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EL DILUVIO UNIVERSAL

¿Hubo de verdad un diluvio universal? Influjo de los mitos babilónicos en la


redacción bíblica del diluvio. ¿Qué ocurrió con el arca de Noé? ¿Se ha encontrado?
Explicación razonada del gran cataclismo. La teología del diluvio como respuesta a la
teología del pecado. Noé y Utnapistim: semejanzas y diferencias. Y del arcoiris, ¿qué?
La embriaguez de Noé una vez terminado el diluvio. La bendición de Sem y la maldición
de Cam. ¿Hemos de temer un nuevo diluvio? Los grandes cataclismos del mundo actual.
Su enseñanza catequética para los creyentes de hoy. El diluvio: castigo y esperanza.

El relato del diluvio es uno de los que más hondo ha calado en el sentir de los
creyentes. Aún hoy, cuando llueve a chorros, suponemos que está "diluviando". Y así
evocamos aquel cataclismo que, a decir del mito, sacudió a la humanidad. Sé que, al topar
con la palabra mito, muchos lectores se preguntarán: "¿Hubo o no hubo diluvio?".
Comprendo su inquietud. No obstante, lo que más apremia no es saber lo que en verdad
ocurrió sino la enseñanza inspirada en lo supuestamente ocurrido.
La visión bíblica del diluvio quiere ante todo acentuar los trágicos efectos del
pecado. Este había ido ganando terreno hasta adueñarse de la humanidad. Se suponen
tales sus estragos que hasta Dios se arrepintió de haber puesto al hombre sobre la
tierra (Gén 6,6). Y, en un estallido de cólera, decidió destruir su obra creacional.
Entonces..., ¡sobrevino el diluvio!
Este es descrito con cinceladas dantescas de cuño apocalíptico. Dios deja caer tal
cantidad de agua sobre la tierra que hasta sus montes más altos se toman fondo marino
(Gén 7,19). Cualquier lector sereno, ante descripción tan estremecedora, tiende a
preguntar: "¿Es posible que las aguas remontaran incluso los picos del Himalaya? ¿De
dónde pudo caer tal cantidad?". Hoy se juzga pueril la escenografía bíblica. Nadie
ignora, en efecto, que la lluvia se debe a una evaporación que, tras cuajar en las nubes,
trueca el vapor en agua.
Pero, ¿cómo olvidar que los antiguos no pensaban igual? Ya expuse antes —
consúltese el tomo primero de la colección Biblia y Vida, La Biblia hoy. Temas
introductorios (Cap. 2.)—cómo concebían ellos el cosmos. A su juicio —¡visión mítica!—
sobre la bóveda celeste estaban retenidas las aguas superiores. Y, para que irrigaran la
tierra, la divinidad abría sus esclusas. Lo normal era mantenerlas abiertas el tiempo
preciso para humedecer la superficie terrestre. No obstante, el mito sugiere que Dios
—para trocar la lluvia en castigo— tardó mucho tiempo en cerrarlas. Tanto que los
depósitos de arriba casi se llegaron a vaciar.
Es obvio que tal encuadre responde a módulos míticos. Y estos no plasman los
hechos tal como lo hacemos hoy. Sin embargo, el relato trata de ofertar una catequesis
que ayude a combatir al pecado, enraizado en la humanidad. Son tan hondas sus raíces
que Dios decide dejar la tierra sin hombres. Sólo así podrá extirparse el mal. No
obstante, antes de poner en práctica tal decisión, ha de contrastarla con las exigencias
de su justicia. Y ésta —siempre ocurre igual— jamás consentirá que paguen justos por
pecadores. Cierto, mas ¿no estaba empecatada toda la humanidad? Así parece a primera
vista. No obstante, la tradición bíblica descubre una minoría fiel incluso en los trances
más caóticos. Pues bien, tal es lo que se supone que ocurrió cuando Dios decidió
exterminar a la humanidad.

El relato evidencia que Noé y su familia no se solidarizaron con el mal.


Siendo así, ¿por qué englobarlos en el castigo? La justicia divina exigía otorgarles
un galardón a causa de su fidelidad. Y es que esta, ¿no era acaso más meritoria desde el
momento en que el resto de los humanos apostaban por el mal? Ello explica que Noé y los
suyos sobrevivan al cataclismo. La tradición bíblica, para justificarlo, hace un acopio de
detalles cuya verosimilitud histórica deja mucho que desear. Tanto que hoy se discute si
el diluvio refleja un evento histórico o es simple fruto de la fantasía oriental. Esta —así
sugiere un sector de teólogos— plasmaría de este modo cómo castiga Dios el pecado una
vez que su paciencia se llega a agotar. ¿Qué decir? La respuesta es más com pleja de lo
que, en principio, pudiera pensarse.
1. ¿Hubo en verdad un diluvio universal?
Sé que hoy muchos se empeñan en considerar el diluvio como un recurso literario
para escenificar el castigo divino. Personalmente me niego a suscribir tal supuesto. Y es
que, analizando las literaturas de la antigüedad, se ve cómo casi todas evocan el
recuerdo de una catástrofe descomunal, provocada por la ira divina. Se contabilizan, de
hecho, nada menos que sesenta y ocho narraciones donde las aguas se supone que
sumieron en un caos total a la humanidad. Y lo más sorprendente es que tales relatos
afloran en la conciencia religiosa de los cinco continentes. De hecho, trece son asiáticos,
cuatro europeos, treinta y siete americanos, cinco africanos y nueve de oceanía.
De ello se infiere que la antigüedad compartía la creencia de un enorme
cataclismo debido al desbordamiento de las aguas. Cierto que no todas las descripciones
son idénticas. Cada una ofrece sus rasgos peculiares. Más siempre domina el intento de
mostrar cómo los dioses se aprestan a infligir un duro castigo una vez que el pecado se
ha posesionado de la humanidad. Ante tales testimonios, me resulta difícil entender el
mito bíblico como simple expresión de la fantasía popular. Creo que algo debió ocurrir,
sin duda en tiempos prehistóricos, que convulsionó el mundo habitado por el hombre. Y
éste —¡así lo exigían las reglas del juego!— lo supuso motivado por la cólera de la
divinidad. Así pues, una cosa es el hecho (cataclismo) y otra muy distinta su
interpretación (castigo divino).
Algo parecido no cesa de ocurrir a diario. Pongo un ejemplo. Si alguien sufre un
accidente de tráfico por abusar del alcohol, se sabe expuesto a un sinfín de
interpretaciones. De hecho, la viejecita del pueblo, que todo lo explica a la luz de su fe,
verá en él un claro castigo divino. El juez, en caso de intervenir los tribunales, lo
entenderá como efecto de una punible imprudencia. Y el protagonista es posible que lo
atribuya a su propia insensatez. El hecho (=accidente de tráfico) es único, mas ello no
impide que proliferen sus interpretaciones. Lo mismo podría aplicarse a un terremoto, a
una sequía, a un infarto o a un simple revés. Y es que, en el fondo, "todo es —así reza el
refrán— del color del cristal con que se mira".
Apliquémoslo al diluvio. No me resulta difícil admitir que el hecho pueda reflejar
un cataclismo real, si bien su interpretación se rija por motivos religiosos. Y tal
interpretación viene vertida en un relato donde prima lo inverosímil. Dicho de otra
forma: nada impide suponer que el diluvio evoque un hecho histórico, cuya consignación
escrita se rige por criterios míticos. ¿Es que acaso —sirva sólo de ejemplo— una
tormenta no puede ser descrita por un poeta? Si esto ocurre, el poema reflejará una
realidad histórica, aunque no lo sea su forma de consignarla. Con el diluvio, ¿no pudo
haber sucedido así?
Para evaluar su mensaje, se impone adentrarse
en el relato. Y este —tal como acabo de sugerir— no
necesariamente se rige por coordenadas históricas.
Así lo comprueba un dato que hoy la crítica analiza con
interés. Es el siguiente: el cataclismo, que el relato
describe con toda minuciosidad, viene también
reseñado en los mitos babilónicos. Y estos —así lo
señala hoy la crítica— sirvieron de inspiración a los
autores sagrados. Así pues, cara a precisar el
contenido religioso de la narración bíblica, nada como
adentrarse en los arcanos del mito babilónico.

1.1. El diluvio babilónico


Supongo, lector amigo, que ya no te resultará
desconocido el Poema de Gilgamés. ¿Recuerdas que
aludí ya a él cuando analicé la creación del hombre?
Pues ahora te invito a evocarlo de nuevo, ya que
describe con todo detalle —tablilla XI— una
catástrofe que la crítica relaciona con el diluvio bíblico. Son tan marcados sus
paralelismos que hasta provocan asombro. Para comprobarlo, basta resumir cómo se
escenifica el cataclismo en el poema babilónico.
Dado el porte rebelde de los humanos, los dioses se reúnen en consejo para tomar
una decisión. Y, tras el alegato de Enlil, optan por arrasar la ciudad de Schurippak. Sin
embargo, el dios Ea entra en contacto con Utnapistim —¡el hombre justo!—, dándole los
consejos oportunos a fin que sobreviva a la catástrofe. Muchas de las gestas
protagonizadas por Utnapistim son del todo afines a cuanto el mito bíblico relaciona con
Noé. Para realzar los paralelismos, se impone resumir los puntos más señeros del citado
poema. Veámoslos.
1. Consejos del dios Ea a Utnapístim. Le invita a demoler su casa y construir una nave. El
héroe debe renunciar a todos sus bienes y posesiones, para lanzarse a la búsqueda de la
vida plena. En su nave ha de llevar simiente de todos los seres vivos. ¿Cuáles son sus
dimensiones? No se dan con detalles, pero se insiste en que su anchura ha de ser igual a
su longitud.
Utnapistim construye el barco. Así se expresa el héroe: "Al quinto día tendí su
maderamen; un acre era el espacio de su base, siendo de diez docenas de codos la altura
de cada pared; lo proveí de seis puentes, dividiéndolo en siete partes; seis medidas de
betún eché en el horno; maté bueyes y sacrifiqué ovejas cada día; cargué en él cuantos
seres vivos tenía, haciendo que subiera toda mi familia y parentela".
Llega el diluvio. Una nube negra se alzó en el horizonte. La tierra se hizo añicos. La
tormenta sopló del sur durante un día, acumulando velocidad a medida que bufaba, y
atrapando a la gente como en una batalla. Nadie veía a su prójimo, ni podía reconocerse a
la gente desde el cielo. Los dioses mismos se aterraron del diluvio.
Cesa el diluvio. El mar se aquietó, la tempestad se apaciguó, el diluvio cesó. El paisaje
quedó llano como un tejado achatado. Acto seguido, habla Utnapistim: "Abrí una
escotilla y la luz hirió mi rostro". La nave se posó sobre el monte Nisir, quedando sujeta
y sin movimiento.
Utnapistim envía pájaros. "Al llegar el séptimo día, envié una paloma. La paloma se fue,
pero regresó.
Puesto que no había descansadero visible, regresó. Entonces envié y solté una
golondrina, pero regresó. Después envié y solté un cuervo. El cuervo se fue y, viendo que
las aguas habían disminuido, comió, se cernió, graznó y no regresó".
El sacrificio de Utnapistim. "Entonces dejé que todos salieran a los cuatro vientos y
ofrecí un sacrificio. Vertí una libación en la cima del monte. Los dioses olieron su dulce
sabor y se apiñaron como moscas en torno al sacrificante".
¿No hizo, en realidad, el héroe babilónico casi lo mismo que la narración bíblica atribuye
a Noé? Cierto que los babilonios siempre hicieron gala de una religiosidad politeísta. Por
ello son los dioses quienes deciden eliminar al hombre. Pero, aun variando los detalles, se
coincide en lo fundamental. De hecho, los nexos afloran en los puntos siguientes: a) los
dioses deciden exterminar a los hombres; b) un individuo concreto es avisado para que
se salve de la catástrofe; c) el castigo divino se concreta en una gran inundación; d) se
salvan las personas advertidas por los dioses y e) quienes sobreviven, muestran su
gratitud con un sacrificio cruento.
El autor babilónico vierte en su relato todo el estruendo de ese espeluznante
espectáculo que él atribuye a la indignación de los dioses. ¿No ocurre igual en la
narración bíblica? Son muy pocos quienes osan negar la realidad de tales paralelismos. Y
con ellos se evidencia que la antigüedad tenía muy grabado el recuerdo de una
terrorífica inundación que su fe asignaba a los dioses. Pues bien, aplicando idénticos
criterios al relato bíblico, acaso no resulte difícil evaluar su mensaje religioso.
1.2. El diluvio bíblico
La narración es muy amplia (Gén 6,57,24) y desborda grandiosidad. No en vano, se
expresa con ella cuán convulsionada queda la naturaleza al encolerizarse Dios. Este
decide castigar con dureza la obstinación del hombre, cuya actitud transpira pura
insolencia. El relato es de una crudeza excepcional. En él se constata cómo la faz de la
tierra queda a merced de unas aguas incontroladas que acaban anegando a la humanidad.
No en vano Dios ha decidido erradicar de una vez el pecado del mundo. Sin embargo, la
historia acabará demostrando que incluso Dios puede errar. De hecho, a pesar de su
castigo, el mal seguirá acosando a la humanidad.

Hace ya tiempo que la reflexión teológica, al revisar la narración del diluvio, viene
señalando una serie de desavenencias internas, capaces de desconcertar a cualquier
lector falto de sentido crítico. Son tan acusadas sus contradicciones que suelen causar
estupor. Veamos las más relevantes:
Tras iniciarse la descripción del diluvio (Gén 6,5-8), viene interrumpida de forma brusca
para introducir a la familia de Noé, cuyo porte religioso se celebra con incontenible
júbilo (Gén 6,9-12). Resulta evidente que esta breve historia de Noé rompe el ritmo del
relato. ¿Por qué? No hay razón que lo justifique.
Algunos detalles vienen consignados dos veces, lo cual supone una innecesaria repetición.
Así ocurre, de hecho, en las siguientes ocasiones: a) Dios pulsó la corrupción de la
humanidad (Gén 6,5/6,12); b) tomó, en consecuencia, la decisión de exterminarla (Gén
6,7/6,13) y c) Noé se ajustó a cuanto Dios le fue ordenando (Gén 6,22/7,5).
Se indica que Noé debe llevarse consigo una sola pareja de cada especie animal (Gén
6,19), mientras un poco más adelante se sugiere que han de ser siete parejas de
animales puros y una pareja de animales impuros (Gén 7,2). Asimismo, la duración del
diluvio unas veces se supone de cuarenta días (Gén 7,17/8,6), y otras se habla de ciento
cincuenta (Gén 7,24/8,3b). ¿En qué quedamos?
Por último, al finalizar el diluvio, Noé manda por tres veces consecutivas una paloma que,
retornando las dos primeras, deja de hacerlo en la tercera ocasión (Gén 8,10-12). ¿Cómo
armonizarlo con el supuesto envío del cuervo que jamás regresó? (Gén 8,7-8).
Tales anomalías restan verosimilitud al relato. Y ello nada tiene, en principio, de extraño
habida cuenta que lo que en él es evocado no ha de entenderse de manera literal. Sin
embargo, ¿a qué se deben sus irregularidades? Alguna razón las debe justificar. De
hecho, otras descripciones bíblicas, aun sin avenirse a la historia, muestran una total
coherencia. ¿Por qué en la narración del diluvio no ocurre así? Hace ya más de un siglo
que la crítica ha propuesto una explicación del todo satisfactoria. Sus presuntas
incoherencias internas se deben a la confluencia de dos relatos independientes,
unificados por la pluma de algún redactor. Es decir, en un primer momento habrían
circulado dos versiones distintas de este evento tan singular, que en una época posterior
habrían sido unificadas por algún autor anónimo, el cual las incorporó al acervo doctrinal
de su pueblo.
Intuyo que más de un lector se quede algo perplejo ante lo que acabo de sugerir.
Trataré de clarificarlo. ¿Verdad que ya en otros relatos hemos descubierto la mano del
autor yavista así como la del sacerdotal? Su presencia resultó sobre todo clara en los
relatos de la creación. Ya expuse a su tiempo cómo ambas visiones acabaron unificadas
en los dos primeros capítulos del Génesis. ¿Cómo? De una manera muy simple: colocando
la una después de la otra. Pues bien, algo parecido ocurrió con este relato. Pero con una
salvedad: ambas visiones del diluvio, antes de ser incorporadas al libro del Génesis,
fueron sometidas a un previo proceso de fusión. El redactor, en vez de colocar la una
después de la otra, las mezcló de tal forma que hoy resulta dificil desglosarlas. Así lo ha
hecho, por supuesto, la crítica, mostrando cómo sus presuntas incoherencias se explican
porque unos datos vienen ofrecidos por el autor yavista y otros por el sacerdotal. Y tú
ya sabes —lector amigo— que entre ambos escritores mediaron cinco siglos. Tiempo más
que suficiente para disentir en los detalles.
Renuncio a precisar el contenido de ambas fuentes, pues acaso con ello desorientaría a
más de un lector. Me limito a consignar su existencia. A mi juicio, lo que de verdad
interesa es destacar cómo el relato (¡relatos!) del diluvio trata de inculcar una
enseñanza religiosa de incalculable valor. De hecho, con ella se evalúa la importancia de
ese "resto fiel" que a la sazón encarnara Noé. No obstante, la historia no cesó de
testimoniar cómo el mal seguía echando raíces. El autor sagrado convierte este mito en
catequesis para expresar cómo la vivencia del pecado agota la paciencia de Dios. Y,
cuando tal ocurre, su castigo desborda rigor.
La formulación literaria del relato se inspira, por supuesto, en los mitos babilónicos. Mas
ello no tiene por qué sorprender. Tal praxis era común entre los antiguos. No en vano
cada pueblo se regía por parámetros religiosos, cuyos módulos de expresión solían ser
muy afines. Las diferencias radicaban, más que en la consignación de los hechos, en su
interpretación. Y, en este sentido, la oferta del mito bíblico dama por la más retadora
originalidad. Para constatarlo, basta bucear en su planteamiento teológico, el cual —sal-
vando las diferencias— sigue siendo válido aún hoy.
2. Teología del diluvio
Cada vez sintonizo menos con quienes se empeñan en trazar una línea de separación
entre la historia y la teología. En mi opinión, sus lindes no se ajustan a un trazado lineal.
Es decir, el tándem teología/historia no tiene por qué entrar en conflicto. Más bien se
intuye una mutua complementariedad. Tanto que a veces la historia es el mejor soporte
de una teología que trata de ajustar los hechos a la vivencia del individuo o de la
colectividad. Así sucede con el relato del diluvio. En él se adivinan una serie de rasgos,
cuya intención catequética hoy nadie se atrevería a impugnar. Sin embargo, no por ello
se priva a los hechos descritos de una presumible historicidad.
El diluvio, ¿es, pues, un hecho histórico? Así se ha pretendido demostrar. Recuerdo, al
respecto, el impacto causado por los descubrimientos del ar-
queólogo inglés C. L. Wooley. Este, tras varias campañas arqueológicas en Tell-al-
Muqayyar (al sur del actual Irak), topó con un inesperado estrato fangoso de dos metros
de profundidad. Ante tal hallazgo, Wooley pronunció una frase tan osada como ingenua:
"hemos descubierto el diluvio" (1929). Como era de presumir, ulteriores aportes
desmentirían su afirmación. Se vio, en efecto, que tal estrato de barro sólo aparece en
las cuencas de los valles, disipándose al emerger las colinas. Y, claro, siendo así, mal
podía tratarse de ese diluvio que el mito bíblico presenta como universal.
En todo caso, los aportes de Wooley confirmaron la teoría esbozada por ciertos
geólogos, a cuyo juicio la humanidad habría estado expuesta —en tiempos prehistóricos
— a enormes maremotos e inundaciones capaces de arrasar regiones enteras. Hoy la
ciencia confirma la existencia de varios períodos glaciales, el último de los cuales
(=Würm) finalizó hace unos diez mil años. Durante tal fase, casi toda la franja norte y
sur de la tierra estaban cubiertas de hielo. ¿Cómo se realizó el deshielo? ¡Interesante
pregunta!
Se han esbozado, al respecto, numerosas hipótesis. Entre ellas, gana cada vez más
puntos la que alude a un rápido calentamiento de la corteza terrestre. Debido a ello, la
superficie de las aguas pudo haber subido —en algunos puntos— cerca de diez metros.
Así pues, las zonas costeras se verían desplazadas por el ímpetu del agua. Sabiendo que
tales zonas eran las preferidas por el hombre prehistórico, nada impide suponer que
muchos pueblos desaparecieran.
Esta teoría justifica —en mi opi nión— que casi todas las literaturas antiguas evoquen un
cataclismo provocado por el desbordamiento de las aguas. Dada la mentalidad religiosa
de aquellos hombres, nada sorprende que atribuyeran tan luctuoso suceso a la cólera de
sus dioses. Así pues, el diluvio puede reflejar un evento ocurrido hace varios miles de
años. Y a ello se avienen los descubrimientos de Wooley. Este arqueólogo demostró, en
efecto, que una amplia zona de la antigua Mesopotamia (de 600 x 150 kilómetros) se vio
a la sazón afectada por una rápida subida de las aguas. Es, pues, lógico que los babilonios
conservaran vivo el recuerdo de esa tragedia que casi exterminó a sus ancestros. Y ello
explica a su vez que los autores bíblicos, inspirándose en la mitología babilónica,
evocaran el diluvio para mostrar cómo castiga Dios a los hombres cuando su pecado
desborda las lindes de lo tolerable.
Creo, pues, que hubo un cataclismo por el que —de un modo u otro— se vio afectada gran
parte de la humanidad. Sin embargo, lo que más interesa es evaluar cómo el mito torna
ese evento en doctrina. Es decir, basándose en algo que posiblemente ocurrió, elabora
una primorosa catequesis. Y esta comparte el sentir de esos dos autores (yavista y
sacerdotal) que —tal como antes indiqué— vierten en el relato su propia inquietud
religiosa.
2.1. El yavista:
teólogo sentimental
El autor yavista, fiel a su lema, presenta el diluvio como el culmen de esa trayectoria de
pecado, iniciada con la
prevaricación de Adán. Su intención es clara: ¡Yavé siempre toma la iniciativa! Con un
lenguaje muy sencillo imprime a los hechos sorprendente realismo. Para acentuarlo aún
más, tiende a contemplarlos desde la óptica divina. Por ello imagina a Yavé arrepentido
de haber creado al hombre (Gén 6,5-6), cuyo comportamiento lacera su corazón, sin que
ello le impida infligir un ejemplar correctivo.
La cólera divina llega hasta el paroxismo, ya que en sus planes creacionales el hombre
debía ser su incondicional colaborador. No en vano le había colocado en el paraíso para
dominar al resto de los seres creados, cooperando así a mantener el orden cósmico. Sin
embargo, Yavé no puede consentir que el ser humano se escude en sus privilegios para
entronizar el mal en el mundo. La experiencia testimonia que de hecho ha ocurrido así.
¿Cuál es la reacción divina? Muy simple: ¡exterminar al hombre de la faz de la tierra! Tal
es, en pocas palabras, su irrevocable decisión, a juicio del autor yavista.
Pero, ¿y Noé? Este simpático personaje viene introducido en su relato sin enjuiciar su
actitud personal. El autor se limita a consignar que halló gracia a los ojos de Dios (Gén
6,8). ¿Por qué él sí y los demás no? No se indica. Y es que el yavista se desinteresa de
cuantos comportamientos humanos activan el castigo divino. Su presentación no puede
ser más escueta: Yavé programa el exterminio de la humanidad no sin antes advertírselo
a Noé: "entra en el arca tú y toda tu familia" (Gén 7,1). De hecho, la familia de Noé logra
sobrevivir, no tanto por méritos propios, cuanto por la magnanimidad divina.
No deja de sorprender que el héroe diluviano adentre en su barco nada menos que siete
parejas de animales puros. Comprendo que a muchos lectores tal cifra les pueda
desconcertar. Cuando menos así me ocurrió a mí en los años de mi infancia. Sobre todo
tras la proyección de un film bíblico, donde se percibían al natural las dimensiones del
arca. Yo no cesaba de hacer mis cábalas: ¿para qué introducir siete pares de elefantes
(¡animal puro!) si uno solo era ya capaz de hundir el barco? Cuanto más lo pensaba, menos
lo entendía. Por mi mente iba desfilando una procesión de animales, que no lograba

ajustar a las dimensiones de la nave bíblica. Y, para colmo..., ¡siete pares!


Hoy entiendo el relato de manera muy distinta. Y es que, por fortuna, he logrado
superar su encuadre literal. Mi formación bíblica me invita a hurgar en la intención de su
autor. Y, al hacerlo, intuyo en él un claro afán de acentuar las excelencias de la pureza.
Por eso introduce siete parejas en el arca de Noé. Cierto que, para la propagación de
cada especie, era suficiente un solo par. Mas tal aspecto no viene contemplado por el
yavista. Este se centra en motivos religiosos. ¿Acaso el número siete no evocaba, para
los antiguos hebreos, la idea de plenitud? Siendo así, es lógico que cuantos seres com-
parten pureza, se supongan preservados de forma plena. Y ello, ¿no se expresa con el
número siete? Así se explicaría también que la paloma fuese enviada siete días después
que las aguas comenzasen a decrecer (Gén 8,10).
El yavista realza, pues, el protagonismo de Dios, en tanto el ser humano parece como un
juguete en sus manos. Y es que el peso de su pecado le sume en un desvalimiento total.
Por ello apenas se fija en señalar las ventajas de Noé, tras saberse libre de las aguas. El
héroe diluviano se limita a ofrecer a la divinidad un sacrificio de alabanza y gratitud.
Más no.
La gran preocupación del yavista estriba en celebrar la hegemonía de Dios. Es él quien
rige los destinos de la humanidad, incluso cuando esta rinde tributo al pecado. Tal
planteamiento tuvo que impactar a los lectores de su tiempo (s. X a.C.), ya que la recién
estrenada monarquía (=soberanía del rey) había desplazado a la ancestral teocracia
(=soberanía de Dios). Se ve claro que el autor añora las ventajas del régimen
tradicionalista, donde sólo se aceptaba el poder de Yavé. Para acentuar esa primacía
divina, supone orquestados por ella cuantos eventos configuran el diluvio. De este modo,
proclama el poder hegemónico de Dios que todo israelita debe aceptar si quiere
sacudirse el pecado. Tal encuadre, ¿acaso no sigue siendo válido hoy? Invito a mis
lectores a que busquen la respuesta.
2.2. El sacerdotal: teólogo racional
Su teología se muestra más depurada. Se cuida mucho de enjuiciar las intenciones
divinas, limitándose a sugerir que Dios —tras contemplar la tierra— la vio corrompida
(Gén 6,12). Y la corrupción se supone compartida no sólo por los humanos, sino también
por el resto de los seres. Tanto que Dios parece dispuesto a exterminarlo todo, pues
cuanto existe se muestra corrupto. Parece como si el pecado afectara al conjunto
creacional.
Sin embargo, a juicio del autor, Noé seria la excepción. Por ello recibe la encomienda de
construir el arca. Sólo él respira justicia (Gén 7,1). Y tal justicia arropa su actuación. De
ahí que decida estar acompañado por los animales en su obligada singladura. Y así todos
se libran del caos. El autor describe el diluvio con los mismos elementos literarios que ya
antes utilizara para connotar el caos que precedió a la creación. Y esta se debió a que la
fuerza divina se adentró en aquel caos, separando las aguas inferiores de las superiores
(Gén 1,1-6). Pues bien, esas mismas aguas —una vez desbocadas—provocan el cataclismo
(Gén 8,2), el cual vendría a ser como un retorno al caos original. Su planteamiento no
puede ser más drástico: así como la creación consistió en tomar al caos en orden, así
ahora el castigo divino decide que el orden se vuelva caos.
El diluvio viene contemplado, por tanto, como si fuera una nueva creación, representada
por la única persona que logró liberarse del caos: ¡Noé! A juicio del autor, Noé sale del
arca, no cuando se lo indica el cuervo (este nunca regresa), sino cuando él mismo, tras
abrir la escotilla, comprueba que la tierra ha recobrado su orden (="está seca": Gén
8,13). Y, finalizado el cataclismo, Dios le reitera la encomienda creacional: "creced y
multiplicaos" (Gén 1,28 = Gén 9,7). A partir de ahora, la humanidad podrá saberse libre
de pecado, dado que la justicia de Noé restablece el orden creacional. El propio Dios
sella un pacto con el patriarca, a fin de significar que defenderá a su descendencia, con
tal que ésta apueste por la fidelidad.
El autor sacerdotal brinda, pues, una visión más coherente de ese castigo divino que tan
merecido tenía la humanidad. Cierto que, a pesar de todo, el pecado continuará presente
en el mundo. Se trata obviamente del misterio del mal, que nadie ha logrado desvelar. Sí,
el mal sigue ahí. No obstante, la visión religiosa del autor sacerdotal sugiere que el ser
humano dispone de una ayuda que le permite adentrarse en la nueva creación. Su
mensaje se me antoja retador para hoy. No en vano, nuestra sociedad acusa los envites
de un caos que convulsiona el orden existencial del hombre. Me resulta difícil descubrir
nuevos diluvios. No obstante, veo claro que —en el fondo de nuestros corazones— prima
el desconcierto que fluye de la arrogancia. Y esta, ¿no viene compartida por cuantos
rehúsan (¿rehusamos?) regular su existencia por el proyecto de Dios?
El planteamiento del autor invita a fijar las bases para una nueva humanidad, donde Dios
ejerza de liberador, siendo el hombre el gran liberado. Noé se erige en símbolo. No
queda, pues, sino imitarlo para superar con éxito ese caos existencial que a todos nos
acosa por dentro. Se trata de un diluvio que el ser humano no cesa de vivenciar ¿Por
qué? Muy simple: cada vez cobra más fuerza en él la realidad del pecado. Y me refiero a
un empecatamiento anclado en criterios, no tanto de ley, cuanto de amor.
Ya observé antes que el pecado se asienta donde el amor se ausenta. Pues bien, si el ser
humano desea saberse al fin libre de sus tentáculos, no tiene más que imitar a Noé. Tal
es la tesis religiosa que, hace dos milenios y medio, propugnara el sacerdotal, pero
que aún hoy conserva su vigencia. Con ella se inculca que sólo el amor puede ahuyentar el
diluvio. Ojalá consiguiéramos entender su mensaje desde el plano vivencial. Si así fuera,
configuraríamos la nueva humanidad.
3. Más allá del diluvio
Tras el gran cataclismo, se estrena una nueva creación. En ella todo debe ser, en
principio, igual que en la primera. Con algunas salvedades. Entre ellas, la prohibición de
comer carne mezclada con sangre, ya que esta era considerada fuente de vida. Así pues,
la nueva humanidad no podrá alimentarse con la sangre de los seres vivos, ya que ello
implica disponer de la vida. Y esto sólo puede hacerlo Dios.
Resulta sugerente la estampa que brinda el mito de la situación posdiluviana, donde
únicamente subsisten los buenos. Tras posarse el arca sobre el monte Ararat (Gén 8,4),
Noé inicia una nueva andadura. El diluvio ha servido de correctivo. En adelante, el
hombre se habrá de mantener fiel a Dios.
Noé viene presentado como la más lograda expresión de fidelidad a Dios, a quien no cesa
de agradecer sus atenciones. Ahuyenta así de su existencia la mancha de Adán. El lector
saca la impresión de que en adelante la humanidad se mantendrá alejada del pecado, ya
que su presencia suscita la ira divina. Sin embargo, tal impresión es puro espejismo. De
hecho, el pecado vuelve a aflorar de nuevo en el mundo. No en Noé, pero sí en uno de sus
hijos (=Cam), a través del cual sigue haciendo estragos en la nueva humanidad.
Por cierto, amigo lector, ¿qué pasó con el arca del diluvio? Es posible que te formules tal
pregunta, sobre todo a raíz de ciertas publicaciones sensacionalistas que no hace mucho
hablaron de su presunto hallazgo. El texto bíblico se limita a suponerla posada sobre el
monte Ararat, nombre dado a dos grandes moles montañosas de origen volcánico (5.198
y 3.911 metros respectivamente), situadas en Armenia. Sé que, hace ya bastantes años
(1955) un arqueólogo francés (F. Navarra) dirigió una excavación en el Ararat, quedando
muy sorprendido al ver cómo —entre sus glaciares— iban apareciendo restos de madera
trabajada. Su antigüedad desbordaba los cinco mil años. Ante tan inesperado hallazgo,
Navarra exclamó: "Hemos encontrado el arca de Noé". ¡Cuánta ingenuidad!
¿Cómo admitir que unos restos de madera, pertenecientes a antiguas cabañas o palafitos
(=casas construidas con estacas sobre un lago), pudieran evocar el arca? ¡Pura fantasía!
Posteriormente se han hecho otros descubrimientos con resultados bastante afines.
Más que preocuparse por la suerte del arca, urge seguir la andadura de Noé. Y es que en
ella vierte el relato una serie de enseñanzas, válidas para activar esa teología del pecado
tan enraizada en la humanidad. De hecho, un estudio de la narración bíblica muestra
cómo Noé encama la actitud de Abel, mientras su hijo Cam se solidariza con el de Caín. Y
así la tierra se toma una vez más ese singular escenario donde el bien y el mal se
disputan el control del mundo.
3.1. Noé, el nuevo Abel
Finalizado el diluvio, Noé ofrece a Yavé un sacrificio de animales "puros" (Gén 8,20). Con
ello se revive el ideal nómada que tan bien encarnara Abel. Tal sacrificio aplaca a la
divinidad, la cual decide no reiterar tan terrífico castigo. Es una hermosa forma de
consignar cómo la ofrenda de Noé se erige en pararrayos con fuerza para contener la
cólera de Dios. Así pues, el hombre podrá sentirse seguro mientras continúe ofreciendo
sacrificios como el de Noé. Y este revive a su vez el comportamiento de Abel. Se trata,
en consecuencia, de estimular a los creyentes cara a una revisión de actitudes. Es
preciso compartir la fidelidad que Noé instaura en la nueva creación, la cual queda así
invitada a regirse por los designios divinos.
Para mejor afianzar el compromiso de Dios, la tradición bíblica lo apuntala con un
argumento que la crítica denomina "etiológico". Con tales argumentos se pretendía
explicar el origen de un fenómeno, un rito o un monumento. En nuestro caso, se trata del
"arcoiris". No en vano se supone que Yavé, para garantizar que no se repetirá el diluvio,
se compromete a "poner su arco en las nubes" (Gén 9,13). De esta forma, la presencia
del "arcoiris" señalará el fin del huracán, cerrándose con ello las puertas a todo ulterior
cataclismo.
Se pretende dar así una explicación religiosa a un fenómeno del todo común. La
experiencia atestigua, en efecto, que la aparición del arcoiris anuncia el fin de toda
tormenta. Y ello, ¿por qué? Los antiguos lo ignoraban. Sin embargo, ello no les impedía
buscar una explicación religiosa. Seria la siguiente: tal arco fue puesto por Dios en el
cielo tras el diluvio, para asegurar que éste no iba a repetirse. ¿Refleja una realidad
histórica? ¡Por supuesto que no! Mas el mito la aprovecha para verter una enseñanza
encargada de serenar el espíritu de los creyentes, dado que el arcoiris hace inviable
todo posible diluvio.
La nueva humanidad —simbolizada por Noé— debe situarse, pues, más allá de la
inseguridad que provoca el miedo. No en vano cuenta con el aval de la divinidad, la cual
exige a cambio regirse por los mismos criterios que, ya en los orígenes, vivenciara Abel.
¿Cómo olvidar que éste encamó el ideal nómada? Pues bien, igual se supone que ocurrió
con Noé. Antes del diluvio, ejercía de pastor. ¿Y después? En prin-
DISTINTOS RELATOS DEL
DILUVIO
Sumerio Babilónico Yavista Sacerdotal
Decreto de los Los dioses Yavé decreta la Dios decreta la
dioses decretan un destruc- destruc-
para destruir a diluvio ción del ción de toda
la hu- hombre a cau- carne a
mandad con un sa de su causa de su
diluvio perversidad corrupción
Nintu protesta Istar protesta
Ziusudra, Utnapishtim, Noé, héroe del Noé, héroe del
héroe del di- héroe del diluvio diluvio
luvio, rey y diluvio
sacerdote
Piedad de Noé halla favor Noé, el único
Ziusudra ante Yavé hombre justo
Ziusudra, Utnapishtim, Noé, advertido
advertido por advertido por por Dios
Enid en un Ea en un sueño
sueño
Ziusudra Barco: 120 x Arca: 300 x 50
construye un 120 x x 30;
barco enorme 120; 7 3 almacenes
almacenes; 9
compartimient
os
Instrucciones
para entrar en
el arca
Toda clase de Siete pares de Un par de
animales animales puros; todos los
un par de impu- animales
ros
Inundación y Inundación de Inundación de Brotan las
huracán lluvia celeste y lluvia fuentes y se
huracán abren los
ventanales del
cielo
Siete días de Seis días de Cuarenta días Ciento
diluvio diluvio de dilu- vio, cincuenta días
que se retira de diluvio y
tras dos otros tantos
períodos de para retirarse
siete días
El barco se El arca se posa
posa en el en Ararat
Nisir
Utnapishtim Noé mandó
manda pa- cuervo y
loma, paloma

golondrina y
cuervo
Ziusudra Utnapishtim Noé ofrece
sacrifica una ofrece sa- sacrificios en
oveja al dios- crificios en el un altar
sol monte
Nisir
Los dioses se Yavé degusta
reúnen como su dulce sabor
moscas en
tomo a los
sacrificios
Ziusudra Utnapishtim y Yavé decide no Dios hace un
recibe la in-. su espo- repetir pacto con
mortalidad sa reciben la el cataclismo Noé: no
inmortali- por consi- mandará más
dad deración al diluvios
hombre
El collar de Dios coloca el
lapislázuli de arcoiris
Istar como como símbolo
símbolo y de pacto
recuerdo

cipio, continuó igual. Sin embargo, el mito introduce un nuevo elemento que, a la postre,
resultaría catastrófico. ¿Cuál?
Sugiere que, tras el cataclismo, toda la tierra quedó deshabitada. Sólo Noé y los suyos
lograron sobrevivir. Por tanto, faltaban competidores. Ello hizo que el héroe diluviano,
tras reactivar su trashumancia, terminara asentándose en un determinado lugar. Y, en
base a ello, cambió su oficio de pastor por el de agricultor (Gén 9,20). ¿Cómo olvidar que
la tradición bíblica siempre vio en la vida sedentaria la raíz de todo mal? Noé no iba a
ser la excepción. Se comprende, pues, que —dedicado a la labranza— acabara plantando
una viña. Y, claro, de la viña salen las uvas, cuya fermentación las convierte en vino. ¿Qué
ocurrió? Muy sencillo: Noé se embriagó. Y con su borrachera se alía de nuevo el pecado.
Resulta, no obstante, sintomático que la tradición bíblica jamás una al patriarca con los
nuevos envites del mal. Aun siendo él el que se embriaga, queda exculpado. Tanto que el
pecado se adentra tan sólo en parte de su descendencia. Concretamente en uno de su
tres hijos: ¡Cam! Ello evidencia el respeto que la tradición sintió siempre por Noé. Por
más que caiga en las redes de la vida agrícola, sigue siendo encomiado como si fuera
modélico su proceder. No en vano, encama la actitud de Abel. Y en él jamás tiene acceso
el pecado. Para pulsar su presencia, se impone acudir a Cam, cuya actitud es asociada con
la de Caín. Tal nexo viene sugerido por un fantasioso relato donde el mito desplaza de
nuevo a la historia.
3.2. Cam, el nuevo Caín
A raíz de la embriaguez de Noé, se introduce un elemento de gran valía: ¡su desnudez!
¿Cómo no relacionarla con la de Adán tras su pecado? En realidad, nada debería
sorprender que el patriarca, en base a su embriaguez, yaciera desnudo en su tienda. Y
menos aún que su estado arrancase sonrisas a sus tres hijos varones (Sem, Cam y
Jafet). Sin embargo, el relato trueca la desnudez de Noé en expresión de pecado. No
por lo que ella supone en sí, sino por la forma de encajarla sus hijos. Son ellos quienes
han de afrontar la postración de su padre.
El autor pone todo su afán en expresar cómo Cam traduce su embriaguez en motivo de
burla. Y ello solivianta lógicamente a Noé. Pienso que esta bella narración no siente el
menor interés de evocar lo que presumiblemente pudo haber sucedido. Más bien lo
interpreta en base a una intención catequética. Para entenderla, se impone acentuar un
detalle. ¿Cuál? Cam viene presentado como el padre de..., ¡Canaán! (Gén 9,22). En mi opi-
nión, ahí está la clave para entender el relato.
Su autor justificaría en él cómo los cananeos, dada su ascendencia camita, siguen
arropando el pecado. Por ello, la famosa maldición de Noé se hace extensiva a toda la
descendencia de ese hijo a quien le faltó pudor. Escuchémosla: "Maldito sea Canaán,
siervo de siervos sea para sus hermanos" (Gén 9,25). Pero, ¿no fue Cam quien cometió el
desacato? ¿Por qué se maldice a Canaán? Ello, en principio, parece obvio dado que —en el
sentir de los antiguos— los hijos se suponía que
cargaban con las culpas de sus padres (Ex 20,5; Dt 5,9).
Mas tampoco se me oculta que los israelitas convirtieron el relato en arma defensiva.
¿Por qué? Basta recordar cómo —así lo refiere la historia— de hecho se adueñaron del
país de Canaán. Lógico, pues, que los cananeos fueran sus más encarnizados enemigos. No
en vano les habían arrebatado su país. ¿Cómo justificar tal usurpación? La tradición
bíblica busca un argumento de cuño religioso. Y no tarda en encontrarlo. Se lo brinda la
historia de Noé. Si Cam (=Canaán) recibió su maldición, se sabe condenado —cual nuevo
Caín— a vagar errante y sin rumbo. Pues bien, lo mismo debe aplicarse al pueblo cananeo,
ya que en él se perpetúa la descendencia de ese hijo de la maldición.
En cambio los israelitas se supone que entroncan con Sem. Y este, ¿no recabó la
bendición de su padre? (Gén 9,26-27). Siendo ellos semitas, se creían con de recho a
esclavizar a cuantos camitas (=cananeos) se cruzaran en su camino. Hermosa forma de
legitimar —con argumentos religiosos— la usurpación de un país que, desde un punto de
vista histórico, era propiedad de Canaán.
Tal tesis viene vertida en dos nuevos árboles genealógicos, donde los descendientes de
Cam (=nuevo Caín) siguen activando el pecado (Gén 10,620), mientras los de Sem
(=israelitas) se solidarizan con el bien (Gén 10,21.24-29). Y así una vez más el bien y el
mal continúan disputándose la hegemonía sobre una humanidad que no cesa de
expandirse. Tanto que muchos se han inspirado en estos relatos para justificar el origen
de las distintas razas humanas.
El esquema sería muy simple. Para unos, los mongoles amarillos entroncarían con Cam, los
indoeuropeos con Sem y los negros africanos con Jafet. Para otros, el mundo estaría
dividido en semitas (=árabes y judíos), camitas (=europeos) y jafetitas (=africanos).
¿Qué decir? Tales supuestos son producto de una fantasía delirante que en nada se
aviene con la realidad. Pienso que el autor sagrado jamás pretendió explicar la
procedencia de las razas humanas. Su intención era más modesta: engarzar a los
israelitas con Sem y a los cananeos con Cam. Y así se explicaba que Dios se solazase tan
sólo con los semitas, por canalizar ellos esa fuerza del bien que, a través de su hijo Sem,
les transmitiera Noé. En cambio, los cananeos (camitas), por ser hijos de la maldición,
carecían de todo derecho sobre esa "tierra prometida" que el pueblo elegido siempre
consideró don de Dios.
4. Conclusiones prácticas
Todo lo concerniente al diluvio ha de integrarse en la prehistoria del pueblo elegido. Y
en ello ha de buscarse una clara intención catequética. No en vano su dinámica gravita en
tomo al tándem delito-castigo, donde aflora la andadura del pecado así como la reacción
de Dios. Los autores sagrados, en base a lo que ocurrió en los orígenes, trazan una
catequesis que sirva para ahuyentar el pecado del seno de la comunidad. De hecho, esta
se sabe comprometida con Dios, cuya paciencia se imponía no agotar.
La evocación del diluvio muestra cómo el ser humano, al no acatar los planes divinos,
encolerizó a Dios, cuyo castigo resultó ejemplar. Cierto que hoy nadie piensa que la
divinidad pueda infligir tales correctivos. Mas, ¿acaso resulta tan difícil descubrir sus
huellas en tantos millones de camboyanos muertos sin saber por qué? ¿Y no ocurre igual
con cuantos etíopes caen víctimas de la insolidaridad humana? ¿Y qué decir de esas
continuas guerras —frías o calientes— donde el odio erradica al amor? Se pueden, por
tanto, atisbar hoy vestigios de un diluvio que sigue arrasando a la humanidad. Sus raíces
se hunden —igual que ayer—en el trágico sino del pecado. Y es que, si el amor regulara la
andadura humana, esta jamás pactaría con el mal.
¿Cómo afrontar los envites de ese "diluvio" donde el creyente descubre la ira de Dios?
Aunque más de uno se sorprenda, sigue siendo señero ese mensaje bíblico que —en base
a la
realidad del pecado muestra cómo ahuyentar la opresión (=adamáh) y respirar
libertad (edén). Sí, la situación que el mito supone vivida en los orígenes, continúa viva
hoy. Y todo creyente dama por una ayuda que le libere de su propia angustia. Pues bien,
tal es la ayuda que le brindan esos relatos, donde el recuerdo se toma mensaje. Y este
¿acaso no es tan válido hoy como ayer? En orden a fijar pistas, acaso resulte útil
resumir las doctrinas de esas narraciones, donde el mito —aun sin adecuarse a la
historia— incita a vivenciar la fe.
Casi todos los pueblos de la antigüedad conservan el recuerdo de algún cataclismo aluvial
que arrasó regiones enteras. Tal hecho, interpretado con criterios religiosos, invita a
pensar en un castigo infligido por la divinidad a causa del porte aberrante de los
hombres. La tradición bíblica, solidarizándose con los mitos babilónicos, evoca también
una enorme inundación que supone que afectó a la humanidad.
La presencia de Noé garantiza que Dios jamás castiga al justo. Más bien lo libera de
forma providencial. El arca queda así convertida en símbolo de esa ayuda que la divinidad
prodiga a quienes, en base a su comportamiento fiel, sobreviven a la catástrofe. Noé,
héroe por la gracia de Dios, instaura una nueva humanidad, integrada —al menos al
principio— por cuantos se sitúan más allá del pecado.
Tras el diluvio, Dios sella una alianza con Noé, comprometiéndose a no reiterar tan
terrífico cataclismo, con tal que el hombre mantenga una actitud de fidelidad. Esta ha
de traducirse

en una decidida aceptación del proyecto divino, rechazando toda oferta (=tentación) de
querer ser "como dios". La nueva humanidad, simbolizada por Noé, prodiga el diálogo con
el mundo divino, rompiendo así todo nexo con el pecado.
4. El diluvio, ¿no se ha vuelto a repetir? El autor sagrado advierte al pueblo que Dios le
puede infligir un nuevo castigo si se entrega al desenfreno. Tal mensaje sigue siendo
válido hoy. ¿Quién ignora, en realidad, los estragos de cuantos cataclismos provoca el
hombre por no respetar el orden creacional? Quizá no se reitere el diluvio. Pero, una
bomba atómica, ¿no se antoja más nefasta? Y el ser humano, ¿no puede destruir incluso
su planeta si el odio desplaza al amor? El relato del diluvio se me antoja un toque de
alerta para concienciar al hombre de que sólo la justicia —fruto a su vez del amor—
puede librarle de su total aniquilación.
En realidad, todos acusamos el temor de una conflagración nuclear. Tenemos claro que
con ella el mundo puede saltar por los aires. ¿Qué dice, al respecto, la Biblia? Su
enseñanza conserva hoy su vitalidad. Proclama, en efecto, que el hombre, sólo aceptando
los límites de su creaturidad, podrá compartir la paz de los justos. Y es que, cuando se
empeña en ser lo que no debe, adentra el caos en su mundo. Y donde el caos impone su
ley, sólo cabe esperar destrucción.
La visión bíblica del diluvio ayuda a su vez a comprender cuán difícil resulta exterminar
el pecado del mundo. Ni siquiera entronizando una nueva humanidad (Noé), se lo arranca
de raíz. Sigue más bien acosando al hombre. Así lo testifica la tradición. Su plantea-
miento no admite réplica: tras un breve paréntesis donde el castigo sirviera de crisol, de
nuevo el pecado se adentró en el mundo. Así viene atestiguado por la descendencia de
Cam. ¿Y el bien? Lo cataliza la descendencia de Sem. Vemos, pues, cómo se va repitiendo
la historia. Una vez más aflora en ella el antiguo conflicto entre cainitas y los
descendientes de Abel. Tal conflicto, ¿dónde culminó?
La respuesta ha de buscarse en Babel. Mas de ello ya hablaré en el próximo tema. Por el
momento, amigo lector, juzgo suficiente lo expuesto. Si en verdad consigues vivenciarlo,
verás cómo sólo el compromiso con Dios puede librar al mundo del caos.
FICHA DE TRABAJO
Los dos relatos bíblicos del diluvio. Ya hemos visto cómo tanto el yavista como el
sacerdotal ofrecen sus respectivas narraciones del evento. En un gráfico que expongo
puedes ver qué textos concretos pertenecen a cada relato. Te animo a que los escribas
en líneas paralelas, estudiando sus concordancias así como sus diferencias. Y, en base a
tales diferencias, trata de justificar las intenciones teológico-catequéticas de cada
autor sagrado.
Los relatos extrabíblicos del diluvio. En otro gráfico cotejo la visión sumeria y
babilónica con la que nos ofrecen el yavista y el sacerdotal. Te animo a estudiar con
esmero el gráfico, en orden a descubrir los elementos comunes. Tales elementos,
¿consigues descubrirlos también en la situación de nuestra sociedad? ¿Cómo y dónde se
fraguan hoy los "nuevos diluvios"?
¿Miedo a un nuevo diluvio? El mito bíblico sugiere que Dios se compromete a no mandar
nuevos diluvios. Mas esto, ¿cómo se ha de entender? El hombre de hoy, ¿puede y debe
temer que ocurran más diluvios? Tales diluvios, ¿pueden fraguarse también en la
interioridad de las personas? Adéntrate en su interior y busca posibles situaciones
existenciales que permitan pensar en un cataclismo personal donde acaba asentándose el
caos.
Diluvio y catequesis. Se puede y debe elaborar una formulación catequética donde el
recuerdo de lo que supuestamente ocurrió en los orígenes sirva de pista para evitar
nuevas catástrofes en el futuro. ¿Cómo crees que se ha de actualizar la visión bíblica del
diluvio? ¿Qué decir de la energía atómica y nuclear? ¿Pueden estas desencadenar nuevos
diluvios? ¿Qué hacer para evitarlo?
¿Cómo profundizar más en los temas expuestos? Para evaluar más a fondo las
implicaciones de los relatos bíblicos sobre el diluvio, puede servirte de ayuda una lectura
reposada del poema babilónico, donde el evento viene descrito con toda minuciosidad.
Para ello, te puede orientar el siguiente estudio: F. MALBRAN-LABAT, Gilgamés, Verbo
Divino, Estella 1983.
LA TORRE
DE BABEL
La torre de Babel, ¿es inventada o es histórica? El "ziggurat" del dios Marduk y su
influjo en el relato bíblico. Planteamiento religioso del relato. El hombre, ¿puede
adentrarse en el cielo? La confusión de lenguas y la incomunicación humana. ¿Seguimos
levantando todavía hoy "torres"? Babel y el presunto origen de los idiomas humanos. La
dispersión de la humanidad, ¿cómo verla reflejada en el mundo actual? El relato de
Babel como catequesis válida para aceptar el proyecto de Dios en nuestras vidas. La
osadía del hombre, hoy. Babel: realidad histórica y enseñanza religiosa.
Cuando era niño, tuve un extraño sueño. En él pude ver cómo varios amigos, tras subir
por una torre muy alta, con escalera de caracol, llegábamos a una puerta en cuyo dintel
podía observarse —escrita con letras de oro— la palabra "cielo". Todos nos mirábamos
con tanta alegría como estupor. Estábamos a punto de abrir la puerta, cuando un señor,
con barba muy blanca y una enorme llave colgada en su cinturón, nos pidió las
credenciales. Ninguno de nosotros conseguía entenderle. Y el "conserje" —¿te imaginas
quién podía ser?— nos miraba sin dejar de sonreír. Mi vista estaba fija en su llave, a la
espera de que nos abriera con ella
la puerta de la eternidad. No obstante, el viejo socarrón nos invitó a regresar por donde
vinimos, pues por el momento no se nos permitía entrar. Me entristecí y..., ¡me desperté!
Ya en vigilia, recordé que dos días antes la catequista nos había explicado el relato de la
torre de Babel.
Supongo que no he sido el único en haber tenido sueños así. He podido constatar que esa
sugestiva "torre" cala hondo en la sensibilidad infantil. De hecho, muchos niños la
imaginan con tal realismo que ocupa un lugar de honor en su "disneylandia" particular.
¡Cómo hechiza lo fantástico!
No dudo que mis lectores —dejada
ya atrás su niñez— tienen claro que al cielo no se llega por una escalera de caracol. Y,
siendo esta una quimera, con la torre ha de ocurrir igual. Así me lo hacía saber un
aldeano "docto" antes que yo pronunciase mi anunciada conferencia sobre la "torre de
Babel". A su juicio, tal "torre" era puro cuento. En casos así, suelo dejar hablar. Siempre
se aprende algo de quien toma osada su ignorancia. En el caso que refiero —¡es histórico!
—, mi improvisado maestro pagó tributo al ridículo. Y ello, ¿por qué? Muy sencillo, lector
amigo: la torre de Babel no es cuento sino realidad. ¿Quiere esto decir que existió de
verdad?
Comprendo que muchos se hagan la misma pregunta. Sobre todo tras comprobar cómo la
prehistoria bíblica está jalonada de mitos. ¿Acaso la torre no es uno más? Pues..., ¡no!
Tengo absoluta certeza de que tal torre existió. ¿Cómo yo, que procuro evitar la certe-
za, me apoyo en ella para reivindicar la existencia de "torre" tan singular? Si tal hago,
es porque me sobran razones. Tantas como a aquel párroco que —según relata la
anécdota— no repicó las campanas para recibir a su obispo. ¿No lo recuerdas? Te lo voy
a relatar.
El obispo, molesto por la silenciosa acogida, pidió al párroco una explicación. Y este, sin
perder la calma, repuso que tenía setenta razones para no haberlas repicado.
"¿Setenta?", preguntó el obispo, cuya ira cedió paso al asombro. "Y, ¿cuáles son?". "Pues,
mire usted —afirmó el párroco—, la primera es que no tenemos campanas y con esta
sobran las demás". Igual me ocurre a mí con la "torre". Tengo setenta razones para
afirmar su existencia. La primera es que yo la he visto. Y, claro, con esta huelgan las
restantes.
Supongo que algún lector se sonreirá ante lo que acabo de garantizar. ¿Cómo puedo
haber visto una torre que, en caso de haber existido, tendría más siglos de historia que
metros de altura? No te alarmes, lector amigo, pues la cosa es más simple de lo que
puedas pensar. De hecho, en uno de mis viajes a Irak, me acerqué a Babilonia. Y allí,
entre un cúmulo de ruinas, pude contemplar los cimientos de su antigua torre, la cual —
así lo confirma
la historia— inspira el relato bíblico de
Babel. Te garantizo que, si conservas
la calma y sigues leyendo, muy pronto
se disiparán cuantas dudas puedas albergar al respecto.
1. Babel o la osadía del hombre
Hemos visto cómo los relatos prehistóricos, aun arropándolos el mito, dejan
claro que el pecado hace estragos en la historia. Tanto que la creación divina, más que
logro, llega a parecer fracaso. Y por ello Dios decide —no siempre sino sólo a veces—
infligir duros castigos para poner coto a los desvaríos del hombre. Aún tenemos fresco
el recuerdo del diluvio, donde el creador parecía decidido a destruir toda su obra. Sin
embargo, jamás el mal logra extirpar al bien de la tierra. Tal convicción siempre estuvo
arraigada en la conciencia religiosa del pueblo. Por eso, entendió su historia como un
continuo careo entre la fuerza del bien (=gracia) y la fuerza del mal (=pecado).
Dentro de esta dinámica se ha de encuadrar el relato de Babel. En él quiere consignarse
cómo —a pesar del correctivo divino— el pecado siguió haciendo estragos después del
diluvio. La tradición bíblica brinda una serie de genealogías (se las conoce como "listas
de pueblos": Gén 10,1-32) y en ellas se ve cómo el bien (=descendencia de Sem) y el mal
(=descendencia de Cam) continúan disputándose la hegemonía sobre el mundo. Cierto que
en esos relatos no se repite cuanto ya se indicó con motivo de los patriarcas anteriores
al diluvio. Ya entonces había quedado claro que, mientras el tándem bien/ mal mantuvo
líneas paralelas, se logró cierto equilibrio a nivel de humanidad. En cambio, tan pronto
como ambas líneas se cruzaron, el orden se tomó caos. Y con él..., ¡llegó el castigo!
Ahora los hechos vienen presentados de forma más esquemática. Mas ello no impide
percibir un vivo deseo de realzar cómo el pecado campa por sus fueros, sobre todo una
vez que la "nueva humanidad" (=buenos y malos) comete la torpeza de mezclarse en la
llanura de Senaar (Gén 11,2). Una vez más emerge el eco de aquel mítico pecado que
supuestamente protagonizaran los "hijos de Dios" (Gén 6,1-4). Sólo que en este
contexto, cambian los planteamientos concretos. De hecho, la humanidad entera —
compartiendo
la vivencia del pecado tiene la osadía
de desafiar a Dios. ¿Cómo? Ahí es donde entra en juego la famosa "torre".
En tomo a ella terminan las reflexiones sobre el pecado en los orígenes. Aflora una vez
más el obtuso empeño del hombre por hacerse "dios". La narración es obra del autor
yavista, el cual —así lo sugiere la crítica— se habría inspirado en algunos mitos ba-
bilónicos. Estos le ofrecieron el marco donde encuadrar el comportamiento estúpido de
una humanidad que seguía
sin aceptar las reglas de juego impuestas por el creador. En pocos relatos se destaca
con tanta fuerza la insolencia del hombre. Y es que en Babel desaira a Dios, no sólo
degustando un fruto prohibido (Adán) o matando a un hermano (Caín), sino tratando de
asentarse nada menos que en su mansión.
Tal osadía no podía quedar impune. Así lo expresa el mito bíblico, cuyo interés se centra
obviamente en esa singular "torre" sita en Babel. De tal "torre" ¿qué decir? Ya me
pronuncié antes sobre su innegable historicidad. Ahora quizá sea el momento de dar una
explicación más precisa a fin de que mis lectores valoren cuanto el autor pretende
enseñar con ella. Y es que su relato se ha de ver ante todo como una primorosa
catequesis, cifrada en inculcar al pueblo —¡a ti y a mí!— cuán absurdo se antoja desafiar
a Dios.
1.1. El ziggurat del dios Marduk
¿Quién no conoce —al menos de oídas— la torre de Pisa? Su sorprendente inclinación le
ha dado justo renombre. Algo así pudo haber ocurrido con la torre de Babel. Esta viene
identificada por la arqueología con el ziggurat de la antigua Babilonia. Y ¿qué es un
ziggurat? Muy sencillo: una torre con pisos escalonados, en cuya cúspide se erigía un
santuario. Hoy se ha podido saber que el ziggurat de Babilonia tenía unas proporciones
gigantescas. Se trataba, en realidad, de un templo dedicado a Marduk, el dios protector
de la ciudad. En él prodigaban los babilonios sus actos cúlticos, entre los que
sobresalía la procesión anual que festejaba la entronización del dios como soberano de
la gran urbe.
La altura de aquella torre era de noventa metros. Algunos autores sugieren que en su
construcción debieron emplearse unos ochenta y cinco millones de ladrillos, dado que en
aquel territorio escaseaban las piedras. El famoso ziggurat se supone que fue construido
unos dos mil años antes de nuestra era. Su nombre no podía ser más evocador:
Etemenanki (=entre el cielo y la tierra). Era entendido, pues, como un puente capaz de
unir el mundo de los dioses (=cielo) con el de los hombres (=tierra).
Templo tan descomunal no podía menos de impresionar a los antiguos. Cierto que fue
destruido a raíz de una invasión perpetrada por hititas y elamitas (1533 a.C.), mas de
nuevo seria levantado por el rey Senaquerib (689 a.C.), siendo restaurado y embellecido
por Nabucodonosor II (604-562 a.C.). La historia atestigua que, al regresar Alejandro
Magno de su campaña en la India (324 a.C.), el famoso Etemenanki era ya un montón de
ruinas. Y tales ruinas, al menos en parte, aún hoy siguen allí.
¿Cuál era el significado religioso de tan grandioso santuario? Dado que existían varios en
aquella región, no resulta difícil precisarlo. Es sabido que todos ellos gozaban de sumo
respeto y veneración, dado que en su nivel superior se suponía que residía la divinidad, a
la que se intentaba mantener contenta. Para eso se prodigaban los actos cúlticos así
como los sacrificios cruentos. Era, de hecho, creencia común que la sangre aplacaba a los
dioses. También la prostitución sagrada se erigía en pararrayos. Mas, en todo caso, tales
templos jamás fueron vistos como signo de presunción. Al contrario, en ellos no hacía
sino recabarse la ayuda divina. Así pues, la suntuosidad de esa "torre" babilónica jamás
fue interpretada como puño cerrado que reta a los dioses, sino como mano abierta que
implora su protección.
Ello se comprende mejor conociendo la orografía de aquella región. Es extremadamente
llana, sin colinas que alegren el paisaje. No se me olvidará un viaje que hice de Bagdad a
Mosul a través de la estepa. Tras muchos kilómetros de tragar polvo y soportar
monotonía, divisamos en lontananza una diminuta colina. Hasta el chófer —un kurdo
hermético y calculador—concedió una sonrisa al insólito espectáculo. Tan insólito que la
presunta colina no era tal sino un simple montón de escombros: las ruinas del ziggurat de
Assur.
El sentir religioso de la antigüedad suponía que los dioses residían en las alturas. Por ello
los santuarios solían construirse en las cimas de las montañas, que los creyentes se
supieran más cercanos a la divinidad. Los babilonios compartían tal convicción. Ahora
bien, siendo del todo llano el país, ¿dónde construir sus santuarios? ¡Sobre las montañas!
Mas, ¿dónde hallarlas? Para suplirlas, erigieron sus ziggura ts. Estos se antojaban, pues,
montículos artificiales, en cuya cima se emplazaba el templo del dios. Así pues, las
torres escalonadas —tal era la de Babel— se levantaban, no por deporte, sino por pura
necesidad.
Esta sugerente teología del ziggurat, ¿fue respetada por el autor bíblico? ¡En modo
alguno! Y ello es lógico, pues él entendía la religiosidad babilónica como expresión de
culto idolátrico. Por eso convierte la "torre" de su ciudad en símbolo del engreimiento
humano.
1.2. El hombre: ¿puede adentrarse en los cielos?
En base a lo dicho, puede garantizarse que la torre de Babel es un monumento cuya
existencia confirma la historia. Mas de ello no se infiere que sea histórico el evento que
el autor supone ocurrido allí. Me gustaría que mis lectores diferenciaran ambos
aspectos. Para ello, basta evocar una de las novelas de Agatha Christie. Cuando la
escritora inglesa pergeña la trama de Muerte en el Nilo, ambienta algunas

escenas en el templo de Luksor. Este templo es una de las más suntuosas construcciones
de la antigüedad. Sólo un necio osaría negar su existencia. Mas no por ello han de ser
históricos cuantos eventos supone la autora acaecidos en él.
Jamás se me ocurrirá pensar que el relato escenificado en tomo a la "torre" reivindique
historicidad. Lo veo más bien como una narración mítica con la que intenta el yavista
esbozar una catequesis de cuño vivencial. Y, para ello, se inspiró en los mitos babi lónicos
que magnificaban las excelencias de aquel zíggurat. Sin embargo —¡esto sí es
importante!—, no respetó el sentido religioso que los babilonios daban a su templo. Y me
explico: mientras la religiosidad babilónica levantó la "torre" para dar culto a su dios, el
yavista la supone erigida para desafiar a Yavé.
¿A qué se debe tal cambio de perspectiva? Sin duda a motivos religiosos. De hecho,
pretende evaluar el alcance de la osadía humana. Si el yavista elaboró su relato en
tiempos del rey Salomón (s. X a.C.), es cierto que el Etemenanki estaba a la sazón en
ruinas. Ello no impedía, sin embargo, que, a causa de sus gigantescas proporciones, se le
siguiera evocando como "la gran catedral de la antigüedad". Pues bien, se inspira en tan
famoso santuario para componer un relato, donde viene realzada la insolencia de la
humanidad.
Nada ha de sorprender, por lo mismo, que convierta al Etemenanki en el decorado ideal
para escenificar el engreimiento del hombre. Este no parece resignado a vivir en la
estepa. Quiere remontarse nada menos que al plano divino. Tal actitud, ¿no evoca el
drama del paraíso? Allí Adán pensó que, si comía del fruto prohibido, se convertiría en
dios. Aquí el hombre supone que, si levanta una torre muy alta, podrá penetrar en la
mansión divina.
El planteamiento teológico es el mismo en ambos casos. Con una excepción: mientras en
el paraíso Adán sí comió el fruto, en Babel el hombre no levantó la torre. ¿Por qué? Yavé
no lo consintió. Es como si hubiera escarmentado en base a lo que sucedió con Adán. La
historia del paraíso no se debe repetir. Por eso el autor sugiere que Dios actúa antes
que el hombre lleve a cabo su osadía.
El relato, haciendo gala de un infantilismo religioso, sugiere que la actitud engreída del
hombre solivianta a Dios. Y es que éste se halla ya sobreaviso. De hecho, en el paraíso
sólo reaccionó después de prevaricar Adán. ¿Por qué? Aún no se había estrenado el
pecado. En cambio ahora, la intervención divina se realiza antes que el hombre levante su
"torre". Tal cambio de estrategia se debe a que el pecado es ya un viejo conocido. Lleva
mucho tiempo de rodaje en la historia. Por eso, Dios en vez de airarse una vez que se
consuma, actúa con diligencia para hacerlo abortar. Así pues, su intervención tiene por
objeto, no tanto castigar al hombre a causa de su insolencia, cuanto evitar que esta
termine en tragedia.
Y es que, en el sentir de la antigüedad, ningún mortal podía adentrarse en los cielos.
Estos se suponían mansión exclusiva de la divinidad. En caso que alguien consiguiera
infiltrarse en ellos, compartiría sin más los privilegios de los dioses. ¿Cómo consentirlo?
Por eso en las puertas celestes se hallaba el rótulo de rigor —"prohibida la entrada"—
escrito en todos los idiomas; por eso el viejo con barbas no me dejó penetrar en aquel
sueño de mi infancia; y por eso Dios se yergue con firmeza, impidiendo que la "torre" se
consiga terminar.
2. La confusión de lenguas
La palabra babel es de origen babilónico (=puerta del dios) y es utilizada casi siempre en
plural: babilí (=puerta de los dioses). Se trata, pues, de un nombre santo, que evoca al
pronunciado por Jacob a raíz de su sueño: "Aquí está la casa de Dios y la puerta del
cielo" (Gén 28,17). No deja de sorprender el paralelismo entre la puerta del dios
babilónica y la puerta del cielo bíblica. Debe advertirse, no obstante, que nombres así
eran muy utilizados en la antigüedad para designar el carácter sagrado de un
determinado lugar. Y tal era el sentido que los babilonios daban a babel.
El autor yavista, al desconocer el idioma babilónico, ignora cuál es el significado real de
babel. Lo cual no le impide asignarle uno que se avenga con su intención catequética. He
ahí cómo argumenta: "Se la llamó babel porque allí confundió Yavé el lenguaje de toda la
humanidad" (Gén 11,9). Así pues, la palabra que los babilonios consideraban sagrada, el
yavista la convierte en signo de confusión. Es posible que apoyara tal cambio en la afini-
dad fonética entre el vocablo hebreo bala! (=confusión) y el babilónico babel (=puerta
del dios). En cualquier caso, no pretendió ejercer de filólogo. Lo que en verdad le
importaba era situar en aquel escenario su doctrina sobre el pecado del hombre y la
reacción de Dios.
2.1. Babel y el origen de los idiomas
El origen de los idiomas humanos trae en jaque a los filólogos. Estos sugieren que en un
primer momento el hombre se sirvió del canto como vehículo de comunicación. Sólo en
una fase muy posterior comenzó a articular sonidos para aludir a objetos o a situaciones
concretas. Y así se puso en marcha un proceso que culminaría con la fijación de los
idiomas. Y estos, ¿por qué son tantos y tan diversos? La explicación debe buscarse —a
juicio de los eruditos— en las circunstancias concretas (clima, idiosincrasia,
topografía...) que configuran la andadura de cada etnia.
Tal es lo que sugiere al respecto la ciencia. Sé que su dictamen no se aviene con el de un
antiguo compañero, cuando en los años briosos de nuestra juventud ambos estudiábamos
alemán. Y, a decir verdad, hacíamos ciertos progresos. De repente, mi colega comenzó a
acumular desánimo.

Cuando yo intentaba animarlo, se le crispaban los nervios. Un día, en el que le acosaba la


"depre", vino a mí y se sinceró: "¡Qué bien podríamos vivir los humanos de no haber sido
por Babel!". Intuí lo que me quería decir. Y, a lo largo de mi vida, he seguido
comprobando con qué frecuencia se responsabiliza a la "torre" de la proliferación de
idiomas. Cuando he tratado de objetar que no es así, casi siempre se me espeta lo
mismo: "Pero..., ¡si lo dice la Biblia!". Claro que sí. Sólo que en éste, como en otros muchos
casos, lo importante no es lo que ella dice sino lo que quiere decir de verdad.
Pienso que el autor sagrado desea plasmar en su relato cómo el orgullo bloquea la
comunicación. Y tal idea la vierte en un relato donde la ingenuidad raya a veces en el
paroxismo. Sé que muchas personas lo entienden de manera literal. Así lo hacía yo en mi
in fancia. Recuerdo que imaginaba una "torre" de altura excepcional. Y, conforme ésta
iba en aumento, más difícil resultaba ponerse de acuerdo. Mi fantasía infantil me hacía
suponer que si alguien —sirva de ejemplo— pedía desde arriba un caldero, los de abajo
entendían un ladrillo; si una soga, un rodapié; si un martillo, una espátula. ¿En qué
terminó tan ambicioso proyecto? Muy simple: viendo que era imposible entenderse, se
optó por desistir. Y, claro, la "torre" habría quedado a medio hacer, tal como sugerían
algunos grabados de nuestro manual de "historia sagrada".
Hoy me río de mi propio candor. No obstante, me inquieta que muchos adultos sigan
pensando igual. Y es que, manteniendo tal encuadre, jamás entenderán la intención
religiosa de este relato, cuyo grafismo se toma enseñanza. De hecho, su autor comienza
realzando las delicias de la convivencia armónica: "Todos los hombres vivían tranquilos
en la llanura de Senaar". Pues bien, de repente "algo" les desazonó. ¿Qué? Su absurdo
afán de penetrar en los cielos, es decir, de vivir como si fueran "dioses". ¿Cómo con-
seguirlo? La "torre" se erige en respuesta. Sin embargo, no se hace esperar la reacción
de Yavé. Este siembra tal confusión entre ellos, que nadie logra entenderse. El
correctivo divino se antoja eficaz. Evita, de hecho, que la humanidad consiga
"endiosarse".
La tragedia de Babel me resulta del todo elocuente una vez traducida a lenguaje
catequético. Y es que me permite verla repetida cuantas veces los humanos, obcecados
por nuestro orgullo, somos incapaces de comunicarnos con los demás. Así ocurre siempre
que rehusamos estar donde Dios nos colocó. Es decir, hartos de nuestra "llanura de
Senaar", decidimos levantar una "torre" que nos sitúe en un plano superior. Es la "torre"
de nuestro propio engreimiento. Pretendemos que nos remonte por encima de cuanto
respira caducidad. Mas ello, ¿no es un absurdo? ¡Claro que sí! Dios hizo al hombre para
que este se realizara en la "llanura de Senaar". Así pues, todo proyecto de levantar una
"torre" desaira a la divinidad. Y ésta reacciona..., ¡confundiendo las lenguas!
Ecos de tal confusión sacuden a diario nuestras vidas. ¿No es triste, en efecto, ver
cómo infinidad de personas —aunque hablen un mismo idioma—jamás logran entenderse?
El mensaje del relato sigue siendo retador. Su autor pretende enseñamos que la
incomunicación humana se debe a ese absurdo "endiosamiento" que nos incita a levantar
"torres" que cada vez nos distancian más del resto de la humanidad. Resulta trágico
constatar cómo el hombre, por encerrarse en la "torre" de su egoísmo, no se entiende
con los demás. Siempre que esto ocurre..., ¡emerge Babel!
Hace unos meses, tuve una extraña experiencia en un parque. Los niños jugueteaban con
sus pelotas, los jóvenes retozaban en el césped y los adultos paseaban derrochando
sensatez. Los senderos de aquel parque estaban jalonados de bancos, cuyo respaldo
central permitía ocupar ambos lados. Pues bien, de repente me fijé en dos caballeros
que, aun compartiendo un mismo banco, nada tenían en común. Sus espaldas casi unidas
avalaban su total separación. Era como si, entre ellos, mediara un mundo de incomuni-
cación. Ignoro el motivo, pero en aquel momento vino a mi memoria Babel. Quizá porque
yo también me he sentido allí cuando, por encimarme en mi "torre", me aíslo de los
demás.
Para asir el mensaje de este relato, acaso resulte útil cotejarlo con el de pentecostés
(He 2,1-11). Y es que ambas situaciones se me antojan como las dos caras de una misma
moneda. Babel proclama a gritos que los hombres, si nos ciega el egoísmo, aunque
hablemos un mismo idioma no logramos entendernos. Por el contrario, pentecostés
evidencia que, cuando nos

ilumina el amor, todos se entienden, aunque hablen idiomas distintos.


Visto desde este prisma, el mensaje de Babel estimula a evaluar las excelencias de la
comunicación. No en vano, todo ser humano necesita compartir sus vivencias con los
demás. Nada hay tan lacerante como el ostracismo. Este sume en la más tétrica soledad.
Tal es la causa de esa dispersión que el mito supone decretó Dios. Sin embargo, los
humanos apostamos por el aislamiento siempre que —¡cuánta presunción tras cada
"torre"!— nos obstinamos en vivir cual si fuéramos dioses.
2.2. La dispersión de la humanidad
El relato termina de forma muy expresiva: "Yavé los dispersó de allí por toda la faz de
la tierra" (Gén 11,9). Esta frase, sazonada de realismo, intenta justificar por qué la
humanidad está tan incomunicada. Babel se erige en símbolo gráfico para señalar cómo
los hombres, mientras nos empecinemos en levantar nuevas "torres", no seremos
capaces de convivir. Y obviamente, convivir es compartir.
Cuando el yavista compuso este relato, los israelitas acusaban la amenaza de los pueblos
vecinos. ¿Cómo conjurar tal peligro? Reviviendo la experiencia de "Senaar". Y es que en
aquella llanura los humanos —israelitas incluidos— podían compartir las delicias de una
convivencia armónica. En cambio, tan pronto como emergió la "torre", se acabó la
comprensión. El pueblo elegido —¡hermosa catequesis!— se sabe obligado a permanecer
unido si desea subsistir. Y es que, en caso con-
trario, su sino es la dispersión. Para inculcar tal doctrina, alude el yavista a esa presunta
diáspora (=dispersión) decretada por la divinidad. Mas, en el fondo, no es preciso que
Dios disperse. El hombre mismo se aísla y se aleja conforme su orgullo va bloqueando su
amor. Y esto, ¿no equivale a vivenciar el pecado?
Así pues, la enseñanza del relato no puede ser más retadora, mientras el pueblo acate
los planes divinos, se mantendrá unido, es decir, en él todos hablarán el mismo idioma. Y
un pueblo fusionado, ¿puede acaso no subsistir? Sin embargo, el relato de Babel muestra
cómo el pecado es capaz de romper toda comunicación y armonía. Sin embargo no se
trata de un pecado venido de fuera (asirios, cananeos...). No, viene gestado por los
propios israelitas siempre que, erigiendo una nueva "torre", contravienen los planes de
Dios. Nada debe sorprender, en tal caso, que el pueblo elegido acabe tam bién
compartiendo esa terrible dispersión que el mito presenta como castigo divino.
El planteamiento religioso del yavista coloca a la intercomunicación humana en la base
misma de la unidad nacional. El pueblo elegido continuará disfrutando las delicias de su
"llanura de Senaar" (=tierra prometida), mientras no se empeñe en levantar "torres"
(=orgullo, presunción...) con las que desafiar a Dios (=idolatría). Su único peligro estriba,
pues, en proyectar nuevas "torres". Si esto hace, su sino es la dispersión, pues los
creyentes —aunque hablen un mismo idioma— no lograrán entenderse. ¿Puede subsistir
un pueblo, cuyos miembros respiran incomunicación? ¡Qué enseñanza tan sugestiva para
el mundo de hoy!
Vivimos, de hecho, en una sociedad que no cesa de erigir "torres". Así ocurre cuantas
veces nos obceca con un sinfín de ofertas (tecnicismo, progreso, desarrollo...) que se
afanan por "endiosamos". Mas la experiencia atestigua que en este mundo no hay lugar
para los "dioses". Quizá ello explique que cada vez se acentúe más la incomunicación.
Aunque estamos muy cerca, vivimos muy lejos.
Me contaba en cierta ocasión un amigo de infancia que, tras diez años de ocupar un piso,
ignoraba la identidad de sus tres vecinos. ¡Cuán dura se me hizo tal confesión! Ella me
invitó a cuestionarme si, en el fondo, tras cada bloque de viviendas, no se esconde una
"torre de Babel".
Muchas veces he oído comentar la espiral de agresividad que genera la vida moderna. No
se me oculta que en verdad así es. De hecho, cuando circu lamos con el coche, cada
conductor se nos antoja un rival; en la fábrica, más que compañeros, tenemos
competidores; y, hasta en la propia familia, cada miembro es un enemigo potencial.
Acepto que así es la realidad. Lo que no comparto es el diagnóstico. ¿Por qué culpar a la
vida de lo que nos impide vivir? No, la razón no hay que buscarla fuera, sino dentro de
cada cual. A la luz de la reflexión bíblica, se ve cómo aumenta la incomunicación con -
forme se acentúa la presunción. Son nuestras propias "torres" las que nos aíslan de los
demás. Y tales "torres" nada tienen que ver con la vida. Sólo el pecado (=muerte) las
pone en pie.
3. Conclusiones prácticas
Me parece incuestionable que todo ser humano tiende —aunque sea por inercia— a
situarse donde no debe. El inconformismo sienta cátedra en la conciencia de la
humanidad. ¿Existe, de hecho, un solo individuo que se muestre del todo conforme con lo
que la vida le ofrece? La experiencia atestigua que, en vez de valorar lo que tenemos,
solemos lamentar lo que nos falta. Pues bien, para revisar estas actitudes..., ¡está Babel!
Su relato, envuelto en candor, brinda una doctrina del todo aleccionadora cara a valorar
la positividad. Si fuéramos capaces de disfrutar a tope cuanto la vida nos brinda, jamás
proyectaríamos levantar "torres". Estas sólo entran en los planes de quienes rehúsan
asentarse en "Senaar".
Creo que la enseñanza de este relato se ajusta a nuestra situación. Y ello por suponerla,
no tanto actual, cuanto
universal. Es decir, su mensaje no se halla cercenado ni por el espacio ni por el tiempo. Y
es que en él se reflejan situaciones que nunca cesa de ostentar la humanidad. ¿Quién no
experimenta —hoy como ayer— el ansia de un camuflado "endiosamiento"? ¿Quién no
acusa el aguijón de la soledad? ¿Quién no siente el gélido silencio que fluye de la
incomunicación? Pues bien, a tales tesituras responde el relato, brindando a su vez las
pistas necesarias para que el ser humano rompa las bridas de su egoísmo.
Para orientar a mis lectores, expongo a continuación los puntos más relevantes de lo que,
en mi opinión, trata de enseñarnos el episodio de Babel. Y es que todo en él se me antoja
catequesis. Su narración me parece el decorado ideal para representar una de las
escenas más álgidas en el drama que inspira el pecado. Este drama, ¿quién no lo
descubre en su propia vida?
1. Babel significa la confusión que experimenta la humanidad tan pronto como rehúsa
vivir en la llanura de su limitación para situarse en un plano de plenitud. No es que el
hombre de hoy muestre afán expreso de hacerse "dios", pues suele desentenderse de lo
divino. Ello no impide, sin embargo, que su actitud sea idéntica a la de Babel. Entonces la
humanidad vertió en módulos religiosos su obstinado engreimiento; hoy tales actitudes
suelen arroparse con actitudes de arreligiosidad. Muy cierto, mas no por ello mengua en
el hombre su afán de escalar el plano divino, tras desestimar los límites impuestos por
su creaturidad.
¿Castiga Dios en verdad a los hombres confundiendo sus idiomas? ¡No! Tal correctivo
viene impuesto por los propios comportamientos humanos. Cuando proyectamos
remontarnos hacia un plano superior (=mundo divino), nos alejamos del plano que nos
corresponde (=mundo humano). Y quien se descolora a nivel de humanidad, se toma una
célula aislada. En ello radica el secreto de esa incomunicación que cada vez hace mayores
estragos entre quienes nos sabemos destinados a hacer de la vida un diálogo. Babel nos
recuerda que, si nos empeñamos en relacionarnos como no podemos, seremos incapaces
de relacionamos como debemos. ¡Qué enseñanza tan interpelante!
Toda incomunicación, fruto del orgullo y el engreimiento, acaba generando separación.
Esta aflora tan pronto como nos sabemos incapaces de compartir nuestras vivencias con
los demás. Tal ostracismo nos sume en una soledad angustiante que acentúa aún más
nuestra marginación. Y así vemos inertes cómo, a causa de nuestras absurdas "torres",
nos alejamos de la "llanura de Senaar" para compartir la desventura de una dispersión
deshumanizante.
La tragedia del hombre estriba en que nunca deja de levantar nuevas "torres". Tal
ocurre siempre que se rompen los nexos de su comunicación porque su amor se ve
desplazado por el egoísmo. Y es de presumir que la humanidad continuará proyectando
"torres" (guerras, genocidios, violencias...) mientras el pecado no deje de imponer su ley.
¿Cómo ahuyentar sus envites? Muy sencillo: compartiendo las delicias de "Senaar".
Nuestro mundo se ve sacudido por una ola de incomunicación. Y esta genera un
ostracismo no exento de violencia. En realidad, los pueblos se destrozan por anteponer
los intereses particulares al bien de la colectividad. El mundo no recobrará su perdida
calma mientras los humanos rehusemos las delicias de "Senaar". Sólo en tal llanura
resulta posible respirar la paz que fluye de la armonía y comprensión. Y estas jamás
pactan con la angustia. Ahora bien, el ser humano se comienza a angustiar tan pronto
como coloca el primer ladrillo de esa "torre" —¡inconformismo!— que pretende situarle
donde nunca podrá estar. No es baldío recordar que el hombre sólo disfrutará las
delicias del proyecto creacional si depone su actitud insolente y acepta el solaz de
"Senaar". ¡Tal es el mensaje que lanza a gritos Babel!
La tradición bíblica pone fin con este relato a cuantas doctrinas conectan con los
orígenes de la humanidad. Ha dejado claro que el pecado no cesa de hacer estragos.
Tanto que la historia del hombre es como una sinfonía en dos tiempos: en el primero
domina la gracia, en el segundo el pecado. Pero, ¿y el colofón? La experiencia parece
apostar por el triunfo del pecado. En cambio, la fe no puede suscribir tal visión. Al final,
Dios (=gracia) ha de acabar victorioso. ¿Cómo? La respuesta tiene un nombre. Se llama
"esperanza". Sí, sólo esta puede librar al hombre del desencanto. Pues bien, por ella
apuesta la Biblia.
Para adentrarla en los creyentes, les invita a seguir pulsando la historia. En ella —a
pesar de la negatividad— nunca faltan retazos de ilusión. Así lo descubre el lector.
¿Dónde? En el porte encamado por un personaje excepcional: ¡Abrahán! Pues bien, el
camino que conduce de Babel a Abrahán queda envuelto en un halo de penumbra. La
tradición bíblica se limita a esbozar un engarce genealógico (Gén 11,1032). Y con él,
dando un salto en el vacío (=fe), el lector se adentra en una nueva fase a nivel de
humanidad. En ella el mito comienza a dialogar con la historia.
Esta gira en tomo a unos patriarcas, cuya actitud se erige en modélica. Tanto que la han
de encamar quienes se saben pueblo de Dios. Y tú y yo —lector amigo— ¿no lo somos en
verdad? Te animo, pues, a bucear en cuantas pistas ofrecen estos patriarcas, de quienes
arranca la andadura de una colectividad que la Biblia supone mimada por Dios. Mas de
todo ello hablaré en el próximo volumen de esta colección. No me resta, pues, sino
remitirte a él para seguir vivenciando juntos la oferta amorosa de Dios.

FICHA DE TRABAJO
La torre de Babel: fondo histórico. Conviene definir las características históricas de
ese ziggurat que sirve de inspiración al autor sagrado para redactar su narración. Te
animo a hurgar en los diversos datos aportados a lo largo de mi exposición para que
logres hacerte cabal idea de lo que significaba para los babilonios esa torre que sin duda
causó impacto en la antigüedad.
La torre de Babel: fondo catequético. Es muy verosímil que ya el propio autor sagrado,
aunque se inspirara en un monumento histórico (=torre), fraguara en su relato una
enseñanza catequética para denunciar ciertas actitudes de su sociedad. ¿Descubres en
la sociedad actual portes concretos que inviten a pensar en la erección de nuevas
"torres"? Y ¿en tu interior? Sólo pulsando la fuerza de tales "torres" se podrá convertir
el relato bíblico en catequesis válida para hoy.
La torre de Babel: confusión de lenguas. ¿Cómo se ha de entender la reacción de Dios?
Ecos de tal reacción divina, ¿pueden descubrirse en el mundo actual? ¿Cómo explicar el
aumento de esa incomunicación que termina frustrando a las personas? ¿Existen
antídotos para afrontar la fuerza de la incomunicación? Busca pistas en el relato bíblico,
entendido como enseñanza válida para revisar actitudes por parte de cuantos seres
humanos —¿acaso tú y yo entre ellos?— no se ajustan al proyecto de Dios. Directrices
para una revisión a nivel personal y social.
La torre de Babel: dispersión de la humanidad. Hoy casi todos los organismos oficiales
claman por afianzar los nexos de unión entre los pueblos. ¿Por qué se acentúan a su vez
las guerras de carácter independentista? Pulsa los motivos por los que la sociedad
humana, aun sabiendo que sólo la unión la puede hacer feliz, se empeña en desunirse.
¿Qué orientaciones descubres en el relato de Babel? ¿Puede ofrecer éste pistas válidas
para evitar esa alarmante "dispersión" de la humanidad?
¿Cómo profundizar más en los temas expuestos? Una vez más te remito a un libro ya
aconsejado antes: A. VIDAL, Encuentro con la Biblia, Paulinas, Madrid 1989. Consulta
sobre todo las pp.130-133.

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