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Crosby
IMPERIALISMO ECOLÓGICO
La expansión biológica de Europa, 900-1900
a
1. edición: octubre de 1988
a
1. edición en «Libros de Historia»: octubre de 1999
Título original:
1. Los datos estadísticos para esta breve exposición proceden de The New
Rand McNally College World Atlas, Rand McNally, Chicago, 1983; The World
Almanac and Book of Facts> 1984, Newspaper Enterprise Association, Nueva
York, 1983; The Americana Encyclopedia, Grolier, Danbury, Conn., 1983, y
T. Lynn Smith» Brazil; People and Institutions, Louísiana Press, Baton Rouge,
1972, p. 70.
PRÓLOGO 15
7
pero las biotas locales se diferencian claramente entre un lugar y
otro y también respecto al norte de Eurasía. Los contrastes aparecen
exacerbados cuando se comparan entre sí algunos de los herbívoros,
pongamos por caso, de hace mil años. El buey europeo, el búfalo nor-
8
teamericano, los guanacos sudamericanos, los canguros australianos
y los pájaros moa neozelandeses de tres metros de altura (hoy por
desgracia extinguidos) no eran ciertamente cachorros de la misma ca-
rnada. Los que presentan un mayor parentesco, el buey y el búfalo,
son en el mejor de los casos poco más que primos lejanos; incluso
el búfalo y su más cercano equivalente en el Viejo Mundo, el infre-
cuente bisonte europeo, pertenecen a especies distintas. En ocasiones,
los colonizadores europeos encontraron exasperante la diversidad de
la fauna y flora de las Nuevas Europas. Míster J. Martin se quejaba
en la Australia de la década de 1830 de que
Se da una fuerte paradoja en esto. Las partes del mundo que hoy
en día se asemejan más a Europa, en términos de población y cultura,
distan mucho de Europa —de hecho, se encuentran separadas dé ella
por vastos océanos— y aunque su clima es similar al europeo, su
fauna y flora son muy diferentes de las del viejo continente. Las re-
giones que hoy en día exportan mayor cantidad de productos alimen-
tarios de origen europeo —cereales y carne— que cualquier otro te-
rritorio del mundo, no tenían, quinientos años atrás, ni rastro de
trigo, cebada, centeno, bovinos, cerdos, ovejas o cabras.
La resolución de la paradoja es tan fácil de plantear como difícil-
mente explicable. Norteamérica, la Sudamérica meridional, Australia
y Nueva Zelanda están muy lejos de Europa pero gozan de climas si-
Génesis, I, 9-10
Subdivisicnes de la launa
Dominio, reglón y [H¡ Transiciones caribeñas Transición de las.Célebes
subregión sudamericanos
^ Dominio y región australianos Dominio en roasiático-africano-norteamericano
a
8. Brace C. Loring, The Stages of Human Evolution, 2. ed., Pr en tice-Hall,
linglcwood Cliffs, N. J., 1979, pp. 54, 59, 61, 68.
9. Loring, Stages of Human Evolution, pp. 76-77; Bernard G. Campbell,
Humankind Emerging, Little, Brown, Boston, 1976, p. 248; David Pilbeam,
«The Descent of Hominoids and Hominids», Scientific American, 250 (marzo
de 1984), pp. 93-96.
10. Loring, Stages of Human Evolution, p. 78.
VISITANDO DE NUEVO PANGEA 27
22. Jack R. Harían, «The Plants and Animáis that Noutish Man», Scientific
American, 235 (septiembre de 1976), pp. 94-95. (Trad. castellana: «Las plantas
y los animales que alimentan al hombre», investigación y Ciencia, noviembre
de 1976, pp. 64-75.)
VISITANDO D E NUEVO PANGEA
24. Job, 39: 19-25; Sófocles, The Oedipus Cycle, trad. inglesa de Dudley
Fitts y Robert Fitzgerald, Harcourt Brace & World, Nueva York, 1949, p. 199.
(Versión castellana: Assela Alamillo, Credos, Madrid, 1981.)
25. ]ob 1: 2-3.
}
VISITANDO DE NUEVO PANGEA 37
28. Edward Hyams, Soil and Civilization, Harper & Row, Nueva York,
1976, pp. 230-272.
29. Kent Hieatt y Constance Hieatt, eds., Geoffrey Chaucer. A Bantam
Qual-Language Book. Canterbury Tales, Tales of Canterbury, Bantam Books, Nue-
VISITANDO D E NUEVO PANGEA
va York, 1964, pp. 384-385. (Versión bilingüe de Pedro Guardia Bosch, Barcelo-
na, 1978, p. 516.)
30. Robert McNab, ed., Hisloricat Records of New Zeáland, imprenta gu-
bernamental John McKay, Wellington, 1908, vol. I I , pp. 14-15.
31. Frederick J. Simoons, «The Geographical Hypothesis and Lactose
Malabsorption, A Weighing of the Evidence», American Journal of Digestive
Viseases, 23 (noviembre de 1978), p. 964; véase también Gebhard Flatz, «Lactose
Nutrition and Natural Selection», Lancet, 2 (14 de julio de 1973), pp. 76-77,
40 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
32. Julio César, Caesar's Gallic War, trad. inglesa de F. P. Long, Clarendon
Press, Oxford, 1911, p. 15 (Trad. castellana: La guerra de las Gallas, Gredos,
Madrid, 1976.)
3 3 / Génesis, 22: 17; Job, 1: 2-3.
VISITANDO D E NUEVO PANGEA 41
ricanos. Esta técnica propia del Oriente Medio producía gran cantidad
de cebada y trigo, pero la tierra quedaba desocupada dos veces al año,
una antes de la siembra y otra tras la cosecha, ya que todas las semi-
34
llas se plantaban a un tiempo y todas maduraban uniformemente.
Cualquier sistema de cultivo, y éste en particular, produce plantas
domesticadas por inadvertencia: las malas hierbas son un producto
tan lógico de la actividad del agricultor como las plantas de cultivo.
«Mala hierba» no es una denominación científica. El término no
se refiere a plantas de cualquier especie, género o categoría específica
registradas por la taxonomía científica, sino a cualquier tipo de planta
que crece allí donde el hombre no la desea. La mayoría de las veces
se trata de plantas cuya función originaria había sido repoblar las tie-
rras deforestadas por fuegos, corrimientos de tierra o inundaciones,
y que por tanto estaban perfectamente preadaptadas para esparcirse
por los terrenos que el arado o la hoz del agricultor neolítico había
desbrozado. A la tolerancia a la insolación directa y al suelo irregular,
añadían la resistencia a las pisadas de la sandalia, la bota y la pezuña.
Siempre dispuestas a rebrotar rápidamente tras el desastre, no tuvie-
ron dificultad para sobrevivir y volver a crecer tras los tirones, des-
garrones y mordisqueo del ganado. Para el agricultor son la perdición,
pero también aportan comida para el ganado y contribuyen a combatir
la erosión.
El agricultor del Neolítico simplificó su ecosistema para producir
una cierta cantidad de plantas que crecieran rápidamente en terrenos
desbrozados y capaces de resistir los embates del ganado. Consiguió
exactamente lo que deseaba, pero en algunas ocasiones maldijo los
35
resultados: la arveja, el ballico, el cardo, el coriandro y demás. El
libro de los Proverbios del Antiguo Testamento alude a este proble-
ma al describirnos «el campo de un pecador»:
history Food Plañís of the Near Easú and Enropc, Columbia University Press,
Nueva York, 1973, pp. 85, 96 164-189; Michael Zohary, Plañís of the Whlc,
Cambridge University Press, Cambridge, 1982, p. 92.
42 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
44. McNeill, Plagues and Pcopies, pp. 69-71; Henry F. Dobyns, Their
Number Become Thinned, Native American Population Dynamics in Eastern
Norlb America, University of Tennessee Press, Knoxvüle, 1983, pp. 9, 11,
VISITANDO D l \ NUEVO PANGEA Al
45. James B. Pritchard, ed., Ancient Near Easíern Texis Kelating to the
Oíd Testament, Princeton University Press, 1969, pp. 394-396.
46. Carol Laderman, «Malaria and Progress: Some Historical and Ecological
48 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
James R, Gibson, Feeding the Russian Fur Trade, Frovisionment of the Okhotsk
Seaboard and the Kamchatka Fenninsula, 16394856, University of Wisconsín
Press, Madison, 1969, pp. X V I L X V I I L
52. A. P. Okladnikov, Yakutia Before Its Incorporaron into the Russian
State, McGÜl-Queen's University Press, Montreal, 1970, p. 444.
53. Terence Armstrong, George Rogers y Graham Rowley, The Circumpolar
Arctic, A Political and Economic Geography of the Arctic and Sub-Arctic, Me-
thuen, Londres, 1978, p. 24.
54. «Introduction», Fcopies of Siberia, p . 1.
VISITANDO D E NUEVO PANGEA
55. Peter Simón Pallas, A Naturalist in Russia, Letters from Peter Siman
Pallas to Thomas Pennant, Carol Urness, ed., University of Minnesota Press,
Minneapolis, 1967, pp. 60, 64, 86, 87.
56. L. P. Potapov, «The Altays», Peoples of Siberia, p. 311; William Tooke,
View of ¿he Russian Empire, Arno Press y New York Times, Nueva York, 1970,
vol. I I I , pp. 271-272.
57. Élisée Reclus, The Earth and Its Inhabitants, Asia, I, Asiatic Russia,
D. Appleton & Co., Nueva York, 1884, pp. 357, 360, 396.
58. S. M. Shirokogoroff, Social Organizaron of the Northern Tungus, The
Commercial Press, Shangai, 1933, p. 208.
52 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
rápidamente, ya que por causa del clima los siberianos se veían obli-
gados a pasar la mayor parte del tiempo dentro de las viviendas, res-
pirando el aire enrarecido. Las infecciones venéreas, a menudo llama-
das simplemente «enfermedad rusa» por los indígenas, se difundieron
ampliamente, liquidando a algunos adultos y muchos fetos y niños, des-
calabrando la fertilidad y condenando a las poblaciones a una aguda
59
crisis. Fueron numerosas las infecciones contraídas por vía respira-
toria; muchas de ellas, como el sarampión, no eran enfermedades gra-
ves para los niños europeos o chinos, pero resultaban mortales para
aquellos pueblos que no las habían padecido antes. La peor de todas
ellas y la más temida fue la viruela, debido a su rápida propagación,
los altos índices de letalidad y la permanente desfiguración de que eran
víctimas quienes lograban sobrevivir. Apareció por primera vez en
Siberia en 1630, tras atravesar los Urales desde Rusia y diezmar las
filas de los pueblos ostiaco, tungúsico, yakuto y samoyedo, igual que
la guadaña corta las espigas de trigo. El índice de mortalidad de una
sola epidemia podía llegar a superar el 50 por 100. Cuando en 1768-
1769 se vio asolada Kamchatka, murieron entre dos terceras y tres
cuartas partes de los indígenas. Dada la distribución dispersa de la
población siberiana, las enfermedades mantuvieron su carácter epidé-
mico y no pasaron a ser endémicas como en Europa y China, Era lo
peor que podía haber ocurrido, pues cuando la viruela emprendía una
de sus embestidas periódicas, cada diez, veinte o treinta años, los jó-
venes quedaban completamente a su merced, y en pocas semanas po-
día perderse una generación entera: «Todo cuanto parece ganar la
población durante los intervalos —decía un estudiante ruso a finales
60
del siglo x v í n — , se pierde con creces cuando regresa el contagio».
Empire, vol. I, pp, 547, 591, 594; vol. I I , pp. 86-89: August Kirsch, Handbook
of Geographical and Historical Pathology, New Sydenham Society, Londres, 1883,
vol. I, p. 133; Bogoras, «Chukchi», American Anthropologist, 3 (enero-marzo
de 1901), p. 91; Sumner, «Yakuts», Journal of the Anthropological Institute
of Great Britain and Ireland, 31, 1901, pp. 104-105; Jean Baptiste Barthélemy
de Lesseps, Travels in Kamtschatka, Arno Press y New York Times, Nueva
York, 1970, vol. I, pp. 94, 128-129, 199; vol. I I , pp. 83-84; Waldemar Jochelson,
«Material Culture and Social Organization of the Koryak», Memoirs of the Ame
rican Museum of Natural History, 10, pt, 2, 1905-1908, p. 418; Jochelson, «Yu-
kaghir», Memoirs of the American Museum of Natural History, 13, 1926, pp.
26-27; Peter Simón Pallas, Reise durch verschiedene Provinzen des Russischen
Reichs, Akademische Dmck- u. Verlagsanstalt, Graz, 1967, vol. I I I , p. 50.
61. Jochelson, «Yukaghir», Memoirs of the American Museum of Natural
History, 13, 1926, p. 27; M. V. Stepanova, I. S. Gurvich y V. V. Khramova,
«The Yukaghirs», Peoples of Siberia, pp. 788-789.
62. Frank Lorimer, The Population of the Soviet Union, History, and
Prospects, Sociedad de Naciones, Ginebra, 1946, vol. I I , pp. 26, 27; Donald
W. Treadgold, The Great Siberian Migration, Princeton University Press, 19^7,
pp. 32, 34; Robert R. Kuczynski, The Balance of Births and Deaths, I I , Eastern
and Southern Europe, The Brookings Institutíon, Washington D.C., 1931,
p. 101.
54 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
63
tualmente la población está creciendo. Pero estuvieron rozando la
extinción y se comprende fácilmente por qué Kai Donner, que viajó
por Siberia y convivió con una tribu durante bastante tiempo poco
antes de la Primera Guerra Mundial, llamó a sus huéspedes «samo-
yedos mohicanos», recordando la novela más famosa de James Feni-
64
more Cooper.
Si Siberia, donde los europeos encontraron in situ algunos de los
más importantes elementos neolíticos del Viejo Mundo, experimentó
cambios tan profundos como consecuencia de la introducción del resto
de los elementos neolíticos, ¿qué se podía esperar que ocurriera en
territorios que lo ignoraban absolutamente todo acerca de esta revo-
lución específica de las formas de vida y las facultades humanas?
¿Qué suerte habrían de correr los pueblos a los que llegaba la revo-
lución en pleno, en sentido relativo, como quien dice en un abrir y
cerrar de ojos, como si del Día del Juicio Final se tratase?
63. Archie Brown, John Fennell, Michael Kaser y H. T. Willetts, eds., The
Cambridge Encyclopedia of Russia and the Soviet Union, Cambridge University
Press, 1982, pp. 70-71.
64. Donner, Among the Samoyed, p. 138.
3. LOS N O R M A N D O S Y LOS C R U Z A D O S
Vinland Sagas
Itinerarium Ricardi
1
tidos. Si jugamos a la historiografía fotográfica en Australia, no en-
contraremos en la caja de sorpresas ni imperios, ni pirámides, ni una
progresión de las fronteras de los campos de cultivo, sino únicamente
los signos vacilantes de la continuidad de la Edad de Piedra. Alrede-
dor del año 1000 después de Cristo, desaparece de Australia el tila-
cino o lobo canguro (no así de Tasmania, donde todavía pervive),
seguramente debido a la competencia de los aborígenes y del perro
2
dingo. Aparte de esto, perdura el sueño de la Edad de Piedra.
Transcurrieron cuatro milenios. Gilgamesh viajó en busca de la
inmortalidad, Quetzalcoatl desapareció más allá de los mares del este,
y Dante llevó a cabo su azaroso viaje a través del infierno, el purga-
torio y el cielo, antes de que la humanidad acometiera su siguiente
salto en el vacío. Más tarde, en el segundo milenio de la era cristiana,
la especie se transformó a sí misma de nuevo alterando radicalmente y
de forma irreversible su cultura y su biosfera. Esta metarrevolución
—que es la más reciente y en la que estamos todavía demasiado im-
buidos como para bautizarla debidamente— fue capitalizada inicial-
mente por la Europa occidental. (Nos referimos aquí a la Europa oc-
cidental posterior a la crisis del Imperio Romano. Los subditos de
Roma integraban sociedades más emparentadas con el Oriente Medio
de la Antigüedad, que con las nuevas sociedades encabezadas por aris-
tocracias bárbaras que brotaron en el terreno baldío que dejó la reti-
rada romana.) La clave de esta gran ruptura posterior a la Revolución
Neolítica se percibe más fácilmente como un asunto científico y tec-
nológico, pero fue, y sigue siendo, muchísimas más cosas. Ninguna
de elias tiene mayor importancia que la travesía de las simas anegadas
de Pangea, cuya consecuencia inmediata sería el redescubrimiento de
Australia y América, que habría de conducir eventualmente a la apari-
ción de las Nuevas Europas, tema de la presente obra. Pero antes de
entrar de pleno en este asunto, echemos una ojeada a las tempranas
aventuras imperialistas europeas. ¿Tuvieron éxito los primeros expe-
rimentos coloniales o fracasaron? ¿Por qué? Tal vez a través del aná-
lisis de los primeros intentos de asentamiento en ultramar podamos
1. George C. Vaillant, Aztecs of México: Origin, Rise and Valí of the Aztcc
Nation, Penguin Books, Harmondsworth, 1965, p. 160.
2. David Day, The Doomsday Book of Animáis, Viking Press, Nueva York,
1981, pp. 223-224.
58 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
3. Merece la pena señalar aquí que otro grupo de navegantes, los del Océa-
no índico, ya habían sobrepasado una cordillera submarina antes que los nor-
mandos, y que muchos de ellos seguían haciéndolo anualmente, dejándose llevar
por los vientos monzónicos a uno y otro lado de la cordillera Carlsberg, que se
extiende al sudeste de Arabia, bajo las aguas que separan los puertos de Oriente
Medio y la India de los de África oriental. También esta es una de las simas
de Pangea, pero su importancia biogeográfica es menor si se la compara con la
cordillera atlántica, porque se interpone entre continentes que están conectados
por otros puntos.
4. G. J. Marras, The Conquest of the Norfb Atlantic, Oxford University
Press, 1981, pp. 63-70.
5. Marcus, Conquest, pp. 67, 71-78; Bruce E. Gelsinger, Icelandk Enter-
IMPERIALISMO ECOLÓGICO
< s que toda esta serie de incursiones europeas más allá de la cordillera
atlántica, incluyendo los asentamientos de Groenlandia, podrían no
haber ocurrido sino en la medida en que ha estimulado el interés de
arqueólogos y eruditos dedicados al estudio de las viejas sagas. La
experiencia de los normandos en las costas occidentales del Atlántico
fue un rotundo fracaso. ¿Por qué? ¿Por qué la continuidad de la pre-
sencia europea más allá de la cordillera atlántica no comenzó a finales
del siglo x, sino en las postrimerías del siglo xv?
Antes de analizar las razones del fracaso normando en el Atlántico
norte, veamos algunos de los motivos que les permitieron conseguir
lo mucho que consiguieron. En primer lugar, y ante todo, debemos
contar con su carácter, su asombroso valor y sus conocimientos náu-
ticos. Es fácil imaginárselos mirando por encima del hombro al aden-
trarse en el océano, exclamando «¡Vosotros no podréis hacerlo jamás,
pero nosotros sí!». Y lo hicieron. Los normandos no navegaron nunca
hasta tan lejos como lo hicieron los habitantes de las islas del Pacífico,
pero estos últimos fueron capaces de realizar milagros en un océano
de aguas cálidas y con vientos predecibles. Los navegantes normandos
llevaron a cabo sus heroicidades en una de las masas acuíferas más
frías y traicioneras del mundo. La mayor ventaja con que contaban
los normandos en el Atlántico, además de sus asombrosas aptitudes,
era la embarcación que gobernaban. El langskip (barco largo) de los
invasores vikingos era demasiado pequeño e inadecuado para la nave-
gación de gran altura. Para ello se precisaba un auténtico barco de
vela, no una galera con mayor capacidad de navegación, sino un au-
téntico barco de vela equipado con un ancho bao para amortiguar los
embates de los mares encrespados y que permitiera transportar mayor
cargamento del que admitían los langskip. Este navio era el knórr
(plural knerrir), el buque mercante normando. De flexibilidad y ca-
pacidad de flotación semejantes a las del langskip, pero sensiblemente
más ancho, podía transportar veinte toneladas y entre quince y veinte
pasajeros, alcanzando, con viento de popa y mar serena, una velocidad
de seis nudos, velocidad respetable para un buque mercante incluso
6
en época de las Guerras Napoleónicas.
prise, Commerce and Economy in the Middle Ages, University of South Carolina
Press, Columbus, 1981, p. 239, n. 26.
6, Marcus, Conquest, pp. 83-84; Gelsinger, leelandie Enterprise, p. 47;
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS 61
11
la barriga». No cabe la menor duda de que estos últimos se encon-
trarían fatal durante horas. ¿Qué consecuencias acarrearía este he-
cho, junto a la presencia del toro, en las relaciones entre normandos
y skraelingos? ¿Conduciría a la batalla que ganó el toro?
Los normandos necesitaron al toro en aquella batalla porque su
ventaja tecnológica sobre los nativos de Vinland era mínima. Los nor-
mandos conocían la rueda y los skraelingos no; y los normandos cono-
cían los metales y los skraelingos no. Ello parecía redundar en benefi-
cio de los invasores, pero en la práctica estas ventajas debieron ser
más irrelevantes que decisivas. Un carro podía ser útil en una granja
groenlandesa, pero es más que dudoso que Eriksson o Karlsefni car-
garan con un lujo tan embarazoso a través del Atlántico norte hasta
Vinland. ¿Y para qué lo hubieran utilizado una vez allí? Es probable
que los groenlandeses se sirvieran de rodillos para llevar hasta las pla-
yas de Markland los troncos con que construirían las naves para vol-
ver a casa, pero a corto plazo, la rueda, la palanca, el arco y las demás
pruebas de la inteligencia del Viejo Mundo —el alfabeto, el teorema
de Pitágoras— no les imprimían un carácter demasiado diferente al
otro lado de la cordillera atlántica.
Los normandos de Vinland tenían metales. Los arqueólogos han
desenterrado una fundición de hierro primitiva, la primera de Amé-
12
rica, en el yacimiento de un asentamiento normando en Terranova.
Las espadas y hachas normandas eran menos aparatosas, más durade-
ras y mantenían el filo durante más tiempo que cualquiera de las he-
rramientas equivalentes con que contaban los skraelingos, y esto debió
dar a los invasores una apreciable ventaja, pero obviamente no basta-
ba para asegurar la victoria. El metal es indispensable para las armas
de fuego, pero con la piedra pueden obtenerse cachiporras, cabezales
de hacha y puntas de proyectil que, si bien toscas, son igualmente con-
tundentes. Sin ir más lejos, Thorvald Eriksson, hermano de Leif, re-
cibió una herida mortal de una flecha nativa con punta de piedra.
(Placiéndose digno de la tradición normanda, murió tranquilamente
mientras escogía un lugar en Vinland para su tumba: «Parece que di
13
con la verdad al decir que me quedaría allí por algún tiempo».)
Las puntas de pedernal pueden pasar por entre las costillas con
la misma facilidad que el metal, y un hacha de piedra puede aplastar
un hombro o destrozar un cráneo con tanta limpieza como lo haría un
instrumento de hierro o de acero. Las armas de metal son mejores
que las de piedra, pero en un combate cuerpo a cuerpo entre hombres
desesperados, puede pensarse que se trata tan sólo de la proverbial
distinción sin diferencia. Esto es todo respecto a las ventajas de los
normandos sobre los skraelingos. La lista de sus desventajas es mucho
más larga.
Los normandos eran tan incapaces de organizar numerosas expedi-
ciones a América, como de organizarías multitudinarias. La mayor ex-
pedición emprendida en dirección a Vinland de la que tenemos noticia
estaba compuesta por tres navios y solamente 65 o 165 personas. Gran
parte de las expediciones posteriores al descubrimiento que partieron
de Europa hacia América, no fueron mucho mayores, pero hubo mu-
chas, y las que fracasaban parecían incluso estimular nuevos intentos.
Algunas de las expediciones poscolombinas más importantes fueron
considerablemente grandes. La flota que Colón condujo hasta las In-
dias Occidentales en 1493 estaba compuesta por diecisiete barcos con
una tripulación de entre 1.200 y 1.500 hombres. La Primera Flota bri-
tánica a Australia —hablamos del año 1788— consistió en once bar-
cos con aproximadamente 1.500 hombres, mujeres y niños a bordo.
Empresas de este calibre estaban fuera del alcance de los normandos
medievales del Atlántico norte. La población de Groenlandia no so-
brepasó las 3.500 personas en sus momentos álgidos. Como mucho,
14
Islandia tenía unos 100.000 habitantes, y Noruega quizás 400.000.
La escasez de escandinavos en las islas del Atlántico norte se debió
a que los asentamientos eran demasiado pobres para atraer y dar sus-
tento a una población cuantiosa. La propia Noruega no era compara-
ble al Imperio Bizantino, ni siquiera a la Francia carolingia. Era más
bien un país frío, pobre y alejado de los centros de población del Viejo
Mundo y de la civilización. Alcanzó la unidad y una considerable in-
fluencia sobre aquella parte del mundo en el período comprendido
entre los siglos xi y xin, pero carecía del excedente agrícola, la abun-
14. Vinland Sagas, pp. 65, 94; Marcus, Conques?, p. 64; Samuel Eliot Mori-
son, Admiral of the Ocean Sea, A Life of Christopher Columbus, Litde, Brown,
Boston, 1942, pp. 395, 397; Tomasson, Iceland, p. 58; The Australian Enciclo-
pedia, The Grolier Society of Australia, Sydney, 1979, vol. I I I , pp. 25, 26.
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS 65
15. Marcus, Conques?, pp, 91-92, 99; Gelsinger, Icelandic Enterprise, p. 93.
16. Vinland Sagas, pp. 66, 99, 100, 102.
66 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
17. Tomasson, Iceland, p. 63; P. Kubler, Geschichte der Pocken und der
Impfung, Verlag von August Hirschwald, Berlín, 1901, p. 45; August Hirsch,
Handbook of Geographical and Histórica! Pathology, New Sydenham Society,
Londres, 1883, vol. I, pp. 135, 145; George S. MacKenzie, Travels in the Island
of Iceland During the Summer of the Year MDCCCX, Archibald Constable &
Co,, Edimburgo, 1811, pp, 409-410. Casi todas las enfermedades infecciosas pro-
venientes de los continentes podían causar estragos. Seiscientos islandeses murie-
ron de viruela durante la epidemia de 1797. Cuando esta enfermedad afectó a
los habitantes de las Islas Feroe, en 1846, tras un respiro de setenta y cinco
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS 67
La Peste Negra dio al traste con toda esperanza que pudiera haber
existido de cara a la reanudación de la colonización de Vinland y la
revitalización de Groenlandia durante las postrimerías de la Edad Me-
dia y el Renacimiento. Esta cepa de peste extraordinariamente viru-
lenta llegó a Italia en 1347 y se difundió hacia el norte llegando a
Noruega en 1-349-1350; se estabilizó allí durante medio siglo e hizo
la travesía hasta Islandia, donde desembarcó en 1402-1404. Conside-*
rando Europa en su conjunto, esta pandemia podría haber llegado a
eliminar a una tercera parte de la población. En Noruega e Islandia
murieron las dos terceras partes de las personas, ya que a la zaga de
la peste llegó el hambre, provocada por la muerte del ganado por
inanición, al no haberse recogido el forraje de invierno. Sabiendo que
la peste llegó hasta Groenlandia, "es inútil preguntarse por qué se
produjo un declive tan acentuado de las bases avanzadas en el si-
ls
glo xv.
Puede culparse a la Peste Negra de toda suerte de horrores, pero
no de haber iniciado la crisis de Groenlandia. Este proceso ya había
comenzado incluso antes de que la peste desembarcase en Noruega.
En el siglo xiv, había ya decaído la demanda europea de productos
del Atlántico norte, y eran cada vez menos los barcos que emprendían
el largo viaje entre Noruega y Groenlandia. También languideció el
comercio entre Noruega e Islandia, por lo que esta isla sufrió durante
el siglo xv las severas consecuencias del abandono, que la situaron
casi en el punto de la extinción. Groenlandia e Islandia habían estado
siempre en una situación precaria y ahora la precariedad se hacía in-
19
sostenible.
Al disminuir la cantidad de knerrir que navegaban entre Europa
años, 6.100 de ios 7.864 individus del sector de riesgo cayeron enfermos: Mac-
Kenzie, Travels in ihe Islancl of Iceland, p. 410; Abraham M. Lilienfeld, Founda-
lions of Epidemiology, Oxford University Press, 1976, p. 24. La vulnerabilidad
de ios normandos del Atlántico norte se extiende hasta nuestros días. La viruela,
que se está desvaneciendo en Islandia, ha sido introducida desde Europa y des-
de América por lo menos once veces a lo largo del siglo XX, desencadenando nue-
vas epidemias cada vez (gracias a la moderna nutrición y a los actuales cuidados
médicos, ya no son mortales): Andrew Cliff y Peter Hagget, «Island Epídemics»,
Scientific American, 250 (mayo de 1984), p. 143.
18. Ronald G. Poppcrwell, Norway Ernest Benn, Londres, 1972, pp. 94-95;
y
20. Sigurdur Thorarinsson, The 1000 Years Struggle Against Ice and Vire,
Bokautgafa Menningarsjods, Reykjavik, 1956, pp, 24-25.
21. Marcus, Conquest, p, 90; Gelsinger, Icelandic Enterprise, p. 173.
22. Gelsinger, Icelandic Enterprise, p. 6; Thorarinsson, 2000 Years, pp. 13,
15-16, 18; Marcus, Conquest, pp. 97-98, 156.
23. Vinland Sagas, p, 22.
24. Gelsinger, Icelandic Enterprise, p. 173; Marcus, Conquest, pp. 159-
160, 163,
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS 69
25. En inglés, Iceland (Islandia) significa literalmente 'tierra del hielo', mien-
tras que Greenland (Groenlandia) significa 'tierra verde'. (N. de la t.)
26. Vinland Sagas, p. 60.
70 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
27. Marcus, Conquest, pp. 78, 95-96, 106407, 108416; Gelsijiger, Icelandic
Enterprise, pp. 52-58.
28. Marcus, Conquest, pp. 50-54.
29. Marcus, Conquest, p. 103.
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS 71
York, 1957, p. 94; Joseph Needham, Science and Civilixalion in China, IV,
Physics and Physical Technology, parte I I I , Civil Engineering and Natttics, Cam-
bridge University Press, 1971, p. 698.
32. R. W. Southern, The Making of the Middle Ages, Hutchinson's Library,
Londres, 1953, p, 5 1 ; G. C. Coulton, ed. A Medieval Gamer, Human Documcnts
;
jrom the Four Centuries Preceding the Pejormation^ pp. 10-16; Vinland Sagas,
p. 71,
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS
36. Edward Peters, ed., The First Crusadc, ¿he Chronicles of Yulcher of
Chartres and Other Source Materials, University of Pennsylvania, Filadelfia,
1971, p. 25.
37. Chronicles of the Crnsades, Henry G. Bohn, Londres, 1848, p. 89.
38. Hans E. Mayer, The Cnisades, trad. inglesa de John GilHngham, Oxford
University Press, 1972, pp. 137-139.
IMPERIALISMO ECOLÓGICO
in the híiddle Ages, Weideníeld and Nicolsou, Londres, 1972, p. 82; Prawer,
World, pp. 73-74; Jean Richard, The Latín Kingdom of Jerusalem, trad. inglesa
de Janet Shirley, North Holland, Amsterdam, 1979, A, p. 131; Mayer, Crusadcs,
p. 177.
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS 77
43. Jacques de Vitry, History of the Crusades, AD. 1180, Palestine Pilgrims
Society, Londres, 1896, p, 67.
44. Vitry, History of the Crusades, pp. 64-65.
45. Prawer, The Latín Kingdom of Jerusalem, pp. 506-508.
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS
52. T. A. Archer, ed., The Crusade of Richard I, 1189-92, David Nutt, Lor>
dres, 1900, pp. 84-85, 88-89, 92, 115, 117, 132, 194, 199, 205, 243, 245, 247,
281, 305, 312-314, 318-319, 322; Ambroise, The Crusade of Richard the Lion-
Heart, trad. inglesa de Merton Jerome Hubert, Columbia Universíty Press, Nue-
va York, 1941, pp. 196, 198, 201, 203, 207, 219, 446; Kligler, Epidemiology and
Control of Malaria in Palestine, pp. 2, 111.
53. Archibald Wavell, Allenby, a Study in Greatness, George P. Harrap
& Co., Londres, 1940, pp. 156, 195.
54. Kligler, Epidemiology and Control of Malaria in Palestine, p. 87; His-
tory of the Great War Based on Official Documents. Medical Services, General
History, W. G. MacPherson, ed., Hís Majesty's Stationery Office, Londres, 1924,
vol. I I I , p. 483.
55. Steven Runciman, A History of the Crusades, II, The Kingdom of
Jerusalem, Cambridge Universitv Press, 1955, pp. 323-324; Mayer, Crusades,
p. 159.
LOS NORMANDOS Y LOS CRUZADOS 83
señalar que la malaria es una grave amenaza para las mujeres emba-
razadas, puesto que a menudo provoca el aborto, y es muy peligrosa
56
para los niños. La incapacidad de las mujeres para engendrar garan-
tes del futuro bacía irrelevantes todos los esfuerzos que pudieran ha-
cerse en el momento. Los estados cruzados murieron cual ramos de
flores cortadas.
En 1291, los musulmanes tomaron Acre, la última plaza fuerte de
importancia con que contaban los cruzados en Tierra Santa. La pri-
mera tentativa de los europeos occidentales por fundar amplios asen-
57
tamientos fuera de Europa había terminado. El intento, por su ine-
ficacia, influyó sin duda profundamente en aventuras posteriores y
más afortunadas. Probablemente las Cruzadas sirvieron para acelerar
la divulgación de las contribuciones orientales al diseño náutico tales
como el timón de codaste y la brújula, ambas de crucial importancia
58
para la futura expansión europea. Los cruzados fueron los primeros
occidentales en desarrollar el gusto por el azúcar —«artículo de lo
más preciado, muy necesario para el uso y bienestar de la humanidad»,
según diría uno de ellos— producto asiático cuya planta importaron
a occidente junto con el gusto por su consumo. Primero viajó de
Palestina a las islas del Mediterráneo y a la Península Ibérica, y más
tarde, como veremos, a Madeira y las Islas Cananas, desde donde
59
habría de atravesar las simas de Pangea.
56. Carol Laderman, «Malaria and Progress», Social Science and Medicine,
9 (noviembre-diciembre de 1975), p. 588; H. M. Giles et al «Malaria, Anaemía
y
Sin embargo, Europa las olvidó, o al menos las extravió durante los
siglos de la crisis de Roma y la Edad Media. Los navegantes de la
Europa renacentista las descubrieron o redescubrieron e hicieron de
ellas laboratorios para el nuevo imperialismo europeo. Los imperios
transoceánicos de Carlos V, Luis XIV y la reina Victoria tuvieron sus
prototipos en las colonias de las islas del Atlántico oriental.
En 1336, Lanzarote Malocello, siguiendo la estela de los Vívaldí,
dio con la más nororiental de las Islas Canarias, que aún conserva su
nombre, Lanzarote, donde se estableció y murió años después a manos
de los canarios nativos, los guanches. Durante el siglo xiv, italianos,
88 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
1. John Mercer, The Canary hlands, Their Prehistory, Conquest and Sur-
vival, Rex Collings, Londres, 1980, pp. 155-163, 198, 217; Rayrnond Mauny,
Les Navigations Medievales sur les Coles Sahariennes Antérieures a la Décou-
verte Portugaise (1434), Centro de Estudos Históricos Ultramarinos, Lisboa,
1960, pp. 4448, 92-96.
2. Mercer, Canary Islands, pp, 2-13; W. B. Turrill, Pioneer Plant Geogra-
phy, The Phytogeographical Researches of Sir Josepb Dalfon Hooker, Nijhoíf,
La Haya, 1953, pp. 2-4, 206, 211; Sherwin Carlquist, Islán d Biology, Columbia
University Press, Nueva York, 1974, p- 180.
3. Pierre Bontier y Jean Le Verrier, The Cañarían, or, Book of the Con-
quest and Conversión of the Canarians, trad. inglesa de Richard H. Major,
Hakluyt Society, Londres, 1872, p. 92.
LAS ISLAS AFORTUNADAS 89
4. T. Bentley Duncan, Atlantic luanas: Madeira, the Azores and the Cape
Verdes in Seventeenth Century Navigation, University of Chicago Press, 1972,
p. 12; Charles Verlínden, The Beginnings of Modern Colonizaron, Eleven Es-
says with an Introduction, trad. inglesa de Yvonne Freccero, Cornell Univer-
sity Press, Ithaca, 1970, p, 220.
5. A. H. de Oliveíra Marques, History of Portugal, I, From Lusitania ¿o
Empire, Columbia University Press, Nueva York, 1972, p. 158; Duncan, Atlantic
Island s, pp. 12-16; Joel Serráo, ed., Dicionário de Historia de Portugal, Inicia-
tivas Editoriaís, Lisboa, 1971, vol. I, pp. 20, 797.
fMtml in.ixiinn alfiu superior a los sesenta kilómetros, y Porto Santo,
con una longitud equivalente a una quinta parte de la anterior— más
6
unos cuantos islotes áridos. Ambas islas son accidentadas, aunque
Madeira, con cimas cercanas a los 2.000 metros, lo es mucho más. Se
ha descrito su topografía comparándola con el esqueleto de un reptil:
pronunciada espina dorsal recorriendo todo el largo de la isla con
escarpadas cordilleras —las costillas— formando ángulo recto. La pla-
nicie costera es muy reducida, y algunas cordilleras acaban en acan-
tilados que se cuentan entre los más altos del mundo. La mayor parte
del ganado bovino que se cría en Madeira, nace y crece, vive y muere,
en establos de donde sólo se le permite salir de tarde en tarde a apa-
centar, por temor a que las reses resbalen y se precipiten por los
7
límites de las praderas.
Porto Santo es la isla de menor altitud y tamaño, de manera que
a menudo las nubes pasan de largo sin dejar caer ni una sola gota de
lluvia. Históricamente ha tenido más importancia por su ganado que
por sus cosechas. Las cumbres de Madeira desvían los vientos oceáni-
cos hacia las alturas, donde se condensa la humedad, fenómeno que
proporciona lluvia suficiente para el cultivo de sus ricos suelos, a
pesar de que el agua discurre rápidamente hasta arrojarse en el mar,
a menos que se interrumpa su zambullida. Durante los últimos ocho
siglos, no han dejado de amasarse fortunas en las colonias cálidas, fér-
tiles y bien regadas (Española, Brasil, Martinica, Mauricio, Hawai, etc.)
gracias al cultivo de productos tropicales con demanda europea. Cre-
ta, Chipre y Rodas fueron las primeras colonias de este tipo en el
Mediterráneo. Madeira fue la primera en el Atlántico, y la cabecilla
8
de todas las que vendrían después.
En la década de 1420, llegaron, procedentes de Portugal, los pri-
meros pobladores: menos de un centenar de plebeyos y miembros de
la baja nobleza, todos ellos en busca de tierra fresca donde incrementar
las Canarias», Anuario de Estudios Atlánticos, 18, 1972, p. 41; Godinho, Des-
cobrimentos, vol. I I , p. 521; Serrao, Dicionario de Historia de Portugal, p, 879.
22. Fernando Colón, The Lije of the Admiral Christopher Columbas by
His Son Ferdinand, trad. inglesa de Benjamín Keen, Rutgers University Press,
New Brunswick, 1959, p. 60 (versión original castellana: Historia del Almirante
de las Indias, don Cristóbal Colón, escrita por don Fernando Colón, su hijo,
Colección de libros raros o curiosos que tratan de América, 2 vols., Madrid,
1892. tomo V, vol. I, p, 104); Godinho, DescGbrimentos, vol. II, pp. 520-
521, 581.
23. Sherwin Carlquist, Island Ecology, Columbia University Press, Nueva
York, 1974, pp. 180-181; Mercer, Canary Islands, pp. 4, 1, 18,
LAS ISLAS AFORTUNADAS 97
26. Mercer, Canary Islands, p. 10; Leonard Huxley, Life and Letters of
Sir Josepb Dalton Hooker, John Murray, Londres, 1918, vol. I I , p. 232; David
Bramwell, «The Endemic Flora of the Canary Islands; Distribution, Relation-
ships and Phytogeography», Biogeography and Ecology in the Canary Islands,
p. 207.
27. Mercer, Canary Islands, pp. 115-119.
28. Godinho, Descobrimentos, p 520. 4
LAS ISLAS AFORTUNADAS
el archipiélago. Al cabo de unos pocos años, otras dos islas con escasa
29
población habían caído en su poder.
Portugueses, franceses y españoles codiciaban las Canarias. Entre
1415 y 1466, Portugal lanzó una serie de asaltos de pequeña enver-
gadura y por lo menos cuatro grandes asaltos sobre el archipiélago,
enviando incluso una expedición de 2.500 soldados de infantería y
120 caballos en 1424. Todas estas tentativas fracasaron, pero estable-
cieron un nexo entre la Madeira portuguesa y las Canarias durante las
décadas en que los colonos estaban transformando aquélla en un inge-
nio azucarero. Estas expediciones fondeaban casi siempre en Madeira
en la ruta de regreso desde las Canarias, y al volver a Portugal carga
ban cautivos guanches como parte del botín. Por lo menos parte ele
los cautivos irían a parar a Madeira, el mercado más hambriento de es-
clavos en las cercanías de Portugal, donde aplicarían sus habilidades
de cabra montes para encaramarse por los riscos, en la tarea de cons-
10
truir las levadas.
Mientras los portugueses y sus esclavos se empleaban en la trans-
formación de Madeira, los españoles luchaban por finalizar su con-
quista de las Canarias, tarea en la que habían sustituido a los caballe-
ros franceses. Más o menos hacia 1475, habían conseguido reducir a
tres las islas bajo control guanche: La Palma, Tenerife y Gran Cana-
ria. La primera era una de las islas más pequeñas, con sólo algunos
centenares de hombres en pie de guerra, y habría de seguir inevitable-
mente el camino de las dos restantes. En Tenerife, la mayor de estas
islas, y en Gran Canaria, la tercera en tamaño, vivían miles de guerre-
ros. A principios de siglo, los franceses habían dicho que las gentes
de Tenerife eran los guanches más resistentes: «Nunca han sido aco-
rralados ni se les ha sometido a la servidumbre como a los de las demás
islas». Sus hermanos de Gran Canaria demostraron ser tan bravos que
merecieron dar su nombre a la isla que ocupaban, nombre que se le
31
otorgó no por su tamaño, sino por su valor y destreza en la lucha.
>. .}
MITCLT, Canury Islands, pp. 188-193; Abreu de Galindo, Historia de
l'.O/ltfHf.Stit; |1. 145.
34. Mercer, Canary Islands, pp. 198-203; Alonso de Espinosa, The Guan-
ches of Tenerife, trad. inglesa de Clements Markham, Hakluyt Society, Londres,
1907, p. 93. (Versión original castellana: Historia de Nuestra Señora de Cande-
3
laria Coya Ediciones, Santa Cruz de Tenerife, 1980 ,)
t
36. Nota de Gtas a Juan de Abreu de Galindo, The History of the Disco-
very of the Canary Islands, trad. inglesa de George Glas, R. & J. Dodsley, Lon-
dres, 1764, p. 82 (Versión original castellana: Historia de la Conquista de las
2
siete islas de la Gran Canaria, Santa Cruz de Tenerife, 1848 .)
37. Bontier y Le Verrier, Cañarían, pp. 135, 149; Espinosa, Guanches, p.
102 (ed. original castellana, p. 109); Asurara, Chronicle, p, 209.
38. Mercer, Canary Islands, pp. 66-67.
I.AS (MAS A !•( U<Tt ' N A D A S
41. Mercer, Canary Islands, pp. 65-66, 201; Espinosa, Guanches, p. 89.
42. Mercer, Canary Islands, pp. 148-159; Bontier y Le Verrier, Cañarían^
p. 137.
4^. Abreu de Galindo, Historia de Conquista, p. 169.
LAS ISLAS AFORTUNADAS 105
rife, los mismos guanches que a menudo se habían mostrado tan inhos-
pitalarios, permitieron que los españoles construyesen un enclave co-
mercial, y allí permaneció como fuente de milagros y de perplejidad,
hasta que los europeos acabaron de golpe con toda su hospitalidad
44
al colgar a varios nativos. Los habitantes de Gran Canaria tuvieron
la sabiduría de despreciar la plata y el oro, pero no pudieron resistirse
al hierro, con el que hacían anzuelos. Los guanches debían de pregun-
tarse si los mejores anzuelos eran indicativos de la superioridad de los
dioses, por así decir. En la isla de Hierro, según explicaban los indí-
genas después de la conquista, vivió un hechicero llamado Yone quien
predijo que, tras su muerte y cuando sus huesos se hubieran conver-
tido en polvo, llegaría un dios llamado Eraoranzan en una casa blanca,
al que no combatirían, ni del que huirían, sino que le adorarían. De
45
hecho, ios europeos no tuvieron que luchar mucho para tomar la isla.
Las gentes de Gomera hablaban de un sacerdote cristiano que había
visitado sus islas antes de la conquista y había bautizado a muchos de
ellos, persuadiéndolos para que aceptasen la conquista sin resistencia.
También esta isla sucumbió con un mínimo de violencia, aunque más
40
tarde protagonizara una revuelta con la ayuda de los portugueses.
El ejemplo más famoso de —¿cómo deberíamos denominarlo?—
desorientación o reorientación cultural de los guanches en el período
previo a la conquista, se produjo en Tenerife. Según la tradición oral,
más o menos hacia el 1400 se apareció la Virgen María a los pastores
guanches de Guimar, zona de Tenerife. La Virgen dejó tras de sí una
imagen suya, que ha conservado siempre el nombre de Nuestra Señora
de la Candelaria, y que se vio involucrada en una serie de milagros
acaecidos en las Canarias hasta que fue destruida por una inundación
en el siglo xix. En todo el borde de su manto y su cinturón había
letras inscritas que formaban palabras que nunca nadie ha sido capaz
de descifrar debidamente: TIEPFSEPMERI, EAFM, IRENINI,
FMEAREI. Al incrédulo se le ocurre que estas palabras, aunque no
necesariamente la estatua, pudieron ser obra de algún guanche que
hubiera mantenido contacto suficiente con los europeos como para
darse cuenta del poder, el maná, del alfabeto, pero sin haber dejado
poniendo las piernas al caballo, después que los vido se fue retra-
yendo (porque el lugar era peligroso) hasta sacarlos a un raso, a don-
de volviendo con su caballo los acometió, por no mostrar cobardía,
y habiendo derribado seis dellos, los demás dieron a huir por el
monte; y pareciéndole había hecho poco si no había alguno dellos a
las manos, para informarse del designo e intento de los enemigos,
arremetió por una estrecha senda tras uno, y alcanzándolo le echó el
caballo encima y cayó, y atándolo lo trajo al real, donde fue bien
49
recibido.
56. Espinosa, Guanches, pp. 104-108 (ccl. original casiellana, pp. 114-115);
José de Viera y Clavijo, Noticias de la Historia General de las Islas Canarias,
Goya Ediciones, Santa Cruz de Tenerife, 1951, vol. IT, p. 108.
57. Espinosa, Guanches, p. 108 (ed. original castellana, p. 115).
LAS ISLAS AFORTUNADAS 111
64. Hakluyt, Voyages, vol. IV, pp. 25-26; Fernández-Armesto, Canary Is-
lands, p. 74; James J. Parsons, «Human Influences on the Píne and Laurel
Forests of the Canary Islands», Geographical Revietv, 71 (julio de 1981), pp.
260-264.
65. Fernando Colón, Columbus by IIis Son, p. 143; Mercer, Canary Is-
lands, p, 219; Bontier y Le Verrier, Cañarían, p. 135; Fernández-Armesto, Canary
Islands, p. 219; Parsons, «Human Influences», Geographical Reviera, 71 (julio
de 1981), pp. 259-260.
.LAS ISLAS AFORTUNADAS
ve!. I I , pp. 156, 290, 348, 496-497, 511, 538; Alfred \V, Crosby, The Columbian
Exchange, Biologícal and Cultural Conseqnences of 1492 Greenwood Press,
y
nar el hueco dejado por los guanches. A pesar de que la nueva pobla-
ción de las Canarias era una mezcolanza de gentes, la gran mayoría
74
era claramente europea. Ella, al cabo de unas cuantas generaciones,
empezó a vanagloriarse de que sus islas formasen parte de Europa no
75
como colonias, sino como parte integrante de ella.
Estos tres archipiélagos en el Atlántico oriental fueron los labora-
torios, los programas piloto del nuevo imperialismo europeo, y las lec-
ciones que allí se aprendieron habrían de influir decisivamente en la
historia mundial durante los siglos que habían de venir. La lección
más importante fue que tanto los europeos como sus plantas y ani-
males podían adaptarse perfectamente en zonas donde no habían exis-
tido nunca, lección que la experiencia de los normandos nunca dejó
bastante clara y que los ibéricos, de todos modos, nunca tuvieron la
oportunidad de aprender d e ellos. La otra lección fue que las pobla-
ciones indígenas de las tierras descubiertas, por más bravas y nume-
rosas que fueran, podían ser conquistadas a pesar de todas sus venta-
jas iniciales. De hecho, podían incluso desvanecerse en vísperas de la
batalla (o aún peor, cuando se les necesitaba como mano de obra des-
p u é s de la guerra) como mensajes dibujados sobre la arena que ha de
cubrir la marea; pero en tal caso era posible importar trabajadores
más robustos de Europa y de África. Las islas del Atlántico oriental
sentaron los precedentes tanto de las colonias de poblamiento como
de las colonias de plantación, al otro lado de las simas de Pangea.
Estas fueron las lecciones que impartieron las islas a los europeos
del Renacimiento. ¿Qué pueden enseñarnos a nosotros acerca de las
características generales del imperialismo europeo? ¿Por qué se tuvo
mucho más éxito en estas colonias, que los normandos en sus asenta-
mientos del Atlántico norte y que los cruzados en sus estados del Me-
diterráneo oriental? En los libros de texto se nos dice que la Europa
del Renacimiento era institucional y económicamente más fuerte que
la Europa medieval, y estaba más capacitada para apoderarse de colo-
nias y mantenerlas. Es también evidente que la tecnología europea
había alcanzado en el siglo xv cotas inaccesibles hasta entonces. La
posesión de armas de fuego por parte de los invasores, aunque no fue
74. Fernández-Armesto, Canary Islands, pp. 13, 15, 21, 31, 33, 35-37, 4 1 .
75. Alexander de Humboldt y Aimé Bopland, Personal Narrative of Tra-
veis (o ¿he Equinoctial Región oí the New Continente Longman, Hurar, Rees,
Orme & Brown, Londres, 1818, vol. I, p. 293.
LAS ISLAS AFORTUNADAS 119
1, Dos de sus libros más célebres sobre el tema son, respectivamente, The
Díscovery of the Sea, University of California Press, Berkeley, 1981, y Admira!
of the Ocean Sea, A Life of Christopher Columbas, Little, Brown, Boston, 1942,
124 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
nes, sistema climático estacional que podía predecirse desde tierra. Las
lecciones que el Océano índico enseñó a los navegantes nativos resul-
taban imperfectas al aplicarse a otros lugares, y ello debió de tener
algo que ver con su inferioridad genérica frente a los navegantes
europeos fuera de los mares monzónicos asiáticos. También es cierto
que en el siglo xv la atención de los árabes estaba centrada en la tierra
firme, y si algún mar les interesaba, era aquel mar-con-tierras-a-su-
alrededor, el Mediterráneo. La propia situación del Océano índico
desalentaba la curiosidad. Más allá de las aguas conocidas, no había
sino pueblos primitivos, océano y más océano. Cuan diferente demos-
traría ser el Atlántico; al otro lado estaban los aztecas, los incas y la
exuberante América.
La historia del acercamiento de las simas de Pangea es una em-
presa europea; por supuesto, no totalmente, ya que la imprescindible
brújula era china, y la vela latina que permitió abrirse paso entre los
vientos, requisito indispensable para la exploración de las costas desco-
nocidas, era árabe. Sin embargo, en realidad los barcos, propietarios,
banqueros, monarcas y nobles interesados, cartógrafos, matemáticos,
navegantes, astrónomos, maestros, oficiales y vulgares marineros, o
bien eran europeos o bien estaban al servicio de éstos. Condujeron a
la humanidad hacia la mayor aventura que había emprendido desde el
Neolítico. John H . Parry ha preferido no llamar a esta aventura «el
descubrimiento de América», ya que éste no fue sino uno de sus epi-
sodios; la ha llamado «el descubrimiento del mar», es decir, el descu-
brimiento del dónde y el cuándo de las corrientes y los vientos oceá-
4
nicos que les impulsaban.
Cuando los navegantes ibéricos y mediterráneos se adentraron
por primera vez en las aguas^del piélago más allá de Gibraltar, sólo
les eran familiares los vientos de sus mares de origen. No sabían nada
acerca de los vientos deslizantes o a ráfagas (¿en barrena, en torbe
llíno? ¿soplando hacia arriba?) más allá del banco continental, listos
marineros heredaron —en muy diversos grados, puesto que la mayoría
no procedía de una formación académica— lo que sobre la natura-
leza del mundo en general habían dicho los sabios de la antigüedad
y sus discípulos recientes. Según una tradición, elevada por Aristó-
teles casi a la categoría de verdad revelada, los climas, y por tanto
8. Fierre Chaunu, European Expansión in the Later Mídale Ages, trad. in-
glesa de Katherine Bertram, North Holland, Amsterdam, 1979, p. 106. (Trad.
2
castellana; La expansión europea, Labor, Barcelona, 1982 .)
130 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
9. The Voyage of John Huyghen van JJnschotcn lo the East Indies, Burt
Franklm, Nueva York, s. f., vol. II, p. 264.
LOS VIENTOS
10. Raymond Mauny, Les Navigalions Medievales sur ¡es Cotes Sahariennes
Antérieures á la Découverte Portugaise (1434), Centro de Estudos Históricos
Ultramarinos, Lisboa, 1960, pp. 16-17.
11, Parry, Discovery, pp. 101402.
132 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
y volver con los vientos del oeste, y con esta fe, como decía el jesuíta
José de Acosta, «los hombres se han arriesgado a emprender nuevas
12
navegaciones, para ir en busca de lejanos países desconocidos».
Es dudoso que los navegantes de la era de las exploraciones pen-
sasen en la volta como algo formalizado en cierta manera. Es poco
probable que aprendiesen la técnica como un principio; después de
todo, no estaban buscando leyes de la naturaleza, sino simplemente
tanteando los mares en busca de vientos favorables. Pero se formaron
pautas dominantes de pensamiento que encajasen con las pautas de
los vientos dominantes, de manera que los navegantes ibéricos utili-
zaron la volta como plantilla para trazar los rumbos hacia Asia, hacia
América y para dar la vuelta al mundo.
En el siglo xv, los navegantes portugueses descendieron por las
costas africanas más allá de las Canarias, tanteando ei terreno a lo
largo de costas desérticas o bordeadas de selva, y aprendiendo las
triquiñuelas del comercio con los africanos, para obtener oro, pimien-
ta y esclavos. Hacia 1460, colonizaron las Islas de Cabo Verde y
a continuación navegaron aún más lejos hacia el sur y rodeando la
protuberancia ele África. Allí se toparon con aguas peligrosas y des-
concertantes. Cerca de la costa y durante los meses de verano eran
huéspedes de las violencias del monzón del África occidental. El con-
tinente, horneado por el sol vertical, aspira tierra adentro el aire oceá-
nico relativamente frío, y los vientos dominantes retroceden hacia el
sudoeste, arrastrando a las naves hacia una costa prácticamente sin
puertos, Si los marinheiros se hacían a la mar al margen del clima
monzóníco, se alejaban de la zona de los alisios del nordeste para
adentrarse en la zona de calmas ecuatoriales, donde el aire recalen-
tado se eleva verticalmente, provocando calmas que se alternan con
peligrosas tempestades, La amplia extensión oceánica frente a las cos-
tas africanas, entre el río Senegal y el río Congo, es la peor zona del
13
mundo por sus tormentas. Ser arrastrado por el viento fuera de la
12. José de Acosta, The Natural and Moral History of the Indies, trad. in-
glesa de Edward Grimstone, Burt Franklin, Nueva York, s. f., vol. I, p. 116,
(Versión original castellana; Historia natural y moral de las Indias, Sevilla, 1590;
2
Ramón Anglés, Impresor, Madrid, 1894 .)
13. "Wíily Rudloff, World Climates: ivith Tables of Climatic Data and
Practical Suggestions, Wissenschaftliche Verlagsgesellschaft, Stuttgart, 1981, p.
15; Parry, Discovery, p. 119; Glenn T. Trewartha, An Introduction to Climatc,
McGraw-Hiil, Nueva York, 1968, pp. 107-108; «Monsoons», Encyclopaedia Bri-
LOS VIENTOS 133
17. Eríc Axelson, Congo To Cape, F.arly Portuguese Explorers, Faber &
Faber, Londres, 1973, pp. 100-101, 107-1 10, 1 1 4 .
LOS VIENTOS
el extremo norte de los alisios, donde los vientos suelen no ser nr^i
ros (en sus otros viajes a América, siempre descendió mucho nuls w\
sur antes de virar hacia el oeste), pero 1492 fue su año de suerte, y
tuvo un espléndido viaje hasta las Indias Occidentales. El rumbo ele-
gido por Colón estaba tan cerca del óptimo para los veleros, que los
navegantes, incluso los que zarpaban de puertos de la Europa del
norte, lo seguirían durante generaciones, introduciendo algunos ajustes
como los que haría más tarde él mismo. Tanto la expedición inglesa
que fundaría la colonia de Virginia 115 años después, como la flota
holandesa que fundaría Nueva Amsterdam dos décadas más tarde,
navegaron hasta América siguiendo la ruta que pasaba cerca de las
18
Canarias. Los españoles llamaron «brisas» a los alisios cálidos y
predecibles, y pusieron el nombre de Golfo de las Damas a la zona
del Atlántico que se extendía entre las Canarias y las Islas de Cabo
9
Verde, por un lado, y las Indias Occidentales por el o t r o /
Colón se dejó llevar de la mano de los alisios camino de las Baha-
mas, de las Grandes Antillas y de la inmortalidad. Después tendría
que encararse al viejo y enojoso problema del Atlántico mediterráneo:
cómo regresar contra ios alisios. (¿Batallando contra ellos a lo largo
de los miles de kilómetros que separan La Española de España?
Inició el regreso serpenteando por las aguas de La Española durante
algunos días, intentando encontrar algún resquicio en las brisas ince-
santes, para poderse colar entre ellas —igual que alguien intentando
abrirse paso a través de un seto frondoso— y a continuación hizo la
única cosa sensatamente posible: recurrió a la volta do mar, despla-
zándose lateralmente a través del Mar de los Sargazos (donde la capa
de algas eran tan espesa que los marineros temieron quedar bloquea-
dos) hacía las latitudes de los vientos del oeste, y navegó entonces
0
hacia el este en dirección a las Azores y, de allí, de vuelta a Kspaíia/
Al propio Colón le costó creer que fuera un brillante sabio ele los
vientos. Cuando en 1496 realizó su segundo viaje de regreso desde
las Indias Occidentales hacia España, intentó de nuevo cabecear en
busca de una ruta a través de los alisios. Los vientos frontales y las
21
calmas de la horse-latitude los condenaron, a él y a su tripulación, a
raciones de hambre, hasta el extremo de pensar en comer a los cauti-
vos caribeños si no se atrapaba algún viento conveniente. Desde en-
tonces, nadie que estuviera en su sano juicio se ha empecinado en
resistirse a los alisios del Atlántico norte. Como dijo un estudioso
inglés de los mañnheiros a comienzos del siglo xvii: «Pues tal es la
ley de los vientos que toda navegación debe obedecer en aquel mar:
22
se debe ir por una ruta y regresar por otra».
La primera gran recompensa que aportó la utilización de la estra-
tegia de la volta recayó en los españoles. Con justicia, la siguiente
recompensa recaería en los portugueses. La flota de Vasco da Gama
zarpó de Lisboa en julio de 1497 y puso rumbo al sur hacia las Islas
de Cabo Verde, más allá de las cuales se enfrentó a los problemas de
las calmas ecuatoriales, al peligroso clima del Golfo de Guinea, y a los
adversos alisios del sudeste. La innovación mediante la cual logró
campear los tres obstáculos fue de tal envergadura, que muchos his-
toriadores, a pesar de la total ausencia de pruebas directas que per-
mitan tal presunción, han conjeturado que los portugueses debieron
realizar viajes secretos de reconocimiento al Atlántico sur durante los
años inmediatamente posteriores al regreso de Días, a fin de aprender
las pautas de dicho océano.
Al sur y al este de las Islas de Cabo Verde, Da Gama se topó
con fuertes tormentas, frecuentes en esta zona, y perdió el palo ma-
yor, tras lo cual, según la escasa documentación relativa a este viaje,
tomó un rumbo de bolina en ángulo hacia el sudoeste con los alisios
del sur a babor, alejándose del extremo meridional de África. Cabalgó
con los alisios del sudoeste hasta abandonar los trópicos y adentrarse
en la zona de dominio de los vientos del oeste del hemisferio sur,
poniendo rumbo hacia el Océano índico. De todos modos, arribó a la
costa occidental del África meridional teniendo que padecer aún días
de lucha antes de rodear el último cabo; pero no fue nada en com-
paración con los problemas que se le hubieran planteado si no se
hubiera desviado hacia las profundidades del Atlántico sur en su ma-
jestuosa volt a. El vasto semicírculo que trazó su singladura desde las
Islas de Cabo ¿Verde hasta su primera recalada en el sur de África
tardó ochenta y cuatro días en completarse, y por su distancia y su
23
duración hizo empequeñecer al más largo de los viajes de Colón.
El rumbo de Da Gama —extravagante exageración del de Dias—
era y es la ruta más práctica para un velero que quiera unir Europa
y el Océano índico: hacia el sur, hasta las Islas de Cabo Verde o sus
inmediaciones; después, una gran curva hacía el sudoeste hasta las
proximidades de la costa brasileña, y después hacia el sudeste alrede-
dor del Cabo de Buena Esperanza. Fue el rumbo preferido, recomen-
dado tanto por el Almirantazgo Británico como por el United States
24
Hydrographic Office, mientras hubo veleros surcando los océanos,
Da Gama resolvió el enigma del Atlántico sur para encontrarse
después con toda una serie de misterios. Más allá de la desemboca-
dura del río Great Fish, se vio en aguas con las que ningún europeo
estaba familiarizado. En el siglo x m , los asiáticos habían dicho a Mar-
co Polo que la corriente que se deslizaba hacia el sur a lo largo de la
costa sudorienta! africana era tan potente que los navios no se atre-
vían a adentrarse en ella desde el Océano Indico por temor a no re-
gresar nunca más, y ahora Da Gama se enfrentaba a esta misma co-
rriente. También habían dicho a Polo que en las aguas donde ahora
navegaban los portugueses había islas con pájaros tan grandes ijue
para alimentarse mataban elefantes llevándolos en volandas y deján-
25
dolos caer. Era una exageración: el pájaro elefante {Aepyomis máxi-
mas) de Madagascar (hoy en día extinguido pero posiblemente vivo
todavía entonces) sólo medía tres metros de altura, no pesaba más
23. Vincent Jones, Sail the Iridian Sea, Gordon & Cromoncsi, Londres,
1978, pp. 40-47; G. R. Crone, The Discovery of the East, St. Martin's Press,
Nueva York, 1972, pp. 28-29; Charles Ley, ed., Portuguese Voyages, 14984663,
Dcnt, Londres, 1947. pp. 4-7.
24. Samuel Eliot Morison, Portuguese Voy ages to America in the 15 th
Century, Harvard University Press, Cambridge, 1940, pp. 95-97.
25. The Travels of Marco Polo, trad. inglesa de Ronald Latham, Penguin
Books, Harmondsworth, 1958, p. 300,
138 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
26
de 500 kilos y era incapaz de volar. De todos modos, Vasco Da Gama
se encontraba obviamente muy lejos de la Cristiandad.
El viaje desde Europa hasta el Océano índico había comenzado
con los hermanos Vivaldi y había durado doscientos años. Ahora se
disponía de toda la costa oriental africana para bordear, y de todo un
océano con toda una nueva serie de vientos y corrientes por descifrar,
empresa que, a lo que parecía, podría durar otros dos siglos. Pero
Da Gama rodeó el cabo al iniciarse el año y llegó a la India en mayo.
Los europeos que se adentraban en el Océano índico tenían dos
ventajas. Una era lo previsible de las corrientes y vientos monzónicos.
En cierto modo, el Océano índico era más sencillo que el Atlántico:
un barco podía ir y venir por la misma ruta. La segunda era que
alrededor de este océano tan poco familiar vivían avanzados pueblos
de navegantes que conocían sus vientos y corrientes mejor que los
europeos los del Atlántico. Para atravesar el Océano índico, Da Gama
27
sólo tenía que aprovechar las fuentes de conocimientos preexistentes,
En el momento en que la flota de Da Gama dobló el cabo y viró
hacia el norte en el Océano índico, se convirtió instantáneamente en la
fuerza naval más poderosa en aquel y en los restantes mares asiáticos
más distantes. Los turcos tenían barcos armados de cañones pero se
encontraban en el Mediterráneo. Los grandes navios y los cañones
daban a Da Gama la carta del triunfo en todos los lugares de Oriente
adonde navegara, tal como debía ya saber su rey al enviarle. El ex-
plorador utilizó libremente sus armas de fuego, enseñando a los afri-
canos orientales, como enseñaría poco después a los indios, a temerle
como enemigo y apreciarle como aliado. Su artilheria impresionó de
tal modo al jefe de Melindi, en la actual Kenya, con las ventajas que
podía reportar la amistad de los portugueses, que obsequió a Da Gama
con lo que el explorador más deseaba: un experto en atravesar el mis-
28
terioso Océano índico desde el África oriental hasta la India.
Hay pruebas sólidas para creer que este experto era el famoso
Ahmad Ibn Majid, un gujarati que se contaba entre los mejores cono-
cedores del Océano índico. Quienquiera que fuese, disponía de un
26. David Day, The Doomsday Book o/ Animáis, Viking Press, Nueva York,
1981, pp. 19-21.
27. C, R. Boxer, The Portuguese Seaborne Ewpire, 1415-182.5, Hutchinson
& Co., Londres, 1969, p. 44.
28. Jones, Sail the Indian Sea, pp. 68-73; Joao de Barros, Da Asia, vol. I,
Livraria San Carlos, Lisboa, 1973, p. 318,
LOS VIENTOS
29. Jones, Sail the índian Sea, pp. 68*73; Barros Va Asia, vol. I, p, 319,
30. Trovéis of Polo, p. 248.
140 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
U.
R, G . Barry y R. J. Chorley, Atmosphere, Wcather and Climatc, Me-
limen & Ce., Londres, 1968, pp. 157-158; Trewartha, hítroduction to Climate,
|ip. H9, 9 2 , 102-108.
•>)..
('.roñe, Discavcry of the East, p. 36.
H . j o n e s , Seúl the Indian Sea, pp. 106-107.
34. C r o n e , Discovery of the East, p. 3 8 ; J o n e s , Sail the Indian Sea, p. 107;
{!h;iunu, Euro pean Expansión, p, 132.
LOS VIENTOS 141
35. Samuel Eiiot Morison, The European Dhcovery of America, The South-
ern Voyages, A.D. 1492-1616, Oxford University Press, 1974, pp. 356-357;
Charles E. Nowell, ed., Magellan's Voyage Around the World, Three Contcm-
porary Accounts, Northwestern University Press, Evanston, 1962, pp. 91-94.
142 IMPERIALISMO líCOLÓGICO
tico, y desde las costas septentrionales del Océano índico hasta alre-
dedor de los 15° S, y sabían que los alisios permitían el paso a través
del Pacífico de este a oeste. También sabían bastante sobre los vien-
tos frente a las costas africanas meridionales, y habían empezado a
aprender cómo actuaban los vientos frente a las costas meridionales
de Sudamérica,
Ahora tocaba poner en práctica, consolidar, construir imperios y,
en general, hacer dinero con lo que habían aprendido los marinheiros.
Esto significaba comercio, para lo cual serían necesarias travesías que
recorrieran y cruzaran los océanos. Los cambiantes monzones facili-
taban las idas y venidas a través del Océano Indico y el Mar de la
China, de hecho casi de forma coercitiva. El secreto para atravesar
el Atlántico hacia el este se conocía desde que Colón realizó su viaje
de regreso en 1493, pero barloventear hacia el norte cruzando los ali-
sios hasta la zona de vientos del oeste era lento y penoso. En 1513,
Ponce de León descubrió Florida y, aunque sin saberlo, la vía para
alcanzar los vientos del oeste fácilmente desde las Indias Occidenta-
les: la Corriente del Golfo.
Los alisios acumulan constantemente agua del Atlántico central
en el Golfo de México, que, por consiguiente, es más alto que el
océano abierto. Esta enorme masa acuífera tiene una válvula, de su-
perficie —los estrechos encuadrados por Florida en un lado, Cuba
y las Bahamas en el otro— a través de la cual se precipita como si
se diera rienda suelta a una manada de sementales de un redil. Sin
duda, De León se encontró retrocediendo a pesar de un viento favo-
rable del norte de las proximidades del actual Miami, saliente en la
47
costa que llamó Cabo de las Corrientes.
Seis años después del descubrimiento de Ponce de León, su piloto,
Antonio de Alaminos, navegando de las Indias a España, no pasó al
sur de Cuba, como era costumbre, sino por el norte, atravesando los
estrechos de Florida y aprovechando el enorme empuje de la Corrien-
te del Golfo que impelió sus barcos hasta las latitudes de los vientos
48
del oeste. Este hallazgo completó el desarrollo de la ruta clásica des-
de la Península Ibérica a América y de regreso. La ruta completa de
ida y vuelta es un paralelogramo sesgado desde Cádiz hasta las Cana-
50. Wiliiam L. Schurz, The Manila Gallean, Dutton, Nueva York, 1939,
pp. 19, 22, 32, 47, 219, 220-221.
51. J. E. Heeres, The Parí Borne by the Dutch in the Discovery of Aus-
tralia, 1606-1765, Luzac & Co., Londres, 1899, pp. XIII-XIV.
LOS VIENTOS 149
CHARLES DARWIN,
The Descent of Man ( 1 8 7 1 )
tales criterios y que hoy en día no son Nuevas Europas, aunque mu-
chas de ellas fueran colonias europeas durante largos períodos.
Podemos ser breves respecto al Asia del Pacífico, al norte del
Trópico de Cáncer. En China, Corea y Japón, los europeos se las
vieron con densas poblaciones, con una tradición de fuertes gobiernos
centralizados, fesistentes instituciones y autosuficiencia cultural, y que
contaban asimismo con cosechas, animales domésticos, microorganis-
mos y parásitos bastante parecidos a los de Europa- De hecho, los
asiáticos orientales se asemejaban mucho a los europeos en diversos
aspectos importantes, pero con una crucial, aunque temporal, defi-
ciencia tecnológica. Los imperialistas blancos no establecieron nunca
colonias de poblamiento en esta parte del mundo; las residencias de
los europeos en puertos como Macao, Nagasaki o Shanghai no fueron
sino espitas encajadas en el flanco de Asia para extraer algo de su
riqueza.
El Oriente Medio estaba tan bien defendido contra los europeos
como lo estaba el Oriente asiático en los aspectos citados anterior-
mente, y sus habitantes estaban en realidad expandiendo su zona de
control, mientras los marinheiros llevaban a cabo la conquista de los
océanos. Los turcos otomanos, con la colaboración de jenízaros y
derviches, controlaron el Oriente Medio, los Balcanes y el norte de
África durante varios siglos, e, incluso después de su decadencia, las
colonias de poblamiento europeas fueron inviables en el mundo islá-
mico excepto en sus confines: por ejemplo, Argelia y Kazajistán.
Los europeos intentaron con tesón establecer asentamientos en
la zona tórrida, pero generalmente fracasaron, en ocasiones estrepito-
samente. Dividamos esta enorme zona en tres tipos de trópicos, cada
uno de los cuales tendrá una historia diferente de permanencia euro-
pea. Los europeos codiciaron escasamente los trópicos áridos, excepto
por sus minerales, y por tanto en raras ocasiones emigraron a ellos
grandes contingentes. Se sintieron atraídos por las tierras altas rela-
tivamente húmedas y a menudo frías, pero incluso en estas zonas ape-
nas pudieron los invasores remplazar a los indígenas. Las cualidades
de las tierras altas que atrajeron a los blancos habían atraído a multi-
tud de indígenas antes de que llegasen los blancos. Los nativos que
ocupaban las mesetas y valles altos eran normalmente demasiado nu-
merosos para ser aniquilados. Como ilustración sirva el hecho de que
fueron considerablemente numerosos los españoles que emigraron a
los valles altos centrales de México, sin que por ello lograran rem-
ACCESIBLE PERO INDÓMITO 153
plazar a los aztecas y otros amerindios, sino que más bien se cruzaron
con ellos. México es un país mestizo, no una Nueva Europa.
Otros europeos apuntaron hacia las colinas tropicales —las White
Highlands de Kenia, por ejemplo— pero su estancia fue breve pol-
lo general. Hay excepciones; Ja inmensa mayoría de la población de
Costa Rica vive en las tierras altas y son de ascendencia europea,
atendiendo dicho país a la definición de Nueva España —pero no es
sino la excepción a la regla, y diminuta por cierto. Su población total
no supera los 2,5 millones. La norma (que no la ley) es que por más
que pudieran los europeos conquistar los trópicos, no pudieron euro-
peizarlos, ni siquiera los lugares con temperaturas europeas.
Las zonas de los trópicos que primero atrajeron a los imperialistas
europeos y que éstos nunca dejaron de codiciar, fueron las zonas cá-
lidas y con agua abundante. Las zonas tórridas africanas y americanas
producían o podían producir maderas tintóreas, pimienta, azúcar, es-
clavos y otras cosechas rentables; el Asia meridional contaba con vas-
tos territorios de suelo fértil donde habitaban millones de gentes dis-
ciplinadas y expertas, acostumbradas a producir excedentes para las
élites indígenas e invasoras. Los europeos consiguieron enriquecerse
sobremanera en los trópicos tanto del Viejo como del Nuevo Mundo,
pero apenas tuvieron éxito en establecer comunidades europeas per-
manentes. A largo plazo, los trópicos húmedos resultaron ser un bo-
cado para el que Europa disponía de dientes pero carecía de estómago.
Como era de esperar, la mayor parte del Asia tropical era dema-
siado caliente y húmeda para el gusto europeo, pero más importante
que su tendencia a hacer sudar a los invasores era la abundante pre-
sencia de diminutos enemigos. Los asiáticos y sus plantas y animales
habían existido en y alrededor de miles de pueblos y ciudades durante
miles de años, y junto a ellos habían evolucionado diversas especies
de gérmenes, gusanos, insectos, mohos, hongos y todo lo imaginable
capaz de hacer presa en los humanos y en sus organismos subordi-
nados. Las víctimas habían evolucionado junto a sus atacantes, y
estaban razonablemente bien adaptadas para vivir y reproducirse a
pesar de estos parásitos. Por el contrario, los europeos y sus organis-
mos subordinados eran como niños perdidos en los bosques asiáticos.
Los primeros que llegaron, los portugueses, se vieron atacados por
fiebres intermitentes, flujos, sífilis, almorranas y «enfermedades se-
cretas», El monlexiin (¿cólera?), por ejemplo, abundaba en la India;
«Debilitaba a un hombre haciéndole arrojar todo cuanto tuviera en
154 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
1. John Huyghen Linschoten, The Voy age of John Linschoten to the East
Indies, Burt Franklin, Nueva York, s. f., vol. I, pp. 235-240.
2. K. W. Goonewardena, «A New Netherlands in Ceyíon», Ceylon Journal
of Historical and Social Studies, 2 (julio de 1959), pp. 203-241; Charles Boxer,
Women in Iherian Expansión Overseas, 1415-1812, Oxford University Press,
1975, passim; Jean Gelman Taylor, The Social World of Batavia, European and
Eurasian in Dutch Asia, University of Wisconsin Press, Madison, 1983, passim.
ACCESIBLE PERO INDÓMITO
aquel día llevamos con nosotros a treinta hombres para buscar ele-
fantes, y nuestros hombres iban bien armados con arcabuces, picas,
arcos largos, ballestas, partesanas [una especie de hachas], largas
espadas, y espadas y escudos: encontramos dos elefantes a los que
disparamos varias veces arcabuces y arcos largos pero se nos esca-
3
paron e hirieron a uno de nuestros hombres.
6. Voyages of Cadamosto, p. 143; véanse también las pp. 96, 123, 125, 141.
7. Philip D. Curtin, «Epidemiology and the Slave Trade», Political Science
Quarterly, 83 (junio de 1968), pp. 202-203.
8. Roger Tennant, Joseph Conrad, a Biography, Atheneura, Nueva York,
1981, p. 76.
9. C. R. Boxer, Four Centuries of Portuguese Expansión, 1415-1825, Wit-
watersrand University Press, Johannesburgo, 1965, p. 27; original en p. 266 del
primer volumen de Joao Barros, Da Asia, Livraria San Carlos, Lisboa, 1973,
10. Philip D. Curtin, The Image of África, Briíish Ideas and Action, 1780-
158 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
d o , University of Wisconsin Press, Madison, 1964, pp. 60, 88-89, 91, 94-95.
11, Curtin, Image of África, p. 89; Donald L, Wiedner, A History of Áfri-
ca Sottlh of the Sahara, Vintage Books, Nueva York, 1964, pp. 75-78; Tom W.
Shick, «A Quantitative Analysis of Liberian Colonizaron from 1820 to 1843
with Special Reference to Mortality», Journal of African History, 12 (n.° 1,
1971), pp. 45-59.
12. José de Acosta, The Natural and Moral History of the Indies, trad. in-
glesa de Edward Grimstone, Burt Fratiklin, Nueva York, s. f., vol. I, p. 233.
(Versión original castellana: Historia natural y moral de las Indias, Sevilla, 1590;
2
Ramón Anglés, Impresor, Madrid, 1894 , vol. 2, p. 360.)
ACCKSIBÍ.K PF.RO INDÓMITO
clámente con la suerte que allí corrieron muchos vegetales del VIP|M
Mundo. Éste fue, en particular, el caso del cerdo y del ganado van m u ,
los caballos se mostraron a veces más remilgados tardando muchon
años en acostumbrarse al entorno de los pastizales y llanos brasileños.
A pesar de todo, el ganado europeo consiguió adecuarse a la América
tórrida, mientras en África fracasaba en latitudes similares, lo cual
proporciona una evidente explicación de la disparidad entre la histo-
13
ria de las colonias de ambas zonas.
Los organismos portadores de enfermedades, procedentes en su
mayoría del Viejo Mundo, se cobraron un alto triburo entre los ame-
rindios en los trópicos: eliminaron a la mayoría de ellos en las tierras
bajas y en las islas, y abrieron estas zonas al asentamiento de los
blancos. Pero los agentes patógenos específicamente africanos trataron
a los blancos casi con igual severidad, paralizando sus empresas colo-
niales. Entre 1793 y 1796, el ejército británico presente en el escena-
rio caribeño perdió alrededor de 80.000 hombres, más de la mitad de
los cuales perecieron a consecuencia de la fiebre amarilla, total superior
a las pérdidas del duque de Wellington en toda la Guerra de la Penín-
14
sula. Incluso entre 1817 y 1836, en época de paz, el índice anual
de mortalidad entre los soldados británicos en las Indias Occidentales
osciló entre el 85 y el 130 por 1.000, mientras que en sus islas de
origen era sólo de alrededor del 15 por 1.000. (Debe precisarse que en
el África occidental fue superior al 500 por 1.000 durante dichos
15
años.) Las colonias despoblamiento europeas fueron comprensible-
mente escasas en la América tropical, y aún más escasos fueron los
éxitos. Por ejemplo, los resultados de una incursión escocesa en Da-
rién a finales del siglo xvn, y de una francesa en Guayana cerca de
sesenta años después, fueron miles de muertos y unas cuantas dece-
nas de cabanas que se desmoronaban por causa de la humedad y el
16
moho. Una colonia europea en la América cálida y húmeda solía
blema era el contacto con los seres humanos tropicales, sus organis
mos subordinados, y sus micro- y macro- parásitos concomitantes.
Queensland tenía tanto calor y humedad como pudiera desear un
mosquito anopheles o aédes, o una mosca tsetse o un anquilostoma
o cualquier otro tipo de gusano, pero carecía de una densa población
de indígenas con sus animales y plantas cargados de minúsculos ocu
pantes malévolos y pululantes. El número de aborígenes de Queens
land era escaso y, por tanto, tenían menos tipos de organismos para
sitarios; no tenían cosechas y sólo un animal, el dingo, que pudiera
proporcionar un medio de desarrollo a gérmenes y demás organismos
capaces de hacer presa en las plantas y animales de los inmigrantes.
Cuando los invasores blancos importaron mano de obra para trabajar
en sus plantaciones de azúcar (Queensland fue uno de los últimos ejem
plos del prototipo de Madeira), los trajeron de las islas relativamente
saludables del Pacífico, no de los continentes acosados por las enfer
medades. Los «canacas», como se llamó a estos trabajadores contra
tados, trajeron consigo algunas infecciones tropicales, como hicieron
los escasos chinos que acudieron y los soldados británicos procedentes
de la India, pero todos juntos no aportaron una selección tan rica en
agentes patógenos y parasitarios como la que, por ejemplo, llevaron
los africanos a Brasil y al Caribe. La malaria se asentó en Queensland,
pero no de forma estable. El gobierno prohibió más inmigración que
no fuera blanca (por diversas razones: económicas, humanitarias y
racistas) y se redujo enormemente el flujo de organismos patógenos;
en consecuencia, los habitantes blancos de Queensland aceptaron y
aplicaron las lecciones de las revoluciones sanitarias y bacteriológicas
de los siglos xix y xx para protegerse a sí mismos, a los ganados y a
las cosechas. La malaria languideció y Queensland se convirtió en lo
que sigue siendo hoy día, una de las zonas más saludables de la tierra,
fuera o dentro de la zona tórrida. Ello ha costado grandes sumas de
18
dinero que Australia ha proporcionado por uno u otro medio. La
sociedad neoeuropea de Queensland no es tan artificial como la que
1. Las estadísticas para esta breve exposición provienen de The New Rand
McNally College World Atlas, Rand McNally, Chicago, 1983, The World Alma*
nao and Book of Facts, Newspaper Enterprise Association, Nueva York, 1983,
The Americana Fjicyclopedia, Grolier, Danbury, 1983, vol. XXI, y T. Lynn
Smith, Brazil People and Institutions, Lousiana University Press, Baton Rouge,
?
1972, p. 70.
2. J. D. Hooker, «Note on the Replacement of Species in the Colonies ^ 4
Ejsewhere», The Natural History Revieio, 1864. p 125,
f
168 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
1966, vol. I, pp. 601-602 (versión original castellana: Comentarios reales, Pedro
Crasbeek, Lisboa, 1609); Abundio Sagastegui Alva, Manual de las Malezas de
la Cosía Norperuana, Talleres Gráficos de la Universidad Nacional de Trujillo,
Trujillo, Perú, 1973, pp. 229, 231, 234, 236.
19. John Fítzherbert, Booke of Husbandry, John Awdely, Londres, 1562,
f. X I I I verso, X I V recto.
20. Enrique V, acto V, escena I I ; Enrique IV, acto I I , escena I I I ; El
Rey Lear, acto IV, escena IV.
21. John Josselyn, An Account of Two Voyages to New England Made
During the Years 1638, 1663, William Veazie, Boston, 1865, pp. 137-141; Ed-
ward Tuckermann, ed., «New-England's Rarities Discovered», Transactions and
Collections of the American Anticuarían Soctety, 4, 1860, pp. 216-219. Sería
muy fácil proporcionar los nombres científicos de la mayoría de estas plantas y
^ 1
LAS MALAS HIERBAS
de otras que se mencionan más adelante, pero no lo he hecho por miedo a dar
un tono de exactitud en lo que, por más libremente que recurra al latín y al
griego, no es sino una relación imprecisa.
22. Edmund Berkeley y Dorothy S. Berkeley, eds., The Reverend John
Clayton, a Parson with a Scientific Mind. His Writings and Other Related Pa-
pers, University Press o£ Virginia, Charlottesville, 1965, p. 24; Josselyn, Account,
p. 138. Henry Wadsworth Longfellow conocía el nombre algonquino de esta
planta, que entretejió en el sueño de Hiawatha sobre la llegada de los blancos:
«Wheresoe'er they tread, beneath them / Springs a flower unknown among
us, / Springs the White-man's Foot m blossom» [«Allí donde pisan, debajo de
ellos / Brota una flor desconocida para nosotros / Florece el pie de hombre
blanco»], The Poems of Lonfeltow, Modern Library, Nueva York, 1944, p. 259.
17ó IMPERIALISMO ECOLÓGICO
i r e a s e n
tones preferían las gradas meridionales de las colonias e v ^ P
5, m e
Norteamérica, la «hierba inglesa» prefería las septentrional^ ^ ~
5 a a v 2
nos se sembraba intencionadamente trébol o hierba, o arnbc? ^ f >
e n n n
en Norteamérica, ya en 1685, momento en que Willian^ P *"
e o s e e r
tentó plantarlos en su finca. Ai ser apreciados como forraj ? P
s t r e c e c o
una naturaleza agresiva, se difundieron ampliamente en l a "
s ex
lonias y en Canadá a lo largo del río San Lorenzo. Cuando" ^ pl°"
radores ingleses superaron los Apalaches y avanzaron hacia/ kentucky
1 0 tr
en las últimas décadas del siglo x v m , encontraron, e s p e r á i / ^ ^ ' ^"
0
bol blanco y grama. O bien las plantas se habían arrastra^
por las
o s c o m e r
montañas agarrándose al pelo de los caballos y muías de ^ "
e n e t r a
ciantes desde Carolina, o bien, más probablemente, habían P do
27
con los franceses a finales del siglo xvii o en el x v n i .
11
El trébol blanco y la «kentucky bluegrass» continuare/ hacia el
oeste, hasta el punto donde se disipan las lluvias más allá del/ Mississip-
t m o a
pi, abriéndose paso a codazos, manteniéndose siempre al r ^ de I
e n t o f i e
25. Kalm, Travels, pp. 174, 264; Cari O. Sauer, «The S e t t l e t ^ ¿
t a t e s e
Humid East», Climate and Man, Yearbook of Agriculture, United ^ "
partment of Agriculture, Washington, D.C., 1941, pp. 159-160. , . , ,
l e m b r e d e
26. Schery, «Migration of a Plant», Natural History, 74 ( d F
1965), pp. 41-44. m
m c k y m u Q
27. Lyman Carrier y Katherine S. Bort, «The History of K e n > ~
lcan o a e i
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of Agronomy, 8, 1916, pp. 256-266.
178 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
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N.Y., 1962, pp. 119-120; Osear Schmieder, «Alteration of the Argentine Pampa
in the Colonial Period», en Geography, vol. II, n.° 10 (27 de septiembre de
1927), University of California Publications, p. 310; Mariano B. Berro, La Agri-
cultura Colonial, Colección de Clásicos Uruguayos, Montevideo, v. 148, 1975,
pp. 138-140.
34. W. H. Hudson, Far Away and Long Ago A History of My Early Life,
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Dutton, Nueva York, 1945, pp. 64, 68-69, 71-72, 148; U. P. Hedrick, ed., Sturte-
vant's Edible Plants of the World, Dover, Nueva York, 1973, p. 535; Alexandei
Martin, Weeds, Goiden Press, Nueva York, s i . , p . 148; Berro, Agricultura^
pp. 140-141.
LAS MALAS HIERBAS 181
35. Francis Bond Head, Journeys Across the Pampas and Among the An-
des, Harvey Gardiner, ed., Southern Illinois Press, Carbondale, 1967, pp. 3-4;
Darwin, Voyage, p, 119,
36. Carlos Berg, «Enumeración de las plantas europeas que se hallen como
silvestres en las provincias de Buenos Aires y en Patagonia», Anales de La
Sociedad Científica Argentina^ 3 (abril de 1877), pp. 183-206.
37. Schmieder, «Alteration», en Geography vol. II, n.° 10, 1927, Univer-
}
54. Sobre los antecedentes, véase Janet Browne, The Secular Ark, Studies
in the History of Biogeography> Yale University Press, New Haven, 1983.
55. W. B. Turrill, Pioneer Plant Geography. The Pbytogeographical Re-
searches of Sir Joseph Dalton Hooker, Nijhoíf, La Haya, 1953, p. 183.
LAS MALAS HIERBAS ti
Reeve & Co., Reino Unido, 1930, p. 364; Peter Cunningham, Two Years in
New South Wales Henry Colburn, Londres, 1828, vol. I, p . 200.
}
66
sembrarla que esparciéndola sobre la nieve en el mes de marzo». Las
malas hierbas brotan pronto y se apoderan del terreno desnudo. El
pleno sol, el viento y la lluvia no las desalientan. Prosperan en la
grava junto a la vía férrea o en los huecos entre bloques de hormi-
gón. Crecen de prisa, granan pronto y se recuperan de las lesiones
con una energía pasmosa. Arraigarían incluso en las grietas de un za-
pato viejo; allí tal vez tienen pocas oportunidades, pero quizá se tire
el zapato a un prado y entonces puedan germinar y arrasar todo el
campo.
Para resumir las enmarañadas cualidades de las malas hierbas, vol-
vamos al llantén, el «pie de inglés». Como promedio, cada planta
produce entre 13.000 y 15.000 semillas, de las cuales germina entre
el 60 y el 90 por 100. Se sabe de algunas que han brotado al cabo
de cuarenta años. Prospera en prados y en caminos de tierra apiso-
nada donde no les molesta mucho que se les pisotee. Sus hojas son
anchas, hacen sombra y desplazan otras plantas. Su estructura subte-
rránea íes permite sobrevivir aunque el clima les hiele las hojas. Si
se cortan a ras de tierra, producen retoños laterales y aparecen nue-
vas plantas. Han estado junto a nosotros durante mucho tiempo: se
han encontrado sus semillas en los estómagos de daneses prehistóricos
desenterrados de ciénagas de turba. Era una de las nueve hierbas sa-
gradas de los anglosajones, y tanto Chaucer como Shakespeare citan
sus cualidades medicinales. Actualmente crece en estado silvestre en el
continente antartico, así como en Nueva Zelanda y en numerosas
islas. Figura entre las malas hierbas más resistentes del mundo, y
67
permanecerá junto a nosotros por siempre jamás, según parece.
Probablemente sea preciso explicar en este punto por qué no está
toda la superficie terrestre recubierta de llantén. Las plantas coloni-
zadoras —las malas hierbas— pueden sobrevivir a cualquier cosa salvo
al éxito. Cuando se apoderan de un terreno degradado estabilizan el
suelo, obstruyen los calientes rayos solares y, con su competitivídad,
hacen de él un lugar mejor que antes para otras plantas. Las malas
hierbas son la Cruz Roja del mundo vegetal; se ocupan de las emer-
¿Qué tiene que ver todo esto de las malas hierbas con los seres
humanos europeos de las Nuevas Europas, aparte de proporcionar a
los investigadores de nuestros días un modelo para el éxito de otros
organismos exóticos -—el hombre, por ejemplo—? La respuesta es
sencilla: las malas hierbas fueron de crucial importancia para la pros-
peridad del avance de los europeos y de los neoeuropeos. Al igual
que los trasplantes de piel remplazan zonas de carne desgastadas o
quemadas, las malas hierbas contribuyeron a cicatrizar las heridas
vivas que los invasores habían abierto en la tierra. Las plantas exóti-
cas salvaron de nuevo los suelos descarnados por la erosión del agua
y del viento y por el sol abrasador. También las malas hierbas se
convirtieron a menudo en alimento esencial para el ganado, como
éste a su vez lo era para sus dueños. Los colonizadores europeos que
maldecían de sus plantas colonizadoras eran unos ingratos miserables.
LÁMINA 4 . El d i e n t e de l e ó n del R e n a c i m i e n t o e u r o p e o , q u e a c t u a l m e n t e se
encuentra en t o d a s las Nuevas E u r o p a s . D e J o h n Gerard, The Herball or
General Historie of Plants [ 1 5 9 7 ] , W a l t e r J. J o h n s o n , A m s t e r d a m , 1974, v o l . I,
p. 338.
LAMINA 5. Longhorn t e j a n o del s i g l o x x , sin d u d a m e j o r a l i m e n t a d o q u e sus
a n t e p a s a d o s salvajes, p e r o a p a r e n t e m e n t e t a n irritable c o m o e l l o s . R e p r o d u c
ción a u t o r i z a d a p o r el B a k e r T e x a s H i s t o r y C e n t e r , U n i v e r s i d a d de T e x a s .
LÁMINA 6. El t r a n s p o r t e d e c a b a l l o s a través d e los o c é a n o s r e q u e r í a un equi
p a m i e n t o y u n o s c u i d a d o s especiales, lo q u e n o i m p e d í a q u e la m o r t a l i d a d
fuera alta. R e p r o d u c c i ó n a u t o r i z a d a p o r R o b e r t M . D e n h a r d t , The liarse of
the Americas, University o f O k l a h o m a P r e s s , N o r m a n , 1975.
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New World, Based on the Works of Theodore de Bry, M i c h a e l A l e x a n d e r , ed.,
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Ii
i
I
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l á m i n a s 15, 16 y 17 h a sido a u t o r i z a d a p o r la Mitchell L i b r a r y , State L i b r a r y of
New South Wales, Australia.
LÁMINA 18. Maori en la década de 1 8 2 0 , en la ñor de la vida. De Augustc
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Tristón da Cunha, E. H , McCormick, ed., Clarendon Press, Oxford, 1966,
lámina 1 2 .
LÁMINA 1 9 . A r g e n t i n o de c o m i e n z o s del siglo xix p e r s i g u i e n d o a u n avestruz
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and Montevideo [1820], P r e n s a s del E s t a b l e c i m i e n t o G r á f i c o F . G . P r u f o m o y
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LÁMINA 2 0 . M a d r e e hijo pertenecientes a u n a r a m a e x t i n g u i d a de la h u m a n i
d a d , los t a s m a n o s . R e p r o d u c c i ó n a u t o r i z a d a d e The Journals of Capíain James
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Society, C a m b r i d g e , 1967, vol. I I I , p a r t e í, l á m i n a 12B. R e p r o d u c c i ó n a u t o r i
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LOS ANIMALES 193
4. Anthony Leeds y Andrew P. Vayda, eds,, Man, Culture and Animáis, the
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1970, p. 308.
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LOS ANIMALES
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tribution. and Economic Importance», Memoirs of the National Museum of Vic-
toria, n.° 18 (18 de mayo de 1953), pp. 8-9.
9. Pullar, «Wild (Feral) Pigs», Memoirs of the National Museum of Victo-
ria, n.° 18 (18 de mayó de 1953), pp. 16-18; Crosby, Columbian Exchange,
pp. 75-79; «Cerdo», Gran Enciclopedia Argentina, Ediar, Buenos Aires, 1956,
vol. I I , p . 267; W. H. Hudson, Par Atvay and Long Ago a History of My Early
}
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Cathólico, Los Indios: Pampas, Peulches, Patagones, Guillermo Fúrlong Cárdiff,
ed., Viau y Zona Editores, Buenos Aires, 1936, p. 168.
10. Pedro Mártir de Anglería, De Orbo Novo, trad. inglesa de F. A. Mac-
Nutt, Putnam, Nueva York, 1912, vol. I, p. 180; Bartolomé de las Casas, Apolo-
196 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
13. Robert Beverley, The History and Present State of Virginia, University
of Carolina Press, Chapel HUÍ, 1947, pp. 153, 318.
14. Crosby, Columhian Exchange, p. 78; Pullar, «Wild (Feral) Pigs», Me-
moirs of the National Maseum of Victoria, n.° 18 (18 de mayo de 1953), pp. 10¬
11; Tracy I, Stoter, «Economic Effects of Introducing Alien Animáis into Cali
fornia», Proceedings of the Fifth Pacific Science Conference, Canadá I, 1933,
p. 779.
15. Henry W. Haygarth, Recollections of Bush Life in Australia, John
Murray, Londres, 1848, p. 148.
16. Harry F. Recher, Daniel Lunney e Irina Dunn, eds., A Natural Legacy:
Ecology in Australia, Petgamon Press, Rushcutter's Bay, N.S.W., 1979, p. 136;
Eric C. Rolls, They All Pan Wild, the Story of Pests on the Latid in Australia^
Angus & Robertson, Sydney, 1969, p. 338.
198 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
17
Australia; cerdo cimarrón. Se trata de una bestia de mal genio,
especialmente los verracos, uno de cuyos ejemplares argentinos estuvo
a punto de privarnos de Green Mansions y de varios buenos libros
más sobre la pampa, cuando estuvo a punto de tirar a William H ,
Hudson de su montura, tras lo cual casi con toda certeza el animal
18
hubiera matado a sablazos al futuro autor y se lo hubiera engullido.
Actualmente, excepto en unas cuantas zonas fronterizas restantes,
son en el mejor de los casos animales de caza y en el peor una moles-
tia y un peligro, pero desde la década de 1490 en las Antillas hasta
finales del siglo xix en Queensland, constituyeron una importante
fuente de alimento. Se buscaban ellos mismos el sustento—por com-
pleto, si se les daba la oportunidad— y su carne era sabrosa, nutritiva
y gratuita. Las primeras generaciones de pobladores europeos de las
colonias de América y Australia comieron cerdo más a menudo que
cualquier otra carne.
Desde el punto de vista humano, los bovinos tienen al menos dos
ventajas sobre los cerdos: cuentan con sistemas termorreguladores más
eficaces y toleran más el calor y la insolación directa; se especializan
en convertir la celulosa —hierba, hojas, brotes— que los humanos
son incapaces de digerir, en carne, leche, fibra y cuero, y además sir-
ven como animales de tiro. Estas características, añadidas a la natura-
leza independiente de los bovinos, hacen de ellos una especie tan
capaz de mantenerse por sí sola en los pastizales abiertos como los
cerdos en la selva o en la jungla. Los bovinos que Colón trajo de las
Canarias a la Española en 1493 seguramente gozaban de estas cuali-
dades, como las tuvieron sus descendientes, que vivieron en rebaños
de recría en las Indias Occidentales hacia 1512, en México en la
década de 1520, en la región incaica en la década de 1530, y en Flo-
rida en 1565, Hacia finales de siglo ya estaban en Nuevo México y en
17. Pullar, «Wild (Feral) Pigs», Memoirs of the National Museum of Vic-
toria, n.° 18 {18 de mayo de 1953), pp. 13-15.
18. Hudson, Far Away, pp. 170, 172. Los cerdos de hoy día no presentan
diferencias respecto a los del pasado en su capacidad para volverse salvajes. En
1983, se estimó en 5,000 los cerdos salvajes que deambulaban .por el Centro
Espacial de Cabo Kennedy en Florida, descendientes de gorrinos domésticos
pertenecientes a habitantes locales a los que la National Aeronautics and Space
Administration había comprado los terrenos en los años 60 para ampliar la
base. «Space Center's Problem Pigs a Taste Treat at Florida Jail», Neto York
Times (12 de septiembre de 1983), p. A 20-
LOS ANIMALES
19
1769 llegaron a la Alta California. Su historia no narra un dxitu mil
forme en todas partes. Los bovinos españoles tardaron varias gciicin
ciones en adaptarse al Brasil húmedo y a los llanos colombianos y
venezolanos; pero en las tierras más altas prorrumpieron en gran nú-
mero y parieron becerros a una velocidad que los colonos consideraron
asombrosa. A finales del siglo xvi, es probable que los rebaños de
bovinos del norte de México se duplicaran cada quince años más o
menos, y un visitante francés escribía a su rey sobre las «grandes y
lisas llanuras, que se extienden sin fin y que están cubiertas de un
20
número infinito de reses». Estaban completamente aclimatados, for-
maban tan intrínsecamente parte de la fauna como los venados o los
coyotes, y prosiguieron su avance hacia el norte. Ciento setenta y
cinco años después, el padre Juan Agustín de Morfí, en su viaje a
través de aquella parte de México llamada Texas, vio «asombrosas»
21
cantidades de reses bovinas salvajes.
Lo que ocurrió con el ganado bovino en la pampa fue aún más
asombroso. El primer poblamíento europeo de Buenos Aires fracasó,
pero los españoles lo volvieron a intentar, esta vez con éxito, en 1580.
Por aquel entonces, ya había cuadrúpedos europeos en gran cantidad,
descendientes de los animales abandonados por los primeros pobla-
dores o de anímales salvajes que llegaron procedentes de otros encla-
ves europeos. Los orígenes de los rebaños salvajes al este del Río de
la Plata, en lo que actualmente es Uruguay y Rio Grande do Sul, tam-
bién resultan oscuros. Puede que fueran los españoles, los portugueses
o los jesuítas quienes introdujeron ganado por primera vez, porque
los tres grupos pudieron traer reses y caballos. La primera fecha só-
lida con que contamos es 1638, cuando los jesuítas abandonaron una
22
misión en la zona, dejando atrás 5.000 cabezas de ganado bovino.
Podemos estar seguros de que los animales liberados se propagaron
a gran velocidad, como les ocurrió a todos los rebaños de la pampa.
En 1619, el gobernador de Buenos Aires informaba de que anualmen-
te se podían recoger 80.000 reses para piel sin menoscabo de los re-
19. John E. Rouse, The Criollo, Spanish Cattle in the Americas, Universi-
ty of Oklahoma Press, Norman, 1977, pp. 21, 24, 33, 4 4 4 6 , 50, 52-53, 64-65.
20. Crosby, Columhian Bxchange, p. 88.
21. Juan Agustín de Morfí, Viaje de Indios y Diario Nuevo México Bi- 7
23
baños salvajes. El fidedigno Félix de Azara, quien nos habló sobre
las malas hierbas en el capítulo anterior, estimó en 48 millones el
número de reses que había en los pastizales entre los 26° y los 41°
latitud sur alrededor de 1700, reses salvajes en cantidades compara-
bles a las de búfalos de las Grandes Llanuras en los días de su
24
apogeo.
Hasta las postrimerías de su historia, nunca se contó apropiada-
mente el ganado vacuno de la pampa, y así la estimación de Azara
debió estar acompañada de una advertencia: ¿48 millones, más o me-
nos cuántos? ¿Una cuarta parte, la mitad? Las multitudes bovinas no
inspiraron estadísticas, sino admiración. William Hudson, en su auto-
biografía, recordaba las plantaciones y huertos de la Argentina de
mediados del siglo xrx rodeados de muros
construidos enteramente con cráneos de vaca, siete, ocho o nueve
superpuestos, colocados con tanta regularidad como si fueran pie-
dras, y sobresaliéndoles los cuernos. Cientos de miles de cráneos
habían sido empleados de dicha manera, y algunos de los muros
antiguos, muy largos, llenos de hierba verde y de enredaderas y flo-
res silvestres que crecían de las cavidades de los huesos, tenían un
25
aspecto extrañamente pintoresco pero en cierta forma misterioso.
31. Michel Guillaume St, Jean de Crévecoeur, Journey into Northern Penn-
sylvania and the State of New York, trad. inglesa de Clarissa S. Bostelmann,
University of Michigan Press, Ann Arbor, 1964, pp. 333, 336.
32. The Reverend John Clayton, A Parson with a Scienñfic Mind. His
Writings and Other Related Papers, Edmund Berkeley y Dorothy S. Berkeley,
eds., University Press of Virginia, Charlottesville, 1965, p. 88.
LOS ANIMALES 20
33
Corbett, seguramente un convicto. Los colonos supusieron que los
habían matado los aborígenes. Cuando, siete años más tarde, los vol-
vieron a localizar, había sesenta y una cabezas y pastaban en una zona
que pronto se llamaría Cowpastures (pastos de las vacas). El gober-
nador, John Hunter, salió para verlas y tanto él como su grupo fueron
«atacados con la mayor furia por un toro muy fiero, lo cual hizo ne-
cesario para nuestra propia seguridad que disparásemos contra él. Tal
era su violencia y su fuerza, que se dispararon seis balas antes de que
34
nadie osara aproximarse a él».
El gobernador, posible conocedor de la historia del ganado salva-
je de la pampa, decidió abandonar a las reses para que «puedan con-
vertirse en adelante en un gran beneficio y recurso para esta colonia».
Hacia 1804, los rebaños salvajes (inobs, para usar el término propia-
mente australiano) ascendían a entre 3.000 y 5.000 cabezas. Con el
tiempo, los australianos se convertirían en magníficos conductores de
ganado, pero aún no lo eran, y lo mejor que podían hacer con aque-
llos feroces animales africanos era abatir algunos y salarlos, y captu-
rar algunos becerros. El resto desconcertaba a quienes los perseguían
«corriendo arriba y abajo de las montañas como cabras». Los rebaños
se convertirían en una molestia, y lo que es peor, en fuente de ali-
mento para los convictos fugados que vivían emboscados, los famosos
e infames bushrangers (bandidos). Además, el ganado salvaje estaba
ocupando, y estaba inquebrantablemente resuelto a seguir ocupando,
35
algunas de las mejores tierras entre el mar y las Montañas Azules.
El gobierno, convencido de que los hombres, y no el ganado, habían
sido llamados a ser la especie dominante en Nueva Gales del Sur, in-
virtió su política en lo relativo al ganado salvaje y en 1824 ordenó la
aniquilación de los últimos descendientes de los animales perdidos
36
en 1788.
33. John White, Journal of a Voy age to New South Wales, Angus & Ro-
bertson, Sydney, 1962, p. 142, n. 242, n. 257; Commonvvealth of Australia,
f
Historical Records of Australia, serie I, Governors Dispatches to and From
England, The Library Committee of the Commonwealth Parliament, 19144925,
vol. I, pp. 55, 77, 96.
34. Historical Records of Australia, serie I, vol. I, pp. 550-551.
35. Historical Records of Australia, serie I, vol. I, pp. 310, 461, 603, 608;
vol. I I , p. 589; vol. V, pp. 590-592; vol. VI, p. 641; vol. V I I I , pp. 150-151; vol.
IX, p. 715.
36. Historical Records of Australia, serie I, voL IX, p. 349; vol. X,
pp. 91-92, 280, 682; «Cowpastures», Australian Encyclopedia, vol. I I , p. 134,
204 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
Flowers, Simón & Schuster, Nueva York, 1974, p. 463; Óscar Sánchez, Flora
del Valle de México, Editorial Herró, S.A., México, 1969, pp. 186-188; Robert
T. Clausen, Sedum of North America Nortb of the Mexican Platean, Cornell
University Press, Ithaca, 1975, p. 554.
46. Denhardt, Horse, p. 92.
47. Denhardt, Horse, pp. 92, 126.
48. Frank G. Roe, The Iridian and the Horse, University of Oklahoma
Press, Norman, 1955, pp. 64-65. Véase también William Bartram, Travels of
William Bartram, Mark Van Doren, ed., Dover, Nueva York, 1955, pp. 187-188;
Fairfax Harrison, The John's Island Stud (South Carolina), 1750-1788, Oíd
Dominion Press, Richmond, 1931, pp. 166-171.
LOS ANIK5ALES
49. Peter Kalm, Travels inte North America, The Imprint Society, Barre,
Mass., 1972, pp. 115, 226, 255, 366; Denhardt, Horse, p. 92; John Josselyn,
An Account of Ttvo Voyages to New England Made During the Years 1638,
1663, William Veazie, Boston, 1865, p. 146.
50. Adolph B. Benson, ed., The America of 1750, Peter Kalm's Travels in
North America, Wilson-Erickson, Nueva York, 1937, vol. I I , p. 737; Rev. John
Clayton, p. 105; Gray, History of Agrictdture, vol. I, p. 140; Beverley, History
and Present State of Virginia, p. 322,
51. Tom L. McKnight, «The Feral Horse in Anglo-Ameríca», Geographical
Review, 49 (octubre de 1959), pp. 506, 521; véase también Hope Ryden, Ame-
rica's Last Wild Horses, Drttton, Nueva York, 1978.
208 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
alrededor del mundo, pero el único insecto que combina una alia pin
ducción de miel con la característica de poderse someter a la manipu-
lación humana es la abeja doméstica, originaria del Mediterráneo y
del Oriente Medio. En aquellos lugares, los hombres recolectaban
miel (y cera, más importante para muchos pueblos que el producto
edulcorante) mucho antes de que se iniciara la historia escrita, y fue
allí donde Sansón creó una de las imágenes más sorprendentes del
Viejo Testamento cuando encontró «abejas y miel en el cadáver de
61
un león»,
En los siglos xv y xvi, los navegantes de la Europa occidental se
convirtieron en marinheiros, con muchos y muy diversos resultados,
entre los que se cuenta una enorme expansión del alcance y el número
de las abejas. Puede que ya hubiera abejas en las islas del Atlántico
mediterráneo antes de la llegada de los europeos pero, si fue así, no
debió haberlas en todas las islas. Si Jas hubiera habido en las Canarias
antes de que llegara Nuestra Señora de la Candelaria, ¿por qué se
habría visto obligada a producir cera para las velas mediante un mila-
gro? Al parecer llegaron tardíamente a Latinoamérica, y en muchos
casos procedían de Norteamérica y no de Europa. En la América tro-
pical, los indígenas ya recolectaban miel mucho antes de Cortés y
continuaron haciéndolo; y durante mucho tiempo después de Cortés,
el azúcar fue barato y abundante en Latinoamérica. Ambos factores
desalentaron la importación de abejas. Actualmente, Argentina es uno
de los mayores productores de miel del mundo, pero se trata de una
evolución relativamente reciente. Por el contrario, la miel fue un
62
edulcorante esencial en Norteamérica, adonde la abeja llegó antes.
Las primeras abejas llevadas a Norteamérica llegaron a comienzos
de la década de 1620 a Virginia, donde la miel se convirtió en un
1983, passim; Patino, Plantas, vol. V, pp. 23-25; Obras de Bernabé Cobo, Edi-
ciones Atlas, Madrid, 1956, vol. I, pp. 332-336; Nils E. Nordenskiold, «Modi-
fications on Indian Culture through Inventions and Loans», Comparative Ethno-
graphic Studies, n.° 8, 1930, pp. 196-210; Ricardo Piccirilli, Francisco L. Romay
y Leoncio Gianello, eds., Diccionario Histórico Argentino, Ediciones Históricas
Argentinas, Buenos Aires, s i . vol. I, p. 4; Eva Crane, ed., Honey, a Compre-
h en si ve Survey, Crane, Russak & Co., Nueva York, 1975, pp. 126-127, 477.
212 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
63. Crane, Honey, p, 475; Everett Oertel, «Bicentennial Bees, Early Records
of Honey Bees in the Eastern United States», American Bee Journal, 116 (fe-
brero de 1976), pp. 70-71; (marzo de 1976), pp. 114, 128.
64. Crane, Honey, p, 476.
65. Crane, Honey, p. 476; Oertel, «Bicentennial Bees», American Bee Jour-
nal 116 (mayo de 1976), p. 215; (junio de 1976), p. 260.
66. Washington Irving, A Tour on the Prairie, John F. McDermott, ed.,
University of Oklahoma Press, Norman, 1956, n. 50.
LOS ANIMALES 2 I3
aquellos que se habían hecho añicos al caer eran devorados allí mis-
mo. Todo resuelto cazador de abejas tenía que ser visto con un
buen pedazo en sus manos, chorreándole por los dedos, y desapare-
ciendo tan rápido como una tarta de crema ante el apetito de esco-
67
lares en vacaciones.
71
ran entre las mejores fuentes de miel del mundo. Cuando Anthony
Trollope visitó Australia a principios de la década de 1870, encontró
que la abeja foránea era más abundante que la autóctona, y que la
72
miel era «un manjar exquisito corriente entre todos los colonos».
Cien años después, Australia es uno de los mayores productores y
73
exportadores de miel del mundo.
Las criaturas que aquí hemos expuesto, por tanto, llegaron a las
colonias porque los colonos quisieron, pero otras cruzaron las simas
de Pangea sin invitación. Estos bichos suponen para nosotros un muy
interesante grupo de animales, porque, mientras puede afirmarse que
los organismos de corral triunfaron en ultramar gracias a que los euro-
peos trabajaron para que tuvieran éxito (cosa no exactamente cierta,
pero que aceptaremos como argumento por ahora), nadie plantearía
que las ratas, por ejemplo, tuvieran éxito porque los colonos desearan
tenerlas como vecinas. Muy al contrario, los neoeuropeos hicieron es-
fuerzos tremendos para exterminarlas. Si prosperaron en las Nuevas
Europas, hay que suponer que las fuerzas que alentaron el éxito de
las criaturas del Viejo Mundo fueron verdaderamente poderosas.
En realidad, la rata común europea son dos: la negra y la parda,
la primera más pequeña y mejor trepadora, y más grande, fiera y
mejor excavadora la segunda. La rata mencionada en las fuentes co-
loniales probablemente sea la primera (a menudo llamada rata de
barco) en la mayoría de las ocasiones, pero las crónicas sólo hablan
de «ratas». Cualquiera de los animales, o ambos, servirán a nuestro
propósito, de manera que utilizaremos simplemente una palabra para
denominarlos. Para complicar más las cosas, el español colonial solía
utilizar la misma palabra para designar a ratas y ratones.
Las ratas embarcaron como polizones con los ibéricos allí adonde
fueran en América, pero los informes de los conquistadores omiten
toda referencia a ellas. Sin embargo, algo sabemos sobre sus primeros
años en la costa del Pacífico de Sudaméríca, gracias (como en el caso
de las malas hierbas) a Bernabé Cobo y a Garcilaso de la Vega. Había
varias especies autóctonas de roedores en Perú y en Chile, pero nin-
guna con la capacidad de la rata emigrada para adaptarse a las for-
mas de la civilización europea. Fue sin duda esta última la que pro ta-
74. Obras de Bernabé Cobo, vol. I, pp. 350-352; Garcilaso de la Vega, Royal
Commentaries of the Incas and General History of Perú, trad. inglesa de
Harold V. Livermore, University of Texas Press, Austin, 1966, vol. I, pp.
589-590. (Versión original castellana: Comentarios reales, primera parte, Pedro
Crasbeek, Lisboa, 1609, p. 247.)
75. Acuerdos del Extinguido Cabildo de Buenos Aires, serie I, Talleres
Gráficos de la Penitenciaría Nacional, Buenos Aires, 1907-1934, vol. I, p. 96;
vol. I I , p. 406; vol. I I I , p. 374; vol. IV, pp. 7677; Alexander Gillespie, Glean-
ings and Remarks Collected During Many Months of Residence in Buenos Aires,
B. Dewirst, Leeds, 1818, p. 120,
76. John Smith, ,4 Map of Virginia with a Description of the Country,
Joseph Banks, Oxford, 1612, pp. 86-87. Para una historia de las pobres Bermu-
das y las ratas, véase Travels and Works of Captain John Smith, Edward Arber,
ed., Burt Franklin, Nueva York, s. f., vol. I I , pp. 658-659.
216 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
77. Marc Lescarbot, The History of New France Champlain Society, Toion-
t
sia. En gran parte cíe Gran Bretaña, las relativamente graneles y agre¬
sivas ardillas grises norteamericanas han sustituido a la ardilla colo-
rada del Viejo Mundo, diezmada a principios de este siglo por una
epidemia desconocida. Y el ratón almizclero americano, liberado por
primera vez en Bohemia en 1905, se ha difundido ampliamente desde
entonces, ayudado por otras introducciones nocivas. Hacia 1960, su
zona de dominio se extendía desde Finlandia y Alemania hasta las
cabeceras de diversos afluentes del río Ob, a gran distancia hacia el
31
este. A pesar de todo, no ha ocurrido nada en eí Viejo Mundo que
se parezca al diluvio de animales domésticos del Viejo Mundo que se
hicieron fieros en las Nuevas Europas. El intercambio de animales,
mansos, fieros o salvajes, entre el Viejo y el Nuevo Mundo fue tan
unidireccional como el intercambio de malas hierbas, y Australia no
parece haber hecho contribución alguna de importancia a Europa en
este sentido. Como en el caso de las malas hierbas, las razones serán
expuestas en el capítulo 11.
a
Dcpopulation in America», William and Mary Quarterly, 3. serie, 33 (abril
de 1976), pp. 293-294.
2. Donald Joralemon, «New World Depopulation and the Case of Disease»,
Journal of Anthropological Research, 38 (primavera de 1982), p. 118.
3. Es, por supuesto, una cuestión ambigua y controvertida. Véase Calvin
Martin, Keepers of the Game, Indian-Animal Relationships and the Fur Trade,
University of California Press, Berkeley, 1978, p. 48; William Denevan, «Intro-
ducción», The Native Population of the Américas in 1492, William Denevan, ed.,
University of Wisconsin Press, Madison, 1976, p. 5; Marshall T. Newman, «Abo-
riginal New World Epidemiology and Medical Care, and the Impact o£ Oíd
World Disease Imports», American Journal of Physical Anthropology, 45 (no-
viembre de 1976), p. 671; Henry F, Dobyns, Their Number Become Tkinned,
Native American Population Dynamics in Eastern North America, University of
Tennessee Press, Knoxville, 1983, p. 34.
LAS ENFERMEDADES 22\
4
nes que vivían en ambientes estériles del desierto australiano central.
Aparecen indicios de la vulnerabilidad de amerindios y aborígenes
australianos a las infecciones del Viejo Mundo casi inmediatamente
después de la intromisión de los blancos. En 1492, Colón raptó a
cierto número de nativos de las Indias Occidentales para formarlos
como traductores y para mostrarlos al rey Fernando y a la reina Isa-
bel. Algunos murieron, al parecer, a lo largo de la tempestuosa tra-
vesía hacia Europa, con lo que a Colón sólo le quedaron siete para
exhibir en España, junto a algunos dijes de oro, galas de los arawak
y unos cuantos loros. Cuando menos de un año después regresó a
aguas americanas, solamente dos de aquellos siete estaban aún con
5
vida. En 1495, Colón, en busca de un artículo de las Indias Occi-
dentales que pudiera venderse en Europa, envió al otro lado del At-
lántico a 550 amerindios, de entre doce y treinta y cinco años de edad
aproximadamente. Doscientos murieron en el azaroso viaje; 350 so-
brevivieron para ser puestos a trabajar en España. La mayoría de ellos
6
murió pronto «porque la tierra no les convenía».
Los británicos no embarcaron nunca grandes cantidades de abo-
rígenes australianos hacia Europa como esclavos, sirvientes o cualquier
otra cosa, pero en 1792 navegaron hasta Inglaterra dos aborígenes,
Bennilong y Yemmerrawanyea, con todos los honores de dos animales
domésticos. A pesar de lo que podemos suponer que fue un buen
7. Louis Becke y Walter Jeffery, Admiral Philip, Fisher &c Unwin, Lon-
dres, 1909, pp. 74-75,
8. Macfarlane Burnet y David O. White, Natural History of Infectious
Disease, Cambridge University Press, 1972, p. 100.
9. Existen muchas historias como esta. Por ejemplo, Jacques Cartier regresó
a Francia del viaje que realizó en. 1534 al Canadá con diez amerindios a bordo.
En siete años todos habían muerto de enfermedades europeas, salvo uno, una
chica joven. Véase Bruce G. Trigger, The Chitaren of Aataentsic, A History of
the Hurón Pcopie to 1660, McGill-Queen's University Press, Montreal, 1976,
vol. I, pp. 200-201.
LAS ENFERMEDADES
a
14. The Merck Manual, 12. ed., Merck Sharp & Dohme Research Labora
tories, Rahway, N.J., 1972, pp. 37-39; Martin Dobrizhoffer, An Account of the
Abipones, an Equestrial People of Paraguay, John Murray, Londres, 1822, vol.
I I , p. 338.
15. John Duffy, «Smallpox and the Indians in the American Colonies»,
Bulletin of the History of Medicine, 25 (julio-agosto de 1951), p. 327.
226 JMIMvIU A l . I S M O l-COUHÜCO
20. Richard White, Land Use, Environment, and Social Change. The Shap-
ing of Island County, Washington, University of Washington Press, Seattle,
1980, pp, 26-27; Robert H. Ruby y John A. Brown, The Chinook Indians, Tra-
ders of the Lower Columbio, River, University of Oklahoma Press, Norman,
1976, p. 80.
21. Juan López de Velasco, Geografía y descripción universal de las Indias
desde el año de 1571 al de 1574, Establecimiento Tipográfico de Fortanet, Ma-
drid, 1894, p. 552.
22. Pedro Lautaro Ferrer, Historia general de la medicina en Chile, I,
Desde 1535 hasta la inauguración de la Universidad de Chile en 1843, Talca de
J. Martín Garrido C , Santiago de Chile, 1904, pp. 254-255; José Luis Molinari,
Historia de la medicina argentina. Imprenta López, Buenos Aires, 1937, p. 98;
Dauril Alden y Joseph C. Miller, «Unwanted Cargoes», manuscrito no publicado,
Universidad de Washington, Seattle.
228 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
aparece hasta 1695, pero esta lluvia de fuego debió asolar la provin-
cia, porque era contigua tanto a la zona portuguesa como a la espa-
ñola y en ambas las epidemias habían prendido una y otra vez, mucho
23
antes de finales del siglo x v n .
Los índices de mortalidad podían llegar a ser muy altos. En 1729,
dos religiosos, Miguel Ximénez y un sacerdote llamado Cattaneo, sa-
lieron de Buenos Aires en dirección a las misiones de Paraguay acom-
pañados por 340 guaranís. Tras remontar durante ocho días el curso
del Río de la Plata, la viruela apareció entre estos últimos. Excepto
cuarenta, todos contrajeron la infección, y ésta hizo estragos durante
dos meses, al cabo de los cuales 121 se encontraban convalecientes
y 179 habían muerto. Los jesuitas, los más aficionados a la precisión
de las cifras, calcularon que habían muerto 50.000 en las misiones
paraguayas durante la viruela de 1718, 30.000 en los poblados gua-
ranís en 1734, y 12.000 en 1765. ¿Sobre cuánta población de riesgo?
Tendremos que dejar esta cuestión para los historiadores de la de-
24
mografía.
Nunca sabremos cuántos murieron entre las tribus que vagaban
por la pampa. Su capacidad para huir a corto plazo debió salvarlas de
algunas epidemias, pero cuanto más tiempo evitaran la infección, más
devastador sería su impacto cuando se vieran afectadas. Como ejem-
plo valga el de los chechehetes, uno de los pueblos más numerosos
de los pastizales en 1700, y por tanto una tribu que probablemente
se habría zafado de las peores epidemias. Cuando esta tribu contrajo
la viruela cerca de Buenos Aires a principios del siglo XVIII, casi fue
aniquilada. Los chechehetes intentaron alejarse del peligro, lo que
en esta ocasión sólo consiguió incrementar sus bajas: «Durante el
viaje dejaban diariamente tras de sí a sus amigos y parientes enfermos,
abandonados y solos, sin más asistencia que la de una piel erigida con-
tra el viento, y una jarra de agua». Llegaron incluso a matar a sus pro-
pios chamanes «para ver si por este medio cesaba el malestar». Los
chechehetes no se recuperaron nunca como pueblo autónomo. Hacia
finales de siglo, incluso su lengua había desaparecido. Actualmente
nos quedan quince de sus palabras y algunos topónimos, casi tanto
25
como lo que nos queda de la lengua de los guanches.
Esta enfermedad siguió diezmando periódicamente las tribus de
la pampa, situación a la que sólo pondría fin la difusión de la vacuna
y la destrucción, encarcelamiento o expulsión de los últimos pueblos
de la estepa argentina. El doctor Eíiseo Cantón, médico científico e
historiador de la medicina argentina, afirmó categóricamente que el ex-
terminio de la fuerza efectiva de los amerindios de la pampa no se de-
26
bió al ejército argentino y a sus Remingtons, sino a la viruela.
La historia médica de Australia comienza con la viruela, o algo
muy similar. La Primera Flota llegó al puerto de Sydney en 1788,
Durante algún tiempo, la incidencia de problemas de infecciones, ya
fuera sobre los mil colonos como sobre los aborígenes, fue escasa. El
escorbuto causaba trastornos a los pobladores, pero aun así dieron a
27
luz cincuenta y nueve niños en febrero de 1790. Los aborígenes eran
gente sana, al menos por lo que pudieron ver los ingleses. Más tarde,
en abril de 1789, los ingleses empezaron a encontrar cuerpos de abo-
rígenes muertos en las playas y en las rocas de los alrededores del
puerto. La causa fue un misterio hasta que acudió a la población una
familia de aborígenes con casos activos de viruela. En febrero, un
aborigen que se había recuperado de la enfermedad dijo a los blancos
que una buena mitad de sus compañeros había muerto en los contor-
nos de Sydney y que muchos otros habían huido, portando la infec-
28
ción consigo. Los enfermos que quedaban atrás raramente lograban
—¿Qué haces?
—Traigo la muerte. Mi aliento hace que los niños se marchiten
como las plantas jóvenes en la nieve de la primavera. Traigo la des-
trucción. Por más bella que sea una mujer, cuando me ha mirado se
hace más repugnante que la muerte, Y a los hombres no les traigo
la muerte sino la destrucción de sus hijos y la ruina de sus mujeres.
Los guerreros más fuertes caen ante mí. Nadie que me haya mirado
33
será jamás igual.
sados de los pueblos que vivían cerca de aquellos lugares cuando llega-
ron los colonos del Viejo Mundo. Aquellos antepasados habían vivido
en gran número en la época en que los europeos se acercaron por
primera vez a las costas americanas. Fueron los pueblos a través de
cuyas tierras y cuyos cuerpos Hernando de Soto se había abierto paso
desde 1539 a 1542 en su búsqueda de una riqueza similar a la que
había visto en Perú. Sus cronistas transmitieron claramente la imagen
de regiones densamente pobladas con numerosos pueblos en medio de
vastos campos de cultivo, de sociedades estratificadas gobernadas con
mano férrea desde lo alto, y de d e c e n a ^ ^ féiSpTóí emplazados sobre
pirámides truncadas que, a pesar de ser más groseras y de estar hechas
de tierra más que de obra, recordaban algunas construcciones similares
de Teotihuacán y Chichen Itzá. \
x
¿Dónde cabe, en la imagen de las sociedades nativas norteameri-
canas que compartimos actualmente, la taimada enemiga de De Soto,
la «Señora de Cofachiqui», provincia que probablemente comprendía
el actual emplazamiento de Augusta, en Georgia? Viajó en silla de
manos portada por nobles y acompañada de un retén de esclavos. En
una zona de cien leguas a la redonda «se le obedecía en gran medida,
42
y se realizaba con diligencia y eficacia cuanto ordenase». En un in-
tento de desviar la codicia de los españoles de sus subditos vivos,
envió a aquéllos a saquear un edificio funerario, o templo, que tenía
treinta metros de largo y unos doce de ancho, con un tejado decorado
c o n conchas marinas y perlas de río, que «era una espléndida visión
bajo e l brillo del sol». Dentro había cofres con el cuerpo de los muer-
tos y , por cada cofre, una estatua esculpida a semejanza del difunto.
De Jas paredes y del techo colgaban obras de arte, y las cámaras esta-
ban llenas de mazas, hachas de guerra, picas, arcos y flechas finamente
grabadas y con incrustaciones de perlas de río. Según la opinión de
Alonso de Carmona, uno de los ladrones de tumbas, que había vivido
tanto en México como en Perú, el edificio y su contenido se contaban
43
entre las cosas más magníficas que tabía visto en el Nuevo Mundo.
Los amerindios de Cofachiqui y de la mayor parte de la actual
zona sudoriental de los Estados Unidos eran parientes impresionantes
das. Algunos barcos que navegaban a caballo de la Corriente i|r| < IM(
fo desde La Habana, eran conducidos por los huracanes hasta Ion ha
jíos de la costa de Florida, y sus supervivientes, luchando en la orilln,
pudieron llevar consigo la enfermedad. Y ya había algunos blancor.,
muy pocos, viviendo en el continente. De Soto consiguió uno como
intérprete en los inicios de su invasión de Florida, un superviviente
de la misma expedición abortada en la que Cabeza de Vaca había
acabado vagando por Texas. Los hombres de De Soto encontraron
en Cofachiqui un puñal cristiano, dos hachas cristianas y un rosario,
que posiblemente habrían llegado hasta allí siguiendo las rutas comer-
ciales amerindias desde la costa o incluso desde México. La enferme-
dad infecciosa puede estar ligada al comercio de forma tan eficaz como
a cualquier otro medio de relación humana, El Viejo Mundo y mu-
chas de sus criaturas ya habían penetrado en el interior de Norteamé-
rica en la época en que los hombres de De Soto saltaron al rompiente
48
y arrastraron sus botes hasta la orilla.
Las epidemias siguieron llegando y cumpliendo su labor extermi-
n a d o s , como en todos los lugares conocidos de las Américas, en los
siglos xvi y xvii. Por citar sólo un caso, en 1585-1586, sir Francis
Drake condujo una gran ilota hacia las Islas de Cabo Verde donde
sus hombres contrajeron una peligrosa enfermedad contagiosa; zarpa-
ron después para asaltar las posesiones españolas, pero eran tantos los
ingleses enfermos y agonizantes que la aventura fracasó miserablemen-
te. Para intentar restablecerse, atacó la colonia española de San Agustín
en Florida e infectó a la población local con la epidemia de Cabo Ver-
de. Los amerindios «que primero acudieron a nuestros hombres mu-
rieron muy de prisa, y decían entre ellos que era el dios inglés quien
los hacía morir tan de prisa». Presumiblemente la enfermedad prosi-
49
guió su marcha hacia el interior.
Cuando los franceses penetraron en los hinterlands lindantes con
la costa del Golfo de México, donde De Soto había sostenido tantas
batallas contra tantos pueblos, fueron pocos los que se opusieron a
su intromisión. Y seguía el declive numérico de los amerindios; en
realidad, probablemente se aceleró. En seis años, los últimos Cons-
48. Narratives of the Career of De Soto, vol. I, pp. 27, 67; vol. I I , p. 14.
49. Charles Creighton, A History of Epidemias in Britain, Cambridge Uni-
versity Press, 1891, vol. I, pp. 585-589; Julián S, Corbett, ed., Papers Kelating
to the Navy During the Spanish War, 1585-1587, Navy Records Society, 1898,
vol. XI, p. 26.
240 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
50. John R. Swanton, Iridian Tribes of the Lotver Mississippi Valley and
Adjacent Coast of the Gulf of México, Smithsonian Institution Bureau of Ame-
rican Ethnology, boletín n.° 43, 1911, p. 39. Véase también Dobyns, Their
Nurnber Become Thinned, pp. 247-290; George R. Milner, «Epidemic Disease
in the Postcontact Southeast: A Reappraisal», Mid-Continent Journal of Archeo-
n
l°gy> 5> -° 1> 1980, pp, 39-56, Los arqueólogos están empezando a suministrar
pruebas físicas que apoyan la hipótesis de terribles epidemias, brusco declive de-
mográfico y cambio cultural radical en la región del Golfo en el siglo XVL Véase
Caleb Curren, The Protobistoric Period in Central Alaba?na, Alabama Tombigbee
Regional Commission, 1-984, pp, 54, 240, 242.
51. T. D. Stewart, «A Physical Anthropologist's View of the Peopling of
the New World», Southwest Journal of Anthropology, 16 (otoño de 1960), pp.
266-267; Philip H, Manson-Bahr, Manson's Tropical Diseases, Williams & Wi'U
kins, Baltimore, 1972, pp. 108-109, 143, 579-582, 633-634. Véase también
Newman, «Aboriginal New World Epidemiology», American Journal of Physical
Anthropology, 45 (noviembre de 1976), p, 669.
52. Crosby, Columbian Exchange, pp. 122-164.
LAS ENFERMEDADES 241
CHARLES DARWIN,
The Voyage of the Beagle (1839)
H . GUTHRIE-SMITH,
Tutira, the Story
of a Neto Zealand Sheep Station ( 1 9 2 1 )
Three Kings!.
más oscuro (casi negro en los días nublados) que el que han conocido
los ingleses desde que los agricultores preceltas y celtas escogieron sus
bosques. Hay zonas relativamente secas en las vertientes de poca lluvia
de las montañas, especialmente en los Alpes Meridionales, pero inclu-
so en ellas son suficientes las precipitaciones para el estilo de agri-
cultura europeo occidental. Por su clima, Nueva Zelanda es ideal para
los tipos de agricultura y de ganadería, especialmente ésta, que han
caracterizado a Europa durante los últimos milenios.
El tipo de clima que más conviene al tipo de agricultura mixta
europea produce grandes cantidades de bosque en ausencia de inter-
ferencias humanas, y la mayor parte de Nueva Zelanda se encontraba
cubierta de selva cuando llegaron los seres humanos, los polinesios,
hace unos mil años. Sin embargo, no era un bosque de tipo europeo;
se trataba más bien de una selva de zona templada donde diversas
enredaderas ligaban árboles y epifitas. La historia de la flora autóctona
neozelandesa es muy diferente de la de la flora europea. Es producto
de la evolución de la mitad meridional de Pangea, llamada Gondwana-
land por los geólogos, no de la mitad septentrional en la que quedó
incluida Europa. Joseph Banks, el naturalista que fue a Nueva Zelanda
con el Capitán Cook en 1769, solamente reconoció catorce de las 400
primeras plantas que examinó en Nueva Zelanda. Un sorprendente
89 por 100 de la flora autóctona es exclusivamente neozelandesa. Los
heléchos y sus aliados representan un octavo de la flora, en compara-
2
ción con una mera veinticincoava parte de la flora británica. En, sobre
y junto a esta flora única vive una de las faunas más características.
Cuando llegaron los polinesios, no había más mamíferos terrestres
que el murciélago. Los zoólogos califican a la fauna neozelandesa de
«depauperada», y aunque pueda ser cierto en términos de la cantidad
de órdenes y familias, también incluye algurias de las criaturas más
raras de la tierra. Por ejemplo, hay un gusano de medio metro de lon-
gitud y un insecto, el weta gigante, tan grande, más de diez centí-
metros, que ocupa el nicho ecológico que en otros lugares ocupa el
ratón. El tuatara, reptil de tamaño medio que no sobrepasa la longitud
del brazo de un hombre, es el único representante en el mundo de
cruda con que además contaban los maoríes, aparte del mismo próji-
mo —los maoríes eran caníbales entusiastas—, eran la rata, que apre-
ciaban muchísimo, la foca y las ballenas que ocasionalmente emba-
7
rrancaban. De todos modos, Nueva Zelanda cobijaba al menos a
8
100.000 maoríes y con toda probabilidad muchos más. Físicamente
eran grandes, fuertes y extremadamente belicosos. El primer maorí
que visitó Europa decía que cuando a uno de su raza se le mencio-
9
naba la guerra, abría unos ojos «como platos».
Sorprendentemente, el Capitán Cook, hombre normalmente pers-
picaz, decidió que aquella tierra sería un lugar excelente para una
colonia: «De estar poblado este país por gentes industriosas, muy
pronto se proveerían no sólo de lo necesario sino también de muchos
de los lujos de la vida». Los maoríes podrían sin duda replicar a los
entremetidos, pero no estaban unidos y mediante «formas amables y
gentiles podrían los colonizadores formar fuertes partidarios entre
10
ellos».
Un observador que no supiera nada de la historia de las Nuevas
Europas hubiera considerado estúpida la profecía de Cook. Tal como
era en 1769, Nueva Zelanda parecía una pobre candidata a transfor-
marse en colonia europea. Todavía estaba repleta hasta los topes de
vegetales, animales y formas de vida microscópica autóctonos, y dece-
nas de miles de hombres. No quedaba lugar, por decirlo de algún
modo, para organismos continentales, a menos que se hicieran sitio
a codazos. Pero tales agresores no alcanzarían jamás Nueva Zelanda a
menos que fueran llevados allí por los únicos organismos entre ellos
capaces de dominar los mares, los marinheiros y sus aprendices. ¿Qué
atraería de tal modo a estos europeos que les impeliera a viajar ince-
7. Peter Buck, The Corning of the Maori, Wbitcombe & Tombs, Wellington,
1950, pp. 19, 64, 103; W. Colenso, «Notes Chiefly Historical on the Ancient
Dog of the New Zealanders», Transactions and Proceedings of the New Zealand
Institute, 10, 1877, p. 150; en lo sucesivo me referiré a esta revista como
TPNZI.
8. D. Ian Pool, The Maori Population of Neto Zealand, 1769-1971, Univer-
sity of Auckland Press, 1977, pp. 49-51.
9. Richard A. Cruise, Journal of Ten Months* Kesidence in New Zealand,
Capper Press, Christchurch, 1974, p. 37.
10. The Journals of Captain Jantes Cook on His Voyages of Discovery, I,
The Voy age of the Endeavour, 1768-1771, J. C. Beaglehole, ed., Hakluyt Society,
Cambridge, 1955, pp. 276-278.
NUEVA ZELANDA 249
santemente al otro lado del mundo para llegar a unas islas perdidas
en el océano?
Nueva Zelanda, tal como era en 1769, tenía en verdad pocas cosas
por las cuales los europeos se desviarían de su camino: las focas de
sus playas y de sus rocas, y las abundantes ballenas de sus aguas. El
mercada mundial demandaba pieles de foca y aceite de ballena. Tam-
bién había lino autóctono neozelandés, que los maoríes habían apren-
dido a extraer de una pita autóctona, y que podía convertirse en
sustituto del cáñamo en la elaboración de sogas y cables marinos. Tam-
bién había la magnífica madera neozelandesa, árboles fuertes, altos,
rectos, eminentemente adecuados para mástiles y largueros. Y también
estaban los propios maoríes: sus almas, que precisaban ser lavadas en
la sangre del Cordero, y sus cuerpos que necesitaban ser explotados.
Había de transcurrir casi un cuarto de siglo antes de que William
Raven se sintiera tentado por las noticias de Cook sobre las multitu-
des de focas de Nueva Zelanda. Al mando del Brttannia, hizo desem-
barcar a un equipo de cazadores de focas en Dusky Sound, en la Isla
Sur. Más tarde llegaría a las costas frías meridionales de Nueva Ze-
landa cierto número, de equipos de cazadores de focas, compuestos
por europeos, norteamericanos, unos cuantos aborígenes australianos
y demás. Solían emplear a maoríes, mezclarse con ellos o luchar contra
ellos, y era considerable su influencia sobre los indígenas. Pero no
hubo nunca más de unas cuantas decenas de intrusos de este tipo,
y hacia la década de 1820 ya casi habían exterminado a todas las fo-
11
cas, por lo que se habían marchado o encontrado otras ocupaciones.
Probablemente algunos se unieron a los balleneros costeros pata
apresar a los enormes mamíferos cuyas migraciones les conducían a
aguas neozelandesas cada año. Los puestos de balleneros de costa,
guarnecidos con el mismo abigarrado personal que los campamentos
de cazadores de focas, se dispersaron por todo el litoral, especialmente
a lo largo del Estrecho de Cook y en el extremo sur, en la década
de 1820. Algunos de estos puestos subsistieron algunos años, y sus
componentes establecieron relaciones duraderas con los maoríes, nor-
malmente mediante la adquisición de mujeres; pero solamente había
1769-1814
Tasman llegó y abandonó Nueva Zelanda igual que una bala re-
botando en el granito de Murderers* Bay. Cook llegó como si fuera
un visitante de otro planeta, destruyó el aislamiento maori para siem-
pre, permaneció unos cuantos meses, y dejó ideas y organismos detrás
suyo que iniciaron la transformación de Nueva Zelanda en una Nueva
Europa. Las maoríes observaron a los británicos y sus barcos, ambos
inimaginables previamente, sus herramientas y sus armas de metal,
sus mosquetes y sus cañones. Las nuevas malas hierbas y los nuevos
cultivos también impresionaron a los maoríes, pueblo insular no habi-
tuado a la idea de plantas «nuevas»: probablemente les impresionaron
incluso más que lo que los europeos, un incipiente pueblo industrial,
estaban en condiciones de percibir. El alpiste, planta mediterránea cu-
yas semillas disponen de diminutas alas para viajar con el viento, se
254 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
16. Historical Records of New Zealand, vol. I, p, 553; Georg Forster, Fio-
ridae Insularum Australium Prodromus, Joann. Christian Dieterich, Gottingae,
1786, p. 7; Elmer D. Merrill, The Botany of Cook's Voyages, Chronica Botánica
Co., Waltham, Mass., 1954, p. 227; T. Kirk, «Notes on Introduced Grasses in
the Provine* of Auckland», TPNZI, 4, 1871, p. 295.
17. John Savage, Savage's Account of New Zealand in 1805 together with
the Schemes of 1771 and 1824 for Commerce and Colonizaíion, L. T. Watkins,
Wellington, 1939, p. 63.
18. Quise, Ten Months, pp. 315-316.
19. W. R. B. Oliver, «Presidential Address, Changes in the Flora and Fauna
of New Zealand», TPNZI, 82 (febrero de 1955), p. 829.
NUEVA ZELANDA
laclarse toda la tribu en pleno para honrar a los muertos nobles ase-
guraba el acceso de la enfermedad a todo miembro propenso de la
23
tribu,
La cultura maori estaba particularmente indefensa ante las enfer-
medades venéreas. Los maoríes practicaban la poligamia, al menos
algunos de ellos; aceptaban las relaciones prematrimoniales como algo
normal y practicaban lo que podría llamarse hospitalidad sexual; el
obsequio de mujeres a los hombres importantes que les visitaban, una
costumbre corriente en muchas partes del mundo a la llegada de los
A
marinheiros? Las enfermedades venéreas pueden ser de una impor-
tancia decisiva en la historia de un pueblo en peligro, porque paraliza
su capacidad de reproducción, de ganar en la generación siguiente lo
que se ha perdido en la presente. Si un pueblo ya utiliza algún tipo
de control demográfico, las infecciones venéreas multiplicarán sus
efectos, y el descenso de los índices de natalidad puede ser muy brus-
co. Los maoríes practicaban el infanticidio, un medio de control de-
mográfico bastante práctico en períodos de escasez o de peligro para
la mujer o para la familia, pero genocida si es toda la raza la que
25
está amenazada.
Los maoríes, un pueblo aislado y relativamente desconocedor de
las enfermedades, se encontraron con los europeos, tal vez el pueblo
menos aislado de la tierra. Las patrias de estos últimos eran los mer-
cados de un sistema mundial de comercio e incluían las capitales de
media docena de imperios transoceánicos. La mayoría de las princi-
pales enfermedades de la humanidad, sólo a excepción de aquellas
que, como la frambesia, requieren un clima muy caliente, eran endé-
micas, o por lo menos ocasionalmente epidémicas, en Europa. Gran
Bretaña, que sería el principal punto de contacto entre Nueva Zelanda
y el Viejo Mundo, era especialmente fecunda bacteriológicamente, por-
que la urbanización y las enfermedades a ella asociadas estaban pro-
gresando muy de prisa en este país. La tuberculosis, que ascendió a
23. Buck, Corning o} Maori, pp. 404-409; C. Servant, Customs and Habits
of the Neto Zealanders, 1838-1842, trad. inglesa de J. Glasgow, A. H. & A, W.
Reed, Wellington, 1973, p. 4 1 .
24. Buck, Corning of Maori, pp. 365, 369-370; Banks, Endeavour Journal,
vol I, p. 461; v o l I I , pp. 13-14; Wright, Neto Zealand, pp. 73-74.
25. Arthur S, Thomson, The Story of New Zealand: Past and Present-
Savage and Civilized, John Murray, Londres, 1859, vol. I I , pp. 286-287, 334,
336-337.
2.58 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
26. Rene Dubos y Jean Dubos, The White Plague: Tuberculosis, Man and
Society, Little, Brown, Boston, 1952, pp. 8-10.
27. J. C. Beaglehole, The Life of Captain James Cook, Stanford University
Press, 1974, p. 269; L. K. Gluckman, Medical History of Neiv Zealand Prior
to 1860, Whitcoulls, Christchurch, 1976, p. 26; James Watt, «Medical Aspects
and Consequences of Cook's Voyages», en Captain James Cook and His Times,
Robin Fisher y Hugh Johnston, eds., Douglas & Mclntyre, Vancouver, 1979, pp.
141, 152, 156.
28. En aquella época, la ciencia no diferenciaba entre sífilis y gonorrea y
tenía tendencia a considerar todas las enfermedades venéreas como una sola.
29. Gluckman, Medical History, pp. 191-195; Historical Records of New
Zealand, vol. II, p. 204.
NUEVA ZELANDA
30. Peter Buck, Medicine amongst the Maoris in Ancient and Modern Times,
tesis doctoral de medicina, Nueva Zelanda, Alexander Tumbull Library, Wel-
lington, Nueva Zelanda, pp. 82-83; W. H , Goldie, «Maori Medical Lore»,
TPNZI, 37, 1904, p. 84; Gluckman, Medical History, pp. 167-168.
31. Robert C. Schxmtt, «The Okuu — Hawaii's Epidemic», Haivaii Medical
Journal, 29 (mayo-junio de 1970), pp. 359-364.
260 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
1814-1840
poder de los europeos, y sobre cómo acceder a ellos. Por doce hachas,
los misioneros adquirieron doscientos acres de terreno, los comienzos
del considerable latifundio que llegó a tener la iglesia en el país maorí,
33
y que más tarde se convertiría en fuente de problemas. Durante el
siguiente cuarto de siglo, se fundaron otras misiones, en su mayoría
anglicanas, algunas wesleyanas y una católica romana, pero ninguna
influyó jamás tanto en la historia de Nueva Zelanda como las de las
inmediaciones de la Bahía de las Islas, en las que los misioneros y,
pisándoles los talones (y los Diez Mandamientos también), los balle-
neros, construyeron los centros neoeuropeos más importantes de todo
el país.
Habrían de pasar diez años antes de que los misioneros convirtie-
sen al primer maorí, pero su influencia inicial fue enorme, y profun-
damente irónica por sus efectos secundarios. Incrementaron el atrac-
tivo de Nueva Zelanda para los pakeha mediante la aceleración del
proceso de europeización, una aceleración que pondría a muchos pa-
ganos en el camino del pecado antes de tener la posibilidad de escoger
el de la virtud. Los cristianos trajeron consigo plantas y animales
—trigo, diversas verduras y árboles frutales, caballos, ganado bovino,
ovejas y otros animales— e instruyeron a los maoríes en su crianza y
explotación, Los maoríes necesitaban en verdad esta ayuda: al prin-
cipio arrancaban el trigo para comprobar lo grandes que se habían
hecho sus tubérculos, y se mostraban desconcertados frente a una vaca
34
pastando, pues no sabían cuál de los dos extremos era la cabeza.
Pero aprendieron rápidamente, y los excedentes exportables de Nueva
Zelanda aumentaron. ¿Quién los compraría?
Los maoríes encontraron clientes debido a la demanda de aceite
de ballena, que se quemaba para alumbrar la noche de los ciudadanos
europeos y sus poblaciones de ultramar. A finales del siglo x v n i , ba-
lleneros europeos y neoeuropeos de Norteamérica doblaron el Cabo
de Hornos y descubrieron los ricos bancos balleneros del Pacífico.
Durante una generación, miles de hombres procedentes de Gran Bre-
taña, de los Estados Unidos y de Francia, más cierto número proce-
dente de Australia, hicieron el trayecto del Pacífico en busca de ca-
cañón, artículo este último que era la mayor posesión que un hombre
37
podía tener en esta tierra. Regresó con sus pistolas y, además, con
una armadura de malla —regalo de Jorge IV— y desencadenó la
serie más sangrienta de campañas militares en la historia del país.
Luchaba con su armadura, disparando cinco mosquetes que le carga-
ban una y otra vez sus sirvientes. Una bala de mosquete le atravesó
los pulmones en 1827 y vivió durante un año más con un agujero
en el pecho por el que silbaba el aire con un sonido ronco, para su
38
divertimento. Bajo su liderazgo, los ngapuhi y sus tribus aliadas se
vieron reforzadas por el prestigio derivado de la asociación con los
pakeha, incluso con los misioneros, y, por encima de todo, armados
con los mosquetes suministrados por los balleneros; así infligieron
terribles bajas entre sus rivales, mataron a miles y apresaron a los
supervivientes como esclavos, y a las mujeres para alquilarlas a los ba-
lleneros. Hongi Hika convirtió los mosquetes en una necesidad para
los maoríes, y, al cabo de unos cuantos años, sus mosqueteros habían
extendido la infección de la pólvora desde Northland a toda la isla,
y más tarde, con flotas de canoas de guerra, a la Isla Sur, donde gente
empuñando lanzas y cachiporras esperaba defenderse contra otra gen-
te que empuñaba mosquetes.
Durante 1830 y 1831, Sydney exportó a Nueva Zelanda, donde
todavía sólo había unos cuantos centenares de blancos, más de 8.000
39
mosquetes y más de 70.000 libras de pólvora. En la década siguiente,
el ritmo bélico se hizo más lento, a medida que los mosquetes, que
ahora penetraban en Nueva Zelanda en cantidad desde cierto número
de centros costeros además de la Bahía de las Islas, se difundían cada
vez más ampliamente. Finalmente las tribus alcanzaron una especie de
brutal equilibrio de terror, que, por supuesto, mantuvo la demanda
de armas de fuego. ¿De qué otro modo podía participar una tribu en
el equilibrio?
Empezando alrededor de la Bahía de las Islas, los maoríes plan-
taron centenares de campos de cultivos extraños para pagar a los
pakeha las armas y demás artículos manufacturados, desgarrando el
40. Charles Darwin, Voyage of the Beagle, Doubleday, Garden City, N.Y.,
1962, p. 426.
41. J. S. Polack, New Zealand: Being a Narrative of Travels and Adventures,
R. Bentley, Londres, 1838, vol. I, pp. 290-292.
42. Polack, New Zealand, vol. I, p. 313.
NUEVA ZELANDA 265
ramoneo en los bosques que los caballos, arraigaran mejor que éstos
en la Isla Norte, pero existen pocos informes sobre ello, ninguno con
estadísticas, y podemos estar seguros de que no se propagaron en el
abandono como lo hicieron en la Pampa, Los mayores pastizales de
Nueva Zelanda se extienden en la Isla Sur, no en la Isla Norte. Aun
así, algunas reses se hicieron salvajes y tanto las mansas como las sal-
vajes se incrementaron lo bastante rápido como para impresionar a los
maoríes, quienes, envidiosos de los altos índices de natalidad de las
familias de los misioneros, acusaban a los cristianos de multiplicarse
43
como el ganado bovino.
El número total de caballos y de reses que existía en Nueva Zelan-
da era pequeño, pero estaba creciendo. Tal vez su cantidad fuera pe-
queña no sólo debido a la falta de pastos —la Isla Norte es una tierra
mucho más adecuada para cerdos que para caballos o ganado bovi-
no—, sino también al poco tiempo transcurrido desde su introduc-
ción. La progresión geométrica no parece abrumadoramente mayor
que la aritmética hasta después de las primeras series de multipli-
caciones.
De los pocos obstáculos con que topó el incremento de estos exó-
ticos cuadrúpedos, el mayor fue la escasa disponibilidad de hierba.
En la Isla Norte, los animales tenían mucho de qué pastar, especial-
mente heléchos, pero pocos vegetales autóctonos podían sobrevivir
a un pastoreo intensivo durante mucho tiempo, y este es precisamente
el asunto de que se trata. A los pakeha de la Isla Norte les pareció
que jamás serían importantes las ovejas en Nueva Zelanda (que ac-
tualmente tiene un exceso de 60 millones de ovejas) simplemente por-
44
que no había bastante comida. Los pakeha hicieron lo posible por
afrontar el problema a la manera de Crozet, llenándose los bolsillos
de semillas de hierba y esparciéndolas en los bosques; algo de lo que
plantaron floreció, pero la hierba generalmente no florece en la som-
bra intensa. La mayor parte del pasto de la Isla Norte de la actuali-
dad data de la segunda mitad del siglo xix o de épocas posteriores,
cuando los trabajadores inmigrantes, o los maoríes contratados, tala-
43. Letters and Joumals of Marsden, p . 230; Polack, New Zealand, vol. I ,
p . 315; Tbe Early Joumals of Henry Williams, Lawrance M. Rogers, ed., Pega-
sus Press, Christchurch, 1961, p . 342.
44. Nichoks, Narrative, yol. I I , p . 249; Darwin, Voyage, p . 423; BPPCNZ,
yol. I I , pt, 2, p . 64.
266 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
50, Thomson, Story of Neiv Zealand, vol. I, p. 213; Pool, Maori Popula-
tion, p. 119.
51. Augustus Earle, Narrative of a Residence in Neiv Zealand, E. H, McCor-
mick, ed., Oxford University Press, 1966, pp. 121-122; Early Joumals of Wil-
liams, pp. 87-89, 92; Pool, Maori Population, p. 126; Joel Polack, Manners and
Customs of the New Zealanders, Capper Press, Christchurch, 1976, vol. I I , p. 98.
NUEVA ZELANDA 269
52. Historical Records of New Zealand, vol. I, p. 555; Cruise, Ten Months,
p. 284.
53. Earle, Narrative, p. 178,
54. Duperry's Visit to New Zealand in 1824, Andrew Sharp, ed., Alexander
Turnbull Library, Wellington, 1971, p, 55.
270 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
1 8 4 0 - D É C A D A DE 1 8 7 0
cambio, que él sabía mucho más profundos que el simple cambio po-
lítico, lejos de interrumpirse, se aceleraron y se hicieron más penetran-
tes. Había habido una Bahía de las Islas; ahora había muchas, em-
pezando por los poblamientos de pakeha & gran escala, en Auckland,
Wellington y Nueva Plymouth en la Isla Norte, y, por primera vez,
asentamientos reales en la Isla Sur en Nelson, Christchurch y Dune-
din. Los pakeha de la Bahía de las Islas habían sido pecadores, mien-
tras que los de los nuevos asentamientos solían ser practicantes; pero
eso no cambió nada en absoluto si se compara con el hecho de que
había habido centenares de blancos en Nueva Zelanda antes de 1840,
y poco después había miles. En realidad empezaron a llegar a Welling-
ton el mes anterior al encuentro de los jefes con Hobson en Wari-
tangí. Te Wharepouri había accedido a venderles tierras de antemano
porque no creyó que llegaran más de los que su pueblo pudiera con-
trolar. Cuando desembarcaron, se dio cuenta de que se había equivo-
cado por completo: «Veo que cada barco trae a doscientos, y ahora
creo que hay más viniendo. Todos ellos van bien armados; y son fuer-
tes de corazón, pues han empezado a construir sus casas sin decir nada.
78
Serán demasiado fuertes para nosotros; mi corazón está oscuro». El
primer día de 1840, no había más de 2.000 pakeha en Nueva Zelan-
da; en 1854, eran 32.000 y la europeización de Nueva Zelanda se
79
aceleró proporcíonalmente.
En junio de 1841, Ernst Dieffenbach, explorando el centro de la
Isla Norte en nombre de los futuros colonos, llegó al Lago Rotorua,
donde los maoríes estaban tan poco acostumbrados a los blancos que
quedaron estupefactos de su presencia. Allí encontró llantén, pampli-
11a y otras malas hierbas europeas familiares, cuyas semillas habían
sido sin duda llevadas hasta el interior involuntariamente por los co-
80
merciantes maoríes y por los cerdos salvajes y los pájaros. Medio año
después, en invierno, William Colenso, el primer botánico residente
en Nueva Zelanda, encontró en la Isla Norte «algunas placas donde
abundaba la más tupida vegetación, pero sin una sola planta autóc-
tona. Las recién llegadas parecían vegetar con una rapidez tal que
casi exterminaban y suplantaban a las antiguas propietarias del sue^
gl
lo». Joseph D. Hooker, insigne botánico británico y uno de los ma-
yores científicos de su tiempo, fue a las antípodas en ocasión de una
expedición más o menos por la misma época y quedó tan sorprendido
del éxito de las plantas advenedizas en Nueva Zelanda como en Aus-
tralia, Una década más tarde, publicó una lista de plantas aclimatadas
en Nueva Zelanda, una lista incompleta, estaba seguro de ello. Había
sesenta y una, treinta y seis de las cuales procedían de Europa, inclu^
yendo la aladierna de hoja estrecha (con la que se encontró Frémont en
California en la misma década que Hooker en las antípodas), lengua de
vaca, diente de león, pamplilla, cerraja y otras plantas que John Josse-
82
lyn había encontrado en el Massachusetts del siglo x v n .
Cerdos, ovejas, ganado bovino, cabras, perros, gatos, pollos, gan-
sos y demás animales del Viejo Mundo continuaron su toma de pose-
sión de la Isla Norte, pero los estallidos biológicos más espectaculares
estaban ocurriendo en la Isla Sur, donde miles de pakeha se estaban
trasladando, junto con sus organismos, hacia tierras casi vacías. Lo
que pasó en la Isla Sur en las décadas de 1840 y 1850 fue, en pro-
porción al tamaño de su territorio, muy similar a lo acontecido en la
pampa dos siglos y medio antes. Había pocos maoríes, porque sólo
recientemente habían conseguido las plantas y los animales que harían
posible su asentamiento en gran número en el frío sur, y no había
depredadores aparte de los perros salvajes, de la mayoría de los cua-
les daría cuenta la estricnina. Los pastores inmigrados, acostumbra-
dos a los depredadores, se vieron obligados a inventar al menos un
devorador de ovejas autóctono, el kea, gran loro de voz estridente. Se
suponía que se abatía fijándose sobre el lomo de una oveja, de manera
que ésta no pudiera defenderse, ¡y entonces la picoteaba hasta la muer-
te! Si tal cosa aconteció una vez, debió ser sin duda un hecho extraor-
83
dinario; si ocurrió dos veces, fantástico. Las enfermedades del ga-
nado eran raras a menos que hubieran sido importadas por los cua-
drúpedos, y la única que tuvo cierta importancia durante muchos años
w
fue la sarna, una calamidad pero no un desastre,
mala reputación con sus largas colas y sus vellones rastreros y desga-
rrados, crecidos durante seis o siete años». No podía darse mejor prue-
87
ba de la ausencia de depredadores.
Los enormes rebaños alteraron la flora en Nueva Zelanda como
habían alterado la de la pampa. Las malas hierbas exóticas se apode-
raron de los márgenes de los caminos que atravesaban las llanuras. La
centinodia crecía de forma exuberante, y algunos de sus brotes se ex-
pandían hasta alcanzar el metro y medio de diámetro. La romaza se
extendía a lo largo de las riberas de todos los ríos, y seguía el curso
de las corrientes alejándose hacia las montañas. La cerraja aparecía
por todas partes, creciendo tupida a altitudes de hasta 2.000 metros.
El berro atoraba los ríos, y la nueva ciudad de Christchurch tuvo que
gastar seiscientas libras al año para extraerlo del río Avon y permitir
la navegación. El trébol blanco, presumiblemente ayudado con habi-
lidad por las abejas, se hizo lugar en todas partes, creció de forma
tan tupida que asfixió a las hierbas autóctonas, y se hizo merecedor
de la reputación que había conseguido en el Nuevo Mundo. Las plan-
tas autóctonas, escribió el naturalista W . T. L. Travers a Hooker
desde Canterbury, «parecen sucumbir ante la competencia de estos
86
intrusos más vigorosos». Travers explicaba el éxito de las plantas
del Viejo Mundo en Nueva Zelanda refiriéndose, algo vagamente, a
las mismas fuerzas «que han provocado cambios semejantes en las
Canarias y en otras islas colonizadas desde hace tiempo por los eu-
ropeos».
La vida resultó tan benigna para los pakeha recién llegados a me-
diados del siglo xix como para sus organismos subordinados. Cuando
los recién llegados decían, como solían hacer, que los neozelandeses
90
sólo morían ahogados o de borrachera, estaban hablando de sí mis-
mos. Para los maoríes, se agudizó la pendiente de su declive. En 1840,
el año del tratado de Waitangi, los pakeha que más sabían sobre Nue-
va Zelanda, los misioneros y los oficiales, estimaban el número de
indígenas en 100.000 o tal vez 120.000. En 1857-1858, año en que
91
se realizó el primer censo real de los maoríes, la cifra era de 56.000.
Los pakeha no estaban exterminando a los maoríes, y el genocidio
intertribal era cosa del pasado. El infanticidio, el alcoholismo, una
dieta pobre y la desesperación estaban produciendo una influencia
destructiva, pero sólo sirvieron para confirmar y amplificar la obra
de las principales asesinas: las enfermedades infecciosas.
El sarampión llegó por primera vez a la Isla Norte en 1854 y
92
mató, según un testigo, a 4.000 personas. Después hubo menos epi-
demias de enfermedades bien identificadas, porque la mayoría de las
enfermedades que podían mantenerse a lo largo del prolongado viaje
oceánico ya habían llegado, y la lejanía de Nueva Zelanda todavía la
protegía del resto., y así tuvo que esperar a la era de los barcos de va-
por transoceánicos. La viruela llegó pero no se extendió, un mila-
gro por el cual los maoríes pueden estar eternamente agradecidos. En
noviembre de 1840, el Martha Ridgeway fondeó en el puerto de Wel-
lington portando viruela a bordo. Se impuso una torpe pero efectiva
cuarentena, y antes de que la enfermedad desembarcase de nuevo, la
mayoría de los maoríes habían sido vacunados. La suerte salvó a Nueva
«• . . .
especialmente aquellas que nos permitieran ver cómo les iba a los
maoríes en comparación, por ejemplo, con los europeos contemporá-
neos, que tampoco constituían un grupo muy sano según nuestros ba-
remos. El doctor Thomson proporciona algo parecido a los que de-
seamos en la página 323 de su invalorable obra The Story of New
Zealand: Past Present — Savage and Civilized publicada en 1859
y
{cuadro 10.1).
Número Proporción de
Número de casos cada raza;
de casos tratados en sobre mil casos,
tratados en los hospita- hubo entre los:
una enferme- les de Nue- neozelan-
Tipo de enfermedad ría inglesa va Zelanda ingleses deses
Fiebres 390 190 20 74
Enfermedades pulmonares 2.165 435 109 169
Enfermedades hepáticas 228 c
12 C
Año Población
Estimaciones
1769 .. 100.000 - 200.000
1814-1815 150.000- 180.000
Década de 1830 150.000 - 180.000
Alrededor de 1837 «No excede» 130.000
1840 100.000 - 120.000
1846 120.000
1853 56.400- 60.000
Censos
1857-1858 56.049
1874 47.330
1886 43.927
1896 42.113
1901 45.330
1911 52.723
1921 56.987
a) Las estadísticas de los años 1769 a 1853 poseen una calidad que oscila
entre el cálculo aproximativo y el cálculo orientado, y están sujetas a discusión.
Consúltese Pool, Maori Population, pp. 234-237, para las estadísticas en sí,
y pp. 48-57 para la argumentación. Después de 1853, las cifras son relativamente
fiables, es decir, satisfactorias para la mayoría de los historiadores, aunque no
para los demógrafos.
que no prendieran fuego a los bosques: «No sea que no quede ningún
árbol para nuestros descendientes. Tampoco prendan fuego a la ma-
leza de las tierras baldías para que no se destruya la manuka [un tipo
de arbusto] ni las charcas donde se pescan anguilas, y para que no se
108
estropee la tierra».
Los Kingites hicieron un llamamiento para la interrupción de las
ventas de tierras, para la recuperación de antiguas tradiciones y para
separarse radicalmente de los pakeha. «Dejad que los locos borrachos
109
zarpen para Europa —cantaban—. EL rey rodeará toda la isla.» La
guerra inevitable estuvo candente durante meses en 1860, se recru-
deció la situación desesperada de los maoríes debido a una epidemia,
supuestamente de gripe, que asoló Waikato, postró a la mitad de la
población y mató al primer rey maori. En realidad, su muerte pudo
haber acelerado la guerra, porque era un hombre con dos pensamien-
tos: murió apelando' a sus seguidores para que fueran buenos cristia-
nos y a su amigo pakeha, Sir Willíam Martin, para que fuera «bueno
110
con los negros».
El momento de la conciliación probablemente ya había pasado
cuando murió. En la guerra que se sucedió los maoríes lucharon con
gran habilidad y un coraje inmenso, adecuándose admirablemente a
la forma de lucha de los regulares británicos y de los pakeha irregu-
lares en los matorrales enmarañados, en las cordilleras y en los barran-
cos de la Isla Norte. Pero no estaban verdaderamente unidos: muchos
maoríes ignoraron el llamamiento a la guerra, pensando, con razón,
que la guerra sólo podía empeorar las cosas; otros incluso ayudaron
a los pakeha. Y las tribus que libraron la guerra carecían del único
Story of the Maori Wars, 1860-1872, Putnam, Londres, 1962, pp. 168469.
NUEVA ZELANDA 291
Los seguidores más fanáticos del culto, los Hauhau (su nombre
derivaba de las palabras que repetían en la batalla para eludir las ba-
las) resucitaron el canibalismo del pasado, y en su desesperación in-
ventaron ritos tan espantosos como pueda llegar a concebir la imagi-
nación. En realidad, muchos de ellos debieron acortar la guerra al
arrojarse en plena línea de fuego, confiando en su invulnerabilidad.
111. James Cowan, The Neiv Zealand Wars, R, E. Owen, Wellington, 1956,
vol. I I , p. 10.
IMPERIALISMO ECOLÓGICO
112. Pool, Maorí Popidation, p. 237; Prichard, Economic History, pp. 97,
108, 408; Sinclair, History of New Zealand, p. 91.
ir
NUEVA ZELANDA 293
113
chos, así desaparecerán los maoríes ante el propio hombre blanco».
Los pakeha de formación científica observaron el mismo fenóme-
no que los maoríes y extrajeron conclusiones similares. Darwin quedó
asombrado ante el intercambio unilateral de formas de vida entre
Gran Bretaña y Nueva Zelanda, y en El origen de las especies expuso
sus conclusiones según las cuales «la producción de Gran Bretaña es
mucho más elevada que la de Nueva Zelanda. Pero el más hábil de
los naturalistas no podría haber previsto los resultados a partir de un
114
examen de ambos países», Diez años después, exactamente cien anos
después de la aparición de Cook frente a las costas de Nueva Zelanda,
W. T. L . Travers, pakeha naturalista y político neozelandés, observó
que el ecosistema isleño «había alcanzado un punto en el cual, como
una casa construida con materiales inadecuados, un simple golpe de
viento en cualquier lugar sacude y daña todo el ingenio. [Estaba se-
guro de que] si todos los seres humanos fueran desalojados de las
islas de una vez ... quienes se introdujeran acabarían desplazando la
fauna y la flora indígenas», Tampoco los maoríes resistieron la com-
petencia de los europeos; el resultado fue inevitable y tolerable:
113. Dieffenbach, Travels vol. II, pp. 45, 185; J. D. Hooker, «Note on
}
placement of Species in New Zealand», TPNZI, 28, 1895, pp. 5-6; Samuel
Butler, A Pirst Year in Canterbury Settlement, A. C Brassington y P. B. Maling,
eds., Blackwood & Janet Paul, Auckland, 1964, p. 50.
114. Charles Darwin, The Origin of Species, Mentor, Nueva York, 1958,
p. 332.
NUEVA ZELANDA
1. Adam Smith, An Inquiry inio the Nature and Cause of the Wealth of
Nations, Clarendon Press, Oxford, 1976, vol. I I , p. 577.
EXPLICACIONES 297
p. 28.
298 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
6. Daphne Child, Saga of the South African Horse, Howard Timmins, Ciu-
dad del Cabo, 1967, pp, 5, 10, 14-15, 192493; Michiel W. Henning, Animal
Diseases in South África, Central News Agency, Sudáfrica, 1956, pp. 718-720,
785-791.
7. Martin, «Prehistoric Overkili», Quaterrtary Extinctions, p. 358.
EXPLICACIONES
viernos más largos, veranos más secos y todo cuanto se quiera) parecen
aún menos satisfactorias; sencillamente, no existió un tal cambio, al
menos no de manera que afectase a las diversas partes del mundo en
cuestión, en las diversas épocas en que perdieron a sus gigantes. ¿Y
por qué habría de matar el cambio climático a los animales grandes
y no a los pequeños? Tal vez los pequeños necesitasen menos para
comer y de ahí que sobreviviesen mejor que los grandes a las épocas
de escasez. Tal vez, pero hoy por hoy la teoría del deus ex climática
cuenta con el respaldo de menos pruebas que la teoría de la sobre-
depredación. Tal ~vez llegasen a América y Australasia parásitos y
agentes patógenos mortíferos, presentes previamente en el Viejo
Mundo, con los cazadores y demás criaturas que penetraron en la
misma época y por los mismos medios. Pero ¿por qué habrían de
matar a los grandes animales y no a los pequeños? Volvemos a los
cazadores como mejor medio de dar cuenta de la desaparición de los
gigantes.
Los cazadores, por supuesto, no habrían tenido que atacar a los
grandes carnívoros para eliminarlos, porque éstos habrían muerto au-
tomáticamente si sus presas, los grandes herbívoros, desaparecían. Pues
disponemos de pruebas arqueológicas según las cuales los hombres
mataban a algunos de estos enormes comedores de plantas —por
ejemplo, huesos de mamut junto a puntas de proyectil—, y de prue-
bas muy persuasivas de que mediante el fuego el hombre fue respon-
sable de la eliminación de diversas especies de criaturas muy grandes
poco después del año 1000 después de Cristo en Madagascar y en
Nueva Zelanda. La utilización que los maoríes hacían del fuego trans-
formó la mitad oriental de la Isla Sur, convirtiendo el bosque en
pastizal, o, por decirlo de otra manera, un paisaje en el que podía
8
vivir el moa en otro en el que no podía hacerlo.
La «estupidez» de los animales no acostumbrados al ataque del
hombre debió de ser importante. En gran medida, los animales no
aprenden a evitar el peligro mediante la experiencia individual, sino
mediante la herencia; se requieren generaciones para imprimir en los
genes datos relativos a nuevos peligros. Los cazadores humanos eran
mucho más pequeños que cualquiera de las criaturas a las cuales los
eds,, Pergamon Press, Rushcutter's Bay N.S.W., 1979, pp. 136, 142-143; Archi-
bald Grenfell Price, Island Continente Aspeéis of the Historical Geography
of Australia and Its Territories, Angus & Robertson, Sidney, 1972, p. 106.
11. Herbert Gibson, The History and Present State of the Sheep-Breeding
Industry in the Argentine Republic, Ravenscroft & Mills, Buenos Aires, 1893,
pp. 10, 12-13.
306 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
cantidad que ios colonos ibéricos tuvieron que fijar campañas anuales
12
para diezmar su número.
En 1500, el ecosistema de la pampa estaba roto, desgastado e
incompleto —como un juguete con el que hubiera jugado demasiado
impetuosamente un torpe coloso—. Los ibéricos lo reconstruyeron,
aunque a menudo involuntariamente, utilizando nuevas zonas cuando
las antiguas faltaban o eran inadecuadas, y se convirtieron (aunque no
hasta el siglo xix) en sus organismos dominantes.
Las llanuras de Norteamérica constituyen un caso contrario, por-
que en ellas los europeos tuvieron que desmontar el ecosistema exis-
tente antes de disponer de uno que se adecuara a sus necesidades.
Hasta tres siglos después de la llegada de los blancos, aquellas estepas
siguieron estando dominadas por millones de búfalos americanos, aun-
que los cuadrúpedos inmigrados habían tenido las mismas cómodas
oportunidades de hacerse con el mando que en la pampa. Había gran
cantidad de ganado bovino salvaje en la región meridional de Texas
en el siglo x v í n y comienzos del xix, y cuando los rancheros téjanos
condujeron a los longhorns hacia el norte para aprovechar los merca-
dos urbanos norteños en expansión después de la Guerra Civil, los
anímales dieron buenos resultados. Pero no parece que consiguieran
prosperar por sí solos en las zonas central y septentrional de las llanu-
ras. Los caballos salvajes se extendieron desde México hasta Canadá,
pero jamás recorrieron las llanuras en cantidades semejantes a las de
la pampa. La rapidez con que avanzaron probablemente tuvo más que
ver con el comercio amerindio y los cuatreros, que con la tendencia
natural de los animales a la emigración.
Durante muchos miles de años antes de la llegada del hombre,
vagaron por Norteamérica búfalos mayores que todos los que cono-
cemos hoy día; se extinguieron durante el mismo período que los
mamuts, los caballos y los camellos. Sobrevivió el búfalo que conoce-
mos tal vez porque era más veloz, tal vez porque era un poquito
13. Bjorn Kurtén, The Age of Mammals, Weidenfeld & Nicolson, Londres,
1971, p. 221.
IMPERIALISMO ECOLÓGICO
21. The ]esuit Relations and Allied Documents, Reuben Gold Thwaites,
ed., Burrows Brothers, Cleveland, 1896-1901, vol. XXXVIII, p. 225.
22. The Founding of Massachusetts, Historians and Documents, Edmund
S. Morgan, ed., Bobbs-Merrill, Indianápolis, 1964, pp. 144-145; Bernard Bailyn
et al, The Great Republic, Little, Brown, Boston, 1977, p. 88.
23. Commonwealth of Australia, Historical Records of Australia, serie I,
}
Governors Dispatches to and From England, The Library Committee of the
Commonwealth Parliament, 1914-1925, vol. I, p. 144.
24. Arthur S. Thomson, The Story of New Zealand: Past and Present — Sa-
vage and Civilhed, John Murray, Londres, 1859, vol. I I , p, 321; C. E. Adams,
«A Comparison of the General Mortality in New Zealand, in Victoria and New
South Wales, and in England», Transactions and Proceedings of the New Zea*
land Institute, 31, 1898, p. 661.
EXPLICACIONES 311
tez sin haberse expuesto a este agente asesino. Cuando los aristócratas
que entre ellos había iban a Oxford o a Cambridge para adquirir un
lustre europeo, tenían muchas posibilidades de atrapar «aquel espan-
toso mal y peligrosa enfermedad antes de acostumbrarse al aire de
Inglaterra en el cual ha perdido la vida gran número de nuestros com-
patriotas, hombres y mujeres». Este peligro absolutamente real tenía
muchos efectos, algunos de los cuales no eran evidentes. Por ejemplo,
la amenaza estuvo a punto de paralizar la iglesia anglicana de las colo-
nias, porque sólo un obispo podía ordenar ministros, y los únicos
obispos residían en las Islas Británicas. Puede desearse servir a Dios
como sacerdote anglicano, pero el viaje hasta Inglaterra era largo y
costoso, y los que acudían corrían el riesgo de contraer la viruela para
su desgracia. La iglesia de Inglaterra, todavía en una situación de de-
bilidad en colonias dominadas por los disidentes, fue renqueando
mientras sus rivales, que podían ordenar a sus ministros en el borde
27
seguro del Atlántico, progresaban a marchas forzadas.
Si el alejamiento de aquellos agentes patógenos durante una o dos
generaciones podía fomentar tal vulnerabilidad, ¿qué no haría una
separación de diez mil años o del doble o el triple? Los indígenas
americanos y australasiáticos estaban prácticamente indefensos contra
la arremetida de los agentes patógenos del Viejo Mundo que trajeron
consigo los europeos. Amerindios, aborígenes australianos y maoríes
habían dejado atrás a muchos de los agentes patógenos que habían
afligido a sus antepasados y los que les acogieron en sus nuevos hoga-
res fueron pocos. Y esta avanzadilla de la humanidad se encontraba
a salvo en los confines de las simas de Pangea cuando se desarrollaron
nuevos agentes patógenos mortíferos en los centros de población crea-
dos por la Revolución Neolítica del Viejo Mundo. Ni los aborígenes
australianos ni los maoríes construyeron jamás densas aglomeraciones
similares a las ciudades del Viejo Mundo, ni tampoco tuvieron gran-
des rebaños de animales domésticos con los cuales compartir y crear
híbridos de nuevas cepas de agentes patógenos. Los amerindios crea-
ron ciudades, pero muy posteriores a las de Oriente Medio, y no te-
nían rebaños de animales domésticos excepto en la región inca. Los
31. Nelson Reed, The Caste War of Y acatan Stanford University Press,
}
1964, pp. 250-251; Victoria Bricker, The Indian Christ, the Indian King Uni-
y
33
dentro del Imperio Romano. Nuestras hierbas forrajeras más impor-
tantes son originarias de aquella parte del mundo donde fue domes-
ticado por primera vez la mayor parte de nuestro ganado, y en la que
han pastado desde el primer milenio del Neolítico.
La adaptación mutua de hierbas y herbívoros se remonta incluso
a épocas anteriores al Neolítico. La familia de los Bovidae> que in-
cluye ganado vacuno, ovejas, cabras, búfalos y bisontes, surgió y evo-
lucionó durante el Plioceno y el Pleistoceno en la parte septentrional
de Eurasia. Muchos de sus miembros migraron hacia África, unos
4
cuantos a Norteamérica, pero ninguno a Sudamérica o a Australasia.*
Durante miles de anos los herbívoros del Viejo Mundo y ciertas hier-
bas, además de otras malas hierbas de Eurasia y el norte de África,
se han estado adaptando mutuamente. Los cuadrúpedos del Viejo
Mundo, al ser transportados a América, Australia y Nueva Zelanda,
estropearon las hierbas locales, las cuales, al haber estado en la ma-
yoría de los casos sometidas solamente a un apacentamiento ligero, se
recuperaron lentamente. Mientras tanto, las malas hierbas del Viejo
Mundo, especialmente las europeas y de zonas cercanas a Asia y Áfri-
ca, se extendieron y ocuparon el terreno baldío. Toleraban la plena
insolación, el suelo baldío, los cultivos tupidos y el pisoteo cons-
tante, y disponían de una serie de medios para propagarse y exten-
derse. Por ejemplo, a menudo sus semillas estaban dotadas de ganchos
para adherirse a la piel del ganado que pasara, o eran lo bastante re-
sistentes para sobrevivir al viaje a través del estómago para ser deposi-
tadas en cualquier lugar más alejado en el camino. Cuando a la si-
guiente temporada el ganado volvía en busca de comida, allí estaban.
Cuando el ganadero salía en busca de su ganado, allí estaba también
y en buena salud.
Félix de Azara observó el proceso que se estaba produciendo en
la pampa al someter los gauchos y los enormes rebaños de cuadrúpe-
dos europeos a la flora local a un trauma que no había conocido jamás
en el apogeo del guanaco y del ñandú, remplazando los «altos pas-
EXPLICACIONES 317
39. James Mooney, «The Ghost Dance Religión and the Sioux Outbreak
of 1890», Anntial Report of the Burean of Ethnology to the Smithsonian Insti-
tution, 1892-1893, vol. XIV, pt. 2, p . 72.
40. D. B. Grigg, The Agricultural Systems of the World, An Evolutionary
Approach, Cambridge University Press, 1974, p. 50,
EXPLICACIONES 319
41
enormemente en los pastos degradados de las tierras altas. Sin em-
bargo, este caso es una de las excepciones a la regla, siendo la regla
que las malas hierbas, en el sentido más amplio del término, son más
características de las biotas de tierras afectadas desde antiguo por el
Neolítico del Viejo Mundo que de cualesquiera otras.
Precisamos un ejemplo concreto: en la prístina Australia es posi-
ble que, la mala hierba llamada diente de león languideciese en peque-
ño número o incluso que se extinguiera, como debió ser el caso de las
malas hierbas que los normandos llevaron a Vinland. Jamás lo sabre-
mos, porque aquella Australia dejó de existir hace doscientos años.
Cuando el diente de león se propagó, lo hizo, por decirlo de alguna
manera, en otra tierra, en una que había sido transformada por los
hombres europeos que la ocuparon, junto con sus plantas, bacterias,
ovejas, cabras, cerdos y caballos. En esta Australia, el diente de león
tiene más asegurado su futuro que los canguros.
Un ejemplo más rico sería el de los gorriones y estorninos domés-
ticos del Viejo Mundo en Norteamérica, frente a las palomas pasaje-
ras autóctonas. A comienzos del siglo xix, los dos primeros estaban
ausentes de Norteamérica (y de todas las demás Nuevas Europas), y
había miles de millones de las terceras. El gorrión y el estornino en
cuestión son criaturas propias de la Europa urbana y rural, no de la
Europa salvaje; son criaturas que habitan en las lindes de los bosques,
en sotos aislados, en campos cultivados y en prados de pasto; se ali-
mentan de la basura y los desechos y de los excrementos cargados de
semillas de los animales grandes. Son aves bien adaptadas a los me-
dios humanizados del Viejo Mundo, tanto que no interesan al paladar
humano. La paloma pasajera está extinguida; era una criatura propia
del bosque espeso, que vivía en gran parte de bellotas. A medida que
avanzaron los pioneros con sus antorchas, sus hachas y su ganado,
Norteamérica se convirtió cada vez más en una tierra más conveniente
para gorriones y estorninos, y cada vez menos para la paloma pasa-
jera, que al parecer no podía sostener la reproducción en las dispersas
bandadas a las que la había reducido el paisaje europeizado, y a las
que cogieron gusto los neoeuropeos (así como su ganado se lo cogió
a las hierbas autóctonas, tiernas y no habituadas a reproducirse bajo
tal tensión). Por lo tanto, decenas de millones de gorriones y de estor-
41. L. Cockayne, New Zealand Plants and Tbeir Story, R. E. Owen, Wel-
lington, 1967, p. 197.
EXPLICACIONES 321
10. Robert Darnton, «The Meaning of Mother Goose», New York Review
of Books, 31 (2 de febrero de 1984), p. 43.
11. Robert W, Fogel et aL «Secular Changes in American and British Statu-
y
re and Nutrition», Hunger and History, The Jmpact of Changing Food Produc-
tion and Consumption on Society, Robert I. Rotberg y Theodore K. Rabb, eds.,
Cambridge University Press, 1985, pp. 264-266.
12. William MacCann, Two Thousand Mile Ride through the Argentine
Provinces, Srnith, Eider & Co., Londres, 1852, vol. I, p. 99.
13. Samuel Butler, A First Year in Canterbury Settlement, A. C Brassing-
ton y P. B. Maling, eds., Blackwood & Janet Paul, Auckland, 1964, p. 126.
328 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
14
y lo más general es que carezca completamente de ella en casa».
Hay que decir que la carne no era wapití o canguro asado, sino
cordero, cerdo o buey. Una vez desembarcados en las Nuevas Euro-
pas, a muchos emigrantes les costaba acostumbrarse, tanto en el he-
misferio norte como en el sur, a dietas de alimento no europeo —ma-
pache, zarigüeya, patatas, batatas y, muy a menudo, maíz—, pero con
el tiempo, en todos estos lugares, les fue posible retomar una dieta
a base de productos europeos. En Norteamérica, los pioneros del Vie-
jo Mundo protagonizaron un romance amoroso con el maíz que duró
dos siglos, pero incluso aquí el pan de trigo acabó por sustituir al de
maíz. El cambio era previsible: casí todos los animales, plantas y fuen-
tes de alimento mencionados por Crévecoeur de forma positiva en sus
clásicas Letters from an American Farmer (1782) eran de origen euro-
peo, siendo la paloma pasajera la principal excepción.
Y así fue como los europeos constituyeron entre la década de 1840
y la Primera Guerra Mundial la mayor oleada humana que haya ja-
más atravesado los océanos, y probablemente la mayor que nunca lle-
gue a hacerlo. El maremoto caucasiano comenzó con los hambrientos
irlandeses y los ambiciosos alemanes y con los británicos, que nunca
alcanzaron puntos máximos de emigración tan elevados como los de
algunas otras naciones, pero que tienen un ansia inagotable de aban-
donar su tierra. Los escandinavos fueron los siguientes en incorporar-
se al éxodo, y después, hacia finales de siglo, el campesinado de la
Europa meridional y oriental. Italianos, polacos, españoles, portugue-
ses, húngaros, griegos, serbios, checos, eslovacos, judíos ashkenazís
—en posesión por primera vez de conocimientos sobre las oportuni-
dades de ultramar y, gracias al ferrocarril o al barco de vapor, de los
medios para abandonar una vida de antigua pobreza— se volcaron,
a través de los puertos europeos y cruzando las simas de Pangea, hacia
tierras tan poco familiares para sus antepasados como Catay. Rusia,
que había enviado a 5 millones a Siberia entre la década de 1880 y la
Primera Guerra Mundial, envió a otros 4 millones a los Estados Uni-
15
dos. Fue como si todos estos millones se hubieran dado cuenta de
19
europeos, lo que ratificó sus cualidades europeas. Entre 1815 y 1914,
4 millones de europeos emigraron a Canadá, muy pocos de los cuales
eran franceses, y, aunque fueron numerosos los que se trasladaron,
los que se quedaron bastaron para anglicanizar el país; por tanto,
desde mediados del siglo xix los descendientes de los fundadores de
Nueva Francia han constituido una descontenta minoría en su propia
20
tierra. La emigración de cientos de miles de personas hacia Austra-
lasia, la mayoría de ellas procedentes de las Islas Británicas, desde
mediados del siglo xix basta la Primera Guerra Mundial, confirmó
el carácter neobrítánico de las Nuevas Europas de las antípodas. Pero
desde la Segunda Guerra Mundial Australia ha acogido a más emi-
grantes que las demás naciones exceptuando a Israel, en proporción
al tatjiaño de su población, y actualmente es casi tan fácil encontrar
21
lasaña y kielbasa en Sydney como en Nueva York.
El impacto de la emigración de los europeos a través de las simas
de Pangea hacia las Nuevas Europas no se limitó a estas tierras. La
población europea, todavía en aumento —en realidad, su crecimiento
fue lo que impulsó el éxodo europeo—, continuó creciendo hasta que
se vio libre del lastre de los millones que partieron; y éstos, una vez
en ultramar, proporcionaron nuevos mercados a las industrias euro-
peas, nuevas fuentes de materias primas, y una nueva prosperidad que
contribuyó a mantener sus aumentos demográficos. Entre 1840y 1930,
la población europea creció de 194 millones a 463 millones, con un
índice de crecimiento que doblaba el del resto del mundo. En las
Nuevas Europas, el número de habitantes se disparó a índices antes
desconocidos, o por lo menos no documentados. Entre 1750 y 1930,
la población total de las Nuevas Europas se hizo al menos catorce
veces mayor, mientras que la del resto del mundo sólo aumentó dos ve-
22
ces y media. Debido a la explosión demográfica europea y de las Nue-
por 1.000 y por año, frente a los 13,8 de Inglaterra y de Gales, donde
26
se consideraba que la población estaba creciendo rápidamente. Los
índices de natalidad de los pakeha y de crecimiento natural en Nueva
Zelanda fueron igualmente elevados hasta bien entrada la década
27
de 1870.
Durante estos años, las poblaciones neoeuropeas tenían lo que se
consideraría un número anormalmente alto de jóvenes adultos, lo que
contribuye a explicar los altos índices de natalidad y los bajos índices
de mortalidad, pero no por completo. Exceptuando a Norteamérica,
sus poblaciones también presentaban claramente un mayor número de
hombres que de mujeres, desequilibrio que a menudo hace aumentar
el índice de mortalidad y sin duda hace descender el índice de nata-
lidad. No, la superioridad de la existencia humana de las Nuevas Euro-
pas— para los recién llegados— es el factor más importante de su
aumento natural.
Si se hubieran mantenido estos índices, las Nuevas Europas no
hubieran podido permanecer despobladas durante muchas generacio-
nes. Darwin, un hombre con un sentido del humor mayor de lo que
aprecian quienes admiran pero no leen sus obras, calculaba que si la
población de los Estados Unidos seguía expandiéndose a la velocidad
que la había conducido a los treinta millones en 1860, «cubriría dentro
de 657 años el globo terráqueo entero tan densamente que habría cua-
28
tro hombres en cada yarda cuadrada de superficie», Un siglo más
tarde, la broma nos parece carente de sentido. Si los neoeuropeos lle-
nan sus tierras y se comen toda su comida, ¿quién alimentará al mun-
do? Afortunadamente, los índices de crecimiento natural decimonó-
nicos pronto decayeron a medida que la pirámide de población inmi-
grante evolucionaba hacia una distribución normal por edades y los
jóvenes adultos envejecieron y empezaron a morir, y a medida que
los índices de natalidad descendían porque el aumento del nivel de
vida y la urbanización convencieron a los neoeuropeos de que mori-
rían muy pocos niños antes de crecer; y vieron que las familias nume-
rosas eran enemigas y no aliadas de la prosperidad. Los índices de
mortalidad de las Nuevas Europas figuran entre los más bajos del
mundo, pero pasa lo mismo con los índices de natalidad. Los índices
de crecimiento natural neoeuropeos son bajos, y queda disponible
para la exportación gran cantidad de los productos alimentarios que
producen las Nuevas Europas.
Las Nuevas Europas son importantes en su conjunto y, en particu-
lar, más importantes de lo que indica su tamaño e incluso su pobla-
ción. Su sector agrícola es enormemente productivo, y, con una po-
blación mundial que tiende a los 5.000 millones o más, es de vital
importancia para la supervivencia de centenares de millones. Las ra-
zones de esta productividad incluyen la innegable valía de sus agri-
cultores y científicos agrícolas y, además, diversas circunstancias fortui-
tas que requieren una explicación. Todas las Nuevas Europas cuentan
con amplias zonas de muy alto potencial fotosintético, zonas en las que
es muy alta la cantidad de energía solar, la luz solar disponible para
la transformación del agua y de la materia inorgánica en alimento.
Por supuesto, la cantidad de luz tropical es enorme, pero inferior a
lo que podría pensarse dada la nebulosidad de los húmedos trópicos
y la longitud invariable de la duración del día. En los trópicos no
existen los largos días de verano. Estos factores, unidos a elementos
tales como las pestes y enfermedades tropicales y la escasez de suelo
fértil, hacen de la zona tórrida inferior a las zonas templadas en po-
tencial agrícola. Por otra parte, la mayoría de las plantas más capa-
citadas para utilizar la intensa luz de los trópicos, plantas como la
caña de azúcar y la pina, contienen muy pocas proteínas, sin las cua-
les es inevitable las desnutrición. En cuanto al potencial agrícola del
resto del mundo, por razones evidentes las zonas polares resultan
inservibles, y la zona comprendida entre los 50° de latitud sur y el
Círculo Antartico está compuesta casi completamente por agua. Por
otra parte, la zona comprendida entre los 50° de latitud norte y el
Círculo Ártico incluye más tierra que agua, tierra de elevado poten-
cial fotosintético debido a sus largos y a menudo soleados días de
verano, Alaska y Finlandia pueden producir verduras de gran tamaño:
fresas tan grandes como ciruelas, por ejemplo. Sin embargo, en aque-
llos lugares la temporada de crecimiento es tan corta que muchas de las
plantas alimentarias más importantes del mundo no tienen tiempo
334 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
Edward M. Curr, The Australian Race, John Ferres, Melbourne, 1886, vol. I,
pp. 223-226.
2. David Collins, An Account of the Englzsh Colony in Neto South Wales,
A. H. & A. W. Reed, Sydney, 1975, vol. I, p. 54.
3. Richard T. Johnson, «Herpes Zoster», Textbook of Medicine, Paul B.
Beeson y Walsh McDermott, eds., Saunders, Filadelfia, 1975, pp. 684-685.
ÍNDICE A L F A B É T I C O
Australia (véanse también aborígenes, búfalo, 18, 237-238, 306, 307, 318-319
malaria, Primera Flota, Queensland, Busby, James, 276-277
viruela), 27, 57, 148, 166, 167, 243, Butler, Samuel, 299
322, 323, 325, 326, 330, 331
Azara, Félix de, 179, 200
Azores, 86-89, 117, 119 caballo, 35-36, 55*56, 62, 106-107,
aztecas, 170, 224 149, 156, 205-210, 264-265, 281,
azúcar, 83, 93-94, 113-114, 161 292, 324
Azucara, Gomes Eannes de, 103 Cabeza de Vaca, Alvar Núñez, véase
Núñez Cabeza de Vaca, Alvar
Cabo Verde, Islas de, 132, 133, 136,
Bahía de las Islas, 260-261, 262, 263, 137, 140, 239
269, 270, 271 cabra (véase también animales domés-
Bahía de Ungava, 219 ticos), 39, 98, 112, 304
ballenas, balleneros, 248, 249-251, 261¬ Cahokia, 234-235
262 California, 170472, 206
Banks, Joseph, 245, 325 calmas ecuatoriales, 126, 132433, 141
Barros, Joao de, 157 camellos, 300, 304
batata (véase también kumara), 246, Canadá (véase también Norteamérica),
247, 255 167, 196, 206, 215, 330
Benzoni, Gírolamo, 115, 117 canadiense: hierba de pantanos, 186;
Berg, Carlos, 181 planta acuática, 186
Bering, estrecho de, 24, 28 Canarias, Corriente de las, 88
Biblia, 20, 41-42, 45, 172, 272 Canarias, Islas (véanse también las is-
Bichos (véanse también ratas, ratones), las concretas), 120, 129-130, 134,
42, 214, 299 196, 198, 282
biogeografía: Islas Afortunadas, 88, Candelaria, Nuestra Señora de la, 105¬
97; Nueva Zelanda, 245; Nuevas 106, 113, 211
Europas, 17-19, 23, 186; Queens- Cantón, Eliseo, 229
land, 160-161 cardo gigante, 180
biota; definición, 18; mixta, 106, 182, Carletti, Francesco, 149
296-297, 305, 307, 315, 321, 324 carne, 198, 328
bisonte, 18, n. 8; véase también bú- Carríón, enfermedad de, 240
falo casquetes glaciales, 28, 29
Bordes, Fran^ois, 29 catawba, 226
bosques, 68, 92, 93, 113, 176, 238, caucasianos, 331
245, 249 cazadores-recolectores, 34-35, 43
Bovidae, 316 célula falciforme (drepanocito), 80;
Brasil (véase también Rio Grande do véase también malaria
Sul), 141, 196, 205, 219, 227, 329 cercas o vallas, 207, 275
brisa, véase alisios cerdo cimarrón, 198
británico, ejército, 82, 159, 290, 292 cerdos, 31, 33, 93, 98, 194498, 207,
Bruckner, John, 151 246, 255, 264, 270, 275, 281
brújula [véase también náutica), 50, César, Julio, 40
83, 125 Claypole, E. W., 187
brumbies, 209-210 clima: Atlántico norte, 68; Islas Afor-
Buck, Peter (Te Rangi Hiroa), 286 tunadas, 88; Nueva Zelanda, 243,
Buenos Aires, véase pampa 245, 246, 275; Nuevas Europas, 17,
ÍNDICE ALFABÉTICO 341
leche, 39-40, 62, 156 ción, 293-294; guerras con los pa-
leer y escribir, véase alfabetización keha, 290-292; guerras intertriba-
lejanía, véase aislamiento les, 263, 276; índice de natalidad,
levadas, 95, 99 265, 277, 284; mujeres, 269-270;
Levante {véase también Oriente Me- nacionalismo, 289-290; orígenes,
dio), 71, 80, 82, 84-85, 119 246; población, 286, 287, 295; re-
Libería, 158 cuperación, 295
lino, 249, 250 maúnbeiros, 129, 131-133, 143, 146,
López Legazpi, Miguel, 147 147, 149-150, 168, 192, 205, 211,
Lugo, Alonso de, 100 218, 232, 233, 243, 248, 257
Markknd, 59
Marsden, Samuel, 267
Llantén, 175, 181, 190 Martín, Lope, 147
Massachusetts, véase Nueva Inglaterra
Matanza de Acentejo, La, véase Acen-
Madagascar, 137, 301, 303 tejo
Madeira, 86, 88, 89-90, 92-96, 99, 117 McNeill, Wílliam H., 46, 66
Magallanes, Fernando, 141-144 medio ambiente, degradación o rup-
maíz, 31, 193, 195, 255, 295, 328 tura (véase también malas hierbas),
«mala hierba», definición, 4 1 , 167, 184 300; América, 169-170, 172-173,
malaria, 80-83, 161, 220, 233 181, 215; Australia, 28, 184; Islas
malas hierbas [véanse también las es- Afortunadas, 91-92, 93, 108, 112,
pecies concretas): Australia, 182- 113; normandos, 68; Nueva Zelan-
185, 189; California, 170-173; Is- da, 214, 264, 266, 290
las Canarias, 114; Indias Occidenta- Melindi, 138, 139, 140
les, 169-170; México, 170-171; Neo- melocotones, 169, 175-176, 194, 264
lítico, 41-42; Norteamérica, 174-179; Melville, Hermán, 13, 251
Nueva Zelanda, 253-254, 264, 279- mesteño (mustang), 205
280, 282, 293; Nuevas Europas, mestizos, 14, 153
315-318; Nuevo Mundo, 184-189; metales, 30, 63-64, 65, 98, 104, 105,
pampa, 179-181; Perú, 173 165, 253, 262
Malaspina, Alejandro, 324 México, 148, 149, 152, 169-171, 199,
malnutrición, véase dieta 205, 224
Malocelio, Lanzarote, 87 migración, 16-17, 27-29, 44, 50, 53,
Malthus, Thomas, 324 76, 77, 116, 166, 279, 292, 322-323,
Mallorca, 95, 108 325, 327-330
mamíferos, 21, 22, 246, 247 misioneros: Islas Canarias, 105-106;
mándanos, 226 Nueva Zelanda, 251, 260-261, 262,
mandioca, 193 265, 266, 267, 270-273, 274, 275,
Manila, Galeón de, 149 277
maoríes [véase también polinesios): Mitchell, Thomas L., 204
adaptabilidad, 249-250, 271, 272- moa, pájaro, 18, 246, 247, 300, 303
274, 286; agricultura, 247, 261, 263, «modorra», 110, 111, 116
287, 288, 290; alfabetización, 272- Molucas, 142, 144
274, 286, 289; anomia, 270, 274, «Monks Mound» (Túmulo de los Mon-
277-278, 291, 292-293, 294; cristia- jes), 234
nismo, 251, 271-274, 286; enferme- monzones, 124-125, 132, 138-140, 144,
dad y salud, 256-260, 285; extin- 145
ÍNDICE ALFABÉTICO 345
Morfí, Juan Agustín de, 199, 205 Nuevas Europeas (véanse también las
Morison, Samuel Eliot, 123, 124, 142 naciones concretas), 14-16, 17, 22,
mortalidad, índices de, 331-333 151, 160, 164-167, 185, 191, 192,
mosca, 293 210, 214, 216-217, 224, 234, 295,
«mosca inglesa», 213 322, 330-336
mosquetes (véase también armas), 260, Nuevo Mundo, véase América
262, 263, 270 Núñez Cabeza de Vaca, Alvar, 232
mostaza negra, 172 nutrición, véase dieta
«Mound Builders» (Constructores de
Túmulos), 234-237
mujeres, 78, 82, 83, 154, 249, 262, okuu, 259
269-270, 274-275 omahas, 226
mustang, véase mesteño Oriente Medio (véase también Levan-
te), 30, 33-34, 4 1 , 42, 72, 74, 79,
nacimientos, descendencia {véase tam- 152, 334
bién incremento natural de la po- oro, 169, 172, 292, 325
blación), 40, 82, 108, 265, 274, 277, ortiga, 174, 175
284, 331-333 ovejas, 61, 89, 98, 189, 265, 280, 281,
naranjos, 169 292, 295
natalidad, véase nacimientos Oviedo y Váldez, Gonzalo Fernández
natchez, 240 de, 115, 240
náutica (navegación), 71-74, 83, 97,
119, 122423, 124, 130
navegación, véase náutica Pacífico, 142-148
Nene, Tamati Waaka, 277 pájaro elefante (Aepyornis maximus),
ngapuhi, 260, 262-263, 270, 278 137
niguas, 240-241 pakeha, 250, 260, 261, 274, 279-283,
normandos, 59-71 295
Norteamérica, 28, 165, 167, 196, 201, Palestina, véase Levante
202, 206, 207, 211-215, 225, 234- paludismo, véase malaria
240, 323, 324, 331 pampa, 167, 179-181, 185, 195, 198-
Northland, 60, 263 200, 207-209, 224, 227-229, 324
Noruega, 64-65, 67 pandemias, véase epidemias
Nueva Amsterdam (Nueva York), 135 Pangea, 20-24; véase también simas
Nueva Escocia, véase Canadá de Pangea
Nueva Francia, véase Canadá Papahurihia (Te Atua Vera), 271, 291
Nueva Gales del Sur, véase Australia papareti, 259
Nueva Guinea, 27, 252 Paraguay, 224, 225, 227
Nueva Inglaterra {véase también Nor- Parry, J. H., 123, 125
teamérica), 162, 174-175, 207, 211, patata, 255, 327
225, 232 Peregrinos, los, 162-163
Nueva Zelanda (véanse también Hongi Perú, 173, 215, 224
Hika, maoríes, moa, mosquetes, nga- perro, 27, 33, 98, 110, 161, 193, 246,
puhi, pakeha), 148, 167, 186, 242- 247, 280, 305; véase también dingo
295, 323, 327, 332; anexión al im- peste, 109-111
perio británico, 275-278; biota, 245- Peste Negra, véase plagas
246, 292-293, 295; descripción, 242- «pie de ingles», véase llantén
245 pilotos, 138, 144
346 IMPERIALISMO ECOLÓGICO
yanomanos, 219-220
Ungava, Bahía de, 219 yukaguiros, 53
Unión de Repúblicas Socialistas So
viéticas y Unión Soviética, véase
Rusia zarza mediterránea (zarzamora), 114
ÍNDICE DE FIGURAS
Agradecimientos 11
1. Prólogo 13
2. Visitando de nuevo Pangea. El Neolítico reconsiderado 20
3. Los normandos y los cruzados 55
4. Las Islas Afortunadas 86
5. Los vientos , 122
6. Accesible pero indómito 151
7. Las malas hierbas 164
8. Los animales 192
9. Las enfermedades 218
10. Nueva Zelanda 242
11. Explicaciones 296
12. Conclusiones 322