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HACIA UN MODELO ANTROPOLÓGICO DE LA PRÁCTICA PSICOTERAPÉUTICA

Michael HOUSEMAN*

1. Introducción

Muchos terapeutas consideran que existe una cierta cercanía entre la práctica psicoterapéutica y la
actividad ritual. No solamente se observan afinidades formales entre esta práctica y ciertos eventos
ceremoniales -la participación de muchas personas, la activación de un contexto espacio-temporal
especial, la evocación de agentes ausentes o invisibles, etc.- sino también la posibilidad de
prescribir rituales como recurso terapéutico (van der Hart, 1983; Selvini-Palazzoli et al., 1980;
Whiting, 1988). Así, la terapia sistémica se ha considerado un proceso ritual, sobre todo en
referencia a la progresión tripartita de los ritos de pasaje introducida por van Gennep (1909):
separación  liminaridad  agregación (Kobak y Waters, 1984; White, 1986; Roberts, 1988).
Igualmente ha influido mucho en este sentido el recorrido personal de Gregory Bateson, quien a
través del paradigma cibernético, pasó del estudio del rito de travestismo en los Iatmul de la
Papouasie - Nueva Guinea, a sus trabajos precursores y fundamentales sobre la esquizofrenia y el
doble vínculo.

Tengo sin embargo la impresión de que, en general, los acercamientos entre psicoterapia y ritual
se han formulado muy a la ligera. Han sido ante todo de orden metafórico y por esta razón
esencialmente equívocos: si permiten yuxtaposiciones evocadoras, representan al mismo tiempo
un obstáculo para la apreciación de los fenómenos propios del uno y la otra como modalidades de
interacción específicas1. Como etnólogo, diría que hay al menos dos direcciones posibles para
considerar la relación entre el ritual y la práctica psicoterapéutica de manera más rigurosa. La
primera, que sigo desde hace varios años (Houseman y Severi, 1998; Houseman, 1998, 1999,
2000, 2001), consiste en considerar las acciones rituales desde un punto de vista sistémico, es
decir centrando el análisis en la lógica interactiva que rige la activación de relaciones específicas
en el desarrollo de eventos determinados. La otra dirección consiste en abordar la psicoterapia
como objeto de estudio antropológico para destacar su propia complejidad. Es esta segunda vía
la que me propongo explorar aquí. Abordar la práctica psicoterapéutica de esta manera, plantea
implícitamente la cuestión de su estatus como modalidad de interacción diferenciada. Desde un
punto de vista antropológico, el interés de este cuestionamiento reside sobre todo en las aperturas
comparativas que puede suscitar; es decir, sobre bases nuevas, relacionar no solamente modelos
terapéuticos divergentes, en Occidente y en otros lugares, sino comparar la terapia con otros
hechos sociales de orden ceremonial, lúdico, teatral o cotidiano.

Antes de comenzar, debo advertir que no soy terapeuta. Las ideas expuestas aquí no proceden de
una familiaridad práctica con la psicoterapia (salvo como cliente), ni de su estudio sistemático, sino

*
Director de estudios en la Escuela Práctica de Altos Estudios (Sección Ciencias Religiosas), París. Director del
Laboratorio “Sistemas de pensamiento del África Negra” (UMR 8048 del EPHE y del CNRS). Artículo publicado en la
Revista Thérapie Familiale, Genève, 2003, Vol. 24, N° 3, pp. 289-312.
1
Como lo afirma E. Leach (1968: 526), de hecho entre los etnólogos existe “un desacuerdo casi total con respecto a lo
que se entiende con la palabra ritual”; ellos están lejos de formular una definición clara y precisa de este fenómeno. Por
mi parte, considero el ritual y su versión procesual, la ritualización, como una forma particular de participación, cuyas
propiedades, en gran medida están aun por descubrir. Tomadas estas precauciones, me permito plantear la
conceptualización siguiente: en medio de formas de comportamiento estipuladas a través de las cuales se actualizan las
relaciones, a la vez evocadoras (se refieren a múltiples dominios) y ambiguas (implican la condensación de modos
relacionales nominalmente antitéticos), los actos rituales brindan a los participantes experiencias excepcionales
integrativas, basadas en un cierto nivel de autorreferencia (tradicionalismo) y en la introducción de agentes y de
expresiones específicas (simbolismo); proveen contextos irrefutables que permiten una reevaluación de las relaciones
coordinadas que constituyen el universo social. Para una versión más completa y argumentada de esta definición ver
Houseman (2003); para una visión general de las propuestas antropológicas sobre el ritual, ver Bell (1997); para
discusiones recientes sobre el tema a partir de estudios de casos, ver Humphrey y Laidlow (1994) y Houseman y Severi
(1998).

1
de frecuentar en forma más o menos regular a un cierto número de terapeutas 2. Sin embargo, mi
intención no es proponer un análisis exhaustivo de la terapia, sino dar una "mirada lejana" (Lévi-
Strauss, 1983) y desde allí subrayar ciertos aspectos de este fenómeno que, muy a menudo, no
son mencionados por los mismos terapeutas.

La práctica psicoterapéutica será considerada aquí como un entrelazamiento de tres contextos


relacionales. Lo que se puede llamar "el trabajo en terapia" será considerado como una forma
particular (aunque lejos de ser la única) de hacer emerger condiciones de cambio relacional, o en
otros términos, como un contexto original que permite la actualización de tales cambios (Cabié y
Isebaert, 1997, 2000). Sin embargo, las interacciones entre el cliente y el terapeuta, que componen
ese contexto de cambio se dan en un contexto más amplio que les fija unas condiciones. Se trata
de la llamada "relación terapéutica" que se establece entre el cliente 3 y el terapeuta durante su
encuentro. Por su parte, ese contexto englobante que es la relación terapéutica emerge a su vez
en un contexto aún más inclusivo, el "contexto social" propiamente dicho, constituido por las redes
de relaciones en las que participan el cliente y el terapeuta. Así, los términos de "relación" y de
"contexto" se refieren a una misma realidad - una configuración relacional- pero analizada de dos
maneras distintas: lo que puede verse como un "contexto" con respecto a las relaciones por las
cuales él representa las condiciones de actualización, es al mismo tiempo una relación o un
sistema de relaciones cuyas condiciones de actualización son aportadas por un contexto más
amplio, a su vez constituido por un conjunto de relaciones. A partir de la hipótesis de que la
práctica terapéutica pone en juego varios niveles contextuales, voy a indagar sobre ciertos
aspectos de tres de estos contextos. Del más amplio al más específico, esos contextos son:

1> Las redes sociales en las cuales participan el cliente y el terapeuta, representando el
contexto de su encuentro.

2> La estructura relacional que define este encuentro y crea el contexto de trabajo en terapia.

3> Los procedimientos interactivos que intervienen en el curso de este trabajo terapéutico
para crear un contexto de cambio relacional.

2. Las redes sociales: el contexto del encuentro entre cliente y terapeuta

Qué predispone al cliente y al terapeuta a establecer una relación terapéutica? Qué traen el uno y
el otro a la consulta que les permite relacionarse en forma "natural" en función de la terapia?
Intentar responder a estas preguntas nos obliga a ampliar el campo de observación más allá de la
interacción cliente/terapeuta. Es así que nos inclinaremos por la forma como la participación del
cliente y del terapeuta en sus respectivas redes sociales puede preparar el terreno para el vínculo
más particular que va a surgir entre ellos a partir de su encuentro.

2
Son sobre todo terapeutas “sistémicos” que trabajan en su mayoría con el modelo de terapia breve centrada en las
soluciones: Marie-Christine Cabié, Ivonne Dolan, Carole Gammer, Insoo Kim Berg, Marika Moisseeff et Steve de Shazer.
Tengo que decir además que la mayor parte de las ideas que se presentan aquí se han elaborado en las discusiones
con el grupo de reflexión “Antropología clínica” (Marie-Christine Cabié, Giordana Charuty, Luc Isebaert, Michael
Houseman, Marika Moisseeff y Ann-Christine Taylor). Los razonamientos más finos son del grupo; los menos acabados
son los míos. Algunas partes de la argumentación fueron presentadas en el 6° Coloquio de la Sociedad Francesa de
Terapia Familiar (Enero 27, 2001, París) y en el equipo “Las razones de la práctica: invariantes, universales, diversidad”,
del Laboratorio de antropología social (EHESS/CNRS/Collège de France). Una primera versión del texto ha recibido los
comentarios de Michel Cartry, Arnaud Halloy, Jacques Miermont, Veronique Regamey, Carlo Severi, Eduardo Viveiros de
Castro y los miembros del taller “Manuscritos en curso” del Laboratorio “Sistemas de pensamiento en África negra”
(EPHE/CNRS). Agradezco a todos.
3
Siguiendo una tendencia actual, no usaré el término “paciente” sino el de “cliente”, entendiéndolo como “el cliente y su
sistema”, familiar u otros; por comodidad, cliente y terapeuta estarán siempre en masculino.

2
1) De parte del cliente

“Creo que mis cosas (cuya naturaleza exacta no es pertinente aquí) no van bien. Deseo que eso
cambie. Hablo acerca de mi con mis próximos, padres o amigos, y eventualmente, aconsejado por
ellos, hablo con otras personas más distantes, que tienen alguna experiencia en los problemas que
afronto (el tío de un amigo, un profesor, un religioso, etc.). Progresivamente, si la situación
persiste, considero la posibilidad de ver un terapeuta. Tomo consejo, escucho recomendaciones,
me informo sobre un tal individuo o servicio, sobre tal o cual tipo de terapia, etc. Finalmente, decido
hacer una cita. Llamo al servicio o a la persona en cuestión, explico mi necesidad y acordamos una
fecha. Espero. Llegan el día y la hora y acudo donde la persona que me espera para una
consulta”.

En este largo proceso, el individuo interesado está lejos de ser pasivo. Sus preguntas y las
entrevistas que puede tener, participan de un trabajo de reflexión constante, no sólo sobre él
mismo, su comportamiento, sus límites, sus aspiraciones, su familia, sus amistades, su trabajo,
etc., sino igualmente sobre la naturaleza de la relación entre cliente y terapeuta. Qué es eso de "ir
a terapia"? Qué significa volverse cliente? Surgen toda una serie de imágenes, de evaluaciones y
de hipótesis, a partir de las cuales, el cliente, imaginando tanto las reacciones del terapeuta como
las suyas, elabora su propia representación interior de la relación terapéutica 4. Para delimitar mejor
este trabajo preparatorio, consideraremos cómo el cambio de actitud del cliente, marcará la
diferencia entre comentar los problemas con sus familiares y consultar a un terapeuta.

Este cambio de actitud se refiere a dos aspectos que aluden a la visión que tiene el cliente del
terapeuta como profesional. En primer lugar, cuando me entrevisto con un amigo, la presuposición
tácita es no solo que yo puedo cambiar, sino que me puedo cambiar a mí mismo: espero de él o de
ella, indicaciones que me permitirán ver mi situación de otra manera y actuar en consecuencia.
Pero cuando pienso en consultar un terapeuta, mi actitud frente a él no es la misma: sigo pensando
en que puedo cambiar, pero ante la aparente incapacidad de hacerlo por mí mismo, espero que él
"haga algo" para que yo cambie. Si atribuyo a la interacción con el terapeuta un poder tal de
provocar en mí un cambio (sin que la naturaleza de esta operación esté bien definida), es que yo
estimo que el terapeuta se diferencia de mis próximos en un punto esencial. Mis próximos, en
reacción a mis propósitos, actúan ante todo para ellos mismos: sus palabras y actitudes sobre mí,
se basan en las emociones e intenciones que ellos tienen hacia mi.

Por el contrario, el terapeuta, movilizando un saber-hacer específico en el cual es experto, se


supone que intervendrá ante todo para mí y no para el mismo; sus propios sentimientos y
motivaciones no entran en juego. Es por esto que uno le paga: es su trabajo. Así, el terapeuta
adoptará ante mi una posición a la vez de gran proximidad (como alter-ego que hará conmigo lo
que no logro hacer por mí mismo) y de distanciamiento (como extraño con quien no mantengo
relaciones). Debido a que los miembros de mi entorno tienen de hecho sus propias perspectivas
sobre mi (perspectivas a las cuales yo me atengo), no sabrían hacer lo que espero de un
profesional desinteresado: que se ponga en mi lugar.

He aquí entonces las proposiciones que animarán las expectativas del cliente: de una parte, que el
terapeuta desencadene un cambio en él, pues él no puede cambiar por sí mismo, y de otra parte,
el terapeuta actuará así de manera impersonal, por cuenta del cliente y no por su propia cuenta.
Conviene subrayar que esto no significa que el cliente buscará simplemente hacerse manipular sin

4
La imagen-robot del cliente que se presenta aquí es indudablemente reduccionista. Muchas personas llegan a la
terapia por referencia de otros profesionales (de servicios médicos, instancias judiciales, policía) o presionados por los
cónyuges u otros miembros de la familia. Busco a través de este esbozo simple subrayar que es muy raro que el cliente
inicie una terapia “en frío”. Esta práctica se acompaña inevitablemente de una reflexión sobre sí mismo y de una
evaluación del terapeuta por contraste con otros interlocutores de su entorno, operaciones que organizan y orientan las
expectativas del cliente con respecto al terapeuta. Este proceso es visto como un aspecto constitutivo del proceso
terapéutico que surge en la relación cliente/terapeuta. Desde esta perspectiva, en tanto que no haya demanda, no se
sabrá si hay proceso terapéutico.

3
que su propia voluntad intervenga, ni que carezca de sentimientos ambivalentes frente a la terapia
y al terapeuta, ni que no reconozca que este, en tanto que individuo, puede tener también actitudes
personales hacia él. Simplemente, frente a un sufrimiento que se vuelve cada vez menos
soportable, abrumado al sentir que sus opciones se restringen y que no puede actuar de otro
modo, estas consideraciones son puestas entre paréntesis en beneficio de una actitud más simple,
disminuida o unidimensional: la búsqueda de alguien que, de manera desprendida, haga que el
cliente cambie de alguna manera. Cómo se articula esta visión con la que puede tener el
terapeuta?

2) De parte del terapeuta

El terapeuta participa también de una red social donde figuran no sólo amigos y miembros de su
familia, sino sobre todo otros terapeutas. Me refiero a los numerosos encuentros entre colegas,
más que todo en congresos, programas de formación, grupos de supervisión, etc., donde
comparten sus experiencias profesionales y las dificultades que afrontan 5. En el marco de estas
reuniones, en las cuales muchos terapeutas basan la legitimidad de su estatus profesional, llevan
una reflexión similar a la que trae, de manera más solitaria, el futuro cliente: sobre sí mismos, sus
propios temores, sus propias ambiciones, etc., pero también sobre la naturaleza y los objetivos de
la relación terapéutica y su rol al interior de esta relación. Intentemos imaginar cómo este trabajo
de autorrepresentación reiterado puede orientar la actitud del terapeuta frente a su cliente.

En tales reuniones profesionales, los asistentes no se comportan como terapeutas ante clientes, ni
como clientes ante terapeutas, sino de una manera que, sin que se excluyan las relaciones
jerárquicas, recuerdan las relaciones que tiene el futuro cliente con sus próximos: los participantes
esperan que todos expresen en palabras y en actos sus propios valores y experiencias. No es sino
dentro de una situación como tal, altamente personalizada y a veces conflictiva, donde los
sentimientos y las motivaciones de cada uno son a la vez estimulados y respetados y donde las
preguntas, las vacilaciones y las especulaciones de los participantes pueden exponerse para
convertirse en objetos de una reflexión común. Esta reflexión se organiza alrededor de dos asuntos
recurrentes en el conjunto de las tradiciones terapéuticas, sean occidentales o no: la ética y la
técnica.

Dentro de la “postura ética” está la preocupación siguiente: puesto que yo puedo hacer el bien,
puedo igualmente hacer el mal (sea por omisión o por incompetencia). En el caso de la
psicoterapia, y quizá más aún de la terapia sistémica, este dilema se plantea en forma de mandato:
el terapeuta no debe intentar cambiar el cliente sino permitirle cambiarse a sí mismo. En efecto, el
gran peligro para el terapeuta sería hacer algo en lugar del cliente, no solo porque no se lograría
(porque sería el terapeuta quien lo desea y lo hace y no el cliente), sino sobre todo porque son la
voluntad y las escogencias del cliente y no las del terapeuta las que deben respetarse por encima
de todo. Se encuentra aquí el eco de lo que representan para cada muchos los dos principios
fundamentales de la práctica ericksoniana (Haley, 1973): el cliente sabe lo que es bueno para él y
tiene los recursos para lograrlo. Esta situación paradójica en la cual se sitúa el terapeuta no es
siempre fácil de manejar. No es sorprendente entonces constatar que buen número de respuestas
ofrecidas en los encuentros profesionales a propósito de determinada dificultad reportada por un
participante, consiste en reasegurarlo sobre los límites de lo que puede hacer como terapeuta. Esta
será entonces una primera actitud del terapeuta que surge de su participación en su red
profesional: no debe olvidar que no es omnipotente; los cambios que puede inducir su intervención
en los clientes son limitados, y con frecuencia inciertos; dependen, en última instancia, del cliente
mismo y no del terapeuta.

En cuanto a la “postura técnica”, esta se resume en la pregunta siguiente: en qué medida la


eficacia de la terapia deriva de un conjunto de procedimientos técnicos o de las cualidades de los

5
Agradezco a Marika Moisseeff por advertirme la importancia de estos encuentros profesionales para comprender la
práctica terapéutica.

4
terapeutas? La respuesta que da la reflexión colectiva de los pares a esta pregunta -a saber que
las dos cuentan- no es simple. De un lado, la cantidad de esfuerzos y de energía consagrados a la
trasmisión de procedimientos protocolarios y de los razonamientos que les subyacen, muestra la
importancia explícitamente reconocida a la dimensión técnica de la terapia (dimensión que,
además permite discriminar entre diferentes modelos terapéuticos). Pero al mismo tiempo, el
marco tan personalizado, es decir íntimo, dentro del cual tiene lugar la exposición de estas
consideraciones técnicas, da cuenta, generalmente en forma implícita, del gran valor dado a las
cualidades de los terapeutas en cuanto individuos. Así, la pregunta sobre la persona en una
actividad que se define a través de una competencia técnica, permanece en suspenso por los
términos mismos del dilema, al no estar situados en el mismo plano ni ser jamás verdaderamente
confrontados.

Ahora bien, esto no impide que para los psicoterapeutas esta pregunta encuentre su propia
respuesta en la convicción personal de que practica la terapia, no tanto porque lo haya querido,
sino porque en razón de sus experiencias de vida, de los azares de su formación, de los
encuentros con otros etc., ha sido llamado a hacerlo 6. Se supone que es la terapia la que escoge
sus terapeutas y no a la inversa. Si como lo afirman muy decididos buen número de terapeutas,
"uno no llega a ser terapeuta por azar" (proposición frecuente en otras tradiciones terapéuticas,
occidentales y de otros lugares), es que uno está personalmente predispuesto a serlo.
Encontramos ahí una segunda actitud del terapeuta estimulada por su participación en los
encuentros con colegas: la competencia técnica es primordial pero no lo es todo; existe en él otro
nivel de competencia que proviene de su historia particular y de su sensibilidad personal.

De esta forma, las actitudes que traen a la consulta el cliente y el terapeuta a partir de su
participación en sus respectivas redes sociales, son casi opuestas: mientras el cliente espera del
terapeuta que él lo cambie, el terapeuta se cuida de hacerlo; y mientras el cliente espera que el
terapeuta actúe de forma impersonal, es como personalidad particular que el terapeuta debe
actuar. Cómo se relacionan estas dos perspectivas divergentes?

A fin de conciliar las ideas que tiene de su práctica y las expectativas en parte contradictorias del
cliente, haciendo acopio de su saber-hacer técnico, el terapeuta tenderá a adoptar una actitud
ambivalente que pone en juego, de manera simultánea, dos planos diferentes: actuando
impersonalmente pero de una manera personal, el terapeuta buscará cambiar al cliente a fin de
que éste pueda escoger cambiarse a sí mismo 7. Queriendo hacer lo que anticipa el cliente pero no
de la forma como el cliente espera, el terapeuta se desdobla: el rol que asumirá frente al cliente se
beneficia de una dimensión suplementaria.

Es lo contrario para el cliente, quien bajo la presión de su sufrimiento, tenderá a situarse en un


plano único, que es el de su necesidad urgente de un intermediario desprevedido que pueda
hacerlo evolucionar. Es este desdoblamiento virtual del terapeuta (a la vez impersonal y personal,
buscando a la vez cambiar y no cambiar) frente a la actitud estrecha del cliente (en busca de una
fuente impersonal de cambio), la que, si todo va bien, servirá como punto de partida para
establecer la relación terapéutica.

3. Principios de pragmática intuitiva: una caja de herramientas

Para comprender la lógica interactiva que define la consulta terapéutica y para trazar con base en
ella los límites de la relación que se establece, acudiré a unas hipótesis subyacentes que permiten
identificar y relacionar diferentes principios de la pragmática intuitiva presentes en las actividades
sociales. El modelo que propongo, esbozado apenas aquí, distingue cuatro orientaciones
pragmáticas asociadas, próximas a los vocablos siguientes: INTERACCIÓN ORDINARIA, RITUAL,

6
A propósito de tales “factores no específicos” en terapia ver Lazarus (1981) y Norcross (1986).
7
La delicada posición del terapeuta es sucintamente resumida en un afiche publicitario de Bob Patterson: “Guru de
autoayuda número tres en Norteamérica: Ayúdeme a ayudarle a ayudarme a ayudarle”.

5
JUEGO y ESPECTÁCULO. Las diferencias entre estas orientaciones no se basan en criterios
objetivos y observables, sino sobre todo en consideraciones de orden subjetivo, propias de la
experiencia de los mismos participantes; más precisamente, se relacionan con suposiciones que
comparten en cuanto a la naturaleza de la relación (inferible de comportamientos perceptibles:
palabras y actos), y con las disposiciones afectivas e intencionales que viven. Es decir, parto de la
idea de que el vínculo entre acciones y disposiciones no se experimenta de la misma manera en el
rito, el juego, el espectáculo ni la interacción ordinaria.

1) La interacción ordinaria

Se funda en la premisa de que en principio existen un grado de coherencia entre las disposiciones
y los actos y una cierta orientación entre estos dos registros: se considera que los actos expresan o
notifican emociones e intenciones (disposiciones  acciones). Mi manera de actuar reflejará mis
estados internos; si yo me disgusto, es que tengo cólera. Encontramos en este principio de
"notificación", lo que Searle (1972), en referencia a los actos del lenguaje, denominó la "condición
de sinceridad" y que Grice (1979), antes de él, bajo el nombre de "máxima de calidad", incluyó
entre las condiciones de conversación, cuyo interés principal no es tanto que ellas deben ser
respetadas por los interlocutores sino presupuestas por ellos, de manera que las pueden explotar,
por ejemplo en las figuras retóricas.

Porque como nadie tiene acceso directo a las motivaciones y a los sentimientos del otro, la
ecuación disposiciones  acciones es con frecuencia incierta: la relación entre estados privados
y comportamientos perceptibles puede ser expresamente modificada o disimulada. En
consecuencia la interacción ordinaria implica una parte importante de negociación en el curso de la
cual las posiciones de los participantes están ajustándose continuamente. Según que mi reacción
de cólera desencadene en el otro un acto agresivo o una actitud de conformidad, mis sentimientos
se modificarán y actuaré en consecuencia. Desde éste punto de vista, mientras que las
disposiciones estén bien definidas, los comportamientos aparecerán como contingentes.

En resumen, basándose en la experiencia de las propias emociones e intenciones y en inferencias


sobre las emociones y las intenciones de los otros a partir de la observación de sus
comportamientos, los participantes de una interacción ordinaria se involucran en la co-construcción
de una realidad social mutuamente acomodante.

2) El ritual

En el caso de los rituales, las situación es diferente. La estructuración del comportamiento, si bien
puede implicar una parte de negociación o de improvisación, es fuertemente limitante. Los rituales
son formas de conducta bien definidas, convencionales o estipuladas que ofrecen a los
participantes las bases tangibles para la elaboración de sus vivencias individuales; son "actos
arquetípicos" a los cuales las condiciones ordinarias de intencionalidad no se aplican (Humprey y
Laidlaw, 1994). La eficacia de una acción ritual, es decir la adhesión de los participantes a las
realidades que esta acción pone en escena, les exige que tengan una experiencia personal. Pero
esta experiencia, investida de emociones y de intenciones propias de cada uno de los
participantes, contempla inevitablemente una parte idiosincrática. Por esto, las acciones rituales
son ambiguas, polisémicas, incluso paradójicas. Incorporan elementos tomados de una variedad
de dominios y la mayor parte del tiempo implican la condensación de modalidades de relación
nominalmente antitéticas (Houseman y Severi, 1998): una agresión puede ser al mismo tiempo un
acto de maternaje protector; una exhibición de autoridad puede ser al mismo tiempo una
simulación, etc. En consecuencia, las emociones y motivaciones apropiadas para estas acciones
son difíciles de determinar: los dispositivos afectivos e intencionales de los participantes son en
gran medida variables de un individuo a otro, como resultado de una negociación de cada uno
consigo mismo.

6
Tomemos un ejemplo. No es porque las mujeres estén tristes y furiosas que gritan y lloran al ver
partir a los muchachos del pueblo al campamento iniciático donde, dicen que serán devorados por
un monstruo. Algunas pueden estar más o menos tristes o furiosas, otras estarán orgullosas,
ansiosas o quizá divertidas. Hay muchas probabilidades de que experimenten una mezcla de
sentimientos contradictorios, tanto más cuando la mayoría de ellas son conscientes que la realidad
del monstruo en cuestión no es cierta, contrariamente a lo que pueden imaginar los muchachos
que escuchan sus gritos y llantos de desesperación. Por el contrario, la acción de gritar y llorar
prescrita dentro del marco del rito impone a estas mujeres un anclaje común que moldea su
vivencia individual de este episodio conmovedor. Aquí, la presuposición que rige la adecuación
entre los actos, de un lado, y las disposiciones emocionales e intencionales del otro, es entonces la
inversa de aquella que define a la interacción ordinaria: no se trata de un comportamiento
socialmente negociado que notificaría las disposiciones afectivas e intencionales de los
participantes, sino de un comportamiento impuesto en el crisol del cual cada uno de ellos elabora
sus estados interiores. Son las acciones las que preparan las disposiciones de los participantes
(disposiciones  acciones). Según esta presuposición pragmática, los actos rituales, a pesar de
su carácter prescrito, no son menos sentidos realmente, aunque impliquen una condición de
"instrucción" más que de "notificación".

Para resumir a grandes rasgos el contraste entre "interacción ordinaria" y "ritual" en tanto que
proceden de postulados pragmáticos diferentes, se podría decir que mientras que en la interacción
ordinaria la pregunta dominante es "dado que yo siento (y que puedo inferir el sentimiento de los
otros), cómo debo yo actuar?, en el ritual es más "dada mi manera de actuar (y de lo que puedo
percibir de las acciones de otros), qué debo sentir? Los dos casos suponen entonces una
continuidad o convergencia entre disposiciones personales de un lado y actos del otro, pero
orientada en sentidos opuestos.

3) El juego

Lo que importa en un partido de ajedrez o de póquer, por ejemplo, no es que los actos de los
jugadores expresen sus emociones o intenciones privadas, sino que estos actos se ajusten a un
conjunto de reglas o de convenciones que existen independientemente de los afectos y de las
motivaciones de los participantes y cuya observación constituye su interacción como jugadores 8.
Ésta presuposición pragmática que rige la actividad lúdica, según la cual existiría una ruptura entre
las disposiciones personales de los participantes y su interacción común, se encuentra fácilmente
en la expresión "esto es un juego". De igual forma, un participante que se dejara invadir por sus
emociones, cuando perdiera por ejemplo, sería tratado como un mal jugador. El juego aparece así,
a primera vista, como lo contrario de la interacción ordinaria: no se caracteriza, como el ritual, por
una inversión de la orientación del vínculo entre disposiciones y acciones, sino por una ruptura de
ése vínculo. Se diría entonces del juego que se rige por una condición pragmática de
"conformidad" (disposiciones acciones). Esto no significa que en el juego haya que
suprimir las emociones, sino que ni las emociones autorizadas en esta situación, ni su expresión,
son constitutivas de la interacción específica de sus participantes. Sin embargo ahí hay un
problema, porque un juego que no incluya alguna experiencia afectiva es aburridor y tendría pocas
razones para existir. Sería un mal juego tanto para los jugadores como para los espectadores
eventuales.

Así, la situación pragmática que subyace al juego se revela más compleja. Más precisamente,
favorece un cierto desdoblamiento en los participantes, quienes deben activar sus emociones e
intenciones privadas sin que entraben el desarrollo de sus actos, los cuales se rigen no sólo por
sus disposiciones personales sino también por las reglas o convenciones del juego en cuestión. Un

8
La noción de “juego” se introduce aquí en sentido inglés de “game”, en el cual las reglas del juego son explícitas y no
en el sentido de “play”, donde tal explicitación no es tan evidente. Esto porque busco poner el acento sobre lo que los
dos tipos de juego tienen en común (más sensible en el caso del “game”), es decir, una interacción modulada por la
subordinación de las disposiciones espontáneas de los participantes a los preceptos o acuerdos exteriores.

7
juego es en efecto mucho más interesante si existe esta tensión entre las disposiciones
emocionales e intencionales de los jugadores y el imperativo de subordinar sus acciones a unos
preceptos exteriores. Sería entonces más exacto caracterizar la condición de "conformidad" que
define una situación de juego, como un vínculo que va de las disposiciones hacia las acciones,
pero que implica un grado de discontinuidad o de incongruencia.

4) El espectáculo

Completemos nuestro cuadro con el caso del espectáculo, tomando como ejemplo la presentación
teatral. La orientación del vínculo entre disposiciones y acciones en el teatro sería parecida a la del
rito: son los actos del espectáculo los que se supone provocan en los participantes unos estados
emocionales. Al mismo tiempo, el espectáculo presenta una diferencia esencial con respecto al
ritual en la medida en que, igual que el juego, presupone un grado de incongruencia entre el
comportamiento del actor y las emociones e intenciones que pueden inducir este comportamiento. 9
De hecho, lo propio del espectáculo es que no son los actores quienes deben conmoverse con la
actuación de los personajes sino los espectadores, y que la inhibición de lo afectivo en los primeros
se impone como condición para evocar el sentimiento en los segundos.

Las diferentes escuelas de teatro, aún aquellas de inspiración stanislavskiana (Stalinavski, 1937),
atribuyendo una primacía al sentimiento del actor, están de acuerdo sobre este punto: es
imperativo que el actor se distancie de las emociones y de las intenciones del personaje que
exhibe en escena. Así, mientras que un estado de cólera implica ordinariamente una tensión
muscular, para que un actor pueda representar de manera convincente a alguien encolerizado,
debe por el contrario permanecer lo más relajado posible; idealmente, es en el espectador donde
se hará sentir la crispación de los músculos. La condición pragmática que define una situación de
espectáculo, caracterizada como una condición de "exhibición", sería entonces la de una
interrupción del vínculo que va de las acciones hacia las disposiciones (disposiciones
acciones).

Pero, como el juego, la situación del espectáculo es de hecho más compleja. Un actor que se limita
a la imitación, es decir, a reproducir con tanta rigidez los gestos, la marcha, la voz, etc. de una
persona encolerizada, por ejemplo, es generalmente un mal actor. Lejos de evocar emociones en
quienes lo observan, será tan aburridor como un jugador que, indistintamente del tema del juego,
no haga sino actuar según las reglas. Todo el arte del actor consiste precisamente en animar su rol
con emociones e intenciones provenientes de su vivencia personal, sin que ellas se confundan con
las motivaciones y los estados afectivos atribuibles al personaje que pone en escena. El actor
conjugará los comportamientos expresivos como punto de partida de su trabajo -estilo de
elocución, actitudes faciales y corporales, etc.- con elementos tomados de su propia experiencia
(tanto de actor como de su vida cotidiana), para restituir en esta representación, a la vez pública y
personalizada, una experiencia escénica que responde a exigencias específicas (un texto a
pronunciar, la escucha y la mirada de los espectadores, las ideas del maestro de escena, etc.).

Es a través de este proceso, fruto de un largo aprendizaje técnico, que cuando es plenamente
dominado se convierte en una segunda naturaleza, que el actor llega a presentar un personaje
capaz de conmover, es decir dotado, a la vista de los espectadores, de sentimientos y de
intenciones que no son las de actor. Desde este punto de vista, la eficacia de la actuación del actor
implica de hecho que él actúe en la escena como un sujeto virtualmente desdoblado: actor
(singularizado por su propia vivencia afectiva e intencional) y rol (representación distanciada de un
modelo de la experiencia) se imponen como distintos pero necesariamente ligados entre sí. La
tensión que produce esta co-presencia y el margen de movimiento que sugiere, es la que induce
en el espectador el esbozo de un desdoblamiento similar: durante el espectáculo y a veces fuera
de él, el espectador se vive como alguien que asiste a una producción ficticia, y al mismo tiempo,

9
Para un análisis diferente de las condiciones pragmáticas que rigen una situación de enunciación ritual, en contraste
con las que rigen la presentación teatral, ver Severi (2002).

8
se siente intensamente afectado por la actuación de los personajes. Está a la vez presente en el
teatro y transportado fuera de él.

5) Las cuatro modalidades de interacción y representación

Se presentan en la figura 1; por una parte, ellas se definen por la orientación del vínculo entre
disposiciones y acciones, y por otra, por la orden positiva o negativa que porta este vínculo.

INTERACCION ORDINARIA JUEGO


“Notificación” “Conformidad”
Disposiciones Acciones Disposiciones Acciones

RITUAL ESPECTÁCULO
“Instrucción” “Exhibición”
Disposiciones Acciones Disposiciones Acciones

Figura 1

Antes de preguntarse sobre el proceso terapéutico a la luz de ésta rejilla, conviene subrayar que
los principios de notificación, conformidad, instrucción y exhibición que figuran allí, no constituyen
descripciones de estos diferentes tipos de actividades. Ellos corresponden más a unos
presupuestos pragmáticos que, de manera implícita y sin que sean sistemáticamente respetados
en los hechos, orientan la participación y el reconocimiento de diferentes géneros de observación.
Aquí, la interacción ordinaria, el ritual, el juego y el espectáculo no representan categorías
fenomenológicas reduccionistas sino polos organizadores de la participación coordinada de los
actores en unos sentidos particulares. Así, la rejilla propuesta no puede confundirse con un modelo
taxonómico que permitiera decir: esto es un ritual, esto es un juego, etc. Es ante todo una caja de
herramientas para el análisis de fenómenos (cualquiera sea el nombre que uno les de), poniendo
en relación una pluralidad de modos de interacción diferentes, como ocurre en muchos juegos,
espectáculos y rituales, y también en la práctica terapéutica.

4. La relación terapéutica: el contexto de trabajo en terapia

Para abordar el contexto relacional que define la consulta en la terapia sistémica, se tomará como
punto de partida lo que creo que constituye la relación básica que se instaura entre cliente y
terapeuta. Se trata evidentemente de una caricatura de inspiración rogeriana (Rogers, 1951), que
tendría el mérito de destacar ciertas propiedades distintivas de esta situación, que todo el mundo
reconoce como más compleja y sutil. El intercambio que precipita y resume la oscilación de los
participantes en la relación terapéutica, sería grosso modo el siguiente:

 El cliente: yo no sé... voy mal... estoy triste ...


 El terapeuta: usted se siente triste

Por razones no evidentes, la respuesta del terapeuta, quien no hace sino repetir lo que le comunica
el cliente en una forma ligeramente diferente, tiene unos efectos que van más allá de lo que podría
esperarse. En general, evoca en el cliente otras palabras dirigidas el terapeuta, no solamente más

9
completas sino también más detalladas y concretas que las precedentes, las cuales marcan el
verdadero inicio del trabajo terapéutico compartido. Este intercambio mínimo, reiterado miles de
veces de diversas formas en el curso de las sesiones que seguirán, a la vez activa y recapitula la
relación muy particular que provee las condiciones necesarias para poner en acción el conjunto de
técnicas de las que dispone el terapeuta. Todo esto tiene una importancia primordial. Ensayemos
entonces ilustrarlo a la luz de la figura 1, centrando la atención no sobre los enunciados del cliente
y el terapeuta, sino sobre los presupuestos pragmáticos que subyacen a su enunciación.

1) Notificación

En la medida en que el terapeuta no tiene acceso directo a los estados emocionales e


intencionales de su cliente, las palabras que utiliza no se sitúan en ese mismo plano. Esta
desviación es más relevante para ambos si el contenido de los enunciados es el mismo (el cliente
se siente triste). En lo que concierne al cliente, la situación parece demasiado clara. Sus propósitos
supuestos son expresar algo de su estado emocional e intencional: que se siente triste (o con
rabia, frustrado, descontento, etc.) y lo explícita. Tomar la palabra implica entonces una
presuposición de "notificación" tal como esta ha sido definida (disposiciones acciones). Es
totalmente distinto el enunciado del terapeuta.

2) Exhibición

Por su parte, el terapeuta se encuentra en una situación parecida a primera vista a la de un actor
durante un espectáculo: sus palabras no buscan explicitar sus propios estados emocionales ni
intencionales. Además, el hecho de que sus propósitos se basen en lo que él no puede sentir (lo
que el cliente siente), prueba claramente, para los dos participantes, que su intervención no intenta
de ninguna manera expresar sentimientos. Con sus palabras, el terapeuta busca sobre todo
provocar estados emocionales e intencionales en el cliente. Desde este punto de vista, sus
palabras están animadas por lo que he llamado una presuposición de "exhibición" (disposiciones
acciones). El contenido exacto de las emociones e intenciones que inducen las palabras
del terapeuta en el cliente permanece indeterminado en la medida en que esto dependerá en gran
parte de la vivencia particular de la persona. Sin embargo, lo importante no se sitúa ahí, sino en el
mecanismo de esta inducción, el cual nos obliga a considerar más de cerca la complejidad que
encierra la premisa de "exhibición" característica de la intervención del terapeuta.

Sigamos la analogía del teatro. Un buen actor no debe confundir sus propios afectos y
motivaciones con los estados emocionales e intencionales asociados al personaje que encarna,
pero tampoco debe limitarse a reproducir en la escena, simple y fríamente, las actitudes y gestos
que corresponden a esos estados. Evita estos dos obstáculos mostrando a los espectadores una
representación personalizada de su rol, en la cual su saber-hacer técnico y su propia experiencia
(teatral y cotidiana) están conjugadas estrechamente. Ocurre lo mismo al terapeuta, teniendo en
cuenta el cambio significativo que corresponde a la diferencia entre el contexto interactivo de la
consulta terapéutica y el del espectáculo. Mientras que en el espectáculo, el comportamiento del
actor y el del espectador supuestamente responden a una condición pragmática de "exhibición", en
la terapia, sólo el comportamiento del terapeuta respondería al principio de "exhibición"; el cliente
actuaría según la condición de "notificación".

Como el actor, el terapeuta debe guardar distancias con respecto a las actitudes espontáneas
hacia el cliente y sus propósitos y debe separar sus reacciones personales del personaje que
asume frente al cliente como profesional. Un terapeuta que se comportara simplemente o aún
principalmente en función de lo que siente en el momento, sería un amigo y no un terapeuta. Al
mismo tiempo, el terapeuta debe acompañar sus palabras y sus actitudes con un sentimiento
verdadero, sin el cual dejaría de ser un interlocutor válido para el cliente, quien además espera del
terapeuta una sensibilidad especial.

Cómo responde el terapeuta a esta doble exigencia? Partiendo de los elementos dispersos que le

10
ofrece el cliente ("voy mal... soy amargado"), él se hace una representación, muy parcial, de la
situación emocional e intencional del cliente (está triste y estima que ese estado de cosas es
insatisfactorio). El terapeuta restituye esta representación de la situación del cliente, apelando en
principio a un saber-hacer técnico, que llega a ser quasi-automático por su formación y su práctica,
y también personalizando está restitución, es decir modulándola en función de su propia
experiencia en terapia y en la vida cotidiana, muy diferente de la de su cliente. Ahora, esta
representación que propone el terapeuta al cliente se distingue de la que presenta el actor a los
espectadores en varios puntos. Primero, no se basa en la situación del terapeuta sino en la del
cliente. Luego, en forma correlativa, se presenta bajo la forma de una potencialidad, de un estado
de hecho en potencia, es decir, no en medio de una serie de acciones como lo hace el actor, sino a
través de un conjunto organizado de expectativas. El "usted se siente amargado" del terapeuta,
enunciado a medio camino entre la afirmación y la interrogación, sería un ejemplo: devolviéndole al
cliente su propio propósito y haciendo una ligera variación -por el tono, el ritmo, la reformulación (el
cliente no es amargado, sino que se siente amargado, de Shazer y Miller, 2000) o simplemente por
el hecho quien enuncia no es el mismo-, el terapeuta presenta al cliente, en forma de expectativa,
una matriz experiencial única, a la vez consonante con la vivencia del cliente y animada por las
disposiciones personales del mismo terapeuta.

Puede decirse del actor que, en medio de las acciones que constituyen la presentación "total", de
su personaje, intenta imponer a los espectadores su representación personal del papel que pone
en escena. Por el contrario, el terapeuta, a través de las reacciones que integran una presentación
"parcial" de su representación personal del cliente, busca solicitarle una acción nueva (dirigir otras
palabras al terapeuta, por ejemplo). En esta perspectiva, la eficacia del espectáculo, comúnmente
clasificada como una "identificación del espectador con el personaje", consistiría en la emergencia
en el espectador de una experiencia "parcial" apelando a sus propias emociones e intenciones, que
responden a la representación personalizada "total" que le comunica el actor. De igual forma, la
eficacia del proceso de empatía o de afiliación (Minuchin, 1974) en la interacción terapéutica
residiría en el surgimiento en el cliente de una experiencia "total" de él mismo, que responde a la
representación personalizada "parcial" que le aporta el terapeuta.

La eficacia de la presentación del espectáculo como la de la consulta terapéutica reposa en gran


parte en un proceso de desdoblamiento virtual. El actor es a la vez actor y rol, de modo que la
exhibición "total" de esta copresencia induce en el espectador una vivencia afectiva nueva, bajo la
forma de un desdoblamiento "parcial". En forma análoga, el desdoblamiento "parcial" que presenta
el terapeuta (él es a la vez individuo y terapeuta, personal e impersonal, desea a la vez cambiar y
no cambiar al cliente), induce en el cliente un desdoblamiento complementario. Es decir, el
terapeuta incita al cliente a asumir, por sus actos, una nueva perspectiva de sí mismo. Esta
analogía destaca una diferencia suplementaria entre terapia y teatro. En el caso del espectáculo, el
doble carácter del actor se confiesa abiertamente, mientras que el desdoblamiento del espectador
pasa en silencio. En la consulta terapéutica, es a la inversa: el desdoblamiento del terapeuta es
tácito y el del cliente es objeto de una atención explícita. En efecto, el objetivo principal de la
intención terapéutica es invitar al cliente, utilizando como referencia la representación "parcial" de
sí mismo que le comunica el terapeuta, a verse como otro, es decir a admitir la posibilidad de
diversos puntos de vista sobre sí mismo y por lo tanto a apreciarse como potencialmente plural. En
otras palabras, es a través de una delegación por el cliente al terapeuta de su propia reflexividad,
que la visión hasta entonces aplanada o transparente que tenía el cliente de sí mismo y de su
situación puede comenzar a tomar espesor. Es solo con esta condición -la posibilidad de que
podría ser diferente permaneciendo fiel a sí mismo- que el cliente puede aceptar la eventualidad
del cambio, razón de ser de su consulta.

El trabajo en terapia consiste en explotar, a través de diversos dispositivos, los potenciales de


elección y de movimiento que introduce esta doble perspectiva. La activación de esta relación ha
estado preparada por la participación del cliente y del terapeuta en sus redes sociales respectivas.
El cliente "notifica" al terapeuta la visión que se ha vuelto comprimida y unidimensional sobre sí
mismo y sobre el terapeuta. El terapeuta, a través de una "exhibición" que hace intervenir su propia
posición desdoblada (cultivada en el curso de encuentros profesionales), se apoya sobre esta

11
visión del cliente para abrirle la posibilidad de una multiplicidad virtual.

Este contexto interactivo que comparten el cliente y el terapeuta ("notificación" del uno y
"exhibición” del otro), no parece limitado a la psicoterapia. Se encuentra igualmente, con unas
variaciones y unos grados de elaboración distintos, en muchas situaciones que se pueden calificar
como "consulta terapéutica": la visita a un médico, una consulta a un curandero tradicional o a una
vidente por ejemplo.

5. El trabajo en terapia: crear las condiciones del cambio relacional

El trabajo en psicoterapia consiste en gran parte en la explotación de otras dos modalidades de


interacción identificadas en la figura 1, pero que no son movilizadas en la construcción de la
relación terapéutica: el JUEGO, regido por un principio de "conformidad" (disposiciones
acciones), y el RITUAL, caracterizado por una condición de "instrucción" (disposiciones
acciones). Me refiero aquí a lo que parece constituir los dos dispositivos mayores de la práctica
psicoterapéutica: de un lado, el juego de ficción, y del otro, la ritualización de la sesión.

1) Conformidad

Entiendo por "juego de ficción", no solo las técnicas asociadas al psicodrama o al sociodrama
(Moreno, 1965), sino el conjunto de procedimientos en los cuales el cliente está expresamente
invitado a participar por el terapeuta a "hacer como si": a identificarse con tal persona, a encarnar
tal objeto, a imaginarse en tal situación, etc. 10 En el marco de éstos procesos, el cliente, adoptando
maneras de decir, de actuar y de pensar que contrastan con las de su experiencia habitual, se
encuentra virtualmente desdoblado. Introduce inevitablemente un grado de incongruencia entre los
actos que realiza en el curso del juego de ficción y sus dispositivos intencionales y afectivos
espontáneos. Aun cuando trata de representar su propio personaje, el cliente, prestándose a una
simulación explícita, toma una distancia frente a sus sentimientos y motivaciones inmediatos: se
fuerza a actuar como si fuera él mismo. Es verdad que las reglas de juegos de ficción parecidos no
son siempre evidentes. Pero poco importa, pues de hecho, lo que cuenta es la condición
pragmática de "conformidad" que los define (disposiciones acciones): el comportamiento del
cliente no es vivido ni por él ni por el terapeuta como la pura expresión de los estados emocionales
e intencionales del momento, sino como la respuesta a un principio de orden que le es exterior, es
decir, ser otro él mismo.

Desde este punto de vista, el juego de ficción está emparentado con el juego ya descrito: las
acciones y las palabras de los participantes, aunque animadas por sus estados afectivos privados,
deben al mismo tiempo obedecer a las convenciones que impone el trabajo en terapia. Esto no
quiere decir que la vivencia afectiva e intencional del cliente no tenga lugar en el juego de ficción.
Al contrario: como en el caso de los juegos no terapéuticos, es la tensión que anima la divergencia
entre lo que hace y dice el cliente-jugador y sus sentimientos presentes, lo que hace interesante el
juego y le da su fuerza evocadora y su capacidad de conmover. Además, por regla general, es esta
tensión la que hace desencadenar el juego de ficción: son las emociones y las intenciones del
cliente, conjugadas con una condición pragmática excepcional (la de hacer como si), las que
terminan por tomar preponderancia. En efecto, el resultado esperado del juego de ficción es que la
simulación termine por disolverse bajo la presión en alguna suerte de afectos e intenciones
sentidos por el cliente, disolución que se realiza bajo la forma de una revelación repentina, de una

10
Desde esta perspectiva, entre las numerosas técnicas utilizadas en psicoterapia, las más cercanas a los “juegos de
ficción” son: las tareas de interacción dentro de las sesiones (Minuchin y Fishman, 1981), la escultura (Jul, Cantor y Jul,
1973), la pregunta milagro y el uso de escalas (Berg y Miller, 1992), la búsqueda de excepciones ((de Shazer, 1991), las
preguntas circulares (Selvini-Palazzoli y cols., 1980), la prescripción de tareas (Andolfi, 1982), diversos procedimientos
que se basan en la hipnosis ericksoniana (Erickson, Rossi y Rossi, 1976), escribir cartas a sí mismo y traer a la consulta
a diferentes partes de la persona (Dolan, 1991), la construcción de narraciones alternativas (White y Epston, 1990), el
uso de la “silla vacía” (Perls, Hefferlina y Goodman, 1951), entre otras.

12
explosión de rabia, de abatimiento, de un sentimiento de bienestar inesperado, etc. El juego de
ficción se interrumpe, pues las maniobras del cliente ya no son regidas por el principio de
"conformidad", sino por el de "notificación": el cliente retorna a su punto de partida, a sí mismo,
pero cambiado por la nueva experiencia vivida por el juego de ficción.

Así, para que un juego de ficción tenga éxito, tiene que fracasar en cuanto juego: lo que comenzó
como una simulación debe incorporarse en la vida cotidiana. En síntesis, el dispositivo del juego de
ficción consiste en hacer que el cliente, a partir de las condiciones de juego (disposiciones
acciones) se reencuentre, en las condiciones de renovadas de interacción ordinaria
(disposiciones acciones)

Desde este punto de vista, el juego de ficción visto en este sentido más amplio, se opone útilmente
al "juego sin fin" imaginado por Watzlawick y cols. (1972: 236-239) como paradigma de los impases
de comunicación de las interacciones ordinarias. La regla del juego sin fin consiste en sustituir
sistemáticamente una negación por una afirmación y viceversa de modo que ningún mensaje se
puede situar fuera del juego. En una situación así, es lógicamente imposible emitir un mensaje que
permitia salir del juego, por lo cual surge la necesidad de una intervención exterior (del terapeuta):
"paremos el juego" será entendido como "continuemos el juego" y "continuemos el juego" no será
visto como un metamensaje (sobre el juego) si no como "ruido" o como una forma adicional de
continuar jugando. Por el contrario, en el juego de ficción, que tiene lugar en el contexto de
"notificación"/"conformidad" que caracteriza la consulta terapéutica y que de hecho integra una
relación con un exterior que es el terapeuta mismo, la regla ("supongamos que") esta destinada a
ser infringida desde el interior, no en virtud de un razonamiento lógico sino en razón del
surgimiento de emociones y/o de intenciones nuevas se ocasiona este juego. En el primer caso, los
participantes, frente a la ilusión de una elección posible, están sujetos a una imposibilidad
razonada de cambio; en el segundo, es la experiencia de afectos y de intenciones inesperadas la
que en sí misma da al cliente la prueba del cambio y por lo tanto de su capacidad de elegir.

2) Instrucción

El segundo dispositivo esencial de la práctica psicoterapéutica, que abarca en alguna forma del
primero, es la ritualización de la sesión, entendida como el conjunto de restricciones a la acción
que instaura el terapeuta para la realización de las entrevistas con el cliente: la periodicidad, la
duración y el lugar de la consulta, la disposición de los interlocutores y el protocolo para tomar la
palabra, la remuneración, las tareas, etc.. En efecto, como lo observa muy justamente Miermont
(1987: 453), "el encuadre mismo de una psicoterapia o de una terapia familiar es ya un ritual
completo”. Uno de los aspectos fundamentales de los fenómenos de identificación, en sentido muy
amplio, que se dan entre cliente y terapeuta en el curso de la terapia, consiste precisamente en
una evolución de la actitud frente a estos elementos de ritualización. Desde las primeras sesiones,
estos componentes del encuadre terapéutico son vividos por el cliente como imposiciones,
estipulaciones formales un poco artificiales, que no dejan de inducirle un conjunto de emociones y
de especulaciones cuya naturaleza exacta dependerá en parte de su propia vivencia personal. El
cliente se encuentra así en una situación similar a la del rito, en la medida en que no son sus actos
los que procederían de sus dispositivos privados, sino sobre todo estos últimos los que emergen en
función de los actos que su participación en la terapia le imponen cumplir. En otros términos, las
interacciones de cliente y terapeuta con respecto a los protocolos de la consulta serán sostenidos
por lo que yo he designado como una condición de "instrucción" (disposiciones  acciones).

Sin embargo, a medida que se suceden las sesiones, esta actitud cambia: los elementos
previamente vividos como restricciones quasi arbitrarias, impuestas desde el exterior, tomarán más
la forma de arreglos justos dentro de la interacción que siguen con el cliente. Así, por ejemplo, la
remuneración no será tanto un pago exigido por un servicio sino un medio para regular la relación
con el terapeuta, guardar las distancias o reducirlas, o aun una manera de organizar los gastos.
Las restricciones espaciales y temporales de la terapia se convertirán más en referentes útiles
dentro de la acomodación de un lugar que el cliente puede reconocer como conveniente. Las
tareas serán vividas no tanto como obligaciones artificiales sino como oportunidades para explorar

13
y comprender mejor su situación personal. Así, apropiándose de los protocolos terapéuticos, el
cliente da testimonio a sí mismo y al terapeuta de su aptitud para alterar su perspectiva y tener
nuevas experiencias. Esta evolución se vuelve más evidente cuando el cliente, sin hacerlo
intencionalmente, reacciona a las estipulaciones del protocolo: cuando falta a su cita, cuando se
olvida de pagar, cuando se sienta en la silla que habitualmente ocupa el terapeuta, cuando no hace
la tarea o la cambia por otra, etc. Tanto las modificaciones del comportamiento del cliente fuera de
las sesiones, como todos estos actos fallidos serán interpretados, por el cliente y por el terapeuta,
como indicadores de cambios reales en los estados emocionales e intencionales del cliente, no
solo con respecto al terapeuta y al trabajo terapéutico, sino con las personas y las circunstancias
de su vida cotidiana.

De esta manera, a medida que avanza la terapia, las actuaciones del cliente con respecto a las
consignas no serán vistas por él ni por el terapeuta, como restricciones impuestas sino como
expresión de sus propias motivaciones y dispositivos afectivos. En otros términos, se pasa de la
ritualización a la banalización: lo que comenzó como un ritual asume progresivamente las
cualidades de una interacción ordinaria: el principio de "instrucción" (disposiciones  acciones)
cede el lugar a la "notificación" (disposiciones  acciones). Con esta disminución progresiva de la
ritualización de la sesión en cuanto tal, el cliente se encuentra entonces de hecho en su punto de
partida pero con una diferencia esencial: ya no es el mismo.

En la perspectiva esbozada aquí, el trabajo en terapia crea las condiciones del cambio relacional
en medio de una doble inversión. La primera, realizada a través de los juegos de ficción que
fracasan en tanto juegos, corresponde a un cambio de valencia del vínculo entre acciones
perceptibles y disposiciones emocionales e intencionales: el paso de un mandato negativo basado
en este vínculo a un mandato positivo (de disposiciones acciones a disposiciones 
acciones). La segunda, mediatizada por unos protocolos de la consulta que para el cliente pierden
progresivamente su carácter ritualizado, equivalen a una inversión de la orientación del vínculo
entre acciones y disposiciones (de disposiciones  acciones a disposiciones  acciones). De esta
forma, nuevas condiciones de la interacción ordinaria se recomponen a partir del fracaso, para el
cliente mismo, de los presupuestos pragmáticos que definen estas dos modalidades de interacción
y de representación que son el juego y el ritual. El trabajo del terapeuta es proporcionar al cliente
las condiciones que le permiten operar esta doble inversión. Así, este trabajo y la actitud del cliente
inherente a éste trabajo, o sea desear comprometerse temporalmente en las actividades lúdicas y
ritualizadas destinadas al fracaso en cuanto tales, solo es posible en razón del acuerdo que existe
entre cliente y terapeuta con respecto a la naturaleza muy particular del contexto que define su
encuentro: el comportamiento del uno, guiado por un presupuesto de "notificación", participará en
la interacción ordinaria, mientras que el comportamiento del otro, dirigido por un principio de
"exhibición", se parecerá al espectáculo. Estos diversos elementos de la práctica terapéutica se
representan en la figura 2: el eje notificación/exhibición que define la instauración de la relación
terapéutica y los desplazamientos mediatizados por (a) el juego de ficción y (b) la ritualización de la
sesión.

a A
JUEGO
INTERACCION
ORDINARIA

b
ESPECTACULO

RITUAL
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6. Conclusión

Inscribiéndome en el encuentro evocador pero a veces demasiado ambiguo entre la psicoterapia y


el ritual, intenté proponer ciertas perspectivas antropológicas sobre la práctica psicoterapéutica,
considerando tres contextos relacionales:

1> El encuadre que representa la participación del cliente y del terapeuta en sus respectivas
redes sociales.
2> La relación terapéutica que tiene lugar entre cliente y terapeuta a partir de su encuentro y
3> Los dispositivos activados en el curso de la terapia, que generan las condiciones del
cambio relacional.

Estos tres contextos están encajados los unos en los otros. De una parte, los dispositivos
protocolares del "juego de ficción" y de la "ritualización de la sesión", así como la recomposición de
las condiciones de interacción ordinaria a la cual pueden llegar, suponen la instauración preliminar
de la relación terapéutica como una condición pragmática específica, descrita aquí como una
articulación entre los principios de "notificación" y de "exhibición". De otra parte, el establecimiento
de esta relación terapéutica es ella misma preparada, de un lado, por las interacciones anteriores
del cliente con sus próximos, interacciones que favorecerían una cierta reducción de las
expectativas del cliente con respecto al terapeuta, y del otro, por la participación del terapeuta en
reuniones con colegas, la cual favorecería una actitud virtualmente doble del terapeuta frente a sus
clientes eventuales. Considerando estos tres niveles contextuales, intenté mostrar en qué medida
la práctica terapéutica es más compleja que lo que podría entenderse como "ritual", "juego",
"espectáculo" o "interacción ordinaria": es una puesta en relación particular de estas diferentes
modalidades de interacción lo que le da una forma y una lógica distintas.

Es evidente que ciertos aspectos de este análisis se aplican igualmente, con más o menos
coherencia, a diversos tipos de terapia. Desde este punto de vista, sería tomando en cuenta las
variaciones sobre este esquema de base que convendría situar los modelos terapéuticos
divergentes: las distintas modalidades por las cuales activan los juegos de ficción y la ritualización
de las sesiones, las diversas formas que toma la articulación entre los presupuestos pragmáticos
de "notificación" por parte del cliente, y de "exhibición" por parte del terapeuta en el curso de la
consulta, las propiedades institucionales y sociológicas que, en uno u otro caso, caracterizan las
redes sociales en las cuales participan clientes y terapeutas. Sin embargo, un trabajo comparativo
de este tipo, exige que se le reconozca a la interacción terapéutica un cierto número de cualidades
específicas. La pretensión de este estudio fue dar un primer paso antropológico en ese sentido.

Michael HOUSEMAN
E-mail: houseman@attglobal.net

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