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TRIBUNA:
Transgresores y ofendidos
RAFAEL SANCHEZ FERLOSIO
25 FEB 2006
Pero ahora tiene que salir a escena otra no menos curiosa novedad, surgida no
sabría yo decir hasta qué punto en connivencia o en sinergia con la estética o
pedagogía de la transgresión. El caso es que cada vez se manifiesta más
frecuentemente la exigencia de respeto, tampoco sé con qué ínfulas o con qué
convicción, salvo que excluyo desde luego que se deba a un aumento de la
delicadeza de las almas y de la sensibilidad, pues lo que es las almas cada día se
me antojan más groseras y bellacas; creo más bien que en la idea del respeto
muchos podrían haber visto una nueva fuente de rentabilidad moral. Lo digo
sobre todo porque el mercado del respeto, a poco que se escarbe, acaba por no
ser más que la apariencia pública y ostensible del vicio verdadero: la insaciable
demanda -esta vez secreta pero generalizada y consabida como la de las drogas-
de la ofensa. Nunca se había visto un mundo en el que todo el mundo ande como
loco deseando ser ofendido, con las orejas como las de una liebre atentas a no
perderse la menor palabrilla que se diga, por si ofrece algún sesgo que permita,
siquiera sea amañadamente, habilitarla para ofensa. ¡Si hasta los finlandeses han
ido a llamarse a agravio, porque a algún francés se le ha ocurrido hacer de menos
su cocina! La ambivalente conjunción entre la pública exigencia de respeto y la
secreta concupiscencia de ser ofendido, recuerda el cuento del que tomó nombre
la "Casa de Tocamerroque": una muchacha gritaba desde la oscuridad del patio
anochecido hacia la barandilla de la planta superior de la corrala: "¡Mamá, que
Roque me toca!", al tiempo que en voz baja animaba a su galán: "Tócame,
Roque".
En España, los partidos, la Iglesia, los políticos, los trabajadores del corazón o del
victimato, las asociaciones, todo "colectivo" -como gustan decir los periodistas- y
no digamos ya las comunidades autonómicas, según recuerda Josep Ramoneda:
"También los nacionalistas hablan de heridas a la sensibilidad como parapeto de
protección de sus inefables verdades" (EL PAÍS, 5-II-06), todos, todos, andan a
"Tócame, Roque" desmadrados de ganas de ser ofendidos. No está dicho que un
agravio político o social no pueda ser a la vez religioso; eso es al menos lo que
podría hacer pensar el que sea un semanario religioso, el Alfa y Omega del 2-II-06,
el que recoja estas palabras de Gustavo Arístegui: "Es absolutamente inmoral
claudicar o sentarse a negociar con terroristas, puesto que, de esta manera, la
memoria de las víctimas queda deshonrada, insultada y mancillada".
Por otra parte, tampoco puede decirse que la última hazaña de la "libertad de
prensa" contra "la religión" haya sido precisamente de las más brillantes, agudas
o eficaces; por el contrario, parecería más bien motivo para avergonzarse de las
servidumbres que la sacrosanta libertad de prensa tiene a menudo que aguantar.
El que los "occidentales", a semejanza de los nacionalistas periféricos de España,
la defiendan con orgullo, como la más noble de sus "peculiaridades distintivas",
inclina a la "libertad de prensa" a complacerse en lo demostrativo, en el alarde,
abandonando lo efectivo, la batalla. La "libertad de prensa y expresión",
solemnemente coronada como la "peculiaridad distintiva" de "Occidente" -amén
de sospechosamente ensalzada a cada instante-, se ha venido convirtiendo, más
que en otra cosa, en un objeto de culto. Un culto siempre iluminado desde el
Poniente americano -sin que haga falta tal vez la mediación de Aznar- por los
visionarios arreboles de una nueva Ortodoxia Universal. No basta la evidencia del
enorme incremento estatal y empresarial del secretismo, de los arcana imperii, de
la información privilegiada, que hacen casi risible el territorio de la "libertad de
prensa", para que sus defensores desfallezcan en la apología. Aunque, al cabo,
más que confianza traslucen miedo a limitarla: la defensa llega a sonar a veces
casi en términos de "¡Se empieza por censurar a los paidófilos y se acaba
exterminando a los judíos en cámaras de gas!". Por lo demás, no faltan campos,
sobre todo en el comercio y la publicidad, en los que la censura sería
precisamente lo indicado.
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