. Peter Buck, The Corning of the Maori, Wbitcombe & Tombs, Wellington,
1950, pp. 19, 64, 103; W. Colenso, «Notes Chiefly Historical on the Ancient
Dog of the New Zealanders», Transactions and Proceedings of the New Zealand
Institute, 10, 1877, p. 150; en lo sucesivo me referiré a esta revista como
TPNZI.
8. D. Ian Pool, The Maori Population of Neto Zealand, 1769-1971, Univer-
sity of Auckland Press, 1977, pp. 49-51.
9. Richard A. Cruise, Journal of Ten Months* Kesidence in New Zealand,
Capper Press, Christchurch, 1974, p. 37.
10. The Journals of Captain Jantes Cook on His Voyages of Discovery, I,
The Voy age of the Endeavour, 1768-1771, J. C. Beaglehole, ed., Hakluyt Society,
Cambridge, 1955, pp. 276-278.
NUEVA ZELANDA 249

santemente al otro lado del mundo para llegar a unas islas perdidas
en el océano?
Nueva Zelanda, tal como era en 1769, tenía en verdad pocas cosas
por las cuales los europeos se desviarían de su camino: las focas de
sus playas y de sus rocas, y las abundantes ballenas de sus aguas. El
mercada mundial demandaba pieles de foca y aceite de ballena. Tam-
bién había lino autóctono neozelandés, que los maoríes habían apren-
dido a extraer de una pita autóctona, y que podía convertirse en
sustituto del cáñamo en la elaboración de sogas y cables marinos. Tam-
bién había la magnífica madera neozelandesa, árboles fuertes, altos,
rectos, eminentemente adecuados para mástiles y largueros. Y también
estaban los propios maoríes: sus almas, que precisaban ser lavadas en
la sangre del Cordero, y sus cuerpos que necesitaban ser explotados.
Había de transcurrir casi un cuarto de siglo antes de que William
Raven se sintiera tentado por las noticias de Cook sobre las multitu-
des de focas de Nueva Zelanda. Al mando del Brttannia, hizo desem-
barcar a un equipo de cazadores de focas en Dusky Sound, en la Isla
Sur. Más tarde llegaría a las costas frías meridionales de Nueva Ze-
landa cierto número, de equipos de cazadores de focas, compuestos
por europeos, norteamericanos, unos cuantos aborígenes australianos
y demás. Solían emplear a maoríes, mezclarse con ellos o luchar contra
ellos, y era considerable su influencia sobre los indígenas. Pero no
hubo nunca más de unas cuantas decenas de intrusos de este tipo,
y hacia la década de 1820 ya casi habían exterminado a todas las fo-
11
cas, por lo que se habían marchado o encontrado otras ocupaciones.
Probablemente algunos se unieron a los balleneros costeros pata
apresar a los enormes mamíferos cuyas migraciones les conducían a
aguas neozelandesas cada año. Los puestos de balleneros de costa,
guarnecidos con el mismo abigarrado personal que los campamentos
de cazadores de focas, se dispersaron por todo el litoral, especialmente
a lo largo del Estrecho de Cook y en el extremo sur, en la década
de 1820. Algunos de estos puestos subsistieron algunos años, y sus
componentes establecieron relaciones duraderas con los maoríes, nor-
malmente mediante la adquisición de mujeres; pero solamente había

11. Robert McNab, Murihiku, Whitcombe & Tombs, Wellington, 1909,


pp, 92-100, 208; Histórica!. Records of New Zealand, Robert McNab, ed., John
MacKay, Wellington, 19084914, vol. I, p. 459; Kenneth B. Cumberland, «A Land
Despoiled: New Zealand about 1838», New Zealand Geographer, 6 (abril de
1950), p. 14,
250 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

unos cuantos centenares de extranjeros, y también ellos destruyeron


su propio medio de vida acortando así su estancia y minimizando su
influencia. Seguían la práctica de harponear a la cría y arrastrarla
hasta aguas poco profundas, donde la madre que la seguía, fuente
potencial de varias crías, quedaría varada y sería fácil de matar. A fina-
les de la década de 1840, la pesca costera de la ballena estaba en
12
franco declive. Los balleneros de costa, como los cazadores de focas,
fueron efímeros, excepto en la medida en que introdujeron exóticos
organismos en Nueva Zelanda; y tales acontecimientos, por muy tras-
cendentales que fueran, no quedaron registrados.
La caza de la foca y la pesca de la ballena trajeron a los pakeha
a Nueva Zelanda, pero apenas se adentraron más que hasta allí donde
se perdía el ruido del oleaje. (Pakeha es el término práctico con que
los maoríes designaban a los blancos, europeos y neoeuropeos, y lo
usaron comúnmente ambas comunidades en Nueva Zelanda durante
más de 150 años.) La explotación forestal tentó a los intrusos a aden-
trarse, a menudo remontando hasta muy lejos el curso de los ríos, en
los magníficos bosques, en busca de los kauri —perfectos árboles para
mástiles— y, algo más tarde, en busca de su valiosa goma para uso
industrial. Sin embargo, la explotación forestal en sí atrajo solamente
a unos cuantos blancos a Nueva Zelanda, y aún menos fueron los que
permanecieron allí por mucho tiempo. Australia, el mercado más cer-
cano, tenía su propia madera, por más insatisfactoria que los coloni-
zadores la considerasen al principio, y el mercado europeo estaba sim-
plemente demasiado lejos. Además, la mayor parte de la propia tarea
de abatir los árboles, llevarlos hasta los ríos y de allí a la costa era
desempeñada por la mano de obra maorí, barata y abundante, lo
cual hizo innecesaria la inmigración de leñadores.
El comercio de lino podía haber actuado como palanca que cata-
pultara a Nueva Zelanda, pero este producto nunca pudo competir
con éxito con el cáñamo fuera del sudoeste del Pacífico, y nunca de-
sembarcaron grandes cantidades de blancos para cosechar y procesar
esta fibra. Como ocurría con el comercio de pieles norteamericano, los
comerciantes de lino recogían cuanto querían de los indígenas, y nunca
hubo más de unos cuantos comerciantes de este tipo. Grandes can-

12. Jrish University Press, British Parliamentary Papers... Colonies, New


Zealand, vol. I I , pp. 100, 615. En lo sucesivo, el título de esta fuente se abre-
viará en BPPCNZ,
NUEVA ZELANDA

tidades de maoríes a lo largo de la costa se vieron involucrad".'* N I


este comercio, pero ni mucho menos todos los maoríes, y aun solu
mente durante los pocos años en que aquel comercio floreció. Hacia
13
1840, era algo que pertenecía básicamente al pasado.
Las almas maoríes, paganas y excluidas para siempre del cielo a
menos que se les mostrara la Luz, atrajeron a misioneros blancos que,
intencionada y concienzudamente, introdujeron toda clase de ideas,
herramientas, máquinas y organismos europeos. Pero durante el pa-
sado medio milenio, contingentes comparables de misioneros han he-
cho lo mismo en diversos territorios, muy pocos de los cuales se con-
virtieron en Nuevas Europas. Los misioneros eran una gota blanca en
la vasta masa morena maorí, y, dicho sea de paso, no convirtieron
a un solo maorí «en plena salud y en la flor de la vida» hasta década
14
y media después de su llegada.
Los maoríes eran un artículo atractivo como ayuda alquilada, y
muchos de ellos deseaban tener empleos con los pakeha, en tierra o
en mar. Eran excelentes marineros y era habitual su presencia a bordo
como balleneros de alta mar en el Pacífico. Algunos llegaron incluso
hasta Nantucket y otros puertos balleneros del Atlántico norte. Her-
mán Melville, que conocía la pesca de la ballena y a los Motor ee,
los consideraba valiosos compañew* de tripulación, especialmente
para las tareas más peligrosas: «Valientes hasta la médula, general-
mente se selecciona a estos muchachos como harponeros, un puesto
en el que un hombre nervioso y timorato se encontraría totalmente
15
fuera de lugar». Centenares de indígenas neozelandeses sirvieron en
las naves de los pakeha, pero sólo representaron una cantidad minúscu-
la en comparación con la población total, y muchos no regresaron
jamás a sus hogares. Sin duda, las mujeres maoríes que se emplearon
como sirvientas, acompañantes y prostitutas para los pakeha, sirvieron
como conducto para la influencia europea sobre Nueva Zelanda, pero
su número estuvo naturalmente en proporción al número de hombres
pakeha que llegaban a Nueva Zelanda. Unos cuantos centenares, o
incluso unos cuantos miles de niños maoríes de ojos azules no iban
a convertir las islas en una Nueva Europa. De hecho, en otros terri-

13. Harrison M. Wright, New lealand, 1769-1840. Early Years of Western


Contact Harvard University Press, Cambridge, 1959, pp. 27-28.
y

14. Wright, New Zealand, p. 44.


15. Hermán Melville, Omoo, a Narrative of Adventures in the South Seas,
Northwestern University Press, Evanston, 1968, pp. 10, 71.
252 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

torios esta progenie mestiza se convertiría en el sector más sagaz de


la raza de la madre para desbaratar el avance europeo.
No cabe duda de que Nueva Zelanda, habitada por maoríes de la
Edad de Piedra, hubiera caído finalmente presa de los pakeha de
la edad del vapor y el acero, pero la conquista europea no convierte
necesariamente un territorio en Nueva Europa. Para que ello ocurra,
es necesaria una toma demográfica de posesión, y Nueva Zelanda no
tenía gran cosa que atrajera a muchos pakeha con sus organismos
subordinados. De haber poseído Nueva Zelanda tan sólo lo que pa-
recía tener en 1769, se hubiera convertido en otra Papua Nueva Gui-
nea, territorio que los imperios europeos no adquirirían hasta finales
del siglo xix, más a consecuencia de la dura competencia entre los
imperios que porque la propia Nueva Guinea fuera intrínsecamente
deseable. Papua Nueva Guinea está actualmente poblada y gobernada
por sus propios pueblos indígenas. Por el contrario, Nueva Zelanda,
en términos de población y de cultura, es el más británico de cuantos
territorios fueron en su día ingleses.
Los barcos de los pakeha, empezando por el Endeavour de Cook,
contribuyeron a tal fin navegando hasta Nueva Zelanda y depositando
allí las herramientas, las armas, las chucherías, las ideas y, mucho
más importante, los organismos de las sociedades continentales. Estos
barcos fueron como virus gigantes que se fijaron en los costados de
una bacteria gigante y le inyectaron su DNA, usurpando sus procesos
internos para los propios propósitos. El propósito (a menudo incons-
ciente) de los propietarios de las tripulaciones de los barcos era euro-
peizar Nueva Zelanda: hacerla como sus hogares, lo que atraería a
más pakehas, lo que a su vez haría que se asemejase aún más al hogar.
Esta transformación no se consiguió totalmente —incluso actualmente,
después de más de 200 años de cambio, Nueva Zelanda, incuestiona-
blemente, no es Europa—, pero los cambios bastaron para hacerla
atractiva a cientos de miles de emigrantes europeos y convertirla en
una Nueva Europa.
La europeización no era un proceso inevitable, aunque a menudo
así apareciera a los ojos tanto de los intrusos como de los indígenas.
Habían de confluir al menos tres requisitos para que el proceso tu-
viera continuidad por sí mismo y fuera irreversible. En primer lugar,
se requería algo que atrajera a los europeos y a los organismos a ellos
asociados, en cantidades suficientemente grandes como para quebrar
el ecosistema indígena y por tanto la sociedad maorí. En segundo
NUEVA ZELANDA 253

lugar, gran número de extranjeros deberían de sentirse lo bastante


próximos a la lejana Nueva Zelanda como para dejarse atraer por ella.
Europa y sus colonias, incluida Australia, o bien satisfacían sus pro-
pias necesidades o bien estaban tan lejos de Nueva Zelanda que exten-
der su comercio basta allí era del todo inverosímil. En tercer lugar,
se requería que algo motivase a los maoríes al trabajo duro para su-
ministrar a los extranjeros cuanto éstos querían. Para que el proceso
de europeización funcionara, los maoríes tendrían que convertirse en
participantes activos, incluso entusiastas, de la transformación de su
país en un territorio donde, inevitablemente, serían una minoría.
Buscaremos estos tres factores en Nueva Zelanda durante el pri-
mer siglo posterior a Cook, al final del cual ya se había cumplido la
profecía del capitán. La historia de aquel siglo se divide en tres ca-
pítulos: de 1769 a 1814, los primeros y trascendentales años de con-
tacto entre los pakeha y los maoríes; sobre ellos existe una exasperan-
te correlación proporcionalmente inversa (que no perversa) entre la
importancia de lo acontecido y la cantidad de información disponible
actualmente; de 1814 a 1840, el período comprendido entre la llegada
de los misioneros y de grandes contingentes de balleneros, y la ane-
xión británica; de 1840 a la década de 1870, años durante los cuales
llegaron decenas de miles de pakehas, estalló y decayó la resistencia
maori, y Nueva Zelanda se unió a las filas de las Nuevas Europas.

1769-1814

Tasman llegó y abandonó Nueva Zelanda igual que una bala re-
botando en el granito de Murderers* Bay. Cook llegó como si fuera
un visitante de otro planeta, destruyó el aislamiento maori para siem-
pre, permaneció unos cuantos meses, y dejó ideas y organismos detrás
suyo que iniciaron la transformación de Nueva Zelanda en una Nueva
Europa. Las maoríes observaron a los británicos y sus barcos, ambos
inimaginables previamente, sus herramientas y sus armas de metal,
sus mosquetes y sus cañones. Las nuevas malas hierbas y los nuevos
cultivos también impresionaron a los maoríes, pueblo insular no habi-
tuado a la idea de plantas «nuevas»: probablemente les impresionaron
incluso más que lo que los europeos, un incipiente pueblo industrial,
estaban en condiciones de percibir. El alpiste, planta mediterránea cu-
yas semillas disponen de diminutas alas para viajar con el viento, se
254 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

abrió camino en tierra, donde estaba ya presente en 1773, para que


Georg Forster, naturalista que acompañó a Cook en su segunda visita
a Nueva Zelanda, pudiera recogerlo. Esta mala hierba se difundió am-
pliamente en el norte cálido, donde se encontraba a menudo en los
campos en barbecho de los maoríes a comienzos del siglo xix, y donde
se difundió ampliamente en los campos de los pakeha posteriormen-
16
te. La col silvestre también llegó pronto y hacia 1805 se había di-
fundido de tal modo en la región de la Bahía de las Islas, en la Isla
17
Norte, que parecía autóctona.
El cow-itch (según los diccionarios del siglo xx, una enredadera
leñosa) fue otro de los primeros emigrantes oportunistas. Los maoríes
decían que el explorador francés Marión du Fresne la había dejado
en 1772, junto a su cadáver y los de unos cuantos marineros france-
18
ses que menospreciaron el temperamento maorí.
Podemos estar seguros de que llegaron otras diversas males hier*
bas europeas durante los primeros años posteriores a Cook, pero des-
conocemos su identidad y si consiguieron aclimatarse enseguida. De-
bieron de ser introducidas, porque los exploradores, al igual que tan-
tos otros visitantes posteriores, estaban convencidos de que sembrar
al azar semillas del Viejo Mundo sólo podía beneficiar botánicamente
a la depauperada Nueva Zelanda, y sembraron desenfrenadamente.
Esta práctica realizada en una época en que la simiente era siempre
muy «sucia» (es decir, incluía mucha semilla de malas hierbas), ga-
rantizó la propagación de las «fulanas de la flora». Julien Crozet, que
tomó el mando de la expedición francesa tras la muerte de Marión
du Fresne, señalaba que «planté huesos y pepitas allí donde fui: en
las llanuras, en las cañadas, en las laderas e incluso sobre las monta-
ñas; también sembré en todas partes unos cuantos cereales de las di-
19
versas variedades, y la mayoría de los oficiales hicieron lo mismo».

16. Historical Records of New Zealand, vol. I, p, 553; Georg Forster, Fio-
ridae Insularum Australium Prodromus, Joann. Christian Dieterich, Gottingae,
1786, p. 7; Elmer D. Merrill, The Botany of Cook's Voyages, Chronica Botánica
Co., Waltham, Mass., 1954, p. 227; T. Kirk, «Notes on Introduced Grasses in
the Provine* of Auckland», TPNZI, 4, 1871, p. 295.
17. John Savage, Savage's Account of New Zealand in 1805 together with
the Schemes of 1771 and 1824 for Commerce and Colonizaíion, L. T. Watkins,
Wellington, 1939, p. 63.
18. Quise, Ten Months, pp. 315-316.
19. W. R. B. Oliver, «Presidential Address, Changes in the Flora and Fauna
of New Zealand», TPNZI, 82 (febrero de 1955), p. 829.
NUEVA ZELANDA

Durante décadas y décadas, no se dieron cuenta los pakchti <lr qnr *U


rramar y esparcir organismos/ extraños en un ecosistema p u n i r m-|
como encender una vela para evitar la penumbra en un almacén <lr
pólvora.
La rápida difusión de las malas hierbas fue igualada por la velo-
cidad con que los maoríes adoptaron los nuevos cultivos que les ofre-
cían los pakeha\ de hecho, fue algo concomitante. La mayoría de los
elementos exóticos importantes adoptados en el siglo x v í n eran, y el
hecho es interesante, de origen amerindio. Los maoríes apreciaban el
maíz amerindio, pero su larga experiencia en el cultivo de raíces,
kumara y taro, les predisponía a preferir los nuevos tubérculos. Los
pakeha trajeron una nueva variedad de batata cuyo rendimiento era
superior al de la kumara, y, más importante que el resto de los nuevos
vegetales, trajeron la patata, para la cual el clima de Nueva Zelanda
y sus suelos eran casi ideales, y que fue introducida por Cook o por
Marión Du Fresne en la década de 1770. Este tubérculo americano
era enormemente productivo; a diferencia de todo cuanto habían
conocido los maoríes, no sólo prosperaba en el norte cálido, sino tam-
bién en todo el territorio que va hasta el extremo meridional del mun-
do maorí. La patata aportó a los maoríes el medio de producir abun-
dantes excedentes alimentarios para compradores extranjeros. Los
maoríes consiguieron con la patata el medio para enredarse en algo
inconcebible para ellos en 1769: en el mercado mundial que, quisie-
20
ran o no, estaban creando los europeos.
El clima moderado, la abundancia de sombra y de humedad y una
casi inextinguible reserva de raíces de helécho, hicieron de Nueva
Zelanda un paraíso para los gorrinos. El Capitán Cook introdujo
los primeros cerdos —los cerdos salvajes se llaman todavía «cook-
ers»—, pero puede que la especie no se aclimatara hasta la década
de 1790. Fuese como fuese, hacía 1810 aparecieron grandes pobla-
ciones de cerdos salvajes a lo largo de las costas de la Isla Norte, y,
21
al cabo de unos cuantos años, ya estaban presentes en toda la isla.
El. cerdo supuso para los maoríes el primer gran animal de tierra,

20. Wright, New Zeatand, pp. 67-68.


21. Wright, New Zealand, p. 65; An Encyclopedia of New Zealand, A. H .
McLintock, ed., R. E. Owen, Wellington, 1966*, vol. I I , p. 390; K. A. Wodzicki,
Introduced Mammals of New Zealand, An Ecológica! and Economic Survey,
Department of Scientific and Industrial Research, Wellington, 1950, pp. 227-228.
256 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

salvaje o doméstico, y la obtención de una gran cantidad de proteínas


y grasa para la venta.
Los nuevos cultivos enriquecieron tanto a los visitantes como a
los nativos; las nuevas enfermedades tuvieron sus preferencias. La
ausencia de sangre de tipo B equiparaba a los maoríes con los guan-
ches, amerindios y aborígenes australianos. Se diferenciaban de todos
ellos en el hecho de haber llegado a su tierra actual de golpe desde
un clima diferente, un clima tropical. Debieron dejar atrás forzosa-
mente muchos de sus antiguos macro y microparásitos, una de cuyas
excepciones más obvias fue la rata; y llegaron a una tierra en la
que casi no había mamíferos y por tanto había pocos parásitos, de
cualquier tamaño, preadaptados para hacer presa en los mamíferos,
v mucho menos en los seres humanos. Los maoríes se encontraban
en un perfecto estado de salud («bilth», como decía Cook). Aquellos
a los que atravesaba con sus disparos para hacerles desistir de atacar a
los marineros británicos, y que sobrevivieron a la experiencia, sanaron
a una velocidad milagrosa, lo cual confirmaba la apreciación sobre su
condición física y sugería la ausencia de las bacterias que habrían
infectado las heridas de un europeo. Los maoríes estaban tan inde-
fensos ante los agentes patógenos continentales como Adán y Eva ante
22
la falsa serpiente.
La vulnerabilidad de los neozelandeses frente a las enfermedades
infecciosas era tan cultural como inmunológica. Para ellos, como para
la mayoría de los pueblos hasta hace muy poco, la fuente de la en-
fermedad era sobrenatural, y la medicina curativa y preventiva era el
dominio de los sacerdotes y de los magos. Era frecuente la inmersión
de los enfermos en agua fría para purificarlos, lo que seguramente
alentaba muchas infecciones secundarias de neumonía, y constituía
una práctica común descuidar a propósito a los enfermos que, casi
por definición, estaban fuera de toda esperanza. La costumbre de tras-

22. A. E. Mourant, Ada C Kopeé y Kazimiera Domaniewska-Sobczak, The


Distribution of the Human Blood Groups and Other Polymórphisms, Oxford
University Press, 1976, p. 105, mapa 2; R, T. Simrnons, «Blood Group Genes
in Polynesians and Comparisons with Other Pacific Peoples», Oceania, 32 (mar-
zo de 1962), pp. 198-199, 209; J. R. H . Andrews, «The Parasitology of the
Maori in Pre-Columbian Times», New Zealand Medical Journal, 84 (28 de julio
de 1976), pp. 62-64; P. Houghton, «Prehistoric New Zealanders», New Zealand
Medical Journal, 87 (22 de marzo de 1978), pp. 213, 215; Joumals of Cook,
vol. I, p. 278; Banks, Endeavour Journal, yol. I, pp. 443-444; vol. II, pp. 21-22,
NUEVA ZELANDA 257

laclarse toda la tribu en pleno para honrar a los muertos nobles ase-
guraba el acceso de la enfermedad a todo miembro propenso de la
23
tribu,
La cultura maori estaba particularmente indefensa ante las enfer-
medades venéreas. Los maoríes practicaban la poligamia, al menos
algunos de ellos; aceptaban las relaciones prematrimoniales como algo
normal y practicaban lo que podría llamarse hospitalidad sexual; el
obsequio de mujeres a los hombres importantes que les visitaban, una
costumbre corriente en muchas partes del mundo a la llegada de los
A
marinheiros? Las enfermedades venéreas pueden ser de una impor-
tancia decisiva en la historia de un pueblo en peligro, porque paraliza
su capacidad de reproducción, de ganar en la generación siguiente lo
que se ha perdido en la presente. Si un pueblo ya utiliza algún tipo
de control demográfico, las infecciones venéreas multiplicarán sus
efectos, y el descenso de los índices de natalidad puede ser muy brus-
co. Los maoríes practicaban el infanticidio, un medio de control de-
mográfico bastante práctico en períodos de escasez o de peligro para
la mujer o para la familia, pero genocida si es toda la raza la que
25
está amenazada.
Los maoríes, un pueblo aislado y relativamente desconocedor de
las enfermedades, se encontraron con los europeos, tal vez el pueblo
menos aislado de la tierra. Las patrias de estos últimos eran los mer-
cados de un sistema mundial de comercio e incluían las capitales de
media docena de imperios transoceánicos. La mayoría de las princi-
pales enfermedades de la humanidad, sólo a excepción de aquellas
que, como la frambesia, requieren un clima muy caliente, eran endé-
micas, o por lo menos ocasionalmente epidémicas, en Europa. Gran
Bretaña, que sería el principal punto de contacto entre Nueva Zelanda
y el Viejo Mundo, era especialmente fecunda bacteriológicamente, por-
que la urbanización y las enfermedades a ella asociadas estaban pro-
gresando muy de prisa en este país. La tuberculosis, que ascendió a

23. Buck, Corning o} Maori, pp. 404-409; C. Servant, Customs and Habits
of the Neto Zealanders, 1838-1842, trad. inglesa de J. Glasgow, A. H. & A, W.
Reed, Wellington, 1973, p. 4 1 .
24. Buck, Corning of Maori, pp. 365, 369-370; Banks, Endeavour Journal,
vol I, p. 461; v o l I I , pp. 13-14; Wright, Neto Zealand, pp. 73-74.
25. Arthur S, Thomson, The Story of New Zealand: Past and Present-
Savage and Civilized, John Murray, Londres, 1859, vol. I I , pp. 286-287, 334,
336-337.
2.58 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

niveles sin precedentes en la Europa occidental en los últimos años


del siglo xviii y los primeros del xix, era endémica en las ciudades
26
industriales y en los puertos británicos. El medio de conexión entre
dichos puertos y los maoríes lo constituían barcos fríos y húmedos,
tripulados por^hombres desnutridos, a menudo mal vestidos y maltra-
tados que, marineros en la lenta era de la navegación a vela, no po-
dían tener una vida familiar normal. La tuberculosis v las infecciones
venéreas eran para ellos enfermedades laborales.
El Capitán Cook y sus hombres llevaron muchos agentes patóge-
nos a Nueva Zelanda, ninguno peor que el de la tuberculosis, que
mató a tres miembros de la tripulación durante su primer viaje al
27
Pacífico. Sin embargo, no existen pruebas inequívocas de la difusión
de enfermedad alguna de importancia transmitida a los maoríes en
los primeros años de contacto con los pakeha, a excepción de las ve-
28
néreas. En 1769 los británicos no encontraron rastro de ellas en
tierra, pero en 1772 los franceses las encontraron entre los indígenas
en aquellos sitios de la costa neozelandesa a los que se habían acercado
los británicos. De hecho, los franceses contrajeron la infección que
habían dejado tras de sí, para ellos, sus compañeros europeos. Al tra-
zar de nuevo su propio rumbo en 1773, Cook encontró que las en-
fermedades venéreas se habían extendido a Charlotte Sound, y a va-
rios de sus hombres les fueron contagiadas por las «chicas guapas y
29
alegres», Esta fue el hacha que apuntó hacia la raíz de la existencia
maorí,
Si se hace caso de la tradición oral maorí, habría que admitir que
circularon por Nueva Zelanda, en los años próximos al inicio del si-
glo xix, otros agentes patógenos diferentes de los de la tuberculosis
y las enfermedades venéreas; agentes patógenos de efecto letal más

26. Rene Dubos y Jean Dubos, The White Plague: Tuberculosis, Man and
Society, Little, Brown, Boston, 1952, pp. 8-10.
27. J. C. Beaglehole, The Life of Captain James Cook, Stanford University
Press, 1974, p. 269; L. K. Gluckman, Medical History of Neiv Zealand Prior
to 1860, Whitcoulls, Christchurch, 1976, p. 26; James Watt, «Medical Aspects
and Consequences of Cook's Voyages», en Captain James Cook and His Times,
Robin Fisher y Hugh Johnston, eds., Douglas & Mclntyre, Vancouver, 1979, pp.
141, 152, 156.
28. En aquella época, la ciencia no diferenciaba entre sífilis y gonorrea y
tenía tendencia a considerar todas las enfermedades venéreas como una sola.
29. Gluckman, Medical History, pp. 191-195; Historical Records of New
Zealand, vol. II, p. 204.
NUEVA ZELANDA

inmediato. Los relatos maoríes, años después de los hechos, hablaban


de algo llamado rewa-rewa que se extendió por la Isla Norte e inclu-
so por la Isla Sur, matando a gran número de personas. Nunca sabre-
mos a cuántas personas mató ni hasta dónde llegó. El tiko-tiko se
manifestó en Mercury Bay. Hubo una epidemia de paparen, que
es el nombre de una especie de tobogán maori. Los supervivientes
compararon la muerte de tanta gente con la superficie resbaladiza del
paparen}® Antes de dejar de lado estos relatos, recogidos por los «pri-
mitivos» tal vez décadas después de los hechos mencionados, habría
que señalar que se hacen eco de experiencias muy similares, y a
menudo documentadas, de otros pueblos —guanches, amerindios, abo-
rígenes australianos— aislados antes de tomar contacto con los marin-
heiros. Los hawaianos, arrojados a.la comunidad mundial por el mis-
mo Capitán Cook que la anunció entre los maoríes, experimentaron
la iniciación en forma de una epidemia que llamaron okaii, posible-
1
mente la peor del archipiélago, poco después del rewa-rewa?
Es imposible identificar las enfermedades de estas epidemias se-
mimíticas, ya sea en Hawai o en Nueva Zelanda, pero podemos estar
seguros de que no se trató de viruela, azote de las Américas y de
Australia. Ningún europeo que visitó las islas en los primeros tiempos
vio indígenas marcados por la viruela, ni tampoco éstos narraban
cuentos relativos a una ira sobrenatural que transformara una gran
porción de la población en horrores exudantes. La lejanía todavía de-
fendía a los polinesios.
La historia de Nueva Zelanda, entre la primera aparición de Cook
en el horizonte y 1814, está más llena de sombras que de claros. Lle-
garon algunos exploradores más: Jean Fran^ois Surville en 1769,
pisando los talones a Cook; Marión du Fresne en 1772; de nuevo
Cook en 1773-1774 y en 1777; George Vancouver en 1791, y otros.
Los primeros cazadores de focas, balleneros y aserradores llegaron y
se marcharon. Arraigaron unas cuantas malas hierbas exóticas, los
maoríes experimentaron con los cerdos, los nuevos cultivos y con
unas cuantas herramientas de metal y anduvieron arriba y abajo man-

30. Peter Buck, Medicine amongst the Maoris in Ancient and Modern Times,
tesis doctoral de medicina, Nueva Zelanda, Alexander Tumbull Library, Wel-
lington, Nueva Zelanda, pp. 82-83; W. H , Goldie, «Maori Medical Lore»,
TPNZI, 37, 1904, p. 84; Gluckman, Medical History, pp. 167-168.
31. Robert C. Schxmtt, «The Okuu — Hawaii's Epidemic», Haivaii Medical
Journal, 29 (mayo-junio de 1970), pp. 359-364.
260 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

teniendo en alto unos cuantos ejemplares del más fantástico de los


ingenios de los pakeha: los mosquetes. Tal vez las enfermedades ve-
néreas y otras nuevas infecciones se cobraron entre ellos un tributo
considerable. Pero la integridad de la biota neozelandesa y el dominio
de los maoríes sobre el territorio eran todavía sólidos- Aquello que
inyectaban los barcos de los pakeha podía absorberse sin que se pre-
cipitasen cambios drásticos. En 1805, el sargento John Savage, al
desembarcar en la Bahía de las Islas, encontró que los maoríes co-
rrientemente eran «sanos y saludables». Sin embargo, les predijo ho-
rrores para las generaciones venideras, basando sus predicciones en
lo que sabía sobre las experiencias de amerindios y aborígenes aus-
32
tralianos.

1814-1840

Si un gigante tuviera que empuñar Nueva Zelanda, seguramente


la asiría por el mango, la larga península llamada Northland que se
extiende al noroeste del grueso de la Isla Norte. Allí fue donde los
pakeha tomaron posesión por primera vez de Nueva Zelanda, estable-
ciendo colonias de forasteros que aprendieron a vivir en Nueva Ze-
landa y a vivir con los maoríes. Los maoríes de los alrededores de
aquellos pueblos y enclaves sufrieron cada vez una mayor alienación
respecto a sus tradiciones y sirvieron para llevar las ideas, las técni-
cas, los artefactos y los vicios europeos hacia las profundidades de
Nueva Zelanda. Fue en Northland donde las plantas, los animales y
los agentes patógenos de los pakeha penetraron más libremente trans-
formándola año tras año en una tierra en la que los pakeha se sentían
como en casa cada vez más y los maoríes cada vez menos.
Los primeros colonos pakeha no llegaron como gigantes sino como
suplicantes. En 1814, los ngapuhi de la Bahía de las Islas en Northland,
una amplia extensión de agua con cerca de 150 islas y abundantes
calas y puntos de anclaje resguardados, permitieron la entrada al terri-
torio de su tribu a un pequeño grupo de misioneros de la iglesia de
Inglaterra. A cambio, los ngapuhi no querían el cristianismo, lo que
por aquellos tiempos no servía para nada a los maoríes, sino los cono-
cimientos de los misioneros sobre los artículos, las herramientas y el

32. Savage, Account of New Zealand, p. 87.


NUEVA ZELANDA 261

poder de los europeos, y sobre cómo acceder a ellos. Por doce hachas,
los misioneros adquirieron doscientos acres de terreno, los comienzos
del considerable latifundio que llegó a tener la iglesia en el país maorí,
33
y que más tarde se convertiría en fuente de problemas. Durante el
siguiente cuarto de siglo, se fundaron otras misiones, en su mayoría
anglicanas, algunas wesleyanas y una católica romana, pero ninguna
influyó jamás tanto en la historia de Nueva Zelanda como las de las
inmediaciones de la Bahía de las Islas, en las que los misioneros y,
pisándoles los talones (y los Diez Mandamientos también), los balle-
neros, construyeron los centros neoeuropeos más importantes de todo
el país.
Habrían de pasar diez años antes de que los misioneros convirtie-
sen al primer maorí, pero su influencia inicial fue enorme, y profun-
damente irónica por sus efectos secundarios. Incrementaron el atrac-
tivo de Nueva Zelanda para los pakeha mediante la aceleración del
proceso de europeización, una aceleración que pondría a muchos pa-
ganos en el camino del pecado antes de tener la posibilidad de escoger
el de la virtud. Los cristianos trajeron consigo plantas y animales
—trigo, diversas verduras y árboles frutales, caballos, ganado bovino,
ovejas y otros animales— e instruyeron a los maoríes en su crianza y
explotación, Los maoríes necesitaban en verdad esta ayuda: al prin-
cipio arrancaban el trigo para comprobar lo grandes que se habían
hecho sus tubérculos, y se mostraban desconcertados frente a una vaca
34
pastando, pues no sabían cuál de los dos extremos era la cabeza.
Pero aprendieron rápidamente, y los excedentes exportables de Nueva
Zelanda aumentaron. ¿Quién los compraría?
Los maoríes encontraron clientes debido a la demanda de aceite
de ballena, que se quemaba para alumbrar la noche de los ciudadanos
europeos y sus poblaciones de ultramar. A finales del siglo x v n i , ba-
lleneros europeos y neoeuropeos de Norteamérica doblaron el Cabo
de Hornos y descubrieron los ricos bancos balleneros del Pacífico.
Durante una generación, miles de hombres procedentes de Gran Bre-
taña, de los Estados Unidos y de Francia, más cierto número proce-
dente de Australia, hicieron el trayecto del Pacífico en busca de ca-

33. Thompson, Story of New Zealand, vol. I, pp. 305-308.


34. The Letters and Journals of Samuel Marsden, John R. Eider, ed., Coulls
Somerville Wilkíe, Dunedin, 1932, p . 67; J. K. Nicholas, Narrativo of a Voyage
to Neto Zealand, Wilson & Horton, Auckland, s i . , vol. I, pp. 84, 85.
262 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

chalotes. Estos balleneros necesitaban comida, preferentemente que


les fuera familiar, así como agua dulce, caladeros resguardados y ma-
dera para las reparaciones y para combustible, y no eran contrarios
a un poco de diversión si estaba disponible. En el Pacífico central, el
mejor puerto para sus propósitos era Honolulú. En el Pacífico sur, el
mejor puerto de recalada era la Bahía de las Islas. Hubieran navegado
—y de hecho lo hacían— miles de kilómetros para conseguir el cerdo,
las patatas, el maíz, la col, la cebolla y —como propina— las mujeres
de la Bahía de las Islas, Los balleneros fueron la energía que impulsó
el proceso de europeización durante dos décadas. Los misioneros lo
observaban horrorizados: «Aquí se cometen borracheras, adulterios,
35
asesinatos, etc. ... Satán conserva sus dominios sin ser importunado».
¿Qué motivaría a los maoríes a dar caza a miles de cerdos, que-
mar y roturar laderas enteras para cultivar tubérculos, cereales, coles
y otras verduras para aquellos clientes que habían atravesado medio
mundo en su busca? El trueque usual —mantas, indianas, espejos,
abalorios, tabaco y whisky— no bastaba para convertir al maorí en
el Hombre Económico tan querido por los economistas británicos con-
temporáneos. Los mosquetes lo hicieron.
Desde principios de la década de 1770, los maoríes codiciaron
abiertamente herramientas y armas de metal. En 1814, canjeaban uno
o dos cerdos grandes por un hacha. Aquel mismo año, cambiaron 150
36
cestos de patatas y ocho cerdos por un mosquete. Una tribu tenía
que tener mosquetes, primero por su poder místico, el mana, y des-
pués por su potencia de fuego. La posesión de mosquetes podía con-
vertir a un jefe en amo de muchos esclavos. La falta de pistolas haría
de él seguramente un hombre muerto y de su gente un pueblo de
esclavos.
Hasta la década de 1830, la mayoría de las pistolas que fluyeron
hacia Nueva Zelanda penetraron a través de la Bahía de las Islas, don-
de los balleneros las utilizaban como moneda corriente para pagar
aquello que necesitaban y que querían. El mayor de los cabecillas
maoríes de la zona fue Hongi Hika, jefe de los ngapuhi, que fue a
Inglaterra en 1820 para obtener mosquetes y una pistola de doble

35. William Yate, An Account of New Zealand, Irísh University Press,


Shannon, 1970, p. 103.
36, Raymond Firth, Economice of the New Zealand Maon R. E. Qwen,
f

Wellington, 1959, p. 443,


NUEVA ZELANDA

cañón, artículo este último que era la mayor posesión que un hombre
37
podía tener en esta tierra. Regresó con sus pistolas y, además, con
una armadura de malla —regalo de Jorge IV— y desencadenó la
serie más sangrienta de campañas militares en la historia del país.
Luchaba con su armadura, disparando cinco mosquetes que le carga-
ban una y otra vez sus sirvientes. Una bala de mosquete le atravesó
los pulmones en 1827 y vivió durante un año más con un agujero
en el pecho por el que silbaba el aire con un sonido ronco, para su
38
divertimento. Bajo su liderazgo, los ngapuhi y sus tribus aliadas se
vieron reforzadas por el prestigio derivado de la asociación con los
pakeha, incluso con los misioneros, y, por encima de todo, armados
con los mosquetes suministrados por los balleneros; así infligieron
terribles bajas entre sus rivales, mataron a miles y apresaron a los
supervivientes como esclavos, y a las mujeres para alquilarlas a los ba-
lleneros. Hongi Hika convirtió los mosquetes en una necesidad para
los maoríes, y, al cabo de unos cuantos años, sus mosqueteros habían
extendido la infección de la pólvora desde Northland a toda la isla,
y más tarde, con flotas de canoas de guerra, a la Isla Sur, donde gente
empuñando lanzas y cachiporras esperaba defenderse contra otra gen-
te que empuñaba mosquetes.
Durante 1830 y 1831, Sydney exportó a Nueva Zelanda, donde
todavía sólo había unos cuantos centenares de blancos, más de 8.000
39
mosquetes y más de 70.000 libras de pólvora. En la década siguiente,
el ritmo bélico se hizo más lento, a medida que los mosquetes, que
ahora penetraban en Nueva Zelanda en cantidad desde cierto número
de centros costeros además de la Bahía de las Islas, se difundían cada
vez más ampliamente. Finalmente las tribus alcanzaron una especie de
brutal equilibrio de terror, que, por supuesto, mantuvo la demanda
de armas de fuego. ¿De qué otro modo podía participar una tribu en
el equilibrio?
Empezando alrededor de la Bahía de las Islas, los maoríes plan-
taron centenares de campos de cultivos extraños para pagar a los
pakeha las armas y demás artículos manufacturados, desgarrando el

37. Cruise, Ten Montbs, p, 20.


38. Encyclopedia of New Zealand, vol. I, pp. 111-112; Wríght, New Zea-
land, pp. 97-99.
39. D. U, Urlich, «The Introduction and Dif fusión-of Firearms in New
Zealand, 1800-1840», Journal of the Polynesian Society, 79 (diciembre 1970),
pp. 399-409,
264 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

ecosistema con brechas que abrieron el paso a agresores vegetales fo-


ráneos. Cuando visitó la isla en 1835, Charles Darwin señaló la pre-
sencia de malas hierbas «que, como las ratas, me veía obligado a
reconocer como compatriotas», en especial un tipo de puerro, llevado
por los franceses, y la romaza común, que «me temo, quedará para
siempre como prueba de la picardía de un inglés que vendió semillas
40
de esta mala hierba en lugar de semillas de tabaco». Plantas exóticas
que no se comportaban especialmente como malas hierbas en Europa,
sí lo hacían en Nueva Zelanda. En 1838, Joel S. Polack, residente en
la Bahía de las Islas con vínculos estrechos con los maoríes, señaló que
nabos, rábanos, ajos, apios, berros e incluso (como en las Carolinas de
Norteamérica alrededor de 1700) melocotoneros crecían en estado sil-
vestre, Compró una franja en la que había dos melocotoneros, y com-
probó que había brotado un centenar más alrededor de la pareja pro-
41
genitura.
En las décadas de 1820 y 1830, se incrementaron las especies de
los animales de los pakeha en tierra, y al parecer todas prosperaron,
pero ninguna ejerció mayor influencia sobre la economía maori y sobre
el ecosistema neozelandés —y a largo plazo sobre la historia de los
pakeha en Nueva Zelanda— como los incondicionales de los corrales
del Viejo Mundo; cerdos, caballos y ganado bovino, Los maoríes cria-
ron grandes cantidades de cerdos para la venta; montones más hu-
yeron a los bosques, algunos de ellos monstruos de hasta 140 kilos
de peso, que hurgaron enormes territorios y abrieron paso a las se-
millas exóticas. Por más cerdos que se capturasen, siempre parecían
quedar cantidades ilimitadas. Había que contar con proteína animal
42
para los pagos, cosa que ciertamente no ocurría en Europa. Sabemos
poco acerca de los caballos durante las décadas de 1820 y 1830, aparte
de que se buscaban el sustento por sí mismos y de que criaban potros
fuertes y sanos, y que los maoríes adoraban a estos enormes cuadrúpe-
dos por su potencia y por la movilidad que proporcionaban. Los do-
cumentos no registran la existencia de manadas de caballos salvajes
tan pronto; en Nueva Zelanda no las habría hasta la segunda mitad
del siglo, Puede que el ganado vacuno, más fácilmente adaptable al

40. Charles Darwin, Voyage of the Beagle, Doubleday, Garden City, N.Y.,
1962, p. 426.
41. J. S. Polack, New Zealand: Being a Narrative of Travels and Adventures,
R. Bentley, Londres, 1838, vol. I, pp. 290-292.
42. Polack, New Zealand, vol. I, p. 313.
NUEVA ZELANDA 265

ramoneo en los bosques que los caballos, arraigaran mejor que éstos
en la Isla Norte, pero existen pocos informes sobre ello, ninguno con
estadísticas, y podemos estar seguros de que no se propagaron en el
abandono como lo hicieron en la Pampa, Los mayores pastizales de
Nueva Zelanda se extienden en la Isla Sur, no en la Isla Norte. Aun
así, algunas reses se hicieron salvajes y tanto las mansas como las sal-
vajes se incrementaron lo bastante rápido como para impresionar a los
maoríes, quienes, envidiosos de los altos índices de natalidad de las
familias de los misioneros, acusaban a los cristianos de multiplicarse
43
como el ganado bovino.
El número total de caballos y de reses que existía en Nueva Zelan-
da era pequeño, pero estaba creciendo. Tal vez su cantidad fuera pe-
queña no sólo debido a la falta de pastos —la Isla Norte es una tierra
mucho más adecuada para cerdos que para caballos o ganado bovi-
no—, sino también al poco tiempo transcurrido desde su introduc-
ción. La progresión geométrica no parece abrumadoramente mayor
que la aritmética hasta después de las primeras series de multipli-
caciones.
De los pocos obstáculos con que topó el incremento de estos exó-
ticos cuadrúpedos, el mayor fue la escasa disponibilidad de hierba.
En la Isla Norte, los animales tenían mucho de qué pastar, especial-
mente heléchos, pero pocos vegetales autóctonos podían sobrevivir
a un pastoreo intensivo durante mucho tiempo, y este es precisamente
el asunto de que se trata. A los pakeha de la Isla Norte les pareció
que jamás serían importantes las ovejas en Nueva Zelanda (que ac-
tualmente tiene un exceso de 60 millones de ovejas) simplemente por-
44
que no había bastante comida. Los pakeha hicieron lo posible por
afrontar el problema a la manera de Crozet, llenándose los bolsillos
de semillas de hierba y esparciéndolas en los bosques; algo de lo que
plantaron floreció, pero la hierba generalmente no florece en la som-
bra intensa. La mayor parte del pasto de la Isla Norte de la actuali-
dad data de la segunda mitad del siglo xix o de épocas posteriores,
cuando los trabajadores inmigrantes, o los maoríes contratados, tala-

43. Letters and Joumals of Marsden, p . 230; Polack, New Zealand, vol. I ,
p . 315; Tbe Early Joumals of Henry Williams, Lawrance M. Rogers, ed., Pega-
sus Press, Christchurch, 1961, p . 342.
44. Nichoks, Narrative, yol. I I , p . 249; Darwin, Voyage, p . 423; BPPCNZ,
yol. I I , pt, 2, p . 64.
266 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

ron y quemaron centenares y centenares de kilómetros cuadrados de


bosques.
Algunos de los fenómenos que habían sido automáticos en otras
'Nuevas Europas se retuvieron en Nueva Zelanda porque su biota era
menor y más simple que la de aquéllas. Tomemos en consideración la
historia del trébol, campeón entre las malas hierbas del Perú y de Nor-
teamérica. Cuando los misioneros importaron y sembraron semillas
de trébol blanco en Nueva Zelanda, éste creció espeso, verde y sucu-
lento como se podía esperar de un clima húmedo y moderado. Pero se
negó a granar. En Nueva Zelanda, cuyo clima es, entre todas las Nue-
vas Europas, tal vez el más similar al de Inglaterra, este campeón de
las malas hierbas tenía que ser replantado cada temporada. El proble-
ma era que Nueza Zelanda carecía de un insecto poJinizador eficaz. Por
más rápido que una planta sea capaz de diseminarse, o por más que
sea capaz de crear un espeso manto de vegetación, lo que importa es
que algo lleve el polen del estambre al pistilo. Los maoríes neozelan-
deses podían prosperar, y lo habían hecho durante siglos, sin ese algo,
45
pero los pakeha neozelandeses no podían.
En 1839, una tal Miss Bumby, hermana de un misionero, intro-
dujo la abeja en Nueva Zelanda, en Opononi, Hakianga Harbor, Isla
Norte. Las dos colmenas, transportadas desde Inglaterra, fueron em-
plazadas en el patio de la misión, «considerándose este lugar el más
libre de las posibles molestias acarreadas por la curiosidad de los na-
tivos, que nunca habían visto abejas antes». Se produjeron nuevas
aportaciones en 1840 y 1842, Los insectos importados se encontraron
como en la gloría en su nuevo medio. Enjambraron cinco, diez y hasta
veinticinco veces al año, produjeron abundante miel y cera y polini-
zaron millones de tréboles, que pronto empezaron a hacer honor a la
reputación de los americanos, De ahí que contribuyeran inconmensu-
rablemente a hacer de Nueva Zelanda un lugar acogedor para el ga-
nado europeo y para los pakeha.**
Los maoríes no eran tontos inocentes respecto a los pakeha y a

45. Yate, Account, p. 75.


46. Richard Sharell, New Zealand Insects and their Story, Collins, Auckland.
1971, p. 176; William Charles Cotton, A Manual for New Zealand Bee Keepers,
R. Stokes, Wellington, 1848, pp. 7, 8, 51-52; Encyclopedia of Neto Zealand,
vol. I, p. 186; W. T. Travers, «On Changes Effected in the Natural Fea tures
of a New Country by the Introduction of Civilizad Races», TPNZI, 2, 1869,
p. 312,
NUEVA ZELANDA

su avance incesante. Al propio Hongi le preocupaban los soldado*


47
blancos que venían desde Australia para tomar su país, pero la ame
naza de los pakeha no era tan descarnadamente imperialista. La ame-
naza más peligrosa no eran los soldados del mundo exterior, sino los
gérmenes del inundo exterior.
Los maoríes que habían ido al extranjero parecían tener menor
apego a la vida que los que habían permanecido. El gran jefe de la
Bahía de las Islas, Ruatara, se abrió camino hasta Londres y regresó
en 1814 como protegido de los misioneros y, potencialmente, como el
gran estadista maori de la época: «He introducido ahora el cultivo del
trigo en Nueva Zelanda. Se convertirá en un gran país, ya que dentro
de dos años podré exportar trigo a Port Jackson [Sydney] a cambio
de azadas, hachas, palas, y té y azúcar». Pero al poco tiempo de su
regreso al hogar, murió de una infección contraída en el extranjero,
posiblemente tuberculosis complicada con disentería. El reverendo
Samuel Marsden, testigo de las obras de los misioneros en Nueva Ze-
landa, y mentor de Ruatara, estaba atónito: «Apenas podía convencer-
me de que la Bondad Divina alejara de la tierra a un hombre cuya vida
parecía tan infinitamente importante para su país». Con su muerte,
desaparecía el único rival real de Hongi Hika como jefe más impor-
tante de Northland. Cuando Hongi fue a Gran Bretaña en busca de
sus mosquetes y de su armadura, también él contrajo el peligroso
mal de pecho, pero se recuperó. Era tal el peligro con el que se en-
frentaban los maoríes en el extranjero, que en la década de 1820 los
misioneros dejaron de enviar a sus protegidos maoríes a Europa y
48
ni siquiera a Australia; dicha norma se había demostrado mortífera.
Mientras tanto, morbidez y mortalidad se estaban elevando en
tierras maoríes. En 1838, la Isla Sur se vio afectada por el sarampión
49
con efectos desconocidos, pero la distancia aún actuaba eficazmente

47. Letters and Journals of Marsden, p. 383.


48. Nicholas, Narrative, vol. I, pp. 121, 257; vol. I I , p. 396; Letters and
Journals of Marsden, pp. 63-70, 76, 239, 246; The Missionary Register (agosto
de 1820), pp. 326-327, 499-500; Marsden's Lieutenants, John R. Eider, ed.,
Otago University Council, Dunedin, 1934, p. 167; John B. Marsden, Memoirs
of the Life and Labours of Samuel Marsden, Religious Tract Society, Londres,
1858, pp. 153-154, 157; H . T. Purchas, A History of the English Church in
New Zealand, Símpson & Williams, Christchurch, 1914, pp. 36-37; Gluckman,
Medical History, p. 209, Cruise, Ten Months, p. 20; Wright, Neto Zealand,
pp. 97-98.
49. Thomson, Story of Neto Zealand, vol. I, p 212.
J6S IMPERIALISMO ECOLÓGICO

como escudo contra la viruela. Por desgracia, hubo enfermedades mor-


tíferas que fueron mejores viajeras. Según parece, la diarrea fue cró-
nica, pero su presencia no nos dice mucho, ya que suele manifestarse
como síntoma de otra enfermedad más que por sí sola. Los maoríes
no padecieron, manifiestamente epidemias de fiebres tifoideas hasta
50
la última mitad del siglo, Las enfermedades respiratorias fueron causa
destacada de morbilidad y mortalidad entre los maoríes en las décadas
de 1820 y 1830. Su herencia tropical no les había preparado para un
peligro semejante; puede que los alimentos y el tabaco de los pakeha
socavaran su resistencia y las cabanas abarrotadas, oscuras y faltas de
aireación en las que vivían fueran perfectas para el cultivo y transmi-
sión de enfermedades de origen respiratorio. El «catarro» (vago tér-
mino Victoriano, pero cuya utilización es más segura que intentar di-
ferenciar entre resfriado, gripe, bronquitis, pulmonía y demás que
circulaban hace siglo y medio) hizo estragos entre las tribus una y
otra vez desde 1814. La oleada que afligió a los maoríes de la Bahía
de las Islas en 1827 y en 1828 fue particularmente fatídica para los
más viejos y para los más jóvenes. Los indígenas culparon de ella a
los pakeha y probablemente tuvieran razón, porque el mismo tipo de
enfermedad estaba asolando Sydney. También por aquellos años de-
sembarcó la tos ferina, que suele ser mortal entre pueblos que no la
hayan conocido antes. Tal abundancia de enfermedades respiratorias
persistió durante las dos siguientes décadas, y después no resulta muy
útil intentar trazar líneas entre el supuesto final de una epidemia y
el comienzo de la siguiente. «Dominan por todas partes los catarros
51
y resfriados», decía en 1840 Joel Polack.
Nada aventajó a la tuberculosis y a las enfermedades venéreas
como enemigos de los maoríes. Estos dos males proporcionaron los
fundamentos para la historia de los maoríes del siglo xix. La primera
llegó con el Capitán Cook, pero no volvió a manifestarse posiblemen-
te hasta la muerte de Ruatara en 1815. Cinco años después, los pakeha
del Dromedary admitieron, al visitar la Isla Norte para conseguir un
cargamento de largueros, que los maoríes estaban siendo atacados por

50, Thomson, Story of Neiv Zealand, vol. I, p. 213; Pool, Maori Popula-
tion, p. 119.
51. Augustus Earle, Narrative of a Residence in Neiv Zealand, E. H, McCor-
mick, ed., Oxford University Press, 1966, pp. 121-122; Early Joumals of Wil-
liams, pp. 87-89, 92; Pool, Maori Population, p. 126; Joel Polack, Manners and
Customs of the New Zealanders, Capper Press, Christchurch, 1976, vol. I I , p. 98.
NUEVA ZELANDA 269

algunas infecciones o por una falange de infecciones. El doctor Fair-


fowl las diagnosticó como «neumonía en su estadio agudo, y tam-
bién ... tisis, inflamación de los intestinos, cólicos, disentería, reuma-
tismo, etc.». Podría aventurarse la hipótesis de que los maoríes de la
Isla Norte fueron fulminados por la tuberculosis miliar, si bien re-
conociendo, por supuesto, que el origen de sus problemas muy bien
52
pudo haber sido una buena docena de infecciones importadas.
Hacia la década de 1820, el diagnóstico resulta más fácil. Auguste
Earle, un artista que vivió en la Bahía de las Islas en 1827 y 1828,
vio mujeres que eran «esqueletos vivientes», mujeres que unos cuan-
tos meses antes habían estado en perfecto estado de salud. La tisis
galopante, como se la conocía generalmente en el siglo xix, se ade-
cuaba netamente a los prejuicios maoríes sobre las causas sobrenatu-
rales de la muerte: «Es Atua, el Gran Espíritu, quien penetra en ellos
y devora sus entrañas; pues el paciente puede sentir cómo se van yen-
do gradualmente estas partes, y después se vuelven cada vez más
débiles hasta que no queda nada; tras lo cual el Espíritu les envía a
53
la Isla Feliz».
La Bahía de las Islas era un alegre puerto de recalada para los
balleneros, y el efecto de su presencia fue que la hospitalidad sexual
se transformó en prostitución rampante; las enfermedades venéreas se
convirtieron en plaga ubicua. Los jefes, que al principio sólo habían
ofrecido esclavas, pronto empezaron a ofrecer a miembros de sus pro-
pias tribus y, según algunos testimonios, a miembros de sus propias
familias. Los franceses, a menudo más candidos acerca de la sexuali-
dad en aquella época que los británicos, constituyen nuestra mejor
fuente sobre tal comercio. Cuando el Coquille ancló en la Bahía de
las Islas en 1824, 150 mujeres irrumpieron en el barco entre su tripu-
lación de 70 miembros, en busca de clientes. «El capitán intentó
deshacerse de este ganado lascivo, pero fue inútil: por cada diez mu-
jeres que dejaban el barco por uno de sus lados, veinte más subían
gateando por el otro; tuvimos que desistir en el intento de imponer
54
una medida que tanta gente estaba inquieta por infringir.» El sar-
gento John Watkins, quien se encontraba en la Bahía de las Islas a

52. Historical Records of New Zealand, vol. I, p. 555; Cruise, Ten Months,
p. 284.
53. Earle, Narrative, p. 178,
54. Duperry's Visit to New Zealand in 1824, Andrew Sharp, ed., Alexander
Turnbull Library, Wellington, 1971, p, 55.
270 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

finales de 1833 y principios de 1834. testificó que conoció a un hom-


bre que tenía cerdos y mujeres juntos para los barcos visitantes, y que
vendía los cerdos y los servicios de las mujeres «todo en el mismo
lote». Su impresión fue que ni una sola de las cincuenta mujeres de
55
la bahía estaba libre de infecciones venéreas.
Para los pakeha en cuanto raza, esto no significaba nada de impor-
tancia general, porque las mujeres de las que dependía el futuro de
dicha raza vivían sin mantener contacto con los antros de perdición
de la Bahía de las Islas y con las bases balleneras costeras, e incluso, te-
niendo en cuenta lo que casi puede llamarse segregación de los mari-
neros respecto a la sociedad «decente», ajenas a todo contacto indi-
recto. Para los maoríes, por el contrario, la situación significaba la
calamidad, porque los lugares de perdición se encontraban en sus pro-
pias tierras, y sus usos sexuales permitieron la extensión de las en-
fermedades venéreas a todos los niveles de su comunidad. Ya en 1820,
algunos sentían un gran pavor por los males venéreos y en cierto modo
56
los consideraban dioses europeos.
Los maoríes de Northland, especialmente los ngapuhi de Hongi,
obtuvieron triunfo tras triunfo en la década de 1820, pero los co-
mienzos de la siguiente les encontraron en un mundo en el que sus
enemigos tenían tantos mosquetes como ellos, un mundo en el cual
su número se estaba hundiendo y disipándose sus antiguos valores, y
los valores de los pakeha estaban más allá de toda comprensión. Los
maoríes llevaban las mantas de los pakeha hasta que las enmarañaba
la inmundicia y fumaban tabaco durante todas las horas que perma-
necían despiertos (los misioneros los despreciaban y los balleneros se
reían solapadamente). Los indígenas de la Bahía de las Islas cayeron
en la depresión y la apatía. No serían sus hijos, sino los pakeha, según
57
dijeron a Darwin, quienes heredarían la tierra.
Algunos maoríes se volvieron de espaldas a los blancos y culparon
a los intrusos de sus problemas. «Nos acusan —señalaba un misio-
nero— de ser los autores de sus males al haber introducido entre ellos
muchas enfermedades. Hasta que nosotros llegamos, dicen, los jóve-
nes no morían sino que vivían hasta ser tan viejos que se veían obli-

55. BPPCNZ, vol I, pt, 1, pp. 19, 22,


56. Historical Records of Netv Zealand, vol. I, p. 555,
57. Darwin, The Voyage of the Beagle, Doubleday, Garden City, N.Y.,
1962, p. 434; Judith Binney, «Papahurihia: Some Thoughts on Interpretatíon»,
Journal of the Polynesian Society, 75 (septiembre de 1966), pp. 321-322.
NUEVA ZELANDA

gados a arrastrarse sobre sus manos y sus rodillas. Nuestro Dios,


58
dicen, es cruel; por eso no quieren conocerle.»
Algunos maoríes buscaron en la síntesis un remedio para la con-
fusión. En 1833, apareció en la Bahía de las Islas un nuevo culto fun-
dado por Papahurihia, también-llamado Te Atua Wera. Era una
mezcla de tradiciones maoríes y judeocristianas, y predicaba que sus
seguidores eran los hijos de Israel, adoptando más bien el sabbath
judío que el sábado cristiano. Tal vez fuese la consecuencia de la con-
jetura hecha por los misioneros según la cual los maoríes serían los
descendientes de las diez Tribus Perdidas de Israel. Mezclaba símbo-
los maoríes y pakeha —la serpiente del Génesis y el ngarara, el espí-
ritu maorí en forma de lagarto, por ejemplo— y predicaba que el
cielo era un país lleno de cuanto un maorí podía desear; barcos, pis-
tolas, azúcar, harina y placeres sensuales. También podía haber in-
cluido como entretenimiento aquello que los misioneros prohibían
59
rotundamente: el combate y la matanza.
A finales de la década de 1830, decayó este culto —podría resul-
tar más exacto decir que se sumergió— arrollado por el esfuerzo ma-
sivo de la mayoría maorí para encararse al desafío que representaban
los pakeha adoptando sus costumbres, su religión, sus conocimientos.
Los maoríes de Northland vistieron las ropas del hombre blanco, a
menudo al revés e invertidas, e hicieron un valeroso esfuerzo, por
desgracia con éxito, para encontrar agradables el alcohol y el tabaco
y se aferraron apasionadamente al cristianismo y a la Biblia. Fue así
como la infección de pólvora, al asolar el territorio hacia el sur desde
la Bahía de las Islas, fue seguida a unos cuantos años de distancia
por una ola de cristianismo y alfabetización.
Los misioneros contribuyeron en gran medida a dicho ímpetu me-
diante el ejemplo de las misiones, donde presentaban a los maoríes los
aspectos positivos de la cultura pakeha: la fe y la esperanza, la agri-
cultura avanzada con animales de carga y arados, y la tecnología sen-
cilla. En 1835, en North Waimate, más o menos a un día de excursión
de la Bahía de las Islas, Charles Darwin encontró una misión con cam-
pos de cebada, trigo, patatas y trébol, huertos con todo tipo de ver-

58. Letters and Joumals of Marsden, p. 441.


59. Ormond Wílson, «Papahurihia, First Maori Prophet», Journal of the
Polynesian Society, 74 {diciembre de 1965), pp. 473-483; J. M. R. Owens, «New
Zealand before Annexation», The Oxford History of New Zealand, pp. 38-39.
272 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

duras europeas, manzanos, perales, albaricoques y melocotoneros, un


corral con cerdos y aves de corral, y con un considerable molino hi-
dráulico, todo ello allí donde previamente sólo había heléchos. «La
lección de los misioneros —escribió— es la varita mágica. Los [na-
tivos] neozelandeses habían construido la casa, habían hecho ven-
tanas, habían arado los campos e incluso habían injertado los árboles.
En el molino, se veía a un neozelandés empolvado de harina, como
su hermano molinero inglés.» Al atardecer, los hijos de los misioneros
60
y los maoríes de la misión iban juntos a jugar al criquet.
Los misioneros, casi todos ellos protestantes y que consideraban
la capacidad de leer y escribir como una virtud primordial, abor-
daron el problema del analfabetismo maori como si se tratase de la
losa que debía apartarse de la tumba de Cristo. Aprendieron la lengua
maori, idearon un alfabeto y en 1837 publicaron completo el Nuevo
Testamento en maori. Hacia 1845, había por lo menos un ejemplar
61
de esta publicación por cada dos maoríes del país.
Los misioneros ofrecieron a los maoríes una nueva religión, nue-
vos conocimientos, nuevas herramientas y la magia del alfabeto, pero
fueron los propios maoríes quienes aceptaron (que no se apoderaron
de ellas) las oportunidades que se les ofrecían. Los trasmisores más
eficientes del cristianismo y de la alfabetización fueron los prisioneros
hechos por los ngapuhi y sus aliados —lo más bajo de lo más bajo,
ios esclavos— que abrazaron la nueva religión con el mayor fervor,
y más tarde, cuando se desvanecieron las guerras y fueron liberados,
regresaron a sus hogares portando la Palabra con ellos. Cuando los
misioneros penetraron en los distritos centrales del sur de la Isla Nor-
te, se encontraron con que los maoríes ya estaban pidiendo a voces
instrucción y libros, y a menudo ya funcionaban escuelas de poblado
62
con maestros maoríes.
No hubo conversiones de maoríes hasta 1825, y tan sólo unos
cuantos —generalmente entre los moribundos— entre 1825 y 1830.
Diez años más tarde, solamente los anglicanos alegaban contar con

60. Darwin, Voyage, pp. 424-425.


61. Michael D. Jackson, «Literacy, Communication and Social Change»,
Conflict and Compromise, Essays on the Maori since Colonisation, I. H . Kaw-
haru, ed., A. H. & A. W. Reed, Wellington, 1975, p. 33; Encyclopedia of New
Zealand, vol. I I , pp. 869-870.
62. Jackson, «Literacy», Conflict and Compromise, pp. 33, 37; Yate, Ac-
count, pp. 239-240.
NUEVA ZELANDA 273

2.000 comulgantes y que miles más. adultos y niños, eran instruidos


63
en el cristianismo y las reglas básicas de la lectura y la escritura.
La conversión puede aceptarse indolentemente, pero aprender a
leer y escribir es un trabajo arduo. Como dijo Tbomas Tuhi después
de la visita que realizó en 1818 a una alfarería de Inglaterra, donde
hizo algunas tazas: «Dije que sí muy pronto a aprender con los dedos,
64
pero libro muy difícil». Cuando hizo esta observación, sólo unos
cuantos maoríes sabían leer y la mayoría de ellos probablemente es-
tuvieran en Australia o en alta mar. En 1833, sabían leer unos 500.
Al cabo de un año más o menos, según el viajero Edward Markham,
entre 8.000 y 10.000 sabían «leer, escribir y sumar» —probablemen-
te fuera una exageración, posiblemente una tremenda exageración,
pero cuando cada uno de los lectores enseña a dos más, los cuales
enseñan a cuatro, y así sucesivamente, puede darse una aceleración
extraordinaria al menos de un aprendizaje rudimentario, especialmen-
te si el aprendizaje va ligado al fanatismo religioso. Ernst Dieffenbach,
científico que viajó extensamente por entre los maoríes hacia el año
1840, expresó su preocupación por su salud, ya que en lugar del cons-
tante ejercicio, se estaban volviendo sedentarios, al haberse «conver-
65
tido en lectores».
Cabe preguntarse hasta qué punto eran profundas las conversio-
nes y la alfabetización de los maoríes. El reverendo J. Watkins seña-
laba que algunos maoríes creían que los misioneros tenían un libro
llamado Puka Kakari que hacía invulnerable, a quien lo poseía, frente
al garrote o a las balas. Otros creían que los pakeha tenían un libro
que volvía a los muertos a la vida si se colocaba sobre el pecho de los
fallecidos. Watkins encontró uno de estos libros en Waikouaite; re-
66
sultó ser una publicación llamada Norie's Epitome. Pero dar exce¬
siva importancia a la superstición de los maoríes sería excederse en
la crítica. Por más confusos que se mostrasen respecto a la naturaleza

63. Judith Binney, «Christianity and the Maori to 1840 — a Comment»,


New Zealand Journal of History, 3 (octubre de 1969), pp. 158-159.
64. Marsden, Memoirs of Samuel Manden, p. 130.
65. Wright, New Zealand, pp. 174-175; Ernst Dieffenbach, Travels in
New Zealand, Capper Press, Christchurch, 1974, vol. II, p. 19; Edward Mark-
ham, New Zealand, or (be Kecollection of It, R. E. Owen, Wellington, 1963,
P. 55.
66. J. Watkins, «Journal oí 1840-44», mecanografiado, Alexander Turnbull
Library, Wellington, New Zealand.
>

274 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

de la-nueva religión y los nuevos libros, el hecho que perdura es que


no sucumbieron a la adoración vacía, al alcoholismo o a la apatía, sino
que adoptaron el cristianismo y la alfabetización con el mismo entu-
siasmo con que habían adquirido los mosquetes.
Pero en un sentido inmediato, no les hizo mucho bien. A medida
que intentaban europeizarse para conservar el control sobre la vida,
se aceleraba la rapidez con la que se producían sus pérdidas. Nueva
Zelanda se estaba volviendo extraña bajo sus pies: más deseable de
lo que posiblemente jamás había sido antes, pero tan deseable para los
cada vez más numerosos pakeha como para los decadentes maoríes.
Cada vez eran más los balleneros que llegaban a la Bahía de las Islas
—en 1836, por ejemplo, por lo menos noventa y nueve barcos ingle-
67
ses, cincuenta y cuatro americanos y tres franceses—; en ocasiones
eran mil los blancos que desembarcaban, en su mayoría borrachos o
en camino de emborracharse. Cada vez se trasladaban más empresa-
rios pakeha para intentar sacar beneficios de la situación. Algunos
compraron tierras alrededor de la bahía; algunos se trasladaron y con-
siguieron en otros lugares tierras que mantenían con la esperanza de
revender cuando el incremento de la inmigración aumentara su va-
lor. El estafador de tierras, figura corriente en la mayoría de las colo-
nias, había llegado a Nueva Zelanda, Los misioneros prosiguieron
sus buenas obras, que también conllevaban la obtención de tierras, y
siguieron dejando atónitos a los maoríes con sus índices de natalidad.
En 1839, según el reverendo Henry Williams, residían más de mil
pakeha en Nueva Zelanda: residían, no estaban de paso. Se quejaba
de que la situación era anárquica: «Toda la población blanca está
libre de todo imperativo de la ley». Sin una fuente reconocida de
autoridad, las cosas podían desmadrarse peligrosamente, como cuando,
en agosto de 1839, una muchedumbre de marineros norteamericanos,
que había desembarcado en la Bahía de las Islas, creyó que se había
abusado de ellos, desplegó su Vieja Gloria, y, en un arrebato justicie-
68
ro, echó abajo la casa de un subdito inglés.
Los maoríes estaban sucumbiendo en medio de una situación no
solamente fuera de su control, sino cada vez más ajena a su compren-
sión. Si un hombre con dos esposas se hacía cristiano, y entregaba una

67. T. Lindsay Buick, The Treaty of Waitangi, S. & W. MacKay, Wcl-


lington, 1914, p. 29.
68. Historical Records of New Zealand, vol. I I , pp. 609-611.
NUEVA ZELANDA 271

de ellas a otro hombre, ¿cuáles eran exactamente las obligaciones de


cada hombre, especialmente si no estaban de acuerdo ni ella ni sus
parientes? ¿Quién era responsable de que los cerdos entrasen en un
campo cultivado y destrozasen la cosecha; el propietario de los cerdos
o el hombre que había sido demasiado perezoso para vallar su campo?
¿Qué ocurría si, como sucedía en ocasiones, los esclavos que recien-
temente habían adquirido nuevos conocimientos o posición se promo-
cionaban por encima de sus amos? «Sólo estas son las cosas que nos
69
hacen errar; las mujeres, los cerdos y el luchar unos contra otros.»
. El gobernador de Nueva Gales del Sur, la fuente más cercana de
ley europea, envió a un residente británico a Nueva Zelanda para
poner las cosas en orden, pero carecía de autoridad real y aún menos
de poder. En 1837, doscientos misioneros y colonos solicitaron pro-
70
tección a la corona de Gran Bretaña. Evidentemente, el paso siguien-
te, legitimado por muchas otras peticiones, sería la intervención de
Gran Bretaña para anexionar Nueva Zelanda al imperio. Había pre-
siones en Londres en este sentido; quedarían así decapitadas las posi-
bles, ambiciones francesas en aquella parte del Pacífico y se proporcio-
naría a Gran Bretaña, en los albores de la era de los fragores cartistasj
un lugar adonde enviar su pretendido excedente de población. Pero
el gobierno en funciones estaba más interesado en ahorrar dinero que
en ganar más porciones de tierra en las antípodas. ¿Era la anexión
realmente necesaria? ¿Resultaría rentable Nueva Zelanda a largo
plazo?
El debate sobre la anexión no tiene en sí mayor interés para noso-
tros, pero resultan interesantes algunas de las respuestas dadas a los
ministros y a las comisiones parlamentarias que pretendieron saber si
Nueva Zelanda podía albergar potencialmente sociedades neoeuropeas.
Si Gran Bretaña se hacía cargo de aquel exótico lugar del otro lado
del mundo y enviaba cargamentos de emigrantes, ¿podría autoabas-
tecerse la colonia, o sería para siempre una sangría para los recursos
ingleses? Los expertos, los hombres que habían estado allí, respon-
dieron positivamente. De hecho, decían, Nueva Zelanda ya lo había
demostrado. Su clima era ideal, es decir, muy similar al de Inglaterra,

69. Aland Ward, A Show of Justice: Racial Amalgamation in Nineteenth


Centúry New Zealand, University of Toronto Press, 1973, p. 27.
70. Keith Sinclair, A History of Neiv Zealand, Oxford University Press,
1961, pp. 36-40; Buick, Trealy, pp. 24-26.
276 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

sólo que mejor. El trigo, decía un entusiasta, crecería a un ritmo


bianual, ¡posiblemente hasta sería perenne, brotando de nuevo de la
71
raíz! Por lo que respecta al ganado, Robert Fitz Roy, que había
capitaneado el Beagle de Darwin y que se convertiría en gobernador
de Nueva Zelanda, informó que los caballos, las vacas, las ovejas y
los ciervos se reproducirían en gran número si se les introducía en
el interior de Nueva Zelanda. Desde luego, tenía toda la razón. La
New Zealand Land Company, que pretendía persuadir a los británicos
de que emigraran a Nueva Zelanda, lo resumió todo en 1839, acer-
tando, a diferencia de • muchas compañías dedicadas a la venta de
tierras, con la verdad: «En cualquier lugar de cualquiera de las islas
[de Nueva Zelanda] se han plantado verduras europeas, frutas, pastos
y muchas clases de cereal florecen considerablemente; pero no más
que los diferentes animales que desde entonces se han importado,
como conejos, cabras, cerdos, ovejas, bovinos y caballos». La valora-
ción clásica sobre el país es la de Thomas McDonnell, quien decía po-
seer 150 millas cuadradas de tierra en Hokianga: «No; una persona
debe estar en apuros anormalmente duros si no logra abrirse camino
72
en Nueva Zelanda, la mejor tierra de hombres pobres del mundo».
La única pega de Nueva Zelanda eran los maoríes: por lo menos
100.000 indígenas resueltos, con una férrea tradición militar, amplios
suministros de mosquetes y munición, y que todavía ocupaban la
tierra. Como mínimo, podían involucrar a Gran Bretaña en una cos-
tosa guerra, cuya intendencia se encontraría a una distancia equiva-
lente a la mitad de la circunferencia terrestre. ¿Cómo se les había de
tratar? La respuesta de los expertos era de una simpleza contundente:
no se tenía que tratar con ellos; se estaban desvaneciendo. Según con-
venían los testigos, su principal problema eran las infecciones glan-
dulares: escrófula, infecciones tuberculosas de los nodulos linfáticos,
73
especialmente los del cuello. El residente británico James Busby
expuso su juicio sobre la situación de los maoríes en una carta dirigida
al secretario colonial, fechada el 16 de junio de 1837. Sí, los maoríes
estaban en franco retroceso, debido en parte a las enfermedades vené-
reas y a las muertes producidas por sus guerras, pero el relato com-

71. BPPCNZ, vol. II, p. 124.


72. BPPCNZ, vol. I, p. 336; vol. II, pp. 7, 124; vol. III, pp. 78-79.
73. BPPCNZ, vol. I, pt. 1, p. 119; pt. 2, p. 183; vol. II, pt, 2, pp. 106,
186; vol. III, p. 27.
NUEVA ZELANDA 277

pleto era más complicado e irreversiblemente catastrófico desde su


punto de vista:

La enfermedad y la muerte prevalecen incluso entre aquellos na-


tivos que, por su apego a los misioneros, sólo han recibido bene-
ficios de fcu relación con los ingleses; e incluso los numerosos niños
que son educados bajo los auspicios de los misioneros son aniqui-
lados con una velocidad que augura que, en época no demasiado
lejana, el país quedará desprovisto de todos sus habitantes aboríge-
nes. Los nativos son perfectamente conscientes de este declive; y
cuando comparan su situación con la de las familias inglesas, entre
las cuales los matrimonios han sido extraordinariamente prolíficos
y su descendencia sumamente saludable, sacan la conclusión de que
el Dios de los ingleses está echando a los habitantes aborígenes para
dejar lugar para ellos; y me parece que esta impresión ha produ-
cido entre, ellos un sentimiento muy general de temor e indiferen-
74
cia hacia la vida.

La opinión de Busby era similar a la de muchos maoríes que go-


zaban de mayor reconocimiento. Los jefes de la Isla Norte, paraliza-
dos por las rivalidades tribales, tambaleándose en un mundo Heno de
artefactos, prácticas y gentes más raras que cualquiera de las que apa-
recían en sus mitologías, viendo cómo sus propios parientes y sus
oueblos se deslizaban hacia el exterminio, se dirigieron de nuevo hacia
los pakeha en busca de ayuda. En 1840, se reunieron varios centena-
res de maoríes en Waítangi en presencia de William Hobson, el nue-
vo residente inglés y su futuro primer gobernador, quien les ofreció
la anexión como solución a sus problemas. Los hubo que defendieron
vehementemente el rechazo de la oferta. Sabían, ya que algunos de
ellos probablemente lo habían visto con sus propios ojos, lo que les
había ocurrido a los aborígenes australianos, y temían que los pakeha
les redujeran también al peonaje y la esclavitud. Te Kemara, jefe de
los ngatakawa, señaló al reverendo Henry Williams, supuestamente el
amigo de los maoríes, y gritó: «Tú, tú, tú, tú hombre de cabeza calva,
75
tú te has quedado mis tierras».
El curso del debate se decantó por el rechazo del tratado hasta
que habló Tamati Waaka Nene, un converso wesleyano que de joven

74. BPPCNZ, vol. I I I , pp. 27-28.


75. Buick, Treaiy, pp. 104-114,
278 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

había sido lugarteniente de Hongi. Conocía la magnitud del cambio


que los pakeha habían introducido entre los maoríes, un cambio dema-
siado grande para ser reversible. Ya habían sido enredados en la co-
munidad mundial. Primero se dirigió a sus iguales, los jefes, pidién-
doles una alternativa a la oferta de Hobson. Si la rechazaban,

¿Qué vamos a hacer entonces? Decídmelo aquí, oh vosotros,


jefes de las tribus de la parte norte de Nueva Zelanda, ¿cómo va-
mos a actuar de ahora en adelante? Amigos ¿de quién comemos las
patatas? ¿De quién son las mantas? Estas lanzas [levantando su
íaiaha] han sido relegadas. ¿Qué tienen los ngapuchi? Las pistolas
de los pakeha, sus balas, su pólvora. Muchos meses han permane-
cido en nuestras tobares [casas]; muchos de sus hijos son nuestros
hijos. ¿Acaso no se ha ido ya la tierra? ¿Acaso no está cubierta, toda
cubierta de hombres, con extranjeros, forasteros —incluso la hierba
y el pasto— sobre los que no tenemos ningún poder?

Entonces, volviéndose hacia Hobson como única fuente disponi-


ble de autoridad, dijo: «No nos dejen; sigan siendo para nosotros un
padre, un juez, un pacificador, No deben dejar que nos convirtamos
en esclavos. Deben proteger nuestras costumbres y nunca permitan
76
que nos sea arrebatada nuestra tierra».
Unos cincuenta jefes firmaron o pusieron su moko (dibujos de
sus tatuajes faciales distintivos, casi tan distintivos como las huellas
dactilares) en el tratado por el cual cedían su soberanía a cambio
de una garantía para sus tierras; o por lo menos esto era lo que decía
la versión inglesa. La versión maorí rezaba que cedían su gobierno
a cambio de la confirmación de su jefatura. Montones de jefes firma-
ron más tarde; el tratado viajó por barco hasta Londres, donde fue
ratificado por el gobierno, y Nueva Zelanda pasó a formar parte del
77
Imperio Británico.

1 8 4 0 - D É C A D A DE 1 8 7 0

Las esperanzas de Nene (esperanzas, no expectativas, ya que era


un hombre sabio) fueron defraudadas con creces. Los procesos de

76. Buick, Treaty, p p . 118420.


77. Buick, Treaty\ 135 ss.
NUEVA ZELANDA 279

cambio, que él sabía mucho más profundos que el simple cambio po-
lítico, lejos de interrumpirse, se aceleraron y se hicieron más penetran-
tes. Había habido una Bahía de las Islas; ahora había muchas, em-
pezando por los poblamientos de pakeha & gran escala, en Auckland,
Wellington y Nueva Plymouth en la Isla Norte, y, por primera vez,
asentamientos reales en la Isla Sur en Nelson, Christchurch y Dune-
din. Los pakeha de la Bahía de las Islas habían sido pecadores, mien-
tras que los de los nuevos asentamientos solían ser practicantes; pero
eso no cambió nada en absoluto si se compara con el hecho de que
había habido centenares de blancos en Nueva Zelanda antes de 1840,
y poco después había miles. En realidad empezaron a llegar a Welling-
ton el mes anterior al encuentro de los jefes con Hobson en Wari-
tangí. Te Wharepouri había accedido a venderles tierras de antemano
porque no creyó que llegaran más de los que su pueblo pudiera con-
trolar. Cuando desembarcaron, se dio cuenta de que se había equivo-
cado por completo: «Veo que cada barco trae a doscientos, y ahora
creo que hay más viniendo. Todos ellos van bien armados; y son fuer-
tes de corazón, pues han empezado a construir sus casas sin decir nada.
78
Serán demasiado fuertes para nosotros; mi corazón está oscuro». El
primer día de 1840, no había más de 2.000 pakeha en Nueva Zelan-
da; en 1854, eran 32.000 y la europeización de Nueva Zelanda se
79
aceleró proporcíonalmente.
En junio de 1841, Ernst Dieffenbach, explorando el centro de la
Isla Norte en nombre de los futuros colonos, llegó al Lago Rotorua,
donde los maoríes estaban tan poco acostumbrados a los blancos que
quedaron estupefactos de su presencia. Allí encontró llantén, pampli-
11a y otras malas hierbas europeas familiares, cuyas semillas habían
sido sin duda llevadas hasta el interior involuntariamente por los co-
80
merciantes maoríes y por los cerdos salvajes y los pájaros. Medio año
después, en invierno, William Colenso, el primer botánico residente
en Nueva Zelanda, encontró en la Isla Norte «algunas placas donde
abundaba la más tupida vegetación, pero sin una sola planta autóc-
tona. Las recién llegadas parecían vegetar con una rapidez tal que
casi exterminaban y suplantaban a las antiguas propietarias del sue^

78. E. Jerningham Wakefield, Adventure in New Zealand, ed. y compendio


de Joan Stevens, Whitcombe & Tombs, Christchurch, 1955, pp. 86-87.
79. Harold Miller, Race Confliet in New Zealand^ 1814-1865, Blackwood
& Janet Paul, Auckland, 1966, p. 220.
80. Dieffenbach, Traveh, vol. I, p. 393.
280 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

gl
lo». Joseph D. Hooker, insigne botánico británico y uno de los ma-
yores científicos de su tiempo, fue a las antípodas en ocasión de una
expedición más o menos por la misma época y quedó tan sorprendido
del éxito de las plantas advenedizas en Nueva Zelanda como en Aus-
tralia, Una década más tarde, publicó una lista de plantas aclimatadas
en Nueva Zelanda, una lista incompleta, estaba seguro de ello. Había
sesenta y una, treinta y seis de las cuales procedían de Europa, inclu^
yendo la aladierna de hoja estrecha (con la que se encontró Frémont en
California en la misma década que Hooker en las antípodas), lengua de
vaca, diente de león, pamplilla, cerraja y otras plantas que John Josse-
82
lyn había encontrado en el Massachusetts del siglo x v n .
Cerdos, ovejas, ganado bovino, cabras, perros, gatos, pollos, gan-
sos y demás animales del Viejo Mundo continuaron su toma de pose-
sión de la Isla Norte, pero los estallidos biológicos más espectaculares
estaban ocurriendo en la Isla Sur, donde miles de pakeha se estaban
trasladando, junto con sus organismos, hacia tierras casi vacías. Lo
que pasó en la Isla Sur en las décadas de 1840 y 1850 fue, en pro-
porción al tamaño de su territorio, muy similar a lo acontecido en la
pampa dos siglos y medio antes. Había pocos maoríes, porque sólo
recientemente habían conseguido las plantas y los animales que harían
posible su asentamiento en gran número en el frío sur, y no había
depredadores aparte de los perros salvajes, de la mayoría de los cua-
les daría cuenta la estricnina. Los pastores inmigrados, acostumbra-
dos a los depredadores, se vieron obligados a inventar al menos un
devorador de ovejas autóctono, el kea, gran loro de voz estridente. Se
suponía que se abatía fijándose sobre el lomo de una oveja, de manera
que ésta no pudiera defenderse, ¡y entonces la picoteaba hasta la muer-
te! Si tal cosa aconteció una vez, debió ser sin duda un hecho extraor-
83
dinario; si ocurrió dos veces, fantástico. Las enfermedades del ga-
nado eran raras a menos que hubieran sido importadas por los cua-
drúpedos, y la única que tuvo cierta importancia durante muchos años
w
fue la sarna, una calamidad pero no un desastre,

81. William Colenso, «Memorándum of an Excursión Made in the Northern


Island of New Zealand», The Tasmanian Journal, 2, 1846, p. 280.
82. Joseph Dalton Hooker, The Botany of the Antarctic Voy age of H, M.
Discovery Ships Erebus and Terror in the Years 1839-1843, Lovell Reeve, Lon-
dres, 1860, vol. I I , pp. 320-322.
83. Encyclopedia of New Zealand, vol. I I , p. 213.
84. P, R. Stevens, «The Age of the Great Sheep Runs», Land and Society
NUEVA ZELANDA 281

Como antes, comenzaremos con los cerdos. Según parece, habían


empezado a extenderse en la Isla Sur no mucho antes del tratado de
Waitangi y se estaban incrementando rápidamente cuando llegaron los
nuevos colonos. Como de costumbre, sólo disponemos de informes
impresionistas y carecemos de estadísticas, pero según aquéllos, el nú-
mero de gorrinos del extremo septentrional de la isla era mayor que
el de cualquier otra parte igualmente lejana de Nueva Zelanda. En la
década de 1850, el Valle de Wangapeka en Nelson albergaba miles
y miles de cerdos que literalmente araban hectáreas enteras. En veinte
meses, tres hombres mataron por lo menos 25.000 cerdos en aquel
85
lugar, y aún quedaron otros miles propagándose.
Los cuadrúpedos de mayor tamaño protagonizaron sus mayores
explosiones demográficas más al sur en Canterbury, colonia anglicana
y

que databa de 1853, y en Otago, fundada por los presbiterianos en


1848, donde no había gran cosa aparte de vastas extensiones de matas
de hierba balanceándose con los vientos de los Alpes Meridionales.
Hacia 1861, había 600.000 ovejas, 34.500 reses y 4.800 caballos
pastando en las colinas de Otago, y en Canterbury había casi 900.000
86
ovejas, 33.500 reses y 6.000 caballos, sin contar el ganado salvaje.
Es probable que se hubiera producido algo parecido a la situación
de la pampa alrededor de 1650, con gran número de ganado salvaje
explotado por bandas de maoríes a caballo, si los pakeha, como lo hi-
cieron los primeros colonos españoles de Buenos Aires, se hubieran
marchado para no regresar hasta medio siglo después. Sin embargo,
los pakeha se quedaron y siguieron a sus rebaños, de manera que las
historias respectivas de la pampa y de la Isla Sur son muy diferentes.
De todos modos, el medio resultó tan adecuado para el ganado bovino
y las ovejas que ambos se hicieron salvajes en cantidad suficiente para
crear problemas a los colonos. Algunas reses salvajes, de vuelta a las
lejanas montañas, se convirtieron incluso en longhoms, como en Amé-
rica. Había incluso cantidades considerables de ovejas salvajes, «de

in New Zealand, Essays in Historical Geography, R. F. Watters, ed., A. H . &


A. W. Reed, Wellington, 1965, pp. 56-57.
85. Ferdinand von Hockstetter, New Zealand, Its Physical Geography, Geo-
logy and Natural History, trad. inglesa de Edward Sauter, J. G. Cotta, Stuttgart,
1867, pp. 162, 284.
86. Muriel F. Loyd Prichard, An Economía History of Neto Zealand Col- }

lins, Auckland, 1970, p. 78.


282 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

mala reputación con sus largas colas y sus vellones rastreros y desga-
rrados, crecidos durante seis o siete años». No podía darse mejor prue-
87
ba de la ausencia de depredadores.
Los enormes rebaños alteraron la flora en Nueva Zelanda como
habían alterado la de la pampa. Las malas hierbas exóticas se apode-
raron de los márgenes de los caminos que atravesaban las llanuras. La
centinodia crecía de forma exuberante, y algunos de sus brotes se ex-
pandían hasta alcanzar el metro y medio de diámetro. La romaza se
extendía a lo largo de las riberas de todos los ríos, y seguía el curso
de las corrientes alejándose hacia las montañas. La cerraja aparecía
por todas partes, creciendo tupida a altitudes de hasta 2.000 metros.
El berro atoraba los ríos, y la nueva ciudad de Christchurch tuvo que
gastar seiscientas libras al año para extraerlo del río Avon y permitir
la navegación. El trébol blanco, presumiblemente ayudado con habi-
lidad por las abejas, se hizo lugar en todas partes, creció de forma
tan tupida que asfixió a las hierbas autóctonas, y se hizo merecedor
de la reputación que había conseguido en el Nuevo Mundo. Las plan-
tas autóctonas, escribió el naturalista W . T. L. Travers a Hooker
desde Canterbury, «parecen sucumbir ante la competencia de estos
86
intrusos más vigorosos». Travers explicaba el éxito de las plantas
del Viejo Mundo en Nueva Zelanda refiriéndose, algo vagamente, a
las mismas fuerzas «que han provocado cambios semejantes en las
Canarias y en otras islas colonizadas desde hace tiempo por los eu-
ropeos».
La vida resultó tan benigna para los pakeha recién llegados a me-
diados del siglo xix como para sus organismos subordinados. Cuando
los recién llegados decían, como solían hacer, que los neozelandeses
90
sólo morían ahogados o de borrachera, estaban hablando de sí mis-
mos. Para los maoríes, se agudizó la pendiente de su declive. En 1840,

87. Wodzicki, Introduced Mammals, p. 151; Robert V. Fulton, Medical


Practice in Otago and Southland in the Early Days, diarios de Otago Daily Times
y Witness, 1922, p. 13; Lady (Mary Arme) Barker, Station Life in New Zealand,
Golden Press, Avondale, Auckland, 1973, pp. 183-184.
88. J, D. Hooker, «Note on the Replacement of Species in the Coloníes and
Elsewhere», The Natural History Review, 1864, p. 124.
89. W. T. L. Travers, «Remarks on a Comparison of the General Features
of the Provinces of Nelson and Marlborough with that of Canterbury», TPNZJ,
I, pt. I I I , 1868, p. 21.
90. Barker, Station Life} p. 83.
NUEVA ZELANDA 283

el año del tratado de Waitangi, los pakeha que más sabían sobre Nue-
va Zelanda, los misioneros y los oficiales, estimaban el número de
indígenas en 100.000 o tal vez 120.000. En 1857-1858, año en que
91
se realizó el primer censo real de los maoríes, la cifra era de 56.000.
Los pakeha no estaban exterminando a los maoríes, y el genocidio
intertribal era cosa del pasado. El infanticidio, el alcoholismo, una
dieta pobre y la desesperación estaban produciendo una influencia
destructiva, pero sólo sirvieron para confirmar y amplificar la obra
de las principales asesinas: las enfermedades infecciosas.
El sarampión llegó por primera vez a la Isla Norte en 1854 y
92
mató, según un testigo, a 4.000 personas. Después hubo menos epi-
demias de enfermedades bien identificadas, porque la mayoría de las
enfermedades que podían mantenerse a lo largo del prolongado viaje
oceánico ya habían llegado, y la lejanía de Nueva Zelanda todavía la
protegía del resto., y así tuvo que esperar a la era de los barcos de va-
por transoceánicos. La viruela llegó pero no se extendió, un mila-
gro por el cual los maoríes pueden estar eternamente agradecidos. En
noviembre de 1840, el Martha Ridgeway fondeó en el puerto de Wel-
lington portando viruela a bordo. Se impuso una torpe pero efectiva
cuarentena, y antes de que la enfermedad desembarcase de nuevo, la
mayoría de los maoríes habían sido vacunados. La suerte salvó a Nueva
«• . . .

Zelanda del sino de Hawai, donde se desató la viruela en 1853 y mató


a miles de personas, tal vez al 8 por 100 de la población, a pesar de
93
la cuarentena y de una considerable vacunación.
Los agentes patógenos que mataron a tanta gente en 1820, 1830 y
1840 siguieron filtrándose en cada uno de los pueblos maoríes. A fina-
les de la década de 1850, el doctor Arthur S. Thomson, una de las
fuentes más fiables sobre la Nueva Zelanda del siglo xix, afirmaba
llanamente que la escrófula era «la maldición de la raza neozelande-
sa». En algunos distritos vio en el 10 por 100 de la población las
91. Pool, Maori Population, pp. 234-235.
92. Thomson, Story of Netv Zealand, vol. I, p. 212.
93. New Zealand Gazette and Britannia's Spectator (21 de noviembre de
1840); Thomson, Story of New Zealand, vol. I, p. 212; Ralph W, Kuyendall,
The Hawaiian Kingdom, 1778-1854, University of Hawaii Press, Honolulú, 1938,
pp. 412-413; August Hirsch, Handbook of Geographical and Historical Patho-
logy, New Sydenham Society, Londres, 1883, vol, I, p, 134; Nancy M. Taylor,
ed., The Journal of Ensign Best, 1837-1843, R. E. Owen, Wellington, 1966,
p. 258; Richard A. Greer. «Oahu's Ordeal — the Smallpox Epidemic of 1853,
Haivaii Historical Review, I (junio de 1965), pp. 221-242,
284 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

señales de este tipo de tuberculosis —en otros las vio en el 20 por


100—, y señaló que de ningún modo en todos los que padecen es-
crófula son visibles dichos estigmas. «La escrófula es —escribía el
médico— la causa remota que predispone a muchas de las enfermeda-
des de los neozelandeses; en la infancia, provoca falta de energía, fie-
bres y dolencias del intestino; en la edad adulta, tisis, enfermedad
94
de la espina dorsal, úlceras y otras diversas enfermedades.» Vale la
pena señalar que en 1939 la tuberculosis todavía era responsable del
95
22 por 100 de las muertes.
Por aquella época, las enfermedades venéreas seguramente debían
estar difundiéndose entre todas las tribus, salvo las más remotas; por
lo menos, esta era la impresión de los pakeha. Por fin disponemos de
estadísticas: a finales de la década de 1850, Francis D, Fenton, en el
proceso de elaboración del censo de toda la población maori, recopiló
datos sobre 444 esposas maoríes, muestra probablemente representa-
tiva, que sugieren de forma contundente que las enfermedades vené-
reas estaban destruyendo la capacidad procreadora de la raza entera.
De las 444, sólo 221 tenían algún hijo vivo, y 155 eran completa-
mente estériles. Fenton describió a los maoríes de aquella época in-
96
mersos en «un estado de decrepitud». En la misma década, el doctor
Rees, sargento colonial en Wanganui, señaló que, entre una muestra
de 230 mujeres maoríes, 124 o bien no tenían ningún hijo, o bien no
97
tenían ninguno vivo. Existen muchas explicaciones posibles para la
esterilidad de los maoríes —el infanticidio, en particular infanticidio
femenino, probablemente se practicase todavía—, pero las más malva-
das de la tragedia fueron sin duda' las enfermedades venéreas. Matan
a los padres, matan la fertilidad, matan a los fetos, matan a los niños
y eliminan el deseo de tener hijos.
Nuestro informe sobre la influencia de los agentes patógenos ex-
traños sobre los maoríes dista mucho de estar completo —en realidad,
es poco más que un esbozo— pero indica que el impacto fue devasta-
dor. Sin embargo, serían de agradecer unas cuantas estadísticas más,

94. Thomson, Story of New Zealand, vol. I, p p . 214-216.


95- N. L. Edson, «Morality from Tuberculosis in the Maori Race», New
Zealand Medical Journal, 42 (febrero de 1943), pp. 102, 105.
96. F. D. Fenton, Observations on the State of the Aboriginal Inhabitants
of New Zealand, W. C. Wilson, para el gobierno de Nueva Zelanda, Auckland,
1859, pp. 2 1 , 29.
97r Thomson, Story of New Zealand, vol. I I , p. 285.
NUEVA ZELANDA 285

especialmente aquellas que nos permitieran ver cómo les iba a los
maoríes en comparación, por ejemplo, con los europeos contemporá-
neos, que tampoco constituían un grupo muy sano según nuestros ba-
remos. El doctor Thomson proporciona algo parecido a los que de-
seamos en la página 323 de su invalorable obra The Story of New
Zealand: Past Present — Savage and Civilized publicada en 1859
y

{cuadro 10.1).

CUAÜKO 10.1. Comparación de la incidencia de diversos tipos de enfer-


a
medades entre los habitantes de una gran ciudad inglesa y entre los na-
b
tivos de Nueva Zelanda

Número Proporción de
Número de casos cada raza;
de casos tratados en sobre mil casos,
tratados en los hospita- hubo entre los:
una enferme- les de Nue- neozelan-
Tipo de enfermedad ría inglesa va Zelanda ingleses deses
Fiebres 390 190 20 74
Enfermedades pulmonares 2.165 435 109 169
Enfermedades hepáticas 228 c
12 C

Enfermedades del estómago


y los intestinos 1.418 304 71 119
Enfermedades cerebrales 1.031 15 52 5
Hidropesía 451 2 23
Afecciones reumáticas 2.365 495 119 191
Venéreas 86 99 4 38
Abscesos y úlceras 2.195 278 111 108
Heridas y lesiones 1.952 89 92 34
Enfermedades oculares 703 91 35 35
Enfermedades cutáneas 801 181 45 70
Escrófula 1173 210 59 82
Otras enfermedades 4.908 191 248 75

TOTAL 19.866 2.580 1.000 1.000

a) Compiladas a partir de una sinopsis de casos admitidos en la Enfermería


de Sheffield durante veintidós años, por R. Ernest, M D. Farr, «Annuals of Medi-
cine, 1837». b) Compiladas a partir de los informes del doctor Ford, Bahía de
las Islas; del doctor Davies, Auckland; del doctor Fítzgerald, Wellington; del
doctor Rees, Wanganul; y del doctor Wilson, Nueva Plymouth. c) Datos no
disponibles.
286 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Este cuadro no se aproxima a lo que nos gustaría. ¿Hasta qué


punto eran representativos de la población de Gran Bretaña los 19.866
casos? ¿Hasta qué punto eran representativos de la población autóc-
tona de Nueva Zelanda los 2.580 casos? Sin duda entre los maoríes
que acudían por sí solos a los hospitales había pocos procedentes de la
remota zona interior, donde probablemente se encontraba la raza más
saludable. ¿Qué representa el cajón de sastre de la categoría «fie-
bres»? ¿A qué se refiere el término «enfermedades cerebrales»? ¿Tras-
tornos emocionales? El cuadro rio es totalmente satisfactorio, pero es
mucho más preciso que los acostumbrados datos impresionistas que
nos aporta la historia sobre la salud y la enfermedad, y confirma las
apreciaciones del doctor Thomson, del doctor Peter Buck {Te Rangi
Hiroa) y de otros muchos. Un porcentaje mayor de maoríes que de
pakeha enfermó de infecciones pertenecientes a las categorías res-
piratorias, gastrointestinales y venéreas, así como de escrófula. El
contraste entre los índices de morbilidad en ambas razas, más las evi-
dentes consecuencias de la posición geográfica de Nueva Zelanda en
el Pacífico, distante del Viejo Mundo, más los informes generales
sobre la salud de los maoríes y la crisis demográfica en el siglo que
siguió a la primera visita de Cook, todo ello tiende a avalar la hipó-
tesis según la cual los maoríes desconocían algunas de las infecciones
traídas por los pakeha. Los nativos polinesios de Nueva Zelanda des-
cendieron desde tal vez los 200.000, y sin duda no menos de 100.000
93
en 1769, a los 42.113, según el censo de 1 8 9 6 (cuadro 10.2).
El tratado de Waitangi no aportó a los maoríes ningún socorro,
sino solamente más pakeha. En su agonía, los maoríes daban vueltas
y más vueltas, tan desesperados como venados hostigados con los po-
dencos hiriéndoles por todos lados. Algunos simplemente intentaron
con más tesón parecerse a los pakeha. En la década de 1840, más de
la mitad eran cristianos practicantes, y la mitad sabía leer." En 1849,
el gobernador George Gray afirmó que, a su juicio, la proporción de
maoríes que sabía leer y escribir era mayor que la de cualquier pobla-
100
ción europea. El doctor Thomson nos cuenta que conoció a maoríes
que sabían leer y escribir y eran bilingües, que sabían navegar con una

98. Pool, Maori Population, pp. 234-236.


99. Wright, New Zealand, p. 165; David Hall, The Golden Echo, Cóllins,
Auckland, 1971, p . 143.
100. BPPCNZ, vol, VI, p. 195.
NUEVA ZELANDA 2K7

brújula, que sabían jugar al ajedrez, y que sabían «calcular la super-


ficie de un pedazo de tierra para sembrar dos bushels de trigo por
101
acre, o el peso en vivo de un cerdo, y su valor a tres peniques la
102
libra, deduciendo una quinta parte de desechos».

CUADRO 10.2. Población maori de Nueva Zelanda


a
entre 1769 y 1921

Año Población

Estimaciones
1769 .. 100.000 - 200.000
1814-1815 150.000- 180.000
Década de 1830 150.000 - 180.000
Alrededor de 1837 «No excede» 130.000
1840 100.000 - 120.000
1846 120.000
1853 56.400- 60.000

Censos
1857-1858 56.049
1874 47.330
1886 43.927
1896 42.113
1901 45.330
1911 52.723
1921 56.987

a) Las estadísticas de los años 1769 a 1853 poseen una calidad que oscila
entre el cálculo aproximativo y el cálculo orientado, y están sujetas a discusión.
Consúltese Pool, Maori Population, pp. 234-237, para las estadísticas en sí,
y pp. 48-57 para la argumentación. Después de 1853, las cifras son relativamente
fiables, es decir, satisfactorias para la mayoría de los historiadores, aunque no
para los demógrafos.

101. Bushel: medida de áridos equivalente a 36,367 litros en Inglaterra y


a 35,237 litros en los Estados Unidos. (N. de la t.)
102. Thomson, Story of New Zealand, vol. I I , pp. 293-294.
IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Algunas tribus se lanzaron hacia la agricultura y el pastoreo, e in-


cluso hacia los inicios de la industrialización, vendiendo no sólo a los
colonos, que solían necesitar toda la ayuda que pudieran obtener du-
rante sus primeros años en tierra, sino asimismo a Australia, y rein-
virtiendo los beneficios en más caballos, ovejas y goletas. A finales
de la década de 1840, se inició la locura de los molinos de harina:
«Toda tribu insignificante ha de tener su molino —decía despreciati-
vo un misionero—. Dos buenos molinos molerían todo el trigo de los
103
ríos Waipa y Waikato, y ahora ya funcionan seis». En 1857, los mao-
ríes de la Bahía de Plenty, Taupo y Rotorua, alrededor de los 8.000
hombres, tenían 3.000 acres de trigo, 3.000 de patatas, 2.000 de maíz
y quizá 1.000 de batatas. Poseían casi 1.000 caballos, 200 reses y
5.000 cerdos. Poseían noventa y nueve arados, cuarenta y una naves
costeras de unas veinte toneladas cada una, y cuatro molinos hidráu-
104
licos.
En 1849, el rey George Te Waru y John Baptist Kahawai envia-
ron a la reina Victoria una muestra de la harina del trigo que crecía en
sus propios campos, molida en sus propios molinos del centro de la
Isla Norte. Los maoríes habían construido el molino en gran parte
con sus propias manos bajo la dirección de un pakeha, al que pagaron
200 libras esterlinas que habían ahorrado durante un año mediante
la venta de cerdos y lino. «Oh Reina —rezaba el mensaje que envia-
ron junto a la harina—, ansiamos vivir en paz, cultivar trigo y criar
vacas y caballos, de manera que podamos ser asimilados por la gente
105
blanca.»
James E. Fitzgerald, un residente periodista, político humanitaris-
ta carente del desdén que los ganadores sienten normalmente por los
perdedores, afirmaba llanamente que no conocía «ninguna raza, de
ninguna época de la historia del mundo, que hubiera hecho en un pe-
106
ríodo tan corto un progreso tan grande». Pudo muy bien estar en
lo cierto, pero nada de lo que hicieran los maoríes interrumpiría su
caída, y a los pakeha no les interesaba la asimilación. La pérdida de
la tierra suponía el mayor peligro inmediato. Este asunto, ya canden-
te cuando Te Kemara señaló con el dedo al reverendo Williams en

103. Ann Parsonson, «The Pursuit of Mana», Oxford History of New


Zealand, p . 153.
104. Fírth, Economics, p. 449.
105. BPPCNZ, vol. VI, p. 167.
106. BPPCNZ, vol X I I I , p. 127.
NUEVA ZELANDA 289

Waitangi, se convirtió en el punto estridente entre maoríes y pakeha.


El problema fue peor en la Isla Norte, donde vivía el mayor número
de maoríes. En términos generales, la isla estaba ocupada por dos pue-
blos: los maoríes, en declive en todos los sentidos, pero todavía ma-
yoritarios en épocas tan tardías como 1860, y con un sentido de la
propiedad de la tierra colectivista y casi místico; y los pakeha, un
pueblo que avanzaba en todos los sentidos, y con un sentido de la
propiedad de la tierra individualista y absolutamente simple, El con-
cepto europeo se llamaba derecho simple: yo, un particular, poseo
una parcela de tierra, o tú, un particular, la posees, y tú sólo puedes
vendérmela totalmente y para siempre. De uno u otro modo —legal
o ilegal, pero siempre legalista— la tierra fluyó de manos maoríes a
manos de los pakeha. Mientras manejaban los remos en el río Waika-
to, los maoríes cantaban lo siguiente:

Como algo que se arrastra,


la tierra se mueve;
Cuando se haya ido,
1 0 7
¿dónde encontrará el h o m b r e una morada?

Los maoríes no aceptaron la derrota sin guerrear primero. La re-


sistencia a la usurpación de la tierra maorí por parte de ios pakeha
se acaloraba a medida que pasaban los años, y afloraba ocasionalmente
de forma violenta de modo que cada incidente servía par^ dejar claro
que la oposición dispersa sería inútil. Los maoríes tomaron una hoja
más del libro pakeha: el nacionalismo. En la década de 1850, una
serie de tribus de la Isla Norte intentaron lo que hubiera sido im-
pensable unos cuantos años antes: dejar de lado para siempre sus
rivalidades tribales y unirse bajo un único líder. Utilizaron muchos
de los símbolos pakeha de nación, y crearon un rey, un trono, una
bandera y un parlamento, y legislaron con ceremonias y atavíos per-
tenecientes a la tradición maorí. En 1858 se entronizó al primer rey
maorí: Te Wherowhero, que se hizo llamar Potatau I. Dos impreso-
res maoríes, que habían aprendido el oficio en Viena, crearon una
prensa maorí. Apareció un periódico maorí llamado Te Hokioi, nom-
bre tomado de un pájaro mítico nunca visto pero al que se conocía
por su chillido, y que era un presagio de guerra y pestes. Este perió-

107. Miller, Race Conflict, p, 44.


290 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

dico contribuyó a unir y a informar a los Kingites y, dicho sea de


paso, dio origen a lo que pudo ser el primer brote de conservadurismo
en Nueva Zelanda. En un país donde los maoríes habían practicado
una agricultura de tala y quema durante siglos, y donde el cíelo se
oscurecía a menudo con el humo de los tremendos incendios prendi-
dos por los pakeha para eliminar arbustos y matas en beneficio de
las plantas y animales de los pakeha Te Hokioi pedía a sus lectores
}

que no prendieran fuego a los bosques: «No sea que no quede ningún
árbol para nuestros descendientes. Tampoco prendan fuego a la ma-
leza de las tierras baldías para que no se destruya la manuka [un tipo
de arbusto] ni las charcas donde se pescan anguilas, y para que no se
108
estropee la tierra».
Los Kingites hicieron un llamamiento para la interrupción de las
ventas de tierras, para la recuperación de antiguas tradiciones y para
separarse radicalmente de los pakeha. «Dejad que los locos borrachos
109
zarpen para Europa —cantaban—. EL rey rodeará toda la isla.» La
guerra inevitable estuvo candente durante meses en 1860, se recru-
deció la situación desesperada de los maoríes debido a una epidemia,
supuestamente de gripe, que asoló Waikato, postró a la mitad de la
población y mató al primer rey maori. En realidad, su muerte pudo
haber acelerado la guerra, porque era un hombre con dos pensamien-
tos: murió apelando' a sus seguidores para que fueran buenos cristia-
nos y a su amigo pakeha, Sir Willíam Martin, para que fuera «bueno
110
con los negros».
El momento de la conciliación probablemente ya había pasado
cuando murió. En la guerra que se sucedió los maoríes lucharon con
gran habilidad y un coraje inmenso, adecuándose admirablemente a
la forma de lucha de los regulares británicos y de los pakeha irregu-
lares en los matorrales enmarañados, en las cordilleras y en los barran-
cos de la Isla Norte. Pero no estaban verdaderamente unidos: muchos
maoríes ignoraron el llamamiento a la guerra, pensando, con razón,
que la guerra sólo podía empeorar las cosas; otros incluso ayudaron
a los pakeha. Y las tribus que libraron la guerra carecían del único

108. I. H . Kawharu, «Introduction», Conflict and Compromise, Essays on


the Maori since Colonisation, p. 43; Keith Sinclair, The Origins of the Maori
Wars, New Zealand University Press, Wellington, 1957, p. 5.
109. Sinclair, History of New Zealand, pp. 99-100.
110. Míller, Race Conflict, p. 54; Edgar Holt, The Strangest War The
t

Story of the Maori Wars, 1860-1872, Putnam, Londres, 1962, pp. 168469.
NUEVA ZELANDA 291

elemento crucial para la victoria, ya que no podían hacer lo que Gran


Bretaña y los pakeha de Nueva Zelanda podían hacer: sostener una
empresa bélica durante años y años, aparentemente para siempre, si
hubiera sido necesario,
A mediados de la década de 1860, la guerra dejó de ser una con-
frontación formal para convertirse en una guerra de guerrilla y con-
traguerrilla, con toda la bestialidad que suele comportar este tipo de
enfremamientos. A medida que la situación maori fue empeorando,
se difundió entre los maoríes más militantes una fe reminiscente del
culto de Papahurihia de la década de 1830. De nuevo surgió una ex-
traña mezcla de creencias cristianas y maoríes: el arcángel San Ga-
briel se apareció al profeta Te Ua Haumene y le dijo que levantara
altas astas de bandera, los niu, y que allí rindiera culto como si fuera
una altar. A cambio se producirían milagros: todas las cosas mate-
riales que los maoríes quisieran de los pakeha serían suyas, además
del conocimiento instantáneo de la lengua inglesa, pero los pakeha
serían derrotados y se marcharían; los fieles serían invulnerables a
las balas si sostenían sus armas de una determinada manera y pro-
nunciaban ciertas palabras; y así sucesivamente. Sus cantos eran la-
mentables retahilas sin sentido de frases maoríes y pakeha, todo en
ellas connotación sin ninguna denotación:

Montaña, gran montaña, larga montaña, gran bastón, largo bastón —


¡Atención!
Norte, norte por el este, nor-noreste, noreste por el norte, colonia
del noroeste —
¡Atención!
Acudid al té, todos los hombres, alrededor del mu — ¡Atención!
Shem, domina el viento, demasiado viento, acudid al té — ¡Aten-
111
ción!

Los seguidores más fanáticos del culto, los Hauhau (su nombre
derivaba de las palabras que repetían en la batalla para eludir las ba-
las) resucitaron el canibalismo del pasado, y en su desesperación in-
ventaron ritos tan espantosos como pueda llegar a concebir la imagi-
nación. En realidad, muchos de ellos debieron acortar la guerra al
arrojarse en plena línea de fuego, confiando en su invulnerabilidad.

111. James Cowan, The Neiv Zealand Wars, R, E. Owen, Wellington, 1956,
vol. I I , p. 10.
IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Nada de lo que pudieran hacer los maoríes serviría para anular


la ventaja de los soldados pakeha en número y en perseverancia. El
poder de los maoríes se desvanecía, la seguridad de los pakeha aumen-
taba, y en 1870 se retiraba el último regimiento británico. Los colo-
nizadores siguieron luchando cada vez con mayor eficacia cuando
aprendieron el sucio oficio de la guerra irregular, y la guerra menguó
hasta llegar a su fin. Habría de pasar mucho tiempo antes de que un
pakeha pudiera sentirse seguro en el interior de la Isla Norte sin su
pistola, pero hacia 1875 ya nadie ponía en cuestión quién poseía Nue-
va Zelanda. Nueva Zelanda era neoeuropea.
Los maoríes habían proseguido la guerra hasta mucho después de
haberla perdido. Tal vez incluso la habían comenzado después de ha-
berla perdido. En 1870 —un siglo después de que un subdito inglés
viera por primera vez Nueva Zelanda, una tierra en la que sólo había
un tipo de mamífero cuando Carlomagno fue coronado emperador, y
en la que sólo había cuatro cuando llegó Cook— esta tierra tenía
80.000 caballos, 400.000 reses bovinas y 9.000.000 de ovejas, ade-
más de una población pakeha de un cuarto de millón de personas,
frente a una población maorí equivalente a una quinta parte de dicha
cifra. Durante la guerra se descubrió oro en la Isla Sur y, como con-
secuencia de ello, al cabo de dos años la población de Otago se incre-
mentó hasta que el número de blancos vino a igualar al de maoríes en
112
toda Nueva Zelanda.
En 1770, el capitán Cook afirmaba que Nueva Zelanda podría ser
una excelente colonia europea, presuponiendo una gran similitud en-
tre Nueva Zelanda y Europa o, al menos, Gran Bretaña. Paradójica-
mente, sin embargo, no hay señal alguna durante el siglo siguiente de
que ningún organismo neozelandés, animal o vegetal, micro o macro,
consiguiera aclimatarse en Europa. Por el contrario —y en consonan-
cía con la afirmación del capitán— muchísimas especies de organis-
mos del Viejo Mundo se asentaron en Nueva Zelanda y se propagaron
por miles de millones durante aquellos cien años. Los pakeha no de-
sembarcaron solos. Si así hubiera sido, su suerte podría haber sido
como la del galante caballero, impecablemente entrenado y equipado,
que comete el fatídico error de atacar las líneas enemigas por su
cuenta.

112. Pool, Maorí Popidation, p. 237; Prichard, Economic History, pp. 97,
108, 408; Sinclair, History of New Zealand, p. 91.
ir
NUEVA ZELANDA 293

El paralelo entre la extendida usurpación de la biota neozelandesa


y el declive de los maoríes no escapó a los indígenas. Años antes del
tratado de Waitangi, los maoríes reconocieron el nexo entre su sino
y el del ecosistema en el que habían participado durante cuarenta ge-
neraciones antes de la llegada de los pakeha. Se identificaban a sí
mismos estrechamente con la rata maorí, su vieja compañera y plato
central de muchas comidas festivas. La rata negra del Viejo Mundo,
o rata de barco, probablemente consiguiera aclimatarse en Nueva Ze-
landa muy temprano y sin causar muchos trastornos, contrastando con
la rata parda o noruega, grande y agresiva, cuando desembarcó hacia
1830. Al cabo de dos años, este animal, considerado incomestible por
los maoríes, aniquiló a la rata maorí en la mayor parte de Northland,
y prosiguió su avance hacia el sur-empujando ante sí a los rivales au-
tóctonos. A lo largo de las dos siguientes décadas, más o menos, la
intrusa exterminó a la rata maorí en toda la Isla Norte, excepto en
unas cuantas grietas e islotes. Cuando los leñadores pakeha se enfa-
daban con los maoríes, les decían que los blancos les eliminarían igual
que la nueva rata había hecho con la antigua, idea que todavía circu-
laba entre los maoríes cuando empeoró su situación. Ernst Dieffen-
bach dijo en 1843 que «su tema predilecto es especular sobre su pro-
pio exterminio por los europeos, de la misma manera que la rata
inglesa ha exterminado a la rata autóctona».
En la década de 1850, con la avalancha de pakeha y de especies
a ellos asociadas, aparecieron más modelos de extinción de los mao-
ríes. Las malas hierbas exóticas corrieron entre los arbustos como el
mercurio por un camino. Los pájaros autóctonos se replegaron a me-
dida que exóticos gatos, perros y ratas avanzaban. La mosca domés-
tica, importada inadvertidamente desde el Viejo Mundo, demostró
ser tan eficaz en relegar a la mosca azul autóctona, odiada por los
pakeha porque aprendía a poner huevos en la carne de las ovejas, que
los pastores adoptaron la costumbre de llevar consigo su propia clase
de moscas dentro de tarros, al adentrarse en los territorios interiores.
La rata parda asoló la Isla Sur, exterminando de nuevo a las ratas
maoríes, de las que sólo dejó un vestigio, y en la década de 1860
había penetrado en los Alpes Meridionales y alcanzaba tamaños enor-
mes. Julius von Haast, geólogo que llegó a Nueva Zelanda en 1858,
escribió a Darwin que existía un proverbio entre los maoríes según
el cual «así como la rata del hombre blanco ha alejado a la rata nativa,
así la mosca europea aleja a la nuestra, y el trébol mata nuestros hele-
294 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

113
chos, así desaparecerán los maoríes ante el propio hombre blanco».
Los pakeha de formación científica observaron el mismo fenóme-
no que los maoríes y extrajeron conclusiones similares. Darwin quedó
asombrado ante el intercambio unilateral de formas de vida entre
Gran Bretaña y Nueva Zelanda, y en El origen de las especies expuso
sus conclusiones según las cuales «la producción de Gran Bretaña es
mucho más elevada que la de Nueva Zelanda. Pero el más hábil de
los naturalistas no podría haber previsto los resultados a partir de un
114
examen de ambos países», Diez años después, exactamente cien anos
después de la aparición de Cook frente a las costas de Nueva Zelanda,
W. T. L . Travers, pakeha naturalista y político neozelandés, observó
que el ecosistema isleño «había alcanzado un punto en el cual, como
una casa construida con materiales inadecuados, un simple golpe de
viento en cualquier lugar sacude y daña todo el ingenio. [Estaba se-
guro de que] si todos los seres humanos fueran desalojados de las
islas de una vez ... quienes se introdujeran acabarían desplazando la
fauna y la flora indígenas», Tampoco los maoríes resistieron la com-
petencia de los europeos; el resultado fue inevitable y tolerable:

Si, con la intromisión de las vigorosas razas europeas, sonrientes


granjas y ajetreados centros comerciales han de ocupar el lugar de
la tosca roza y la cabana de los salvajes, y los millones de habitantes
de un país populoso, con las artes y las letras, la madura política, y
los impulsos ennoblecedores de un pueblo libre, han de reemplazar
a los pocos miles de las tribus dispersas que viven actualmente en
un estadio aparentemente sin objetivo y sin progreso, hasta el más
sensible de los filántropos puede llegar a mirar resignadamente, si
no con complacencia, la extinción de un pueblo que en el pasado

113. Dieffenbach, Travels vol. II, pp. 45, 185; J. D. Hooker, «Note on
}

the Replacement of Species in the Colonies and Elsewhere», Natural History


Review, 1864, pp. 126-127; Darwin, Voyage, p. 434; J. M. R. Owens, «Missio-
nary Medicine and Maori Health: the Record of the Wesleyan Mission to New
Zealand before 1840», Journal of the Polynestan Society, 81 (diciembre de 1972),
pp. 429-430; Wodzicki, Introduced Mammals, p. 89; W. T. L. Travers, «Notes
on the New Zealand Flesh-Fly», TPNZI, 3, 1870, p 119; T. Kirk, «The Dis-
4

placement of Species in New Zealand», TPNZI, 28, 1895, pp. 5-6; Samuel
Butler, A Pirst Year in Canterbury Settlement, A. C Brassington y P. B. Maling,
eds., Blackwood & Janet Paul, Auckland, 1964, p. 50.
114. Charles Darwin, The Origin of Species, Mentor, Nueva York, 1958,
p. 332.
NUEVA ZELANDA

había cumplido de forma tan imperfecta el objetivo de la existencia


115
del hombre.

Ni los desalentados maoríes ni el asombrado Darwin ni el com-


placido Travers demostraron estar completamente, o al menos en gran
parte, en lo cierto. Los maoríes tocaron fondo demográficamente en
la década de 1890, con una mínima de poco más de 40.000 indivi-
duos, pero desde entonces han recuperado gran parte de su moral y
la totalidad de su contingente e incluso más. En 1981, había 280.000
116
neozelandeses que respondían al apelativo de maori. Tampoco ha
desaparecido la biota de Nueva Zelanda. Cualquier propietario de una
granja de ganado lanar afirmaría que la vegetación autóctona es impo-
sible de erradicar y que saltaría sobre cualquier pasto del que se hu-
biera retirado el ganado para recuperarlo. La fauna, al igual que la
ñora, fue esquilmada, pero también ella ha superado los últimos cíen
años mejor de lo que cabía esperar. El kiwi todavía merodea entre
el humus en busca de insectos y larvas.
Aún así, no podemos decir que los maoríes, Darwin y Travers
fueran estúpidos, Las fuerzas que ellos observaron mientras reforma-
ban Nueva Zelanda no mantuvieron su ritmo precipitado y no hicie-
ron de ella una Europa, pero sí la confirmaron como una Nueva Euro-
pa. En 1981, en Nueva Zelanda había 2.700.000 pakeha, 70.000.000
de ovejas y 8.000.000 de reses bovinas, y producía 326.000 toneladas
métricas de trigo, 152.000 de maíz, alrededor de 7.000 de miel y
117
—para recordar el pasado— 10.000 de kumara.

115. W. T. L. Travers, «On the Changes Efíected in the Natural Features


of a New Country by the Introduction of Civílized Races», TPNZI, vol. I I ,
1869, pp. 312-313.
116. Pool, Maori Population, p. 237; New Zealand Official Yearbook 1983,
Department of Statistics, Wellington, 1983, p. 85.
117. New Zealand Official Yearbook 1983, pp. 81, 420, 423, 432, 436.
Cuando preparaba este capítulo debería haber consultado también la obra de
Peter Adams, Fatal Necessity. Britisb Intervention in New Zeland 1830-1847,
Auckland University Press, Auckland, 1977, que, por un inexplicable descuido
por mi parte, localicé cuando ya era demasiado tarde.
11. EXPLICACIONES

Tal vez sea la propia simplicidad del asunto lo


que os conduce a error.

EDGAR ALLAN POE, La carta robada

Si restringimos el concepto de mala hierba a


aquellas especies adaptadas a la perturbación huma­
na, resultará entonces que la primera y primordial
de las malas hierbas es, por definición, el hombre,
bajo cuya influencia han evolucionado las malas
hierbas restantes.

JACK R. MAULAN, Crops and Man ( 1 9 7 5 )

En su constitución actual, la biota y la sociedad neozelandesas, así


como las de las demás Nuevas Europas, son producto, en gran parte,
de la abrumadora propagación y difusión de lo que llamo biota mixta,
nombre colectivo con el que designo a los europeos con todos los or­
ganismos que llevaron consigo. Comprender su éxito es la clave para
comprender el rompecabezas del surgimiento de las Nuevas Europas,
Adam Smith, refiriéndose al éxito de uno de los organismos más
relevantes de la biota mixta, dijo: «En un país que no esté ni medio
cultivado ni medio poblado, el ganado bovino se multiplica natural­
1
mente por encima del consumo de sus habitantes». Era uno de los
hombres más sabios, pero no era ni historiador ni ecólogo, y quisié­
ramos preguntarle por qué dicho país estaría poblado y cultivado de

1. Adam Smith, An Inquiry inio the Nature and Cause of the Wealth of
Nations, Clarendon Press, Oxford, 1976, vol. I I , p. 577.
EXPLICACIONES 297

forma tan tenue; y además le señalaríamos que en la mayoría de los


lugares y de las ocasiones, con o sin la presencia de los seres huma-
nos, el aumento de ganado bovino, y en realidad de todos los orga-
nismos, se mantiene dentro de límites aceptables mediante la acción
de los depredadores, los parásitos, los agentes patógenos y el hambre.
Hubo tal profusión de casos en sentido inverso en la época de Adam
Smith, que su sentido común se vio deslumhrado.
El triunfo de las biotas mixtas fue imponente en las Nuevas Euro-
pas, pero la mayor parte de las predicciones extremadas formuladas
por naturalistas del siglo Xix, como W. T. L. Travers, se ha demos-
trado que eran exageradas. Son muy escasas las formas de vida indí-
gena de las Nuevas Europas que han sido extinguidas, y en Norteamé-
rica y Australasia los pueblos autóctonos están incrementando su
número con mayor rapidez que los descendientes de quienes les con-
quistaron. Sin embargo, los indígenas son solamente una pequeña frac-
ción de la población total, y el número de organismos invasores que
han prosperado y se han dispersado por las Nuevas Europas no es
nada ridículo. Las biotas que estos territorios tienen hoy en día son
muy diferentes de lo que eran hace unas cuantas generaciones huma-
nas. La magnitud del cambio ha sido evaluada con más precisión por
parte de sus víctimas humanas que por parte de sus beneficiarios hu-
manos. A finales del siglo xix, los amerindios de las llanuras y de las
montañas occidentales de Norteamérica, al enfrentarse con la rotunda
derrota en su larga lucha contra los blancos, conformaron una nueva
religión que predecía una transformación inmediata, tan grande como
la acaecida a lo largo de los tres siglos precedentes: irrumpiría desde
el oeste un mundo completamente nuevo, con los amerindios muertos
vueltos a la vida y los búfalos y los wapití y toda la caza en su anti-
gua abundancia, y cubriría la superficie del mundo presente, y los
amerindios que bailaran la Danza del Espíritu serían elevados por las
plumas de la danza sagrada para descender, después y posarse sobre
este mundo renovado, y tras cuatro días de inconsciencia despertarían
2
para encontrarlo todo como antes de la llegada de los europeos. Los
marinheiros con su biota mixta habían hecho la más radical de las
revoluciones jamás vistas en el planeta desde las extinciones de finales

2. James Mooney, The Ghost-Dance Religión and the Sioux Outbreak of


1890 Anthony F. C. Waüace, ed., University of Chicago Press, Chicago, 1965,
y

p. 28.
298 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

del Pleistoceno, cuya inversión sólo podían imaginar los perdedores


como efecto de un milagro colosal.
¿Qué es lo que subyacía y subyace a esta revolución biológica?
Retomemos la técnica recomendada por C. Auguste Dupin en el pri-
mer capítulo. Consideremos el más obvio de los factores: la posición
geográfica. Todas las Nuevas Europas se encuentran en zonas climá-
ticas similares a la de Europa, una ventaja para los organismos de
origen europeo sóbrela cual no hace falta extenderse. También están
todas ellas muy lejos de Europa, como mínimo al otro lado del Océano
Atlántico, y algunas incluso en el otro lado del mundo. Monsieur
Dupin da una chupada a su pipa de espuma de mar y aconseja «cher-
chez las huellas y los efectos de la lejanía y el aislamiento».
Las simas de Pangea se desencadenaron y se extendieron hace
muchos millones de años, tras lo cual la biota del Viejo Mundo, in-
cluida la de Europa, y las de las Nuevas Europas evolucionaron inde-
pendientemente. Esta tónica se interrumpía de vez en cuando porTa
aparición de anchos puentes a través de los cuales se intercambiaban
la§ especies, pero por lo general el devenir de las formas de vida de
dichas regiones fue significativamente diferente.
Las diversas bíotas independientes no se desarrollaron de manera
que fueran intrínsecamente mejores o peores, superiores o inferiores
—estos términos carecen de todo significado científico—, pero puede
que las biotas de las Nuevas Europas en ciernes fuesen más sencillas,
en el sentido de tener menos miembros, que las de Europa, que for-
maban parte de un todo geográficamente mucho más amplio que el
de sus futuras colonias de ultramar. Debemos ser cautelosos al sacar
conclusiones de esta diferencia •—mejor sería decir pretendida dife-
rencia al comparar Europa y Norteamérica—. Era mucho más evi-
dente cuando llegaron los marinheiros que cuando las Nuevas Europas
se convirtieron por primera vez en habitáis humanos miles de años
antes. Esta reciente amplificación de las diferencias entre la biota au-
tóctona del Viejo Mundo y las de las Américas y Australasia es una
cuestión que despierta la curiosidad.
Antes de tenerla en cuenta, marcaremos las consecuencias más
obvias del aislamiento de las Américas y Australasia con respecto al
Viejo Mundo. Ni los humanos ni los antropoides son originarios de
las dos primeras regiones; cuando los humanos pusieron pie en ellas, se
estaban trasladando a unos ecosistemas a los cuales eran completa-
mente ajenos. Tampoco existían en los nuevos territorios depredado-
EXPLICACIONES 299

res. parásitos o agentes patógenos autóctonos adaptados para hacer


presa en ellos. Los carnívoros, criaturas con cerebro y voluntad, po-
drían aprender bastante rápido, pero los microorganismos necesitarían
una temporada. Por lo que sabemos, ninguna de las enfermedades hu-
manas importantes se originó en Australasia, mientras que son muy
pocas las de procedencia americana, y sus agentes patógenos no se
han adaptado nunca lo bastante a los humanos como para establecerse
con ellos en cualquier parte fuera de las Américas, con la posible ex-
cepción de las espiroquetas de la sífilis venérea.
No podemos ignorar la posibilidad de que estos primeros seres
humanos que alcanzaron América y Oceanía portaran consigo agentes
patógenos y parásitos, pero no pudieron ir con ellos demasiados pasa-
jeros mortíferos o que les debilitasen. Los portadores fueron nóma-
das que seguían a los rebaños a través de la tundra desde Siberia hasta
Alaska, saltando de isla en isla a través del archipiélago indonesio,
navegando desde un afloramiento volcánico a un atolón y después a
otro a través del Pacífico. Excepto los más fuertes, todos sucumbie-
ron, y los enfermos fueron abandonados. En cuanto a los bichos de
los nómadas, el traslado periódico de estos pueblos les hacía dejar la
mayor parte de sus basuras, y por tanto dejar atrás la mayoría de los
bichos. Los maoríes probablemente fueran un grupo especialmente
saludable porque debieron deshacerse de todo un zoológico de insec-
tos, bichos y agentes patógenos tropicales —los de la frambesia, por
ejemplo— en su singladura desde las islas cálidas de la Polinesia cen-
tral hasta la fría Nueva Zelanda.
Es lógico suponer que los primeros seres humanos que penetraron
en América y en Australasia experimentaran índices de crecimiento
demográfico muy superiores a la norma entre cazadores-recolectores.
Penetraron en regiones en las cuales no encontraron ningún enemigo
específico, habían sobrepasado a muchos de sus antiguos enemigos, y
en un principio las reservas alimentarias debieron ser dignas del cuer-
no de la abundancia.
La incorporación de nuevas especies a un ecosistema puede pro-
vocar asombrosos efectos en cadena a lo largo de todo el sistema, y el
hombre, en tanto que primera especie capaz de hacer extenso uso de
la razón y de herramientas en el Nuevo Mundo, en Australia y Nueva
Zelanda, debió provocar unos efectos totalmente desproporcionados
con su número. Los seres humanos pueden adaptar rápidamente sus
técnicas de caza de tal manera que el comportamiento defensivo pre-
.300 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

decible de las especies animales se vuelva en su propio beneficio. Por


ejemplo, pueden provocar que los machos dominantes se pongan a
la defensiva, dejando a las hembras y las crías indefensas ante los ata-
ques procedentes de otros ángulos. Los seres humanos pueden apren-
der rápidamente a provocar estampidas de animales en manada hacia
precipicios o pantanos, pueden aprender a atacar en el lugar y el mo-
mento en que los animales se alejan para aparearse, pueden aprender
a atacar a animales preñados o muy jóvenes incluso con más prefe-
rencia que los depredadores normales. Los seres humanos pueden
prender fuego a bosques y pastizales y, si lo hacen lo bastante a me-
nudo, cambiar radicalmente y para siempre sus biotas. Los seres hu-
manos, incluso únicamente armados con antorchas y armas de piedra
y de madera endurecida al fuego, son los depredadores más peligrosos
e implacables del mundo.
Cuando los seres humanos penetraron por primera vez en Amé-
rica y Australasia, no encontraron escasez de grandes animales. El
Nuevo Mundo estaba dominado por mamuts, perezosos gigantes, ti-
gres de diente de sable y otras enormes criaturas de pesadilla, y
grandes rebaños de búfalos gigantes, caballos autóctonos y camellos
retumbaban a través de las praderas americanas. En Australia reinaban
grandes mono tremas y marsupiales, incluyendo canguros una tercera
parte mayores que cualquier ejemplar vivo de la actualidad, y el Thy-
lacolco carmfeXy un carnívoro parecido a la ardilla listada, salvo
que tenía colmillos y garras y medía más de dos metros de largo, sin
contar la cola. Ninguno de estos mamíferos monstruosos salió a dar
la bienvenida a los maoríes en la playa, pero los moas más grandes
medían el doble que un hombre y pesaban más del doble que él. En
general, puede decirse que América era tan rica en animales de gran
tamaño como el Viejo Mundo. Australia era inferior, pero no mucho,
3
e incluso Nueva Zelanda contaba con sus gigantes.
Y sin embargo, en la época en que aparecieron los marinheiros
en el horizonte de los maoríes, de los aborígenes australianos y de los

3. Paul S. Martin, «Prehistoric Overkül: The Global Model», Quaternary


Extinctions, A Prehistoric Revolution, Paul S. Martin y Richard G. Klein, eds.,
University of Arizona Press, Tucson, 1984, pp. 360-363, 370-373; Peter Murry,
«Extinctions Downunder: A Bestiary of Extinct Australian Late Pleistocene
Monotremes and Marsupials», Quaternary Extinctions, pp. 600-625; Michael
M. Trotter y Beverley McCulloch, «Moas, Men, and Middens», Quaternary Ex-
tinctions, pp. 708-709.
EXPLICACIONES 301

amerindios, los gigantes americanos y australasiáticos habían desapa-


recido. No quedaban mamíferos carnívoros americanos de tamaño
comparable al de los leones y tigres del Viejo Mundo, ni herbívoros
comparables al elefante, al rinoceronte o al hipopótamo, como despec-
tivamente puso de relieve el naturalista francés, conde de Buffon. en
el siglo X V I I L El tapir, el mayor de los cuadrúpedos sudamericanos,
«no supera el tamaño de un becerro de seis meses o de una muía
4
muy pequeña». Los americanos patriotas pueden señalar con orgullo
al cóndor, la mayor de las aves existentes, pero la verdad sigue siendo
que la biota autóctona del Nuevo Mundo ha sido en tiempos histó-
ricos inferior a la del Viejo Mundo en cuanto a grandes cuadrúpedos.
No obstante, los americanos pueden henchir su ego señalando con des-
dén las biotas de Australia y Nueva Zelanda, que en cuadrúpedos son
inferiores incluso a la americana.
En general, el mundo perdió más tipos de grandes animales te-
rrestres durante el milenio que acompañó al final del Pleistoceno que
en cualquier otro período de brevedad similar durante muchos millo-
nes de años, y en ninguna parte fueron tan grandes las pérdidas como
en América y en Australia. Unos cuantos miles de años más tarde, esta
oleada de extinciones alcanzó las últimas grandes islas que habían sido
habitadas por el hombre, Nueva Zelanda y Madagascar, y las pérdidas,
en proporción al tamaño de sus bíotas, fueron similares o incluso ma-
5
yores. Cuando llegaron los marinheiros, los campos y bosques de es-
tas islas y territorios empobrecidos estaban más abiertos a la fauna
invasora que cualquiera otro en el mundo. Si hubieran estado tan
densamente poblados de rebaños de herbívoros y manadas de carní-
voros como cuando llegaron los primeros hombres, o como por ejem-
plo Sudáfrica cuando se establecieron allí los holandeses a mediados
del siglo x v n , la propagación y triunfo del ganado europeo, manso y
salvaje, hubieran sido lentos y hubieran requerido una intervención
humana considerablemente mayor que la que precisaron. El triunfo
de los seres humanos europeos, que hasta hace poco siempre han de-
pendido de los caballos, el ganado bovino, las ovejas y demás, tam-
bién hubiera sido más lento, tal vez tan lento y tal vez tan poco deci-

4. Was America a Mistake? An Bighteenth Century Controversy, Henry


Steele Commager y Elmo Giordanetíi, eds., University of South Carolina Press,
Columbia, 1967, p. 53..
5. Martin, «Prehistoric Overkill», Qtiaternary Extinctions, p. 358.
302 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

sivo como el de los europeos en Sudáfrica, donde su ganado tuvo que


compartir el veldt con algunos de los anímales más grandes y peligro-
sos existentes en la actualidad, y con más parásitos y agentes patóge-
nos del ganado, que vivían en y a expensas de la vida salvaje local.
Cincuenta años después de que se introdujeran los primeros caballos
en Sudáfrica, el total ascendía a unos novecientos. Medio siglo después
de que desembarcase el caballo en la pampa, el número total de los que
6
se arremolinaban en los pastizales era incontable.
La época y las circunstancias en que se produjo la extinción de
los gigantes son cuestiones de gran importancia para la historia de la
conversión de las Nuevas Europas en neoeyropeas. Para explicar las
extinciones, algunos científicos, muy en especial Paul S. Martin, han
propuesto una teoría que ha desencadenado una gran controversia
entre paleontólogos, arqueólogos y otros expertos; una teoría que, en
caso de ser cierta, echaría mucha luz sobre la penumbra de la prehis-
toria de las Nuevas Europas. Martin maneja una amplia recopilación
de pruebas en el sentido de que existe una coincidencia temporal en'
todo el mundo entre la aparición de los grandes cazadores humanos
y la muerte de los gigantes, que eran, entre las grandes comidas dis-
ponibles, la más atractiva. Allí donde humanos y gigantes habían con-
vivido durante muchos milenios, como en el Viejo Mundo, estos últi-
mos habían aprendido a ser más cautelosos con los cazadores bípedos,
y muchos —no todos, sino muchos— de los animales de mayor tama-
ño sobrevivieron por lo menos hasta la época moderna e incluso hasta
nuestros días; elefantes y leones en África, tigres, caballos salvajes y
camellos en Asia. Allí donde los grandes animales no tuvieron la ven-
taja de centenares de miles de años de adaptación a la presencia hu-
mana, como en América y Australasia, a los cazadores les fue posible
sacrificarlos en cantidades suficientes como para eliminar completa-
7
mente a la mayoría de ellos.
Hay quien encuentra esta teoría extravagante. ¿Cómo pudieron
eliminar los cazadores de la Edad de Piedra a especies enteras, incluso
géneros, de animales presumiblemente tan peligrosos? Sin embargo,
las teorías alternativas basadas en un cambio climático universal (in-

6. Daphne Child, Saga of the South African Horse, Howard Timmins, Ciu-
dad del Cabo, 1967, pp, 5, 10, 14-15, 192493; Michiel W. Henning, Animal
Diseases in South África, Central News Agency, Sudáfrica, 1956, pp. 718-720,
785-791.
7. Martin, «Prehistoric Overkili», Quaterrtary Extinctions, p. 358.
EXPLICACIONES

viernos más largos, veranos más secos y todo cuanto se quiera) parecen
aún menos satisfactorias; sencillamente, no existió un tal cambio, al
menos no de manera que afectase a las diversas partes del mundo en
cuestión, en las diversas épocas en que perdieron a sus gigantes. ¿Y
por qué habría de matar el cambio climático a los animales grandes
y no a los pequeños? Tal vez los pequeños necesitasen menos para
comer y de ahí que sobreviviesen mejor que los grandes a las épocas
de escasez. Tal vez, pero hoy por hoy la teoría del deus ex climática
cuenta con el respaldo de menos pruebas que la teoría de la sobre-
depredación. Tal ~vez llegasen a América y Australasia parásitos y
agentes patógenos mortíferos, presentes previamente en el Viejo
Mundo, con los cazadores y demás criaturas que penetraron en la
misma época y por los mismos medios. Pero ¿por qué habrían de
matar a los grandes animales y no a los pequeños? Volvemos a los
cazadores como mejor medio de dar cuenta de la desaparición de los
gigantes.
Los cazadores, por supuesto, no habrían tenido que atacar a los
grandes carnívoros para eliminarlos, porque éstos habrían muerto au-
tomáticamente si sus presas, los grandes herbívoros, desaparecían. Pues
disponemos de pruebas arqueológicas según las cuales los hombres
mataban a algunos de estos enormes comedores de plantas —por
ejemplo, huesos de mamut junto a puntas de proyectil—, y de prue-
bas muy persuasivas de que mediante el fuego el hombre fue respon-
sable de la eliminación de diversas especies de criaturas muy grandes
poco después del año 1000 después de Cristo en Madagascar y en
Nueva Zelanda. La utilización que los maoríes hacían del fuego trans-
formó la mitad oriental de la Isla Sur, convirtiendo el bosque en
pastizal, o, por decirlo de otra manera, un paisaje en el que podía
8
vivir el moa en otro en el que no podía hacerlo.
La «estupidez» de los animales no acostumbrados al ataque del
hombre debió de ser importante. En gran medida, los animales no
aprenden a evitar el peligro mediante la experiencia individual, sino
mediante la herencia; se requieren generaciones para imprimir en los
genes datos relativos a nuevos peligros. Los cazadores humanos eran
mucho más pequeños que cualquiera de las criaturas a las cuales los

8. Robert E. Dewar, «Extinctions in Madagascar, the Loss of Subfossil


Fauna», Quaternary Extinctions, pp. 574-593; Atholl Anderson, «The Extinction
of Moa in Southern New Zealand», Quaternary Extinctions, pp. 728-740.
.504 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

gigantes habían tenido que temer hasta entonces; en realidad, los


hombres no se parecían a nada de lo que los gigantes americanos o
austraíasiáticos habían visto hasta entonces. Los enormes animales
terrestres estaban más o menos tan mal equipados para protegerse
contra la agresión humana como hoy las ballenas. Aproximadamente
en la primera mitad del siglo xix, los cazadores marinos europeos y
neozelandeses, a pesar de contar solamente con el viento y los múscu­
los para impulsar sus barcos y botes, y ningún arma más eficaz que
el arpón lanzado a mano, consiguieron exterminar a ciertas especies
de ballenas en el Atlántico y en el Pacífico, dejando sólo el rastro de
unos cuantos ejemplares. Estos enormes, poderosos e inteligentes ani­
males eran capaces de defenderse físicamente contra los cazadores
evitándolos o atacando, pero simplemente no sabían cómo tenían que
9
hacerlo; y ni siquiera sabían si tenían que hacerlo. La gran excepción,
Moby Dick, no fue tanto una manifestación abstracta del mal como
un aprendiz excepcionalmente rápido.
No hay razón para pensar que las historias de ballenas y balleneros
no se asemejaran en buena parte a las de los animales gigantes de
América y Australasia y los cazadores invasores. Si los cazadores lle­
garon a exterminar a los animales gigantes terrestres, que no tenían
un vasto océano en el que perderse, esto explicaría en buena parte el
éxito del ganado salvaje del Viejo Mundo en las Nuevas Europas, en
las últimas centurias. Ello proporciona una explicación sobre los ni­
chos ecológicos misteriosamente vacíos, o quizás deberíamos decir
vaciados, de la Australia de 1788, a los cuales se trasladaron rápida­
mente los invasores. Por ejemplo, antes de la difusión de las cabras
y camellos y otro ganado semejante, con sus hocicos de pedernal y
sus panzas de hierro, no había grandes rumiantes en Australia que se
alimentasen intensamente de matorrales y arbustos. Los hay, actual­
mente, a miles. Las cabras se han difundido extensamente en el inte­
rior, y por lo que respecta a los camellos, a mediados de nuestro siglo
Australia tenía la mayor población de camellos salvajes del mundo,
10
entre 15.000 y 30.000.

9. George Perkíns Marsh, Man and Nature, Harvard University Press,


Cambridge, 1965, pp. 99-100; Michael Graham, «Harvest of the Seas», Man's
Role in Changing the Face of the Earth, William L. Thomas, Jr., ed., University
of Chicago Press, 1956, vol. I I , pp. 491-492.
10. M. D. Fox y D. Adamson, «The Ecology of Invasions», A Natural
Legacy, Ecology in Australia, Harry F. Recher, Daniel Lunney e Irina Dunn,
EXPLICACIONES 305

La teoría de Martin también contribuye a explicar la historia de


la fauna de la pampa, donde el ganado europeo salvaje obtuvo su
éxito más espectacular. La pampa se encuentra a un centenar de gra-
dos de latitud del Estrecho de Bering, supuestamente el punto de pe-
netración de los primeros hombres en América, lo que justifica la su-
posición de que la pampa debió ser una de las ultimas zonas que
ocuparon los cazadores, y donde la alteración del ecosistema fue re-
ciente en relación con el resto de la América fértil. Cuando llegaron
los marinheiros en el siglo xvi, y el ganado del Viejo Mundo empren-
dió su dificultoso viaje en tierra, los principales nichos del ecosistema
estaban abiertos. De ahí la sorprendente expansión del ganado bovino
y de los caballos a lo largo de las décadas siguientes. Incluso las ove-
jas, dóciles y apacibles, consiguieron vivir de forma independiente en
11
la pampa, no a millones, pero sí a miles.
La biota mixta incluso proporcionó a la pampa sus principales
carnívoros. Los comedores de carne locales tendrían que haber bas-
tado para mantener a raya a los rebaños salvajes, pero obviamente no
lo fueron. Tal vez no se hubieran recuperado aún de la primera oleada
de seres humanos, los que habían venido por tierra desde el norte.
Por la razón que fuera, los rebaños de ganado del Viejo Mundo des-
bordaron a los carnívoros locales, alcanzándose poblaciones de dece-
nas de millones, que hubieran acabado por crecer aún más a no ser
por la norma según la cual la comida acaba por engendrar comensa-
les. Antes de mediados del siglo x v m , y probablemente desde mucho
antes, los depredadores de animales más importantes de la pampa eran
los perros del Viejo Mundo, extraviados y convertidos en salvajes,
expertos en el comportamiento de los hombres y del ganado, y co-
rriendo en jaurías como sus lejanos antepasados. Se alimentaban de
carroña, cerdos salvajes y de cualquier cosa que pudieran abatir. En
comparación con los leones, los leopardos y los lobos euroasiáticos y
norteamericanos, los perros eran insignificantes, pero los había en tal

eds,, Pergamon Press, Rushcutter's Bay N.S.W., 1979, pp. 136, 142-143; Archi-
bald Grenfell Price, Island Continente Aspeéis of the Historical Geography
of Australia and Its Territories, Angus & Robertson, Sidney, 1972, p. 106.
11. Herbert Gibson, The History and Present State of the Sheep-Breeding
Industry in the Argentine Republic, Ravenscroft & Mills, Buenos Aires, 1893,
pp. 10, 12-13.
306 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

cantidad que ios colonos ibéricos tuvieron que fijar campañas anuales
12
para diezmar su número.
En 1500, el ecosistema de la pampa estaba roto, desgastado e
incompleto —como un juguete con el que hubiera jugado demasiado
impetuosamente un torpe coloso—. Los ibéricos lo reconstruyeron,
aunque a menudo involuntariamente, utilizando nuevas zonas cuando
las antiguas faltaban o eran inadecuadas, y se convirtieron (aunque no
hasta el siglo xix) en sus organismos dominantes.
Las llanuras de Norteamérica constituyen un caso contrario, por-
que en ellas los europeos tuvieron que desmontar el ecosistema exis-
tente antes de disponer de uno que se adecuara a sus necesidades.
Hasta tres siglos después de la llegada de los blancos, aquellas estepas
siguieron estando dominadas por millones de búfalos americanos, aun-
que los cuadrúpedos inmigrados habían tenido las mismas cómodas
oportunidades de hacerse con el mando que en la pampa. Había gran
cantidad de ganado bovino salvaje en la región meridional de Texas
en el siglo x v í n y comienzos del xix, y cuando los rancheros téjanos
condujeron a los longhorns hacia el norte para aprovechar los merca-
dos urbanos norteños en expansión después de la Guerra Civil, los
anímales dieron buenos resultados. Pero no parece que consiguieran
prosperar por sí solos en las zonas central y septentrional de las llanu-
ras. Los caballos salvajes se extendieron desde México hasta Canadá,
pero jamás recorrieron las llanuras en cantidades semejantes a las de
la pampa. La rapidez con que avanzaron probablemente tuvo más que
ver con el comercio amerindio y los cuatreros, que con la tendencia
natural de los animales a la emigración.
Durante muchos miles de años antes de la llegada del hombre,
vagaron por Norteamérica búfalos mayores que todos los que cono-
cemos hoy día; se extinguieron durante el mismo período que los
mamuts, los caballos y los camellos. Sobrevivió el búfalo que conoce-
mos tal vez porque era más veloz, tal vez porque era un poquito

12. Alexander Gillespie, Gleanings and Remarks Collected During Many


Months of Residence at Buenos Aires, B. Demirst, Leeds, 1818, pp. 120, 136;
José Sánchez Labrador, Paraguay Cathólico. Los Indios: Pampas, Peulches, Pa-
tagones, Guillermo Fúrlong Cárdiff, ed., Viau y Zona, Editores, Buenos Aires,
1936, pp. 168-169, 204; Richard Walter, Anson's Voyage Round the World in
the Years 1740-44, Dover, Nueva York, 1974, p. 63; Rafael Schiaffino, Historia
de la medicina en el Uruguay, Imprenta Nacional, Montevideo, 1927-1952, vol.
I I I , pp. 16-17.
EXPLICACIONES 307

más espabilado, tal vez algo más consciente de la amenaza de los


nuevos bípedos, tal vez porque se reprodujo más rápido. Descono-
cemos la razón, pero su presencia en Norteamérica en tiempos his-
tóricos, junto a otros gigantes de tamaño medio como alces, wapitíes,
bueyes almizclados y osos pardos, suscita especulaciones. Estos ani-
males no sobrevivieron ni en Sudamérica ni en Australasia. Bjórn Kur-
tén ha hecho hincapié en el origen euroasiátíco de la mayoría de los
grandes cuadrúpedos supervivientes en Norteamérica, y ha insinuado
que pudieron vivir gracias a un largo acondicionamiento previo a los
13
cazadores humanos. Los europeos tuvieron que sacrificarlos, espe-
cialmente al búfalo, antes de asumir su presente posición en la biota
de las llanuras con sus ganados y sus plantas.
No podemos probar o rebatir aquí la teoría de Martin, ele manera
que sólo señalaremos que contribuye a explicar muchos aspectos de
las Nuevas Europas que de otro modo quedarían sumidos en la oscu-
ridad. Y establece entre amerindios, aborígenes australianos y mao-
ríes, por una parte, e invasores europeos, por otra, una relación nueva
e intelectualmente provocativa: no simplemente como adversarios,
siendo pasivos los indígenas y activos los blancos, sino como dos
oleadas de invasores de la misma especie, la primera de las cuales ac-
tuaría como fuerza de choque y despejaría el camino para la segunda,
con una economía más complicada y un número mayor.
Esto es todo por lo que respecta a la influencia sobre las Nuevas
Europas de los acontecimientos ocurridos en el milenio y las épocas
precedentes a la singladura de los marinheiros. Volvamos a los últi-
mos 500 años, donde nos encontramos en terreno más sólido.
Los miembros de la biota mixta tuvieron por lo menos las mis-
mas ventajas que los primeros seres humanos que cruzaron con sus
organismos asociados de Eurasia al Nuevo Mundo: la ventaja de tras-
ladarse a un territorio virgen y, con suerte, dejar atrás unos cuantos
enemigos. En el Viejo Mundo, muy especialmente en las zonas den-
samente pobladas de la civilización, muchos organismos habían sacado
partido de su proximidad a los seres humanos y a sus plantas y ani-
males, al convertirse en sus parásitos y agentes patógenos. A menudo
estos gorrones emigraban a las Nuevas Europas más lentamente que
los seres humanos y que los organismos que los hombres llevaron

13. Bjorn Kurtén, The Age of Mammals, Weidenfeld & Nicolson, Londres,
1971, p. 221.
IMPERIALISMO ECOLÓGICO

consigo intencionadamente. Por ejemplo, los europeos llevaron el


trigo a Norteamérica y crearon las primeras zonas cerealícolas de las
muchas que habría en el valle del Río Delaware en el siglo xvin. don­
de las plantas prosperaron en ausencia de enemigos. Después llegó su
14
antigua maldición, la mosca hessian, de cuya introducción se culpó
injustamente a los mercenarios al servicio de Jorge I I I , que supuesta­
mente las trajeron a través del Atlántico en sus jergones de paja, obli­
gando a los agricultores de este valle a buscar un nuevo producto. La
Mayetiola destructor —como se la llamó teniendo presente su signi­
ficado económico— alcanzó también Nueva Zelanda, pero en Austra­
lia y en la pampa, allá por la década de 1970, su presencia todavía
15
era insignificante, si no nula.
Muchos tipos de agentes patógenos del ganado han quedado reza­
gados respecto a sus huéspedes habituales en las travesías transoceá­
nicas. Aparentemente la rabia, enfermedad propia de gatos, murciéla­
gos y roedores salvajes en el Viejo Mundo, no llegó a América hasta
16
mediados del siglo x v m y nunca se ha establecido en Australasia. La
peste bovina brotó en la Europa occidental en el siglo xvín, mató a
gran número de reses, y alcanzó las regiones oriental y meridional de
África a finales del siglo xix. donde literalmente sacrificó a millones
de ungulados domésticos y salvajes, pero jamás conseguiría establecer
17
un enclave fijo en el Nuevo Mundo, Australia o Nueva Zelanda. La

14. Hessian: mercenario alemán al servicio británico durante la Revolución


Norteamericana. (N. de la t.)
15. O. W. Richards y R. G, Davies, Imms' General Textbook of Entomo-
logy Chapman & Hall, Londres, 1977, vol. I I , p. 995; Percy W. Bidwell y
?

John L Falconer, History of Agriculture in the Northern United States, 1620-


1860, Carnegie Institution of Washington, Washington, D.C., 1925, pp. 93, 95-
96; E. L. Jones, «Creative Disruptions in American Agriculture, 16204830»,
Agricultural History, 48 (octubre de 1974), p. 523.
16. The Merck Veterinary Manual, Merck & Co., Rahway, N.J., 1973,
p. 232; Folke Henschen, The History and Geography of Disease, trad. inglesa de
Joan Ta te, Delacorte Press, Nueva York, 1966, p. 4 1 ; Charles Darwin, The
Voyage of the Beagle, Doubleday, Garden City, N.Y., 1962, pp. 354-355; Hilary
a
Koprowski, «Rabies», Textbook of Medicine, 14. ed., Paul B. Beeson y Walsh
McDermott, eds., Saunders, Filadelfia, 1971, p. 701.
17. J. F. Smithcors, Evolution of the Veterinary Art, a Narrative Account
to 1850, Veterinary Medicine Publishing Co., Kansas City, 1957, pp, 232-235;
Merck Veterinary Manual, p. 263; Helge Kjekshus, Ecology, Control and Eco-
nomic Development in East African History: the Case of Tanganyika, Heine-
mann, Londres, 1977, pp. 126-132.
EXPLICACIONES 309

fiebre aftosa, un azote permanente en la mayoría de los países produc-


tores de ganado, apareció diversas veces en las Nuevas Europas, pero
siempre fue erradicada de Norteamérica y de Australasia. Se estable-
ció en Sudamérica, pero este continente se vio libre de la enfermedad
durante cientos de años después de la introducción del ganado del
18 a
Viejo Mundo. En el artículo «Enfermedades animales» de la 15.
edición de la Encyclopaedia Britannica hay un cuadro titulado «Enfer-
medades animales normalmente limitadas a ciertas regiones del mun-
do». En él se incluyen los nombres de trece infecciones principales. De
ellas, sólo dos se han establecido en las Nuevas Europas: la pleuro-
neumonía en Australia y la fiebre aftosa en la Sudamérica meridional.
Gracias a la cuarentena, la fumigación, la vigilancia y, si es preciso,
incluso el sacrificio de los animales enfermos o sospechosos de estarlo,
los neoeuropeos siguen manteniendo su ventaja respecto a los gana-
deros de las placas centrales de Pangea en lo tocante a las enfermeda-
19
des animales.
La ventaja de los neoeuropeos en lo tocante a sus propias enfer-
medades fue durante años casi igual, a pesar de que los colonos cru-
zaron los mares en mayor número que sus anímales y resistieron todas
las técnicas anteriormente citadas para interrumpir la difusión de sus
propios agentes patógenos. Desde el siglo xv, en las Canarias, hasta
mediados del siglo xix, en Nueva Zelanda, los intrusos europeos ad-
virtieron la salubridad de sus nuevos hogares, así como la ausencia
de nuevas enfermedades contagiosas y de las ya conocidas. La región
que rodea Buenos Aires —su nombre es su garantía— gozaba de un
buen clima, y en ella los españoles tuvieron sana y larga vida en el
siglo xvi, llegando a edades de hasta 90 y 100 años, según decía Juan
20
López de Velasco. Un jesuíta, el padre Bressani, informaba desde
Nueva Francia en 1653 que ningún europeo asociado a las misiones

18. United States Department of Agriculture, Animal Viseases, Yearbook


of Agriculture, 1956, United States Government Printing Office, Washington,
D . C , 1956, p. 186; Manuel A. Machado, Aftosa, a Historical Survey of Foot~and-
Moutb Disease and Inter-American Relations, State University of New York
Press, Albany, 1969, pp. X I , X I I I , 3, 15-16, 110.
19. Encyclopaedia Britannica, Macropaedia, Encyclopaedia Britannica, Chi-
cago, 1982, vol. V, p. 879.
20. Juan López de Velasco, Geografía y descripción universal de las In-
dias desde el año de 1571 al de 1574, Establecimiento Tipográfico de Fortanet,
Madrid, 1894, p. 231,
310 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

huronas había muerto por causas naturales en dieciséis anos, «mien-


tras que en Europa es raro el año en que no muere alguien en nues-
21
tros colegios, si sus internos son numerosos». Los primeros yanquis
aconsejaban a «toda naturaleza débil buscar remedio en Nueva Ingla-
terra; pues un sorbo de aire de Nueva Inglaterra es mejor que todo
un trago de cerveza de Inglaterra». ¿Publicidad de sus bienes raíces?
Sí, pero no era del todo falso. En Andover, Massachusetts, la muerte
se producía a una edad promedio de 71,8 años, lo que suponía una
22
longevidad impresionante para la época, En 1790, el gobernador de
Nueva Gales del Sur informaba que «no puede encontrarse un clima
mejor y más sano en todo el mundo». De las 1.030 personas que ha-
bían desembarcado con él dos años atrás, muchos de ellos con escor-
buto y la mitad convictos procedentes de las desnutridas clases britá-
nicas más bajas, solamente habían muerto setenta y dos, «y según los
informes del sargento, parece ser que veintiséis de ellos murieron por
causa de antiguos trastornos que probablemente trajeron desde Ingla-
23
terra». En Nueva Zelanda, los pakeha pretendían que el suyo era el
país más saludable del mundo, y citaban estadísticas para demostrarlo.
En 1859, el índice de mortalidad registrado, entre los niños del Reino
Unido fue del 16,8 por 1.000, pero en Nueva Zelanda fue sólo del
5,3. En 1898, de cada 10.000 niños varones nacidos en Nueva Zelan-
da, sobrevivieron al primer año 9.033; en Nueva Gales del Sur y en
24
Victoria, 8.672; en Inglaterra, 8.414.
Esto tuvo que ver con la mejora de la dieta y el aumento del nivel
de vida, y es significativo que los agentes patógenos del Viejo Mundo
a menudo emigraran a ultramar más lentamente que las gentes del Vie-
jo Mundo, y aún más lenta fuera su aclimatación. El virus de la viruela

21. The ]esuit Relations and Allied Documents, Reuben Gold Thwaites,
ed., Burrows Brothers, Cleveland, 1896-1901, vol. XXXVIII, p. 225.
22. The Founding of Massachusetts, Historians and Documents, Edmund
S. Morgan, ed., Bobbs-Merrill, Indianápolis, 1964, pp. 144-145; Bernard Bailyn
et al, The Great Republic, Little, Brown, Boston, 1977, p. 88.
23. Commonwealth of Australia, Historical Records of Australia, serie I,
}
Governors Dispatches to and From England, The Library Committee of the
Commonwealth Parliament, 1914-1925, vol. I, p. 144.
24. Arthur S. Thomson, The Story of New Zealand: Past and Present — Sa-
vage and Civilhed, John Murray, Londres, 1859, vol. I I , p, 321; C. E. Adams,
«A Comparison of the General Mortality in New Zealand, in Victoria and New
South Wales, and in England», Transactions and Proceedings of the New Zea*
land Institute, 31, 1898, p. 661.
EXPLICACIONES 311

nunca se estableció de forma permanente en Australasia, y no lo haría


en la pampa o en Norteamérica hasta después de la era colonial. No
había gente suficiente para mantener la enfermedad en estado de in-
fección endémica. La viruela epidémica aseguraba a los neoeuropeos
episodios horribles más o menos en cada generación, como mínimo,
pero con toda seguridad era mayor entre ellos que entre los europeos
el porcentaje de quienes se libraban de la infección. Las plasmodia de
la malaria no se aclimataron en Norteamérica hasta la década de 1680,
y la fecha en que llegaron a la Sudamérica meridional es incierta. No
se establecieron permanentemente en Australasia, aunque el clima de
ciertas zonas septentrionales australianas es casi ideal para sus mos-
25
quitos ,
Pero no debemos enfatizar excesivamente la importancia de dónde
se estableció o dónde no una determinada enfermedad eil una deter-
minada colonia. La frecuencia de agentes patógenos —la densidad del
medio de la enfermedad, por decirlo de algún modo— es más impor-
tante, y el desafío de la infección fue menor durante muchos años en
las Nuevas Europas después de la llegada de las gentes del Viejo Mun-
do, que en las tierras de donde procedían. Por establecer una analo-
gía, hay irlandeses en Denver, Colorado, y en Dublín, Irlanda; pue-
den recorrerse diez manzanas en Denver sin encontrar ni uno, pero
diez pasos bastan en Dublín.
Miles de europeos, en cuya vida habían estado constantemente
presentes epidemias que iban desde la peste a la gripe —origen de
algunos problemas y culminación de otros, tales como la depresión
26
económica, el hambre y la guerra—, habían cruzado las simas de
Pangea adelantándose a sus microscópicos torturadores. Tuvieron que
pagar un precio, por supuesto, algo sin importancia pero que no podía
negligirse impunemente. El mantenerse alejados de la biota afroeuro-
asiática tan sólo durante una generación menoscabó su inmunidad.
Por ejemplo, los neoeuropeos nacidos en las colonias de la Norteaméri-
ca británica crecieron en una región en la que la viruela era de carácter
epidémico más que endémico y a menudo alcanzaban la primera adul-

25. John Duffy, Epidemics in Colonial America, Louisiana State Univer-


sity Press, Baton Rouge, 1953, pp. 21-22, 104, 108; St. Juüen R. Childs. Malaria
and Colonization in the Carolina Loto Country, 1526-1696, Johns Hopkins Press,
Baltimore, 1940, pp. 146447, 202.
26. Michael \V. Flinn, The European Demographic System, 1500-1800, Johns
Hopkins Press, Baltimore, 1981, p. 47.
IMPERIALISMO ECOLÓGICO

tez sin haberse expuesto a este agente asesino. Cuando los aristócratas
que entre ellos había iban a Oxford o a Cambridge para adquirir un
lustre europeo, tenían muchas posibilidades de atrapar «aquel espan-
toso mal y peligrosa enfermedad antes de acostumbrarse al aire de
Inglaterra en el cual ha perdido la vida gran número de nuestros com-
patriotas, hombres y mujeres». Este peligro absolutamente real tenía
muchos efectos, algunos de los cuales no eran evidentes. Por ejemplo,
la amenaza estuvo a punto de paralizar la iglesia anglicana de las colo-
nias, porque sólo un obispo podía ordenar ministros, y los únicos
obispos residían en las Islas Británicas. Puede desearse servir a Dios
como sacerdote anglicano, pero el viaje hasta Inglaterra era largo y
costoso, y los que acudían corrían el riesgo de contraer la viruela para
su desgracia. La iglesia de Inglaterra, todavía en una situación de de-
bilidad en colonias dominadas por los disidentes, fue renqueando
mientras sus rivales, que podían ordenar a sus ministros en el borde
27
seguro del Atlántico, progresaban a marchas forzadas.
Si el alejamiento de aquellos agentes patógenos durante una o dos
generaciones podía fomentar tal vulnerabilidad, ¿qué no haría una
separación de diez mil años o del doble o el triple? Los indígenas
americanos y australasiáticos estaban prácticamente indefensos contra
la arremetida de los agentes patógenos del Viejo Mundo que trajeron
consigo los europeos. Amerindios, aborígenes australianos y maoríes
habían dejado atrás a muchos de los agentes patógenos que habían
afligido a sus antepasados y los que les acogieron en sus nuevos hoga-
res fueron pocos. Y esta avanzadilla de la humanidad se encontraba
a salvo en los confines de las simas de Pangea cuando se desarrollaron
nuevos agentes patógenos mortíferos en los centros de población crea-
dos por la Revolución Neolítica del Viejo Mundo. Ni los aborígenes
australianos ni los maoríes construyeron jamás densas aglomeraciones
similares a las ciudades del Viejo Mundo, ni tampoco tuvieron gran-
des rebaños de animales domésticos con los cuales compartir y crear
híbridos de nuevas cepas de agentes patógenos. Los amerindios crea-
ron ciudades, pero muy posteriores a las de Oriente Medio, y no te-
nían rebaños de animales domésticos excepto en la región inca. Los

27. «Speeches of Students at the College of William and Mary Deíivercd


May 1, 1699», William and Mary Quarterly, serie I I , 10 (octubre de 1930),
p, 326; Daniel J. Boorstin, The Americans, the Colonial Experience, Randora
t í p i w , Nueva York, 1958, p. 12(5,
EXPLICACIONES 313

amerindios estaban probablemente tan rezagados respecto a los eu-


28
ropeos en el cultivo de agentes patógenos como en la metalurgia.
Los indígenas de América y Australasia pagaron de golpe la salu-
bridad que habían disfrutado durante milenios; estaban tan indefen-
sos como niños frente a la mayoría de los agentes patógenos que por-
taban las gentes del Viejo Mundo. En realidad, puede que incluso fue-
ran más vulnerables a las enfermedades importadas que los niños de
pecho del Viejo Mundo, porque estos niños descendían de generaciones
que habían convivido con tales infecciones. Estas últimas habían entre-
sacado a los miembros más vulnerables de la población del Viejo Mun-
do durante miles de años, eliminándolos de la reserva genética. Por el
contrario, los agentes patógenos del Viejo Mundo no habían resque-
brajado las poblaciones de América y Australasia, que habían perma-
necido por lo menos tan aisladas como los guanches y probablemente
más que ellos. Como los guanches, presentan, y seguramente presen-
taban hace 500 años, los estigmas de los pueblos que han vivido ale-
jados de Eurasia y de África, es decir, del grueso de la humanidad,
durante miles de años: pocos miembros con sangre de tipo B, o nin-
guno, y, en el caso de los amerindios, porcentajes de tipo 0 cercanos
29
a la totalidad. Los amerindios, los aborígenes australianos y los
australasiáticos estuvieron verdaderamente aislados. Habían sido di-
ferentes de los europeos, de los asiáticos y de los africanos durante
miles de años y tal vez fueran igualmente diferentes las posibilidades
de su sistema de inmunidad.
Pero todo esto es pura especulación, y no nos hace falta la gené-
tica para explicar la facilidad con que los agentes patógenos de las
enfermedades exóticas se difundieron entre los indígenas de las Nue-
vas Europas. Las enfermedades infecciosas y las poblaciones de vícti-
mas potenciales eran como el fuego y los bosques: si no se han pro-

28. T. D. Stewart, «A Physical Anthropologíst's View of the Peopling of


the New World», Southwest Journal of Antbropology, 16 (otoño de 1960), pp.
257-279; Aidan Cockburn, The Evolution and Eradication of Infectious Viseases
of Man, Johns Hopkins Press, Baltimore, 1963, pp. 20-103; Frank Fenner, «The
Effects of Changing Social Organization on the Infectious Diseases of Man»,
The Impact of Civilisaíion on the Biology of Man, S. V. Boyden, ed., Australian
National University Press, Camberra, 1970, pp. '48-76.
29. A. E. Mourant, Ada C. Kopec y Kazimiera Domaniewska-Sobczak, The
Distribution of Human Blood Groups and Other Polymorphisms, Oxford Uni-
versity Press, 1976, mapa 2, mapa 16; John Mercer, The Canary Islanders, Their
Prehisiory, Conquest and Survival, Rex Collings, Londres, 1980, p. 57.
314 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

elucido fuegos durante mucho tiempo, cuando empiecen se converti-


rán en incendios generalizados, quizás incluso en tormentas de fuego.
Cualquier pueblo de la tierra expuesto a una cepa virulenta de viruela
por primera vez padecerá índices de infección de hasta el 100 por 100
e índices de mortalidad de la cuarta o la tercera parte o más; y estos
índices de mortalidad incluso la medicina moderna sólo puede redu-
cirlos ligeramente, y los remedios populares y el pánico de quienes no
han conocido tal azote anteriormente sin duda acabarán elevándolos.
En 1972, un peregrino de regreso de la Meca introdujo la viruela en
Yugoslavia, donde no se habían dado casos desde hacía cuarenta y dos
años. Antes de que las medidas sanitarias públicas atajaran su difusión,
30
174 yugoslavos contrajeron la enfermedad y 35 murieron. Si todo lo
que pudo hacer un pueblo de la sofisticación científica de la moderna
Yugoslavia fue reducir el índice de mortalidad a una quinta parte de
los afectados, no tenemos por qué sorprendernos al leer informes sobre
la muerte de un tercio o la mitad de los aborígenes de Sydney, de los
narragansett y de los araucanos al verse afectados por agentes pató-
genos similares.
La única forma verdaderamente eficaz de enfrentarse a los prin-
cipales agentes patógenos contagiosos del mundo es directamente, con-
siguiendo de este modo —si se sobrevive— la inmunidad contra ellos.
Esto puede conseguirse mediante la inoculación de virus muertos o
atenuados, o de cepas cercanas pero benignas; o puede simplemente
contraerse la enfermedad, preferentemente durante la infancia, mo-
mento en que son mayores las posibilidades de supervivencia que más
tarde. El primer método es el propio de las sociedades avanzadas del
último siglo aproximadamente; el último ha sido el propio de la
mayoría de las sociedades del período histórico documentado. La cua-
rentena absoluta —el aislamiento permanente— es una manera es-
casamente atractiva de enfrentarse a la amenaza; puede salvar al in-
dividuo, pero condena al grupo al desastre final, porque nunca el
aislamiento puede ser total. Durante la guerra de castas en Yucatán,
que comenzó a mediados del siglo xix, algunos mayas, los cruzob, que
veneraban a la Cruz Parlante, se apartaron de todo contacto con los
forasteros. En principio no lo hicieron para evitar la viruela, pero su
retiro tuvo este efecto. En 1915, sus jefes iniciaron negociaciones con

30. Donald R. Hopkins, Vrinces and' Peasants, Smallpox in History, Uní*


versity of Chicago Press, 1983, p. 98.
EXPLICACIONES

los mexicanos e inmediatamente contrajeron la viruela. Se desencadenó


una epidemia en terreno virgen como las del siglo xvi, que hizo des-
cender el número de cruzob de entre 8.000 y 10.000 a aproximada-
31
mente 5.000. Estos amerindios padecieron el flagelo del Neolítico
del Viejo Mundo por partida doble.
Uno de los factores más importantes del éxito de la biota mixta
es tan simple que se pasa por alto fácilmente. Sus miembros no fun-
cionan solos, sino como un equipo. En ocasiones se perjudican unos
a otros, como en el caso de los agricultores y las moscas hessian, pero
con mayor frecuencia se benefician mutuamente, al menos a largo pla-
zo. En ocasiones la ayuda mutua es evidente, como en el caso de los
europeos que importaron abejas para polinizar sus cosechas. En oca-
siones la interrelación es oscura: en las Grandes Llanuras, ios blancos
y sus mercenarios exterminaron a casi todos los búfalos, lo que fo-
mentaría la difusión de agentes patógenos venéreos, algunos de los
cuales eran sin duda inmigrantes. Un médico al servicio de los sioux
en Fort Peck hacia finales del siglo pasado, valoraba la tragedia de las
infecciones venéreas padecidas por sus mujeres no simplemente como
resultado de la inmoralidad, sino como resultado de un cambio más
32
general: «Eran castas hasta la desaparición del búfalo».
Analizaremos la historia del forree, para poner un ejemplo más
claro sobre la biota mixta como socWqd de ayuda mutua, porque es-
tas malas hierbas (recuérdese que las malas hierbas no son necesaria-
mente plantas molestas, sino solamente plantas oportunistas) fueron
vitales para la expansión del ganado europeo y por tanto de los pro-
pios europeos. Existen alrededor de 10.000 especies, pero meramente
cuarenta representan el 99 por 100 de las hierbas de pasto sembradas
en el mundo. De las cuarenta, pocas, si es que alguna, son autóctonas
de los grandes pastizales de fuera del Viejo Mundo. Veinticuatro de
las cuarenta se encuentran naturalmente en una zona que comprende
Europa menos la Escandinavia septentrional, más el norte de África
y Oriente Medio, donde al parecer han crecido durante un largo pe-
ríodo. Es una zona tan pequeña que en su día estuvo toda incluida

31. Nelson Reed, The Caste War of Y acatan Stanford University Press,
}

1964, pp. 250-251; Victoria Bricker, The Indian Christ, the Indian King Uni-
y

versity of Texas Press, Austin, 1981, p. 117.


32. A. B. Holder, «Gyneck Notes Taken Among the American Indians»,
American Journal of Qbstetric$> 25 (junio de 1892), p. 55.
316 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

33
dentro del Imperio Romano. Nuestras hierbas forrajeras más impor-
tantes son originarias de aquella parte del mundo donde fue domes-
ticado por primera vez la mayor parte de nuestro ganado, y en la que
han pastado desde el primer milenio del Neolítico.
La adaptación mutua de hierbas y herbívoros se remonta incluso
a épocas anteriores al Neolítico. La familia de los Bovidae> que in-
cluye ganado vacuno, ovejas, cabras, búfalos y bisontes, surgió y evo-
lucionó durante el Plioceno y el Pleistoceno en la parte septentrional
de Eurasia. Muchos de sus miembros migraron hacia África, unos
4
cuantos a Norteamérica, pero ninguno a Sudamérica o a Australasia.*
Durante miles de anos los herbívoros del Viejo Mundo y ciertas hier-
bas, además de otras malas hierbas de Eurasia y el norte de África,
se han estado adaptando mutuamente. Los cuadrúpedos del Viejo
Mundo, al ser transportados a América, Australia y Nueva Zelanda,
estropearon las hierbas locales, las cuales, al haber estado en la ma-
yoría de los casos sometidas solamente a un apacentamiento ligero, se
recuperaron lentamente. Mientras tanto, las malas hierbas del Viejo
Mundo, especialmente las europeas y de zonas cercanas a Asia y Áfri-
ca, se extendieron y ocuparon el terreno baldío. Toleraban la plena
insolación, el suelo baldío, los cultivos tupidos y el pisoteo cons-
tante, y disponían de una serie de medios para propagarse y exten-
derse. Por ejemplo, a menudo sus semillas estaban dotadas de ganchos
para adherirse a la piel del ganado que pasara, o eran lo bastante re-
sistentes para sobrevivir al viaje a través del estómago para ser deposi-
tadas en cualquier lugar más alejado en el camino. Cuando a la si-
guiente temporada el ganado volvía en busca de comida, allí estaban.
Cuando el ganadero salía en busca de su ganado, allí estaba también
y en buena salud.
Félix de Azara observó el proceso que se estaba produciendo en
la pampa al someter los gauchos y los enormes rebaños de cuadrúpe-
dos europeos a la flora local a un trauma que no había conocido jamás
en el apogeo del guanaco y del ñandú, remplazando los «altos pas-

33. W. Hartley y R. J. Williams, «Centres' of Distribution of Cultivated


Pasture Grasses and Theú Significance for Plant Introduction», Proceedings of
the Seventh International Grassland Congress, Palmerston Hortb, New Zealand,
Wellington, 1956, pp. 190492.
34, Edwin H. Colbert, Evolution of Vertebrales, 3. ed., Wiley, Nueva
a

York, 1980, pp. 416, 419,


I

EXPLICACIONES 317

tos» por los «suaves pastos modernos» a base de pata y diente?* Lo


mismo presenció Thomas Budd, que escribió en la Pensilvania del
siglo xvii: «Si esparcimos sólo unas pocas semillas de heno inglés sobre
la tierra sin arar, y después hacemos pacer a las ovejas en ella, en poco
tiempo crecerá de tal forma que la tierra se cubrirá de hierba ingle-
36
sa», En Nueva Gales del Sur, los colonos talaron árboles tan de
prisa, quedando las hierbas autóctonas expuestas al sol abrasador, y
el ganado engulló tan de prisa las hierbas autóctonas y de césped, que
la «hierba de los canguros» desapareció de Sydney ai* cabo de unas
cuantas décadas de la llegada de los blancos. Allí donde la tierra per-
maneció baldía, las plantas europeas, sembradas de forma artificial
37
o por sí mismas, se expandieron agresivamente En Nueva Zelanda,
las malas hierbas europeas parecen haber rebasado la frontera de los
blancos, William Colenso, el naturalista, dio con un espécimen de
bardana —uno solo— en una zona densa y escasamente penetrada del
Seventy-Mile Bush en 1882, y «lo miró con el mismo asombro que
hubiera sentido Robinson Crusoe al ver la huella de un pie europeo
sobre la arena». No la destruyó y no regresó hasta la primavera si-
guiente, para cuando las reses salvajes ya habían entrado en la zona
y habían llevado por todas partes las cubiertas espinosas, resultando
de ello que el lugar estaba cubierto por centenares de bardanas «de
cuatro pies de altura, espesas, enmarañadas y fuertes, de tal modo
que unas cuantas plantas juntas suponían un obstáculo para quien
38
viajara en aquella dirección».
La evolución simultánea de las malas hierbas del Viejo Mundo y
los herbívoros del Viejo Mundo dio a las primeras una ventaja espe-
cial cuando ambos se difundieron en las Nuevas Europas. Se añadía

35. Osear Schmieder, «Alteration of the Argentine Pampa in the Colonial


Period». University of California Publications in Geography, vol. I I , n.° 10
(27 de septiembre de 1927), pp. 309-310.
36. Thomas Budd, Good Order Established in Pennsilvania and New Jersey,
University Microfilms, Ann Arbor, 1966, p . 10.
37. Joseph M. Powell, Environmental Management in Australia, 1788-1914,
Oxford University Press, 1976, pp, 17-18; Peter Curmingham, Two Years in
New South Wales, Henry Colburn, Londres, 1828, vol. I, pp. 194-200; vol. I I ,
p . 176; Thomas M, Perry, Australia's First Erontier, the Spread of Settlement
in New South Wales, 17884829, Melbourne University Press, 1963, p. 13.
38. W. Colenso, «A Brief List of Some British Plants (Weeds) Lately Noti-
ced», Transactions and Proceedings of the New Zealand Instituíe, 18, 1885,
pp. 289-290.
318 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

a todo ello la ventaja de que gozaban estas plantas por el hecho de


haber evolucionado junto a la agricultura del Viejo Mundo. El arado,
invento del Viejo Mundo, es un instrumento quebrantado^ incluso
violento, como muy bien sabía Smohalla, profeta amerindio del valle
del río" Columbia: «Me pides que are la tierra. ¿Acaso voy a coger un
39
cuchillo y desgarrar el pecho de mi madre?». Las malas hierbas del
Viejo Mundo empezaron a adaptarse para sobrevivir y seguir al arado
40
cuando éste apareció en Mesopotamia hace 6.000 años, y a disfra-
zarse, tanto en la semilla como en la espiga, de trigo, lino y otros
cultivos del Viejo Mundo. Cuando los agricultores europeos se exten-
dieron por las Nuevas Europas, sus malas hierbas se extendieron con
ellos.
La región de las Grandes Llanuras de Norteamérica es la excep-
ción más misteriosa en la historia de éxitos de las malas hierbas del
Viejo Mundo en las Nuevas Europas, como lo es en la historia de los
éxitos de los cuadrúpedos salvajes del Viejo Mundo en las Nuevas
Europas. Las plantas autóctonas de estos pastizales habían resistido
el apacentamiento intenso de millones y millones de búfalos, especie
de procedencia euroasiática, durante centenares de generaciones, y allí
vivieron los búfalos hasta épocas posteriores a los marinheiros. For-
maron una estrecha asociación con las hierbas autóctonas y las hier-
bas de césped, sosteniéndose y perpetuándose unos a otros y repelien-
do la penetración de cualquier cantidad elevada de plantas o animales
exóticos. Las hierbas y el ganado europeos, a pesar de haber obtenido
victoria tras victoria juntos en las zonas templadas desde el primer
milenio de la Revolución Neolítica, se estancaron allí. En extensas zo-
nas el clima era demasiado caliente en verano y demasiado frío en
invierno, y en general demasiado seco para muchas de las plantas euro-
peas, y los búfalos y sus socios vegetales tuvieron la gran ventaja de la
mutua incumbencia. Los invasores progresaron poco hasta que llega-
ron en pleno las criaturas dominantes de su biota, con rifles. Después
de la Guerra Civil de los Estados Unidos, penetraron en las llanuras
bandas de fusileros del Viejo Mundo que aniquilaron a los búfalos, eli-

39. James Mooney, «The Ghost Dance Religión and the Sioux Outbreak
of 1890», Anntial Report of the Burean of Ethnology to the Smithsonian Insti-
tution, 1892-1893, vol. XIV, pt. 2, p . 72.
40. D. B. Grigg, The Agricultural Systems of the World, An Evolutionary
Approach, Cambridge University Press, 1974, p. 50,
EXPLICACIONES 319

minando por tanto un elemento vital de la biota autóctona. Con los


búfalos desapareció la posibilidad de los amerindios de las llanuras de
vivir independientemente y de resistirse al nuevo orden. Rancheros,
agricultores, ganado bovino y ovejas del Viejo Mundo prosiguieron su
extensión por las llanuras. Algunas mujeres sioux, viendo su forma
de vida resquebrajada como una jarra de barro, cayeron en la prosti-
tución. Las bacterias venéreas se propagaron aprovechando la ocasión
y redujeron drásticamente el índice de natalidad entre los sioux, con
lo que el territorio se hizo más seguro para los forasteros. Prosperaron
los blancos, los negros, el ganado bovino, los cerdos, los caballos,
el trigo y las malas hierbas, y, alrededor de las casas, de los corrales y
de los abrevaderos, también los ratones, las ratas y las hierbas del
Viejo Mundo.
Puede sernos útil analizar desde otro ángulo la cooperación entre
los miembros de la biota mixta. Los organismos del Viejo Mundo eran
en muy poco, o en nada, intrínsecamente superiores a los de las Nue-
vas Europas. «Superior», en este contexto, es un término que carece
de sentido, excepto en el de que un organismo se adecúa a un ecosis-
tema determinado y otro no. Los organismos del Viejo Mundo son
casi siempre «superiores» cuando la competición tiene lugar en su
medio originario. De ahí el número insignificante de malas hierbas,
bichos y agentes patógenos de las Nuevas Europas aclimatados en el
Viejo Mundo, y el éxito de la biota mixta en todos aquellos medios
coloniales que han sido europeizados.
¿Qué significa «europeizados» en este contexto? Se refiere a una
condición de ruptura continua: campos arados, bosques rozados, pas-
tos excesivamente apacentados, y praderas quemadas; pueblos aban-
donados y ciudades en expansión; hombres, animales, plantas y vida
microscópica que habían evolucionado por separado, puestos de pron-
to en estrecho contacto. Se refiere a un mundo efímera en el que
prosperan especies de malas hierbas de todos los filos y en el que
otras formas de vida sólo se encuentran en gran cantidad en puntos
ocasionales o en parques especiales. Unos cuantos organismos autóc-
tonos de las Nuevas Europas pertenecían todavía a la categoría de
malas hierbas cuando llegaron los europeos, porque cada biota tiene
formas de vida adaptadas para beneficiarse de la mala fortuna de las
demás, y estas formas incluso se han expandido geográficamente desde
la llegada de los marinheiro$> En Nueva Zelanda, aquellas plantas au-
tóctonas que no son del agrado del ganado importado han aumentado
320 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

41
enormemente en los pastos degradados de las tierras altas. Sin em-
bargo, este caso es una de las excepciones a la regla, siendo la regla
que las malas hierbas, en el sentido más amplio del término, son más
características de las biotas de tierras afectadas desde antiguo por el
Neolítico del Viejo Mundo que de cualesquiera otras.
Precisamos un ejemplo concreto: en la prístina Australia es posi-
ble que, la mala hierba llamada diente de león languideciese en peque-
ño número o incluso que se extinguiera, como debió ser el caso de las
malas hierbas que los normandos llevaron a Vinland. Jamás lo sabre-
mos, porque aquella Australia dejó de existir hace doscientos años.
Cuando el diente de león se propagó, lo hizo, por decirlo de alguna
manera, en otra tierra, en una que había sido transformada por los
hombres europeos que la ocuparon, junto con sus plantas, bacterias,
ovejas, cabras, cerdos y caballos. En esta Australia, el diente de león
tiene más asegurado su futuro que los canguros.
Un ejemplo más rico sería el de los gorriones y estorninos domés-
ticos del Viejo Mundo en Norteamérica, frente a las palomas pasaje-
ras autóctonas. A comienzos del siglo xix, los dos primeros estaban
ausentes de Norteamérica (y de todas las demás Nuevas Europas), y
había miles de millones de las terceras. El gorrión y el estornino en
cuestión son criaturas propias de la Europa urbana y rural, no de la
Europa salvaje; son criaturas que habitan en las lindes de los bosques,
en sotos aislados, en campos cultivados y en prados de pasto; se ali-
mentan de la basura y los desechos y de los excrementos cargados de
semillas de los animales grandes. Son aves bien adaptadas a los me-
dios humanizados del Viejo Mundo, tanto que no interesan al paladar
humano. La paloma pasajera está extinguida; era una criatura propia
del bosque espeso, que vivía en gran parte de bellotas. A medida que
avanzaron los pioneros con sus antorchas, sus hachas y su ganado,
Norteamérica se convirtió cada vez más en una tierra más conveniente
para gorriones y estorninos, y cada vez menos para la paloma pasa-
jera, que al parecer no podía sostener la reproducción en las dispersas
bandadas a las que la había reducido el paisaje europeizado, y a las
que cogieron gusto los neoeuropeos (así como su ganado se lo cogió
a las hierbas autóctonas, tiernas y no habituadas a reproducirse bajo
tal tensión). Por lo tanto, decenas de millones de gorriones y de estor-

41. L. Cockayne, New Zealand Plants and Tbeir Story, R. E. Owen, Wel-
lington, 1967, p. 197.
EXPLICACIONES 321

niños viven en Norteamérica, como en todas las Nuevas Europas, pero


42
no queda ni una paloma pasajera.
El éxito de la biota mixta y de su miembro dominante, el hombre
europeo, fue fruto del esfuerzo en equipo protagonizado por organis-
mos que habían evolucionado en conflicto y cooperación desde hacía
mucho tiempo. El período en el que se produjo esta evolución con-
junta, de la mayor importancia para el éxito en ultramar de esta biota
con velas y ruedas, transcurrió durante y después del Neolítico del
Viejo Mundo, una revolución de multitud de especies, cuyas repercu-
siones aún sacuden la biosfera.

42. Frank M. Chapman, «The European Starling as an American Citizen»,


Natural History, 89 (abril de 1980), pp. 60-65; J. O. Skinner, «The House
Sparrow», Annual Repon of the Smithsonian Jnstitution for 1904, pp. 423-428;
A. W. Schorger, The Passenger Pigeon Its Natural History and Extinction,
}

University of Wisconsin Press, Madison, 1955, pp. 212-215.


12. CONCLUSIONES

¡Tierras entrelazadas productoras de alimentos!


¡Tierra de carbón y hierro! ¡Tierra de oro! ¡Tierra de algodón,
azúcar, arroz!
¡Tierra de trigo, buey, cerdo! ¡Tierra de madera y cáñamo!
¡Tierra de la manzana y la uva!
¡Tierra de los llanos de pasto, los pastizales del mundo!
¡Tierra de aquellas mesetas interminables de aire suave!
¡Tierra del rebaño, el jardín, la saludable casa de adobe!

WALT WHITMAN, Starting jrom Paumanok

En el capítulo anterior hice uso de una metáfora para describir el


papel de quienes llegaron primero a América y Australasia, los indí-
genas, y de quienes lo hicieron en segundo lugar, los europeos y afri-
canos. Sugería que amerindios, aborígenes australianos y maoríes se-
rían las fuerzas de choque —marines— que habrían tomado las cabe-
zas de playa y habrían despejado el camino para la segunda oleada.
Llegaron principalmente a pie: los amerindios probablemente no uti-
lizaran otro método; los aborígenes australianos a pie, remando en
algunos tramos entre las islas indonesias; los maoríes solamente por
mar. Resultaría útil elaborar esta metáfora (metáfora, por favor, no
teorema), dividiendo la segunda oleada en un par de oleadas sucesi-
vas. Podríamos pensar que la primera oleada del par habría llegado a
las Nuevas Europas (compuesta principalmente por aquellos que lle-
garon en la era de la navegación a vela) como la armada, desembar-
cando con su pesado equipo, grandes unidades de apoyo, y mayores
contingentes para sustituir a los marines. Los miembros de esta ar-
mada llegaron armados, libraron muchas batallas, y pasaron la mayor
parte de su vida bajo una severa disciplina. Es de todos sabido que
CONCLUSIONES

los primeros afroamericanos fueron esclavos, pero de lo que no n<«


da cuenta todo el mundo es de que entre la mitad y los dos tercios
de los blancos que emigraron a Norteamérica antes de la Revolución
Norteamericana, fueron sirvientes ligados por contratos que habían
alienado su libertad por períodos de hasta siete años a cambio del
pasaje hasta el Nuevo Mundo. Hasta 1830, la mayoría de los emigran-
tes a Australia fueron convictos, lo cual hace de Nueva Zelanda la
1
única fundada por trabajadores libres.
La siguiente gran remesa de gentes del Viejo Mundo, casi todas
europeas, que llegó a las Nuevas Europas cruzó los océanos principal-
mente en barcos de vapor. Los imagino como una oleada de civiles
porque cosecharon los beneficios de las anteriores invasiones, más que
lanzar ellos mismos sus propias invasiones. Llegaron desarmados y
desprovistos de formas de organización institucional superiores al
nivel del parentesco. Llegaron, con muy pocas excepciones, en cali-
dad de particulares libres e independientes. Fueron los más numero-
sos: más de 50 millones cruzaron los océanos en dirección a las Nue-
2
vas Europas entre 1820 y 193O.
Estos 50 millones llegaron porque algo les empujaba por detrás
—la población europea estaba creciendo, pero la reserva de tierra cul-
tivable no— y porque a mediados del siglo xix la aplicación de la
energía de vapor a los viajes oceánicos hizo las travesías a ultramar
más seguras y baratas que hasta entonces. Pero también estaba la
cuestión de la atracción, de la convicción que estas personas abriga-
ban de que su gente estaría mejor en tierras extrañas más allá de las
simas de Pangea que en su tierra de origen.
A mediados del siglo x v m , la Australia y la Nueva Zelanda blan-
cas pertenecían todavía al futuro, pero era evidente que los europeos,
su agricultura y sus plantas y animales estaban dando buenos resul-
tados en Norteamérica. La prueba más contundente del éxito colo-
nial fue el índice extraordinariamente alto de crecimiento natural
entre las gentes del Viejo Mundo en Norteamérica. A comienzos de
la década de 1750, Benjamín Franklin señalaba con orgullo que había
alrededor de un millón de británicos en Norteamérica, aunque apenas

1. David W. Galenson, Wbite Servitude in Colonial America, an Economic


Analysis, Cambridge University Press, 1981, p. 17; Australian Encyclopedia,
vol. I I I , p. 376.
2, Huw R. Jones, A Population Geography, Harper & Row, Nueva York,
1981, p. 254.
324 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

80,000 habían emigrado de Europa, A finales del siglo, Thomas Mal-


thus, buscando pruebas de cuan rápidamente pueden aumentar los
seres humanos en condiciones óptimas, centró su atención en las
colonias septentrionales de la Norteamérica británica, donde no pare-
cían haber incidido los dos mayores contratiempos: «miseria y vicio».
En Nueva Jersey, por ejemplo, «la proporción de nacimientos en
relación a las muertes en un promedio de siete años que acabaron en
1743, era de 300 a 100. En Francia e Inglaterra, tomando la propor-
3
ción más alta, es de 117 a 100». En las colonias meridionales de Vir-
ginia a Georgia, que ocupaban un lugar intermedio entre la fría salu-
bridad de Nueva Inglaterra y las colonias medias, y la cálida y húmeda
insalubridad de las Indias Occidentales, las estadísticas no eran tan
alentadoras, pero de todos modos la Norteamérica británica constituía
un éxito deslumbrante.
La pampa ibérica no era un fracaso a finales del siglo x v m , pero
nadie podía decir que fuera un éxito. La población era poco nume-
rosa y crecía muy lentamente. En 1790, Alejandro Malaspina, nave-
gante italiano al servicio de España, exasperado por la paradoja de
una sociedad que se las arreglaba para estancarse en medio de una
pródiga riqueza natural, culpaba a la gente de su situación: carecían de
4
moralidad y de disciplina. Si así era, sería porque la pampa todavía
estaba en gran parte indómita, La ciudad de Buenos Aires, a pesar de
ser un siglo más antigua que Filadelfia, se encontraba más cerca de la
frontera que la capital de Pensilvania. La gran cantidad de ganado
bovino y de caballos existente en la pampa había permitido la subsis-
tencia de amerindios hostiles y había tentado a muchos subditos de
los reyes de España y Portugal a retroceder a una vida dedicada a la
caza y la recolección a lomos del caballo. El gaucho estaba más pró-
ximo al bandido australiano que al pastor australiano. El don de los
rebaños europeos, irónicamente, no había fomentado el crecimien-
to de las familias y de la civilización europeas. El arrogante éxito del
ganado y de las plantas de forraje de la biota mixta había puesto tra-
bas al componente humano. Además, la política imperial española

3. Leonard W. Labaree, ed., The Papers of Benjamín Frankün, vol. IV,


July 1, 1750, through June 30, 1753, Yale University Press, New Haven, 1961,
p. 233; Thomas R. Malthus, First Essav on Population 1798, Sentry Press, Nue-
va York, 1965, pp. 105-107.
4. Alejandro Malaspina, Viaje al Río de la Plata en el siglo XVIII, Socie-
dad de la Historia Argentina, Buenos Aires, 1938, pp. 296-298.
CONCLUSIONES 325

había tendido durante muchas décadas a subordinar la pampa a otras


partes del imperio, dejando que fuera un lugar atrasado económica,
5
social e intelectualmente, y reforzando su singularidad biótica, Pero
para Malaspina estaba claro, como para cualquiera que tuviera ojos
en la cara, que la sociedad europea de la pampa no tenía ninguna ne-
cesidad de mantener su retraso para siempre. Millones de plantas y
animales europeos en pleno auge indicaban que era una tierra desti-
nada a hacerse al menos tan europea como Norteamérica.
El éxito del imperialismo ecológico europeo en América fue tan
rotundo que los europeos empezaron a dar por sentado que se sucede-
rían éxitos similares en todos aquellos lugares en los que el clima y
el medio patógeno no fueran totalmente hostiles. El Capitán Cook, tras
una corta estancia en Nueva Zelanda, predijo un brillante futuro para
los colonos europeos que allí se instalaran. Cuando una comisión par-
lamentaria quiso conocer la opinión de Joseph Banks, uno de los cien-
tíficos que navegaron con él, sobre las posibilidades de convertir a
Australia en una colonia, respondió que los colonos de Nueva Gales del
Sur «aumentarían necesariamente». Pues por más beneficios que repor-
taran a la madre patria, constituirían un mercado para los artículos
manufacturados; y Australia, mayor que Europa entera, seguro que
6
«reportaría ventajosas ganancias», ¿Necesariamente? ¡Qué arrogan-
cia! ¿Ventajosas ganancias? ¿De qué se trataría? Por supuesto, dentro
de su ingenuo optimismo, tenía toda la razón.
Los emigrantes procedentes de Europa, que habrían de dar vali-
dez a las profecías de Cook, Banks y de gente por el estilo, acudieron
a las tierras de ultramar, exceptuando acontecimientos efímeros como
las fiebres del oro, con base en tres factores. Las tierras debían tener
climas templados; los emigrantes deseaban ir allí donde pudieran lle-
var una vida de estilo europeo más cómoda que en sus lugares de ori-
gen, no menos. En segundo lugar, para atraer a gran cantidad de
europeos, un país tenía que producir o dar muestras de claras posibili-
dades de producción de artículos sujetos a la demanda europea —car-
ne de vacuno, trigo, lana, pieles, café— y la población que residiera en

5. Nicolás Sánchez-Albornoz, The Population of Latin America, a History,


trad. inglesa de W. A. R. Ríchardson, University of California Press, Berkeley,
1974, pp. 114-115, 134-135. (Versión original castellana: La población de Amé-
2
rica Latina, Alianza Editorial, 1977 .)
6. Clark Manning, ed., Sources oí Australian History, Oxford University
Press, 1957, pp. 61-63.
326 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

él debía ser demasiado pequeña para satisfacer dicha demanda. Y así


fue como tantos europeos se volcaron en el siglo xix sobre Norteaméri-
ca, Australia y el Brasil meridional, especialmente en Sao Paulo, donde
estaban surgiendo plantaciones de café, y también sobre las regiones
7
agrícolas y ganaderas frías de más al sur. Se volcaron multitudinaria-
mente sobre la pampa de Rio Grande do Sul, Uruguay y Argentina,
blanqueando todo rastro amerindio o africano que pudiera haber exis-
tido. La parte montañosa de Chile («tal vez la nación peor construida
y peor situada del planeta —diría Ezequiel Martínez Estrada—; es
como una planta que brota entre dos piedras») producía pocas cosas
en cantidad o precio deseados en Europa y en 1907 sólo el 5 por 100
de su población era de origen extranjero, frente a más del 25 por
8
100 de la pampa,
El otro factor era personal y visceral. Los campesinos de la Euro-
pa del siglo xix puede que suspirasen o no por las libertades políticas
y religiosas, pero sin duda anhelaban liberarse del hambre. El hambre
y el temor al hambre habían sido constantes en la vida de sus antepa-
sados, desde tiempo inmemorial. La mayoría de las escaseces alimen-
tarias de la Europa del Antiguo Régimen fueron locales, pero no por
ello menos mortíferas, porque los sistemas de distribución eran preca-
rios. En lo que se refiere a escaceses, Francia, la nación con el sector
agrícola más rico de Europa, tuvo dieciséis en el siglo xvm. El hambre
y las hambrunas periódicas formaban parte de la vida, y la gente pobre
recurría incluso al infanticidio para mantener un cierto equilibrio en-
9
tre los recursos alimentarios y la población. En los toscos cuentos de
hadas campesinos, el héroe triunfante no recibe necesariamente como
recompensa la mano de la princesa ni siquiera montones de oro, sino

7. Sanche?:-Albornoz, Population of Latín America, p. 154.


8. Ezequiel Martínez Estrada, X-Rúy of the Pampa, trad. inglesa de Alain
Swietlicki, University of Texas Press, Austin, 1971, p. 91; Arthur P. Whitaker,
The United States and the Southern Cone, Argentina, Chile and Uruguay, Har-
vard University Press, Cambridge, 1976, pp. 63-64; Arnold J. Bauer, Chilean
Rural Society from the Spanish Conquest to 1930, Cambridge University Press,
1975, pp. 62, 70-71.
9. Fernand Braudel, Civilization and Capitalism, 15th-18th Century, vol. I,
The Structure of Everyday Life, the Limits of the Possible, trad. inglesa de Sian
Reynolds, Harper & Row, Nueva York, 1981, pp. 73-88; William L. Langer,
«Infanticide: An Historical View», History of Childhood Quarterly, 1 (invierno
de 1974), pp. 353-365; Michael W. Klinn, The European Demographic System,
1500-1800, Johns Hopkins Press, Baltimore, 1981, pp. 42, 46, 49-51, 96.
CONCLUSIONES 327

invariablemente grandes cantidades de buena comida. En uno de los


cuentos, en el momento culminante de una fiesta de bodas se reparten
cerdos asados con tenedores clavados en los costados para mayor co-
10
modidad de unos invitados hambrientos de proteínas.
A los ojos de los campesinos europeos, la imagen de las tierras de
allende los océanos brillaba como el vapor que desprende un buey
ensartado en un asador sobre ascuas calientes. En Norteamérica, las
hambrunas eran desconocidas excepto en los primeros años de pobla-
miento o en épocas de guerra o de desastres naturales extraordina-
11
rios. Durante el hambre europea de la patata, a mediados del si-
glo xix, mientras millones de irlandeses morían de desnutrición y de
enfermedad, los trabajadores irlandeses de la pampa podían ganar diez
o doce chelines al día además de toda la comida que pudieran engu-
12
llir. Samuel Butler, que criaba ovejas en la Isla Sur de Nueva Zelan-
da en la década de 1860, describió un panorama paradisíaco de la
vida colonial. Después de uno o dos años, decía dirigiéndose al poten-
cial colono:

Tendrá vacas, y cantidad de mantequilla, leche y huevos; tendrá


cerdos y, si quiere, abejas, cantidad de verduras, y, en realidad, po-
drá vivir de la tierra fértil, con muy pocos problemas y casi tan
13
poco gasto.

El emigrante necesitaría contar con un cierto capital y conjurar


una racha de buena suerte para alcanzar este estado de dicha tan sólo
en un año o dos, pero millones de europeos cruzaron las simas de
Pangea con similares perspectivas en mente, Anthony Trollope, en-
contrándose en Australia en la década de 1870, resumió en una sola
frase lo que había detrás de la emigración a Australia: «El trabajador,
sea cual sea su trabajo, come carne tres veces al día en las colonias,

10. Robert Darnton, «The Meaning of Mother Goose», New York Review
of Books, 31 (2 de febrero de 1984), p. 43.
11. Robert W, Fogel et aL «Secular Changes in American and British Statu-
y

re and Nutrition», Hunger and History, The Jmpact of Changing Food Produc-
tion and Consumption on Society, Robert I. Rotberg y Theodore K. Rabb, eds.,
Cambridge University Press, 1985, pp. 264-266.
12. William MacCann, Two Thousand Mile Ride through the Argentine
Provinces, Srnith, Eider & Co., Londres, 1852, vol. I, p. 99.
13. Samuel Butler, A First Year in Canterbury Settlement, A. C Brassing-
ton y P. B. Maling, eds., Blackwood & Janet Paul, Auckland, 1964, p. 126.
328 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

14
y lo más general es que carezca completamente de ella en casa».
Hay que decir que la carne no era wapití o canguro asado, sino
cordero, cerdo o buey. Una vez desembarcados en las Nuevas Euro-
pas, a muchos emigrantes les costaba acostumbrarse, tanto en el he-
misferio norte como en el sur, a dietas de alimento no europeo —ma-
pache, zarigüeya, patatas, batatas y, muy a menudo, maíz—, pero con
el tiempo, en todos estos lugares, les fue posible retomar una dieta
a base de productos europeos. En Norteamérica, los pioneros del Vie-
jo Mundo protagonizaron un romance amoroso con el maíz que duró
dos siglos, pero incluso aquí el pan de trigo acabó por sustituir al de
maíz. El cambio era previsible: casí todos los animales, plantas y fuen-
tes de alimento mencionados por Crévecoeur de forma positiva en sus
clásicas Letters from an American Farmer (1782) eran de origen euro-
peo, siendo la paloma pasajera la principal excepción.
Y así fue como los europeos constituyeron entre la década de 1840
y la Primera Guerra Mundial la mayor oleada humana que haya ja-
más atravesado los océanos, y probablemente la mayor que nunca lle-
gue a hacerlo. El maremoto caucasiano comenzó con los hambrientos
irlandeses y los ambiciosos alemanes y con los británicos, que nunca
alcanzaron puntos máximos de emigración tan elevados como los de
algunas otras naciones, pero que tienen un ansia inagotable de aban-
donar su tierra. Los escandinavos fueron los siguientes en incorporar-
se al éxodo, y después, hacia finales de siglo, el campesinado de la
Europa meridional y oriental. Italianos, polacos, españoles, portugue-
ses, húngaros, griegos, serbios, checos, eslovacos, judíos ashkenazís
—en posesión por primera vez de conocimientos sobre las oportuni-
dades de ultramar y, gracias al ferrocarril o al barco de vapor, de los
medios para abandonar una vida de antigua pobreza— se volcaron,
a través de los puertos europeos y cruzando las simas de Pangea, hacia
tierras tan poco familiares para sus antepasados como Catay. Rusia,
que había enviado a 5 millones a Siberia entre la década de 1880 y la
Primera Guerra Mundial, envió a otros 4 millones a los Estados Uni-
15
dos. Fue como si todos estos millones se hubieran dado cuenta de

14. Anthony Trollope, Australia, P. D. Edwards y R. B. Joyce, eds., Uni-


vetsity of Queensland Press, St. Lucia, 1967, p. 284.
15. Donald W. Treadgold, The Great Siberian Migration, Princeton Uní-
verstey Press, 1957, p, 34; J. LaGumina y Frank J. Cavaioli, The Ethnic Di-
mensión in American Society, Holbrook Press, Boston, 1974, p. 155.
CONCLUSIONES 329

que la ventana de la oportunidad estaba abierta y de que no perma-


necería abierta para siempre.
De estos 50 millones, los Estados Unidos recibieron dos terceras
partes y conservaron una proporción más alta que los demás países
receptores, desde los cuales muchos regresaron a Europa o emigraron
a otros lugares, a menudo a los Estados Unidos. El influjo cambió a
los Estados Unidos para siempre, proveyéndolos de agricultores que
ocuparían su frontera central y septentrional y de la mano de obra
precisa para su incipiente revolución industrial. Los inmigrantes, espe-
cialmente los «nuevos inmigrantes» de la Europa meridional y orien-
tal, modificaron para siempre las grandes ciudades de la costa este.
Incluso hoy día, muchos de los descendientes de los «antiguos inmi-
grantes» procedentes de la Europa noroccidental consideran a Nueva
York, Pittsburgh y Chicago, donde puede encontrarse lasaña y kieU
16
basa, lugares exóticos, casi ajenos. Argentina acogió a menos emi-
grantes que los Estados Unidos, cerca de 6 millones entre 1857 y
1930, y gran cantidad de ellos se marcharon en dirección a otros lu-
gares, pero la inmigración tuvo en Argentina repercusiones aún más
poderosas. Inmediatamente antes de la Primera Guerra Mundial, el
30 por 100 de la población argentina era de origen extranjero, mien-
tras en los Estados Unidos esta población equivalía a la mitad de
17
dicho porcentaje. Los inmigrantes transformaron la pampa. Irlande-
ses y vascos abrieron el camino de la crianza de ovejas; la lana se
convirtió en la exportación más importante de la nación en la década
de 1880. Los aparceros italianos araron los pastos e hicieron de ellos
campos de trigo, y para finales del siglo su nuevo hogar se había con-
vertido en una de las mayores fuentes mundiales de excedentes de
18
cereal. Brasil acogió a 5,5 millones de inmigrantes entre 1851 y 1960,
de los que se quedó con 2,5 millones, la mayoría de los cuales se
establecieron en la porción meridional del país desde Rio de Janeiro,
justo al norte del Trópico de Capricornio, hasta Uruguay. Y Uruguay,
a pesar de su pequeño tamaño, recibió a más de medio millón de

16. La kielbasa es una especie de salchicha polaca. (N. de la t.)


17. Wílliam Woodruff, Impact of Western Man, A Study of Europe's Role
in the World Economy, 17504960, St. Martin's Press, Nueva York, 1967, p. 80;
Sánchez-Albornoz, Population of Latin America, pp. 163464.
Q
18. James R. Scobie, Argentina, A City and a Nation, 2. ed., Oxford Uni-
versity Press, 1971, pp. 83-84, 118-119, 123.
330 I M P E R I A L I S M O E C O L Ó G I C O

19
europeos, lo que ratificó sus cualidades europeas. Entre 1815 y 1914,
4 millones de europeos emigraron a Canadá, muy pocos de los cuales
eran franceses, y, aunque fueron numerosos los que se trasladaron,
los que se quedaron bastaron para anglicanizar el país; por tanto,
desde mediados del siglo xix los descendientes de los fundadores de
Nueva Francia han constituido una descontenta minoría en su propia
20
tierra. La emigración de cientos de miles de personas hacia Austra-
lasia, la mayoría de ellas procedentes de las Islas Británicas, desde
mediados del siglo xix basta la Primera Guerra Mundial, confirmó
el carácter neobrítánico de las Nuevas Europas de las antípodas. Pero
desde la Segunda Guerra Mundial Australia ha acogido a más emi-
grantes que las demás naciones exceptuando a Israel, en proporción
al tatjiaño de su población, y actualmente es casi tan fácil encontrar
21
lasaña y kielbasa en Sydney como en Nueva York.
El impacto de la emigración de los europeos a través de las simas
de Pangea hacia las Nuevas Europas no se limitó a estas tierras. La
población europea, todavía en aumento —en realidad, su crecimiento
fue lo que impulsó el éxodo europeo—, continuó creciendo hasta que
se vio libre del lastre de los millones que partieron; y éstos, una vez
en ultramar, proporcionaron nuevos mercados a las industrias euro-
peas, nuevas fuentes de materias primas, y una nueva prosperidad que
contribuyó a mantener sus aumentos demográficos. Entre 1840y 1930,
la población europea creció de 194 millones a 463 millones, con un
índice de crecimiento que doblaba el del resto del mundo. En las
Nuevas Europas, el número de habitantes se disparó a índices antes
desconocidos, o por lo menos no documentados. Entre 1750 y 1930,
la población total de las Nuevas Europas se hizo al menos catorce
veces mayor, mientras que la del resto del mundo sólo aumentó dos ve-
22
ces y media. Debido a la explosión demográfica europea y de las Nue-

19. Woodruff, Impact of Western Man, pp. 77-78; Sánchez-Albornoz, Po-


pulation of Latin America, p . 155.
20. Woodruff, Impact of Western Man, pp. 69-70.
21. Woodruff, Impact of Western Man, p. 86; Australian Encyclopedia,
vol. I I I , pp. 376-379; New Zealand Encyclopedia, vol. I I , pp. 131-132.
22. Los campeones de la reproducción entre los neoeuropeos parecen ser
los franceses del Canadá, que se multiplicaron ochenta veces entre 1760 y 1960,
sin inmigración apreciable y con una considerable emigración. Jacques Henripin
e Yves Perón, «La Transition Démographique de la Province du Québec», La
Population du Québec: Études Kétrospectives, Hubert Charbonneau, ed., Les
Éditions du Boreal Express, Montreal, 1973, p. 24.
CONCLUSIONES

vas Europas, el número de caucasianos se hizo cinco veces mayor cntru


1750 y 1930, frente al crecimiento del 2,3 experimentado por los
asiáticos. Africanos y afroamericanos no llegaron a duplicar su núme-
ro, a pesar del enorme incremento de negros en los Estados Unidos,
23
que pasaron del millón de 1800 a los 12 millones de 193O. En los
últimos cincuenta años, el anterior arranque de la parte caucasiana
de la humanidad al frente de las demás partes ha sido contrarrestado
en gran medida por su tardío pero inmenso aumento; pero aquel arran-
que sigue siendo una de las mayores aberraciones de la historia demo-
gráfica de las especies. Los 30 millones de kilómetros cuadrados de
tierra ganados por los blancos, tanto causa como efecto de su arranque
demográfico, siguen bajo su control, y tal situación esta minoría la
considera definitiva.
En el siglo xix, la población de las Nuevas Europas se elevó no
sólo debido a la inmigración sino también porque su población perma-
nente disfrutaba de los más altos índices de incremento natural que
jamás conseguirían estos países. Los índices de mortalidad eran alen-
tadoramente bajos; los alimentos, abundantes y de calidad según los
parámetros del Viejo Mundo; por tanto, los neoeuropeos se mostra-
ron agradecidamente fructíferos y se multiplicaron. En Norteamérica,
en el siglo x v m y comienzos del xix, la fertilidad de los neoeuropeos
se encontraba entre las más elevadas jamás registradas en el mundo,
puesto que alcanzaba tasas de entre 50 y 57 nacimientos por 1.000
24
habitantes y año. En Australia, en la década de 1860, el índice de
natalidad se encontraba alrededor del 40 por 1.000, y en Argentina,
donde los inmigrantes se estaban empezando a volcar sobre la pampa
a
por primera vez en gran número, de cerca del 46 por 1.000. En
Australia, en 1860-1862, el número de muertes por 1.000 era 18,6
y el de nacimientos 42,6, con un crecimiento natural de 24 individuos

23. Kingsley Bavis, «The Migrations of Human Populations», Scientific


American, 231 (septiembre de 1974), p, 99.
24. Joseph J. Bogue, The Population of ¿he United States, Free Press,
Glencoe, III., 1959, p. 29; Robert V. Wells, The Population of the British Co-
lonies in America Before 1776, Princeton University Press, 1975, p. 263 y
passim-, Henripin y Perón, «La Transition Démographique», La Population du
Québec, pp. 35-36.
25. Kingsley Davis, «The Place of Latin America in World Demographic
History», The Milbank Memorial Fund Quarterly, 42, pt. 2 (abril de 1964),
p. 32.
332 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

por 1.000 y por año, frente a los 13,8 de Inglaterra y de Gales, donde
26
se consideraba que la población estaba creciendo rápidamente. Los
índices de natalidad de los pakeha y de crecimiento natural en Nueva
Zelanda fueron igualmente elevados hasta bien entrada la década
27
de 1870.
Durante estos años, las poblaciones neoeuropeas tenían lo que se
consideraría un número anormalmente alto de jóvenes adultos, lo que
contribuye a explicar los altos índices de natalidad y los bajos índices
de mortalidad, pero no por completo. Exceptuando a Norteamérica,
sus poblaciones también presentaban claramente un mayor número de
hombres que de mujeres, desequilibrio que a menudo hace aumentar
el índice de mortalidad y sin duda hace descender el índice de nata-
lidad. No, la superioridad de la existencia humana de las Nuevas Euro-
pas— para los recién llegados— es el factor más importante de su
aumento natural.
Si se hubieran mantenido estos índices, las Nuevas Europas no
hubieran podido permanecer despobladas durante muchas generacio-
nes. Darwin, un hombre con un sentido del humor mayor de lo que
aprecian quienes admiran pero no leen sus obras, calculaba que si la
población de los Estados Unidos seguía expandiéndose a la velocidad
que la había conducido a los treinta millones en 1860, «cubriría dentro
de 657 años el globo terráqueo entero tan densamente que habría cua-
28
tro hombres en cada yarda cuadrada de superficie», Un siglo más
tarde, la broma nos parece carente de sentido. Si los neoeuropeos lle-
nan sus tierras y se comen toda su comida, ¿quién alimentará al mun-
do? Afortunadamente, los índices de crecimiento natural decimonó-
nicos pronto decayeron a medida que la pirámide de población inmi-
grante evolucionaba hacia una distribución normal por edades y los
jóvenes adultos envejecieron y empezaron a morir, y a medida que
los índices de natalidad descendían porque el aumento del nivel de
vida y la urbanización convencieron a los neoeuropeos de que mori-

26. W. D, Borrie. Population Trenas and Policies, A Study of Australian


and World Vemography, Australasian Publishing Co., Sidney, 1948, p, 40.
27. Demographic Analysis Section of the Department of Statistics, New
Zealand, The Population of New Zealand, C1CRED Series, p. 23; Miriam G.
Vosburgh, «Population», New Zealand Atlas, Ian Wards, ed,, A. R, Shearer, Im-
prenta gubernamental, Wellington, 1976, pp, 60-61.
28. Charles Darwin, The Origin of Species and the Descent of Man, Mo-
dern Library, Nueva York, s i . , p. 428.
CONCLUSIONES 333

rían muy pocos niños antes de crecer; y vieron que las familias nume-
rosas eran enemigas y no aliadas de la prosperidad. Los índices de
mortalidad de las Nuevas Europas figuran entre los más bajos del
mundo, pero pasa lo mismo con los índices de natalidad. Los índices
de crecimiento natural neoeuropeos son bajos, y queda disponible
para la exportación gran cantidad de los productos alimentarios que
producen las Nuevas Europas.
Las Nuevas Europas son importantes en su conjunto y, en particu-
lar, más importantes de lo que indica su tamaño e incluso su pobla-
ción. Su sector agrícola es enormemente productivo, y, con una po-
blación mundial que tiende a los 5.000 millones o más, es de vital
importancia para la supervivencia de centenares de millones. Las ra-
zones de esta productividad incluyen la innegable valía de sus agri-
cultores y científicos agrícolas y, además, diversas circunstancias fortui-
tas que requieren una explicación. Todas las Nuevas Europas cuentan
con amplias zonas de muy alto potencial fotosintético, zonas en las que
es muy alta la cantidad de energía solar, la luz solar disponible para
la transformación del agua y de la materia inorgánica en alimento.
Por supuesto, la cantidad de luz tropical es enorme, pero inferior a
lo que podría pensarse dada la nebulosidad de los húmedos trópicos
y la longitud invariable de la duración del día. En los trópicos no
existen los largos días de verano. Estos factores, unidos a elementos
tales como las pestes y enfermedades tropicales y la escasez de suelo
fértil, hacen de la zona tórrida inferior a las zonas templadas en po-
tencial agrícola. Por otra parte, la mayoría de las plantas más capa-
citadas para utilizar la intensa luz de los trópicos, plantas como la
caña de azúcar y la pina, contienen muy pocas proteínas, sin las cua-
les es inevitable las desnutrición. En cuanto al potencial agrícola del
resto del mundo, por razones evidentes las zonas polares resultan
inservibles, y la zona comprendida entre los 50° de latitud sur y el
Círculo Antartico está compuesta casi completamente por agua. Por
otra parte, la zona comprendida entre los 50° de latitud norte y el
Círculo Ártico incluye más tierra que agua, tierra de elevado poten-
cial fotosintético debido a sus largos y a menudo soleados días de
verano, Alaska y Finlandia pueden producir verduras de gran tamaño:
fresas tan grandes como ciruelas, por ejemplo. Sin embargo, en aque-
llos lugares la temporada de crecimiento es tan corta que muchas de las
plantas alimentarias más importantes del mundo no tienen tiempo
334 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

de hacer crecer hojas lo bastante grandes como para utilizar eficaz-


mente la luz abundante.
Por tanto, las zonas más ricas en potencial fotosintético de la su-
perficie terrestre están situadas entre los trópicos y los 50° de latitud
norte y sur. Allí crece la mayoría de las plantas alimentarias que más
rinden en una temporada de crecimiento de ocho meses. Estas zonas
comprenden las regiones de suelos ricos que reciben mayor abundan-
cia de luz solar y también las cantidades de agua requeridas por nues-
tras principales cosechas —en otras palabras, la tierra agrícola más
importante del mundo— y se encuentran en la parte central de los
Estados Unidos, California, Australia meridional, Nueva Zelanda y
una porción de Europa formada por la mitad sudoccidental de Francia
y la mitad noroccidental de la Península Ibérica. Todas ellas, excep-
tuando la porción europea, forman parte de las Nuevas Europas; y un
grupo de las tierras neoeuropeas restantes, como la pampa o Saskat-
chewan, es casi tan rico fotosintéticamente y tan productivo como ellas
29
en la realidad, si no en la teoría.
Como se afirmaba en el prólogo, el valor total de las exportacio-
nes agrícolas mundiales en 1982 fue de 210.000 millones de dólares.
De ellos, las exportaciones de los Estados Unidos, Canadá, Argentina,
Uruguay, Australia y Nueva Zelanda equivalían a 64.000 millones, es
decir, algo más del 30 por 100. Su participación es aún mayor en las
exportaciones de la más importante cosecha dedicada a la exportación:
el trigo. En 1982, atravesó las respectivas fronteras nacionales trigo
por valor de 18.000 millones de dólares; de ellos, las Nuevas Europas
30
exportaron cerca de 13.000 millones. La participación de las Nuevas
Europas en la exportación mundial de cereales —en realidad, la parti-
cipación norteamericana por sí sola— es mayor que la participación
31
de Oriente Medio en las exportaciones de petróleo.
Una cantidad extraordinariamente grande, tal vez escalofriante,
de seres humanos de otras partes del mundo depende de las Nuevas
Europas para la obtención de la mayoría de sus alimentos, y según

29. Jen-Hu Chang, «Potential Photosynthesis and Crop Productivity», Ati-


náis of the Association of American Geographers, 60 (marzo de 1970), pp. 92-101.
30. Food and Agr¿cultural Organizaron of the United Nations, Trade Year-
book, 1982, Food and Agricultural Organization of the United Nations, Roma,
1983, vol. XXXVI, pp. 4244, 52-58, 112-114, 118-120, 237-238.
31. Lester R. Brown, «Putting Food on the World's Table, a Crisis of
Many Dimensions», Environment, 26 (mayo de 1984), p. 19.
CONCLUSIONES 331

parece dependerán cada vez más a medida que aumente la población


mundial. Esta tendencia no es nueva: la aceleración de la urbaniza-
ción, de la industrialización y del crecimiento demográfico obligaron
a Gran Bretaña a abandonar sus sueños de autarquía hace casi siglo
y medio, y en 1846 Gran Bretaña revocó la Com Law> suprimiendo
todos los aranceles sobre los cereales extranjeros. A comienzos del
siglo siguiente, sus agricultores producían solamente trigo suficiente
para alimentar a la población británica durante ocho semanas al año;
en ambas guerras mundiales, los bloqueos submarinos, al privarla de
todo acceso a las Nuevas Europas, estuvieron a punto de matar a
Gran Bretaña de hambre. Durante el siglo xix, gran parte de las im-
portaciones británicas de cereales procedían de la Rusia zarista, pero
muchos de los mismos factores demográficos y económicos que obliga-
ron a Gran Bretaña a aceptar la dependencia de otros para la obten-
ción de alimentos han tenido desde entonces sus consecuencias en
la Rusia comunista, y en la década de 1970 la URSS empezó a com-
prar enormes cantidades de cereales a las Nuevas Europas, y sigue
haciéndolo. El Tercer Mundo también se vuelve cada vez más hacia
32
las Nuevas Europas en busca de alimentos. Cada vez más miembros
de nuestra especie pasan a depender, a menudo desafiando la ideolo-
gía y tal vez el sentido común, de partes del mundo lejanas donde pá-
lidos extranjeros cultivan alimentos para venderlos. Un número real-
mente grande de personas es rehén de las posibles consecuencias que
el tiempo, las epidemias, las enfermedades, los caprichos económicos
y políticos y las guerras tengan sobre las Nuevas Europas.

Las responsabilidades contraídas por los neoeuropeos requieren


una sofisticacíón ecológica y diplomática sin precedentes: habilidad
política en la granja y en la embajada, además de grandeza de espí-
ritu. Cabe preguntarse si su comprensión de nuestro mundo es equi-
parable al desafío planteado por el presente estadio de nuestra espe-
cie y de la biosfera. Es una comprensión basada en su propia expe-
riencia de entre uno y cuatro siglos de abundancia, episodio único
en la historia documentada. No pretendo afirmar que esta abundancia
haya sido distribuida equitativamente: los pobres son pobres en las
Nuevas Europas, y la punzante pregunta de Langston Hughes «¿Qué

32. Dan Morgan, Merchants of Grain> Penguin Books, Harmondsworth,


1980, p. 25.
>3Ó IMPERIALISMO ECOLÓGICO

ocurre con el sueño aplazado?» todavía colea, pero insisto en que la


gente de las Nuevas Europas comparte la creencia casi universal de
que esta opulencia material puede y debería ser alcanzada por todo el
mundo, especialmente en lo tocante a la dieta. En la Palestina de
Cristo, la multiplicación de los panes y los peces fue un milagro; en
las Nuevas Europas se da por sentada.
América y Australasia han proporcionado a la humanidad ventajas
caídas del cielo en dos ocasiones; una en el Paleolítico y otra en el
último medio milenio. Gran parte de los beneficios derivados de la
primera penetración en estas divisiones menores de Pangea se ago-
taron al cabo de los primeros milenios del Holoceno. Actualmente
vivimos todavía de las ventajas reportadas por la segunda penetra-
ción, pero la erosión generalizada, la fertilidad descendente y el aumen-
to brusco del número de individuos que dependen de la producti-
vidad de los suelos de las Nuevas Europas, nos recuerdan que la
productividad es finita. Precisamos un renovado optimismo equipa-
rable al del Neolítico o, en su defecto, sensatez.
Apéndice

¿QUÉ FUE L A «VIRUELA» DE N U E V A GALES


DEL SUR EN 1789?

La enfermedad que afligió a los aborígenes australianos en 1789


era indudablemente nueva para ellos, como evidenció su impacto, y
parece improbable que hubiera asolado su continente con anteriori-
dad. Pero ¿se trató de viruela? La viruela es una enfermedad que
combina la virulencia con una extraordinaria capacidad contagiosa y
que no tiene estado de latencia en los humanos ni en otras especies:
sólo devasta, no se agazapa. Incluso los virus que viven en las costras
de las pústulas de sus víctimas mueren pronto; no conocen la condi-
ción de espora. Por lo tanto, tendrían que haber sido los británicos
quienes llevasen la enfermedad consigo. Pero no pudieron hacer tal
cosa, de acuerdo con los documentos y por lo que sabemos sobre la
enfermedad. No hubo ningún caso activo de viruela a bordo de la
Primera Flota en alta mar, ni tampoco en los barcos franceses que
surcaron las aguas de Nuevas Gales del Sur en 1789. En realidad, los
documentos no señalan la presencia de barcos con la enfermedad a
bordo en o cerca de Nueva Gales del Sur ni en 1788 ni en 1789.
Normalmente, tales datos, al ser completamente negativos, no se te-
nían muy en cuenta, pero la viruela era una enfermedad tan espanto-
sa, y los europeos de Nueva Gales del Sur y de sus alrededores eran
tan conscientes de la devastación que podía desencadenar, que de he-
cho hubiera sido muy extraño que uno o más de uno la tuviera y
1
nadie pensara en mencionarlo en una carta, un diario o un informe.
Ningún colono blanco contrajo la enfermedad, lo cual no es de

1. J. H , L. Cumpston, The History of Small-pox in Australia, 1788-1900,


Commonwealth of Australia, Quarantine Service, publicación n.° 3, 1914, p . 165;
338 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

extrañar porque seguramente todos habían quedado inmunizados con-


tra esta «enfermedad infantil» en Europa. Pero cierto número de ni-
ños blancos había nacido en Sydney, y tampoco la contrajo ninguno
de ellos, a pesar de la presencia de aborígenes con casos activos de
la enfermedad en la colonia. El único individuo no aborigen que se
contagió en Sydney en 1789 fue un marinero de un barco de paso.
Se trataba —y ello puede ser significativo— de un amerindio norte-
2
americano. Murió a causa de la enfermedad.
Tal vez la enfermedad fuese viruela, pero en todo caso introdu-
cida por los marineros malayos de paso por el norte de Australia, pero
hubiera sido mucha coincidencia que hubieran traído la viruela justo
a tiempo para encontrar a los británicos en la playa, por decirlo de
alguna manera. Tal vez no se tratase de viruela, sino de varicela, una
enfermedad pustular con fase latente. Hoy día se considera la varicela
como una enfermedad menor, pero los casos agudos a menudo con-
3
ducían a infecciones peligrosas de neumonía e incluso a la muerte.
Entre una población como la aborigen, que no había estado jamás
expuesta a la varicela o a infecciones víricas relacionadas con ella,
puede que la enfermedad fuera más aguda que entre poblaciones epi-
demiológicamente expertas.
Pero la varicela es aproximadamente tan contagiosa como la vi-
ruela. ¿Por qué ningún niño blanco, individualmente casi tan inexper-
tos inmunológicamente como los aborígenes, se contagió? Tal vez los
aborígenes enfermos fueran puestos en cuarentena. Quizá los niños
blancos fueran lo bastante jóvenes como para ser protegidos por los
anticuerpos recibidos a través de la corriente sanguínea y de la leche
materna. O quizá simplemente tuvieron suerte, lo que desvirtuaría
todos los análisis (especialmente los sofisticados). O tal vez los austra-
lianos nativos, aislados durante miles de años, carecían completamen-
te de defensas contra algunas infecciones tan leves entre los europeos
que los colonos nunca las apreciaron en sí mismos. Si así fue, debe-
ríamos reconsiderar los casos de «viruela» allí donde apareciesen por
primera vez.

Edward M. Curr, The Australian Race, John Ferres, Melbourne, 1886, vol. I,
pp. 223-226.
2. David Collins, An Account of the Englzsh Colony in Neto South Wales,
A. H. & A. W. Reed, Sydney, 1975, vol. I, p. 54.
3. Richard T. Johnson, «Herpes Zoster», Textbook of Medicine, Paul B.
Beeson y Walsh McDermott, eds., Saunders, Filadelfia, 1975, pp. 684-685.
ÍNDICE A L F A B É T I C O

abejas, 5 1 , 93, 112-113, 210-214, 266, alpiste, 253


295, 327 América {véase también Norteamérica),
abipones, 225 198, 199, 205, 336
abono, 37 amerindios (véanse también las tribus
aborígenes australianos, 28, 30, 161, concretas, y skraelingos), 30, 31, 56,
193, 221, 229-231, 249, 322, 337¬ 159, 165, 175, 176, 213, 220, 224,
338 338
Abreu de Galindo, Juan de, 100, 104, animales (véanse también las especies
109 concretas): domésticos, 19, 31, 33¬
Acentejo, La Matanza de, 101, 110 40, 43, 51, 61, 67, 89, 98, 112, 119*
Acosta, José de, 132, 158 121, 156, 158, 261, 264, 271, 276,
Acre, 71, 83, 86 280-281, 292, 327; del Nuevo Mun~
«adaptación», 80 do, 31, 61, 216; salvajes y selváti­
África, africanos {véase también Sud- cos, 57, 89, 91, 97, 110, 112, 155¬
áfríca), 132-133, 136-137, 140, 155¬ 156, 192-217, 281, 282, 300-307,
159, 164-165, 205, 241, 331 308, 324; del Viejo Mundo, 31, 61
afroamericanos {véase también razas, anomía (desviación de las leyes natura­
mezclas), 323, 331 les), 117, 156, 270, 274, 277-278,
agrícolas, exportaciones, 15, 18, 333, 319
334 arado, 40, 318
agricultura (véase también agrícolas, arawak, 221, 222, 223
exportaciones), 15-16, 31-32, 35, 40¬ ardillas, 217
41, 165, 193, 271, 281 Argentina, 167, 329, 331
Ahmad Ibn Majid, 138, 139 armas, armamento (véase también mos­
aislamiento (y lejanía), 18-19, 29, 49¬ quetes), 63-64, 88, 100-101, 118,
50, 66, 84, 96, 120, 298-321 123, 138, 165, 253
aladierna de hoja estrecha, 171-172, armas de fuego, véase armas
181, 183, 280 arroz, 15, 154
Alaminos, Antonio de, 146 Asia, norte, 152
alcachofa silvestre («cardo de Casti­ Asia, sudoeste, véase Oriente Medio
lla»), 180 Asia, sur (tropical), 153-154
alfabetización, 272-273, 286 asiáticos 152, 331
;

algonquinos, 225 Atlántico mediterráneo, 129


alisios, vientos, 88, 126, 131, 133-136, Australasia, 298-299, 300, 303, 308,
14L143, 145, 146 336
J40 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

Australia (véanse también aborígenes, búfalo, 18, 237-238, 306, 307, 318-319
malaria, Primera Flota, Queensland, Busby, James, 276-277
viruela), 27, 57, 148, 166, 167, 243, Butler, Samuel, 299
322, 323, 325, 326, 330, 331
Azara, Félix de, 179, 200
Azores, 86-89, 117, 119 caballo, 35-36, 55*56, 62, 106-107,
aztecas, 170, 224 149, 156, 205-210, 264-265, 281,
azúcar, 83, 93-94, 113-114, 161 292, 324
Azucara, Gomes Eannes de, 103 Cabeza de Vaca, Alvar Núñez, véase
Núñez Cabeza de Vaca, Alvar
Cabo Verde, Islas de, 132, 133, 136,
Bahía de las Islas, 260-261, 262, 263, 137, 140, 239
269, 270, 271 cabra (véase también animales domés-
Bahía de Ungava, 219 ticos), 39, 98, 112, 304
ballenas, balleneros, 248, 249-251, 261¬ Cahokia, 234-235
262 California, 170472, 206
Banks, Joseph, 245, 325 calmas ecuatoriales, 126, 132433, 141
Barros, Joao de, 157 camellos, 300, 304
batata (véase también kumara), 246, Canadá (véase también Norteamérica),
247, 255 167, 196, 206, 215, 330
Benzoni, Gírolamo, 115, 117 canadiense: hierba de pantanos, 186;
Berg, Carlos, 181 planta acuática, 186
Bering, estrecho de, 24, 28 Canarias, Corriente de las, 88
Biblia, 20, 41-42, 45, 172, 272 Canarias, Islas (véanse también las is-
Bichos (véanse también ratas, ratones), las concretas), 120, 129-130, 134,
42, 214, 299 196, 198, 282
biogeografía: Islas Afortunadas, 88, Candelaria, Nuestra Señora de la, 105¬
97; Nueva Zelanda, 245; Nuevas 106, 113, 211
Europas, 17-19, 23, 186; Queens- Cantón, Eliseo, 229
land, 160-161 cardo gigante, 180
biota; definición, 18; mixta, 106, 182, Carletti, Francesco, 149
296-297, 305, 307, 315, 321, 324 carne, 198, 328
bisonte, 18, n. 8; véase también bú- Carríón, enfermedad de, 240
falo casquetes glaciales, 28, 29
Bordes, Fran^ois, 29 catawba, 226
bosques, 68, 92, 93, 113, 176, 238, caucasianos, 331
245, 249 cazadores-recolectores, 34-35, 43
Bovidae, 316 célula falciforme (drepanocito), 80;
Brasil (véase también Rio Grande do véase también malaria
Sul), 141, 196, 205, 219, 227, 329 cercas o vallas, 207, 275
brisa, véase alisios cerdo cimarrón, 198
británico, ejército, 82, 159, 290, 292 cerdos, 31, 33, 93, 98, 194498, 207,
Bruckner, John, 151 246, 255, 264, 270, 275, 281
brújula [véase también náutica), 50, César, Julio, 40
83, 125 Claypole, E. W., 187
brumbies, 209-210 clima: Atlántico norte, 68; Islas Afor-
Buck, Peter (Te Rangi Hiroa), 286 tunadas, 88; Nueva Zelanda, 243,
Buenos Aires, véase pampa 245, 246, 275; Nuevas Europas, 17,
ÍNDICE ALFABÉTICO 341

120, 325; Siberia, 49-50; trópicos, Chagas, enfermedad de, 240


152-153, 199, 205 Chaucer, Geoffrey,, 38-40, 190
Cobo, Bernabé, 173, 214 Chaunu, Picrre, 111
Cofachiqui, 236-239 chechehetes, 228-229
Cohén, Mark, 32-33 Cheng Ho, 123, 124
coicoin, 48 cherokee, 226, 234
Colenso, Williám, 279 Chile, 227, 326
Colón, Cristóbal, 64, 114, 134436, China, 15, 124, 152
198, 205, 221
comercio, 65, 89, 93, 96, 112, 113,
187-188, 253, 255, 262-264, 325-326 Daríén, 159
compás, véase náutica Darwin, Charles, 151, 180, 181, 185,
conejos, 91, 112 242, 264, 270, 271, 293, 332
Conrad, Joseph, 157 deforestación, véase medio ambiente,
conservadurismo en Nueva Zelanda, degradación
290 deriva continental, 21, 22-24
Constructores de Túmulos («Mound descendencia, véase nacimientos
Builders»), 234-237 desesperación, véase anomia
continental, deriva, 21, 22-24 De Soto, Hernando, 236-239
convictos, 158, 323 Días, Bartolomé, 133-134
Cook, James, 39, 247, 248, 253, 258- Dieffenbach, Ernst, 273, 279, 293
259, 268, 325 diente de león, 19, 175, 189, 280
Cooper, James Fenimore, 54, 122 dieta, 38, 79, 103
Cordillera Atlántica, 21, 58, 84 dingo, 27, 161, 193
Gortés, Hernán, 223 dinosaurios, 20, 21, 22
Corriente de las Canarias, 88 Dobrizhoffer, Martin, 200, 201, 225
Corriente del Golfo, 146-147 Drake, Francis, 239
cosechas, véase cultivos drepanocito, véase célula falciforme
Costa Rica, 153 Dupin, técnica, 17, 298
crecimiento demográfico natural, véase
incremento natural de la población
Crévecoeur, J. Héctor St. Jean de, Earle, Auguste, 269
192, 213, 328 ecuatoriales, calmas, 126, 132-133, 141
cristianos orientales, 72, 77-78 Egipto, 45, 46, 74
Crozet, Julien, 254 Elcano, Juan Sebastián, 141, 144
Cruzadas, 72-83, 119 Enfermedad: de Carrión, 240; de Cha-
Cuba, 146 gas, 240; epidémica {véase también
cultivos {véanse también las especies epidemias), 238
concretas): Islas Afortunadas, 89, enfermedades: animales, 280, 308
93, 98, 108, 112, 119; malas hier­ enfermedades humanas [véase también
bas, 168-169, 172; normandos, 65; cada enfermedad concreta), 218-241,
Nueva Zelanda, 246, 247, 255-256, 309-315: en Australia, 221-222, 337;
261, 267, 271-272, 276, 288, 295, en las Cruzadas, 79-83, 119-120; en
327; Nuevo Mundo, 31, 40-41, 193; las Islas Canarias, 109-111, 116, 119-
Sumeria, 35; trópicos, 155-156, 158; 120; en el Neolítico, 42-48; de los
Viejo Mundo, 31, 33, 40-41 normandos, 66-67; en Nueva Zelan­
cultura, 26 da, 256-259, 267-270, 276, 283-286;
en el Nuevo Mundo, 219-220, 239-
342 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

241; en el Paleolítico, 27; en Sibe- fiebre amarilla, 159, 220


ría, 51-53; tropicales, 153, 156, 159- Filipinas, 142, 143, 144, 147, 148
161; en el Viejo Mundo, 220 Fitz Roy, Robert, 276
enfermedades venéreas (véanse tam- Fitzgerald, James E., 288
bién enfermedades humanas), 51-52, flora, véase biogeografía
116, 233, 240, 257-258, 269-270, Florida, 146, 176, 3 7
276, 284-286 focas, 248, 249
epidemias (véanse también las enfer- forestal, explotación (véase también
medades concretas), 42, 45-48, 52, bosques), 92, 112, 250
109-111, 116, 219, 238-239, 257, fotosíntesis, 333-334
259, 283, 290 Francia, franceses, 99, 159, 176, 177,
epidemias en terreno virgen, 219 216, 254, 269, 275, 324, 326, 330
Erik el Rojo, 59 y n. 22
Eriksson, Leif, 59 francos, véase romanos
Eriksson, Thorvald, 63, 69 Franklin, Benjamín, 323
erosión, véase medio ambiente, de- Frémont, John Charles, 172
gradación Fresne, Marión du, 254, 259
esclavitud, esclavos, 95-96, 99, 104, fuego, véase medio ambiente, degra-
116, 158, 160, 221, 227, 272 dación
escorbuto, 79, 229 Fuerteventura, 112
escribir y leer, véase alfabetización
escrófula, véase tuberculosis
España, españoles, 100, 134, 141, 145, Galeón de Manila, 149
147, 148, 176, 221, 222, 324 Gama, Vasco da, 136-139, 140, 141
Española, la (véase también Indias Oc- ganado: África, 156; Australia, 202-
cidentales), 195-196, 198, 205, 223 205; comparado con los cerdos, 198;
Espinosa, Alonso de, 107, 110, 115 domesticación, 31; Islas Afortuna-
esquimales, véase skraelingos das, 89, 90, 93, 112; Indias Occi-
Estados Unidos de América (véase dentales y México, 170; normandos,
también Norteamérica), 15, 167, 61; Norteamérica, 201-202; Nueva
328, 329, 332 Inglaterra, 174; Nueva Zelanda, 261,
Estrecho de Bering, 24, 28 264-265, 281-282, 292, 295, 327;
eucaliptus, 187 pampa, 199-201, 327; Texas, 199,
euroasiáticos, véase razas, mezclas 201, 306
Europa, europeos, 14, 57-58, 118, 125, gaucho, 209, 324
222-223, 257-258, 328, 330; rechazo glaciares, 28, 29, 121, 168
de especies de las Nuevas Europas, Glas, George, 101
155, 158, 186-188, 216, 240-241, 292 Gomera, 102, 105
294 gorrinos, 194
evolución, 21, 22-24, 29, 298-299 grama (kentucky bluegrass)> 168, 177,
extinciones, 27, 28, 67, 91-92, 117, 189
247, 293-294, 301*303, 320-321 Gran Bretaña, véase Islas Británicas
Gran Canaria, 96, 99, 104, 108, 109
Gray, Asa, 185
Falkner, Thomas, 208 Gray, George, 286
fauna, véase biogeografía gripe, 219, 220, 290
Federico Barbar roja, 75 Groenlandia, 59, 64, 65, 67-69, 84
Fenton, Francis D., 284 grupos sanguíneos, tipos, 49, 97, 256
T
ÍNDICE ALFABÉTICO

guanches, 86-121 índico, Océano, 124-125, 134, 137-


guaranís, 228 140, 146
Guayana, 159, 162, 163 indígenas (véanse también los pueblos
Guerra, Francisco, 111 concretos), 220, 322
Guthrie-Smith, H., 242 indios occidentales, véase arawacks
indoeuropeos, 192, 193
Haast, Julius von, 293 infanticidio, 108, 109, 257, 284, 326
Inglaterra, véase Islas Británicas
baf villa, 69, 71
inmunidad, 44, 47> 222, 338
hambre, hambrunas, 67, 68, 108, 326
Irlanda, irlandeses, 327, 329
Harían, Jack R., 296
iroqueses, 226
Hauhau, 291
Irving, Washington, 212-213
Hawai, 259, 262, 283
Isla Sur (véase también Nueva Zelan­
Haygarth, Henry W., 183
da), 280-282
Heliuland, 59
Islandia, 58, 64, 66-69, 84-85
hierba (véanse también las especies
concretas), 168, 171, 176-179, 184, Islas Afortunadas (véanse también los
201-202, 253-254, 265, 315019; de archipiélagos e islas concretas), 86-
pantanos canadiense, 186; inglesa, 121
177 Islas Británicas, 40, 48, 243, 257, 262,
Hierro, isla de, 105 275, 278, 286, 324, 335
higo, higuera, 108 Islas Canarias, 120, 129-130, 134, 196,
hititas, 4 6 4 7 198, 282
Israel, véase Biblia
Hobson, William, 277-278
italianos, 329
Homo sapiens, 25-26, 29, 32, 33
Hongi Hika, 262-263, 267
Hooker, Joseph Dalton, 164, 167, 186,
188, 280 Jerusalén, véase Cruzadas
hospitalidad sexual (véase también jesuitas, 228
prostitución), 51, 257, 269 Job, 35, 36, 40
Hudson, William H., 180, 181, 198, Josselyn, John, 174, 206, 212
200
Hunter, John, 203, 230
hurones, 226 Kalm, Peter, 23
Karlsefni, Thorfinn, 59, 62, 65
kea, 280
Illinois, 178 kentucky bluegrass, véase grama
Imperio Británico, véase Islas Britá­ kiowa, 231
nicas knórr (knerrir), 60, 67, 70, 71
Inca, Imperio, 224 kumara (batata amerindia), 246, 255,
incremento natural de la población 295
(véase también nacimientos), 78, 82- kwashiorkor, 37
83, 108, 323-324, 331-333
India, 138, 140
Indias Occidentales, 64, 135, 158-159, La Palma, 99, 100
169-170 langskip, 60
índices de mortalidad, 331-333 Lanzarote, 87, 98
índices de natalidad, véase nacimien­ Las Casas, Bartolomé, 170, 196
tos Lawson, John, 176, 201
344 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

leche, 39-40, 62, 156 ción, 293-294; guerras con los pa-
leer y escribir, véase alfabetización keha, 290-292; guerras intertriba-
lejanía, véase aislamiento les, 263, 276; índice de natalidad,
levadas, 95, 99 265, 277, 284; mujeres, 269-270;
Levante {véase también Oriente Me- nacionalismo, 289-290; orígenes,
dio), 71, 80, 82, 84-85, 119 246; población, 286, 287, 295; re-
Libería, 158 cuperación, 295
lino, 249, 250 maúnbeiros, 129, 131-133, 143, 146,
López Legazpi, Miguel, 147 147, 149-150, 168, 192, 205, 211,
Lugo, Alonso de, 100 218, 232, 233, 243, 248, 257
Markknd, 59
Marsden, Samuel, 267
Llantén, 175, 181, 190 Martín, Lope, 147
Massachusetts, véase Nueva Inglaterra
Matanza de Acentejo, La, véase Acen-
Madagascar, 137, 301, 303 tejo
Madeira, 86, 88, 89-90, 92-96, 99, 117 McNeill, Wílliam H., 46, 66
Magallanes, Fernando, 141-144 medio ambiente, degradación o rup-
maíz, 31, 193, 195, 255, 295, 328 tura (véase también malas hierbas),
«mala hierba», definición, 4 1 , 167, 184 300; América, 169-170, 172-173,
malaria, 80-83, 161, 220, 233 181, 215; Australia, 28, 184; Islas
malas hierbas [véanse también las es- Afortunadas, 91-92, 93, 108, 112,
pecies concretas): Australia, 182- 113; normandos, 68; Nueva Zelan-
185, 189; California, 170-173; Is- da, 214, 264, 266, 290
las Canarias, 114; Indias Occidenta- Melindi, 138, 139, 140
les, 169-170; México, 170-171; Neo- melocotones, 169, 175-176, 194, 264
lítico, 41-42; Norteamérica, 174-179; Melville, Hermán, 13, 251
Nueva Zelanda, 253-254, 264, 279- mesteño (mustang), 205
280, 282, 293; Nuevas Europas, mestizos, 14, 153
315-318; Nuevo Mundo, 184-189; metales, 30, 63-64, 65, 98, 104, 105,
pampa, 179-181; Perú, 173 165, 253, 262
Malaspina, Alejandro, 324 México, 148, 149, 152, 169-171, 199,
malnutrición, véase dieta 205, 224
Malocelio, Lanzarote, 87 migración, 16-17, 27-29, 44, 50, 53,
Malthus, Thomas, 324 76, 77, 116, 166, 279, 292, 322-323,
Mallorca, 95, 108 325, 327-330
mamíferos, 21, 22, 246, 247 misioneros: Islas Canarias, 105-106;
mándanos, 226 Nueva Zelanda, 251, 260-261, 262,
mandioca, 193 265, 266, 267, 270-273, 274, 275,
Manila, Galeón de, 149 277
maoríes [véase también polinesios): Mitchell, Thomas L., 204
adaptabilidad, 249-250, 271, 272- moa, pájaro, 18, 246, 247, 300, 303
274, 286; agricultura, 247, 261, 263, «modorra», 110, 111, 116
287, 288, 290; alfabetización, 272- Molucas, 142, 144
274, 286, 289; anomia, 270, 274, «Monks Mound» (Túmulo de los Mon-
277-278, 291, 292-293, 294; cristia- jes), 234
nismo, 251, 271-274, 286; enferme- monzones, 124-125, 132, 138-140, 144,
dad y salud, 256-260, 285; extin- 145
ÍNDICE ALFABÉTICO 345

Morfí, Juan Agustín de, 199, 205 Nuevas Europeas (véanse también las
Morison, Samuel Eliot, 123, 124, 142 naciones concretas), 14-16, 17, 22,
mortalidad, índices de, 331-333 151, 160, 164-167, 185, 191, 192,
mosca, 293 210, 214, 216-217, 224, 234, 295,
«mosca inglesa», 213 322, 330-336
mosquetes (véase también armas), 260, Nuevo Mundo, véase América
262, 263, 270 Núñez Cabeza de Vaca, Alvar, 232
mostaza negra, 172 nutrición, véase dieta
«Mound Builders» (Constructores de
Túmulos), 234-237
mujeres, 78, 82, 83, 154, 249, 262, okuu, 259
269-270, 274-275 omahas, 226
mustang, véase mesteño Oriente Medio (véase también Levan-
te), 30, 33-34, 4 1 , 42, 72, 74, 79,
nacimientos, descendencia {véase tam- 152, 334
bién incremento natural de la po- oro, 169, 172, 292, 325
blación), 40, 82, 108, 265, 274, 277, ortiga, 174, 175
284, 331-333 ovejas, 61, 89, 98, 189, 265, 280, 281,
naranjos, 169 292, 295
natalidad, véase nacimientos Oviedo y Váldez, Gonzalo Fernández
natchez, 240 de, 115, 240
náutica (navegación), 71-74, 83, 97,
119, 122423, 124, 130
navegación, véase náutica Pacífico, 142-148
Nene, Tamati Waaka, 277 pájaro elefante (Aepyornis maximus),
ngapuhi, 260, 262-263, 270, 278 137
niguas, 240-241 pakeha, 250, 260, 261, 274, 279-283,
normandos, 59-71 295
Norteamérica, 28, 165, 167, 196, 201, Palestina, véase Levante
202, 206, 207, 211-215, 225, 234- paludismo, véase malaria
240, 323, 324, 331 pampa, 167, 179-181, 185, 195, 198-
Northland, 60, 263 200, 207-209, 224, 227-229, 324
Noruega, 64-65, 67 pandemias, véase epidemias
Nueva Amsterdam (Nueva York), 135 Pangea, 20-24; véase también simas
Nueva Escocia, véase Canadá de Pangea
Nueva Francia, véase Canadá Papahurihia (Te Atua Vera), 271, 291
Nueva Gales del Sur, véase Australia papareti, 259
Nueva Guinea, 27, 252 Paraguay, 224, 225, 227
Nueva Inglaterra {véase también Nor- Parry, J. H., 123, 125
teamérica), 162, 174-175, 207, 211, patata, 255, 327
225, 232 Peregrinos, los, 162-163
Nueva Zelanda (véanse también Hongi Perú, 173, 215, 224
Hika, maoríes, moa, mosquetes, nga- perro, 27, 33, 98, 110, 161, 193, 246,
puhi, pakeha), 148, 167, 186, 242- 247, 280, 305; véase también dingo
295, 323, 327, 332; anexión al im- peste, 109-111
perio británico, 275-278; biota, 245- Peste Negra, véase plagas
246, 292-293, 295; descripción, 242- «pie de ingles», véase llantén
245 pilotos, 138, 144
346 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

pinzones, 97 americanos, euroasiáticos, mestizos),


Pizarro, Francisco, 224 78, 153, 154-155, 160, 233-234
plagas, 43, 67, 96, 110-111, 220 remos y remeros, véase náutica
planta acuática canadiense, 186 reptiles, 21
Plinio, 86 Revolución Neolítica, 30-34: en el
población: estados cruzados, 74-79; Nuevo Mundo, 30-32, 56; en el Vie­
Europa, 16, 330; Islas Afortuna­ jo Mundo, 33-35, 47-50, 54, 55, 119,
das, 94, 98, 103, 110, 117-118; nor­ 155, 243
mandos, 64, 73; Nueva Zelanda, rewa-reiva, 259
248, 274, 279, 283, 286, 287, 292, Ricardo Corazón de León, 81
295; Nuevas Europas, 14, 16, 296- Río de la Plata, véase pampa
297, 325-326, 329-333 Rio Grande do Sul (véase también
población, crecimiento, 53, 94, 108, Brasil), 14, 167, 227
117-118, 165, 295, 299, 323, 324, romanos (o francos), 72, 76-77, 82
330-333 Ruatara, 267
población, declinación, disminución, Rusia, rusos (véase también Siberia),
52-54, 115-117, 165, 176, 228, 230, 15, 51, 53, 171, 328, 335
237, 239-240, 282-284, 294
población, presión demográfica, 17, 32,
323 sabandijas, 42-43
Poe, Edgar Alian, 17, 296 sal, 202
Polack, Joel S., 264 Saiadino, 75
polinesios {véase también maoríes), sangre (grupos), tipos, 49, 97, 256
243, 245, 246 sarampión, 219, 220, 267, 283
Polo, Marco, 137, 139 sarracenos, véase Levante
Ponce de León, Juan, 146 Saynday, 231
Porto Santo, 90-93 Schweinitz, Lewis D., 178
Portugal, portugueses, 89, 90, 99, 100, Sedum, 205
129, 130, 131-134, 140, 141, 147, «sembrar» animales, 89, 197
149, 156457 sexual, hospitalidad (véase también
Potatau I (Te Wherowhero), 289 prostitución), 51, 257, 269
Prawer, Joshua, 78 Shakespeare, William, 174, 190
Primera Flota {véase también Austra­ Siberia, 49-54
lia), 64, 202, 229, 337 Sierra Leona, 158
prostitución (véase también hospitali­ sífilis, véase enfermedades venéreas
dad sexual), 226, 269-270 silbidos, comunicación por, 102
Puget Sound, 226 simas de Pangea, 20-23, 33, 57, 83,
Purchas, Samuel, 149 118, 121, 122, 125, 129, 130, 149,
166, 186, 214, 219, 223, 233, 241,
323, 327, 328, 330
Queensland (véase también Australia), sionistas, 81
160-162 sirvientes ligados por contrato, 323
skraelingos, 61, 65, 68, 69
Smith, Adam, 218, 296
ratas, 42, 214-216, 247, 248, 256, 293 soja, 15
ratón almizclero, 217 Soto, Hernando de, 236-239
ratones, 42, 215 St. Louis, Missouri, 212
razas, mezclas (véanse también afro­ Sudáfrica, 48, 165, 186, 202, 209
ÍNDICE ALFABÉTICO

Sumeria, 34-35, 41 Urdaneta, Andrés de, 148


Sweet Betsy, de Pike Country, 217 Uruguay, 167, 329-330

vacuna, vacunación, 223, 283


Tasman, Abel, 247 vallas o cercas, 207, 275
Tenerife (véanse también Islas Cana­ Vancouver, George, 226, 259
rias; guanches), 96, 99, 109-110, varicela, 220, 338
114, 129-130 Vega, Inca Garcilaso de la, 173, 214-
Tercer Mundo, 335 215
terreno virgen, epidemias en, 219 velas de barcos, véase náutica
Te Ua Haumene, 291 Vera, Pedro de, 100
Texas, 199, 205 Victoria, el, 144-145
Thomson, Arthur S., 283-287 vientos del oeste, 126, 131, 132, 134,
Tierra Santa, 72, 83, 119; véase tam­ 144, 148, 149, 243
bién Levante Vinland, 59, 61, 62, 63-65, 84, 119
tierras, pérdida indígena de, 115-116, Vinland Sagas, 55
274, 278, 288 Virginia [véase también Norteaméri­
t i k o 4 i k o 259
y
ca), 135, 176, 196, 206, 207, 211,
tilacino (lobo canguro), 57 215
timón, véase náutica; de codastre, 83 viruela, 51, 52-53, 66, 220, 223-232,
tormentas, 132-133, 136 259, 283, 337-338
Torriani, Leonardo, 109 Vivaldi, Vadino y Ugolino, 86, 87, 130
tracoma, 220 volta do mar, 131, 132, 134-137, 141,
Travers, W, T. L., 282, 294 145, 147
trébol, 152, 173, 266, 293
trébol blanco, 174, 177, 182, 266, 282
Triads of Ireland, The, 20 Waitangí, tratado de, 277, 286, 293
trigo [véase también cosechas), 15, 31, Watkins, J., 273
32, 89, 93, 98, 112, 156, 158, 261, Wellington (véase también Nueva Ze­
267, 295 landa), 279
Trinidad, el, 144, 147 weta gigante, 245
tripanosomiasis, 37, 156 Wharepouri, Te, 279
trópicos, tropical, 152-163, 246, 333- Wherowhero, Te, véase Potatau I
334 Whitman, Walt, 322
Tropolle, Anthony, 214, 327 Williams, Henry, 274, 277
tuatara, 245 Winthrop, John, 232
tuberculosis, 220, 222, 257-258, 268-
269, 276, 284
Túmulo de los Monjes, véase «Monks Xíngu, Parque Nacional de, 219
Mound»

yanomanos, 219-220
Ungava, Bahía de, 219 yukaguiros, 53
Unión de Repúblicas Socialistas So­
viéticas y Unión Soviética, véase
Rusia zarza mediterránea (zarzamora), 114
ÍNDICE DE FIGURAS

1. Las simas de Pangea 22


2. Las zonas de la flora mundial 24
3. Las zonas de la fauna mundial 25
4. El Atlántico, el primer océano conocido por los mari­
nheiros 87
5. Los vientos de invierno 127
6. Los vientos de verano 128
7. Nueva Zelanda 244

ÍNDICE DE LÁMINAS (entre pp. 160-161)

1. Dos guanches de finales del siglo xvi.


2. Grabado flamenco del navio de tres mástiles de los marinheiros.
3. Grabado de un llantén del Viejo Mundo de finales del siglo xvi.
4. El diente de león del Renacimiento europeo.
5. Longhorn tejano del siglo xx.
6. Transporte de caballos a través del océano.
7. Los franceses en Florida a finales del siglo xvi.
8. Ingleses y animales en la Virginia de comienzos del siglo xvn.
9. Aztecas víctimas de la viruela en el siglo xvi.
10. Buenos Aires a finales del siglo xvi.
11. Los indios y la fauna de la Sudamérica meridional.
12. Aborigen australiano de comienzos del siglo xix.
13. Familia de aborígenes australianos.
350 IMPERIALISMO ECOLÓGICO

14. Pipa de tabaco precolombina esculpida.


15. Embarcación maori del siglo xviii.
16. Maorí visto por un artista que viajó con el Capitán Cook,
17. Uno de los primeros neozelandeses vistos por el hombre blanco.
18. Maorí en la década de 1820.
19. Argentino de comienzos del siglo xix.
20. Madre tasmana con su hijo.
ÍNDICE

Agradecimientos 11

1. Prólogo 13
2. Visitando de nuevo Pangea. El Neolítico reconsiderado 20
3. Los normandos y los cruzados 55
4. Las Islas Afortunadas 86
5. Los vientos , 122
6. Accesible pero indómito 151
7. Las malas hierbas 164
8. Los animales 192
9. Las enfermedades 218
10. Nueva Zelanda 242
11. Explicaciones 296
12. Conclusiones 322

Apéndice: ¿Qué fue la «viruela» de Nueva Gales del Sur


en 1789? 337

índice alfabético 339


índice de figuras 349
índice de láminas 349

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