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12 LA FILOSOFÍA

MORAL MODERNA

/. B. Schneewind

El pensamiento filosófico occidental de la antigüedad acerca de la forma de


vivir se centró en la cuestión del supremo bien: ¿qué vida es más plena y
duraderamente satisfactoria? Si bien se pensaba que la virtud había de regir las
relaciones de uno con los demás, el objetivo primordial era alcanzar el bien
para uno mismo. El cristianismo enseñó que sólo mediante la salvación podía
alcanzarse el supremo bien, y complicó la búsqueda de éste insistiendo en la
obediencia a los mandamientos de Dios. El cometido característico de la ética
filosófica moderna se formó a medida que las ideas del supremo bien y de la
voluntad del Dios cristiano llegaron a parecer cada vez menos capaces de
ofrecer una orientación práctica. Dado que en la actualidad son muchas las
personas que no creen, como los antiguos, que existe sólo una mejor forma de
vida mejor para todos, y dado que muchos piensan que no podemos resolver
nuestros problemas prácticos sobre una base religiosa, las cuestiones de la
ética occidental moderna son inevitablemente aún nuestras propias cuestiones.
Si no hay un supremo bien determinado por la naturaleza o por Dios,
¿cómo podemos conocer si nuestros deseos son descarriados o fundados? Si
no hay leyes decretadas por Dios, ¿qué puede decirnos cuándo hemos de
negarnos a hacer lo que nos piden nuestros deseos y cómo hemos de proceder?
La filosofía moral moderna partió de la consideración de estos problemas.
No hay una forma estándar de organizar su historia, pero puede ser útil
considerar tres etapas en ella.
1) La primera etapa es la de separación gradual del supuesto tradicional de
que la moralidad debe proceder de alguna fuente de autoridad fuera de la
naturaleza humana, hacia la creencia de que la moralidad puede surgir

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218 Breve historia de la ética filosófica occidental

de recursos internos a la propia naturaleza humana. Fue el tránsito desde la concepción


de que la moralidad debe imponerse al ser humano a la creencia de que la moralidad
puede comprenderse como autogobierno o autonomía del ser humano. Esta etapa
comienza con los Ensayos de Michel de Montaigne (1595) y culmina en la obra de Kant
(1785), Reid (1788) y Bentham (1789).
2) Durante la segunda etapa, la filosofía moral se dedicó sustancial-
mente a crear y defender la concepción de la autonomía individual, ha
ciendo frente a nuevas objeciones e ideando alternativas. Este período va
desde la asimilación de la obra de Reid, Bentham y Kant hasta el último
tercio de este siglo.
3) Desde entonces, los filósofos morales han desplazado la atención
del problema del individuo autónomo hacia nuevas cuestiones relacionadas
con la moralidad pública.

1. Hacia la autonomía

Montaigne (1533-92) intentó demostrar que las ideas de la vida buena propuestas en
la antigüedad clásica no sirven de guía porque la mayoría de las personas no pueden
vivir de acuerdo con ellas. Aun siendo de fe católica, admitió que la mayoría de las
personas no podían vivir de acuerdo con las normas cristianas. Y no ofreció nada a
cambio de estos ideales. Afirmó que no existen normas claras para el gobierno de la vida
social y política por encima de las leyes de nuestro propio país, unas leyes que —afir-
maba— siempre deben obedecerse. Su propuesta positiva fue que cada uno de nosotros
podía encontrar personalmente una forma de vida ajustada a su propia naturaleza.
La crítica radical de Montaigne a las ideas aceptadas sobre la moralidad basada en la
autoridad revelan la condición de una población europea cada vez más diversa, confiada
en sí misma y lectora, pero la vida pública de la época exigía un tipo de principios que él
no ofreció. Las interminables y feroces guerras ponían en evidencia la necesidad
profunda de formas pacíficas para resolver las disputas políticas. El cristianismo no podía
ya servir de ayuda, porque el protestantismo había dividido Europa tan profundamente
que no podía existir acuerdo sobre las exigencias de la religión histórica. Aunque cada
cual consideraba de algún modo esencial la creencia religiosa para la moralidad,
obviamente era necesario ir más allá de los principios sectarios. Las universidades
seguían enseñando versiones diluidas de la ética aristotélica, pero éstas apenas eran
relevantes para las apremiantes necesidades de la época. Los innovadores se inspiraron
en otras fuentes.
La tradición más duradera de pensamiento sobre las normas que rigen
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la conducta humana era la tradición tomista del derecho natural, según la cual
la razón humana dispone de principios para la vida pública, independientes de
la revelación y sin una orientación específicamente cristiana. Esta doctrina,
aceptada por muchos protestantes y también por los católicos, enseñaba que
las leyes de Dios nos exigen actuar de determinadas maneras que, lo sepamos
o no, van en beneficio de todos. Estas leyes podían ser conocidas al menos por
los sabios, que podrían instruir al resto; y esta doctrina también mostraba las
recompensas y castigos que Dios vincula a la obediencia y la desobediencia. El
pensamiento moral del siglo XVII partió de la teoría clásica del derecho natural,
pero la modificó de forma drástica.
El derecho natural clásico concebía al ser humano como un ser creado para
desempeñar un papel en una comunidad ordenada por Dios y que manifestaba
su gloria; la moralidad enseñaba cuál era el papel del hombre. El derecho
natural moderno partió de la afirmación de que los individuos tienen derecho a
determinar sus propios fines y que la moralidad abarca las condiciones en las
que mejor pueden perseguirse éstos. Hugo Grocio (1583-1645), a quien se
reconoce como creador de la nueva concepción, fue el primer teórico en afirmar
que los derechos son un atributo natural del individuo independientemente de la
contribución que éste haga a la comunidad. En su obra El derecho de guerra y
paz (1625) insistía en que somos seres sociables por naturaleza; pero que
cuando formamos sociedades políticas —decía— lo hacemos con la condición
de que se respeten nuestros derechos individuales. Aunque podemos renunciar
a nuestros derechos en favor de la seguridad política, partimos de un derecho
natural a determinar nuestra propia vida en el espacio que crean nuestros
derechos.
La obra maestra de Thomas Hobbes, Leviathan (1651), negaba la socia-
bilidad natural y subrayaba como nuestra universal motivación el autointe-rés.
Para Hobbes no existe un bien último: lo que buscamos sin descanso es «poder
y más poder» para protegernos de la muerte. Dado que nuestras capacidades
naturales son básicamente iguales, esto produciría una guerra de todos contra
todos si no nos pusiésemos de acuerdo en ser gobernados por un soberano
capaz de imponer la paz mientras cada cual persigue sus fines privados. Las
leyes de la naturaleza o la moralidad no son en última instancia más que
indicadores de los pasos más esenciales que hemos de dar para que pueda
existir una sociedad ordenada. Nuestros ilimitados deseos plantean así un
problema que sólo puede resolverse estableciendo a un gobernante que esté
por encima de cualquier control legal; pero lo que nos anima a resolver ese
problema son nuestros propios deseos.
La teoría de que la sociedad política surge de un contrato social hace que
sea el hombre y no Dios el creador de los poderes seculares que le gobiernan.
Muchos iusnaturalistas del siglo XVII aceptaron esta concepción. Mientras que
Hobbes encontró una oposición casi universal a su tesis de
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que la moralidad sirve al egoísmo humano, no obstante los iusnaturalistas aceptaron que
los seres humanos son rebeldes, y precisan un fuerte control por parte del gobierno.
John Locke (1632-1704) se oponía tanto a Grocio como a Hobbes al afirmar que
algunos de nuestros derechos son inalienables, y que por lo tanto la acción de gobierno
tiene límites morales. Pero incluso Locke pensaba, con sus contemporáneos, que sin
instrucción la mayoría de las personas no pueden conocer lo que exige la moralidad, por
lo que son necesarias las amenazas de castigo para hacer que la mayoría se comporte
de forma decente. Aun cuando las leyes de la naturaleza están creadas para guiarnos
hacia el bienestar individual y común, y aunque somos competentes para establecer
nuestro propio orden político, la mayoría de los pensadores del siglo XVII entienden que
es preciso seguir considerándonos sujetos necesitados de una moralidad impuesta.
A finales del siglo XVII empezó a difundirse la crítica de esta concepción; y durante el
siglo XVIII diversos pensadores postularon concepciones en las cuales la moralidad no
se entendía ya, en una u otra medida, como algo impuesto a nuestra naturaleza, sino
como expresión de ésta.
Uno de los pasos decisivos fue el de Pierre Bayle cuando en 1681 avanzó la tesis de
que un grupo de ateos podía formar una sociedad perfectamente decente. Pero quien
realizó un esfuerzo más sistemático por esbozar una nueva imagen de la naturaleza
humana y la moralidad fue el tercer Conde de Shaftesbury. En su obra Inquiry Conceming
Virtue (1711) afirmaba que tenemos una facultad moral que nos permite juzgar nuestros
propios motivos. Somos virtuosos cuando actuamos sólo sobre la base de aquello que
aprobamos; y sólo aprobamos nuestros motivos benévolos o sociables. Shaftesbury
pensó que nuestro sentido moral debía ser incluso nuestra guía para determinar si los
mandamientos supuestamente de Dios procedían de Dios o de algún demonio. La
moralidad se convirtió así en algo derivado de los sentimientos humanos.
Durante el siglo XVIII fue considerable el debate sobre las funciones respectivas de
la benevolencia y el autointerés en la psicología humana, y sobre si uno de ellos podía
ser la única explicación de nuestra conducta moral. De forma similar hubo una larga
discusión sobre si nuestras condiciones morales derivan del sentimiento, como había
sugerido Shaftesbury, o de la razón, como habían creído los iusnaturalistas. Ambos
debates implican la cuestión de la dosis de autonomía del ser humano.
Todas las partes del debate coincidían en que la virtud nos exige contribuir al bien de
los demás. Algunos afirmaban que esto se revela en nuestros sentimientos morales de
aprobación y desaprobación, y otros decían que se aprende por intuición o por
aprehensión moral directa. En ambos casos se suponía que cada cual puede ser
consciente de las exigencias de la morali-
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dad, pues no se precisa la excelencia y la educación para tener sentimientos o


para intuir lo autoevidente. Algunos criticaron la psicología de Hobbes,
afirmando que naturalmente deseamos el bien de los demás. Así, no son ne-
cesarias las sanciones externas para motivarnos; y, así como podemos ver
fácilmente lo que causa el bien para los demás, también podemos orientar
nuestros actos sin instrucción. Quienes compartían con Hobbes que el au-
tointerés es todo lo que mueve en todo momento a cada cual, intentaron
demostrar que la naturaleza está constituida de tal suerte que si actuamos en
pos de nuestro interés, con ello estaremos de hecho ayudando a los demás.
Algunos afirmaban que no hay nada más gozoso que la virtud; otros decían que
la virtud vale la pena porque sin ella no podemos obtener la ayuda en la
prosecución de nuestros proyectos. En ambos casos, lo que se pretendía era
demostrar que el autointerés —al que tradicionalmente se consideraba la fuente
de toda mala acción— nos conduciría de forma natural a la conducta virtuosa.
De este modo, se consideraba que incluso una naturaleza humana egoísta
podía expresarse mediante la moralidad (véase el artículo 16, «El egoísmo»).
En todos estos debates nadie parecía capaz o dispuesto a decir más sobre
el bien que el bien es aquello que reporta felicidad o placer. Con todo, se
suponía que lo que debemos hacer siempre está en función de lo que es bueno
procurar: una acción sólo puede ser correcta porque produce el bien. Los dos
filósofos morales más originales del siglo XVIII, David Hume (1711-76) e
Immanuel Kant (1724-1804) criticaron esta tan arraigada idea, Hume de
manera indirecta y parcial, y Kant de manera frontal.
Hume rechazó los modelos de moralidad iusnaturalistas e intentó mostrar
que una teoría centrada en la virtud era la que mejor explicaba nuestras
convicciones morales. La moralidad, decía, debe arraigarse en nuestros sen-
timientos, pues la moralidad nos mueve a actuar, y la razón sola nunca puede
hacerlo (Michael Smith expone esta posición en el artículo 35, «El realismo»).
Los sentimientos morales son la aprobación y desaprobación y están
orientados a los deseos y aversiones básicas que nos llevan a actuar.
Aprobamos, decía Hume, aquéllos que nos mueven a hacer lo generalmente
beneficioso, y desaprobamos los que causan daño. Aunque a menudo nos
mueve el autointerés, también deseamos el bien de los demás, y la acción
regular resultante de este deseo constituye la virtud. Esto es así al menos con
las virtudes como el afecto de los padres y la asistencia a los necesitados, que
expresan nuestra preocupación natural por el bienestar de los demás. De lo
que se trataba era de saber si todas las virtudes podían explicarse de este
modo.
La cuestión más problemática, pensaba Hume, era la justicia. Uno de sus
antecesores inmediatos, el obispo Butler (1692-1752) había señalado que al
seguir las normas de la justicia no siempre procuramos un equilibrio
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favorable del bien, ya sea para el agente o para los demás —como, por
ejemplo, cuando un padre virtuoso y pobre devuelve a un millonario miserable
el dinero que éste ha perdido. Si siempre se determina lo correcto por lo bueno,
¿cómo podemos explicar la virtud de la justicia? Hume decía que lo que
beneficia a la sociedad es tener una práctica aceptada de seguir reglas de
justicia conocidas, aun si la práctica provoca dificultades en algunos casos.
También pensaba que en todos nosotros surge de forma natural un deseo
desinteresado por observar estas normas, a partir de la consideración empática
de los sentimientos de los demás. Según la concepción de Hume podemos ver
cómo incluso la virtud de obedecer las leyes puede derivarse por completo de
nuestros propios sentimientos y deseos.
Kant defendió una versión más radical de la tesis de que la moralidad se
desprende de la naturaleza humana. Su idea central acerca de la moralidad es
que ésta nos impone obligaciones absolutas, y nos muestra lo que tenemos
que hacer en cualesquiera circunstancias. Pero según él, este tipo especial de
necesidad moral sólo podría darse respecto a una ley que nos imponemos a
nosotros mismos. La clave de la concepción de Kant es la libertad. Tan pronto
sabemos que debemos hacer algo, sabemos que podemos hacerlo; y esto sólo
puede ser verdad si somos libres. La libertad de acción excluye la
determinación por algo externo a nosotros mismos, y no es una conducta
meramente indeterminada o aleatoria. Para Kant, la única forma en que
podemos ser libres es que nuestras acciones estén determinadas por algo que
se desprende de nuestra propia naturaleza. Esto significa que en la acción libre
no podemos perseguir bienes naturales, ni adecuarnos a leyes eternas o leyes
impuestas por Dios, porque en todos esos casos estaríamos determinados por
algo externo a nosotros mismos. Nuestras obligaciones morales deben
desprenderse de una ley que legislamos nosotros mismos.
Según Kant, la ley moral no es una exigencia de hacer el bien a los demás.
Más bien, nos dice que hemos de obrar sólo de la manera que pudiésemos
acordar racionalmente debería obrar cualquiera. La ley establece así una
exigencia formal, y tiene en nuestro pensamiento la función de prueba para
nuestros planes. Cada uno de nosotros, afirma Kant, puede pensar
metódicamente si una acción prevista es o no permisible preguntándose lo
siguiente: ¿puedo yo querer sin contradicción que este plan sea una ley según
la cual obre cualquier persona? Sólo me estará permitido obrar de acuerdo con
ella si la respuesta es afirmativa. La posición kantiana constituye así una
alternativa mucho más estricta que la de Hume a la concepción de que son las
consecuencias buenas las que determinan siempre lo correcto. Para Kant
siempre hemos de determinar lo que es correcto antes de poder conocer lo que
es bueno.
Kant también afirma que en la moralidad participa un motivo especial.
Nuestra conciencia de la actividad legisladora para nosotros mismos genera
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un respeto especial hacia la ley que hemos impuesto. Como siempre podernos
ser obedientes por respeto, no tenemos que depender de fuentes externas de
motivación más que a título orientativo. Somos totalmente autónomos (para
una exposición más detallada véase el artículo 14, «La ética kantiana»).
Kant defendió una forma extrema de la concepción de que la moralidad es
una expresión de la naturaleza humana. De forma independiente también
defendieron al menos una parte central de esta concepción revolucionaria tanto
Thomas Reid (1710-96), fundador de la importante escuela escocesa del
«sentido común» del siglo XIX, como Jeremy Bentham (1748-1832), el creador
del utilitarismo moderno. Se trata de la convicción de que las personas
comunes pueden obtener una orientación suficiente para obrar aplicando
conscientemente principios morales abstractos. Los pensadores anteriores
habían apelado a estos principios para explicar las decisiones morales, pero no
pensaron que cada cual tuviese una forma metódica de utilizarlos
conscientemente. Tras la obra de Kant, Reid y Bentham, llegó a aceptarse de
manera generalizada la idea de que un principio básico de la moralidad tenía
que ser un principio que pudiese utilizar realmente cualquier persona del mismo
modo.
Thomas Reid, el más conservador de los tres, suponía que la moralidad del
sentido común contiene principios cuya verdad cualquiera puede ver
intuitivamente y aplicar con facilidad. Simplemente sabemos que estamos
obligados a ayudar a los demás, a actuar equitativamente, a decir la verdad, etc.
No es posible, ni necesaria, una sistematización ulterior de estos principios. De
este modo se afirman el sentido común y con él la competencia moral del
individuo contra las dudas y las simplificaciones teóricas. Desde esta posición,
Reid argumentó en contra del hedonismo secularizado que percibía en Hume.
Pretendía defender el cristianismo, ahora incorporado al sentido común, contra
sus detractores. En cambio, Bentham pensaba que las llamadas a la intuición
no hacían más que esconder el peligroso autoin-terés de quienes las hacían.
Bentham suponía por el contrario que su principio utilitarista —que hemos de
actuar para producir la mayor felicidad del mayor número— era racional, y
presentó un método racional para la toma de decisiones morales. Según él,
ningún otro principio podía hacerlo. Si la procura de la felicidad general y de la
propia felicidad no siempre exigen la misma acción, lo que debíamos hacer —
decía— era cambiar la sociedad para que así fuese: en caso contrario la gente
no estará fiablemente motivada a actuar como exige la moralidad. No es
accidental que Bentham y su filosofía fuesen el centro de un grupo activo de
reformadores políticos.
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2. La autonomía y la teoría: los pros y los contras

En su segundo período, después de Kant, Reid y Bentham, la empresa de


la filosofía moral se diferenció más que antes por nacionalidades, y se convirtió
cada vez más en materia técnica de estudio académico antes que en tema de
interés para el conjunto de la sociedad culta. Aun a riesgo de ignorar gran parte
de su desarrollo más erudito voy a examinar sólo tres aspectos de la labor
realizada durante el período: 1) la continuación de los esfuerzos por afirmar y
explicar la autonomía moral; 2) los esfuerzos por afirmar el primado de la
comunidad sobre el individuo; 3) el auge del nihilismo y del relativismo, y la
mayor significación de las cuestiones sobre la epistemología de la moral.
1) La teoría utilitaria de Bentham condujo al planteamiento de algunos
interrogantes nuevos. El principio parecía arrojar unas conclusiones morales
muy en discrepancia con las convicciones del sentido común; y a pesar de que
Bentham afirmó que podía utilizarse para tomar decisiones, parecía exigir
cálculos que no podían realizar las personas normales. John Stuart Mili (1806-
73) formuló la réplica a estas críticas en su obra El utilitarismo (1863). Mili decía
que la moralidad del sentido común, que todos aprendemos en la infancia,
representa la sabiduría acumulada de la humanidad acerca de las
consecuencias deseables e indeseables de las acciones.
De ahí que podamos y debamos vivir según ella, excepto en los casos
usuales o nuevos, cuando es pertinente apelar al principio de utilidad. Pero en
aquellos casos, el propio sentido común puede no tener una decisión formada.
El utilitarismo así interpretado no conducirá a conclusiones que el sentido
común considera inaceptables. Así, para explicar nuestra moralidad común no
es preciso apelar a principios no utilitarios aprehendidos por intuición. Mili
también propuso una nueva teoría de la motivación moral. Podemos llegar a
estar vinculados directamente a nuestros principios morales —decía— igual
que un avaro se apega a su dinero, aun cuando partamos de considerarlos
instrumentos para nuestra propia felicidad. Podemos tener así una motivación
interior a obrar moralmente, y ser plenamente autónomos. (Las cuestiones
subyacentes al utilitarismo son abordadas con detalle en otros capítulos de esta
obra, en especial en el artículo 19, «El consecuen-cialismo», y en el artículo 20,
«La utilidad y el bien». Véase también el artículo 40, «El prescriptivismo
universal».)
Los utilitaristas siguieron intentando derivar los principios de la acción
correcta totalmente a partir de la consideración del bien que producen los actos
correctos. Aunque Mili propuso una comprensión más compleja de la felicidad
humana que Bentham, pensó que el bien era esencialmente cuestión de
satisfacer preferencias que difieren, a menudo de forma drástica, de una
persona a otra. En cambio, los intuicionistas pensaban que los princi-
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pios de la acción correcta ño podían derivarse simplemente a partir de la


consideración de lo que la gente desea realmente. No se puede —decían—
sacar siquiera una conclusión válida sobre lo bueno simplemente partiendo de
premisas sobre lo que la gente quiere realmente. Hay que añadir la premisa «lo
que la gente desea es bueno». En caso contrario, carece de fundamento el
principio básico del utilitarismo. Sólo la intuición —decían— puede proporcionar
la premisa que falta. Y de hecho, según los intuicio-nistas no todo lo que la
gente desea es bueno. Como afirmaba Reid, hay principios autoevidentes que
exigen justicia y veracidad además de benevolencia, y en ocasiones chocan
con ésta. Por ello, no podemos guiarnos sobre la acción correcta
exclusivamente a partir de la consideración de lo bueno.
Los intuicionistas ingleses del siglo XIX, el más destacado de los cuales fue
William Whewell (1794-1866) intentaban defender una ética cristiana contra la
tesis utilitaria de que el objeto de la moralidad es producir la felicidad mundana
para todos. Pero su intuicionismo concedía que cada persona tiene la
capacidad de conocer lo que exige la moralidad. En su obra The Methods of
Ethics (1874), Henry Sidgwick intentó demostrar que la concepción intuicionista
de los fundamentos de la moralidad podía servir de apoyo a la concepción
utilitaria. El utilitarismo —admitía— necesitaba la intuición como fundamento;
pero sin el método utilitario, el intuicionismo sería inútil para zanjar las disputas
morales. Sidgwick defendió con detalle la idea de que el utilitarismo es la
concepción que proporciona la mejor explicación teórica de las convicciones del
sentido común.
También surgieron otras variantes de intuicionismo. Los filósofos de habla
alemana Franz Brentano (1838-1917), Max Scheler (1834-1928) y Ni-colai
Hartmann (1882-1950) elaboraron diferentes teorías de la naturaleza general
del valor, en las cuales el valor moral era una especie. Frente a Kant pensaban
que mediante el sentimiento tenemos acceso a un ámbito de valores reales; y
entonces pasaban a definir las estructuras o jerarquías de valores objetivos a
los cuales tenemos acceso. Estos valores muestran el contenido del bien y en
última instancia fijan la orientación para la acción correcta. Esto nos permite ir
más allá de la concepción que compartían Kant y los utilitarios de que el bien
para cada hombre sólo puede definirse en términos de satisfacción de los
deseos. Una concepción similar de la objetividad y multiplicidad de los valores
fue defendida en Inglaterra por G. E. Moore, quien en los Principia ethica (1903)
afirmaba que el conocimiento de los valores no podía derivarse del
conocimiento de los hechos, sino sólo de la intuición de la bondad de tipos de
situaciones, como la belleza, el placer, la amistad y el conocimiento. Los actos
correctos son aquellos que producen más bien, defendiendo así una forma de
utilitarismo que iba más allá de la versión hedonista. Pero al contrario que el
kantismo y el
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utilitarismo clásico, que afirman ambos proporcionar un procedimiento racional para


zanjar las disputas morales, todas las concepciones intuicionis-tas descansan en última
instancia en pretensiones de conocimiento intuitivo, y no ofrecen método alguno para
resolver las diferencias.
2) En el pensamiento occidental del siglo XIX y comienzos del XX
ocupó un destacado lugar la concepción según la cual la comunidad moral
depende de las decisiones tomadas por separado por personas capaces de
ver por sí mismas las exigencias morales. Pero también hubo una corriente
estable de pensadores que la rechazaban. Entre las primeras reacciones a
Kant, las más significativas son las críticas de G. W. F. Hegel (1770-1831).
Hegel señaló que el principio puramente formal de Kant precisa contenido,
y afirmó que este contenido sólo puede proceder de las instituciones, voca
bularios y orientaciones que la sociedad proporciona a sus miembros. La
personalidad moral —decía Hegel— se forma y debe formarse por la co
munidad en que vive la persona. No puede sostenerse la tesis de tener una
perspectiva crítica totalmente más allá de ésta; y la comunidad tiene una es
tructura y un dinamismo propio que va más allá de lo que podría construir
deliberadamente cualquier elección individual. En Francia, Auguste Comte
(1798-1857) creó una filosofía de la evolución histórica de la sociedad que
ignoraba el juicio moral individual en favor de las políticas a deducir de una
sociología científica en constante progreso. Igualmente, el acento que puso
Karl Marx (1818-83) en el desarrollo histórico inevitable generado por
fuerzas económicas atribuye escasa importancia a las elecciones y princi
pios de la persona individual.
A menudo se afirma que aunque estos autores tenían enérgicas concepciones
morales, carecen de filosofía moral; pero su negativa a otorgar un lugar central a la
moralidad individual como hacían Kant y Mili es sin duda una posición filosófica sobre
cómo hemos de concebir la ética del agente que se dirige por sí mismo.
El pragmatismo americano ha tenido poco menos que decir sobre la moralidad que
sobre otros temas, pero John Dewey (1859-1952), influido por las tesis hegelianas sobre
el primado de la comunidad en la estructuración de la personalidad moral, constituyó una
notable excepción. En su obra Human nature and conduct (1922) y otras obras intentó
mostrar que una sociedad liberal no tiene que presuponer, como base, como había afir-
mado Hegel, ni un punto de vista fuera de la historia ni un único principio abstracto.
Aunque los individuos son moldeados por su comunidad, mediante la indagación racional
pueden idear soluciones nuevas a los problemas sociales, colaborando conscientemente
para reformar su comunidad y sus concepciones morales.
3) Montaigne y otros autores de los siglos XVII y XVIII presentaron
dudas escépticas y relativistas sobre la existencia de una moralidad univer-
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salmente vinculante, a partir de la conciencia de la diversidad de códigos y


prácticas existentes en el mundo. Esta cuestión fue retomada con gran fuerza y
profundidad por los brillantes e implacables ataques que dirigió Friedrich
Nietzsche (1844-1900) contra todas las pretensiones de las sociedades o
teóricos por ofrecer principios vinculantes para todos. En La genealogía de la
moral (1887) y otras obras, Nietzsche no intentó refutar las teorías kantiana y
utilitaria. En cambio expuso las fuerzas psicológicas que según él motivaban a
la gente a postular estas concepciones. Las raíces de la moralidad moderna
eran la voluntad de poder, la envidia y el resentimiento de quienes la defendían.
Ni siquiera los postulados abstractos de racionalidad escaparon al
desenmascaramiento de Nietzsche: también éstos —decía— son escaparates
tras los cuales no hay nada más que voluntad de poder. No existe una guía
impersonal para la acción: todo lo que puede hacer uno es decidir qué tipo de
persona se propone ser y esforzarse por llegar a serlo.
El auge de la antropología moderna alentó a filósofos como Edward
Westermarck (1862-1939) a reabrir la vieja cuestión relativista de si existe algo
como un conocimiento moral. Como indica el artículo 39, «El relativismo», el
debate continúa. De forma más general, los positivistas lógicos de orientación
científica como Moritz Schlick (1881-1936) afirmaban que cualesquiera
supuestas creencias que no satisfacían las pruebas que pueden satisfacer las
creencias científicas no son simplemente falsas: carecen de sentido. Moore y
otros filósofos habían convencido a muchas personas de que los enunciados
sobre la moralidad no pueden derivarse de los enunciados de hecho. Si es así,
decían los positivistas, las creencias morales no pueden comprobarse
empíricamente de la manera en que se comprueban las creencias científicas.
Por ello las creencias morales en realidad no son más que expresiones de
sentimientos, y no enunciados cognitivos. El debate así iniciado sobre el
significado del lenguaje moral y la posibilidad del razonamiento moral comenzó
en los años treinta y duró varias décadas (véase el artículo 38, «El
subjetivismo»).
Al contrario que las anteriores discusiones sobre la moralidad, esta con-
troversia parecía ser totalmente indiferente a las cuestiones sustantivas sobre
qué principios o valores deben sostenerse. A menudo se decía que éstas eran
cuestiones «metaéticas» y que los filósofos no debían ni podían decir nada
sobre problemas morales reales y principios específicos. Pero todo el debate se
centró a partir del supuesto de que lo que importa sobre la moralidad es que los
individuos debían ser capaces de tomar sus propias decisiones morales y vivir
en consonancia. La cuestión concernía al estatus de la toma individual de
decisiones: ¿es fruto del conocimiento, o bien cuestión de sentimientos o
costumbre? En un tono extrañamente parecido los escritores continentales que,
como Jean-Paul Sartre (1905-80), desarrollaron el
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pensamiento existencialista, se remontaron a las tesis nietzscheanas para de-


fender que la moralidad no se basa más que en la libre decisión individual
totalmente descomprometida. Según Sartre, sobre la moralidad no podía
decirse nada con carácter general, porque cada persona debe tomar una de-
cisión puramente personal sobre ella —y a continuación, para tener buena fe,
vivir en consonancia.
No es sorprendente que los existencialistas expresaran sus concepciones
morales más a través de la literatura que de los estudios formales de ética. Los
filósofos interesados por las cuestiones metaéticas volvieron al estudio de los
principios morales, en ocasiones por medio de argumentos como que la
moralidad puede tener su propio tipo de racionalidad no científica y de que son
precisos ciertos principios específicos para que la moralidad sea racional. R. M.
Haré, Kurt Bayer y Richard Brandt figuran entre los numerosos filósofos que
trabajan en este sentido. (Véase el artículo 40, «El pres-criptivismo universal»,
escrito por Haré, a título de ejemplo.) Para todos ellos la razón última de la
moralidad está en aumentar la felicidad humana proporcionando métodos
racionales para la solución de diferencias. Aunque se manifestaron otras
posiciones, lo justo es decir que las concepciones utilitaristas en sentido amplío
dominaron la ética angloamericana de los años sesenta.

3. Nuevas orientaciones

Frente a la larga tradición del pensamiento utilitarista, más recientemente


se han revitalizado las ideas de Kant. En ello ha tenido un papel nuclear la obra
de John Rawls. Su libro Una teoría de la justicia (1971) intenta demostrar cómo
se pueden justificar principios de acción correcta, al menos en el ámbito de la
justicia, independientemente de la cantidad de bien que produce la acción
correcta. Además, Rawls ha argumentado con vigor que ninguna explicación
utilitaria de la justicia puede incorporar tan bien nuestras convicciones del
sentido común como su idea kantiana de que lo correcto es anterior a lo bueno.
La obra de Rawls no sólo señala un nuevo rechazo del pensamiento uti-
litarista. Significa el abandono de la preocupación por considerar la moralidad
estructurada alrededor del individuo autónomo, y concebir que la filosofía moral
tiene por tarea explicar cómo puede cooperar semejante individuo. Rawls
afirma que los problemas de la justicia no pueden resolverse por las decisiones
que los individuos toman por separado. Las cuestiones son sencillamente
demasiado complejas. Sólo se puede alcanzar la justicia mediante algo como
un contrato social, en el que todos acordamos autónomamente cómo hay que
estructurar las instituciones básicas de
La filosofía moral moderna 229

nuestra sociedad para que sean justas. Rawls intenta así unir el reconocimiento
hegeliano de la prioridad de la comunidad a una reinterpretación de la insistencia
kantiana en la autonomía.
Los trabajos recientes en filosofía moral se caracterizan por su aplicación a otras tres
cuestiones. 1) Se está realizando un gran número de trabajos sobre temas sociales y
políticos de actualidad. Como revelan los ensayos de la Quinta Parte de esta obra, las
cuestiones relativas al aborto, la ética ambiental, la guerra justa, el tratamiento médico,
las prácticas de los negocios, los derechos de los animales y la posición de las mujeres y
los niños ocupan una considerable parte de la literatura y la actividad académica
identificada con la filosofía moral o la ética. 2) Se h?. registrado una vuelta a la
concepción aristotélica de la moralidad como algo esencialmente vinculado a la virtud, en
vez de a principios abstractos. Alasdair Maclntyre y Bernard Williams, entre otros,
intentan desarrollar una concepción comunitaria de la personalidad moral y de la
dinámica de la moralidad (véase el artículo 21, «La teoría de la virtud»). 3) Por último, se
ha registrado un rápido auge del interés por los problemas que plantea la necesidad de
coordinar la conducta de muchas personas para emprender acciones eficaces. Si
demasiadas personas utilizan un lago como lugar de descanso rural, ninguna de ellas
conseguirá la soledad que desea; pero la decisión de abstenerse de una persona puede
no producir ningún bien: ¿cómo decidir qué hacer? Muchas cuestiones, como la
conservación de los recursos y el entorno, el control de población y la prevención de la
guerra nuclear parecen tener una estructura similar, y los filósofos morales, así como
muchos economistas, matemáticos y otros especialistas están dedicando su atención a
ellas.
Cuestiones como éstas, que afectan a grupos o comunidades de individuos
autónomos, pueden estar empezando a tener más importancia para la filosofía moral
moderna que el problema históricamente nuclear de explicar y validar al individuo
moralmer te autónomo como tal.

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