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Bebiendo en Bicicleta: Alfred Jarry (1873-1907).

Pregunta: ¿Qué une a Umberto Eco, Paul McCartney, Peter Greenaway, Guilles Deleuze,
DJ Spooky , William Burroughs y J.G. Ballard?
Respuesta: Una gran admiración por Alfred Jarry, el rey del futurismo grotesco y del
ajenjo, excéntrico fundamental para el avant-garde y el absurdo.
Alfred Jarry era más conocido por sus escándalos, vestimenta estrepitosa y excesos
etílicos que por sus escritos. Se podría decir que era el Johnny Rotten (Sex Pistols) del fin-de-
siècle. Pocos sabían de su importante colaboración en los periódicos y revistas donde entonces se
confabulaba la vanguardia artística. Y así como el vagabundo durmiendo bajo el puente y el
borrachito aferrado al poste eran sus amigotes, también lo eran Toulouse-Lautrec, André Gide
(quien dijo que nadie como Jarry había llevado la negación tan lejos), Henri Rousseau, Stéphane
Mallermé, Guillaume Apollinaire, Pablo Picasso y todos los de la bancada avant-garde en una de
las épocas más interesantes de la historia del arte.
Hijo de una familia burguesa bretona venida a menos, Jarry llegó a París a los 18 años
para estudiar filosofía (Henri Bergson fue su maestro). Tenía todos los atributos del joven artista
del fin-de-siècle parisino: aburrimiento, desfachatez y un fervoroso pesimismo que supo amasar
en bagaje surreal, todo enfundado en un dandismo poco higiénico (jamás se bañaba). El humor
negro corría por sus venas y en todo veía una buena historia sinsentido que escribir. Era un
visionario y sus cuentos se anticiparon por mucho a los de Calvino y Borges.
Con no más de 1.50 m de estatura, delgado y debilucho de melena espesa, siempre
vestido de negro y portando su barba de chivo en punta, Jarry era la viva imagen de un mini
Mefistófeles bribón montando su bicicleta con zapatos de mujer con tacones puntiagudos y dos
pistolas sin balas al cinturón, pasando como ráfaga entre la gente, gritando propaganda patafísica
y encañonando a todos. Se le podía ver siempre a medios pelos en las esquinas de las calles
haciendo pantomima, teatro o dando cátedra sobre Dios y los insectos patafísicos. Para él No
significaba Sí y lo único que tomaba en serio era no tomarse nada en serio.
Como era de esperarse apenas ganaba para sostenerse y cuando los amigos lo querían
ayudar su carácter necio y orgulloso no lo permitía. Vivía en un cuchitril de cuarta, donde el
dueño, para ganar más dinero, había mandado a dividir los espacios, pues los techos eran altos,
un desperdicio. El chaparrito Jarry no tuvo problema, y mientras sus invitados se agachaban él se
movía cómodamente entre búhos disecados, camaleones aletargados, muebles hechos a su
medida, montañas de libros, botellas vacías de todos los éteres del universo y su bicicleta al lado
de su cama que utilizaba para “moverse por el cuarto”.
En cuanto al trago Alfred bebía enormes cantidades de ajenjo, su querida Diosa Verde, y
era conocido por ser uno de los pocos en beberla “derecho”, esto es sin mezcla de agua y azúcar
para amainar el fuerte y amargo sabor del brebaje. Su meta, decía, era “beber la Diosa Verde
para fundir la fantasía y la realidad, el arte y la forma de vida”. Además gustaba de
“experimentar” con éter para “levantar su alma a un estado de percepción trascendental”, aunque
terminaba sintiéndose como si hubiera olvidado la cabeza adentro de la campana principal de
Notre Dame.
Este mago de la insolencia a la vez que se inventaba, se destruía, y qué mejor ciudad para
destartalarse que aquél París de fin de siglo. París era la capital cultural del mundo por su
preponderancia y estabilidad económica. Las clases altas y la naciente burguesía prácticamente
ya no necesitaban trabajar, por lo que llevaban una vida ostentosa, frívola, hipócrita de gustos
cultivados y a la vez de una moral tan elástica como calzón de trapecista en domingo, que hay
función triple: lo único que prevenía una ola rampante de violaciones y adulterios era ese maldito
corsé con armazón de hueso de ballena que usaban las mujeres, una monserga de quitar.
La vida social giraba alrededor del banquete, del cabaret, del circo, de los duelos inútiles
y las nuevas tendencias tecnológicas (la gente estaba endiosada con las máquinas). Las tardes se
pasaban en el café, donde los meseros osaban dejarse crecer la barba y un amenazante feminismo
burbujeaba. Ahí se conversaba entre humo del cigarrillo, alcoholes y tazas del oro negro caliente
dando paso a ideologías de todo tipo: ninguna otra época vio tantas idas y venidas de ismos y
escuelas artísticas.
Uno de los símbolos definitivos de esa liberación tecnológica fue la bicicleta, a su vez el
mejor instrumento de exhibición: se pedaleaba para ser visto por la gente, no para ir de un lugar a
otro. Por lo mismo al velocípedo lo montaba desde la actriz de moda, Sarah Bernhardt, el escritor
Henry James, quien tomó clases particulares con instructor, hasta el pintor impresionista Renoir,
quien terminó su afición ciclista cuando se rompió el brazo derecho en una caída. Toulouse-
Lautrec, que estaba lisiado y no podía pedalear, fue el primero en hacer un póster publicitario de
la bicicleta.
Alfred Jarry tenía una fascinación especial por el velocípedo y su parafernalia; inclusive
fue vestido de ciclista con zapatillas amarillas para dama al funeral de su amigo, el poeta
simbolista Mallarmé. Para él la bicicleta era una extensión de su filosofía, arte y estilo de vida y
la conducía encanijado por las calles de París yéndose la mayoría de las veces a estrellar adentro
de tiendas, puestos y, por qué no, bares. Y si hizo de su bicicleta un mini bar, también fue uno de
los precursores del ciclismo de largas distancias y de montaña. La bici representaba la fusión
estética del ser humano y la máquina, las piernas del hombre eran pistones mecánicos
portentosos que controlaban la velocidad y su vértigo a su antojo. En 1902 Jarry publicó su
novela El Supermacho, un texto futurista y macabro donde el episodio más importante es la
carrera de 16 mil kilómetros entre una bicicleta y un tren, profetizando muchos años antes lo que
hoy nos es rutina: la desaparición del individualismo deportivo en manos de los intereses
comerciales de una marca o país.
Días antes de morir Alfred Jarry se mandó a tomar una foto posando como “cadáver”,
para que todos sus amigos la tuvieran de una vez como suvenir. Tenía 34 años, el alcoholismo
crónico y la tuberculosis lo había acabado. Su último deseo: “¡Un palillo de dientes, cabrones!”.
No podía ser de otra manera.

Importancia de Alfred Jarry: Su Ubú Rey es la primera obra de teatro del absurdo. El
primero en hacer de la bicicleta un arma literaria. Uno de los primeros ciclistas de montaña y
largas distancias. Creador del ciclista androide. Creador de uno de los movimientos filosóficos
más disparatados del siglo XX, la ‘Patafísica (así, con apóstrofe): “la ciencia de las soluciones
imaginarias”.
Bebida of choice: Ajenjo.
Su consejo: “No sabemos crear nada, pero lo podríamos hacer desde el caos.”
Lectura imprescindible: Ubu Rey (teatro, editorial Cátedra, 1997), El Supermacho
(novela, editorial Valdemar, 1997).
Mejor biografía: Nada en español, pero sí una formidable en inglés:
Brotchie, Alastair: Alfred Jarry: a pataphysical life.
University Press Group Ltd., Londres, 2011.

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