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Las grandes épocas de la historia del teatro suelen ser breves; rara vez pasan de un siglo.
La razón quizás es que se necesita la concurrencia de muchas circunstancias favorables
a un mismo tiempo. Además, tiene que haber genio. El genio es adaptable,
indudablemente, y en las épocas en que no florece el teatro puede encontrar salida en
otros géneros. Así, se adelantan al primer plano las causas secundarias. Parece que es
necesario un público numeroso, como únicamente puede ofrecerlo la capital de un estado;
ese público tiene que interesarse vivamente por el teatro, y debe pensar lo mismo, en
esencia, en cuanto al deleite que espera recibir. El arte de la representación tiene que
estar suficientemente desarrollado, y los actores han de ser expertos sin pedantería.
Cuando el gran actor quiere someter la obra a su propia personalidad, esto no sienta bien
a la salud del teatro. Por el contrario, los actores deben constituir un equipo bajo la
estrecha dirección del autor, y en consecuencia este debe ser, por los conocimientos, si
no en la práctica, un actor.
Ahora bien, en la segunda mitad del siglo XVI el interés por la escena corrió como un río
caudaloso por todos los países de la Europa occidental: por Inglaterra, Francia, España,
Italia y también Alemania. En algunos de esos países hubo un cisma en la opinión
pública, que separó a los espectadores “juiciosos” de la muchedumbre vulgar. Los
“juiciosos” citaban los ejemplos griegos y latinos y solo alababan a sus imitadores
modernos; pero la muchedumbre quería divertirse, y no que la aburriesen muy de acuerdo
con las reglas. En Francia y en Italia este cisma anuló las ventajas alcanzadas por el
teatro medieval y humanístico, de suerte que la escena no llegó a florecer hasta mucho
después. Las discordias civiles y las luchas entre los pequeños estados fueron también,
indudablemente, factores adversos. Únicamente en Inglaterra y en España hizo el teatro
grandes progresos a fines del siglo XVI y dio sus mejores frutos a principios del XVII.
Shakespeare era de la misma edad que Marlowe, y aún no había dado ninguna prueba
convincente de genio cuando Marlowe murió en una pendencia. Un espíritu tan
complicado tenía que madurar lentamente; fue reuniendo poco a poco la experiencia que
desplegó en sus obras. La mayor parte de los autores encuentran provechoso y fácil
seguir produciendo en un estilo que ha tenido éxito, pero casi todas las obras de
Shakespeare representan una nueva manera, y todas están llenas de ideas nuevas. Sin
embargo, se diría que escribió más para satisfacer la demanda de medios de pasatiempo
que por un impulso temperamental como el de Marlowe, y en edad relativamente
temprana dejó de escribir para la escena, después de una brillante carrera como miembro
de una compañía teatral. Pero su espíritu estaba abierto a toda clase de sugestiones, y no
dejó nunca de adoptar las que le llegaban, transmutándolas por sutil alquimia en su propia
y rica alma. (…)
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Pero lo suyo propio fue el zambullirse en la tragedia. Las aflicciones externas de un
Marlowe no tenían nada que ver con el sondeo de lo más íntimo del corazón que tiene
lugar en Hamlet, Macbeth, Lear y Otelo. No hay nada como estas obras en toda la
literatura. Se le acercan Esquilo en el Agamemnón, Sófocles en el Edipo y Eurípides en la
Medea; pero sus problemas son más abstractos o, en la Medea, el sondeo es menos
profundo. Shakespeare pone al desnudo las posibilidades secretas de la ambición, de la
ingratitud y de los celos, explorando el espíritu en el estrecho margen comprendido entre
la desesperación y la locura. En Hamlet, la complejidad del problema humano se le
escapa hasta al mismo Shakespeare, que es el más grande de los humanos. El
“melancólico danés” tiene algo del mismo Shakespeare, aunque también es un muñeco
movido con cordeles. Nadie se acerca a esta obra sin entrever un “significado”
trascendente tras las dudas de Hamlet, pero nadie adivina cuál es ese significado. Se le
ha expresado muchas veces en palabras; pero las palabras se disuelven bajo la
sensación de su insuficiencia. Hamlet aplaza la acción, y sin embargo es un actuante
rápido; es un demente ambiguo y muy astuto; es basto y sublime; es ineficaz y (como se
nos ha dicho hace poco tiempo) consumadamente maquiavélico. Que Shakespeare vio en
Hamlet más que todos sus críticos es indudable; pero no es seguro que hasta él mismo
haya visto en su personaje algo más que un enigma, un enigma creado por su propio
cerebro, pero no por eso menos desconcertante. (…)
(…) Luego, Coleridge es uno de los primeros que en Inglaterra respaldan el culto de
Shakespeare. Dice George Moore, un escritor irlandés de principios de este siglo, que si
en Inglaterra cesara el culto de Jehová, sería reemplazado inmediatamente por el culto de
Shakespeare. Y uno de quienes instauraron ese culto, junto con algunos pensadores
alemanes, fue Coleridge. Y hablando de pensadores alemanes, el pensamiento de los
filósofos alemanes era casi desconocido en Inglaterra. Inglaterra, a principios del siglo
XIX, había olvidado casi del todo su origen sajón. Y Coleridge estudió alemán, como lo
estudiaría Carlyle, y recordó a los ingleses su vinculación con Alemania y con las
naciones escandinavas. Esto había sido olvidado en Inglaterra. Pero luego llegaron las
Guerras Napoleónicas, los ingleses y los prusianos fueron hermanos de armas en la
victoria de Waterloo contra Napoleón, y los ingleses sintieron esa antigua y olvidada
fraternidad. Y los alemanes, por obra de Shakespeare, la sintieron también.
Entre las muchas páginas manuscritas que ha dejado Coleridge, hay muchas páginas
escritas en alemán. Él vivió en Alemania también. En cambio, no logró nunca aprender el
francés, a pesar de que más de la mitad del vocabulario inglés, casi las dos terceras
partes, consta de palabras francesas. Y esas palabras son las que corresponden al
intelecto, al pensamiento. Se cuenta que a Coleridge le pusieron en una mano un libro en
francés y en la otra su traducción al inglés. Coleridge leyó la traducción inglesa y luego se
volvió al texto francés y no pudo comprenderlo. Es decir, hubo una afinidad entre
Coleridge y el pensamiento alemán, al tiempo que él se sentía muy lejos del pensamiento
francés. Coleridge dedicó parte de su vida a una reconciliación quizás imposible entre las
doctrinas de la iglesia anglicana, "the Church of England", y la filosofía idealista de Kant, a
quien veneraba. Es raro que a Coleridge le haya interesado más Kant que Berkeley, ya
que en el idealismo de Berkeley hubiera podido encontrar más fácilmente eso que él
buscaba.
En estos últimos años hemos tenido el caso de un novelista americano, Truman Capote,
que supo que se había cometido un horrible asesinato en un estado mediterráneo de
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Estados Unidos. Habían entrado dos ladrones en casa de un señor para robarlo —se
trataba del hombre más rico del pueblo—. Estos dos ladrones entraron en su casa,
mataron al padre, a la mujer y a una hija suya. El menor de los asesinos, de los ladrones,
quiso ultrajar a la hija del señor, pero el otro le hizo observar que ellos no podían dejar
testigos con vida, y además que le parecía inmoral ultrajar a una mujer, y que tenían que
atenerse a su plan primitivo, que era el de matar a todos los testigos posibles. Luego,
mataron a balazos a los tres, fueron detenidos. Truman Capote, que hasta entonces había
escrito páginas de prosa muy cuidadas —a la manera de Virginia Woolf, digamos—, se
trasladó a ese pueblo perdido, obtuvo permiso para visitar periódicamente a los
procesados, y para que éstos se hicieran amigos de él les contó hechos bochornosos de
su propia vida. El proceso, gracias a la habilidad de los abogados, duró un par de años. El
escritor visitaba continuamente a los asesinos, les llevaba cigarrillos, se hizo amigo de
ellos. Estuvo con ellos cuando los ejecutaron, volvió en seguida a su hotel y estuvo toda la
noche llorando. Antes él había ejercitado su memoria en tomar notas, porque sabía que
cuando a una persona le preguntan algo tiende a contestar de manera brillante, y él no
quería eso, quería saber la verdad. Y luego publicó un libro, In Cold Blood, "A Sangre
Fría", que ha sido traducido a muchos idiomas. Ahora bien, todo esto le hubiera parecido
absurdo a Coleridge, y al Shakespeare de Coleridge. Coleridge se imaginaba a
Shakespeare como una sustancia infinita semejante al Dios de Spinoza. Es decir,
Coleridge pensó que Shakespeare no había observado a los hombres, que no había
condescendido a esa baja tarea de espionaje, o de periodismo. Shakespeare había
pensado qué es un asesino, cómo un hombre puede llegar a ser un asesino, y así se
imaginó a Macbeth. Y así como se imaginó a Macbeth, se imaginó a Lady Macbeth, a
Duncan, a las tres brujas, a las tres Parcas. Se había imaginado a Romeo, a Julieta, a
Julio César, al Rey Lear, a Desdémona, al espectro de Banquo, a Hamlet, al espectro del
padre de Hamlet, a Ofelia, a Polonio, a Rosencrantz, a Guildenstern, a todos ellos. Es
decir, Shakespeare había sido cada uno de los personajes de su obra, aun los más
efímeros. Y entre tantas personas, había sido también el actor, empresario y prestamista
William Shakespeare. Recuerdo que Frank Harris proyectó y completó una biografía de
Bernard Shaw, y le escribió a Shaw una carta pidiéndole datos sobre su vida íntima. Y
Shaw le contestó que casi no tenía vida íntima, que él, como Shakespeare, era todas las
cosas y todos los hombres. Y al mismo tiempo agregó: "Soy nada y soy nadie", "I have
been all things and all men, and at the same time I'm nobody, I'm nothing". Tenemos pues
a Shakespeare equiparado a Dios por Coleridge, y Coleridge en una carta a uno de sus
amigos confiesa que hay escenas en la obra de Shakespeare que le parecen
injustificables. Por ejemplo, le parece injustificable que en la tragedia King Lear le
arranquen los ojos en el escenario a uno de los personajes. Pero agrega piadosamente,
quizá con más piedad que convicción: "Yo muchas veces he querido encontrar errores en
Shakespeare, y después he visto que en Shakespeare no hay errores, he visto que
siempre tenía razón". Es decir, Coleridge fue un teólogo de Shakespeare, como los
teólogos lo son de Dios, y como lo sería después Víctor Hugo. Víctor Hugo cita algunas
groserías, cita errores de Shakespeare, cita distracciones de Shakespeare, y luego las
justifica diciendo majestuosamente: "Shakespeare está sujeto a ausencias en lo infinito".
Y agrega después: "Tratándose de Shakespeare, admito todo como un animal". Y dice
Groussac que este mismo exceso prueba la insinceridad de Hugo. No sabemos si esta
insinceridad existió algunas veces en Coleridge o si él se la impuso.
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Averbach, Erich. (1996). El príncipe cansado, en “Mimesis: la representación de la
realidad en la literatura occidental”. México: FCE.
Hagamos caso omiso a esta limitación estamental [la forma particular en la que
Shakespeare pinta a las clases medias e inferiores], y veremos que la mezcla de estilos
en la presentación de los personajes es muy profunda. Lo trágico y lo cómico, lo elevado y
lo bajo, se mezclan íntimamente en la mayoría de las piezas que por su carácter general
merecen la denominación de trágicas. Diversos métodos colaboran en esa mezcla.
Argumentos trágicos, en los que ocurren sucesos capitales o alta política u otros
acontecimientos trágicos alternan con escenas cómicas rufianescas y populares, con un
poco más de libertad ligadas a la acción principal, unas veces muy íntimamente y otras
con gran soltura. O entran en las escenas trágicas, junto a los héroes, bufones y otros
tipos cómicos, que acompañan las acciones, pasiones y parlamentos de aquellos,
interrumpiéndolos y comentándolos a su sabor. O, finalmente, muchos personajes
trágicos llevan en sí mismos la propensión hacia la ruptura estilística cómica, realista o
sarcástica-grotesca. Hay abundantes ejemplos de los tres casos, y a menudo dos de
estos procedimientos, o los tres juntos, actúan de consuno.
El ejemplo más famoso del segundo caso, el séquito cómico de personajes trágicos y
elevados, es el bufón Rey Lear; sin embargo, en el mismo Lear, en Hamlet, en Romeo y
Julieta y en otras piezas podemos espigar muchos ejemplos similares.
En el curso del siglo XVI se fue recuperando la conciencia de la división de los destinos
humanos en las categorías de lo trágico y lo cómico. No había sido completamente
extraña en los siglos medievales una clasificación semejante, pero entonces el concepto
de lo trágico no podía desarrollarse libremente, y no en razón de que las obras trágicas
antiguas fueran desconocidas y olvidada o mal entendida la teoría antigua –circunstancias
de este género no hubieran cerrado el paso a un desarrollo autónomo de lo trágico-, sino
porque el modo de consideración cristiano-figural de la vida humana se oponía al
desarrollo de la tragedia. (…)
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En el curso del siglo XVI, la concepción figural cristiana se fue debilitando en casi toda
Europa; el desenlace en el más allá, aun cuando raramente abandonado por completo,
perdió seguridad y claridad, mientras volvían a aparecer ante la vista, incólumes, los
modelos antiguos y la antigua teoría (primero Séneca, y después los griegos). La
poderosa influencia de los autores antiguos favoreció grandemente el desarrollo de lo
trágico, pero no podía menos de ocurrir que dicha influencia estuviera a veces en
contradicción con las fuerzas nuevas que propendían a lo trágico partiendo de las
circunstancias dadas de la época y de la cultura propia.
La antigüedad veía los sucesos dramáticos de la vida humana sobre todo en la forma de
avatares de la fortuna, que le llegan al hombre de fuera y desde arriba, mientras que en el
modelo isabelino, la primera forma propiamente moderna de la tragedia, la índole
particular del héroe impone con mucho más vigor la significación de fuente de su destino.
Esta es, creo yo, la opinión general, que me parece excelente. Desde luego, es menester
matizarla y completarla. En la introducción de una edición de Shakespeare que tengo ante
mí la encuentro expuesta de la siguiente manera: “Y aquí llegamos a la gran diferencia
entre el drama griego y el isabelino: la tragedia en las piezas griegas es una tragedia
arreglada, en la que los caracteres no desempeñan un papel decisivo. No les cabe más
que actuar y morir. Pero la tragedia en las piezas isabelinas procede derechamente del
corazón de los personajes mismos. Hamlet es Hamlet, no a causa de que un dios
caprichoso le ha obligado a moverse en dirección hacia un fin trágico, sino porque hay en
él una esencia única que le hace incapaz de obrar de un modo diferente”. Y el crítico pone
luego de resalte la libertad de acción en Hamlet, que lo hace vacilar y titubear antes de
tomar una decisión, libertad de acción que ni Edipo ni Orestes poseen. (…)
Dentro de la gran variedad de los asuntos y la amplia libertad de movimientos del teatro
isabelino se nos pone de manifiesto cada vez la atmósfera totalmente particular, las
condiciones de vida y la historia anterior de los personajes; lo que ocurre en el escenario
no se limita estrictamente al transcurso del conflicto trágico, sino que se dan
conversaciones, escenas, personajes no exigidos necesariamente por la acción principal.
De esta suerte, nos enteramos de muchas cosas “accesorias” acerca de los
protagonistas, y nos formamos una idea de su vida normal y de su carácter peculiar, con
independencia de la trama en que ahora se hallan envueltos. Así es como el destino
significa mucho más que el conflicto actual. (…)
Ya hemos mencionado una de las causas o, por lo menos, de los supuestos de esta
representación mucho más amplia del destino humano: el teatro isabelino ofrece un
mundo humano mucho más variado que el teatro antiguo; están a su disposición todos los
países y épocas y, como tema, todas las combinaciones de la fantasía; los asuntos vienen
de la historia nacional y de la romana, de los remotos tiempos legendarios, de cuentos y
fábulas; los escenarios son Inglaterra, Escocia, Francia, Dinamarca, Italia, España, las
islas del Mediterráneo; de Oriente, la Grecia antigua, Roma y Egipto. El encanto de lo
exótico, así como Venecia o Verona lo suscitaban en el público inglés del 1600, es en el
teatro antiguo un elemento casi desconocido: una figura como Shylock plantea con su
mera existencia problemas que caen fuera de los dominios de ese teatro. Debemos
recordar que el siglo XVI posee ya un alto grado de conciencia histórica y de perspectiva.
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Quizá la mejor manera de abordar el mundo mental de Shakespeare sea observando todo
su canon a través del prisma de La tempestad, la última pieza que escribió en solitario y
que parece funcionar como ecuación del conjunto. Todas las cuestiones que estudió
están ahí aludidas, como queriendo mitificarse. Próspero es un ser curiosamente
impersonal, una especie de personaje de personajes que todo lo contiene y de cuyas
entrañas, a diferencia del resto de las creaciones shakesperianas, sabemos muy poco. W.
H. Auden decía que Shakespeare había dejado la obra hecha un desastre, poco más que
esbozada, pero no estoy seguro de que eso no fuera intencionado. Todo es muy
esquemático porque Shakespeare está buscando fundar un arquetipo, algo en sí mismo
imposible pero muy afín a la naturaleza de su imaginación avasalladora.
Más que la práctica del poder, a Shakespeare parece interesarle su suspensión, las
circunstancias que obligan al gobernante a detener la irreflexiva costumbre de mando y
volcar la fuerza de la acción hacia una interioridad recién descubierta. Su imaginación
está siempre al final de una era (la luz del crepúsculo, parece decirnos, es la única que
permite ver con claridad) y opera en un reino donde conviven extremos, tanto en el ámbito
espiritual como en el amoroso o el político. En sus obras lo sobrenatural suele funcionar
como detonante de una tormenta humana que luego se debe asumir sin la ayuda de
ninguna divinidad, de pronto enmudecida. Al afrontar la cuestión amorosa se preocupó,
como nunca nadie se había atrevido hasta entonces, por liquidar varios siglos de retórica
trovadoresca y proponer un nuevo lenguaje para una experiencia común. Y en el campo
del poder detectó un problema que sería luego generativo de la modernidad y que tiene
que ver con la crisis de la autoridad, de hecho con una natural imposibilidad del poder.
(…)
El príncipe Hamlet es el personaje que encarna trágicamente eso que hemos llamado el
desplazamiento, la pausa del poder que interrumpe la cadena irreflexiva de mando y
asesinato. En él confluyen la taciturnidad de Ricardo II, el amor filial de Hal y la
irreductible libertad de Falstaff, las dudas de Bruto y la brillantez de Antonio. Hamlet es un
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personaje muy difícil de interpretar porque está hecho de varias capas que se expresan
simultáneamente e impiden la caracterización. Es un ser eminentemente verbal: lleva una
máscara hecha de interpretaciones. En realidad, Hamlet es la antítesis de su padre, un
rey guerrero y decidido, que gana batallas y purga su alma en el purgatorio, como debe
ser. Su vástago, el príncipe heredero, está gordo (“he’s fat and scant of breath”, “está
gordo y le falta el aliento”, se le escapa a su madre al final), es hijo de un nuevo
saeculum, discípulo de Wittenberg, lector, mediocre poeta y para colmo sufre el mal de
Saturno. Al principio de la obra, recibe el mandato del espectro paterno de vengar su
muerte a traición, una costumbre muy de la época, pero él decide postergar el cometido
una y otra vez, primero porque cree y no cree en el fantasma de su padre y luego porque
se ve obligado a crear una obra de teatro interna que le confirme mediante la razón lo
revelado en el orden sobrenatural. Esa obra no es solo La ratonera –la farsa con la que
acusa a su tío Claudio de la trama urdida y con la que le crea una conciencia– sino el
propio espacio verbal que Hamlet abre con su decisión de pensar lo que su padre habría
resuelto de una estocada. (…)
De todo lo dicho hasta ahora podría deducirse que el juicio de Shakespeare acerca del
hombre y su mundo se resuelve en la pura negación, que condena tanto al gobernante
como a los gobernados, que desprecia al tirano y al rebelde, que considera fútil todo
progreso, que no cree que el hombre pueda cambiar. Pero no es verdad. No hay nada
más alejado del nihilismo cristiano que la apuesta vital de Shakespeare, que condena y
celebra el mundo con la misma intensidad. Ocurre tan solo que nunca se permite
simplificar la experiencia de la vida, sea en el orden que sea, con una abstracción que
impida ver a los seres humanos y distraiga la atención de su paso por la tierra. Para
Shakespeare el mundo está cambiando constantemente, aunque el sueño de la historia
no permita verlo. En La tempestad (1611) eligió despedirse con la afirmación más
atronadora que se haya escrito. Con su tempestad inventada, Próspero consigue que los
traidores caigan en su isla, se pierdan y se reencuentren, completamente transformados.
Antes ha logrado que su hija, Mir anda, se enamore de Fernando, el hijo del rey de
Nápoles. Y cuando finalmente los ve a todos reunidos, Miranda, con una ternura
inextinguible, exclama: ¡Qué maravilla! ¡Cuántas criaturas hermosas!/¡Qué bella es la
humanidad! ¡Magnífico mundo nuevo/que tiene tales habitantes!
A lo que Próspero, como en una ofrenda, replica: “’Tis new to thee”, “es nuevo para ti”.
Esa “beauteous mankind” y ese “brave new world” son los mismos de Macbeth y Falstaff,
de Hamlet y Ofelia, de Lear y Cordelia y de todas las personas a través de las que
Shakespeare hizo sonar la virtualidad humana. La isla de Próspero es el espacio puro de
un poder absolutamente desplazado donde solo sopla el sueño, que no debe entenderse
como evasión ni como fantasía narcótica y complaciente sino como el privilegio humano
de la imaginación y el pensamiento, de todo aquello que no puede ser sometido: “we are
such stuff / as dreams are made on, and our little life / is rounded with a sleep”, “estamos
hechos de la materia de los sueños y un dormir rodea nuestra breve vida”. Al final,
Próspero se destituye a sí mismo como rey de otro orden, rompe su vara y sumerge su
libro y vuelve a tomar posesión de su ducado simplemente para morir. Quizás en esa
distinción entre el “sueño” constitutivo de nuestra condición y el “dormir” que acecha la
brevedad de nuestra vida se cifre el verdadero poder que Shakespeare sigue
reconociendo en la humanidad.
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El sujeto renacentista pone en tela de juicio “la vieja doctrina medieval de que los
caballeros no debían ocuparse de las letras” (Mcpherson 2001: 533) y comienza a
despojarse de ella. En este despojo, el hombre letrado emerge en detrimento del hombre
guerrero. Esta transición daría cuenta de la caracterización de personajes como Hamlet:
él se constituye como un príncipe renacentista ya que sus preocupaciones recaen sobre
el cultivo de su intelecto y no sobre cuestiones bélicas –de hecho, el inminente ataque de
Fortinbras, el príncipe noruego, no lo inquieta de la forma en que sí le sucede al flamante
rey, su tío Claudius–. Sin embargo, mientras que el amor por las letras y el desarrollo de
facultades intelectuales se reviste de cierto carácter hedonista en boca de Gaveston, en el
príncipe danés experimenta un desplazamiento hacia el desarrollo del pensamiento
reflexivo, lo que se expresa de manera patente en sus soliloquios.
Los soliloquios de Hamlet pueden entenderse como gestos epistemológicos que intentan
comprender el mundo circundante sumido en la crisis que representa la transición del
Medioevo hacia el Renacimiento. No obstante, los modos de conocer de la Inglaterra
isabelina no se mantenían al margen de esa crisis, sino que son ellos mismos objeto de
interpelación. En este sentido, ya no resulta enteramente satisfactoria la exégesis
medieval mediante la cual “el hombre debe descifrar la inescrutable voluntad de Dios a
través de las cifras de este mundo”, actividad que lo convierte en un “semiólogo cristiano
[que] tiene la responsabilidad moral de leer e interpretar” (De Looze 1999: 291). Pero, por
otro lado, el Renacimiento inglés no termina de afianzar el lugar del hombre como sujeto
epistémico en relación con su entorno y con la divinidad ya que aún están “en proceso de
formación nuevas tendencias entre el hombre y el poder celestial” (Elton 1980: 6). Es así
como los soliloquios del príncipe de Dinamarca no sólo reflexionan sobre una exterioridad
que se trata de leer y conocer sino que recaen sobre sí mismos, convirtiéndose en
instancias metarreflexivas que indagan las propias posibilidades de reflexionar, sus
alcances y modalidades.