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El relato del diluvio es uno de los que más hondo ha calado en el sentir de los
creyentes. Aún hoy, cuando llueve a chorros, suponemos que está "diluviando". Y así
evocamos aquel cataclismo que, a decir del mito, sacudió a la humanidad. Sé que, al topar
con la palabra mito, muchos lectores se preguntarán: "¿Hubo o no hubo diluvio?".
Comprendo su inquietud. No obstante, lo que más apremia no es saber lo que en verdad
ocurrió sino la enseñanza inspirada en lo supuestamente ocurrido.
La visión bíblica del diluvio quiere ante todo acentuar los trágicos efectos del
pecado. Este había ido ganando terreno hasta adueñarse de la humanidad. Se suponen
tales sus estragos que hasta Dios se arrepintió de haber puesto al hombre sobre la
tierra (Gén 6,6). Y, en un estallido de cólera, decidió destruir su obra creacional.
Entonces..., ¡sobrevino el diluvio!
Este es descrito con cinceladas dantescas de cuño apocalíptico. Dios deja caer tal
cantidad de agua sobre la tierra que hasta sus montes más altos se toman fondo marino
(Gén 7,19). Cualquier lector sereno, ante descripción tan estremecedora, tiende a
preguntar: "¿Es posible que las aguas remontaran incluso los picos del Himalaya? ¿De
dónde pudo caer tal cantidad?". Hoy se juzga pueril la escenografía bíblica. Nadie
ignora, en efecto, que la lluvia se debe a una evaporación que, tras cuajar en las nubes,
trueca el vapor en agua.
Pero, ¿cómo olvidar que los antiguos no pensaban igual? Ya expuse antes —
consúltese el tomo primero de la colección Biblia y Vida, La Biblia hoy. Temas
introductorios (Cap. 2.)—cómo concebían ellos el cosmos. A su juicio —¡visión mítica!—
sobre la bóveda celeste estaban retenidas las aguas superiores. Y, para que irrigaran la
tierra, la divinidad abría sus esclusas. Lo normal era mantenerlas abiertas el tiempo
preciso para humedecer la superficie terrestre. No obstante, el mito sugiere que Dios
—para trocar la lluvia en castigo— tardó mucho tiempo en cerrarlas. Tanto que los
depósitos de arriba casi se llegaron a vaciar.
Es obvio que tal encuadre responde a módulos míticos. Y estos no plasman los
hechos tal como lo hacemos hoy. Sin embargo, el relato trata de ofertar una catequesis
que ayude a combatir al pecado, enraizado en la humanidad. Son tan hondas sus raíces
que Dios decide dejar la tierra sin hombres. Sólo así podrá extirparse el mal. No
obstante, antes de poner en práctica tal decisión, ha de contrastarla con las exigencias
de su justicia. Y ésta —siempre ocurre igual— jamás consentirá que paguen justos por
pecadores. Cierto, mas ¿no estaba empecatada toda la humanidad? Así parece a primera
vista. No obstante, la tradición bíblica descubre una minoría fiel incluso en los trances
más caóticos. Pues bien, tal es lo que se supone que ocurrió cuando Dios decidió
exterminar a la humanidad.
Hace ya tiempo que la reflexión teológica, al revisar la narración del diluvio, viene
señalando una serie de desavenencias internas, capaces de desconcertar a cualquier
lector falto de sentido crítico. Son tan acusadas sus contradicciones que suelen causar
estupor. Veamos las más relevantes:
Tras iniciarse la descripción del diluvio (Gén 6,5-8), viene interrumpida de forma brusca
para introducir a la familia de Noé, cuyo porte religioso se celebra con incontenible
júbilo (Gén 6,9-12). Resulta evidente que esta breve historia de Noé rompe el ritmo del
relato. ¿Por qué? No hay razón que lo justifique.
Algunos detalles vienen consignados dos veces, lo cual supone una innecesaria repetición.
Así ocurre, de hecho, en las siguientes ocasiones: a) Dios pulsó la corrupción de la
humanidad (Gén 6,5/6,12); b) tomó, en consecuencia, la decisión de exterminarla (Gén
6,7/6,13) y c) Noé se ajustó a cuanto Dios le fue ordenando (Gén 6,22/7,5).
Se indica que Noé debe llevarse consigo una sola pareja de cada especie animal (Gén
6,19), mientras un poco más adelante se sugiere que han de ser siete parejas de
animales puros y una pareja de animales impuros (Gén 7,2). Asimismo, la duración del
diluvio unas veces se supone de cuarenta días (Gén 7,17/8,6), y otras se habla de ciento
cincuenta (Gén 7,24/8,3b). ¿En qué quedamos?
Por último, al finalizar el diluvio, Noé manda por tres veces consecutivas una paloma que,
retornando las dos primeras, deja de hacerlo en la tercera ocasión (Gén 8,10-12). ¿Cómo
armonizarlo con el supuesto envío del cuervo que jamás regresó? (Gén 8,7-8).
Tales anomalías restan verosimilitud al relato. Y ello nada tiene, en principio, de extraño
habida cuenta que lo que en él es evocado no ha de entenderse de manera literal. Sin
embargo, ¿a qué se deben sus irregularidades? Alguna razón las debe justificar. De
hecho, otras descripciones bíblicas, aun sin avenirse a la historia, muestran una total
coherencia. ¿Por qué en la narración del diluvio no ocurre así? Hace ya más de un siglo
que la crítica ha propuesto una explicación del todo satisfactoria. Sus presuntas
incoherencias internas se deben a la confluencia de dos relatos independientes,
unificados por la pluma de algún redactor. Es decir, en un primer momento habrían
circulado dos versiones distintas de este evento tan singular, que en una época posterior
habrían sido unificadas por algún autor anónimo, el cual las incorporó al acervo doctrinal
de su pueblo.
Intuyo que más de un lector se quede algo perplejo ante lo que acabo de sugerir.
Trataré de clarificarlo. ¿Verdad que ya en otros relatos hemos descubierto la mano del
autor yavista así como la del sacerdotal? Su presencia resultó sobre todo clara en los
relatos de la creación. Ya expuse a su tiempo cómo ambas visiones acabaron unificadas
en los dos primeros capítulos del Génesis. ¿Cómo? De una manera muy simple: colocando
la una después de la otra. Pues bien, algo parecido ocurrió con este relato. Pero con una
salvedad: ambas visiones del diluvio, antes de ser incorporadas al libro del Génesis,
fueron sometidas a un previo proceso de fusión. El redactor, en vez de colocar la una
después de la otra, las mezcló de tal forma que hoy resulta dificil desglosarlas. Así lo ha
hecho, por supuesto, la crítica, mostrando cómo sus presuntas incoherencias se explican
porque unos datos vienen ofrecidos por el autor yavista y otros por el sacerdotal. Y tú
ya sabes —lector amigo— que entre ambos escritores mediaron cinco siglos. Tiempo más
que suficiente para disentir en los detalles.
Renuncio a precisar el contenido de ambas fuentes, pues acaso con ello desorientaría a
más de un lector. Me limito a consignar su existencia. A mi juicio, lo que de verdad
interesa es destacar cómo el relato (¡relatos!) del diluvio trata de inculcar una
enseñanza religiosa de incalculable valor. De hecho, con ella se evalúa la importancia de
ese "resto fiel" que a la sazón encarnara Noé. No obstante, la historia no cesó de
testimoniar cómo el mal seguía echando raíces. El autor sagrado convierte este mito en
catequesis para expresar cómo la vivencia del pecado agota la paciencia de Dios. Y,
cuando tal ocurre, su castigo desborda rigor.
La formulación literaria del relato se inspira, por supuesto, en los mitos babilónicos. Mas
ello no tiene por qué sorprender. Tal praxis era común entre los antiguos. No en vano
cada pueblo se regía por parámetros religiosos, cuyos módulos de expresión solían ser
muy afines. Las diferencias radicaban, más que en la consignación de los hechos, en su
interpretación. Y, en este sentido, la oferta del mito bíblico dama por la más retadora
originalidad. Para constatarlo, basta bucear en su planteamiento teológico, el cual —sal-
vando las diferencias— sigue siendo válido aún hoy.
2. Teología del diluvio
Cada vez sintonizo menos con quienes se empeñan en trazar una línea de separación
entre la historia y la teología. En mi opinión, sus lindes no se ajustan a un trazado lineal.
Es decir, el tándem teología/historia no tiene por qué entrar en conflicto. Más bien se
intuye una mutua complementariedad. Tanto que a veces la historia es el mejor soporte
de una teología que trata de ajustar los hechos a la vivencia del individuo o de la
colectividad. Así sucede con el relato del diluvio. En él se adivinan una serie de rasgos,
cuya intención catequética hoy nadie se atrevería a impugnar. Sin embargo, no por ello
se priva a los hechos descritos de una presumible historicidad.
El diluvio, ¿es, pues, un hecho histórico? Así se ha pretendido demostrar. Recuerdo, al
respecto, el impacto causado por los descubrimientos del ar-
queólogo inglés C. L. Wooley. Este, tras varias campañas arqueológicas en Tell-al-
Muqayyar (al sur del actual Irak), topó con un inesperado estrato fangoso de dos metros
de profundidad. Ante tal hallazgo, Wooley pronunció una frase tan osada como ingenua:
"hemos descubierto el diluvio" (1929). Como era de presumir, ulteriores aportes
desmentirían su afirmación. Se vio, en efecto, que tal estrato de barro sólo aparece en
las cuencas de los valles, disipándose al emerger las colinas. Y, claro, siendo así, mal
podía tratarse de ese diluvio que el mito bíblico presenta como universal.
En todo caso, los aportes de Wooley confirmaron la teoría esbozada por ciertos
geólogos, a cuyo juicio la humanidad habría estado expuesta —en tiempos prehistóricos
— a enormes maremotos e inundaciones capaces de arrasar regiones enteras. Hoy la
ciencia confirma la existencia de varios períodos glaciales, el último de los cuales
(=Würm) finalizó hace unos diez mil años. Durante tal fase, casi toda la franja norte y
sur de la tierra estaban cubiertas de hielo. ¿Cómo se realizó el deshielo? ¡Interesante
pregunta!
Se han esbozado, al respecto, numerosas hipótesis. Entre ellas, gana cada vez más
puntos la que alude a un rápido calentamiento de la corteza terrestre. Debido a ello, la
superficie de las aguas pudo haber subido —en algunos puntos— cerca de diez metros.
Así pues, las zonas costeras se verían desplazadas por el ímpetu del agua. Sabiendo que
tales zonas eran las preferidas por el hombre prehistórico, nada impide suponer que
muchos pueblos desaparecieran.
Esta teoría justifica —en mi opi nión— que casi todas las literaturas antiguas evoquen un
cataclismo provocado por el desbordamiento de las aguas. Dada la mentalidad religiosa
de aquellos hombres, nada sorprende que atribuyeran tan luctuoso suceso a la cólera de
sus dioses. Así pues, el diluvio puede reflejar un evento ocurrido hace varios miles de
años. Y a ello se avienen los descubrimientos de Wooley. Este arqueólogo demostró, en
efecto, que una amplia zona de la antigua Mesopotamia (de 600 x 150 kilómetros) se vio
a la sazón afectada por una rápida subida de las aguas. Es, pues, lógico que los babilonios
conservaran vivo el recuerdo de esa tragedia que casi exterminó a sus ancestros. Y ello
explica a su vez que los autores bíblicos, inspirándose en la mitología babilónica,
evocaran el diluvio para mostrar cómo castiga Dios a los hombres cuando su pecado
desborda las lindes de lo tolerable.
Creo, pues, que hubo un cataclismo por el que —de un modo u otro— se vio afectada gran
parte de la humanidad. Sin embargo, lo que más interesa es evaluar cómo el mito torna
ese evento en doctrina. Es decir, basándose en algo que posiblemente ocurrió, elabora
una primorosa catequesis. Y esta comparte el sentir de esos dos autores (yavista y
sacerdotal) que —tal como antes indiqué— vierten en el relato su propia inquietud
religiosa.
2.1. El yavista:
teólogo sentimental
El autor yavista, fiel a su lema, presenta el diluvio como el culmen de esa trayectoria de
pecado, iniciada con la
prevaricación de Adán. Su intención es clara: ¡Yavé siempre toma la iniciativa! Con un
lenguaje muy sencillo imprime a los hechos sorprendente realismo. Para acentuarlo aún
más, tiende a contemplarlos desde la óptica divina. Por ello imagina a Yavé arrepentido
de haber creado al hombre (Gén 6,5-6), cuyo comportamiento lacera su corazón, sin que
ello le impida infligir un ejemplar correctivo.
La cólera divina llega hasta el paroxismo, ya que en sus planes creacionales el hombre
debía ser su incondicional colaborador. No en vano le había colocado en el paraíso para
dominar al resto de los seres creados, cooperando así a mantener el orden cósmico. Sin
embargo, Yavé no puede consentir que el ser humano se escude en sus privilegios para
entronizar el mal en el mundo. La experiencia testimonia que de hecho ha ocurrido así.
¿Cuál es la reacción divina? Muy simple: ¡exterminar al hombre de la faz de la tierra! Tal
es, en pocas palabras, su irrevocable decisión, a juicio del autor yavista.
Pero, ¿y Noé? Este simpático personaje viene introducido en su relato sin enjuiciar su
actitud personal. El autor se limita a consignar que halló gracia a los ojos de Dios (Gén
6,8). ¿Por qué él sí y los demás no? No se indica. Y es que el yavista se desinteresa de
cuantos comportamientos humanos activan el castigo divino. Su presentación no puede
ser más escueta: Yavé programa el exterminio de la humanidad no sin antes advertírselo
a Noé: "entra en el arca tú y toda tu familia" (Gén 7,1). De hecho, la familia de Noé logra
sobrevivir, no tanto por méritos propios, cuanto por la magnanimidad divina.
No deja de sorprender que el héroe diluviano adentre en su barco nada menos que siete
parejas de animales puros. Comprendo que a muchos lectores tal cifra les pueda
desconcertar. Cuando menos así me ocurrió a mí en los años de mi infancia. Sobre todo
tras la proyección de un film bíblico, donde se percibían al natural las dimensiones del
arca. Yo no cesaba de hacer mis cábalas: ¿para qué introducir siete pares de elefantes
(¡animal puro!) si uno solo era ya capaz de hundir el barco? Cuanto más lo pensaba, menos
lo entendía. Por mi mente iba desfilando una procesión de animales, que no lograba
golondrina y
cuervo
Ziusudra Utnapishtim Noé ofrece
sacrifica una ofrece sa- sacrificios en
oveja al dios- crificios en el un altar
sol monte
Nisir
Los dioses se Yavé degusta
reúnen como su dulce sabor
moscas en
tomo a los
sacrificios
Ziusudra Utnapishtim y Yavé decide no Dios hace un
recibe la in-. su espo- repetir pacto con
mortalidad sa reciben la el cataclismo Noé: no
inmortali- por consi- mandará más
dad deración al diluvios
hombre
El collar de Dios coloca el
lapislázuli de arcoiris
Istar como como símbolo
símbolo y de pacto
recuerdo
cipio, continuó igual. Sin embargo, el mito introduce un nuevo elemento que, a la postre,
resultaría catastrófico. ¿Cuál?
Sugiere que, tras el cataclismo, toda la tierra quedó deshabitada. Sólo Noé y los suyos
lograron sobrevivir. Por tanto, faltaban competidores. Ello hizo que el héroe diluviano,
tras reactivar su trashumancia, terminara asentándose en un determinado lugar. Y, en
base a ello, cambió su oficio de pastor por el de agricultor (Gén 9,20). ¿Cómo olvidar que
la tradición bíblica siempre vio en la vida sedentaria la raíz de todo mal? Noé no iba a
ser la excepción. Se comprende, pues, que —dedicado a la labranza— acabara plantando
una viña. Y, claro, de la viña salen las uvas, cuya fermentación las convierte en vino. ¿Qué
ocurrió? Muy sencillo: Noé se embriagó. Y con su borrachera se alía de nuevo el pecado.
Resulta, no obstante, sintomático que la tradición bíblica jamás una al patriarca con los
nuevos envites del mal. Aun siendo él el que se embriaga, queda exculpado. Tanto que el
pecado se adentra tan sólo en parte de su descendencia. Concretamente en uno de su
tres hijos: ¡Cam! Ello evidencia el respeto que la tradición sintió siempre por Noé. Por
más que caiga en las redes de la vida agrícola, sigue siendo encomiado como si fuera
modélico su proceder. No en vano, encama la actitud de Abel. Y en él jamás tiene acceso
el pecado. Para pulsar su presencia, se impone acudir a Cam, cuya actitud es asociada con
la de Caín. Tal nexo viene sugerido por un fantasioso relato donde el mito desplaza de
nuevo a la historia.
3.2. Cam, el nuevo Caín
A raíz de la embriaguez de Noé, se introduce un elemento de gran valía: ¡su desnudez!
¿Cómo no relacionarla con la de Adán tras su pecado? En realidad, nada debería
sorprender que el patriarca, en base a su embriaguez, yaciera desnudo en su tienda. Y
menos aún que su estado arrancase sonrisas a sus tres hijos varones (Sem, Cam y
Jafet). Sin embargo, el relato trueca la desnudez de Noé en expresión de pecado. No
por lo que ella supone en sí, sino por la forma de encajarla sus hijos. Son ellos quienes
han de afrontar la postración de su padre.
El autor pone todo su afán en expresar cómo Cam traduce su embriaguez en motivo de
burla. Y ello solivianta lógicamente a Noé. Pienso que esta bella narración no siente el
menor interés de evocar lo que presumiblemente pudo haber sucedido. Más bien lo
interpreta en base a una intención catequética. Para entenderla, se impone acentuar un
detalle. ¿Cuál? Cam viene presentado como el padre de..., ¡Canaán! (Gén 9,22). En mi opi-
nión, ahí está la clave para entender el relato.
Su autor justificaría en él cómo los cananeos, dada su ascendencia camita, siguen
arropando el pecado. Por ello, la famosa maldición de Noé se hace extensiva a toda la
descendencia de ese hijo a quien le faltó pudor. Escuchémosla: "Maldito sea Canaán,
siervo de siervos sea para sus hermanos" (Gén 9,25). Pero, ¿no fue Cam quien cometió el
desacato? ¿Por qué se maldice a Canaán? Ello, en principio, parece obvio dado que —en el
sentir de los antiguos— los hijos se suponía que
cargaban con las culpas de sus padres (Ex 20,5; Dt 5,9).
Mas tampoco se me oculta que los israelitas convirtieron el relato en arma defensiva.
¿Por qué? Basta recordar cómo —así lo refiere la historia— de hecho se adueñaron del
país de Canaán. Lógico, pues, que los cananeos fueran sus más encarnizados enemigos. No
en vano les habían arrebatado su país. ¿Cómo justificar tal usurpación? La tradición
bíblica busca un argumento de cuño religioso. Y no tarda en encontrarlo. Se lo brinda la
historia de Noé. Si Cam (=Canaán) recibió su maldición, se sabe condenado —cual nuevo
Caín— a vagar errante y sin rumbo. Pues bien, lo mismo debe aplicarse al pueblo cananeo,
ya que en él se perpetúa la descendencia de ese hijo de la maldición.
En cambio los israelitas se supone que entroncan con Sem. Y este, ¿no recabó la
bendición de su padre? (Gén 9,26-27). Siendo ellos semitas, se creían con de recho a
esclavizar a cuantos camitas (=cananeos) se cruzaran en su camino. Hermosa forma de
legitimar —con argumentos religiosos— la usurpación de un país que, desde un punto de
vista histórico, era propiedad de Canaán.
Tal tesis viene vertida en dos nuevos árboles genealógicos, donde los descendientes de
Cam (=nuevo Caín) siguen activando el pecado (Gén 10,620), mientras los de Sem
(=israelitas) se solidarizan con el bien (Gén 10,21.24-29). Y así una vez más el bien y el
mal continúan disputándose la hegemonía sobre una humanidad que no cesa de
expandirse. Tanto que muchos se han inspirado en estos relatos para justificar el origen
de las distintas razas humanas.
El esquema sería muy simple. Para unos, los mongoles amarillos entroncarían con Cam, los
indoeuropeos con Sem y los negros africanos con Jafet. Para otros, el mundo estaría
dividido en semitas (=árabes y judíos), camitas (=europeos) y jafetitas (=africanos).
¿Qué decir? Tales supuestos son producto de una fantasía delirante que en nada se
aviene con la realidad. Pienso que el autor sagrado jamás pretendió explicar la
procedencia de las razas humanas. Su intención era más modesta: engarzar a los
israelitas con Sem y a los cananeos con Cam. Y así se explicaba que Dios se solazase tan
sólo con los semitas, por canalizar ellos esa fuerza del bien que, a través de su hijo Sem,
les transmitiera Noé. En cambio, los cananeos (camitas), por ser hijos de la maldición,
carecían de todo derecho sobre esa "tierra prometida" que el pueblo elegido siempre
consideró don de Dios.
4. Conclusiones prácticas
Todo lo concerniente al diluvio ha de integrarse en la prehistoria del pueblo elegido. Y
en ello ha de buscarse una clara intención catequética. No en vano su dinámica gravita en
tomo al tándem delito-castigo, donde aflora la andadura del pecado así como la reacción
de Dios. Los autores sagrados, en base a lo que ocurrió en los orígenes, trazan una
catequesis que sirva para ahuyentar el pecado del seno de la comunidad. De hecho, esta
se sabe comprometida con Dios, cuya paciencia se imponía no agotar.
La evocación del diluvio muestra cómo el ser humano, al no acatar los planes divinos,
encolerizó a Dios, cuyo castigo resultó ejemplar. Cierto que hoy nadie piensa que la
divinidad pueda infligir tales correctivos. Mas, ¿acaso resulta tan difícil descubrir sus
huellas en tantos millones de camboyanos muertos sin saber por qué? ¿Y no ocurre igual
con cuantos etíopes caen víctimas de la insolidaridad humana? ¿Y qué decir de esas
continuas guerras —frías o calientes— donde el odio erradica al amor? Se pueden, por
tanto, atisbar hoy vestigios de un diluvio que sigue arrasando a la humanidad. Sus raíces
se hunden —igual que ayer—en el trágico sino del pecado. Y es que, si el amor regulara la
andadura humana, esta jamás pactaría con el mal.
¿Cómo afrontar los envites de ese "diluvio" donde el creyente descubre la ira de Dios?
Aunque más de uno se sorprenda, sigue siendo señero ese mensaje bíblico que —en base
a la
realidad del pecado muestra cómo ahuyentar la opresión (=adamáh) y respirar
libertad (edén). Sí, la situación que el mito supone vivida en los orígenes, continúa viva
hoy. Y todo creyente dama por una ayuda que le libere de su propia angustia. Pues bien,
tal es la ayuda que le brindan esos relatos, donde el recuerdo se toma mensaje. Y este
¿acaso no es tan válido hoy como ayer? En orden a fijar pistas, acaso resulte útil
resumir las doctrinas de esas narraciones, donde el mito —aun sin adecuarse a la
historia— incita a vivenciar la fe.
Casi todos los pueblos de la antigüedad conservan el recuerdo de algún cataclismo aluvial
que arrasó regiones enteras. Tal hecho, interpretado con criterios religiosos, invita a
pensar en un castigo infligido por la divinidad a causa del porte aberrante de los
hombres. La tradición bíblica, solidarizándose con los mitos babilónicos, evoca también
una enorme inundación que supone que afectó a la humanidad.
La presencia de Noé garantiza que Dios jamás castiga al justo. Más bien lo libera de
forma providencial. El arca queda así convertida en símbolo de esa ayuda que la divinidad
prodiga a quienes, en base a su comportamiento fiel, sobreviven a la catástrofe. Noé,
héroe por la gracia de Dios, instaura una nueva humanidad, integrada —al menos al
principio— por cuantos se sitúan más allá del pecado.
Tras el diluvio, Dios sella una alianza con Noé, comprometiéndose a no reiterar tan
terrífico cataclismo, con tal que el hombre mantenga una actitud de fidelidad. Esta ha
de traducirse
en una decidida aceptación del proyecto divino, rechazando toda oferta (=tentación) de
querer ser "como dios". La nueva humanidad, simbolizada por Noé, prodiga el diálogo con
el mundo divino, rompiendo así todo nexo con el pecado.
4. El diluvio, ¿no se ha vuelto a repetir? El autor sagrado advierte al pueblo que Dios le
puede infligir un nuevo castigo si se entrega al desenfreno. Tal mensaje sigue siendo
válido hoy. ¿Quién ignora, en realidad, los estragos de cuantos cataclismos provoca el
hombre por no respetar el orden creacional? Quizá no se reitere el diluvio. Pero, una
bomba atómica, ¿no se antoja más nefasta? Y el ser humano, ¿no puede destruir incluso
su planeta si el odio desplaza al amor? El relato del diluvio se me antoja un toque de
alerta para concienciar al hombre de que sólo la justicia —fruto a su vez del amor—
puede librarle de su total aniquilación.
En realidad, todos acusamos el temor de una conflagración nuclear. Tenemos claro que
con ella el mundo puede saltar por los aires. ¿Qué dice, al respecto, la Biblia? Su
enseñanza conserva hoy su vitalidad. Proclama, en efecto, que el hombre, sólo aceptando
los límites de su creaturidad, podrá compartir la paz de los justos. Y es que, cuando se
empeña en ser lo que no debe, adentra el caos en su mundo. Y donde el caos impone su
ley, sólo cabe esperar destrucción.
La visión bíblica del diluvio ayuda a su vez a comprender cuán difícil resulta exterminar
el pecado del mundo. Ni siquiera entronizando una nueva humanidad (Noé), se lo arranca
de raíz. Sigue más bien acosando al hombre. Así lo testifica la tradición. Su plantea-
miento no admite réplica: tras un breve paréntesis donde el castigo sirviera de crisol, de
nuevo el pecado se adentró en el mundo. Así viene atestiguado por la descendencia de
Cam. ¿Y el bien? Lo cataliza la descendencia de Sem. Vemos, pues, cómo se va repitiendo
la historia. Una vez más aflora en ella el antiguo conflicto entre cainitas y los
descendientes de Abel. Tal conflicto, ¿dónde culminó?
La respuesta ha de buscarse en Babel. Mas de ello ya hablaré en el próximo tema. Por el
momento, amigo lector, juzgo suficiente lo expuesto. Si en verdad consigues vivenciarlo,
verás cómo sólo el compromiso con Dios puede librar al mundo del caos.
FICHA DE TRABAJO
Los dos relatos bíblicos del diluvio. Ya hemos visto cómo tanto el yavista como el
sacerdotal ofrecen sus respectivas narraciones del evento. En un gráfico que expongo
puedes ver qué textos concretos pertenecen a cada relato. Te animo a que los escribas
en líneas paralelas, estudiando sus concordancias así como sus diferencias. Y, en base a
tales diferencias, trata de justificar las intenciones teológico-catequéticas de cada
autor sagrado.
Los relatos extrabíblicos del diluvio. En otro gráfico cotejo la visión sumeria y
babilónica con la que nos ofrecen el yavista y el sacerdotal. Te animo a estudiar con
esmero el gráfico, en orden a descubrir los elementos comunes. Tales elementos,
¿consigues descubrirlos también en la situación de nuestra sociedad? ¿Cómo y dónde se
fraguan hoy los "nuevos diluvios"?
¿Miedo a un nuevo diluvio? El mito bíblico sugiere que Dios se compromete a no mandar
nuevos diluvios. Mas esto, ¿cómo se ha de entender? El hombre de hoy, ¿puede y debe
temer que ocurran más diluvios? Tales diluvios, ¿pueden fraguarse también en la
interioridad de las personas? Adéntrate en su interior y busca posibles situaciones
existenciales que permitan pensar en un cataclismo personal donde acaba asentándose el
caos.
Diluvio y catequesis. Se puede y debe elaborar una formulación catequética donde el
recuerdo de lo que supuestamente ocurrió en los orígenes sirva de pista para evitar
nuevas catástrofes en el futuro. ¿Cómo crees que se ha de actualizar la visión bíblica del
diluvio? ¿Qué decir de la energía atómica y nuclear? ¿Pueden estas desencadenar nuevos
diluvios? ¿Qué hacer para evitarlo?
¿Cómo profundizar más en los temas expuestos? Para evaluar más a fondo las
implicaciones de los relatos bíblicos sobre el diluvio, puede servirte de ayuda una lectura
reposada del poema babilónico, donde el evento viene descrito con toda minuciosidad.
Para ello, te puede orientar el siguiente estudio: F. MALBRAN-LABAT, Gilgamés, Verbo
Divino, Estella 1983.
LA TORRE
DE BABEL
La torre de Babel, ¿es inventada o es histórica? El "ziggurat" del dios Marduk y su
influjo en el relato bíblico. Planteamiento religioso del relato. El hombre, ¿puede
adentrarse en el cielo? La confusión de lenguas y la incomunicación humana. ¿Seguimos
levantando todavía hoy "torres"? Babel y el presunto origen de los idiomas humanos. La
dispersión de la humanidad, ¿cómo verla reflejada en el mundo actual? El relato de
Babel como catequesis válida para aceptar el proyecto de Dios en nuestras vidas. La
osadía del hombre, hoy. Babel: realidad histórica y enseñanza religiosa.
Cuando era niño, tuve un extraño sueño. En él pude ver cómo varios amigos, tras subir
por una torre muy alta, con escalera de caracol, llegábamos a una puerta en cuyo dintel
podía observarse —escrita con letras de oro— la palabra "cielo". Todos nos mirábamos
con tanta alegría como estupor. Estábamos a punto de abrir la puerta, cuando un señor,
con barba muy blanca y una enorme llave colgada en su cinturón, nos pidió las
credenciales. Ninguno de nosotros conseguía entenderle. Y el "conserje" —¿te imaginas
quién podía ser?— nos miraba sin dejar de sonreír. Mi vista estaba fija en su llave, a la
espera de que nos abriera con ella
la puerta de la eternidad. No obstante, el viejo socarrón nos invitó a regresar por donde
vinimos, pues por el momento no se nos permitía entrar. Me entristecí y..., ¡me desperté!
Ya en vigilia, recordé que dos días antes la catequista nos había explicado el relato de la
torre de Babel.
Supongo que no he sido el único en haber tenido sueños así. He podido constatar que esa
sugestiva "torre" cala hondo en la sensibilidad infantil. De hecho, muchos niños la
imaginan con tal realismo que ocupa un lugar de honor en su "disneylandia" particular.
¡Cómo hechiza lo fantástico!
No dudo que mis lectores —dejada
ya atrás su niñez— tienen claro que al cielo no se llega por una escalera de caracol. Y,
siendo esta una quimera, con la torre ha de ocurrir igual. Así me lo hacía saber un
aldeano "docto" antes que yo pronunciase mi anunciada conferencia sobre la "torre de
Babel". A su juicio, tal "torre" era puro cuento. En casos así, suelo dejar hablar. Siempre
se aprende algo de quien toma osada su ignorancia. En el caso que refiero —¡es histórico!
—, mi improvisado maestro pagó tributo al ridículo. Y ello, ¿por qué? Muy sencillo, lector
amigo: la torre de Babel no es cuento sino realidad. ¿Quiere esto decir que existió de
verdad?
Comprendo que muchos se hagan la misma pregunta. Sobre todo tras comprobar cómo la
prehistoria bíblica está jalonada de mitos. ¿Acaso la torre no es uno más? Pues..., ¡no!
Tengo absoluta certeza de que tal torre existió. ¿Cómo yo, que procuro evitar la certe-
za, me apoyo en ella para reivindicar la existencia de "torre" tan singular? Si tal hago,
es porque me sobran razones. Tantas como a aquel párroco que —según relata la
anécdota— no repicó las campanas para recibir a su obispo. ¿No lo recuerdas? Te lo voy
a relatar.
El obispo, molesto por la silenciosa acogida, pidió al párroco una explicación. Y este, sin
perder la calma, repuso que tenía setenta razones para no haberlas repicado.
"¿Setenta?", preguntó el obispo, cuya ira cedió paso al asombro. "Y, ¿cuáles son?". "Pues,
mire usted —afirmó el párroco—, la primera es que no tenemos campanas y con esta
sobran las demás". Igual me ocurre a mí con la "torre". Tengo setenta razones para
afirmar su existencia. La primera es que yo la he visto. Y, claro, con esta huelgan las
restantes.
Supongo que algún lector se sonreirá ante lo que acabo de garantizar. ¿Cómo puedo
haber visto una torre que, en caso de haber existido, tendría más siglos de historia que
metros de altura? No te alarmes, lector amigo, pues la cosa es más simple de lo que
puedas pensar. De hecho, en uno de mis viajes a Irak, me acerqué a Babilonia. Y allí,
entre un cúmulo de ruinas, pude contemplar los cimientos de su antigua torre, la cual —
así lo confirma
la historia— inspira el relato bíblico de
Babel. Te garantizo que, si conservas
la calma y sigues leyendo, muy pronto
se disiparán cuantas dudas puedas albergar al respecto.
1. Babel o la osadía del hombre
Hemos visto cómo los relatos prehistóricos, aun arropándolos el mito, dejan
claro que el pecado hace estragos en la historia. Tanto que la creación divina, más que
logro, llega a parecer fracaso. Y por ello Dios decide —no siempre sino sólo a veces—
infligir duros castigos para poner coto a los desvaríos del hombre. Aún tenemos fresco
el recuerdo del diluvio, donde el creador parecía decidido a destruir toda su obra. Sin
embargo, jamás el mal logra extirpar al bien de la tierra. Tal convicción siempre estuvo
arraigada en la conciencia religiosa del pueblo. Por eso, entendió su historia como un
continuo careo entre la fuerza del bien (=gracia) y la fuerza del mal (=pecado).
Dentro de esta dinámica se ha de encuadrar el relato de Babel. En él quiere consignarse
cómo —a pesar del correctivo divino— el pecado siguió haciendo estragos después del
diluvio. La tradición bíblica brinda una serie de genealogías (se las conoce como "listas
de pueblos": Gén 10,1-32) y en ellas se ve cómo el bien (=descendencia de Sem) y el mal
(=descendencia de Cam) continúan disputándose la hegemonía sobre el mundo. Cierto que
en esos relatos no se repite cuanto ya se indicó con motivo de los patriarcas anteriores
al diluvio. Ya entonces había quedado claro que, mientras el tándem bien/ mal mantuvo
líneas paralelas, se logró cierto equilibrio a nivel de humanidad. En cambio, tan pronto
como ambas líneas se cruzaron, el orden se tomó caos. Y con él..., ¡llegó el castigo!
Ahora los hechos vienen presentados de forma más esquemática. Mas ello no impide
percibir un vivo deseo de realzar cómo el pecado campa por sus fueros, sobre todo una
vez que la "nueva humanidad" (=buenos y malos) comete la torpeza de mezclarse en la
llanura de Senaar (Gén 11,2). Una vez más emerge el eco de aquel mítico pecado que
supuestamente protagonizaran los "hijos de Dios" (Gén 6,1-4). Sólo que en este
contexto, cambian los planteamientos concretos. De hecho, la humanidad entera —
compartiendo
la vivencia del pecado tiene la osadía
de desafiar a Dios. ¿Cómo? Ahí es donde entra en juego la famosa "torre".
En tomo a ella terminan las reflexiones sobre el pecado en los orígenes. Aflora una vez
más el obtuso empeño del hombre por hacerse "dios". La narración es obra del autor
yavista, el cual —así lo sugiere la crítica— se habría inspirado en algunos mitos ba-
bilónicos. Estos le ofrecieron el marco donde encuadrar el comportamiento estúpido de
una humanidad que seguía
sin aceptar las reglas de juego impuestas por el creador. En pocos relatos se destaca
con tanta fuerza la insolencia del hombre. Y es que en Babel desaira a Dios, no sólo
degustando un fruto prohibido (Adán) o matando a un hermano (Caín), sino tratando de
asentarse nada menos que en su mansión.
Tal osadía no podía quedar impune. Así lo expresa el mito bíblico, cuyo interés se centra
obviamente en esa singular "torre" sita en Babel. De tal "torre" ¿qué decir? Ya me
pronuncié antes sobre su innegable historicidad. Ahora quizá sea el momento de dar una
explicación más precisa a fin de que mis lectores valoren cuanto el autor pretende
enseñar con ella. Y es que su relato se ha de ver ante todo como una primorosa
catequesis, cifrada en inculcar al pueblo —¡a ti y a mí!— cuán absurdo se antoja desafiar
a Dios.
1.1. El ziggurat del dios Marduk
¿Quién no conoce —al menos de oídas— la torre de Pisa? Su sorprendente inclinación le
ha dado justo renombre. Algo así pudo haber ocurrido con la torre de Babel. Esta viene
identificada por la arqueología con el ziggurat de la antigua Babilonia. Y ¿qué es un
ziggurat? Muy sencillo: una torre con pisos escalonados, en cuya cúspide se erigía un
santuario. Hoy se ha podido saber que el ziggurat de Babilonia tenía unas proporciones
gigantescas. Se trataba, en realidad, de un templo dedicado a Marduk, el dios protector
de la ciudad. En él prodigaban los babilonios sus actos cúlticos, entre los que
sobresalía la procesión anual que festejaba la entronización del dios como soberano de
la gran urbe.
La altura de aquella torre era de noventa metros. Algunos autores sugieren que en su
construcción debieron emplearse unos ochenta y cinco millones de ladrillos, dado que en
aquel territorio escaseaban las piedras. El famoso ziggurat se supone que fue construido
unos dos mil años antes de nuestra era. Su nombre no podía ser más evocador:
Etemenanki (=entre el cielo y la tierra). Era entendido, pues, como un puente capaz de
unir el mundo de los dioses (=cielo) con el de los hombres (=tierra).
Templo tan descomunal no podía menos de impresionar a los antiguos. Cierto que fue
destruido a raíz de una invasión perpetrada por hititas y elamitas (1533 a.C.), mas de
nuevo seria levantado por el rey Senaquerib (689 a.C.), siendo restaurado y embellecido
por Nabucodonosor II (604-562 a.C.). La historia atestigua que, al regresar Alejandro
Magno de su campaña en la India (324 a.C.), el famoso Etemenanki era ya un montón de
ruinas. Y tales ruinas, al menos en parte, aún hoy siguen allí.
¿Cuál era el significado religioso de tan grandioso santuario? Dado que existían varios en
aquella región, no resulta difícil precisarlo. Es sabido que todos ellos gozaban de sumo
respeto y veneración, dado que en su nivel superior se suponía que residía la divinidad, a
la que se intentaba mantener contenta. Para eso se prodigaban los actos cúlticos así
como los sacrificios cruentos. Era, de hecho, creencia común que la sangre aplacaba a los
dioses. También la prostitución sagrada se erigía en pararrayos. Mas, en todo caso, tales
templos jamás fueron vistos como signo de presunción. Al contrario, en ellos no hacía
sino recabarse la ayuda divina. Así pues, la suntuosidad de esa "torre" babilónica jamás
fue interpretada como puño cerrado que reta a los dioses, sino como mano abierta que
implora su protección.
Ello se comprende mejor conociendo la orografía de aquella región. Es extremadamente
llana, sin colinas que alegren el paisaje. No se me olvidará un viaje que hice de Bagdad a
Mosul a través de la estepa. Tras muchos kilómetros de tragar polvo y soportar
monotonía, divisamos en lontananza una diminuta colina. Hasta el chófer —un kurdo
hermético y calculador—concedió una sonrisa al insólito espectáculo. Tan insólito que la
presunta colina no era tal sino un simple montón de escombros: las ruinas del ziggurat de
Assur.
El sentir religioso de la antigüedad suponía que los dioses residían en las alturas. Por ello
los santuarios solían construirse en las cimas de las montañas, que los creyentes se
supieran más cercanos a la divinidad. Los babilonios compartían tal convicción. Ahora
bien, siendo del todo llano el país, ¿dónde construir sus santuarios? ¡Sobre las montañas!
Mas, ¿dónde hallarlas? Para suplirlas, erigieron sus ziggura ts. Estos se antojaban, pues,
montículos artificiales, en cuya cima se emplazaba el templo del dios. Así pues, las
torres escalonadas —tal era la de Babel— se levantaban, no por deporte, sino por pura
necesidad.
Esta sugerente teología del ziggurat, ¿fue respetada por el autor bíblico? ¡En modo
alguno! Y ello es lógico, pues él entendía la religiosidad babilónica como expresión de
culto idolátrico. Por eso convierte la "torre" de su ciudad en símbolo del engreimiento
humano.
1.2. El hombre: ¿puede adentrarse en los cielos?
En base a lo dicho, puede garantizarse que la torre de Babel es un monumento cuya
existencia confirma la historia. Mas de ello no se infiere que sea histórico el evento que
el autor supone ocurrido allí. Me gustaría que mis lectores diferenciaran ambos
aspectos. Para ello, basta evocar una de las novelas de Agatha Christie. Cuando la
escritora inglesa pergeña la trama de Muerte en el Nilo, ambienta algunas
escenas en el templo de Luksor. Este templo es una de las más suntuosas construcciones
de la antigüedad. Sólo un necio osaría negar su existencia. Mas no por ello han de ser
históricos cuantos eventos supone la autora acaecidos en él.
Jamás se me ocurrirá pensar que el relato escenificado en tomo a la "torre" reivindique
historicidad. Lo veo más bien como una narración mítica con la que intenta el yavista
esbozar una catequesis de cuño vivencial. Y, para ello, se inspiró en los mitos babi lónicos
que magnificaban las excelencias de aquel zíggurat. Sin embargo —¡esto sí es
importante!—, no respetó el sentido religioso que los babilonios daban a su templo. Y me
explico: mientras la religiosidad babilónica levantó la "torre" para dar culto a su dios, el
yavista la supone erigida para desafiar a Yavé.
¿A qué se debe tal cambio de perspectiva? Sin duda a motivos religiosos. De hecho,
pretende evaluar el alcance de la osadía humana. Si el yavista elaboró su relato en
tiempos del rey Salomón (s. X a.C.), es cierto que el Etemenanki estaba a la sazón en
ruinas. Ello no impedía, sin embargo, que, a causa de sus gigantescas proporciones, se le
siguiera evocando como "la gran catedral de la antigüedad". Pues bien, se inspira en tan
famoso santuario para componer un relato, donde viene realzada la insolencia de la
humanidad.
Nada ha de sorprender, por lo mismo, que convierta al Etemenanki en el decorado ideal
para escenificar el engreimiento del hombre. Este no parece resignado a vivir en la
estepa. Quiere remontarse nada menos que al plano divino. Tal actitud, ¿no evoca el
drama del paraíso? Allí Adán pensó que, si comía del fruto prohibido, se convertiría en
dios. Aquí el hombre supone que, si levanta una torre muy alta, podrá penetrar en la
mansión divina.
El planteamiento teológico es el mismo en ambos casos. Con una excepción: mientras en
el paraíso Adán sí comió el fruto, en Babel el hombre no levantó la torre. ¿Por qué? Yavé
no lo consintió. Es como si hubiera escarmentado en base a lo que sucedió con Adán. La
historia del paraíso no se debe repetir. Por eso el autor sugiere que Dios actúa antes
que el hombre lleve a cabo su osadía.
El relato, haciendo gala de un infantilismo religioso, sugiere que la actitud engreída del
hombre solivianta a Dios. Y es que éste se halla ya sobreaviso. De hecho, en el paraíso
sólo reaccionó después de prevaricar Adán. ¿Por qué? Aún no se había estrenado el
pecado. En cambio ahora, la intervención divina se realiza antes que el hombre levante su
"torre". Tal cambio de estrategia se debe a que el pecado es ya un viejo conocido. Lleva
mucho tiempo de rodaje en la historia. Por eso, Dios en vez de airarse una vez que se
consuma, actúa con diligencia para hacerlo abortar. Así pues, su intervención tiene por
objeto, no tanto castigar al hombre a causa de su insolencia, cuanto evitar que esta
termine en tragedia.
Y es que, en el sentir de la antigüedad, ningún mortal podía adentrarse en los cielos.
Estos se suponían mansión exclusiva de la divinidad. En caso que alguien consiguiera
infiltrarse en ellos, compartiría sin más los privilegios de los dioses. ¿Cómo consentirlo?
Por eso en las puertas celestes se hallaba el rótulo de rigor —"prohibida la entrada"—
escrito en todos los idiomas; por eso el viejo con barbas no me dejó penetrar en aquel
sueño de mi infancia; y por eso Dios se yergue con firmeza, impidiendo que la "torre" se
consiga terminar.
2. La confusión de lenguas
La palabra babel es de origen babilónico (=puerta del dios) y es utilizada casi siempre en
plural: babilí (=puerta de los dioses). Se trata, pues, de un nombre santo, que evoca al
pronunciado por Jacob a raíz de su sueño: "Aquí está la casa de Dios y la puerta del
cielo" (Gén 28,17). No deja de sorprender el paralelismo entre la puerta del dios
babilónica y la puerta del cielo bíblica. Debe advertirse, no obstante, que nombres así
eran muy utilizados en la antigüedad para designar el carácter sagrado de un
determinado lugar. Y tal era el sentido que los babilonios daban a babel.
El autor yavista, al desconocer el idioma babilónico, ignora cuál es el significado real de
babel. Lo cual no le impide asignarle uno que se avenga con su intención catequética. He
ahí cómo argumenta: "Se la llamó babel porque allí confundió Yavé el lenguaje de toda la
humanidad" (Gén 11,9). Así pues, la palabra que los babilonios consideraban sagrada, el
yavista la convierte en signo de confusión. Es posible que apoyara tal cambio en la afini-
dad fonética entre el vocablo hebreo bala! (=confusión) y el babilónico babel (=puerta
del dios). En cualquier caso, no pretendió ejercer de filólogo. Lo que en verdad le
importaba era situar en aquel escenario su doctrina sobre el pecado del hombre y la
reacción de Dios.
2.1. Babel y el origen de los idiomas
El origen de los idiomas humanos trae en jaque a los filólogos. Estos sugieren que en un
primer momento el hombre se sirvió del canto como vehículo de comunicación. Sólo en
una fase muy posterior comenzó a articular sonidos para aludir a objetos o a situaciones
concretas. Y así se puso en marcha un proceso que culminaría con la fijación de los
idiomas. Y estos, ¿por qué son tantos y tan diversos? La explicación debe buscarse —a
juicio de los eruditos— en las circunstancias concretas (clima, idiosincrasia,
topografía...) que configuran la andadura de cada etnia.
Tal es lo que sugiere al respecto la ciencia. Sé que su dictamen no se aviene con el de un
antiguo compañero, cuando en los años briosos de nuestra juventud ambos estudiábamos
alemán. Y, a decir verdad, hacíamos ciertos progresos. De repente, mi colega comenzó a
acumular desánimo.
FICHA DE TRABAJO
La torre de Babel: fondo histórico. Conviene definir las características históricas de
ese ziggurat que sirve de inspiración al autor sagrado para redactar su narración. Te
animo a hurgar en los diversos datos aportados a lo largo de mi exposición para que
logres hacerte cabal idea de lo que significaba para los babilonios esa torre que sin duda
causó impacto en la antigüedad.
La torre de Babel: fondo catequético. Es muy verosímil que ya el propio autor sagrado,
aunque se inspirara en un monumento histórico (=torre), fraguara en su relato una
enseñanza catequética para denunciar ciertas actitudes de su sociedad. ¿Descubres en
la sociedad actual portes concretos que inviten a pensar en la erección de nuevas
"torres"? Y ¿en tu interior? Sólo pulsando la fuerza de tales "torres" se podrá convertir
el relato bíblico en catequesis válida para hoy.
La torre de Babel: confusión de lenguas. ¿Cómo se ha de entender la reacción de Dios?
Ecos de tal reacción divina, ¿pueden descubrirse en el mundo actual? ¿Cómo explicar el
aumento de esa incomunicación que termina frustrando a las personas? ¿Existen
antídotos para afrontar la fuerza de la incomunicación? Busca pistas en el relato bíblico,
entendido como enseñanza válida para revisar actitudes por parte de cuantos seres
humanos —¿acaso tú y yo entre ellos?— no se ajustan al proyecto de Dios. Directrices
para una revisión a nivel personal y social.
La torre de Babel: dispersión de la humanidad. Hoy casi todos los organismos oficiales
claman por afianzar los nexos de unión entre los pueblos. ¿Por qué se acentúan a su vez
las guerras de carácter independentista? Pulsa los motivos por los que la sociedad
humana, aun sabiendo que sólo la unión la puede hacer feliz, se empeña en desunirse.
¿Qué orientaciones descubres en el relato de Babel? ¿Puede ofrecer éste pistas válidas
para evitar esa alarmante "dispersión" de la humanidad?
¿Cómo profundizar más en los temas expuestos? Una vez más te remito a un libro ya
aconsejado antes: A. VIDAL, Encuentro con la Biblia, Paulinas, Madrid 1989. Consulta
sobre todo las pp.130-133.