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(J.M.A)
En primer lugar contemos con el sol. El sol por estas regiones es demasiado
compañero. Es como otra sombra, o mas bien, nosotros somos su sombra. La
reflejamos en nuestra mirada. La arcilla de nuestra piel es su ocupación cotidiana,
cualquier vivacidad en nuestro espíritu expira cual una gota de agua en el violento
arenal. A medida que va devorando las sombras y van huyendo nuestros espantos
la memoria se nos evapora en su onmímodo resplandor.
sol
abierto de par en par
tenaz
en el pecho
siempre huye
siempre
de nuestros espantos
Es que ese oscuro espejo de la madrugada nos lo había prometido. Y ese azul
siempre promete. Excita la lujuria de la claridad, concede la ilusión del horizonte y
nos sumerge en una espiritualidad que nos asusta y subyuga de tal forma que
hasta olvidamos respirar. Para sorprenderlo en su aproximada naturaleza es
necesario primero mirarlo vacuamente, sin verlo, sin enfocar la mirada en ningún
determinado punto de esa indeterminación azul. Seguidamente, sorprenderlo con
una incisiva mirada de águila voraz. Allí hemos de advertir, si hemos procedido
correctamente, su hermosura perversa, su cristalina violencia. Quizá, sorprendido,
intente (y siempre lo hace) mimetizarse con algún jirón de nube o con la liquidez
del horizonte.
alma andina
excita
exhala
lujurias de claridad
cerro a cerro
se mimetiza
con la liquidez
del horizonte
( tímida
sospecha
Así, este cielo espiritual y aurífero sol sustraen de las pinturas, de las fotografías o
de los documentales, sus cuchillas inmisericordes, los fríos que laceran pulmones
y entumecen las carnes. Esos juegos de cruda luz, de elegantes espacios vacíos,
de ocre monotonía, de infinitud cósmica, sustraen de la imagen su naturaleza
espantosa. A media mañana comienzan a conjugar nuestras sangres con los
resabios de los exhaustos pastizales en una alquimia ancestral.
cuchillos inmisericordes
con la carne entumecida
lacerando los pulmones
el salar
entre las chuspas y las wayacas
conjuramos con la vida
el sentido de la sangre
: rito
de estar
estando
Tomemos nota, quizá nos basta con sentirlo en la piel. Eso sí, no intentemos
pintar al natural, la tierra caliente, la punzante arenisca, la imprevisibilidad de lo
errantes remolinos, la ciclotimia de las tormentas vespertinas imprimirán en
nuestras obras la olvidada inquietud de lo imprevisible. Aparecerá el insulto ante
nuestra impotencia y al final, la angustia de descubrirnos un grano de arenisca, de
este vasto arenal. Dejemos a un lado la simetría euclidiana. Veamos en ella una
abstracción de la forma de la hoja, del grito del ave, de los abismos. La forma es
apenas un intento de conjura de la monstruosidad de lo vegetal. ¿Armonía?
¿Convivencia de los contrarios? Tal vez. ¿Lo bello? ¿Ha visto usted ese cielo tan
espiritualmente azul?
así es
este cielo
céfiro
pertinaz
como piel arcillada
surca
la ira del blanco
( insaciable cabeza
Y todavía no hemos conocido, no hemos experimentado, más bien, lo que la
noche trae. Allí si que no nos pertenecemos. La noche nos desnuda de las
seguridades que íbamos guardando meticulosamente a lo largo del día. En los
sueños temblamos de espanto y de maravilla. Sentimos alivio (momentáneo, se
imaginará usted) cuando los tero- teros graznan picoteando los violáceos espejos
de la madrugada. La noche con sus incontables astros nos quita el aliento, suscita
antiguas preguntas, nos reduce a una dimensión ínfima (que quizá es la más
exacta). En su espesura la piel escucha, el ojo siente, el oído imagina.
no nos pertenecemos
en la noche
caos virginal
luminosa)
en ella
se adulteran los sentidos
desnuda
nos desnuda
remueve las costras
de nuestras seguridades
hasta hacernos
temblar de espanto
seducir
al silencio
Desde algún refugio balbuceamos algunas palabras. Quizá las escribimos para
conservar ese rasgo de memoria que nos ha sido concedido.