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MORAL MODERNA
/. B. Schneewind
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218 Breve historia de la ética filosófica occidental
1. Hacia la autonomía
Montaigne (1533-92) intentó demostrar que las ideas de la vida buena propuestas en
la antigüedad clásica no sirven de guía porque la mayoría de las personas no pueden
vivir de acuerdo con ellas. Aun siendo de fe católica, admitió que la mayoría de las
personas no podían vivir de acuerdo con las normas cristianas. Y no ofreció nada a
cambio de estos ideales. Afirmó que no existen normas claras para el gobierno de la vida
social y política por encima de las leyes de nuestro propio país, unas leyes que —afir-
maba— siempre deben obedecerse. Su propuesta positiva fue que cada uno de nosotros
podía encontrar personalmente una forma de vida ajustada a su propia naturaleza.
La crítica radical de Montaigne a las ideas aceptadas sobre la moralidad basada en la
autoridad revelan la condición de una población europea cada vez más diversa, confiada
en sí misma y lectora, pero la vida pública de la época exigía un tipo de principios que él
no ofreció. Las interminables y feroces guerras ponían en evidencia la necesidad
profunda de formas pacíficas para resolver las disputas políticas. El cristianismo no podía
ya servir de ayuda, porque el protestantismo había dividido Europa tan profundamente
que no podía existir acuerdo sobre las exigencias de la religión histórica. Aunque cada
cual consideraba de algún modo esencial la creencia religiosa para la moralidad,
obviamente era necesario ir más allá de los principios sectarios. Las universidades
seguían enseñando versiones diluidas de la ética aristotélica, pero éstas apenas eran
relevantes para las apremiantes necesidades de la época. Los innovadores se inspiraron
en otras fuentes.
La tradición más duradera de pensamiento sobre las normas que rigen
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la conducta humana era la tradición tomista del derecho natural, según la cual
la razón humana dispone de principios para la vida pública, independientes de
la revelación y sin una orientación específicamente cristiana. Esta doctrina,
aceptada por muchos protestantes y también por los católicos, enseñaba que
las leyes de Dios nos exigen actuar de determinadas maneras que, lo sepamos
o no, van en beneficio de todos. Estas leyes podían ser conocidas al menos por
los sabios, que podrían instruir al resto; y esta doctrina también mostraba las
recompensas y castigos que Dios vincula a la obediencia y la desobediencia. El
pensamiento moral del siglo XVII partió de la teoría clásica del derecho natural,
pero la modificó de forma drástica.
El derecho natural clásico concebía al ser humano como un ser creado para
desempeñar un papel en una comunidad ordenada por Dios y que manifestaba
su gloria; la moralidad enseñaba cuál era el papel del hombre. El derecho
natural moderno partió de la afirmación de que los individuos tienen derecho a
determinar sus propios fines y que la moralidad abarca las condiciones en las
que mejor pueden perseguirse éstos. Hugo Grocio (1583-1645), a quien se
reconoce como creador de la nueva concepción, fue el primer teórico en afirmar
que los derechos son un atributo natural del individuo independientemente de la
contribución que éste haga a la comunidad. En su obra El derecho de guerra y
paz (1625) insistía en que somos seres sociables por naturaleza; pero que
cuando formamos sociedades políticas —decía— lo hacemos con la condición
de que se respeten nuestros derechos individuales. Aunque podemos renunciar
a nuestros derechos en favor de la seguridad política, partimos de un derecho
natural a determinar nuestra propia vida en el espacio que crean nuestros
derechos.
La obra maestra de Thomas Hobbes, Leviathan (1651), negaba la socia-
bilidad natural y subrayaba como nuestra universal motivación el autointe-rés.
Para Hobbes no existe un bien último: lo que buscamos sin descanso es «poder
y más poder» para protegernos de la muerte. Dado que nuestras capacidades
naturales son básicamente iguales, esto produciría una guerra de todos contra
todos si no nos pusiésemos de acuerdo en ser gobernados por un soberano
capaz de imponer la paz mientras cada cual persigue sus fines privados. Las
leyes de la naturaleza o la moralidad no son en última instancia más que
indicadores de los pasos más esenciales que hemos de dar para que pueda
existir una sociedad ordenada. Nuestros ilimitados deseos plantean así un
problema que sólo puede resolverse estableciendo a un gobernante que esté
por encima de cualquier control legal; pero lo que nos anima a resolver ese
problema son nuestros propios deseos.
La teoría de que la sociedad política surge de un contrato social hace que
sea el hombre y no Dios el creador de los poderes seculares que le gobiernan.
Muchos iusnaturalistas del siglo XVII aceptaron esta concepción. Mientras que
Hobbes encontró una oposición casi universal a su tesis de
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que la moralidad sirve al egoísmo humano, no obstante los iusnaturalistas aceptaron que
los seres humanos son rebeldes, y precisan un fuerte control por parte del gobierno.
John Locke (1632-1704) se oponía tanto a Grocio como a Hobbes al afirmar que
algunos de nuestros derechos son inalienables, y que por lo tanto la acción de gobierno
tiene límites morales. Pero incluso Locke pensaba, con sus contemporáneos, que sin
instrucción la mayoría de las personas no pueden conocer lo que exige la moralidad, por
lo que son necesarias las amenazas de castigo para hacer que la mayoría se comporte
de forma decente. Aun cuando las leyes de la naturaleza están creadas para guiarnos
hacia el bienestar individual y común, y aunque somos competentes para establecer
nuestro propio orden político, la mayoría de los pensadores del siglo XVII entienden que
es preciso seguir considerándonos sujetos necesitados de una moralidad impuesta.
A finales del siglo XVII empezó a difundirse la crítica de esta concepción; y durante el
siglo XVIII diversos pensadores postularon concepciones en las cuales la moralidad no
se entendía ya, en una u otra medida, como algo impuesto a nuestra naturaleza, sino
como expresión de ésta.
Uno de los pasos decisivos fue el de Pierre Bayle cuando en 1681 avanzó la tesis de
que un grupo de ateos podía formar una sociedad perfectamente decente. Pero quien
realizó un esfuerzo más sistemático por esbozar una nueva imagen de la naturaleza
humana y la moralidad fue el tercer Conde de Shaftesbury. En su obra Inquiry Conceming
Virtue (1711) afirmaba que tenemos una facultad moral que nos permite juzgar nuestros
propios motivos. Somos virtuosos cuando actuamos sólo sobre la base de aquello que
aprobamos; y sólo aprobamos nuestros motivos benévolos o sociables. Shaftesbury
pensó que nuestro sentido moral debía ser incluso nuestra guía para determinar si los
mandamientos supuestamente de Dios procedían de Dios o de algún demonio. La
moralidad se convirtió así en algo derivado de los sentimientos humanos.
Durante el siglo XVIII fue considerable el debate sobre las funciones respectivas de
la benevolencia y el autointerés en la psicología humana, y sobre si uno de ellos podía
ser la única explicación de nuestra conducta moral. De forma similar hubo una larga
discusión sobre si nuestras condiciones morales derivan del sentimiento, como había
sugerido Shaftesbury, o de la razón, como habían creído los iusnaturalistas. Ambos
debates implican la cuestión de la dosis de autonomía del ser humano.
Todas las partes del debate coincidían en que la virtud nos exige contribuir al bien de
los demás. Algunos afirmaban que esto se revela en nuestros sentimientos morales de
aprobación y desaprobación, y otros decían que se aprende por intuición o por
aprehensión moral directa. En ambos casos se suponía que cada cual puede ser
consciente de las exigencias de la morali-
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favorable del bien, ya sea para el agente o para los demás —como, por
ejemplo, cuando un padre virtuoso y pobre devuelve a un millonario miserable
el dinero que éste ha perdido. Si siempre se determina lo correcto por lo bueno,
¿cómo podemos explicar la virtud de la justicia? Hume decía que lo que
beneficia a la sociedad es tener una práctica aceptada de seguir reglas de
justicia conocidas, aun si la práctica provoca dificultades en algunos casos.
También pensaba que en todos nosotros surge de forma natural un deseo
desinteresado por observar estas normas, a partir de la consideración empática
de los sentimientos de los demás. Según la concepción de Hume podemos ver
cómo incluso la virtud de obedecer las leyes puede derivarse por completo de
nuestros propios sentimientos y deseos.
Kant defendió una versión más radical de la tesis de que la moralidad se
desprende de la naturaleza humana. Su idea central acerca de la moralidad es
que ésta nos impone obligaciones absolutas, y nos muestra lo que tenemos
que hacer en cualesquiera circunstancias. Pero según él, este tipo especial de
necesidad moral sólo podría darse respecto a una ley que nos imponemos a
nosotros mismos. La clave de la concepción de Kant es la libertad. Tan pronto
sabemos que debemos hacer algo, sabemos que podemos hacerlo; y esto sólo
puede ser verdad si somos libres. La libertad de acción excluye la
determinación por algo externo a nosotros mismos, y no es una conducta
meramente indeterminada o aleatoria. Para Kant, la única forma en que
podemos ser libres es que nuestras acciones estén determinadas por algo que
se desprende de nuestra propia naturaleza. Esto significa que en la acción libre
no podemos perseguir bienes naturales, ni adecuarnos a leyes eternas o leyes
impuestas por Dios, porque en todos esos casos estaríamos determinados por
algo externo a nosotros mismos. Nuestras obligaciones morales deben
desprenderse de una ley que legislamos nosotros mismos.
Según Kant, la ley moral no es una exigencia de hacer el bien a los demás.
Más bien, nos dice que hemos de obrar sólo de la manera que pudiésemos
acordar racionalmente debería obrar cualquiera. La ley establece así una
exigencia formal, y tiene en nuestro pensamiento la función de prueba para
nuestros planes. Cada uno de nosotros, afirma Kant, puede pensar
metódicamente si una acción prevista es o no permisible preguntándose lo
siguiente: ¿puedo yo querer sin contradicción que este plan sea una ley según
la cual obre cualquier persona? Sólo me estará permitido obrar de acuerdo con
ella si la respuesta es afirmativa. La posición kantiana constituye así una
alternativa mucho más estricta que la de Hume a la concepción de que son las
consecuencias buenas las que determinan siempre lo correcto. Para Kant
siempre hemos de determinar lo que es correcto antes de poder conocer lo que
es bueno.
Kant también afirma que en la moralidad participa un motivo especial.
Nuestra conciencia de la actividad legisladora para nosotros mismos genera
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un respeto especial hacia la ley que hemos impuesto. Como siempre podernos
ser obedientes por respeto, no tenemos que depender de fuentes externas de
motivación más que a título orientativo. Somos totalmente autónomos (para
una exposición más detallada véase el artículo 14, «La ética kantiana»).
Kant defendió una forma extrema de la concepción de que la moralidad es
una expresión de la naturaleza humana. De forma independiente también
defendieron al menos una parte central de esta concepción revolucionaria tanto
Thomas Reid (1710-96), fundador de la importante escuela escocesa del
«sentido común» del siglo XIX, como Jeremy Bentham (1748-1832), el creador
del utilitarismo moderno. Se trata de la convicción de que las personas
comunes pueden obtener una orientación suficiente para obrar aplicando
conscientemente principios morales abstractos. Los pensadores anteriores
habían apelado a estos principios para explicar las decisiones morales, pero no
pensaron que cada cual tuviese una forma metódica de utilizarlos
conscientemente. Tras la obra de Kant, Reid y Bentham, llegó a aceptarse de
manera generalizada la idea de que un principio básico de la moralidad tenía
que ser un principio que pudiese utilizar realmente cualquier persona del mismo
modo.
Thomas Reid, el más conservador de los tres, suponía que la moralidad del
sentido común contiene principios cuya verdad cualquiera puede ver
intuitivamente y aplicar con facilidad. Simplemente sabemos que estamos
obligados a ayudar a los demás, a actuar equitativamente, a decir la verdad, etc.
No es posible, ni necesaria, una sistematización ulterior de estos principios. De
este modo se afirman el sentido común y con él la competencia moral del
individuo contra las dudas y las simplificaciones teóricas. Desde esta posición,
Reid argumentó en contra del hedonismo secularizado que percibía en Hume.
Pretendía defender el cristianismo, ahora incorporado al sentido común, contra
sus detractores. En cambio, Bentham pensaba que las llamadas a la intuición
no hacían más que esconder el peligroso autoin-terés de quienes las hacían.
Bentham suponía por el contrario que su principio utilitarista —que hemos de
actuar para producir la mayor felicidad del mayor número— era racional, y
presentó un método racional para la toma de decisiones morales. Según él,
ningún otro principio podía hacerlo. Si la procura de la felicidad general y de la
propia felicidad no siempre exigen la misma acción, lo que debíamos hacer —
decía— era cambiar la sociedad para que así fuese: en caso contrario la gente
no estará fiablemente motivada a actuar como exige la moralidad. No es
accidental que Bentham y su filosofía fuesen el centro de un grupo activo de
reformadores políticos.
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3. Nuevas orientaciones
nuestra sociedad para que sean justas. Rawls intenta así unir el reconocimiento
hegeliano de la prioridad de la comunidad a una reinterpretación de la insistencia
kantiana en la autonomía.
Los trabajos recientes en filosofía moral se caracterizan por su aplicación a otras tres
cuestiones. 1) Se está realizando un gran número de trabajos sobre temas sociales y
políticos de actualidad. Como revelan los ensayos de la Quinta Parte de esta obra, las
cuestiones relativas al aborto, la ética ambiental, la guerra justa, el tratamiento médico,
las prácticas de los negocios, los derechos de los animales y la posición de las mujeres y
los niños ocupan una considerable parte de la literatura y la actividad académica
identificada con la filosofía moral o la ética. 2) Se h?. registrado una vuelta a la
concepción aristotélica de la moralidad como algo esencialmente vinculado a la virtud, en
vez de a principios abstractos. Alasdair Maclntyre y Bernard Williams, entre otros,
intentan desarrollar una concepción comunitaria de la personalidad moral y de la
dinámica de la moralidad (véase el artículo 21, «La teoría de la virtud»). 3) Por último, se
ha registrado un rápido auge del interés por los problemas que plantea la necesidad de
coordinar la conducta de muchas personas para emprender acciones eficaces. Si
demasiadas personas utilizan un lago como lugar de descanso rural, ninguna de ellas
conseguirá la soledad que desea; pero la decisión de abstenerse de una persona puede
no producir ningún bien: ¿cómo decidir qué hacer? Muchas cuestiones, como la
conservación de los recursos y el entorno, el control de población y la prevención de la
guerra nuclear parecen tener una estructura similar, y los filósofos morales, así como
muchos economistas, matemáticos y otros especialistas están dedicando su atención a
ellas.
Cuestiones como éstas, que afectan a grupos o comunidades de individuos
autónomos, pueden estar empezando a tener más importancia para la filosofía moral
moderna que el problema históricamente nuclear de explicar y validar al individuo
moralmer te autónomo como tal.
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