Está en la página 1de 349

Michel Lussault

El hom~re espacial
La construcción social
del espacio humano

Arnorrortu/editores
¿Qyé tienen en común el tsunami del26 de diciembre de 2004,
que devastó las costas del sudeste de Asia; la difusión del virus
del SRAS, en 2003; la promoción de la imagen de una ciudad;
las acciones locales para oponerse a la instalación de un inci-
nerador de residuos; un microconflicto entre dos individuos
sentados frente a frente; la intención de un funcionario recién
electo de cambiarle el nombre a la región que ha comenzado a
presidir; la desafortunada candidatura de París a los Juegos Olímpicos de 2012?
Tienen en común el hecho de que son fenómenos sociales y fenómenos espa-
ciales, y que no devienen plenamente comprensibles si se oculta esta dimensión
espacial. En tanto que la existencia de los seres humanos es espacial en cada
momento, en tanto que la mundialización se manifiesta y se expresa día a día me-
diante fenómenos espaciales espectaculares, profusamente mediatizados, resulta
curioso comprobar que el espacio continúa siendo un punto ciego en nuestras re-
flexiones sobre las sociedades. Este libro intenta paliar ese olvido, proponiéndole
al lector un modo de empleo del espacio humano (sobre todo, el urbano) y empe-
ñándose en dilucidar las implicaciones políticas y sociales de tal enfoque.

MICHEL LUSSAULT, doctorado en Geografía, es director del Instituto Francés de


Educación de Lyon y profesor en la Universidad Franc;:ois-Rabelais de Tours.
Desde fines de la década de 1980, sus trabajos giran en torno a la relación de los
individuos con los espacios vitales. Entre sus últimas publicaciones figuran
Lavenement du monde. Essai sur fhabitation humaine de la terre, De la lutte des classes a la
lutte desplaces, Habiter. Le propre de fhumain y, junto con J acques Lévy, el Dictionnaire
de la géographie et de l'espace des sociétés.

ISBN 978-84-610:9049-5

~
Q.)

1i
Álllorrortu /edito res 9 7 88 4 6 1 090 495 8
El hombre espacial
Esta obra se ha beneficiado del P.A.P. GARCÍA LORCA, Progra-
ma de Publicación del Servicio CultUl'al de la Embajada de Fran-
cia en España y del Ministerio francés de Asuntos Exteriores.
El hombre espacial
La construcción social
del espacio humano

Michel Lussault

Amorrortu editores
Buenos Aires - Madrid
Biblioteca de sociología
L'homme spatial. La construction socia/e de l'espace humain, Michel
Lussault
© Éditions du Seuil, 2007
Traducción: Heber Cardoso
©Todos los derechos de la edición en castellano reservados por
Amorrortu editores Espafia S.L., C/López de Hoyos 15, 3° izquierda -
28006 Madrid
Amorrortu editores S.A., Paraguay 1225, 7" piso- C1057AAS Buenos Aires
www.amorrortueditores.com
La reproducción total o parcial de este libro en forma idéntica o modifi-
cada por cualquier medio mecánico, electrónico o informático, incluyen-
do fotocopia, grabación, digitalización o cualquier sistema de almacena-
miento y recuperación de información, no autorizada por los editores,
viola derechos reservados.
Queda hecho el depósito que previene la ley n° 11.723
Industria argentina. Made in Argentina
ISBN 978-84-610-9049-5 (España)
ISBN 978-950-518-260-2 (Argentina)
ISBN 978-2-02-093795-5, París, edición original

Lussault, Michel
El hombre espacial. La construcción social del espacio humano.-
1" ed.- Buenos Aires : Amorrortu, 2015.
352 p. ; 23x14 cm.- (Biblioteca de sociología)
Traducción de: Heber Cardoso
ISBN 978-84-610-9049-5 (España)
ISBN 978-950-518-260-2 (Argentina)
l. Sociología. I. Cardoso, Heber, trad. II. Título.
CDD 301

Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192. Avellaneda, provincia
de Buenos Aires, en abril de 2015.
Tirada de esta edición: 2.000 ejemplares.
Índice general

9 Prefacio
11 Agradecimientos

15 Apertura
20 La naturaleza es un artificio
24 Un sistema espacial complejo
31 La lucha por los lugares
34 Un punto ciego
38 Una dimensión del sistema social

43 Primera parte. El espacio de las sociedades


45 l. Un espacio con características propias
45 Los fundamentos del espacio y de la espacialidad:
la separación, la distancia
55 Conjurar la distancia: técnicas y tecnologías del juego
67 Un espacio híbrido y sus atributos

87 2. Las «especies de espacios)) del geógrafo


89 Del buen uso de los lugares
103 ·El área: un espacio topográfico divisible
126 Un espacio topológico: la red
130 Formar paisaje
134 Del espacio a la espacialidad

139 Segunda parte. Hacer con el espacio


141 3. La operación espacial
142 Los humanos y los no-humanos: pequeña
presentación de los operadores de la espacialidad

7
162 El espacio como operador: un ejemplo
de casi-personaje
171 La acción espacial

181 4. Una geografía de las situaciones


181 La prueba del espacio
196 Las tres relaciones con el espacio

207 5. Los juegos de lenguaje de la acción espacial


207 Un giro lingüístico
222 Del buen uso espacial de lo legendario
246 Dominio espacial

251 Tercera parte. Variaciones geográficas


sobre el tema de lo urbano
253 6. De la ciudad a lo urbano
254 La cité, la ciudad, lo urbano
258 Lo urbano sin figuras

285 7. Un nuevo enfoque de las realidades urbanas


286 Lo urbano como horizonte
304 Una gramática de los espacios urbanos
. 324 ·Hacia un urbanismo pragmático

329 Epílogo. Habitar el espacio terrestre:


del lugar al Mundo

333 Bibliografía
341 Índice de nociones

8
Prefacio

En el comienzo de Especes d'espaces, uno de sus libros


más famosos, Georges Perec presentaba así su tema: «El
espacio de nuestra vida no es continuo, ni infinito, ni ho-
mogéneo, ni isótropo. ¿Sabemos, empero, con precisión
dónde se quiebra, dónde se curva, dónde se desconecta y
dónde vuelve a unirse? Raramente procuramos saber más
sobre ello, y la mayoría de las veces pasamos de un espa-
cio a otro sin pensar en medir, asumir o tomar en cuenta
esos intervalos de espacio».
Perec anúnciaba, además, que Especes d'espaces sería,
como reacción a ese desconocimiento, el «diario de un
usuario del espacio», un intento de leer el espacio cotidia-
no, el de la vida habitual, y destacaba que la aparente evi-
dencia de esa cotidianidad encubría, de hecho, «una forma
de opacidad» que anestesiaba la capacidad para compren-.
der aquello con lo que se constituye.
Este libro tuvo origen en esa comprobación de Georges
Perec. Nuestra existencia, en cada momento y de princi-
pio a fin, es enteramente espacial. Se compone día a día de
fracciones de espacio que organizamos para el logro de
nuestros fines, compele a que dispongamos esos diferentes
espacios vitales relacionándolos, que los ajustemos a nues-
tras acciones prácticas. Sin embargo, esos espacios múlti-
ples, que nos parecen evidentes, se revelan impensados.
Constituyen un punto ciego en nuestros discursos y nues-
tros conocimientos. Los analizamos muy poco; a menudo
nos conformamos con privilegiar un enfoque descriptivo
de ellos, a lo cual contribuye la geogra:fia clásica, o con pro-
poner ingenierías espaciales: las de los ordenamientos del
espacio, el urbanismo, la promoción inmobiliaria, el comer-
cio; el turismo, etc., todas ellas utilitaristas y positivistas.
De esta manera, pese a que la vida humana consiste
siempre en habitar el espacio, pese a que la vivencia de los

9
individuos siempre está fundada, en mayor o menor medi-
da, en una experiencia espacial, el espacio de las socieda-
des humanas permanece en silencio. Aun cuando «el es-
pacio es una duda» (Perec), las ciencias humanas y socia-
les, que a menudo lo reducen a una simple superficie de
proyección de los fenómenos sociales, no consideran parti-
cularmente importante su estudio metódico. Sólo la an-
tropología le otorga importancia, aunque centrándose en
una escala, la del espacio doméstico, lo cual, como se verá,
no es suficiente.
El recorrido que le plantearé al lector será en verdad
muy distinto: a partir de numerosos y variados ejemplos
(un tsunami, el acto fundador de un movimiento en favor
de los derechos civiles de los negros norteamericanos, una
política territorial en Liverpool, la promoción de la ima-
gen de Dubai, los rechazos locales a acciones de ordena-
miento del espacio, un microconflicto entre individuos
sentados frente a frente, la voluntad de un funcionario
electo de cambiar el nombre de un territorio, etc.), trataré
de demostrar que es imposible pensar las sociedades sin
tomar en cuenta su dimensión espacial. Esto-me llevará a
presentar, al mismo tiempo, las características de los es-
pacios de las sociedades y las modalidades de su uso por
los actores sociales. De esta manera, al intentar modesta-
mente prolongar las intuiciones de Georges Perec, así co-
mo las de su diario espacial, me propongo formular el mo-
do de empleo del espacio humano.
Este libro ha sido escrito por un geógrafo, a partir de lo
que la geografía puede aportarle al conocimiento. No se
trata, por lo tanto, de un manual para especialistas. De
ahí que no dedicaré exposiciones eruditas al pensamiento
geográfico ni a su historia, sino que recurriré en gran me-
dida a trabajos de sociología, filosofía, historia, urbanis-
mo, ciencia política y semiología.
Quise redactar un ensayo destinado a áportar algunos
elementos probatorios capaces de sostener dos hipótesis
de pesadas consecuencias, en especial políticas: ante todo,
el hombre es un «animal espacial» y las sociedades consti-
tuyen una organización de las espacialidades. Luego, en
tanto que Michel Serres y muchos otros autore~ destacan
que vivimos en una etapa de cambio social comparable, en
términos de amplitud, al pasaje del paleolítico al neolíti-

10
co, por mi parte, pienso que este cambio se puede apre-
hender mejor gracias a la perspectiva espacial. En efecto,
las propias características de la sociedad mundializada,
que se construye ante nuestra vista, son predominante-
mente espaciales: movilidad, auge de las telecomunicacio-
nes, cambio de los regímenes de proximidad, coespaciali-
dad, constitución de hábitats politópicos (es decir, aumen-
to de la cantidad de personas que habitan de manera per-
manente en varios lugares), urbanización generalizada,
aparición de grandes conmutadores espaciales (como los
aeropuertos), especialización funcional del espacio en tor-
no de algunas grandes figuras (como el parque de diver-
siones o el centro comercial), creciente segregación social;
incremento del poder de las identidades fuertemente te-
rritorializadas, multiplicación de los conflictos derivados
del ordenamiento urbano, aumento de la preocupación
por el medio ambiente, etc. Todas estas expresiones de la
constitución del mundo contemporáneo son espaciales y
las encontraremos a lo largo del libro. Del mismo modo
que la modernidad occidental llevaba a insistir, sobre to-
do, en el dominio del tiempo, dándole a este el lugar más
relevante, ¿no podríamos decir, con Ed Soja (1989), que en
la actual fase histórica la ventaja se transfiere al espacio?
Así, comprender el espacio y la espacialidad implica do-
tarse de los medios para captar el mundo tal cual es. Si la
geografía asume el espacio, lo hace, sin duda, para tratar
de comprender las modalidades de constitución de las ac-
tuales realidades sociales: se dirige, pues, a todos aquellos
interesados en los problemas de la sociedad.

Agradecimientos
Esta obra es fruto de una reflexión iniciada hace casi
veinte años. No se trata, sin embargo, de una compilación
de artículos -aunque retomo elementos de trabajos ante-
riores-, sino de una nueva síntesis, que desarrolla nume-
rosas hipótesis inéditas. Esta empresa es tributaria de
muchas contribuciones, directas o indirectas, de colegas y
amigos. Entre todos aquellos cuya frecuentación y diálogo
más o menos prolongado me resultaron valiosos, debo ci-

11
taren primer lugar a Jacques Lévy, sin el cual nada ha-
bría sido posible y que me acompaña desde hace diez años
en muchas aventuras intelectuales, como la edición del
Dictionnaire de géographie et de l'espace des sociétés, en
2003. Su enfoque sobre lo que la geografía puede aportar
en términos de conocimiento me sigue pareciendo ejem-
plar. Asimismo, gracias a los intercambios que mantuve
con cada uno de ellos en su momento, también alimenta-
ron mis reflexiones los geógrafos Raffaele Cattedra,
Christine Chivallon, Bernard Debarbieux, John Entrikin,
Hervé Gumuchian, Christian Grataloup, Rémy Knafou,
Denis Retaillé, Jean-Bernard Racine, Ola Soderstrom,
Mathis Stock, Jean-Fran<;ois Staszack, Angelo Turco y
Anne Volvey. Entre los que no son geógrafos, estoy par-
ticularmente en deuda con Thierry Paquot y su genio para
el debate de ideas, así como con Jean-Fran<;ois Augoyard,
Jean-Samuel Bordreuil, Laurent Devismes, Patrick Gar-
cia, Marcel Gauchet, Yves Grafmeyer, Isaac Joseph, Bru-
no Latour, Sandra Laugier, Hervé Le Bras, Lorenza Mon-
dada, Olivier Mongin, Jean-Luc Pinol, Serge Thibault,
Jean-Paul Thibaud y Christian Topalov.
Agradezco también a Fran<;ois Bon, Laurent Evrard y
Martín Arnold, así como a Gilles Bouillon, Bernard Pico y
todo el equipo del Centre Dramatique Régional de Tours.
Todos ellos me suministraron el oxígeno necesario y me
posibilitaron las indispensables aperturas intelectuales
para tratar de evitar un encierro demasiado grande en las
problemáticas de las ciencias sociales.
Mi especial gratitud para Yves Winkin, quien durante
cuatro años siguió este trabajo desde Éditions du Seuil.
Sus punzantes lecturas de las diferentes versiones del tex-
to me permitieron aventurarme en terrenos nuevos y des-
cubrir aspectos del pensamiento geográfico cuya existen-
cia ni siquiera sospechaba. Jean-Luc Giribone me conce-
dió el honor de incluirme en la colección «La couleur des
idées» y sugirió útiles modificaciones.
Este reconocimiento no estaría completo si no agrade-
ciera a Laurence Vet por su energía y constante apoyo a lo
largo de todo este recorrido. En ocasión de nuestros in-
tercambios y viajes, a menudo fue la primera en verificar
la validez de mis hipótesis, y lo hizo con una paciencia y
generosidad sin par.

12
Por último, quiero dedicar este libro a la memoria de
Roger Yvars, de su mujer, Sylvie, y de dos de sus tres hi-
jas, desaparecidos el26 de diciembre de 2004, en el litoral
de Tailandia, durante el tsunami.

13
Apertura

Comencemos con dos cortos relatos.

l. El26 de diciembre de 2004, a las 7.58 (hora local;


0.58 UTC), * se produjo un violentísimo temblor de tierra,
de magnitud 9 en la escala abierta de Richter, a lo largo
del litoral indonesio, frente a la región de Atjeh, en el ex-
tremo norte de Sumatra. Se trataba del cuarto sismo en
orden de magnitud entre todos los registrados desde co-
mienzos del siglo XX, después de los verificados en Chile,
el22 de mayo de 1960, en Alaska, en 1964, y en las islas
Andreanof, en 1957. Como se puede apreciar, semejante
manifestación geofísica, pese a su intensidad excepcional,
no dejaba de tener equivalentes en la (corta) escala de los
tiempos contemporáneos. Ese temblor de tierra provocó
un reacomodamiento vertical del fondo marino de una
veintena de metros, originando así un espectacular tsuna-
mi. El brutal movimiento de la corteza terrestre repercu-
tió sobre toda la masa de agua, generando varias oleadas
cuya potencia no residía tanto en la altura como en el in-
menso volumen de la masa de agua desplazada por cada
ola y en la velocidad de desplazamiento (entre 500 y 800
km/h) del conjunto. De este modo, cada ola que llegaba a
la costa podía penetrar profundamente en las tierras cuyo
nivel era similar al del mar, con un enorme potencial des-
tructivo. Esto fue lo que sucedió aquel 26 de diciembre,
tanto po;r la potencia del maremoto como por la configu-
ración de las costas que barrió.
A las 8.38 hora local (1.38 UTC), una primera ola lle-
gaba a las costas de la región de Atjeh, ya afectada por el

* El tiempo universal coordinado, o UTC (sigla que deriva de la conci-


liación entre la expresión inglesa Coordinated Universal Time y la fran-
cesa Temps Universal Coordonné), es el principal estándar que se uti-
liza en el mundo para la regulación de los relojes y el tiempo. (N. del T.)

15
sismo, y devastaba la franja litoral, caracterizada por un
hábitat urbano pobre y de construcción más bien modesta.
A las 2.43 (UTC), también eran alcanzadas las costas de
Tailandia (en particular, las playas e islas del sur, como
Phuket, Khao Lak, Phi Phi, lugares muy turísticos), Bir-
mania y Sri Lanka. Luego, el tsunami llegó a la costa este
de la India, para afectar d~spués la costa norte, Bangla-
desh y Singapur. Su prop~gación continuó hasta las 12
(UTC) alcanzando entonces los litorales de Somalia y
Tanzania, a 5.000 kilómetros del epicentro del sismo.
La extrema violencia del maremoto, que llegó incluso a
modificar notoriamente algunas líneas costeras, resulta
difícil de imaginar. El balance material y humano, terri-
ble y por otra parte imposible de cuantificar con exacti-
tud, habla por sí mismo. Los perímetros costeros más ba-
jos y poblados fueron devastados. La mayoría de las vi-
viendas, construcciones, infraestructuras, comercios e in-
dustrias resultaron destruidos en las zonas afectadas. El
agua se llevó todo a su paso; enormes cantidades de es-
combros, restos y cuerpos fueron arrastrados y luego de-
vueltos. Para tener una referencia, se piensa que el tsuna-
mi arrastró, sólo en la costa de Atjeh, más de diez veces el
volumen de escombros -estimado en 1.200.000 metros
cúbicos- que se desplomó sobre el Ground Zero tras los
atentados delll de septiembre de 2001. En esas condicio-
nes, la búsqueda de víctimas fue dificultosa, lo cual ex-
plica la gran cantidad de cuerpos que no fueron hallados y
la complejidad de la limpieza de la zona.
Se contabilizaron más de 128.000 muertos en Indo-
nesia, 700 de los cuales, por lo menos, eran turistas; una
muy importante e imprecisa cantidad de desaparecidos
(las estimaciones oscilan entre 37.000 y 116.000), y más
de 500.000 personas desplazadas. Los países más afec-
tados fueron Sri Lanka, con más de 30.000 muertos, In-
dia, con más de 12.000, y Tailandia, con más de 5.000 fa-
llecidos (entre ellos, 2.245 turistas) y más de 2.800 desa-
parecidos (898 de los cuales eran turistas). En total, se
contabilizaron más de 180.000 víctimas humanas, a las
que es preciso agregar decenas de miles de desaparecidos
y millones de evacuados y sin techo. 1 Poco a poco, también
1
Esta es la cüra más baja entre las diversas evaluaciones de las vícti-
mas del tsunami.

16
se fue midiendo el considerable y perdurable impacto so-
bre la fauna y la flora.
Rápidamente, la conmoción ante lo que aparecía como
una tragedia incompal.·able adquirió dimensión mundial;
de todas partes afluyeron las donaciones, que a fines de
enero sumaban más de 2.000 millones de dólares. Pronto
surgieron polémicas acerca del uso y el control de esos
fondos, de la capacidad local para gastarlos correctamen-
te y de la desigualdad de hecho entre las víctimas de ca-
tástrofes ampliamente mediatizadas, como el tsunami, y
otros fenómenos no tan presentes en la esfera mediática
mundial. Los distintos operadores humanitarios, institu-
cionales y no gubernamentales disputaban con frecuen;
cia, más o menos veladamente, por el control de las accio-
nes de socorro y luego por las de reconstrucción.
La propagación a escala global del eco de la catástrofe
estuvo acompañada por la difusión de una dramaturgia
espectacular, que aunaba relatos, imágenes de profesio-
nales y de aficionados, descripciones relativamente cien-
tíficas del tsunami y de sus consecuencias, y discursos que
pronosticaban las futuras réplicas previsibles de seme-
jante fenómeno. Todo ello, mediatizado por las grandes
redes informativas, en especial las de cobertura planeta-
ria, como la CNN, pero también -y por primera vez con
tanta intensidad- a través de sitios de Internet, foros y
blogs. Esta sobreabundancia de escenificaciones contribu-
yó a elevar el episodio a la categoría de acontecimiento de
una amplitud inédita, que excedía en mucho al agregado
de cada drama humano. A mi juicio, se asemeja, en el or-
den de las calamidades «naturales», a lo que fue el atenta-
do contra el World Trade Center delll de septiembre de
2001. Un «acontecimiento-catástrofe» mundial de un nue-
vo género, del cual constituye otro ejemplo concluyente el
paso del ciclón Katrina por Luisiana, entre el28 y el29 de
agosto de 2005.

2. El1 de diciembre de 1955, en Montgomery, Alaba-


roa, tuvo lugar un hecho en apariencia inocuo: Rosa Parks
se negó obstinadamente a obedecer cuando el chofer del
ómnibus en el que se había sentado le ordenó que cediera
su lugar. Rosa Parks, una costurera negra de cuarenta y
dos años, integrante de la sección Alabama de la National

17
Association for Advancement of Colored People (NAACP),
que volvía de su trabajo, estaba sentada en uno de los tres
sectores con que contaban todos los ómnibus de Montgo-
mery, dado que estos tenían entonces una geografía e in-
cluso, como veremos enseguida, una geopolítica particula-
res, a saber: 1) la parte delantera, reservada exclusiva-
mente para los blancos, donde los negros no tenían si-
quiera el derecho a estar de pie, en el pasillo, por lo cual
tenían que subir al ómnibus para comprarle el boleto al
chofer, y luego, bajar para acceder a su lugar por la puerta
de atrás, con el riesgo de que el chofer pusiera en marcha
el vehículo antes de que pudieran cubrir ese recorrido, lo
que sucedía con frecuencia; 2) la parte trasera, reservada
para los negros y donde a menudo faltaban los asientos; 3)
la zona intermedia, o «bisagra», a la que los negros podían
acceder, pero cuyos asientos debían abandonar si algún
blanco los requería. Aquel1 de diciembre, Rosa Parks ha-
bía encontrado un asiento en la zona bisagra, y cuando
unos blancos le reclamaron que se levantara decidió no
abandonar el asiento. El chofer, que años antes ya la ha-
bía expulsado de un ómnibus, la intimó de nuevo a ceder
el lugar: la mujer mantuvo su decisión de conservar su
lugar. Furioso, el conductor bajó en busca de un policía.
Este detuvo a Rosa Parks, quien a continuación fue acusa-
da de atentado contra el orden público y violación de las
leyes locales.
Todo podría haber terminado allí, pues Rosa no era la
primera en desobedecer la orden de un chofer. Sin embar-
go, aun cuando no había premeditado su gesto, Rosa Parks
lo asumió en su totalidad y de inmediato decidió no dejar-
se avasallar. Se comunicó con un abogado, Edgar Nixon
-integrante, al igual que ella y su marido, de la NAACP-,
quien entendió el interés simbólico de aquel hecho y supo
convencer a un abogado blanco, Clifford Durr, para que
impugnara la ley de segregación de que era víctima Rosa.
Aprovechando la coyuntura favorable, en un contexto en
que el movimiento negro se estaba organizando, unos cin-
cuenta dirigentes de la comunidad negra de Montgomery,
liderados por un joven pastor, Martín Luther King, deci-
dieron reaccionar en contra de aquel arresto y fundaron la
Montgomery Improvement Association, encabezada por
King. Ese movimiento, en el que este experimentó los

18
principios de su acción (desobediencia civil y no violencia),
exigió inmediatamente: 1) que los blancos y los negros pu-
dieran sentarse libremente, donde lo desearan, en los óm-
nibus; 2) que los choferes fueran más corteses con los ne-
gros; 3) que se contrataran choferes negros.
En la víspera del juicio a Rosa Parks se distribuyeron
volantes que incitaban a los negros -clientes amplia-
mente mayoritarios de la compañía de ómnibus de Mont-
gomery- a no utilizar los transportes públicos el5 de di-
ciembre. Esa consigna activó el comienzo del hoy célebre
boicot contra los ómnibus de Montgomery, que se prolon-
gó por trescientos ochenta y un días. El movimiento tuvo
una considerable difusión, tanto en Estados U nidos comó
en el resto del mundo. A pesar de las dificultades que se
planteaban en la vida cotidiana a causa del boicot, a pesar
de las provocaciones, amenazas, violencias y presiones,
los negros de Montgomery, conducidos por King y poco a
poco apoyados por los blancos, tuvieron éxito. El13 de no-
viembre de 1956, la Corte Suprema de Estados Unidos de-
claró inconstitucional la segregación en el transporte pú-
blico. La noticia llegó a Montgomery el 20 de noviembre y
el boicot cesó al día siguiente. Esa lucha de más de un año,
que fue la primera del gran movimiento por los derechos
civiles, se cerraría con la Civic Rights Act, de 1964. De es-
ta manera, Rosa Parks se convirtió en una de las grandes
figuras del movimiento negro. Su fallecimiento, el 24 de
octubre de 2005, provocó una verdadera conmoción en Es-
tados Unidos, por lo menos en la comunidad «afronortea-
mericana».

¿Qué tienen en común estos dos acontecimientos en


apariencia tan poco comparables? Cada uno a su manera,
los dos constituyen, parafraseando a Marcel Mauss, un
«hecho espacial total». Es decir, se trata de un ensamblaje
de variadas realidades --operadores humanos y no huma-
nos, enunciados, materiales formalizados, disposición
(construida en el acontecimiento) de esos tres órdenes de
cosas procedentes de un determinado estado dé la reali-
dad social-, que permite observar y comprender la im-
portancia que adquiere el espacio en la organización y el
funcionamiento de las sociedades. Dicha observación y tal
comprensión constituyen la razón de ser de este libro. En

19
efecto, el espacio (el conjunto de fenómenos que expresan
la regulación social de las relaciones de distancia entre
realidades distintas) 2 y la espacialidad (el conjunto de
usos del espacio por los operadores sociales) están en el
centro de esos dos episodios. No sólo constituyen un mar-
co, o un revelador, sino evidentemente una sustancia. Al-
gunas explicaciones resultan indispensables para aclarar
estas afirmaciones, y con ellas precisaremos los objetivos
de esta obra.

La naturaleza es un artificio
Retomemos nuestro primer relato. Señalemos, ante to-
do, que el geógrafo que soy no tiene por qué preocuparse
por el origen y las modalidades específicas de propagación
del maremoto, aunque pueda explicar sucintamente que
el temblor de tierra original fue producto de la brutal sub-
ducción de la placa tectónica india bajo la microplaca bir-
mana, un accidente tectónico al fin de cuentas común. En
efecto, lo que aquí me importa no es en modo alguno el
azar geofísico Oa probabilidad, nada descartable, como se
ha visto, de que ocurra un episodio de esta índole aunque
sea dentro de un siglo), no es en verdad el riesgo Oa proba-
bilidad de que ese azar perturbe a la sociedad), sino, mu-
cho más, la vulnerabilidad (el impacto potencial de la in-
tersección, y de la mezcla y la hibridación subsiguientes,
de un riesgo biofísico y de un agrupamiento humano) y,
más aún, la realización de esa vulnerabilidad, la catástro-
fe propiamente dicha.

2 Emplearé la expresión espacio geográfico para designar el espacio


humano en cuanto construcción social. Se trata del concepto más gené-
rico. En términos más específicos, utilizaré la expresión espacio social
para referirme a la manera en que se cristalizan las estructuras socia-
les en el espacio geográfico. Así, un gueto negro en Estados Unidos es,
al mismo tiempo, un espacio geográfico y el espacio social de la minoría
afronorteamericana. Cuando aluda a una estructura social abstracta
emplearé la expresión «campo social». El campo social norteamericano
se caracteriza por la desigualdad entre aquellos que tienen recursos y
los. desposeídos --entre ellos, los negros-, lo cual se evidencia median-
te espacios sociales particulares en el seno del espacio geográfico urba-
no norteamericano.

20
De esta manera, sólo me ocupo del «tsunami» -pala-
bra vernácula de origen japonés que se impuso mundial-
mente en los medios de comunicación, fuera del círculo de
los especialistas, durante el episodio narrado, lo que de-
muestra la socialización del fenómeno mediante la deno-
minación aceptada por la mayoría- cuando se convierte
en protagonista social y, sobre todo, en lo que me concier-
ne, en un operador espacial, es decir, en una entidad que
tiene capacidad para actuar con «performance» en el espa-
cio geográfico de las sociedades implicadas. Aquí, la ola
resultante del sismo pasó, en algunas horas, del estatus
de simple fenómeno físico de gran intensidad al de tsuna-
mi, fenómeno natural espectacular. Hubo una transfor-
mación del hecho físico en hecho natural mediante la ins-
cripción del primero en una dinámica social. El aconteci-
miento espacial del maremoto nos permite aprehender,
pues, la construcción social de un estado natural a partir
de una manifestación geofísica. Este punto merece algu-
nos desarrollos.
Puede sorprender esta preocupación por separar lo que
pertenece al orden de los sistemas biológicos y físicos de lo
que corresponde al orden de la naturaleza. Ello obedece a
la necesidad de no suscribir el punto de vista moderno,
que consiste en hacer de la naturaleza una instancia autó-
noma, exterior a la sociedad. Esa necesidad demuestra,
muy simplemente, la voluntad de comprender mejor las
realidades de la sociedad que nos son accesibles y el lugar
que la naturaleza ocupa en ellas. Por supuesto, existen
sistemas físicos y biológicos independientes del hombre,
en el sentido de que es factible su existencia sin este (y, por
otra parte, existían antes de que aparecieran los homíni-
dos), incluso si su pensamiento y, por lo tanto, su concep-
ción en cuanto sistemas son íntegramente obra humana.
Sin embargo, un sismo, en sí, no es un fenómeno social,
aunque sí lo es su impacto cuando, por interposición de la
onda marítima, desquicia un hábitat humano, y lo es la
manera en que cada sociedad integra en su organización y
su funcionamiento datos relativos a la manifestación de
las potenciales consecuencias de sismos sobre el grupo hu-
mano. Asimismo, un virus es una entidad biológica cuyo
carácter natural sólo se manifiesta cuando perturba a la
sociedad. A este respecto, el caso del virus del sida resulta

21
ejemplar, así como es fascinante seguir los cambios de es-
tatus del virus de la gripe aviaria, desde que se lo conside-
ra responsable inequívoco de una mutación que sería po-
tencialmente portadora de grandes riesgos epidémicos.
Vemos aquí, entonces, una «toma» y un «tratamiento»
(material e ideal) de los fenómenos fisicos y biológicos por
las sociedades. En eso consiste el fenómeno de construc-
ción de la naturaleza. Ella constituye, pues, el conjunto de
fenómenos, conocimientos, representaciones, discursos y
prácticas que participan y derivan de un proceso de inte-
gración social de los datos fisicos y biológicos en la socie-
dad, por ella y para ella y en determinado contexto. Cada
sociedad construye artificialmente sus estados naturales·,
que aseguran una partición, un reparto y un régimen de
relación legítimos (aceptados por la mayoría) entre lo hu-
mano y lo no humano, entre lo natural y lo social (La tour,
1991). Esta partición, este reparto, este régimen relacio-
nal y los sistemas ideológicos y prácticos que marchan a la
par expresan un «compromiso».* En efecto, «la naturale-
za, al igual que la sociedad, no es considerada el funda-
mento externo y evidente de la acción humana y social, si-
no un compromiso extremadamente problemático» (La-
tour, 2001, pág. 329).
El «compromiso moderno» fue el de la separación radi-
cal, y no es muy dificil encontrar indicios de que en la ac-
tualidad se halla en curso de redefinición. A partir de esto
se pueden concebir otros compromisos, otros «cosmos»,
otras naturalezas (Berque, 2000), incluso la ausencia to-
tal de naturaleza, en el sentido occidental del término, del
todo, como lo demuestran los trabajos de Philippe Descola. 3
Lo expuesto le confiere un alcance diferente al análisis
de la naturaleza y de sus espacios. Es indispensable des-
tacarlo, porque el sentido común suele asignarle a la geo-
grafia un papel de descripción de los medios naturales y
de la relación adaptativa entre estos y los grupos huma-

* En el sentido de acuerdo de concesiones mutuas. (N. del T.)


3 P. Descola (2005) demuestra que el naturalismo (punto de vista oc-
cidental, históricamente datado, de separación entre naturaleza y cul-
tura) no es más que una de las cuatro maneras -junto al animismo, el
totemismo y el analogismo-- inventadas por las sociedades a fin de re-
partir las continuidades y discontinuidades entre el hombre y aquello
que lo rodea.

22
nos. A contrapelo de esta costumbre, se trata de captar la
naturalidad, considerada un artificio, como el resultado
de un compromiso, presente por doquier en medio de la di-
mensión espacial de la sociedad y de entender, en cada si-
tuación observable, cuánto le corresponde a la naturaleza
y cuánto a las disposiciones espaciales de las realidades
actuales que de ello resultan. No se debe confundir este
enfoque con un simple análisis en términos de «antropiza-
ción» del medio natural, ni tampoco se debe pensar que es-
tá marcado por el sello de alguna «teoría» adaptativa. No
se trata de la adaptación de los hombres a su naturaleza,
sino de la permanente invención de una naturaleza con-
forme a las lógicas de la sociedad considerada y en función
de los acontecimientos que en ella ocurren. Así, en la ac-
tualidad inventamos la naturaleza que corresponde a la
aprehensión del cambio climático por la sociedad, noción
en modo alguno natural y muy construida, que poco a poco
se transforma en ideología. Se capta bien, de modo intuiti-
vo, que ese complejo proceso de invención, que habría que
estudiar con precisión, es portador de profundas revisio-
nes de las organizaciones sociales y espaciales de los gru-
pos humanos.
El caso del tsunami es un claro ejemplo de lo que impo-
ne tal procedimiento de análisis de la naturaleza. A partir
de su índole espectacular y brusca, el maremoto permite
aprehender el proceso que une lo físico y lo biológico bajo
la especie de lo natural en la sociedad, un movimiento que
se manifiesta y se expresa en y por el espacio. La irrup-
ción de los datos biofísicos en el campo social, durante el
maremotó del26 de diciembre de 2004, fue dramática pre-
cisamente por la configuración de los espacios alcanzados
por olas de una fuerza mayúscula y por la ausencia de pro-
cedimientos de alerta que hubieran permitido minimizar
las pérdidas humanas, si no los daños materiales. Así, al
sorprender tanto a los pobladores como a los turistas -mu-
chos de los cuales miraban ·al comienzo con curiosidad la
onda del tsunami que llegaba hasta la costa, como si se
tratara de un hermoso espectáculo «natural»-'-, el mare-
moto encontró en muchos casos un litoral vulnerable por
la densidad de población y la modesta urbanización en
términos de calidad de las construcciones y de las infraes-
tructuras. En los espacios de mayor concentración del tu-

23
rismo, numerosos establecimientos hoteleros construidos
sobre las playas fueron los primeros afectados; el hecho de
estar situados frente al mar, fundamental para seducir y
atraer clientes, se convirtió en un factor determinante de
su desaparición.
En esas costas abiertas y muy pobladas, las olas selle-
varon todo y a todos, en un vasto torbellino destructor de
cuanto allí existía, pero también creador de disposiciones
originales de las realidades sociales. El maremoto creó un
nuevo estado social, otro espacio, inédito y perdurable,
que continúa existiendo mucho después del reflujo. Si
bien el fenómeno biofísico desapareció, el casi-personaje
natural aún se halla muy presenté y continúa impreg-
nando las dinámicas sociales, la organización espacial, los
cultivos, las conciencias. La vida cotidiana se ha reanuda-
do sobre y con ese sustrato, construyendo de tal modo una
«disposición espacial catastrófica», en el sentido de que
aún es directamente producto de la catástrofe -aunque
con el paso del tiempo ese vínculo directo con ella se irá
atenuando-.

Un sistema espacial complejo


El tsunami originó una nueva organización espacial de
la sociedad, que vincula espacios de tamaños y estatus
muy diferentes -punto sobre el que deseo insistir-, pero
importantes por igual.
Ante todo está el espacio personal-el del cuerpo- de
cada sujeto afectado por el tsunami (víctima, testigo, alle-
gado, pariente, simple espectador a través de los medios
de comunicación), del sujeto que se vio implicado, ¡y de
qué manera! El tsunami fue un acontecimiento indivi-
dual, pues conmocionó el espacio íntimo y corporal de mi-
llones de individuos, esa envoltura espacial inmediata
que constituye nuestro primer entorno, donde cada uno de
nosotros decide ya muchos actos determinantes en cuanto
a estar en el mundo y a la interacción social; una envoltu-

4
A tal punto que, en julio de 2006, Indonesia fue afectada por otro
tsunamí, aunque menos devastador.

24
ra cuya importancia, con algunas notables excepciones,
suele ser escamoteada en muchos de los análisis de las
ciencias sociales. Ahora bien, ¿cómo no captar el papel de
la interfase primordial que constituye la piel (cuya preg-
nancia en la constitución del yo fue pensada por Didier
Anzieu, 1995), duplicada en sus prolongaciones en la ves-
timenta? ¿Cómo no recordar, asimismo, el poder de los
instrumentos que constituyen los sentidos (en particular
la vista, herramienta espacial por excelencia, puesto que
permite evaluar las distancias y las formas)? Todos con-
tribuyen a la instauración del primer límite espacial ex-
terno fundamental: el de la esfera que define el perímetro
de nuestra integridad personal, aquella que en mucha·s
ocasiones preservamos para que ninguna intrusión la per-
turbe. Aunque el límite de esa «burbuja» sea inmaterial,
no por ello es menos sensible y más «vigilada» por el indi-
viduo: artes marciales como el aikido han desarrollado
una teoría muy sofisticada del ma-ai (espaciamiento, dis-
tancia), cuya puesta en práctica asegura la gestión de la
relación distante entre los individuos, basada en una ex-
trema atención de los signos de transgresión del invisible
borde de la célula espacial propia de cada uno.
Esta esfera fue estudiada por la proxémica, o sea, el
análisis de las relaciones culturales de los seres humanos
con el espacio, surgida de la antropología de Edward T.
Hall (1971), o, en otro registro, por los trabajos de Abra-
ham Moles dedicados a los diferentes <<caparazones» del
hombre (1977), o también, a su manera, por Erving Goff-
man (1973). La labor desarrollada por Hall sigue siendo
una referencia insoslayable para reconocer la importan-
cia de esta «burbuja» individual, sempiterna, primera es-
cala de todo espacio geográfico y de toda espacialidad hu-
mana. Por supuesto, parece cierto que la esfera íntima y
personal, que Hall definía rigurosamente como el espacio
entre el contacto corporal y los 45 centímetros de dis-
tancia, de hecho varía en magnitud e intensidad según las
situaciones. El pánico, como el que se produce durante
una catástrofe, conmociona su perímetro, el régimen de
su control, las reglas de su transgresión, pues para un in-
dividuo lo esencial es, en ese momento, garantizar su inte-
gridad física. En el subterráneo de París, durante las ho-
ras pico, el área personal se ve restringida casi hasta su

25
anulación, pero de hecho nunca desaparece por completo:
cada uno intenta casi siempre sustraerse a los demás, al
hecho de que el otro esté pegado a uno, mediante un movi-
miento de la cabeza, un juego de miradas, el movimiento
de los pies o de las manos, gestos que tienden a asegurar
el propio espacio personal.
Pocas cosas bastan para perturbar la gestión paralela
de personas cuyas respectivas esferas individuales inter-
actúan. Veamos un ejemplo. En nuestras sociedades ca-
racterizadas por la movilización, se puede advertir el in-
cremento exponencial del equipaje de los viajeros en las
valijas con ruedas que arrastran sin esfuerzo tras de sí.
No se necesita tener una gran experiencia en estaciones
ferroviarias y aeropuertos para darse cuenta de que esos
elementos, muy prácticos, son al mismo tiempo muy per-
turbadores de la espacialidad interindividual, sobre todo
en las horas pico, porque al instalarse en el espacio que va
quedando detrás del viajero modifican la forma en que los
actores en movimiento regulan la distancia entre las dife-
rentes áreas personales. A la obstrucción en el piso, ahora
patente, le corresponde la necesidad de modificar lastra-
yectorias para evitar los choques. Cuando no existían esas
valijas que siguen a su dueño, siempre era posible, y a me-
nudo fácil, avanzar por el margen posterior de la esfera
personal de otro viajero sin correr el riesgo de provocar un
conflicto de intrusión -conflicto cuya importancia y ca-
rácter ofensivo demostró Goffman-. La difusión de esas
valijas rodantes determinó que aumentara la complejidad
espacial hasta esa escala, siempre muy delicada para el
individuo, en la que tropezar con una de ellas suele ser to-
mado a mal por su propietario, lo que prueba que ese obje-
to ha sido integrado a su burbuja individual.
·El episodio del maremoto demuestra que no se puede
ignorar ese nivel elemental, ya muy complejo, de la espa-
cialidad, que será uno de los objetivos principales de este
libro, así como explicar sus lógicas. Sin embargo, no pode-
mos detenernos sólo en esto, dado que el tsunami subvir-
tió asimismo el espacio de las viviendas y de sus alrededo-
res. También produjo, de manera brutal, otra geografía de
las cercanías cotidianas, otra geografía económica local y
regional, especialmente al socavar la actividad pesquera,
debilitar la del turismo y el transporte, desmantelar la ya

26
frágil red de servicios públicos. La llegada, tras la catás-
trofe, de otros operadores, ONG, instituciones de benefi-
cencia con sus grandes sumas recolectadas y su caritativa
buena voluntad -todo ello, bajo la mirada de los medios
de comunicación-, implicó, más que una reconstrucción,
una reinvención del espacio vital cotidiano. 5
Por otro lado, espacios regionales y nacionales resul-
taron igualmente afectados por el tsunami: nos referimos
a los de los Estados alcanzados directamente por la catás-
trofe, a los que tuvieron que lamentar la desaparición de
muchos de sus ciudadanos (Francia y Alemania, por ejem-
plo) y a aquellos en los que se produjo una vasta movi~
lización humanitaria para llevar ayuda a las víctimas. En
todos los casos, el acontecimiento tuvo un gran impacto,
provocó evacuaciones, traslados de individuos y de merca-
derías, flujos de información y de capitales, reflexiones
-a veces, seguidas de efectos- sobre la vulnerabilidad
de las sociedades a las catástrofes «naturales», cambios
más o menos notorios de la organización del espacio. Se
verificaron consecuencias políticas sorprendentes: por
ejemplo, el desarme de la guerrilla del Gerakan Achec
Merdeka, 6 supervisado por la Unión Europea, que los me-
dios autorizados atribuyeron a la «diplomacia tsunami».
En Indonesia, el maremoto provocó una apertura política
hasta entonces impensable, .que puede tener efectos noto-
rios en materia de administración territorial del conjunto
del país -la administración territorial es uno de los cam-
pos fundamentales del funcionamiento espacial de las so-
ciedades-.
Finalmente, otro nivel del espacio resultó directamen-
te implicado en y por el maremoto: el del Mundo, conside-
rado aquí una realidad espacial específica, reconocida y
compartida, el espacio social de dimensión terrestre. 7 Al
5 En la India, país donde la reconstrucción fue más rápida, las autori-
dades rechazaron las intervenciones del exterior, y en muchos casos,
como en las costas de Tamil Nadu, reconstruyeron en forma idéntica las
aldeas de pescadores, compuestas por chozas construidas con palmas,
tal como pude comprobarlo en el verano de 2006.
6 GAM, «Movimiento por un Atjeh libre», opuesto al poder indonesio.
7 En todo el libro emplearé la inicial mayúscula para designar exclu-

sivamente ese espacio geográfico específico que constituye el Mundo.


No se lo debe confundir con otras acepciones del término, que escribiré
con minúscula.

27
respecto, no se puede ignorar el papel que desempeñó el
turismo, en articulación con el que cumplieron los medios
de comunicación.
La presencia de gran cantidad de turistas en el mo-
mento del sismo, así como la desaparición de varios mi-
llares de ellos, contribuyó a que la opinión pública en ge-
neral se sensibilizara particularmente ante un drama que
por eso mismo se volvía universal, en la medida en que ca-
da potencial individuo-turista -es decir, la enorme canti-
dad de espectadores que se compadecían frente al aconte-
cimiento catastrófico-- podía imaginarse enfrentado a la
misma prueba. Dada su importancia en las costas devas-
tadas, el turismo contribuyó a acentuar la vulnerabilidad
de las sociedades locales, así como de la sociedad-Mundo,
ante el maremoto. Por añadidura, mediante el flujo de pa-
labras e imágenes que difundieron luego del tsunami
-ya sea por los medios de comunicación clásicos, Internet
o los relatos que realizaron incansablemente al regreso--,
los turistas contribuyeron en gran medida a la puesta en
escena del acontecimiento, a su apropiación en cuanto ca-
tástrofe experimentada en gran escala y a la perduración
de su impacto mediático.
Una emisión conmemorativa del primer aniversario
del tsunami, programada por la cadena francesa TFl a
partir del22 de noviembre de 2005 -sin duda, para an-
ticiparse al pico de difusión de emisiones del mismo estilo
que la mayoría de las cadenas habían preparado, y no sólo
en Francia-, estaba íntegramente constituida por el tes-
timonio de turistas que habían sobrevivido, por sus rela-
tos respecto del tsunami y de su regreso a los lugares del
drama, transformados en espacios de la memoria com-
partida, aunque más no fuera en la forma del intercambio
comercial. Las imágenes que acompañaban al reportaje
-concebido como un filme-catástrofe en el que se entre-
cruzaban destinos- eran las de gente que estaba de vaca-
ciones y se vio envuelta en el maremoto, pero no por ello
dejaba de filmar. Con esa deleitable hipocresía bien cono-
cida en los medios televisivos, la cadena expresaba su
preocupación por no caer en el voyeurismo sensacionalis-
ta y valorizaba el carácter inédito de aquel conjunto de
imágenes pavorosas, así como su fuerza expresiva, en vir-
tud del principio actual según el cual la imagen del aficio-

28
nado es más realista que el trabajo del profesionaL Al res-
pecto, no resulta superfluo destacar que, por primera vez,
las fotografías tornadas por los turistas con teléfonos mó-
viles se impusieron corno materia prima privilegiada por
todos los operadores de la mediatización del tsunarni, en
particular por la prensa popular, los sitios de Internet y
otros blogs. Se volverá a manifestar ese papel predomi-
nante del teléfono móvil durante los atentados de Londres
del 7 de julio de 2005. De allí en más, esa comprobada pro-
moción hizo del espacio personal un sitio potencial de cap-
tación8 de cualquier acontecimiento. Sería ilusorio creer
que una evolución acelerada semejante no tendrá impar-·
tancia ni impacto en el espacio y en la espacialidad.
Los relatos de los turistas presentes durante el tsuna-
rni constituyeron una de las materias primas del aconteci-
miento y, más allá del artefacto rnediático, permitieron
que fuera experimentado en el largo plazo corno un drama
compartido, en el seno de una sociedad mundial así inte-
grada por el pathos de la catástrofe. Por otra parte, se ob-
servaría una reactividad mucho más débil de la opinión
pública luego del temblor de tierra que el 8 de octubre de
2005 devastó a la Cachemira paquistaní, una zona muy
poco accesible, apartada del sistema turístico. Ese sismo
causó la muerte de 76.000 personas y dejó a millones sin
hogar, muchos de los cuales permanecían sin vivienda un
año después. A pesar de la movilización de las institu-
ciones internacionales y de las ONG, a pesar de una in-
tensa cobertura rnediática -en especial, de las grandes
redes anglófonas, corno la CNN y BBC World-, la compa-
sión del público fue mucho menor que la generada por el
tsunarni. No se puede dejar de pensar que a esa catástrofe
le faltó la mediación de las imágenes y los relatos turísti-
cos para convertirse en un acontecimiento de la misma
magnitud que el maremoto. No cabe duda de que el turis-
mo contribuyó enormemente a la construcción de una con-
ciencia colectiva de la rnundialidad y de sus espacios com-
partidos, rnundialidad cuyo carácter resulta cada vez más

8 E incluso de difusión instantánea, como se pudo comprobar en oca-


sión de la «violencia urbana)) de noviembre de 2005 en Francia, donde
los incendiarios se comunicaban casi en tiempo real las imágenes de
sus respectivas «hazañas)).

29
notorio, pero que se fija oportunamente en ciertos aconte-
cimientos, ya que el turismo constituye, en especial con el
deporte, uno de los operadores de dicha fijación.
En suma, sería erróneo creer que los perímetros impli-
cados por el tsunami fueron los únicos alcanzados directa-
mente por las olas. El maremoto organizó un complejo
conjunto de espacios interrelacionados, espacios afecta-
dos por la catástrofe que no están vinculados por una rela-
ción de encastre, como las muñecas rusas, sino en interac-
ción sistémica. El mayor (el Mundo) no contiene al menor
como si fuera un simple continente de este: forma con él y
con todos los espacios de otra escala un sistema que asiste
a la permanente interacción de las fracciones espaciales
de distinto tamaño y que se engloban mutuamente. En
ciertas circunstancias, lo global resulta englobado por el
espacio más pequeño, el de la vida cotidiana, dentro del
cual el mundo se reduce y se manifiesta en la presencia de
objetos, signos, artefactos. Cuando miro en la televisión
las imágenes del tsunami, el vasto Mundo sufriente ingre-
sa por entero en mi esfera personal. Sin embargo, en nin-
gún momento dejo de ser un componente de ese Mundo
que contengo y que me excede. Esas complejas relaciones,
cuya enunciación es un tanto extraña, son empero bana-
les y características de la interespacialidad9 contemporá-
nea. Más adelante veremos que el filósofo Peter Sloterdijk
·propone el concepto metafórico de «espuma» para denotar
la estructuración de la sociedad en células con relaciones
permanentes, en las que cada una es, al mismo tiempo, el
contenido y el continente de todas las demás.
El enfoque del fenómeno del maremoto mediante el es-
pacio me parece pertinente, pues no sólo propone pers-
pectivas precisas acerca de la geografía de las sociedades,
no sólo nos enseña que la época contemporánea se carac-
teriza por ese régimen de espacialización sistémica de las
realidades sociales, sino que nos incita, por añadidura, a
plantear una hipótesis consistente, que este libro tratará
de demostrar: el mundo social está constituido por el espa-
cio como mundo de experiencia compartida por los indivi-
duos y los grupos. Desde este punto de vista, el tsunami
fue un operador espacial particularmente eficaz, pues pro-

9 Esta palabra designa los modos de relación entre· espacios distintos.

30
dujo, en un momento dado, un nuevo estado de las socie-
dades, en todas las escalas al mismo tiempo, desde la es-
fera personal hasta el Mundo, y una infinidad de nuevos
espacios de experiencia.

La lucha por los lugares


La historia de la negativa de Rosa Parks y sus conse-
cuencias es, asimismo, ejemplificadora, aun cuando en un
registro muy diferente, en cuanto a la importancia del en-
foque mediante el espacio. Por el simple hecho de su vo-
luntad de permanecer en su asiento, Rosa subvirtió el or-
den político. Quebró lo que se consideraba decoroso; su
actitud inflexible le dio visibilidad a la injusticia, aportó
la prueba mediante el espacio sobre la iniquidad de las re-
glas sociales. Su acto espacial fue performativo, en el sen-
tido de adaptado a la situación -y, en particular, apre-
hendido inmediatamente por ciertos actores, entre ellos
Martín Luther King, como portador de un real potencial
político--, aun cuando Rosa explicaba que no lo había pre-
meditado. Estaba cansada de su jornada de trabajo y de
las vejaciones que tan bien conocía: no pudo aguantar que
le ordenaran abandonar su lugar. No quiso aceptar una·
vez más la relegación y decidió en el momento, sin otra in-
tención ni cálculo, simplemente quedarse allí. Mantuvo
su lugar, se negó a cederlo, y así se co:o.virtió en el deto-
nante de una etapa crucial de la lucha por los derechos so-
ciales. Su papel primordial consistió en estar alli, senta-
da, y permanecer así, lo que desencadenaría una serie de
actos, el más espectacular de los cuales acaso haya sido el
boicot contra los ómnibus. En efecto, la permanencia de
Rosa en su asiento desembocó en una situación que ponía
en peligro de manera radical el sistema de transporte de
Montgomery, en lo que fue uno de los instrumentos más
eficaces de la lucha política de los negros.
Esa lucha pasaba por el espacio, por la reivindicación
de no moverse, por una parte, y por la opción de renunciar
a una modalidad esencial de desplazamiento, por la otra.
El primer objetivo que se perseguía era, ante todo -como
ya se ha dicho--, lograr que negros y blancos tuvieran el

31
mismo derecho a sentarse y ubicarse donde se les ocurrie-
ra dentro del ómnibus. Se trataba de conseguir que fuera
posible una nueva geografía en un lugar-móvil hasta en-
tonces emblemático de los fundamentos normativos de la
segregación racial: una geografía liberal del libre usufruc-
to de los lugares por individuos iguales. Sólo en la medida
en que ese derecho fuera reconocido podían tener sentido
las otras dos reivindicaciones iniciales de la Montgomery
Improvement Association. Reclamar relaciones corteses
entre choferes y usuarios negros y exigir la contratación
de choferes negros constituían objetivos secuD¡darios: de
nada habría servido ganar en estos puntos, que remitían
a la socialidad y a la economía, si no se lograba el triunfo
en cuanto a la primera exigencia. La diferencia de régi-
men respecto de las espacialidades autorizadas a los ne-
gros en los ómnibus, signo flagrante de su cotidiana dis-
criminación en los actos más elementales, debía ser aboli-
da antes que cualquier otra cosa. Esta abolición condicio-
naba las evoluciones en los otros campos. Obtener el libre
juego del mercado de los lugares, como consecuencia de la
·decisión de la Corte Suprema, sería el manifiesto (espa-
cial) que esperaban los dirigentes negros.
Este episodio es uno de los que permiten sacar a la luz
el papel político y social del espacio en general y del lugar.
De esta manera se pone de manifiesto uno de los indicado-
. res de una evolución capital: el mundo contemporáneo
(occidental, por lo menos) fue testigo presencial, si se per-
mite una formulación un tanto abrupta, de que la lucha
por los lugares reemplazaba poco a poco a la lucha de
clases. En efecto, hoy en día es esencial para todos acceder
a los lugares y mantenerlos, en el sentido más amplio de
la expresión. Si «ser uno mismo» consistía antes -como lo
·recuerda Marcel Gauchet-, sobre todo, en fundirse en un
ideal colectivo, en nuestros días, «ser uno mismo» significa
afianzar la singularidad cultural, social, étnica, sexual,
eventualmente exigir derechos que la reconozcan, y bus-
car siempre los lugares adecuados para manifestarla.
Los.Iugares a los que aquí me refiero no son simples lo-
calizaciones topográficas, ni coordenadas en una exten-
sión, sino posiciones espaciales, es decir, un conjunto de
relaciones entre la ubicación del individuo en un campo
social (que contribuye a definir lo que le está o no permiti-

32
do en materia de acción) y los emplazamientos que puede
ocupar en el espacio material; es posible advertir fácil-
mente que el lugar ocupado por Rosa Parks responde a es-
ta definición. A mi juicio, esta búsqueda de los buenos lu"
gares, siempre cuestionada y eventualmente conflictiva,
debe anteponerse en nuestros análisis a la atención que
se presta a las clásicas luchas de clases o a sus diferentes
vicisitudes. Esto no quiere decir que la noción de clase so-
cial ya no tenga sentido, sino que en las sociedades de in-
dividuos -características de nuestra hipermodernidad-
la realización de los proyectos personales se convierte en
(

un objetivo imperioso para cada uno. Esta realización se


conduce, expresa y manifiesta en la búsqueda de los mejo-·
res lugares a los que cada individuo cree que puede y/o
quiere aspirar, haciendo caso omiso, si fuera necesario, de
las supuestas solidaridades que existen en los grupos de
referencia a los que pertenece. Desde luego, esta preocu-
pación por los lugares no es nueva, como lo mostraré en el
capítulo 4, basándome en un texto del duque de Saint-Si-
mon. Sin embargo, lo que parece nuevo es la cantidad mu-
cho mayor de posibilidades: a diferencia de los grupos hu-
manos con estructuras sociales muy rígidas y de las impo-
siciones de las pertenencias -tal como la sociedad corte-
sana descripta por Saint-Simon, preocupada por la eti-
queta y el decoro-, las sociedades actuales no regulan a·
priori la distribución de los lugares que corresponden a
cada cual según su rango. El mundo contemporáneo se ca-
racteriza por la multiplicidad de posibles espacios de
afianzamiento de uno mismo y de satisfacción de las nece-
sidades y los deseos. Se trata, sin duda, de una de las ca-
racterísticas principales de la mundialidad.
Los órdenes sociales estables preconizan siempre, en
mayor o menor medida, que cada cual y cada cosa deben
estar en su lugar. Este régimen de afectación muy norma-
lizado de los espacios -característico de la situación que
reinaba aún en Montgomery en 1955- fue cediendo poco
a poco frente al régimen liberal del mercado de lugares, en
el que todos los lugares son buenos para apropiárselos y,
por lo demás, su cantidad no deja de aumentar debido a la
multiplicación de las diferentes unidades espaciales. En
efecto, particularmente a causa de la urbanización y la
mundialización, se asiste a la multiplicáción de las unida-

CENTRo DE DOCUMENTACim>
INSTITUTO DE ESTUDIO~ 33
REGJ.ONALES
~Jl'.SID.AD D:C 1l.1'wi,F:[!fH)}.~
des residenciales, 10 las unidades de consumo y esparci-
miento (comercios, parques temáticos, etc.), las unidades
de movilidad (los medios de transporte, el auto, que cons-
tituye tanto un espacio como un instrumento de movili-
dad), las unidades de producción (las empresas), las uni-
dades de sociabilidad (los espacios «públicos»). La canti-
dad de entidades espaciales diferentes que se pueden ocu-
par es, pues, cada vez mayor, pero la codicia crece en la
misma proporción.

Un punto ciego
Desde esa perspectiva, el verbo «existir» recobra su sig-
nificado inicial, si se nos permite volver a la etimología de
«ex-sistere». «Sistere», derivado de la raíz indoeuropea
«sta», que quiere decir «mantenerse de pie», «inmóvil>> (de
donde viene el latín «stare»), significa «colocar» y/o «colo-
carse». Existir es, pues, colocar y/o colocarse «ex», «fuera
·de»: al mismo tiempo, colocarse y desplazarse; en suma,
actuar para encontrar los (buenos) lugares propios. Como
veremos, esto exige saber y poder dominar las distancias
que hay entre las realidades sociales. Ese incesante juego
combinado de distancias, lugares y colocaciones se halla
. en el centro de la actividad de los individuos en sociedad.
La existencia sería, así, una acción espacial permanente.
Sin embargo, las ciencias sociales han tendido a no
tomar en serio esta dimensión fundamental del estar en el
mundo. En primer término, porque con enorme frecuencia
han reducido el espacio a una simple superficie donde se
distribuyen los fenómenos. Tendré muchas ocasiones de
·denunciar esa confusión entre el espacio y la extensión,
que impulsa a no ver en aquel más que un residuo de los
análisis; según esta concepción, el espacio sólo es una su-
perficie de proyección de las estructuras y las prácticas:

10 La evolución hacia el principio: una vivienda por pareja con una

habitación por persona, como mínimo, se halla en el centro de la teoría


arquitectónica contemporánea, por analogía con la promoción de la
individualidad que se manifiesta, por otra parte, en las sociedades occi-
dentales, al menos, por el fuerte aumento de la cantidad de parejas cons-
tituidas por personas aisladas.

34
¿por qué, entonces, habría que preocuparse por él? Sin
gran interés para el pensamiento social, les corresponde
pues a los físicos, a las técnicas y a los técnicos apoderarse
del espacio para transformarlo, estructurarlo, volverlo
apto para cumplir su papel de simple receptáculo funcio-
nal de todos los objetos sociales. Esta condescendencia
hacia lo espacial es producto, sobre todo, de que consti-
tuye un punto ciego de las teorías sociales.
Respecto de la filosofía, si bien el espacio forma parte
de su léxico clásico, ella da muestras de una indudable
«molestia» en lo atinente a captar su «ser», como lo com-
probaba Heidegger en Sein und Zeit. La filosofía del siglo
XX no colmó en verdad esa laguna, y la reflexión sobre el
ser y la existencia renunció a un verdadero enfoque del es-
pacio en cuanto realidad social fundamental, como si la
existencia fuera algo demasiado importante como para
«rebajarla» a un devenix-espacial, como si fuera necesario
postular que existir remitiría, ante todo, a una interro-
gación sin fin sobre la esencia del ser, sobre su aparición,
su develamiento. Una excepción notable es, sin dudas,
Hannah Arendt (de la que volveremos a hablar más ade-
lante), quien le prestó gran atención al espacio. Ella consi-
deraba que este era una de las tres realidades dadas al
hombre Gunto con el tiempo y la razón) y lo definía como
«un lugar donde levantar nuestras tiendas en el seno del
universo» (Arendt, 2005, pág. 150).
No obstante, en general, lá filosofía ha mostrado una
gran discreción en la materia. Una confirmación de la idea
de que el espacio constituye un punto ciego del pensa-
miento vuelve a aparecer en una frase de Michel Foucault:
«La geografía debe estar en el centro de aquello de lo que
me ocupo». Así, con esta confesión casi incrédula, concluía
una entrevista que Foucault le había concedido a Yves La-
coste en el lanzamiento del primer número de la revista
de geografía y geopolítica Hérodote, en 1976. El comienzo
del diálogo entre ambos no había sido, sin embargo, par-
ticularmente fructífero: cuando el geógrafo le preguntó si
la geografía tenía un lugar en la arqueología de los sabe-
res, Foucault le replicó, bastante acremente, que esa cues-
tión no le concernía. Luego, poco a poco, Foucault fue com-
prendiendo que Lacoste no le estaba pidiendo que hiciera
la arqueología de la geografía, sino que hablara del espa-

35
cío según su propio pensamiento. Entonces, el diálogo se
fue distendiendo, para concluir en una reflexión final con
la frase citada. Michel Foucault insistía en que las tácti-
cas y las estrategias de poder «se despliegan a través de
implantaciones, distribuciones, recortes, control de terri-
torios, organizaciones de dominio, que bien podrían consti-
tuir una especie de geopolítica» (1976, en Foucault, 2001,
pág. 39).
A pesar de su afirmación, Foucault no iría mucho más
lejos en la reflexión. Aunque el espacio fue un tema fre-
cuente en sus escritos hasta 1976 -y en menor medida
luego, a partir del momento en que concentró su trabajo
en la hermenéutica del sujeto--, en verdad no lo teorizó, 11
y evidentemente no utilizó la geografia, o a lo sumo lo hizo
en forma marginal, como fuente respecto de ciertos textos
antiguos de geografia.
Sin embargo, Peter Sloterdijk rompió recientemente
con esa tradición, al efectuar en Spheres una estimulante
lectura filosófica del espacio. Empeñado en pensar qué es
lo que les permite a los seres humanos coexistir en la so-
ciedad, Sloterdijk postula que el espacio funda la coexis-
tencia. Así, propone una visión que les da a las esferas, a
las burbujas, una importancia central, pues cada ser hu-
mano vive en una microesfera contenida, a la vez, en otras
burbujas y que las contiene en potencia, con la caracterís-
tica de que todas están siempre ligadas a otras. De esta
manera se compondría una espuma, es decir, una red de
lazos entre todas las esferas, «un tejido formado por es-
pacios huecos y paredes muy sutiles» (Sloterdijk, 2005,
pág. 23). La primera burbuja, la del útero, constituye el
prototipo del funcionamiento diádico (la burbuja en re-
lación indispensable con al menos otra), al que Sloterdijk
le da gran relevancia, ya que según él la pareja conforma
una dimensión más real que el individuo (ibid., pág. 9).

11 Su trabajo sobre la heterotopía, que él mismo consideraba con mu-

cha reserva, es bien conocido, pero no superó el estadio de la experien-


cia de pensamiento. Surgido de una conferencia pronunciada en 1967,
cuya publicación Foucault recién autorizó en 1984, el término «hetero·
topía» procuraba designar espacios diferentes en ruptura con la conti-
nuidad espacial (Foucault, 2001, págs. 1571-81). Aunque elíptico, ese
concepto gozó de una prolongada difusión, en las décadas del ochenta y
del noventa, en la geografía anglófona «posmoderna».

36
Esta «poliesferología» o teoría de la espuma, desarrollada
por el filósofo alemán, pretende ser una «teoría tecnológi-
ca de los espacios habitados por el ser humano». Con pa-
sión, aborda el análisis de las estaciones orbitales como
modelo de las nuevas espacialidades, cuestiona de mane-
ra pertinente el concepto de isla y dedica inesperadas ex-
posiciones a la biología de los microorganismos y a la in-
munología; todo ello, acompañado, a la luz de esta «espu-
mología», de una lectura renovadora de algunos mitos
griegos y de grandes obras del canon filosófico.
Aun cuando resulte difícil, el pensamiento de Sloter-
dijk se muestra como una referencia para quien desee in-
teresarse en el espacio y la espacialidad. Ofrece una cohe- ·
rente metateoría de las sociedades, que sólo son «compre-
hensibles como asociaciones agitadas y asimétricas de
pluralidades de espacios cuyas células no pueden estar ni
realmente unidas ni realmente separadas» (ibid., pág.
50). Cuando Sloterdijk escribe: «Entendemos por sociedad
un agregado de microesferas lindantes de diferentes for-
matos (parejas, hogares, empresas, asociaciones), como
las burbujas en una montaña de espuma, que se deslizan
por encima o por debajo de las demás pero sin ser, unas
respecto de las otras, verdaderamente alcanzables ni efec-
tivamente separables (ibid., pág. 52)», veo allí una ma-
nera de concebir las cosas del espacio bastante similar·
-aunque con otras modalidades de escritura y otras refe-
rencias teóricas- a la que procuro construir, y que co-
mencé a presentar con el ejemplo del tsl;lnami.
Sloterdijk sienta los fundamentos de una verdadera fi-
losofía del espacio -mucho más allá de la clásica concep-
ción estática- sistémica, relativista e hiperrelacional.
Esta última palabra se debe entender en un doble sentido:
las relaciones entre las burbujas son, por cierto, numero-
sas y sus modalidades participan en forma creciente del
principio del hipervínculo de Internet, característica prin-
cipal de la actual interespacialidad. No obstante, pienso
que al filósofo alemán le falta insistir en un punto para
ser por completo pertinente, justamente en aquello que
remite a lo que el ejemplo de Rosa Parks me permitió po-
ner de manifiesto: la vertiente pragmática. Así, a lo que las
intuiciones de Sloterdijk revelan, yo añadiría que el espa-
cío está en acción, pues manifiesta, como lo veremos a lo

37
largo de este libro, la indispensable e incansable actividad
de los seres humanos con la distancia y los lugares. En su
trabajo, Sloterdijk se concentra en la organización del
espacio, lo cual es necesario, pero no trata lo suficiente la
organización de la espacialidad, es decir, la acción espa-
cial de los operadores sociales. Por mi parte, intentaré
equilibrar el enfoque de ambos aspectos, equilibrio que ci-
mentará la arquitectura de este libro. 12
De esta manera, a contrapelo de todas las teorías que
hacen del espacio un simple reflejo de la sociedad y que in-
validan, por eso mismo, su carácter de objeto de la ciencia
y la disciplina encargadas de su estudio, ·es conveniente
consolidar el papel del espacio humano en la organización
y el funcionamiento de las sociedades. Y ello, en todas las
escalas, pues creo que el aporte más relevante de la geo-
grafía -como el ejemplo del tsunami (y también, en otro
registro, el de Rosa Parks) me permitió sugerirlo-- reside
en la capacidad de incluir en un mismo análisis realida-
des espaciales de magnitud y esta tus muy diferentes, y en
pensar su interespacialidad. La geografía aborda, por con-
. siguiente, los «juegos de escalas» (Revel, 1996) no sólo
al insistir en que a cada escala le corresponde un estado
específico de las realidades, lo cual condiciona un modo de
observación y razonamiento particular, sino también -y
es la única en intentar esto- al examinar los regímenes
de relaciones entre los espacios de diferentes magnitudes
y ·considerar que esos regímenes son constitutivos de las
sociedades.

U na dimensión del sistema social


Para dar consistencia a las afirmaciones que acabo de
efectuar, construiré mi propuesta en tres etapas. Dedicaré
la primera parte del libro a la presentación de una teoría

12 Para ello me basaré en investigaciones surgidas de diversas cien-


cias sociales, así como en los logros de numerosos geógrafos francófonos
y anglófonos que desde hace veinte años contribuyen a dotar a la geo-
grafía de un corpus teórico sólido y pertinente. A fin de estabilizar el lé-
xico de ese corpus, elaboré, junto a Jacques Lévy, el Dictionnaire de la
géographie et de l'espace des sociétés (2003).

38
del espacio organizado, concebido como una dimensión de
la sociedad, que aprehendo como un Todo sistémico que
constituye un objeto de investigación específico corres-
pondiente a las ciencias sociales. Ese Todo no se organiza
según una lógica «particional», en la cual la sociedad sería
divisible en fracciones casi autónomas, lindantes, como
objetos de diferentes materias, cada uno de los cuales po-
dría, entonces, replegarse sobre su en-sí: el espacio para
la geografía, lo social para la sociología, el tiempo para la
historia, etc. Puede reconocerse aquí el recorte clásico de
las disciplinas, cuya permanente reivindicación de auto-
nomía y singularidad no se puede ignorar, pues la concep-
ción de la partición fue y sigue siendo dominante en el-
universo de las ciencias sociales.
Contra esta visión, postularemos que la configuración
de la sociedad es «dimensional» (Lévy, 1994). Toda socie-
dad se organiza en la articulación de dimensiones, asa-
ber: la económica, la sociológica, la política, la espacial, la
temporal, la individual, la natural. Cada dimensión per-
mite incluir en un índice, en forma analítica y abstracta,
el conjunto de fenómenos que corresponden a una «clase»
de aspecto de las realidades sociales. De esta manera, la
dimensión económica reúne lo que atañe a la producción y
la distribución de las riquezas y los bienes; la sociológica,
lo que engloba lo social; la individual comprende todas las ·
manifestaciones sociales de importancia en la esfera del
individuo; la política subsume las estructuras, institucio-
nes, normas, reglas y prácticas que permiten producir la
unidad gobernable a partir de la multiplicidad y la varie-
dad de la sociedad; la espacial involucra el conjunto de
manifestaciones inherentes al problema de la distancia y
la ubicación; la temporal, el conjunto de manifestaciones
atinentes al problema del tiempo; la natural, el grupo de
fenómenos que participan en la incorporación social de los
datos fisicos y biológicos. Queda entendido que esta parti-
ción es un artificio científico: toda realidad social, tal co-
mo se la aprehende en lo cotidiano, siempre combina to-
das las dimensiones; pero ese artificio es una condición de
posibilidad para el trabajo de pensamiento de la sociedad.
Cada dimensión atraviesa a la sociedad de lado a lado,
y su asociación no es jerárquica, por lo cual ninguna domi-
na a las otras. De esta manera, el espacio es social de lado

39
a lado, así como la sociedad es espacial de cabo a rabo, pe-
ro no exclusivamente (porque es a la vez temporal, social,
política, etc.). El espacio constituye, pues, el subsistema
de un Todo, un Todo que también reside en la parte: la di-
mensión espacial, objeto de la geografía, contiene a todas
las demás, de la misma manera que el espacio se inserta
en todas las demás.
De la afirmación de la presencia del Todo (la sociedad
multidimensional) en la parte (la dimensión espacial) se
deduce que la idea de un objeto social no espacial, así como
la de un objeto espacial sólo espacial, sin ninguna sustan-
cia social, es una aporía. La idea fundamental del carácter
ectoplasmático de las cosas sociales sin su dimensión es-
pacial nos incita a reflexionar sobre el hecho de que el es-
pacio, y en especial su parte material, constituye lo que
denominaremos principio de realidad social. Por sus es-
pacialidades, de una infinita variedad, las sustancias so-
ciales se vuelven visibles, su existencia se cristaliza: ha-
blar de espacio implica aludir al régimen de visibilidad de
las sustancias sociales. Volveré permanentemente a este
advenimiento a lo visible, a esta presentación ante las mi-
radas, que parecería ser un proceso clave en el funciona-
miento de los grupos humanos. Semejante concepción
multidimensional funda la voluntad de elaborar una cien-
cia social del espacio que pretende hacer inteligibles los
. hechos sociales a partir del «plano de corte» particular que
ofrece el análisis de la dimensión espacial.
La primera parte del libro se dedicará, pues, a la expo-
sición de una axiomática del espacio geográfico, la cual
tiene su fuente en un postulado que se explicará en el ca-
pítulo 1: el espacio es producto del modo en que los grupos
humanos tratan el temible problema de la distancia. Ese
tratamiento impone «tecnologías» específicas que están
en la base de la construcción de espacios por las socieda-
des: la copresencia, la movilidad, la delimitación. De ahí
se desprenden todas las características fundamentales
del espacio, que presentaré en detalle: la métrica, la esca-
la, la sustancia, la configuración. A continuación propon-
dré (ya en el capítulo 2) «pensar/clasificar» todas las «es-
pecies de espacios» observables gracias a una tríada de
conceptos: el lugar, el área (y particularmente el tipo ideal
que forma el territorio), la red. Estas tres categorías y sus

40
variantes constituyen los fondos de la gramática generati-
va de los espacios humanos.
La segunda parte de la obra estará dedicada al examen
de la espacialidad. Trataremos de comprender qué hace el
hombre con el espacio organizado, cuyos grandes princi-
pios definiremos previamente. El análisis de la espaciali-
dad me parece prioritario hoy, porque estudiar los actos
espaciales de los operadores sociales nos permite descu-
brir fenómenos de una gran riqueza, nos enfrenta a situa-
ciones espaciales de una variedad casi infinita, tal como lo
sugieren los dos ejemplos con que se abre este libro. Esto
también nos permite pensar mejor el espacio en cuanto es,
a la vez, un recurso de la actividad humana y un resultado·
de ella, una disposición espacial de las realidades sociales
por los actores en situación de acción.
En la segunda parte definiré, ante todo (capítulo 3), a
los diferentes operadores espaciales, y demostraré que cier-
tas realidades no-humanas pueden, como en el caso del tsu-
nami, constituir «actantes» de las situaciones espacialés.
Al respecto, ofreceré un estudio de la propagación de la
epidemia de «neumopatía atípica», que afectó al mundo en
2002 y 2003, pues ello me dará la posibilidad de explicar
por qué un virus, el del SRAS en este caso, puede ser con-
siderado un operador espacial. También destacaré la im-
portancia del individuo, entidad especffica en medio de la·
sociedad y actor espacial trascendental.
Acto segundo expondré (capítulo 4) lo que denomino
«geografía de las situaciones», es decir, una captación
pragmática del uso del espacio, a partir de algunos ejem-
plos en que volverá a aparecer la cuestión central de los
lugares y las ubicaciones. De ahí se desprenderá un últi-
mo paso de la investigación (capítulo 5), dedicado a poner
en evidencia la necesidad de tomar en consideración las
modalidades del lenguaje de los actores sociales para
captar la espacialidad humana.
Una vez planteados los elementos de comprensión del
espacio y de la espacialidad, podré entonces abordar en la
tercera parte, a modo de campo de experimentaCión de la
pertinencia de la teoría geográfica enunciada, un objeto
espacial de enorme complejidad: el de lo urbano, palabra
que habremos de preferir de ahora en más, como ya lo ex-
plicaré, a «ciudad» para inventariar el conjunto de fenó-

41
menos que incluye. La razón de esta elección es sencilla:
el mundo urbano contemporáneo es emblemático de la or-
ganización y el funcionamiento de la sociedad mundiali-
zada. De aquí en adelante hay una verdadera homología
entre la sociedad y la urbanidad, que se construyen mu-
tua y recíprocamente.
Este enfoque dará comienzo a partir de una genealogía
del hecho urbano que se basará en el establecimiento de
una correlación entre la urbanización y la regulación de
los problemas de distancia por las sociedades humanas, y
la manifestación de tres estados de urbanización: el de la
cité, el de la ciudad y el de lo urbano (capítulo 6). Una vez
finalizado este trabajo, enunciaré con argumención quin-
ce proposiciones destinadas a definir la urbanidad con-
temporánea (capítulo 7).

42
Primera parte. El espacio
de las sociedades
l. Un espacio con características propias

El espacio debe ser pensado a partir de una cuestión


primordial, en la estricta acepción de la expresión: la de la
separación de las realidades sociales, su imposible confu-
sión en un mismo punto. De esta simple comprobación re.-
sultan «tecnologías sociales» específicas, que los hombres
han elaborado y perfeccionado sin pausa, utilizándolas, si
no para reabsorber, al menos para atenuar los efectos del
principio separatista, pero también, en muchas ocasiones,
para gozar de ellos, como lo demuestran los casos de dis-
tanciamientos intencionales. 1 Estos juegos con la distan-
cia construyen el espacio humano, que por eso mismo no
tiene nada de espontáneo: no es biofísico sino social, se
trata de un artificio cuyas características y atributos (que
presentaremos al final de este capítulo) proceden directa-
mente de la necesidad que los actores sociales tienen de
regular la distancia.

Los fundamentos del espacio y de la


espacialidad: la separación, la distancia
Sin duda, cabe admitir, de manera muy abstracta, que
la extensión física existe independientemente del hom-

1 Llamo «distanciamiento)) a aquello que alude a la voluntaria puesta


a distancia de un individuo o un grupo respecto de otros individuos,
grupos, objetos, cosas. Aunque se pueda hallar en esta definición algu-
nos ecos de la Verfremdung teorizada por Brecht, o del concepto traba-
jado por Norbert Ellas (1993), que la defme como la capacidad de los in-
dividuos para dominar y objetivar una situación mediante el autocon-
trol de los afectos, la geografía emplea esta palabra en una perspectiva
muy específica. Se trata de un término que denota uno de los modos de
uso más corrientes y eficaces de la distancia.

45
bre. Aun sin poblaciones humanas, la superficie terrestre
tiene una extensión, como cualquier planeta, y de hecho la
tenía antes de que aparecieran los homínidos. No obstan-
te, hay que reconocer que la distancia surge como fenóme-
no específico, observable, controlable (en mayor o menor
medida) con la antropización y luego la humanización de
la Tierra. Señalemos, por otra parte, que las cuestiones de
distancia, en el marco de una «exogeografía» implementa-
da en ciertas universidades de Estados Unidos, comien-
zan a plantearse con seriedad en relación con Marte, como
antes se lo hizo en relación con la Luna, desde el momento
en que se concreta una actividad humana (a través de los
programas Explorer) y se proyecta una ocupación, aunque
sea ínfima, de ese planeta. La superficie de Marte se con-
vierte así, poco a poco, si no en un espacio de «pleno ejerci-
cio», por lo menos en un preespacio o un protoespacio, del
que hay que preocuparse, en términos de distancia, de la
elección de emplazamientos, etc.
Desde este punto de vista, a todos aquellos que tengan
planeado viajar a Washington les recomendaría una visi-
ta al Museo del Aire y del Espacio. Más allá de la alegoría
patriótica norteamericana, que se advertirá con facilidad,
la museografía ofrece el seguimiento de una epopeya hu-
mana: la conquista de la nueva frontera del cielo, y luego
del espacio galáctico, escenificada de manera notable. So-
bre todo, se descubre que poco a poco el espacio de los as-
trónomos y de los astronautas se humaniza, va convir-
tiéndose, muy discretamente aún, en espacio geográfico, y
de una clase muy particular: microburbujas de espacio
humano distantes, de ocupación más o menos permanen-
te2 -donde el robot reemplaza a menudo al hombre-,
vinculadas por flujos de información indispensables para
la supervivencia del conjunto y por algunas «rutas» que
aseguran el encauzamiento de los humanos y los materia-
les hacia los nodos de esa red. Se puede advertir en esto
una perfecta ilustración del despliegue de un primer nivel
de esa espuma espacial, muy simple todavía, que Peter Slo-
terdijk ponía de manifiesto. También se ve aquí la expre-
sión de la transformación de pequeñas fracciones de la ex-
2
Las cápsulas espaciales, las estaciones orbitales, los satélites, los
establecimientos previstos en la Luna o en Marte.

46
tensión del sistema solar en un dispositivo espacial en el
cual se imponen el hecho de la distancia y el imperativo de
su gestión.

Un juego modelo

El espacio geográfico y la espacialidad humana surgen,


pues, de una dificultad fundamental que se les presenta a
las sociedades, y que cada una de ellas tiende a regular
con sus medios propios, variables según la época y el esta-
do de las estructuras sociales: la distancia. El espacio y la
espacialidad sólo constituyen respuestas a un problema
mayor. Para demostrar la validez de esta afrrmación con-
tamos con una solución muy simple, pues basta conjugar,
en una computadora, al juego más geográfico que existe:
el SimCity.
Recordemos brevemente el objetivo del juego, que es
un éxito mundial: se trata de crear una «ciudad» y asegu-
rar su funcionamiento espacial, económico, social y políti-
co. Para hacerlo, el jugador -urbanista demiurgo- dis-
pone de numerosas herramientas que le permiten gestio-
nar convenientemente el espacio urbano, tratar de dotar-
la de una población solvente -puesto que es necesario
contar con recursos para asegurar el ordenamiento_:_,
regular los conflictos sociales, prevenir la delincuencia y
las rebeliones, así como toda clase,de catástrofes, y desa-
rrollar sistemas productivos. Este juego, provisto de un
impresionante sistema de inteligencia artificial, que hace
evolucionar la ciudad creada en función de las opciones
del jugador, constituye a su manera un formidable labora-
tor'io espacial, que expresa, por supuesto, determinada
concepción de lo urbano, ya que todo llevá a constituir una
metrópoli mundial de tipo norteamericano. Sin embargo,
no quisiera recurrir aquí a la vía de la crítica social y polí-
tica sobre el contenido del programa lúdico, pues lo que
me interesa es lo que SimCity revela acerca de la distan-
cia y sus efectos.
¿Cómo se presenta la primera etapa de cada partida?
El jugador se halla frente a una extensión de terreno libre
de asentamientos humanos. Si lo desea, puede trabajar el
relieve de esa superficie, agregarle montañas, ríos, bos-

47
ques; en suma, puede modelar el substratum que recibirá
su establecimiento urbano. Ahora bien, todo eso no es más
que una amable distracción en comparación con lo que le
espera: organizar el espacio. Para ello tendrá que trazar
el primer perímetro de urbanización, cuyo tamaño deter-
minará de acuerdo con los créditos de que disponga, pues
la creación de espacio siempre tiene un costo, y para ase-
gurar su financiamiento se cuenta con una suma global
que se otorga al comienzo de cada partida, antes de poder
recaudar ingresos fiscales, si es que la ciudad funciona
bien. El carácter de la «zona» -esa es la palabra que se
emplea- debe especificarse: puede tratarse de una zona
residencial, comercial o industrial.
Obviemos los detalles a este respecto para concentrar-
nos en lo esencial. Ubicar las zonas se presenta como una
actividad engañosamente sencilla, y el programa pronto
vence al jugador no empapado en la cuestión. En efecto, el
juego se apoya en reglas elementales de una eficacia in-
quietante: 1) Ninguna zona, ningún objeto (puesto que es
posible implantar estructuras dentro de un determinado
perímetro), puedé ocupar el mismo espacio que otro. No
hay superposición posible. SimCity se basa en una con-
cepción geográfica radical de la imposible confusión, en
un mismo punto o una misma área, de dos realidades dife-
rentes. 2) A partir de ese principio fundador, resulta cru-
cial delimitar rigurosamente cada zona (y así definir su
tamaño) y ubicarla de la manera más racional en las cer-
canías de las demás, habida cuenta, por supuesto, de las
características iniciales de la superficie disponible. 3) Es-
ta proximidad puede ser lindante (las zonas son entonces
colocadas unas junto a otras) o estar en conexión (las zo-
nas se relacionan mediante las infraestructuras de trans-
porte, que se deben ubicar también con gran cuidado).
Si el jugador consigue, a partir del imperativo de la
distancia, delimitar bien, ubicar en forma correcta y ma-
nejar adecuadamente las proximidades, entonces, organi-
zará una coexistencia espacial virtuosa, que se verá re-
compensada con un rápido crecimiento geográfico (hori-
zontal y vertical, dado que las construcciones cobran al-
tura), demográfico y económico de su ciudad a través del
programa. Esto es más difícil de lo que parece (¡incluso
para un geógrafo!), y el jugador se ve llevado mucho más

48
allá de una simple gestión de la extensión, lo cual, dicho
sea de paso, desaparece rápidamente de las preocupa-
ciones, excepto que reaparezcan las imposiciones «natura-
les». Así, se convierte en productor del espacio geográfico,
virtual por cierto, aunque muy cercano a la realidad, me-
diante las lógicas que rigen su concepción. Para lograrlo
del mejor modo posible debe movilizar técnicas, compe-
tencias, saberes, ideologías, imaginarios sociales que guia-
rán las modalidades de estructuración física del espacio
que va a elegir.
Por ejemplo, deberá realizar elecciones en materia de
hábitat: ¿Privilegiará el hábitat individual, poco denso, o
el hábitat colectivo? ¿Aceptará o no la diversidad social y;
sobre todo, la cercanía entre grupos sociales diferentes?
También deberá reflexionar acerca de las estructuras de
producción y comerciales y su emplazamiento, sobre las
modalidades de transporte que privilegiará (individual o
colectivo), las clases de fuentes de energía que convendrá
desarrollar más, la densidad y la ubicación de las infraes- .
tructuras culturales y de formación a las que desea llegar.
Reunirá materiales formalizados y ordenados, e ideas que
participen de esa formalización y ordenación. En suma,
construirá y dará existencia virtual a un espacio geográfi-
co, donde el lugar de cada elemento sólo se entenderá en
relación con todos los demás, y a espacios sociales, mun-
dos posibles de experiencias individuales y colectivas.
Si bien resulta innegable el carácter lúdico de SimCity,
la seriedad de los conceptos que están en juego en él no
reviste ese carácter: desde hace mucho tiempo se sabe que
el juego es una actividad muy reveladora de las diversas
facetas de las sociedades humanas. Me atengo, entonces, a
Sim City como modelo en el sentido estricto de la palabra:
un esquema simplificado y simbólico que permite dar
cuenta de una realidad -en este caso, la realidad espa-
cial-. En él obtengo la evidencia de los principios ele-
mentales del espacio humano y, en particular, una clara
ilustración de la relevancia de la distancia, así como de la
importancia de la delimitación.

49
La sociedad en la distancia

La distancia expresa un hecho difícil de refutar, casi


trivial, que podemos experimentar todos los días: dos rea-
lidades sociales materiales, dos objetos físicos, dos cuer-
pos, no pueden ocupar, sin alguna clase de artificio, sin ar-
dides, un mismo punto de la extensión. Están separados
y, por lo tanto, distantes. Esa comprobación elemental
funda una actividad social específica, que reúne la totali-
dad de los medios humanos inventados y utilizados para
conjurar la distancia, la cual separa las realidades y al
mismo tiempo permite, si se la domina, acercar~as hasta
ponerlas en contacto unas con otras, aspecto que el juego
SimCity muestra bien. La historia de Rosa Parks me
parece igualmente explícita al respecto, en la medida en
que todo se origina en la imposibilidad de que dos perso-
nas ocupen un mismo asiento, salvo excepciones: la de los
niños pequeños, que se sientan en el regazo de alguno de
sus padres -pues aún no han concluido ese trabajo de se-
paración que los llevará a la autonomía-, y la de los ena-
. morados, que así se niegan a distanciarse. Por otra parte,
la situación de superposición de cuerpos humanos sólo se
produce en condiciones particulares: la intimidad amoro-
sa, por ejemplo, pero también la violencia, en episodios
paroxísticos que quiebran durante un momento el orden
· geográfico común. En otro registro, no puedo dejar de pen-
sar que la mayoría de las grandes místicas buscan e idea-
lizan la fusión de todos y de todo en un mismo punto úni-
co. Las místicas son ideologías «a-geográficas»: rechazan
la distancia y la separación, aspiran a la constitución de
una re-unión sin fisuras.
Los seres humanos han tenido que elaborar tecnolo-
. gías de la distancia (cf. infra) que proceden de la incues-
tionable comprobación de esa separación fundamental.
Esas tecnologías permiten los actos espaciales de los indi-
viduos, quienes pueden recurrir entonces tanto al acerca-
miento y la conjunción como al distanciamiento y la dis-
yunción de cosas y hombres.
La geografía no ha descubierto la distancia reciente-
mente: son innumerables las obras que tratan esta cues-
tión. Sin embargo, en general se considera a la distancia
de manera «cartesiana», como un atributo de la superficie

50
material: de este modo se la reduce al espaciamiento, a lo
que separa físicamente dos puntos distintos. Ahora bien,
si se admite que toda la sociedad está contenida, en lo sus-
tancial, en la dimensión espacial, se debe reconocer que la
distancia es una noción intrínsecamente multidimensio-
nal, tanto como la cosa a la que designa: el conjunto de
manifestaciones de la separación de las realidades socia-
les y sus efectos. Por esto mismo, el espaciamiento sólo
constituye una de las manifestaciones de la distancia en
acción en el campo social, la más visible por cierto, la más
inmediatamente perceptible -sin duda, más poderosa
que otras para imponer acciones específicas, más «rugo-
sas»- y, por lo tanto, necesitada de respuestas impe-·
riosas de los individuos y los grupos; mas está lejos de ser
la única. Los juegos específicos del espaciamiento existen,
pero sólo en la interrelación con los de todos los demás re-
gistros -social, político, ideológico, etc.- de la distancia;
resultan necesarios para la aprehensión de esta, pero no
son suficientes.
En especial, los hechos referidos a la distancia les im-
ponen a los operadores sociales -como se señaló en el ca-
so del jugador de SimCity- estrategias espaciales y, sobre
todo, estrategias de ubicación, de limitación, de estableci-
miento de regímenes de proximidad. Los actores no se
conforman con colocar objetos en determinados puntos de
la superficie -hemos visto que esa clase de actitud conde-
naba al jugador de SimCity a una rápida derrota-. Cons-
truyen en un contexto particular disposiciones espaciales
de las realidades coexistentes (llamadas a evolucionar con
el tiempo, pues el espacio se halla marcado por su histori-
cidad, no es una sustancia inmutable), que expresan sus
«artes y técnicas» de la distancia. La geografía se debe
ocupar de pensar esas estrategias, y no sólo de comprobar
la existencia de separaciones o de espaciamientos mate-
riales, abroquelándose en un enfoque limitado a medir po-
siciones en el marco de una topografía cartesiana de los
objetos sociales. Así pues, el concepto de espacio compren-
de el conjunto de relaciones, en todos sus aspectos mate-
riales e ideales, establecidas por una sociedad, en un tiem-
po dado, entre todas las diferentes realidades sociales.
En el origen, lo que prevalecía era la separación física,
es decir, la doble comprobación de la imposible confusión

51
-el reagrupamiento en un solo y mismo punto- y de la
imposible ubicuidad de una misma realidad material o
corporal (cosa, ser humano). En el centro de la experiencia
individual y social se halla el carácter radical del princi-
pio de separación. La distancia nace de esta comprobación
«materialista» y de la voluntad de acomodarse a ella. Con-
tinúa, por supuesto, al evaluarse y experimentarse fácil-
mente mediante la separación -o el espaciamiento-,
que se considera la expresión física de la distancia. No
obstante, la total socialización del espaciamiento y su
transformación en distancia se imponen a partir del mo-
mento en que para los humanos se torna necesario deno-
minar y calificar las separaciones y sus efectos, y do mi-
narlos. El espaciamiento pone en evidencia la distancia,
la visibiliza. Sin embargo, el mero examen de la amplitud
de ese espaciamiento y de sus características físicas no
permite comprender cómo este se convierte socialmente,
al mismo tiempo, en un índice, en un instrumento y en un
factor de separación entre las realidades, ·separación que
no se verá necesariamente ocultada por la desaparición
de la distancia.
De este modo, la política de «heterogeneidad social»,
que predica la cercanía física entre individuos pertene-
cientes a grupos sociales muy diferentes, fracasará sin du-
da en el intento de crear la dinámica social y cultural bus-
cada, pues la proximidad espacial instaurada contribuirá,
por cierto, a modificar los modos de expresión de la dis-
tancia social, pero no la suprimirá. Puede incluso fortale-
cerla, como hace mucho tiempo ya lo demostraron Jean-
Claude Chamborédon y Madeleine Lemaire (1970) en su
análisis de las poblaciones de grandes conjuntos urbanos.
Ambos sociólogos señalaron de modo magistral que la
coexistencia en un mismo nicho habitacional de familias
pertenecientes a grupos sociales muy diferentes, al punto
de no compartir nada -en particular, la misma visión del
hábitat y las trayectorias sociales y residenciales a las
que cada uno puede aspirar-, acentuaba el deseo de dife-
renciación y distanciamiento espacial de los habitantes
más dotados en cuanto a capital social. Mas esto, por otra
parte, tuvo sus efectos: las clases medias huyeron de los
grandes conglomerados en la década del setenta, para ac-
ceder a la propiedad residencial tipo chalet en la periferia,

52
lo cual constituye un buen ejemplo de estrategia de la dis-
tancia. Cuando el gran conglomerado dejó de resultar
atractivo en un contexto de crisis de la vivienda, el espacio
periférico vino a satisfacer el deseo de alojarse de los resi-
dentes de mayor solvencia económica. Todo ello, encua-
drado en una política de Estado que primero preconizó y
alentó masivamente la reunión en las zonas de hábitat co-
lectivo -o sea, legitimó cierta clase de cercanía-, y lue-
go, pocos años después, incitó a las familias solventes a es-
capar de esa clase de residencias para ir a poblar las peri-
ferias, promovidas como nuevo ideal espacial francés ofi-
cial. Es conocida la evolución de esa historia urbana: la
degradación de los grandes conjuntos determinó que no sé
dejara de hablar de ella.
Expongo este ejemplo para que se entienda bien que la
reflexión debe presidir siempre el estudio de los registros
espaciales de la distancia (es decir, todo lo que remite a
los dispositivos materiales, a sus tecnologías, a las corres-
pondientes ideologías), así como el de los registros socia-
les o políticos. Así pues, no hay una distancia social y una
distancia espacial que sean diferentes, sino regímenes
particulares de manifestación de la separación que se de-
ben estudiar de consuno.

La política surge de lo que separa

A su manera, esto es lo que proponía Hannah Arendt,


quien intentaba aprehender la política y deseaba darle
una definición no metafísica ni naturalista, 3 cuando escri-
bía que «el hombre es a-político. La política nace en el es-
pacio-que~hay-entre los hombres, o Sea, en algo fundamen-
talmente exterior-al hombre. No existe, pues, una sustan-
cia verdaderamente política. La política nace en el espacio
intermedio y se constituye como relación» (Arendt, 1995,
pág. 33, las bastardillas son mías).
Arendt deseaba apartarse de una visión esencialista y,
al mismo tiempo, volver a hacer de lo político un verda-

3 En otras palabras, rechazar el zoon politikon de Aristóteles, que in-


cita a creer que en la naturaleza del hombre hay una suerte de esencia
de la política.

53
dero objeto de pensamiento. De allí la afirmación sobre el
carácter apolítico del individuo, quien no tendría por na-
turaleza ningún fluido mágico de la política. 4 Esta nac~
de la propia organización de todo grupo humano como
reunión de entidades distantes, los hombres, que ponen en
marcha procedimientos relacionales -palabra que no se
debe entender sólo en su acepción virtuosa- orientados a
tratar ese problema del espacio-que-hay-entre ellos; en
suma, de la distancia tal como la hemos definido. Contra-
riamente a lo que llevaría a suponer una lectura apresu-
rada, Hannah Arendt no reduce lo que ella denomina «es-
pacio» al espaciamiento físico --como tampoco ignora este
último--, sino que con ese término designa todo lo que se-
para a los hombres y les impone juegos y escenas relacio-
nales. Ese principio de separación es exterior al ser hu-
mano, en el sentido de que no constituye una esencia, sino
un medio ambiente movilizador.
A juicio de Hannah Arendt, cuando esta distancia en-
tre los individuos desaparece, irrumpe el terror totalita-
rio, cuya singularidad y radicalidad son producto, precisa-
mente, de esa abolición: «Al aplastar a los hombres unos
contra otros, el terror total destruye el espacio que media
entre ellos. Reemplaza un vínculo de hierro que los man-
tiene tan estrechamente juntos que su pluralidad parece
desvanecerse en un Hombre único de dimensiones gigan-
tescas» (Arendt, 1972, pág. 216). El terror totalitario fun-
de a todos los individuos en una misma aleación, pretende
reabsorber toda distancia social y cultural, e incluso tien-
de -en especial, durante las múltiples grandes ceremo-
nias que lo exaltan (piénsese en las misas y en los desfiles
del fascismo, del nazismo y del estalinismo)- a reducir el
espaciamiento tanto como sea posible, a m;nalgamar a las
personas en una muchedumbre compacta, sin hiatos entre
quienes la componen.
Todo esto nos sitúa en una concepción muy social de la
política, que es concebida como una relación al utilizar un
enfoque que le da a la distancia una función preeminente.
Hannah Arendt le procura al análisis de la distancia una
4
En lo que a mí respecta, estoy embarcado en una empresa de la mis-
ma índole, puesto que también intento apartarme de una visión esen-
cialista y reduccionista del espacio, para hacer de él un verdadero obje-
to de análisis.

54
atinada profundidad y coadyuva con la proposición que
estructura mi trabajo. Esa definición de la distancia per-
mite comprender mejor, en todo caso, que los hombres y
los grupos no sólo están preocupados por reabsorber el
espaciamiento que los aleja entre sí y de sus lugares, sino
que asumen, muy a menudo y de muy buena gana, la op-
ción aparentemente aberrante del distanciamiento, del
apartarse -de sí mismos o de los demás-. La organiza-
ción segregativa, en todas las escalas, de muchos espacios
muestra la amplitud de las estrategias de «atrinchera-
miento» y le confiere su sentido a la expresión kantiana
sobre la «insociable sociabilidad». Del lado de la sociali-
dad, el acercamiento, la atracción por el grupo. Del lado
de lo insociable, el rechazo de la alteridad, de la mezcla
inherente a toda sociedad; el deseo de encontrar una ho-
mogénea socialidad de la identidad; el repliegue en el te-
rritorio de pertenencia. La toma de distancia, el distan-
ciamiento espacial y la separación constituyen instru-
mentos privilegiados para cumplir con ese deseo. ·

Conjurar la distancia: técnicas y tecnologías


del juego
Los seres humanos siempre han debido conciliar con la
ineluctable distancia, conjurarla, para lograr (sobre)vivir
y desarrollarse en ella, para ponerse en contacto con las
diferentes realidades sociales necesarias para sus proyec-
tos y actividades. ¿Cuáles son las tecnologías 5 que han po-
dido poner en juego? Es posible distinguir dos principales
(e incluso iniciales): la copresencia y la movilidad. La se-
gunda se abre en dos subtecnologías: el desplazamiento
(movimiento de realidades físicas y materiales) y la tele-
comunicación (movimiento de realidades inmateriales),
que constituyen dos registros, en permanente articula-
ción, de la movilidad.

5 Se entiende por «tecnología» un conjunto de técnicas, prescripciones


e ideologías.

55
La copresencia, o la búsqueda del contacto
topográfico

La copresencia puede parecer el juego más simple con


la distancia, aunque en verdad su elección no tenga nada
de evidente, por más que implique organizaciones y tecno-
logías espaciales, como en el caso de la arquitectura y el ur-
banismo. Se trata de reunir en un mismo espacio, en con-
tigüidad física, entidades y objetos espacializados con la
finalidad de hacer posibles sus relaciones. En situación de
copresencia perfecta, la distancia entre dos objetos es nula:
D[a,b] =O.
La organización espacial de la copresencia está, como
se verá en el capítulo 7, en relación directa con la cuestión
de la urbanización y la urbanidad. En efecto, las lógicas
"- inherentes a la copresencia producen defacto una acen-
tuación de la densidad y, en general, una mayor diversi-
dad de los objetos copresentes. Ahora bien, el acoplamien-
to de la densidad y la diversidad se halla en el fundamen-
to de las dinámicas de las ciudades y de lo urbano.
El desarrollo de la copresencia produce expansión en el
área del espacio habitado, como bien lo demuestra, una
vez más, el juego SimCity o, de manera más «científica»,
toda la historia de los emplazamientos humanos de hábi-
tat agrupado. La constitución de agregados cada vez más
. extensos implica, por el propio hecho del «éxito» de la ca-
presencia, utilizar de manera más adecuada el desplaza-
miento y la telecomunicación, o sea, la movilidad. Esto lle-
va a recordar que en las sociedades que las ponen en mar-
cha, las tecnologías de la distancia se conjugan y combi-
nan, antes que oponerse.
Los imperativos de regulación de la ca presencia por los
grupos humanos se sitúan, muy tempranamente (desde
las primeras ciudades), en el origen de las reglamentacio-
nes y prescripciones en materia de organización y prácti-
cas del espacio, que van desde la definición de las cerca-
nías aceptables, los buenos usos de la vecindad y las for-
mas de civilidad hasta las normas y las leyes de «ordena-
miento». En cuanto tal, la gestión colectiva y política de la
copresencia es un poderoso vector de estructuración de las
sociedades. Si bien parece a priori favorable al desarrollo
absoluto de las interacciones entre realidades y, en par-

56
ticular, de las interacciones sociales, 6 la copresencia no
basta por sí sola para crearlas, ya que estas dependen en
especial de las voluntades de los operadores humanos.
Ella crea un potencial relacional (humanos-humanos, hu-
manos-no-humanos) que únicamente se realiza según la
opción de los operadores.

La movilidad, o el dominio de la lejanía

Junto con la copresencia y sus efectos de reagrupa-


miento contiguo, también se puede conjurar la distancia
acercando las realidades mediante el movimiento. Se in~
gresa así en el dominio de la movilidad. La movilidad es
un concepto globalizador, a cuyo respecto es importante
determinar todas las nociones a que da lugar (desplaza-
miento, transporte, migración, etc.), que muy a menudo se
confunden con él. Tanto para los individuos como para los
grupos, el dominio de la distancia mediante la movilidad
no se limita al desplazamiento físico efectivo ni a sus téc-
nicas (que llamaremos «transporte»), sino que comprende
además las ideologías y las tecnologías del movimiento
que reinan en una sociedad. La movilidad implica, pues,
al mismo tiempo, lo siguiente:
l. Un conjunto de valores sociales más o menos explíci-
to para los actores, que estos pueden objetivar: ¿Está per-
mitido o no, es valorizado o no, el hecho de tener movili-
dad dentro de un grupo humano? Desde este punto de vis-
ta, la movilidad es histórica y geográficamente variada.
Estos valores pueden cristalizarse en ideologías espacia-
les predominantes y condensarse en leyes y reglamentos.
En nuestros días, la movilidad constituye, mucho más que
una necesidad funcional, la reivindicación de una gran
mayoría de individuos que la concibe como condición para
la realización de la existencia y la consolidación de la li-
bertad. Algunos querrían incluso que se introdujera el
derecho a la movilidad entre los derechos universales del
hombre. En ese sentido, Franc;ois Ascher ha señalado que
«en una sociedad fuertemente desarrollada, donde la divi-

6 Concibo aquí la interacción social como una relación de influencia

recíproca entre actores sociales en situación de copresencia física.

57
sión del trabajo no deja de profundizarse, las movilidades
cobran una importancia y un significado nuevos, y le
otorgan al derecho al movimiento un lugar creciente, pues
se convierte de alguna manera en un derecho genérico del
que proceden muchos otros derechos» (Ascher, en Alle-
mand, Ascher, Lévy (dirs.), 2005, pág. 23). Sin duda, no es
casual que la historia de Rosa Parks se haya desarrollado
en un lugar caracterizado por la movilidad, ni que se haya
basado en la reivindicación de una movilidad en buenas
condiciones. Son numerosas las luchas por los lugares que
reivindican el desplazamiento, y muchos los regímenes li-
berticidas que obstaculizan las movilidades.
2. Una serie de condiciones geográficas (no todos los es-
pacios, en función de su organización,- conforman el mis-
mo marco de movilidad, y en cada espacio la superficie no
es isótropa), económicas (la movilidad tie.ne un costo co-
lectivo e individual, como se puso bien de manifiesto en el
período de encarecimiento del precio del petróleo), socia-
les y políticas (la posibilidad de moverse difiere según los
grupos sociales y las variables de edad y sexo). 7 El caso de
· Rosa Parks demuestra que las condiciones de segregación
influían enormemente en las modalidades de movilidad
de los negros.
3. Un dispositivo tecnológico y su arsenal de técnicas. a
4. Un sistema de actores: los grandes operadores de re-
des, como es el caso de la Société Nationale des Chemins
de Fer Franc;ais (SNCF), o la Régie Autonome des Trans-
ports Parisiens (RATP), o la alianza de compañías aéreas
Sky Team, o incluso Dussolier-Calberson, son actores pre-
eminentes. Pero también un simple ciclista, un «caminan-
te», un usuario del subterráneo, son actores de la movili-
dad, en vista de que todos ellos dominan técnicas y utili-
.zan material.
Para cada actor, la movilidad es a la vez un proceso ve-
rificad~ que se traduce en movimientos efectivos, y un po-

7 Recordemos, por ejemplo, que en Arabia S audita las mujeres sufren

limitaciones en cuanto a su movilidad, pues no se les permite conducir


automóviles.
8 Al respecto, digamos que ciertos objetos técnicos pueden constituir
verdaderos «actantes» en medio de un sistema de desplazamiento, como
lo demuestran el estudio de las cadenas logísticas y el papel que en ellas
desempeñan los grandes sistemas expertos y los autómatas.

58
tencial, una virtualidad no actualizada, que es justamen-
te lo que permite el movimiento realizado, es decir, el des-
plazamiento.9 La movilidad es posible porque hay una
oferta de ella: la accesibilidad, que no es reductible a la so-
la dimensión técnica, sino que integra todas las condicio-
nes de posibilidad de los desplazamientos contextuales
del actor. Este no es un agente neutro del movimiento, un
simple componente de un stoch amorfo; en cuanto prota-
gonista activo, domina una competencia y posee un capi-
tal de movilidad que se inscribe en el seno de lo que más
adelante denominaré su capital espacial global.
Si bien la movilidad y sus exigencias se remontan al
origen mismo de la organización de los grupos humanos,
el mundo contemporáneo se caracteriza por una acentua-
ción del peso y de los roles de las movilidades. La cantidad
de realidades materiales e inmateriales en movimiento
crece de manera exponencial desde 1850, es decir, desde
que los avances técnicos permitieron encarar un doble
proceso fundamental: la disminución del costo del trahs-.
porte y la aceleración de los desplazamientos de hombres
y mercaderías. Los primeros grandes steamers constituye-
ron un indicador inicial de esta transformación, al mismo
tiempo que daban testimonio de las nuevas capacidades
para desplazar a bajo costo tonelajes importantes. Desde
entonces, la búsqueda de velocidad no ha cesado; constitu~
ye uno de los rasgos distintivos de nuestras sociedades
mundializadas.
La promoción de la instantaneidad del desplazamiento
para las realidades inmateriales digitales es, en ese senti-
do, el término lógico de una historia plurisecular. La trans-
ferencia en «tiempo real», mediante Internet, de datos ca-
da vez más cuantiosos y variados constituye el punto cul-
minante de semejante búsqueda -hasta que se realice la
vieja fantasía del transporte inmediato de las realidades
inmateriales de un punto a ol;to, deseo que algunos conti-
núan creyendo posible-. Esta instantaneidad estuvo en
germen en los balbuceos de las técnicas telegráficas y, por
supuesto, se concretó con el advenimiento del teléfono,
pues el movimiento de la voz es el de una realidad social.
9 A los efectos de eliminar esta ambigüedad, Vincent Kaufman (2000)
propone emplear la palabra nwtilidad para circunscribir el potencial y
reservar «movilidad» para lo que corresponde al desplazamiento.

59
Insistimos en que el desplazamiento de bienes inmateria-
les (capitales, informaciones, imágenes, lenguajes) debe
ser considerado una auténtica movilidad, un poderoso or-
ganizador de disposiciones espaciales en todas las esca-
las, desde el escritorio donde uno se conecta con Internet
hasta el Mundo.
La búsqueda de velocidad en los desplazamientos, evi-
dentemente, no ha concluido. Las exigencias de rapidez
imponen logísticas cada vez más pesadas· y costosas, así
como sofisticadas competencias de los actores (incluido el
simple hamo turisticus). Los costos económicos generales
de la movilidad tienen tendencia a incrementarse, así co-
mo los costos temporales y sociales, por el simple hecho de
que aumenta la movilidad tanto de los individuos como de
las cosas. En contraposición a una idea aceptada y a algu-
nos tópicos en boga, 10 la carrera por la rapidez y la promo-
ción de la instantaneidad, a la vez como hecho, como obje-
. tivo último y como valor social e incluso cultural, no pare-
cen alienar la dimensión espacial. Muy por el contrario,
de ello resultan inéditas organizaciones del espacio y de las
espacialidades.
En verdad, cuanto más se convierte la velocidad en una
apuesta, más se consolida la relevancia del espacio, pero
de un espacio cada vez más variado, que no es el de los dro-
mólogos, quienes lo reducen, en una concepción rudimen-
taria, a una extensión a recorrer. Podríamos multiplicar
los ejemplos que dan cuenta de que el aumento de la velo-
cidad refuerza la importancia de la cuestión espacial. Así,
es bien sabido que el continuo aumento, en las últimas dé-
cadas, de la velocidad promedio de desplazamiento coti-
diano -gracias, en particular, al acondicionamiento de
las rutas, que favorece la automovilidad, y también de las
· grandes redes ferroviarias en las principales organizacio-
nes urbanas europeas- ha generado un extraordinario
crecimiento de las superficies urbanizadas. En efecto,
cuando se incrementa la velocidad del trayecto, en mu-
chos casos el habitante no reduce la duración del tiempo
que emplea en el desplazamiento, sino que aumenta la
10 En especial, entre los partidarios de una concepción trágica de la

dromología, ciencia de la velocidad, desarrollada por Paul Virilio (1984,


1993), quien plantea una crítica a la velocidad como principio corruptor
de lo real.

60
distancia que puede recorrer cada día. 11 Hasta la más
pequeña ganancia en materia de rapidez en el transporte
se compensa siempre con una extensión del espacio que
debe recorrer cada individuo. Todos los estudios llegan a
la misma comprobación.
El aumento en la velocidad de los desplazamientos ori-
gina, pues, una mayor complejidad en la espacialización
de los individuos y los grupos. En cada caso, a medida que
es posible desplazarse con mayor rapidez, cobra mayor
importancia el espacio relativo del desplazamiento y se
torna más sutil el juego cotidiano con las distancias. Por
añadidura, los medios rápidos de movilidad, que se han ins-
cripto ya en nuestras vidas como instrumentos indispen--
sables de un estilo de vida, necesitan espacios específicos:
autopistas, estaciones, aeropuertos, que se convierten,
con todo lo asociado a ellos (hoteles, comercios, servicios),
en hitos fundamentales de la existencia de gran cantidad
de personas. Muy lejos de ser no-lugares, como afirmaba
Marc Augé (1993), 12 quizás un tanto apresuradamente,
constituyen emblemas de espacios contemporáneos, facto-
res de atracción para nuestras espacialidades de movili-
zación. Se trata, de alguna manera, de «híper-lugares»
-aquello que en el capítulo 7 denominaré «conmutador
espacial»-, creaciones donde la estandarización de las
formas no impide la familiaridad, la alegría de encontrar-
se en terreno conocido; no suprime la apropiación, el pla-
cer de «habitar» allí con plenitud, aun fugazmente, ni eli-
mina la interacción o la intersubjetividad.
11 Esta evolución resulta extraordinaria en el caso del TGV [tren de

alta velocidad]. El despliegue de la red para trenes de alta velocidad


dilató el espacio de los desplazamientos laborales entre las principales
metrópolis vinculadas por una línea rápida. Un coloquio organizado en
noviembre de 2006, en ocasión de celebrarse los veinticinco años del
TGV, demostró que mediante ese tren emblemático y sus ramificacio-
nes (Eurostar, Thalys, etc.) se había constituido una nueva geografía de
movilización cotidiana.
12 En el próximo capítulo (infra, págs. 134-5) demostraré que el no-
lugar no es sino un espacio diferente del lugar: un área, una red. Para
un geógrafo, la expresión empleada por Marc Augé resulta problemáti-
ca, pues connota negativamente el espacio, que es designado como sisó-
lo fuera una <<nada». Pues bien, ningún espacio es nada o es sólo la pura
negación de algo. Marc Augé fuerza las cosas a partir de un análisis jus-
to de la estandarización formal. Veo allí, sobre todo, un efecto retórico,
pues en otros aspectos el libro a menudo resulta pertinente.

61
La instantaneidad de la comunicación, por su parte, no
anula el espacio ni la espacialidad: les da una función y
nuevos registros. Así, la telecomunicación les confiere al
espacio de emisión y al de recepción -la habitación, la ofi-
cina, el lugar donde el teléfono móvil está activado, etc.-
un papel preeminente de polarización de la vivencia. La
telecomunicación maneja simultáneamente un conjunto
ilimitado de espacios -¡tantos como telecomunicantes en
un momento determinado!- y alimenta espacialidades
banales, pero de una extraordinaria variedad. Todo ello,
en escalas que no se suelen considerar con la suficiente
atención. Quienes estiman que l~ telecomunicación ani-
quila el espacio no son capaces de ver, sobre todo, la com-
plejidad de las situaciones espaciales que permite.
El espacio de las sociedades contemporáneas hipermó-
viles es relativo, relacional, y está marcado por la coespa-
cialidad, es decir, la capacidad de gozar al mismo tiempo
de varios espacios de diferente tamaño (cf. infra). Las mi-
croescalas resultan particularmente fundamentales, por-
que es en ellas, en el seno de esa esfera personal cuya im-
. portancia ya he señalado, en el espacio doméstico, en cada
automóvil-que constituye al mismo tiempo una exten-
sión del espacio personal y una concentración del espacio
doméstico-, donde se despliegan las prácticas telecomu-
nicacionales.
Por otra parte, hoy en día no es tanto la velocidad pura
(que en mayor o menor medida resulta accesible a la gran
mayoría), sino la capacidad de dominio de las diferentes
métricas de la movilidad, incluida la de la lentitud, la que
desempeña el papel de elemento distintivo entre los indi-
viduos y entre los grupos sociales. Al respecto, el sedenta-
rismo absoluto y el elogio de la lentitud aplicada a todas
·las prácticas sociales constituyen actualmente una pos-
tura de distinción radical. U rio y otra hicieron su ingreso
triunfal en la esfera social gracias a su promoción, por
ejemplo, en Italia (donde la moda del «slow food» se ha di-
fundido tempranamente y la apología del desplazamiento
urbano lento gana terreno), y ahora también en Francia,
en medios tan diferentes como los de la gran burguesía y
una cierta izquierda «altermundialista», que asimilan
velocidad con capitalismo. Cabe destacar que el turismo,
gran campo social de cristalización de las ideologías espa-
CENTRO DE DOCUMENTACIOB
tNSTITUTO DE ESTUDIOS
62
REGIONALES
UNlVl!'.RSIDAD llE A.h"g~:<'~.i~~
ciales y de las prácticas correspondientes, muestra desde
hace años una creciente profusión de ofertas basadas en
la lentitud, orientadas especialmente a una clientela más
bien dotada de capital social, con caminatas que garanti-
zan, según se considera, una auténtica relación de descu-
brimiento a quien se entrega a ellas. Pienso, en particu-
lar, en las prácticas pedestres, que consisten en tomar los
antiguos caminos de peregrinación o los senderos rurales,
o también el resurgimiento de las caminatas urbanas co-
mo modo de conocer la ciudad. Muy a menudo se trata de
prácticas de movilidad basadas en la búsqueda de una
particular experiencia del espacio y de una diferente expe-
riencia de sí mismo.

Las dos proximidades

He mostrado antes que el SimCity llevaba al jugador,


cuando menos, a discriminar intuitivamente entre una
proximidad de contacto directo, cuando ubica dos zonas
que se juntan físicamente, y una proximidad basada en la
accesibilidad, que se resuelve recurriendo a medios de
transporte que unen dos perímetros o dos infraestructu-
ras separadas en la extensión. El juego presenta, de ma-
nera evidente, una distinción de importancia para quien·
quiere comprender el espacio de las sociedades.
La lógica de la copresencia promueve la contigüidad de
contacto físico entre las realidades unidas y desarrolla
más bien las interfases y los encajonamientos, en tanto
que la lógica topológica, vinculada con la movilidad, ins-
taura una conexión que conserva la separación material
entre los dos objetos unidos. -La diferencia no es menor, y
todas las investigaciones empíricas demuestran que la
«ubicuidad mediática» no es comparable para los indivi-
duos, en términos de vivencia como de representaciones,
con la copresencia material y física. Ello se debe a que las
modalidades de proximidad establecidas por una no son
idénticas a las establecidas por la otra.
Consideramos útil, entonces, distinguir la proximidad
topográfica de la proximidad topológica. La primera ca-
racteriza los espacios marcados por la continuidad y la
contigüidad: es una proximidad de contacto inmediato

63
(entre las realidades espaciales contiguas) que define un
entorno. El entorno es el conjunto de espacios contiguos en
contacto físico recíproco. La segunda es la que permiten
las redes de transporte, de comunicación, a las que se pue-
de denominar de conexidad: aquí, lo cercano no es necesa-
riamente contiguo, sino conexo, en el sentido de la teoría
de los grafos, es decir, lo situado en un nodo de la red que
es accesible a través de una línea, de una «arista» del gra-
fo. Lo que cuenta es el acceso a otro nodo, minimizando la
cantidad de líneas del grafo que se deben recorrer, y no el
ingreso al entorno topográfico. Esta proximidad es, pues,
mediata.
La proximidad topográ~ica valoriza lo lindante, mien-
tras que con la conexidad lo esencial es estar rápidamente
vinculado con (una cantidad máxima de otros puntos de la
red a través de un mínimo de aristas), y no junto con. Con
la telecomunicación uno incluso se emancipa, por lo me-
nos en apariencia, de las aristas de la red física. Se accede
directamente al prójimo comunicacional, o, más bien, el
medio que permite el acceso parece transparente. Sólo se
nos impone el «operador» comercial y administrador de la
red técnica, ya casi naturalizada, incorporada a nuestras
costumbres, como una prótesis cuyo carácter de artefacto
olvidamos. De ahí el desasosiego que experimentamos
frente a una falla o una avería del objeto técnico comuni-
cacional: es casi una parte de nosotros la que deja de fun-
cionar. Esta especificidad de la telecomunicación permite
distinguir entre una proximidad topológica reticular, po-
sibilitada por el desplazamiento, donde la red de trans-
porte es claramente aprehendida en cuanto mediación por
el usuario, y una proximidad topológica comunicacional.
El transporte, la comunicación, crean en todo caso pro-
. ximidad al «eufemizar» la separación, es decir, la manifes-
tación física de la distancia, mediante la eficacia del «ac-
ceso a», cuyo crecimiento se procura sin pausa. «Eufemi-
zar», mas no «suprimir», para destacar que las proximida-
des topográficas y topológicas no son semejantes desde el
punto de vista del espacio ni desde el de la espacialidad.
Este enfoque permite, cuando menos, definir la noción de
vecindad, que es el conjunto de espacios considerados cer-
canos por un actor, sean cuales fueren los regímenes de
proximidad utilizados para ponerlos en contacto. La ve-

64
cindad estructura entornos topográficos y fracciones espa-
ciales conexas, pero de ninguna manera esto constituye
un ordenamiento liso y llano, sin hiatos. ni rupturas, pues
el individuo discrimina bien lo que en términos de proxi-
midad es contiguo y lo que es conexo. Por eso mismo orga-
niza su práctica jugando a la vez con la copresencia y la
coespacialidad.

El instrumento separador

Además de las tecnologías de dominio de la distancia


que les permiten a los operadores disponer a su antojo las ·
realidades sociales, hay otra familia de instrumentos: la
del recorte espacial. En efecto, jugar con la distancia,
organizar la coexistencia de las realidades espaciales, exi-
ge saber y poder, a la vez, reagrupar realidades en conjun-
tos que compartan una misma modalidad significativa de
espacialización, y distinguir ese conjunto de otros. Para
esta distinción se cuenta con dos herramientas comple-
mentarias: 1) la designación y la calificación, con las que
reconozco un espacio al darle nombre y otorgarle cuali-
dades que lo caracterizan; 2) la delimitación, con la que
reconozco el espacio en cuanto a extensión, por definición
de límites espaciales que separan una entidad geográfica
de otra.
Vuelve a aparecer aquí la separación, mencionada al
comienzo de este capítulo, mas esta vez en cuanto principio
de organización del espacio geográfico, resultante de las
elecciones y acciones de los actores para hacer frente a lo
que atañe a la distancia. Así, la separación sería, a la vez,
la fuente de la construcciór+ del espacio por los seres hu-
manos y una herramienta eficaz de organización espacial
de las realidades sociales. Se circunscribe mejor este pa-
pel instrumental al interesarnos en los operadores y las
operaciones «separatistas» y, muy en particular, en aque-
llos que remiten a la delimitación, puesto que delimitar
constituye un acto espacial separatista tan común como
poderoso, que contribuye en gran medida a configurar los
espacios humanos. He insistido en que el SimCity obliga
al jugador a delimitar estrictamente los perímetros que
pretende establecer. La desatención en este ejercicio lo

65
condena a una rápida derrota, debido a que el programa
del juego se caracteriza por la relevancia de la zona y de la
división en zonas. A lo largo del libro proporcionaré mu-
chos otros ejemplos con respecto a la importancia de la de-
limitación.
Si bien la propensión a delimitar parece constante y
universal, son numerosos y muy variados, por supuesto,
los tipos de limites, tamaños y alcances:
l. Límites cerrados, materiales, que definen un encla-
ve, que lo separan claramente del resto: una muralla; una
barrera; un muro fronterizo impenetrable;· un cercado con
alambre de púas, uno de los más eficaces instrumentos
geográficos de la época industrial, cuya «polivalencia» es
flagrante, ya que supo contribuir, al mismo tiempo, a la
instalación de vallados en las grandes praderas nortea-
mericanas y, más generalmente, a la consolidación de los
limites de las tierras, la protección de las trincheras en
1914-1918, la delimitación de los campos de concentra-
ción (Razac, 2000); pero también el umbral de las vivien-
das, un limite fundamental que puede adoptar, por otra
parte, características muy diversas y resultar más o me-
nos infranqueable.
2. Límites cerrados inmateriales, como los impuestos
hoy en día por los sistemas de televigilancia y teleseguri-
dad, muy eficaces operadores de delimitación y discrimi-
. nación, o los instaurados por las reglamentaciones, como
el que estaba presente, por ejemplo, en el espíritu de los
habitantes de Montgomery, y que explica el hecho de que
en 1955los ómnibus se caracterizaran por la segregación
espacial. Una campaña oficial de lucha contra la discrimi-
nación y el racismo, expuesta en el mobiliario urbano pa-,
risino en 2003, jugaba inteligentemente con la existencia
·de esa clase de limitación inmaterial. La imagen mostra-
ba un espacio público visto desde arriba, en forma oblicua.
Una linea amarilla lo cortaba en dos, y a ambos lados de
ella había grupos de individuos que se ignoraban «visible-
mente». El eslogan planteaba el interrogante acerca de si
las discriminaciones no existían sólo en las cabezas, o sea,
si el limite espacial no demostraba ser, ante todo, un limi-
te mental, psicológico, cultural y social. Sin ninguna du-
da, esa clase de separaciones es frecuente e incluso tiende
a incrementarse, lo que explicaría el reforzamiento de las

66
lógicas segregacionistas en medio de las organizaciones
urbanas contemporáneas (cf. infra).
3. Límites abiertos continuos; por ejemplo, una fronte-
ra en un espacio de libre circulación, como el llamado «es-
pacio de Schengen».
4. Límites abiertos desdibujados (el espacio de transi-
ción, no materializado pero a menudo interiorizado por
los actores, que separa dos áreas o, más generalmente, dos
entidades espaciales diferentes).
Toda geografía se debe interesar en los límites y en su
franqueamiento, unos y otros creadores de configuracio-
nes espaciales y de espacialidades que tienen considera-
ble gravitación en la diferenciación de los espacios huma-·
nos. Se entiende, pues, la necesidad de identificar a los
operadores, las operaciones y los marcadores (materiales
o no) de los recortes y las limitaciones, operaciones que in-
ducen siempre a juegos con la distancia. Entre los opera-
dores en cuestión, algunos son, por supuesto, institucio-
nalmente relevantes: los actores económicos, los propios
geógrafos y sus herramientas de conocimiento, como los
mapas, cuyo poder de desarticulación analítica de los
componentes del espacio y de delimitación es evidente.
Pero también están, sobre todo, los individuos, que día
tras día establecen los hitos y los límites que jalonan y cir-
cunscriben sus espacios vitales.

Un espacio híbrido y sus atributos

Lo ideal y lo material

Para completar esta clave de lectura de la organiza-


ción de la dimensión espacial de la sociedad restaría pre-
sentar las características fundamentales de todo espacio
humano. La primera de ellas, la hibridez ideal/material,
se desprende de un postulado simple: lo real es mayor que
la materia.
Se debe en particular a Maurice Godelier la ruptura
con el clásico antagonismo contraproductivo que oponía la
idea a la materia y, a la vez, haber sacado a lo ideal de su
reducto filosófico y hacer de él una noción de primer orden

67
para las ciencias sociales. En un libro esencial, Godelier
demuestra que la fuerza propia del hombre consiste en go-
zar de la capacidad de transformar la naturaleza. Al ana-
lizar los mecanismos de producción de la sociedad que uti-
lizan los hombres, explica que la realidad social nace de la
dialógica permanente entre lo material y lo ideal. Al insis-
tir en la relevancia de la materialidad, Godelier pone de
manifiesto una laguna en las ciencias sociales, que consis-
te en la prolongada ocultación de la importancia de la es-
fera ideal, aun cuando está siempre activa, en las múlti-
ples manifestaciones y formas de existencia, puesto que
constituye «el pensamiento en todas sus funciones, pre-
sente y actuante en todas las actividades del hombre>> (Go-
delier, 1992, pág. 199).
A partir de este hecho, no es posible estudiar ninguna
sociedad, por minúscula que sea, sin comprender la rela-
ción permanente entre la materialidad y la idealidad y su
carácter creador del orden social. La idealidad no es la
instancia de las ideas abstractas, sino el pensamiento, en
todas sus formas (incluidas aquellas que lo fijan en enun-
ciados materiales, como los mapas, las pinturas, los obje-
tos, o en dispositivos formales, como los edificios, los pai-
sajes, etc.), puesto en acción en la construcción y estabili-
zación de los ordenamientos sociales y en las prácticas de
los seres humanos.
A los fines del análisis espacial resulta necesario reco-
nocer esta tensión dinámica entre la idealidad y la mate-
rialidad. Esto permite refutar la reducción materialista y
el conocimiento truncado del espacio que ella sostiene y, a
la vez, la deriva del puro idealismo, tan perjudicial en el
plano científico. Asumir el carácter híbrido -ideal/mate-
rial- de la dimensión espacial enfrenta al geógrafo, sin
duda, con objetos complejos. Por ejemplo, el espacio viven-
ciado por cada individuo demuestra ser, en efecto, un com-
puesto complejo: es una mezcla indisociable de formas y
estructuras materiales, de variadas escalas -desde pie-
zas y objetos propios de la esfera íntima del hábitat hasta
los espacios más grandes, que por otra parte resultan
enormemente abstractos debido a las construcciones, los
espacios públicos urbanos- y de idealidades muy diver-
sas, desde las menos reflexivas hasta las más objetiva-
bles, desde las más singulares hasta las más generales,

68
desde las que más se basan en lugares «temas» de imáge-
nes mentales y representaciones hasta las más abstrac-
tas, desconectadas de un referente espacial preciso.
El ejemplo del SimCity ya me permitió destacar que el
jugador que pretende colocar y delimitar en forma correc-
ta «zonas», manejar convenientemente sus relaciones,
tiene que apoyarse en una ideología espacial, es decir, en
un conjunto de ideas y principios abstractos que le permi-
tan definir la correcta organización del espacio urbano y
de las prácticas convenientes, y que le si,rvan para enmar-
car su intervención y sus acciones espaciales. Ese sistema
ideal (al que es preciso conectarle todos los demás, ya
sean individuales o colectivos), no siempre objetivable ne-·
cesariamente por el individuo, abierto a los valores socia-
les y culturales en curso, forma parte plenamente de la di-
mensión espacial de una sociedad.
En una disciplina caracterizada por el materialismo e
incluso, durante mucho tiempo, por una especie de obse-
sión por lo concreto, los geógrafos se apoderaron de esta .
teorización para dar un lugar a las idealidades en la cons-
trucción social y en el despliegue del espacio y de la espa-
cialidad. Esto permitió plantear el postulado de la natura-
leza híbrida del espacio que combina siempre lo ideal y lo
material. De esta manera se reconoció la dimensión ideal
de la espacialidad humana y se produjo la «semantización
de los objetos» de la geografía (Gumuchian, 1991, pág. 69).
Conviene comprender el alcance de esta «semantiza-
ción». Ello significa, en particular, que el espacio y la es-
pacialidad están presentes en los lenguajes que expresan,
denotan y connotan, en el seno de la esfera de comunica-
ción e interlocución, visiones del espacio, concepciones de
la espacialidad, modalidades de relación de los individuos
y las sociedades con la distancia, los hechos de localiza-
ción, delimitación, recorte ... «Caminaré hasta esa cum-
bre para mirar el espléndido paisaje que tendré a mis pies»
es un enunciado banal explícitamente espacial que contie-
ne una parte de la dimensión espacial de la sociedad en la
que participa quien lo enuncia. Otros enunciados no son
tan claramente espaciales, aunque, por poco que se refle-
xione al respecto, la mayoría de los juegos de lenguaje de
los individuos suelen referirse, directa o metafóricamente,
al espacio y a la espacialidad. Tendré ocasión de volver so-

69
bre este punto en los capítulos 3, 4 y 5, pero aquí (metáfo-
ra de posición, como se habrá advertido) quisiera detener-
me un momento en las clases de enunciados importantes
para quien se interese en el espacio social: los que forman
el campo de la imaginería espacial, esas visualizaciones
que ponen en imagen al espacio.

La imagen más allá de la representación

Según el sentido etimológico original, la imagen es la


reproducción invertida que una superficie pulida devuel-
ve de un objeto que se refleja en ella. La imagen es, pues,
una copia, el doble analógico de un objeto. De esa manera
se considera a la imagen en la acepción estrecha del enun-
ciado icónico. El ícono es, para Charles Sanders Pierce, un
signo en relación de similitud con su objeto referente, jun-
to con el símbolo, que está en relación arbitraria, y el mili-
ce, que se halla en relación física con el objeto. Por ejemplo,
el World Trade Center de Nueva York era un índice del
paisaje de la shyline del centro de la metrópoli, un ícono
de Manhattan y de Nueva York, y un símbolo de la «po-
tencia imperialista» y de la mundialización. Su desapari-
ción, que por otra parte puso de manifiesto la fuerza vi-
sual de esa arquitectura y su potencial para fijar los signi-
ficados, modificó las representaciones y los discursos en
los tres «niveles».
En todo caso, hoy en día, la palabra «Ícono» se utiliza
corrientemente en las ciencias sociales (y no sólo en las
ciencias del arte) para designar, mucho más allá del ícono
stricto sensu (la imagen religiosa bizantina), cualquier
enunciado visual fijo en relación directa con un objeto re-
. presentado. Por extensión del sentido literal inicial, es
imagen cualquier representación visual, ya sea material o
mental, que se refiera a una realidad objetual «concreta» o
a una idealidad abstracta. Vuelve a aparecer también
aquí la acepción inicial de la palabra «figura», a saber, re-
presentación de un objeto.
Esta primera aprehensión de la imagen hace de ella
una modalidad de expresión de la representación que se
puede tener de algo. Nos hallamos dentro de un paradig-
ma representativo clásico, cuya importancia se conoce en

70
las ciencias sociales y cuya aplicación excede el ámbito de
lo visual. Una definición de la representación se puede en-
contrar en el trabajo de Louis Marin, para quien esta es
«la enunciación poderosa de una ausencia» (Marin, 1993,
pág. 10): presenta de nuevo algo que no está allí, y en los
orígenes mitigaba la ausencia de lo que la muerte, la co-
rrupción del tiempo, había hecho desaparecer, para llegar
a manifestar por extensión la presencia de todo lo que se
escabullía al aquí y ahora, fueran cuales fuesen los mo-
tivos. Al mismo tiempo -esta mención resulta fundamen-
tal-, exhibía su propio estatus de enunciado representa-
tivo, lo cual le permitía al espectador y/o al lector consti-
tuirse en sujeto que miraba y/o leía.
Este enfoque representativo puede ser hoy criticado y
enriquecido. Muchos geógrafos lo han empleado de mane-
ra mecánica al postular que la re-presentación (el mapa,
por ejemplo) mostraba, deformándolo, un espacio real «ob-
jetivo», existente en sí mismo. Sin embargo, esta idea sólo
se sostiene si se cree que lo real geográfico es un «dado» y, .
por añadidura, reducido a su materia, cuando las realida-
des espaciales construidas son siempre híbridos de mate-
rias, prácticas e ideas. De hecho, la imagen no representa
tanto aquello que sería su antecedente (lo «real espacial
independiente»), sino que presenta lo que inventa, lo que
hace advenir. No muestra un orden preexistente estable:·
expone lo que no existe sin ella. Hace existir el mundo es-
pacial en un ordenamiento que constituye uno de sus or-
denamientos posibles, socialmente aceptables. Ese espa-
cio «figurado» por la iconografía no es, pues, «sólo» una
imagen espacial, un doble mimético, una réplica reducida:
es también, sobre todo, espacio-propiamente-dicho, confi-
gurado por la imagen, soporte de discursos y prácticas es-
paciales de los operadores (políticos, urbanistas, habitan-
tes, etc.).

Lo visual y el espacio

Es importante, pues, superar el enfoque clásico de la


imaginería y de la iconografía fija o móvil, para abordar
todos los dispositivos visuales, que incluyen, por ejemplo,
el paisaje, la escenografía, las diversas instalaciones; en

71
suma, todo lo estructurado que sea visible (Séiderstréim,
1998). El examen de la dimensión visual del espacio geo-
gráfico es desde ahora fértil. Nos referiremos a dos cam-
pos de investigación que consideramos particularmente
interesantes.
Un primer problema es el de la producción de la imagi-
nería y de los dispositivos visuales: comprender cómo es-
tos se pueden materializar y difundir en determinados
contextos sociales, sondear sus condiciones de posibilidad
(ideológicas, cognitivas, tecnológicas, técnicas), constitu-
yen investigaciones de la mayor importancia y de un inne-
gable interés, como lo demuestra el notable trabajo de De-
nis Cosgrove sobre las nuevas representaciones de la Tie-
rra vista desde el espacio (Cosgrove, 1994). Sin duda, la
presencia de los geógrafos continúa siendo escasa en esta
materia, en un período en el cual las nuevas imágenes es-
paciales proliferan, en especial a través de los sistemas de
información geográfica (SIG) y de los nuevos servicios
ofrecidos en la Web. Es de temer que falte hoy en día una
vigorosa captación crítica de esta imaginería ya omnipre-
sente, aun cuando se han publicado trabajos importantes
pero todavía muy aislados (Pickles, 1994). Sería de desear
que, al salir poco a poco de su fascinación por el mapa, los
geógrafos no caigan en otro deslumbramiento: el de la
imaginería digital de los SIG.
A este respecto, la aparición en 2005 de «Google Earth»,
· herramienta con la cual se pueden interpolar en un mis-
mo «documento», mediante imágenes satelitales, datos
cartográficos que permiten obtener una visualización en
3D y generar «mapas digitales», constituye un ejemplo
particularmente significativo del potencial de la imagine-
ría espacial de última generación. Por supuesto, Microsoft
siguió de cerca a Google y en el verano de 2005 lanzó su
propio servicio, «Virtual Earth». MSN y Yahoo, así como
también el Instituto Geográfico Nacional en Francia, con
su «Géoportail», ofrecen desde hace poco servicios compa-
rables y muy apreciados. No se puede menos que recono-
cer, empero, el éxito incomparable de Google Earth, cuyo
modo de presentación de la superficie terrestre (en parti-
cular, por la asombrosa rapidez y precisión del zoom sobre
la zona geográfica que se desea mirar, lo cual da, en ver-
dad, la fascinante impresión de precipitarse sobre el obje-

72
tivo local desde la altísima ubicación del satélite) está en
vías de imponerse como un estándar visual universal. Ya
muchos noticiosos televisivos utilizan el zoom. de Google
para localizar el lugar del reportaje anunciado. Sin ningu-
na duda, nuestra relación con la imagen de la superficie
terrestre está cambiando con esta clase de herramientas.
Todos estos servicios les brindan a los internautas la
posibilidad de elegir un destino, ubicar un proveedor, un
café, un restaurante, indicar a los visitantes la ruta que
tienen que seguir para encontrarse, preparar un despla-
zamiento. Muy a menudo se busca también localizar la re-
sidencia propia, el lugar de vacaciones, o simplemente di-
vertirse o cultivarse gozando con el espectáculo propuesto
y con la capacidad de ubicar con una impresionante preci-
sión, en el caso de Google Earth, objetos espaciales incluso
del tamaño de un automóvil.
Otros sitios web, cada vez más numerosos y cuya au-
diencia es asimismo considerable, proponen vistas pano-
rámicas de 360 grados y/o visitas virtuales. La panorámi-.
ca de 360 grados, por ejemplo, resulta sin duda fascinante
y su éxito en todo el mundo es extraordinario. Sus presta-
ciones se multiplican y la cantidad de adeptos crece expo-
nencialmente, a medida que las técnicas de realización y
de puesta en línea de las imágenes se vuelven, desde el
punto de vista financiero, accesibles y manejables por la
mayoría de las personas (cf. http://www.panoramas.dk o
http://www.geopanorama.com). Cada uno puede ahora
proponer a la mirada de los demás las panorámicas que
toma desde cualquier elevación del terreno en un medio
ambiente más o menos paisajístico, en el sentido de que no
siempre un paisaje en torno a un punto de vista panorá-
mico de 360 grados es el mejor. En efecto, dado que el pa-
norama puede ser captado casi desde todas partes, no
todos los espacios resultan paisajes atractivos como para
captarlos en imágenes.
El panorama desde la cima del Everest constituye un
ícono muy valorado (es uno de los más mirados), que remi-
te a modelos canónicos de la visión paisajística. Cabe citar
como ejemplo, entre otros, el registrado por el espectador
de un acontecimiento «deportivo» -en este caso, una com-
petencia de snow board estival(¡!) en una pista artificial
de Taipei, el 23 de julio de 2005-, que se podía ver como

73
«imagen de lá semana» a mediados del mes siguiente en el
sitio www.panoramas.dk, remite más bien a un género
que es el del telerreportaje de aficionados, en el cual se
procura la complacencia de los demás en torno al carácter
insólito de una situación.
Se crea así una familia de imágenes espaciales de una
gran variedad, pero homogeneizadas por la técnica de
captación y de consulta: siempre se vuelve a encontrar el
principio que consiste en simular, mediante un clic pro-
longado en el mouse, el giro total sobre sí mismo del obser-
vador, en un sentido u otro, a veces con la posibilidad del
movimiento ascendente o descendente de la «mirada»,
también controlado por medio del mouse. La panorámica
de 360 grados es resultado de retomar un tipo clásico de
mirada espacial, muy valorizado en la imaginería social
occidental, en particular en la actividad turística y/o de
descubrimiento, en el contexto de la difusión de una nue-
va cultura técnica: la de la imaginería digital y de Inter-
net, que ofrece a una cantidad cada vez mayor de indivi-
duos la posibilidad de producir, manipular y difundir do-
. cumentos visuales.
Esto no debe llevar a temer o denunciar una supuesta
desrealización del mundo mediante la creación de un uni-
verso virtual-a mi juicio, esta actitud revela cierta pere-
za intelectual-. Toda esta imaginería forma parte de la
. dimensión espacial de la sociedad mundializada e incluso
constituye la signatura de esta. El Mundo existe en cuan-
to nuevo objeto geográfico reconocido (lo cual no quiere
decir apreciado) por todos -y no sólo como mayor referen-
te en escala-, en parte, gracias a esa iconografía. Es pre-
ciso, pues, analizar más bien, con rigor y espíritu crítico,
tanto las modalidades de constitución y funcionamiento
·de esos universos figurativos como los efectos de su uso en
el proceso de construcción de espacios y espacialidades
inéditos.
Este último punto nos ofrece una transición para refe-
rirnos al segundo campo problemático: el de la eficacia
pragmática de la imagen. ¿En qué sentido instaura ella
-en cuanto enunciado producido, activado por actores y
que circula entre estos como instrumento de sus actos-la
visión de un mundo espacial en el cual puedan actuar? No
es casual que en esta materia, desde comienzos de la déca-

74
da de 1990, los trabajos sobre lo visual en ordenamiento
espacial, urbanismo y arquitectura (Pousin, 1995; Pousin
(ed.), 2001) hayan sido los más propicios para la reflexión
acerca de los poderes de la imagen, dado que es allí donde
se manifiestan con más claridad los vínculos entre las
imágenes, las realidades construidas y los actos.

Los poderes de la imaginería

Si nos basamos en las conclusiones de esas investiga-


ciones, que se pueden extender al conjunto del campo de
la imagen espacial, el éxito y la eficacia de los documentos
visuales, su valor pragmático, parecen obedecer a dos «po-
deres» esenciales:
l. Constituyen instrumentos de dominio del espacio
por su aptitud para reducir radicalmente la complejidad
de este. La amplitud de la función cognitiva y social de la
figura es fruto, ante todo, de la aparente confiabilidad que
aporta en la captación del espacio. En un texto dedicado a
las técnicas científicas, Bruno Latour expresa con clari-
dad este poder de médium figurativo: «No hay nada que el
hombre sea en verdad capaz de dominar: todo es de pronto
demasiado grande o demasiado pequeño para él, demasia-
do mezclado o compuesto por sucesivas capas que hurtan
a la mirada lo que quisiera observar. ¡Sí! Sin embargo, una
sola y única cosa se puede dominar con la mirada: una
hoja de papel dispuesta sobre la mesa o colgada de lapa-
red. La historia de las ciencias y de las técnicas es, en gran
parte, la de los trucos que permitieron que el mundo fuera
llevado a esa superficie de papel. Entonces sí la mente lo
domina y lo ve. Nada puede ocultarse, oscurecerse, disi-
mularse» (Latour, 1985, pág. 21).
Este enfoque se puede transponer fácilmente a los do-
cumentos visuales espaciales, en particular a los que se
utilizan en urbanismo y en ordenamiento territorial, por
ejemplo. En ese campo, la cartografía (y no sólo la carto-
grafía urbanística, sino también la producción de los geó-
grafos o cualquier otra cartografía) está destinada, más
allá de la generación de datos informativos, a «eufemizar»
la abundancia de los fenómenos del espacio «real», a ves-
tirlos, depurarlos, purgados, en hechos incuestionables,

75
unívocos, como si procedieran del orden de la naturaleza
de las cosas. Gracias a esta práctica «catártica», el «caos»
del agregado urbano termina organizado, razonado -re-
conocido-, por la captación del urbanista. El uso carto-
gráfico es producto, por lo tanto, del deseo de imponerle
«al desorden del mundo el orden de una lectura posible»
(Lussault, 1996), ordenamiento que se considera indis-
pensable, pues sin él probablemente no se podría encarar
acción urbana alguna. Sin embargo, las imágenes pro-
puestas por Google Earth, o las de los sitios especializados
en panorámicas, o incluso las de los grandes reportajes de
cadenas como National Geographic, son partícipes de esa
misma función. Exponen un espacio en orden, captable,
comprensible, que conforma un espectáculo que se puede
mirar con placer, justamente porque allí él espacio hace
un buen papel.
2. Segundo punto fundamental: hay un efecto de ver-
dad consustancial al ícono. Sin duda, la imaginería cons-
tituye, para los actores que se valen de ella, el arma del
«hacer que parezca verdadero», y para aquellos que la reci-
ben -antes de emplearla en otras ocasiones-, un enun-
ciado difícilmente refutable, que no confunde las cosas y
despliega el espacio, actual o futuro, en la evidencia de su
ordenamiento. Mientras que, como lo destaca Algirdas
Julien Greimas, «el lenguaje [en Europa y en Francia] es
comúnmente considerado una pantalla engañosa, desti-
nada a ocultar una realidad y una verdad que subyacen
en él» (Greimas, 1983, pág. 108), la iconografía, por su
parte, sería el medio de develamiento de la verdad desnu-
da de las cosas, cristalizadas en sus esencias, que el len-
guaje articulado callaría o encubriría. Al lenguaje, «pre-
texto de múltiples connotaciones» (ibid.), sedicioso, siem-
pre abierto a la polémica, a la disputa, a avivar los enco-
nos y profundizar las fracturas, se le opondría la seguri-
dad de lo que puede ser visto.
He aquí, pues, los elementos de la «Ecuación de la era
visual: lo Visible= lo Real= lo Verdadero», que puso en
evidencia Régis Debray, quien consideraba que «somos la
primera civilización que puede sentirse autorizada (...) a
creer en lo que ven sus ojos, la primera en plantear un ne-
xo de igualdad entre visibilidad, realidad y verdad. Todas
las demás, y la nuestra hasta ayer, consideraban que la

76
imagen impedía ver. Ahora, vale como prueba» (Debray,
1992, pág. 391).
Las representaciones gráficas son consideradas con-
fiables; la mayoría de los actores les reconocen ese esta-
tus, tienen confianza en ellas, aunque a menudo sean so-
metidas a la crítica. Aun cuando puedan ser cuestionadas,
si pese a ello suele presentárselas como pruebas, exhibír-
selas como medios que expresan la verdad, ello se debe a
que la crítica se aplica al contenido representado, y no al
estatus epistemológico ni a la función política y social de
la «representación», objeto en principio siempre legítimo.
Todo lo que es puesto en imagen resulta visible, se lo pue-
de mirar con seriedad, es decir, se lo puede considerar en·
toda su realidad, incluida la de la propuesta caprichosa,
irrealizable, puesto que el irrealismo y la fantasía siem-
pre atañen a la cosa figurada y nunca a la figura ni a la fi-
guración. El cuestionamiento sólo concierne, por consi-
guiente, a lo contingente visualizado, al referente -una
de las variantes posibles del espacio proyectado que :se _
ofrecen a la mirada-, de ninguna manera al principio de
verdad del ícono.
La iconografía espacial se impone así, incuestionable-
mente, como un instrumento esencial en el ordenamiento
espacial o en la comunicación territorial, por no hablar de
su importancia comunicacional global: los protagonistas
se apoyan en ella para persuadir a los destinatarios del
mensaje enunciado, para convencerlos de la legitimidad
de lo que se propone. Y ello, por una razón simple: la ima-
ginería no resultaría en absoluto sediciosa, como el len-
guaje, porque no ocultaría nada, porque expondría la in-
tegridad del objeto representado, sin los encubrimientos
de la frase, del estilo, de los sobrentendidos, ni de los múl-
tiples sentidos de las palabras. En cuanto pura forma de-
notativa, proscribiría, por esencia, las perturbaciones de
la connotación. He ahí, brevemente expresada, una pode-
rosa doxa. Mientras que el discurso queda marcado por el
sello de la subjetividad de quien lo enuncia, y por esta ra-
zón sólo constituye una opinión más o menos autorizada,
por cierto, pero siempre experimentada como contingente
de la persona y de sus intereses, el ícono, cuyo enunciador
es anónimo -e incluso transparente, al punto de parecer
ausente--, expondría la verdad del punto de vista supe-

77
rior (el del «Dios observador», analizado por Michel de
Certeau, 1980) que trasciende todas las opiniones.
La reflexión aplicada a las figuras del espacio permite
captar los desafíos de toda clase -epistemológicos, cogni-
tivos, sociales, políticos- que proceden del uso de los
enunciados gráficos. Muy lejos de la «objetividad» apaci-
ble y segura que se le atribuyó durante mucho tiempo, la
imaginería espacial demuestra ser, a la vez, uno de los
más eficaces instrumentos de reducción de la complejidad
del mundo 1 3 y un extraordinario vehículo de las mito-
logías programadas y de las ideologías espaciales.
No existe, pues, espacio sin lo visual, visual que consti-
tuye una de las modalidades de existencia del espacio,
uno de los regímenes de expresión de la dimensión espa-
cial de las sociedades, de la experiencia espacial de los in-
dividuos, experiencia productora de disposiciones espa-
ciales. Mucho más que representación, los dispositivos vi-
suales constituyen espacio-en-sí e incluso espacio en más.
En efecto, ante cada nuevo enunciado visual producido y
difundido (que los operadores pueden, por lo tanto, mirar
y discutir), aumenta la cantidad de espacio en una socie-
dad y se abre la posibilidad de que se consoliden nuevas
prácticas espaciales de los actores, o sea, nuevas espa-
cialidades. ¿Acaso no es un buen ejemplo el de los frescos y
cuadros del Renacimiento? Mediante la perspectiva, estos
ofrecieron por primera vez (y siguen ofreciendo) a las
miradas, a los pensamientos, nuevos espacios que se pue-
den recorrer con continuidad, soportes de discursos, en re-
lación con los cuales debe ubicarse el individuo-observa-
dor, aunque más no sea para ver bien, comprometiendo
así su cuerpo en una verdadera espacialidad vinculada
con la necesidad de aprehender ese excedente de espacio.
¿Y qué decir de los actuales programas informáticos de
simulación, los de arquitectos y urbanistas, por supuesto,
pero también los de los juegos, que nos dan la posibilidad
de simular casi fisicamente 14 una trayectoria en medio de
un «ambiente» espacial? Estos dos casos simples bastan

13 Por ocultamiento, en especial, de casi todo lo que remite a las vi-


vencias y a las prácticas constructivas de espacialidades siempre cam-
biantes y proteiformes.
14 Y pronto físicamente, gracias a las nuevas interfases sensoriales
que preparan los programadores.

78
para demostrar una vez más que la imagen no representa
nada, sino que cristaliza una ficción, un mundo de acción
espacial verosímil.

Escala, métrica, sustancia, configuración:


los atributos de todo espacio

Para terminar con el «retrato» del espacio de las socie-


dades, con la presentación de sus características, faltaría
agregar los atributos propios de cualquier realidad espa-
cial, por ínfima que sea: la escala, la métrica, la sustancia
y la configuración.
l. ¿Grande o pequeño? Todos nos planteamos esta pre-
gunta en innumerables ocasiones, ante la necesidad de
aprehender las características de un objeto o de una reali-
dad más estructurada. ¿Ha de ser grande o pequeña esa
ropa que me aportará la segunda piel espacial indispensa-
ble, y que a veces elegiré teniendo en cuenta que si es pe-
queña dejará al descubierto, y si es grande envolverá y di-
simulará? ¿Será grande o pequeño ese mueble que debo
subir por la escalera, ese departamento o esa casa, ese te-
rreno, ese centro de vacaciones donde acabo de alquilar
un bungalow, esa ciudad a la que debo dirigirme, este país
que habito, la Tierra con relación a lo que la rodea? Así, en
la vida de todos los días se plantea la cuestión de evaluar
las relaciones de tamaño entre diferentes fenómenos, pues
se admitirá que el tamaño de una cosa sólo se puede esti-
mar si se lo refiere al tamaño de otra cosa. Entonces, la
pregunta que se plantea es, más bien: ¿más grande o más
pequeño? La escala es, justamente, lo que permite respon-
derla: es el instrumento de definición de las relaciones de
tamaño entre diferentes entidades espaciales. Si uno se
dedica a captar esas relaciones, lo hace en razón del prin-
cipio de que el tamaño de un objeto constituye una de sus
características fundamentales.
En materia de espacio y espacialidad, esta caracterís-
tica no tiene nada de accesoria. Las realidades espaciales
cobran especificidad en su tamaño y en sus efectos. Así,
las organizaciones urbanas se diferencian según su tama-
ño, incluso si se reconocen los principios generales de la
urbanidad en todas las situaciones urbanas, sea cual fue-

79
re su magnitud. ¡La gran «ciudad» es diferente de la pe-
queña, ante todo, porque es grande! Esta especificidad
surge del hecho de que el observador cambia su observa-
ción según que estudie objetos pequeños o grandes (geo-
gráficos, sociológicos, históricos), y, más aún, del hecho de
que la propia configuración de una realidad espacial, el
ensamblaje de sus componentes, está intrínsecamente
vinculado con su tamaño.
En geografía, esta cuestión es a menudo fuente de am-
bigüedad, en la medida en que los geógrafos confunden
voluntariamente escala geográfica con escala cartográfi-
ca, y utilizan de hecho la segunda para hablar de la pri-
mera, cuando esta no puede ser confundida con aquella.
En efecto, mientras que la escala geográfica permite dis-
tinguir los espacios según su tamaño, la escala cartográfi-
ca sólo remite a una relación de proporción entre un espa-
cio y su «representación» (mapa, maqueta), entre un refe-
rente y un referido. Esta concepción «representacional» de
la escala se expresa en la forma de una relación matemá-
tica (1/n) y parece universal: lleva a invertir el significado
de grande y pequeño con relación a la escala geográfica.
Así, lo pequeño, en términos geográficos, remite a la gran
escala cartográfica.
Los geógrafos clásicos no se privaron de este uso de la
noción cartográfica para diferenciarse de una concepción
más «intuitiva» y cercana de la vivencia, a la que sin duda
consideraban trivial. Ahora bien, de esa manera se priva-
ban de comprender el verdadero interés de la escala geo-
gráfica, que responde a que las modalidades de determi-
nación del gradiente de tamaño de los objetos espaciales
no son, justamente, universales. En efecto, tanto la defi-
niciÓfl de los diferentes órdenes de magnitud como la de
. los umbrales que los separan dependen de la opción del
actor o de los actores que los operan en situaciones de ac-
ción. Por consiguiente, sólo se pueden fijar a priori refe-
rencias muy generales: propongo, así, considerar lo local
como la más pequeña escala de existencia de una sociedad
multidimensional completa, donde los espacios infraloca-
les carecen de ciertas características de las sociedades;
por ejemplo, en lo que atañe a las instituciones políticas o
la variedad de las pertenencias sociales de los miembros
del grupo.

80
No obstante, se advierte de inmediato que el tamaño
de lo local es variable según las situaciones consideradas.
En Francia, habida cuenta de las formas de administra-
ción territorial, el espacio de lo local cuadra bastante a
menudo con la aglomeración o el área urbana, aun cuando
esto no es así en todos los casos, pues algunos pequeños
conglomerados siguen siendo infralocales -por no hablar
de las comunas rurales-. Desde esta perspectiva, un «ba-
rrio» urbano -como sería el caso de un espacio identifica-
do como tal- encuadra casi siempre en un nivel infralo-
cal, en razón de que no cuenta con todos los atributos ne-
cesarios para constituir una sociedad; lo mismo se puede
decir de ciertos espacios que exceden el marco comunal
pero que están poco poblados, por ejemplo, y tienen escasa
diversidad social.
Lo local marca un eje, un gradiente de tamaños de es-
pacios, que avanza hasta lo global y que los operadores
sociales utilizan en sus actos, en los cuales la evaluación
de lo grande y lo pequeño, siempre importante, está vin-
culada con los contextos de acción. De esta manera, lo lo-
cal, y por lo tanto lo infralocal, 15 así como los niveles su-
pralocales, son realidades cuyo tamaño es relativo con
respecto a los objetos espaciales precisos que se conside-
ran. En el otro extremo de ese eje se halla, pues, el nivel
global, cuya forma más acabada es el Mundo. Empero;
hay que admitir que lo global no siempre se ha confundido
con lo mundial, y que la mundialización en curso (que
tiende a sistematizar la confusión de la escala global con
la escala mundial para numerosos fenómenos) no signifi-
ca la desaparición de situaciones espaciales en que los
operadores no refieren la globalidad al Mundo. Se puede
advertir, entonces, toda la riqueza y la complejidad de la
escala, la cual no constituye sólo una herramienta de me-
dición a disposición del geógrafo, sino también un instru-
mento al servicio de los actores espaciales y, al mismo
tiempo, un atributo de todo ordenamiento espacial.
Tal como lo sugerimos en la introducción al presentar
el ejemplo del tsunami, cabe recordar que la relación en-
tre los espacios característicos de las sociedades contem-
15 Plantear lo local como referencia básica no significa que las escalas
inferiores carezcan de interés. Muy por el contrario, adquieren sus es-
pecificidades en esta posición, sin llegar a lo local y lo que ello supone.

81
poráneas no pone en duda la importancia de las escalas.
No todos los espacios se fusionan en un metaespacio mun-
dial. Los actores siempre trabajan para distinguir órde-
nes de magnitud de los diferentes espacios geográficos, a
los que discriminan y, al mismo tiempo, asocian. Así, el
individuo es capaz de separar sus espacios de vida según
el tamaño: la esfera del cuerpo, la del domicilio y del ve-
cindario, el conjunto del área urbana donde desarrolla sus
actividades profesionales, comerciales y de tiempo libre,
el país de referencia nacional, las áreas internacionales
más identificables, los lugares lejanos adonde se viaja, el
vasto mundo. Todo esto forma un conjunto espacial, una
espuma que asocia esferas de tamaño variable y que se
despliega desde la persona hasta el Mundo, donde la esca-
la demuestra ser un principio de organización y reconoci-
miento de los diversos componentes elementales.
2. Si con la escala un actor defme el orden de magnitud
en el que se inscribe un espacio con relación a otros, por
medio de la métrica regula su relación con lo cercano y lo
lejano. En efecto, este término designa, a mi juicio, todas
las operaciones e instrumentos que les permiten a los
operadores, a partir de un cotejo socialmente aceptado,
definir y medir la distancia que separa realidades en un
mismo espacio o entre dos espacios. Cuando decido des-
plazarme hacia algo o alguien, debo captar, aunque sea
sucinta e intuitivamente, la distancia que me separa de
mi objetivo, percibir si estoy muy lejos o no. Esto ocurre
tanto al preparar un viaje turístico como al ir a buscar un
objeto que se halla en la habitación contigua. En cada
caso, la métrica estará adaptada a la situación.
La medición euclidiana de la distancia, considerada
universal, es necesaria en las actividades en que resulta
indispensable el perfecto dominio de la separación: el
transporte, la logística, la estrategia militar... Otras for-
mas referenciales de medición, menos «universales» y
cuantificadas, e igualmente normativas, se vinculan con
las prácticas y los códigos compartidos por un grupo. Pién-
sese, por ejemplo, en las de la vida cotidiana y doméstica,
donde el sistema de referencia no es el del metro, o en las
de las tribus nómadas del desierto de Mauritania, que ma-
nejan perfectamente las distancias sin recurrir a los indi-
cadores estandarizados. Por otra parte, cada individuo se

82
puede ver obligado a modificar su régimen métrico habi-
tual. El día del tsunami, en medio del estado de pánico
imperante, los marcos de referencia de las distancias que
acostumbraban utilizar tanto los turistas como los lugare-
ños desaparecieron para dar lugar a una métrica de crisis.
En todos los casos, las evaluaciones de la distancia suelen
asociar el espacio y el tiempo. 16
Más allá de esta variedad, creo -siguiendo en esto a
Jacques Lévy (1994)- que se pueden definir dos familias
principales de métricas: la métrica topográfica y la métri-
ca topológica, que ya hemos mencionado al presentar las
dos proximidades.
La primera reúne todas las tecnologías de evaluación
de la distancia de los espacios regidos por los principios de
continuidad y contigüidad. La segunda alude a las tecno-
logías de evaluación de la distancia de los espacios regu-
lados por los principios de discontinuidad y conexidad. Ya
me he referido a esta distinción en la presentación de las
proximidades, y en el próximo capítulo veremos que ella
permite discriminar dos grandes familias espaciales: las
áreas y las redes.
Esta concepción de la topografía, que atañe a una ma-
nera de medir la distancia, le hace perder a la palabra (y
al adjetivo «topográfico») su acepción elemental. En efec-
to, la topografía se relaciona, por lo común, con la disposi~
ción formal de un espacio, ante todo con la de su geografía
física, así como con el modo de representación de las for-
mas de un terreno en el plano. El significado que propon-
go denota esencialmente un régimen de apreciación de la
distancia que contribuye a organizar el espacio. La topo~
grafía se convierte en configuración de un espacio caracte-
rizado por una métrica de lo continuo y lo contiguo. Sugie-
ro emplear entonces la palabra fisiografía para designar
la organización material de un espacio, sea cual fuere su
escala, tal como puede ser descripta por un observador y/o
un analista.
Al igual que en el caso de la escala, también hay una
relación intrínseca entre los actores en situación y las mé-
tricas. Los actores definen las métricas que utilizan según
l6 La instantaneidad comunicacional establece una métrica en la que
el tiempo necesario para asegurar el contacto ya no constituye un dato
pertinente.

83
los contextos de acción en los que viven, ya sea apelando a
sistemas de métricas convencionales, normas socialmente
aceptadas, ya sea definiendo otros, específicos, ad hoc. La
medida de la distancia se inscribe en el acto espacial, que
siempre induce juegos con ella. Actuar es jugar con las
métricas. Hasta las prácticas más sencillas exigen domi-
nar el recurso espacial, o sea, poner en acción diferentes
medidas y tecnologías de la distancia. Todas las activi-
dades -desde las más elementales, incluida la lectura, el
soliloquio, la discusión, el dormir, el uso de Internet o del
teléfono, hasta las más excepcionales, como escapar de la
ola del maremoto del 26 de diciembre de 2004- imponen
lograr la mejor disposición posible del espacio, elegir el lu-
gar adecuado para uno mismo, para los demás y para las
cosas, el modo apropiado de relación con las diferentes
realidades, o sea, medir y regular las distancias.
3. La sustancia alude a lo que en determinada situa-
ción espacial denota la presencia activa de la sociedad con
el espacio (y no en él). Es una característica que no remite
a una relación de continente a contenido, pues eso impli-
caría una concepción rudimentaria del espacio como sim-
ple amplitud de inscripción de un fenómeno. La colocación
en el espacio (ideal y material) de las cosas sociales (un
gusto, una actitud cultural, un hecho económico, un acto
político, etc.) es mucho más que su distribución sobre una
superficie: es una traducción y una expresión en la dimen-
sión espacial de los hechos sociales, que se pueden es tu-
diar, pues, de manera pertinente por el desvío del espacio.
Los dos ejemplos de la introducción, y en particular el de
Rosa Parks, permiten ilustrar esto. La geografía de los
asientos en el ómnibus de Montgomery era la expresión
espacial de una sustancia política y social: la discrimina-
dón racial.
4. Última característica de cualquier espacio: la confi-
guración. Se entiende por configuración la modalidad de
disposición espacial de las sustancias, de las realidades
sociales. Lo que caracteriza a un espacio no es, pues, sólo
aquello que este despliega, no son únicamente los recortes
de escala que se le pueden aplicar o las métricas que se
pueden verificar en él, sino también las modalidades de
organización de todo eso en una disposición formal, que
implica una economía relacional entre los objetos dispues-

84
tos. He insistido en que el tsunami, un hecho espacial to-
tal, se manifestó mediante una subversión de la configu-
ración. El maremoto trastrocó el orden de las cosas y de
las personas, y estableció un nuevo estado de las relacio-
nes entre las realidades sociales.
La configuración denota no tanto la disposición de las
diferentes entidades en su relación recíproca, sino el cam-
po de relaciones posibles entre esas entidades, en relacio-
nes activadas o no. Esta noción representa, pues, una con-
cepción del espacio que, más allá de su carácter formal
(que lo tiene, aunque no lo parezca, pues la mayoría de los
espacios se manifiestan en una forma material que ofrece
respuesta a los actores), tiende a circunscribir el sistemá
relacional que permite una forma. La configuración es, al
mismo tiempo, formalización y relación, una y otra indiso-
ciablemente unidas, como se verá en el análisis de la ur-
banidad, en la tercera parte del libro.
A fin de cuentas, la escala define el tamaño del espacio;
la métrica, la manera de medir la distancia en medio del.
espacio considerado; la sustancia, la dimensión no espa-
cial de los objetos espaciales, es decir, la representación
de todas las demás dimensiones en el espacio, y la confi-
guración, la expresión formal de la economía relacional
entre los objetos espacializados. Ni la escala ni la métrica
ni, por supuesto, la sustancia o la configuración son inva~
riables, es decir, esencias inmutables del espacio. En ver-
dad, las cuatro nociones expresan atributos relativamen-
te simples, que se pueden verificar en todas partes, o sea
que denotan un orden genérico. Empero, la concreción de
esas reglas en principios verificados de organización y
funcionamiento de una disposición espacial precisa es
cada vez específica y con textual, sea cual fuere el espacio
considerado. Allí, los actores y los operadores salen a la
palestra, puesto que construyen y utilizan contextual-
mente las escalas, las métricas, las sustancias y las confi-
guraciones propias de cada situación.

85
2. Las «especies de espacios»
del geógrafo

Acabamos de examinar las grandes características del


espacio humano; resta ahora comprender las formas orga-
nizadas que puede adoptar. Los espacios de las sociedades
no son producto de un movimiento cualquiera, espontánéo
y natural, de adaptación de los hombres al medio, ni de su
ciega sumisión a las leyes físicas o a las de las estructuras
sociales, ni tampoco son el resultado azaroso de movi-
mientos brownianos de individuos utilitaristas. Son cons-
trucciones sociales, «arreglos» -para retomar la criterio-
sa expresión de Claude Raffestin (1986)- o, si se qu:lere
aceptar este sinónimo, cuyo uso promuevo, disposiciones
formalizadas de materia e ideas, dotadas de atributos (la
escala, la métrica, la sustancia, la configuración) por esta
construcción. Los operadores sociales, individuales y co-
lectivos, disponen, pues, sus espacios para tratar cuestio-
nes vinculadas con la distancia. Una vez producida y for-
malizada, una disposición perdura con esa marcada per-
sistencia que caracteriza al espacio material, pero tam-
bién con la más discreta, aunque muy real, permanencia
propia de los valores espaciales que le están asociados, e
ingresa, en cuanto recurso, en la implementación de nue-
vos «arreglos».
Los dos episodios narrados en la apertura de este libro
muestran la relación de la disposición de los espacios con
acontecimientos y acciones vinculados con ellos. El tsuna-
mi y las reacciones que trajo aparejadas dispusieron las
realidades de maneras nuevas. Asimismo, la actitud de
Rosa Parks desembocó en una inédita organización del es-
pacio, por el cambio de régimen normativo en la atribu-
ción de los lugares que ella originó. Evidentemente, esos
dos casos no se entienden si no se los remite al examen de
sus condiciones de posibilidad (sociales, económicas, po-
líticas, espaciales, etc.), pero también demuestran la per-

87
durabilidad de lo que adviene en el acontecimiento. Por
supuesto, hay un antes del acontecimiento espacial, que
es preciso estudiar, y un después, del cual hay que preocu-
parse. El tsunami creó un espacio que se convirtió en el
fundamento de actividades humanas. Sus huellas perma-
necerán durante mucho tiempo y cualquier análisis debe-
rá identificarlas. Al mismo tiempo, el 27 de diciembre de
2004, los actos espaciales de los operador"es en situación
de crisis comenzaron a construir nuevas disposiciones, a
partir de esa materia espacial que es el acontecimiento-
catástrofe.
El estudio del espacio humano no puede dejar de tomar
en cuenta, pues,Ja dimensión temporal. Y esto excede am-
pliamente la adopción de la perspectiva histórica clásica
para aprehender simultáneamente el pasado (el examen
de las condiciones de posibilidad de la existencia de un es-
pacio), la actualidad (el análisis de la fabricación del espa-
cio por los operadores en situación) y el futuro (la refle-
xión respecto de la persistente presencia de determinada
disposición en una sociedad). Se advierte la importancia
de incluir esta cuestión en los enfoques científicos, pero
también entre los interrogantes políticos. En efecto, esto
debería lleva;r a cada planificador espacial a incluir en to-
dos los proyectos, por más sencillos que sean, una refle-
xión acerca de la duración y los efectos, en diferentes tér-
minos, de las acciones espaciales que el proyecto instaura,
reflexión que supera en mucho el simple análisis de los
impactos funcionales inmediatos de una operación y que
está ínsita en la problemática del posible futuro que un
espacio es capaz de generar.

Tres especies

Las disposiciones pueden ser diferenciadas en algunos


grandes tipos, en «especies de espacios» genéricos que per-
miten incluir todas las formaciones espaciales específicas
que es posible observar. Esos tipos-ideales, que constitu-
yen la b¡:¡.se del repertorio espacial que las sociedades po-
nen en práctica para disponer sus espacios, son tres: el lu-
gar, el área y la red, y parecen apropiados para pensar/
clasificar la diversidad de las disposiciones espaciales.

88
El empleo de la palabra «espacio» se debe reservar pa-
ra designar de manera general la dimensión de la socie-
dad-sistema. Ese espacio se realiza, contextualmente, ba-
jo la forma de lugares, áreas y redes. Esta posición teórica
permite evitar la habitual confusión de los discursos que
utilizan a menudo las palabras «espacio», «lugar», «área»,
«red», «territorio», «extensión», «sitio», etc., casi como si-
nónimos, cuando en verdad la primera de las citadas es el
metaconcepto integrador de todas las demás y estas de-
signan variantes, tipos específicos que no deben ser con-
fundidos. En ese marco de pensamiento, se puede hacer
de la extensión otra noción genérica, aunque de escaso al-
cance para la geografía: la palabra designa, entonces, una
fracción de espacio reducido a sus estrictas condiciones
geométricas y fisiográficas, depurada de sus caracterís-
ticas de métrica, escala, sustancia, configuración. Se trata
de un enfoque que permite simplemente identificar las
coordenadas de localización de objetos dispersos.
Las formas espaciales propiamente dichas (el aspecto
formal de las disposiciones que constituyen los lugares,
los territorios, las redes) no carecen, por supuesto, de im-
portancia, pero no bastan para comprender los espacios,
sino que simplemente los califican. Un espacio puede ser
circular, alargado, lineal, cuadrado, rectangular, angular,
etc.; puede ser plano o no, etc.: todo esto lo caracteriza, por
cierto, pero no lo define, pues esos caracteres no son espe-
cíficos de una especie de espacio. De hecho, los aspectos
formales son interesantes, sobre todo, para pensar la es-
pacialidad, en la medida en que contribuyen a configurar
una experiencia práctica en la que cumplen el papel de un
recurso (cf. infra).
A continuación presentaré en forma sucesiva el lugar,
el área y la red, procurando, tan sistemáticamente como
me sea posible, compararlos entre sí.

Del buen uso de los lugares


¿Cómo pensar el lugar sin enredarse en las ideologías
del lugar que para consolidarse recuperan, llegado el ca-
so, elementos de los discursos científicos? Desde este pun-

89
to de vista, resultó interesante, en estos últimos años, se-
guir la explotación «dóxica» del extraordinario trabajo di-
rigido por Pierre Nora, consagrado a los Lieux de mémoire
(1993). Los especialistas reunidos por él director de esta
vasta empresa procuraban, en general, evitar cualquier
desliz y mostraban que los lugares de la memoria (y la
memoria fijada en esos lugares) nacían, en la contingen-
cia, de las lógicas sociales. 1 Se redimían, pues, de la idea
del genio del lugar, que consiste en una hipóstasis y en el
consecuente afianzamiento de la autonomía de este con
relación a la sociedad y sus avatares, de su carácter in-
trínsecamente suprasocial y suprahistórica; en ciertos
casos, el lugar terminaba por producir la historia, como lo
demuestran ciertas alegorías del lugar sagrado, sea cual
fuere la vara con que se mida esa santificación.
Por el contrario, entre quienes utilizaron no tanto los
libros como la temática general reducida a eslogan -los
lugares de la memoria existen y son esenciales para la
identidad colectiva-, muchos de ellos fueron, en general,
menos escrupulosos, puesto que su punto de vista deriva-
ba de la mitología localista y se adscribía a ella. Recordé-
maslo bien: los lugares, intrínsecamente sociales, nacen,
evolucionan y eventualmente desaparecen en función del
curso de la sociedad en la cual se inscriben y a cuya exis-
tencia contribuyen.

La identidad espacial:
la construcción del espacio singular

De hecho, el caso de la relevancia de la ideología social


del lugar permite plantear el problema mucho más gene-
ral de la identidad espacial, problema que, habida cuenta
de su importancia, merece ser desarrollado.
La identidad espa~ial se puede concebir como el con-
junto de valores fijados en un espacio (ya sea un lugar, un

1
En este sentido, a un geógrafo podrá resultarle abusivo el empleo de
la palabra «lugar>> para remitir a realidades que no siempre constitu-
yen lugares stricto sensu, ni tampoco espacios, sino fijadores de la me-
moria colectiva, tópicos de relatos nacionales. Se presenta aquí un pro-
blema corriente: la utilización metafórica de conceptos espaciales.

90
área, una red), que constituye una referencia utilizada
por uno o más actores que la practican para definirse dis-
tinguiéndose de los demás actores. Expresa una lógica de
separación, de clasificación, de discriminación de entida-
des significantes en el mundo de los fenómenos. En efecto,
alegar la identidad de un objeto espacial (sea cual fuere)
implica proponer su distinción, en el sentido fuerte de la
palabra, al postular que puede ser identificado y reconoci-
do por ciertos rasgos que lo particularizan de entrada; se
lo coloca, entonces, en un lugar singular dentro deleon-
junto constituido por la seriación de todos los objetos es-
paciales.
La identidad de un espacio no existe sui generis, sino
que es construida, inventada colectivamente, por los ac-
tores de determinada sociedad que a continuación pueden
tender a naturalizarla en su uso, a hacer de ella una esen-
cia inmutable, aun a riesgo de deformarla; por ejemplo, lo
que la ciencia histórica puede decir acerca del origen y el
desarrollo de un espacio. La identidad de un lugar, de un .
territorio, de una red (la que trazan, por ejemplo, las ru-
tas que llevaron a la dispersión de un grupo, a su diáspo-
ra), puede surgir, pues, de una construcción mítica y cons-
tituir una de esas numerosas mitologías espaciales que
pueblan el imaginario en acción de los grupos humanos.
En ese caso, la identidad espacial es un poderoso instru-
mento en medio de las retóricas de calificación y clasi-
ficación de los objetos sociales por los actores sociales, y de
justificación de sus acciones. Permite, sobre todo en rela-
ción con el discurso acerca de los límites, llevar a cabo el
trabajo de recorte de la extensión espacial, de estabiliza-
ción y especificación de espacios singulares. Esto se aplica
con particular intensidad a los protagonistas del campo
político, pero, más allá de este, cada actor está afectado
por ese trabajo.
Los individuos y los grupos suelen actuar en nombre
de la identidad espacial, y en muchas ocasiones lo hacen
de manera polémica. La identidad fue así utilizada (y se
la sigue utilizando) al servicio de discursos raciales, de ex-
clusión, de conflictos; no hay necesidad alguna de insistir
en esto, pues los ejemplos del pasado y los actuales son
muy numerosos. Las retóricas espaciales identitarias son,
asimismo, omnipresentes en el campo publicitario y en el

91
de las políticas locales y territoriales, como lo mostraré en
la segunda parte del libro, al examinar el caso de Liver-
pool y el del uso de la leyenda identitaria en Orléans. Se
podrían multiplicar los ejemplos de estas características,
por cuanto son abundantes en la comunicación territorial.
Pienso que los casos más fascinantes de la actualidad son
los del mtento de creación de una identidad espacial nue-
va por los operadores políticos y/o económicos.
Así, el emirato de Dubai está empeñado, desde hace al-
gunos años, en convertir ese territorio en un espacio privi-
legiado para el exclusivo comercio de lujo, destinado a los
ricos súbditos del Golfo y también de India, Indonesia, Pa-
quistán y, cada vez más, de los países occidentales. El
emirato apuesta, asimismo, al desarrollo del tll:rismo in-
ternacional «de litoral», y ha realizado en todos esos cam-
pos extraordinarias inversiones, al nivel de los más gran-
des proyectos económicos de su tipo. El emirato se ha cu-
bierto de gigantescos shopping malls, de complejos hotele-
ros de audaz arquitectura y de conjuntos residenciales de
gran categoría. El desarrollo portuario -para recibir a
los cargueros que transportan mercaderías y también a
los transatlánticos de gran porte--, aeroportuario y de in-
fraestructuras de comunicación es particularmente sor-
prendente.2 Todo ello está signado por el sello del urba-
nismo internacional especulativo, pero ese derroche de
.medios propio de los países petroleros hace de Dubai un
fascinante caso de afianzamiento de una urbanidad hi-
permoderna: una burbuja de espacio humano en medio
del desierto, cuya existencia depende de sus vinculaciones
con todos los demás niveles de espacios al mismo tiempo,
aun cuando una parte del espacio local esté, en sí misma,
desconectada con relación a esta esfera del Dubai interna-
cional, al mismo tiempo autónomo y totalmente depen-
diente de la renta petrolera. Las autoridades de Dubai se
han lanzado a una enérgica actividad de construcción de
una identidad espacial, lo cual no es nada sencillo en el
caso de una organización urbana tan poco arraigada.
La carta que se ha jugado es la de la consolidación de
una identidad futurista, sorprendente para un europeo
acostumbrado a la relevancia de las identidades fuerte-

2 Cf. el sitio www.dubaitourism.co.ae.

92
mente historizadas. Dubai se pone explícitamente en es-
cena como el nodo de una red mundial del comercio -de-
beríamos decir «del shopping>>, pues de eso se trata-, de
negocios, del entertainment, del solaz. La revalorización
de las tradiciones del terruño es cosmética: sólo es útil
para recordar una inquietud «atávica» de hospitalidad y
un arte de vivir compuesto de cordialidad y refinamiento.
Le brinda al potencial visitante algunos vestigios arqueo-
lógicos y monumentos para contemplar, pero lo esencial
está en otra parte: en la alegoría de la metrópoli mundial
del shopping para categorías sociales superiores y sus
obligados anexos de residencia y servicios -entre los cua-
les el espectáculo deportivo cobra cada vez mayor impor-
tancia-. Dubai se presenta sin maquillaje como el mode-
lo del urbanismo de consumo, de la especulación, del es-
pectáculo y del flujo, del cual el Mundo móvil y consumis-
ta es el único territorio de referencia verdadero. Mucho
más que Las Vegas, cuya desmesura es difícilmente ge-
neralizable, Dubai puede constituir un horizonte urbano
colectivo.
Otro ejemplo instructivo al respecto es el del abortado
intento del presidente de la región Languedoc-Roussillon
de reemplazar el nombre de esta por Septimanie. Georges
Freche, ardoroso alcalde de Montpellier, fue elegido en
2004 presidente de la región en contra de su acreditado ric
val, Jacques Blanc. De inmediato manifestó la voluntad
de romper con las políticas de su antecesor en todos los
campos, incluidos los de la comunicación y la imagen,
para lo cual propuso cambiar el nombre de la región por
«Septimanie», a los efectos de hacerle recuperar los manes
de la historia languedociana y occitana. Georges Freche
concluyó uno de sus primeros. discursos presidenciales
ante la asamblea regional con una instructiva perorata:
«El Languedoc-Roussillon se levanta, la Septimanie resu-
cita. ¡Gente del sur, poneos de pie!».
Se consideraba que el nuevo nombre remitía a una de-
signación que se empleó en la época romana, a comienzos
de la Edad Media. 3 Los partidarios del proyecto argüían

3 Nunca hubo unanimidad siquiera sobre la pertinencia de la re.Iación


histórica del término «Septimanie>> con un espacio perfectamente iden-
tificado y estable en tal período. Algunos incluso cuestionaron la exis-

93
una gran perdurabilidad de la identificación del territorio
del Languedoc actual con ese vocablo septimaniano, y
veían en el cambio onomástico el signo de la capacidad de
los lugareños para deshacerse de un nombre de región
impuesto, en su tiempo, por los «burócratas» de la Déléga-
tion a l'Aménagement du Territoire et a l'Action Régiona-
le (DATAR), quienes de ese modo negaban las especifici-
dades culturales locales. Los detractores denunciaban, en
el mejor de los casos, un capricho -los más irónicos no de-
jaban de señalar y utilizar la temible casi homofonía en-
tre «Septimanie» y «septicemia»- y, en el peor, un golpe
semántico y político, destinado a imponer una visión
dogmática de la historia del Languedoc-Roussillon. No es
inocuo el hecho de que las críticas más virulentas proce-
dieran de Perpignan y sus alrededores. Los «catalanes» no
aceptaban en absoluto el intento de los «occitanos» de
monopolizar los valores de la identidad regional.
Cbmo consecuencia de las prote'stas cada vez más nu-
merosas y vehementes -multitudinarias manifestacio-
nes tuvieron lugar en Perpignan en Gontra de la nueva de-
nominación-, a las que se agregaba el escaso apoyo in-
cluso de sus partidarios, Georges Freche renunció, ale-
gando que no se «podía tener raz6n en contra de todo el mun-
do». Era una manera de decir que la identidad espacial
nunca se impone por sí misma, sino que exige una adhe-
1';ión. Si no significa nada para un colectivo espacializado,
tiene pocas oportunidades de alcanzar verdadera popula-
ridad. Se trata, entonces, de una designación sin capaci-
dad de otorgar identidad.
La identidad espacial no es, pues, un caparazón vacío,
sino una representación dotada de atributos (esencializa-
dos y naturalizados, y por ende planteados como eviden-
cias por aquellos que los enuncian y los utilizan, disimu-
lando al mismo tiempo el artificio de su elaboración y es-
tabilización). En materia de calificación del espacio, en
las retóricas identitarias se puede hallar, en efecto, lo si-
guiente:

tencia del nombre, respecto del cual no se sabía bien si se relacionaba


con la presencia de veteranos de la séptima legión romana o con la exis-
tencia de siete ciudades sedes de obispados que jalonaban el territorio
en cuestión, con límites históricos poco claros.

94
• atributos de posición y de recorte (el sitio, la situa-
ción, los límites de la realidad espacial que es blanco del
discurso identitario, el Mundo para el de Dubai, la región
para la Septimanie);
• atributos de métrica y escala (que contribuyen a de-
finir el tamaño del espacio identitario y el principio de
medición de la distancia que prevalece);
• atributos de configuración (que definen una geogra-
fía material del espacio identitario, cuyo alcance veremos
más adelante, cuando abordemos la cuestión del modelo
territorial);
• atributos de sustancias y, por lo tanto, de valores y
normas (la organización ideal del objeto, que incluye las
normas de comportamiento, es decir, lo que resulta del
buen uso del espacio en cuestión).
Ese discurso identitario circula entre los actores a tra-
vés de los diferentes medios de comunicación (desde el in-
tercambio interpersonal hasta los escritos eruditos o de
ficción, mediante la prensa, la publicidad), pero también
se cristaliza en fracciones de espacios emblemáticas, que
significan en sí mismas el espacio identitarizado. De este
modo, por ejemplo, Downtown Manhattan significa Nue-
va York. Más globalmente, el discurso identitario se apo-
ya en un modelo del espacio que él despliega, y entonces
se convierte en una alegoría del espacio identitario, carga~
do de valores, considerado en sí mismo un mundo perfecto
(cf. infra). El caso es particularmente claro en lo coñcer-
niente a las identidades vinculadas con los lugares y los
territorios, que vehiculizan poderosos modelos espaciales
de referencia y pertenencia. Estos resultan eficazmente
fijados y mediatizados gracias a los instrumentos de vi-
sualización (los mapas, en primer término y desde hace
mucho tiempo, y, más recientemente, el cine), y también a
los discursos políticos, las novelas, etc.

Una entidad espacial indivisa

Volvamos al lugar: se trata de la más pequeña unidad


espacial compleja: más pequeña, porque constituye el es-
pacio básico de la vida social; compleja, porque en él se
muestra la complejidad de la sociedad y porque resulta ya

95
de una combinación de principios espaciales elementales.
Si se considera un espacio urbano como un lugar, con
fuente, bordeado de construcciones, se disciernen con faci-
lidad esos diferentes componentes elementales, no todos
ellos permanentes. Un lugar tiene una arquitectura fija:
forma y extensión propia del sitio y del tratamiento del
suelo, mobiliario urbano y diversos objetos, fuente, plan-
tas, jardín planificado, diferentes construcciones de varia-
das características; pero también presenta caracteres
cambiantes, como los flujos de automóviles y de peatones,
las luces, los olores ... ; y al lugar en cuestión «adhieren»
asimismo representaciones, discursos, relatos, lo cual
hace que esté siempre desbordado por algunos de sus com-
ponentes y no pueda contener perfectamente todo lo que
lo constituye, superándolo. Así, una imagen del lugar en
un libro, una palabra a su respecto en otro lugar, son algu-
nas de sus partes componentes que existen fuera de él.
Por otro lado, ese principio se aplica a toda clase de espa-
cio que no puede contener jamás por completo todas las
realidades, en especial las inmateriales, que él dispone.
· Los principios de configuración local de esas realidades
sociales forman parte, en cuanto tales, de lo que define a
un lugar.
Según Jacques Lévy, el lugar es un espacio «en el cual
el concepto de distancia no resulta pertinente» (Lévy,
1994, pág. 52), y cuando entra a jugar la distancia se pasa
del lugar al área. En este punto, yo sería un poco más fle-
xible que el autor que acabamos de citar. Creo que la dis-
tancia influye incluso en los lugares, pero no es determi-
nante, ya sea en cuanto a configuración como en cuanto a
prácticas, en la medida en que lo que constituye el lugar
es, justamente, la consolidación de la relevancia de la lógi-
. ca de la copresencia. Un lugar dispone, en una superficie
restringida, elementos en contacto. Se ajusta a la métrica
topográfica, marcada por los principios de congruencia,
exhaustividad y continuidad, al igual que el área, pero en
una escala más restringida. De esta manera, el tamaño
cuenta más que la distancia para definir un lugar. Las
realidades sociales dispuestas en un lugar se hallan, por
cierto, en una relación de proximidad topográfica y, por lo
tanto, pueden estar distantes, pues no se confunden en un
mismo punto.

96
Esta distancia, aunque sea limitada, contribuye a dar
variedad a la configuración interna del lugar: interviene
para descomponerlo en microdisposiciones. Si retomamos
el ejemplo del lugar urbano, es posible discernir en él sub-
conjuntos distantes intervinculados e interactuantes;
pensemos, por ejemplo, en los efectos del establecimiento
regular de un grupo de individuos sin hogar en un punto
de ese lugar, aunque sea exiguo, que pone en juego claros
fenómenos de distanciamiento, o bien en el impacto de la
existencia de juegos infantiles, o de una fuente. Empero,
esos «componentes», que polarizan una parte del espacio y
de su práctica, estarán siempre sensiblemente integrados
en el espacio circunscripto que los contiene, que les confíe-·
re significado y función(es), y continúa siendo un marco
explícito de la copresencia posible de los individuos y las
cosas. 4
Los lugares se caracterizan por la relevancia de sus lí-
mites -y por los efectos de «umbral>>, de pasaje, que de ello
resultan-. El lugar existe, ante todo, en cuanto super- .
ficie explícitamente delimitada, de microescala. El límite
debe ser sensible en el sentido de que constituye uno de
los elementos claves de la práctica efectiva, física, de ese
lugar. Un actor experimenta, pues, en la práctica del lu-
gar la presencia de límites explícitamente percibidos, que
se inscriben como componentes efectivos del lugar en·
cuestión. Las áreas también están limitadas, pero los lí-
mites de las áreas no pueden ser aprehendidos por entero
sin mediación de instrumentos representativos (los ma-
pas, los esquemas, las imágenes mentales), pues casi
siempre exceden las capacidades humanas de aprehen-
sión inmediata, in situ. Por el contrario, los límites del lu-
gar son percibidos y vividos en situación, sin otra media-
ción que la de los sentidos comprometidos en la práctica.
La aplicación de límites y su puesta en escena consti-
tuyen, por otra parte, acciones esenciales de cualquier
operador social que desee instituir un lugar. Observemos
cómo proceden los urbanistas, por ejemplo, cuando conci-

4 En un espacio que ya no es el lugar que los identifica, esos mismos


individuos sin hogar pierden la poca visibilidad social que les queda.
Esta es una de las causas de su reticencia a abandonar los lugares que
signan su existencia, a pesar de todo. Allí disponen de la única carta
para jugar en la lucha por los lugares.

CENTRO DE DOCUMENTACl~
INSTITUTO DE ESTUDIOO 97
REGIONALES
UNlVERSIDAD DE Al'<~-~
ben o reacondicionan un lugar: prestan mucha atención a
que los límites sean visibles y sensibles. El lugar forma,
pues, un conjunto diferenciado y aislable. Esta diferencia-
ción y esta posibilidad de ser aislado lo caracterizan. En
cuanto pequeño objeto geográfico -una de las burbujas
del espacio humano-, también resulta indiviso, carácter
importante sobre el que no se insiste lo suficiente. Un de-
terminado lugar no puede ser dividido en dos lugares de
la misma especie, semejantes, dotados estrictamente de
los mismos atributos.
Para que exista un lugar, siempre tiene que ser posible
controlarlo «físicamente», mediante una corta caminata o
un rápido desplazamiento de la vista; por otra parte, ¿aca-
so los lugares más intensos no son los que se pueden abar-
car íntegramente con la mirada y en los que las referen-
cias visuales de los límites resultan más fáciles de regis-
trar? Es decir que no se debe consolidar un efecto de esca-
la y de espaciamiento tan marcado que de pronto quiebre
el lugar y lo transforme en área.
Dado que el tamaño cuenta para definir y circunscribir
·un lugar, no adhiero tan fácilmente a la idea de que el
Mundo pueda constituirlo, a menos que sea de manera
metafórica o por delegaciones visuales: por ejemplo, una
imaginería que transforme, por lo menos momentánea-
mente, un vasto espacio en un pequeño objeto geográfico,
. al jugar con las escalas cartográficas. Al respecto, el mapa
es un instrumento idóneo para la simulación que consiste
en ver como un único y mismo lugar un espacio que no lo
es. El uso cartográfico es funcional al deseo de transfor-
mar un área amplia en un casi-lugar, dominable con un
solo golpe de vista (donde se revela el rol de la mirada en
la definición y la activación de los marcos de recorte de la
·realidad espacial), a través de la reducción y la simplifica-
ción de los espacios representados. La hoja de papel o la
pantalla de la computadora se convierten, entonces, en
casi-lugares que contienen el espacio que, sin embargo,
las contiene a ellas. Esta especie de perspectiva abismal
se capta muy bien con la imaginería satelital, sobre todo
cuando el observador se concentra en una vista del sector
que se ha propuesto mirar, situación muy corriente con
los nuevos servicios del tipo del Google Earth.

98
Clases de lugares

Se pueden proponer modulaciones en lo que atañe a la


noción de lugar.
El topos constituye el grado cero del lugar, en el senti-
do de que la palabra alude simplemente a la localización
de realidades sociales cuyas características de métrica y
sustancia corresponden a las del lugar, en una superficie
cualquiera. Se trata, pues, de una pequeña parte determi-
nada del espacio, de un continente estático de las cosas.
Esta localización del topos se expresa en coordenadas y
basta para agotar cualquier otra consideración. El interés
de esta subnoción es escaso en cuanto tal, salvo que se in--
tente, a partir de ello, poner de manifiesto las relaciones
entre un lugar y otros incluidos en un mismo sistema de
puntos geográficos. La localización se convierte entonces
en una posición -término que abarca, justamente, la lo-
calización más las relaciones-, y el topos se convierte así
en lugar tomado dentro de una red. -
Se pueden discernir tipos de lugares en función de su
tamaño. Se define, de este modo, un gradiente que corre
del lugar-punto, o emplazamiento, al lugar-superficie. El
primer término designa los lugares más restringidos,
aquellos cuyo dominio mediante el desplazamiento resul-
ta casi instantáneo. El segundo alude a los lugares que, -
aunque constituyan pequeñas unidades espaciales indivi-
sas, son lo suficientemente amplios como para que se
ofrezcan también cual una superficie que se puede reco-
rrer. Desde este punto de vista, esos lugares confinan con
el área, pero el área, por su parte, no es indivisa, puesto
que agrega varios lugares «autónomos», específicos, e in-
cluso otras áreas. Los grandes lugares urbanos son bue-
nos ejemplos de lugares-extensos, en tanto que el patio in-
terior de un palacio florentino o incluso un monumento en
sí mismo son emplazamientos.
Otra diferenciación de los lugares que cabe mencionar
atiende a otro criterio: el del movimiento. Contamos en
nuestro tiempo con un tipo de lugar muy difundido: el lu-
gar-móvil, es decir, un lugar cuyo carácter fundamental
es que se mueve -el tren, el avión, el barco, el ómnibus, el
automóvil-. Se trata de realidades espaciales que tienen
las características del lugar y que además se desplazan y

99
llevan consigo otras realidades sociales. No me refiero a lo
que ciertos investigadores denominan «lugar-movimien-
to» para designar los espacios de tránsito de los viajeros
(estaciones de trenes, corredores del subterráneo). En mi
opinión, habida cuenta de la intensificación de las movili-
dades urbanas, gran cantidad de espacios (y no sólo de lu-
gares) son espacios-movimiento.5
Sobre la base de esos lugares-móviles, los actores cons-
truyen una muy particular experiencia social del espacio.
En efecto, este se halla al mismo tiempo en relación con el
espacio propio dellugar-móvil6 y en relación visual con el
espacio donde el lugar-móvil inscribe su trayectoria. Esa
relación visual instaura una relación cinética particular
con el espacio. Esta se convierte en una de las modalida-
des estándar de la espacialidad de los individuos y modifi-
ca en profundidad los esquemas clásicos de aprehensión
del espacio.
En la cultura occidental de la modernidad hubo duran-
te siglos, efectivamente, tres modos principales de relacio-
nes visuales legítimas con el espacio, cada uno de ellos ex-
presado por una imaginería emblemática que procede de
él manifestándolo y fortaleciendo su relevancia social:
1) lo cenital, que tiene como emblema el mapa;
2) lo frontal, que tiene como emblema el paisaje pictó-
rico, el paisaje pintado en fresco, en caballete, con un esce-
nario grandioso, el que sin duda mejor modeliza la pri-
mera relación visual «moderna» con el espacio, aquí fijado
en su expresión estética «canónica»;
3) lo panorámico, con el panorama como emblema, del
cual el panóptico constituye una variante antigua, y la
panorámica de 360 grados, una expresión contemporánea
de este.
A partir de entonces se impone otra modalidad, que no
suprime las anteriores: la relación cinética acelerada, que
difiere de la que instaura la caminata -el trauelling ha-

5 Sin embargo, la necesaria insistencia en el movimiento no debe ha-

cernos olvidar que hay tiempos (voluntarios o forzados) y espacios para


hacer un alto, desde la pausa breve hasta el reposo duradero, y por lo
tanto, lugares de la detención, de la inmovilidad.
6 Espacio propio cuya forma suele ser concebida con una preocupa-
ción ergonómica, de manera que esta forma, en el espíritu de quienes la
conciben, sea generadora de prácticas.

100
cia adelante del cine constituye una buena imagen emble-
mática de los efectos visuales que implica la relación pe-
destre--. Si bien en ambos casos hay movimiento, los efec-
tos de velocidad y de mediación de la relación con el espa-
cio son distintos: el caminante, operador del movimiento,
está en contacto; el viajero, sujeto al movimiento, está ins-
cripto en el lugar-móvil. No se aprehende por completo la
distancia de la misma manera en ambos casos. La métrica
pedestre no se confunde con las métricas automovilística,
ferroviaria o aérea.
En Europa y en Estados Unidos, las formas culturales
legítimas fueron influidas desde el siglo XIX por la impor-
tancia que adquirió la cuestión del flujo, del movimiento, -
del desplazamiento (urbano, en particular). Esta relevan-
cia se acentuó luego continuamente, hasta hacer de la mo-
vilidad y de su rapidez, en nuestros días, una cultura es-
pecífica, con sus valores y sus usos, tendientes a dominar
e incluso a «cubrir» todas las demás. Esta cultura le otor-
gó un lugar fundamental a la mirada en la definición que
el individuo formuló acerca de su régimen de atención a
los otros y las cosas, de su ajetreo, de su actividad. Hoy en
día, ese régimen y ese ajetreo suelen estar intrínsecamen-
te vinculados con el movimiento y la velocidad, que se le
imponen al individuo y condicionan «maneras de ver» es-
pecíficas, hasta producir una verdadera estética particu-
lar. De modo tal, el emblema visual de la relación cinética
acelerada se debe buscar por el lado del cine de acción, o
de los videojuegos, transformados, estos últimos, en un
universo visual que no ha sido suficientemente examina-
do a pesar de que en ciertos grupos sociales determina
maneras legítimas de relación con el entorno espacial del
individuo.
En los tres primeros modos, el «voyeur» -el «Dios
uoyeun> del que hablaba Michel de Certeau cuando recor-
daba la mirada cenital y fría del cartógrafo- está fijo.
Enfrenta el espacio material o figurado, ya sea tomado en
forma plana -el mapa- o en corte, con visión desde arri-
ba, real o abstracta (el mapa, la panorámica), o sm ella. El
lento desplazamiento del caminante y los múltiples mo-
mentos de descanso que se permite para gozar, por ejem-
plo, de un panorama mantienen la atracción del individuo
por el espacio inmediato. El modo cinético acelerado pro-

101
voca una significativa desconexión. El otro-espacio del lu-
gar-móvil se convierte en el campo de la experiencia es-
pacial inmediata del individuo y constituye, al mismo
tiempo, el medio de la relación con el espacio-otro, que ro-
dea el lugar-móvil. Ese espacio-otro se reduce a una ban-
da que desfila (en automóvil, en tren) o a un plano-soporte
lejano, a veces oculto por las nubes que lo reemplazan y
que ofrecen a la mirada su asombrosa materialidad de
«espacio visual de reemplazo» (en avión), cuando no está
totalmente disimulado cuando viajamos bajo tierra.
Considerar así los lugares-móviles permite aprehen-
derlos por lo que son: esenciales lugares de vida, marcos
de la experiencia social cotidiana; por ende, crisoles donde
los individuos experimentan el espacio, ponen en marcha
tecnologías de la distancia, inventan espacialidades.

El sitio

Última precisión: un lugar no existe plenamente en


tanto no alcanza una dimensión social relevante, ya sea
en términos de sustancias como de prácticas y representa-
ciones de los actores. Se inscribe como un objeto identifi-
cable, y eventualmente identificatorio, en un funciona-
miento colectivo, está cargado de valores comunes en los
que pueden potencialmente -no sistemáticamente- re-
conocerse los individuos. El lugar importante, la plaza
pública, el monumento-lugar de memoria, la galería co-
mercial, el vagón del TGV: todos ellos están marcados por
la posible copresencia de los componentes sociales y, en
primer término, por la posible copresencia de los demás,
de otros individuos que no pertenecen al círculo restringí-
. do de la familia o a la red de afinidades electivas de quien
está en el lugar. En un lugar, uno se enfrenta a la al-
teridad, a lo que no es uno mismo. Incluso cuando los otros
individuos están ausentes, lo social no se sustrae nunca,
pues reside en los signos de los valores, de las normas, de
las mitologías, de los imaginarios colectivos que jalonan el
lugar y que son el soporte de las imágenes de este.
En tal sentido, la esfera de la domesticidad se muestra
diferente. Muchos de los espacios allí involucrados -de-
partamentos, casas, habitaciones, jardines, automóviles

102
incluso- responden, en general, a los criterios de defini-
ción de los lugares, pero el carácter privado y, sobre todo,
íntimo se impone en ese ámbito como el patrón de funcio-
namiento del espacio. Allí, los valores son explícitamente
configurados no tanto con la vara de la individualidad
(que expresa la faz social del sujeto) como con la de la per-
sonalidad (que expresa la subjetividad y la interioridad de
la persona), según lo demuestran los análisis de las prác-
ticas habitacionales. Esos espacios, aunque enteramente
modelados por las lógicas de la sociedad, se muestran
fuera del campo de lo «público», es decir, de lo que cada
uno acepta compartir y exponer a la mirada de los demás
en la experiencia social del espacio. Por eso, sugiero desig- ·
nar con la palabra «sitio» a los «lugares» domésticos sus-
traídos a la aprehensión del grupo social. Esto permite
abordar la esfera privada conservando los principios de
análisis utilizados para los espacios exteriores al mundo
doméstico.

El área: un espacio topográfico divisible


El área constituye la segunda especie de espacio. No es
un lugar, aunque una y otro se ajustan a la misma métri-
ca topográfica; pero el área es siempre un espacio de ma-
yor escala relativa que el lugar (en una sociedad determi-
nada), aunque sea de tamaño muy variado. Además, se
compone del delimitado ensamblaje de otros varios espa-
cios autónomos y -eventualmente- indivisos. El área
es, pues, mayor que el lugar y divisible, y por otro lado
mantiene una relación de contraste con la red, tercera es-
pecie de espacio. Es una relación que se puede identificar
empíricamente a partir de la oposición continuidad/dis-
continuidad. El área remite a la continuidad y a la conti-
güidad; es, pues, un espacio de métrica topográfica que
asocia sin ruptura espacios contiguos, ya sean lugares u
otras áreas. Por su parte, la red es (como lo mostraré más
adelante) un espacio caracterizado por la discontinuidad
y la conexidad. El área se particulariza también por la
existencia de límites, como el lugar. El área forma un todo
limitado y esta limitación es constitutiva de esta especie

103
de espacio, en tanto que la red forma un todo ilimitado, lo
cual implica otra diferencia fundamental.

Un tipo-ideal de área: el territorio

El territorio responde perfectamente a la definición de


área, de la que constituye el tipo-ideal. Numerosas cien-
cias sociales (la geografía, por supuesto, pero también la
antropología, la sociología, la economía, las ciencias polí-
ticas) utilizan a discreción la noción de territorio -y sus
derivaciones, como el adjetivo «territorial», a veces sus-
tantivado, y el sustantivo «territorialización»-, muy a
menudo sin darle una definición real, precisa, explícita,
estable. De hecho, la propensión a usar el vocabulario te-
rritorial sin circunscribir su marco ni precisar el conte-
nido, a convertirlo en descriptor universal de todo espacio
humanizado -en suma, a ceder a la magia de ese voca-
blo-, resulta particularmente notoria desde comienzos
de la década del noventa del siglo pasado. El carácter pro-
blemático de esta evolución, entendámonos bien, no resi-
de en la importante difusión del término, sino en su bana-
lización, es decir, en su propagación indiferenciada sin
contenido estable preciso.
En numerosos estudios, el territorio se convierte de-
masiado a menudo en una pantalla que disimula un vacío.
A partir de entonces, todo fenómeno pertenece a priori, en
mayor o menor medida, al campo de la territorialidad; en
las investigaciones no se sopesa lo suficiente el empleo de
tal léxico, no se lo evalúa en sus expectativas ni en sus
consecuencias. Así, el territorio se transforma en una
extraña fuente de atracción de los fenómenos más dispa-
. res. Esta fase de sobreabundancia de lo territorial-que
ha visto surgir innumerables análisis heterogéneos, tanto
por sus objetivos como por sus métodos o sus estilos de
escritura, concernientes al territorio de las empresas mul-
tinacionales, al territorio de los ciclistas domingueros, al
territorio político, al territorio de los emigrantes, al terri-
torio personal, al territorio comercial, al territorio festivo,
al territorio de los diferentes grupos sociales en la ciudad,
etc.-, aún en curso, pone de manifiesto el éxito de una vul-
gata perezosa.

104
Jacques Lévy, quien emprendió tempranamente una
saludable empresa de análisis crítico del término «territo-
rio», formuló ocho definiciones genéricas, cada una de las
cuales le da a esa palabra una acepción diferente, no nece-
sariamente muy explícita en los distintos escritos donde
puede encontrárselas (Lévy, 2003, pág. 907). No retomaré
ese trabajo, como tampoco realizaré aquí un examen pre-
ciso de las diversas concepciones que se enfrentan en el
campo de la geografía, que asiste desde hace veinte años
al auge del paradigma territorial. Esa historia, así como
la epistemología del concepto de territorio, resultan apa-
sionantes 7 pero exceden el marco que me he fijado. Mi ob-
jetivo se limitará a presentar un enfoque del territorio
inscripto coherentemente en una teoría integrada del es-
pacio de las sociedades. Para ello, es preciso, sin embargo,
exponer algunas observaciones sobre tres referencias en
materia de significado del término «territorio» que me ser-
virán para que se comprenda mejor mi propia posición.

El sentido común, el modelo político,


la inspiración etológica

En primer lugar, según un sentido muy banal, común,


el territorio es una simple extensión de la superficie te-
rrestre, más o menos delimitada, cuya «homogeneidad» se
postula. Esta puede referirse a los datos «naturales», con
lo cual el territorio se confunde con el terruño (ya que am-
bas palabras comparten la misma etimología, pues deri-
van de «territorium», que a su vez surge de «terra», la tie-
rra), o a los hechos humanos, de población en esencia, y
entonces el territorio es el espacio vital de un grupo. La
primera definición es la que aún aparece en el Trésor in-
formatisé de la langue franr;aise: «Extensión de tierra,
más o menos claramente delimitada, que generalmente
presenta cierta unidad, un carácter particular», o en el
Grand dictionnaire Robert de la langue franr;aise, que ha-
ce mayor hincapié en la dimensión humana: «Extensión
de la superficie terrestre en la que vive un grupo humano»

7 Algunos jalones ya han sido establecidos (De Bernardy, Debarbieux,


2003).

105
(1989, vol. 9, pág. 256), definición que el Trésor formula,
por su parte, en segundo término.
Todo esto es muy neutro: el territorio no es más que
una comarca; en el mejor de los casos, un eventual sinóni-
mo de región. Sin embargo, desde hace mucho tiempo,
una semántica más precisa y fija reconduce a la acepción
inicial del término. En efecto, el vocablo «territorio» apa-
reció en 1278, aunque su empleo sólo se difundió en ver-
dad con este significado específico recién en el siglo XVIII.
Se trataba entonces de una parte del país que formaba
una circunscripción política.
El territorio constituía allí el espacio de representa-
ción, donde se efectivizaba un poder. La filosofía, el dere-
cho y la ciencia política tomaron posesión con toda natu-
ralidad de esa palabra, que dio lugar a célebres variacio-
nes. Piénsese, por ejemplo, en Montesquieu, como tam-
bién, en un registro muy diferente, en Carl Schmitt. En Le
nomos de la terre (2001), este analiza el papel fundamen-
tal del espacio y del suelo en la constitución del poder del
Estado territorial y en la edificación de un «derecho de
gentes» (es decir, del pueblo). El Estado, según Schmitt,
se apoya en ese «nomos» telúrico, esa ley que es al mismo
tiempo institución (la palabra griega «nomos» tenía esos
dos sentidos), para construir y mantener su poder. Por
otra parte, es posible, sin duda, descubrir parentescos, in-
cluso alguna filiación explícita, entre el enfoque de Carl
Schmitt -publicado en 1950- y la primera geografía ins-
titucional alemana de fines del siglo XIX, la de Karl Ritter
o la de Friedrich Ratzel, sobre todo en la reflexión con
respecto al vínculo atávico que habría entre las «gentes>> y
su suelo, entre el orden político y el orden espacial. No ol-
videmos que esta primera geografía alemana sirvió de
fuente para los teóricos pangermanistas de la geopolítica
del espacio vital. 8
Señalemos, al pasar, que en esa misma época los geó-
grafos franceses no contemplaban ese campo de la rela-
ción entre un espacio y un poder, cristalizado en un terri-
8 Así, los trabajos de Karl Haushofer, quien desarrolló la geopolítica
entre 1920 y 1945, fueron utilizados por los nazis. En ellos retomaba la
noción de Lebensraum, de Friedrich Ratzel, que postulaba ya la plena
correspondencia del pueblo (Volk) con su suelo (Boden). He ahí los dos
componentes fundamentales del espacio vital (Raffestin et al., 1995).

106
torio. Preferían, siguiendo las huellas de Paul Vidal de La
Blache -fundador de la escuela francesa de geografía, a
fines del siglo XIX, e impulsor de su implementación en la
institución universitaria-, con escasas excepciones (en-
tre ellas, la de André Siegfried), concentrarse en las rela-
ciones entre el hombre y el medio natural. Consideraban
que estas constituían el campo de elección para una disci-
plina concebida explícitamente sobre el modelo descrip-
tivo y clasificatorio de las ciencias naturales clásicas. En-
tonces resultaba normal que el territorio político en sí
mismo no interesara en absoluto a los geógrafos y que la
propia palabra no ingresara de manera alguna en su léxi-
co, como no fuera en la acepción acotada citada en primer.
término. Y ello, a pesar de que la geográ.fia escolar -sos-
tenida a comienzos del siglo XX por el empeño de Vidal de
La Blache y su cuadro geográfico de Francia como intro-
ducción a la historia francesa de Ernest Lavisse- había
santificado a la nación, dándole un fundamento natural al
espacio de la patria. Empero, no veamos en esto una para-
doja. La geografía clásica escamoteaba el carácter social ·
de cualquier construcción de un territorio político, para
privilegiar la revelación del carácter natural de la matriz
constituida por el espacio nacional, que siempre estaba
allí, antes aun que cualquier historia. De esta manera, el
territorio era naturalizado.
Las dos geografías, la alemana y la francesa, compar-
tían, sin embargo, una creencia: eran los espacios -aquí,
los territorios nacionales-los que actuaban. En el espíri-
tu de aquellos geógrafos, los espacios tenían, por sus ca-
racterísticas (el vínculo entre el Volk y el Boden, por un
lado; la relación entre la naturaleza y la mitología históri-
ca del destino de Francia, por el otro), fuerza propia, y se
la imponían a las comunidades humanas. He aquí un ejem-
plo de la transformación de un espacio geográfico cons-
truido en un casi-personaje del gran relato histórico. La
fuerza de la creencia común en la existencia del territorio
personificado, soporte de la identidad espacial, no debe
llamar a engaño: lo importante es deconstruirla.
Junto a esta mole semántica hay otra, más reciente,
que se consolidó en el siglo XX y no dejó de ser influyente
entre los geógrafos, los sociólogos, los psicólogos (tanto en
Francia como en el resto del mundo): nos referimos a la

107
mole constituida por los resultados de los trabajos de la
etología y la ecología. Los especialistas de estas discipli-
nas tomaron la palabra «territorio» de las ciencias huma-
nas, que la habían «inventado» (la filosofía, el derecho, las
dendas políticas), la transpusieron y «tradujeron» a su
campo. Para los etólogos, el territorio es un área ocupada,
limitada y controlada por un individuo o un grupo de ani-
males, que rechazan a otros individuos o grupos mediante
comportamientos agresivos o señales de rechazo. Las co-
rrientes territorialistas de la geografía y la psicosociolo-
gía han abrevado mucho en este enfoque (merced a un in-
teresante efecto de retorno, en el campo de las ciencias
humanas, de una noción transformada que era originaria
de otras disciplinas de estas mismas ciencias) y han toma-
do de él, particularmente, lo que era necesario para darle
a la idea de apropiación un papel central en la definición
del territorio.
En este caso, la apropiadón se concibe como una acdón
de atribución y toma de posesión de algo por alguien a los
efectos de convertirlo en un «bien» propio. Este acto tiene
un significado en que la idea dominante es la de propie-
dad, y no la de adaptación (volver un objeto apropiado a su
uso), que constituye el segundo sentido posible de ese tér-
mino. Si se le da crédito a una de las principales definicio-
nes del territorio en un diccionario que fue referencia de
los geógrafos durante una década, «Espacio apropiado,
con conciencia o sensación de su apropiación», el proceso
de apropiación de un espacio por un grupo transforma así,
ipso {acto, el sustrato espacial en territorio (Brunet et al.,
1993, pág. 436). Bien se advierte lo que esta concepdón
toma, acaso de manera subliminal, de ciertos autores de
visión etológica, puesto que el territorio es aquí una frac-
ción de superfiCie dotada de atributos de identificación y
posesión, y defendido como tal.
Más allá de tal afirmación, quedaría por explicar cuá-
les son los mecanismos y los signos de esta apropiación
que especificarían al territorio y sólo a él. Por otra parte,
si se siguen las lecciones de la antropología y la psicología,
la apropiación parece un fenómeno tan general y remite a
órdenes de cosas tan diversos (desde la marcación de los
objetos de los que se es propietario hasta la apropiación
simbólica de los microespacios a escala del cuerpo, cuya

108
importancia fue demostrada por Goffman mediante la li-
mitación geopolítica de un sector bajo control), que no se
entiende por qué el territorio sería la única realidad espa-
cial que la incluye ... salvo que se considere que todo es-
pacio es un territorio, lo cual no es satisfactorio, puesto
que así sólo se cambia una palabra por otra, sin que se en-
riquezca ni se afine el léxico científico. De hecho, cada
individuo, cada grupo, se apropia (en el doble sentido de la
palabra) hasta del objeto más pequeño de sus respectivas
prácticas, lo cual es, incluso, una de las condiciones sine
qua non de la existencia de cada práctica. Por consiguien-
te, no podemos basarnos en la apropiación para diferen-
ciar el territorio, porque desde ese punto de vista resulta
indiferenciable, al quedar colocado en el mismo nivel que
las otras realidades sociales.
La única manera de definir convenientemente el terri-
torio consiste, pues, ante todo, en negarse a convertirlo en
un sinónimo de espacio (no todos los espacios son territo-
rios, aunque todos los territorios sean espacios), y luego,
en insertarlo en una conjunción más o menos general de
los diferentes tipos de espacios sociales. Esto es lo que
trato de hacer al colocarlo dentro de la familia del área,
inspirándome decididamente en el modelo de interpreta-
ción política de los hechos territoriales.

La ideología territorial de lo continuo


y de la coherencia

El territorio es .un espacio estructurado por los princi-


pios de contigüidad y de continuidad. Estos dependen, sin
duda, no tanto del mero aspecto material de los espacios
-¿acaso no es posible hallar contigüidad y continuidad
por doquier, aunque ciertas formas las signifiquen más
que otras, y los muros las quiebren eficazmente?-, sino
de sistemas ideales que enmarcan el espacio en cuestión,
así como de las prácticas correspondientes que allí se des-
pliegan. Un territorio se impone, entonces, como un área
delimitada afectada por una ideología territorial que le
atribuye a una porción del espacio el estatuto de territorio
y, por lo tanto, de extensión limitada continua, demarca-
da por polos y valorizada como tal. Cada uno de los indivi-

109
duos incluidos en ella puede experimentar y calificar la
contigüidad, la demarcación, la delimitación y el valor, la
congruencia de todos los componentes en una misma dis-
posición coherente, dotada de sentido. Esta ideología te-
rritorial puede emanar de una sociedad -local, nacional,
etc.-, de un grupo amplio o restringido, de un individuo
aislado, que haría de un área cualquiera su territorio.
Sin embargo, en este último caso se llega a los límites
de la noción, pues un territorio, como un lugar, requiere
una sociabilidad activa tanto en la definición como en el
reparto de la configuración territorial. El territorio supo-
ne esta ideología y los modos de consolidación de su legiti-
midad, así como las instancias que aseguran la regulación
de ese tipo de espacio y de su ideología espacial. Se en-
cuentra este modelo en el sector de las áreas estructura-
das y controladas por instancias políticas. Me parece un
hecho comprobado que los actores políticos son «ten·ito-
riales». Buscan y valorizan la continuidad espacial, el he-
cho de que su territorio de referencia sea local, regional,
nacional.
Todos mis trabajos me han enfrentado con la ideología
dominante (al menos en el universo cultural europeo,
aunque algunas investigaciones demuestran que el fenó-
meno ocurre en otras partes; cf. Olivier Legras, 2003) del
indispensable continuum del «tejido territorial». Muy par-
ticularmente en Francia, va acompañada en general por
el rechazo de su «desgarramiento», que escandaliza por-
que se manifestaría como una «fractura social». Hay allí
una poderosa representación territorial, utilizada ince-
santemente por los actores políticos para «mantener jun-
tos» los diferentes componentes de su espacio de acción,
para vincular sólidamente entre sí unidades discretas
--:-lugares, áreas-, y de ese modo contribuir a producir la
necesaria continuidad para la existencia del territorio
legítimo. El mismo de su intervención.
Así pues, he podido comprobar que la mayoría de los
ediles de las ciudades francesas adhieren, a veces de ma-
nera compulsiva, a esa ideología territorial, a ese deseo de
lazo espacial irrefragable que auguraría el vigor del lazo
social, a esa obsesión por el desgarramiento del «tejido ur-
bano», metáfora explícita y difundida a gusto. El tejido
-en este caso, alusión tanto a lo textil como al compuesto

110
fisiológico-- es lo que no debe ser desgarrado. Es la trama
del territorio, su carne. Y en Francia las políticas territo-
riales, en todos los planos, desde el urbanismo hasta el or-
denamiento nacional, estuvieron y siguen estando marca-
das por la voluntad de «recomponer el tejido», de volver a
acomodar el territorio, lo cual llegó a convertirse, en la dé-
cada del noventa, en la consigna de los profesionales,
cuando se difundió la idea de que la fragmentación espa-
cial y la fragmentación social estaban vinculadas. Se llegó
a pensar entonces que se podía resolver la crisis social me-
diante la recomposición territorial.
En cierta medida, el movimiento culminó con la políti-
ca llevada adelante por el delegado de la Ciudad entre
1997 y 2002. Para justificar la acción que emprendía,
Claude Bartolone, ministro titular de la cartera, afirmaba
en una publicación de la DATAR, Territoire 2020: «Debe-
mos enfrentar en nuestros conglomerados urbanos una
fractura territorial que ahora se superpone con la fractu-
ra social» (Bartolone, 2001, pág. 7). Y a continuación pre-
sentaba la política de renovación urbana en estos térmi-
nos: «Se ha comprometido un vasto programa de renova-
ción urbana y de solidaridad a los efectos de recomponer
el tejido urbano y reinscribir a los barrios más desvalori-
zados y a sus habitantes en las dinámicas de desarrollo de
los conglomerados urbanos» (ibid., pág. 8). Bien se advier-
te la relación de homología que se establece entre los dos
desgarramientos y la apelación a la solución de la «recom-
posición», cuya naturaleza parece apuntar a resolver las
dificultades urbanas.
En la actualidad sigue vigente la metáfora del tejido, 9
aunque ya no aparezca tan explícitamente en las políticas
de Estado, que se focalizan en el hábitat, en la gravosa re-
estructuración de los grandes conjuntos, acompañada por
la destrucción masiva de inmuebles y la ayuda para la in-
serción económica.

9 En la lista confeccionada tras una investigación llevada adelante

gracias a Yahoo! para registrar la cantidad de veces que aparecía la ex-


presión «recomponer el tejido)) en las presentaciones de políticas urba-
nas públicas, se seleccionó al azar el caso de Béthune-métropole. En el
sitio de esta comunidad de conglomerados, en la presentación del pro-
yecto 2004-2007, se lee: «Se trata de recomponer la ciudad desgarrada,
de asegurarle una nueva coherencia urbana y humana)).

111
En Francia, la voluntad de recomposición espacial va
de la mano de otra mitología territorial complementaria,
muy presente en los discursos de los planificadores espa-
ciales, de los políticos, de los ciudadanos: la del equilibrio
territorial. Este equilibrio, que expresaría la armonía de
un territorio, es a la vez un instrumento y un objetivo de
muchas políticas públicas, sea cual fuere su escala. Im-
porta equilibrar tanto el territorio nacionál como el de un
departamento, un conglomerado, 10 un «barrio». Este ideal
estaba ya manifiesto en el libro de Jean-Franc;:ois Gravier,
Paris et le Désert franr;ais (194 7), de gran influencia en la
definición de la política de Estado en materia de ordena-
miento. Gravier fustigaba la hipertrofia parisina y denun-
ciaba el riesgo que acarreaba la «congestión cerebral de
Francia». Era necesario, entonces, que se descongestiona-
ra, como comenzó a hacerlo el Estado en las décadas del
cincuenta y el sesenta, en el marco de la descentralización
industrial y de las políticas de metrópolis equilibradas y
de ciudades medianas. El mito del equilibrio constituye,
junto al de la continuidad -los dos se confirman mutua-
mente--, el basamento de la ideología territorial nacional
y de la planificación «a la francesa». Se puede ver en ella
una transcripción del ideal republicano de igualdad al
«lenguaje» del territorio. En todo caso, ese discurso aún
está activo, aunque haya una contradicción cada vez más
evidente entre las aspiraciones armónicas y los efectos de
la evolución espacial, que tiende, en todas las escalas, a
fortalecer la concentración en torno a los polos económicos
y sociales más consolidados.

Código de procedimiento espacial

Al analizar las derivaciones de la noción de territorio


se descubren diferentes géneros, en particular cuando se
hace lugar en el análisis al tipo de límite que se toma en

10 La Ley de Solidaridad y Renovación Urbana, sancionada en 2000,

tenía como objetivo equilibrar el espacio urbano (lo que motivaba la


creación de una nueva herramienta: el esquema de coherencia territo-
rial), pero también armonizar las relaciones entre las ciudades y las zo-
nas rurales, o sea, contribuir, en otro nivel de escala, al equilibrio glo-
bal del territorio francés.

112
cuenta (cerrado, abierto, demarcado, incierto) y/o al tama-
ño (desde el más pequeño hasta el más grande). Me con-
centraré en algunas de esas subdivisiones.
J acques Lévy proponía diferenciar los territorios en
función de los tipos de límites (Lévy, 2003). En efecto, la
noción de métrica permite, por lo general, especificar lími-
tes, o sea, regímenes de pasaje de un espacio a otro. De es-
te modo, un límite topográfico, que corresponde a la mé-
trica del mismo nombre, instaura una relación de conti-
nuidad entre los dos espacios que une y a la vez separa.
No se trata de una ruptura, sino de una franja de transición.
El límite topológico, por su parte, establece una discon-
tinuidad (Gay, 1995) entre dos espacios: quien lo fran-
quea experimenta esta discontinuidad.y el cambio de su
mundo de acción, una confusión de las referencias y de las
reglas con relación al espacio de partida. La frontera es
uno de sus modelos, por lo cual resulta útil detenerse un
poco en ella, pues muchos territorios son definidos por sus
límites fronterizos. La frontera, al ser un límite topoló-
gico, está dotada de un significado geopolítico y/o social.
Atravesar la frontera es experimentar explícitamente un
cambio de estado en la organización social, que pone de
manifiesto la llegada a un país diferente (significado geo-
político y social) o simplemente un espacio social distinto
en el seno de un mismo país (significado social).
No todas las fronteras separan, entonces, Estados geo-
políticos, territorios nacionales. Así como no todos los lí-
mites entre los -Estados soberanos constituyen actualmen-
te fronteras, también hay verdaderas fronteras dentro de
un mismo espacio geopolítico. Las fronteras intraurbanas
son innumerables, pues la urbanización contemporánea
se caracteriza, entre otras cosas, por la prevalecencia ca-
da vez mayor del principio separatista, muy eficaz ya sea
en el campo funcional (se lo denomina «zonificación») o en
el campo social (se trata entonces de «segregación»). Por
ejemplo, los límites que separan a las comunidades socia-
les homogéneas cerradas (gated communities), en el seno
de un creciente número de organizaciones urbanas -en
Estados Unidos, por supuesto, pero también en América
del Sur, donde las clases medias privilegian ese tipo de re-
sidencia, y en Europa, donde esos espacios se multipli-
can-, constituyen fronteras. En una y otra parte, los m un-

113
dos sociales se distinguen claramente: en particular, por-
que dentro de los enclaves la homogeneidad social es la
regla, puesto que es justamente la heterogeneidad del
«medio urbano» lo que así se intenta mantener a distan-
cia. El gueto, uno de los tipos-ideales del espacio social
segregado, suele estar separado del medio que lo circunda
por una verdadera frontera, materializada por trazados
viales propios, y se caracteriza por puertas de ingreso en
las que suele haber un control social estricto para permi-
tir o no el acceso al perímetro. En Francia, las fracciones
urbanas que constituyen los grandes conjuntos de hábitat
social, aunque no llegan a ser guetos stricto sensu, están
cada vez más separadas de los demás perímetros por lími-
tes de tipo fronterizo. El «barrio» se convierte en un espa-
cio aparte, en una entidad claramente identificable, que
se distingue radicalmente de lo lindante.
En otro registro, se comprueba también la eficacia de
fronteras cada vez más numerosas que delimitan una mul-
titud de perímetros especiales, funcionales, de tamaño
muy variable: las grandes áreas de producción controla-
das (centrales nucleares, industrias químicas, empresas
de alta tecnología, laboratorios de investigación estratégi-
ca), zonas de retención de inmigrantes clandestinos, par-
ques de diversión y grandes zonas turísticas privadas. 11
En todos los casos se ponen de manifiesto algunos gran-
. des principios del límite topológico: el filtrado, la necesi-
dad de someterse a reglas de acceso muy codificadas, que
reflejan la entrada a un universo muy particular, la dis-
torsión entre las reglas y los códigos internos y externos.
La frontera instaura una partición que separa muy cla-
ramente, a un lado y otro de la línea, los dos espacios que
se enfrentan, en tanto que un límite topográfico organiza
dos espacios lindantes. Ello no es óbice para que esta se-
paración funcione como una interfase, puesto que una fron-
tera nunca es totalmente estanca y une a la vez que sepa-

11
Por otra parte, ¿acaso la noción de frontera doméstica no tiene un
real significado? En efecto, basta con pensar en las expresiones cada
vez más evidentes de las lógicas de discriminación entre los sexos, que
en numerosas sociedades tienden a estructurar los espacios de lo coti-
diano y a sobredeterminar sus prácticas: allí, los espacios y las espacia-
lidades femeninas y los espacios y las espacialidades masculinas no se
confunden, su separación es estricta.

114
ra los espacios que diferencia. Por otra parte, recordemos
al respecto que el término inglés «boundaries» (utilizado
en un sentido a veces cercano a «{rontien>) significa «lo que
se mantiene junto» («that which binds together») (Fall,
2003).
La cuestión esencial, dicho sea de paso, no consiste
tanto en saber si se puede o no pasar un límite, sino en
evaluar los costos sociales, culturales, así como el impacto
del pasaje para la persona o la mercadería que franquea
ese límite. Así, el intercambio que una frontera permite y
condiciona está sometido a lo que definiría como un par-
ticular código de procedimiento espacial «oficial», que
constituye entonces una norma legítima, y también a có~
digos no regulares, cuyo análisis es asimismo muy impor-
tante, como lo demuestran los recientes casos de pasajes
irregulares masivos de los límites fronterizos en Ceuta y
Melilla, en Marruecos. Esos códigos influyen en los hom-
bres, en las informaciones y en los objetos que tienen que
atravesar el límite, pero también en la organización geo-
gráfica de los hombres, de las informaciones, de los obje-
tos a un lado y otro de la frontera. También allí el caso de
los enclaves españoles en Marruecos resulta significativo,
sobre todo por la vigencia de un régimen específico de dis-
tribución geográfica de los «clandestinos» en los accesos a
las fronteras, vinculado con las posibles modalidades de
paso, los códigos de procedimientos, o sea, integrados por
los «pasadores» en su estrategia de «venta» de la migra-
ción clandestina a sus «clientes». Las características de la
transgresión espacial les han impuesto a las autoridades
marroquíes una modificación del espacio fronterizo pro-
piamente dicho, con el fin de volver ineficaz el código de
procedimiento utilizado por los clandestinos. Así como
la frontera está marcada por el sello de la historicidad
-puesto que existe una genealogía de los límites y de sus
evoluciones-, los diferentes códigos de procedimientos
espaciales, regulares e irregulares, también evolucionan.

Clases de territorios

Volviendo a la modulación de los territorios en función


de los límites, cabe distinguir (Lévy, 2003):

115
1) el país, modelo de territorio de límite cerrado, topo-
lógico, de tipo frontera;
2) el horizont (para retomar una palabra de la geogra-
fía cultural alemana, «Horizont>), según su ortografía), te-
rritorio limitado por confines, es decir, circunscripto por
un límite impreciso, incierto, topográfico.
«Pays)) es una expresión antigua que designa tanto el
espacio de un Estado territorial como una pequeña por-
ción de territorio rural. Vuelve a encontrarse esta equiva-
lencia en las palabras que corresponden a «país)) en nume-
rosas lenguas de Europa Occidental, aunque ha desapare-
cido en Europa Oriental. La equivalencia se explica por el
paralelismo entre las sociedades rurales y el Estado terri-
torial en esos sectores occidentales de Europa. En todo ca-
so, la palabra designa siempre un espacio continuo, con-
finado, limitado por una frontera estricta. Por otra parte,
el Trésor de la langue franr;aise lo define de una manera
similar: «División territorial habitada por una colectivi-
dad)). Resulta útil, pues, conservar el término para especi-
ficar un tipo de territorio cuyo tamaño puede ser muy va-
riado, pero que se caracteriza y se reconoce por la relevan-
cia del límite.
«Horizont>) es, por su parte, un vocablo que el geógrafo
alemán Gerhard Sandner utilizó en 1987 para designar el
paisaje cultural de la MittelEuropa [Europa Central].
Este se caracterizaría por el ajuste de los espacios sociales
y culturales a métricas topográficas, aun cuando la in-
fluencia del Estado y de las zonas rurales -es decir, del
«paÍS))- es allí más débil, lo cual explica que sus límites
sean por lo general más inciertos, imprecisos, y casi nunca
adopten la forma de una línea claramente discernible.
Esta noción de horizont resulta interesante en la me-
dida en que permite afinar el estudio de los territorios.
Sin duda, algunos territorios están marcados por límites
imprecisos, aunque en su interior el despliegue espacial
de las realidades sociales se efectúe en continuidad y con-
tigüidad. Sería el caso, por ejemplo, de ciertos territorios
culturales transestatales, transfronterizos, o también de
barrios urbanos de ciudades europeas que, aunque especí-
ficos, lindan entre sí sin efectos de limitación muy eviden-
tes. En otras condiciones urbanas -las de Estados Uni-
dos, República de Sudáfrica, la mayor parte de los países

116
del Sur y también el continente europeo-, el barrio puede
aparecer más bien como un «país». Se muestra entonces
como un espacio con límites estrictos, -incluso con altas
cercas y barreras, como puede comprobarse desde que las
lógicas de separación espacial de las categorías sociales se
han vuelto cada vez más marcadas, según ya lo he men-
cionado. Recordaré más precisamente este punto en el mo-
mento de la reflexión dedicada a los fenómenos urbanos.
Un índice de la evolución urbana contemporánea sería,
por otra parte, la consolidación, sobre todo en Europa, de
una partición intraurbana de tipo «país» cada vez más fre-
cuente, que reemplazaría a una partición territorial de
tipo horizont.
Es posible cruzar esta primera diferenciación con la
que surge al tomar en cuenta el tamaño de los espacios
considerados. Recordemos que lo que importa, en esta ma-
teria, es adoptar el nivel local como patrón para el análi-
sis del tamaño de los espacios (cf. supra). Resulta enton-
ces factible diferenciar los territorios, ya se trate de país o
de horizont, según que sean locales, infralocales o supra-
locales.
Desde esta perspectiva, un «barrio» urbano forma par-
te, casi siempre, de un nivel infralocal, pues no posee to-
dos los atributos necesarios para constituir una sociedad
(y, sobre todo, suele no tener dimensión política). Esto
mismo se puede decir de muchos de los úpaíses» rurales de
Francia, que exceden 1:)1 marco comunal pero están poco
poblados y apenas tienen diversidad social. Sin embargo,
en el marco de las grandes organizaciones urbanas, un
barrio (de tipo «horizont>> o de tipo «país») puede ser un te-
rritorio a escala local. En Francia, la comuna es un tipo-
ideal de territorio, que puede ser infralocal (de hecho, la
mayor cantidad de comunas, rurales o urbanas, poco o
medianamente pobladas), local (las comunas-centros de
las organizaciones urbanas modernas) o supralocal (las
comunas de París, Lyon, Marsella, etcétera).

Otras áreas

Si bien en nuestro universo cultural el territorio cons-


tituye la forma de área más acabada y valorizada, otros ti-

117
pos de esta difie1;en del territorio (pero lo completan y/o
son fracciones de él) en la medida en que no cargan con el
lastre de ideologías sociales territoriales dominantes. Así
pues, propondré algunas variaciones, más para señalar
que aún queda trabajo por hacer que para intentar un en-
foque exhaustivo de todas las variantes de área.
Ante todo, se puede tomar un nivel cero de área: la su-
perficie, que es un espacio humano (y, por lo tanto, no una
simple extensión, palabra que para mí remite a un estado
que no es el del espacio socializado), confinado, limitado;
pienso, por ejemplo, en terrenos destinados a ser lotes en
el marco de una operación de ordenamiento espacial, o en
terrenos agrícolas de gran tamaño, cultivados de manera
extensiva. He ahí estilos de áreas particulares. La actividad
humana es allí real pero discreta, y lo mismo ocurre si las
superficies pueden convertirse poco a poco en territorios.
La zona es un área homogénea, con predominio funcio-
nal. Se trata de una fracción de espacio continuo, organi-
zada para satisfacer prioritariamente una función (tra-
bajo, comercio, residencia). Con relación al territorio, la
zona suele ser de tamaño más pequeño y se caracteriza
por la escasez en cuanto a ideologías espaciales colectivas
y por la discreción de la presencia del actor político.
Cabe introducir otro matiz, que expresa una variación
del foco del análisis. Como se sabe, la geografía, la etnolo-
gía y la sociología han abordado a menudo el paradigma
territorial para explorar el espacio vital de los individuos,
lo cual trajo aparejado que se multiplicaran los análisis de
los territorios individuales. Esta expresión, aunque es co-
rriente, me resulta molesta, como lo he señalado antes,
pues se oculta allí un aspecto importante: el territorio es
una formación social, cuyo régimen de constitución y fun-
cíonamiento es el de lo colectivo. Por ello utilizo el término
«dominio» cuando se trata más bien de especificar un área
inscripta en .el hábitat de una persona o de un grupo res-
tringido (una familia, un clan). El dominio es al territorio
lo que el sitio es al lugar. Es un territorio gravado con su
carga de ideología colectiva, un espacio topográfico de rea-
lización de la espacialidad del individuo. El dominio pue-
de corresponder así a un territorio, pero tomado, en este
caso, desde el punto de vista muy particular de la vivencia
y la acción del individuo.

118
Un mismo espacio se puede desglosar, pues, en catego-
rías diferentes según la manera en que se lo aprehenda.
Si se privilegia el interés dedicado al espacio y a la dimen-
sión social de los hechos, se pensará en territorio, en terri-
torialización (construcción social de un área en territorio)
y en territorialidad (relación de los operadores colectivos
con el territorio como construcción social). Si se conside-
ran la espacialidad y la individualidad, se pensará en do-
minio, en dominialización (construcción de un espacio to-
pográfico vital por el individuo) y en dominialidad (rela-
ción del individuo con su dominio). La primera serie de tér-
minos corresponde, más bien, a una visión política del área
territorial; la segunda, a una visión más etológica, pero
sin omitir que todo hombre está siempre inserto en una
colectividad social, que tiene sus reglas y normas y que
regula sus actos espaciales -lo cual exime de cualquier
tentación de naturalizar el enfoque de la dominialidad-.
Ciertas áreas particulares se benefician al ser conside-
radas casi-territorios, espacios que, aunque no cuenten Ém
modo alguno con las características de los territorios,
tienden fuertemente a parecérseles. Quiero recordar aquí
el caso muy especial de las superficies de agua, como los
lagos o los mares, algunas de las cuales se han territoria-
lizado, en el sentido de que se han convertido en fraccio-
nes del espacio geográfico de métrica continua, delimita-
das, dotadas de ideologías territoriales fuertes, y forman
así una esfera espacial humana a la vez específica, autóno-
ma y relacionada con todas las demás, que a veces pueden
incluso polarizar una importante cantidad de espacios. El
sustrato particular del agua ya no es aquí una imposición,
y en tanto que por lo general las superficies marítimas y
oceánicas imponen, más bien, privilegiar la lógica del lazo
topológico (el de la ruta entre dos puntos), esos casi-terri-
torios se convierten en perímetros topográficos, cuya ocupa-
ción y poblamiento son pensados como los de un territorio.
Sin duda alguna, cabe mencionar aquí el caso del Me-
diterráneo: mare nostrum, se decía en una afirmación que
testimoniaba, a mi parecer, la territorialización -que fue
realizándose al cabo de un largo período-- de ese mar en-
tre las tierras y las sociedades, de las que finalmente se
convirtió en su emblema. Por otra parte, la famosa conti-
nuidad territorial entre el «continente>> y Córcega, noción

119
que estaba en el centro de las relaciones políticas entre el
poder público y los actores sociales corsos -sobre todo, en
lo concerniente al servicio público de continuidad ten·ito-
rial que debía asumir la sociedad nacional marítima Cor-
se Méditerranée-, se debe entender de varias maneras:
1) los navíos 12 que aseguraban el enlace entre la isla y la
costa francesa eran fracciones embarcadas de territorio
nacional; 2) el mar, si bien supone condiciones de despla-
zamiento, no implica cuestionar en verdad el tejido terri-
torial, porque también constituye uno de ellos.
Otro caso evidente es el de los grandes lagos alpinos,
muy en particular el del Léman, que forma un casi-terri-
torio transnacional totalmente integrado en las espaciali-
dades de todos los días. Desde este punto de vista, los des-
plazamientos laborales cotidianos, muy numerosos y
atendidos por barcos que recorren el lago, no se caracteri-
zan tanto por métricas topológicas como por métricas to-
pográficas, del tipo de las que involucran a los ómnibus
urbanos. No se va de un punto de una red a otro: se atra-
viesa un espacio continuo y limitado, en el que cada cual
se preocupa del ordenamiento, la preservación, la valori-
zación, el equipamiento. El lago no queda reducido a sus
costas; existe «en extensión», como una entidad específica,
como un territorio bien identificado.
Veamos un tercer ejemplo, menos conocido. El soció-
logo Jacques Beauchard, especializado en planificación
espacial, postula la existencia de un mar de Antioquia 13
(Beauchard, 2004). De esta manera designa a la fracción
oceánica comprendida entre las islas Ré y Oléron, que
constituye un perímetro muy resguardado, salpicado de
islas e islotes (la isla de Aix, Fort Boyard), bordeado de
playas muy apreciadas, ocupado densamente por activi-
dades de ostricultura (se trata del dominio llamado Ma-
rennes Oléron). Esa franja marítima cuenta con numero-
sos puertos, entre ellos el de La Rochelle, y las actividades
náuticas recreativas son intensas en ese espacio. Beau-
chard considera a ese mar (que no es reconocido por lato-
ponimia oficial) un espacio público de las comunidades in-
12 Los navíos en cuestión constituían claros ejemplos de burbujas de

espacio humano, dotadas de todas las características y los atributos de


este.
13 Del nombre del brazo de mar que separa las islas de Ré y Oléron.

120
tegrantes de los conglomerados urbanos de La Rochelle y
Rochefort. El sociólogo insiste en el papel del mar de An-
tioquia en los proyectos, las acciones políticas, los debates
locales y la conciencia social y cultural de los habitantes.
Este análisis me parece muy justo, pero yo iría incluso un
poco más lejos. El mar de Antioquia no se presenta sólo
como un objetivo para acciones territoriales surgidas de los
actores litorales; también constituye un territorio propio,
que se inserta en un ensamblaje complejo, en una dispo-
sición que reúne variados lugares y dife.rentes áreas -al-
gunas territoriales, otras no--, todo lo cual está recorrido
por redes.
El mar de Antioquia es uno de los componentes de una
espuma espacial, en la que desempeña un papel central.
En efecto, en esta porción de espacio se encuentran opera-
dores espaciales de gran influencia y desafíos a la altura
de esa influencia: quienes se entregan a la recreación; los
turistas; las autoridades locales que se consideran admi-
nistradores del maná turístico; la sociedad productora na-
cional, que filma en ese escenario una emisión televisiva
muy lucrativa (Fort Boyard, que es un producto de expor-
tación); los ostricultores y los criadores de moluscos, sin
olvidar a los propios mariscos, que son actantes dotados
de un gran poder, como se demuestra cada vez que el sec-
tor tiene algún problema. De esta manera, las 100.000
hectáreas del mar de Antioquia están humanizadas en
continuidad y mucho más territorializadas que numero-
sas áreas rurales de las tierras interiores cercanas. Dado
que los litorales que lo bordean no son límites topológicos,
sino más bien líneas de transición entre territorios, el mar
de Antioquia y su entorno forman un horizont.

Una figura de ensamblaje

Según su tamaño, un territorio puede estar compuesto


por un conjunto que asocia en contigüidad sitios, empla-
zamientos, lugares, superficies, zonas y territorios de ta-
maño más pequeño, pero también puede haber áreas que,
aunque no sean territorios stricto sensu, contienen algu-
nos de ellos. Así, muchas de las áreas urbanas multicomu-
nales, definidas en Francia por el Institut National de la

121
1-'
t:-:l
t:-:l
UNA METRÓPOli
EN LA ENCRUCDADA

11 Espacio construido.
~ Comuna de Lyon.

IIJ Unidad urbana: conjunto de


una o vartas comunas que
presentan una continuidad
en la construcción (no hay
espadas de más de 200 m
entre dos edlñcadones), de
unos 2.000 habitantes por
lo menos.

LJ Área urbana: conjunto de


comunas unitarias, sin en·
dave, constituido por un
polo urbano y comunas en
Plas que el 40% de la po-
blación, por lo menos, tiene
empleo, ya sea en el polo o
en las comunas que resul·
tan atrafdas por ese polo.

o Industrias.

Slcm~

El ensamblaje espacial del Gran Lyon (INSEE, para Le Monde, 30 de noviembre de 2003, DR).
Statistique et des Études Économiques (INSEE) a partir
del examen de las estructuras sociales, las actividades y
las movilidades, y retomadas por los principales operado-
res institucionales del ordenamiento espacial, no pueden
ser consideradas territorios. Por lo general, faltan en ellas
las ideologías y los imaginarios territoriales (que se pue-
den manifestar, sobre todo, como la sensación que tienen
los individuos de estar insertos en ese territorio de refe-
rencia, y también se expresan mediante la cristalización
de las identidades territoriales, por la constitución de em-
blemas territoriales), como, asimismo, un verdadero esce-
nario comunicacional (una esfera pública específica) y «fi-
guras» políticas (candidatos locales capaces de constituii·-
se en voceros del conjunto geográfico) claramente identifi-
cables (Lussault, 2005).
Surgen, así, numerosas áreas geográficas compuestas,
recortadas y delimitadas por actores especializados en
estas operaciones: los geógrafos, los planificadores espa-
ciales, los urbanistas, los expertos en geopolítica o en geo~
economía, los periodistas, etc. En suma, todos aquellos ca-
paces de dar existencia, mediante el texto y la imaginería,
a espacios continuos que, sin ser ellos mismos territorios,
congregan, en particular, territorios.
El grabado de la página anterior constituye un ejemplo
interesante de esta «mostración» de un conjunto geográfi-
co compuesto. Es la reproducción de una infografía publi-
cada en Le Monde el 30 de noviembre de 2003, en uno de
los números de una serie dedicada a las grandes «metró-
polis» regionales que cambiaron el «rostro de Francia».
Cada «metrópoli» fue objeto de un trabajo en el cual se la
comparaba con las demás, en una puesta en escena homo-
génea de los polos urbanos, crisoles de las nuevas dinámi-
cas de las regiones. La imagen expone, aquí en lo concerc
niente al caso de Lyon, una buena organización del espa-
cio entre los siguientes componentes:
• La comuna de Lyon, el territorio de referencia (la ciu-
dad de Lyon), emblema del conjunto, en la medida en que
constituye su epónimo, signo de pertenencia colectiva de
cada uno a ese ensamblaje que configura el elemento de
atracción de las prácticas urbanas y las acciones políticas.
• El área de urbanización densa y continua, según el
INSEE, que excede -como se verá- sólo el perímetro de

123
la continuidad construida, lo cual se entiende, pues las
infraestructuras funcionales forman parte del espacio
denso y continuo. Hay allí una multicomunalidad de he-
cho, constituida en este mapa a partir del dictamen técni-
co, pero que recorta, aunque no sea explícitamente visible
aquí, una intercomunalidad de derecho. En efecto, existe
otro territorio político, encubierto: el de la comunidad del
conglomerado, «el Gran Lyon», que forma un segundo ob-
jeto territorial en vías de consolidación, poco a poco dota-
do de una imagen y un imaginario colectivo. Por otra par-
te, «el Gran Lyon» se beneficiaba con una mención publici-
taria al pie del mapa, publicidad que afirmaba: «El Gran
Lyon, un territorio al encuentro de sus ríos», y promovía
ordenamientos espaciales en curso, todos ellos a orillas de
los cursos de agua. Se afianzaba así la existencia de un te-
rritorio, espacio de proyectos e intervenciones, cuyo vector
de identificación propuesto a los habitantes era el del «pa-
trimonio» geográfico constituido por los ríos. Vuelve a
aparecer aquí el papel del imaginario geográfico, es decir,
el que remite a valores de una geografía primordial, de un
medio, en la ideología territorial. Mucho se necesitó para
que el proceso de territorialización del área comunitaria
concluyera, ¡aunque la primera comunidad urbana fue crea-
da en 1969! Prueba visual de esto: no obstante la impor-
tancia de las inversiones concretas de la comunidad en el
. ordenamiento urbano, su perímetro no figura en él mapa
-....:¡en 2003!- ni su nombre aparece en el informe. Este es-
pacio ya no es sólo un perímetro estadístico, pero tampoco
todavía, aun cuando su nombre aparezca en mayúsculas,
un territorio tan legítimo como el de la ciudad, y la falta
de imagen lo prueba.
• El área urbana, también en el sentido del INSEE,
que define el espacio ampliado de la influencia lionesa di-
recta. El mapa nos muestra una auténtica.área, si bien en
términos de viviendas y hábitats estaríamos obligados a
hablar de prácticas masivamente reticulares. En efecto,
vivir en los perímetros más alejados del área urbana, con
relación al centro referencial (por otra parte, el mapa nos
induce la ficción de un centro único, aun cuando ya vere-
mos que esta monocentralidad no es tal en la actualidad),
impone una movilidad basada en la utilización de redes
de comunicación.

124
Se podría agregar que esta imagen del espacio de Lyon
se abre a uno o dos territorios políticos o espacios y luga-
res más, que aquí no se han representado pero que mu-
chos lectores pueden utilizar, más o menos espontánea-
mente, para la comprensión del documento: el departamen-
to, la región, para los primeros espacios mencionados; la
colina de la Fourviere, el centro histórico, la Ópera de
Jean Nouvel, la Part-Dieu, la Ciudad internacional, las
Minguettes, la ciudad de Villeurbanne, Vaux-en-Velin,
etc., para los demás. Si bien su presencia gráfica es su-
bliminal, el texto del informe ilustrado por el mapa, de he-
cho, se refiere más claramente a ellos.
Estos diferentes espacios puestos en imágenes, que en·
su disposición forman una totalidad limitada, no se ha-
llan en una relación de encajonamiento jerárquico de es-
cala, del más pequeño al más grande, a pesar de lo que la
imagen y su epígrafe dejan ver. Es importante desechar
esta concepción clásica de la interespacialidad de encajo-
namiento, concepción que aún se suele imponer como una .
vulgata. Entre el territorio-Lyon, el espacio de continui-
dad de la edificación, el área de la comunidad de conglo-
merado (en vías de territorialización) y el área urbana (un
área de geógrafo experto y un espacio de prácticas en red),
las relaciones son las de la coespacialidad, una interac-
ción de espacios que ocupan una misma superficie. Un es-
pacio no se aloja dentro de otro mayor, como en el juego de
las muñecas rusas, sino que todos ellos forman un sistema
espacial abierto donde el todo contiene a la parte que con-
tiene al todo. Se producen así, más bien, incesantes juegos
de espejos y de correspondencias entre todos los espacios
aquí presentados; cada uno de ellos ya está presente en
los otros, contribuyendo a su definición y a su existencia.
Ello ocurre, por supuesto, con diversa intensidad. El
territorio de Lyon (y el «casi-personaje» que la ciudad for-
ma) «trabaja» intensamente los espacios del conglomera-
do, del área de urbanización densa, del área urbana. Ese
trabajo es, al mismo tiempo:
• cognitivo, pues Lyon cubre el pensamiento especiali-
zado y político;
• ideológico y normativo, pues Lyon es el referente
(elogiado y/o impugnado) de la ideología urbana dominan-
te y de la acción política;

125
• cultural y práctico, pues Lyon es el centro de grave-
dad del campo de valores de la ciudadanía local, es decir,
de esa constelación de valores que se manifiesta en las
prácticas y que contribuye a organizarlas;
• funcional, «práxico» y material, pues Lyon, en cuanto
objeto espacial de fuerte capital urbano, cuenta con un
elevado potencial de institución de los funcionamientos
sociales, económicos, espaciales. Los operadores de los otros
espacios siempre tienen que vérselas con ese elemento de
atracción, y ese «vérselas» es constructor de disposiciones
espaciales materiales.
Sin embargo, esta influencia del «territorio» de Lyon
(ese trabajo de actantes, espacios, funciones, ideas, actos)
sobre las otras áreas va acompañada, a cambio, de la in-
fluencia cada vez más marcada de estas sobre Lyon, sobre
sus operadores políticos, sus habitantes, muchos de los
cuales, por ejemplo, frecuentan los importantes agrega-
dos de centralidad comercial de los espacios periféricos.
Por ello pienso que esta visión de los territorios encajo-
nados es inexacta. Ella es, al mismo tiempo, poderosa y
·activa en el seno de las ideologías espaciales, y esta carto-
grafía experta da testimonio de ello, a su manera. Nos
permite comprender, asimismo, cómo los «especialistas»
del espacio pueden dar existencia con exquisita eficacia a
áreas no territoriales, y contribuir, mediante las figura-
. ciones, a su difusión y, por eso mismo, a mantener su ca-
pacidad de performance social y política.

Un espacio topológico: la red


La red se caracteriza, por su parte, como lo inverso del
área. En cuanto espacio de la discontinuidad, reemplaza
la conexidad por la contigüidad: a la métrica topográfica
del territorio le responde la métrica topológica de la red; a
la ideología espacial de lo continuo la enfrenta la de lo dis-
continuo, la del estallido, que configura la reticularidad.
Existen, evidentemente, ideologías espaciales -en lo que
a esto respecta, repartidas entre los geógrafos y los opera-
dores políticos- que tienden a conferirle a un espacio los
rasgos de una red: la de las redes de la ciudad, por ejem-

126
plo, o la de las redes del transporte, o de la comunicación.
Para proseguir con lo desarrollado antes, vale aclarar
que, contrariamente al lugar y al territorio, el espacio-red
bien puede existir plenamente en cuanto tal para un solo
individuo-productor que goza de la exclusividad de una
configuración organizada a su medida, como lo demuestra
el caso de las innumerables espacialidades reticulares de
los habitantes de la ciudad, todas ellas comparables pero
nunca semejantes. Una misma noción recubre así la ver-
sión social y la versión individual del espacio-red.
Otra diferencia esencial, la significativa indefinición
del límite de la red -por otra parte, ¿acaso la noción de lí-
mite no demuestra ser aporética cuando se trata de la-
red?-, sustituye a la relevancia del límite que configura
el lugar o el área. La red es una totalidad ilimitada pero
no infinita, puesto que una red tiene extremos, más allá
de los cuales deja de existir, como lo sabe bien cualquier
usuario del transporte colectivo. Esta finitud no se actua-
liza bajo la forma de una línea de separación entre un es-
pacio y otro. La red es un espacio abierto, mientras que el
lugar y el área son espacios «cerrados». Esto da un sentido
muy diferente a las nociones de interior y exterior. En lo
que concierne al lugar y al área, resulta bastante fácil de-
finir una posición de interioridad o exterioridad para toda
realidad social, que puede así estar contenida o no estarlo. ·
Esta operación elemental y fundamental es mucho más
delicada y ambigua en el caso de la red.
Como se sabe, los Estados territoriales y, a fin de cuen-
tas, todas las colectividades muy territorializadas han ju-
gado, para bien y a menudo para mal, con esta facilidad
de inclusión y exclusión. Sin duda, no es casualidad que
una gran cantidad de teóricos (geo)políticos hayan hecho
de la relación de las «comunidades» con su «suelo natal»
una clave de su sistema, una apología del territorio, de
sus fronteras, un rechazo del afuera, de lo que circula y
gira alrededor de los límites del área de identidad, la que
importa defender.
Al respecto, cabe tener en cuenta el ejemplo de Carl
Schmitt. Un libro de Reinhard Mehring (2001) muestra
claramente los fundamentos ideológicos de la obra de Carl
Schmitt y, en particular, el sustrato que constituyen en
ella el antisemitismo y el antiliberalismo. El judío y el

127
capitalista liberal (los dos se ven asociados en la gran
tradición antisemita) son considerados por Schmitt los
enemigos más irreductibles del Estado territorial fuerte,
del cual aquel, en Le nomos de la terre, tanto destacaba su
desaparición como deseaba su restauración. Schmitt re-
chaza al judío y al capitalista porque son los actores de re-
des desterritorializadas, redes que escapan a la influencia
de las totalidades limitadas, de los territorios basados en
el «suelo» y en el «pueblo», lo cual mina sus bases. Son re-
des financieras, de circulación difícilmente controlable de
hombres, mercaderías, ideas, culturas. La diáspora cons-
tituye la figura emblemática de la red social y espacial, y
sigue siendo hoy execrada por todos los partidarios de las
ideologías territorialistas de fuerte dimensión identitaria.
Esas ideologías, lamentablemente, no dejan de ser influ-
yentes y se aplican a conjuntos territoriales de variadas
escalas: desde el «barrio», territorio que se debe marcar y
defender; hasta el área religiosa y cultural, concebida en
forma abstracta y elevada a la categoría de metaterrito-
rio, cuya identidad, integridad y valores trascendentales
· declarados hay que garantizar (pensamos en todos los
poderosos imaginarios que dan fundamento a los discur-
sos sobre el ineluctable choque de civilizaciones y que
siempre se apoyan en la territorialización como base para
la identidad de las «culturas»), mediante la renovación de
los nacionalismos de todo pelaje. Todos confluyen en la de-
nuncia de lo que es alógeno y/o no asignable a un ten·ito-
rio, en el rechazo de lo reticular.
La red escapa a la lógica simple de la inclusión y la ex-
clusión, en cuanto está abierta a su siempre posible pro-
longación. Mientras que el área, para ser tal, requiere un
recorte y una clausura, la red necesita extenderse para
·ser en verdad una red. Esta falta de delimitación constitu-
tiva es una de sus características primeras y predominan-
tes, que fundamenta su estatus de espacio específico.
Las sociedades contemporáneas, por la importancia
esencial que les confieren a las movilidades, resultan cada
vez más marcadas por los espacios en red, por las métri-
cas topológicas y las conexidades. Sin embargo, el desa-
rrollo de las redes no ha acarreado la desaparición de los
lugares y las áreas (y menos aún de los territorios), que in-
cluso se multiplican a medida que las sociedades se vuel-

128
ven más complejas. En efecto, estas últimas organizan
cada vez más los espacios, producen sin cesar lugares y
áreas tanto como redes, y por ello se puede estimar que los
espacios van dejando de ser simples superficies. De este
modo, la espacialización de las sociedades se consolida, en
el sentido de que estas organizan cada vez con más vigor
(y la ayuda de tecnologías que se superan día tras día, en
particular las del control, la regla y la norma) sus disposi-
tivos espaciales.
En apariencia, las superficies que dibuja una red, los
entramados que delimitan las líneas y los puntos, están
«vacíos», mientras que en un área la superficie está «ple-
na» de realidades sociales contiguas. De modo tal-el fe-·
nómeno parece evidente--, el entramado de una red pue-
de ser un área. Un nodo de la misma red es con frecuencia
un lugar, pero también puede ser un área: todos van, pues,
a inscribirse en la fisiografía de la red espacial. 14 Esas
áreas y esos lugares -con todos los diferentes géneros
que es posible considerar- no dejan de estar atravesados .
por redes de mayor tamaño, donde las líneas y los nodos
se pueden alojar. También incluyen frecuentemente, co-
mo uno de sus componentes, espacios en red de menor ta-
maño. Esta inserción es, por ejemplo, la del espacio para
el tránsito habitual de peatones en un área residencial,
que se organiza en una retícula de puntos unidos por lí- ·
neas. O también la de la práctica urbana de un individuo
en Lyon que compone un espacio de configuración reticu-
lar, pero que está inserto en el área que presentaba el ma-
pa antes estudiado. Bien se advierte, entonces, que el lu-
gar, el área y la red están articulados, y que en el proceso
de organización espacial de las sociedades los operadores
los disponen como elementales «ladrillos» de estructura-
ción, que permiten la disposición de los espacios huma-
nos. Por consiguiente, el espacio geográfico contemporá-
neo no puede ser reducido a una figura reticular. Se ad-
vierte, entonces, la importancia del trabajo de Peter Slo-
terdijk. Insistir en la espuma que forma el espacio es ne-
garse a reducirlo a la seca geometría de la red y reconocer

14 Desde este punto de vista, suscribo la críticas de Peter Sloterdíjk,


quien les reprocha a los partidarios del concepto de red que omitan que
los puntos de una red son espacios propios, al igual que las líneas.

129
la complejidad de su organización, los diferentes planos
de composición de un conjunto que evoluciona sin cesar.

Formar paisaje
Llegados a este punto, algunos lectores podrán asom-
brarse de que no me refiera al paisaje, que para muchos
constituye, sin embargo, el-objeto de conocimiento por ex-
celencia del geógrafo y, por consiguiente, uno de los prin-
cipales temas del discurso geográfico. Pues bien, quiero
adelantar que el paisaje no se refiere al mismo tipo de rea-
lidad espacial que el lugar, el territorio o la red, sino que
guarda mayor relación con el desarrollo que involucra lo
visual (Cosgrove, Daniel, 1989).
El paisaje configura una disposición material particu-
lar, que recorta las tres especies de espacios fundamenta-
les -ya sea más pequeño, más grande o lateral-, pero,
sobre todo, no es tanto un espacio particular al que se po-
. dría dotar de características específicas de métrica, escala
y sustancia, sino más bien un «punto de vista» sobre los
espacios dispuestos. Al respecto, es preciso volver al ori-
gen del sentido de la palabra, el cual, si nos remitimos al
Trésor informatisé de la langue franr;aise, se remonta a
1573: «Extensión del país que la mirada puede abarcar en
su conjunto». Esa palabra se difundió para caracterizar
algo que había nacido en el mundo de la representación.
Fue, en efecto, la pintura la que en Occidente se convirtió
en el campo (social, sensible y técnico) de invención del
paisaje. Yves Lacoste ha demostrado que en Europa debió
transcurrir mucho tiempo para pasar del gusto estético
· por el paisaje mítico o alegórico, presente en los cuadros,
al interés que comenzó a despertar (en los geógrafos, lue-
go en los militares, y poco a poco, a partir del siglo XIX,
también en los turistas, cada vez más numerosos) el pai-
saje como dispositivo material y social (Lacoste, 1990).
Cabe señalar que en China el paisaje se impuso más tem-
pranamente, como también lo demuestra el arte pictórico,
y que no todas las sociedades fueron paisajistas, es decir,
no se caracterizaron por ese modo de representación espa-
cial de las realidades sociales. Augustin Berque (1995) de-

Cl!:N.r.Ro DE DOCUMENTAClCi,if
130 INSTITUTo DE ESTVDiog¡
REGIONALES
ONIVli:RSlllAD !}Ji: A r.;';;. ..•.
~-
, . , ·.
......
finió cuatro criterios para la existencia del paisaje en una
sociedad:
1) representaciones lingüísticas, es decir, uso de pala-
bras para expresar el paisaje;
2) representaciones literarias, orales o escritas, que
cantaran o describieran las bellezas del paisaje;
3) repre§lentaciones pictóricas, es decir, empleo de imá-
genes para ver el paisaje;
4) representaciones de jardinería, que denotan una
apreciación artística de la naturaleza.
Según Berque, hubo en la historia dos sociedades pai-
sajistas: la china, a partir de la dinastía Song (960-1279),
y la europea, a partir del siglo XV. El paisaje es, pues, un·
género cultural, cuya existencia depende de la manera de
ver las cosas y de reunirlas en un dispositivo espacial pai-
sajístico muy particular.
El punto de vista por el que cobra existencia el paisaje
es diferente del que permite captar la organización del es-
pacio -que proponemos pensar a partir del trío: lugar,
área, red-. El punto de vista sobre la organización es
siempre relativamente cenital, llevado a la abstracción, y
se emblematiza mejor en el mapa. El punto de vista paisa-
jístico, por su parte, es ante todo el de una mirada sensi-
ble: la del actor espacial, el individuo que mira una frac-
ción del espacio de manera horizontal o, mejor aún, obli-
cuamente, cuando se halla en un punto elevado o en con-
trapicado: por ejemplo, vista de las cumbres desde el pie
de un macizo. Se trata de dos arquetipos de la mirada
paisajística, que son también las miradas del turismo y de
los descubrimientos. Esto no debe sorprender, pues el tu-
rismo fue y sigue siendo un campo de elección para la con-
figuración de la sensibilidad paisajística y para la cons-
trucción de paisajes, a partir de las formas codificadas por
la pintura.
Estos códigos del buen paisaje han sido retomados, mo-
dulados, difundidos, y continúan siéndolo, por las guías de
turismo, sobre todo las más populares, que se ocupan muy
especialmente de identificar, calificar y recomendar her-
mosos paisajes, en particular aquellos que se pueden cap-
tar desde alguna elevación del terreno. La panorámica es,
pues, el paisaje por excelencia, cuyo predominio se puede
comprobar en la mayor parte de los medios de comunica-

131
ción visuales, incluido el cine. Desde un punto elevado,
eventualmente con el auxilio de un marco de orientación
-herramienta esencial para la configuración de la mira-
da paisajística-, se puede obtener una vista de conjunto
de una extensión (urbana o, mejor, «campestre» o, mejor
todavía, «natural», puesto que el paisaje más hermoso en
nuestro universo cultural es, por lo común, natural, o sea,
el que está poco influido, en apariencia, por la presencia
humana), que es así transformada por esa mirada en pai-
saje. En cambio, desde un avión, al mirar por la ventanilla
sólo se ve el espacio organizado, que no «forma» paisaje
porque falta lo esencial: esa manera específica de ver.
Por su parte, Alain Roger, en su Court traité du pay-
sage (1997), destaca la diferencia entre pays* y paysage. A
partir del resultado de investigaciones que dan cuenta de
cierta indiferencia de los «campesinos» [«paysans»], de los
agricultores, ante los paisajes propios de la tierra que ocu-
pan y trabajan, Roger postula que un «pays» 15 sólo se con-
vierte en paisaje mediante una operación: la artializa-
ción. Esta artialización (la fabricación de un artificio pai-
sajístico) puede surgir de un trabajo in situ -lo que hacen
los jardineros, los paisajistas, los artistas delland art,
etc.- y/o depender de mediaciones, como la de los mode-
los visuales -pinturas, cine, fotografías- o textuales,
que estructuran la cultura de determinado grupo social
. en materia de paisaje.
· El paisaje es, pues, una fracción de espacio preparada
que en la práctica se convierte en paisaje para un indivi-
duo o un grupo que la mira. Ese individuo o ese grupo
vuelven a hallar en la disposición que contemplan, en de-
terminado momento, las formas canónicas, los modos de
disposición espacial, de las realidades sociales que son
teconocidas en cuanto forman paisaje, al que se le puede
aplicar un juicio normativo según la escala de valores vi-
gente en la sociedad. Los actores reconocen en una «esce-
na» espacial un paisaje que puede haber sido construido

*En este caso se hace referencia a lo que en español podríamos defi-


nir como «pequeña porción de territorio rural)) (ver supra, pág. 116). (N.
del T.)
15 Es decir, para Roger, el lugar donde se vive, que para mí correspon-

de a lo que defino como espacio organizado de la vida cotidiana, que no


necesariamente es un pays, tal como yo lo entiendo.

132
para ser tal (por operadores con categoría de arquitecto o
paisajista) o que es sentido como tal, aunque el espacio no
haya sido formado a propósito para ello y ni siquiera sea
aprehendido eventualmente así por todos los individuos.
Para que se produzca ese reconocimiento es necesario
que los códigos paisajísticos sean integrados por los acto-
res. Es entonces cuando vuelve a apreciarse la importan-
cia de la mediación visual, dado que el paisaje existe, ante
todo, en y por la imaginería, bajo la forma de tipos-ideales
que se actualizan en numerosos casos, ellos también pues-
tos en imágenes, en las revistas dedicadas a los descubri-
mientos, por ejemplo. Se advierte una gran economía se-
miótica, pues el paisaje aparece como una representación·
georreferenciada, es decir, remitido a una posición en el
espacio que por lo general articula varios planos. Esta
representación permite la localización de los objetos dis-
puestos y comporta casi siempre una dimensión estética.
El buen paisaje es, muy a menudo, un bello paisaje: la
belleza es el patrón del gradiente de calificación de la ca- .
lidad paisajística. Esta economía semiótica, variable se-
gún las culturas -aunque en la actualidad, a partir de la
mundialización, se observa cierta estandarización del gé-
nero paisajístico-, circunscribe el campo del paisaje y
constituye una matriz práctica que les permite a los acto-
res identificarlo. Esta matriz otorga, en particular, la ca-·
pacidad de dominar las técnicas de mirada necesarias, los
puntos de vista más convenientes, los juegos de referencia
culturales; en suma, aquello que asegura que el paisaje
sea aprehendido y que todos esos componentes sean «com-
prendidos» por la visión de un individuo.
Por consiguiente, el paisaje remite, a mi juicio, más bien
a la espacialidad, dado.que pone de manifiesto una capa-
cidad de los actores para captar en sus prácticas el espacio
en forma de paisaje. Cuando un espacio forma paisaje pa-
ra un operador, este interactúa entonces con aquel y en-
cuentra allí estímulos para la acción, un soporte para los
juegos de lenguaje y las prácticas. El paisaje es, así, uno
de los motivos del hábitat humano, una unidad de sentido
identificable que hace que el mundo de la acción sea com-
prensible para un actor, aquello que Augustin Berque lla-
maría geograma, cuando las tres especies de espacios son,
más bien, los esquemas estructurales de la organización

133
de ese hábitat, sobre la base de los cuales se pueden com-
poner los motivos.
Planteado esto, se podría afinar el análisis y proponer
variaciones paisajísticas a partir de las formas visuales tí-
pico-ideales presentes en nuestra sociedad y de las moda-
lidades específicas de lectura que sugieren. En efecto, es
posible distinguir el paisaje-panóptico, donde todo se pue-
de captar con un golpe de vista, después de una fase de
eventual desciframiento; el paisaje-panorama, caracteri-
zado por el necesario desplazamiento de la mirada, que
abarca poco a poco la totalidad, renuente a una sola visión
de conjunto; el paisaje-movimiento, cada vez más impor-
tante, pues está vinculado con la promoción de la relación
visual cinética acelerada, que ya he presentado. El pai-
saje-movimiento -hoy voluntariamente organizado, por
ejemplo, por los operadores de los grandes emprendí-
mientas viales o ferroviarios- se caracteriza por el conti-
nuo desplazamiento de la secuencia paisajística ante el
observador, quien, aunque esté en movimiento, parece un
punto fijo.

Del espacio a la espacialidad

Genérico/ específico: dos registros espaciales


de las sociedades

La evolución actual de los espacios en las sociedades


resulta bastante paradójica. En efecto, la modernidad se
ha manifestado mediante una verdadera estandarización
de las disposiciones espaciales. Y lo mismo sucede, a la
vez, con la evolución de las formas arquitectónicas y espa-
ciales, con los materiales utilizados para producir esas
formas: configuraciones, en todas las escalas, impuestas
para componer los espacios contemporáneos (los de lo ur-
bano, en primer lugar, pero también los de los grandes es-
pacios recreativos, campestres), ya sean lugares, áreas o
redes. Este proceso acompaña al de la zonificación, que
concluye en la separación espacial de los grupos sociales y
las funciones, y, por lo tanto, en la definición de límites es-

134
trictos entre entidades espaciales que se tiende claramen-
te a recortar.
Así, al observar las cosas desde una escala global, el es-
pacio se vuelve «liso» (para transponer la noción de Gilles
Deleuze y Félix Guattari, 1980) y cada entidad espacial
pasa a ser estrictamente comparable con otra del mismo
género. Como se sabe, Marc Augé (1992) había intentado
traducir ese fenómeno mediante la noción de no-lugar,
para designar los «lugares» perfectamente intercambia-
bles (aeropuertos, grandes centros comerciales) en todo el
mundo. Sin embargo, en mi opinión, la ausencia de singu-
laridad de un lugar x con relación a un lugar y no significa
que no sea un lugar, sino que se inserta en una familia de-
lugares genéricos -observación válida también para las
áreas y las redes-. Así, sería más exacto señalar que·el
lugar xl es semejante al lugar x2, que ambos pertenecen
al conjunto genérico de lugares X (xl, xn) -en nuestro
caso, por ejemplo, el conjunto de grandes aeropuertos- y
que sus caracteres constitutivos se pueden enunciar de _
manera que un lugar cualquiera xn pertenezca al conjun-
to X si, y sólo si, esos caracteres se hallan en él.
Me parece que abordamos aquí un punto esencial para
aprehender el mundo espacial contemporáneo. El arqui-
tecto Rem Koolhas fue uno de los primeros en poner de
manifiesto correctamente esta promoción del espacio ge-
nérico, como una de las características esenciales de la
(pos)modernidad. En la noción de «genérico» se enlazan
las exigencias económicas de estandarización de la pro-
ducción y las exigencias sociales de normatividad de los
espacios y las prácticas, cada vez más sujetas al marco de
las reglamentaciones de seguridad, en las que abundan
las prescripciones de los buenos usos sociales, aunque no
sean explícitas, pues suelen camuflarse bajo el vocabula-
rio técnico.
Resulta fácil demostrar que los espacios están someti-
dos en forma creciente a los principios de una gramática
generativa caracterizada por el dominio de algunos es-
tándares, replicados ad libitum en comarcas que se mul-
tiplian y cubriendo ahora funciones antes diferenciadas
bajo el mismo paño de lo uniforme. 16 De este modo, los
lG Esto es así aunque la cantidad de materiales y principios formales
utilizados en el marco de los estándares constructivos tiende a aumen-

135
grandes hoteles, los aeropuertos, las estaciones ferrovia-
rias, los museos, los centros comerciales, los espacios des-
tinados a la recreación, resultan cada vez más comunes,
intercambiables, identificados sólo por coordenadas «geo-
gráficas», no tanto las de su localización, sino las de supo-
sición -por ende, las de su inserción en cuanto nodo en
una red-. El repertorio de configuraciones constructivas
parece hoy relativamente restringido, lo cual es, en opi-
nión de algunos, testimonio de un movimiento de empo-
brecimiento de la diversidad espacial de conjunto en la so-
ciedad global.
Sin embargo, paralelamente a este auge del poder del
orden genérico, no cabe duda de que, si bien su repertorio
es restringido, su combinatoria de detalle es casi ilimita-
dá. Además, aumenta la cantidad de espacios de todo ta-
maño organizados y ordenados espacialmente, sobre todo
a causa de la urbanización, mientras se mantienen y a ve-
ces se restauran los espacios más antiguos. Como conse-
cuencia de ello, el espacio resulta a la vez liso y genérico,
considerado en sus grandes principios de organización, y
·aparece cada vez más salpicado, modulado, diferenciado,
partido, estriado, recortado, cuando se lo observa más
atentamente.
Por su parte, las actividades espaciales de los operado-
res muestran, asimismo, una infinita variedad, puesto
que cada uno, como veremos, dispone su espacio práctico
en relación con las necesidades de su acción. Se compren-
de, entonces, que el trabajo del geógrafo consista, al mis-
mo tiempo, en localizar los órdenes genéricos de la insti-
tución espacial de las sociedades, órdenes que constituyen
el potencial espacial de una sociedad, y las modalidades
específicas de realización -de actualización- de ese po-
. tencial que reviste cada dispositivo situado. Es, en ver-
dad, un vasto programa.
Esta observación permite desplazar el análisis de la
cuestión del espacio a la del juego de los individuos y los
operadores con el espacio, a mi juicio, más apasionante.
La comprensión de la espacialidad, que será objeto de la
parte siguiente del libro, se debe apoyar en la teoría del

tar incesantemente. La estandarización genérica puede así ir acompa-


ñada de una multiplicidad de opciones específicas posibles.

136
espacio en la medida en que constituye un recurso de los
actos de los operadores. Así, mediante sus prácticas, un
actor estructura y da existencia a una configuración plu-
ral de escala múltiple, que interactúa al mismo tiempo con
el sitio, el lugar, el territorio y la red. En efecto, ese indi-
viduo tiene diversos polos de experiencia espacial, sitios,
lugares y/o territorios, separados, a veces claramente; las
separaciones, los hiatos, marcan una discontinuidad: la
de la red. El todo se organiza en una forma abarcadora
que es parte y procede de la asociación de los tres tipos de
espacios; esto es lo que recojo de la noción de «espuma», de
Sloterdijk. En forma paralela, pienso que la mayor parte
de los actores discriminan, intuitivamente, bastante bieri
esos tres tipos. En efecto, las investigaciones demuestran,
por lo general, que los individuos son muy sensibles a las
cuestiones de continuidad y discontinuidad que impreg-
nan fuertemente la vivencia espacial, así como al proble-
ma de la distancia y la escala, y se muestran muy atentos
a las ideologías y los valores espaciales, que contribuyen
en gran medida, como se ha visto, a especificar un espacio.
Los actores no confunden lo que pertenece al orden del lu-
gar, lo que remite al área y lo que encuadra de la red, aun-
que para discriminarlo empleen léxicos diferentes a los de
los especialistas.

137
Segunda parte. Hacer con el espacio
3. La operación espacial

Una primera definición común del término espaciali-


dad lo considera un simple descriptor del aspecto espacial
de un fenómeno (o sea, por lo general, en el sentido de la
distribución geográfica de este): la espacialidad delco-
mercio, por ejemplo, es así pensada como la forma de des-
pliegue de esa actividad en el espacio geográfico. Una se-
gunda manera sencilla, menos elemental, de definir la es-
pacialidad consiste en afirmar que alude al hecho de que
todo objeto social tiene una dimensión espacial. Esta no es
reductible únicamente a la localización, ni siquiera a los
efectos de la posición relativa de una realidad social con
relación a otras, pues importa considerar las cuestiones
de genealogía y expresión de esta espacialidad bajo sus
múltiples formas ideales y materiales. Si se adopta esta
definición, la espacialidad de un conjunto de viviendas en
una organización urbana se convierte en un fenómeno
complejo, que se desplaza del sistema de producción de
bienes raíces e inmobiliario a las estrategias del querer-
habitar de los individuos, a través de las políticas públi-
cas del hábitat. El todo engloba muy variados espacios de
métricas, escalas y sustancias.
No me atendré a estas primeras denotaciones, sino que
háré de la palabra un descriptor del conjunto de relacio-
nes de los operadores (es decir, cualquier instancia, cual-
quier individuo o grupo que realice una operación espa-
cial) con el espacio, aquí concebido como un recurso mate-
rial e ideal para los propios operadores. Este recurso pone
de manifiesto el hecho de la distancia: los operadores no
advierten forzosa ni explícitamente toda su riqueza, sino
que hacen de por sí uso del espacio-r~curso en sus accio-
nes, puesto que ninguna acción es a-espacial. Esta defini-
ción «fuerte» implica reconocer la pertinencia de dos pos-
tulados que presentaré detalladamente en este capítulo.

141
Tras ello analizaré, en los dos capítulos siguientes, situa-
ciones espaciales que darán un panorama más preciso so-
bre el modo en que se puede considerar la captación de la
espacialidad.

Los humanos y los no-humanos:


pequeña presentación de los operadores
de la espacialidad
Primer postulado: se debe tomar en serio la acción de
todo operador, por ínfimo que sea, y abordar sistemáti-
camente ese campo de actividad, en cuanto esta organiza
la espacialidad humana. En esta materia, y de manera
muy prosaica, si se desea hacer inteligible la actividad es-
pacial de los operadores, no se puede sino reflexionar sobre
el estatus y las características de las instancias que reali-
zan la acción. Ese problema está en el centro del proyecto
de conocimiento de las ciencias sociales, como lo señalaba
Jean-Michel Berthelot, según el cual las ciencias sociales
«son llevadas, en su espacio propio, a problematizar formas
de interacciones entre actantes, sea cual fuere el nombre
que se les dé (agentes, actores, locutores, fuerzas sociales,
incluso institución)» (Berthelot, 2001, pág. 13).

El actante o el operador genérico

Presentaré una serie, la de los grandes tipos de opera-


dores espaciales (Lévy y Lussault, 2000), sintetizada en el
esquema de la página siguiente, que permite adoptar un
Íéxico relativamente claro y estable.
En la parte superior de la red semántica representada
en el esquema ubico el término actante. 1 Se trata de la ex-
presión más general que designa una realidad social cual-
quiera (por lo tanto, no necesariamente a una persona)
dotada de la capacidad de contribuir a la organización y la
dinámica de una acción individual y/o colectiva. En suma,

I Transpongo el concepto de la semiótica estructural (Greimas, 1983),


inspirándome en el uso que de él hace Bruno Latour (1989).

142
se refiere a toda entidad definible y distinguible, activa en
un proceso social, que opera actos. Esta capacidad carac-
teriza a los actantes y los erige en operadores de la reali-
dad social. A veces, el término «operador» es preferible a
«actante», y por ello lo utilizo-cómo sinónimo.
Actante u operador

Humano
1 1 Híbrido No-htunano
! Casi · ! peraonni• o l simple protngo!ÚJlta !
Individuo Colectivo Disposición Operadores Artefactos,
(o:rganiuu::l6n. espacial vivos objetos
ínstituci6n, (paisaje; objeto · (animales,
asoc:iaci6n, etc.) técnicos
espacial! etc.) virus, etc.)

! 1
Actor Agente

La sociedad incluye innumerables actantes, cuya can-


tidad y calidad evolucionan incesantemente. Así, no hay
nada que nazca actante en virtud de la realización de una
esencia inmutable y eterna; un actante adviene a la exis-
tencia social en razón de un contexto que impone su adve-
nimiento. Por lo tanto, un actante es siempre circunstan-
cial. Una vez que se somete a la prueba de la sociedad y de
sus dinámicas, un actante manifiesta competencias y ca-
pacidades (construidas y adquiridas, en su mayor parte,
en el propio juego de la interacción y de lo que esta exige),
y puede estar dotado, por sí mismo o por los demás, de una
esencia, es decir, de un discurso de ficción que esencializa
y naturaliza competencias pragmáticas adquiridas al ca-
lor de la acción.
La palabra actante tiene la ventaja de que no limita el
análisis a los seres humanos. Los no-humanos constitu-
yen posibles actantes: los animales domésticos, por cierto,
así como los animales salvajes, pero también el virus del
sida o el del SRAS (cf. infra), el bacilo del ántrax, 2 el geno-
ma, el agujero de ozono, la inundación, el Monte Blanco o

i El propio hecho de que esta designación se haya impuesto en Fran-


cia, en el otoño de 2001, como en otras partes, cuando el término médico
reconocido es «carbón>>, constituye un indicador de esta construcción de
un actante a favor del episodio de «bioterrorismo>> en Estados Unidos.

143
el Everest, París, Nueva York, Bombay o Kandahar, in-
cluso la penillanura posherciniana, el devastador tsuna-
mi del sur de Asia, etc. En ciertas condiciones sociales y
dentro de ciertos grupos sociales más o menos vastos, to-
dos ellos son actantes que operan actos que implican, co-
mo reacción, actos de otros actantes. No necesariamente
hay que entender por no-humano algo que esté fuera de la
sociedad, inmundo, in-humano: los no-humanos son de-
signados y construidos como tales por los humanos. Son
siempre estos los que definen los límites que los separan
de lo que es exterior a ellos, al mismo tiempo que elaboran
todos los procedimientos de captación de los no-humanos
por el hombre. En consecuencia, siempre hay una parte de
humanidad en las operaciones no-humanas.
A veces, esos actantes no-humanos, por el hecho mis-
mo de las acciones en que se inscriben, son provistos por
otros operadores -humanos y, por lo tanto, dotados de
competencia enunciativa, una ventaja comparativa enor-
me- de una especie de carácter: casi personificados, se
transforman entonces en «casi-personajes». Esos casi-per-
sonajes no son únicamente objetos de los que se habla en
el discurso y sobre los que se actúa, sino también sujetos
que hablan y actúan en los discursos. Esto puede compro-
barse con facilidad, pero sólo merced a un análisis de los
lenguajes de la acción, en los que se revelan figuras de es-
tilo que no engañan: «La ciudad de París ha decidido ...»,
«El virus del sida coloniza entonces ...»,etc. Esos procedi-
mientos, esas formas de enunciación que nacen espontá-
neamente, sin que aquellos que las enuncian suelan pres-
tarles atención, demuestran que los actantes se trans-
forman en casi-personajes, a menudo dotados de figuras
que los exponen socialmente, es decir, con un corpus ico-
nográfico que los hace visibles, que les da una forma com-
parable a la del «cuerpo» del casi-personaje (cf. infra).
Desde este punto de vista, sin duda resulta útil distinguir
entre los operadores no-humanos simples (que operan, y a
los que propongo denominar protagonistas, empleando
aquí una palabra genérica y neutra) y los actantes casi-
personajes, que están muy cerca del estatus de un opera-
dor humano.
Los actantes también pueden ser totalmente inmate-
riales. En efecto, grandes ideas, grandes principios, con-

144
ceptos (Dios, la igualdad, la equidad, el progreso, pero
también el tejido territorial continuo, el periurbano, el ru-
ral, o incluso abstracciones personificadas, como el cam-
pesino, el ciudadano, el holgazán, etc.), son incuestiona-
bles actantes posibles de relatos colectivos, según las cir-
cunstancias sociales. Sus potencialidades de acción son
enormes e inciden, en particular y a modo de ejemplo, en
los relatos de las políticas territoriales, tema que aborda-
ré más adelante.
En numerosas situaciones, los actantes constituyen
compuestos híbridos, colectivos de humanos, de no-huma-
nos, de ideas, de casi-personajes, de cosas. Recordemos,
por ejemplo, las grandes instituciones (el Estado) y las or-
ganizaciones complejas. Allí, el término «actante» remite
a un operador global que luego se puede encarnar, en cier-
tas circunstancias de acción particulares, en actores bien
identificados y/o en actantes no-humanos particulares.
Por su parte, los objetos materiales, los artefactos, se re-
velan, asimismo, como actantes posibles, en sociedades
como las nuestras, donde la cantidad y la sofisticación de
tales objetos aumentan. Pensamos, por cierto, en las má-
quinas que se comunican, a veces casi personificadas:
cualquier investigación permite ver que hasta el objeto
más trivial e insignificante constituye potencialmente un
operador de temible eficacia.
Volveré sobre el tema.

LA INTERVENCIÓN SOCIAL DE UN ACTANTE ESPACIAL:


EL CORONAVIRUS DEL SRAS

16 de noviembre de 2002. El primer caso de «neumopatía


atípica», parecido a una especie de gripe, se presenta en la
ciudad de Foshan (provincia de Guangdong), en China. El
caso recién será identificado en abril del año siguiente.
10 de febrero de 2003. La oficina de la Organización Mun-
dial de la Salud (OMS) de Beijing recibe un alerta que des-
cribe una curiosa enfermedad contagiosa, que por entonces
habría matado a más de 100 personas en la provincia de
Guangdong, en el lapso de una semana.
11 de febrero. El Ministerio de Salud chino anuncia oficial-
mente una epidemia de síndrome respiratorio agudo, con
300 casos y 5 decesos.

145
21 de febrero. Un médico de la provincia de Guangdong lle-
ga a Hong Kong y se instala en el noveno piso del hotel Me-
tropole. Se sabrá después que había atendido a pacientes
afectados de neumopatía atípica antes de abandonar China
continental. Tiene que ser hospitalizado al día siguiente de
su llegada a Hong Kong y fallece el4 de marzo. Fue el vector
de difusión topológica de la epidemia.
23 de febrero. Una turista de setenta y ocho años procedente
de Toronto se aloja en el hotel Metropole. A su regreso a Ca-
nadá se reunirá con su familia.
26 de febrero. Un hombre de negocios chino-norteamericano
es ingresado al hospital francés de Hanoi (Vietnam): se
sabrá que había viajado por la provincia de Guangdong y
que se había alojado en el noveno piso del hotel Metropole
de Hong Kong.
1 de marzo. Un primer integrante del personal del hospital
francés de Hanoi es afectado por la neumopatía atípica, y
una mujer de veintiséis años es ingresada a un hospital de
Singapur: se averiguará que también ella había estado en
Hong Kong, alojada en el noveno piso del hotel Metropole.
5 de marzo. Cinco integrantes de la familia de la turista ca-
.nadiense contraen la enfermedad.
8 de marzo. Un hombre de negocios que había viajado por la
provincia de Guangdong experimenta síntomas respirato-
rios y es hospitalizado en Taiwán.
12 de marzo. Se declaran 42 casos de neumopatía atípica en
el hospital de Hanoi. El primer enfermo identificado es tras-
. ladado a Hong Kong, donde muere. La OMS emite un bole-
tín de alerta. La causa de la enfermedad sigue siendo desco-
nocida.
15 de marzo. La enfermedad es bautizada con el nombre de
síndrome respiratorio agudo severo (SRAS) por la OMS, que
multiplica los consejos y las recomendaciones sobre vigilan-
cia y control. Se identifican 100 casos en Hong Kong, 16 en
·singapur, 7 en Canadá (con dos fallecimientos), vinculados
con viajeros de regreso de Asia, y uno en Estados Unidos. Se
confirma la transmisión a través de las líneas aéreas.
17 de marzo. La OMS pone en funcionamiento una red de
once laboratorios con el objetivo de detectar el agente cau-
sante y elaborar un diagnóstico confiable.
22 de marzo. Trece países informan un total de 386 casos y
11 muertes.
23 de marzo. El primer caso francés, un médico que había
trabajado en el hospital de Hanoi, es ingresado en el hospi-
tal de Tourcoing.

146
24 de marzo. Se identifican 25 nuevos casos por día en Hong
Kong (242 casos al23 de marzo de 2003).
24 de marzo. El Center for Diseases Control (CDC) norte-
americano cree haber identificado el tipo de agente: un coro-
navirus.
30 de marzo. El balance mundial da cuenta de 1.600 casos y
58 decesos, entre ellos el del doctor Carla Urbani, quien ha-
bía descubierto la enfermedad en Hanoi.
14 de abril. El número de casos en el mundo supera los
3.000.
16 de abril. La OMS anuncia que un nuevo agente patógeno,
un coronavirus nunca antes observado en el hombre, es el
agente causante del SRAS. ·
19 de abril. Se decodifica el material genético del coronavi-
rus causante del SRAS.
23 de abril. La OMS aconseja postergar los viajes hacia las
provincias de Beijing y Shan Xi, en China, y hacia Toronto,
en Canadá. Esta recomendación se agrega a las que ya se
habían efectuado respecto de la provincia de Guangdong y
Hong Kong.
28 de abril. Vietnam es el primer país en ser retirado de las
zonas de transmisión local reciente del SRAS y, por lo tanto,
en haber contenido eficazmente la epidemia. Se supera la
barrera de los 5.000 casos en todo el mundo.
22 de mayo. Toronto es nuevamente víctima de casos grupa-
les. Se supera la cifra de 8.000 casos.
23 de mayo. Se levantan las restricciones respecto de los
viajes a Hong Kong y a la provincia de Guangdong.
17 de junio. Comienza en Kuala Lampur, Malasia, la prime-
ra conferencia internacional sobre el SRAS.
23 de junio. Hong Kong sale de la lista de zonas de transmi-
sión local reciente del SRAS.
24 de junio. Se levantan las recomendaciones para quienes
viajan a Beijing, última zona aún comprendida por esa clase
de prevenciones.
2 de julio. Toronto sale de la lista de las zonas de transmi-
sión local reciente del SRAS.
5 de julio. Taiwán sale de la lista de zonas de transmisión lo-
cal reciente. Para la OMS, la cadena de transmisión del
SRAS de hombre a hombre se ha roto.

(Fuentes: Sitios web de la OMS, de Time Magazine, de Radio


Canadá y del Instituto Pasteur.)

147
En todo caso, los actantes, que suelen ser alimentados
con ficciones (con discursos que organizan un mundo posi-
ble), son incuestionables hechos reales de la sociedad y
vectores de la construcción social de la realidad. Intentaré
dar sustancia a esta afirmación a partir de la espectacular
aparición de un operador espacial no-humano, cuya pro-
gresión siguió el mundo entero y cuyas consecuencias lo
hicieron estremecer.

Un virus particularmente activo

El coronavirus del síndrome respiratorio agudo severo


(SRAS) constituyó, entre febrero y mayo de 2003, un casi-
personaje y un actante espacial sobresaliente. No es vano
recordar las principales etapas de esta epidemia, que
provocó una alerta sanitaria mundial y una alarma social
y política de gran amplitud (cf. recuadros precedentes).
Aparecida en noviembre de 2002, en una provincia del su-
deste de China, la epidemia de neumopatfa atípica afectó
rápidamente a viajeros de diversas nacionalidades. Sin
embargo, hubo que esperar hasta marzo de 2003 para que
la OMS lanzara la alerta mundial. La epidemia causó es-
tragos hasta junio de 2003 y luego -es preciso señalar-
lo- no hubo rebrote de la enfermedad, pese a que las ins-
tituciones sanitarias estiman que el virus del SRAS sigue
siendo un peligro.
En cierta medida, se puede considerar que el estado
rayano en el pánico que se apoderó de los responsables y
de muchas otras personas no tuvo relación con la morbili-
dad del virus: hubo aproximadamente 8.500 infectados
durante el episodio epidémico en 32 países, con alrededor
de 800 víctimas fatales. Entre los países más afectados
estuvieron China (donde se contaron 346 muertes en el
continente y 288 en Hong Kong), Taiwán (81 muertes),
Canadá (32) y Singapur (31). En Francia, 7 personas que
se contaminaron finalmente se curaron. Es cierto que son
datos relevantes, pero no guardan relación con los estra-
gos del virus del sida o con las enfermedades que causan
otros agentes patógenos. A mi juicio, la conmoción provo-
cada por el SRAS estaba vinculada con la dinámica propia
de su espacialización, con las modalidades de despliegue

148
espacial del operador que fue el virus. En efecto, para una
gran cantidad de individuos y de actores económicos, polí-
ticos e institucionales, la «actividad» del virus desempeñó,
en mi opinión, el papel de revelador de las fragilidades del
sistema del espacio mundial.
El agente patógeno del SRAS fue objeto de un acoso sin
precedentes: se lo identificó, se lo designó y se secuenció
su genoma casi en un mes. Est.a celeridad3 fue resultado
de la sofisticación de las técnicas de microbiología utiliza-
das por el consorcio de laboratorios de punta movilizados
para realizar ese trabajo, así como del estado de urgencia
mundial decretado frente a la progresión de aquel síndro-
me desconocido. La urgencia era producto de la angustia:
que embargaba a buena cantidad de grandes operadores
en razón del carácter incontrolable del avance de una epi-
demia que comenzaba a llegar a los países del Norte, como
fue el caso de Canadá, afectado por un foco epidémico, lo
cual servía como emblema de lo que podría llegar a pasar
en otros.
La movilidad del virus y, sobre todo, las modalidades
con que se desplegó en forma tan acelerada, involucrando
esencialmente a las lineas aéreas durante la fase de difu-
sión mundial, pusieron bruscamente en peligro la movili-
dad de bienes y personas, lo cual es concebido como un
valor central del Mundo, ese sistema global de espacios
sociales interconectados. Señalemos que los atentados del
11 de septiembre de 2001 y sus derivaciones ya habían
constituido un primer episodio, también muy dramático,
de cuestionamiento de uno de los fundamentos de la mun-
dialización: la circulación aérea sin trabas y en altura de
la mayor cantidad posible de individuos. Ese principio
fundador de la mundialidad fue utilizado entonces por los
terroristas para volverlo contra las sociedades occiden-
tales que lo habían promovido, terroristas que a partir de
alli convertirían las redes de movilización de las grandes
metrópolis y los grandes contingentes turísticos en objeti-
vos privilegiados, pues emblematizaban la mundializa-
ción occidental y los valores que ellos aborrecían. En 2003,
mientras las secuelas delll septiembre eran aún noto-
rias, la actividad del coronavirus renovó los temores e

3 El mismo trabajo con el virus HIV demandó cinco años.

149
hizo pensar que las propias bases del espacio-mundo ya
no resultaban estables. Era preciso, pues, entablar la lu-
cha contra el agente del SRAS del mismo modo en que se
combatía a los «enemigos»: un periodista de Newsweek, al
comentar el descubrimiento del virus, sostuvo que se tra-
taba del «equivalente médico de la operación "Choque y
sobrecogimiento"» que acababa de desarrollarse en Bag-
dad (Newsweek, 28 de abril de 2003). Se debía retomar sin
demora el control de la movilidad espaciaL
Una vez identificado, el virus se convirtió de manera
prácticamente instantánea en un casi-personaje (el cual
reemplazaba al operador anónimo que constituía el sín-
drome), dotado de una figura que reproducían todos los
medios de comunicación del planeta, como si fuera la foto-
grafía de un enemigo público. Estuvo en el origen de una
disposición geográfica mundial, abundantemente me-
diatizada: la de su epidemia. Desde este punto de vista, el
SRAS fue un revelador de los progresos de la mundializa-
ción y de la constitución del Mundo como una realidad
geográfica coherente. Hubo también un actante que podía
ser figurado y designado, mucho más allá de los círculos
de los especialistas en virología, por una gran cantidad de
otros operadores, cuyo desplazamiento creaba una geo-
grafía específica. Esta geografia, a menudo cartografiada
en sus principales aspectos, 4 era más compleja de lo que
parecía. A partir de un área original-la provincia de
Guangdong, en China- se localizaron los primeros focos
de contaminación en ese país, en Vietnam y luego en Hong
Kong, desde los cuales la enfermedad ganó puntos de con-
taminación fuera de la zona asiática, lo que significó el
comienzo de un proceso topológico de difusión mundial.
La actividad del virus organizó un espacio en red que
dispúso lo siguiente:
l. Puntos precisos de focalización: en particular, un
hotel de Hong Kong, el Metropole, identificado a partir de
marzo como sitio original de la difusión mundial, pero
también hospitales, que fueron espacios fundamentales
de la epidemia en la medida en que constituyeron, median-
te el desplazamiento aéreo de los médicos y del personal,

4
Bajo la forma de un planisferio que representaba a los principales
sectores afectados por la epidemia.

150
lugares de confinamiento de la enfermedad y a la vez fo-
cos epidémicos. También se puede citar el caso del grupo
de edificios (Amoy Garden) de Hong Kong que estuvo en el
centro de la atención a comienzos de abril, pues allí hubo
una gran cantidad de casos de SRAS, 5 lo cual tendía a de-
mostrar que desde una sola persona infectada el virus po-
día transmitirse a muchas otras. Proliferaron hipótesis
referidas a una posible contaminación ampliada, en razón
de un modo de transmisión que no estaría vinculado sólo
con las microgotas de saliva suspendidas en el aire, sino
con la transferencia por simple contacto de un objeto an-
tes tocado por un enfermo, incluso por las redes de agua
corriente. Se hicieron extrapolaciones que preveían, eri
ese marco, la posibilidad de que un tercio(!) de la pobla-
ción del planeta pudiera resultar afectada. Ello denotaba
una fuerte preocupación frente a una posible mundializa-
ción en área, por generalización de una difusión topográfi-
ca de contacto, más peligrosa que la mundialización re-
ticular. ·
2. Áreas epidémicas relativamente circunscriptas: las
de la difusión por proximidad topográfica. Estas áreas
eran los espacios de la contaminación local, vinculada con
el contacto topográfico entre enfermos y personas sanas.
Fue aquí donde las medidas sanitarias tendieron muy
precozmente a suprimir la epidemia, por confinamiento.
De esta manera, el control espacial topográfico se presen-
tó como la única respuesta rápidamente eficaz ante el
riesgo de ampliación topológica. Se circunscribió el ac-
tante coronavirus, se lo confinó en lugares cerrados, a los
efectos de dificultar su devastadora movilidad. Se entien-
de que el grupo de edificios de Hong Kong haya preocu-
pado, pues implicaba la posibilidad de que el dominio es-
pacial ya no fuera asible, expresaba el riesgo de difusión
local masiva y rápida, que es la más grave en términos
epidemiológicos y la más difícil de circunscribir, en parti-
cular en las zonas de población densa.
3. Los espacios que son instrumentos de la difusión a
gran velocidad y de largo alcance, así como de su eventual
control: los aeropuertos, los propios aviones, las líneas

5 Las autoridades anunciaron que 213 personas estaban enfermas


con el virus del SRAS. . . ·.

151
aéreas, cuya trayectoria prefiguraba de modo inmejorable
la del virus y, por lo tanto, la de la epidemia en su fase de
mundialización. Allí, se pasaba al predominio de una
métrica y una proximidad topológicas, lo que explica la
instalación de un conjunto de espacios conexos, revelador
de las redes de relaciones estructuradas a partir de China
y de Hong Kong -nodo de la difusión epidémica- y, por
consiguiente, iniciador de una geografía de las circulacio-
nes mundiales. El hecho de que Canadá, más precisamen-
te la región de Toronto, estuviera en primera línea entre
los países del Norte, después de una primera fase de re-
ticulación de la epidemia circunscripta a las zonas direc-
tamente bajo influencia china, revela el papel estratégico
de ese país en los sistemas de movilidad internacional.
4. En el trasfondo, el conjunto del espacio-mundo de la
sociedad mundializada, zona de posible expansión de la
actividad del virus. Los habitantes de este espacio fueron
espectadores de la puesta en escena mediática de una lu-
cha, de una carrera de velocidad, entablada entre los ope-
radores sanitarios económicos y políticos, por una parte, y
el actante coronavirus, por la otra, lucha que fue ante todo
espacial. También en este caso se impone la comparación
con un conflicto armado: se trataba de frenar, mediante
una intervención en el espacio, el avance de un enemigo
que actuaba eficazmente, una especie de .«bioterrorista»
del cual era urgente conseguir una imagen, «tener su re-
trato», a los efectos de que finalmente se identificara al
sujeto buscado. Al respecto, el papel de las grandes redes
mundiales de información resultó esencial: cubrieron la
epidemia como se cubre una guerra. Todas las respuestas
de los operadores institucionales a la acción del virus fue-
ron espaciales, clásicas por lo demás, y retomaban las
buenas bases de control médico de las epidemias: fue pre-
ciso acantonar, confinar, aislar, vigilar, filtrar, impedir
los desplazamientos; en suma, reconstruir un conjunto de
límites estancos, introducir un recorte y barreras, a los
efectos de evitar la contaminación por proximidad topo-
gráfica o topológica. Todo esto fue eficaz, pero contrario a
la lógica del espacio fluido de las líneas de la red mundial.
Este encuadre espacial provocó mucho descontento.
Aparecieron numerosos artículos en los cuales los viajeros
se quejaban por el verdadero «VÍa crucis» que debían pa-

152
decer entonces al hacer viajes aéreos, y surgió una retóri-
ca que señalaba que se ponía en peligro la economía mun-
dial debido a los obstáculos a la movilidad profesional y
turística. Empero, la contención de la amenaza que el co-
ronavirus hacía pesar sobre los propios principios de la or-
ganización espacial del Mundo imponía reducir momentá-
neamente el potencial de movilidad de todos. Señalemos
que el fantasma de instaurar un control más estricto so-
bre ciertos tipos «indeseables>> de movilidad (las migracio-
nes clandestinas) durante ese rebrote epidémico se dejó
oír en diversas partes. En China, las tardías medidas de
confinamiento estuvieron acompañadas por una acentua-
ción clara del control político en los territorios afectados,
con el propósito de que la reacción interna contra la ges-
tión gubernamental sanitaria de la epidemia no desembo-
cara en una crítica más general al régimen, que al mismo
tiempo multiplicó las expresiones de tranquilidad desti-
nadas al exterior, en un contexto en que la apertura del
país a las redes de movilidad mundiales era un objetivo
crucial. 6
Así, con el fin de destruir el virus se diseñó una contra-
ofensiva mundial que trajo aparejados daños espaciales
colaterales: las trabas al desplazamiento de muchos indi-
viduos; la fragilización de la economía (sobre todo, de la
economía turística mundializada y de sus espacios); 7 la
acentuación, a raíz de la epidemia, del control del espacio
en ciertas regiones de China; la expresión de ciertos ope-
radores respecto de una ideología espacial discriminato-
ria entre buena y mala movilidad. Todo ello revelaba un
estado de la organización de la socieda(!.-mundo, si no en-
teramente movilizada por esta crisis, en todo caso, toma-
da como testigo.

6 El3 de abril de 2003, el ministro de Salud chino aseguró en una con-

ferencia de prensa que la región de Beijing sólo registraba algunos ca-


sos de SRAS, e invitó a los extranjeros a viajar a China, ya fuese porra-
zones de turismo o de negocios. A raíz de esas declaraciones, un ciruja-
no integrante del Partido Comunista, Jiang Yanyong, denunció en una
carta a los medios de comunicación, publicada por la revista Time, los
esfuerzos del gobierno chino por mantener en secreto la difusión de la
enfermedad. El cirujano fue sancionado por las autoridades.
7 En Toronto, las autoridades estimaron que la recuperación de la
economía turística al nivel que tenía antes del surgimiento del SRAS se
había logrado recién después de un año.

153
Estrategias espaciales de crisis

El casi-personaje virus del SRAS irrumpió en la diná-


mica espacial mundial y forzó a otros personajes a contra-
rrestar su actividad. Con tal objeto, se puso en acción lo
que cabría denominar biogeoestrategia global, es decir, un
uso político del espacio (a diferentes escalas) en el período
de crisis sanitaria. Esta biogeoestrategia se orientó a ejer-
cer sobre los individuos y las sociedades tanto el control
del espacio (aislando, delimitando) como el de las espacia-
lidades (obstaculizando la movilidad y prescribiendo com-
portamientos inherentes tanto a la intimidad como a los
modos de actuar en público).
Las biogeoestrategias están llamadas a desarrollarse
en el futuro, habida cuenta de la creciente importancia
que los actores y, muy en particular, los grandes operado-
res sociales le confieren a la cuestión de los riesgos sani-
tarios, desde lo local hasta el Mundo. Por otra parte, des-
pués del virus del SRAS, el de la gripe aviaria también
provocó enorme preocupación. 8 No obstante, el episodio
del SRAS fue concebido y presentado por muchos especia-
listas y actores institucionales como anuncio de un nuevo
tipo de peligro planetario, que amenaza a variadas pobla-
ciones, sobre todo por el modo de propagación de los virus,
movilidad cuya expansión permanente constituye el ma-
yor vector de la mundialización.
Junto a las biogeoestrategias hay otras estrategias es-
paciales para responder con urgencia a situaciones que se
revelan hoy como muestras del estado del Mundo y que
siempre implican un trabajo sobre las movilidades, las
proximidades, los lugares y los límites.
l. Ante todo, la geoestrategia humanitaria que se pone
de manifiesto ante las grandes catástrofes «naturales» o
los efectos de la guerra y/o la incuria política que padecen
8 Ello se debe a que en este caso también interviene otro actante es·
pacial, las aves migratorias, casi incontrolables, a lo cual se agrega la
incertidumbre de una mutación viral, es decir, la aparición de un opera-
dor suplementario contra el que habría que precaverse antes aun de
(re)conocerlo. En el caso del SRAS, un animal, cierta especie de gato de
algalia, generó la sospecha de ser el foco viral, pero ese pequeño mamí·
fero, cuya carne es apreciada por los chinos, no preocupó de la misma ma-
nera que las aves migratorias, pues el vector siempre quedó confinado
en su área geográfica de origen.

154
las poblaciones. La «movilización planetaria» para res-
ponder a las necesidades generadas por los devastadores
efectos del tsunami de diciembre de 2004 constituye el
tipo-ideal de esta geoestrategia, cuyas consecuencias no
son mensurables actualmente, ya que el proceso de re-
construcción está lejos de culminar. La movilización que
siguió al tsunami retomaba los marcos establecidos du-
rante las grandes crisis humanitarias anteriores -como
las vinculadas con las hambrunas africanas-, pero con
una amplitud diferente y una mayor eficacia, circunstan-
cia que no dejaron de señalar con tristeza, por otra parte,
los responsables de organizaciones no gubernamentales
implicadas en África, sobre todo en relación con la ham;
bruna que sufrió Nigeria en el verano de 2005.
2. Luego, corresponde referir, asimismo, el poderoso
desarrollo, a partir delll de septiembre de 2001, de la
geoestrategia antiterrorista. Fue particularmente eviden-
te en el verano de 2005, después de los atentados de julio
en Londres, y de nuevo muy acuciante en el verano de.
2006, como consecuencia del desmantelamiento de una
red terrorista británica. No cabe sino mencionar este fe-
nómeno y llamar la atención sobre su existencia en cuanto
trabajo político sobre el espacio, pues su estudio aún está
por hacerse. 9 A raíz de la polémica en torno al desplaza-
miento de uno de los autores de los atentados del21 de ju~
lío de 2005 -entre Londres y Roma, a través de Francia,
gracias sobre todo al Eurostar-, o durante la reconstruc-
ción del recorrido de los terroristas antes de sus acciones,
queda bien en claro que allí también el problema de las
movilidades, de las proximidades y de su encuadre resul-
ta central. El lugar que ocuparon en el desarrollo de la in-
vestigación, tanto en 2005 como en 2006, los sistemas de
videovigilancia también constituye un apasionante cam-
po de reflexión. La generalización de esos poderosos me-
dios de observación, generalización que el cine contempo-
ráneo o las series de televisión exitosas utilizan cada vez
más como soporte para ficciones policiales, afecta la evo-
lución del estatus del espacio común de prácticas, el de
sus usos posibles y/o legítimos, y confunde las limitacio-

9 El ejemplo de Israel resultaría, sin duda, particularmente rico en la


materia.

155
nes espaciales clásicas. Por otra parte, la puesta en prác-
tica de drásticos procedimientos de control de los embar-
ques aéreos, decididos en agosto de 2006 por los británicos
y generalizados enseguida por las autoridades aeropor-
tuarias del mundo entero, muestra muy bien otro impacto
espacial de esta geoestrategia, y también constituye un
interesante ejemplo de pasaje banalizado del procedi-
miento de urgencia a una nueva rutina, a partir de enton-
ces basada en el hipercontrol, es decir, en·un control a la
vez físico, in situ, de la persona y también virtual, me-
diante los hiperenlaces de las bases de datos de seguridad.
3. Hay, asimismo, geoestrategias migratorias. En este
caso, se trata de intentos de controlar los flujos de inmi-
grantes clandestinos. Se puede citar como ejemplo la res-
puesta del gobierno marroquí, apoyado por gobernantes
europeos, a los repetidos pasajes, masivos y dramáticos,
del otoño de 2005 en la frontera de los enclaves españoles
de Ceuta y Melilla. Frente a los millares de africanos en
situación irregular que intentaban ingresar todos los días
a Europa, las policías marroquí y española, desbordadas,
hicieron uso de la fuerza en varias ocasiones. De ello deri-
vó una crisis entre Marruecos y España, cuyo resultado
fue el significativo refuerzo de los límites fronterizos, el
aumento de la presencia de fuerzas del orden de ambos
países y la sistemática detención de los clandestinos, que
eran devueltos a la frontera sur. Ese episodio remite al
tratamiento de la delicada cuestión de la inmigración en
la Europa comunitaria, problema que se manifiesta me-
diante intervenciones espaciales a diferentes niveles: con-
trol de los límites externos de Europa; organización de un
conjunto de lugares de contención, localiz¡:tción, arresto y
devolución de los clandestinos que a pesar de todo logran
ingresar; establecimiento de procedimientos de recepción
de urgencia de los inmigrantes regularizados, etc. El caso
europeo no es más que un ejemplo entre otros, pues el sis-
tema-mundo, caracterizado por la amplitud de la proble-
mática migratoria, le da a esta cuestión una considerable
importancia.
Estas tres estrategias espaciales de crisis, que siempre
tienden a instaurar una disposición espacial particular,
herramienta de prescripción social-lo que más adelante
designaré con el término «dispositivo»-, implican una in-

156
tervención sobre los individuos, sus cuerpos, sus ideas,
sus prácticas, los lugares que ocupan. Sea cual fuere su
necesidad, deberían ser democráticamente debatidas y
discutidas, pero se prescinde de este imperativo aludien-
do a la urgencia, real, de la situación. Sin embargo, este
argumento se podría superar mediante la anticipación y
la instauración de un debate público permanente acerca
de tan delicados temas.

Una realidad social indivisa

Cuando los actantes están dotados de una interioridad·


consciente, de una reflexividad potencial, de una compe-
tencia lingüística y de una capacidad estratégica que les
permite, por lo menos, tratar de hacer coincidir sus accio-
nes con los objetivos que son capaces de expresar como
una intención, se los denomina actores. Los actores son in-
dividuos socializados, las más pequeñas unidades comple- .
jas indivisas 10 de la sociedad, en interacción(es) perma-
nente(s). ·
Lo que caracteriza a los individuos-actores es que ac-
túan. Si bien el individuo de las ciencias sociales es, por
cierto, un sujeto, no lo es en el sentido de la filosofía clási-
ca del sujeto, sino en el sentido gramatical de «sujeto de
un actuar sobre sí mismo» (Descombes, 2004). Negar la
hipóstasis del sujeto trascendental y preferir al individuo
que actúa socialmente construido es una condición sine
qua non para llevar adelante un verdadero enfoque desde
las ciencias sociales.
En un tiempo t, los individuos están provistos de capa-
cidades para actuar. No se concede esta atribución de una
vez y para siempre: es construida por y para la socializa-
ción, que se puede operar en variados medios sociales. Ello
implica comprender que no hay duda de que las socieda-
des están estratificadas; sin embargo, aun cuando en ella
hay dotados y desprovistos, todos los actores resultan mo-
vilizados por la necesidad y la voluntad de actuar, e inclu-

10 Mediante el término «indivisas» se señala que no se puede dividir a


un individuo en individuos de la misma especie (Auroux (dir.), 1990,
pág. 1272).

157
so los más débiles suelen tener (salvo en casos límites)
competencias estratégicas, márgenes de acción, capacida-
des de arbitraje, y pueden provocar mediante sus actos
(individuales y/o colectivos) poderosos efectos.
De ahí la necesidad de prestar la misma atención a las
estructuras sociales y a la inventiva de los individuos-ac-
tores, a las «artes del hacer» que ponen en acción, a partir
de matrices prácticas propuestas en el conjunto social, es
decir, formas de uso cuya validez sea reconocida por un
grupo, de las que la persona se apodera eventualmente y
ajusta a su proyecto. El individuo y lo social son, cada uno
para el otro, un recurso.
La opción de otorgarle un amplio lugar al individuo en
la reflexión va acompañada por una afirmación indispen-
sable: el individuo, en cuanto protagonista social, en cuan-
to personaje de la sociedad, no ha existido desde siempre. A
su manera, Michel Foucault había identificado muy bien
el problema, a partir de la deconstrucción arqueológica de
los saberes de las ciencias humanas, al insistir, en la con-
clusión de Les mots et les choses, en que el hombre moder-
no occidental (es decir, el tipo-ideal del individuo-sujeto-
actor) era una «invención reciente» y, en cuanto tal, su fi-
gura «podría borrarse» «como un rostro de arena a la orilla
del mar» (Foucault, 1966, pág. 398).
No tengo la intención de entrar en el debate sociológico
ni de recordar las grandes teorías acerca de la invención
del individuo. Pretendo simplemente señalar que hay una
doble historia: la de la constitución del yo moderno, del
proceso de individuación y de subjetivación -instaura-
ción del sujeto en cuanto yo, dotado de una intimidad (Sen-
nett, 1979)-, que es paralela y complementaria a la del
movimiento de individualización -construcción del indi-
viduo en cuanto elemento social básico--.
También es necesario admitir, con miras a comprender
bien los actos espaciales de los actores sociales, que el in-
dividuo no es un operador cartesiano, perfectamente ho-
mogéneo, sin «discontinuidad» en su persona ni contradic-
ciones internas. Si los hombres y las mujeres, sobre todo
mediante el relato -que es entonces una función relevan-
te-, regulan a la vez su psiquismo y su sistema de rela-
ción con el mundo de los fenómenos y construyen historias
en que aparecen de manera completamente unívoca, li-

158
neal, siempre en la misma vía, l l es forzoso reconocer el
carácter fragmentario del individuo-actor contemporá-
neo. Esta fragmentación no significa que el individuo sea
un tejido de incoherencias, o que no exista la personalidad
-ese perfil integrador que se ofrece a sí mismo y a los de-
más, que sintetiza la heterogeneidad de nuestra interiori-
dad y la de nuestra experiencia del mundo-. Sólo quiero
destacar con esa palabra que en un mismo ser humano
hay varias instancias complementarias y (eventualmen-
te) conflictivas, ya que este debe componerse con esa di-
versidad, que impregna toda experiencia a la vez que re-
sulta de la experiencia. Así pues, el individuo es plural,
lleva a cabo acciones en una pluralidad de mundos de ex-
periencia, despliega acciones con una gran variedad de
registros, de racionalidades (porque es multirracional), de
instrumentos, de actitudes (Lahire, 1998). Sólo el recono-
cimiento de ese carácter permite comprender la aparente
falta de coherencia que suele revelar la serie de acciones
llevadas a cabo por un individuo en los diferentes campar~
timientos, abiertos los unos a los otros, lo cual complica
aún más las cosas en cuanto a su vida en sociedad.

Lo colectivo en acción

Los actores llevan a cabo acciones individuales, en las


que interactúan con otros actantes, pero también acciones
colectivas, cuando actúan intencionalmente junto (lo cual
no siempre significa de manera convergente, como cierta
ingenuidad analítica podría hacer pensar) con otros acto-
res, dentro de un grupo, latente, semiorganizado u organi-
zado (Crozier y Friedberg, 1977), con los que comparten
una o varias características comunes. La acción colectiva,
al ser fruto del ajuste de las acciones individuales, es tam-
bién vehiculada por un actante particular: el propio colec-
tivo. A esta entidad se la puede llamar «actor colectivo» o,
más estrictamente, «actante colectivo» u operador colecti-
vo (lo que permite reservar la palabra «actor» para los in-
dividuos). Algunos de estos operadores son organizacio-

11 De ahí procede la ilusión biográfica, el poder de esa ficción con


fuerte efecto de verdad.

159
nes, cuando el colectivo está real y explícitamente orga-
nizado y regulado; algunas de estas organizaciones son
instituciones, cuando participan en la dimensión política
de la sociedad.
La intrincación de las acciones individuales intencio-
nales -llevadas a cabo en colectivos, pero no todas al ser-
vicio de ese colectivo, como, por ejemplo, cuando un indivi-
duo puede desplegar en su empresa otras facetas sociales
que no sean las de asalariado, o bien realizar acciones sin
relación con las que esa empresa demanda-, de las accio-
nes colectivas propiamente dichas y de esa acción particu-
lar que es la del colectivo genérico en cuanto actante (la
misma empresa actuando en calidad de tal, con un regis-
tro específico, cuando, por ejemplo, compra a otra) forma
conjuntos prácticos de una gran complejidad.
He destacado la fragmentación del actor contemporá-
neo. Va de suyo que no es forzoso pensar que el operador
colectivo constituye un monolito homogéneo: también él
experimenta la fragmentación entre las diferentes facetas
(a veces contradictorias, como se lo puede comprobar
cuando huelguistas y dirigentes hablan en nombre de una
empresa y cada uno de ellos proyecta una imagen diver-
gente de aquello que se considera que el colectivo está re-
clamando). Por consiguiente, no hay que perder de vista
que detrás de la aparente uniformidad de operadores co-
mo el Estado, la comuna, el parlamento, etc., se descubre
una profusa realidad y divergencias.
Hemos visto que los actores se distinguen de otros ac-
tantes por el hecho de que demuestran ser los únicos que
tienen la competencia intencional estratégica (es decir, de
elaborar e implementar una estrategia) y, como ya se ha
señalado, la capacidad lingüística y reflexiva. Por otra
parte, y no es poca cosa, los actores construyen los actan-
tes no-humanos y los dotan de sustancias sociales en el
propio juego de las situaciones de acción. Los actores co-
lectivos también están dotados de esas potencialidades,
pero las explotan según otro registro, distinto al del actor
individual. Así, un operador colectivo sólo habla a través
de los «voceros» y es evidente que la intencionalidad, la re-
flexividad y la modalidad estratégica de un colectivo no
son del mismo estilo que las de un individuo.

160
Falta el actor

En ciertas situaciones, el actor puede ser totalmente


privado, durante un lapso más o menos _prolongado, de su
intencionalidad estratégica y de sus potenciales de op-
ción; en tal caso, lo denomino agente. 12 Esta privación
puede ser momentánea y consentida: en tareas muy par-
ticulares de su vida personal y/o profesional, un individuo
puede ser un agente, y hasta enorgullecerse de serlo.
Otros son agentes por obligación, pero no por ello dejan de
pensar lo mismo. Muchos regímenes totalitarios nos han
mostrado que incluso se podía optar por la alienación del
propio estatus de actor para convertirse en agente de una
empresa holista.
Consideramos indispensable hacer hincapié en la com-
plejidad de esta problemática de la relación actor/agente
en la vida cotidiana: la mayor parte de los actores son a la
vez agentes, en ciertas condiciones. 13 Cuando la rutina de
la práctica aliena en parte la reflexividad y la competen-
cia deliberativa, un individuo es ganado por el registro de
acción del agente, pero vuelve a retomar la condición de
actor, sobre todo, cuando ~e le presenta una ocasión, un
momento de prueba, en el que puede verbalizar y pensar
reflexivamente su práctica. Esta prueba -señalémoslo-
puede ser, llegado el caso, la situación de entrevista que
impone un investigador de las ciencias sociales. En suma,
se podría formular la hipótesis de que el individuo suele
ser, al mismo tiempo, actor y agente. Desde este punto de
vista, el ejemplo del magistrado parece esclarecedor. Un
juez, que es incuestionablemente un agente, también mues-
tra su poder como actor al interpretar el derecho en sus
fundamentos, su contenido, sus procedimientos. La juris-
prudencia cristaliza en el texto esa capacidad de actor de
los agentes jurídicos.

1 2 Término que no utilizo aquí en el mismo sentido en que lo hace Pie-


rre Bourdieu.
13 En verdad, cada operador halla su estatus momentáneo en situa-
ción de acción y habida cuenta de esta.

161
El espacio como operador:
un ejemplo de casi-personaje

Si bien el individuo y los colectivos se muestran como


principales y bien reconocidos operadores espaciales, co-
mo «agencias humanas» de efectivización de la espaciali-
dad, es importante no desdeñar el papel de los actantes
no-humanos. El ejemplo del SRAS ya nos ha permitido
demostrarlo, pero una entidad espacial particular en sí
misma puede desempeñar ese papel de operador, cuando
los manejos materiales e ideales se cristalizan en paisajes
emblemáticos, en espacios identitarios (lugares, áreas o
redes), en realidades espaciales singulares (una montaña,
un cabo, un pantano), que intervienen en cuanto reales
protagonistas de una situación social. Numerosos conflic-
tos o controversias espaciales, y también innumerables
operaciones de ordenamiento espacial y muchas políticas
territoriales, 14 se caracterizan por esta intervención des-
tacada del objeto espacial actante.

El ((renacimiento» de Liuerpool

Entre incontables ejemplos posibles, elegiré el de Li-


verpool-lo que me servirá para varios propósitos en esta
·segunda parte del libro- a modo de ilustración de lo que
un geógrafo puede intentar en materia de reflexión sobre
la espacialidad.
A comienzos del siglo XX, en su apogeo, la ciudad de Li-
verpool era considerada por muchos la segunda ciudad del
Imperio Británico, luego de Londres. Una lenta y prolon-
gada declinación, que se inició entre 1914 y 1918, dejó a
Liverpool exangüe a principios de la década del ochenta.
Incluso llegó a erigirse en una especie de modelo superla-
tivo del deterioro urbano británico. Hoy en día, cualquiera
que visite Liverpool descubrirá la mayoría de los signos

14 Es decir, acciones intencionales llevadas a cabo por instancias polí·


ticas institucionales y orientadas a desarrollar un territorio legítimo de
intervención. Desde este punto de vista, una política territorial involu-
cra la espacialidad, puesto que enfrenta a los actores con el recurso es·
pacial.

162
de una metrópoli en efervescencia, 15 dotada de una im-
presionante dinámica. Desde hace unos quince años, muy
particularmente luego de 1997, fecha en que comenzó a
actuar un equipo municipal muy activo, Liverpool cam-
bió. Los operadores políticos, apoyados por los medios so-
cioeconómicos y por gran parte de los principales actores
de la sociedad local, regional e incluso nacional (respon-
sables de establecimientos culturales y universitarios, así
cómo de fondos y programas de intervención, muy nume-
rosos en Gran Bretaña, etc.), pretendían volver a darle
lustre a la ciudad; mejor aún, a hacer de ella una «world
class city», cuyo desarrollo descansaría en un tríptico a
partir de entonces casi canónico: patrimonio y cultura,·
formación e innovación (las universidades estaban muy
favorecidas) y economía mundializada, en medio de la cual
la alta tecnología, la investigación y la formación supe-
rior, el turismo y los servicios a las empresas ocupaban el
primer rango.
Forzoso es señalar que los operadores locales resulta-
ron excelentes para poner en marcha proyectos moviliza- ·
dores y para utilizar la más amplia gama posible de apo-
yos institucionales y financieros, tanto regionales como
nacionales y europeos. En todo caso, su éxito fue patente.
Dos acontecimientos se convirtieron en emblemáticos de
la renovación: en 2004, Liverpool fue elegida Capital Eu- ·
ropea de la Cultura, en nombre de Gran Bretaña, y en
2008 la UNESCO la incluyó como «maritime mercantile
city» en el Patrimonio Mundial de la Humanidad. Esos
dos reconocimientos, que para las autoridades locales de-
mostraban la buena marcha de la política urbana em-
prendida, pues reflejaban la concepción de la metropoliza-
ción llevada adelante, fueron muy comentados y celebra-
dos localmente, y suscitaron el entusiasmo de la pobla-
ción. Por su parte, la perspectiva de 2008, de la que la mu-
nicipalidad espera resultados ya cifrados, 16 satura desde
entonces la agenda de Liverpool.

15 El centro de la ciudad cuenta a la fecha con 463.000 habitantes, y


el área urbana, a treinta minutos del centro, agrupa a 1.400.000 habi-
tantes.
16 Por ejemplo, 14.000 empleos, 1.700.000 visitantes, 2.000 millones
de libras en inversiones suplementarias, según se lee en el sitio oficial
relativo al acontecimiento.

163
Durante todo este proceso, las fracciones de espacio ur-
bano ocuparon un lugar esencial. Se trataba de sectores
donde se realizarían grandes intervenciones: en primer
término, el del «Waterfront», en la ribera derecha del río
Mersey. Esta fracción lineal del territorio local, constitui-
da por diques y cuencas en estado de semiabandono desde
hacía veinte años -después de haber sido el crisol donde
se forjaron la identidad y el poder portuario de Liver-
pool-, es hoy la piedra angular del edificio compuesto por
todas las políticas locales. El primer signo de renovación
de la ciudad fue la espectacular restauración de los mue-
lles Albert, una de las piezas maestras de esa vasta zona
portuaria que se despliega de manera continua a lo largo
de varios kilómetros, trabajo llevado a cabo a partir de
1983, cuando Liverpool parecía naufragar irremediable-
mente. El éxito arquitectónico y funcional de la restau-
ración serviría como prototipo para la reclasificación del
conjunto del área portuaria del Waterfront. Antes aún de
concluir en su totalidad la rehabilitación, el conjunto ar-
quitectónico y urbano portuario se ha convertido en un
emblema colectivo, en la «firma» de la identidad urbana
de Liverpool. Si se admite que la imagen espacial es una
relación entre una visibilidad y un conjunto de significa-
dos, para retomar la definición de «imagen» de J acques
Ranciere (2003, pág. 43), el Waterfront es pues, por exce-
lencia, la imagen de Liverpool, la mejor image Liverpool.

El emblema espacial de la renovación

He ahí, pues, un buen ejemplo de lo que denomino em-


blema espacial: una fracción localizable de un espacio,
e·ste mismo identificable en cuanto entidad significante (a
menudo, como el caso que nos ocupa, un territorio stricto
sensu), que por metonimia representa y significa ese es-
pacio y los valores que se le atribuyen. El emblema no pro-
cede de una esencia, aunque los locutores pretendan ha-
cer creer que existe desde siempre y que expresa, por lo
tanto, el genio del lugar específico. Surgió de un proceso
de construcción social, cuyo resultado es un recorte y un
ordenamiento de la disposición espacial emblemática, que
puede consistir en un dispositivo paisajístico y/o un lugar

164
y/o un monumento, incluso una vasta área dentro de un
territorio.
Las Torres Gemelas del World Trade Center constituían
uno de los emblemas de Nueva York y, en otra escala,
también de Estados Unidos, e incluso del ámbito cultural
occidental. Después de todo, las Torres Gemelas continúan
existiendo en cuanto imagen perfecta de Nueva York, y su
presencia iconográfica no ha quedado desmentida, como
lo señalaba en septiembre de 2004, en vísperas del tercer
aniversario de la destrucción de las torres, un artículo del
New Yorh Times titulado «Twin Towers Still Stand for
New York City>>.
Un emblema constituye un ícono del territorio. Este·
ícono, cuando se lo ve, lleva a decir, como de la Torre Eiffel
para París, no sólo «Eso está en París», sino «Eso es París»
(efecto metonímico). En nuestro caso se puede decir, pues,
que el Waterfront es Liverpool. Un emblema también pue-
de tener una función simbólica, esto es, puede posibilitar
la manifestación de valores e ideas en relación arbitraria
con él. Así, las Torres Gemelas podían simbolizar, arbitra-
ria y secundariamente, a juicio de los actores, la mundia-
lización, o sea, una noción abstracta y una espacialización
de escala diferente a la del territorio neoyorquino al que
emblematizaban. Esta función simbólica a menudo resul-
ta menos unívoca que la del emblema, que se muestra más
elemental e inmediato, pero poderoso y movilizador, ya
que este constituye un recurso muy utilizado por los acto-
res en sus acciones espaciales.
La existencia de un emblema supone que este puede fi-
jar espontáneamente valores sociales y condensar, en
particular, una gran cantidad de características y atribu-
tos que las ideologías espaciales comunes otorgan al terri-
torio de referencia. También es preciso que la disposición
espacial emblemática sea puesta en imagen, mediante
una imaginería a la vez variada y lo suficientemente ho-
mogénea y normalizada como para que pueda ser com-
prendida, para que la gran mayoría se la pueda apropiar,
para que se pueda difundir y trasladar a lenguajes verba-
les. Un emblema territorial no existe si no es, por su ico-
nografía y los discursos y relatos que permite, mediatiza-
ble, como un estereotipo espacial capaz de producir senti-
do para el grupo humano.

CENTRO DE DOCUMENTACl®
1 NSTITUTO DE ESTUDIOS 165
REGIONALES
llliT:fVERSIDAD DE Al'l\i~l.ll~
Una fracción de espacio se erige en emblema territo-
rial en razón de los objetivos y los fines qÚe persigue una
sociedad determinada. Esta operación puede ser explícita
y estar muy definidamente encuadrada (como lo demues-
tran los innumerables ejemplos producidos por las expe-
riencias de los regímenes totalitarios del siglo XX, que han
sobresalido en esta clase de ejercicio), pero también puede
ser parte de una producción casi no objetivada por los ac-
tores sociales.
Por su existencia, un emblema, que determina y valo-
riza el territorio al espacializar los valores sociales, cons-
tituye un actante potencial, sobre todo en el campo políti-
co, pero también en el del desarrollo de las prácticas y de
la economía turística, por ejemplo. Habida cuenta de su
capacidad para movilizar a los actores y para dar naci-
miento a acciones y discursos, los emblemas conforman
elementos de atracción que tienden a polarizar el campo
de la acción territorial.
Todas estas características se presentan claramente en
el Waterfront de Liverpool. Su función emblemática es in-
cuestionable: ícono de Liverpool, es un índice de la reno-
vación urbana y un símbolo del posible acceso de la metró-
poli al rango de world class city, en razón de la apertura al
Mundo, de la diversidad de referencias culturales y de los
potenciales económicos que denota. Se debe señalar que el
. Waterfront, aunque sea una reliquia funcional, 17 conser-
va una eficacia simbólica considerable. Lo marítimo que
representa ese vestigio, al que se desea cristalizar en for-
ma paisajística mediante la inscripción del frente acuáti-
co en el patrimonio mundial, es lo que permite mostrar
que Liverpool es una ciudad abierta al vasto mundo, a su
diversidad, a sus redes. Así, se ha convocado un imagina-
rio geográfico simple y eficaz, integrado por el relato polí-
tico en el seno de una ideología espacial coherente: la que
da apoyatura a la concepción de la world class city.
La puesta en imagen funciona a la vez en el registro re-
trospectivo (Liverpool, gloriosa capital marítima del Im-
perio), actual (Liverpool, que redescubre sus manes, re-
conquista y valoriza su patrimonio) y prospectivo (el Wa-

17 Puesto que Liverpool ya no es uno de los principales puertos mun-


diales y no volverá a serlo.

166
terfront como expresión de la mundialidad posmoderna
de Liverpool, espacio de posibles realizaciones de la world
class city). A fin de cuentas, en medio de ese Waterfront
aparecen subemblemas: los diferentes diques principales
y, sobre todo, las «Tres Gracias», ese grupo de tres cons-
trucciones levantadas a comienzos del siglo XX, que exal-
taban la potencia conquistadora de Liverpool. A medida
que la ciudad perdía su soberbia, estas fueron declinando,
convirtiéndose cada una por separado -en particular,
una de ellas-, gracias al paisaje arquitectónico que con-
formaba su asociación, en íconos, en vectores de identifi-
cación. El documento de presentación de la postulación de
Liverpool como Patrimonio Mundial de la UNESC0 18 es·
muy explícito: «El punto focal del frente acuático (Water-
front) es el trío de construcciones situadas en el extremo
del muelle: el edificio Royal Liver, el edificio de la Cunard
y el de las autoridades portuarias. Como agrupamiento,
conforman la imagen inmediatamente reconocible de Li-
verpool, en particular por el Royal Liver y sus dos LiVer
Birds 19 de cobre posados en la cumbre del tejado. Por el
conjunto que constituyen, en medio del gran espacio del
muelle, componen una de las más impresionantes zonas
portuarias del mundo» (Autores varios, 2002).
Se debe señalar el encuadramiento de emblemas espa-
ciales que establece el texto, desde el más pequeño hasta·
el más grande: los dos pájaros de cobre (emblema 1) que se
yerguen en la cumbre del más famoso de los edificios (em-
blema 2) de las «Tres Gracias» (emblema 3), que en sí mis-
mas se sitúan en el punto focal del Waterfront (emblema
4). Ese Waterfront se impone como el paisaje fetiche, cuya
fotografía ilustra casi sistemáticamente los documentos
oficiales que promueven los proyectos de Liverpool. La
iconografía producida y difundida por la política local de
Liverpool resulta particularmente abundante (cf.los dife-
rentes sitios web oficiales), y excede al Waterfront y sus
componentes. Empero, tanto aquella como estos están
presentes siempre, como si su ausencia le quitara toda le-
gitimidad al discurso sobre la ciudad. Así, la visibilidad

18Cf. Liverpoolworldheritage.com.
19El Liuer Bird es un pájaro imaginario, que se parece a:l pelicano y
se ha convertido en el emblema de Liverpool. ·· ·

167
del Waterfront con relación a la retórica de renovación y
del ingreso a la élite de las metrópolis mundiales le da
sustancia y legitimidad a la política desplegada, y de-
muestra por la imagen que lo que allí se ha emprendido es
justo y está bien fundado.
Sin embargo, en medio de esta economía semiótica, así
como en medio del territorio físico, el Waterfront no es
más que un objeto espacial, el destinatario de una acción.
Se consolida también como uno de los protagonistas del
sistema de actores de la renovación urbana, presente en
la escena pública, a través de las imágenes que permiten
movilizar sus valores ciudadanos y ponerlos en circula-
ción entre todos los operadores. A partir de ello, esta frac-
ción del ferritorio de Liverpool se muestra como uno de los
actantes de la política urbana, o sea, un actante espacial,
y, en cuanto tal, dotado de una forma material identifica-
ble, de atributos de identidad y ciudadanos, y capaz de ha-
cer reaccionar e interactuar a los demás operadores, que
hablan de él como de un casi-personaje. Gracias a los dis-
cursos descriptivos (que enuncian una calificación de los
operadores acerca del estado de la sociedad local y de su
espacio), los relatos (que presentan como intriga [cf. infra]
a la política llevada a cabo) y las imágenes (que permiten
que el espacio «haga un buen papel»), el casi-personaje Wa-
terfront está muy presente en la escena política pública.

El trato de objetos

Resulta oportuno, por otra parte, interesarse en el es-


tatus y en los roles que desempeñan los objetos mate-
riales -que entran en la constitución de todas las dispo-
siciones- en la dinámica de las situaciones espaciales.
En determinadas ocasiones, esos objetos, esas cosas, pue-
den cumplir la función de operadores de la espacialidad.
La importancia de nuestro trato cotidiano con los objetos
comunes, de todos los tamaños, en las situaciones más o
menos ritualizadas en que los encontramos -sin necesa-
riamente utilizarlos-, parece evidente. Ese trato consti-
tuye la trama de fondo de nuestra existencia, en la medi-
da en que cada vez más nos vemos confrontados con los
objetos técnicos, a veces más intensamente que con los de-

168
más seres humanos. Dicho fenómeno e(:ltructura nuestra
socialización y nuestra espacialidad.
Son cuatro los roles principales de los objetos en la es-
pacialidad, fuera de los registros funcionales -para ha-
blar con propiedad- del compromiso de los objetos en la
práctica, es decir, esos preafectados por aquello que quien
los concibió quiso como norma de uso. Este uso funcional
no es, sin embargo, separable de los otros tipos de compro-
miso, y a menudo los funda. En cada uno de esos roles, el
objeto puede estar afectado por un estatus de actante más
o menos marcado, desde el de simple operador hasta el de
un casi-personaje.
l. El primer rol-la clasificación que sigue no es en ab-
soluto jerárquica- es el de objeto marcador, o sea, el que
contribuye a que los individuos identifiquen los diferentes
espacios de acción. Se trata, en este caso, de una capaci-
dad común, pero que no deja de ser importante. El objeto,
y también, más globalmente, la configuración que forma
con otros, a menudo califican un espacio de manera muy
eficaz, hasta conferirle una calidad, e incluso una identi-
dad, aunque sea subrepticiamente y sin que el usuario
pueda y/o quiera verbalizarlo. Pensemos en lo que consti-
tuye el perímetro doméstico de la casa, o el del espacio pú-
blico, cuya reciente empresa de recalifi.cación se tradujo,
justamente, en una proliferación del «mobiliario urbano».·
En ciertas circunstancias, el retiro de un marcador o el
agregado de uno nuevo se puede experimentar muy viva-
mente, y puede llegar a provocar hasta un trauma.
2. Nos deslizamos, de esta manera, hacia una segunda
«función», que se combina con la anterior y nos pone en
presencia del objeto identitario, el cual contribuye, a veces
poco, a veces mucho, a la identificación social y espacial de
los sujetos. Se supera así la referencia calificadora para
desembocar en la apropiación de los espacios por los acto-
res. Cada uno de nosotros tiene sus fetiches cargados de
afectos, puntos de anclaje del imaginario y de la memoria
erigidos en emblemas del espacio personal, por más que
se trate de objetos sin importancia a juicio de los demás y/o
funcionalmente banales, que marcan y pautan el mundo
vivencial. Puede tratarse de simples objetos domésticos:
un teléfono móvil; alguna chuchería más apreciada que
las demás porque parece casi formar parte de uno mismo;

169
la bicicleta de carrera, amada por el ciclista dominguero;
el tatami, componente elemental en los hogares japone-
ses, base de toda la gramática espacial doméstica y, al
mismo tiempo, vector de la identidad cultural nipona. O
bien objetos más voluminosos: el automóvil, que para una
cantidad no despreciable de individuos representa lo que
les gusta mostrar de sí mismos a los demás en el espacio;
la máquina con la que se trabaja en una empresa o en un
laboratorio de investigación; la que permite definir una
competencia y justificar una posición, un lugar. 20
3. A este rol emblemático se agrega otro, al que llama-
ré distintivo, pues la «cosa» es signo de distinción. En este
marco, el sujeto alega la posesión y el uso de objetos para
colocarse en un lugar particular del tablero social, acto
que define, al mismo tiempo, una posición espacial «justa»
con respecto a la imagen que el individuo tiene de su esta-
tus y de las pretensiones que abriga. En el capítulo si-
guiente, a partir de un texto de Saint-Simon, veremos un
ejemplo de objeto distintivo en acción.
4. Finalmente, propondré la noción de objeto transiti-
vo. Se trata de objetos que permiten experimentar y mar-
car el pasaje desde una fracción espacial bien calificada a
otra. Este mecanismo es importante en la vida cotidiana
para significarle al usuario la alternancia de espacios de
naturaleza y estatus diferentes: contribuye a que el indi-
viduo integre el conjunto de fracciones espaciales en un
espacio global de referencia, aunque no esté fijo y sus lí-
mites sean imprecisos. Es sorprendente observar la ac-
tual multiplicación de esta clase de objetos. En efecto, las
«exigencias» de seguridad conocidas en nuestros días
llevan a establecer en todas partes una cantidad cada vez
mayor de barreras de filtrado, de puertas de seguridad, de
máquinas de rayos X para los equipajes, de sistemas de
cámaras de vigilancia, sobre todo en aeropuertos, por su-
puesto, pero también en centros comerciales, espacios de
recreación, museos, bibliotecas, instituciones públicas,
empresas, laboratorios de investigación, gated communi-
ties o inmuebles privados de acceso controlado, calles y

20 Nos atenemos aquí a un registro de atención sobre hechos ínfimos


que Pierre Sansot valorizó bien, a su manera, en Les formes sensibles de
la vie sociale (1986).

170
plazas públicas. Los objetos de la transición asegurada de
un espacio a otro son ahora las balizas comunes que jalo-
nan nuestros espacios vitales. ¿Le prestamos a esta evolu-
ción la atención que merece?
A veces, este fenómeno va acompañado por un despla-
zamiento que sólo es ideal: por ejemplo -un ejemplo li-
terario en este caso, pero cuya pertinencia en términos fe-
nomenológicos es incuestionable-, el «viaje» a Combray
que Marcel Proust narra a partir de la experiencia de la
taza de té y de la famosa magdalena, objetos que no lo
llevan fuera del campo, sino hacia un repliegue de la tra-
ma espacial, hasta entonces oculta. La transformación de
las cosas comunes le permite al narrador, y seguirá per-·
mitiéndoselo, realizar la primera experiencia sensible,
una vez almacenada, de recorrer, reconociéndolos, esos
fragmentos de la memoria espacial, que de ese modo vuel-
ven, a la luz de la vivencia, a un lugar muy preciso. Se po-
drían recordar numerosos casos en que los objetos institu-
yen anamnesis o evocaciones menos nostálgicas y compró-
meten más directamente los marcos actuales de la vida
social del individuo, aunque todos ellos aseguran la tran-
sición desde un «rincón del mundo» -es así como Gastan
Bachelard llamaba a la casa- hasta otro, sin necesidad
de recurrir al trayecto físico.
Desde luego, estos cuatro roles no son irreductibles en-·
tre sí; por lo general, un objeto «funciona» simultánea o
sucesivamente según esos diferentes registros. En todo
caso, me parece que la atención hacia los objetos se justifi-
ca por cuanto a menudo son, a mínima, comunicadores
entre la espacialidad (contribuyen a generar y organizar
operaciones espaciales) y los operadores espaciales.

La acción espacial
Podemos ocuparnos ahora del segundo postulado
anunciado: toda actividad compromete una relación del
operador con la dimensión espacial (ideal y/o material) de
la sociedad. No se pueden separar, pues, actos que serían
espaciales de otros que no lo serían, puesto que ya siempre
lo son. En efecto, incluso la práctica más simple exige do-

171
minar el espacio, poner en práctica diferentes tecnologías
de la distancia, jugar con el recurso espacial. Todas las ac-
tividades imponen alcanzar la buena organización espa-
cial, elegir el buen lugar para sí mismo y para las demás
realidades, el buen modo de relación con cada una de ellas
(y con sus espacialidades propias), que se disponen en si-
tuación. Aun cuando todos estos ajustes espaciales no lle-
ven a la conciencia del «practicante», que persigue otras
finalidades, remitirían a registros bien identificables de
la espacialidad humana.

No sobre, sino con

A mi juicio, los operadores no actúan sobre el espacio,


sino con el espacio. ¿Qué significa esto?: que el espacio no
es una simple extensión material, soporte de prácticas
-lo que la expresión «actuar sobre» denota y connota-,
sino un recurso2 1 social híbrido y complejo, movilizado y
así transformado en, por y para la acción. Por otra parte,
un rasgo permite diferenciar a los actantes humanos de
los no-humanos. Puesto que los humanos son actores so-
ciales dotados de atributos de lenguaje y reflexivos, y es-
tán insertos en una sociedad cuyas características organi-
zativas y sistemas normativos incorporan, el espacio se
·convierte en un verdadero bien social: de allí que resulte
iniportante hacer con él.
Los no-humanos, o al menos algunos de ellos, poseen la
capacidad, socialmente construida, de convertirse en pro-
tagonistas de una situación y contribuir así a lanzar y/u
orientar la actividad espacial de los humanos. Pero el es-
pacio no se les muestra nunca como un bien, y ello, justa-
mente, porque son operadores, y no actores. En el caso de
los no-humanos, el espacio es un material sin valor(es),
aun cuando las operaciones que se les imputan22 contri-
buyan a valorizar un espacio, a hacer de él, eventualmen-

21
Empleo el término «recurso» de manera neutra. Así, un recurso
puede ser una imposición espacial. El hecho de estar obligado a ajustar-
me espacialmente a vecinos que no aprecio encuadra en el recurso de la
necesidad de hacer con el espacio. Aclaro esto para expresar que no
abordo la noción de recurso en forma ingenua.
22 Y esta imputación siempre es obra humana.

172
te, una apuesta. Para los humanos, el espacio es ante todo
un recurso de valor(es).
Se puede definir el valor espacial como el conjunto de
cualidades socialmente valorizables de un espacio. Para
los operadores, este último no es un material neutro: cier-
tos espacios tienen más valor que otros, fenómeno muy ac-
tivo en los procesos de diferenciación espacial. Si bien esta
comprobación no deja ninguna duda, no por ello se debe
caer en la naturalización de los valores espaciales ni creer
en su carácter a-histórico. No se debe suscribir la idea de
que cada espacio tiene intrínsecamente un valor inmuta-
ble y eterno. Esta mitología sigue estando muy viva en el
sentido común y también entre numerosos practicantes y
expertos de la arquitectura del ordenamiento espacial,
del urbanismo.
El valor de un espacio es el que los individuos, los gru-
pos y las organizaciones, en un determinado contexto his-
tórico, proyectan y fijan en él, en razón del estado -en la
sociedad de que se trate- de los sistemas de definición y
calificación de los valores sociales. Así, ha sido posible
mostrar la evolución de los valores afectados a la montaña
a partir del siglo XVIII en Europa, o a las costas (Corbin,
1990), y vincularla con cambios más generales de las sen-
sibilidades, de los esquemas intelectuales, de los conocí~
mientas, de los marcos económicos y sociales; entre estos,
el desarrollo de los medios de transporte y la consolida-
ción de las actividades recreativas y del turismo no deja-
ron de tener su influencia.
La cuestión del valor remite, pues, al análisis de las
condiciones sociales generales y a la condensación en las
disposiciones espaciales de valores (positivos y/o negati-
vos) por los actores sociales. Esta condensación -tanto
fisica, en objetos espaciales materiales particulares, como
ideal, en ideologías y representaciones- valoriza el espa-
cio y espacializa los valores, confiriéndoles así un registro
específico. Dicho fenómeno inyecta el espacio en el univer-
so del sentido e inscribe el sentido en la dimensión espa-
cial. Esta pareja interactiva espacialización-semantiza-
ción instaura el estatus de objeto valioso del espacio, esta-
tus cuyo alcance nos permitió apreciar el ejemplo del Wa-
terfront de Liverpool.

173
En ciertas circunstancias, en el marco restringido del
intercambio comercial, el precio es una forma de expre-
sión del valor espacial. La traducción del valor social glo-
bal en precio (valor social condensado) es un proceso com-
plejo. El caso del mercado inmobiliario en general y urba-
no en particular se revela, desde este punto de vista, muy
interesante para circunscribir la construcción de los valo-
res espaciales, su circulación en la interacción entre los
actores y su papel en el proceso de construcción de nuevas
disposiciones urbanas.
No se trata de reducir el valor de un espacio a su eva-
luación inmobiliaria, como bien raíz, sino de comprender
mejor que en el mercado rigen poderosas convenciones
normativas de evaluación y valorización, construidas y
aceptadas tanto por los vendedores como por los compra-
dores, es decir, un modo común y convenido de designa-
ción de un orden de magnitud de las cosas (en este caso,
los valores espaciales). Así, la evaluación del valor mone-
tario de un bien se basa en criterios simples, a la vez «ob-
jetivos» (ubicación en la ciudad, accesibilidad, atractivos
del bien, del entorno y del barrio) y «subjetivos» (represen-
taciones de las mismas ubicaciones, accesibilidad y atrac-
tivos que poseen los operadores, articulados con la visión
que tienen los vendedores de la imagen que las diferentes
categorías de comprador-tipo se hacen de los criterios an-
tes mencionados).
·Esta construcción y estabilización del valor espacial en
el valor inmobiliario no se resume en la asignación de un
precio. En efecto, este sólo es tal respecto de los discursos
que lo acompañan (el muy específico y estandarizado de
los anuncios inmobiliarios, el de las publicidades para
operaciones de construcción, el del intercambio entre el
comprador y el vendedor, etc.) y lo hacen circular entre los
operadores. Así, al enunciado discursivo, escrito -forma
que ofrecen las convenciones más unificadas y económi-
cas, sin duda las más significativas en términos de eva-
luación y las más abiertas a las comparaciones intra e in-
terurbanas- u oral, que caracteriza al bien se agrega el
precio, que condensa en valor monetario las cualidades
(objetivas y subjetivas) evaluadas, cualidades que el de-
mandante adquirirá con el bien en cuestión. Este conjun-
to «precio+ calificación discursiva convencional» (donde

174
cada elemento sostiene y justifica al otro), reificado por
los propios protagonistas y que ante todos aparece, a par-
tir de ello, como exterior a las personas, como un dato ob-
jetivo que expresa el estado de una fracción urbana, cons-
tituye un indicador mixto (cuantitativo y cualitativo) del
valor espacial.
El precio traducido en cifras de los valores espaciales
puede ser considerado un buen indicador de la importan-
cia de estos, aunque no se llegue en verdad a identificar
únicamente en el precio lo que en realidad son. Por el con-
trario, si al análisis de los precios inmobiliarios se agrega
el de los sistemas discursivos que están asociados a los
precios, y si se intenta pensar las lógicas y las formas de
esta asociación, se ingresa en un proceso de comprensión
de los valores fijados y de los modos de fijación de estos.
Por añadidura, se da la posibilidad de diferenciar espacios
(dentro de una misma entidad urbana y/o entre diferentes
entidades) que, reunidos en una misma clase de precios
inmobiliarios, resultan, sin embargo, muy diferentes en
cuanto a las convenciones discursivas que publicitan la re- ·
presentación de sus valores y en cuanto a los valores que se
les asigna.

Los dos recursos de la acción espacial

¿En qué consiste exactamente este recurso espacial


cargado de valor, que un operador puede movilizar en una
acción cualquiera?
l. Hay, ante todo, un espacio ya dado, es decir, una dis-
posición preexistente a la acción, a la vez como materia
organizada, mensajes e imágenes. Tomemos dos ejemplos
aparentemente muy poco comparables: Times Square, en
Nueva York, y un aula cualquiera de un instituto cual-
quiera. Cuando entro a un salón de clases, el espacio se
presenta formalizado, está (¿bien?) dispuesto: la sala está
cerrada, delimitada; las mesas y las sillas se hallan en
cierto orden; las paredes pueden estar cubiertas de carte-
les (y las mesas, de graffiti); el pizarrón, si no ha sido bo-
rrado, deja ver las anotaciones de una clase anterior. Los
operadores se apoderarán de esta forma y de los signifi-
cados que la caracterizan. Se inscribirán en su espaciali-

175
dad, que consiste, por ejemplo, para un docente, en co-
menzar de buena o mala gana por borrar el pizarrón, lo
cual induce una posición relativa con respecto a los otros
operadores, posición que no puede dejar de tener efectos.
Al respecto, se sabe que en ciertas circunstancias resulta
delicado volver la espalda a los alumnos antes de comen-
zar a dictar la clase. Cuando llego a Times Square, me veo
enfrentado, en otra escala, con una situación comparable,
tan rutinaria como la anterior si todos los días tengo que
atravesar ese espacio que es en sí mismo un mundo de ex-
periencias. Me es preciso captar un dispositivo material y
un universo de signos e imágenes, aquí proliferantes.
En ambos casos, debo colocarme en relación con todas
las realidades copresentes, en particular con la mirada de
esas realidades particulares que son las demás perso-
nas. 23 Tengo, pues, que encontrar las buenas distancias y
los buenos lugares. Pero he ahí que esto nos lleva a una
segunda dimensión de lo preexistente, es decir, a lo que le
permite operar a un operador, o sea, realizar operaciones
a partir de ese primer potencial que constituye la disposi-
ción de materiales, imágenes, mensajes.
2. En efecto, el actor actuará, habida cuenta de este re-
curso espacial o, más exactamente, de lo que de él apre-
hende, mediante el juego combinado de sus sentidos y sus
competencias prácticas. Los sentidos -no lo olvidemos-
no cuentan poco en la definición que el individuo formula
acerca del carácter de una situación. Cada situación de
acción instituye una configuración sensible, dinámica,
que expresa la interacción permanente, mediada por los
sentidos, entre el actor y aquello que lo rodea. Las rela-
ciones de un actor con los sonidos, los colores, las luces, las
temperaturas, los olores, pero también con la ergonomía
de los materiales (los de los suelos, las paredes, los obje-
tos), resultan fundamentales en la calificación que este ac-
tor hace de las condiciones de su experiencia.
Al respecto, los trabajos llevados a cabo por el labora-
torio Cresson, de Grenoble, bajo la autoridad de Jean-
Fran~ois Augoyard, constituyen avances científicos rele-
vantes. A partir de investigaciones dedicadas a los fenó-

23Los otros, por el hecho de su presencia, muy a menudo contribuyen


a «coconstruir» la situación espacial que experimento.

176
menos sonoros, Augoyard fue en la década del ochenta un
pionero del enfoque de los ambientes arquitectónicos
(1995, 1998). Demostró que el análisis de las situaciones
de acción debía abrirse al examen de la interacción sensi-
ble entre el individuo y lo que lo rodea, y propuso valiosos
programas de investigación, que permitieron precisar la
noción de ambiente (Amphoux, 1998) y profundizar en los
métodos de enfoque originales del entorno sensible (Gros-
jean y Thibaud, 2002). 24 Dos aspectos de esos trabajos re-
sultan particularmente importantes. Ante todo, el am-
biente es abordado de manera dinámica, puesto que no se
trata del contenido estático de una cosa construida, sino
de una interacción dinámica, in situ, entre un actor, un
entorno material y construido, un conjunto de representa-
ciones sociales, técnicas y estéticas referidas a ese entor-
no y a la propia práctica. Así, se puede demostrar que ca-
da acto establece una configuración sensible dinámica,
que vincula al individuo con lo que lo rodea.
Sin embargo -segundo punto fundamental-, esa re-
lación sensible sólo expresa una dimensión fisiológica dé
la acción espacial, pues el uso de los sentidos deriva de
aprendizajes eminentemente culturales. Los sentidos
constituyen una de las modalidades de expresión de las
competencias prácticas, entendidas estas como el conjun-
to de capacidades de que dispone un actor para llevar a
cabo una acción. Esas competencias prácticas, en lo que
concierne al espacio, las agrupo dentro del capital espa-
cial, es decir, el conjunto interiorizado de los modos de re-
lación (intelectuales y prácticos) de un individuo con el es-
pacio-recurso.
Ese capital, que se inscribe en el capital social de cada
uno, se constituye socialmente en y por la experiencia. Re-
sulta instituyente de la práctica espacial (sus registros y
modalidades), al mismo tiempo que es instituido por ella.
Contribuye a la definición de la identidad social de un in-
dividuo. Esta idea de capital me parece importante para
salir de un inmanentismo del hacer -detectable en nu-
merosos enfoques de las ciencias sociales que adhieren en

24 Métodos de microanálisis muy sutiles, sobre todo el del recorrido

comentado, que permite reunir los juicios de calificaciones sensibles


que un actor en desplazamiento enuncia acerca de lo que lo rodea.

177
mayor o menor medida al pragmatismo- que desconoce
la importancia de la memoria espacial, de los hábitos, los
usos y costumbres del operador en materia de juego con la
distancia. Si bien es cierto que cada acto espacial es una
aventura, abierta cuando menos al azar, si no siempre a lo
desconocido, esta aventura experimenta sus condiciones
de posibilidad. Entre ellas está lo que el actante conoce so-
bre el espacio y la espacialidad en general, sobre el espacio
preciso de la situación de experiencia que tiene que vivir y
de los registros de espacialidades que impone o sugiere.
Este saber más o menos objetivable, esta competencia
para pensar, sentir, actuar en la configuración dinámica
de la situación, proceden de una capitalización, de una in-
tegración mental de esquemas de aprehensión y de reper-
torios de acciones, fruto de las experiencias sociales. Hay
allí una buena parte de normas y valores colectivos, incor-
porados y traducidos al lenguaje particular, idiosincrá-
sico, del actor, y una buena parte de singularidades. No es
preciso ver en ese capital una férula, un determinante de
prácticas unívocas. La espacialidad, como toda acción so-
cial, se caracteriza más bien por la tensión dinámica entre
la costumbre, la rutina, la reproducción y la creatividad,
la innovación, el cambio, la espontaneidad adaptativa. Ni
inmutable ni exclusivamente cambiante, une lo invaria-
ble y la variación, impulsa a apreciar todo y su contrario,
y lo justifica mediante un juego de lenguaje. Georges Pe-
rec ·había puesto de manifiesto muy bien, a su manera, la
contradicción de sus gustos espaciales en un texto famoso,
«De la dificultad de imaginar una Cité ideal», del cual no
resisto citar las primeras frases (Perec, 1985, págs. 129-31):

«No me gustaría vivir en Norteamérica pero a veces sí.


No me gustaría vivir a la intemperie pero a veces sí.
Me gustaría vivir en el quinto pero a veces no.
No me gustaría vivir en una torre pero a veces sí.
No me gustaría vivir de expedientes pero a veces sí.
Me gusta vivir en Francia pero a veces no.
Me gustaría vivir en el Gran Norte pero no demasiado
tiempo( ...)».

El resto del texto prosigue según el mismo procedi-


miento de afirmaciones contradictorias. Perec expresa

178
una lógica a la vez paradójica y esencial, que nos aleja de
la supuesta incoherencia de los locutores para llevarnos
ante un hecho fundamental: los actores eligen la contra-
dicción con perseverancia, desbaratan los pronósticos en
materia de acción, se muestran difícilmente asignables a
categorías en los casos de una matriz de prácticas dema-
siado rígida y que olvida que, en lo que atañe a'los ape-
titos y los rechazos, los individuos mezclan los géneros.
Así, en el momento en que una acción va a comenzar, el
operador tiene la posibilidad de explotar, más o menos ex-
plícitamente -según los niveles de objetivación, que pue-
den mostrarse muy variables-, dos tipos de potenciales:
el potencial de la disposición preexistente y el potencial
del capital espacial que le ofrece identificar, mediante los
sentidos y la cognición, la situación espacial de experien-
cia en que se halla. A partir de esto, y en un juego perma-
nente de adaptación y ajuste, el actor dispone espacial-
mente las realidades espaciales, organiza esas realidades,
materiales e inmateriales -entre ellas, él mismo-, en un
dispositivo de distancias relativas.
Este dispositivo, que es siempre un trabajo con el espa-
cio y las distancias, expresa la espacialidad: ¿qué queda
de él una vez que cesa la situación precisa a la que da lu-
gar? Un dispositivo, una disposición de materiales, men-
sajes, imágenes (el salón de clases, Times Square, para
volver a nuestros ejemplos), más o menos modificados por
la acción interactiva del operador y un capital espacial,
también él más o menos modificado y enriquecido por la
experiencia y por su memoria (selectiva). Y el todo queda
a la espera de nuevas acciones.
Una vez planteado esto, cerremos pues el círculo: cuan-
do el actor, al actuar, hace con el espacio (a menudo, en in-
teracción con otros actores), contribuye a poner en mar-
cha y en forma nuevas disposiciones espaciales; por lo
tanto, fabrica espacio. Se comprende entonces que la rela-
ción entre espacio y espacialidad no exprese una relación
causal simple, una consecución entre los dos términos.
La organización del espacio geográfico, en todas las es-
calas, desde el lugar hasta el Mundo, se inscribe en la ins-
tauración y a la vez procede de la combinatoria de las ac-
ciones de los actantes. Ese proceso de construcción del es-
pacio-recurso por la espacialidad en verdad no ha finali-

179
zado, en el sentido de que sólo una minoría de actores ac-
túa para organizar a sabiendas, explícitamente, el espacio
colectivo (aunque cada individuo pueda contribuir a la
construcción del espacio, como lo demuestran las prácti-
cas). Tampoco está ya totalmente regulado y controlado,
aunque haya numerosas instancias que enuncian y apli-
can más o menos directamente la norma espacial. Así, la
construcción espacial de las sociedades mediante la agre-
gación de acciones constituye un proceso impuro, multi-
rracional, donde coexisten múltiples divergencias, los
controles son parciales y el desorden no da paso al orden.
Sin embargo, esta autoorganización relativa fabrica espa-
cio a partir de las acciones: semejante caja negra encierra
el enigma que moviliza al geógrafo.

180
4. Una geografía de las situaciones

Para intentar entreabrir, por lo menos, esa caja negra,


para salir de la opacidad de la complejidad (sin negarla) y,
pese a todo, pensar la acción espacial y sus funciones, pro-
pongo focalizar la atención en cómo los actores (individua-
les y colectivos) en acción fabrican espacio(s). A partir de
allí, importa analizar microsituaciones espaciales, aque-
llas donde se pueden captar mejor los juegos directos de
los operadores con el espacio. Se llama «situación» a una
convergencia relacional-lo que no significa consensual,
ni necesariamente prevista- de actantes en la cual se de-
sarrollan estrategias de los actores y se manifiesta la im-
portancia de las herramientas y de objetos diversos. En
una situación, los operadores, y sobre todo los actores, se
someten a la prueba del espacio.
Avanzaré en mi explicación basándome en casos que
me permitirán mostrar con claridad las características de
la espacialidad y que llevarán, en particular, a una mejor
comprensión de la complejidad de las disposiciones que
instaura una práctica espacial.

La prueba del espacio


Un ejemplo tomado de la literatura, que a mi parecer
es muy explícito, resultará útil a los fines de presentar la
acción espacial.

Un incidente

En un célebre pasaje de sus Mémoires, Saint-Simon re-


lata la vida y la muerte del príncipe de Conti, al que esti-

181
maba mucho. Al narrar los funerales de este, que tuvieron
lugar en febrero de 1709, Saint-Simon se detiene en un
episodio muy significativo para un geógrafo. Citaré un
fragmento bastante largo de ese texto del memorialista de
«estilo fulgurante», como lo designaba Montherland: «Se
celebró (...) un soberbio servicio, donde todo abundaba; la
familia sólo había invitado a los obispos y a los parientes
(...). El Señor Duque, el Señor Duque d'Enghien y el Se-
ñor Príncipe de Conti1 hacían el duelo. Los obispos se mo-
lestaron al comprobar que no contaban con sillones (... ).
Sin embargo, tras algunos movimientos, tomaron asiento
en sus "formas". 2 La regla habitual era que en esas cere-
monias todos debían recibir el mismo tratamiento que ha-
bría observado en vida el príncipe cuyas exequias se reali-
zaban. Por eso mismo, los duques debían disponer de si-
llones en un todo iguales a los de los príncipes de sangre
real. El Señor Duque, siempre afecto a las maquinacio-
nes, los había ocultado: sólo quedaban tres para los tres
príncipes del duelo (...). Los primeros en llegar se dieron
cuenta y se quejaron en voz alta, mas el Señor Duque hizo
oídos sordos. Poco después llegaron los Señores de Lu-
xemburgo, La Meilleraye y La Rocheguyon, quienes le ha-
blaron sobre el asunto; el Duque se excusó por la falta de
sillones y por no saber dónde conseguirlos, a lo cual los
tres duques le manifestaron que entonces iban a retirarse
junto con todos los demás. Esa pronta decisión asombró al
Señor Duque: quería dar un ejemplo de modo indirecto,
pero que rechazaran los sillones le parecía algo inacepta-
ble. Alegó que nunca había imaginado no ofrecerles sillo-
nes, que no sabía cómo hacerlo; luego, al ver que aquellos
señores ya le hacían la reverencia para retirarse, los ·detu-
vo y dijo que era necesario, no obstante, encontráí' el modo
de satisfacerlos. Entonces, la treta se reveló por entero: de
inmediato aparecieron sillones desde la parte de atrás. El
Señor Duque se excusó diciendo que no los había en sufí-

1 O sea, respectivamente, Luis III de Borbón, hijo del príncipe de


Condé -por lo tanto, nieto del Gran Condé- y cuñado del difunto, su
hijo y, Ímalmente, el hijo del príncipe de Conti, cuyos funerales narra
Saint-Simon.
2
Las «formas» eran bancos forrados en tela, o sea, asientos muy poco
dignos en comparación con los sillones, que ocupaban, como veremos, el
centro de la escena.

182
ciente cantidad para todos los duques, y, según las reglas,
se colocó uno junto al del Señor Príncipe de Conti, que era
en un todo igual al suyo, en la misma línea, y a continua-
ción otros cuatro o cinco, y luego todos los que había, uno
junto a otro, y uno más para el último duque, a los efectos
de que todos fueran considerados sillones, y que todos los
duques estuvieran sentados en ellos. Así se vio que los ha-
bía de reserva para casos de necesidad, con lo que lama-
quinación fracasó y el Señor Duque se mostró indignado».
Se ve aquí con claridad cómo se fijan los contornos de
una escena con (por lo menos) cuatro «participantes»:
1) los individuos-actores, 3 que actúan en función de su
rango, ponen en acción estrategias y buscan los medios pa-
ra alcanzar sus fines -en este caso, para satisfacer algu-
nos de sus apetitos; en otros, para hacer valer su posición-;
2) la sociedad cortesana, en la que se mueven los pri-
meros mencionados, que los hace existir tal como son (y ya
no como eran sus padres y sus abuelos, que bajo Luis XIII
vivían y se comportaban de otra manera) y a la que hacen
existir tal como ella es -una doble relación de configura-
ción-, y cuyo «arbitraje» algunos, en definitiva, aceptan a
pesar de todo, aunque poniendo de manifiesto su descon-
tento de actores;
3) el «colectivo» concreto, formado por la asamblea reu-
nida hic et nunc, la instancia social-en la que se desarro-
lla y se resuelve el incidente- que representa a la socie-
dad -una muestra probatoria de esta- y que mediatiza
la relación entre los individuos y la sociedad «abstracta»;
4) el espacio, por último, omnipresente.
Esta intriga, que se concentra en torno a la cuestión
del decoro, produce una espacialidad simultáneamente
«objetiva» -es decir, que se puede describir en términos
de distribución física de los objetos y los individuos, y de
sus múltiples y respectivos desplazamientos- y simbóli-
ca. La microgeografía, instituida por el ballet de los acto-
res y las cosas, constituye el síntoma visible, ante todo,
del disfuncionamiento del teatro social-cuando el Du-
que decide, por cuenta propia, asignar sillones solamente
a los príncipes del duelo y, después, cuando finge que no

3 Este episodio se sitúa al comienzo del proceso histórico de indivi-


duación e individualización.

183
puede poner en orden lo que los duques consideran una
escandalosa denegación de sus derechos-, luego del re-
greso a la normalidad. Aquí, el espacio tiene sentido, ha-
bla explícitamente a través del juego de presencia-ausen-
cia de los sillones. Estos, cuando el asunto queda resuelto,
reúnen -al conjunto de quienes tienen derecho, cuyo ran-
go los lleva a estar sentados en dichos asientos, y ni si-
quiera pueden considerar la renuncia a ellos, ya que la
pérdida del objeto sería una pérdida de identidad y de dig-
nidad- y delimitan -a estos y a otros individuos que, por
su parte, no pueden pretender gozar de tales asientos, los
que a partir de esto quedan relegados al trasfondo de la
escena, porque no son (aquí, en el sentido literal de la ex-
presión) del mismo rango-.
A partir y alrededor de los sillones -dotados por la
disputa, cuyo comienzo o final determinan, del papel de
operadores-4 se cristaliza una geografía social de par-
ticular legibilidad. Sin embargo, evitemos darles dema-
siada autonomía a los principios que permiten el desarro-
llo de esta secuencia, porque para cada uno de los partici-
pantes hay un otra parte de la relación con los individuos
y las cosas cuyo advenimiento permite este episodio. Y,
además, porque para cada actor hay un proceso de espa-
cialización que le permite enfrentarse con los demás y con
los objetos, en el marco de un sistema de reglas y valores
~xperimentados explícitamente o no, aceptados o no ...-
qué esta puesta en escena particular del funcionamiento
del espacio social pudo originar en torno al objeto-apuesta
del deseo de representación. El lugar cerrado del enfren-
tamiento5 narrado por el autor sólo me interesa como geó-
grafo porque se inscribe en un sistema de espacios y espa-
cialidades: el de la «sociedad cortesana» (Elias, 1974).

Un dúo

Se podría recurrir a otras situaciones más corrientes


e igualmente significativas. Por ejemplo, la que me tocó

·4 Aquí, los sillones desempeñan el papel de objetos distintivos.


5 No sin crispaciones, a la medida de la importancia de la afrenta a
los usos espaciales del decoro, sin los cuales, a juicio de los duques y de
Saint-Simon, no hay orden posible.

184
presenciar en ocasión de uno de mis desplazamientos en
el tren de alta velocidad (TGV), en 1999. Dos jóvenes (se-
gún me pareció, veinteañeros), que sin duda se conocían y
viajaban juntos, compartían una plataforma entre dos
vagones (la unidad estaba atestada). Yo también me ha-
llaba allí, esperando que el tren llegara a la estación. Los
jóvenes hablaban de una cosa y otra, en tono jovial, ale-
gre. Mientras el TGV disminuía la velocidad y se aproxi-
maba a la estación, la conversación de ambos se interrum-
pió, se instaló un silencio entre ellos, circunstancia que re-
gistré y que hizo que prestara mayor atención a mis com-
pañeros de viaje. En aquel momento estaban sentados
frente a frente, cada uno de ellos en uno de esos asientos
plegables, a uno y otro lado de las puertas del vagón -el
hecho de situarse frente a frente siempre atrae la aten-
ción del observador, pues maximiza las probabilidades de
alternar y de interacción espacial-. Uno de ellos estiró
entonces las piernas para distenderse. El otro reaccionó
de inmediato y le espetó, sin agresividad, en tono de bro-
ma: «¡Eh, quítate de mi espacio!», a lo que el primero repli-
có enseguida, en el mismo tono: «¡No es tu espacio; es el
espacio!», mientras recogía, sin embargo, un tanto las
piernas. Los dos protagonistas tenían, pues, una organi-
zación espacial para su proximidad. Esa microcontrover-
sia muy amistosa se cerró así, y rápidamente el contexto
de la situación cambió, pues otros pasajeros afluyeron a la
plataforma, para bajar lo más rápido posible.
Tenemos ahí una situación trivial de la vida corriente,
en la que se pone de manifiesto, a través de los hechos y
los gestos de ambos operadores, una dialéctica fundamen-
tal: la del espacio personal y la del espacio común. El pri-
mero de los jóvenes llevó a cabo, a juicio del otro, una in-
trusión en la esfera personal. Esta siempre existe, pero su
tamaño y sus límites varían según los contextos que impo-
nen las situaciones. No es la misma en un vagón lleno del
subterráneo en horas pico que en ese mismo vagón cuando
se halla casi vacío, o en una plataforma de TGV, o aun en
plena montaña, cuando se camina en soledad. Consecuen-
temente, las modalidades de su delimitación y del fran-
queamiento de sus límites (e incluso la posibilidad de tal
franqueamiento, sin que medie respuesta alguna de la
persona que sufre la intrusión) se modifican asimismo se-

185
gún los contextos. Aquí, el intercambio fue amistoso, pero
uno de los protagonistas sintió -cuando las piernas del
otro se estiraron hasta casi debajo de su propio asiento, o
sea, cuando los cuerpos estuvieron en una disposición de
contacto sólo correspondiente a las relaciones de tipo do-
méstico o íntimo- una amenaza a su integridad espacial.
Frente ala intrusión, la víctima utilizó el arma de la
defensa del espacio personal, pues a menudo esta resulta
eficaz. La réplica del intruso fue picante: al invocar el ca-
rácter no privado de la situación, entendía asegurar que
el espacio era común, y por lo tanto compartible, aunque
fuera al precio de una negociación, según el régimen par-
ticular del reparto en ese tipo de espacio. En una situa-
ción espacial interactiva de tales características, los ope-
radores definen, más o menos explícita y pacíficamente
-pues la construcción del espacio común no está exenta
de disputas y fricciones-, lo que pueden compartir, en
términos de experiencia, de actitud, de actividad, de aten-
ción a los demás y a las cosas, de relaciones distantes, de
juegos de posiciones y de limitaciones. Esta definición co-
mún exige, por supuesto, que los actores conozcan y reco-
nozcan la pertinencia de las reglas sociales y las normas
vigentes en un grupo humano, que contribuyen a determi-
nar, para todos y cada uno, las posibles modalidades de
actividad a las que es posible entregarse.
Uno de los dos jóvenes intentó -sin éxito- privatizar
el espacio para definir la relación que podía haber entre
ellos en el TGV. El espacio privado -cuyo tipo ideal es la
vivienda- es aquel en el que la presencia del mundo so-
cial queda, a juicio de los individuos, suspendida, en el
sentido de que sólo interviene por mediaciones (de los ob-
jetos), pues está colocado en posición de exterioridad y la
referencia predominante es la de lo doméstico, el sí mis-
mo, lo íntimo. Al respecto, parecería que en la actualidad
una creciente cantidad de actores ha erigido lo privado y
lo privativo en marco referencial para la calificación de
los espacios y sus prácticas. Para muchos individuos, el
espacio privado forma cada vez más el marco de referen-
cia que configura, por defecto, en ciertas circunstancias, el
espacio común. a
6
El automóvil es un tipo ideal de espacio privado (incluso íntimo),
cada vez más organizado para acoger el trabajo del conductor y de los

186
La actitud del intruso, su repliegue físico, pone de ma-
nifiesto que se niega a aceptar la relevancia de un régi-
men privado de interacción espacial y, a la vez, que ha en-
tendido bien el sentido de la conminación que se le ha diri-
gido, que la tiene en cuenta. El intruso comparte, por ende,
el mismo sistema normativo que su interlocutor, a quien,
por otra parte, pretende inducir, con su argumentación, a
que establezca una connivencia en torno al discutible es-
tatus de ese espacio en el tren y, por lo tanto, a sus usos le-
gítimos. Pero su repliegue no es total, y ambos protagonis-
tas encuentran entonces una nueva disposición de sus
piernas y de sus cuerpos. Ese ajuste refleja una reconcilia-
ción como consecuencia de la interlocución, de una nego-
ciación y de un acuerdo implícitos en que la vista desem-
peña un papel esencial acerca de la manera en que cada
cual puede colocarse y administrar la distancia con res-
pecto al otro.
Se crea así una organización espacial, determinada
por la ergonomía de la plataforma del tren, de la que yo
también formaba parte, puesto que mi propia posición re~
lativa y el tercero en cuestión que yo representaba inter-
venían también en la secuencia. Durante todo el inter-
cambio verbal, visual, corporal, lo esencial de la disputa
giraba sobre la cuestión del límite: el que discrimina, en el
marco de esta situación, el espacio personal y el espacio
común, y define, en consecuencia, el repertorio de actitu-
des posibles y la configuración del conjunto de las realida-
des copresentes. Ese límite espacial no es visible, aunque
estructure la relación, en una nueva ilustración del carác-
ter fundamental de la definición práctica del límite. 7 A
menudo, los límites son mentales e inmateriales, están in-
tegrados en el capital espacial de cada operador, y por ello
sus efectos son poderosos, pues perduran, se imponen aun-
que no haya barrera física, y organizan la espacialidad.

pasajeros, o sus respectivas distracciones -en particular, para que se


pueda sacar el mayor provecho al tiempo que demanda el desplaza-
miento mismo, e incluso a los embotellamientos-. Esta burbuja pri-
vativa se atribuye casi gratuitamente el espacio público urbano y tien-
de a imponerle allí su ley.
7 Aquello que Erving Goffman, cuyo trabajo es una fuente esencial,
demostró muy bien.

187
La disposición espacial de una situación

Este ejemplo debe ser pensado en los mismos términos


que el narrado por Saint~Simon: 8 los de una teoría de la
espacialidad que se apoya en el concepto de disposición es-
pacial. Esta expresión denota la forma de la dimensión
espacial de una práctica cualquiera, de un actor cual-
quiera. A partir de un marco material preexistente a la
convergencia de los actores -que constituye el funda-
mento del espacio de la situación, y procede del estado de
la sociedad material y de la c~vilización de la época-, el
desarrollo de una situación instaurará una disposición
espacial correspondiente a lo que está en vías de jugarse.
Se trata de un ensamblaje espacializado, circunstancial y
lábil, de objetos, cosas, personas, ideas, lenguajes, confi-
gurado en ocasión de la actividad de un actor. Este en-
samblaje dispone el espacio en y para una acción. La idea
de la formalización espacial de los componentes mate-
riales de la disposición parece evidente, pero, por añadi-
dura, en cada situación práctica los protagonistas dispo-
nen (en el doble sentido de la palabra) ideas, discursos, fi-
guras (eventualmente) en el espacio (Mondada, 2000). Es-
ta disposición les permite a los actores calificar, valorizar
y marcar el espacio práctico, espacializar los actos me-
diante el lenguaje. Nuestros dos ejemplos nos han colo-
cado ante este tipo de ordenamiento localizable y signifi-
cante de la acción en curso. Una disposición, que es a la
vez síntoma de las acciones e instrumento de estas, desa-
parecerá en cuanto tal con la situación precisa que la
vehicula y la sostiene: también a este respecto nuestros
dos ejemplos demuestran ser claros. Así pues, una vez que
el acontecimiento ha pasado, un espacio situacional no es
del todo el mismo ni, sin embargo, completamente dife-
rente, a la espera de una nueva ocasión de activación y de
la incorporación en otra disposición.
La disposición se despliega en el espacio según una(s)
escala(s) y una(s) métrica(s) vinculada(s) con los impera-
8 Se advertirá que aprecio mucho las historias con lugares constitui-

dos por asientos, ya que hasta la de Rosa Parks era una de esas histo-
rias. Encuentro en ellas materiales muy ricos para pensar los juegos
interactivos de distancia, de delimitación, de lugares. De esta manera,
la geografía se preocupa por el decoro.

188
tivos de la acción. Tomemos el ejemplo de una plaza pú-
blica, lugar de numerosas interacciones. Si uno se inclina
a la comprensión fina de la espacialidad, las cosas se vuel-
ven muy complejas, puesto que es preciso tomar en cuenta
la manera en que cada actor, todos ellos dotados de un ca-
pital espacial específico, compone la disposición que co-
rresponde a cada circunstancia de su práctica en la plaza,
para luego, por generalización, proponer un perfil de dis-
posición correspondiente a un perfil de actor. ¡Menuda ta-
rea, sin duda!
Para un actor que utiliza esta plaza, siempre según un
contexto de acción particular, la disposición constituye un
conjunto que asocia:
1) la forma espacial material tal como es percibida y
captada a través del filtro de los sentidos, de la cultura
personal, de los imaginarios y de las normas sociales inte-
riorizadas;
2) las representaciones y los lenguajes que expresan
esta percepción y esta aprehensión;
3) los movimientos del actor y los movimientos relati- ·
vos e interactivos de los demás actantes, pues si la acción
es una disposición, las modalidades de desplazamiento de
las cosas y las personas contenidas en la disposición for-
man, por supuesto, parte integrante de esta.
La forma material preexistente al acto espacial (es de-
cir, la «fisiografía» que mezcla en una configuración iden-
tificable, dotada de una cierta escala, atributos del medio
biofísico, objetos, artefactos arquitectónicos y urbanísti-
cos, etc.) constituye un recurso práctico que será incorpo-
rado específicamente por el actor en la disposición que
construye. Esta forma-recurso es al mismo tiempo una es-
tructura de orden -que contribuye a la organización de
cada disposición y a que esta sea comparable con las otras
que se crean en el mismo lugar- y un material que se
ofrece a la inventiva específica del operador.
El uso de la forma espacial material que, según sus ca-
racterísticas, le brinda mayor o menor potencial a la prác-
tica es producto del juego de los sentidos, como se dijo en
el capítulo anterior, pero también de la localización del
actor con relación a los sistemas normativos que definen
los modelos referenciales del espacio, los modos de prácti-
cas espaciales legítimas y de comportamientos y relacio-

189
nes autorizadas con los demás y con las cosas. Me parece
que esta noción de disposición tiene un doble interés. Ante
todo, permite analizar lo que significa la espacialidad pa-
ra un actor, en la mayor cercanía posible con los actos es-
paciales que realiza. En este sentido, encuadra en un pa-
radigma individualista. No obstante, también impone
examinar los valores sociales y las normas en que se ins-
criben las acciones individuales, sin abandonar nunca el
estudio de las condiciones de posibilidad de toda práctica
espacial.

Dispositivos legítimos

Ciertas disposiciones espaciales tienen un marcado ca-


rácter normativo y prescriptivo: constituyen modelos de
organización del espacio que son portadores, intrínseca-
mente, de modelos colectivos de las buenas prácticas so-
ciales. A este tipo de disposición -como la del entierro del
príncipe de Conti- se lo puede denominar dispositivo es-
pacial. Muy a menudo los ponen en acción actores con
elevado capital social (los actores políticos y sus relevos,
pero también ciertos actores privados: empresas, grupos
profesionales, etc.). Por generalización, se estimará que
un actor que en determinada situación cuente con un ca-
pital social significativamente mayor que los demás acto-
res tendrá la capacidad de construir un dispositivo, o sea,
de disponer el espacio de manera que pueda servir como
marco normativo para otros actores. Un dispositivo espa-
cial procede de una intencionalidad y se orienta a produ-
cir efectos de regulación del campo social y político. Extra-
polaré la palabra de los trabajos de Michel Foucault (1972,
1975), quien estudió los dispositivos particulares --<<disci-
plinarios»- que constituyen las cárceles, los hospitales,
los cuarteles.
El dispositivo es una configuración estable en la que el
espacio desempeña un doble papel:
1) el de operador de traducción, que permite la trans-
formación y la puesta en escena de hechos brutos en pro-
blema(s) social(es) y político(s). La palabra «problema» se
debe entender aquí como un enunciado que cristaliza el
interés de un grupo en la medida en que define una serie

190
de cuestiones que demandan respuestas y fijan acciones
de los operadores. Así, no todos los problemas exteriori-
zan una «crisis», un peligro: algunos son problemas «eufó-
ricos». Pensemos, por ejemplo, en el problema que consti-
tuye establecer estructuras necesarias a los efectos de que
un gran acontecimiento deportivo o festivo se desarrolle
del mejor modo posible. Mediante este papel de traduc-
ción, el espacio asegura la unión entre un conjunto de ac-
tores sociales, un conjunto de fenómenos y un conjunto de
destinatarios de los actos previstos y/o emprendidos (la
población como objetivo).
2) el de un soporte de delegación, a saber: un objeto es-
pacial organizado -material y cargado de valores-, so-
bre el cual nos apoyamos para que la acción alcance sus
objetivos.
Los trabajos de Bruno Latour (1989) pusieron de mani-
fiesto la pareja traducción/delegación, que luego fue trans-
puesta a la geografía (86derstr6m, 2000; Lussault, 1998).
Los ejemplos desarrollados por Michel Foucault permiten
comprender bien el juego dialéctico de la traducción y la
delegación a través del espacio. Los hospitales y las cárce-
les que Foucault estudió fueron concebidos para ser ope-
radores espaciales destinados, por sus características
morfológicas, a contribuir directamente al tratamiento
político de poblaciones que había que confinar, en el con-
texto de ese gran movimiento de encierro iniciado en la
época clásica, y a disciplinar por y con un yugo espacial.
El caso del panóptico de Bentham constituye una de las
cumbres de la arquitectura disciplinaria, puesto que se
trataba de proponer un medio formal a los efectos de que
ningún individuo ubicado en el edificio pudiera escapar
jamás a la escrutadora mirada de los guardias.
Dispositivos que no están a tal extremo marcados por
el control se caracterizan también por el juego traducción/
delegación. Una plaza pública ordenada espacialmente en
el marco de una política urbana de rehabilitación de un
barrio de hábitat social es un dispositivo que pone en es-
cena hechos tanto comprobados como inventados (remito
aquí a la insociable sociabilidad), 9 traducidos en proble-
9 Mediante esta expresión, tomada de Kant, se expresa la tensión

permanente que anida en los individuos entre la aspiración al lazo so-


cial y el rechazo de este.

191
mas (la incivilidad, la anomia, la falta de diversidad) que
es preciso tratar mediante la organización de un dispositi-
vo espacial virtuoso. Nada obsta a pensar que las panorá-
micas, los bellos paisajes y los sitios excepcionales --como
nos los muestran las guías turísticas y las revistas espe-
cializadas, así como nos prescriben las modalidades auto-
rizadas para frecuentarlos- constituyen dispositivos es-
paciales. Asimismo, los grandes parques de atracciones
(los de Disney, por ejemplo) son dispositivos espaciales
normativos, donde el espacio es el traductor y el operador
por delegación: aquí, una de las problemáticas reside en el
empleo del tiempo libre y la importancia que adquiere el
registro lúdico en las sociedades contemporáneas desa-
rrolladas. El espacio está organizado allí para que ningún
espectador escape al mandato de la diversión y todos en-
cuentren en todo momento un marco donde sus activida-
des sean consideradas funciones estándar a satisfacer.
También se podrían analizar desde este ángulo los gran-
des ordenamientos espaciales a escala macrourbana, des-
tinados a acoger competencias «deportivas» como los Jue-
gós Olímpicos.
Por otra parte, todo esto no representa sino la conti-
nuación de una lógica en acción desde hace mucho tiempo.
Al respecto, el urbanismo y la arquitectura «modernos»
han trabajado incansablemente en la cuestión del trata-
miento formal de las necesidades humanas. La Carta de
Atenas, al promover las cuatro grandes funciones urba-
nas (trabajar, alojarse, circular, recrearse) y definir un
vocabulario espacial para disponer del mejor modo cada
espacio funcional y organizar de manera óptima la coexis-
tencia del conjunto, propuso un repertorio de dispositivos
espaciales cuyo alcance fue notable. En el conjunto, el ur-
bánismo10 y el ordenamiento espacial constituyen formi-
dables instancias de producción de dispositivos espacia-
les, así como de definición y utilización de sus técnicas y
sus tecnologías. ,
Los dispositivos pueden existir tan sólo bajo la forma
particular del proyecto, del dibujo del diseño, mientras es-
tán poderosamente activos en el campo social, como lo de-
10
Por lo menos desde la aparición del urbanismo científico, al que se
acostumbra darle acta de nacimiento con la aparición, en 1867, de la
Teoría general de la urbanización, de Ildefonso Cerda.

192
muestra la historia de la arquitectura y del urbanismo
desde la época moderna. Allí, el dispositivo espacial se
manifiesta en la representación de idealidades que se
cristalizan en figuras (mapas, croquis, planos de conjunto,
fotografías, etc.). El ejemplo de la reciente campaña de
adjudicación de los Juegos Olímpicos 2012 constituye, al
respecto, un material pertinente para medir esta cons-
trucción de un dispositivo espacial en imagen, al que en
París se le quería hacer jugar sin duda el papel de opera-
dor de traducción y de delegación, para convalidar diag-
nósticos políticos sobre el estado urbano general de la ciu-
dad y legitimar objetivos de ordenamiento espacial a lar-
go plazo.
Ya he señalado que el paisaje remite tanto a la espa-
cialidad como al espacio: una disposición práctica, en si-
tuación, se convierte en paisaje a través de un operador,
sea cual fuere, pero en ciertas circunstancias el paisaje
puede ser pensado en cuanto dispositivo espacial legíti-
mo. En ese caso, los actores consideran formalizar un
paisaje que puede convertirse en autoridad. Puede tratar-
se de la organización de todo el material (y el paisaje es
entonces un dispositivo-producto, como en el marco de
ciertas operaciones urbanísticas) o de una información de
este mediante un trabajo de semantización. En ese caso,
se «convierte en paisaje» a una forma ya existente me- ·
diante un trabajo semiótico, y uno o varios operadores ele-
van a la categoría de paisaje una fracción del espacio. Ese
trabajo exige, en particular, poder poner en representa-
ción dicha fracción, en hacer de ella una fuente de imagen
y de relato.
Así, a través de las guías turísticas, de los relatos de
los viajeros y de sus imágenes, numerosas regiones han
sido convertidas en paisajes. Recordemos, por ejemplo, lo
que fue la historia del paisaje de montaña, un movimiento
que comenzó en el siglo XVIII. En dos siglos, la montaña
fue integrándose progresivamente como objeto geográfico
pertinente en el imaginario occidental. Y lo fue, por otra
parte, hasta la década del cincuenta del siglo XX, según
dos perspectivas: por un lado, la montaña constituyó uno
de los espacios de consolidación de las voluntades prome-
teicas de las sociedades, en cuanto fue intensamente in-
dustrializada, en primera instancia, y luego ordenada es-

193
pacialmente gracias a su acondicionamiento turístico; por
el otro, desde el siglo XVIII, la montaña cristalizó una
sensibilidad estética, espiritual, aunque hoy sea más bien
ecológica (Bozonet, 1992; Debarbieux, 1995, 2001).
En nombre, sobre todo, de la consolidación de esta
sensibilidad (de allí en más predominante·, a no dudarlo),
pero también mediante la transformación de la montaña
en zona turística, numerosas fracciones montañosas fue-
ron convertidas en paisajes. Entonces, se promovió un dis-
positivo espacial-que incorporaba a los montañeses, sus
prácticas y tradiciones- que permitía usos legítimos y,
en particular, se estimuló cierta manera de ver a la mon-
taña como paisaje natural y cultural. En efecto, no debe-
mos omitir un punto importante. Un dispositivo espacial,
en general, y paisajístico, en particular, implica siempre
un código oftálmico (Urbain, 1991), es decir, un conjunto
de prescripciones, más o menos explícitas, sobre las bue-
nas maneras de mirar y ver un paisaje. Gracias a esta pro-
moción del código oftálmico montañés, se comenzó a ver
bien a la montaña en cuanto paisaje, sin por ello dejar de
considerarla un medio geográfico «natural».
El ejemplo del Waterfront de Liverpool nos coloca ante
lo que fue un lento proceso de construcción de un disposi-
tivo paisajístico. Desde el siglo XVIII, los grabados mos-
traban el «retrato» de la ciudad de Liverpool vista de per-
fil desde la ribera derecha del río Mersey. Esta iconogra-
fía destacaba ya la función portuaria de la ciudad, enton-
ces en el comienzo de su expansión vinculada con su fun-
ción comercial y marítima. Aunque no había sido hasta
allí más que una ciudad de estuario, como cualquier otra,
Liverpool se consolidaba en cuanto gran lugar marítimo;
la iconografía, los discursos y las descripciones acompaña-
rían permanentemente su impresionante promoción (la
ciudad contaba con 5.000 habitantes en 1700, 58.000 en
1790 y 685.000 en 1901). El Riverside se convertía en el
ícono del poder urbano. En un primer momento -el de la
gloria creciente--, las imágenes y los textos insistían so-
bre todo en la actividad y las infraestructuras de esa zona
portuaria, marcada por la construcción de imponentes
diques durante todo el período de prosperidad.
Lógicamente, la declinación de Liverpool provocó tam-
bién la de la puesta en imagen de la ribera, cuya decaden-

194
cia cada vez más visible demostraba la crisis urbana. La
renovación urbana --como se ha señalado-- se basaba en
poner de relieve ese frente marítimo que acababa de ser
inventado, luego de veinte años de trabajo de los operado-
res locales, en calidad de dispositivo paisajístico de fuerte
legitimidad. El Riverside decadente se convertía entonces
en Waterfront reconquistado. Las vistas más antiguas
(las del siglo XVIII) no eran paisajísticas stricto sensu, si-
no un retrato, la descripción visual de una entidad perso-
nificada, que retomaba los rasgos estándares de la repre-
sentación de la mayoría de las demás ciudades de la épo-
ca. Ese tipo de imagen ciudadana proliferó entre los siglos
XVI y XVIII, y a menudo el grabador o el acuarelista no
hacían más que elaborar una variación en torno a un tipo-
ideal iconográfico. El dispositivo paisajístico, por su parte,
exige el afianzamiento de su singularidad, se lo debe reco-
nocer sin esfuerzo y tiene que manifestar su identidad.
Las descripciones visuales del siglo XIX mostraban sobre
todo un poder económico considerable, una actividad hu-
mana que bullía, y ensalzaban la audacia comercial e in-
dustrial de un imperio. Empero, tampoco allí había una
preocupación paisajística predominante; se pretendía ce-
lebrar en especial el poder portuario y urbano de Liver-
pool, y el de su burguesía marítima.
Hoy en día, la imagen urbana, o sea, esa relación entre
lo visible y el significado, se establece en torno al hecho de
que el Waterfront constituye, ante todo, un paisaje arqui-
tectónico y cultural estructurado por la actividad huma-
na, un patrimonio que es fuente de juicios estéticos y de
valores sociales. El paisaje del Waterfront es una inven-
ción reciente, una disposición circunstancial de elementos
construidos y de valores, realizada con la perspectiva de
renovar la urbanidad de Liverpool. Antes, en las imáge-
nes de Liverpool el paisaje era un incidente; hoy es la pro-
pia sustancia de la iconografia. Su imagen está ahora om-
nipresente, y el paisaje del Waterfront demuestra ser un
operador de traducción y de delegación:· se lo utiliza como
apoyatura para actuar y se cuenta mucho con su potencial
para aglutinar energías. Si los actores de esa renovación
están tan interesados -tanto en los documentos oficiales
de presentación del proyecto urbano de Liverpool como en
los que la postulan para que sea capital europea de la cul-

195
tura o para que se la convierta en Patrimonio Mundial de
la UNESCO- en exhibir imágenes antiguas del «retrato»
de Liverpool (la más antigua data de 1682), lo hacen para
tratar de inscribir su acción en una tradición histórica
«naturalizada», en una memoria, en una leyenda dorada,
pues nada mejor que la leyenda para justliicar las actua-
les empresas (cf. infra). Pero no nos engañemos: entre el
Riverside de fines del siglo XIX y el Waterfront del siglo
XXI no hay nada en común, fuera de las formas materia-
les residuales que han servido de asidero para la operación
de creación del actual dispositivo paisajístico legítimo.

Las tres relaciones con el espacio


He construido mi presentación de las disposiciones es-
paciales a partir de ejemplos de dos controversias en las
que se expresa un dllerendo en la apreciación de la orga-
nización del espacio y las espacialidades por los actores.
La historia protagonizada por Rosa Parks, que permite
captar esta noción, constituye un caso de conflicto, asa-
ber: una disputa que no se puede cerrar si no es por un
acuerdo o por la renuncia de los actores a proseguirla y
que tiene una fase jurídica. El tsunami del 26 de diciem-
bre de 2004 o la epidemia de neumopatía atípica constitu-
yen, por su parte, casos de catástrofe o de crisis. ¿Por qué
la focalización en este tipo de acontecimientos? No por
tendencia a lo espectacular, sino porque ellos permiten
poner mejor de manliiesto los desafíos espaciales de una
situación y observar de manera eficaz las prácticas espa-
ciales de operadores fortalecidos por el rigor, la aspereza,
la urgencia de una coyuntura.
No es, pues, una casualidad que los geógrafos se hayan
consagrado ampliamente, desde hace unos quince años, a
estos análisis, ocupando en particular el campo del orde-
namiento espacial y el urbanismo, en los cuales las situa-
ciones de controversias o de conflicto son innumerables.
Yo mismo pude aprovechar numerosos datos de microcon-
troversias que tuvieron lugar en el área urbana de Tours
(comuna de 135.000 habitantes, en medio de un área ur-
bana extensa, poblada por casi 350.000 habitantes), que a

196
mi juicio ilustran bien el interés de tales análisis. Expon-
dré a continuación el tenor de dos de ellas, que completan
los casos anteriores y ofrecen referencias sobre espacia-
lidades y disposiciones un tanto diferentes.

Dos controversias para pensar las situaciones

Desde comienzos de 2003 fue posible seguir en Indre-


et-Loire11 dos controversias espaciales de fuerte connota-
ción «medioambiental», cuyos desarrollos no dejan de es-
tar vinculados. En primer lugar, se trata del alboroto pro-
vocado por el proyecto de construcción de un gran incine- ·
radar destinado a tratar los residuos domiciliarios del
área urbana turonense, en el marco del «Plan departa-
mental de eliminación de residuos y similares» elaborado
con el fin de aplicar la ley. Luego, pudo comprobarse una
fuerte disputa, en varias comunas periurbanas situadas
en la gran periferia, en torno a una cuestión que durante
mucho tiempo había sido insignificante pero que poco a
poco se imponía en toda Francia, como un gran activador
de controversias: el esparcimiento de los efluentes de las
plantas de depuración por los agricultores.
A) En el primer caso, se constituyó un colectivo de aso-
ciaciones con el fin de luchar contra la construcción del
incinerador. Ese colectivo era bastante heterogéneo: mez-
claba asociaciones medioambientalistas con asociaciones
de vecinos de los lugares que podrían ser elegidos para la
futura implantación. Las motivacion.es de la protesta
eran diversas, aunque el discurso de que se ponía en peli-
gro el «medio ambiente» servía como integrador de esta
coalición. Empero, si se escuchaba con atención lo que se
sostenía, y se leían los textos difundidos en numerosas
reuniones y manifestaciones, se advertía la importancia
de la argumentación que consistía, para los eventuales
vecinos, en que un incinerador amenazaba la esfera de la
vecindad inmediata (topográfica). Dicha implantación po-
nía en riesgo un espacio social residencial que había sido
elegido, justamente, por su lejanía respecto de la ciudad
densa y sus perjuicios, perjuicios que el incinerador em-

11 Se podrían realizar observaciones comparables en toda Francia.

197
blematizaba, por lo cual era preciso seguir manteniéndolo
a distancia.
Sin el apoyo de los colectivos de vecinos, en los que pre-
dominaban las clases medias vinculadas con la función
pública -actores a menudo esenciales en ese tipo de mo-
vimientos, que denuncian la posible pérdida del valor en
dinero de sus bienes inmobiliarios-, las asociaciones me-
dioambientalistas, por sí solas, no habrían podido, sin du-
da, darle a la disputa semejante repercusión. El impacto
mediático llevó a los candidatos de izquierda (socialistas,
comunistas, verdes) del departamento de Indre-et-Loire,
en la campaña para las elecciones regionales de la pri-
mavera de 2004, a prometerles a los contestatarios una
moratoria respecto de la instalación del inéinerador en ca-
so de que fueran elegidos. Y esto fue lo que ocurrió, ya que
ganaron la elección. Así pues, el sindicato departamental
«Touraine limpia», que supervisaba la puesta en marcha
del antes citado esquema departamental y, por lo tanto,
del proyecto del incinerador, que era su pieza maestra,
pasó a ser dirigido por un socialista electo de una comuna
·periurbana. Ese candidato electo se vio así colocado en
una posición ambigua frente a sus pares y amigos.
Los defensores de la operación, por su parte, sostenían
la absoluta necesidad de hallar una solución para el trata-
miento de los residuos, ya que los procedimientos enton-
. ces utilizados estaban cerca de la saturación. Negaban los
daños medioambientales y garantizaban la inocuidad de
la incineración en todas las escalas. Aseguraban que el
equipamiento sería económicamente viable, que estaría
convenientemente insertado en el espacio circundante y
que la protección visual del vecindario sería perfecta. De-
nunciaban también el espíritu de egoísmo de los residen-
·tes periurbanos, grandes usuarios de las infraestructuras
colectivas pero poco dispuestos a aceptar la implantación
de estas en su cercanía, aun cuando el interés general lo
exigiera. 12 Esta controversia sobre emplazamientos les
dio a los operadores la posibilidad de poner de manifiesto
una visión del mejor mundo espacial posible y, sobre todo,
de discutir acerca de las distancias adecuadas necesarias
entre los diferentes componentes urbanos.
12 Se observa aquí una denuncia corriente del·no menos corriente
síndrome NIMBY («not in my back yard)): «no en mi patio trasero»).

198
B) El diferendo referido a los efluentes de la principal
planta de depuración del conglomerado se desarrolló en
torno a una discrepancia, planteada en una decena de co-
munas periurbanas afectadas, a propósito del uso del es-
pacio agrícola integrado al área urbana. Se trataba, en es-
te caso, de la utilización, por parte de los cultivadores, de
residuos barrosos procedentes del tratamiento de las aguas
servidas, de los cuales se aprovechaba su riqueza como
materia orgánica. La controversia, mediatizada por la
.prensa local y desplegada en numerosas reuniones públi-
cas sumamente animadas, movilizó a numerosos protago-
nistas, sin que por entonces pareciera posible llegar a un
acuerdo:
l. Los agricultores que justificaban esa práctica, a ve-
ces basándose en la necesidad de minimizar el uso de com-
ponentes químicos, aseguraban que los residuos eran ino-
cuos. La mayor parte de ellos no deseaban hacer de ese
problema un conflicto mayor y procuraban minimizar su
influencia en la disputa.
2. Los residentes periurbanos que denunciaban, ante
todo, los perjuicios de carácter olfativo se preocupaban
también por la posibilidad de que los residuos contuvie-
ran «metales pesados» y otras sustancias peligrosas para
la salud y el «medio natural». La preocupación por los ries-
gos sanitarios y la degradación medioambiental era me~
nos evidente aquí que en el marco de la disputa por el in-
cinerador. Los vecinos se quejaban, entonces, por la pérdi-
da de valor potencial de su bien, un argumento recurrente
en este tipo de controversias (cf. infra).
3. Los técnicos que se esforzaban por resolver el pro-
blema de los olores proponían encalar los barros o ente-
rrarlos, solución que ciertos agricultores-dispersadores no
deseaban, en el marco de la implementación de técnicas
de cultivo sin labranza.
4. Diversos expertos designados por los responsables
de la planta, pero también otros que respondían a los opo-
sitores, pugnaban por demostrar la validez de las respec-
tivas posiciones de cada grupo.
5. Los candidatos electos de las comunas más impor-
tantes y centrales del área urbana hacían hincapié en la
necesidad de alcanzar una solución para la cuestión de los
efluentes. Se podía, por supuesto, incinerarlos, como re-

199
clamaban aquellos que vivían en su vecindad, pero ese
tratamiento era costoso y, como se había visto, la instala-
ción de un incinerador no resultaba sencilla. Vemos aquí
cómo se producía la unión entre esas controversias, aun-
que no todos los actores aceptaban ese vínculo. Los opo-
nentes a la diseminación de los efluentes se esforzaban
por separar los problemas, en un clásico afianzamiento de
su propio interés 13 y en detrimento del interés general.
Los candidatos electos de las comunas más urbanas, reu-
nidas en una comunidad de conglomerados, intentaban,
por su parte, imponer permanentemente una visión espa-
cial de conjunto del problema, en un contexto en que la co-
munidad de conglomerados realizaba un colosal esfuerzo
de inversión a los efectos de modernizar y aumentar la ca-
pacidad de tratamiento de la principal planta de depura-
ción, la que proveía lo esencial de los efluentes, en aras del
mejoramiento de la calidad del medio ambiente urbano.
6. Los candidatos electos de las comunas afectadas por
la dispersión de efluentes suelen inclinarse a preferir el
apoyo más o menos explícito de sus habitantes periurba-
nos y electores, antes que jugar la carta de la solidaridad
urbana entre electos de una misma área funcional, solida-
ridad que reclaman en muchas otras circunstancias. Es-
tos políticos electos procuran igualmente no alejarse de
los agricultores, que a fin de cuentas no son muchos.

Peligro en la morada

En el curso de estas dos controversias, los actores del


diferendo se oponían confrontando siempre sus concepcio-
nes acerca del buen ordenamiento del espacio, de las dis-
tancias convenientes entre las realidades sociales, de los
límites que debe haber entre los diferentes subconjuntos
dentro del área urbana y entre esta y los perímetros «ru-
rales». Sus discursos oscilaban permanentemente entre la

13 Ese interés situado es el de la esfera de vecindad, de ese microespa-


cio social de la proximidad topográfica, aun cuando en otros casos se re-
duce al interés individual. La utilidad pública se disuelve entonces en
el utilitarismo de cada cual. Así, por ejemplo, un miembro del colectivo
opositor siempre puede dejar de ser solidario si estima que la cuestión
no vale la pena.

200
anteposición de lo local, y su particularismo reivindicado,
y el sustento en generalidades normativas. Se trataba así,
en el caso de los residentes periurbanos -puntas de lanza
de los movimientos opositores-, de focalizar las preocu-
paciones en la esfera de la vecindad cotidiana y, al mismo
tiempo, cuidarse de la acusación de egoísmo por la movili-
zación de grandes principios e ideas generales sobre el
buen espacio, la buena sociedad, la buena salud para to-
dos, el buen medio ambiente perdurable. Los candidatos
electos del conglomerado invertían el orden de los facto-
res. Privilegiaban, ante todo, los principios de mayor esca-
la: la voluntad de contribuir al desarrollo sustentable, la
necesaria coherencia territorial del ordenamiento espa- ·
cial del área urbana, las indispensables solidaridades en-
tre todas las fracciones de territorio de esta. Luego inten-
taban insertar lo local y lo infralocal en esta perspectiva
generalizadora.
En un momento u otro, todos invocaban la necesidad
de preservar el carácter «campestre» de esas fracciones .
urbanas periféricas. Los agricultores eran los menos im-
plicados por esta temática, pues la campaña de la que
aquí se trata es un mito de los habitantes urbanos. Pero
las opiniones divergían luego acerca de la naturaleza de
la amenaza que pesaba sobre esa Arcadia. Para los resi-
dentes periurbanos opositores, el proyecto del incinerador
o la diseminación de efluentes constituían un cuestiona-
miento de ese carácter «campestre»; los promotores de ese
proyecto y de esos usos garantizaban, por el contrario, su
mantenimiento, e incluso anunciaban que ese paso era in-
dispensable a los efectos de conservar, a escala del conglo-
merado, la calidad de los espacios urbanos en general y de
la campaña en particular. El esfuerzo local necesario para
admitir un ordenamiento espacial debía permiti.J.· el mejo-
ramiento de las condiciones para una mayor cantidad de
ciudadanos.
Por otra parte, la retórica de la «exp()sición al peligro»
(Hirschmann, 1991) era movilizada constantemente, en
particular entre los habitantes que denunciaban la inmi-
nencia de numerosas amenazas: probable ruina del medio
ambiente, riesgos sanitarios, devastación de paisajes, im-
pacto sobre la tranquilidad y la calidad de vida, y coro-
nando todo esto, perjuicio financiero importante e irrepa-

201
rable, producto de la imparable pérdida de valor moneta-
rio de las propiedades inmobiliarias. Resultaba claro que
el valor inmobiliario servía para cristalizar el debate en
torno a los valores espaciales. 14 En el contexto francés,
donde la propiedad de la vivienda constituye un modelo
social predominante y funda la capacidad de muchos ma-
trimonios para constituir un capital económico negociable
y transmisible por filiación, no resulta sorprendente que
ese argumento tenga tal eficacia movilizadora. Pero la
«exposición al peligro» era utilizada por los otros actores:
los candidatos electos del conglomerado, por ejemplo, alu-
dían a la pérdida de la coherencia y la solidaridad territo-
riales, 15 o la del modelo técnico y económico del trata-
miento de los residuos por la colectividad. La «exposición
al peligro» constituye, sin duda, una expresión constante
en las controversias espaciales.
Estas disputas revelan, asimismo, la dificultad actual
para definir el régimen de verdad común que los protago-
nistas pueden aceptar. Los debates muestran la reivindi-
cación que cada actor hace de su derecho no sólo a hablar,
sino a decir la verdad. Muchos se apoyan.en el espacio y
en la espacialidad para probar la veracidad de sus argu-
mentos. Hay allí una forma de interacción en que la inter-
locución se reduce a una yuxtaposición de monólogos
absolutistas, en el sentido de que cada interlocutor eleva
una opinión particular a la categoría de idea de alcance
general. Tal situación impone un análisis decididamente
pragmático, que consiste en aprehender y analizar los
discursos en que cada operador expone su verdad y, even-
tualmente, captar cómo se alcanzan acuerdos momentá-
neos. Este particular contexto explica, sin duda, que mu-
chos proyectos de ordenamiento espacial no lleguen hoy
Ém día a su término o experimenten fluctuaciones incesan-
tes a causa de las constantes prórrogas.
Todos los casos de controversias espaciales que he re-
cordado en este capítulo -y desde el comienzo del libro-

14 En resumidas cuentas, se advertirá el carácter muy hipotético de


tal prejuicio, difícilmente evaluable después de todo, incluso en caso de
cesión del bien.
15 El hecho de que ninguna de las dos exista, y ni siquiera esté defini-
da, no obsta a que se pueda anunciar su pérdida. Se trata de ideologías
espaciales comprometidas en las acciones.

202
nacen de un acto espacial que plantea problemas, y el es-
pacio, a continuación, constituye el objeto-apuesta que
fija la atención y cristaliza las disputas sobre los valores.
En cada una de esas situaciones -y es posible genera-
lizar- aparecen tres cuestiones centrales idénticas:
l. Una de ellas es la del estatus, la organización y la ca-
lidad de los espacios involucrados (la zona bisagra del óm-
nibus de Montgomery, la disposición de los lugares en los
funerales, la plataforma del TGV, el sitio del incinerador,
los campos regados con efluentes). Casi siempre se produ-
ce, al respecto, una tensión entre el espacio común y el es-
pacio personal, tanto en el caso de los contestatarios como
en el de los responsables de proyectos o los defensores de-
las prácticas.
2. Otra cuestión es la de la relación entre el espacio co-
mún y el espacio personal, y otros espacios de referencia
(el entorno de los sitios controvertidos y, sobre todo, las
casas, pero también la ciudad centro, toda el área urbana,
la «campaña», incluso el vasto mundo). Allí es donde se
observa mejor el juego combinado de los operadores con
las distancias y los lugares.
3. Por último, está la cuestión de la legitimidad de los
actores que intervienen y de los actos e intervenciones
que se despliegan.
Así situados, los diferentes protagonistas multiplican·
los discursos descriptivos sobre una disposición espacial
legítima (aquello que es, según los actores, la buena forma
espacial) y abundan en la enunciación de propósitos pres-
criptivos con respecto a los espacios y sus usos; califican a
unos y otros refiriéndose en particular a grandes oposicio-
nes binarias, tales como bienlmal, justo/injusto, lícito/ilí-
cito, permitido/prohibido, etc., que remiten a poderosos
sistemas normativos, aunque los individuos no necesaria-
mente objetiven sus fundamentos ni todos sus aspectos.
En esos juegos de lenguaje interactivos, los actores se opo-
nen y enfrentan sus visiones del espacio y de sus valores.
Esas controversias aseguran, por consiguiente, la capta-
ción de los sistemas normativos que sustentan los actos de
los protagonistas y los correspondientes valores que estos
proyectan en los objetos, las cosas, las personas, los espa-
cios, los lugares, los comportamientos, las actitudes, los
discursos sobre sí mismo y sobre los demás; en suma, en

203
todos los ingredientes dispuestos por y para la práctica en
una situación.

Tres modos

Los ejemplos expuestos también ofrecen la posibilidad


de intentar una síntesis y definir tres modos de relación
del operador humano con el espacio geográfico.
l. El espacio material constituye, ante todo, un soporte
para la acción, cuyas características influyen sobre esta.
Sin que sea cuestión de caer en el fetichismo de la forma,
es necesario reconocer que ninguna configuración mate-
rial le ofrece a un actor la misma solvencia que otra. Toda
persona debe elaborar, pues, permanentemente una eva-
luación-calificación de ese soporte activo, que en ciertas
ocasiones puede constituirse en casi-protagonista, en ac-
tante de la situación. Así, en el caso del funeral del prínci-
pe, los sillones desempeñaron un papel esencial. Estuvie-
ron en el centro de una verdadera dramaturgia, pautada
por el pasaje de su notoria ausencia a su aparición no me-
nos notoria. Eñ. el caso de Rosa Parks, la disposición inter-
na del ómnibus fue un ingrediente esencial de la situa-
ción. Los asientos rebatibles del TGV, por su parte, en
cuanto imponían la ubicación frente a frente, estaban a
disposición de los actores en copresencia, quienes podían
utilizarlos como quisieran, incluso disputándose su uso, o
actuar en función de la neutralización de este (como en el
caso del pasajero que no desea que otro se instale frente a
él). El soporte --como ya se habrá entendido- no resulta
neutro ni es la simple sombra proyectada desde un nivel
instituyente cualquiera, sino un componente dinámico y
dinamizable de la espacialidad.
2. Todo esto nos ofrece la transición hacia el segundo
plano relacional, el del espacio como instrumento de la
acción. La cuestión resulta bastante clara en el caso de las
situaciones elegidas. Desde este punto de vista, las dispu-
tas a propósito del incinerador y del esparcimiento de
efluentes son interesantes, pues nos enfrentan con la pro-
blemática de las políticas espaciales, donde se cruzan y se
mezclan numerosos operadores en múltiples situaciones
de prueba. En ese campo, el espacio no es más que la su-

204
perficie de realización de una serie de acciones, estatus al
que se lo reduce demasiado a menudo. Es un instrumento
esencial para la construcción de la legitimidad de los acto-
res políticos. Al respecto, es preciso destacar un punto
muy importante: mientras que la intervención sobre lo so-
cial, la cultura, la economía, etc., suele resultar muy poco
sensible tanto por sus medios como por sus resultados, el
espacio es una herramienta preciosa, puesto que constitu-
ye un material inmediatamente significativo de lo que se
ha emprendido. Si, por ejemplo, una empresa dinamiza-
dora de una práctica cultural, por más destacable que sea,
permanece en general poco activa en cuanto a presencia
en la opinión pública, incluso si resulta fácilmente cues-
tionable, cualquier emprendimiento cultural, por peque-
ño que sea, aunque haya sido desarrollado sin necesidad,
manifiesta la eficacia de la política que lo decidió. Por otra
parte, esta manifestación es doblemente eficaz, dado que
juega en el plano material-la presencia física de la edifi-
cación- y en el plano de las imágenes, a través de la ex-
plotación, mediante la comunicación, de la realización dé
tal implantación, ya que allí también el espacio resulta
mediatizable más fácilmente que cualquier otra dimen-
sión de la sociedad. Esto impulsa a las autoridades muni-
cipales a buscar la publicidad de las acciones emprendi-
das en todos los campos mediante el recurso casi sistemá-
tico de la espacialización.
El espacio constituye, pues, un material fundamental
para el establecimiento del régimen de visibilidad de la
política local, régimen de visibilidad esencial para la cons-
trucción de la legitimidad. Este afianzamiento del papel
fundamental del espacio, que consiste en asegurar el régi-
men de visibilidad de una acción en la sociedad, parecería
ser aplicable a todas las esferas de la vida social. Llama-
mos «régimen de visibilidad» al conjunto de disposiciones
espaciales que vuelven visibles las sustancias sociales pa-
ra los individuos y los grupos. Por otra parte, es posible
preguntarse si, a medida que crece la inmaterialidad de
los componentes de la sociedad, esta capacidad del espa-
cio (sus materiales, sus representaciones) para hacer visi-
ble, para conformar imágenes, o sea, para establecer la
unión entre la visibilidad y los significados, no está llama-
da a cobrar una importancia cada vez más decisiva.

205
Si bien esta instrumentalización no es plenamente
consciente y objetivable, en cuanto tal, por los protagonis-
tas, es forzoso admitir que estos saben jugar muy bien con
la espacialidad para lograr sus fines -piénsese, por ejem-
plo, en los actores políticos-. Por supuesto, el papel de
instrumento del espacio no se circunscribe a la materiali-
dad; las imágenes espaciales también se manifiestan en
actos, en los actos.
Al respecto, la campaña llevada a cabo en diciembre de
2006 por la asociación Los Hijos de Don Quijote, con el
propósito de denunciar las condiciones de vida de los de-
salojados, demuestra tanto el poder de visibilidad que otor-
ga el espacio como la destreza de los responsables de la
asociación para explotar ese poder. Instalar carpas en ple-
na ciudad, lograr que esa toma de lugares fuera puesta en
imágenes, resultaron operaciones espaciales de gran efi-
cacia. El éxito mediático y político de Los Hijos de Don
Quijote es, a mi juicio, un buen ejemplo de la importancia
adquirida por la «lucha de lugares» en nuestra sociedad.
Muestra también la capacidad del poder de la imagen es-
pacial. En todo caso, el acontecimiento espacial mediati-
zado obligó a los actores políticos a reaccionar con urgencia.
3. Insistir en las idealidades activas nos lleva al um-
bral del tercer plano relacional entre el actor y el espacio:
este es una realidad social que los operadores humanos
cargan de valores. Ya he presentado la noción de valor
espacial que permite traducir ese hecho esencial. A partir
de él, la acción espacial conlleva siempre un juego del ope-
rador con los valores del espacio. Más aún, la acción es lo
que permite realizar y actualizar valores, ·comprometién-
dolos en la práctica en cuanto valores espaciales, que sin
eso serían sólo referentes abstractos. Lo hemos compro-
bado en relación con los diferentes ejemplos presentados.

El análisis de la espacialidad obliga, pues, a tomar en


cuenta estos tres registros de relación con el espacio. Pero,
¿cómo hacer para ir más allá de una observación seca de
los actos de los operadores, una descripción fría de sus ac-
ciones y de las disposiciones que las expresan? ¿Cómo po-
ner de manifiesto la riqueza, la complejidad, el espesor
biográfico, histórico, cultural de la espacialidad humana?
El próximo capítulo sugerirá algunas pistas al respecto.

206
5. Los juegos de lenguaje
de la acción espacial

Todos los ejemplos que he propuesto muestran a acto-


res que actúan con el espacio y que lo hacen hablando. Es
este, sin duda, un punto fundamental: la geografía de la
espacialidad impone el rodeo lingüístico. Lo explicaré cen-
trándome en un terreno particularmente rico en la mate-
ria: el de la política local considerada como una espaciali-
dad particular, es decir, un juego (más o menos intencio-
nal, según el tipo de actos políticos) de los actores -los po-
líticos electos, en primer lugar- con el recurso espacial.

Un giro lingüístico
Partamos de una proposición simple: «Ninguna acción
humana es posible sin el lenguaje y el pensamiento» (Al-
thusser, 1994). Así pues, dado que los individuos hablan y
semiotizan incesantemente, la espacialidad, en cuanto ex-
periencia práctica del espacio social llevada a cabo por un
operador, es asible por los lenguajes que constituyen sus
instrumentos al mismo tiempo que sus manifestaciones.
Al actuar, cada actor despliega una economía semiótica:
produce ydifunde enunciados que adoptan características
muy variadas, desde la palabra «espontánea» hasta los
textos o los íconos más elaborados, a través de esos casi-
enunciados que son las formas de la práctica. Cualquier
análisis espacial, por mínimo que sea, confronta al inves-
tigador con una polifonía enunciativa, resultante del de-
seo y la necesidad inquebrantables que tienen los indivi-
duos de emitir mensajes, de su insaciable apetito por esos
<~uegos de lenguaje» (Wittgenstein, 2005) que en su multi-
plicidad, su apertura, su indeterminación, su incesante evo-
lución, nos sirven para modelar el mundo en que vivimos.

207
Por consiguiente, la enunciación excede el mero marco
lingüístico, ya que todo acto lingüístico es siempre un acto
social, dotado de una performance e investido de una es-
pacialidad. Un discurso pronunciado por .un funcionario
local electo, por ejemplo, debe ser considerado una verda-
dera práctica espacial, al mismo tiempo que un decir y un
hacer que forman y transforman el espacio. En este senti-
do, para un edil, organizar el territorio implica, ante todo,
producir texto, lenguaje, sobre el territorio y su organiza-
ción (Lussault, 1993). Por otra parte, las controversias y
los conflictos espaciales son también -y, últimamente,
¿acaso no es lo más difícil de resolver?- conflictos de pa-
labras e imágenes. Creo que todos los ejemplos que he
dado lo evidencian, y también lo demostrarán los ejem-
plos geopolíticos de conflictos territoriales.

Geografía y relato

A partir de esta premisa, planteo otro principio: el re-


lato constituye el registro fundamental del estar en el
mundo de los individuos. En cuanto instrumento esencial
de conversión de la interioridad en exterioridad, sean
cuales fueren el motivo de esta conversión y el deseo que
se persigue, el relato resulta indispensable para la exis-
tencia de los hombres en sociedad. El término «relato» es-
tá dotado de múltiples denotaciones, hasta el punto de
que parece difícil encontrar una definición única que sa-
tisfaga en verdad a todos los especialistas de las numero-
sas disciplinas.
Fuera del campo de la gramática, la palabra «relato»
tiene un significado que cubre vastas realidades lingüísti-
cas (a fin de cuentas, como «discurso» que puede ser em-
pleado para circunscribir el conjunto de realizaciones ora-
les o escritas y que engloba, pues, a «relato»), lo cual será
motivo aquí de nuestro interés. La lingüística, la semióti-
ca, los estudios literarios, la antropología estructural, la
historia, la filosofía, todas ellas han contribuido desde ha-
ce medio siglo a la reflexión sobre el relato y la narración,
y nombres muy importantes han producido obras desta-
cadas, como Vladimir Propp, Claude Lévy-Strauss, Algu:-
das Julien Greimas, Gérard Genette, Paul Ricceur, etc.

208
Si se tratara de enumerar grandes criterios que permi-
ten caracterizar al relato, cabría mencionar cuatro:
• un relato es un texto, y en particular un texto escrito
(aun cuando pueda ser emitido en forma oral; y en lo que
me concierne, conservo la oralidad en mi acercamiento al
relato);
• un relato despliega una sucesión temporal de accio-
nes, lo cual introduce un juego con el tiempo absoluta-
mente característico e indispensable para la existencia
del relato;
• un relato está organizado por la construcción de una
intriga que da sentido a esa sucesión;
• un relato está marcado por el compromiso de actan:-
tes (toda entidad que contribuye a la dinámica narrativa),
que por lo general verán modificadas sus propiedades
iniciales en y por la intriga.
Así pues, el relato es una formación discursiva particu-
lar, que se ubica dentro del vasto campo de lo narrativo y
de la narratividad, y que en amplia medida lo organiza,
Esto quiere decir que no toda narración se manifiesta bajo
la forma de ese acto de lenguaje específico que es el relato.
Hay otras formas narrativas, como el cine, las artes visua-
les (los comics), las artes plásticas. 1
Cuando se actúa, por lo general se realizan actos de
lenguaje y, sobre todo, se enuncia un relato de calificación
y justificación de los seres, de las cosas, de sus relaciones,
de los acontecimientos y de su desarrollo en el tiempo, y
de ubicación de uno mismo con respecto a todo el conjunto.
A partir de esta comprobación, sugiero que una acción
espacial se puede estudiar, en la mayoría de los casos, en
cuanto forma narrativa, a la que denomino relato de ac-
ción, que se revela como una manifestación al mismo
tiempo que un instrumento performativo de la acción con-
siderada. Una política territorial, por ejemplo, se puede
concebir entonces como un conjunto de prácticas espacia-
les que trabajan el material espacial bajo su forma ideal o
material, prácticas destinadas a organizar un territorio
legítimo de intervención y que se manifiestan mediante

1 En efecto, hay narratividad en muchos cuadros e imágenes fijas, co-

mo lo ha demostrado Pierre Fresnault-Deruelle en L'éloquence des ima·


ges (1993).

209
una economía semiótica especifica, con fuerte dimensión
narrativa. Más adelante ofreceré ejemplos de ello. Esta
economía semiótica debe ser captada a partir del examen
preciso de las situaciones -como las que he presentado
antes-, pero también, más globalmente, espigando entre
todos los enunciados que circulan sobre la escena que cons-
tituye una política local.
En efecto, el campo político tiene la característica espe-
cífica de que para configurarse cabalmente debe construir
una escena comunicativa e institucional, visible desde el
«exterior», es decir, para el caso, del grupo social territo-
rializado y de los individuos que lo componen. Sobre esa
escena publicitada, organizada y estructurada -no sobre
un campo isótropo, sino sobre un campo de fuerzas- se
colocan y se desplazan los diferentes protagonistas, que
siempre tienden a dar visibilidad a sus acciones e interac-
ciones. La escena política constituye una instancia en la
que se expresan tanto los conflictos y los desacuerdos co-
mo los acuerdos y los entendimientos, unos y otros bien
apareados.
· La escena y su publicidad son consustanciales al po-
lítico desde que este existe. Empero, las sociedades demo-
cráticas -en las cuales la cuestión de la representación
(en los dos sentidos de la palabra) del pueblo soberano re-
sulta esencial, y la creciente especificidad de la entidad
individual, así como su afianzamiento como libertad en el
marco de la transición del individualismo teórico al indivi-
dualismo práctico, introdujeron asimismo novedades radi-
cales al cabo del tiempo- instauraron principios «escéni-
cos» diferentes a los de las comunidades tradicionales (Ba-
landier, 1984, 1992). En el caso de las políticas territoria-
les, esta escena resulta esencial en la medida en que la
cúestión del lugar del espacio en la acción se plantea en
todos los casos. Volveré sobre este punto.
Si la presencia de los políticos y de los actores institu-
cionales es fuerte y clara en esta escena, ¿a quiénes se di-
rigen cuando hablan y, por lo tanto, actúan?; ¿para quié-
nes ponen en acción la praxis? A mi juicio, destinan sus
actos y sus dichos a dos «entidades» diferentes.

210
l. El modelo territorial: una geografía legítima

Ante todo, se dirigen a un casi-personaje: el territorio


legítimo de intervención (o la fracción emblemática de te-
rritorio, como en el caso de Liverpool) del poder en cues-
tión. En suma, el territorio sobre y para el cual dicen que
actúan. Se sostiene aquí la hipótesis de que los actores po-
líticos institucionales son, ante todo, operadores territo-
riales, o sea, que el territorio es su tipo predilecto de espa-
cio de intervención. Incluso se puede pensar que aquellos
son los principales artífices de la territorialización. El
modelo territorial que todo poder elabora y mediatiza
asegura la presencia en la escena política de ese objeto es-
pacial relevante.
La noción de modelo territorial permite precisar las
características de la relación entre un operador político y
su espacio de acción. En efecto, ninguna instancia puede
actuar sobre el espacio si no cuenta con un modelo de este,
es decir, una vasta representación, aportada por la insti-
tución, de la configuración territorial que sustenta la ac-
ción política que la alimenta. Se trata de un conjunto de
mitologías e ideologías espaciales, incesantemente ali-
mentadas y actualizadas por las diversas narraciones y
descripciones activadas por los operadores políticos por y
para sus acciones. El modelo estabiliza, pues, en determi•
nado momento histórico, una disposición legítima del es-
pacio legítimo. Esta disposición organiza y dispone las
realidades sociales en sitios y lugares bien definidos, en
una geografía «oficial» dotada de sentido para los actores
políticos y sus administrados. Pone de manifiesto emble-
mas territoriales, como el Waterfront de Liverpool, paisa-
jes y otras fracciones significantes (espacios vitales más o
menos valorizados), así como prácticas sociales, «ideas» y
valores que, según se considera, manifiestan «caracteres»
locales, expresan un genio propio del territorio.
Durante la candidatura de París a los Juegos Olímpi-
cos de 2012, los operadores políticos llevaron a las diferen-
tes escenas locales, nacionales e internacionales un mode-
lo territorial. Se comprende entonces, con este ejemplo, lo
que se puede entender mediante la expresión «geografía
oficial>>: un conjunto coherente y organizado de represen-
taciones de fuerte valor institucional, del cual se estima

211
que cristaliza la imagen de un territorio. A los fines de es-
ta candidatura, dicha imagen fue particularmente traba-
jada, como lo fueron la de Londres o la de Madrid, a partir
de las exigencias de la competencia entre las ciudades y de
la importancia del imaginario en las opciones de los inte-
grantes del Comité Olímpico Internacional (COI). Todas
las candidaturas serias resultaban convincentes técnica y
funcionalmente, e incluso económicamente. Era preciso,
pues, ganar en otro terreno: el de la adecuación entre una
ciudad dotada de sus propiedades identitarias, y una com-
petencia embanderada en los «valores» olímpicos. Fue ne-
cesario hacer explícitas las cualidades propias de París,
además de congruentes con las aspiraciones del COL Sin
embargo, si bien París fracasó, ello no se debió, a mi juicio,
tanto a un déficit de imagen como a un exceso de ella: la de
una ciudad que constituía un mundo en sí misma, apo-
yada en un capital-imagen formidable, más para admirar
que para compartir. Mientras tanto, Londres se presenta-
ba como un lugar de recepción más neutro, más abierto a
quienes quisieran investirlo, y Madrid, como una ciudad
joven, en devenir, que tomaba los Juegos en cuanto ins-
trumento para proseguir la movida madrileña.
El expediente sobre la candidatura de París 2012, 2 es-
pectacular y alegórico, aseguraba, en primer término, la
puesta en imágenes y en palabras de un espacio parisino
.mítico: el de «la ciudad más hermosa del mundo», caracte-
rizada por emblemas territoriales «extraordinarios». ·Pai-
sajes (Montmartre, los muelles del Sena) y lugares (la To-
rre Eiffel, el Louvre, Notre-Dame, los Champs-Élysées ...
y también el Estadio de Francia, signo de los tiempos que
cambian) eran elogiados por entusiastas personalidades,
a menudo cercanas al pasmo, con ese sentido de la hipér-
bole que por lo general se le confiere a esta clase de testi-
monio militante. Sin embargo, también se insistía en las
prácticas ciudadanas ideal-típicas, de manera de explotar
el filón de la alegre sociabilidad de París, puesta de mani-

2 De una gran sofisticación, reunía filmes, documentos en papel, una


abundante iconografía, un sitio web, y también se basaba en manifes-
taciones populares de apoyo in situ (como la transformación de los
Champs-Élysées en un vasto espacio de práctica de casi todos los depor-
tes olímpicos), así como en la visita del grupo de expertos orquestada
como un descubrimiento del genío propio de París.

212
fiesto por la importancia de los bistros, de las terrazas, de
los espacios públicos.
Todo ello debía dar testimonio de la existencia de un
alma urbana, de una civilidad, incluso de una civilización
específica. Esta imagen geográfica iba acompañada por la
puesta en escena de una leyenda local, hecha de grande-
za, de audacia, de proyectos siempre realizados, de cruza-
miento entre el destino de París, el de Francia y el del
mundo, y se apoyaba en ella. De este modo, se procuraba
demostrar, mediante el recurso de la verdadera novela de
la historia oficial, que París siempre había sabido y podi-
do construirse a partir de grandes desafios, de realizacio-
nes majestuosas. Por eso mismo, se quería establecer una
filiación natural entre el futuro éxito de los Juegos en Pa-
rís y los múltiples éxitos pasados, como el del renacimien-
to del olimpismo. En suma, se inscribía la historia en la
actualidad de una geografia legítima.
El expediente proponía, finalmente, una abundante
iconografía y descripciones de las operaciones urbanas
previstas para 2012, o sea, de una París esta vez imagina-
da y en imágenes, de un porvenir radiante. El modelo te-
rritorial parisino, aquí captado merced a un episodio que
exigía que fuera muy explícitamente consignado, 3 unía,
por lo tanto, el pasado, el presente y el futuro en un mismo
conjunto coherente de relatos y figuras. Mas esto puede
ser generalizado a todos los casos, pues se trata de una
constante.
Un modelo territorial es, así, un conjunto que media
entre la fabricación de espacio por el político y las disposi-
ciones espaciales que componen el territorio. Este con-
junto no necesariamente adviene de modo pleno y total a
la conciencia de los protagonistas en cuanto modelo terri-
torial formalizado de la acción. Empero, como instrumen-
to al servicio de la autoridad legítima, está presente desde
que el espacio es invocado, pues ningún actor político pue-
de actuar si no cuenta con una visión, aunque sea rudi-
mentaria, al mismo tiempo retrospectiva y prospectiva,
3 Esta necesidad vuelve a aparecer cada vez que un proyecto im-
portante exige mediatizar en la escena de la comunicación lo que el ope-
rador político desea hacer. Esto explica el hecho de que el dominio de
las políticas de ordenamiento espacial sea propicio para el análisis de
los modelos territoriales.

213
del espacio donde se producirán las acciones. Este conjun-
to asegura la traducción de los valores, mitologías e ideo-
logías sociales en valores, mitologías e ideologías espacia-
les de alcance general y espacializadas, es decir, afectadas
a un(os) espacio(s) particular(es). Los valores, mitos e
ideologías del modelo territorial no son herméticos a los
saberes científicos, sino que se alimentan de ellos. No re-
sulta infrecuente, sino al contrario, que los contenidos y
los métodos de las ciencias sociales estén incorporados 4
en los modelos territoriales. Incluso se puede estimar que
los actores de las políticas territoriales suelen esforzarse
por consolidar las ideologías espaciales mediante argu-
mentos autorizados extraídos de los saberes científico-téc-
nicos «objetivos>>.
Por ejemplo, la «noción» de world class city, utilizada
por los operadores de Liverpool, remite de hecho al enfo-
que de la metropolización tal como es clásicamente abor-
dado por los especialistas anglófonos de estudios urbanos.
También se puede interpretar, por contraste, el enojo de la
alcaldía de París como consecuencia de la difusión, en ene-
ro de 2006, de las principales conclusiones de un estudio
llevado a cabo por universitarios especialistas en econo-
mía urbana y ordenamiento espacial, que estimaba que la
política municipal de transporte no resultaba productiva
(Prud'homme, Kopp y Bocajero, 2006). Los autores, que
comparaban los casos de París y Londres, consideraban
que los costos económicos directos e indirectos de la res-
tricción de los desplazamientos en el ámbito del área ur-
bana, así como los impactos contraintuitivos en términos
de contaminación, 5 determinaban que se planteara la
duda acerca del buen fundamento de la estrategia munici-
pal. La impulsiva y mediatizada reacción del alcalde, to-
cado en su fibra íntima por la afirmación de que Londres
también superaba a París en materia de transporte, de-

4
A través de operadores como, por ejemplo, la Délégation a l'Aména-
gement du Territoire et a l'Action Régionale (DATAR), las agencias de
urbanismo, los servicios estatales o de las colectividades locales, pero
también de los propios especialistas de las ciencias sociales, ya sea di-
rectamente, por medio de una peritación, o indirectamente.
5
Al andar más lentamente y circular, por lo tanto, durante más tiem-
po, los automóviles producirían mayor contaminación por cada kilóme-
tro recorrido.

214
mostraba con cuánto vigor se ponía en peligro, por la con-
tradicción científica, el modelo territorial que acompa-
ñaba la política de limitación del tránsito automotor.
Todo poder, sea cual fuere su grado de intervención,
elabora y mediatiza un modelo territorial: desde este pun-
to de vista, una autoridad local, un Estado o incluso la Co-
misión Europea están sujetos a la misma exigencia de
construcción de un modelo tal que relacione lugares califi-
cados de manera diferente, afectados por diversas funcio-
nes, y asigne a los habitantes el espacio virtuoso tal como
es diseñado por la política territorial. Por otra parte, se
supone que asegura la apropiación por los ciudadanos de
la referida política y del territorio resultante. Además;
constituye un medio para hacer sensible el lugar del es-
pacio en la acción y permitir que los habitantes aprehen-
dan el territorio de intervención como una totalidad orde-
nada, dispuesta por la acción.
Gracias al enunciado del modelo y a su mediatización
en la escena política, la globalidad de la entidad territorial
-sin ello muy incierta en su delimitación y contenido-
resulta figurable; sobre todo, porque se la puede transpo-
ner a mapas e imágenes, producidos gracias a los proyec-
tos,6 pero también para la comunicación territorial común
u otros tipos de fuentes, como las guías de turismo, las
obras enciclopédicas, los textos de especialistas en el aná~
lisis de los espacios y de sus ordenamientos. Señalemos,
por otra parte, que no todos los espacios están en condicio-
nes de ser trasladados a imagen, de ser figurados. Algunos
hacen «mejor figura» que otros, y en esto reside una de las
preocupaciones de los poderes políticos: trabajar sobre esa
posibilidad de transposición en imágenes del territorio y
de los lugares, de las áreas y las redes (de transporte, por
ejemplo) que los componen. También en este caso el ejem-
plo de Liverpool me parece particularmente claro. El caso
de la candidatura de París a los Juegos Olímpicos .2012
demuestra, asimismo, que la iconografía asegura de modo
eficaz la «mostración» (una exhibición que tiene el valor
de la prueba) de un modelo territorial: mapas, fotografías,
dibujos, etc., permiten la exposición magnificada tanto de

6 Desde el proyecto urbano más puntual hasta los grandes proyectos


a escala nacional, incluso internacional. ·

215
fracciones emblemáticas del territorio como de su perfec-
ción y planificación.
Aunque he forjado esta noción de modelo territorial a
partir de los análisis de los actores políticos, en la perspec-
tiva de una mejor comprensión de las relaciones entre la
instancia política y el espacio, se me permitirá adelantar
que también podría servir para el análisis de los actos es-
paciales de toda clase de actores sociales. Habría, pues, un
modelo espacial para cada individuo y cada operador co-
lectivo (las empresas, por ejemplo) involucrado en las prác-
ticas espaciales, al mismo tiempo como un instrumento
(cognitivo y tecnológico) de la acción y como una herra-
mienta de calificación y justificación de este, de retorno
sobre la experiencia. Ese modelo sería, en todos los casos,
el instrumento indispensable para la unión de la acción
humana con el espacio. Permite que un actor mantenga
juntas las realidades sociales en una misma configuración
espacial dotada de sentido y que constituye el marco (acti-
vo y reactivo) de la acción.

2. La fragmentación de lo colectivo

Los operadores políticos se dirigen igualmente a un co-


lectivo genérico y abstracto, poblado por entidades anóni-
mas (los habitantes), que adopta los rasgos de ese especta-
dor-actor formado por ciudadanos libremente reunidos y
que delegan su soberanía: los turonenses para el caso de
Tours, los franceses para Francia, los norteamericanos
para Estados Unidos. 7
El trayecto comunicativo que va de las autoridades le-
gítimas al colectivo genérico necesita de un intermedia-
rl.o, de un tercero que asegure que el contacto se realiza.
El espacio, y más precisamente aquí el territorio casi-per-
sonaje, desempeña ese papel: asegura la conjunción diná-
mica de la autoridad legítima y del colectivo genérico. Mis
ejemplos de controversias lo ilustran bien. Al actuar ex-
plícitamente sobre, por y para el territorio, el poder insti-

7
Acaso todavía no los europeos para Europa: la escena política euro-
pea sufre una cierta defección del colectivo genérico, que aún tiene difi-
cultades para existir.

216
tucional en escena se dirige al colectivo, utilizando como
rodeo el objeto espacial. Este procedimiento sería uno de
los vectores de la legitimación. En efecto, el poder realiza
su praxis sobre un bien social común que puede parecer
exterior a las personas y trasciende los intereses privados,
poniendo así de manifiesto su papel en el desarrollo del
interés general.
Desde hace unos cuarenta años, el movimiento de la
sociedad, caracterizado sobre todo por la enorme cantidad
de impugnaciones a proyectos territoriales, ha generado,
sin embargo, una evolución de ese colectivo de ciudadanos
presentes en la escena política. Los dos casos de controver-
sias antes expuestos demuestran que el colectivo se fisura,
víctima a la vez del surgimiento de la autonomía de los
individuos y de la aparición de microgrupos que actúan en
nombre de una singularidad y de su preservación, en con-
tra -a veces- del interés general. Esos nuevos actores ya
no son simples miembros anónimos del colectivo, sino pro-
tagonistas dotados de una faceta como actores bien identi-
ficable y reivindicada. Se consolidan, sobre todo, en oca-
sión de un acontecimiento que se manifiesta por medio de
una disputa o un conflicto espacial, se fijan en la escena
política y la polarizan durante cierto tiempo.
Dotados de un verdadero poder, esos nuevos actores no
se perpetúan necesariamente una vez cerrado el acontecí~
miento que los hizo salir a escena. Lejos de ello, a partir de
entonces, y llegada la ocasión, entran en lucha contra el
poder local aunque le hayan otorgado su voto en las elec-
ciones, contra ciertas características del modelo territorial
tal como ha sido organizado por los ediles, y contra el co-
lectivo genérico del que proceden pero en el cual, circuns-
tancialmente, ya no se reconocen. La escena política y, pa-
ralela y dialécticamente, la práctica de la acción local se
vuelven así considerablemente más complejas, hasta el
extremo de que se puede comprobar el reciente cambio de
la relación de los individuos y los grupos que constituyen
con un espacio al que desde entonces se aferran cada vez
más, sobre todo en ciertas categorías sociales, como si fue-
ra un objeto-apuesta. Todos los estudios convergen al de-
mostrar la importancia que en todas partes han adquirido
asociaciones de un nuevo estilo, que gracias a una con-
troversia en que el espacio focaliza el diferendo, entienden

217
que promueven la competencia de los «ciudadanos libre-
mente reunidos» para pensar el territorio y proponer solu-
ciones de ordenamiento espacial.
En ocasión de las protestas a que dio lugar la construc-
ción del TGV Méditerranée, J acques Lolive analizó el sur-
gimiento de los colectivos como medio para defender un
espacio vital que se consideraba amenazado por la futura
línea ferroviaria (Lolive, 1999). Uno de los casos más no-
torios en la materia parece ser el de la constitución de la
Union Durance-Alpille (UDA), creada en febrero de 1990
por la federación de comités locales, que denunciaba el
proyecto de un trazado en torno a la pequeña ciudad de
Chateau-Renard. Quienes protestaban, que sabían hacer-
se escuchar, estigmatizaban una infraestructura que se-
gún ellos destruiría un «ecosistema humano» (sic) origi-
nal, el de un denso espacio rural y agrícola (250 habitantes
por kilómetro cuadrado), caracterizado por una práctica
agrícola intensiva, presentada como una jardinería multi-
secular y paciente de tierras que la cercanía del río y los
vientos favorables dotaban de un microclima propicio. La
UDA no sólo agrupaba a agricultores, sino también a resi-
dentes secundarios, periurbanos, en muchos casos de ni-
vel social relativamente elevado. Se estableció una coa-
lición de intereses entre actores que inventaban una causa
común: «la defensa (por la UDA) de su integridad territo-
rial(...), el mantenimiento de la integridad territorial»
(citado por Lolive, 2003, pág. 146). En este caso, el su-
puesto impacto de la futura infraestructura provocaba
una conmoción que comprometía a los operadores a cons-
truir un espacio reactivo: ese nuevo «territorio» identi-
tario de laUDA, cuya consistencia al principio era retóri-
ca. El relato de la existencia del territorio era producto de
la traducción de un hecho funcional-la instalación de
una línea de TGV en un área habitada- en problema es-
pacial y político -la destrucción de una comunidad terri-
torial-. El proyecto, «tercero» extraño, representaba un
operador de la constitución de una disposición inédita del
espacio local. Era indispensable proveer de fundamentos
materiales a ese territorio inventado por las palabras y
los actos fundacionales de la UDA. Fue entonces cuando
los miembros de este colectivo enunciaron los elementos
característicos de una geografía tangible; en suma, cuan-

218
do expusieron un modelo territorial con el que estaban
asociados:
1) componentes territoriales (la densidad, la disposi-
ción de las residencias, los paisajes y las prácticas agríco-
las, el microclima);
2) límites reconocidos, a cuyo respecto es importante
señalar que los miembros de laUDA colocaron en la en-
trada del territorio grandes carteles: «Aquí comienza Du:-
rance-Alpille»,8 en un clásico proceso de limitación indis-
pensable para darle existencia a ese tipo de espacio;
3) emblemas territoriales, en la forma de importantes
lugares y, sobre todo, en este caso, en la de un actor no hu-
mano: el águila de Bonelli, un ave rapaz cuya desapari~
ción se temía y que se convirtió en el símbolo de la lucha
por la supervivencia de «la última» pequeña región homo-
génea de Bouches-du-Rhone. Así, en los documentos del
colectivo se leía esta afirmación: «Todos nosotros somos
águilas de Bonelli», que podía ser de dudoso gusto pero re-
sumía, según se consideraba, la naturaleza de la amenáza
que pesaba sobre el territorio (Lolive, 2003, pág. 148).
Los contestatarios ganaron la causa, por lo cual el tra-
zado del TGV fue modificado. ¿Qué creen que ocurrió? La
UDA se desmembró rápidamente en 1992 y el territorio
reactivo, que algunos meses antes había sido capaz de
reunir todas las voluntades, se evaporó. La comunidad de
proximidad desapareció y cada cual se replegó a su hábi-
tat cotidiano, sin otra cosa para compartir desde entonces
que no fuera la utilización individual de un mismo espa-
cio. Una vez que desapareció el peligro, el argumento te-
rritorial perdió su razón de ser, con lo cual se comprueba
que la labilidad de los colectivos constituidos en casos de
controversia, 9 la de los espacios «reactivos», que demos-
traron ser sólo construcciones momentáneas, y la de los

8 Carteles que el prefecto, de manera significativa, hizo retirar en va-


rias ocasiones, en un gesto de denegación de la capacidad de desarrollo
de esta «territorialización salvaje».
9 Los miembros de la UDA se desligaron incluso de otros espacios de
controversias. Una vez ganada la causa.de Durance-Alpille, los diferen-
tes comités no se involucraron en una protesta común contra el TGV,
encabezada por una coordinación asociativa regional de defensa del
medio ambiente, que la UDA integraba y que había apoyado activa-
mente su «lucha».

219
discursos vinculados con la disputa predominaron am-
pliamente sobre la perdurable disposición de los materia-
les, de los imaginarios, de los relatos y de las prácticas ne-
cesarias para la perpetuación de los edificios territoriales.
Así presentada, la escena política, en la actualidad
cada vez más mediatizada por el rodeo de la comunicación
territorial, y de manera creciente por los medios digitales
como los sitios web oficiales o independientes -activados
sobre todo durante episodios de controversias-, aparece
como la cristalización de una fracción de la esfera pública
de debate. Sobre tal escena, el espacio de las sociedades es
planteado como un problema político capital, que requiere
la movilización de los actores, como lo demuestra el ejem-
plo de la constitución del territorio de Durance-Alpille.

La intriga
Los actores espaciales acostumbran contar historias.
Es preciso, pues, escucharlos y comprenderlos, tarea que
permite la transposición de las tesis de Paul Ricreur, cuyo
trabajo resulta, a mi juicio, fundamental. Ricreur no enfa-
tizaba en la definición lingüística canónica de relato, ya
que lo abordaba por el sesgo de su función narrativa. Se-
gún él, «con el relato, la innovación semántica consiste en
la invención de una intriga que (...) es una obra de sínte-
sis: en virtud de la intriga, objetivos, causas, azares son
reunidos en la unidad temporal de una acción total y com-
pleta. Esta síntesis de lo heterogéneo es la que acerca el
relato a la metáfora. En ambos casos, lo nuevo -lo aún no
dicho, lo inédito- surge en el lenguaje: aquí, la metáfora
viva, es decir, una nueva pertinencia en la predicación;
állí, una intriga fingida, es decir, una nueva congruencia
en la disposición de los incidentes» (Ricreur, 1991, pág. 9).
Ricreur retoma aquí la noción aristotélica de intriga
como disposición de los hechos en un relato estructurado.
En y por la intriga, la heterogeneidad intrínseca del mun-
do de los fenómenos, a la que el actor se enfrenta, es venci-
da, pues estos son clasificados, jerarquizados, calificados,
integrados en el orden globalizador y finalista del relato.
No hay acción humana que no esté referenciada, de una
manera u otra, por su ubicación dentro de una intriga. Ac-

c.EN'.rF..O DE DOCUl\1EN'l'At:W#:
220 lN"STITUTO DE ESTUDIOS
REG10NALES
tuar exige sintetizar lo heterogéneo, establecer una con-
gruencia entre las cosas, los hombres y los acontecimien-
tos. Ese material es potencialmente convertible por la
enunciación en un relato -total o parcial- de esa expe-
riencia social, dominada, controlada, integrada por el
individuo, in fine, gracias a la competencia narrativa. Al
respecto, los dos ejemplos de la apertura de este libro me
parecen explícitos. El tsunami fue el crisol para una pro-
fusión narrativa de la que ya se han enunciado algunas
características. La propia Rosa Parks contó varias veces
su historia, y esta fue la fuente de múltiples relatos, entre
ellos el mío. Tanto en un caso como en el otro, las narra-
ciones fueron y siguen siendo fuentes para aprehender y·
comprender los juegos de los actores con las distancias y
los lugares, dado que esos juegos son muy bien puestos en
escena por las intrigas.
Este proceso se afianza con particular claridad en el
caso de las políticas territoriales, en que a los actores les
resulta imperativo enunciar discursos que adoptarán ú.n .
registro narrativo, mientras que en la vida cotidiana no
todas las prácticas, si bien exigen sintetizar lo heterogé-
neo, desembocan sistemáticamente en una verbalización
narrativa, aunque contar historias sea uno de los actos
más frecuentes de la vida de todos los días. El procedi-
miento de «puesta en intriga» parece muy activo en cada
proyecto territorial de ordenamiento espacial: el urbanis-
ta, por ejemplo, debe asegurar la síntesis de lo heterogé-
neo -el mundo y su complejidad- y proponer lo inédito
-el plan urbanístico, el proyecto-. Así también, los polí-
ticos ponen en acción retóricas teleológicas que le dan sen-
tido -al mismo tiempo, orientación y significado- a la
política urbana, y esto constituye una de sus funciones
esenciales.
Plantear la candidatura de París para los Juegos de
2012 consistía, ante todo, en proponer una intriga. Hubo
un ajuste de los diferentes hechos y realidades en una
misma historia, donde se imponían grandes aconteci-
mientos, como el renacimiento del olimpismo en París
gracias a Pierre de Coubertin: grandes hombres (entre
ellos, Coubertin), grandes lugares del pasado, actuales y
futuros. Esta intriga, que narraba el encuentro de la gran
ciudad con el espíritu olímpico, no era un simple ropaje de

221
la acción, sino que constituía su centro, en la medida en
que fundamentaba el discurso de justificación de lo que se
emprendía. Por otra parte, a contrario, ¿la «derrota» de
París no debilitó acaso, a juicio del propio alcalde y de sus
allegados, al gobierno parisino y su proyecto urbano? No
porque las operaciones de alojamiento, de infraestructu-
ras, de equipamientos fueran menos acordes a los cánones
urbanísticos del momento o perdieran su importancia in-
trínseca, sino porque el agotamiento de una intriga no fue
compensada por el surgimiento de ninguna otra historia
movilizadora. El desorden de las cosas no es vencido por
la planificación narrativa; provisoriamente, sin duda,
ningún relato nuevo del mismo alcance permite que sea
relanzada la circulación de valores, normas, ideologías es-
paciales.
Así, cuando se aborda el estudio de una acción de orde-
namiento espacial o, más globalmente, de una política
local, se deben identificar las intrigas que la basan y la es-
tructuran, y comprender sus sustratos en términos de
ideologías espaciales, o sea, captar bien el juego de la es-
pacialidad en esta(s) intriga(s) y su(s) formalización(es).
Identificar las intrigas que sintetizan lo heterogéneo con-
siste en comprender las historias que cuentan los diferen-
tes actores, en primer término las vehiculadas por el
relato oficial que actúa, califica y justifica en nombre del
poder legítimo. Esas ficciones verosímiles narran la ac-
ción sobre, por y para el territorio, y al hacerlo entregan
una visión del espacio, de sus valores y del mundo social
que excede en mucho el marco del territorio en cuestión y
de la época de enunciación. Están pautadas por episodios,
peripecias, que tienen un comienzo y un final, pero un fi-
nal en permanente retroceso, un final hipotético que se
éscabulle, pues ese relato nunca debe finalizar, ya que
siempre está abierto a un futuro del territorio trabajado
por la praxis.

Del buen uso espacial de lo legendario


El caso de la candidatura parisina permitió plantear
un punto esencial: el relato de la acción siempre mantiene

222
una relación con el tiempo, en cuanto coloca los diferentes
episodios que lo pautan en concordancia dentro de un
curso conocido de la historia. Es preciso detenerse en esta
cuestión, que constituye uno de los núcleos del enfoque
propuesto: también aquí el trabajo de Ricamr significa un
aporte decisivo. En efecto, Paul Ricceur señala que «la
apuesta última, tanto de la identidad estructural de la
función narrativa como de la exigencia de verdad de cual-
quier obra narrativa, es el carácter temporal de la expe-
riencia humana( ... ): el tiempo se vuelve humano en la
medida en que es articulado de manera narrativa; en cam-
bio, el relato es significativo en la medida en que dibuja
los rasgos de la experiencia temporal» (1991, pág. 17). El
autor destaca que todas las especulaciones teóricas -filo-
sóficas y cosmológicas- tropiezan con el problema de la
definición de la naturaleza profunda del tiempo. Única-
mente el relato puede responder a la angustia que anida
en los pliegues de esta permanente aporía -de «esta es-
tructura aporética del tiempo» (ibid.)-, pues «la especu-
lación sobre el tiempo es una rumia inconclusa a la que
sólo le replica la actividad narrativa. No es que esta re-
suelva las aporías por suplencia. Si las resuelve, es en un
sentido poético, y no teórico, del término. La puesta en in-
triga (...) responde a la aporía especulativa por un hacer
poético capaz de esclarecerlo» (ibid., pág. 24). En suma, el
relato humaniza y socializa la experiencia del tiempo con
los individuos y los grupos, gracias a la capacidad de la in-
triga para dar sentido y coherencia a una actividad que
siempre es temporal y temporalizada. Contar, narrar, es
colocar en una perspectiva, inscribirse a sí mismo, inscri-
bir a los demás y las cosas en un contexto y una duración.

El relato de acción de Liverpool

Volvamos una vez más al caso de Liverpool. El informe


sobre la candidatura de la ciudad para que se la clasifica-
ra, dentro del patrimonio m~ndial, como «maritime mer-
cantile city» es un claro ejemplo de esta capacidad del re-
lato para dominar el tiempo de la política territorial y ase-
gurar que la dimensión temporal de la acción espacial en-
tre en el campo del lenguaje y la comunicación, de la ínter-

223
locución, y así se socialice y pueda ser expresado y discuti-
do. Ese corpus 10 tiene un carácter institucional confirma-
do por el primer apartado, «Introduction», que contiene el
compromiso de las autoridades locales y nacionales, así
como la lista de todos los participantes. Esta introducción
se abre con un portal ilustrado con una foto de las «Tres
Gracias», o sea, de esa fracción particularmente impor-
tante del Waterfront. El ícono representa un emblema
que sintetiza a la vez la ciudad, su carácter de ciudad ma-
rítima, el proyecto en curso y, más globalmente, el conjun-
to de la acción de renovación urbana emprendida por las
autoridades locales. Para que se la decodificara correcta-
mente, para que no fuera una simple estampa decorativa,
era necesario que esa imagen contuviera los gérmenes del
relato que daría a conocer la gesta de Liverpool, y que ese
relato remitiera permanentemente al lector a esa figura
de excelencia.
El relato se despliega a continuación en diferentes
capítulos, en particular en los titulados «Justification»,
que explica las motivaciones de la candidatura, y «Histo-
ry», vasto fresco que bosqueja el destino de Liverpool. Ese
retrato histórico es preciso, aunque escamotea el período
de crisis que se extendió durante tres cuartas partes del
siglo XX: la mayoría de los relatos de acción incurren en
ese proceso de ocultación de los períodos considerados me-
nos propicios, que aparecen como repliegues momentá-
neos entre las fases de dinamismo. Por otra parte, en el
caso de Liverpool, la declinación urbana es ubicada en la
intriga, discretamente, casi de manera subliminal, como
un peligro insidioso que parece demandar una indispen-
sable reacción: la de volver a dar a la ciudad una ambición
a la altura de sus fastos de antaño. Es útil reproducir un
fragmento del comienzo del capítulo «Justification», que
me parece muy explícito acerca del juego del relato de la
acción con la historia urbana.

En este caso se trata de un relato legendario. Es evi-


dente la omisión del período de declinación, que constitu-
ye un hueco en la narración y al mismo tiempo sustenta el

10 Tal como se lo presenta en el sitio oficial www.liverpoolworldheri-


tage.com.

224
tema de la regeneración urbana. En efecto, esta se impone
porque es preciso recuperar el poder, la capacidad de in-
novación 11 y la proyección mundial que caracterizaban a
Liverpool y que de alguna manera habían abandonado a
la ciudad. El marasmo constituye el indispensable opo-
nente del relato de la política territorial, sin el cual este
no tendría el mismo alcance. Resulta importante, pues,
poder apoyarse en un episodio «disfórico» para poder cons-
truir el relato del regreso al estado «eufórico» de la (re)con-
quista urbana.
Puede comprobarse también el lazo que la narración
establece entre el pasado (glorioso), el presente de la ac-
ción territorial y el futuro virtuoso, que será fruto de la
política que se lleva a cabo. Esta se implementa en nom-
bre del territorio, pues es posible distinguir claramente
que la autoridad local, delegataria de la soberanía política,
es también garante del territorio, de sus valores y grande-
zas, y se hace cargo de su integridad material e ideal. El
relato compone un todo integrador, el de la leyenda, que
permite calificar un estado presente y legitimar una ac~
ción espacial.

UN EJEMPLO DE RELATO LEGENDARIO

La ciudad de Liverpool es, sin ninguna duda, una ciudad


de proyección internacional. Es célebre por sus logros pasa-
dos y actuales en el campo del deporte y la música, pero su
renombre universal es producto de su destacado papel por-
tuario y mundial desde comienzos del siglo XVIII hasta co-
mienzos del siglo XX, así como del paisaje urbano heredado,
que da testimonio de ese papel.(... )
En el período que transcurrió desde comienzos del siglo
XVIII hasta comienzos del siglo XX, las sociedades huma-
nas experimentaron espectaculares cambios en el mundo
entero. Liverpool desempeñó un papel relevante en esos
cambios, sobre todo mediante su contribución al desarrollo
del comercio mundial, a la Revolución Industrial, al creci-
miento del Imperio Británico y a la emigración masiva, en
particular hacia el Nuevo Mundo. Liverpool fue también

11 Presentada como una evidencia, a través de la expresión «tradición

de innovación».

225
una ciudad pionera y su tradición de innovación hizo de ella
una ciudad de referencia internacional en materia de técni-
cas portuarias, administración de puertos, métodos de cons-
trucción de infraestructuras y sistemas de transporte. El
sitio elegido [para ser considerado por la UNESCO] forma
un paisaje urbano completo, que engloba lo esencial del co-
razón de la ciudad de Liverpool y aporta la eVidencia tangi-
ble de su carácter de importante ciudad histórica. Ese sitio
contiene numerosos conjuntos arquitectónicos de renombre
internacional, como el trío de construcciones del «Pier Head»,
las sedes administrativas de William Brown Street, los di-
ques y depósitos, y el centro comercial.
Además de ese patrimonio arquitectónico, el sitio elegido
se ve enriquecido por un importante patrimonio histórico y
cultural. El espíritu de innovación y audacia que caracterizó
a la marcha de Liverpool hacia el éxito y la proyección pre-
valecen aún hoy, y las actuales iniciativas de renovación ur-
bana se orientan a volver a darle a Liverpool el estatus de
ciudad mundial. A comienzos del siglo XXI, la ciudad se
halla a la vanguardia del movimiento de renovación urbana
y cuenta con numerosos ejemplos de logros en los enfoques
pioneros de rehabilitación y recalifi.cación de espacios urba-
nos históricos. La inclusión [en el patrimonio mundial] del
sitio elegido constituiría una etapa fundamental en el actual
proceso de regeneración de la ciudad (2002).

Concordancia de los tiempos

Las representaciones y los usos de los tiempos que se


despliegan en los relatos de acción de los protagonistas
constituyen componentes esenciales de dicha acción. Ex-
presan, con relación al referente temporal biográfico de los
actores, la concepción con respecto a tres elementos fun-
damentales:

l. El tiempo y las temporalidades del espacio de inter-


vención, a saber: la organización urbana o cualquier otro
territorio sobre y por el que se actúa. Como lo destaca el
caso de Liverpool, el territorio -aquí, más precisamente
la ciudad- constituye a la vez un objeto (aquello de lo que
se habla) y un sujeto (ese casi-personaje que habla) de los
relatos. La mayoría de los individuos concuerdan sin va-

226
cilación en que un «territorio» (stricto sensu, urbano o no)
es fundamentalmente una memoria cuya consolidación,
apropiación y utilización (cultural, social, política, tácti-
ca) son indispensables a los efectos de construir una legi-
timidad para discurrir y actuar. A partir de nuestro ejem-
plo, se puede aflrmar que la reflexión sobre el tiempo del
«organismo ciudadano» es, por eso mismo, central en el
proceso político. Señalemos, por otra parte, que la mayo-
ría de los investigadores admiten sin dudar esta conjun-
ción territorio/memoria. Así, al concluir una obra pionera,
Bernard Lepetit aflrmaba: «El territorio es esencialmente
una memoria, y todo su contenido está hecho de formas
pasadas» (Lepetit, 1993, pág. 296).
Va de suyo que tal cantinela merece ser criticada en
cuanto maniflesta la relevancia de una doxa cuyos efectos
políticos no son desdeñables: estos adoptan el aspecto, por
ejemplo, de una cierta forma de conservacionismo patri-
monial en que el espacio es pensado, ante todo, como un
conservatorio de memoria, al que se le debe impedir cual-
quier evolución -tendencia más marcada en Francia e
Italia, por ejemplo, que en Gran Bretaña-. Por añadidu-
ra, muy a menudo esta memoria se conjuga en singular, y
queda mucho por hacer para que las autoridades legíti-
mas (y también la mayoría de los demás actores) acepten
realmente las memorias plurales y sus necesarias dife-
rencias, cuestión que el relato de acción de Liverpool valo-
riza mejor que la mayoría de los relatos que he podido es-
tudiar en Francia. Esto no sorprende, habida cuenta de la
diferencia de apreciación del multiculturalismo en Gran
Bretaña y Francia, pero también de la necesidad de dar
un valor positivo al pasado colonial de Liverpool. El relato
multicultural posibilita así transformar en virtudes urba-
nas, en la actualidad del momento, los defectos de la colo-
nización.

2. El tiempo de la praxis, una problemática particular-


mente delicada, pues engloba la del tiempo de cada acción
y, tras ella, la de cualquier acto en particular, la de la re-
lación entre las temporalidades de cada acto sincrónico y
la de la inserción de ese conjunto en el más vasto de la po-
lítica. De hecho, esto constituye el terreno para una prue-
ba de calilicación discursiva del entorno, la sustancia y el

227
estatus del presente de la acción por los protagonistas. Se
trata de que los actores políticos convenzan a los otros
operadores de la corrección de las intervenciones previs-
tas. En el caso de Liverpool, recurrir a los grandes acon-
tecimientos (la calificación, la obtención del título de Ca-
pital Europea de la Cultura) permite demostrar la perti-
nencia de la acción presente. El plazo de vencimiento en
2008 desempeña un papel muy importante. Abre el lapso
de tiempo del futuro cercano: un presente próximo, de al-
guna manera, en que se inscribe el conjunto de la política
territorial. Por ejemplo, los importantes trabajos de reha-
bilitación del centro de Liverpool (le fueron asignados 73
millones de libras), acompañados por la mejora del trans-
porte público central y la puesta en marcha de una acción
medioambiental, quedan justificados así (en el sitio de la
Municipalidad: www.liverpool.gov.uk): esta política ten-
drá «un impacto considerable en el aspecto del centro de
la ciudad, en el modo en que las personas llegan hasta él y
se desplazan por él, ya sea en automóvil, por medio del
transporte público o a pie, así como sobre el acceso para
las personas discapacitadas. Se trata del más importante
programa de acción que haya tenido el centro, tendiente a
crear un área de gran dinamismo. Lo que pretendemos es
desarrollar una alta calidad medioambiental mientras
nos acercamos a 2008, y hacer de Liverpool una ciudad
atractiva en el plano mundial. Por otra parte, queremos
que la mayor cantidad de personas y grupos expresen sus
puntos de vista y opiniones, a los efectos de contribuir a la
evolución que experimenta la ciudad».
El período que corre entre 2004 y 2008 constituye,
pues, un buen momento para actuar a los efectos de devol-
verle a Liverpool su rango de world class city. Este último
áño cumple la función de plazo movilizador, de fuerte sig-
nificado, puesto que sintetiza todos los objetivos que se
desea alcanzar y los valores urbanos que se pretende pro-
mover: limita un tiempo para la acción, al que llamaré ac-
tualidad. La actualidad se refiere a ese período del pre-
sente abierto para la concepción y realización de un pro-
yecto movilizador. En cierta medida, una de las tareas
más importantes de todo actor institucional de políticas
espaciales (aunque, a fin de cuentas, sin duda se puede
ampliar el alcance de esta afirmación a todo operador de

228
la espacialidad) consiste en definir y legitimar la actuali-
dad de su acción. Con la lectura de la cita se advertirá, de
paso, la voluntad de publicitar las operaciones mediante
el expediente de dirigirse a la población, en un funciona-
miento clásico de la escena política.

3. Finalmente, la dialógica entre las dos concepciones


anteriores de la temporalidad; en otros términos, el modo
en que, a juicio de los actores, se conjugan y ajustan (o no)
el tiempo de la ciudad y el tiempo de la praxis. También
en este caso, algunos fragmentos del documento de la can-
didatura de Liverpool resultan muy explícitos. La actuali-
dad del obrar está en relación directa con la intriga histó-
rica. La leyenda funda la posibilidad de poner en escena
la legitimidad de la acción presente; a cambio, los prime-
ros resultados tangibles de esta son profusamente media-
tizados. La obtención del nivel UNESCO y la condición de
Capital Europea 2008 alimentan numerosos documentos
y están en el origen de diversas manifestaciones que pre-
tenden ser lo más populares posible. Así, cada gran acon-
tecimiento cultural es vinculado por un relato oficial con
el año 2008, y se convierte en una ocasión para gozar por
anticipado del estatus al que se pretende elevar a Liver-
pool. La Municipalidad incluso organiza una jornada
festiva específica, el 20 de agosto de 2004, jugando con el
hecho de que «20 de agosto» puede escribirse «20/08». El
eslogan de esa gran jornada cultural, especie de teasing
festiva urbana, es: «20th August- It's a date to celebrate».
El final de ese mismo mes de agosto es consagrado al ·
Waterfront Weeli!end, festival muy variado que incorpora
en particular a los sectores claves del Waterfront (Dock
Albert, «Tres Gracias»). Allí, el espacio de la acción (el
Waterfront) permitía unir el proyecto cultural y el proyec-
to patrimonial, significando así que se trataba de dos li-
neamientos de una misma trama narrativa: la de la con-
solidación de la ciudad mundial. Señalemos que las malas
condiciones meteorológicas obligaron en 2004 a trasladar
las manifestaciones previstas, que debieron migrar del
Waterfront a una sala de espectáculos, afortunadamente
también ella integrada en el perímetro UNESCO. Esta
circunstancia abatió a los funcionarios, que de ese modo
se vieron privados de la eficacia del «efecto lugar». El con-

229
junto de la política territorial fue también abundante-
mente mediatizado, y es preciso señalar que los resulta-
dos de las numerosas rehabilitaciones urbanas constitu-
yeron, en sí mismos, pruebas por el espacio material de
que las cosas cambiaban, de que el futuro de Liverpool es-
taba bien orientado, de que la ciudad navegaba de nuevo
hacia su destino -consolidado por la leyenda- de gran
metrópoli.
De esta consolidación se hacía cargo el relato de acción
de Liverpool, pero este englobaba además múltiples ven-
tanas descriptivas y figurativas. Si se vuelve al documento
de presentación de la candidatura de la ciudad al patri-
monio mundial, extensos capítulos describen el perímetro
sujeto al reconocimiento de la UNESCO, así como sus po-
tencialidades patrimoniales. Sin embargo, estos sólo
cobran sentido pleno y total respecto del propósito general
· de afianzamiento del carácter de maritime mercantile city.
En suma, el discurso descriptivo es siempre remitido al
relato que lo integra y le confiere su alcance social. Sin ese
relato, los momentos descriptivos sólo interesarían a los
especialistas en historia local; junto con el relato sobre el
cual siempre abren, en una especie de hipertextualidad,
las descripciones se convierten en realidades políticas,
integradas en una acción territorial. A lo largo de los do-
cumentos se destaca también la abundancia 1de figuras
(no menos de dos o tres por página) que muestran tanto el
Wáterfront, o algunos de sus detalles, como objetos patri-
moniales (construcciones, grabados, detalles arquitec-
tónicos, objetos artísticos, etc.). También en este caso, esos
documentos iconográficos, de mucha calidad, sólo superan
su estatus de ilustración o de fuentes eruditas en la medi-
da en que la pausa visual que instauran representa un eco
del canto legendario, no rompe con este, sino que permite
más bien empalmar con el relato así enriquecido por el
material figurativo.
En consecuencia, la narración y la figuración no hacen
más que respaldarse: cada una de ellas encierra en sí mis-
ma los índices de la presencia codificada de la otra, que se
despliega a la menor ocasión; así, el relato existe en la fi-
gura y la figura en el relato. El reconocimiento de la com-
plementariedad relato/figura no obsta a destacar que en
un proceso de narración -o sea, en una serie de secuen-

230
cias temporalizadas que progresa, por virtud de la intriga
y de sus instrumentos, a lo largo de una serie ordenada de
estados narrativos-la figura descriptiva, «significante
ideológico codificado» (L. Marin, 1973), provoca realmente
una suspensión del movimiento diacrónico, una estasis
sincrónica, desde donde volverá a partir el relato, enri-
quecido por esta pausa.
Relato y figura no forman una pareja de duelistas, da-
do que uno y otra están íntimamente vinculados, y ese anu-
damiento y su movimiento constituyen incluso un princi-
pio dinámico de la economía semiótica antes citada. La
narración toma a su cargo la dimensión temporal de la ac-
ción. Difunde el discurso sobre la legitimidad de actuar
con respecto al mito histórico del terruño y, a la vez, el de
los fines últimos del proyecto. Mezcla, pues, lo legendario
y lo teleológico, y al hacerlo anuda el hilo de la continui-
dad temporal, vincula en un conjunto coherente, dotado
de sentido, el pasado, el presente y el futuro. Proporciona
un marco cronológico para la descripción en imágenes que
expone figuras de totalización ideal del espacio de acción
y/o del espacio previsto, así como representaciones emble-
máticas de los lugares y las áreas que cuentan en el mode-
lo territorial.

La historia que se escucha a las puertas


de la leyenda

Se podrían multiplicar los ejemplos de esas leyendas


doradas locales, instaladas en el corazón de los relatos de
acción espacial, que articulan, en una mecánica cíclica
clara, fases «eufóricas» (episodios propicios, estandartes
de la ciudadanía del terruño que habrían forjado la perso-
nalidad urbana y, en consecuencia, la de los habitantes) y
algunos incidentes «disfóricos». A las manifestaciones vir-
tuosas de las horas de gloria responden reveses que fun-
cionan en el relato como oponentes necesarios y promue-
ven una mejor valorización de los momentos propicios.
Los recursos legendarios representan los ingredientes de
ese registro del relato de acción; constituyen un material
bastante homogéneo, en una cultura determinada, de ciu-
dad en ciudad (donde se suelen producir los mismos tipos

231
de episodios históricos), que se presta por su ductilidad,
por su carácter genérico, que incluso permite todas las
manipulaciones, a la invención de una identidad arraiga-
da, de una autoctonía, en una leyenda, en un patrimonio
transpuesto en relato.
A juicio de numerosos protagonistas (sobre todo, los de
la escena política institucional), a menudo uno o dos he-
chos cristalizan la quintaesencia de ese capital-imagen le-
gendario. El caso de la ciudad de Orléans ine servirá esta
vez como ejemplo.
La «mitoideología» (Detienne, 2003) de la «liberación»
de la ciudad por Juana de Arco constituye un ejemplo de
esta posible cristalización. La memoria mitificada de
aquel hecho armado del S de mayo de 1429, creador de un
rasgo esencial del carácter identitario ciudadano, es per-
petuada por la organización anual, a comienzos de mayo,
del gran acontecimiento de las fiestas dedicadas a Juana,
en un período propicio, se convendrá, para la interpola-
ción de imágenes y simbologías de la lucha y la liberación.
Durante varios días, la ciudad se contempla en el espejo
(deformante) de su leyenda. Todo culmina, al día siguien-
te de una solemne misa en la Catedral, con un desfile du-
rante el cual una Juana, elegida entre las jóvenes de la re-
gión, emprende a caballo un recorrido que, según se consi-
dera, rememora y conmemora el de la heroína. A conti-
nuación pasa el cortejo formado por representantes del
Estado, de los cuerpos constituidos, de asociaciones, de
oficios, de escolares. La procesión, con trajes protocola-
res, l2 es precedida por discursos, entre ellos el del alcalde
y el del padrino de la edición anual-por lo general, un
«gran personaje» que de ese modo honra. el recuerdo de
Juana al mismo tiempo que gratifica a Orléans por acep-
tar su presencia-, en que la acción de Juana es siempre
el pretexto para reflexiones sobre el presente y el futuro
de Orléans. Ese acontecimiento, muy mediatizado y do-
tado de imponentes medios, podría causar gracia si no
fuera sorprendentemente popular, si no reuniera a grupos
sociales que suelen mostrarse indiferentes entre sí, si no
constituyera un verdadero objeto de debate en la sociedad
local y una real apuesta política.
12 Tanto el rector como los universitarios, por ejemplo, desfilan en to-
ga académica.

232
Fue posible comprobar esta relevancia en ocasión de
las fiestas de 2001, que se desarrollaron en un contexto
particular: el de la derrota, bastante inesperada, algunas
semanas antes, del alcalde de Orléans, Jean-Pierre Sueur.
Este ex ministro, considerado imbatible, era un emblema
nacional para la izquierda gubernamental. Encarnaba el
tipo ideal de alcalde, imbuido de la importancia de cam-
biar la política urbana. Con ese título, había dirigido una
célebre comisión que produjo un informe para el ministro
del Empleo y la Solidaridad, en 1998, del que surgió un li-
bro (Sueur, 1999) que sintetiza, según se considera, todas
las ideas relevantes para la promoción de un nuevo urba-
nismo. A la conmoción que causó ese revés electoral, que
fue vivido por muchos habitantes como un grave quiebre,
como el desgarramiento de un tiempo de acción -el del
equipo de Sueur, respecto de quien muchos orleanenses y
observadores externos pensaban que continuaría en su
puesto sin mayores problemas-, los nuevos ediles res-
pondieron de dos maneras.
Ante todo, multiplicaron las declaraciones que expre-
saban sus deseos de «tomarse su tiempo», proponer una
pausa en los proyectos encarados hasta allí, para evaluar
su interés y la pertinencia de las opciones realizadas; en
suma, manifestaron la voluntad de crear una métrica y un
uso del tiempo que les serían propios y no heredados de su
predecesor, del cual querían despegarse radicalmente. De
este modo, antes aun del trabajo sobre la sustancia de la
acción, el cambio era narrado, enunciado, en este caso, ba-
jo la forma de un suspenso, indispensable para la inven-
ción de un presente y de un ritmo que serían específicos
del nuevo equipo municipal. Pero, en forma paralela, ¿có-
mo hacer frente a todos aquellos que denunciaban el ries-
go de inmovilismo que amenazaba a Orléans con este nue-
v'o equipo inexperto, si no era apropiándose espectacular-
mente de las festividades en honor a Juana, asumiendo el
ropaje de la leyenda local?
La municipalidad recién electa pudo encontrar el te-
rreno de la consolidación de su apego a los manes de la
ciudad; pudo demostrar, mediante su presencia intensa y
«parlante» antes, durante y después de ese episodio de co-
munión identitaria, que retomaba la bandera, que se
insertaba en la tradición local, que hacía suyo el destino

233
de Orléans. Ese acto y los discursos que lo acompañaron
fueron importantes, pues así como una autoridad es res-
ponsable del espacio legítimo cuya regulación le es confia-
da a través del acto electoral, también es responsable del
capital legendario que funda la identidad y que, por otra
parte, se condensa en lugares y áreas emblemáticos del
territorio -en el caso de Orléans, los lugares dedicados a
recordar a Juana son numerosos, muy en particular el
propio recorrido de Juana y la plaza de la Catedral-.
Las fiestas de 2001 constituyeron, pues, una prueba ca-
lificadora para las autoridades que acababan de ser ele-
gidas, una primera demostración de su capacidad para
construir un relato de acción específico inscripto en el
relato legendario, una primera manifestación de la consti-
tución de su presente de acción y, sobre todo, de su presen-
cia en el territorio legítimo. El alcalde de Orléans anun-
ció, de manera sincrónica, que introducía una pausa en el
flujo temporal contextua! de la política municipal y se
adhería al curso continuo (por lo tanto, descontextua-
lizado) del caudal legendario, todo ello mientras se asen-
taba en el territorio. Esto permite ver que la ruptura y la
continuidad, lejos de rechazarse, se aliaban en el acto de
lenguaje político. Luego de 2001, el alcalde de Orléans no
dejó de recordar su adhesión a las celebraciones de Juana
y su deseo de fortalecer el papel de estas como gran acon-
tecimiento movilizador.
En Orléans, así como en Liverpool y en todas partes,
una de las tareas de todo actor político territorial consiste
en delimitar un «lapso», un campo temporal dimensionado
que limita la acción, sea cual fuere. Esto parece lógico en
lo que concierne a los límites venideros de una praxis, que
a fin de cuentas pueden ser imprecisos pero de los cuales
todos tienen conciencia, puesto que nadie ignora que hay
un término. No obstante, también es imperioso construir
el relato del origen y de los primeros tiempos. De esto se
ocupaban Serge Grouard y sus principales colaboradores
en aquellos días de 2001. En esa acción comunicativa, pro-
yectaban la estrategia política estableciendo la pausa -de
inmediato denunciada por las autoridades anteriores co-
mo un repliegue, como el signo del abandono de aquello
que conformaba la vitalidad de Orléans gracias al equipo
de Jean-Pierre Sueur, es decir, la prosecución de la políti-

234
ca de grandes proyectos llevada a cabo desde 1989 (que
había culminado con la operación de construcción, muy
mediatizada, de una importante línea de tranvías)- co-
mo indicador evidente de un cambio mayor, anunciado y
autorizado por el veredicto de las urnas. Había allí, pues,
un trabajo político sobre el tiempo, la invención de un pre-
sente y el comienzo de la definición del perfil de un nuevo
futuro territorial posible. Pero el nuevo equipo municipal
también inventó su propia historia de los primeros tiem-
pos utilizando el mito, invirtiendo el gran relato de Juana,
que pone en escena el nacimiento de la ciudad moderna en
condiciones adversas. Así, la gran leyenda, el gran relato
original, sostenía la pequeña historia en curso de crea~
ción, y así, los políticos que acababan de ser elegidos indi-
caban, mediante esa manera de obrar, que no precipita-
ban a la ciudad en la aventura, sino que, por el contrario,
le daban los fundamentos para estar mejor a la altura de
su destino.
Al examinar este ejemplo, así como el de Liverpool, ·se
descubren varias funciones del discurso sobre el tiempo,
que siempre adopta, en mayor o menor medida, la forma
del relato legendario.
l. Se observa, ante todo, una función mitológica, en el
sentido estricto del mito concebido como un relato de los
orígenes. De esta manera, se establece la idea de unan-·
claje, de una antigüedad, que sería la condición misma de
una perpetuidad y de una grandeza, a tal punto es cierto
que los esquemas de inferencia y los estereotipos de nues-
tra cultura permiten convertir la antigüedad y la perma-
nencia 13 en indicadores de la calidad y el poder.
2. El relato legendario tiene también una función iden-
titaria, memorística e histórica, al señalar cuáles son los
acontecimientos y los períodos que se pueden ofrecer a los
ciudadanos para que los admiren y se los apropien, y que
contribuyen a distinguir un territorio de otros, a confe-
rirle una identidad espacial arraigada en la historia. Esta
memoria oficial, encarnada en lugares y espacios del mo-
delo territorial, es permanentemente actualizada por el

13 Por ser estas una ficción, pues lo perenne no es tanto la ((ciudad» en


su integridad de casi-personaje, tal como se la concibe en la actualidad,
sino la ocupación humana, que no es lo mismo.

235
relato de la acción, y ello explica que ciertos episodios pue-
dan ser excluidos de la leyenda activa 14 y otros -nue-
vos- sean incluidos, sobre todo los que se vinculan con los
períodos más contemporáneos, lo cual asegura no caer en
una concepción fijista de la leyenda urbana. Si esta se ha
organizado en torno a fases «canónicas», la incansable ac-
tividad de construcción y utilización de las representacio-
nes que los actores desempeñan en la escena.local contri-
buye a modificar y enriquecer el capital-imagen legenda-
rio de la ciudad por agregado (o supresión) de sustancias y
episodios. En esa leyenda común, a menudo muy mediati-
zada por los diferentes relevos institucionales, los actores
encuentran el repertorio de estereotipos que pueden in-
corporar a sus discursos.
3. Se verifica, finalmente, una función genealógica y te-
leo lógica de la narración de los tiempos ciudadanos. El re-
lato cuenta en continuo los grandes momentos y las des-
dichas; les da carne a los personajes heroicos y consisten-
cia a sus hechos y gestos; señala los lugares emblemáticos
que fijan la sustancia legendaria; dibuja los contornos y
define el contenido de una genealogía, de la que cada ciu-
dadano es, virtualmente, heredero: la de la ciudad casi-
personaje. Además, la genealogía establece otra filiación
más sutil: la que debe haber entre las fases pasadas que
expresan la grandeza de la ciudad, el presente de la enun-
ciación y de la acción, y el futuro esperado. Por medio de la
leyenda, los protagonistas políticos acomodan el pasado
glorioso, el presente activo y el futuro virtuoso en un todo
coherente dotado de una finalidad: la realización del desti-
no ciudadano, es decir, la del casi-personaje y de su comu-
nidad de ciudadanos. El presente debe estar cargado con
el peso de la historia, en el sentido de que importa que la
acción, si pretende ser innovadora, encierre en sí los prin-
cipios de grandeza acordes a la identidad local, que la polí-
tica no sea amnésica. El futuro, si se le da crédito al relato,
sólo será virtuoso si el presente es activamente memorio-
so; de ahí que la teleología se vincule con la genealogía.

14 Y confinados entonces a los campos cerrados de la erudición.

236
El futuro encarnado por el espacio

La cuestión de la presencia del futuro en la acción urba-


na nos lleva al papel de las figuras espaciales. La impor-
tante imaginería que alimenta todo proyecto de ordena-
miento espacial, y más globalmente toda política territo-
rial, expone, en efecto, el espacio futuro magnificado por la
praxis. Las figuras de los proyectos les proponen a todos
(actores políticos, profesionales, ciudadanos, etc.) el orde-
namiento pre-visto y así pre-visible, con una evidente
preocupación por la perfección. Cada uno puede entonces
ver, gracias a los dibujos y los planos de conjunto -docu-
mentos fetiches del urbanismo--, el proyecto en su pureza
y su estabilidad de ideal-tipo, al margen de los rumores de
la sociedad y del tiempo corruptor. La iconografia expone
sin descanso un mundo perfecto, depurado, claramente
planificado, inmutable; hace presente, aunque parezca
imposible, el radiante espacio virtual (Lussault, 1998).
Esta imaginería urbanística o de ordenamiento pros-
pectivo, cuya presencia en la escena política es esencial eri
todos los momentos claves de la acción local, difiere de la
representación clásica en que hace presente lo que nunca
ha estado presente. No mitiga la ausencia derivada de una
corrupción de las cosas, de una destrucción, sino que reab-
sorbe por anticipado la vacuidad de lo que aún no existe,
exponiendo a la vista de todos el dibujo de un lugar trans-
figurado, en un tiempo apaciguado por el éxito de la ac-
ción. Mediante el poder de su efecto de verdad, logra hacer
olvidar que muestra, fija en el tiempo suspendido del pro-
yecto, un referente ausente, es decir, la organización es-
pacial que aún debe producirse. La expresión referente au-
sente puede parecer aporética. Especifico, pues, que para
ser comprendida la figura debe referirse, por supuesto, a
formas y organizaciones típicas-ideales que sostengan el
significado. Pero tampoco deja de ser cierto que el espacio
virtual representado, la referencia objetiva y objetal, falta
en verdad, y es precisamente esta defección radical lo que
mitiga la imaginería gracias a su efecto de verdad.
Muy lejos de destacar esta ausencia, la figura urbanís-
tica la escamotea y exhibe el espacio pre-visto como un ob-
jeto espléndido, siempre allí. Ese curioso registro tempo-
ral de una presencia tanto perpetua -si se miran los dise-

237
ños, el mundo urbano perfecto que se desea edificar apa-
renta estar fuera del tiempo corruptor- como anticipa-
da l5 parece característico del funcionamiento urbanístico
y arquitectónico.
La imaginería ofrece así al relato de acción global y, por
lo tanto, a la escena política su poder de representación
del espacio futuro que erigirá la ciudad y garantizará que
su historia coincida con su destino. La iconografía adquie-
re un papel decisivo en la función teleológica del relato de
la acción y mitiga el déficit de realidad del espacio perfecto
venidero, espacio que sin embargo debe estar bien (omni)-
presente en la escena política en cuanto prueba tangible
de la virtud de la acción.
Un estado espacial concretamente exhibido por los do-
cumentos visuales queda así eficazmente inscripto en el
proceso político gracias a esta simulación sin la cual lo vir-
tual no puede existir plenamente en cuanto ficción verosí-
mil, aunque esto no significa que sea seguida por la reali-
zación, como lo demuestra, una vez más, el caso de París
2012. Aun cuando el relato constituye el indispensable
marco de la experiencia temporal de la política territorial,
la instancia figurable consolida ese marco cristalizando, a
su manera, el futuro en el presente y contribuyendo así a
demostrar que aquella existirá seguramente, que no que-
dará en letra muerta, en vana especulación. El poder de la
imaginería le permite certificar que el espacio represen-
tado, ese buen espacio material en el que se puede confiar
-puesto que se sabe que dura, que demuestra que el an-
tes existió y, por lo tanto, que el después también existi-
rá-, dibuja los rasgos de un mundo posible.

La impugnación del relato

Frente a ese potente relato genealógico y teleológico,


que es el de la institución legítima y el de sus relevos ofi-
ciales, puede haber, sin embargo, un relato de impugna-
ción. Este se manifiesta bajo la forma de una retórica de la
interrupción del curso de la historia y de la irrupción en

15 Como si el espacio antecediera siempre a su propia construcción y,


por añadidura, no hubiera ningún proceso de construcción.

238
escena de aquellos a los que no se esperaba. A la genealo-
gía, que dispone los fenómenos en un orden causal simple
y finalista, que naturaliza de alguna manera el estado ac-
tual de la organización urbana, que vuelve necesario el
presente tal como adviene y anuncia un futuro dominable,
cuyas figuras tienden a aportar por anticipado la prueba
de su realización, la ruptura opone la evolución contin-
gente, el cuestionamiento de las cadenas genealógicas ex-
perimentadas. Por eso mismo, la ruptura le ofrece la aper-
tura tanto de una historia inédita como de un futuro im-
previsible.
Es comprensible que, desde este punto de vista, el
relato del nuevo equipo municipal de Orléans, aunque ju-
gara con la noción de ruptura -la ruptura con un pasado
inmediato y contingente, que aún no era legendario--, se
asemejara más bien al discurso genealógico canónico,
igual que el de las autoridades de Liverpool; los dos se ba-
saban en la permanencia de lo legendario local. No cues-
tionaban el orden aparentemente inmutable de la leyenda
dorada, no redistribuían la palabra en favor de los olvida~
dos por la historia oficial, de los sin voz descartados por las
mitologías. Para hallar ejemplos de irrupciones intempes-
tivas en la escena local de relatos de interrupción que sub-
vierten la genealogía oficial, sería preciso más bien volver-
se hacia las acciones de ciertas asociaciones de ciudada-
nos 16 o, más explícitamente aún, hacia las de las listas Mo-
tivé-es de las elecciones municipales francesas de 2001.
También se podrían consultar las páginas web que dan
cuenta de la oposición a proyectos como el de la línea vial y
ferroviaria entre Lyon y Turín, muy cuestionada en el va-
lle de Susa, en Italia. En la actualidad son numerosos los
sitios y foros surgidos de grupos anarquistas y «altermun-
dialistas» radicales que denuncian el modelo social y eco-
nómico que despliega el relato oficial. Cuestionan en tér-
minos virulentos el desarrollo y la mundialización, la bús-
queda de la velocidad y la estructura en red entre territo-
rios, y predican una polarización de comunidades microlo-
cales, autoproductoras de individuos. Esta retórica, si
bien produce malestar como consecuencia de la frecuente

16 O bien de asociaciones como Derecho a la Vivienda o Los Hijos de


Don Quijote.

239
violencia de sus manifestaciones, expresa una subversión
de la leyenda oficial del progreso colectivo mediante el or-
denamiento espacial continuo, e incluso, a veces, la anula-
ción de cualquier sentido prospectivo, de la idea de que
sea posible una historia colectiva a escala de una sociedad
que supere el marco del individuo apegado a la localidad.
Así, el12 de enero de 2006 se difundió esta sorpren-
dente diatriba a propósito de las manifestaciones contra
la línea Lyon-Turín:
«A partir de ahora, el espacio se opone al territorio. El
territorio reduce el tiempo al procurar reducir el espacio.
Por eso, sobre todo, tenemos una percepción de fuga del
tiempo hacia adelante. ¿Acaso no tenemos la costumbre
de decir que "el tiempo vuela" o "no me doy cuenta de có-
mo pasa el tiempo"? Pregúntenle, empero, al pastor en la
montaña si ha cambiado su percepción del tiempo. Les
responderá que no, pues sigue teniendo el tiempo ante sí y
dispone del espacio hasta donde llega su vista. Ni siquiera
conoce el "territorio". Entonces, ¿por qué continuar des-
truyendo las zonas de pastoreo para construir en su lugar
redes para los "flujos humanos" y los "flujos de mercade-
rías"? (...) Pero hay una chispa de esperanza: la población
del valle de Susa creó un espacio, se alzó contra ese pro-
yecto, como muchos otros pueblos en el mundo entero.
Ahora lo sabemos: la lógica del "territorio", que es la del
"capital", se ha mundializado. Los pueblos que habitan en
las montañas siempre han sido particularmente resisten-
tes, ante todo al frío, pero también a los ataques exterio-
res. En México, fue en las montañas donde los zapatistas
lucharon contra la mundialización neoliberal y la pérdida
de sus culturas en beneficio de una economía que unifor-
miza todo». 17
· Henos aquí frente a una verdadera ideología espacial y
temporal de ruptura. Poco importa en este caso señalar
las fallas de este discurso, que tiene la impronta habitual
de los dogmatismos. Lo que me interesa es poner de mani-
fiesto otra visión -muy diferente de la que sirve de apo-
yatura a los proyectos políticos cuestionados- del hábitat
humano y de la organización del espacio geográfico, otra
concepción de la métrica y las distancias. Se trata tam-

17 En el sitio rebellyon.info.

240
bién de la invención de otra leyenda, apoyada en la movi-
lización de «valores en sí» de un espacio mítico: el de la
montaña. El lugar para un futuro colectivo es, por el con-
trario, más discreto, ya que la única perspectiva implícita
es la de la destrucción del capitalismo mundializado, una
especie de parusía en ese tipo de creencias. Si bien pocas
personas adhieren al compromiso militante y a las moda-
lidades agresivas a las que esos movimientos apelan con
sus posiciones, es preciso advertir que ciertas ideas con-
tenidas en esas intenciones ejemplares vuelven a apare-
cer en diferentes doxas actuales, aunque no empleen las
mismas palabras ni el mismo estilo. La crítica de la ra-
pidez, de los flujos, de las redes y de la destrucción de es-·
pacios y culturas que de ello resultaría es frecuente en
muchos medios; 18 no lo es menos la de la mundialización
«liberal», y la alegoría nostálgica del pastoreo en la mon-
taña es un cliché de amplia repercusión social.
Se puede formular, pues, la hipótesis de que poco a po-
co, sobre todo gracias a la promoción del altermundialis-
mo, ese relato de impugnación se convertirá en un im-
portante factor de atracción para individuos y grupos que,
sin embargo, no comparten -lejos están de ello--los mis-
mos objetivos. Para unos, la cuestión consiste en subvertir
un vergonzoso orden social, económico y político; para mu-
chos otros, se trata sólo de la expresión de la voluntad de·
ver evolucionar los principios de la dinámica de la socie-
dad, conservando las bases del sistema actual y una lógica
de progreso. Para otros, en fin, se trata de expresar la nos-
talgia por un mundo mítico perdido, hecho con el genio del
lugar, la autenticidad, el arraigo y el apego a los valores
del terruño, que se suponen más justos que los difundidos
por una mundialización concebida como alienante en sí
misma.
Cuidémonos, entonces, de querer encontrar alguna
clase de homogeneidad en los puntos de vista, en las pro-
puestas, en las concepciones políticas de esos actores que
enuncian el relato contestatario de la interrupción: predo-
mina la diversidad. Los aúna, sin duda, la manera en que

18 Desde el trabajo de Paul Virilio hasta las asociaciones de protec-


ción del medio ambiente, a través de componentes de partidos políticos
de izquierda.

241
usan el espacio y el argumento espacial como instrumento
de impugnación del relato oficial, pero esta propensión
vuelve a aparecer mucho más allá del grupo de esos dife-
rentes actores radicales. Mis dos ejemplos de controver-
sias, así como el caso de la Union Durance-Alpille, tienden
a sostener esta última idea y muestran también la ambi-
valencia de esta referencia al espacio. Los impugnadores
de proyectos se apoyan en la anteposición de una amena-
za espacial tanto para proteger su posesión como para in-
tentar demostrar que su descontento no está vinculado
únicamente con la voluntad de protegerse de un perjuicio.
La referencia al espacio en el relato sirve, pues, al mismo
tiempo, para defender un bien personal O.a casa, la vecin-
dad) y un bien colectivo, exterior en apariencia a los inte-
reses de las personas, cuya integridad habría que preser-
var en todos los niveles (desde el lugar amenazado hasta
el medio ambiente global).
Así, los proyectos son cuestionados porque pondrían
doblemente en peligro el espacio. Ante todo, amenazarían
el atractivo de un marco vital de proximidad topográfica,
de una fracción del hábitat de las personas, en que los in-
dividuos se conciben, si no como propietarios de la inte-
gridad de ese marco, por lo menos como usufructuarios.
Se produce allí una instrumentalización del espacio mar-
cada por el individualismo egoísta, una modalidad impor-
. tante pero no exclusiva del discurso. En efecto, al mismo
tiempo, los contestatarios recuerdan siempre la posible
fragilización del «medio geográfico», 19 de ese «ecosistema
humano» antepuesto por la UDA, considerado patrimonio
común. Esta retórica bífida tiende a significar que un pro-
yecto es impugnado no sólo para garantizar que los pro-
pietarios gocen de su tranquilidad y rechazar la intrusión,
sino también para asegurar el mantenimiento, en aras del
mayór beneficio de la sociedad, de un bien espacial que
pertenece a todos. Uno puede no estar totalmente conven-
cido por esta historia que cuentan los actores, puede ver
en esas disputas la prueba de una difusión del síndrome
NIMBY, forma espacializada del individualismo. Sin em-
bargo, me sorprende la omnipresencia de ese proceso de

19 En sus diversas dimensiones sociales, arquitectónicas y paisajísti-


cas, medioambientales.

242
universalización de la legitimidad del contenido de una
disputa que aparece muy encuadrada por el recurso al ar-
gumento espacial.

Un modelo de la acción espacial

Merced a esa focalización en la intriga y en la relación


del relato con el tiempo, el trabajo de Ricceur también per-
mite modelizar la acción espacial, sea cual fuere. En efec-
to, Paul Ricceur ubica la construcción de la intriga, que
constituye el corazón de todo proceso narrativo, en el cen-
tro de una «triple mímesis»: «Esta mediación [entre tiem-
po y relato] pasa por las tres fases de la mímesis. O, dicho
de otro modo, para resolver el problema de la relación en-
tre el tiempo y el relato tengo que establecer el papel me-
diador de la construcción de la intriga entre un estadio de
la experiencia práctica que la precede y un estadio que la
sucede» (pág. 107). En torno a la fase central de configura-
ción dinámica de la intriga, que consiste en anudar los hi-
los de una historia, se halla: sobre todo, antes, «una pre-
comprensión del mundo de la acción(...) [pues] si es cier-
to que la intriga es una imitación de la acción, se requiere
una competencia previa: la capacidad de identificar en ge-
neral la acción por sus rasgos estructurales» (pág. 108). Y
después, «la intersección del mundo del texto y del mundo
del oyente o del lector» (pág. 136), o sea, el ingreso del re-
lato en la esfera de la comunicación.
Esta presentación inserta la enunciación de lo que se
cuenta en un proceso que avanza del mundo de la expe-
riencia, y de su evaluación, a la irrupción del acto de len-
guaje narrativo en ese mismo mundo. Sorprende por su
eficacia para dar cuenta de la acción espacial y, sobre to-
do, de la acción política, pero no exclusivamente, pues en
cierta medida toda espacialidad puede ser considerada
una realización de un proyecto por un operador. Si uno se
atiene por un momento al campo político, es posible trans-
poner del texto de Paul Ricceur la idea de que hay tres re-
gistros de la actividad espacial:
l. Precomprensión del mundo de la acción, que es, por
ejemplo, el de la operación de ordenamiento espacial o de
la política encarada. En el caso de la candidatura de París

243
a los Juegos Olímpicos, se imponía identificar con preci-
sión los pormenores de la prueba de selección y, en forma
paralela, aprehender convenientemente la manera en que
el espacio parisino podía prestarse, habida cuenta de sus
características, a la posible recepción, captando las condi-
ciones de posibilidades sociales, económicas y políticas
necesarias para avanzar con semejante apuesta. En su-
ma, se trataba de un trabajo arduo, propio de un proyecto
muy ambicioso, que por eso mismo pudo contar con recur-
sos sustanciales, lo que no siempre ocurre. Muy a menudo,
esta precomprensión es más rápida, más intuitiva, menos
objetivada en cuanto a enunciados y peritaciones. Sirve
para dominar el campo de actividad y preparar su realiza-
ción, para comenzar por definir cómo y por qué se actuará.
2. Configuración de la intriga, es decir, formalización
de la operación proyectada. Se trata de dar con la historia
que una política espacial tomará a su cargo y narrará.
También en este caso, el expediente París 2012 aparece
como un ejemplo que «habla». De lo que se trata es, por su-
puesto, de deportes, de construcciones, de equipamiento,
de consecuencias económicas, pero todo eso es integrado,
en cuanto ingrediente, en una epopeya que tiene, por otra
parte, sus héroes y sus hechos significativos: la epopeya
de una política urbana al servicio de la grandeza de una
ciudad, sostenida aquí por los valores intrínsecos del
.acontecimiento olímpico.
· 3. Intersección del mundo del proyecto con el de los co-
manditarios, usuarios, medios de comunicación, etc. En
materia de política territorial, la concertación o la contro-
versia representan modalidades de esta intersección. Asi-
mismo, para retomar nuestro ejemplo, la recepción del
grupo de evaluación del COI constituyó uno de los princi-
pales episodios del ingreso del proyecto al campo de la co-
municación.
Hay que cuidarse de no inducir a pensar, por esa clase
de presentación, que el proyecto espacial tiene las carac-
terísticas de una acción lineal en tres etapas bien separa-
bles, que se suceden sin solución de continuidad. El mode-
lo de la triangulación no representa un riguroso esquema
de desarrollo lineal y virtuoso que corre de arriba abajo.
Esta formalización flexible sólo ofrece tres planos de fun-
cionamiento, articulados, a los que corresponden modali-

244
dades de acción específicas, o sea, prácticas cognitivas do-
cumentales, discursivas, iconográficas, comunicativas,
particulares. Está claro que las exigencias comunicativas,
el tercer nivel, se manifiestan en mayor o menor medida a
lo largo de todo el desarrollo de un proyecto y, por ende,
pesan sobre la precomprensión y la intriga.
A la luz de todos los ejemplos citados desde el comienzo
del libro, se podría ampliar este cuadro interpretativo a
cualquier acción espacial y completar entonces nuestra
presentación de la espacialidad humana hasta llegar a
una síntesis teórica original. Al final del capítulo 4 vimos
que un operador decodifica el espacio según tres registros
de relación: el espacio es, a la vez, un soporte activo de la·
actividad, un instrumento de esta y una realidad cargada
de valor. A esta primera trinidad geográfica le agregaría
otra. Toda espacialidad supondría:
l. La precomprensión del mundo de la acción espacial
y, en particular, la identificación del recurso espacial,
material e ideal por el operador. Esta precomprensión no
es exhaustiva: un operador no capta nunca la totalidad
del contexto de la experiencia que vive. Tal limitación
contribuyó al elevado nivel de vulnerabilidad de las cos-
tas afectadas por el tsunami. Asimismo, dado que los indi-
viduos no contaban con las capacidades para comprender
los hechos y anticipar los actos necesarios para su seguri-
dad, fueron arrastrados por un acontecimiento espacial
poco dominable. Los actores que lidiaban durante la epi-
demia del SRAS tuvieron que dar con las claves de inteli-
gencia de un contexto espacial en un comienzo poco esta-
bilizado. Rosa Parks, por su parte, aprehendió en los he-
chos lo esencial de los datos necesarios para definir su ré-
gimen de conducta, y los duques y pares presentados por
Saint-Simon hicieron gala de una precomprensión casi ex-
haustiva de los pormenores de lo que iban a experimentar
y hacer.
2. La puesta en intriga: un ensamblaje sintético de los
fines (¿qué busca obtener el actor mediante su actividad
espacial?) y de los medios (¿qué tecnologías de la distancia
pone en acción?). La atropellada fuga de las personas
amenazadas por las olas del 26 de diciembre de 2004 fue
una manifestación de las capacidades de unos y otros para
construir secuencias de actividad destinadas a «salvarse»,

245
expresión que da perfecta cuenta del carácter construido,
por cada uno, de este intento. Este habrá sido fructífero o
no, según los casos, pero muy a menudo se presenta abier-
to a opciones estratégicas y/o intuitivas. Rosa Parks in-
ventó la intriga de quedarse sentada y de eso nació una
historia. Las autoridades que respondieron a la propaga-
ción del SRAS con medidas de confinamiento y control de
los flujos elaboraron un ensamblaje de fines y medios al
que he denominado «bioestrategia».
3. Una interacción con la esfera comunicacional, du-
rante y después del acto, se caracteriza, sin duda, por la
capacidad para contar la historia de la acción espacial a
terceros. Al respecto, remito a lo que ya se ha escrito a
propósito de los relatos turísticos enunciados después del
26 de diciembre.

A fin de cuentas, el enfoque narrativo brinda la posibi-


lidad de comprender mejor la compleja relación, mediati-
zada por los lenguajes, que se instaura entre los actores y
sus espacios de acción. Mediante el examen del relato de
acción se capta el proceso de la espacialidad, que va desde
la interiorización de los valores, las normas y los imagina-
rios espaciales por los actores hasta su socialización prác-
tica a través del acto de lenguaje narrativo, que contribu-
ye a espacializar esos valores, normas e imaginarios, es
decir, a atarlos, por medio del relato, a disposiciones de
espacios.

Dominio espacial

Las competencias espaciales elementales

Los casos que he citado desde el comienzo de este aná-


lisis permiten identificar algunas «competencias espacia-
les» distribuidas bastante uniformemente entre todos los
actores, aunque su puesta en acción concreta esté vincula-
da con el estatus social de cada uno de ellos y las situacio-
nes que viven.
En efecto, tengo la impresión de que todos los operado-
res humanos están preocupados por el dominio espacial,

246
es decir, por garantizar su capacidad para ubicarse de
manera tal que sus actos tengan como consecuencia efec-
tos deseados y siempre sea posible el control de su acción
y de su medio ambiente. Va de suyo que se trata de una
concepción ideal, que no deja de ser desmentida por el de-
seo equivalente de los demás actores; y la apelación a los
sistemas normativos en las situaciones de interacción se
explica por la necesidad que cada individuo tiene de ase-
gurar su dominio refiriéndose a una regla «objetiva» que
lo protege, según se supone, de las pretensiones de los de-
más. Este dominio se basa en algunos instrumentos cog-
nitivos y prácticos (o sea, que dan la posibilidad de apre-
hender una realidad y actuar).
El dominio del espacio supone, ante todo, (1) un domi-
nio de las métricas, de las maneras de medir la distancia,
lo cual es denominado por Jacques Lévy, acertadamente,
«metricia» (Lévy, 1999). Esta competencia en cuanto a
«metricia» le permite a cada actor en particular discrimi-
nar lo cercano de lo lejano y, como nuestros dos jóvenes
sentados frente a frente en aquel espacio confinado del
tren, evaluar la adecuada distancia que se debe conservar
entre uno mismo y las demás realidades sociales, puesto
que la espacialidad de los humanos se despliega siempre a
partir de la persona y de la concepción de su posición con
relación a lo que lo rodea. No saber dar con la buena dis-
tancia es una importante desventaja social, y las disputas
espaciales conllevan siempre debates acerca de la distan-
cia conveniente. Gran parte de la energía de los indivi-
duos en sociedad es consumida por la gestión de la distan-
cia y, en particular, por el juego que cada actor iil.staura
entre acercamiento y distanciamiento. Esta competencia
también asegura, en y por la práctica, saber y poder dis-
poner adecuadamente las realidades sociales en una con-
figuración en que estas se hallan a una distancia relativa
conveniente entre sí, lo que denomino (2) competencia de
colocación y ensamblaje. La capacidad para regular la dis-
tancia está, pues, en la base de otra capacidad importan-
te: la de ubicar, saber hallar para sí, para los otros, para
los objetos, el buen lugar. El ejemplo de los sillones, el de
los asientos del tren y el de Rosa Parks resultan muy cla-
ros, como lo serían los de cualquier situación en que se pu-
sieran en juego las reglas de cortesía y decoro, según las

247
cuales cada cosa tiene asignado un lugar en un orden de
realidades coexistentes.
Estar a buena distancia, disponer a los otros, las cosas,
los objetos, las realidades, a conveniente distancia y en
buen lugar, constituye una actividad social esencial, que
no se detiene nunca y se practica desde el entorno inme-
diato del cuerpo hacia el mundo. Está activa en cada
situación: incluso dentro del automóvil, por ejemplo, el
conductor y los pasajeros deben dedicarle gran parte de su
atención, al igual que el jefe de una empresa embarcado
en la reinstalación de su aparato de producción, o un polí-
tico electo que prepara una política territorial, o un indi-
viduo que encara un viaje turístico. Se halla en el centro
de la definición de toda ofensa espacial, por ínfima que
sea, es decir, de la sensación que un operador experimen-
ta al no controlar ya las distancias y, en particular, al ser
víctima de una intrusión que merece reparación, para re-
tomar aquí un vocabulario de inspiración goffmaniana.
En suma, está en la base de la espacialidad humana y en
la constitución del hábitat por el individuo.
. Dominar el espacio significa también ser capaz de dis-
criminar entre lo pequeño y lo grande, o sea, aprehender
el tamaño absoluto y relativo de los objetos espaciales.
Veo en ello (3) una competencia de escalas, una aptitud
esencial, que completa la anterior. El dominio espacial
consiste, asimismo, en gozar de una doble capacidad: la de
recortar el espacio en unidades elementales pertinentes
-(4) competencia de recorte- y la complementaria de de-
limitar, poner límites espaciales entre las diferentes enti-
dades discriminadas -(5) competencia de delimitación-.
Se puede recortar sin delimitar, precisamente en todo
caso, y se puede delimitar sin dar importancia al recorte,
o a todos los niveles del recorte. Los ejemplos que he elegi-
do lo demuestran. El de los jóvenes en los asientos del tren
destaca que la apuesta es el límite, pero no el recorte del
espacio, más allá de esta primera unidad de recorte que
constituye la esfera personal. En este caso, los recortes es-
paciales están más allá del marco de la situación. Las di-
ferentes controversias que he recordado están, por el con-
trario, más marcadas por las apuestas de recorte y delimi-
tación. Esta doble capacidad está particularmente activa
en la constitución de ciertos tipos de espacios, como los lu-

248
gares y los territorios. No nos asombremos, pues, de vol-
ver a hallarla permanentemente en el dominio de las polí-
ticas públicas. Esas cinco competencias espaciales son, a
mi parecer, los fundamentos de la vida de los individuos
en sociedad. Su análisis preciso, en situación; el estudio
de sus genealogías y sus condiciones de posibilidad so-
cial;20 el examen de sus dimensiones culturales, lingüísti-
cas, ideológicas e imaginarias, constituyen uno de los
aportes de la geografía al conocimiento de las sociedades.
En el marco de tal enfoque de la espacialidad, el espa-
cio no es pensado como un contenedor neutro de funcio-
nes, ni como una especie de bien comercial, ni como una
superficie de proyección de relaciones sociales, ni como un·
simple atributo de lo político, sino como una realidad cons-
truida en la acción y que significa alguna(s) cosa(s) para
alguien, para un operador. Se capta, pues, el espacio des-
de el punto de vista de actores tomados en serio, actores
que disponen de él, que se desplazan en él, que actúan e
interactúan, que dentro de él se pelean, se enfrentan, fes-
tejan, gozan, padecen o sufren, ríen, lloran, viven y mue-
ren, etc. Se trata de considerar la variedad de hechos que
se desarrollan en esa microescala de la vida cotidiana, a la
que es fundamental tomar en cuenta. Y ello, sin renunciar
a la idea de que los actos individuales están expuestos a
a tractores, es decir, sistemas de normas prácticas que·
contribuyen a conferir a las diversas acciones individua-
les formas de regularidad sociales.
A fin de cuentas, al abordar así esta cuestión se rompe
con la costumbre de separar lo que es del orden de los es-
pacios (demasiado a menudo rebajados únicamente a las
formas materiales) y lo que corresponde a las prácticas so-
ciales. La espacialidad constituye el concepto que permite
la unión entre esos dos campos.

20 Puesto que esas competencias son socialmente construidas y ad-


quiridas.

249
Tercera parte. Variaciones geográficas
sobre el tema de lo urbano
6. De la ciudad a lo urbano

Las dos partes anteriores han permitido echar las ba-


ses de una teoría coherente de la dimensión espacial de
las sociedades. A partir de los principios generales enun-
ciados, y a los efectos de mostrar su carácter operativo, es ·
posible renovar el enfoque de una realidad espacial cuya
importancia en las sociedades mundializadas no deja de
aumentar: la de la urbanización. Nuestro hábitat es cada
vez más urbano, y lo será aún más dentro de una genera-
ción. En efecto, dentro de veinticinco años, las organiza-
ciones urbanas deberán acoger a más de 3.000 millones de
habitantes suplementarios, lo que constituirá casi una
duplicación con relación a la cantidad actual, y así la po-
blación urbana se estabilizará en unos 6. 700 millones de
almas, sobre un total de 10.000 millones de seres huma-
nos. Se comprende con facilidad que el problema, que
afectará tanto a los países del Sur como a los del Norte, 1 ·
está a la altura de dicha cifra: provoca vértigo. Para en-
frentar ese movimiento será necesario desarrollar políti-
cas (de infraestructuras, de vivienda, sociales, económi-
cas, culturales) creativas y enérgicas, que no se podrán
basar en el reciclaje de las acciones llevadas a cabo en el
transcurso del siglo anterior. El orden urbano que se pone
en marcha es nuevo, el pensamiento que puede ayudar a
su regulación política y social debe ser nuevo. En esta úl-
tima parte me ocuparé de construir el esbozo de esa nueva
perspectiva. Expondré un enfoque que le da al espacio un
lugar propio entre los fenómenos urbanos y, al mismo tiem-
po, ofrece la posibilidad de modificar profundamente los
conceptos del análisis urbano, hasta terminar con lapa-
labra «ciudad» y proponer otro léxico: el de la urbanidad y
los geotipos.
1 Países del Norte que deberán afrontar, además, el envejecimiento
demográfico.
CENTRO DE DOCUMENTAC!01<
lNSTITUTO DE ESTUDIO!'
253
REGIONALES
1NJVERSIDAD PE AN'.i~qt.V.'
La cité,* la ciudad, lo urbano
Sin duda, resulta sensato no obligarse a plantear ante
todo, como una especie de preámbulo indispensable, una
pregunta de falsa sencillez: ¿Qué es la ciudad? No se pue-
de brindar una respuesta realmente satisfactoria, dado
que si bien es cierto que desde hace milenios hay ciudades
por doquier, ellas presentan particularidades de tal va-
riedad que para definirlas resulta difícil ir más allá de
una enumeración bastante llana de características gene-
rales, muy relativas y vagas. En verdad, es posible pre-
guntarse si la ciudad, en las diferentes sociedades en que
ha aparecido y se ha desarrollado, no es ante todo lo que
los individuos y los grupos aprehenden y piensan de ella
-lo cual remite a configuraciones sociales y espaciales
muy diferentes; y reduce el interés de la citada pregunta
preliminar-. Es preferible, entonces, plantear otra pre-
gunta, más sugerente y que permite, por otra parte, abor-
dar luego la primera, pero desde otra perspectiva: ¿Por
qué (la ciudad)? ¿Por qué los seres humanos construyen,
·en universos sociales y culturales muy diversos, ese modo
específico de ensamblaje de realidades sociales que se de-
nomina «ciudad»? Para abordar este interrogante es pre-
ciso admitir que la aparición y el desarrollo de ciudades
no fueron fruto de la casualidad, sino que expresaron lógi-
. cas colectivas necesarias para el tratamiento de proble-
mas fundamentales de una comunidad o una sociedad.

Una respuesta al problema de la distancia ,

Es posible estimar, entonces, que la ciudad constituye


·una de las respuestas factibles que los grupos humanos le
dan a la cuestión de la distancia: es una configuración es-
pacial basada en la opción inicial de privilegiar la capre-
sencia. Se trata de disponer a los seres, las cosas y los ele-
mentos de manera que la proximidad de contacto topográ-
fico se anteponga y permita con facilidad que un operador

* En este caso, tal como el autor lo aclara más adelante, el término


«cité» alude a la forma que el conglomerado urbano tuvo desde la Anti-
güedad hasta fines de la época clásica, recluido dentro de sus murallas.
(N. del T.)

254
cualquiera (individuo, colectivo) acceda al máximo de rea-
lidades sociales en un mínimo de tiempo y de costo (social,
económico, simbólico) y pueda disponer de él. La búsque-
da del máximo de copresencia puede derivar de la volun-
tad de aumentar la eficacia económica, desarrollar las in-
teracciones sociales, asegurar del mejor modo el gobierno
de la cité. La teoría geográfica de la ciudad propone así
una lectura global que conlleva posibilidades de variada
interpretación, sin ocultar la importancia de la dimensión
espacial.
A medida que va aumentando la intensidad de la ca-
presencia y, por lo tanto, se incrementa el tamaño de la
ciudad, se plantean los problemas de su estructuración en·
el espacio. Los actores han podido responder a las exigen-
cias de la primera circunstancia jugando con la expansión
horizontal, es decir, creando agregados cada vez más ex-
tensos y organizando las áreas, pero también eligiendo la
expansión vertical. Esta otra forma de acumulación espa-
cial, fundamental en términos de explotación de la renta
de los bienes raíces, aunque presente desde los orígenes
de las ciudades, estuvo limitada hasta el siglo XIX por
imposiciones técnicas.
Tanto en un caso como en el otro, el éxito de la copre-
sencia y la exposición urbana de contacto que de ello re-
sulta obligaron rápidamente a utilizar del mejor modo el
desplazamiento (al respecto, no olvidemos que el ascensor
es una formidable técnica de desplazamiento) y la teleco-
municación, o sea, la movilidad. A partir de entonces, pa-
ra los grupos urbanizados es fundamental acceder con la
mayor rapidez y eficacia posibles a las realidades sociales
distantes y relacionarse con ellas, conjugando las herra-
mientas de la copresencia y las de la movilidad. Las lógi-
cas inherentes a la copresencia produjeron defacto una
acentuación de la densidad y, en general, un aumento de
la diversidad de los objetos copresentes. Por el contrario,
el incremento de las capacidades de movilización permitió
privilegiar, en ciertas circunstancias, la conexión por con-
tacto inmediato, abriendo el campo a la expansión geográ-
fica y al estallido urbano, o sea, al debilitamiento de las
densidades y, en muchos casos, de la diversidad.

255
La cité y la ciudad

Al analizar las modalidades y los resultados de esta re-


lación entre copresencia y movilidad, se puede estimar
que las sociedades humanas occidentales han experimen-
tado, esquemáticamente, tres fases principales en mate-
ria de urbanización. Durante el período que transcurre
desde la Antigüedad hasta: fines de la época clásica, pre-
domina el modelo ciudadano. La cité, que se caracteriza
por la relevancia de la copresencia, constituye una enti-
dad discreta en el espacio y en la sociedad agraria que la
rodean. La evolución de la sociedad, a partir del siglo XVIII,
desembocará en un primer cambio, magistralmente ana-
lizado por Jean-Claude Perrot (1975) en una obra que hi-
zo época.
En poco más de ciento cincuenta años, con diferencias
cronológicas notables según los países, la ciudad fue reem-
plazando a la cité, de la que conservó, sin embargo, sus
grandes principios organizativos y sus valores sociales y
culturales predominantes. 2 Empero, ya se caracterizaba
por un primer cuestionamiento de la circunscripción tra-
dicional, por una evolución profunda de las formas, las
estructuras, las funciones, que comenzaba en la etapa
protoindustria:l. Las murallas desaparecían prácticamen-
te en todas partes. En la ciudad, las estructuras sociales
cambiaban, aparecían nuevas élites económicas y cultu-
rales, portadoras de nuevos saberes, y las mentalidades
evolucionaban, pues ella constituía el crisol donde se for-
jaban y difundían nuevas actitudes, como lo muestran las
novelas de Balzac o también, más tempranamente, los
trabajos de los ingenieros y los médicos del siglo XVIII,
que contribuirían a construir un pensamiento nuevo de la
Ciudad.
Cabe destacar la importancia de los médicos y de su
enfoque de la ciudad, que desde su origen era de tendencia
reformadora, puesto que se trataba de organizar las ciuda-
des a la luz de la Razón. La noción de función urbana fue
2 Se puede leer un apasionante enfoque de esas evoluciones en el to·

mo II de la Histoire de l'Europe urbaine, dirigida por Jean-Luc Pinol


(2003). Olivier Mongin (2005) realizó también una genealogia del adve-
nimiento de lo urbano, muy argumentada, en La condition urbaine, uno
de los libros más ricos consagrados a estas cuestiones.

256
así forjada por analogía con las funciones fisiológicas, en
particular la circulación de la sangre, un modelo de trans-
posición absolutamente eficaz, que durante mucho tiempo
constituiría el arcano mayor del pensamiento sobre la
ciudad y lo que la vivifica: la circulación (de hombres y
mercaderías). En Francia, la preocupación de los médicos
se aunaba aquí con la de los ingenieros reales de puentes
y calzadas, quienes también desarrollaban un pensa-
miento prescriptivo basado en la necesidad de organizar
los espacios a partir de la circulación. La ciudad se conver-
tía entonces, lógicamente, en un organismo con un tejido y
un corazón, en el que había que asegurar la fluidez circu-
latoria a los efectos de evitar las congestiones (Roncayolo,
1990). Esto debía permitir, y también desarrollar, las re-
laciones entre los organismos urbanos purgados de sus
miasmas, para el mayor beneficio del comercio, de los in-
tercambios comerciales. El pensamiento y el vocabulario
nuevos de la ciudad y de su ordenamiento espacial, que
retomaban un fondo organicista que se había ido impo~
niendo poco a poco desde el Renacimiento, se pusieron a
punto a partir del siglo XVIII, o sea, antes aun del despe-
gue del gran período de industrialización. Contrariamen-
te a lo que se suele creer, los grandes marcos y principios
cognitivos que contribuirían a estructurar la ciudad in-
dustrial nacieron antes de que esta se desarrollara masi-
vamente por doquier. Y, por otra parte, el acompañamien-
to ideológico y científico de la expansión urbana del siglo
XIX dio un amplio lugar a pensamientos que se inscribían
en línea directa con las reflexiones médicas anteriores.
Así, los trabajos de los higienistas del siglo XIX o de
aquellos que, aunque no médicos, estaban imbuidos de los
preceptos del higienismo (como Charles Booth, cuyas
investigaciones, llevadas a cabo en Londres y publicadas
como Life and Labour of the People in London, represen-
tan un importante hito en la historia del análisis urbano),
conformaron una matriz cognitiva esencial para la consti-
tución de los principales saberes científicos, de peritacio-
nes y acciones consagradas a la ciudad: los avances de la
sociología, así como de la geografía urbana o del urbanis-
mo, les debieron mucho a las investigaciones de los higie-
nistas, para quienes la lectura de las condiciones urbanas
estaba condicionada por la voluntad de poner de manifíes-

257
tolos «efectos del medio». Todas las ciencias de la ciudad
se inspiraron con frecuencia, particularmente, en los mé-
todos de las investigaciones higienistas.
Sin embargo, aunque la ciudad que se imponía durante
el período industrial ya no era la cité clásica, aunque la
superficie urbanizada crecía, dilatando los espacios, con-
tinuaba siendo una totalidad limitada, marcada por los
principios de continuidad edificada y fuerte densidad. Tam-
bién seguía estando muy diferenciada de su antinomia, la
campaña, pese a que la urbanización de esta también se
desarrollaba. En las ciudades, si bien la movilidad se
afianzaba como un importante instrumento de regulación
intraurbana e interurbana del acceso, la copresencia se-
guía siendo esencial.
No obstante, a partir del siglo XIX aparecieron nuevos
signos perturbadores. En principio paulatinamente y lue-
go a un ritmo cada vez más intenso, la ciudad se extendía
y cambiaba, en Europa y pronto en Estados Unidos, donde
no se tardaría en inventar un nuevo urbanismo. En parti-
cular, la zonificación funcional se consolidaba; la «perife-
. rización» de los hombres y de las actividades cobraba una
amplitud cada vez más notable, hasta convertirse en re-
gla; los sistemas de desplazamiento se volvían más com-
plejos; los lugares centrales se multiplicaban. El siglo XX
presenciaría el espectacular afianzamiento de esas lógi-
cas a escala mundial, en un mundo que la urbanización
planetaria contribuiría a construir como realidad geográ-
fica reconocida y compartida. Hemos cambiado de época
en materia de urbanización, hemos ingresado en la terce-
ra fase, después de la de la cité y la de la ciudad: estamos
hoy en la hora de lo urbano, y la palabra «ciudad» ya no
parece encuadrar a la cosa que designa.

Lo urbano sin figuras

Una imaginería significativa

No presentaré los indicadores habituales de esas con-


mociones contemporáneas; no suministraré cuadros esta-

258
dísticos; no hablaré de metropolización, de cambio de las
funciones, etc. -todos ellos, elementos importantes, por
otra parte--. Daré cuenta, en cambio, de la subversión de
la ciudad y la aparición de lo urbano mediante un análisis
de las imágenes. En efecto, el pasaje de la cité a la ciudad y
de la ciudad a lo urbano, y los problemas que esto plantea
a las sociedades, se pueden leer a través de la imaginería. 3
Voy a mostrarlo basándome en una iconografía en suma
muy trivial, mas representativa, por esa misma triviali-
dad, de los cambios en los regímenes de urbanización.
l. Consideremos un grabado de Abraham Bosse (1),
elegido entre los centenares que realizó ese artista del
siglo XVII. Se trata del que se titula Entrega de Mantua a
Charles de Gonzague-Nevers (véase la figura 1). Datado
en 1631, forma parte de una familia de grabados muy
apreciados en la época, que muestran en primer plano a
un gran personaje, por lo general a caballo, acompañado
por su séquito y mirando al destinatario, durante el sitio o
la toma de posesión de una ciudad, que aparece en segun~
do plano, frecuentemente sobre la parte inferior del cam-
po, de modo que el espectador la ve desde arriba, de mane-
ra oblicua. Abraham Bosse hizo muchos grabados de esta
clase, y el que he elegido se halla en perfecta conformidad
con el esquema estándar. Poco importa aquí el episodio al
que hace referencia: en este caso, la recuperación por el
duque de Nevers, merced a la tregua de Ratisbonne y la
paz de Cherasco, de la ciudad de Mantua, que los impe-
riales le habían arrebatado. Lo que me interesa es, por el
contrario, señalar que Mantua se presenta aquí bajo la
forma de un arquetipo visual, el del «retrato» (sin duda,
bastante alejado de la realidad topográfica y fisonómica
de Mantua): una cité, mirada como una totalidad identifi-
cable, rodeada por murallas, a orillas de un río, compacta,
pero con jardines y enclaves no edificados, erizada de
campanarios. El retrato de cité fue una de las figuras más
apreciadas, a punto tal que son incontables sus realiza-
ciones como tema iconográfico principal o como elemento
de una composición más vasta. Producido en serie, su di-
3 La hipótesis que da sustento a este análisis consiste en que el cam-
bio iconográfico procede y forma parte, al mismo tiempo, del cambio ur-
bano. Las imágenes no son reflejos, simples representaciones, sino ma-
nifestaciones de la realidad espacial, como lo mostré en el capítulo l.

259
~
en
o

l. Entrega de Mantua a Charles de Gonzague-Neuers. Grabado de Abraham Bosse, 1631 (Bibliotheque Nationale de
France).
261
262
263
fusión fue considerable en el mundo europeo (dilatado pa-
ra los espacios de su expansión). Se trata de una imagen
masiva, pues pedía ser inmediatamente reconocida por
gran cantidad de personas de toda condición, que deja ver
una dimensión de la realidad ciudadana clásica. Para
ilustrar la iconografía de la cité podríamos haber elegido,
asimismo, uno de los numerosos planos elaborados y di-
fundidos a partir del siglo XVI, como el de Imola, dibujado
por Leonardo da Vinci. Todos estos planos muestran una
realidad ciudadana perfectamente circunscripta por mu-
rallas y bien diferenciada de la campaña.
2. Examinemos un documento de 1880 (2): el plano de
ampliación de la ciudad de Colonia propuesto por Joseph
Stubben, que ganó en 1881 el concurso destinado a definir
las modalidades de ordenamiento espacial de esa ciudad.
Una de las más antiguas «cités» germanas, Colonia afr·on-
taba por entonces, desde hacía ya varias décadas, una ex-
pansión espacial no controlada, una industrialización im-
portante, una notoria obsolescencia de las antiguas es-
tructuras funcionales, una dinámica demográfica y social
que desbordaba por completo a la sociedad ciudadana clá-
sica. El trabajo de Stubben se inscribía en un conjunto de
gran amplitud: el de los planos rectores de grandes ciuda-
des europeas implementados por las autoridades prácti-
camente en todas partes, a los efectos de dominar un cre-
cimiento que, como ya se sabía, subvertiría los marcos ciu-
dadanos y plantearía enormes problemas (económicos, ur-
banos, sociales, políticos, nuevos).
En ese contexto, Ildefonso Cerda escribió en 1867 su
Teoría general de la urbanización, que se convertiría lue-
go, retrospectivamente, por invención narrativa, en el ac-
to fundador de una «ciencia» (el urbanismo) que pretendía
ser, al mismo tiempo, conocimiento racional de las leyes
de urbanización y teoría del ordenamiento espacial vir-
tuoso, del control de la urbanización basado en dicho co-
nocimiento; todo ello, signado por una concepción pesi-
mista sobre el estado contemporáneo de las ciudades y por
la fe en el progreso, el único capaz de salvar a las poblacio-
nes urbanas de la miseria, las enfermedades y el oscuran-
tismo. Cerda fue quien concibió el plano de ampliación de
Barcelona de 1858, cuya imagen (véase la figura 3) cons-
tituye uno de los íconos esenciales del canon del urbanis-

264
mo, un fetiche muchas veces reproducido, comentado, ad-
mirado.
Ni Joseph Stubben ni su plano de Colonia tuvieron se-
mejante posteridad, pero precisamente este proyecto
atraería la atención en cuanto ejemplo, entre muchos otros
posibles, de las figuras que se multiplicaron y se impu-
sieron a partir de 1860. El mapa al que hago referencia
(véase la figura 2) muestra la manera en que el urbanista
intentaba resolver el problema de la relación entre la cité
antigua (constituida antes del período industrial) y los
nuevos espacios previstos para la urbanización que desde
entonces la rodearían. Mostraba, asimismo, el proyecto de
reestructuración urbanística de esta cité antigua que ha~
cía implosión a partir del crecimiento.
La respuesta elaborada por Stubben para los proble-
mas de Colonia, que se consolidaba por entonces como
una ciudad industrial, era bastante clásica: articulaba las
dos entidades por medio de un Ring, un trazado semicir-
cular que tanto al norte como al sur se apoyaba sobre el río
Rin (dispositivo que ya se había impuesto en 1857 en Vie-
na). Delimitaba ese nuevo conjunto con una segunda línea
semicircular, paralela al Ring y que separaba el espacio
de la ciudad (compuesto por la antigua cité y el perímetro
urbanizable emergente, merced a la liberación de los do-
minios militares, ambos asociados a través del Ring) del
espacio rural y agrícola, cuyo parcelamiento característi-
co se reconocía. «Irrigaba» el conjunto urbano con amplias
avenidas rectilíneas, que convergían hacia los «lugares de
circulación» a partir de los cuales se organizaba toda una
red vial que distribuía la circulación urbana. Esta imagen
reflejaba un orden figurativo en el cual, aunque los signos
de los cambios fueran patentes, tanto lÓs ejecutores como
los destinatarios se apegaban aún a la existencia de una
ciudad ordenada (por la trama vial, heredera en este caso
de los principios clásicos) y delimitada. En este sentido, la
imaginería de la naciente ciudad industrial reciclaba los
rasgos visuales de la iconografía ciudadana.
3. Analicemos un famoso documento producido por el
Grupo Archigram en 1964, titulado Plug in City (véase la
figura 4). No se aprecia allí una totalidad, sino un frag-
mento, en corte, de una extraña realidad urbana. De he-
cho, se trata de la presentación de uno de los aspectos de

265
la combinatoria que los miembros de Archigram intenta-
ban promover, dentro de su empresa de destrucción de los
esquemas de la ciudad utilizados por sus predecesores. En
efecto, consideraban necesario que lo urbano se constitu-
yera a partir de la conexión al infinito de unidades ele-
mentales con otras unidades elementales. Perseguían así
el objetivo de liberar la arquitectura (es decir, para ellos,
la concepción de lo que es habitable) de la imposición de la
ciudad (en cuanto orden preestablecido) e independizar a
la urbanización en su conjunto de las imposiciones del te-
rritorio (o sea, del espacio preexistente). Proponían una
gramática generativa que permitiera construir un siste-
ma ilimitado y homogéneo, despegado del suelo y sus con-
tingencias, cuya generalización terminara por abolir toda
estructura, incluida la que aparecía en el origen de esa
implantación. Lo urbano conectado estaría entonces en
todas partes y en ninguna, laberinto sin fin ofrecido a la
deriva, sin el obstáculo del ciudadano libe1;ado de las den-
sidades pasadas. Era posible, pues, ofrecerla a la vista no
bajo la forma del plano que encierra y reúne toda una to-
talidad significante, sino bajo la especie de un corte verti-
cal que presenta la posible disposición de un fragmento
entre otros, sin límites ni umbral, puesto que nunca se en-
tra allí, ni tampoco se sale. Ese documento también podría
ser equiparado con muchos otros del mismo estilo, surgí-
.dos de inspiraciones similares, producidos desde la déca-
da de 1960 hasta nuestros días. A mi juicio, demuestra el
afianzamiento de una estrategia de visualización de rup-
tura que, para terminar con el antiguo orden de la ciudad,
se emancipa radicalmente de la legítima imagen de esta.
4. Consideremos una serie de fotografías aéreas de la
zona urbana de Valenciennes, disponibles en el sitio web
de Valenciennes Métropole (www.valenciennes-metropo-
le.fr). Nos muestran, desde una perspectiva ligeramente
oblicua, enfocada desde poca altura, de modo que los de-
talles sean perfectamente visibles, un espacio urbano po-
co denso y poco diverso, al menos en la apariencia que
adopta allí, aun en el centro del conglomerado, marcado
por la importancia de las rutas y rotondas, que aparecen
siempre. Y, sobre todo, un espacio cuyo límite resulta in-
distinguible, que abarca importantes perímetros no edifi-
cados Gardines, eriales, bosques, parcelas agrícolas). Se

266
trata de una imagen característica de la urbanidad con-
temporánea francesa. Pueden encontrarse millares (mi-
llones) comparables, como múltiples testimonios anóni-
mos de una extensión urbana que parece discontinua, casi
ilimitada y homomorfa, entre una localización y otra.
Vista desde aquí, desde este punto elevado, en desplaza-
miento, la noción de localización parece no tener prác-
ticamente interés para aprehender esa disposición espa-
cial o, en todo caso, un interés secundario. Así, la urbani-
dad contemporánea les ofrecería a los actantes un poten-
cial de recursos en el que la relación con la localización de
las realidades se vuelve secundaria respecto de la cues-
tión de su movilización en un acto espacial, es decir, de su
accesibilidad. El problema principal para un operador ya
no consiste en responder a la pregunta ¿dónde?, puesto
que las realidades circulan y existen cada vez más en todo
punto del espacio, sino a la pregunta ¿cómo (y por que) ac-
ceder a las realidades y ensamblarlas espacialmente?
5. Tomemos ahora el filme Lost in Translation [Perdi-
dos en Toldo], de Sofia Coppola (2003), que permite seguii·
la deriva urbana de los personajes, dos norteamericanos
perdidos en Tokio, en una trama en que la depresión pro-
vocada por la desorientación radical rivaliza con la dulce
euforia del encuentro amoroso. No hay duda de que Tokio,
más que un escenario, es un verdadero protagonista: es
un casi-personaje. El filme plantea el espectáculo de una
metrópoli inasible. La protagonista principal aparece ob-
servando la ciudad desde el piso alto de un hotel, sin com-
prender el dispar agregado urbano, sin referencias, que se
le ofrece a la vista, expresado por la cineasta mediante un
movimiento oscilante de la cámara. Allí, la panorámica ya
no es un eficaz instrumento de comprensión. Al mismo
tiempo, Tokio se .muestra saturada de luz, de ruidos, de
movimientos, ofreciendo permanentemente numerosas o
inéditas sensaciones. En suma, es un medio en el que uno
se sumerge sin referencias, sin que una posición elevada
posibilite hacerse de los marcos, identificar las líneas de
fuerza.
6. Consideremos, finalmente (aunque mi lista no tiene
ninguna pretensión de exhaustividad), un reportaje cual-
quiera acerca de un hecho bélico que se desarrolle en una
organización urbana: Grozni, Bagdad, Faluya, Kabul, Ga-

267
za hoy, Sarajevo, Beirut ayer y hoy, y no tendríamos difi-
cultad (¡ay!) en seguir prolongando la lista, a la que se le
podrían agregar las imágenes de los grandes accidentes
urbanos, catástrofes enormes, que marcan con su conti-
nua presencia los flujos informativos. En todas partes, las
mismas imágenes, filmadas en general por un camarógra-
fo en desplazamiento, atravesando espacios sembrados de
· ruinas: edificios destruidos, lugares devastados, restos es-
parcidos por el suelo, vehículos calcinados o aún en lla-
mas, rutas destrozadas, ciudadanos extenuados y trau-
matizados, rastros de sangre, cadáveres, vestigios de una
vida cotidiana devastada y signos de un generalizado «arré-
glate como puedas» con el fin de sobrevivir. Un caos pre-
sentado y comentado ad nauseam, cuyas imágenes más
chocantes y crudas circulan ahora por Internet, tomadas
cada vez más por los propios actores de esos hechos béli-
cos y/o accidentes, que han naturalizado lo visual como la
mayoría de los individuos y, acostumbrados a los incesan-
tes raudales iconográficos y a los horrores que transmi-
ten, registran y difunden lo innombrable sin pestañear. Y
todos miramos, semihorrorizados, semiatónitos, ese to-
rrente visual que acaso nos entregue un nuevo arquetipo
contemporáneo: lo urbano en estado de guerra, en situa-
ción de catástrofe, un horizonte de nuestras miradas. 4

¿Se puede transponer lo urbano en imágenes?

Esas imágenes llevan la mirada a realidades espacia-


les (y aquí urbanas) muy diferentes, que no existirían sin
ellas. El grabado de Abraham Bosse (figura 1) muestra lo
que fue el modelo de la cité clásica, preindustrial, ceñida
por murallas, una saliencia predominante que se impone
sobre el continuum territorial, cercado por la campaña. El
plano de ampliación (figura 2) denota que la urbanización
de la época industrial ya había subvertido la cité y se ins-
talaba la ciudad: la exposición espacial ya aparecía allí, y
4 Para describir esta realidad contemporánea, de la que Beirut fue el

primer ejemplo, Bogdan Bogdanovitch, arquitecto y ex alcalde de Bel-


grado, inventó en 1975 el término <mrbicidio». La destrucción de las ciu-
dades constituye hoy en dia una de las dimensiones de lo urbano (Mon-
gin, 2005, pág. 175).

268
también el cambio funcional, pero aún se intentaba reunir
bajo los rasgos de una visualización integradora los ele-
mentos que componían el conglomerado, aún se simulaba
una síntesis de lo heterogéneo. El plano propuesto por
Cerda (figura 3) refleja muy bien esa tensión: junto a la
antigua cité de Barcelona, el ensanche (la ampliación) des-
pliega ese perfecto cuadriculado, esa trama abierta, tam-
bién aquí sometida por la voluntad de circunscribir, de ro-
dearla. Pero se capta perfectamente que lo urbano disten-
dido, a escala del mundo, está allí, en germen. El plano de
Cerda es uno de los primeros casos explícitos de imagen
en la que todos los estados de la urbanización son visibles,
han sido puestos en escena. La figura de la cité-territorio-
cede y se convierte en un relieve, en un resto confinado, ante
la soberbia presencia del espacio en expansión. Por su par-
te, la ciudad «moderna» de Barcelona se ve llevada a las
fuentes bautismales por esta imagen que la hace existir a
plena luz y, de allí en más, desbordada, excedida, por el
potencial ilimitado e ilimitable de la urbanización y sus
redes, en primer término la de los servicios. De este modo,
la ciudad está presente en majestad, y lo urbano, en poder.
La imagen producida por el Grupo Archigram renun-
cia a esta voluntad de circunscripción: ya no hay referen-
cias tradicionales, ni siquiera se intenta simularlas. La
urbanidad se expresa, a partir de entonces, en el registro
de la réplica: el límite y la proyección del plano son esca-
moteados, se impone lo urbano genérico, lo que sólo es asi-
ble mediante fragmentos. Las fotografías aéreas de Va-
lenciennes también ratifican, aunque de otra manera, el
final de la ciudad. Se propone acerca de ese «sitio» (super-
vivencia metafórica de la importancia de la localización,
que se mantiene en el enunciado de una dirección, aquella
a la que se va en busca de imágenes de espacios reempla-
zables y poco situados) una serie de vistas parciales, cuya
suma no permite recomponer siquiera una entidad signi-
ficante: no se trata de un rompecabezas, de una totalidad
disociada por juego, que impulsa a cada uno a reconsti-
tuirla, sino de ventanas abiertas (¿aleatoriamente?) a una
realidad fractal, en la que sólo se pueden identificar las
unidades elementales replicables ad libitum.
El filme de Sofía Coppola, por su parte, muestra una
realidad urbana radicalmente diferente a la de la ciudad,

269
pero también cambia el punto de vista: aJ.li nos vemos, en
cuanto individuos, completamente inmersos en esa urba-
nidad sin referencias ni límites, confrontados con la alte-
ridad, con el carácter insustituible de la experiencia de lo
urbano. Como si frente al recurso espacial genérico (en to-
das partes, la misma cosa urbana) se alzara en lo sucesivo
el carácter singular de cada acto espacial, desde entonces
instrumento esencial para afianzar la identidad del actor
que compone, junto con su acto, un aquí y ahora irreducti-
ble y lábil. En todo caso, ya no hay más «Dios voyeun> (De
Certau) y organizador (figuras 1 y 2); ya no hay alguien
crítico e irónico que enuncie, deconstruyendo y atomizan-
do mediante su propuesta visual el modelo ciudadano de
los arquitectos y los urbanistas (figura 4); ya no existe ese
objetivo neutro y frío que fija el estado de una realidad en
apariencia ilimitada (Valenciennes). Sólo existe la mira-
da que un sujeto humano, fuera de su mundo común habi-
tual, proyecta sobre otros sujetos humanos; sólo existe
una captación psicoafectiva y sensible de individuos lleva-
dos a una espacialidad urbana sin referencias, sin marcos
claros, sin «visión de conjunto» que los absorba.
Las imágenes de guerra, del terrorismo y de catástro-
fes, finalmente, nos enfrentan no solamente con la pérdi-
da de las referencias tradicionales, sino también con la
destrucción, en cuanto esta se muestra como un modo po-
sible de existencia banal de lo urbano contemporáneo.
¿Acaso esas visuales no son indicadores de una nueva mu-
tación en curso? La urbanización masiva, vinculada con la
mundialización, contribuiría así a instalar el estado de
guerra, de catástrofe, de accidente, como régimen normal
de funcionamiento. La crisis paroxística ya no sería ex-
cepcional sino corriente (curioso oxímoron el del paroxis-
mo corriente), y sus imágenes serían entonces las que po-
drían caracterizar al orden figurativo de la urbanidad de hoy.

Lo urbano esta ahí

Esta imaginería permite revelar un proceso que lleva


de la cité singular y situada a lo urbano genérico y globali-
zado (la Generic City, de Rem Koolhas), a través de la ciu-
dad específica y estandarizada. Incuestionablemente, el

270
término «ciudad» ya no logra contener hoy en día el con-
junto de manifestaciones tangibles de aquello a lo que se
refiere. 5 Numerosos autores comparten esta aserción,
pero pocos se atreven a dar el paso que significa proponer
un nuevo léxico. David Mangin, por ejemplo, analiza de
manera pertinente la evolución urbana hacia la «ciudad
franqueada» -o sea, genérica-, pero sigue siendo explí-
citamente tributario del modelo de pensamiento de la ciu-
dad radioconcéntrica, a la europea. Tiene, a fin de cuen-
tas, una concepción rudimentaria de la «geografía», redu-
cida a un conjunto de condiciones del medio espacial para
la recepción de fenómenos urbanos, y de hecho considera
al espacio como una extensión para la proyección de las
realidades sociales y de las formas edificadas. Conserva
las nociones clásicas, y se conforma con señalar principios
de subversión -sobre todo, la privatización de fracciones
urbanas cada vez más importantes- y predicar métodos
que aseguren, por la difusión de un urbanismo de «paso»
-basado en la menor dependencia del automóvil, la pro-
moción de la heterogeneidad de las formas y la diversidad
de los usos-, la implementación de lo que denomina «ciu-
dad de paso» (Mangin, 2004).
Por su parte, el arquitecto Thomas Sieverts (2004), tan
preciso como su colega en la parte analítica de su libro, se
interna en el riesgoso terreno de proponer un concepto
nuevo, la «Zwischenstadt», o «entreciudad». Su propósito
es estimulante, pero b1:inda una definición algo endeble
de la Zwischenstadt: el espacio urbanizado que se desplie-
ga entre la ciudad y el campo. Al hacerlo, le otorga una
justificada importancia al conjunto periurbanizado que se
observa tanto localmente como a escala mundial, el cual
se confunde en su exposición con el ámbito de la «entre-
ciudad». No obstante, creo que ello no es suficiente para
dar cuenta en forma cabal de lo que ha producido la urba-
nización, que no se manifiesta simplemente en la apa-
rición de un tercer término entre ciudad y campo (cf. in-
fra, capítulo 7).
Hay que ir un poco más lejos y reemplazar la palabra
«ciudad» por el término «urbano» -sustantivado--. Y ello,

5En francés, por lo menos; en inglés, ese debate semántico tendría


menos alcance epistemológico y crítico.

271
por una razón simple: la urbanización planetaria del «lar-
go siglo XX» (Paquot, 1999), especialmente durante la fa-
se que comienza en 1945 y perdura hasta nuestra década,
entre 2000 y 2010, conmovió radicalmente, en todos los
niveles (sociales, económicos, espaciales, ideológicos, cul-
turales), los referentes clásicos que hacían de la ciudad
una ciudad. En particular, el afianzamiento de la discon-
tinuidad espacial como elemento representativo de todas
las organizaciones urbanas contemporáneas constituye
una verdadera subversión del orden tradicional, caracte-
rizado por la contigüidad territorial y la evidencia de la
delimitación entre la ciudad y su exterior (el campo), que
se mantuvo hasta la década de 1960 en Francia, fuera de
las principales metrópolis.
En su análisis de los cambios de la sociedad francesa,
Henri Lefebvre había presentido la importancia de una
evolución que provocaría el final de la ciudad (Lefebvre,
1972). Para él, la «era urbana» sucedía a la «era indus-
trial» (correspondiente a mi fase de la ciudad), que a su
vez seguía a la «era agraria» (mi fase de la cité). Su enfo-
que es impreciso, pero capta las características más im-
portantes: el estallido espacial, la modificación del siste-
ma clásico de la centralidad, la importancia de la monu-
mentalidad en cuanto punto de fijación de las ideologías
en una sociedad en movimiento, el auge de la simultanei-
dad como fundamento de la vida social. Aunque su obje-
tivo era, ante todo, establecer una filosofia política crítica,
Lefebvre comprendía la importancia de la conmoción es-
pacial en curso. Concebía así lo urbano como un nuevo es-
pacio-tiempo «diferencial», que ya no se podía pensar en
los términos geográficos habituales, que se sustraía a la
identificación simple y rápida, y que constituía un modo
de vida inédito. Las intuiciones de Lefebvre no serían se-
guidas en absoluto por los especialistas en la cuestión ur-
bana durante las décadas de 1970 y 1980, mientras en
Estados Unidos el trabajo de Melvin Webber, quien fue
uno de los primeros en señalar el fenómeno de la apari-
ción de lo urbano, sería muy comentado (Webber, 1968).
Esta problemática demoraría veinte años en volver a la
escena científica francesa.
Se debe a Franc;oise Choay, quien había leído a Webber,
así como a Lefebvre, haber demostrado, en un texto ma-

272
gistral, hasta qué punto la ciudad y lourbano ya no de-
bían ser confundidos (Choay, 1994). Según ella, desde fi-
nes del siglo XIX estaban en juego las fuerzas y los princi-
pios que iban a subvertir el modelo ciudadano para de-
sembocar en el «divorcio entre urbs y civitas». Choay afir-
ma que la dinámica de las redes técnicas y la hegemonía
de lo reticular imponen cambios espaciales, sociales e in-
telectuales que conducen al final de la ciudad, considera-
da tanto un modelo corno una cosa concreta, una entidad
espacial discreta, caracterizada por modalidades particu-
lares de vida en común, por una ideología espacial, am-
pliamente tributaria de los modelos arquitectónicos esta-
blecidos a comienzos de la época moderna, y por una cul-
tura del límite. A la ciudad singular, insustituible, al te-
rritorio continuo dominado por las métricas topográficas
y el juego de la copresencia, los reemplazaría así el espa-
cio urbanizado genérico, irrigado por redes marcadas por
la preeminencia de las métricas topológicas. La ciudad,
heredera de la cité, cede ante lo urbano sin límites, carac-
terística de las sociedades rnundializadas, donde está lla-
mada a vivir la mayoría de la población del planeta.
Se impone, pues, una «condición urbana» distinta, iné-
dita, de la que Olivier Mongin ha circunscripto sus princi-
pales aspectos culturales, sociales y políticos. Mongin de-
muestra que nuestras referencias a la ciudad ya no tienen
verdadera pertinencia: hemos ingresado a otra época. Se-
gún él, esta condición urbana se caracteriza por una orga-
nización de la sociedad diferente a la de la ciudad, pero
también, y sobre todo, por nuevos campos de experiencia
humana. Olivier Mongin vincula, pues, el enfoque de las
estructuras formales con el enfoque de las prácticas indi-
viduales y sociales, o sea, lo que también yo intento hacer.
Los países del Sur, aunque también Estados Unidos y
Canadá, fueron en un comienzo espacios de exportación
de modelos de la cité y de la ciudad, pero rápidamente, a
causa de las propias modalidades de urbanización, se con-
virtieron en crisoles donde se forjó la urbanidad contem-
poránea. A tal punto esto fue así, que durante una impor-
tante exposición, titulada «Cambios urbanos» -organi-
zada entre el23 de noviembre de 2000 y el25 de marzo de
2001 por la Misión Año 2000 en Francia, en el centro de
arquitectura contemporánea Arc-en-Reve, de Bordeaux,

273
dedicada al (sombrío) futuro urbano del planeta-, la ciu-
dad de Lagos fue presentada y puesta en escena como un
caso emblemático de lo que nos está tocando vivir y vamos
a seguir conociendo cada vez más. Asimismo, a comienzos
del siglo XX, numerosos autores iban a buscar más allá
del Atlántico -sobre todo en las grandes metrópolis de
Estados Unidos, en Nueva York, en Chicago-los signos
de la consolidación de una urbanidad en ruptura con la de
Europa.
A este respecto, la famosa llegada de Bardamu a Nue-
va York, en El viaje al fin de la noche, constituye un mani-
fiesto del cautivante descubrimiento de un mundo urbano
nuevo, cuyas formas, funcionamientos y costumbres so-
ciales no eran los usuales en las ciudades del continente
europeo. A su manera, los escritos de los sociólogos de la
Escuela de Chicago, en la década de 1920, mostraban el
afianzamiento de un género urbano en franca ruptura con
el europeo.
Si volvemos a considerar nuestras imágenes, compro-
bamos entonces una de las principales dificultades del
momento: en nuestra sociedad no existe aún hoy una ver-
dadera cultura visual legítima, que organice el conjunto
de visualizaciones urbanas posibles en un orden figurati-
vo y normativo reconocido por la mayor cantidad de perso-
nas, un orden que podría encuadrar la práctica, en parti-
cular la urbanística y la política, conferirle sentido -al
mismo tiempo, una dirección, una intención del acto y un
significado-. Para cada cual, la acción urbana se pierde
en la bruma de lo urbano no figurable como totalidad;
muy a menudo estamos condenados a errar o a confiar,
hoy y siempre, en los íconos ciudadanos, en las imágenes
de un mundo no obstante desaparecido. Ello no necesaria-
ménte constituye un drama: algunos gozan con esta deso-
rientación y con los márgenes de autonomía nueva que
permite conquistar.
En materia de imagen, lo urbano difiere radicalmente
de la ciudad, por el momento en todo caso, porque no es
presentable, no hace una abuena figuran. La ciudad se
cristalizaba, desde el siglo XVIII, en un gran repertorio de
figuración clara y diferenciada, heredera en línea directa
del de la cité de la época moderna, y se manifestaba me-
diante una abundante y formidable cultura visual y dis-

274
cursiva, una imaginería, discursos, palabras y textos legí-
timos y autorizados. Se volvía a encontrar esta cultura en
los innumerables planos, pinturas y retratos de ciudades,
así como en variadas descripciones (de ingenieros, médi-
cos, viajeros ...). Habría mucho para decir acerca de su
presencia en las novelas, en particular en la novela balza-
ciana, esa matriz de relatos de la gran ciudad contempo-
ránea, que al mismo tiempo se revela, por otra parte, co-
mo un repertorio de la ciudad clásica y un espacio narra-
tivo donde se inventa una de las primeras aprehensiones
del orden urbano fragmentado e inasible que se impondrá
luego. Balzac retoma una herencia cultural y figurativa
(muy legible en sus de::¡cripciones de la provincia), y en
forma paralela plantea ya los fundamentos del discurso
acerca de la imposible totalización de la gran metrópoli
(París) en un mismo relato integrador. El texto balzaciano
(pero también los de Baudelaire, Zola y muchos otros)
constituiría uno de esos indicadores precoces de la oscila-
ción de las sociedades entre la era de la ciudad y el reino
de lo urbano.

En busca de una totalidad perdida

Por lo tanto, aun cuando aquí y allá (cada vez más des~
de comienzos del siglo XX) se iban afianzando discursos y
relatos subversivos con respecto a la idea de ciudad, y se
multiplicaban los evidentes signos de que advenía una
nueva era urbana, el deseo de fijar mediante la imagen
una planificación espacial clara, que los operadores pu-
dieran hacer propia y utilizar, esa idea permaneció -per-
manece- viva. Se manifiesta, en particular, entre los
profesionales del ordenamiento espacial urbano (arqui-
tectos, urbanistas), cuyo papel creció a partir de la segun-
da mitad del siglo XIX. Si se toma el caso de los urbanis-
tas y arquitectos «modernos», en el sentido de su adhesión
a los cánones del modernismo arquitectónico que se desa-
rrolló a partir de 1920, sorprende el hecho de que su «ciu-
dad» sea pensada, dispuesta y expresada, sobre todo, vi-
sualmente. Al respecto, el ejemplo de Le Corbusier es lla-
mativo, si se recuerda el papel predominante que les otor-
gaba a las figuras en sus intervenciones y en sus escritos

275
teóricos. Por otra parte, no hay en ello otra cosa que la re-
cuperación de un hábito profesional mucho más antiguo,
surgido en el Renacimiento y que impulsa a la mayoría de
los especialistas de la arquitectura y el urbanismo, aún
hoy, a considerar que lo que se concibe bien se visualiza
con claridad. En ese sentido, el modernismo arquitectóni-
co y urbanístico es clásico.
Si bien el impacto del movimiento moderno y de sus
avatares es real en términos de producción de formas ur-
banas materiales, también se presenta, sobre todo, como
fundamental en términos de cultura visual. Ha aportado
un repertorio de figuras para mostrar un brillante futuro
deseable: el de la «ciudad moderna» perfecta, puesta en
imágenes como totalidad significativa, captada gracias a
planos de conjunto integradores6 y a íconos arquitectóni-
cos y urbanísticos, exponiendo un vocabulario formal sim-
ple y reconocible al menor golpe de vista, al mismo tiempo
que referenciada en el todo de la figura de la ciudad. Así,
el urbanismo moderno proponía soluciones semióticas pa-
ra controlar en apariencia el rrreversible proceso, enton-
ces ya comenzado, de la expansión urbana descontrolada
-aquello que los geógrafos empezaban a denominar, me-
diante una metáfora eficaz, «urbanización como mancha
de aceite>>--.
Los urbanistas modernos concibieron un vocabulario y
una gramática visuales de mantenimiento, a pesar de
todo y fuese cual fuere la fascinación que experimentaran
por el movimiento de universalización y extensión ilimi-
tada de la urbanización, de la existencia de la ciudad or-
ganizada por principios racionales, «planificada», limi-
tada y circunscripta. Por supuesto, a esta afirmación muy
general podrían oponérsele numerosos contraejemplos, lo
cual no sorprenderá a quien acepte que la complejidad de
los procesos aquí analizados es incompatible con la idea
de una historia lineal y regular de la evolución de la figu-
ración urbana. Así, Arturo Soria y Mata concibió, en 1882,
la ciudad lineal. Según él, la ciudad del futuro debía to-
mar la forma de una urbanización en franjas ilimitadas,
de 500 metros de ancho. Las visualizaciones de su proyec-

6 Véase el plano para una ciudad de 2.000.000 de habitantes de Le


Corbusier.

276
to, en el marco de la realización que de él intentó en Ma-
drid, muestran una franja urbana sin verdadero comienzo
ni fin, y un corte permite imaginar el perfil transversal de
esa franja estándar. Esta urbanización genérica de liga-
zón «prefigura» la relevancia futura de lo reticular, ejem-
plo importante aun cuando la posteridad de Soria haya si-
do prácticamente mínima.
El plan rector de ordenamiento espacial y urbanismo
nació en el siglo XIX y durante el siglo XX se convirtió en
una herramienta privilegiada para la acción sobre el es-
pacio. Reflejaba la creencia en la capacidad de mantener
una figura totalizadora que fuera eficaz como diagnóstico
de un estado urbano y como instrumento del proyecto. Un·
verdadero plan de urbanismo, es decir, «a escala de la rea-
lidad del conglomerado», se expresaba y se convertía en
una realidad discutible, ante todo, por medio de la imagen
que ponía de manifiesto los principios urbanísticos, antes
aun que cualquier realización tangible en el espacio mate-
rial. Una de las tareas esenciales del planificador consis-
tía en el recorte de unidades espaciales pertinentes: ante
todo, la de la totalidad que se pretendía organizar me-
diante el gesto figurativo, gesto que era al mismo tiempo
preludio y condición de posibilidad de la acción política y
de la práctica urbanística; luego, la de los subconjuntos
funcionales, para los que se «encaraban» (se les daba un·
rostro) operaciones específicas.
En Francia hubo varios episodios de implementación
reglamentaria de documentos de esta índole, que tradu-
cían a su manera, en la oquedad de esta ficción visual de
la totalidad mantenida, el arranque y luego la aceleración
del derrumbe del orden ciudadano clásico y la promoción
de lo urbano. Se pueden mencionar, ante todo, los planes
de embellecimiento y ampliación desarrollados gracias a
la ley Cornudet, de 1919: por primera vez, el legislador to-
maba verdaderamente en cuenta, a escala del país, la ge-
neralización del proceso de urbanización de todas las ciu-
dades francesas (puesto que las ciudades, según mi propia
perspectiva, se urbanizan tanto como los campos), así co-
mo las consecuencias que de ello podían resultar. Los pla-
nes de reconstrucción de la segunda posguerra mundial
también deben ser considerados en cuanto permitieron, en
muchos casos, problematizar la cuestión de la ampliación

277
y la modernización funcionales de ciudades «sin aliento»,
y ello, a fin de cuentas, antes aun de que fueran afectadas
por la destrucción.
El urbanismo francés actual fue formalizado en la dé-
cada de 1960, cuando el crecimiento urbano se desbocaba.
Esta elaboración se concretó, en particular, en la votación
de la gran ley de 1967, cuyos marcos de referencia segui-
mos utilizando, y también en los ordenamientos espacia-
les del conglomerado de París. Al respecto, resulta intere-
sante ir a escuchar la historia a las puertas de la leyenda,
como preconizaba Hugo: la del famoso episodio del diálogo
entre el general De Gaulle y Paul Delouvrier, a bordo de
un helicóptero que sobrevolaba la región parisina, enton-
ces caracterizada por una frenética dinámica urbana. A
pocos metros de altura sobre un París particularizado por
la planificación más visible, De Gaulle, sorprendido al
comprobar la patente progresión de un agregado informe
de fracciones urbanas desunidas, sin dar crédito a lo que
veía, le dijo a Delouvrier: «¡Ponga orden en ese bazar!». 7
Poco importa que el diálogo se haya producido o no: es-
ta mitología ha sido contada tantas veces que por consi-
guiente es real. Sólo cuenta aquí lo que la exclamación re-
vela: la confirmación de la falta de incidencia de los opera-
dores en la organización urbana. El movimiento urbano
se les escapa a quienes creen controlarlo. Esto se mani-
fiesta, sobre todo, por una perturbación óptica: no se ve
nada, los esquemas de imaginería clásica resultan impo-
tentes para imponer un orden de lectura posible ante los
desórdenes de los fenómenos. Lo que De Gaulle exigía era
recuperar la visión y volver a tener una legibilidad, resta-
bleciendo un régimen de visibilidad clásica del espacio ur-
bano. Los esquemas rectores de ordenamiento espacial y
urbanismo (SDAU [schémas directeurs d'aménagement et
d'urbanisme]), basados en el documento cartográfico que,
como lo saben todos los actores, es imperativo producir,
transponen y generalizan el mandato de De Gaulle. For-
man parte del intento de apresar lo urbano, de estabili-
zarlo, al mismo tiempo, mediante el espejismo de una fi-
gura totalizadora y la puesta en evidencia de las zonas de
intervención.

7 Reproduzco aquí una versión pulida de esa anécdota.

278
Por supuesto, los esquemas que se elaboraron desde fi-
nes de la década de 1960 no dejaron de señalar los profun-
dos cambios entonces en curso: aparecieron, en particu-
lar, las lógicas de red, así como la consolidación de las
multicentralidades. Sin embargo, junto con el reconoci-
miento textual del cambio, la economía iconográfica (muy
estándar a escala nacional) seguía siendo la de la consoli-
dación de la ciudad, en lo sucesivo pluricomunal, pero
afianzándose claramente en cuanto entidad discreta, deli-
mitada, separada de un entorno: el espacio rural, también
él mitificado. Por otra parte, los debates para fijar el perí-
metro del esquema -o sea, para distinguir un interior y
un exterior y construir así un territorio en continuo, desde
el centro hasta la frontera que marca que se sale de él-
fueron siempre muy intensos y constituyeron, en muchos
casos, hitos fundacionales del relato planificador que todo
proceso de esquema local produce y difunde. ·
La mayor parte de quienes intervinieron y los actores
se mostraron dispuestos a admitir que los esquemas rec-.
tores habían fracasado en cuanto a organizar verdadera-
mente las cosas urbanas. No oponibles jurídicamente a
terceros, mal tomados en cuenta en los planes de ocupa-
ción de los suelos, a pesar de la imposición reglamentaria,
se los vio, a mi juicio, sobre todo superados por los aconte-
cimientos urbanos. ¿Cómo controlar en verdad una urba-·
nización reticular, basada en la movilidad, en la subver-
sión de todos los marcos funcionales (en particular, los de
la economía, establecidos con el paréntesis industrial del
siglo 1850-1950), con herramientas procedentes de viejas
recetas del control territorial, o sea, del espacio continuo,
limitado y afectado por una ideología territorial domi-
nante legítima?
El reemplazo de los SDAU por los esquemas de cohe-
rencia territorial (SCOT [schémas de cohérence territoria-
le]), en ocasión de las nuevas leyes votadas en 2000, de-
muestra el intento de retomar una vez más el trabajo de
control. Esta vez se admitía que ya no era posible recortar
un solo conjunto pertinente: en una misma área urbana
(en el sentido del INSEE) pueden coexistir varios períme-
tros coherentes de planificación. Resulta conmovedor y
loable este reconocimiento legislativo y reglamentario de
la imposibilidad de abarcar con un único y mismo gesto

279
una entidad urbana que ya no es limitable. Sin embargo,
en el marco de los SCOT, se reconstituían agregados que
pese a todo se intentaba convertir en entidades discretas,
dentro de las cuales se «zonificaba», como si esto no signi-
ficara nada. De este modo, en vez de un solo esquema para
la organización urbana se pueden tener varios, pero el
principio básico sigue siendo el mismo: intentar producir
territorio continuo, coherente, delimitado y recortado en
unidades elementales (las zonas), todo ello puesto en imá-
genes mediante mapas en una larga cadena de razón vi-
sual. El propio nombre SCOT confirma un veloz retorno a
lo natural: se trata de planificar jerárquicamente el espa-
cio liso del territorio, y no de regular pragmáticamente el
espacio trazado, concatenado y fractal de lo urbano con-
temporáneo. Se trata de restablecer, en primer término
mediante lo visual-una vez más, omnipresente en el pro-
cedimiento-, disposiciones espaciales extravagantes, en
el marco referencial clásico del análisis de .la ciudad.

Una crisis figurativa

Las dificultades de aplicación de las herramientas ope-


rativas ponen de manifiesto, por cierto, un hiato entre el
ritmo de la actividad política y el ritmo de evolución de la
sociedad, pero expresan, sobre todo, la disyunción, e inclu-
so la divergencia incesante y creciente, entre dos realida-
des sociales a las que se sigue queriendo ver como con-
gruentes: una cultura visual que revela un modelo cogni-
tivo e ideológico, el de la ciudad, y la disposición urbana
de realidades sociales que esta cultura, aún fuertemente
legítima entre los operadores de la intervención, de hecho,
ya no logra en modo alguno poner en imágenes, algo que
no se había producido hasta entonces.
Uno de los mayores problemas de la urbanidad con-
temporánea es de orden figurativo: los espacios de las si-
tuaciones de actos (sean estos actos los de la arquitectura,
el urbanismo, las políticas espaciales o la vida cotidiana)
ya no están inscriptos en una economía semiótica legiti-
mada y valorizada que realmente los integre y les dé sen-
tido. No se sabe ordenar lo urbano bajo los rasgos de una
imagen aceptable totalizadora, que pueda circular en las

280
redes de interacción e interlocución como un «enunciado
colector», apto para reunir a los operadores en una misma
familia de intérpretes de las situaciones vividas.
De ahí cierta esquizofrenia de cada uno de ellos:
-Por un lado, seguimos siendo tributarios, en muchos
casos, de la piadosa imaginería de la ciudad clásica, que
en Francia y en Europa es todavía un modo expresivo pre-
dominante, una referencia cómoda y buscada, incluso re-
verenciada en el marco de las ideologías ciudadanas pa-
trimonialistas e identitarias, que en la actualidad son in-
numerables. Señalemos, de paso, que durante el oficio,
mientras se cantan loas a la ciudad, la urbanización se
desboca y la condición urbana se impone cada vez más.
-Por otro lado, nos vemos frente a la aparición de una
nueva economía visual, que busca una estética. Sin duda,
es importante señalar que ese nuevo mundo de imagen se
constituye masivamente fuera de las esferas de los profe-
sionales de lo urbano. En el cine, y más aún en los video-
juegos, en las publicidades, en la televisión, es donde se.
modelan las nuevas figuras.
Allí, aparte de la publicidad, no deja de sorprender la
omnipresencia de la imaginería vinculada con la guerra,
los accidentes, la catástrofe. Una buena cantidad de jue-
gos se basan en la propuesta de un permanente estado de
insurrección, de guerra de todos contra todos, en medio
del cual hay que sobrevivir e incluso prosperar. No cabe
duda de que se definen aquí nuevas figuras urbanas, en-
tre las que predomina -en medio de un laberinto visual a
la vez ilimitado, deslocalizado, y muy restringido y pobre
en términos de repertorio de formas-la relación violenta
y destructiva con el entorno. Las situaciones que debe
atravesar el jugador, con un «realismo» (es decir, un efecto
de verdad) cada vez más intenso, no están referidas a nin-
guna idea de localización precisa. Todo está siempre en
todas partes, como si el mundo urbano simulado, pero
muy real, se limitara a proveer recursos homogéneos a la
acción de destrucción, de lucha, de supervivencia.
Ya se ha señalado la contribución de la televisión (más
globalmente, de los medios de comunicación) a la difusión
de la imaginería de la guerra y la catástrofe. El cine, por
su parte, nos tiene acostumbrados, desde hace unos trein-
ta años, con una intensidad sin par, a la visión de la jun-

281
gla y/o del caos urbano que maltrata al ser humano (Mon-
gin, 1995). El arte contemporáneo (instalaciones, videos,
fotografías) no le va en zaga. A este respecto, vale la pena
detenerse en un acontecimiento significativo, que tuvo
gran repercusión: la exposición «Ce qui Arrive>>, organiza-
da por Paul Virilio en París, en la Fundación Cartier para
el Arte Contemporáneo, entre el29 de noviembre de 2002
y el30 de marzo de 2003. Se editó un catálogo, y Paul Viri-
lio sistematizó su objetivo en un libro publicado paralela-
mente (2002). Un sitio web 8 permite acceder al proyecto
intelectual y artístico, y sus considerandos.
Para Virilio, la difusión de la velocidad a escala mun-
dial va de la mano de la globalización del accidente y la
progresiva generalización de la catástrofe. Dos aconteci-
mientos resultan emblemáticos según el organizador de
la exposición: Chernobyl y elll de septiembre de 2001.
En la Advertencia, el autor escribe: «De incidentes en ac-
cidentes, de catástrofes en cataclismos, la vida cotidiana
pasa a ser un caleidoscopio en el que permanentemente
nos enfrentamos a lo que aparece, a lo que surge de modo
iinprevisto, ex abrupto podríamos decir ... Hay que apren-
der, entonces, a discernir en el espejo roto lo que sucede, y
hacerlo cada vez con más frecuencia, pero sobre todo cada
vez más rápidamente, de manera intempestiva y hasta si-
multánea».
En opinión de Virilio, esa comprobación impone una
inversión, un iinpulso visual; en efecto, para superar nues-
tra sensación de impotencia hay que invertir la tendencia
y reemplazar nuestra exposición al accidente por la expo-
sición permanente del accidente. De ahí el acontecimiento
de la Fundación Cartier -en torno al trabajo de unos
veinte artistas- y el concomitante proyecto de un Museo
del Accidente, cuyas primeras imágenes, clasificadas por
tipos (accidentes naturales, accidentes industriales, con-
taminación, accidentes aéreos, naufragios y descarrila-
mientos, accidentes voluntarios), se pueden ver on line.
Podrá parecer extraño, e incluso un tanto problemático,
descubrir en una misma familia de «accidentes volunta-
rios» la fotografía de la destrucción de las torres HLM de
Vénissieux, en 1994, y las del derrumbe de las torres del

8 www.onoci.net/virilio.

282
World Trade Center de Nueva York, elll de septiembre
de 2001. Esta clase de amalgama forma parte del deseo de
reunir el conjunto de la actividad humana bajo el estan-
darte del accidente -la guerra, el terrorismo, se han con-
vertido en ello-, cuyas imágenes «funcionan como una
escritura visual del desastre».
Lo que importa, en este caso, es comprobar el auge de
un régimen figurativo del mundo urbano contemporáneo
mundializado, cuyas bases teóricas, sus principios estéti-
cos, los mecanismos semióticos necesarios para su recono-
cimiento y su legitimación, se intenta plantear, apoyándo-
se en un conjunto de poderosas opiniones. El espejo roto
del que habla Virilio, ¿no es acaso el que nos devolvía la
imagen tranquilizadora de la ciudad? Lo que sucede -lo
que me sucede- en la simultaneidad de los acontecimien-
tos, ¿no es acaso esta experiencia urbana cuyas únicas fi-
guras son las de la catástrofe? La vida urbana no sería
más que un devenir-catástrofe, y sólo la iconografía del
desastre estaría entonces fundamentada para expresarla.
Así pues, ¿no se convierte la figura de lo urbano-catás- ·
trofe en esta nueva referencia, en ese elemento de atrae- .
ción que impone su régimen visual y su repertorio de
prácticas? Por otra parte, ¿acaso ciertos profesionales de
la arquitectura y el urbanismo no recurren a ese registro
iconográfico, en particular en ese campo que se constituye
en la unión de la arquitectura con la creación contemporá~
nea? Por supuesto, es posible encontrar en ese enfoque ob-
jetivos críticos: Virilio considera que su trabajo se orienta,
mediante la manifestación argumentada del accidente, a
provocar un retorno del «público» (es decir, el conjunto de
ciudadanos) a la conciencia, a hacerlo escapar de la so-
breexposición al terror que imponen los medios de comu-
nicación. Empero, también es cierto que esas imágenes se
agregan a la inagotable teoría de las imágenes que circu-
lan, que instalan un régimen cada vez más reconocido y
legítimo de visualización y contribuyen a aquello que los
seres humanos hablan, actúan, experimentan, denun-
cian. ¿Y quién podría negar, a este respecto, que la inter-
acción social y la interlocución ocupan hoy en día un am-
plio lugar en el registro agonista y conflictivo? ¿Quién po-
dría dejar de captar en las .controversias urbanísticas, por
ejemplo, y también en el marco de la vida cotidiana, las

283
perspectivas sombrías proyectadas sobre lo urbano por los
operadores, las constantes alertas de peligros, los pronós-
ticos de ruina y destrucción, el uso de metáforas bélicas?
¿Cómo escapar de esta melancolía, de esta relevancia
de la idea de que la sociedad urbana --cuyas disposiciones
espaciales a menudo se vuelven in-significantes, por la
impotencia para referirlas a un esquema integrador dife-
rente: justamente, al de su insignificancia- se ha instala-
do en el conflicto permanente? ¿Cómo renunciar a pensar
lo urbano, a construir una nueva ciencia urbana, aquello
a lo que exhortaba Fran<;oise Choay? Y ello, sin caer en el
patético intento de reactualizar la iconografía clásica, ni
en las fáciles delicias del cinismo de la apología de la Col-
lage City o de la Trash City, ni elegir el refugio del mito
que predica salir de la urbanidad dañina mediante la re-
naturalización de nuestros marcos de existencia y el «re-
descubrimiento» de una Arcadia sosegada (y socialmente
homogénea).
Para ello es preciso plantear lo urbano como un campo
global, dentro del cual será posible reservar un lugar para
la ciudad stricto sensu. A partir de ahí, provisto a la vez de
la teoría del espacio y de la espacialidad enunciada en los
cuatro primeros capítulos, de la concepción según la cual
las modalidades de regulación de la distancia son el vec-
tor de la organización urbana, y de la idea de que el con-
cepto de ciudad ya no es el marco de pensamiento perti-
nente, puedo volver a la pregunta inicial, que había eludi-
do, pero desplazándola: ya no «¿Qué es la ciudad?», sino
«¿Qué es lo urbano y cuáles son sus características espa-
ciales más importantes?».

284
7. Un nuevo enfoque de las realidades
urbanas

Expondré a continuación los marcos de una teoría de lo


urbano bajo la forma de una serie de proposiciones gene-
rales. La clasificación de estos postulados no es jerárqui-
ca: aun cuando he tratado de ordenar la presentación, ne- ·
cesariamente secuencial, en verdad, todas las afirmacio-
nes están relacionadas entre sí y forman un sistema. Por
otra parte, mi comentario no seguirá escrupulosamente el
orden de la numeración. Algunas de estas proposiciones
pueden parecer contradictorias entre sí. De hecho, todas
ellas son complementarias, y las realidades urbanas de-
ben su complejidad a esta asociación de características
que pueden parecer antagónicas pero en realidad se en-
trelazan.

QUINCE PROPOSICIONES PARA ABORDAR LO URBANO

l. Lo urbano es un modo contemporáneo de organización es-


pacial de las realidades sociales que expresa el juego de las
sociedades mundializadas con la distancia.
2. El campo de lo urbano se extiende indefinidamente hasta
casi confundirse, en ciertas situaciones, con el sistema so-
cial en su conjunto.
3. Lo urbano se caracteriza, con relación a: lo no urbano, por
una configuración espacial específica de la densidad y la di-
versidad de las realidades sociales copresentes.
4. Lo urbano maximiza simultáneamente el contacto topo-
gráfico (copresencia), el contacto topológico material (des-
plazamiento) y el contacto topológico inmaterial (telecomu-
nicación).
5. La movilidad, constitutiva del ser-urbano contemporá-
neo, es a la vez un resultado y un operador de la urbaniza-
ción, a la vez un instrumento indispensable y un valor social
de las prácticas espaciales urbanas.

285
6. La separación funcional y social es un principio funda-
mental de la disposición interna de las organizaciones ur-
banas. La movilidad es el instrumento de gestión de esta se-
paración por los actores.
7. La urbanidad es el indicador del nivel de densidad y de di-
versidad sociales de una situación urbana. La urbanidad de
una fracción de espacio cualquiera será tanto más fuerte
cuanto mayores sean allí la densidad y la diversidad.
8. Gracias a la captación de la urbanidad, se puede definir
una cantidad restringida de geotipos generales, es decir, de
tipos ideales de configuraciones urbanas, cada uno de ellos
dotado de un valor específico de urbanidad.
9. La centralidad y la «periferización» son dos procesos esen-
ciales, en relación dinámica, en las organizaciones urbanas.
10. El geotipo central y el geotipo suburbano se pueden ha-
llar en cualquier localización de la extensión urbanizada.
11. Existen dos principales géneros urbanos: lo paraurbano
(los espacios vinculados con las actividades turísticas, de-
portivas, industriales, comerciales, «tecnopolitanas» ...) y lo
metaurbano (los espacios vinculados con los transportes).
12. Los conmutadores urbanos constituyen configuraciones
· espaciales que permiten la coespacialidad. El aeropuerto es
un conmutador emblemático.
13. En las organizaciones urbanas se definen nuevas moda-
lidades políticas de relación del individuo con la sociedad,
mediatizadas por el espacio.
14. Las organizaciones urbanas son al mismo tiempo (y cada
vez más) «multiculturales» y «multiétnicas».
15. En las organizaciones urbanas, la identidad de los indi-
viduos y de los grupos tiende a espacializarse fuertemente.

Lo urbano como horizonte

Es necesario recordar la expansión del campo de lo ur-


bano (proposición 2). En vista de que esta expansión gené-
rica se produce a escala mundial; de que el mundo se ur-
baniza incesantemente y ello crea organizaciones urba-
nas sin límites claros; de que esta urbanización es tam-
bién un poderoso vector para la aparición del Mundo como
realidad geográfica socialmente compartida y como ope-
rador espacial, nos vemos obligados a renunciar al uso del

286
concepto de ciudad de manera general. Así pues, la urba-
nización no debe ser pensada sólo en términos de movi-
miento de desarrollo demográfico y de expansión geográ-
fica de las ciudades. Se trata de un proceso de sustitución
de un modo de organización social de la regulación de la
distancia -la ciudad, cuya difusión fue planetaria- por
otro -lo urbano, cuya difusión contribuye a la mundiali-
zación y la expresa (proposición 1)-. Tal fenómeno tras-
toca todas las dimensiones de la sociedad e implica ato-
das las organizaciones espaciales existentes. El intenso
crecimiento demográfico mundial de las organizaciones
urbanas es un indicador de este cambio, y no el cambio en
sí mismo. Por ello, las propias ciudades se han urbanizado
y continúan haciéndolo, es decir, experimentan los efectos
del proceso de urbanización que las cierra, así como a los
sectores que hasta hace poco tiempo eran rurales.
En un país como Francia, este movimiento se ha cum-
plido de tal modo que cabe estimar que en la actualidad lo
rural ya no existe en cuanto modalidad específica de orga-
nización y funcionamiento de una sociedad. Por supuesto,
lo rural y la «ruralidad» siempre están presentes, pero
como categorías de los discursos (político, patrimonial,
cultural). Los espacios rurales apenas sobreviven de ma-
nera muy artificial. La renovación de lo rural y los «neo-
rrurales» que son sus actores sólo constituyen manifesta-
ciones de la evolución del despliegue de las lógicas urba-
nas en nuevas configuraciones sociales. Los espacios an-
tes rurales, empobrecidos, se urbanizan con la introduc-
ción de formas espaciales, prácticas, valores y referencias
propios de la urbanización. En ese marco, la campaña, la
naturaleza, son construcciones, codiciados objetos de va-
lor que se inscriben en las estrategias residenciales y/o po-
líticas y/o económicas de los actores sociales, y las sirven.
Vivir en el campo es hoy en Francia, sin duda, una de
las posturas más urbanas que se pueda adoptar. Los «neo-
rrurales», que se reivindican en cuanto tales, son urbanos
que justifican sus espacialidades apelando a una particu-
lar mitología urbana: la de la campaña y lo rural, así como
otros movilizan las del cosmopolitismo y la mezcla para
justificar opciones residenciales en las fracciones urbanas
que siguen estando caracterizadas por una mayor densi-
dad, diversidad y continuidad de la edificación.

287
Esta cuestión puede llamar a engaño sólo si se perma-
nece en el marco de un análisis de las características ma-
teriales evidentes del espacio. Entonces, dado que las
«campañas» son poco densas, porque la edificación no es
continua y el antiguo hábitat sigue estando muy presente
-pues predominan los bosques y los cultivos-, podría
pensarse que se está fuera del dominio urbano. Empero,
la gran cantidad de «chalets» individuales, o en lote, que
se hallan diseminados en la mayoría de las comunas esta-
dísticamente rurales para el INSEE (menos de 2.000 ha-
bitantes conglomerados) demuestra ya el"efecto de urba-
nización.
Sin embargo, cuando se estudian las espacialidades,
esos habitantes no sólo aparecen integrados a los siste-
mas urbanos, sino que son sus principales operadores y
promotores, sobre todo porque su localización implica do-
minar tecnologías de la movilidad, una movilidad que es
un carácter constitutivo del mundo urbano y de su prácti-
ca cotidiana (proposición 5). Esta localización supone
también participar en modos de consumo y de producción
que fundan la urbanización contemporánea; entre ellos,
los modos de producción del hábitat en chalets o los modos
de distribución comercial periférica de las mercaderías.
Esos residentes rurales se revelan, pues, como constructo-
res intencionales de las organizaciones urbanas -y de
sus desequilibrios-. Los propios agricultores están ins-
criptos en el orden de la urbanización, como lo compren-
den bien quienes, entre ellos, pretenden reinventar un
campesinado y un campo «auténticos», olvidando al mis-
mo tiempo señalar que esa reinvención sólo tiene posibili-
dades de prosperar -es decir, de suscitar una adhesión
que pudiera legitimarla socialmente- si se ajusta a los
principios fundadores de lo urbano, en particular si es ca-
paz de atraer la atención de los «ciudadanos» que añoran
la «naturaleza» y la «tranquilidad». El campo campesino
es, desde este punto de vista, uno de los más recientes sub-
productos de la urbanización.
En cierta medida, se podría afirmar que algunas polí-
ticas agrícolas deberían ser pensadas como políticas
urbanas. Esta comprobación un tanto sorprendente puede
verse en los trabajos de especialistas en la cuestión agrí-

288
cola, en geógrafos, agrónomos, ecólogos, economistas, 1
que han llegado a la certeza de que «la subsistencia de la
agricultura periurbana depende de su capacidad para ins-
cribirse en el "proyecto territorial urbano", apoyado por
las apuestas de desarrollo sustentable de las ciudades»
(Fleury, 2005, pág. 3). Los promotores de esas investiga-
ciones postulan la elaboración de herramientas de orde-
namiento espacial que permitan integrar realmente esa
agricultura y a los agricultores en los proyectos de planifi-
cación a escala global de cada área urbanizada.
¿Existe actualmente, en un país como Francia, una ex-
terioridad al ámbito urbano? Creo que no es preciso bus-
carla en las campañas urbanizadas ni en las zonas de tu-
rismo al aire libre y naturales, que constituyen excrecen-
cias perfectamente integradas al sistema urbano, sino
más bien en las áreas de depresión demográfica severa,
ganadas por un empobrecimiento general que no permite
ya el mantenimiento de una residencia continua ni de ac-
tividades permanentes. En Francia, en numerosos sec-
tores del Macizo Central, en Lozere, Coi·reze, Ardeche, en ·
el Cantal, se extinguen las poblaciones permanentes, triun-
fan los eriales, la vegetación recubre los espacios abiertos,
las antiguas vías de circulación desaparecen o sólo sobre-
viven como senderos estacionales para caminatas, y las
riberas de los cursos de agua se cubren de vegetación y se
vuelven cada vez menos accesibles. Tenemos allí períme-
tros abandonados, sectores no urbanos, que no se pueden
confundir con la organización rural, la cual, por otro lado,
continúa existiendo en numerosos países (China, India),
aunque en todas partes su importancia disminuya debido
a la urbanización generalizada, salvo algunos Estados don-
de lo rural sigue siendo la norma (Birmania, por ejemplo).
1 En Francia, el Instituto Nacional de Investigación Agronómica, el

Centro Nacional de Mecánica Agrícola, Ingeniería Rural, Ingeniería de


Aguas y de Bosques y el Centro de Cooperación Internacional en Inves-
tigación Agronómica para el Desarrollo, o sea, los tres organismos pú-
blicos especializados en cuestiones agronómicas, hicieron un llamado
común para la investigación de esta problemática, estimando que se
trataba de un asunto de la mayor importancia. En ese marco, fueron
apoyados numerosos trabajos dedicados a la agricultura periurbana
tanto en Francia como en los países en desarrollo. La síntesis, muy in-
teresante, fue publicada en el no 8 de los Cahiers de la Multifonctionna-
lité (Fleury, 2005).

289
La territorialización urbana de las identidades

En los países donde la urbanización prácticamente to-


tal provoca un recorte casi perfecto del ámbito urbano y de
la sociedad, la congruencia entre ambos plantea un pro-
blema nuevo. En efecto, ya no hay una evidente exteriori-
dad respecto de ese generalizado mundo urbano común,
cuya limitación no resulta clara. Lo urbano ya no se halla
rodeado y recortado por una organización diferente de él y
que signifique la alteridad geográfica. Este fenómeno se
redobla por el hecho de que el planeta, al transformarse
en realidad geográfica reconocida, el Mundo, constituye
cada vez menos un reservorio de alteridad. La conjunción
entre el cuadriculado de la Tierra, debido al hábitat hu-
mano, y la expansión del ámbito urbano hasta los límites
de la sociedad le dificulta a cada individuo definir lo que le
es ajeno a partir de lo que le es exterior.
¿Esta falta de exterioridad no es acaso la fuente de los
intentos --cada vez más sostenidos, a veces hasta la com-
pulsión- de los grupos e individuos de construir nuevos
límites, ahora internos, dentro de ese dilatado urbanis-
mo? De esta manera se podría explicar la reviviscencia de
las identidades sociales fuertemente espacializadas. En
nuestros días, cada vez más actores individuales o colecti-
vos construyen, expresan o reivindican su identidad po-
niendo de relieve un arraigo y un modo específico de con-
cebir la relación con el espacio identitario (proposición 15).
A este respecto, basta con observar la importancia que
han adquirido los emblemas espaciales y la renovación de
los discursos fuertemente territorializados, en el sentido
estricto de discurso de pertenencia que reivindica la rela-
ción identitaria de operadores con un territorio y sus lazos
con lugares identificatorios.
En el mundo contemporáneo son innumerables esas
consolidaciones territoriales, cuyo carácter pacífico está
lejos de ser la regla. Se trata incluso de uno de los terrenos
que el debate político debería abordar lo más rápidamen-
te posible, antes de que sea demasiado tarde y la creciente
rigidez de las categorías identitarias, reificadas por el ro-
deo espacial, subvierta hasta la idea de la posibilidad de
construir un espacio urbano común, multiplicando los lí-
mites internos de territorialización de las identidades.

290
Concluiría, entonces -en un movimiento en que con-
vergen multitud de intencionalidades particulares, 2 sin
proyecto político demasiado claro-, la organización de lo
urbano basado en el principio separatista (proposición 6).
Este proceso está en curso desde el comienzo de la fase de
urbanización contemporánea, ante todo, en una perspecti-
va de racionalización funcional, movimiento en lo sucesi-
vo fortalecido por la fuerte espacialización de la distinción
social e identitaria.

Del gobierno a la gobernabilidad

La territorialización urbana de la identidad social está


inmersa en evoluciones sociales más generales, en que lo
urbano es a la vez el teatro y, en cuanto organización es-
pacial de la sociedad, el operador (proposiciones 13 y 14).
En el medio urbano se expresan, sin duda, nuevas relacio-
nes de los actores con los sistemas de gobierno, en todo ni-
vel. Se recordará la importancia que tuvo en las socieda-
des urbanas democráticas la aparición de agrupamientos
circunstanciales de operadores que se convertían en colec-
tivos para lograr ciertos fines, a menudo para resolver al-
gún problema de ordenamiento espacial. Los ejemplos de
controversias que expuse en el capítulo 4 resultaron para~
digmáticos, entre muchos otros. En América del Norte
desde hace casi cincuenta años, pero también en América
del Sur, cada vez más en Europa, en la India, en África,
surgen modos de «desarrollo comunitario» consistentes en
que un colectivo, que actúa o no en nombre de su anclaje
espacial, se hace cargo del ordenamiento espacial de un
área de pertenencia.
Ese colectivo entabla entonces una transacción, más o
menos polémica, con las autoridades políticas legítimas,
ya sea locales, regionales o nacionales, las cuales, a fin de
cuentas, resultan a veces deficitarias, es decir, son inca-

2 Desde la del individuo que desea alojarse en un «barrio)) socialmen-

te homogéneo hasta la del colectivo que quiere controlar un área resi-


dencial sobre bases de pertenencia religiosa, a través del promotor in-
mobiliario preocupado por satisfacer el deseo de privacidad de sus
clientes, o del actor del ordenamiento espacial público que desea imple-
mentar eficaces y homogéneas zonas funcionales.

291
paces de dar respuestas satisfactorias a los problemas que
plantea la vida urbana cotidiana. En ciertas situaciones,
el desarrollo comunitario se convierte en una modalidad
predominante de regulación urbana. Se produce entonces
la emancipación respecto del modelo clásico de gobierno
urbano (que circulaba de manera lineal desde las instan-
cias legítimas hacia los ciudadanos) para establecer una
gobernabilidad. Esta pone en interacción, en medio de un
sistema político complejo, a variados operadores -entre
ellos, agrupaciones de residentes-, e induce otra econo-
mía relacional entre los actantes, otra circulación del po-
der. Este pasaje constituiría un indicio más de la salida de
la fase de la ciudad (caracterizada por el gobierno) y el in-
greso en la era de lo urbano (caracterizado por la goberna-
bilidad).
En Estados Unidos, desde hace cincuenta años, la pla-
nificación urbana, las políticas sociales y el desarrollo lo-
calles atribuyen un papel importante a las comunidades.
La antigua tradición del self help, según la cual cada ciu-
dadano, al margen de cualquier intervención exterior y
mandato legal, debe tratar de subvenir voluntariamente
a una o varias necesidades específicas de su comunidad de
pertenencia, constituye sin duda alguna un sustrato favo-
rable, si bien el self help encontró en el contexto nortea-
mericano contemporáneo un campo de expresión propicio.
En efecto, tres tendencias relevantes y complementarias
se han observado desde la Segunda Guerra Mundial:
1) Una marcada segregación social, cruzada con una
segregación racial que no le va en zaga y que el movimien-
to por los derechos civiles no ha conseguido suprimir. Ca-
da individuo está inserto en esta matriz de doble entrada,
que define su pertenencia a una comunidad social y racial.
2) Una muy fuerte inscripción espacial del hecho co-
munitario, que se traduce, sobre todo, en una «guetiza-
ción» radical, pero también -lo que es menos conocido-
en la relevancia de una noción: la de neighborhood, térmi-
no que se puede traducir por «vecindario», S aunque sea
una aproximación no del todo satisfactoria. En efecto, un
neighborhood, más que un vecindario en el sentido co-

3 O también «barrio», equivalencia que parece igualmente muy poco


precisa.

292
· rriente del término, sería un espacio topográfico de proxi-
midad comunitaria, o sea, el territorio de una comunidad,
sea cual fuere.
3) La impotencia4 de los poderes públicos para asegu-
rar el conjunto de la regulación del ámbito edilicio públi-
co, lo cual impulsó al gobierno federal, y también a las au-
toridades federadas y locales, a confiarles a las comuni-
dades prerrogativas en numerosos campos: ayuda social,
desarrollo económico, escolarización, ordenamiento del
espacio y, más recientemente, administración de los resi-
duos urbanos y determinación de los espacios verdes.
El ejemplo de Seattle 5 es uno de los más interesantes
en la materia. Desde 1995, la Municipalidad sistematizó
la participación de los habitantes, definiendo treinta y
ocho neighborhoods, cada uno de ellos encargado de elabo-
rar un «neighborhood plan». Los treinta y ocho proyectos
comunitarios tenían que inscribirse en un master plan
adoptado por los poderes públicos, en el que se fijaban las
grandes orientaciones para el conjunto de Seattle, sobre
todo las destinadas a estimular la participación ciudada-
na, apoyar las prácticas de ordenamiento espacial y desa-
rrollo respetuosas del medio ambiente, contribuir al mejo-
ramiento del entorno y propiciar la dinámica de una eco-
nomía basada en la innovación.
Cada comunidad construyó su proyecto a partir del
trabajo de consejos y comisiones. Los habitantes podían
participar a voluntad. Ellos mismos fueron los principales
expertos, puesto que muchas de las operaciones fueron
concebidas sobre la base de sus propios análisis y pro-
puestas. Los urbanistas municipales asistieron técnica-
mente a las comunidades, sin ejercer monopolio alguno
del conocimiento. 6 En los casos de las comunidades que no
contaban con suficientes recursos para elaborar los pro-
yectos, se recurrió a la intervención de actores exteriores;
por ejemplo, asociaciones de apoyo a las comunidades ne-

4 En considerable medida, esta impotencia es producto de una opción


política.
5 Resulta provechoso consultar en el sitio www.seattle.org la sección
Department of Neighborhood, donde se expone el enfoque del «plan·
ning» comunitario.
6 Lo cual constituye una antítesis de los procedimientos franceses,
donde los expertos tienen el monopolio de la legítima pericia.

293
gras pobres. 7 Además de esas contribuciones directas, la
Municipalidad creó un fondo especial, integrado por dona-
ciones, para ayudar a solventar las acciones propuestas
por los neighborhoods, y otra fundación O.a P. Patch) apo-
yaba desde hacía muchos años los proyectos de ordena-
miento espacial del entorno, de creación de espacios ver-
des. Este tipo de financiación es una práctica habitual en
Estados Unidos.
Los habitantesS pueden ser inducidos no sólo a conce-
bir acciones colectivas, sino también a asegurar su reali-
zación: ya se trate de apoyo escolar, lucha contra la vio-
lencia, ordenamiento del espacio o gestión "de los civic cen-
ters comunitarios, los miembros de los neighborhoods
suelen ocuparse ellos mismos de la tarea. En 2003, la Mu-
nicipalidad les pidió a todos los neighborhoods que priori-
zaran sus opciones de desarrollo a partir de los planes
existentes. Tras un debate basado en un diagnóstico in-
terno, cada comunidad elaboró una lista de cinco opera-
ciones prioritarias, como máximo, y la Municipalidad se
comprometió a apoyarlas. El resultado de ese trabajo se
hizo público y de ese modo quedó asegurada la sucesión de
realizaciones.
Un caso así es, evidentemente, excepcional con rela-
ción a la situación francesa, pero no lo es en América del
Norte. Nos sorprende en la medida en que consideramos
. que pone de manifiesto una deserción de los poderes pú-
blicos ante lo que creemos que les incumbe. Este juicio
puede ser al mismo tiempo exacto y parcial: exacto, por-
que a las municipalidades suelen faltarles los medios pro-
pios para llevar a cabo numerosos trabajos edilicios públi-
cos y acciones sociales, culturales y educativas elementa-
les; parcial, porque al considerar sólo ese primer aspecto
de la cuestión se pierde la posibilidad de comprender que
la movilización de los habitantes también tiene numero-

7
En Estados Unidos existen numerosas asociaciones y/o fundaciones
de esta clase, que llevan a cabo prácticas llamadas «advocacy plan-
ning>>, destinadas a ayudar a las minorías étnicas y sociales a elaborar
y defender su propio proyecto de desarrollo y a afianzar así sus capaci-
dades y su lugar en la sociedad.
8 Más de 20.000 habitantes contribuyeron a la elaboración y evolu-

ción de los planes comunitarios. Seattle cuenta con poco más de 560.000
habitantes.

CEN:fRo DE DOCUMENTACI~
lNSUTUTo DE ESTUDIOS
294
REGlONALES
DNiVER.s.IDA.O DE ANi~~_5;!~,; 1_
sos aspectos positivos. Cuando, como en el caso de Seattle,
el planning está bien organizado y supervisado, permite
incluso que las preocupaciones de interés general, comu-
nes al conjunto urbano, aparezcan en los debates y guíen
las opciones.
Efectivamente, esta «comunitarización» -en la cual la
comunidad se cristaliza en la pertenencia a un mismo es-
pacio de proximidad topográfica- en las políticas urba-
nas redobla y alienta la territorialización identitaria. Así,
los bengalíes del East End de Londres, antiguo barrio
cockney donde ahora son mayoría, llevan a cabo desde ha-
ce más de diez años acciones orientadas a afianzar la exis-
tencia de su territorio londinense -un entorno espacial ·
tan homogéneo como posible en el plano de sus orígenes
étnicos y, sobre todo, de la religión musulmana, en estre-
cha relación topológica con el «desh» (territorio) de ori-
gen- y, al mismo tiempo, la capacidad de la «comunidad»
para administrarla. De hecho, existe hoy un Banglatown
of London y un Banglatown in London, y es posible seguir
las etapas de su constitución y de las luchas sociales y
políticas para hacerlo reconocer y, a través de él, hacer re-
conocer a una comunidad, sus especificidades, sus dere-
chos, las competencias de sus representantes y portavoces
(Garbín, 2004).
En Francia, desde hace quince años, diferentes proce-
dimientos y leyes impusieron estructuras de concertación
«democráticas» 9 que dan posibilidades de participación a
los ciudadanos. Sin embargo, estamos muy lejos aún de
una evolución hacia la gobernabilidad comparable a la
que existe en el mundo anglófono. La capacidad de lasco-
munidades territoriales de nivel inferior al de las comu-
nas es aún escasa como para convertirse en un actor per-
fectamente legítimo de las políticas locales. Ello se debe a

9 Desde el origen, la política de la ciudad tuvo como ambición suscitar


la participación de los habitantes. El referéndum legislativo se introdu-
jo en 1992. La Ley Barnier, del 2 de febrero de 1995, dispuso que toda
gran operación de infraestructura debía ser precedida por una comisión
nacional de debate público. La Ley Voynet, de 1999, instituyó los con-
sejos de desarrollo en los establecimientos públicos de cooperación in-
tercomunal. La Ley SRU estableció una concertación con los habitan-
tes. Luego, la Ley Vaillant, del 27 de febrero de ·2002, sobre la «demo-
cracia de proximidad», dio nacimiento al consejo barrial.

295
la reticencia de los protagonistas institucionales a reco-
nocer el principio mismo de apertura del campo político a
operadores cuya naturaleza y orígenes, en cuanto a legiti-
midad, son tan diferentes a los de las instancias clásicas
de la democracia representativa.
Por ejemplo, durante los debates que precedieron a la
aprobación de la Ley Vaillant, la Asociación de Alcaldes
de Francia afirmaba: «Los alcaldes siempre se han mos-
trado favorables a todas las medidas que permitan mejo-
rar eficazmente el funcionamiento de la democracia, la
transparencia y la información de los ciudadanos». Pero
luego de ese preámbulo generoso recordaba «solemne-
mente que, en nuestro régimen republicano, el sufragio
universal es la única fuente de poder, y que las colectivi-
dades locales se administran libremente mediante conse-
jos elegidos por todos los ciudadanos.(... ) [La Asociación]
no puede, pues, en ningún caso, dar curso a proposiciones
que amenazan con llevar, a través de consejos barriales
obligatorios (... ), al cuestionamiento de la legitimidad de
los funcionarios electos, los únicos calificados para apre-
Ciar el interés general y adoptar las medidas necesarias
para hacerlo prevalecer» (citado por Hannoyer, 2001). Se-
ría imposible señalar mejor las prevenciones. Los funcio-
narios electos serán escuchados por el legislador: la ley so-
bre la «democracia de proximidaQ.» plantea numerosos re-
caudos, y los ediles conservan el control de los consejos ba-
rriales o de los consejos de la vida local, de los que son pre-
sidentes. Por añadidura, las estructuras participativas
tienen esencialmente una función de información y discu-
sión, así como competencias para formular propuestas y
emprender acciones concretas muy limitadas y encuadra-
das, y por lo general el presupuesto de que disponen es li-
initado.10
Si bien la Ley V aillant es de por sí meritoria, también
hay que decir que no define realmente qué se puede espe-
rar de la «democracia de proximidad», como si, por otra
parte, la «proximidad» bastara por sí sola para fundar una

10 En Estados Unidos, a los ciudadanos se les confían muchas de las

responsabilidades que los funcionarios electos franceses reclaman. Es


el caso de Seattle, donde los consejos y los grupos de trabajo propios de
cada neighborhood son dirigidos por los propios habitantes.

296
política (ideología espacial interesante, a fin de cuentas).
Sin embargo, la ley se revela como demasiado «cosméti-
ca». El problema del desarrollo urbano «compartido» de-
bería ser abordado mucho más francamente, aunque más
no fuera porque la severa segregación espacial que los po-
deres públicos llevan a cabo desde hace unos treinta años,
sobre todo a través de la política del hábitat, ha provocado
una separación cada vez más marcada de las categorías
sociales.
Como se sabe, las «clases medias» han accedido masi-
vamente a la propiedad periurbana tipo chalet. Los gru-
pos sociales frágiles, surgidos sobre todo de la inmigra-
ción, se encuentran concentrados en áreas residenciales·
de grandes conjuntos de viviendas colectivas que se terri-
torializan cada vez más. Se convierten,pues, en territo-
rios identitarios, y a partir de ello progresan la «etniza-
ción» (cf. infra) y la «comunitarización». 11 Así se produjo
el comunitarismo que se pretendía rechazar, en un movi-
miento clásico de la sociedad francesa, que suele tener la .
tendencia a instaurar lo contrario de lo que proclama. De
esta manera, en el país de la igualdad llevada a la catego-
ría de objeto de culto, el sistema escolar genera una des-
piadada discriminación, a la vista y paciencia de todos, y
el sistema de organización de lo urbano instituye una se-
gregación implacable, aun cuando la mezcla continúe
siendo una ideología espacial predominante entre los ac-
tores políticos.

Sociedades variadas

Todos esos debates en torno a las comunidades y su pa-


pel en la escena política revelan también una tendencia
esencial: la «etnización» y la multiculturalización de las
sociedades urbanas y sus espacios (proposición 14). Estas
se hallan cada vez más marcadas por la afirmación de mu-
chos actores acerca de que el origen «étnico» y la cultura
son valores fundamentales para la definición del indivi-
duo y del colectivo.

11 Fenómenos que los disturbios urbanos de noviembre de 2005 pu-

sieron muy bien de manifiesto.

297
En nuestros días, la etnia es una «noción» y una reivin-
dicación en plena reviViscencia. Aparece naturalizada, es
decir, erigida a la categoría de evidencia incuestionable y
a-histórica, pese a tratarse de una construcción, y reifica-
da. Para los actores, la reivindicación étnica remite a la
fantasía del origen y a la apología de la filiación. En efec-
to, la etnia establece la conjunción de un origen geográfico
-un territorio identitario como referencia- y una filia-
ción biológica, que se reconoce en un grupo social definido
entonces como homogéneo e integrado por esos valores ét-
nicos en apariencia inmutables. Una identificación tal,
que hace derivar imperativamente del origen la cultura
de pertenencia, determina la coherencia entre el colectivo
«etnizado» y el individuo que proclama la pertenencia a
dicho colectivo. Entre ciertos operadores, en particular los
promotores del islam rigorista, y, más en general, entre los
partidarios de las teocracias, se comprueba la voluntad de
collfundir el origen y la cultura en una misma matriz: la
de la religión, la cual, según se considera, subsume las
identidades individuales y encuadra hasta la práctica
inás simple. 12 Esto puede tener severas consecuencias en
materia de organización y funcionamiento del espacio;
por ejemplo, la preocupación por separar claramente los
sexos, aun en el espacio público, que está en total contra-
posición con la urbanidad occidental contemporánea. Es-
ta regresión -pues la modernidad había permitido diso-
cüir el origen, la cultura, la religión, la pertenencia políti-
ca, lo colectivo, lo individual, etc.- provoca muchos cam-
bios urbanos.
En este caso se tiende a ocultar que ningún origen es
puro, que ningún conjunto de valor está al margen de la
mezcla y la hibridación. Ese retorno de la etnia, del deseo
de adherir a un linaje autóctono, de origen y filiación pu-
ros, l3 resulta muy claro hoy. Es como si la urbanización
12
Planteado esto, no olvidemos que muchos musulmanes aspiran al
«self islam» (Bidar, 2004), es decir, a una práctica de la religión que va-
lorice al individuo y la diferenciación. Abdenour Bidar, quien analiza
ese proceso, reconoce, sin embargo, la relevancia del prejuicio, entre los
propios musulmanes, de un islam holista, un sistema identitario que se
impone a la comunidad por entero.
13
Incluso cuando se traslada esa autoctonía al espacio de una metró-
poli extranjera, donde se convierte en un recurso de inserción en un
«barrio>> étnico.

298
mundial-que vuelve a las organizaciones urbanas, en su
conjunto, cada vez más cosmopolitas-· reactivara la uti-
lización del instrumento étnico por los operadores con fi-
nes de diferenciación del espacio social intraurbano; como
si el auge, a escala mundial, del género común urbano, ca-
da vez más estandarizado y homogéneo en sus grandes
principios, impulsara a los actores a buscar asideros para
la consolidación de diferencias específicas y a recurrir a la
«mitoideología» (Detienne, 2003) de la etnia. Esta se pue-
de utilizar tanto defensiva como ofensivamente, pero siem-
pre para distinguirse y precaverse de los demás.
Por otra parte, la cultura -en el sentido antropológi-
co- hipostasiada tiende, asimismo, a convertirse cada
vez más sistemáticamente en vector de identidades indi-
viduales y colectivas, y de su espacialización. En el mundo
urbano genérico y globalizado, la referencia a la etnia y a
la cultura se convierte en un instrumento de distinción e
identificación -y ello, más aún en la medida en que las
afiliaciones a las clases sociales o a las familias políticas
clásicas parecen cada vez menos pertinentes-. «Etniza-
ción» y culturalización se asocian y se completan sin con-
fundirse. En efecto, el multiculturalismo es transversal al
campo de la etnicidad. Por ejemplo, se puede demostrar
que existe una cultura «joven» -en realidad, varias- en
el seno de los diferentes grupos a los que la «etnización»
puede separar. Esas culturas jóvenes, nacidas en suma-
yoría de lo urbano, se cristalizan en actitudes, en usos del
cuerpo, en reglas de vestimenta, prácticas y lenguajes muy
específicos: se puede citar el caso de los «slwtters» o los
«ravers». Adherir a una de esas culturas implicaque se
adopten sus códigos, sobre todo los códigos espaciales,
pues cada cultura se inscribe en espacios -a veces identi-
ficatorios y, como tales, .Protegidos por los miembros del
grupo-- y en espacialidades.
El multiculturalismo atraviesa hoy a muchas fami-
lias14 y a cada grupo social que se considera homogéneo.
Este fenómeno es mucho mayor cuando las sociedades ur-
banas son comunicacionales; por lo tanto, los colectivos,
incluidos aquellos que construyen una identidad y una et-

14 En las familias, la diferencia generacional entre padres e hijos


tiende a expresarse cada vez más como una diferencia cultural.

299
nicidad fuertemente territorializadas, están atravesados
por el incesante flujo de las expresiones culturales, las mo-
das, los valores.

Un espacio en espuma

Lo urbano contemporáneo está signado por la voluntad


de muchos operadores de buscar la seguridad de la homo-
geneidad social, étnica y cultural del territorio residencial
de pertenencia y, a la vez, por la imposibilidad de aislarse
tanto de la multitud de referencias y de los universos de
sentido que circulan permanentemente como de la varie-
dad de los demás habitantes (y/o de sus imágenes) que en-
cuentran infaltablemente en su vida cotidiana. Los más
aislacionistas de los residentes urbanos -los de ciertas
«gated communities» de Estados Unidos- tienen una
fuerte inclinación a circunscribir sus prácticas a sitios y
lugares cerrados: la fortaleza doméstica abastecida por
los servicios a domicilio y la telecompra, la comunidad re-
sidencial cerrada y segura, la ciudadela móvil, el shop-
ping center de acceso filtrado, el club de esparcimiento se-
lectivo, las salas donde se ofrecen espectáculos por invita-
ción. Todo ello, intervinculado por las redes de movilidad
y comunicación.
Son ejemplos de prácticas extremas, por cierto, a las
que se podría denominar secesionistas, que se difunden y
para algunos constituyen incluso modelos. Revelan la ob-
sesión por la alteridad, el rechazo de todo cuanto lo urba-
no supone de diversidad, y, en forma paralela, el imposi-
ble desenganche de esa urbanidad que permite vivir en
esas condiciones de encerramiento, cuando el nivel econó-
mico lo hace posible. En este sentido, las expectativas de
ciertos grupos sociales dominantes en materia de promo-
ción de lo urbano digital traducen el deseo de realizar un
sueño: gozar de los potenciales urbanos sin salir -gracias
a las telecomunicaciones y a los servicios a distancia que
ellas posibilitan- de esos espacios cerrados de homoge-
neidad perfecta. Es un ejemplo más de la voluntad de una
creciente cantidad de operadores de no ver más que su
propia imagen en el espejo de la vida urbana. Asimismo,
en Francia, el voto de muchos habitantes de conjuntos pe-

300
riurbanos de viviendas tipo chalet, en rechazo de la Cons-
titución Europea en el referéndum del 29 de mayo de
2005, ¿no expresa, a su manera, la voluntad de guardar
distancia de una diversidad social que llegado el caso se
puede consumir como una utilidad, que se debe soportar
en lo cotidiano pero no vivir en cuanto ciudadanos cosmo-
politas, lo cual tendería a corroborar el voto contrario de
las comunas urbanas del centro de los conglomerados?
Antiguamente, el espacio representable de la totalidad
de la ciudad le ofrecía al grupo de ciudadanos la evidencia
de su contenido y el poder de sus potenciales simbólicos.
Por el propio hecho de la urbanización genérica y de la
zonificación funcional y social que en todas partes tiende
a imponerse, el espacio urbano se convierte en un ensam-
blaje de fracciones poco claro y no figurable. Estas, en sí
mismas, nunca significan --con excepción de algunos em-
blemas-la organización que las reúne, pero, en forma
paralela, «sobresignifican» en el marco identitario y, por
lo tanto, cada una de ellas constituye «un mundo en sí»
para quienes viven allí, vinculado con otros «mundos eri
sí» asociables en términos de valores.
Por otra parte, a medida que crece esta «insignifican-
cia» de la realidad urbana, de la que da testimonio la cri-
sis de lo visual, aumenta el papel de los emblemas -del
tipo del Waterfront de Liverpool- y de los espacios iden-
titarios. Se convierten en los íconos en los que es preciso
creer para poder seguir ubicándose en un grupo social con
el que se comparte cotidianamente un hábitat. Esta evo-
lución explica la importancia que han cobrado los lazos
entre los individuos y sus espacios de pertenencia y refe-
rencia: estos constituyen los asideros en los cuales los ope-
radores pueden apoyarse para encarar el trabajo de cons-
trucción de sentido de la experiencia social y de sus mar-
cos urbanos.
Así, para los bengalíes de Londres, el Banglatown es
ese mundo en sí vinculado con los demás «barrios» ben-
galíes de. Gran Bretaña y, sobre todo, con el desh de ori-
gen, allí donde se arraigan la etnia y sus filiaciones y de
donde se despliegan gracias a las redes urbanas de la mi-
gración. Esos enlaces se operan a través de las redes de te-
lecomunicación y de desplazamiento migratorio, que los
inmigrantes dominan a la perfección. Los bengalíes del

301
Banglatown de Londres viven una espacialidad compleja
(Garbin, 2004), que articula:
1) lugares, como la mezquita del East London, faro,
punto de convergencia y emblema del «barrio», y también
el aeropuerto, que permite el ingreso a Gran Bretaña, y
que se revela como un polo del espacio bengalí, lugares del
desh original, a menudo mitificados, lugares urbanos
londinenses o de otras ciudades británicas, etc.;
2) áreas territoriales (el Banglatown, el desh «original»
que basa la etnicidad ...) o simples áreas de prácticas
(dentro de la metrópoli londinense o en otras partes);
3) redes inmateriales y materiales: estas últimas orga-
nizan la circulación de hombres y mercaderías, polariza-
das por nodos, como los situados en Oriente Medio, que
suelen constituir un espacio de relevo en el sistema mi-
gratorio, o, en otra escala, las de la red de transporte común
de Londres.
Este espacio en «espuma» y esta espacialidad conjugan
los anclajes territoriales (el desh y el Banglatown) de lími-
tes marcados (principio de territorialización de las identi-
dades y de separación), los espacios abiertos y las movili-
dades transnacionales y transculturales. En cierta medi-
da, los sistemas bengalíes de linajes y de familias am-
pliadas -que un occidental rápidamente calificaría como
arcaicos- muestran ser instrumentos privilegiados para
ayudar al individuo a dominar, al mismo tiempo, los dife-
rentes espacios y los distintos tiempos de la trayectoria
migratoria y de la inserción urbana. Resultan, pues, muy
pertinentes y eficaces en materia de gestión de los marcos
contemporáneos de la vida urbana mundializada. ¿Acaso
el ejemplo de los bengalíes del East London -entre tantos
otros- no constituye un modelo de la espacialidad urba-
na contemporánea?

De la separación a la segregación

Todos los casos que acabo de presentar nos ponen fren-


te a la cuestión de la separación espacial de las realidades
sociales, principio que caracteriza a la urbanización con-
temporánea (proposición 6). La existencia y la legitima-
ción del principio separatista surgieron con el nacimiento

302
del urbanismo científico, a fines del siglo XIX. Empero, la
primera teorización valiosa fue la del movimiento moder-
no, con las cuatro funciones universales promovidas por
la Carta de Atenas (trabajar, alojarse, recrear el cuerpo y
el espíritu, circular) y la postulación de la disociación y
especialización de los espacios aferentes. Muy adaptada
tanto a las lógicas de la producción económica como a las
de la planificación, la separación se fue generalizando.
En la actualidad, lo urbano dispone espacios diferen-
ciados, cada vez más homogéneos, funcional y/o social-
mente. La separación funcional es definida por el término
zonificación, mientras que la segregación remite a los pro-
blemas de reparto espacial de los grupos sociales y los in-
dividuos. No hay en el mundo situación urbana en que la
segregación no aparezca, 15 a veces hasta constituir un
modo relevante de organización.
La segregación es, al mismo tiempo, un proceso y un
estado de tajante separación espacial de los grupos socia-
les, que se manifiestan en la configuración de áreas carac-
terizadas por una débil diversidad social, por límites cla-
ros entre esos espacios y los que lindan con ellos y los en-
globan; constituye la legitimación social, por una parte de
los actores al menos, de ese proceso y ese estado. Muy le-
jos de ser un fenómeno espontáneo y guiado exclusiva-
mente por estrictos determinantes vinculados con los bie-
nes raíces, con los factores económicos, que son por cierto
importantes, la segregación procede y forma parte de las
estrategias espaciales de. los actores y operadores, de los
juegos de estos con la distancia.
Ese proceso y ese estado se pueden aplicar a todo grupo
social: un espacio segregado puede ser muy rico (una ga-
ted community) o muy pobre (un gueto). Uno puede la-
mentarse por estar obligado a vivir en una zona de segre-
gación, o alegrarse por hallar acogida en ese mismo lugar.
Así, los enclaves reservados a los grupos sociales más aco-
modados, que son la regla en América Latina, constituyen
un perímetro apreciado por los individuos que aspiran a
residir allí, pues los pone a distancia de quienes son más
pobres que ellos y da lugar a un aislamiento identificato-
15 En comparación con las ciudades francesas, las de la India siguen

estando poco segregadas y zonificadas, pero el movimiento de separa-


ción espacial progresa con rapidez desde hace algunos años.

303
rio. Sin embargo, el bengalí londinense busca el acceso al
Banglatown, territorio más bien pobre, en un procedi-
miento comparable al anterior: desea encontrar la inser-
ción identitaria que transmite seguridad, aprovechar las
redes de ayuda mutua, las bases económicas del espacio
comunitario, y distanciarse de los demás grupos sociales,
a los que eventualmente frecuenta durante sus activi-
dades cotidianas. A la inversa, en el caso francés, los habi-
tantes de los grandes conjuntos suelen experimentar dolo-
rosamente lo que viven como una relegación espacial pro-
vocada por el funcionamiento discriminatorio del merca-
do inmobiliario. En América del Sur, los pobres sufren
también una obligada reclusión en los sectores de hábitat
informales, allí donde se hallan las únicas viviendas que
les resultan accesibles.
La segregación se aplica esencialmente en espacios
continuos como el área, lo cual no excluye que sus residen-
tes se integren a lógicas como las de la red a través de la
movilidad; los habitantes padecen entonces, al mismo
tiempo, la segregación y la movilidad, como se vio en el
ejemplo del Banglatown de :tondres. Esta situación pare-
ce ser la más corriente. La asignación de residencia es po-
sible, pero no constituye una de las condiciones sine qua
non de la modalidad segregacionista, que va de la mano
de la capacidad para franquear límites. En ciertas condi-
ciones, dicha asignación involucra sobre todo a las muje-
res, quienes entonces experimentan una doble exclusión:
la impuesta por la cultura que rige la vida social, cotidia-
namente, y la de la reclusión espacial.

Una gramática de los espacios urbanos

La densidad y la diversidad

Hasta aquí he presentado principios generales del cam-


po urbano contemporáneo. Ahora me es preciso abordar
las proposiciones que permiten captar los caracteres espa-
ciales fundamentales de cualquier organización urbana.
Para ello, se debe pensar lo urbano examinándolo como

304
un espacio particularizado por el juego del par indisocia-
ble densidad/diversidad (proposición 3):
Defino la densidad como un indicador de la importan-
cia de la copresencia ante el contacto topográfico de reali-
dades sociales (materiales e inmateriales, incluyendo las
humanas) distinguibles (pero no necesariamente diferen-
tes). Se puede evaluar esta densidad en toda fracción del
espacio. Como se ha visto, la ciudad optó por la maximiza-
ción de la copresencia, que llevó al establecimiento de
densos agregados sociales materiales, tanto horizontal co-
mo verticalmente. Hoy en día, la importancia adquirida
por la movilidad (proposición 5) y la proximidad topoló- ·
gica han dado por resultado la extensión de espacios de
densidad cada vez más baja. Esta es una de las caracterís-
ticas de lo urbano contemporáneo: si bien la proximidad
topográfica sigue siendo probada y buscada en gran canti-
dad de situaciones -lo cual asegura que se encuentren
siempre, en cada organización urbana, perímetros densos
y densamente practicados-, en todas partes se imponen
las métricas topológicas.
Así pues, se verifica hoy un estado inédito: en las orga-
nizaciones urbanas se maximizan al mismo tiempo los
contactos topográficos, los contactos topológicos materia-
les y los contactos topológicos inmateriales (proposición
4). Las tres tecnologías de la distancia se combinan per~
manentemente aun en los menores aspectos de la vida co-
tidiana. A partir de ahora es posible asegurar la copresen-
cia -cuya influencia no deja de aumentar en una socie-
dad mundializada- sin hacer la opción exclusiva de la
densidad y la proximidad topográfica. Estas tienden a ser
privilegiadas -en todo caso, en los países del «Norte»-
sólo para actividades cada vez más estandarizadas: los
servicios a las empresas, el comercio, el esparcimiento, las
fiestas. Los espacios que de ello resultan, en ciertas cir-
cunstancias sociales (como las que se experimentan en
Estados Unidos), terminan por convertirse en marginales
superficialmente, al mismo tiempo que muy fácilmente lo-
calizables por la extraordinaria disposición de su densa
concentración -por ejemplo, el del central business dis-
trict, caracterizado por la densidad vertical, el agrupa-
miento en un perímetro restringido de inmuebles de gran
altura, o el del shopping center.

305
En otras partes, la movilidad permite desarrollar el
contacto topológico y proponerles a los actores, al mismo
tiempo, que gocen de un acceso físico ampliado a los po-
tenciales urbanos y, por lo tanto, a las oportunidades de la
densidad: la de una red de comunicación casi ilimitada y
la de un espacio de práctica y/o residencia poco denso. En
un contexto en el cual es posible advertir claramente que
aumenta la tendencia de los actores a privilegiar la baja
densidad en materia de estrategia de localización residen-
cial y de prácticas sociales domésticas cotidianas, lo urba-
no amplifica sin medida común esta asociación de tecnolo-
gías de la distancia que ya se hallaba en forma embriona-
ria en las ciudades.
La densidad siempre se debe analizar en su relación
con la diversidad. La diversidad de una fracción espacial
representa la relación (teórica) entre la cantidad de obje-
tos y de realidades diferentes copresentes en esta fracción
y la «suma» de todos los objetos y realidades diferentes
disponibles en el mismo momento en la sociedad global. A
menudo se capta intuitivamente la diversidad (arquitec-
tónica, social, funcional, cultural) de un lugar cualquiera,
pero es posible encarar su análisis de manera rigurosa y
sistemática, indagando, además, si toma en cuenta el con-
junto de realidades sociales.

Urbanidades

Toda fracción de espacio urbano puede ser tomada em-


píricamente en términos de densidad y diversidad y en ra-
zón de su disposición espacial. Esto es lo que permite
abordar un concepto clave (proposición 7): la urbanidad,
expresión a la que le daré un sentido muy particular. 16 La
urbanidad permite caracterizar un estado de estructura-
ción de las realidades sociales en una determinada situa-
ción urbana, considerada desde el punto de vista específi-
co de la organización espacial de la densidad y la diversi-
dad. La urbanidad de una situación urbana es tanto más
elevada en la medida en que la densidad y la diversidad

16 En los lineamientos de los trabajos del colectivo VillEurope (1995,


1998) y de Jacques Lévy (2000).

306
son fuertes, y sus interacciones, importantes -estas últi-
mas, vinculadas en parte con el potencial de la configura-
ción espacial-.
No se trata de un fenómeno invariable y se puede, en
un tiempo t, discriminar cada entidad urbana en función
de la intensidad de su urbanidad, así como se pueden dis-
criminar variaciones de la ui·banidad de una misma en-
tidad en diferentes momentos de su historia. Hay, pues,
un gradiente de urbanidad, al que es posible acercarse
sintéticamente a partir de estudios empíricos y con ayuda
de ciertos indicadores, que permiten distinguir estados
urbanos diferentes, al mismo tiempo, en una perspectiva
de comparación interurbana y en una perspectiva de cap-·
tación de los diferentes geotipos intraurbanos (cf. infra).
El enfoque de la urbanidad no la reduce a sus dimen-
siones materiales y funcionales, sino que integra las reali-
dades inmateriales (ideologías, normas, valores colectivos
e individuales, etc.). No todos los conjuntos urbanos fijan
la misma cantidad, la misma calidad ni la misma diversi-
dad de idealidades, las que no siempre mantienen entre sí ·
las mismas relaciones. Nuestro ejemplo del Waterfront de
Liverpool permitió demostrarlo. En efecto, ese paisaje con-
centra sin duda más valores sociales e imaginarios colec-
tivos que otros. Por eso conforma un emblema.
El nivel de urbanidad de una situación urbana no de-
pende únicamente del nivel de densidad y de diversidad
sociales, ni aun de los registros del par densidad/diver-
sidad, sino también de la configuración espacial de este. A
igual masa de densidad y diversidad, dos situaciones ur-
banas pueden ser calificadas por una urbanidad diferente
a partir de una diferencia de disposición espacial y de las
potencialidades particulares que esta es capaz de ofrecer.
En ciertas circunstancias, la disposición espacial incluso
le permite a una entidad urbana compensar, por ejemplo,
un déficit de diversidad mediante una espacialización efi-
caz de la densidad, de los accesos y de los contactos que
hace posible.
Una situación urbana cualquiera, sea cual fuere la es-
cala considerada, del conjunto formado. por una determi-
nada organización (París, Marsella, Londres, Lima, Ber-
lín, etc.), en las diferentes fracciones que la componen,
siempre está dotada de una urbanidad. Esta es al mismo

307
tiempo potencial, pues la configuración espacial de la den-
sidad y la diversidad de las realidades sociales permite
cierto grado de relaciones entre ellas, y actual, en el sen-
tido de que se manifiesta por funcionamientos comproba-
dos. Esos funcionamientos están en el origen de lo que se
puede denominar capital urbano, que consiste en lo que
produce efectivamente una organización urbana, habida
cuenta del potencial de urbanidad que contiene. Ese capi-
tal es el conjunto de bienes materiales e inmateriales pro-
ducidos e intercambiados que son resultado del juego de
un estado urbano particular, dotado de una urbanidad es-
pecífica.
El capital urbano puede ser aprehendido, más allá de
las habituales estadísticas básicas, construyendo ciertos
indicadores como el PBI por organización urbana, pero
también a través de las evaluaciones de ciertas produccio-
nes que pertenecen a la esfera de los valores sociales e
ideales. De este modo, la imagen convencional de una ciu-
dad, estereotipo actualizado por la práctica de los indivi-
duos, en cuanto es instrumentalizada por los actores so-
ciales como un bien fungible -transformable, por lo me-
nos indirectamente, en otro tipo de bien- y negociable
tanto dentro como fuera del sistema local, forma parte del
capital urbano. Una vez más, el caso de Liverpool resulta
evidente: los relatos y las figuras que ponen en escena el
paisaje emblemático del Waterfront han pasado a consti-
tuir uno de los bienes más importantes en el capital urba-
no metropolitano. Este valor de imagen capitalizado fun-
da en parte la renovación de Liverpool y la posibilidad de
acumular nuevos bienes, o sea, de aumentar la urbanidad.
Asimismo, cuando los operadores decidieron promover
la candidatura de París para la organización de los Juegos
Olímpicos de 2012, era evidente que se apoyaban en la
imagen de la «Ciudad Luz>> y en sus valores, y así la lleva-
ron adelante. Esos elementos fundaban la legitimidad y la
procedencia de la candidatura de París tanto -si no más-
como los caracteres urbanos funcionales, los bienes idea-
les de la imagen y de la reputación parisinas. Esos bienes
fueron derrotados por la capacidad de quienes sostenían
el proyecto londinense para promover un capital urbano
más adecuado a las expectativas de los miembros del Co-
mité Olímpico Internacional.

308
El nivel de urbanidad es sensible al tamaño de los obje-
tos urbanos considerados: una metrópoli muy grande
tiene, por su propia magnitud, una urbanidad más fuerte
que un polo urbano secundario. Por ello importa apre-
hender no sólo la urbanidad absoluta -que depende,
pues, directamente del tamaño de las organizaciones y
permite clasificaciones jerárquicas-, sino también la ur-
banidad relativa, es decir, específica de la escala propia de
cada objeto urbano considerado. Sin duda alguna, y ama-
nera de ejemplo, la urbanidad absoluta comprobable en el
área neoyorquina es muy superior a la que se verifica en
Tours, aunque también es verdad que, en términos relati-
vos, ciertas situaciones turonenses están caracterizadas
por una urbanidad significativa.

Los geotipos: otra captación de los espacios urbanos

De este modo, muy intuitivamente, un individuo es ca-.


paz de captar, en la situación concreta, que la urbanidad
de Times Square, en Nueva York, es mucho más fuerte
que la de la Plaza del Capitolio, en Toulouse, o más aún
que la de la Plaza Jean-Jaures, en Tours, para tomar ejem-
plos de lugares urbanos centrales de tres entidades urba-
nas de muy diferente tamaño. Si se visitan esos tres luga-
res, se podrá comprobar su densidad, su diversidad, sus
respectivas configuraciones. Todo ello se traducirá en tér-
minos de ambiente, de atmósfera, de paisaje, y esos datos
sensibles y cognitivos, surgidos de la experiencia del espa-
cio, se calificarán y evaluarán. Empero, el visitante será
igualmente capaz de captar que en cada una de las tres
áreas urbanas tomadas aquí como ejemplo, muchos luga-
res y fracciones espaciales distinguibles tienen otras ca-
racterísticas de densidad, diversidad y configuración, y,
de hecho, una urbanidad más débil.
Por lo tanto, un paseante curioso, con tiempo libre, po-
dría clasificar las diferentes entidades espaciales de Nue-
va York, Toulouse y Tours a partir de una estimación del
valor de la urbanidad de esas entidades. Y para marcar su
clasificación lo más simple sería partir del punto de inten-
sidad máxima de la urbanidad, es decir, del espacio (o de
los ~spacios, ya que puede haber varios) donde el acople

309
de la densidad y la diversidad pareciera más fuerte: Ti-
mes Square, la Plaza del Capitolio, la Plaza Jean-Jaures.
Podría, asimismo, comparar entre sí las urbanidades ab-
solutas y relativas de las diferentes fracciones significati-
vas de Nueva York, Toulouse y Tours.
Creo, pues, que la aprehensión del valor de la urbani-
dad ofrece la posibilidad de especificar hasta el menor
detalle identificable de la configuración urbana en un mo-
mento y una posición geográfica determinados, y ello, sin
prejuzgar acerca de su distribución inmutable según un
gradiente que disminuiría regularmente desde el centro
(histórico) hacia las periferias. Así, es posible establecer
una nueva clasificación de los diferentes tipos de espacios
intraurbanos: los geotipos. Se puede definir al geotipo co-
mo una fracción del espacio urbano diferenciada, caracte-
rizada por un «valor» particular del acople de la densidad
y la diversidad y por una configuración espacial aferente
(proposición 8).
Los geotipos, como veremos, no se disponen según el
clásico esquema radioconcéntrico que durante mucho
tiempo constituyó el alfa y el omega del análisis de las ciu-
dades. En ese antiguo marco de pensamiento, que corres-
ponde al modelo canónico de la ciudad, el espacio central
histórico, el más denso y el más diverso, hacia donde con-
vergen las vías de circulación, está rodeado por aureolas
cada vez menos densas. Se pasa entonces del centro al
«suburbio», luego a «las afueras», después se llega a la
«campaña», a través, eventualmente, de una zona «indeci-
sa», «rurbana». Hoy esta visión resulta obsoleta. Es preci-
so proponer otra concepción, apoyada en la comprobación
de las conmociones provocadas por la urbanización. Las
organizaciones urbanas ya no son áreas radioconcéntricas
niuy ordenadas y delimitadas, sino agrupamientos de
fracciones dispares distinguibles según su urbanidad.
Jacques Lévy estableció una primera lista que discri-
mina los principales geotipos: central, periurbano, subur-
bano, infraurbano, metaurbano, paraurbano. Esta serie
revela un decrecimiento del valor del par densidad/diver-
sidad, o sea, de la urbanidad, a partir de un valor teórico
máximo. En efecto, el punto de partida de la serie geotípi-
ca es la centralidad, donde se manifiesta la mayor intensi-
dad de la urbanidad: «A partir de un nivel de centralidad

310
máxima, se obtendrán geotipos privados de una parte de
densidad (el suburbano y el periurbano) o de diversidad
(el para urbano y el meta urbano), con el infraurbano en si-
tuación de acumulación de los dos déficits» (Lévy, 1994,
págs. 319-20). Esta lista, cuyo marco voy a retomar, preci-
sándola y matizándola, modifica los esquemas del análi-
sis urbano clásico, aun cuando asegura que no se rompe
con los fenómenos cuyo poder queda demostrado por los
estudios empíricos: la centralidad y la «periferización»
(proposición 9).

El centro y la centralidad

La organización de la centralidad es un proceso funda-


mental en las entidades urbanas. Esta centralidad se cris-
taliza en un geotipo central que constituye el espacio de
densidad y diversidad máximas y del acople más intenso
entre esta y aquella. Más denso y más diverso que todas.
las demás fracciones urbanas, el centro, espacio donde la
copresencia es máxima, es lo que testimonia el manteni-
miento de la lógica que rigió la constitución de la cité lue-
go de la ciudad, marcada por la serie de geotipos.
Un centro urbano tiene un potencial: la centralidad,
que expresa la capacidad de atracción y polarización dé
aquel -el cual constituye, pues, un operador de conver-
gencia de las realidades sociales-. La centralidad depen-
de de la «masa» del centro y de la amplitud de las interac-
ciones entre los objetos sociales que puedan manifestarse
allí. Cuanto más aumentan las interacciones potenciales
y/o realizadas, más se amplifica la centralidad y más se
imponen los efectos espaciales de la atracción y la polari-
zación que el centro ejerce en los espacios circundantes.
Esos efectos no se reducen únicamente a los fenómenos
vinculados con los transportes (flujos y redes), que son por
cierto esenciales, sino que engloban también la manera
en que un centro actúa espacialmente sobre aquello que lo
rodea y en que contribuye a organizar los perímetros que
polariza (hasta -cuando el centro es poderoso- escalas
muy lejanas), así como a influir en las espacialidades de
los individuos y los grupos. El centro del conglomerado de
Nueva York, Manhattan en este caso -uno de cuyos «hi-

311
percentros» 17 es Times Square, y otro, el perímetro que se
halla en torno de la Bolsa de W all Street y de lo que fue el
World Trade Center, aniquilado en 2001-, tiene capaci-
dad para influir en la organización del espacio y en las es-
pacialidades en todos los niveles al mismo tiempo. La des-
trucción de las Torres Gemelas, elll de septiembre de 2001,
expresó de manera dramática ese potencial: los terroristas
dispusieron un espacio del atentado, a la vez, a nivel mun-
dial, regional y local, y sus espacialidades se estructuraron
por su puntería para alcanzar ese hipercentro.
Un geotipo central no se halla necesariamente en el
centro «fisiográfico» (cf. capítulo 1) y/o histórico del espa-
cio urbanizado. La visión geotípica -como he señalado-
se emancipa del enfoque geográfico rudimentario que pro-
cede a una simple clasificación de los espacios en razón de
su disposición con relación a un punto de origen. Hoy, de-
bido a la propia evolución de la urbanización, los centros
urbanos en posición periférica son cada vez más poderosos
y numerosos, no sólo en América del Norte, donde el mo-
vimiento fue más precoz y espectacular, sino también en
las regiones donde el hecho urbano es antiguo y los mode-
los de organización y las ideologías dominantes hicieron,
durante mucho tiempo, del centro histórico en posición
«central» el único verdadero polo. Ahora se comprueba, de
manera casi general, el establecimiento de un complejo de
centros en medio de cada organización urbana. Ese com-
plejo, en muchos casos jerarquizado, asocia centros tanto
concurrentes como complementarios, localizados en va-
riadas posiciones: en ese marco, cabe hacer hincapié en la
importancia del surgimiento, durante la década de 1960,
de espacios de centralidades en periferia «fisiográfica»,
por lo general desarrollados en torno a instalaciones y
servicios comerciales de amplia distribución, pero que lle-
gado el caso pueden traer aparejada una gran diversidad
de actividades, experimentar un verdadero refinamiento
funcional.
Esto es lo que ocurre, sobre todo, en Estados Unidos,
donde las denominadas «edge cities» 18 concentran hoy las
17 Es decir, un lugar de concentración y de urbanidad máximas den-
tro de un geotipo central.
18 La expresión es de Joel Garreau, quien en un famoso libro (1992)
describía con ironía el advenimiento de una «nación suburbana», donde

312
grandes infraestructuras comerciales, pero también nu-
merosos servicios de muy alto nivel, incluidos los de sa-
lud, enseñanza universitaria, investigación y desarrollo,
esparcimiento, todo ello organizado en burbujas climati-
zadas. Son los polos de centralidad más dinámicos, conec-
tados por grandes redes de movilidad, que se imponen ca-
da vez más, en materia de potencia de polarización, a los
centros en posición fisiográfica central (los CBD, central
business district), y que se convierten así en las referen-
cias de complejos de centro, los «hipercentros» de las me-
trópolis norteamericanas.
Sin llegar hasta ese punto, sorprende comprobar que
en las pequeñas unidades urbanas francesas el desarrollo
de un sector comercial de gran distribución en la periferia
y las exigencias infraestructurales consiguientes bastan
para producir, habida cuenta de la debilidad de la urbani-
dad general de las mencionadas unidades, centralidades
periféricas cuyo potencial rápidamente excede el del cen-
tro tradicional.
A partir de la definición de ese geotipo central, es posi-
ble proponer déclinaciones en subgeotipos. Ya he dado el
ejemplo de lo hipercentral, que se caracteriza por una
exasperación de la centralidad, pero hay también centrali-
dades debilitadas. Lo paracentral designa a un centro ca-
racterizado por cierta falta de diversidad y/o densidad,
como ocurre en Francia, en las metrópolis, con esos nue-
vos polos de centralidad periféricos, organizados en torno
a infraestructuras comerciales, que desempeñan un im-
portante papel en la estructuración y el funcionamiento
urbanos, pero que padecen de un relativo déficit de densi-
dad, a veces, y de diversidad, siempre, con relación alcen-
tro «clásico» europeo, de fuerte historicidad.

en lo sucesivo se impondrían las centralidades periféricas. Para Ga-


rreau, esos nuevos centros, que contraponía a los antiguos «downtown»,
«no se hallan unidos por el ferrocarril o el subterráneo, sino por líneas
aéreas, autopistas y antenas satelitales». «Su monumento emblemático
no es la estatua ecuestre de un héroe, sino el atrio soleado y plantado
con árboles perpetuamente florecidos, situado en el centro de los edifi-
cios de empresas, de los "fitness center" y de los centros comerciales.
(... )».Esos espacios manifiestan, según el autor, la ascendencia y la in-
fluencia social, económica y política de la «alabada residencia familiar»,
la «casa suburbana rodeada de césped» (1992, pág. 4).

313
Cabría tal vez considerar que La Défense, en Íle-de-
France, constituye un geotipo paracentral con respecto a
las centralidades históricas de París, mucho más densas y
diversas. Empero, la evolución de La Défense, la diversifi-
cación y la densificación continuas que ese perímetro ex-
perimenta desde hace treinta años, hacen que tienda ha-
cia el geotipo central. Resulta, en todo caso, más central
que Vélizy 2 o Parly 2, que no están caracterizados, por su
parte, por la misma diversificación. Si bien en materia de
urbanidad absoluta La Défense pertenece, sin duda, a la
categoría de los geotipos centrales, sufre ya por su ubica-
ción relativa con relación a otros geotipos más poderosos
en la organización parisina. Este ejemplo muestra que
tales cuestiones se aprecian pragmáticamente, en función
de las situaciones, por lo cual cabe esperar una real preci-
sión analítica y, por lo tanto, una clasificación jerárquica
fina de los diferentes geotipos.
También hay configuraciones de tipo ir¡,fracentral. Es-
ta división, que revela un efecto de escala, designa la cen-
tralidad de las pequeñas unidades urbanas, real con rela-
ción a los demás espacios del entorno, pero «infra» con res-
pecto al tipo ideal del geotipo central y de lo que expresa
en términos absolutos. Lo infracentral también podría
servir para aprehender situaciones de surgimiento de
centralidad vinculadas con operaciones voluntaristas. Me
parece igualmente útil agregar un geotipo pericentral,
que da cuenta de las configuraciones no asimilables a lo
central, más denso y diverso, o a sus declinaciones, ni a lo
suburbano, menos denso y diverso. Ese geotipo puede ten-
der, en ciertas circunstancias, a la centralidad, pero no
hay ninguna ley de evolución que lleve necesariamente lo
pericentral (o lo suburbano) hacia la centralidad. La di-
námica de la urbanidad de cada geotipo no es lineal.

El universo de las periferias

Si la centralidad refleja el proceso de concentración to-


pográfica de las realidades sociales, la «periferización» co-
rresponde, a la inversa, a un distanciamiento de esas rea-
lidades y a una «desdensificación». La noción, en un prin-
cipio muy descriptiva, denotaba la expansión material de

314
lo urbano más allá de un perímetro inicial: el de la ciudad.
De hecho, la «periferización» manifestó y activó muy pre-
cozmente el pasaje de la ciudad a lo urbano, del cual es
una de sus «fixmas»; pero es importante· superar esta con-
cepción. La «periferización» no se reduce a un simple fenó-
meno de ampliación de una forma en la superficie; consti-
tuye una nueva organización espacial de las realidades
sociales, al organizar geotipos específicos que se pueden
encontrar en cualquier posición en los conjuntos urbanos.
Los geotipos periféricos (suburbano y periurbano) se ca-
racterizan por ser menos densos y diversos que los centra-
les y los pericentrales, sea cual fuere su localización.
En lo urbano, la «periferización» se puede manifestar·
en todas partés, del mismo modo que puede hacerlo la
centralidad. Se trata de una de las características princi-
pales de la urbanidad contemporánea (proposición 10).
Así, lo central o lo pericentral se pueden hallar en la peri-
feria de la extensión urbanizada, y lo suburbano, incluso
lo periurbano, en localización central. Se puede pensar
que este enfoque confunde la comprensión al distinguir el ·
plano «fisiográfico» (el de las localizaciones en la exten-
sión material, que a menudo parece ser el punto de vista
normal, pues se olvida justamente que es el resultado de
una construcción intelectual) y el plano geotípico (el de las
configuraciones en el espacio). Me parece que permite, so-·
bre todo, tener un enfoque más pertinente de la realidad
de las organizaciones urbanas contemporáneas.
En el origen de ese déficit de densidad y diversidad con
relación al geotipo central se hallan circunstancias diver-
sas. Los espacios residenciales en forma de alojamientos
individuales separados figuran entre los geotipos perifé-
ricos más significativos: expresan opciones de los opera-
dores que se orientan a mantener a los demás a distancia
y a homogeneizar socialmente la vecindad. Empero, la
pérdida de densidad residencial se observa, igualmente,
en el marco del establecimiento de los grandes conjuntos.
Estos tienen, por lo general, una densidad edificada y ha-
bitacional notoriamente menor que la que había en los
perímetros más antiguos de la ciudad, y una diversidad
que tiende a ser también más baja que la de los espacios
más antiguamente urbanizados. Los espacios funcionales
muy homogéneos, en zona, son asimismo buenos ejemplos

315
de geotipos periurbanos, que pueden confinar con el peri-
central, cuando la densidad aumenta, como es el caso, por
ejemplo, de las zonas comerciales.
Otro ejemplo interesante, que constituye un caso lími-
te, es el de los «town centers» en localización fisiográfica
central de muchos conglomerados de Estados Unidos. Por
supuesto, esos town centers se caracterizan por los edifi-
cios de gran altura (es el espacio de la famosa skyline) y
cierta densidad edificada; también hay allí muchos espa-
cios vacíos u ocupados por parkings aéreos o subterráneos.
Empero, esos «centros» terciarios, muy poco residenciales,
tienen una escasa diversidad social; por añadidura, el tipo
de comercio y los horarios de actividad están calcados de
los ritmos de trabajo y las necesidades inmediatas de los
empleados de las empresas que ocupan los inmuebles de
oficinas. La diversidad comercial suele ser, pues, bastante
restringida y nadie abre de noche ni durante los fines de
semana, dos diferencias sustanciales respecto de los gran-
des centros comerciales situados en otras partes. En el ca-
so de las más grandes de esas metrópolis, el carácter de
centralidad es muy marcado, aunque por lo general apa-
rezca como más débil de lo que se puede comprobar en Eu-
ropa en posiciones geográficas comparables, como lo de-
muestra el ejemplo de Los Ángeles. Sin embargo, en mu-
chos casos, incluidos los de áreas urbanas de altísimo ni-
vel económico, en las cuales las centralidades de los gran-
des polos situados en posición de periferias fisiográficas, a
menudo articuladas en torno a muy importantes shopping
centers y malls, se consolidan con fuerza, se puede com-
probar que los town centers corresponden mejor a la cate-
goría del geotipo pericentral y a veces, a mi juicio, a la del
suburbano. Y considero que esto es así, a la vez, en valor
absoluto: esos espacios son de débil urbanidad con rela-
ción al ideal del geotipo central, y en valor relativo: esos
espacios son menos centrales que los geotipos en posición
periférica, que constituyen en la actualidad los verdade-
ros polos de centralidad de primer rango de muchas de las
organizaciones urbanas de Estados Unidos.

316
Lo periurbano en continuo

El geotipo suburbano denota las situaciones periféri-


cas que quedan, en general, en relación de continuidad to-
pográfica con los geotipos más centrales. El periurbano,
por su parte, es un geotipo que revela también la periferi-
zación, pero que se caracteriza por una discontinuidad te-
rritorial con relación a los sectores conglomerados, y cuya
densidad y diversidad son aún más débiles que las del su-
burbano. La urbanidad de esos geotipos se reúne, en este
caso, con la asíntota del infraurbano (la densidad y la di-
versidad sociales son allí muy débiles).
El geotipo periurbano es característico de los espacios·
de urbanización más diseminada, lo que algunos autores
italianos denominan «citta difusa». Las residencias urba-
nas son numerosas allí, pero muy a menudo se hallan dis-
persas o en pequeños agrupamientos, sin constituir nunca
verdaderos agregados densos; los contenidos sociales son,
por lo general, muy homogéneos. Predominan los períme-
tros de cultivo y los bosques; los paisajes son siempre
aprehendidos como los de la campaña, esa «campaña» mi-
tificada que la mayoría de los residentes van a buscar pa-
ra escapar de las dificultades de la «ciudad», a la que rápi-
damente denuncian cuando se los interroga acerca de sus
motivaciones residenciales.
Los geotipos periurbanos se extienden en un vasto pe-
rímetro. En Francia, han ganado la mayoría de las comu-
nas estadísticamente rurales, pero situadas en áreas ur-
banas ampliadas, definidas por el INSEE, institución que
comenzó a considerar esta nueva realidad urbana en 1962,
al definir zonas de poblamiento industrial y urbano
(ZPIU). Se las distinguía a partir del análisis de la inten-
sidad de los desplazamientos pendulares (residencia-tra-
bajo), del porcentaje de población agrícola, de la evolución
de la población y de las actividades vinculadas con la «ciu-
dad». Así, se podían inventariar desde comunas estadísti-
camente rurales (pues contaban con menos de 2.000 habi-
tantes conglomerados en torno al lugar eje, pararetomar
el criterio estándar) hasta conjuntos urbanos de los cuales
resultaba dificil definir su coherencia, lo que derivó en el
empleo del sustantivo más impreciso que pueda haber:
«zona».

317
Sin embargo, esta manera de considerar el asunto de-
jaría muy pronto de ser suficiente. A medida que la «peri-
ferización» se ampliaba, que ganaba a sectores cada vez
más alejados de los espacios iniciales de la urbanización,
se imponía un estado inédito de organización espacial.
Mientras que muchos especialistas se circunscribían aún,
con una especie de energía propia de la desesperación, a
análisis simples en términos de nuevas relaciones entre
las ciudades y los campos, dos autores, Gérard Bauer y
Jean-Michel Roux, desarrollaban en 1976 un enfoque fino
y original de la situación, cuya novedad absoluta habían
entendido. ·
Bauer y Roux crearon los neologismos rurbanización y
rurbano para pensar la realidad que se consolidaba: se-
gún ellos, la rurbanización instalaba «la ciudad disemi-
nada», versión francesa de la citta difusa. Captaban con
precisión las nuevas condiciones de vida que fundamenta-
ban ese desarrollo, en particular el aumento de la vivien-
da individual tipo chalet y la explosión de las movilidades
automotoras. Fueron los primeros en no emitir juicios de
valor estigmatizantes sobre los fenómenos y sus resulta-
dos; y echaron las bases para un análisis de la «suburbio»
como realidad espacial híbrida entre lo urbano y lo rural.
Las palabras rurbano y rurbanización resultaron exi-
tosas y el análisis que subyacía en su invención era no-
.table. Sin embargo, no sugiero conservarlas, pues deno-
tan que la realidad que se instala es una mezcla de la ciu-
dad y el campo. A mi juicio, lo periurbano no constituye
tanto una hibridación fijada de dos órdenes, sino una or-
ganización inédita de la sociedad. El resultado es, incues-
tionablemente, la extraordinaria pérdida de densidad glo-
bal de las áreas urbanas, puesto que la extensión de lo su-
burbano y lo periurbano -posibilitada por la generali-
zación de la automovilidad, y que permitió la promoción
del modelo de la vivienda individual tipo chalet, que mar-
ca fuertemente el espacio francés-, consume gran canti-
dad de superficie para un mínimo de habitantes.
Así, siempre en el caso de Francia, 19 mientras que la
población de cada unidad urbana multicomunal conside-

19 Según un estudio preciso llevado a cabo por la Federación Nacional


de Agencias de Urbanismo (Autores varios, 1993), que analizó a veinte

318
rada aumentaba, de 1954 a 1990, entre el 25% (Saint-
Étienne) y el100% (Tours, V alence), la superficie de áreas
urbanizadas se multiplicaba, según los casos, como mí-
nimo por 3 y como máximo por 6. La densidad media de
los espacios urbanizados disminuía de 60 a 30 habitantes
por hectárea. Por su parte, el consumo medio de espacio
por habitante crecía el 50%.
Estos indicadores reflejan una verdadera conmoción,
cuya importancia fue difícil de comprender durante mu-
cho tiempo, así como lo fue entender que el espacio que de
ella resultaba constituye hoy el fondo mismo de la organi-
zación urbana -en suma, una pregnancia-. En 1966, el
INSEE extraía las conclusiones de ese cambio notorio y·
abandonaba las ZPIU para definir las áreas urbanas. Un
área urbana reúne a todas las comunas en las cuales un
mismo polo urbano focaliza más del 40% de los desplaza-
mientas domicilio-trabajo. Este enfoque sólo mantiene, in
fine, la movilidad como criterio de apreciación de la urba-
nización, justificado reconocimiento de su importancia.
Permite una mejor apreciación del conjunto de perímetros ·
periurbanizados y de su extraordinaria ampliación. Los
numerosos mapas que de ello resultan, producidos por el
INSEE, ilustran la importancia del fenómeno y muestran
la influencia de la urbanización y la «periferización» en un
país como Francia.
En torno a todo conglomerado urbano, aunque sea de
tamaño modesto, se dilata una zona periurbana. Cada vez
con mayor frecuencia, en particular cuando se estudian
las principales metrópolis, cuya irradiación se halla muy
extendida, la zona periurbana recorta la de un conglome-
rado vecino. Aquello que Franc;ois Ascher denominaba,
hace más de diez años, «metápolis» 20 se despliega ahora
en torno a los polos urbanos. La «metapolización» se ha
generalizado, y entre las áreas urbanas, así como en los
márgenes de cada una, se descubren numerosas comunas
multipolarizadas, es decir, aquellas en las cuales los habi-

organizaciones urbanas francesas dotadas de una agencia de urbanis-


mo, fuera de París.
20 Definido como el «conjunto de espacios donde una parte o la totali-
dad de las actividades económicas o de los territorios están integrados
en el funcionamiento cotidiano (corriente) de una metrópoli» (Ascher,
1995, pág. 34).

319
tantes pueden optar entre varios polos uÍ·banos de refe-
rencia.21
Así pues, se puede comprobar una situación un tanto
extraña: la de una urbanización que establece formas es-
paciales aparentemente discontinuas y, sin embargo, se
caracteriza por la constitución de un área periurbana casi
continua de una organización urbana a la otra. La «cam-
paña» -de hecho, el conjunto de geotipos periurbanos-
ya no es exterior a la ciudad: se convierte en el espacio de
urbanización más extendido y que manifiesta de la mejor
manera las dinámicas de esta. Los paisajes «rurales»
abiertos se han transformado en figuras internas de las
organizaciones urbanas.

Los tipos y los géneros

J acques Lévy proponía completar esos tipos ideales


fundamentales que remiten a la centralidad y a la perife-
rización. Denominaba «para urbano» al geotipo correspon-
. diente a la diversidad mínima, junto a una densidad real
de las «ciudades temáticas» («ciudades industriales» y,
sobre todo, a su juicio, las «ciudades turísticas»). Y llama-
ba «metaurbano» al geotipo correspondiente a la urbani-
zación de las áreas ligadas a los medios de transporte; al
. respecto, tomaba el ejemplo de los grandes aeropuertos o
las áreas de las autopistas (Lévy, 1994, pág. 288).
Indiscutiblemente, la urbanización turística, en la ac-
tualidad desplegada a escala mundial, suele presentar ras-
gos marcados por una verdadera falta de diversidad so-
cial, acentuada por el carácter estacional de las frecuenta-
ciones. Así pues, se podría objetar que la evolución del tu-
Tismo tiende a una continuidad y una diversificación de
las actividades propuestas a los turistas, que impulsan la
acentuación de las densidades y las diversidades. En for-
ma paralela, no hay que olvidar que el turismo también se
inscribe, cada vez más, en espacios ya urbanizados, y que
los lugares, las áreas y las redes turísticas se insertan en
los otros componentes de las organizaciones espaciales, lo

21 El INSEE ha formalizado esto en los mapas de los territorios, que


se pueden consultar en el sitio www.insee.fr.

320
cual fue revelado de algún modo por el balance humano y
material del tsunami del Océano Índico en diciembre de
2004.
El paraurbano se revela, pues, no tanto como un (geo)-
tipo sino como un género de urbanización (proposición 11).
Así, hay un género lúdico-turístico como puede haber un
género industrial, todavía muy presente en todos los paí-
ses de economía en fuerte desarrollo, como India o China,
o un género «tecnopolitano» -el de Silicon Valley-, un
género comercial, etc. Desde este punto de vista, Las V e-
gas es el emblema de un género urbano particular: el lú-
dico-turístico, que tal vez llegue a convertirse, a fin de
cuentas, en modelo; sería una lección para meditar, como·
lo hizo en su momento Robert Venturi, pero esta vez sin
abroquelarse en la arquitectura. 22 Se puede analizar per-
fectamente su organización espacial a partir de las decli-
naciones de los geotipos esenciales, según un orden decre-
ciente de urbanidad: central (paracentral, infracentral),
pericentral, suburbano, periurbano, infraurbano. Su com-
binación en la superficie constituye la geografía urbana
de Las Vegas.
En lo concerniente a lo metaurbano, resulta tentador
aplicar el mismo razonamiento: se trata de un género vin-
culado con el funcionamiento de los transportes y los des-
plazamientos. De modo tal, los espacios del transporte
pueden ser calificados a partir de su urbanidad, que se
muestra muy variable: un gran aeropuerto, con sus hubs y
sus espacios conexos (Heathrow, Roissy, Dalias Fort
Worth, Atlanta), constituye en mi opinión un geotipo cen-
tral o, por lo menos, paracentral. Un área de autopistas,
según los casos, es infraurbana (en ella sólo hay un sector
de detención y servicios sanitarios), periurbana (se le
agrega una estación de venta de combustible), suburbana
(se ofrecen algunos servicios comerciales, incluso de hote-
lería y esparcimiento) y aun pericentral (el área se trans-
forma en un sector de actividad donde los individuos, al
desplazarse, al ir a buscar algo, pueden hacer una pausa

22 Es lo que intenta el fllósofo Bruce Bégout en Zéropolis (2002). Para


él, Las Vegas será nuestro horizonte urbano en la medida en que allí se
realice la utopía de lo [un y del entertainment permanentes y todos sea-
mos habitantes de Las Vegas, sin que importe dónde nos hallemos.

321
más prolongada y encontrarse con otros que trabajan
allí). Se podría así desmenuzar el examen de todos los es-
pacios vinculados con el transporte, cuyo carácter meta-
urbano conviene no olvidar. Esto destaca el hecho de que
están presentes en todas partes, a escala del Mundo, en
formas bastante estandarizadas. Y, sobre todo, que for-
man la trama de despliegue de lo urbano, también en to-
das las escalas.

Los conmutadores

La asociación entre la definición de género urbano y la


de los geotipos posibilita una grilla de lectura de gran ri-
queza, que se podría esquematizar con la ayuda de un
cuadro de matriz de doble entrada, sin olvidar que sobre
esto se impone el examen en términos de especies de espa-
cios (lugar, área, red). Al respecto, debemos decir algo
acerca de las configuraciones espaciales particulares de-
nominadas conmutadores urbanos (proposición 12). Se
trata de lugares -en general, aunque en algunos casos
puede tratarse de áreas- que permiten la relación entre
varios espacios que allí se recortan. Un aeropuerto es un
conmutador (un área, en el caso de los de mayor tamaño)
superlativo: en su superficie se realiza la unión material e
inmaterial de una variedad muy grande de espacios que
allí aparecen, sólo en intersección e interacción potencial.
En un nivel menor, en términos de orden de magnitud de los
espacios conmutables, las estaciones ferroviarias se re-
velan como importantes conmutadores urbanos, que per-
miten la vinculación entre diferentes estratos espaciales.
El conmutador es el operador de la coespacialidad, un
modo de relación entre espacios que ocupan una misma
extensión o se recortan en un mismo punto. Hoy, en razón
de las propias lógicas de la urbanización, la coespaciali-
dad se vuelve cada vez más importante. El desarrollo de
las movilidades y de la telecomunicación lo explica. Así, a
través de un distribuidor de tránsito de autopistas, por
ejemplo, se conmuta fácilmente entre un espacio y otro,
pero por medio de un teléfono móvil o de una conexión a
Internet también se accede a otros espacios, se satisface
un deseo de coespacialidad, puesto que los individuos de-

322
sean cada vez más dominar al mismo tiempo varios espa-
cios de diferente tamaño.
Las tecnologías de la comunicación ofrecen incluso la
posibilidad de transformar al individuo en un conmutador
espacial permanente. 23 No es seguro que estemos en con-
diciones de captar el impacto de este auge de la conmuta-
ción espacial, que potencialmente podría producirse en
cualquier parte en que haya actores ligados a las redes de
telecomunicación. En este sentido, si los transportes loca-
lizan los conmutadores, la telecomunicación los encarna.
Gracias a la multiplicación de los conmutadores, lo urba-
no, de donde proceden y a cuya expansión contribuyen, no
está basado sólo en la vecindad topológica de espacios di-
ferentes y en la interespacialidad de interfase que el prin-
cipio de separación desarrolla como modo normal de orga-
nización. Al mismo tiempo, también se basa en la articu-
lación instantánea de los lugares, las áreas y las redes de
diferente tamaño que permite la conmutación.

Un lugar para la ciudad

Tras lo expuesto, se puede volver a la cuestión de la


ciudad y sugerir que no abandonemos totalmente lapa-
labra ni la cosa. En efecto, la ciudad constituye una frac-
ción específica de las organizaciones urbanas -en Euro-
pa por lo menos, ya que en otras zonas geográficas la cues-
tión resulta más difícil de zanjar-: la que corresponde a
los geotipos centrales y pericentrales en localización fi-
siográfica central. Son sectores «históricos», es decir, esta-
blecidos esencialmente antes de la fase de expansión ur-
bana masiva (en Francia, antes de la Segunda Guerra Mun-
dial). Esta fracción, densa y diversa, de configuraciones
muy específicas, que le dan un «paisaje» y una forma que
se reconoce de inmediato, es hoy en día un relicto. Aunque
cubre una extensión escasa de las áreas urbanizadas, en
muchos casos continúa fijando las imágenes, alimenta mi-
tologías poderosas y de fuerte valor cultural, contiene la

23 Y pronto se tendrá la posibilidad de ver y grabar, en el teléfono mó-


vil o en el PDA [asistente digital personal], imágenes de alta definición
de los espacios conmutables y conmutados.

323
mayor parte de los emblemas espaciales que significan
una identidad urbana, y sigue siendo un objetivo de la
atención política y de acciones específicas, sobre todo pa-
trimoniales. Gracias a la captación de la urbanidad se
cuenta con la posibilidad de no contraponer la ciudad y lo
urbano, como tampoco confundirlos, sino pensar la dialó-
gica de la ciudad y de lo urbano, y los juegos cruzados de
significados y valores sociales que se instauran entre esas
dos realidades combinadas.

Hacia un urbanismo pragmático


Las realidades urbanas son compuestas, lo cual expli-
ca que habitar lo urbano ponga a los individuos y a los
grupos ante una gran variedad de situaciones, como la de
vivir una cotidianidad hecha a la vez de anclaje domésti-
co, de apego a uno o varios territorios de pertenencia, en
ciertos casos fuertemente reivindicado(s) y defendido(s),
de práctica utilitaria de espacios funcionales, de goce de
las redes materiales e inmateriales de la movilidad. Todo
ello, con órdenes de magnitud espacial muy diferentes,
desde el sitio residencial hasta el Mundo. Por otra parte,
la voluntad de separarse de los demás grupos y de los per-
juicios funcionales suele estar acompañada por la de go-
.zar del potencial que representan la densidad y la diversi-
dad globales de las organizaciones urbanas y, en particu-
lar, de sus geotipos centrales. Desde este punto de vista,
se puede ser hostil a la diversidad social, en lo que con-
cierne al espacio de residencia, y mostrarse preocupado
por la variedad funcional y social, en lo que concierne al
trabajo o al esparcimiento. Todo esto implica poder practi-
car geotipos diversos y espacios conmutables. En otros
términos, el habitante urbano es a la vez siempre local y
mundial, está allí y en todas partes, aislado y conectado;
es autóctono y confronta con el mestizaje: sus espacios vi-
tales expresan la intrínseca impureza y la incuestionable
complejidad de la experiencia social cotidiana y de las es-
pacialidades.
Lo urbano es el campo de lo inestable y del movimiento
que desplaza las líneas, de la transformación, de la inven-

324
ción, de la mezcla, del franqueamiento de los límites que
uno se obstina, sin embargo, en convertir también en fron-
teras estancas, así como se obstina en producir espacios
urbanizados cada vez más estandarizados, en normar las
prácticas, mientras defiende el principio de la excepciona-
lidad de los gustos y las acciones de los individuos. Y esa
oscilación incesante va acompañada por los relatos de los
actores que, en lo que les concierne, a menudo proclaman
que aspiran a la permanencia, a la dulce certeza de la in-
mutabilidad de los usos y las costumbres, a la pureza de
los orígenes y los entornos, a la seguridad de las barreras
y de los límites, mientras sus actos, en lo cotidiano, cons-
truyen un universo fluctuante e incierto. Porque es barro~
co y contradictorio, lo urbano, a fin de cuentas, no es más
que humano.
Esta comprobación no debe llevarnos a la idea de que
es imposible tratar de regular las organizaciones urba-
nas. Incluso es urgente inventar un urbanismo adaptado
a la situación de hoy, a fin de evitar que quede el campo li-
bre para el control de las prácticas de ordenamiento espa-
cial remuneradas, vinculadas tan sólo con los intereses
económicos y/o partidarios, cuya progresión lamentable-
mente se comprueba en todos lados. Urge definir los mar-
cos para un urbanismo al servicio del interés general y de
la utilidad pública. Varios autores, arquitectos, urbanis-
tas, se dedican desde hace unos años a esa tarea, en gene-
ral tratando de apartarse de las tesis provocadoras e ico-
noclastas de Rem Koolhaas, capaz de deducir de su exa-
men de la generic city que «la ciudad es un espacio donde
lo político se ha vuelto impensable» (Koolhaas, citado por
Mangin, 2004, pág. 19). No hay que adherir a esa visión, y
por ello se vuelve indispensable no creer que el futuro se-
rá el reciclaje de las viejas teorías y prácticas de la inter-
vención urbana -sobre todo, la de la zonificación y el plan
integrador-.
Para que así sea, es importante no ceder a las ilusiones
de lo que he dado en llamar el urbanismo curativo, de ins-
piración tecnicista y modernista, que ha prevalecido hasta
hoy. Este se basa en la voluntad de curar a «la ciudad» de
sus males recurriendo a una razón instrumental superior.
Contra la pretensión que impulsa al urbanismo a con-
siderar toda situación urbana como perfectamente reem-

325
plazable por cualquier otra, y a creer que un mismo pen-
samiento instrumental y superior puede tratar de mane-
ra unívoca todos los casos que se pueden presentar, hay
que preferir un urbanismo pragmático y contextua! (As-
cher, 1995). Este debe partir de las propias situaciones ur-
banas, de modalidades de disposición espacial de las rea-
lidades sociales que pueden darse allí, integrando entre
estas a lOs operadores, sus lenguajes, sus juegos con las
distancias y los lugares. Por ello, es necesario incluir la
reflexión sobre las espacialidades en el corazón de la del
ordenamiento del espacio, mientras que el urbanismo es-
tandarizado margina esta dimensión por el hecho de que
el pensamiento morfológico y funcional preexiste a cual-
quier otra consideración.
Se trata, entonces, de definir contextualmente los pro-
blemas urbanos que se plantean y las respuestas que se
pueden brindar, que serán, como los propios problemas,
sin duda comparables con otras, pero insustituibles. Se
comprende que esta proposición puede irritar, en cuanto
supone renunciar a la fantasía de aportar una solución
universal, «llave en mano», para cualquier cuestión ur-
bana. También supone que el urbanista (y los actores polí-
ticos que enmarcan y/o comandan el ordenamiento espa-
cial), modestamente, baje a la arena para aprehender las
características de una situación y comprenda los diferen-
tes discursos que circulan a propósito de la verdad. Tanto
el discurso del profesional como el de otros expertos o cien-
tíficos son sólo algunos de los que se enuncian, y con toda
justicia deben, en cuanto discursos basados en la preocu-
pación de proponer una lectura coherente y crítica, contri-
buir más que otros a que se ajusten todos los puntos de
vista vigentes, a los efectos de que la inteligibilidad de la
situación se pueda asegurar y a partir de ella se compro-
meta el trabajo del proyecto.
Este urbanismo debe permitir elaborar acciones finas,
circunstanciadas con respecto a las situaciones. ¿Cómo
asegurar, en ese marco, la coherencia entre todos los orde-
namientos espaciales pragmáticos y contextuales? ¿Cómo
lograr que ese urbanismo atento a la variedad de las si-
tuaciones sea un metaurbanismo en la dimensión de las
«metápolis» (Ascher, 1995)? A mi juicio, reinventando una
verdadera planificación a escala de las áreas urbanas, in-

326
eluso de los agrupamientos de áreas. Esta planificación no
se debe fijar como objetivo elaborar un mapa de las ope-
raciones previstas; ya se vio que esto fue un fracaso. Ante
todo, se debe lograr que los actores comprendan las gran-
des lógicas globales que concurren a la existencia de las
diferentes situaciones urbanas, así como los principales
rasgos de la organización espacial que se pretende orde-
nar. Luego, se deben someter al debate público los esque-
mas prospectivos que puedan ayudar a delimitar los perí-
metros de los problemas a tratar y sugerir pistas para la
resolución de estos.
Se trata de renunciar a los falsos heroísmos de las polí-
ticas clásicas de ordenamiento espacial, justamente, por;
que la complejidad del campo urbano es impermeable a
las simplificaciones de aquellas. Aceptemos, pues; el ries-
go de la «democracia dialógica» e intentemos construir fi-
nalmente un mundo urbano común.

327
Epílogo
Habitar el espacio terrestre:·
del lugar al Mundo

aSi se marcaran sobre un papel todos los puntos por los


cuales he pasado y se los uniera mediante un trazo, ¿se lo-
graría acaso un minotauro?n.
Pablo Picasso, 1960
(citado por Bassaldari, 2006, pág. 122)

A lo largo de este libro he querido, en particular, apor-


tar elementos probatorios para dar respuesta a dos pre-
guntas aparentemente simples: ¿Qué hacen los actores
sociales ante la prueba del espacio geográfico? ¿Qué «pro-
ducen» por y para su experiencia espacial? Esto nos ha
llevado a descubrir la complejidad de las tecnologías esta-
blecidas por cada operador social para disponer, en situa-
ción de acción, una configuración en la que puede mante-
nerse a una buena distancia y en buen(os) lugar(es). Este
juego de las distancias y de los lugares, y la incansable ac-
tividad de delimitación, de recorte, de ·evaluación de los
tamaños y de las métricas, que lo acompaña siempre,
componen, en el día a día, nada menos que el espacio vital
de los individuos en sociedad.
Así, el rodeo por el espacio nos ha permitido, de hecho,
abordar un problema esencial, y ello, de modo empírico, y
no metafísico: el de la habitación humana de nuestro pla-
neta, a todas las escalas. Esta habitación, es decir, esta
acción de habitar, es un trabajo cotidiano con los espacios,
desde los más pequeños hasta los más grandes, que poco a
poco transforma a la Tierra en una realidad geográfica
inédita: el Mundo. Al cabo de ese recorrido, he sido lleva-
do a considerar, en efecto, que la acción primordial del hom-
bre espacial es la de habitar. 1 Este verbo sustantivado pue-

1 Thierry Paquot le dedicó un hermoso libro (Demeure terrestre, 2005)


a esta cuestión.
.&EN.r.Ro DE DOCUMENTAL~;;:­
lNSTITUTO DE ESTUDIO~
REGIONALES
329
·~mAD DE Al'J\%~1)9(1..'1.:
de incluso convertirse en un concepto clave: el que desig-
na la espacialidad típica de los actores individuales.
Para cada uno de nosotros, la espacialidad humana
consiste, a partir de la utilización del espacio-recurso, en
organizar un hábitat. Esta palabra no remite, en nuestro
marco de análisis, únicamente a la vivienda: la morada
forma parte del hábitat, pero este no se reduce a ello. Por
otro lado, aun cuando se considera, en general y con justa
razón, que el hábitat de los seres humanos está basado en
la residencia como punto de la sedentarización, se desplie-
ga a partir de ella, es «informado» por ella, hay sin embar-
go hábitats sin «alojamientos» fijos: es el caso de los «sin
techo», por ejemplo, o de los nómadas. Se estima clásica-
mente que el hábitat nómada (al que se puede considerar
un tipo-ideal) se contrapone al sedentario (otro tipo-ideal)
porque las configuraciones espaciales que lo tipifican y lo
expresan no son estables, mientras que las del sedentario
sí lo son, a partir del hecho mismo de la asignación de la
residencia. Así, el sedentario estructura espacios habita-
dos centrados en el punto de origen de la casa, mientras
que el nómada construye una red lábil y multicentrada de
caminos, salpicadas por pausas.
Sin embargo, la aparición del hábitat politópico 2 -ca-
racterizado por la existencia de varios lugares de residen-
cia más o menos permanente y numerosos espacios de prác-
ticas electivas, elegidas y asumidas como tales, o de fre-
cuentación impuesta, emblemática de las sociedades con-
temporáneas con movilidad- cambia el panorama. En
efecto, el turista, el inmigrante, el hombre de negocios, el
artista, el universitario, etc., tienen «perfiles» de indivi-
duos «multirresidentes», por necesidad y/o por opción. To-
dos deben administrar esta «politopía» organizando una
compleja y cambiante trama de recorridos, que asegure el
acceso a los diferentes lugares para el descanso y el traba-
jo, y la conexión de los diversos tiempos biográficos que co-
rresponden a cada uno de esos movimientos y detenimien-
tos. Desde este punto de vista, la diferencia ideal-típica
2
Esta palabra fue propuesta por el geógrafo Mathis Stock, ante todo,
en el marco del análisis del turismo, para insistir en el hecho de que el
turista habita auténticamente el espacio que practica. Mathis Stock
(2006) considera que la politopía es característica de las sociedades de
individuos móviles.

330
entre nómada y sedentario parece perder claridad, y se
podría formular la hipótesis de que el nomadismo «influ-
ye» hoy en la mayoría de los hábitats humanos.
Si bien importa otorgarle un lugar destacado a la resi-
dencia, es conveniente no reducir todo el análisis a ella. El
hábitat es, en verdad, un objeto mucho más proteiforme y
complejo: el espacio socialmente construido de la existen-
cia humana, por lo general centrado en la casa. Para cada
actor, el hábitat se despliega desde la esfera íntima, sen-
sorial y corporal (primer nivel de la espacialidad) hasta el
Mundo, a través de las vecindades topográficas (las de la
proximidad de contacto físico) y topológicas (las de las
redes). Por eso, el análisis del habitar humano y de los há-
bitats que de ello resultan, constituyendo sus condiciones
de posibilidad, es pertinente a todas las escalas. Cada in-
dividuo dispone su hábitat, que cristaliza incluso la iden-
tidad personal; así es como entiendo la frase de Picasso
que aparece como epígrafe de este epílogo. Esta identidad
es, pues, intrínsecamente espacial.
Por lo tanto, el hábitat individual depende de las con- ·
diciones de posibilidad sociales. Se despliega en determi-
nada sociedad en función de los contextos que permite. El
hábitat adopta, según la época y los rasgos de su sociedad,
aspectos materiales e ideales, «giros» particulares. Como
se ha visto, en la actualidad se halla cada vez más marca-
do por algunos rasgos culturales relevantes, que forman
parte y proceden de la mundialización y la urbanización.
Entre estos, mencionaremos de nuevo la movilidad y la
coespacialidad. De ello se deduce un modo característico
de hábitat signado por la dispersión, es decir, por la reu-
nión, en una misma disposición que tenga sentido para (al
menos) un operador, de sitios, lugares, dominios, áreas,
territorios, practicados y vivenciados aunque distantes,
agrupados en una figura reticular y organizados por las
redes de movilidad.
El hábitat global de una sociedad asocia, pues, todas
las especies de espaqios sociales e individuales, y mezcla
fracciones espaciales de escalas y métricas diversas, con
valores muy variados para los diferentes operadores so-
ciales. El conjunto de los hábitats y las estructuras esta-
blecidas por los grupos humanos para que esos hábitats
individuales y colectivos puedan ser tan perdurables y efi-

331
caces como sea posible3 se consolida en disposiciones, en
lugares, áreas y redes entremezcladas y articuladas. El
hábitat contemporáneo es un compuesto complejo, una es-
puma, en el sentido de Sloterdijk, cambiante y lábil, don-
de se entremezclan las experiencias espaciales de cada ac-
tor y las lógicas y estructuras de cada sociedad.
La historia de Rosa Parks, la de los turistas y las po-
blaciones alcanzadas por el tsunami del 26 de diciembre,
la de los operadores de la biogeoestrategia elaborada co-
mo respuesta a la expansión del virus del SRAS, la de los
actores de las políticas municipales de Liverpool preocu-
pados por inventar un nuevo estatus de world maritime
city, etc., nos han mostrado habitares, captados en un mo-
mento particular de su realización y las modificaciones de
los hábitats que de ello resultaban. En todos esos casos se
ha visto cómo los actantes actuaban en situación, dispo-
nían como podían sus espacios de acción para dar a la vez
con las distancias convenientes entre las diferentes reali-
dades y sus mejores lugares posibles, habida cuenta de la
experiencia que vivían. Y ello, sin poder prejuzgar nunca
acerca del éxito de sus empresas, lo que no quiere decir
sin intencionalidad, sino sin certeza. También se ha visto
que para comprender los fenómenos observados era im-
portante reunir preocupaciones políticas (no hay espacio
ni espacialidades sin regulaciones colectivas), pragmáti-
cas (no hay espacio ni espacialidades sin efectos colectivos
e individuales), éticas (no hay espacio ni espacialidades
sin valores, ni normas, ni ubicaciones del individuo con
respecto a esos valores y normas).
Así definida, la geografía se convierte en una ciencia
de la habitación humana, que intenta comprender cómo
se puede habitar el espacio terrestre, a todas las escalas,
desde el lugar hasta el Mundo, sin que se vuelva inhospi-
talario para uno mismo ni para los demás.
3 No debemos olvidar que el hábitat de los individuos necesita de esta
base estructural para constituirse y mantenerse. Desde este punto de
vista, resulta útil recordar que ningún hábitat se halla en verdad «fue-
ra del suelo>>, no es «extraterrestre», lo cual impone reflexionar sobre el
lugar que allí ocupan los elementos biofísicos fundamentales, que son el
agua, el aire y la tierra, así como sobz:e el de los artefactos materiales.
En particular, porque la toma de conciencia acerca de la vulnerabilidad
de nuestros hábitats es cada vez mayor e impone, sin duda, una «políti-
ca de la habitación>>, a toda escala, radicalmente nueva.

332
Bibliografía

ALLEMAND, Sylvain; AscHER, Fran<;ois, y LÉVY, Jacques (dirs.),


Les sens du movement, París: Belin, 2005.
ALTHUSSER, Louis, Sur la philosophie, París: Gallimard, col.
«L'Infini>>, 1994.
AMPHOUX, Pascal, et al., La notion d'ambiance. Une mutation de
la pensée urbaine et de la pratique architecturale, PUCA,
París: Ministere de l'Équipement, col. «Programmer-Conce-
voir», 1998.
A.NzrEu, Didier, Le moi-peau, París: Dunod, 1995 [El yo-piel,
Madrid: Biblioteca Nueva, 1987].
ARENDT, Hannah, «Fragment 1», Qu'est-ce que lapolitique?, Pa-
rís: Éd. du Seuil, col. «L'ordre philosophique», 1995.
Journal de pensée (1950-1976), 2 vols., París: Éd. du Seuil, 2005.
Le systeme totalitaire, París: Éd. du Seuil, col. «Points», 1972.
AscHER, Fran<;ois, Métapolis, ou l'avenir des villes, París: Odile
Jacob, 1995.
AUGÉ, Marc, Non-lieux. Introduction a une anthropologie de la
surmodernité, París: Éd. du Seuil, 1993 [Los no-lugares, es~
pacio del anonimato: una antropología de la sobremoderni-
dad, Barcelona: Gedisa, 2005].
AuGOYARD, Jean-Fran<;ois, «L'environnement sensible et les am-
biances architecturales», L'Espace géographique, París: Be-
lin, n° 4, 1995, págs. 302-18.
«Éléments pour une théorie des ambiances architecturales et
urbaines», Cahiers de la recherche architecturale et urbaine,
Marsella, Parentheses, no 42-43, 1998, págs. 13-23.
AURoux, Sylvain, «Individu», en AURoux, Sylvain (dll~.). Encyclo-
pédie philosophique universelle. Les Notions, t. I, París:
Presses Universitaires de France, 2a ed., 1998, pág. 1272.
AuTORES VARIOS, La ville prend ses aises, 1950-1975-1990, París:
FNAU, 1993.
BALANDIER, Georges, Anthropologie politique, París: PUF, col.
«Quadrige», 1984 (la ed., 1967) [Antropología política, Barce-
lona: Península, 1976].
Le pouvoir sur scene, París: Balland, 1992 [El poder en escena:
de la representación del poder al poder de la representación,
Barcelona: Paidós, 1994].

333
BARTOLONE, Claude, «Vers une nouvelle politi<J.ue de solidarité
urbaine dans le cadre des agglomérations», Territoire 2020,
París: DATAR, págs. 7-9.
BASSALADARI, Anne (dir.), Picasso!DoraMar. Il faisait tellement
noir. .. (Catálogo de Exposición del Museo Picasso), París:
Flammarion-Réunion des Musées Nationaux, 2006.
BAUER, Gérard, y Roux, Jean-Michel, La rurbanisation, París:
Éd. du Seuil, 1976.
BEAUCHARD, Jacques, «L'espace public de la roer d'Antioche», en
BEAUCHARD, Jacques (dir.), La mosafque territoriale, La Tour
d'Aigues: Éd. de l'Aube, 2004.
BEGOUT, Bruce, Zéropolis, París: Allia, 2002.
BERQUE, Augustin, Les raisons du paysage. De la Chine ancien-
ne aux environnements de synthese, París: Hazan, 1995.
Écoumene. Introduction a l'étude des mÜieux humains, París:
Belin, 2000.
BIDAR, Abdennour, Un islam pour notre temps, París: Éd. du
Seuil, 2004.
BozoNNET, Jean-Paul, Des monts et des mythes, l'imaginaire so-
cial de la montagne, Grenoble: Presses Universitaires de
Grenoble, 1992.
BRUNET, Roger, et al., Les mots de la géographie: Dictionnaire
critique, París: La Documentation Fran¡;aise, 1993.
CERTEAU, Michel de, L'invention du quotidien. I. Les arts de (ai-
re, París: UGE, 1980 [La invención de lo cotidiano, México:
Universidad Iberoamericana, Departamento de Historia,
1996].
CHAMBORÉDON, Jean-Claude, y LEMAIRE, Madeleine, «Proximité
spatiale et distance sociale: les grands ensembles et leur
peuplement», Revue Franr;aise de Sociologie, no XI-1, 1970,
págs. 3-33.
CHOAY, Fran<;oise, «La mort de la ville et le regne de l'urbain»,
en La ville: art et architecture en Europe, 1873-1993, París:
Centre Georges-Pompidou, 1994, págs. 26-39.
CoRBIN, Alain, Le territoire du vide, París: Flammarion, col.
«Champs», reed. 1990.
CosaROVE, Denis, «Contested global vision: one world, whole
earth, and the Apollo space photographs», Annals of the Asso-
ciation of American Geographers, 1994, vol. 84, págs. 270-94.
CosGROVE, Denis, y DANIELS, Stephen, The iconography of land-
scape, Cambridge: Cambridge University Press, 1989.
CROZIER, Michel, y FRIEDBERG, Erhard, L'acteur et le systeme, Pa-
rís: Éd. du Seuil, 1977.
DE BERNARDY, Michel, y DEBARBIEUX, Bernard (dirs.), Le terri-
toire en sciences sociales. Approches disciplinaires et prati-

334
ques de laboratories, Grenoble: Publications de la MSHS-Al-
pes, 2003.
DEBARBIEUX, Bernard, Le tourisme montagnard, París: Econo-
mica, 1995.
Chamonix Mont-Blanc, 1860-2000. Les coulisses de l'aména-
gement, Grenoble: Édimontagne, 2001.
DEBRAY, Régis, Vie et mort des images, París: Gallimard, col.
«Bibliotheque des idées», 1992.
DELEUZE, Gilles, y GUA'ITARI, Félix, Mille plateaux, París: Éd. de
Minuit, 1980 [Mil mesetas: cap1:talismo y esquizofrenia, Va-
lencia: Pre-textos, 1997].
DEscoLA, Philippe, Par-dela nature et culture, París: Gallimard,
2005 [Más allá de naturaleza y cultura, Buenos Aires: Amo-
rrortu, 2012].
DESCOMBES, Vincent, Le complément de sujet. Enquete sur le fait
d'agir de soi-meme, París: Gallimard, col. «NRF essais», 2004.
DETIENNE, Marcel, Comment etre autochtone, París: Éd. du Seuil,
col. «Librairie du XX• siecle», 2003.
ELlAS, Norbert, La société de cour, París: Calmann-Lévy, 1974
[La sociedad cortesana, México: Fondo de Cultura Económi-
ca, 1993].
Engagement et distanciation, París: Fayard, 1993 [Compromi-
so y distanciamiento: ensayos de sociología del conocimiento,
Barcelona: Península, 1990].
FALL, Juliet, Drawing the line. Boundaries, identity and coope-
ration in trans boundary protected areas, tesis de doctorado,
Universidad de Ginebra, 2003.
FERRO, Marc (dir.), Les lieux de mémoire, 3 vols., París: Galli-
mard, 1993.
FLEURY, Alain (dir.), «L'agriculture périurbaine», Les Cahiers de
la Multifonctionnalité, no 8, CEMAGREF, CIRAD, INRA,
París, 2005.
FoucAULT, Michel, Les mots et les choses, París: Gallimard, 1966
[Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias
humanas, Madrid: Siglo XXI de España; 1968].
Histoire de la folie a l'age classique, París: Gallimard, 1972
[Historia de la locura en la época clásica, México: Fondo de
Cultura Económica, 1976].
Surveiller et punir, París: Gallimard, 1975 [Vigilar y castigar,
México: Siglo XXI, 1976].
Dits et écrits II, 1976-1988, París: Gallimard, nueva edición,
col. «Quarto», 2001.
FRESNAULT-DERUELLE, Pierre, L'éloquence des images, París:
PUF, col. «Sociologie d'aujourd'hui», 1993.
GARBIN, David, Migrations, territoires diasporiques et politiques
identitaires: Bengalis musulmans entre Banglatown (Lon-

335
dres) et Sylhet (Bangladesh), tesis de doctorado, Universi-
dad de Tours, 2004.
GARREAU, Joel, Edge City: Life on the new frontier, Anchor,
1992.
GAY, Jean-Christophe, Les discontinuités spatiales, París: Éco-
nomica, 1995.
GonELIER, Marcel, L'idéel et le matériel, París: Le Livre de Po-
che, reed. col. «Biblio-essais», 1992 [Lo ideal y lo material:
pensamiento, economías, sociedades, Madrid: Taurus, 1990].
GOFFMAN, Erving, La mise en scene de la vie quotidienne; vol. I,
La présentation de soi; vol. II, Les relations en public, París:
Éd. de Minuit, col. «Le sens commun», 1973 [La presenta-
ción de la persona en la vida cotidiana, Buenos Aires: Amo-
rrortu, 1989].
GRAVIER, Jean-Franc;ois, Paris et le désert franr;ais, París: Le
Portulan, 1947.
GREIMAS, Algirdas Julien, Du sens 11, Essais sémiotiques, París:
Éd. du Seuil, 1983.
GROSJEAN, Michele, y THIBAUD, Jean-Paul (dirs.), L'espace ur-
bain en méthodes, Marsella: Parentheses, 2002.
GUMUCHIAN, Hervé, Représentations et aménagements du terri-
toire, París: Anthropos, 1991.
HALL, Edward T., La dimension cachée, París: Éd. du Seuil,
1971 [La dimensión oculta, México: Siglo XXI, 1976].
HANNOYER, Franc;ois, «Loi sur la démocratie de proximité. Les
tenants d'un débat citoyen», revista Territoires, n° 421, Pa-
rís: ADELS, octubre de 2001 (artículo on-line en el sitio
www.adels.org).
HEIDEGGER, Martín, Etre et temps, París: Gallimard, 1996 [El
ser y el tiempo, México: Fondo de Cultura Económica, 1998].
HIRSCHMANN, Albert, Deux siecles de rhétorique réactionnaire,
París: Fayard, col. «L'espace du politique», 1991.
KAUFMANN, Vincent, Mobilités quotidiennes et dynamiques ur-
baines, Lausana: Presses Polytechniques et Universitaires
Romandes, 2000.
LACOSTE, Yves, Paysages politiques, París: Le Livre de Poche,
1990.
LATOUR, Bruno, «Les "vues de l'esprit": une introduction a l'an-
thropologie des sciences et des techniques», Culture Techni-
que, n° 14, 1985, pág. 21.
La science en action, París: La Découverte, 1989 [Ciencia en
acción: cómo seguir a los científicos e ingen,ieros a través de
la sociedad, Barcelona: Labor, 1992].
Nozts n'avons jarnais été modernes. Essai d'anthropologie sy-
métrique, París: La Découverte, 2001.
L'espoir de Pandore. Pour une version réaliste de l'activité

336
scienti{ique, París: La Découverte, 2001 [La esperanza de
Pandora: ensayos sobre la realidad de los estudios de la
ciencia, Barcelona: Gedisa, 2001].
LEFEBVRE, Henri, «La ville et l'urbain», en Espace et politique,
París: Anthropos, 1972.
LEGROS, Olivier, Le gouuernement des quartiers populaires. Pro-
duction de l'espace et régulation politique dans les quartiers
d'habitat non réglementaire de Dalwr et Tunis, tesis de doc-
torado en geografia, Universidad de Tours, 2003.
LEPETIT, Bernard, «Une herméneutique urbaine est-elle possi-
ble?», en LEPETIT, Bernard, y PUMAIN, Denise (dirs.), Tempo-
ralités urbaines, París: Anthropos-Économica, 1993.
LÉVY, Jacques, L'espace légitime, París: Presses de la Fondation
Nationale des Sciences Politiques, 1994.
Le tournant géographique, París: Belin, 1999.
«Horizont», «Pays», «Territoire», en LÉVY, Jacques, y LusSAULT,
Michel, Dictionnaire de géographie et de l'espace des sacié-
tés, París: Belin, 2003.
LÉVY, Jacques, y LussAULT, Michel, Logiques de l'espace, esprit
des lieux, París: Belin, col. «Mappemonde», 2000.
Dictionnaire de géographie et de l'espace des sociétés, París:
Belin, 2003.
LoLIVE, Jacques, Les contestations du TGV Méditerranée. Pro-
jet, controuerse et espace public, París: L'Harmattan, 1999.
«Des territoires de mobilisation a l'écorégion: quelques justifi-
cations territoriales utilisées par les associations de défense
de l'environnement>>, en MELÉ, Patrice; LARuE, Corinne, y-
RozEMBERG, Muriel (dirs.), Conflits et territoires, Tours: Pres-
ses Universitaires Fran~ois-Rabelais, 2003, págs. 145-64.
LUSSAULT, Michel, Tours: images de la uille et politique urbaine,
Tours: Publications de la Maison des Sciences de la Ville,
1993.
«L'espace pris aux mots», en LÉVY, Jacques (dir.), «Nouvelles
géographies», Le Débat, no 92, París: Gallimard, noviembre-
diciembre de1996, págs. 99-110.
«Un monde parfait: des dimensions utopiques du projet urba-
nistique contemporain», en EVENO, E. (dir.), Utopies urbai-
nes, Toulouse: Presses Universitaires du Mirail, col. «Villes
et territoires», 1998, págs. 151-76.
«Au-dela de l'espace public. Propositions pour l'analyse géné-
rale des espaces d'actes», en GHORRA-GOBIN, Cynthia (dir.),
Réinuenter la uille. Les espaces publics al'ere globale, París:
L'Harmattan, col. «Espaces et cultures», 2001, págs. 33-46.
«Les territoires urbains en quete d'image», en «Les chemins de
la démocratie», revista Urbanisme, París, n° 342, 2005,
págs. 52-6.

337
MANGIN, David, La ville franchisée. Formes et structures de la
ville contemporaine, París: Éd. de la Villette, 2004.
MA.ru:N, Louis, Utopiques. Jeuxd'espaces, París: Éd. deMinuit, 1973.
Des pouvoirs de l'image. Gloses, París: Éd. du Seuil, col. «L'or-
dre philosophique», 1993.
MEHRING, Reinhart, Carl Schmitt zur Einführung, Hamburgo:
Junius, 2001.
MoLES, Abraham, y RoHMER, Élisabeth, Psychologie de l'espace,
París: Casterman, 1977.
MoNDADA, Lorenza, Décrire la ville. La construction des savoirs
urbains dans l'interaction et dans le texte, París: Anthropos,
col. «Villes», 2000.
MoNGIN, Olivier, La violence des images ou comment s'en débar-
.rasser?, París: Éd. du Seuil, 1995.
La condition urbaine. La ville a l'heure de la mondialisation,
París: Éd. du Seuil, 2005 [La condición urbana: la ciudad a
la hora de la mundialización, Buenos Aires: Paidós, 2006].
PAQUOT, Thierry, Demeure terrestre. Enquete vagabonde sur
l'habiter, París: Éd. de l'Imprimeur, 2005.
PAQUOT, Thierry (dir.), «Le XX· siecle. De la ville al'urbain», nú-
mero especial de Urbanisme, no 309, noviembre de 1999.
PEREC, Georges, «De la difficulté qu'il y a a imaginer une cité
idéale», en Penser!Classer, París: Hachette, 1985.
Especes d'espaces, París: Galilée, 1974 [Especies de espacios,
Barcelona: Montesinos, 1999].
PERROT, Jean-Claude, Caen au XVIII• siecle, París: Mouton,
1975.
PICKLES, John, Ground truth: The social implications of geogra-
.phic information systems, The Guilford Press, 1994.
PINOL, Jean-Luc (dir.), Histoire de l'Europe urbaine, 2 vols.,
París: Éd. du Seuil, 2003.
PousiN, Frédéric (ed.), «Pouvoir des figures», dossier de los Ca-
hiers de la recherche architecturale, París: Monum, Éd. du
Patrimoine, 2001, págs. 7-80.
L'architecture mise en scene, París: Argument, 1995.
PRun'HoMME, Rémy; KoPP, Pierre, y BocAJERO, Juan Pablo, «Éva-
luation économique de la politique parisienne des trans-
ports», revista Transports, marzo-abril de 2006.
RAFFESTIN, Claude, «Écogenese territoriale et territorialité», en
AURIAC, Franck, y BRUNET, Roger (dirs.), L'espace, jeux et en-
jeux, París: Fayard, col. «Nouvelle Encyclopédie Diderot»,
1986, pág. 177.
RAFFESTIN, Claude; LoPRENO, Dario, y PASTEUR, Yvan, Géopoliti-
que et histoire, Lausana: Payot, 1995.
RANCIERE, Jacques, Le destin des images, París: La Fabrique Édi-
tions, 2003.

338
RAzAc, Olivier, Histoire politique du barbelé. La prairie, la tran-
chée, le camp, París: La Fabrique Éditions, 2000.
REVEL, Jacques, Jeux d'échelles, París: Gallimard/Éd. du Seuil,
1996.
RICCEUR, Paul, Temps et récit, t. 1, París: Éd. du Seuil, reed. col.
«Points», 1991 [Tiempo y narración, México: Siglo XXI, 1998].
RoGER, Alain, Court traité du paysage, París: Gallimard, 1997.
RoNCAYOLO, Marcel, «Mythes et représentations de la ville a
partir du XVIII• sü~cle», Encyclopedia Uniuersalis, 3 3 ed.,
París: 1990, t. XXII, págs. 651-61.
SANSOT, Pierre, Les formes sensibles de la uie sociale, París:
PUF, 1986.
SENNETT, Richard, Les tyrannies de l'intimité, París: Éd. du
Seuil, 1979.
SCHMITT, Carl, Le nomos de la terre, París: PUF, 2001 [El nomos
de la tierra en el derecho de gentes del «jus publicum euro-
paeum», Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1974].
SIEVERTS, Thomas, Entre-uille, une lecture de la Zwischenstadt,
Marsella: Éd. Parentheses, 2004.
SLOTERDIJK, Peter, Bulles. Spheres I, París: Pauvert, 2002.
Écumes. Spheres III, París: Martin Sell Éditeurs, 2005.
SóDESTRóM, Ola, Des images pour agir, le uisuel en urbanisme,
Lausana: Payot, 2000.
«Paper cities: visual thinking in urban planning», en Ecume-
ne, t. III, no 3, Londres: Edward Arnold, 1996.
SoJA, Edward, Postmodem geographies: The reassertion of spa-
ce in critica[ social theory, Londres: Verso, 1989.
STOCK, Mathis, «L'hypothese de l'habiter polytopique: pratiquer
les lieux géographiques dans les sociétés a individus mobi-
les», Espacestemps.net, febrero de 2006 (Espacetemps.net es
una revista electrónica «hospedada» en la EPFL de Lausana).
SUEUR, Jean-Pierre, Changer la uille, París: Odile Jacob, 1999.
URBAIN, Jean Didier, L'idiot du uoyage, París: Plan, 1991.
VILLEUROPE, MétroParis, informe de investigación, CNRS/
RATP, 1988.
Urbanité et européanité, informe de investigación, PIR-Villes,
CNRS, 1995.
VIRILio, Paul, L'espace critique, París: Christian Bourgois, 1984.
L'art du moteur, París: Galilée, 1993.
Ce qui arriue, París: Galilée, 2002 [El accidente original, Bue-
nos Aires: Amorrortu, 2010, págs. 11-90].
WEBBER, Melvin, «The post city Age», Nueva York: Deadalus,
1968.
WITTGENSTEIN, Ludwig, Recherches philosophiques, París: Galli-
mard, 2005 [Investigaciones filosóficas, Madrid: Crítica,
1988]. .

339
..
Indice de nociones

Los términos «espacio», «espacialidad», «operador», «actor» e


«individuo» y «sociedad», que forman el sustrato conceptual de
mi exposición y vuelven permanentemente, no figuran en este
índice. Sin embargo, cabe aclarar que cada uno de ellos está_
definido, respectivamente, en las págs. 51, 141, 143, 157 y 38-9.
Acerca de las nociones esenciales que son las de lugar, área,
territorio, red, ciudad y lo urbano, sólo se mencionan los pasajes
del libro en que se definen y se desarrollan.

Accesibilidad: 59, 63, 17 4, Campo urbano: 304, 327


257,267,306-7,330 Capital espacial: 59, 177, 179,
Actante: 41, 58, 121, 126, 187, 189
142-3, 146-9, 152, 154-6, Capital urbano: 308-9, 311
161, 164-6, 170, 173-4, Casi-personaje: 24, 107, 125,
177, 184-6, 194, 209, 223, 144-5, 150, 154, 162, 168-
280,307,330 9,211,216,227,236,267
Apropiación: 61, 108-9, 169, Central (geotipo): 287, 310-4, _
215,227 320
Área:25,40,48,56,61,67,81, Ciudad: 323-4
88-9, 91, 96-8, 104-7, 110- Código de procedimiento es-
1, 115, 117-8, 121, 123, pacial: -112, 115
126-7, 129-37, 143, 146, Código oftálmico: 194
149, 154, 158-9, 163, 170, Coespacialidad: 11, 62, 65,
172, 204-8, 211, 222-3, 125,286,323,332
226, 235, 245, 247, 272, Conexidad: 64, 83, 104, 126,
291, 294, 304, 306, 311, 129,255
316-8, 323-5, 332 Configuración (espacial): 23,
Área residencial: 129, 132 39, 81-2, 87-90, 92, 97,
Área urbana: 81-2, 124-5, 196- 126, 134-7, 190, 214, 246-
7, 199-201, 203, 214, 279, 7, 285-6, 312-3, 322-3, 332
319, 326 Configuración sensible diná-
mica: 176-7
Barrio: 81, 111-2, 114, 116-7, Conmutador: 11,61,287,322-
128, 174, 191, 295, 301-2, 324
326 Contigüidad: 56, 63, 83, 103,
109-10,117,122,127,272

341
Continúo/Continuidad espa- Distanciamiento: 45, 50, 52,
cial: 9, 60, 67, 83, 109-10, 55,97,248, 316
116,118,120,122,124,127, Dominio/dominialidad: 119
134,145,234,236,240,272- Dominio espacial: 152, 24 7
3, 279-80, 304, 317
Controversia: 162, 185, 196-7, Emblema espacial: 121, 163-
199-204, 208, 217-8, 220, 7, 169, 211-2, 219, 224,
242,245,249,284,292 290,301,307,321,324
Copresencia: 40, 57, 58-9, 65-6, Emplazamiento: 33, 46, 48,
98-9, 104, 206, 257-8, 264, 99, 120
275,288,305,307,313 Entorno: 24,. 64-5, 121, 294
Escala: 10, 15, 17, 25-6, 28,
Delimitación: 40, 49-50, 65-7, 30-1,38,40,55,60,62,68,
69,110,129,186,216,249, 74, 80-5, 87.:S,.90, 95, 97-9,
273,327,330 104, 109, q3, 118, 126,
Desplazamiento: 31, 55-62, 129, 131, 133, 135-6, 142-
64, 73, 98-9, 101-2, 120,
3, 155, 166-7' 177' 182,
134, 150-1, 153-5, 171,
190-1, 193, 200, 202-3,
184-5, 189, 215, 256, 259,
241, 253-4, 264, 270, 277,
268-9, 286, 303, 319-20,
282-4, 288, 292, 295, 305,
322
Dimensión espacial: 40, 51, 308, 313, 315, 317, 320,
60, 67-9, 74, 78, 84, 141, 326, 329 .
172,174,188,254,256 Escena política: 168, 210-1,
Discontinuo/Discontinuidad 215, 217, 220, 229, 232,
espacial: 22, 83, 104, 114, 237-8, 298
127,136,273,316,319 Esfera personal: 26, 30-1, 249
Disposición (espacial): 19, 24, Esferas espaciales: 36, 81
41, 81, 83-5, 87-8, 110, Espaciamiento: 25, 51-2, .5.4-5,
121, 125, 130, 133, 150, 98
157, 165-6, 176, 179, 186- Espacio genérico: 135
90, 193, 196, 203-5, 212, Espacio geográfico: 21, 25, 40,
219-21, 267-8, 281, 287, 46-7, 49, 65, 72, 107, 119,
307-8,313,327,331 129,141,180,204
Dispositivo espacial: 47, 131, Espacio social: 21, 113-4, 184,
190-4 198,299
Dispositivo paisajístico: 164- Espuma espacial: 36-7, 46, 81,
5, 195-6 121,130,136,300,302
Distancia: 20, 25-6, 34, 38-40, Extensión: 32, 34, 46-50, 60-3,
42, 45-57, 61, 64-5, 67, 69, 65, 70-1, 89, 91, 96, 105-6,
82-5, 87, 95-7, 101-2, 114, 110, 118, 120, 130, 132,
141-2, 172, 176, 178-9, 172, 267, 271, 276, 286,
187, 198-9, 201, 204, 222, 305,315,319,323,324
241, 246, 248-9, 255, 285-
6, 288, 301-2, 304-7, 316-7, Figura: 70, 73, 75-8, 122, 128,
327, 330, 332 131, 133-6, 144-7, ~.49,

342
·-

154, 156, 161, 165, 172, Local:81,92, 110,117,200


185, 197-8, 201-2, 204, Localización: 69, 89, 99, 133,
206,209-11,215,221,223, 136, 141, 156, 190, 267,
229, 239, 253, 256-7, 265, 269, 281, 286, 288, 306,
268-72, 274, 285, 298-9, 315,316,324
301,303-4,312,324,330-1 Lugar: 90-.109
Fisiqgrafía, fisiográfico: 83, Lugar-móvil: 32, 99-102
88,129,189,312-5,324
Frontera: 46, 67, 113-6, 127, Metaurbano (género): 286,311,
156, 279, 325 320-2
Métrica: 37, 40, 62, 98, 101-7,
Geoestrategia: 343 113, 115, 117, 119, 121,
Geograma: 133 131, 135, 142, 144, 149,
Geotipo: 253, 286, 307, 314-8, 151, 153, 161, 171, 209,
320-4 257,269,277,297,331
Mitología: 78, 95-6, 107, 112,
Habitar: 9, 331-2 116, 177, 216, 218, 244,
Hábitat: 11, 16, 21, 219, 247, 298, 307, 323
301, 329-32 Movilidad: 11, 34, 40, 55-63,
Hipercentro: 312-3 100-1, 122, 125, 128, 14.9-
Horizont: 116-7, 121 55, 255-6, 258, 279, 286, .
288, 300, 302, 304-6, 313,
Ideal y material: 22, 51, 59, 318-9, 323-4, 330-2
67-70, 84, 141, 161, 172, Mundo: 27-8, 30-1, 60, 74, 81-
210,224,245,331 2, 93, 95, 98, 149-50, 153-
Identidad espacial: 90-2, 94, 5, 166, 180, 229, 290, 294,
107,239 325,329,332
Ideología espacial: 63, 68, 78,
117, 126, 166, 201, 210, Naturaleza: 20-3, 54, 107,
213,222,240;273,296 130, 170, 287-90
Ideología territorial: 109-10, No-humano: 20-2, 41, 56, 142-
112,124,128,279 5,148,160,162,172-3,219
Imagen espacial: 69, 71, 75,
78,163,205 Operador espacial: 21, 41,
Interespacialidad: 30, 37-8, 120,148,171,191,286
125, 323 Organización espacial: 65,
129, 172, 185, 187, 204,
Leyenda: 92, 125, 195, 212, 307, 325
225, 228-9, 231-6, 239-43, Organización urbana: 60, 66,
277 92,141,226,239,268,278,
Límite: 25, 65-7, 91, 111, 121, 280, 284, 305, 308, 312,
128, 134, 137, 143-7, 152, 319-20, 322-4
157-8, 165, 170, 181, 183,
185-6, 199, 213, 215, 228, País: 117-9
245, 269, 282, 293-4, 297, Paisaje: 68-71, 73, 130-4, 143,
299,302,316,319-20 162, 167, 192-6, 201, 211-

343
3, 218, 225, 306-9, 317, Sustancia: 20, 40, 51, 53, 76,
320, 323 79, 84-5, 87, 89, 95, 99,
Paraurbano (género): 286, 102, 130, 141, 148,. 1!30,
310-1, 320-1 168, 195, 199, 205, 210,
Peligro, poner en: 31, 148-9, 228,233,236,244,316
151, 153-4, 191, 197, 199,
200-2, 215, 219, 224, 242, Tecnologías de la distancia: 45,
284 50, 55-7, 171,245, 305-6
Pericentral (geotipo): 314-6, Telecomunicación: 55-6, 62,
321-3 255,285,300,322
Periurbano (geotipo): 145, Territorio: 104
198-201, 218, 301, 310-1, Topografía, topográfico: 64-5,
315-8, 320-1 83, 103, 113-4, 116, 118-9,
Posición: 99 151, 165, 271, 299, 306,
Proximidad: 11, 26, 48, 51-2, 317-8
56, 63-5, 83, 96, 151-2, Topología, topológico: 56, 63-
154-5, 185, 219, 242, 255, 4, 83, 113-4, 116, 119-21,
293,295-7,305,331 126, 129, 146, 150-3, 165,
271, 273, 286, 295, 305-6,
Recorte: 36, 65, 69, 94, 98, 317-8, 323, 331
152, 164, 248 Topos:99
Red: 126-30
Régimen de visibilidad: 40, Urbanidad: 42, 56, 80, 85, 92,
205,278 195,254,267,269-70,274,
Relación visual con el espacio: 280, 284, 286, 298, 300,
100, 134 306-11, 313-5, 317, 321,
Relato: 15, 28-9, 89, 107, 145, 324, 327
158, 165-6, 168, 193, 197, Urbano: 285-327
207-10, 213, 218-42, 245-6,
274,279,307,324 Vecindad: 64-5, 81, 197, 200-
1,291,316,323,331
Secesionismo: 300 Velocidad: 59-63, 101, 152,
Segregación: 11, 18-9, 32, 113, 185,238,240,282
292, 296, 302-4 Visual: 70-8, 276, 280
Separación: 45, 50-5, 63-5, 82,
117,134,285,296,302-3 Zona:48,53,63,66,69,72,76,
Sitio: 102-3, 137, 314 114, 116, 118, 121, 147,
Suburbano (geotipo): 286, 311, 150-2, 164, 167, 194, 203,
314-7, 319, 321 240,266,279-80,289,304,
Superficie: 10, 34, 46, 48, 51, 310,316-8,320-1,324,327
58,60,70,72-3, 75,84,96- Zonificación: 65, 113, 134,
7, 99, 105-6, 108, 118-9, 258,301,303,326
121, 125, 129, 205, 257,
267,320,324,326,329

344
Biblioteca de sociología

Michele Abbate, Libertad y sociedad de masas


Hayward R. Alher, El uso de la matemática en el análisis político
Pierre Ansart, El nacimiento del anarquismo
Pierre Ansart, Las sociologías contemporáneas
David E. Apter, Estudio de la modernización
Peter Bachrach, Crítica de la teoría elitista de la democracia
Brian M. Barry, Los sociólogos, los economistas y la democracia
Reinhard Bendix, Estado nacional y ciudadania
Reinhard Bendix, Max Weber
Oliver Benson, El laboratorio de ciencia política
Peter L. Berger, comp., Marxismo y sociología. Perspectivas desde Euro-
pa oriental
Peter L. Berger y Thomas Luchmann, La construcción social de la realidad
Norman Birnbaum, La crisis de la sociedad industrial
Hubert M. Blaloch, Introducción a la investigación social
Luc Boltanshi, El Amor y la Justicia como competencias. Tres ensayos de
sociología de la acción
Tom Bottomore y Robert Nisbet, comps., Historia del análisis sociológico
Severyn T. Bruyn, La perspectiva humana en sociología
Walter Buchley, La sociología y la teoría moderna de los sistemas
Peter Burile, Historia y teoría social
Donald T. Campbell y Julian C. S tan ley, Diseños experimentales y cuasi-
experimentales en la investigación social
Morris R. Cohen y Ernest Nagel, Introducción a la lógica y al método cien-
tífico, 2 vols.
Lewis A. Coser, Nuevos aportes a la teoría del conflicto social
Michel Crozier, El fenómeno burocrático, 2 vols.
Michel Crozier, La sociedad bloqueada
NicolaM. De Feo, Introducción a Weber
Fram;ois Dubet, El trabajo de las sociedades
David Easton, Esquema para el análisis político
David Easton, comp., Enfoques sobre teoría política
S. N. Eisenstadt, Modernización. Movimientos de protesta y cambio social
Anthony Elliott, Teoría social y psicoanálisis en transición. Sujeto y so-
ciedad de Freud a Kristeva
Mihe Featherstone, Cultura de consumo y posmodernismo
Raymond Firth, Elementos de antropología social
Jonathan Friedman, Identidad cultural y proceso global
Robert W. Friedrichs, Sociología de la sociología
Joseph Gabel, Sociología de la alienación
Anthony Giddens, La constitución de la sociedad. Bases para la teoría de
la estructuración
Anthony Giddens, Las nuevas reglas del método sociológico. Crítica po-
sitiva de las sociologías comprensivas
Erving Goffman, Estigma. La identidad deteriorada
Erving Goffman, Internados. Ensayos sobre la situación social de los en-
fermos mentales
Erving Goffman, La presentación de la persona en la vida cotidiana
Alvin W. Gouldner, La crisis de la sociología occidental
Daniel Guérin y Ernest Mandel, La concentración económica en Estados
Unidos
Jürgen Habermas, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío
Edwin P. Hollander, Principios y métodos de psicología social
Irving L. Horowitz, comp., La nueva sociología. Ensayos en honor de C.
WrightMills, 2 vols.
Herbert Hyman, Diseño y análisis de las encuestas sociales
Ghita Ionescu y Ernest Gellner, cornps., Populismo. Sus significados y
características nacionales
Vytautas Kavolis, La expresión artística. Un estudio sociológico
Samuel Klausner, comp., El estudio de las sociedades
Leo Kofler, Contribución a la historia de la sociedad burguesa
William Kornhauser, Aspectos políticos de la sociedad de masas
Scott Lash, Crítica de la información
Scott Lash, Sociología del posmodernismo
Scott Lash y John Urry, Economías de signos y espacio. Sobre el capitalis-
mo de la posorganización
Raymond Ledrut, El espacio social de la ciudad
Daniel J. Levinson y Eugene B. Gallagher, Sociología del enfermo mental
Ronald Lippitt, Jeanne Watson y Bruce Westley, La dinámica del cambio
planificado
René Lourau, El análisis institucional
Michel Lussault, El hombre espacial. La construcción social del espacio
humano
John McKinney, Tipología constructiva y teoría social
James H. Meisel, El mito de la clase gobernante: Gaetano Mosca y la «éliten
· Umberto Melotti, Marx y el Tercer Mundo
Robert Michels, Los partidos políticos, 2 vols.
Robert Nisbet, La formación del pensamiento sociológico, 2 vols.
William Outhwaite, El futuro de la sociedad
Talcott Parsons, Robert F. Bales y Edward A. Shils, Apuntes sobre la teo-
ría de la acción
John Rex, Problemas fundamentales de la teoría sociológica
Alfred Schutz, El problema de la realidad social
Alfred Schutz, Estudios sobre teoría social
Alfred Schutz y Thomas Luckmann, Las estructuras del mundo de la vida
John Shotter, Realidades conversacionales. La construcción de la vida a
través del lenguaje
Carlos Strasser, La razón científica en política y sociología
Ian Taylor, Paul Walton y Jock Young, La nueva criminología. Contribu-
ción a una teoría social de la conducta desviada
Charles Tilly, Confianza y gobierno
Edward Tiryakian, Sociologismo y existencialis¡no
Leonardo Tomasetta, Participación y autogestión
Stanley H. Udy, El trabajo en las sociedades tradicional y moderna
Charles A. Valentine, La cultura de la pobreza. Crítica y contrapropuestas
Jean Viet, Los métodos estructuralistas en las ciencias sociales
Max Weber, Ensayos -sobre metodología sociológíca
David Willer, La sociología científica: teoría y método
Kurt H. Wolff, Contribución a una sociología del conocimiento
Sheldon S. Wolin, Política y perspectiva. Continuidad y cambio en el
pensamiento político occidental
Irving M. Zeitlin, Ideología y teoría sociológíca
Michel Zéraffa, Novela y sociedad
Biblioteca de comunicación, cultura
y medios

lain Chambers, Migración, cultura, identidad


Aníbal Ford, Navegaciones. Comunicación, cultura y crisis
Stuart Hall y Paul du Gay, comps., Cuestiones de identidad cultural
Stuart Hall y Miguel Mellino, La cultura y el poder. Conversaciones so-
bre los cultural studies
David Harvey, La condición de la posmodernidad. Investigación sobre
los orígenes del cambio cultural
James Lull, Medios, comunicación, cultura. Aproximación global
George E. Marcus y Michael M. J. Fischer, La antropología como crítica
cultural. Un momento experimental en las ciencias humanas
Denis McQuail, La acción de los medios. Los medios de comunicación y
el interés público
David Mor ley, Televisión, audiencias y estudios culturales
Dennis K. Mumby, Narrativa y control social. Perspectivas críticas
Tim O'Sullivan, John Hartley, Danny Saunders, Martín Montgomery y
John Fiske, Conceptos clave en comunicación y estudios culturales
Ro berta Sassatelli, Consumo, cultura y sociedad
Lucien Sfez, Crítica de la comunicación
Lucien Sfez, La comunicación
Roger Silverstone, La moral de los medios de comunicación. Sobre el na-
cimiento de la polis de los medios
Roger Silverstone, ¿Por qué estudiar los medios?
Roger Silverstone, Televisión y vida cotidiana
Nick Stevenson, Culturas mediáticas. Teoría social y comunicación ma-
siva
Elíseo Verán, Conducta, estructura y comunicación. Escritos teóricos
(1959-1973)

También podría gustarte