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E. LAFUENTE FERRARI • MUSEO DEL PRADO

teAAúuu
E. LAFUENTE FERRARI

PINTURA ESPAÑOLA DE LOS SIGLOS XVII Y XVIII

TOUE.LEGE
AGUILAR
Lyecientemente se ha cumplido el centenario de la obtención de la primera foto¬
grafía de un cuadro del Museo del Prado. De aquella imagen a las de hoy media un
largo camino que el avance sorprendente de las técnicas fotográfeas y gráfeas hace aún
mayor y que permite presentar en libro las piezas de un Museo sin apenas traicionar
su espíritu.

Esta es la primera edición que se realiza sobre la máxima Pinacoteca española con
el mecanismo visual propio de esta Serie. Los editores esperan que ello haga aún más
cierta la aproximación ideal del lector a las obras maestras aquí estudiadas por un texto
—alma siempre de todo libro—al que las ilustraciones auxilian con una fidelidad y
unas posibilidades inéditas hasta ahora.

AGUI LAR

4562G
ioo diapositivas en color y
150 ilustraciones en blanco y negro
pertenecientes todas ellas
al Archivo Fotográfico Aguilar

© Copyright 1964, by Aguilar, S. A. de Ediciones.


Reservados todos los derechos.
Patente de Invención n.° 268.263.
Marca Registrada n.° 381.857. Clase 52.a
Modelo de Utilidad n.° 97.521.
Núm. Rgtro.: 6.217-64. Depósito legal: M. 16.427.—1964.
Printed in Spain. Impreso en España por Ume, S. A. Madrid.
Reproducciones en negro por Fotomecánica Día. Madrid.
Encuadernado por Encuadernación F. J. Azcona. Madrid.
INDICE DE CAPITULOS

1. El Museo del Prado. Su fundación y su historia. 11


2. El origen de las colecciones del Museo. 29
j. Dos siglos de pintura española. Del Greco a Goya. 39
y. Una generación transicional. La escuela de Toledo. 49
g. Italianos y retratistas en la Corte. 61
6. Los pintores de Sevilla en los comienzos del siglo XVII. 67
y. Rihalta en el Prado. 7j
8. ffusepe de Ribera en las colecciones del Museo. 75
y. Zurhardn y sus cuadros en el Prado. 97
10. Velázquez, el clásico de la pintura española. 121
11. Alonso Cano. 229
12. Murillo en el Prado. 2.37
ig. Valdés Leal y Castillo. 259
iq. La escuela de Madrid. 267
ig. Los pintores madrileños de la generación de Velázquez. 271
16. El final de la escuela madrileña. 281
ly. El siglo XVIII en la pintura española. 301
18. Las obras de Goya en el Prado. 313
Indice de Ilustraciones. 389
Indice de Artistas. 393
Diapositivas. 397
Museo del Prado. Pórtico de la Jachada Oeste.

i. EL MUSEO DEL PRADO.


SU FUNDACION
Y SU HISTORIA

E n el Madrid del siglo xix, convaleciente de la guerra devas¬


tadora que llamamos de la Independencia, es decir, la más
cruel de todas las guerras napoleónicas, el Museo del Prado,
abierto cinco años después de la marcha de los ejércitos imperiales, consti¬
tuyó desde entonces el principal atractivo de la capital de España para
un extranjero; lo ha seguido siendo hasta nuestros días, lo es aún. Para
el gran turismo de sleeping-car y de gran hotel, el que contaba antes de
las masivas vacaciones del turismo de postguerra, el Museo del Prado,
con una visita a Toledo y otra a El Escorial, era, prácticamente, lo único
interesante en el viaje al centro geográfico de España, asiento del Gobierno
y la burocracia. La equidistancia de las costas y alguna otra circunstancia
ocasional decidieron que se fijase la capital del reino en una modesta villa
de escasa tradición. En realidad, la Edad Media acabó sin que la monarquía
castellana tuviera una corte fija: los reyes castellanos eran trashumantes.
No se olvide que el hecho determinante de la historia de España, la Re¬
conquista, había exigido a nuestros monarcas una flexible movilidad,
mayor que en otras naciones europeas. La posición también céntrica de
Toledo y la gran tradición de la ciudad pudieron inclinar a su favor la
balanza; el gran Alcázar que con noble arquitectura renacentista mandó
renovar Carlos V parecía indicar a la ciudad del Tajo como probable y
definitiva sede de la capitalidad. Pero el César no llegó a calentar su trono
español, obligado, por su corona de emperador y por la complicación de
los asuntos europeos en su reinado, a viajar constantemente y a pasar
buena parte de su vida fuera de España. Cuando Felipe II sube al trono
no hay aún tradición firme en cuanto a residencia de los reyes. Será Fe¬
11 lipe II el que decida.
Madrid era una pequeña villa a orillas del modesto Manzanares, «apren¬
diz de río», abastecido generosamente por los manantiales de la próxima
sierra de Guadarrama, con nieves en las cumbres que duran ocho meses
y a veces más, pero cuyas aguas llegan escasas a Madrid por ser absorbidas
por los arenales que recorren antes de pasar bajo los puentes de la ciudad.
Los reyes de la Edad Media frecuentaron este Madrid, porque junto a
él hallaban extensos cazaderos. Restos hay de ellos, notables. La Casa
de Campo y el bosque de El Pardo empalman con las laderas de la sierra,
pobladas de jaras, sabinas y robles, hoy de pinos en su mayor parte, y allí
podían cazarse el oso, el venado, el jabalí, así como lobos y zorras, a más de
la caza menor. El Palacio de El Pardo fue el regio pabellón de caza al lado
sur de la Sierra, como el de Balsaín lo era al Norte. Pero Felipe II fue el
menos cazador de los reyes; en su decisión no influyeron tales inclinaciones
deportivas. Había en Madrid un alcázar medieval, torreado sobre el ba¬
rranco, en el emplazamiento del actual Palacio Real, altivo y fuerte sobre
la eminencia que domina el río, que hizo de foso del castillo. Etapa entre
Segovia y Toledo, Madrid fue reconquistado por Alfonso VI. En los titubeos
de Carlos V, el viejo castillo madrileño había sido restaurado para servir de
aposento a los reyes y fue llamado, con sustantivo de árabe resonancia,
el Alcázar. Esta restauración pesó en la decisión de Felipe II, en cuanto
podía dar albergue suficiente al rey. Y este Alcázar algo tiene que ver con
el Museo del Prado, en cuanto allí comenzaron a tomar cuerpo las reales
colecciones de cuadros que irían un día a la pinacoteca madrileña.
Poca cosa era Madrid cuando Felipe II honra a la villa con su definitiva
residencia. Una población que no llegaba a 15.000 habitantes, casas mo¬
destas, unas cuantas parroquias y conventos, todo en torno al Alcázar. Aún
a fines del xvi, Madrid terminaba en la Puerta de Guadalajara, situada en
la calle Mayor. Si desde 1561 Felipe II se asienta en Madrid, evitando aca¬
so rivalidades entre las viejas ciudades tradicionales, la fundación de* El
Escorial, cuya primera piedra se pone en 1563, decidió sin duda en el ánimo
del rey la estabilización de la Corte en la villa del Manzanares.
Madrid es una frontera del paisaje. Hacia el Norte y el Oeste, montañas,
bosques, aguas; hacia el Sur, se inicia la llanura manchega. En Madrid
quedó la capital, con el breve paréntesis de los pocos años, de 1601 a 1606,
en que Felipe III, o por mejor decir su valido el duque de Lerma, la lleva
a Valladolid para volverla a Madrid, de donde ya no se moverá. Madrid
fue creciendo, sin mejorar gran cosa. Para que un monarca que ha visto
otros mundos y ha gobernado en Italia se decida a tomar iniciativas ur¬
banísticas capaces de orientar a Madrid hacia una monumentalidad digna 12
de la capital del más extenso imperio del mundo, hay que llegar al Borbón
Carlos III. Y es el buen rey Carlos el que tomó, entre otras análogas y bien
intencionadas resoluciones, la decisión de levantar el edificio que vino a
ser el gran Museo de nuestra ciudad.
Entre las reformas de Carlos III le llegó el turno a la urbanización del
Paseo del Prado, desde siempre esparcimiento tradicional del pueblo ma¬
drileño celebrado por los poetas, paseo de coches, en realidad avenida o
vaguada dividida en dos partes, el Prado de San Jerónimo y el Prado de
Atocha, hacia el famoso convento de este nombre; en alto, le dominaban
el Palacio del Buen Retiro y sus jardines y el convento de Jerónimos que
daba nombre a Prado y Carrera. En 1767, siendo ministro el conde de
Aranda, hombre enérgico e ilustrado, muy dado a la cultura francesa, se
dispone la ordenación del Paseo, con jardines y fuentes que proyecta don
Ventura Rodríguez (Cibeles, Neptuno, Apolo, Cuatro Estaciones). Allí se
reservaba lugar para un monumento al saber, el Gabinete de Ciencias
Naturales, cuya construcción decreta el rey en 1785, junto al Jardín Bo¬
tánico, siendo ya ministro el conde de Floridablanca.
El proyecto definitivo lo presentó aquel mismo año el arquitecto don
Juan de Villanueva, hijo de un escultor de su mismo nombre y hermano
y discípulo de Diego, arquitecto también. Villanueva es la gran figura del
clasicismo dieciochesco español; nacido en 1739, pensionado en Roma a
los veinte años, adquiere en Italia una sólida formación en el arte anti¬
guo, completada luego por el magisterio que, a distancia temporal, ejerció
sobre él Juan de Herrera cuando, trabajando en El Escorial Villanueva,
se benefició de la monumental lección del gran artífice de Felipe II. Su
carrera fue la más brillante de un arquitecto español de su tiempo, pero
su obra capital es sin duda el Museo del Prado; en el magno edificio se
unen la inspiración clásica y la tradición española en equilibrio personal
y difícil. Fernando Chueca, biógrafo de Villanueva* 1, ha hecho un penetrante
análisis de los principios de composición del edificio y de sus caracterís¬
ticas y originalidades arquitectónicas2. A su clasicismo severo encuentra
unido un cierto sentimiento de dinamismo por medio del contrapunto de
formas y volúmenes, jugando con la luz y la sombra en tensión en la que
Chueca estima valores prerrománticos. El noble edificio se extiende en la
línea del Paseo en una composición de cinco cuerpos de volúmenes claros
y acusados. Las masas de los extremos (cuerpos que contienen la gran roton¬
da de acceso, al Norte, y palacio, al Sur), son aproximadamente cúbicas; el

1 La vida y las obras del arquitecto Juan de Villanueva, en colaboración con Carlos de Miguel. Madrid, 1949.
13 1 El Museo del Prado. Guiones de Arquitectura. Madrid. 1952.
2. El Museo del Prado por el lado de San Jerónimo. Estampa del siglo XIX.

14
Diap.1 cuerpo central es como un templo cuya fachada a Oeste es un monumental
pórtico de orden toscano que se proyectaba como correspondiente a una gran
basílica terminada en ábside, parte terminada en época posterior y no
ejecutada con fidelidad a los planos de Yillanueva. Y, como unión del bloque
central con los laterales, dos cuerpos alargados que se componen en la parte
baja con un basamento de arcos y huecos ocupados por estatuas, y bellas
Diap.2 galerías de orden jónico en el piso superior. El cuerpo Norte, que ha su¬
frido modificaciones posteriores al hacerse practicable en la planta de só¬
tano y al construirse escalera de acceso, tiene como pieza capital la gran
Diap.3 rotonda por la que se suele acceder normalmente al Museo. La cúpula
interior es casetonada y apoya en robustas columnas jónicas de fuste
liso; está allí patente el recuerdo del Panteón de Roma. A esta grandeza
corresponde la rebajada rotonda inferior, cuyo destino original en la in¬
tención de Villanueva no está claro, y que solo se abrió al público en 1935;
su robusta arquitectura, con los fuertes machones y las originales solu¬
ciones de bóvedas, son una de las más impresionantes partes del interior
del edificio. La grandiosidad interior del Museo se acuerda con la del
exterior; las bóvedas rebajadas con lunetos curvos de las galerías bajas
recuerdan las Salas Capitulares de El Escorial, y la galería central, alte¬
rada por reformas, estaba presidida, en la intención de Villanueva, por la
lección de las grandes termas de la arquitectura romana. La espaciosidad,
las proporciones y los detalles de ejecución poseen a la vez monumentalidad
y noble rigor de diseño, subordinándose todo al juego de líneas y volúmenes
más que al 'ornamento, que es en el Museo de una sobriedad ejemplar.
El Museo está tratado con piedra de granito en los basamentos, esqui¬
nas y partes nobles de las fachadas y con ladrillo en los paramentos de los
muros. La labra es fina en los capiteles y sobrios detalles decorativos, como
las grandes ménsulas; el cuerpo y la composición de la fachada principal
al Paseo del Prado es de grandeza verdaderamente romana, con originales
atrevimientos del arquitecto; lo es el prescindir del friso del pórtico, que
queda como oculto bajo un enorme arquitrabe de piedra lisa y sin ornamento,
detalle que de nuevo nos lleva a pensar en el desnudo arquitectónico de
El Escorial. De grandeza escurialense son asimismo las puertas y los ám¬
bitos interiores. En los patios predomina el ladrillo, incluso en las cornisas,
pero sin perder el puro rigor del diseño. La fachada Sur, frente a la estatua
de Murillo, tiene un tratamiento de palacio con sus balcones de hierro
y la fina composición exástila corintia. Porque Villanueva ha tratado cada
una de las fachadas con individualidad sensible, nada escolástica, teniendo
15 muy en cuenta, como ha hecho observar Chueca, la luz y la orientación en
cada parte del edificio. Por el contrario, la fachada Norte es un sobrio pórtico
adintelado con sólo dos robustas columnas jónicas y está tratada con libre
flexibilidad, patente en las cornisas. Es esta la parte que, con las posterio¬
res reformas, ha cambiado más desde Villanueva a nuestros días, ya que
originalmente una elevación del terreno hacía que la entrada al pórtico
estuviera al nivel del suelo, no existiendo el acceso directo al cuerpo bajo
ni las escalinatas que, al desmontar, fue necesario construir1. El edificio
estaba completamente abovedado, emplomado y empizarrado y muy pró¬
ximo a su terminación en 1808, año desdichado para el monumento y
para España. Pues, durante la invasión, los soldados del ejército francés
parece ser que lo utilizaron para destinos cuartelarios, arrancando el plomo
de las cubiertas y dejándolo expuesto a las aguas, arruinándose parte de
las bóvedas y quedando todo el monumento en estado lamentable. La
reconstrucción y terminación en el siglo xix, en tiempos de penuria y difi¬
cultades, alteraron notablemente la obra de Villanueva, cuyo interior,
dice Chueca, nos deja ver muy poco de lo que el gran arquitecto había
proyectado. Por lo pronto, las cubiertas se rehicieron utilizándose la teja
árabe.
Si los salones de la planta alta los viéramos hoy con el abovedamiento
ideado por Villanueva, como sucede en la planta inferior, el efecto sería
muy distinto; el gran arquitecto, los dejó pendientes solo de acabamiento
y utilización. Difícilmente puede imaginarse edificio más digno para al¬
bergar obras de arte, a pesar de las dificultades que pueda presentar para la
adaptación a las exigencias de la moderna museografía y de no haber sido
planeado inicialmente para Museo de Pinturas. Sánchez Cantón insinúa que
acaso tempranamente se pensó ya en hacer compatible su destino de Museo
de Ciencias con el alojamiento de obras de arte. Unos versos de don Juan
Nicasio Gallego, leídos en la Academia de Bellas Artes en septiembre de 1808,
se refieren a la terminación del edificio, «profanado», se dice, por los franceses
ocupantes, que en aquel momento habían abandonado Madrid como re¬
sultado de la victoria española en Bailén, y aluden a su destino a las artes.
Pero los franceses volvieron a ocupar Madrid y aquel optimismo se disipó.
Es verdad que el bien intencionado José Bonaparte, al ocupar el trono
español por voluntad de su hermano Napoleón, con el que estuvo en cons¬
tante desacuerdo respecto al modo de tratar a España y a los españoles,
pensó ya, en 1809, en establecer en Madrid un Museo de Pinturas, el Museo

1 La excavación para librar al edificio del terraplén se hizo en 1882, construyéndose una escalinata
por planos del arquitecto Jareño en 1883. Se modificó por Pedro de Muguruza en 1942, cuando se dio entrada
directa a la rotonda baja.
Josefino, que había de instalarse en el palacio de Buenavista, iniciado por
la duquesa de Alba, la protectora de Goya y que había sido regalado a
Godoy por el Ayuntamiento, después de la muerte de aquella dama. Allí
se almacenaron cuadros procedentes de los conventos suprimidos bajo el
régimen francés, pero de ahí no se pasó y la guerra, cada vez más dura y
cruel, no permitió otra cosa. La idea de un Museo confiado al cuidado de
la Academia en el palacio de Buenavista volvió a surgir a la terminación
de la lucha, vuelto al trono español Fernando VII, en 1814. Ningún re¬
sultado produce esta nueva iniciativa; el palacio seguía sin terminar; para
acabarlo hacían falta sumas enormes de que el arruinado país no disponía,
y, además, el palacio estaba sub judice, como perteneciente a los bienes
incautados a Godoy. Entonces el Consejo de Castilla sugiere la idea de que
podía pensarse para Museo de Pinturas en el magnífico edificio de Villanueva
en el Paseo del Prado, idea que Fernando VII aprueba.
Se ha atribuido tradicionalmente el patrocinio de la idea del Museo
del Prado a la segunda esposa de Fernando VII, Isabel de Braganza, con
la que casó en 1816; pero Beroqui1 y Sánchez Cantón2 han probado la
evidente exageración de tal aserto. Ello es que en un artículo publicado
en la Gaceta de 3 de marzo de 1818 se dice que el rey, habida cuenta de
la penuria del Erario, asume los gastos de terminación del edificio del
Museo, de su peculio propio, y asocia galantemente a su esposa a esta de¬
cisión, indicando la disposición de la reina a colaborar en ello. Pero pocos
meses después muere la reina, con lo que su intervención, si fue alguna,
fue bien corta. Las obras de terminación del edificio se encaminaron a
habilitar una parte para instalación de pinturas, constando desde el prin¬
cipio que el Museo recogería obras conservadas en los Palacios Reales. Se
trabaja activamente con vistas a inaugurarlo con motivo de las terceras
nupcias del rey con María Amalia de Sajonia, delegando el rey la direc¬
ción de los trabajos en el marqués de Santa Cruz, con el asesoramiento
del pintor de cámara don Vicente López, ambos miembros de la Academia
de San Fernando. La boda del rey fue el 20 de octubre y el 19 de noviem¬
bre se abrían al público las primeras salas de pintura del Museo con 311 cua¬
dros y catálogo redactado sumariamente por el pintor don Luis Eusebi,
nombrado conserje del establecimiento.
En 1820, nombrado director el príncipe de Anglona, de la casa ducal
de Osuna, el Museo va aumentando el número de obras expuestas que se

1 El Museo del Prado (Notas para su historia). I. El Museo Real, por Pedro Beroqui. Madrid, 1933.
Véase también Mariano de Madrazo: Historia del Museo del Prado (1818-1868). Madrid, 1945.
17 2 Sánchez Cantón: El Museo del Prado, Santander, 1961, y Tesorásde la Pintura en el Prado. Madrid, 1962.
van trayendo de los Palacios Reales; el nuevo catálogo de 1821 comprende
ya 512 pinturas. El Museo se abría a la visita pública los miércoles. La
instalación era modesta; las salas se hallaban enlosadas con baldosines,
y en los meses de frío se templaban las enormes salas con estufas, si bien
es cierto que solo se encendían los días de apertura al público. Los cuadros
quedaban aislados del público por una especie de barandilla que no per¬
mitía aproximarse excesivamente a las pinturas, y la custodia del edificio
estaba confiada a una tropa de guardia. Después de 1823, el Museo aumentó
sus días de visita a dos por semana, miércoles y sábados, abriéndose a las
nueve de la mañana y en verano a las ocho, bien entendido que los días de
lluvia el Museo permanecía cerrado.
Cuando cae el régimen constitucional de 1820-23, Anglona deja el puesto
de director y le sucede el marqués de Ariza, continuando como adjunto
don Vicente López. Se proyecta una reinstalación del Museo, para lo cual
es cerrado temporalmente en marzo de 1826, preparándose nuevas salas;
se abre de nuevo en marzo de 1828; ahora el catálogo alcanza la cifra
de 757 cuadros.
Cuando muere Fernando VII en 1833 dejaba al país una embrollada
sucesión, con la perspectiva de una guerra civil. No ha dejado Fernando VII
un grato recuerdo en la Historia: vulgar y poco culto, menos valiente,
vengativo, mal hijo y peor rey, ingrato para con los mismos que habían
defendido sus derechos durante la ocupación francesa, solo deseoso de
mandar, más que de gobernar, sin cortapisas, error frecuente en España,
con un absolutismo arbitrario y nada ilustrado, sobre él caen las respon¬
sabilidades de haber hecho lo posible por frustrar una unidad nacional
tras los catastróficos años de la guerra de la Independencia; puede decirse
que su limitada visión y su obtusa política determinaron en gran parte
la azarosa historia de España en la época contemporánea. La fundación
del Museo del Prado, incorporando a la nación buena parte de las riquísimas
colecciones de arte del patrimonio real, es la única baza positiva de reinado
tan negativo y vergonzoso para el país como el suyo; sin caer en ditirambos
adulatorios hay que reconocer que en la sucesión de absurdos que en la
historia de España abundan, aquella Pinacoteca Real, una de las primeras
de Europa, hubiera podido ser enajenada en algún momento de nuestra
historia, sin el hecho consumado, más que legal, de la constitución del Museo
del Prado, lo que era un precedente de nacionalización. Ahora bien: tanto el
Museo como su sostenimiento y su personal régimen seguían dependiendo
de la Casa Real, lo que prolongaba un equívoco cuya gravedad pudo apre¬
ciarse al morir el propio Fernando VIL 18
La entrada al Museo. Estampa del siglo XIX.
j*
La testamentaría de un rey que moría al final del primer tercio del xix,
como monarca absoluto, sin ley constitucional que fijase el alcance de los
derechos de la nación, favorecía el mantenimiento más o menos anacrónico
del concepto patrimonial de la monarquía. Muerto el rey, las obras de arte
de la Corona se inventariaron como de propiedad privada, las depositadas
en el Museo del Prado o Real Museo entre ellas. De haberse llevado hasta
el fin este criterio, los cuadros del Museo se hubieran repartido entre las dos
hijas del rey, e incorporados los de la infanta Luisa Fernanda a un patri¬
monio particular, hubieran podido acabar saliendo de España y vendién¬
dose más o menos tarde por sus sucesores, perdiendo la nación algo consus¬
tancial con su tradición y con su historia. Pues los reyes absolutos fluc¬
tuaron en la interpretación de si las obras de arte por ellos adquiridas que¬
daban vinculadas a la corona o se consideraban de libre disposición como
fortuna privada. No es caso infrecuente en la historia de España que al
morir un rey se vendiesen en almoneda cuadros y joyas. Hay ejemplos
para todo. Es verdad que el testamento de Felipe IV consideraba vincula¬
das a la corona sus colecciones de arte, por él acrecidas; lo mismo hicieron
Carlos II y Felipe V, el primer Borbón español. Pero no lo hizo así Carlos III,
para quien solo las joyas quedaban afectadas al vínculo, aunque, afortuna¬
damente, su hijo Carlos IV no hizo uso de la libertad que el testamento
de su padre le ofrecía. Y ahora, en pleno siglo xix, cuando ya España,
a favor de circunstancias azarosas, se había dado, es verdad que efímeras,
dos Constituciones, volvía a pensarse por los abogados de los reyes absolu¬
tos que lo que era de la nación era de privada propiedad de la dinastía.
El Museo del Prado estuvo a punto de naufragar en este trance. De enor¬
midad jurídica califica Beroqui esta interpretación abogadesca de la tes¬
tamentaría, que venía solo a favorecer, en definitiva, a la viuda y a la hija
menor de Fernando VIL Larga es la historia de la testamentaría que resume
Beroqui y que no cabe aquí sino en escorzo. La enormidad fue todavía
reconocida bajo regímenes ya constitucionales; pero si la corona quedó
en posesión del patrimonio artístico, entre el que contaban los cuadros del
Museo del Prado, fue porque el dictamen final de la testamentaría decidió
que Isabel II indemnizara a su hermana con importantes cantidades,
proporcionadas a la injusta tasación de bienes que no eran enajenables
por ser propiedad de la nación.
Aún tardó el Museo en ser jurídicamente institucionalizado como de¬
pendencia del Estado Español: en 1838 dependía todavía de la Inten¬
dencia de Palacio, y bajo este régimen es nombrado director don José
de Madrazo, cuando vuelve a abrirse el Museo después de haber perma- 20
necido cerrado algún tiempo con motivo de la amenaza carlista sobre
Madrid.
Bajo la dirección de Madrazo se emprende la obra de la ejecución de
lo que se ha llamado la basílica del Museo, es decir, del cuerpo a eje con
el pórtico central y rematado en ábside, hoy ocupado en su planta prin¬
cipal por el gran salón de Velázquez. Las obras, empezadas en 1845, se
terminaron en 1853. El Museo continúa aumentando sus colecciones y
mejorando sus catálogos, especialmente a partir del publicado en 1843, re¬
dactado por el erudito don Pedro de Madrazo, hijo del entonces direc¬
tor1; el Museo albergaba entonces 949 pinturas, enriquecimiento fabuloso
si tenemos en cuenta que al inaugurarse en 1819 sólo exponía 311. El régi¬
men constitucional al que nace adscrito el reinado de Isabel II lleva con¬
sigo una innovación: el Museo es para todos, por lo que se cambian los
días de visita, acordándose esté abierto los domingos y días festivos. Pero
ello exige—triste contrapartida de esta apertura popular—que se aumente
la vigilancia, ya que se dieron casos lamentables en que algún cuadro fue
maltratado por los visitantes. El más grave incidente ocurrió en 1842,
al aparecer cortado el rostro de una figura en uno de los lienzos expuestos.
Isabel II visita el Museo en 1849; la ocasión sirvió para plantear la
cuestión de la pobreza de la instalación, con baldosas como pavimento;
se proyecta mejorar esta solería con piedra de cantería, pero no debió de
llevarse a cabo este adecentamiento, ya que en 1854 se trataba de sustituir
las baldosas con madera. En 1851 se instalan en las salas caloríferos más
apropiados que las viejas estufas, mejora que se confía a un técnico francés.
Pero la vida administrativa del Museo seguía siendo precaria: econo¬
mías en el personal provocan la protesta y la dimisión de Madrazo en 1857,
jubilándose asimismo como pintor de cámara. Le sucede otro pintor, com¬
pañero de Madrazo en su carrera pictórica y en la pensión a Roma: Juan
Antonio Ribera. Por pocos años, porque Ribera fallece en 1860, año en que
es sucedido por Federico de Madrazo, el más brillante pintor de esta ilus¬
tre dinastía. El Museo ha arraigado ya en la vida madrileña, y los domingos
la aglomeración de visitantes exige medidas de vigilancia para ordenar
la entrada en el edificio y la circulación de esta muchedumbre. Es en 1861
cuando se hacen las primeras fotografías de cuadros del Museo por José
Solá y Jordá; luego, por Manuel Sánchez Ramos.

1 Este catálogo, publicado en sucesivas ediciones con las adiciones precisas, se siguió editando hasta 1910,
ya que el de 1920 fue muy reelaborado por don Pedro Beroqui, aunque siguió llevando el nombre de Madrazo-
Los catálogos publicados desde 1933 hasta la fecha son ya obra del actual director del Museo, don Francisco
Javier Sánchez Cantón. La mención precisa y completa de la serie de Catálogos del Prado puede hallarse
en los preliminares del actual, a partir de 1933.
4- La Rotonda del Museo. Estampa del siglo XIX.

22
La revolución de 1868, con el destronamiento de Isabel II, supone una
lógica transformación jurídica en el régimen del Museo; es ahora cuando las
colecciones reales se nacionalizan verdaderamente. El Real Patrimonio se
declara extinguido y el Real Museo es ahora Museo Nacional de Pintura
y Escultura. Federico de Madrazo, pintor de cámara de los reyes, es pro¬
puesto de nuevo para la dirección, pero motivos de delicadeza le hacen
dimitir. Le sucede el pintor de Historia don Antonio Gisbert; los asuntos
favoritos de sus cuadros (Comuneros de Castilla, desembarco de los puri¬
tanos en América, glorificación de levantamientos liberales como el de
Torrijos) y sus amistades políticas nos hacen suponer era bien visto por
la nueva situación. Como subdirector se le agrega un escultor, José Gragera.
Lógica fue también la incorporación a los fondos del Prado de las obras
de arte del llamado Museo de la Trinidad, formado con las pinturas de
los monasterios y conventos extinguidos por la desamortización de Men-
dizábal en 1836, fondos que; en general, no fueron estimados en su valor
por el Museo, que en gran parte liquidó muy ligeramente esta importante
accesión depositando estos cuadros en Museos de provincias, establecimien¬
tos oficiales e iglesias varias, quedando así dispersadas, y a veces perdidas,
obras muy notables que han hecho muy incompleta la representación de
las escuelas españolas en el Prado, con lagunas lamentables y, lo que es
peor, causando el olvido o la ruina de muchas pinturas.
La República se instaura en España al abdicar el improvisado rey don
Amadeo de Saboya; su vida es efímera. Al caer el nuevo régimen, a Gisbert
le sucede un pintor mediocre, Francisco Sanz Cabot, que continuaría de
director hasta 1881, fecha en que, ya restaurada la monarquía en el hijo
de Isabel II, don Alfonso XII, vuelve a designarse para la dirección a
don Federico de Madrazo, quien rige los destinos del Museo por segunda
vez hasta su muerte en 1894. Continúa la dirección en manos de pintores,
con desconocimiento de la evolución que la idea del Museo había experi¬
mentado en la Europa del xix; Palmaroli, Pradilla, Luis Alvarez, José
Villegas, Alvarez de Sotomayor, llenan la nómina de los directores del
Prado hasta 1960, con la excepción de los años 1918 a 1922, en que fue
director el crítico y escritor de arte Aureliano de Beruete, hijo del gran
paisajista y escritor de arte del mismo nombre. Es verdad que de 1931
a 1936 fue también director el gran escritor Ramón Pérez de Ayala, tan
dado al arte y a la estética, pero apenas ocupó su puesto breves meses
por haber estado representando a España en la Embajada de Londres.
Solo a la muerte de Alvarez de Sotomayor ocupó la dirección quien la desem¬
23 peña actualmente, el historiador de arte don Francisco Javier Sánchez
Cantón1, quien había llevado en peso la conservación de la pinacoteca
desde su nombramiento de subdirector en 1922. Es de esperar que quede
ya para siempre cancelada la anticuada tradición, totalmente improcedente
en nuestros tiempos, de confiar la función rectora de los Museos a artistas
de profesión, desconociendo la concreta y peculiar adecuación de los cul¬
tivadores de la historia del arte en campo que requiere una especializada
competencia. Bien se echó de ver su eficacia durante el período de la di¬
rección de Beruete, en el que se inició la modernización del Prado y su
orientación en la senda que habían seguido los Museos de Europa desde
hacía muchos decenios.
Es cierto que en la época de Madrazo el Museo había iniciado impor¬
tantes reformas en la mejora del edificio, especialmente con las obras realiza¬
das bajo la dirección de los arquitectos Arbós y Jareño; reformas del acceso
de la fachada Norte y de la cubierta de la basílica que alberga hoy las obras
de Velázquez, sala qué fue inaugurada en 1899.
Pero bajo el Patronato que para el Museo se crea en 1912, el Prado se
ensancha y amplía, con lo que si se mejora la capacidad del edificio, es¬
trecho ya para contener colecciones constante )r notablemente acrecidas,
se ha ido ocultando y desfigurando el gran monumento construido por Villa-
nueva, que es por sí mismo obra de arte excepcional, que ya con harta
dificultad puede reconstruir visualmente de manera íntegra el que lo con¬
sidera hoy con las agregadas construcciones que se le han ido añadiendo.
En realidad, el Estado español no se ha planteado en este siglo la necesidad
de proveer adecuadamente a las necesidades de ampliación del Museo del
Prado, que hubiera necesitado pabellones de nueva planta, modernos, inme¬
diatos a su actual e histórico núcleo, lo que hubiera sido posible cuando los
alrededores del Museo se hallaban en gran parte sin edificar, incluso expro¬
piando fincas, si era preciso, en la calle de Ruiz de Alarcón, con posi¬
ble enlace directo, subterráneo acaso, con el edificio matriz, lo que no
hubiera menoscabado la admirable construcción de don Juan Villanueva.
Dos patios se cerraron para ampliar salas entre 1914 y 1920; desde 1922
hasta su muerte, el arquitecto don Pedro Muguruza realizó en el Museo
difíciles y estimables obras que mejoraron locales, instalaciones y circula¬
ciones; nueva escalera, reforma de la bóveda de la sala central, nuevas salas
en la planta baja y en la planta tercera, acceso a la rotonda baja y modi-

1 El propio Sánchez Cantón ha relatado en varias ocasiones las vicisitudes por que el Museo pasó en
el angustioso período de la guerra civil, cuando tantas y tan diversas amenazas pesaron sobre el edificio
y sus colecciones. Ha de ser recordado aquí el simbólico nombramiento de Pablo Picasso como director
del Museo durante la contienda española. 24
ficación de la escalera exterior en la entrada Norte. Ya no estuvo a su cargo
la ampliación proyectada en 1953 según planos de Chueca y Lorente, que
se realizaron bajo la dirección de José María Muguruza, quien sucedió a su
hermano como arquitecto del Museo y a cuyo cargo están hoy nuevas obras
en ejecución para satisfacer las crecientes necesidades de las instalaciones.
Ante las exigencias de la museografía actual, bien se echa de ver que, aun
reconociendo que no podría haber edificio más digno de albergar tesoros
de arte que la obra de Juan de Villanueva, ni el Gabinete de Ciencias Na¬
turales se construyó para Museo de Pinturas, ni esas exigencias a que alu¬
dimos y que hoy han de tenerse en cuenta—luces, climatización, seguridad,
instalaciones y servicios—podían haberse previsto en el siglo xvm. La
realidad es que el Museo se siente hoy estrecho en el magnífico marco
de que dispone desde 1819 y hay que pensar que a las generaciones pos¬
teriores se impondrá la necesidad de resolver los problemas del Museo, des¬
congestionando sus salas, instalando con la debida autonomía las colec¬
ciones de escultura, no valoradas hoy entre las obras maestras de pintura,
a las que parecen solamente adornar como un aditamento decorativo, y,
sobre todo, buscando nuevos locales a los que pudiera trasladarse una parte
de las colecciones, con mejora de las posibilidades de contemplación y goce
de las obras en el Museo conservadas y exhibición de otras muchas almace¬
nadas en sus reservas o depositadas en otros lugares de España.
Mucho se ha hecho en el Museo del Prado en el último medio siglo,
pero aún queda bastante por hacer para que la gran pinacoteca nacional
pueda estar al nivel de las grandes colecciones europeas o americanas.
No es culpa achacable a los conservadores que han estado al frente de ella,
sino más bien a las escasas consignaciones y a la mínima preocupación
del Estado español por estos problemas, en cualquiera de los regímenes
políticos que se han sucedido en España durante los siglos xix y xx. La
dotación ha sido tan miserable que no ha permitido la puesta al día de sus
colecciones. Todo el esfuerzo se ha dedicado, en la medida de lo posible,
a mejorar la instalación y presentación de las obras. Pero un Museo de
la categoría del Prado debe ser un centro activo de trabajo y estudio
de las obras que le están confiadas. Cuando se piensa en el copioso staff de
cualquier museo moderno y se compara con el reducidísimo del Prado, el
retraso queda comprendido, aunque no justificado. Sería interesante, y no
es ocasión de hacerla, la comparación entre el personal especializado que
de las colecciones del Museo del Prado se ocupa y el que está adscrito a
cualquier pinacoteca de segundo orden en los países de la civilización
25 occidental. Falta, ante todo, un catálogo descriptivo y crítico que venga
a sustituir al muy meritorio para su época que inició en 1872 don Pedro
de Madrazo; se trata de una de las más urgentes necesidades que se hacen
sentir. No existe en el Museo un grupo de conservadores dedicado al estudio
de sus series de pintura, que hoy requieren una documentación y una dedi¬
cación total de especialistas, como en otros países del mundo sucede. Faltan
un gabinete de documentación fotográfica adecuado y una amplia y espe¬
cializada biblioteca para ayuda de sus conservadores y de los estudiosos
nacionales y extranjeros que vengan a trabajar sobre sus fondos. Falta
un gabinete técnico para el estudio científico de los cuadros, dirigido por el
personal adecuado que en otros Museos estudia apuradamente las obras y
asesora en materia de restauración. Las remuneraciones de los restaura¬
dores son ridiculas y no están al nivel de los tiempos. Falta un Boletín-
Anuario en el que puedan publicarse monografías útiles para la preparación
de un catálogo moderno y para dejar estudiadas satisfactoriamente las
obras que se van adquiriendo. Falta, sobre todo, un departamento educa¬
cional, como existe en los Museos americanos, que organice la difusión de
la cultura artística sobre sus fondos, sección encaminada a que el Museo
complete sus tareas con una labor educativa dirigida a toda clase de pú¬
blicos por medio de cursillos y conferencias, según programa anual que
constituya un organo importante de cultura estética orientada tanto hacia
los especialistas o aficionados calificados, como hacia los jóvenes y aun los
niños, según se hace en muchos Museos del mundo inferiores al del Prado
en el valor y la importancia histórica de sus colecciones. El Museo del
Prado no suele extender su acción a la organización de exposiciones de
ámbito nacional o internacional, que son hoy una tarea complementaria
muy importante del trabajo de los grandes Museos; ello resta a los habitan¬
tes de Madrid, y aun a todos los españoles, de un ámbito de comunicación
y de relación en materia de arte que otros países cultivan con cuidado ex¬
quisito. La importante colección de dibujos del Museo no está estudiada
ni catalogada, con lo que un fondo valioso de sus tesoros puede decirse
que está inédito y desconocido. No es indiscreto denunciar estos fallos,
aun en un libro dedicado al gran público, porque esta debe ser la tarea
de los años venideros si queremos que nuestra pinacoteca, una de las
primeras del mundo, sea puesta en valor, no como mera presentación
suntuosa de los tesoros artísticos acumulados por la España del pasado,
sino como órgano de cultura de la España del presente y del futuro. El
Estado español ha solido considerar los Museos como almacenes de obras
de arte mejor o peor presentadas, pero no como pieza eficaz para acrecer
y refinar la cultura del país y como órgano de trabajo histórico a la mo- 26
dorna. Esperemos que este retraso, que ha correspondido al retraso de
nuestro país en más de siglo y medio de azarosa historia, pueda ser enmen¬
dado algún día.
Entre tanto, libros como el que se integra ahora a una colección que
aspira a difundir y a hacer apreciar mejor el tesoro artístico de España
pueden ayudar a este conocimiento y a la extensa divulgación de las mara¬
villas que reunió la España de otras épocas. Este mismo aspecto de carencia
de ambiente estatal y social ha sido la causa, sin duda, de (jue el Museo
del Prado haya sido menos enriquecido por los legados y donaciones que
tanto han contribuido en países más afortunados a completar y ensanchar
sus colecciones. Ello hace aún más meritoria la generosidad de las personas
que han cedido, en vida o por disposiciones testamentarias, pinturas ex¬
celsas o estimables a nuestro Museo Nacional. De ellas se hace mención
en el catálogo del Prado y su nombre figura en relación completa en el
cuadro de honor que en la rotonda del Museo se exhibe, para expresar la
gratitud de la Pinacoteca a los que dieron ejemplo de magnanimidad y
patriotismo. Pero lo que nos sorprende es que, dada la importancia de las
colecciones particulares de las grandes casas de la nobleza, sea tan escasa
su representación en esta nómina de honor. Más bien han sido coleccio¬
nistas modestos los que han contribuido en su mayor parte a estos enrique¬
cimientos de los fondos del Museo. Ni que decir tiene que, dada la penuria
de las consignaciones del presupuesto del Estado, las adquisiciones del Museo
tampoco han sido demasiado importantes, aunque piezas valiosas han podi¬
do ingresar en los fondos del Prado merced a las afortunadas gestiones de
la Dirección y del Patronato y, en algunos casos, del Ministerio de Edu¬
cación Nacional. Pero, desgraciadamente, pinturas valiosísimas han salido
entre tanto de España sin que el Museo haya podido adquirirlas y sin que
el Estado lo haya impedido. La época del siglo xix, en que tan capitales
adquisiciones fueron hechas por los Museos europeos, cuando piezas de
gran mérito fueron incorporadas a sus tesoros por compra o por cesión, no
tuvo paralelo en España, a pesar de que en aquellos tiempos las obras
de arte, aun las más excelsas, tenían todavía precios moderados. La fabulosa
v a veces escandalosa estimación monetaria que las obras de arte en el
siglo xx, y especialmente en los últimos decenios, han experimentado,
hará aún más difícil para el Prado poder competir con países más ricos
y generosos, aunque no puede desconocerse que el cuidado, la difusión
y la puesta en valor de las obras de un Museo contribuyen poderosamente
no solo a su prestigio nacional, sino a atraer generosidades que de otro modo
27 se retraen y dificultan.
t >*t
Velázquez. El Cardenal Infante Don Fernando de Austria.

2. EL ORIGEN DE LAS
COLECCIONES DEL MUSEO
.

•o

^^^íeda dicho que el Museo del Prado se constituyó con cuadros de las
colecciones de la Casa Real española. Los reyes de España, desde fines de
la Edad Media, tuvieron especial afición a reunir pinturas. Don Pedro
de Madrazo, a base del estudio documental de nuestros archivos, intentó
una historia de esas colecciones en un libro de meritoria erudición, publi¬
cado en 1864, titulado Viaje artístico de tres siglos por las colecciones de
cuadros de los reyes de España. No es un libro de corrida y amena lectura,
sino de síntesis documental, pero en él se recogen noticias inestimables
y referencias a muchos cuadros que están aún en las colecciones españolas
y en el propio Museo del Prado. En su prólogo adelanta la exacta conclu¬
sión de que «la grandeza de nuestros monarcas de la Casa de Austria, en
la vasta esfera pictórica, alcanzó a donde llegaron las aspiraciones de los
más ilustrados príncipes de la Edad Moderna», huera de los Papas o de las
grandes casas de Italia, el país del arte entre todos los europeos, «fueron
el nieto de Isabel la Católica, el hijo de este, Felipe II, y su bisnieto,
Felipe IV, más dichosos que ellos en adquirir y conservar para sus sucesores
las producciones de los grandes maestros que hacían imperecedera la fama
de las escuelas clásicas de Italia».
Algunos de los mejores Museos de Europa—Berlín, Londres—se forma¬
ron en tiempos recientes de modo planificado y con científico criterio histó¬
rico, mediante adquisiciones que intentaron reunir un acervo de pintuias
que otras naciones recibieron ya seleccionado por herencia de sus monarcas.
Los Austrias de Viena y de España formaron colecciones propias y ellas
fueron el origen de los Museos respectivos.
Es de los Austrias de donde verdaderamente parte la historia de las
colecciones reales, pues si bien Isabel la Católica dejó a su muerte 460
29
cuadros, no es lícito, como dice Madrazo, dar «a esta considerable suma de
obras el nombre de colección de pinturas en el sentido moderno de la pala¬
bra, porque casi todas, a excepción de los retratos, eran cuadros de devo¬
ción». Por otra parte, la colección de la reina Isabel se disolvió a su muerte,
con la excepción del tesoro de tablas legadas a la capilla real de Granada
y que allí se conservan. Es bajo Carlos V cuando comienza el coleccionismo
regio, en medida fabulosa acrecido por herencias, compras y mecenazgo
respecto de los artistas. «El más afortunado colector de objetos artísticos»
llama al César don Pedro de Madrazo. Aquí, en Madrid, comienza verdade¬
ramente la historia—o la prehistoria—del Museo del Prado. Pues el trashu¬
mante emperador fue el primero que, al realizar obras importantes en el
Alcázar de Madrid, hizo posible la decisión de Felipe II de establecerse
en la villa del Manzanares y de atesorar en el Palacio madrileño lo más
selecto de sus colecciones de pintura. Carlos V acreció de modo extraordi¬
nario su propia pinacoteca, aumentada con ricas herencias de obras de
arte, como la de su tía doña Margarita de Austria—la viuda del infortunado
príncipe don Juan, que le aportó unos cien cuadros, entre los que había
obras maestras de los más grandes pintores de Flandes—, la de doña Juana
la Loca en Tordesillas, la de Felipe el Hermoso, más lo que pudo llegarle
de los Reyes Católicos y de su abuelo el emperador Maximiliano... Unos
600 cuadros calcula Madrazo que poseía el emperador antes de retirarse
a Yuste, adonde se llevó piezas importantes de este tesoro, que estuvo
a punto de dispersarse al no quedar vinculadas a la corona y venderse en
almoneda a su muerte, como todos sus efectos personales, según hábito ya
antiguo en la Casa Real. Si el sucesor quería para sí estos objetos o parte
de ellos, tenía que elegirlos y pagar su importe como un particular. Aquí
se vio ya el gran estilo en materia de gusto artístico de Felipe II, justamente
alabado por Justi y aun por sus más hostiles biógrafos como hombre de
refinada educación estética y muy dado al goce de las artes; cuando la
almoneda de la sucesión de Carlos V se celebró en Valladolid, ya Felipe II
había recabado para él todas las pinturas, subastándose lo restante en la
ciudad del Pisuerga y luego en Madrid. En el Alcázar de Madrid, con parte
de estas obras y las nuevas adquisiciones de Felipe II, se fue formando ya
una colección, núcleo del Museo del Prado, que a la muerte del rey contaba
357 pinturas. Pero de cuadros se iban también llenando El Pardo y otros
palacios reales, sin contar con los enriquecimientos que supuso la colección
que en El Escorial, personal creación del rey, se había formado. Felipe II
tuvo ya dilectos pintores de cámara, entre los que sobresalían el retratista
neerlandés Antonis Moor y los españoles Sánchez Coello y Pan toja; por otra 30
parte, siguió protegiendo al Tiziano y adquiriendo valiosas obras de pintores
flamencos e italianos, singularmente de la escuela de Venecia, muchas
de las cuales están hoy en el Museo del Prado. Desgraciadamente, también
hubo almoneda a la muerte de Felipe II, en la cual su hijo, Felipe III, re¬
servó para él cuadros de positivo valor, siendo escasas las pinturas vendidas.
Ello es que Felipe II dejó ya tres Museos de pinturas, copiosos y selectos
a la vez: en Madrid, en El Pardo y en El Escorial. Felipe III, monarca gris,
no dejó de acrecentar la riqueza artística de la Corona, incluso comprando
en Flandes la colección del conde de Mansfeld; favoreció especialmente
la concentración de pinturas en el Palacio de El Pardo, que, a la muerte
del rey, reunía 355. No obstante, algunas se perdieron en el incendio de El
Pardo en 1604, especialmente una galería de retratos allí reunida. Cuan¬
do, en temporal traslado, la Corte se establece en Valladolid, allí se reúne
también, tanto en el Palacio Real como en la llamada Casa de la Ribera,
una buena colección de cuadros, con centenares de obras.
Fue el reinado de Felipe IV afortunado para la pintura en España,
tanto por marcar el apogeo de nuestra escuela nacional y por haber tenido
a su servicio a Diego Velázquez, gran parte de cuya obra quedó en el Alcá¬
zar de Madrid, como por el enriquecimiento de las colecciones reales mediante
compras afortunadas y encargos directos a pintores no españoles. «En nada
hallaba Felipe IV tanto placer como en adquirir cuadros de buenos pin¬
tores...», dice don Pedro de Madrazo, afirmación que hay que aceptar con
alguna reserva, ya que en cuanto a placer, el rey Felipe lo persiguió con
no menor empeño en el amor de la mujer, que fue en él pasión viciosa.
Creo que, en todo caso, la pintura venía, en sus inclinaciones, inmedia¬
tamente detrás de la tentación erótica. Una de las más importantes ad¬
quisiciones, deseada con empeño por Felipe IV, fue la de los cuadros de
la colección del infortunado rey Carlos I de Inglaterra, decapitado por la
revolución inglesa. Cromwell, puritano fanático, puso a la venta aquella
selecta galería de cuadros, en cuya almoneda el primer comprador fue don
Alonso de Cárdenas, embajador de España en Londres, que obró siguiendo
las instrucciones de Felipe IV. Cuadros importantes de la escuela vene¬
ciana vinieron también a Madrid por las compras realizadas en la ciudad
de las lagunas por el embajador de Felipe, don Alonso de la Cueva, y por el
propio Velázquez en su segundo viaje a Italia, dispuesto por el rey para que
su pintor de cámara le aportase nuevas obras de arte para el Alcázar ma¬
drileño. También el rey acudió a la almoneda de la testamentaría del des¬
dichado don Rodrigo Calderón, ministro de su padre, condenado a muerte
31 en los primeros años de reinado del hijo. Pero, además, Felipe I\ recibió
como regalo pinturas de primera calidad, hoy en el Museo del Prado:
Tizianos capitales, obras de Rafael y de Correggio, entre otros cuadros.
Más que otros reyes, Felipe IV dio trabajo con encargos directos a los
pintores contemporáneos. La decoración del Palacio del Buen Retiro,
obra de su reinado, empleó a los artistas de la corte y aun de fuera de ella;
a estas obras se unieron obsequios de pinturas que el conde duque obtuvo
de parte de la aristocracia cortesana. Y para decorar la Torre de la Parada,
pabellón de caza del monte de El Pardo, Rubens y su taller trabajaron
activamente en pintar los cuadros inspirados en las Metamorfosis de Ovidio,
que hoy llenan varios salones del Prado. Madrazo nos da idea del enrique¬
cimiento de las colecciones de Felipe IV: solo en el Alcázar madrileño
llegaron a inventariarse a su muerte 1.547 pinturas; 375 estaban en el
Palacio de El Pardo en 1653, años antes de morir Velázquez.
Carlos II no tuvo, ni en arte ni en nada, grandes iniciativas; en 1671,
la única que cuenta, es el encargo a Lucas Jordán de los frescos de El Es¬
corial, en cuya escalera el pintor napolitano presentó al rey, mostrando las
barrocas glorias por él ejecutadas, a su madre y a su esposa. En todo caso,
las colecciones reales disminuyeron bajo el reinado del rey Hechizado. Lo
acusa el inventario general formado a su muerte en 1700; bien es verdad
que, entre otras causas, hay que contar el gran incendio de El Escorial
en 1671, que destruyó muy valiosas pinturas.
La gran desgracia para el tesoro artístico nacional ocurrió en el reinado
de Felipe V, el primer Borbón español, el rey que tuvo que defender con la
espada los derechos que le confirió a la corona de España el testamento
de Carlos II, en la llamada guerra de Sucesión. Afirmado ya en el trono,
en 1734, un espantoso incendio originado por la chimenea del aposento
del pintor Juan Ranc, uno de los artistas franceses que había adscrito a su
servicio el monarca, devoró en la noche de Navidad y en los días siguientes
el Alcázar madrileño. Las pérdidas fueron dolorosas: 537 pinturas quedaron
destruidas, entre ellas, obras maestras de Velázquez y de muchos otros
grandes artistas. Otros cuadros quedaron dañados y tuvieron que ser
restaurados con mayor o peor fortuna.
Pero la nueva dinastía demuestra parecida voluntad de acrecer las
colecciones de la Corte y no menor afición a la pintura. Felipe V y su se¬
gunda esposa, Isabel de Farnesio, formaron colecciones propias que todavía
se distinguen por las marcas que sobre los lienzos se pintaron: un aspa en
las del rey, una flor de lis en las de Isabel de Farnesio. La primera ascen¬
día a 318 cuadros, a 889 la segunda. Los dos esposos dedicaron su atención
preferentemente a su personal creación, el Palacio de San Ildefonso o de La
Granja, en el que llegaron a reunirse 1.200 pinturas. Es verdad que las
adquisiciones de este reinado no fueron tan afortunadas como las de Fe¬
lipe IV; pero hay que decir en su honor que durante su estancia en Sevilla
los reyes descubrieron la pintura de Murillo y se aficionaron a ella, en verdad
más apta para ser gustada por franceses en el siglo del rococó que la de los
severos pintores españoles de la primera mitad del xvii. Las obras de Murillo
enriquecen las colecciones reales, y hasta 29 cuadros del sevillano entraron
en ellas, permitiendo luego que el Museo del Prado tuviera una representa¬
ción adecuada del pintor de las Inmaculadas.
El reinado de Fernando VI frenó un poco esta inclinación hacia la
pintura y el aumento de las regias pinacotecas; el melancólico rey y su
esposa Isabel de Braganza fueron más dados a la música que a las artes
plásticas. No obstante, algunos pintores extranjeros, principalmente fres¬
quistas, fueron atraídos a la corte para decorar el Palacio nuevo que sobre
el solar del antiguo Alcázar se erigía. No se había terminado aún cuando
sube al trono el tercer hijo de Felipe V que reinó en España, el pío y humano
Carlos III, quien llama a la corte a Tiépolo y a Mengs y les confía nuevas
bóvedas al fresco en el Palacio que se estrenaría en 1764. Bajo Carlos se
adquieren buenos lotes de pinturas de maestros españoles contemporáneos:
los bodegones de Meléndez, obras de Maella, Bayéu y de otros artistas.
Carlos III no solo conservó lo que había recibido de sus antecesores, sino
que aumentó extraordinariamente los tesoros de la Casa Real, adquiriendo
cuadros de las colecciones del marqués de la Ensenada, duquesa del Arco y
otras procedencias. Bajo Carlos III, el Palacio nuevo llegó a reunir 981 cua¬
dros y el número total de pinturas de la Corona a la muerte del rey, según
consta en los inventarios estudiados por Madrazo, ascendía a la fabulosa
cifra de 4.747.
Carlos IV, rey inepto y débil, no perdió la afición a las artes que los reyes
de España, a través de tres siglos y dos dinastías, habían mantenido; ad¬
quirió obras de arte que le atrajeron en sus viajes por España, como las
que compró en Valencia (Juanes, Ribalta); pero sobre todo tuvo la fortuna
de tener por pintor de cámara a Goya, y con sus obras, ingresadas en las
colecciones reales, el Museo del Prado se benefició de un conjunto de pin¬
turas del maestro de valor inestimable y hoy uno de los principales atrac¬
tivos de la pinacoteca de Madrid.
El favor inaudito alcanzado por el valido Godoy llevó a sus aposentos
en el Almirantazgo pinturas que ascendían al número de 381, muchas de
ellas procedentes, sin justificación jurídica alguna, de las colecciones reales.
Quedaron afortunadamente en España, después de la caída del valido y la
abdicación de Carlos IV en el motín de Aranjuez, el 19 de marzo de 1808,
y de la invasión francesa, verdadera catástrofe para el arte nacional. Los
desplazamientos de obras de arte, sacadas de los conventos suprimidos bajo
el régimen bonapartista; las escandalosas incautaciones de los generales fran¬
ceses en las provincias en que mandaban bajo José I; los robos e incendios
por doquier en iglesias y conventos en los incidentes de la guerra o a
consecuencia de ella, disminuyeron el patrimonio artístico y espiritual de
España y sacaron del país pinturas importantes que nunca volvieron. El
almacenamiento de los cuadros procedentes de los conventos suprimidos
y su confusión con los del Patrimonio Real fue un hecho ya señalado por
Madrazo, y ello explica que quedaran en poder del Estado—y en los alma¬
cenes del Palacio Real quedan aún pinturas de esta procedencia—muchos
cuadros que fueron de monasterios e iglesias madrileñas y aun de otras
regiones; incluso se trajeron de Sevilla cuadros de Murillo cuya fama atrajo
a los incautadores. Más de 1.500 cuadros de este origen se almacenaron en
la época de la dominación francesa en Madrid. También los cuadros de los
Palacios Reales se guardaron en conventos desafectados, así como en la
Academia de San Fernando. Y aún por exigencias del emperador se esco¬
gieron 50 cuadros destinados al Museo del Louvre, que allá se enviaron, con
algunos más de otras procedencias; entre ellos figuraban obras del Greco, Ri¬
bera, Velázquez, Zurbarán, Cano, Murillo, Pereda, Carreño, Coello, etc., entre
los de escuela española, junto a piezas de Rafael, Andrea del Sarto, Tiziano,
Veronés, etc.1. Parte de estos cuadros estaban todavía en Madrid cuando
el rey José emprendió su definitiva retirada, en la que sufrió la derrota
de Vitoria. Al fin llegaron a París y costó harto trabajo que los franceses
los devolvieran, bajo la Restauración, después de una larga y enrevesada
negociación cuyos detalles han estudiado el marqués de Villaurrutia y don
Pedro Beroqui2.
Los que no volvieron fueron otros cuadros que el general Wellington
tomó como botín en la propia batalla de Vitoria, y que tan de España y
aun de sus colecciones reales eran como los que José Bonaparte se llevó
de nuestro país. Como no volvieron tampoco los que muchos generales
franceses se habían apropiado en varias provincias españolas y con los que
formaron magníficas colecciones cuya devolución a España no se logró 3.
1 Las listas de cuadros que se habían de enviar a Francia pueden verse en el libro de Beroqui El
Museo del Prado (Notas para su historia), págs. 152-54.
1 Véase el libro de Villaurrutia Algunos cuadros del Museo del Prado. Cómo se recobraron y salvaron
de segura ruina los de Rafael, que se llevó José Bonaparte, artículo publicado en la revista Cultura Española,
1907, y recogido en su libro El rey (Napoleón, Madrid, 1927. Véase también el libro de Beroqui, págs. 83-89.
* Véase el artículo de Mrs. Ilse Hempel de Lipschutz El despojo de las obras de arte en España durante la
guerra de la Independencia, publicado en Arte Español, 1961.
Cuando Fernando \ II vuelve a España, todo el tesoro pictórico de
España, incluidas las colecciones reales, las de muchas casas nobles y las
de buena parte de los monasterios, iglesias y conventos, se hallaba disper¬
sado en varios depósitos y en una confusión descorazonadora. La situación
del país era angustiosa, la Administración se hallaba en total caos; a esto
se añadía la poco generosa actitud política del rey, perseguidor de los di¬
putados patriotas que en las Cortes de Cádiz habían manifestado opinio¬
nes liberales, lo que contribuyó a aumentar el descontento y pesimismo en
los ilustrados sectores del país. No era tiempo propicio para las Helias Artes;
por ello mismo fue una fortuna que la iniciativa de Fernando VII, el rey
que tantas culpas exhibe ante la Historia, diese impulso a la terminación
del edificio de Villanueva y constituyese allí el Museo Real de Pintura,
núcleo de nuestro actual Museo del Prado.
Pero la afición de nuestros reyes a la pintura y al coleccionismo no se
extinguía ni aun en la desgracia y el destierro. Muchas y duras fueron las
vicisitudes por que hubieron de pasar los reyes padres Carlos IV y María
Luisa, desde su abdicación el 19 de marzo de 1808 y su posterior marcha
a Francia por orden de Napoleón. Bayona, Compiégne, Marsella, Roma,
fueron las etapas de su peregrinación de monarcas desposeídos; pero esta¬
blecidos definitivamente en la ciudad de los Papas, siguieron comprando
pinturas y formando una numerosa y variada colección. A la muerte de los
reyes padres se inventariaron hasta 688 cuadros procedentes de estas ad¬
quisiciones, que a España vinieron y, considerados como propiedad priva¬
da, fueron repartidos entre los hijos de Carlos IV. Algunos lienzos de esta
procedencia acabaron entrando en el Museo del Prado y enriqueciendo con
alguna pieza importante nuestra pinacoteca nacional.
Isabel II no dejó de adquirir cuadros también, pero la mayor parte eran
de autores contemporáneos, como muestra de atención regia a las Bellas
Artes; no obstante, adquisiciones hechas en la colección Salamanca, de
pinturas antiguas, pasaron a aumentar el acervo artístico de la Real Casa
y en buena parte se conservan en los varios palacios del antiguo Patrimonio
de la Corona. A esto hay que sumar la producción de los pintores de cámara,
especialmente en retratos de personas reales, algunos de los cuales también
pasaron a las salas del Prado.
El enriquecimiento del Museo en los últimos años ha dependido, prin¬
cipalmente, de adquisiciones ocasionales, algunas muy afortunadas, de
piezas salidas a la venta en España y de legados de generosos donantes
que, generalmente por disposiciones testamentarias, han dejado al Museo
pinturas de sus colecciones privadas, Goya ha sido el pintor más favorecido
en su representación por este tipo de accesiones. Pero las penurias y dificul¬
tades subsiguientes a nuestra última guerra civil, otra catástrofe para el
tesoro artístico nacional y en la que incluso algunas pinturas del Prado
sufrieron daños lamentables, no han permitido que la política de compras
del Museo, por las escasas consignaciones para su sostenimiento, por la
falta de fondos para adquisiciones y a la vez por el fabuloso aumento en el
valor de las obras de arte, pudiera haber logrado niveles que otros Museos
del mundo civilizado alcanzan. En años tan difíciles se ha realizado, no
obstante, una labor muy estimable en cuanto a acondicionamiento del local,
ampliación de sus salas e incluso a adquisición de nuevos cuadros; por otra
parte, la difusión mundial lograda por los principales fondos del Museo
en la Exposición celebrada en Ginebra en 1939, al terminar nuestra guerra
civil, hizo que muchas gentes que desconocían España se dieran cuenta de
la excepcional calidad de los tesoros del Prado. Puede decirse que desde su
nueva reinstalación en el mismo año 39, el Prado es hoy uno de los Museos
más visitados del mundo. A sus excelencias se une el hecho de que algunos
de los más grandes pintores de occidente—Tiziano, Rubens, Velázquez o
Goya—tienen en el Prado una representación copiosa, repleta de obras
maestras, y ello bastaría para dar a sus colecciones un rango de primer
orden, entre los Museos de Europa.

Era, pues, necesario que en esta colección fueran dedicados al Museo del
Prado los volúmenes suficientes para dar una suficiente y adecuada muestra
antológica de los tesoros de pintura que contiene. El primero de ellos se
dedica a la pintura española de los siglos xvn y xviii. Convenía no limi¬
tarse a las obras capitales, sino ofrecer una secuencia histórica de sus series,
en la que estuvieran recogidos sus aspectos diversos y los artistas que han
tenido un valor en el proceso de la pintura, a través de los siglos que en el
Museo están representados. Si hubiéramos atendido solo a la importancia
estética de las obras incluidas, la antología hubiera sido distinta; pero
se ha pensado, sobre todo, en ofrecer la sucesión de escuelas y maestros de
modo que queden recogidos en la selección los aspectos que integran un
panorama, resumido pero completo, de la historia de la pintura española
de los siglos xvn y xviii por ser la menos conocida fuera de España, por
constituir con Velázquez y Goya uno de los principales atractivos para el
visitante y por el alto valor internacional conseguido en estos últimos años
por la obra de ambos pintores, más admirados hoy que al terminar el pasado 36
siglo. A este volumen seguirán otros, uno de ellos dedicado a la pintura
española desde la Edad Media al siglo xvi, otro a la escuela italiana y uno
más a las escuelas nórdicas europeas. Los 400 cuadros que la colección
completa incluirá serán ya una suficiente y amplia selección que, por medio
de las transparencias en color, valdrá para recordar el Museo a quien lo
conozca, para informar a quien no lo haya visitado y para servir, en todo
caso, de útil ayuda a la enseñanza, en la que estos medios visuales son
hoy instrumento de primera necesidad.

37
Velázquez- Don Diego de Corral y Arellano.
3- DOS SIGLOS DE
PINTURA ESPAÑOLA
DEL GRECO A GOYA

F
JLJ 1 tomo que el lector tiene entre las manos es el primero en aparecer
de los cuatro que integrarán la selección dedicada al Museo del Prado.
Si en el orden de publicación de los volúmenes no respetamos la cronología,
ello tiene una justificación que creemos defendible. En primer lugar, cada
tomo tiene una individualidad propia que hace indiferente la fecha de su
aparición. Pero si el Museo del Prado es de subido valor por sus coleccio¬
nes de pintura flamenca o italiana, es evidente que la peculiar singularidad
de nuestra pinacoteca está en albergar los más importantes grupos de
obras de algunos grandes pintores españoles que representan la original
aportación de la escuela española al arte del mundo, singularmehte
Velázquez y Goya, maestros cuya estimación universal no ha hecho sino
acrecerse con los años. Y en torno a estos dos creadores, los artistas que
pueden completar, con las lagunas que en todo Museo son inevitables,
el panorama de nuestra pintura en los siglos xvn y xvm, menos conocida
y divulgada hasta ahora en el gran público que cualquiera otra escuela
europea.
No entraremos ahora en la discusión de lo que la escuela española
signifique como entidad estética propia dentro de la producción pictórica de
Europa. El maestro Ortega y Gasset dijo una vez que no hay propiamente
una escuela española y que, en rigor, solo existe en Europa una escuela
pictórica: la italiana. Esta afirmación de Ortega, comentada por mí en
otro estudio, tiene la loable intención de afirmar, en reacción contra la
viciosa proliferación del nacionalismo, plaga y causa de tantos males de
Europa, la unidad fundamental de la cultura de Occidente, pero no puede
admitirse sin reservas. La dualidad italo-germánica, nórdico-mediterránea,
39 realismo-idealismo, es un fecundo contrapunto en el desarrollo de las artes
de Occidente; ella afecta de modo singular al arte español, como en otros
escritos míos he apuntado, pero el desarrollo extenso de estos puntos de vista
no sería oportuno en un libro como el presente. En el concierto de la cultura
de Europa, las circunstancias de cada país o, como prefiero decir, de cada
foco artístico expansivo, aportan matices, actitudes, que enriquecen con su
diversidad la expresión estética de nuestra cultura común. En esa diversidad
reside la riqueza compleja del arte de Occidente, aun admitiendo que el
arte italiano mantuvo una continuidad admirable y magistral que tantas
veces sirvió de lección a otros núcleos artísticos. En los siglos xvn y xvm
aparecen los más grandes creadores de la pintura española. Pero el grupo
coherente de los pintores del xvn, la existencia de un núcleo de maestros
ordenados en varias generaciones sucesivas, cuyo proceso tiene una se¬
cuencia encadenada y explicable, nos permite hablar lícitamente de una
escuela española de pintura en el siglo xvn. A través de esta centuria hay
una sucesión de grandes figuras, con su enjambre de maestros menores; existe
tradición sin ruptura, la producción es abundante y la evolución se desarrolla
con un ritmo temporal adecuado a las inflexiones de un estilo. La ruptura
vendrá después, en el xvm, hasta que la corriente torcida o soterrada de la
tradición de la centuria anterior, la atonía y languidez de la producción
pictórica, son rescatadas de repente por la aparición de Goya, un genio
original, capaz de redimir con su obra un siglo de apatía creadora.
Siempre se ha hecho notar que la formación de una escuela española,
original, con aportaciones de grandes maestros, no surge hasta el reinado
de Felipe IV, precisamente en el momento en que se inicia la decadencia
del país. Mientras la literatura española inicia la serie de sus grandes
creaciones a partir del Renacimiento—La Celestina puede ser una obra
representativa—, la personalidad nacional en la pintura no se define hasta
un siglo más tarde. Los historiadores se afanan en buscar las causas pro¬
bables de ese retraso sorprendente; no ha dejado este fenómeno de llamar
su atención, ni de provocar explicaciones aproximadas; el que esto escribe lo
ha intentado en otros trabajos que aquí no hará sino resumir con la matiza-
ción especial que corresponde a este libro, dedicado a la descripción de los
cuadros de los grandes maestros de España en el primer Museo de la nación.
He hablado en otra parte de cómo podemos aplicar el concepto de estilo
temporal a las grandes corrientes estéticas de cada momento de la Historia;
en esos estilos temporales se articulan, con mayor o menor holgura y entu¬
siasmo, según las coyunturas, las vocaciones nacionales. No se trata de
hipostasiar los caracteres nacionales como algo permanente e inmutable,
ya que es bien sabido que esos mismos caracteres sufren las contingencias 40
del cambio histórico y el cambio es, como ha dicho Ortega, la ley de la
Historia. Pero en el ámbito evidentemente restringido de los siglos que
van de la Edad Media al Barroco, es cierto que esos caracteres tienen en
España una cierta permanencia que nos autoriza a su consideración. Si
concebimos los estilos temporales como una fluencia a lo largo del tiempo,
como un estrato horizontal, la vocación artística nacional penetraría en ellos
como un estrato vertical; la coincidencia más o menos propicia de las situa¬
ciones históricas favorecería, en cada país, la expansión de esas vocaciones
o las inhibiría, según los casos. La tendencia vocacional de un determinado
foco artístico podría explicar así los momentos de mayor brillantez, o
apogeo, como se suele decir siempre, en el caso favorable. La economía
nos brinda aquí un concepto que puede ser aproximadamente aplicado;
las condiciones favorables para la expansión plena de una tendencia na¬
cional serían la coyuntura propicia para que los artistas manifiesten de
una manera más fácil y auténtica el genio de la nación a que pertenecen,
en oposición a las coyunturas desfavorables que dan lugar a épocas imita¬
tivas en las que el cuadro de preferencias estéticas temporales no coincide
con los de la nación que trata de expresar su visión propia en el arte.
Esa coyuntura favorable la encuentra España en el momento en que se
produce, y no por capricho, la generación decisiva de la pintura española,
que es, como he dicho en otro lugar, la de los grandes maestros que nacen
a la vida entre 1590 y 1600. Pero ese florecimiento viene preparado por
una transición en la que los factores culturales y el proceso inmanente
de la estética y aun de la técnica artística van a ofrecer la oportunidad
en que surge la coyuntura española en la pintura del xvn.
En el siglo xvi, España ha tratado de adaptarse apresuradamente
a los ideales del arte del Renacimiento italiano, de la pintura italiana
preparada por el Trecento y el Quattrocento, que alcanza su climax en los
últimos decenios del siglo xv y los primeros del xvi. El cuerpo humano
heroizado, ajustado a los cánones de proporción y de belleza que el arte
antiguo mostraba en su escultura, es ahora un ideal de perfección, y esa
perfección impone, como esencial, el culto de la forma. Pero la forma
tiene un límite, que es el dibujo, y el dibujo, la delimitación precisa de la
forma, es la disciplina intelectual que Italia impone. Mas los españoles son
poco dibujantes. A la limitación de la forma preferirán su pura impresión
visual. El cuerpo del hombre es la expresión suprema de la creación divina;
para lograr sus cimas el arte tiene sus dechados: la estética platónica y el
arte antiguo. La belleza solo se conseguirá apartando los ojos de la realidad
impura y creando, es decir, soñando una perfección que el mundo no nos
ofrece. Por otra parte, la cultura del humanismo se vuelve apasionadamente
hacia el estudio de la literatura antigua y la antigüedad se aparece como la
época feliz de la Humanidad, como la plenitud de los tiempos. Y esto sucede
en una sociedad cristiana formada a través de duros siglos de ascensión
en la tarea colectiva de la Edad Media del Occidente europeo. En los cuadros
de Rafael y sus contemporáneos se nos ofrece una humanidad grave,
perfecta y feliz, contenida en una serenidad que el humanismo no puede
conservar demasiado tiempo. El drama surge con la escisión de la cristian¬
dad occidental, con la Reforma.
El drama late ya en las creaciones atormentadas de un Miguel Angel,
pero el manierismo perpetúa artificiosamente la vida de ese arte idealizado
y soñador de perfecciones, cada vez más vacío y falto de espiritualidad
en las densas generaciones de manieristas. Pero la Reforma es una alarma;
el mundo católico se recoge sobre sí para reaccionar contra la heroización del
hombre y la paganización del arte. El Concilio de Trento hizo una llamada
a la renovación del arte religioso, apartándose de las tentaciones en que el
Renacimiento había caído. Hay, por tanto, que apartar de la pintura re¬
ligiosa, tema esencial del arte español, todo lo que sea paganizante o profano.
Es el momento en que los hercúleos desnudos de Miguel Angel en el Juicio
Final de la Capilla Sixtina se cubren bajo San Pío V de pudorosos ropajes
en las figuras de Cristo y de la Virgen. Al dictaminar sobre la pintura reli¬
giosa, Trento es preciso: «Nihil profanum nihilque inhonestum appareat.»
El arte español apenas necesitaba de tales incitaciones. Penetrada de una
tradición religiosa medieval, en un pueblo que había hecho de la lucha
religiosa contra un invasor musulmán la sustancia de su vida y la razón
de ser de su impulso nacional, España había aceptado muy escasamente
las solicitaciones paganizantes del arte del humanismo. Pero el ropaje
artístico con que el arte del Renacimiento se cubría, tampoco había penetra¬
do profundamente en España, lo que explica la relativa esterilidad de la
pintura del xvi, el escaso calor con que España se adhirió a aquel arte
de clásica perfección evocada. De aquí el profundo sentido que tiene la apa¬
rición expresiva del arte del Greco, que solo en España podía encontrar
un ambiente favorable para sus arrebatadas creaciones coloristas, sus
místicas visiones y su libertad de factura anticlásica. Ya desde Felipe II
se aprecia cómo reacciona la pintura española al sentir la acción de la es¬
cuela de Venecia, escuela del color y no del dibujo, que, aun expresando,
como Berenson ha hecho observar, del modo más pleno los ideales del Re¬
nacimiento, lo haría con una factura pictórica más apta para hacernos sentir
la presencia del mundo concreto y la ejecución amplia, no esclavizada 42
a una disciplina rígida de dibujo. Los españoles iban a sentirse más a gusto
en esa dirección y de aquí la fecundidad que la influencia de Venecia
tiene en España. Los casos de Navarrete el Mudo, y sobre todo el del Greco,
son bien expresivos de su carácter de precursores en más de un sentido.
La revolución se manifiesta especialmente en el papel que la luz va a
jugar desde ahora en la pintura; luz de poderosa fuerza en los cuadros de
Navarrete y milagrosa en los del Greco. El tenebrismo, al que se quiere
subordinar exclusivamente la fecundación de la escuela española, no es,
en definitiva, sino un paso más en este proceso, y la positiva influencia de
Caravaggio en España no es sino una confirmación de la afinidad de nues¬
tra escuela con esos descubrimientos del valor de la luz en la pintura.
Leonardo de Vinci habló de los tipos de luz que pueden emplear los pin¬
tores en sus cuadros: una luz universal, como él decía, o una luz particular
o concreta. La luz universal, abstracta, fría, es la que emplearon los pin¬
tores idealistas del siglo xvi para describir los espacios ideales aptos para
ser poblados por sus seres arquetípicos y perfectos. La luz particular es la de
aquí y la de ahora, la del aire que nos rodea, la que ilumina el espectáculo
óptico del mundo, la luz apta para la concepción del arte nacido de la visua¬
lidad salvada en la pintura. La luz universal es una luz convencional, de
ninguna parte, que conviene a los asuntos nobles e irreales en los que la
distancia apenas cuenta y las cosas se perciben con una nítida claridad en
cualquier parte del cuadro que se encuentren. La luz particular es la luz de
nuestra percepción visual concreta, la que conviene a una pintura que trate
de describir el mundo mismo, al menos en los límites en que este mundo era
concebido por los pintores del xvii. «Las figuras iluminadas por una luz
particular, decía Leonardo de Vinci, tienen mayor relieve que las iluminadas
por una luz universal, pues la luz particular produce luces reflejadas que
hace que las figuras resalten; estas luces reflejadas provienen de que una
figura lance su luz sobre las sombras de otra, esclavizándola en parte. Pero
la figura colocada ante una luz particular en lugares amplios y oscuros no
recibe reflejos y solo se ve de ella la parte iluminada. Esta clase de ilumina¬
ción no se hace en la práctica más que en los casos de imitación de la noche
por medio de luz artificial.» Y aunque hubo en el siglo xvi pintores que adi¬
vinaron la realidad de las luces reflejadas, aplicándose a la representación
de focos individuales, los primeros ensayos luministas son estudios de luz
artificial y los hemos encontrado ya, tanto en Navarrete el Mudo como en
el Greco, como los encontraremos en Sánchez Cotán.
El caravaggismo no consistía sino en sistematizar de manera violenta,
43 simplificándolos, estos principios que parecen adivinados por Leonardo de
Vinci en el texto transcrito. Y obsérvese que el mismo Leonardo nos dice
que este tipo de luz tiene por objeto conseguir un mayor relieve en las figu¬
ras, es decir, un bulto, un volumen verosímil, que es una manera de que nos
entren por los ojos las realidades corpóreas de las formas que son para
nosotros dureza y obstáculo cuando las tropezamos en la realidad.
El relievo, como diría Pacheco, el maestro de Velázquez, va a ser parte
importante de la pintura en este punto inicial del arte barroco realista
del xvii. Por eso, ya desde las generaciones anteriores, los más precursores
de estos artistas comienzan a pintar sus objetos con una luz concreta,
precisamente para sacar a las figuras de su espacio abstracto y afirmarlas
visualmente como verdad y realidad. Cuando una novedad se abre paso en
el arte o en la vida, para vencer las resistencias de la rutina tradicional,
suele serle preciso exagerar, afirmarse con violencia. En el principio fue
siempre la exageración, y esto fue el tenebrismo. Lo que los venecianos
habían iniciado es brutalmente llevado a su extremo por Caravaggio;
quiero decir, la representación de las figuras bajo el efecto de una luz en
contraste violento con la sombra. Sobre el procedimiento tenebrista nos
ilustra de una manera especialmente adecuada un pasaje del texto manus¬
crito de Mancini, escrito hacia 1620: «Es propio de esta escuela iluminar
con una luz unida que viene de lo alto, sin reflejos, como sucede en una
estancia que tenga una ventana y los muros pintados en negro, de modo
que haciendo los claros y las sombras muy claros y muy oscuras, respecti¬
vamente, se logra un gran relieve a la pintura, pero de modo no natural
ni imaginado en otra época o por los antiguos pintores, como Rafael, Ti-
ziano, Correggio y otros...»
Las tendencias de Trento no favorecen continuar representando en la
pintura religiosa dioses antiguos disfrazados de patriarcas o de santos,
porque eso era una concesión al paganismo humanizante, a lo profano
y aun deshonesto, que la Contrarreforma quiere combatir; la misma incli¬
nación de la Iglesia empujaba a una representación de las figuras santas
más vital, más próxima al hombre, sin esa heroización distanciadora que
emplearan los artistas del Renacimiento. Para acercar humanamente a
los fieles los asuntos religiosos, ese papel misterioso, dramático, otorgado
a la luz, era favorable. En su libro sobre los pintores venecianos, Berenson
ha explicado claramente la función que la luz tenía en este acercamiento
realista de los objetos pintados: «En la pintura, la impresión de realidad
se obtiene principalmente con ayuda del claroscuro, tratando el cuadro
como un espacio cerrado, lleno de una atmósfera que es el medio a través
del cual son vistos los objetos.» Texto perfecto para ser aplicado al proceso 44
de la pintura española, que aun aceptando la acentuación contrastada de
la luz para conseguir fuertes efectos de volumen en las formas, tiene como
última meta la que se propone la pintura de Yelázquez: representar el
efecto de la atmósfera sobre la visión de los cuerpos, de lo cual Las Meninas
es la perfecta resolución. La densidad del aire tiene un valor en la visión
humana y ha de tenerla en la representación de la realidad; si para el
cuadro renacentista los valores del dibujo son los primordiales, a los que todo
se sacrifica, ahora van a quedar disueltos en la niebla imprecisa con que
Y elázquez ve sus objetos, disolviendo las formas, anulando los contornos
y traduciendo en pigmentos de color de borrosas delincaciones nuestra
impresión visual de los objetos naturales. El estudio de la luz contrastada, el
tenebrismo, bien aceptado por la directa influencia de Caravaggio, bien
recibido por mediación de sus seguidores o adivinado, por vocación coinci¬
dente, en algunos precursores, es, pues, para los españoles el portillo de
acceso a un nuevo estilo, en el que el énfasis del humanismo renaciente y
su magnificación engañosa de las formas, envueltas en luz abstracta y uni¬
versal, quedan rebasados.
Los venecianos fueron los verdaderos maestros de los españoles en cuanto
conciben la pintura como color, luz, y no dibujo, en cuanto no aprisionan
las formas en su neta frontera lineal, sino que representan a la vez la forma
y su envolvente atmosférico. El exagerado contraste de claroscuro que el
tenebrismo definió sirve a la vez para dramatizar los temas, concentrando
la atención, acusando el relievo y dando a las figuras y a las cosas más
humildes y prosaicas el valor y el misterio de su pura presentación hiriente.
Pero esto es solo el punto de partida; la escuela española del xvn se jus¬
tifica porque utiliza estas premisas pictóricas para expresar objetivos pro¬
pios con diversidad suficiente en sus maestros más señalados y con genia¬
lidad precursora en Velázquez. Que esta manera de enfrentamiento con
la realidad como verdad era la vocación española, se comprueba no solo
en la pintura, sino en la literatura de nuestro país, y en algún otro trabajo
he citado textos de escritores españoles que coinciden en su expresión con
los objetivos que se propusieron los grandes pintores del siglo xvii.
Desgraciadamente, el Museo del Prado no posee todos los ejemplares
que serían necesarios para hacer manifiesto este proceso, y habremos,
pues, de atenernos a los cuadros que aquí han de ser comentados para
apoyar y explicar el proceso evolutivo de la escuela pictórica española
hacia metas originales que enriquecen el panorama de la pintura europea
de su tiempo. Pero es evidente que ningún otro Museo podría presentarnos
mayor número de pinturas de nuestra escuela ni mayor facilidad para
seguir el proceso de su evolución. Casi ningún maestro importante falta
en el Prado, y si la representación de Zurbarán no es suficiente, la de Ribera
es abundante, y Cano, pintor de obra poco extensa, tiene, al menos en
el Museo, ejemplares típicos de su arte. Ciertamente, Velázquez es uno
de los principales atractivos del Prado: cuarenta y siete cuadros de su mano
incluidos en su catálogo, más algunos pintados con ayuda de otros artistas,
constituyen casi una mitad de la producción del maestro. Pocos grandes
pintores pueden, pues, ser estudiados en un solo Museo como Velázquez
puede serlo en el Prado; dada la obra, corta en número, del maestro sevi¬
llano, bien puede afirmarse que quien pretenda conocer a Velázquez tiene
que estudiar de visu estas pinturas y venir personalmente a nuestra pina¬
coteca nacional. Dentro de la escuela española será necesario el comple¬
mento de la visita al Museo de Sevilla para tener una idea adecuada del
arte de Zurbarán, de Murillo o de Valdés Leal, cuya representación en el
Prado es insuficiente. Para los maestros menores de la escuela de Madrid
el Prado es también fuente de información obligada, aunque no completa.
Y es la escuela de Madrid la que, de un lado, prolonga la vitalidad de la
pintura española hasta entrado el xvm, y, por otra parte, algo recoge de
la herencia de Velázquez, en Carreño y Claudio Coello especialmente,
con dignidad y elegancia en el retrato y con brillantez colorista y barroca
en el cuadro religioso, al que incorpora una positiva influencia de la escuela
flamenca de la época, que de nuevo se deja sentir en lo español. Esta influen¬
cia se experimenta asimismo en la escuela andaluza posterior a Murillo
y Cano; en general, estrechados ahora sus horizontes, los pintores siguen
las huellas de estos dos maestros hasta el primer tercio de la centuria si¬
guiente.
De la cierta ruptura con la tradición que la venida de los Borbones
representa se hablará al tratar del siglo xvm; la nueva dinastía se encuentra
con una situación pictórica muy disminuida y languideciente, y siente
además una real aversión hacia lo que el arte de la época de los Austrias
en España era y expresaba. La Corte se entrega a los pintores no espa¬
ñoles, importados y favorecidos por los Borbones, pero, en general, medio¬
cres. En las provincias se mantienen, durante algunos decenios, empali¬
decidos ecos de la escuela nacional. Hubiera sido un siglo de esterilidad
para la pintura española sin la aparición meteórica de Goya. Pero Goya
es un genio, no una escuela, aunque parte de su genialidad consista en des¬
deñar el arte académico de su tiempo para asumir, a su modo, lo más
fecundo y vivo de la mejor tradición española, la de Velázquez, por ejemplo.
También Goya es una de las luminarias del Prado. La riqueza del Prado 46
en lienzos de Goya es fabulosa; a los cuadros que en el Museo entraron,
procedentes de las colecciones reales, siguen añadiéndose los que por legados
o adquisiciones han ido enriqueciendo una de las más importantes colec¬
ciones de obras de un solo artista que puedan existir en ningún Museo del
mundo. La pujanza de la pintura española, afirmada en el xvn, y extinta
en apariencia bajo la dinastía borbónica, vuelve a afirmarse por la hazaña
personal de Goya. La inclusión de Goya en este volumen era, pues, nece¬
saria por motivos de método y de continuidad.
El lector encontrará en este libro, unidos en la antología que aquí se
presenta, a los grandes pintores españoles de dos siglos, los que representan
los títulos que España puede exhibir para ser considerada en la pintura como
una escuela con peculiaridades propias y objetivos estéticos coherentes. Mas
no hay que olvidar que la pintura tuvo en España y en la Edad Media una
producción abundantísima, rica y expresiva, que en el Prado tiene estimable,
si no completa, representación. Otro volumen antológico se dedicará a las
obras de arte pictórico que el Prado alberga desde la época románica, inclu¬
yendo sus ejemplares más notables, desde los frescos del xii, transportados a
lienzo, a las tablas góticas y a la copiosa representación del arte llamado
hispano-flamenco. En el mismo volumen se incluirá una selección de nues¬
tra pintura del xvi, para terminar con otro extraño y genial artista que
por destino histórico, no exento de profundo significado, vino a ser adoptado
por España, que le inspiró sus mejores obras: el Greco. Con ello quedará
completa la antología de la pintura en España a través del Museo del Prado,
antología que, en lo que se refiere a las escuelas no españolas, se completará
con un volumen dedicado a los pintores italianos en el Prado y otro en el
que se agruparán las pinturas de las escuelas nórdicas. A través de las
cuatrocientas pinturas seleccionadas podremos decir que, con las limitacio¬
nes obligadas en toda antología, habremos espigado un copioso número de
obras maestras de calidad excepcional o de valor representativo, que podrán
dar una justa idea aproximada de los tesoros del gran Museo madrileño.

47
y. Luis Tristón. El Calabrés
4- UNA GENERACION
TRANSICIONAL.
LA ESCUELA DE TOLEDO

Y JL a se ha dicho que el Museo del Prado no posee todos los ejemplares


que desearíamos para hacer manifiesto este proceso en todas sus etapas;
habremos, pues, de atenernos a los cuadros que aquí han de ser comentados
para ejemplificar, válidamente, esta evolución de la escuela pictórica espa¬
ñola. Porque la aparición de la generación decisiva estaba preparada en
nuestro país por otros artistas nacidos en unos decenios anteriores a nuestros
grandes maestros. Un papel importante tiene en esta preparación transi-
cional la generación que he llamado de 1560, por tratarse de pintores que
nacen en fecha cercana a este año. En mi Historia de la pintura española
he tratado de destacar con la suficiente energía el papel de estos artistas,
que pueden condensarse en tres focos locales: el de Toledo, el de Sevilla
y el de la Corte.
Pudiera sorprender que el Greco no dejase una escuela, pero casi nunca
estos maestros excepcionales y arrebatados, personalísimos, suelen dejarla;
no obstante, el Greco tuvo en torno suyo un grupo de artistas en contacto
con él y que algún impacto recibieron de sus creaciones. Pero la temperatura
exaltada de las creaciones del Greco, su verbo intransferible, no podían
—acaso afortunadamente—dejar seguidores ni imitadores. Uno de los más
conmovedores maestros de este momento de la pintura española es Juan
Sánchez Cotán; pero, desgraciadamente, el Prado no posee ninguna obra
suya. Sus bodegones, sus sobrias naturalezas muertas en ventanas de fondo
tenebroso con flores o vegetales, recibiendo la luz lateral que permite
acentuar con rotundidad los volúmenes, no tienen en el Museo del Prado
otro eco que el Bodegón de Felipe Ramírez (M. 2.802) *, artista casi des-

* Siempre que se mencione en el texto un cuadro del Museo del Prado se incluirá entre paréntesis el
número con que se incluve en el Catálogo de la pinacoteca, precedido de una M.
conocido que firma su obra en 1628, fecha tardía en más de un cuarto
de siglo respecto a los precursores bodegones de Cotán (1561-1627). Cotán
era toledano, de Orgaz, poseyó obras del Greco y poco antes de los cuaren¬
ta años ingresó en la Orden de los Cartujos, dedicando desde entonces
su pincel al servicio de los monasterios de su regla, especialmente a la
Cartuja de Granada, donde dejó pinturas en la iglesia y en el claustro, de
contenido realismo religioso. Si no con óleos de Cotán, la escuela toledana
está representada en el Prado por obras de Tristán, de Orrente y de Maino.
Tristán tuvo relación de discipulado con el Greco en los últimos años de su
vida, copió obras suyas y vivió en Toledo hasta su muerte, en 1624; la on¬
dulada vibración de las figuras del Greco aún puede apreciarse en cuadros de
Tristán, así como su gusto por las luces contrastadas y sus composiciones
a lo alto, escalonando personajes en formatos verticales y estrechos. Pero
su paleta es muy distinta de la del Greco y tiende a esa entonación ocre
que encontraremos también en los cuadros de la juventud de Velázquez.
La tradición quería que en alguna manera Tristán hubiera influido en Ve¬
lázquez, pero no hay manera de precisar ni documentar tal relación entre
dos pintores de calidad tan diferente. Es verdad que los retratos de Tristán
tienen una fuerza que algo parece heredar del Greco y en algo se acerca a
Velázquez; algún retrato del Prado puede atestiguarlo. Su aproximación
del tema a la realidad humana está patente en el Prado en dos bustos
de santas; en el de Santa Mónica (M. 2.836), su enérgico perfil individual Diap.4
destaca sobre el fondo azul con gran vigor y plasticidad. Ambas santas
proceden del retablo de Yepes, obra de 1616, que fue restaurada en el
Museo después de sufrir los destrozos de nuestra guerra civil de 1936, y del
que quedaron en la colección del Prado estos dos lienzos. No son acaso
cuadros tan representativos del maestro como el Santo Domingo penitente,
del Museo del Greco, en Toledo, o composiciones de otros conventos tole¬
danos en los que la impronta del Greco está patente, pero en todo caso
indican muy bien el camino en que andaba el pintor español en el segundo
decenio del siglo. En cambio, el retrato de un hombre anciano (M. 1.158)
no podría haber sido pintado sino por quien ha estado en relación directa
con la obra de Domenico Theotocópulos.
En Orrente, que vivió en Toledo en los primeros años del siglo xvii
y que fue amigo y compadre del hijo del Greco, algo puede rastrearse de
la influencia del cretense en cuadros que no están en el Prado. Lo que le
representa en nuestro Museo son precisamente las cabañas que le hicieron
popular, es decir, las escenas pastoriles en que el Bassano español, como
alguna vez fue llamado, siguió las huellas del maestro de Venecia con gran 50
8. Felipe Ramírez. Bodegón.

51
Pedro de Orrente. Pasaje del Exodo.

Ó)
\ ocación por la calidad pictórica de los pelajes de los animales y el estudio
particular de los fondos crepusculares y nocturnos a los que Bassano fue
tan aficionado (M. 1.018 y 1.020); estos temas se insertan fácilmente en
D¡ap.5 asuntos religiosos, como su Adoración de Pastores (M. 1.015).
Mejor representación tiene Maino en esta antología de pinturas relacio¬
nadas con la escuela de Italia. Maino fue un fraile pintor que vivió largos
años en I oledo en el convento dominico de San Pedro Mártir y que alcanzó
influencia en la Corte, donde fue profesor de dibujo del príncipe, luego
Felipe IV. Se le tuvo siempre por italiano, procedente de Milán, lo que no
era contradicho por la dirección de su pintura o las influencias que pueden
rastrearse en sus obras, pero una documentación encontrada recientemente
y aplicada al pintor, y que aún espera más apurada confirmación, le dice
nacido en 1578, en el pueblo de Pastrana, como descendiente de una familia
io. Pedro de Urrente. La Adoración de los Pastores.

aristocrática. En Toledo aún pudo conocer al Greco. Es un pintor realmente


original, especialmente por su paleta clara de tonos tornasolados y por la
iluminación que, sin utilizar fondos tenebrosos, realza el volumen y da una
claridad neta y definida a los cuerpos de los personajes que pinta. Nada
podría representar mejor a Maino en el Museo del Prado que los cuadros
de las llamadas Cuatro Pascuas, que estuvieron en el retablo del convento
toledano en el que residió el dominico pintor: La Adoración de los Pastores,
La Epifanía, La Resurrección y La Pentecostés, son cuadros muy personales,
especialmente en las formas contrastadas por las sombras claras; algo poseen
de la fuerza plástica que interesa como novedad en la pintura italiana a
partir del Caravaggio. Contra lo que Mayer afirma, no creo que pueda
tildársele de académico, pero gusta del desnudo y de la elegante y original
presentación de las figuras; los ropajes son amplios, de grandes pliegues
naturales estudiados en la realidad. Como Orrente, se interesa por la pintura
de animales y en el género religioso introduce excelentes trozos de natura¬
leza muerta que la pintura toledana cultivaría de modo fuerte y nuevo
Diap.6 en los cuadros de Cotán y de Loarte. En La Adoración de los Magos (M. 886),
que se incluye en esta antología, la amplitud del estilo en los ropajes y el
acento plástico en la manera de pintar la forma humana son tan notables
como el deseo de mover la composición. Sobre los paramentos de piedra del
lugar donde La Adoración de los Magos tiene lugar, trepan las hiedras,
pintadas con el cuidado que el propio Caravaggio ponía en los parcos ele¬
mentos vegetales que introducía en sus cuadros. Un chorro de luz presidida
por la estrella que condujo en su camino a los Reyes de Oriente cae sobre el
grupo; los ropajes son de pliegues ricos y complicados, sin amaneramiento,
53 realizados con fuerza pictórica y suavidad a la vez. El artista se complace
en el claroscuro que modela rostros, cabezas y manos, envueltos en una
fina luz que posee su lirismo peculiar, y estudia con amor los reflejos que
pueden observarse concretamente en la manera con que iluminan suave¬
mente las sombras en la faz del Rey mago, de ancho turbante, de rodillas
ante el Niño. La Virgen, rubia, de serena expresión, apoya delicadamente
su mano sobre el hombro de su hijo, con una contenida ternura sin senti¬
mentalismo. Notable es también, y muy característica de ciertos aspectos
de Maino, la figura del viejo mago en primer término, por el efecto de luz
sobre su cabeza despoblada y por los tornasolados efectos de las ricas telas
que viste. La composición está rematada por el arco rebajado de piedra,
línea curva que parece acordarse con el ritmo que preside la ordenación de
las cabezas de las figuras en pie, cuyo punto más alto está en el Rey negro
con turbante de plumas que se inclina sonriente hacia San José, mientras
la luz arranca reflejos a su negro rostro de africano.
Acaso echamos de menos un poco más de rigor arquitectónico en la
composición, pero en todo caso es evidente que Maino es un pintor de con¬
cepción y paleta muy originales, pues si sus suaves colores claros han
recordado a alguien las pinturas de Gentileschi, carecemos del nexo que
pueda establecer una relación precisa que afirme como efectiva esta
influencia. Su gusto por la acentuación del volumen se observa en los
bloques de cantería que figuran en el primer término del cuadro; en uno
de ellos está sentada la Virgen y allí figura la firma del pintor, FTE IOn
BTAtista maino F; conviene observar que FTE ha de ser Frate; el empleo
de la palabra italiana podría ponerse en relación con su supuesto origen
lombardo. Indicaría, al menos, educación en Italia. Otros cuadros del mismo
pintor, como el excelente retrato de caballero (M. 2.595) que en el Museo
figura, están firmados en español: Frai Juan Bap,a. Maino F. Inclinaría
ello a pensarlo de fecha posterior. En todo caso el retrato aludido, precioso
eslabón de transición entre los retratos del Greco y los de Velázquez, tiene
también esa distinción y cortesía y esa rubia entonación que parecen
caracteres permanentes del pintor, cuyo valor de artista luciría singular¬
mente si el Museo hubiera conservado expuestos los otros lienzos de las
Pascuas del retablo de San Pedro Mártir, de Toledo, de los cuales dos
están en el Museo de Villanueva y Geltrú y otro en el almacén del Museo.
Maino fue encargado también de uno de los grandes cuadros de bata¬
llas y victorias que constituyeron, en el Salón de Reinos del Buen Retiro,
una especie de apoteosis aduladora para Felipe IV, preparada por el conde-
duque de Olivares. A Maino le correspondió en aquel salón, presidido por
Las Lanzas, la representación de la Recuperación por los españoles del puerto 54
ii. Maino. La Adoración de los Magos. Detalle.
12. Maino. Recuperación de Bahía del Brasil. Detalle.
57
ij. Maino. Recuperación de Bahía del Brasil. Detalle.
/4• Maino. Retrato de Caballero.
brasileño de Bahía (M. 885), victoria conseguida por el almirante don Fa-
drique de Toledo. Maino dividió el cuadro en dos partes desiguales: la
parte de la derecha constituye un homenaje cortesano al rey y al gober¬
nante. El general español presenta a la reverencia de los soldados espa¬
ñoles un tapiz en el que el conde-duque de Olivares coloca los laureles
sobre la cabeza del joven rey Felipe IV, acompañado de la figura de
la Victoria, acaso Palas Atenea. Pero el trozo más importante es el de la
izquierda, que ocupa más del tercio de la composición y que representa
un incidente de la lucha delicadamente pintado por el artista: la asistencia
a un soldado herido, en torno al cual se agrupan exquisitas figuras de mujer
y niños encantadores, pintados con una suave paleta de anaranjados,
blancos y azules que apenas tienen nada semejante en la pintura de su
momento. No exageraba Mayer cuando recordaba, ante la singular delica¬
deza del color de Maino, la paleta de Vermeer de Delft. El exquisito gusto
del dominico se patentizó también en haber sido uno de los que eligieron
a Velázquez en el jurado formado por Felipe IV en el concurso para pre¬
miar una composición representando La expulsión de los moriscos; el
joven pintor sevillano se vio así destacado sobre sus contrincantes, los dos
italianos, Vicente Carducho y Angelo Nardi.

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15. Bartolomé Carducho. La Ultima Cena.


5 ITALIANOS Y RETRATISTAS
-

EN LA CORTE

TJL odo lo que la pintura de Maino nos dice nos hace dudar del derecho
a incluirle en la escuela toledana, simplemente por haber residido allí y
haber conocido al Greco. Maino, en cuyo estilo hay evidentemente notas
italianas, se incorpora tempranamente a la escuela de la Corte, en la que
solo quedaban bajo Felipe III apagados ecos de la escuela de El Escorial,
mantenida principalmente por pintores de procedencia italiana. El prin¬
cipal de ellos, el que hacía figura de cabeza de escuela y teorizante a la vez,
era Vicente Carducho, artista cultivado que solo podía tener de Italia un
lejano recuerdo, porque fue traído muy joven a España por su hermano
Bartolomé, quien mostró un positivo sentido progresivo en sus pinturas,
de un carácter francamente realista y barroco, especialmente en sus asuntos
franciscanos. Pero a Bartolomé no le representa bien en el Prado un Des¬
cendimiento (M. 66), de 1595, o una Ultima Cena (M. 68), diez años postérior,
lastrados de manierismo, acaso impuesto por la tradición de estos temas
religiosos. La producción de Vicente fue copiosa; formado en las tradiciones
del xvi, y aferrado a ellas en sus escritos, su obra supo evolucionar pruden¬
temente a compás de los tiempos. El azar ha traído al Museo varias obras
Diap.7 suyas de muy diverso valor. La Sagrada Familia (M. 643), es una composi¬
ción discreta, compromiso entre el italianismo y el estudio del natural que
acaso no esté a la altura de la fecha tardía que ostenta: 1631. No obstante,
puede representar al pintor, precisamente por ese término medio en que la
obra de Carducho intenta mantenerse. Tenía pluma Carducho, y en sus
Diálogos de la Pintura, libro aparecido en Madrid en 1633, trataba de per¬
petuar en el Madrid de Velázquez la inmutable teoría idealizante y manie-
rista que encontraba su dios en Miguel Angel. Esta apología de un arte ya
61 pasado iba a contrapelo de lo que en torno suyo se pintaba; pues Carducho
no perdonó jamás haber sido destronado por Velázquez, al cual alude
cuando rechaza en su libro las novedades de una pintura que se adentraba
en los problemas de la luz y el color, con artistas fieles al natural, hábiles
de mano, es decir, de ejecución, pero desdeñosos de las perfecciones ideales
a que el pintor debía siempre aspirar. El pintor debía, según Carducho,
corregir el natural, doctrina que estaba en áspera contradicción con el nuevo
arte de Velázquez, que iba a extraer la poesía de la realidad y no a impo¬
nérsela. «Los grandes artistas no fueron retratadores», decía Carducho, y
Velázquez lo era supremo. Todo el mal venía, para Carducho, del arte
vulgar y efectista de Caravaggio, cuya influencia se imponía con una fuerza
que, a pesar de Carducho y de sus seguidores, iba a derrotar el lánguido
idealismo que la teoría, más que la práctica, del pintor italiano quería
perpetuar en España. El trance histórico puso a prueba a Carducho cuando
se le encargaron cuadros de batallas para el Salón de Reinos, en el que se
colgaron Las Lanzas como ejemplo vivo de la nueva pintura. La Victoria de
Fleurus, obtenida por don Gonzalo de Córdoba (M. 635), El socorro de la
plaza de Constanza por el duque de Feria (M. 636), o la Toma de Rheinfel-
den (M. 637) por el mismo general, son composiciones amaneradas, carentes
del vigor en la evocación de la realidad que necesitaban estos asuntos. Las
contradicciones de Carducho se hacen patentes en los cuadros que en el
Prado representan la copiosa serie pintada para el Monasterio de El Paular,
grandes composiciones de una pintada crónica monástica de la orden de los
cartujos; en estos lienzos (M. 639, 639a, 2.501 y 2.502) Carducho se nos
aparece esforzándose por lograr las calidades que había alcanzado un
Sánchez Cotán o las superiores que lograría Zurbarán en sus series cartuja¬
nas; no obstante, la contradicción se hace patente en el cuadro de este ciclo
que relata la muerte del venerable Odón de Novara, obra de 1632, en el
que lo mejor son los excelentes retratos a la izquierda de la composición,
entre los que el pintor incluyó su efigie junto a la de Lope de Vega, según
se cree actualmente.
El otro italiano de linaje artístico escurialense, Eugenio Caxés, está
mal representado en el Prado por composiciones históricas análogas a las
de Carducho, también para el Salón de Reinos (Recuperación de San Juan
de Puerto Rico (M. 653), por D. Juan de Haro y Recuperación de la isla de
San Cristóbal (M. 654), por D. Fadrique de Toledo); son atribuciones docu¬
mentadas por María Luisa Caturla, ya que antes se creían de Fabricio
Castello.
En cuanto al retrato, la tradición de la corte de Felipe II se continúa
en el xvii con obras de Pantoja y de Bartolomé González. Las pinturas 62
i6. Vicente Carducho. La Sagrada Familia.
religiosas de Pantoja no le ofrecen ocasión de brillar; su vocación de retra¬
tista le lleva a incluir retratos en los mismos asuntos sagrados, como en
su Nacimiento de la Virgen (M. 1.038), pintado en 1603, en el que introduce
a la madre de la reina Margarita y suegra de Felipe III, María de Baviera.
Pantoja retrató asimismo a los reyes en la copiosa serie iconográfica que
realizó para los palacios reales. En la pareja de lienzos pintados en 1606
Diap.8 (M. 2.562 y 2.563), el inexpresivo rostro de Felipe III está realizado con
evidente dignidad de retratista, mientras la reina, envarada en la rígida
moda de su época, sigue pareciendo un regio icono; sólo Velázquez sería
capaz de animar estas exangües imágenes de princesas arropadas en tan
absurda moda. No se aparta de esta línea Bartolomé González, más atento,
no obstante, que otros pintores de la época a los nuevos cauces de la pin¬
tura claroscurista; lo demuestra en algunas de sus obras religiosas, como
el San Juan Bautista, de 1621, en Budapest, y el Descanso en la Huida
a Egipto, de 1627, que antes estaba en el Prado y que hoy está depositado
Diap.9 en el Museo de Valladolid; pero en el retrato de la reina Margarita (M. 716),
obra firmada en 1609, González está en la invariable tradición que, viniendo
de Moro, continuó en la Corte española Sánchez Coello; la blanca y poco
agraciada faz de la reina, de característicos rasgos austríacos, corona la
silueta triangular del acartonado traje cubierto de joyas; lo que humaniza
un tanto al cuadro es la introducción del perrillo favorito, sobre el cual
descansa la mano de la reina.
Bartolomé bonZaleZ. La keina Dona Margarita ae Austria.
/;■

65
18. Herrera «el Viejo». San Buenaventura recibe el hábito de San Francisco
6. LOS PINTORES DE SEVILLA
EN LOS COMIENZOS
DEL SIGLO XVII

escuela sevillana de transición al xvn se ilustró con un pintor


clérigo de vocación colorista, Juan de las Roelas, en cuya biografía hay
todavía puntos oscuros y de cuya pintura no hay representación en el
Prado, a pesar de que en Castilla, y concretamente en Valladolid, parece
que inició una carrera que culminó durante su estancia en Andalucía.
De Francisco Pacheco, el maestro de Velázquez, artista de gran influen¬
cia como maestro en Sevilla, excelente dibujante de retratos y culto escri¬
tor en su libro Arte de la pintura: su antigüedad y grandezas, publicado
en 1649, los cuadritos de altar (M. 1.022 a 1.025), fechados en 1608, son
poca cosa para darnos idea de su arte. Podemos en cambio tenerla exce¬
lente de las dotes de Francisco de Herrera el Viejo, ante su importante
cuadro representando a San Buenaventura arrodillado ante la comunidad de
Diap.10 franciscanos al recibir el hábito de la Orden (M. 2.441a). Herrera, artista
de la veta brava del arte español por su factura arrebatada, impulsiva
y eficaz, señala en Sevilla un cambio radical de estilo respecto de la gene¬
ración de Pacheco. Desearíamos conocer la fecha de su nacimiento para
situarlo con exactitud en el proceso de la pintura española; tardía nos
parece la fecha propuesta de 1590, pero no tenemos conjeturas razonables
sobre este punto que sería importante puntualizar, pues de comprobarse
esa fecha habría que incluir al maestro sevillano en la que hemos llama¬
do generación decisiva de la pintura española, junto a Ribera, que sería
coetáneo suyo. Herrera tuvo su peor enemigo en su propio carácter violento
y desordenado, que le llevó a hacerse incompatible con hijos, colegas y dis¬
cípulos y a caer en la delincuencia, si es cierto lo que la fama dice, de haber
llegado a falsificar moneda. Es un artista de la misma familia temperamental
67 que Goya: arrebatado por el natural, apasionado ejecutante, su pincelada
y su materia justifican a veces la leyenda de que usaba cañas en vez de
pinceles para impregnar de violencia al cuadro. La fuerza de las cabezas
de los franciscanos que reciben a San Buenaventura es algo excepcional en
la pintura de su momento y refleja muy bien su impulsivo temperamento
fogoso; su despegue del lánguido y redicho manierismo, la iluminación
lateral, la fuerza diferenciadora de las expresiones individuales y la gris
y entonada paleta, están en la corriente progresiva del momento. El cuadro
del Museo del Prado procede de la serie pintada para el colegio de San
Buenaventura, en Sevilla, ciclo repartido entre Herrera y Zurbarán, que
se contrató en el año de 1627, cuando ya Velázquez estaba pintando en
Madrid. La fuerza de la ejecución y la vitalidad de los rostros y las manos
son, dentro de su rudeza, un exponente que de vez en vez se repite en la
pintura española; a veces, ante alguno de sus personajes y ante la paleta
cenicienta de Herrera, llegamos a recordar a Solana. Es, pues, cuadro impor¬
tante que merecía incluirse entre la mejor antología de la pintura española
del Prado y digno de compararse por contraste, en su fogosa factura
descuidada, con la arquitectural construcción de Zurbarán.
ig. Herrera «el Viejo». San Buenaventura recibe el hábito de San Francisco. Detalle.

69
20. Ribalta. Cristo abrazando a San Bernardo. Detalle.

7 RIBALTA EN EL PRADO
-

j^ia biografía de Francisco Ribalta se basaba en la tradición transmitida


por nuestros antiguos escritores de arte y apoyada en ciertas investigaciones
documentales que han resultado erróneas. Según ellas, Ribalta habría
sido el introductor del caravaggismo en España y el jefe de la Escuela
valenciana; un supuesto viaje a Italia y su no menos supuesto magisterio
respecto de Ribera, le darían un primer puesto en esta etapa de la pintura
española a que aquí nos referimos.
La renovación de la biografía del pintor mediante hallazgos documenta¬
les recientes no disminuye el valor intrínseco de la pintura de Ribalta,
pero no confirma el valor inicial de introductor de un estilo que antes
se le atribuía. Sabemos hoy que el pintor es más joven de lo que se había
supuesto y que no era castellonense, sino nacido en Solsona, en 1565, lo
que por otra parte viene a confirmar la afirmación de Lope de Vega que le
trató y que le llamó catalán. Pero en su historia artística nada hay que le
relacione con Cataluña, región que en aquel momento no podía ofrecerle
la sólida formación de pintor que él, por motivos que ignoramos, halló en
Madrid y probablemente en el círculo de los pintores de El Escorial, aunque
no sea seguro, ni mucho menos, que pudiese llegar a estudiar con Navarrete
el Mudo. La preocupación por el problema de la luz, patente en los cuadros
finales de Navarrete, está ya presente en el Cristo clavado en la Cruz, de 1582,
pintado a los veintisiete años del artista y hoy conservado en el Museo
del Ermitage. Su relación con Valencia tuvo que ver con el mecenazgo del
arzobispo San Juan de Ribera y con la fundación del Colegio del Patriarca
en la ciudad del Turia. Se estableció allí desde los años finales del siglo xvi
y en Valencia no dejó de experimentar la influencia de Juan de Juanes,
71 presente juntamente con de la Navarrete en el retablo de Algemesí, que
pintó entre 1609 y 1610. Pero Ribalta no desarrolla el estilo francamente
tenebrista, ostensible en los dos cuadros que representan brillantemente al
pintor en el Museo del Prado, sino en los últimos años de su vida, que
se extinguió en 1628. En la Visión de San Francisco, San Francisco
confortado por un ángel (M. 1.062), escucha la música angélica; el cuadro Diap.11
pertenece al grupo de obras pintadas por el artista para los Capuchinos
de Alboraya, cerca de Valencia y fue adquirido por Carlos IV para las
colecciones reales en su viaje a aquel Reino, en 1801. Nada de idealismo
embellecedor en la figura del Santo que se encoge suspenso sobre su catre
de fraile al contemplar la aparición del Angel músico; es el ángel, precisa¬
mente por su convencionalismo casi manierista y su colorido, lo menos
interesante del cuadro, pero la fuerte construcción del rostro del fraile,
su macilento color, la consunción que refleja su intensa vida espiritual,
están de lleno ya en la órbita del realismo barroco. El color es caliente,
como suele suceder en estos primeros tenebrosos de nuestra escuela; hay
algo específicamente español en este amor de las calidades que se expresa
en la manta de lana que cubre al Santo, en la estameña del hábito, en
el candil de hierro y en el librillo de oraciones encuadernado en perga¬
mino que tiene sobre la mesilla aneja al lecho. La naturaleza muerta y el
amor a la representación de los objetos humildes, ya aparecido en los bode¬
gones toledanos, está ya asimilado por Ribalta, quien aunque no sabemos
que cultivara especialmente este género, demuestra aquí su inclinación a
este amor a las cosas y a su reflejo en la pintura. Pero es sobre todo el es¬
tudio del espacio lleno de penumbra de la celda del fraile el que nos interesa;
el fondo negro usado por los tenebristas para sus lienzos se transforma en
un estudio de ambiente con sus términos perfectamente indicados por el
fraile que sorprende la escena entrando por la puerta del fondo y portando
un candil.
De mayor fuerza plástica aún es el magnífico cuadro adquirido en 1940
por el Museo del Prado y que representa a Cristo abrazando a San Bernar¬
do (M. 2.804). La fuerza del dibujo, los valores plásticos de las figuras, la Diap. 12
sólida construcción anatómica del cuerpo de Cristo, los espléndidos plegados
del blanco hábito cisterciense, el poderoso «relievo» que adquieren las
figuras con la luz lateral viniendo de la izquierda y los ángeles que se
adivinan en la penumbra, son ejemplo de una lograda realización madura
del artista, fuertemente impregnada de sentimiento religioso. Ello explica
perfectamente que los antiguos pusieran a nuestro Ribalta en relación
con Ribera, así como la errónea atribución a Zurbarán que alguna vez
recibió este cuadro. Pero el lienzo es de los últimos años de la vida del 72
pintor de Solsona y forma parte de la serie magistral que el pintor realizó
para la Cartuja de Portaceli en Valencia en los años 1627-28, más de diez
años antes de que Zurbarán pintase los cuadros de la cartuja de Jerez.
El viajero español del siglo xviii, don Antonio Ponz, lo vió in situ y a
pesar de ser autor que no habla demasiado en particular de pinturas
concretas, este cuadro le sorprendió: «Todo parece nada al lado de esta
pintura», escribió. En efecto, no desmerece al lado de los mejores cuadros
de Portaceli, conservados en el Museo de Valencia, del que siempre se des¬
tacó especialmente el espléndido San Pedro. Ribalta inaugura también, con
poderosa firmeza realista, estas escenas que el arte español del siglo xvn
iba a cultivar generosamente, fundiendo lo milagroso con lo cuotidiano, con
individualización extrema en las figuras y al mismo tiempo profunda expre¬
sión religiosa en la representación de las visiones místicas. La composición,
muy acertada y sobria, expresa con respetuoso verismo la aproximación del
Santo conmovido y el Cristo humanizado; es especialmente acertada la ex¬
presividad que poseen brazos y manos, comparable pero superior a la compo¬
sición análoga del Museo valenciano en la que San Francisco, con su rostro
barbado, moruno, aparece también abrazando al Crucificado. El brazo dere¬
cho de Cristo y la situación de las dos cabezas inician la diagonal barroca
que tanto se prodigará en esta época, pero la compensadora y relativa
horizontalidad del brazo del Santo restablece un equilibrio que da paz
y sosiego a la escena, de acuerdo con lo que expresan las miradas del Hijo
de Dios y el monje. Es una fortuna que los visitantes del Prado puedan
tener en esta obra una idea justa de las cualidades y objetivos de la pintura
religiosa del siglo xvn español; la fuerza del dibujo, la paleta y la composi¬
ción, aproximan inevitablemente en el recuerdo esta pintura a las obras
de Ribera, justificando de algún modo la tradicional relación establecida
entre estos dos artistas, no confirmada por el estudio documentado de sus
vidas. El arte del pintor de Solsona pudo tener una digna continuación en
su hijo Juan Ribalta, muerto prematuramente en el mismo año que su padre
y que con él colaboró en las obras de la última época. Le continuaron
también sus yernos Gregorio Castañeda y Vicente Castelló y, en general,
puede decirse que la escuela valenciana del xvn deriva del ejemplo y ma¬
gisterio de Ribalta, pero estos representantes de la pintura valenciana del xvn
no tienen obras en el Prado.
2i. Ribera. El Triunfo de Baco. Busto de Musa.
8. JUSEPE DE RIBERA
EN LAS COLECCIONES
DEL MUSEO

representación de José de Ribera es muy completa y afortunada


en el Museo del Prado. Aun viviendo fuera de su patria, la relación intensa
de Nápoles con la Corte por medio de los Virreyes y la protección que
estos prodigaron a Ribera, explica la copiosa colección de cuadros del
maestro que llegaron a España en vida del propio artista; a ello se unieron
después adquisiciones que completaron la serie de lienzos del pintor en
nuestro Museo. Ribera va a representar en la pintura española la vía segura
para la creación de una pintura religiosa, llena de grave monumentalidad
y de grandeza realista y barroca. Asimilando lo mejor del arte de Italia,
e incluso, naturalmente, del tenebrismo caravaggiesco, servirá con su
pintura de manera ejemplar a los valores del arte religioso de la Contra¬
rreforma por su grave humanidad, su ascetismo severo, capaz de expresar
a la vez la realidad y la fe. Es Ribera uno de los pocos artistas españoles
del xvn que tuvieron intensa relación con Italia, donde quedó hasta su
muerte, como fue también el primer gran pintor español del siglo xvn
que tuvo en Nápoles una abundante corte de discípulos que estudiaron
e imitaron el arte del maestro por toda Europa; Ribera influyó a la vez
en el arte español, en la escuela napolitana y en discípulos flamencos. Su
barroquismo es patente en el sentido dramático de la luz y en la elección
de sus modelos, aunque supo otorgar a sus figuras un grandioso sosiego,
un reposo y una serenidad llena de dignidad humana. Es acaso el más
riguroso y perfecto dibujante de la escuela española, aunque sus objetivos
son enteramente pictóricos en los efectos de masa y de volumen, realzados
por la luz, con una fuerte tendencia a la riqueza de materia y al empaste.
«Maestro de lo misterioso—ha dicho Miss Trapier—utiliza las fórmulas
barrocas para escapar de lo trillado y banal en la representación de sus
temas.» Sus pinturas, importadas tempranamente en España, desde Nápoles,
ejercieron un positivo influjo en el desarrollo de los pintores de la época
y muy particularmente en la escuela sevillana, donde se iban a formar los
más grandes maestros de la generación decisiva de nuestra pintura.
Que era de Játiva, Ribera lo dice en las firmas de sus cuadros: «seta-
bense», se firma, añadiendo algunas veces esta indicación de origen a su-
orgullosa afirmación de que es español y valenciano, lo que tiene su valor
si pensamos que pintó fuera de su país. En Játiva se ha encontrado la
partida de bautismo de un José Ribera, hijo de un sastre, que nació
en 1591, pero desde esta referencia meramente documental hasta que lo
vemos establecido en Nápoles, en 1616, todo son oscuridades en su biogra¬
fía, oscuridades que solo se ilustran por leves chispazos de citas en textos
italianos de Mancini o de Carracci y por las leyendas de que estuvo en el
norte de Italia y de que en Roma pasó por la miseria y la bohemia de tantos
artistas expatriados. Las vidas de Ribera y de Caravaggio abundan en
notas paralelas. Pero no encontramos obras datadas de Ribera hasta 1621,
cuando el pintor tendría treinta años, y estas primeras obras son precisamen¬
te no de pintor, sino de grabador, rara vocación en un artista español de
aquella época. Estos grabados son precisamente lo más contradictorio de sus
pinturas de concienzudo tenebroso; se trata de láminas de apretado dibujo
y clara entonación plateada, con un mínimo empleo de las sombras. Es muy
probable que ya estuviera casado desde 1616 con la hija de un oscuro
pintor napolitano, Giovanni Bernardo Azzolino, llamada Catalina, de la
que tuvo larga descendencia. Leyendas existen sobre la primera protección
concedida al artista por un Virrey de Nápoles, atraído por el éxito popular
de una pintura suya representando el martirio de San Bartolomé, expuesta
en la calle para secarse, pero si ponemos esto en relación con el hecho de
que en Osuna precisamente existe una Crucifixión, acaso anterior a 1620,
la leyenda puede tener algún fundamento de verdad. Consta positivamente
que la mayoría de los Virreyes posteriores al Duque de Osuna protegieron
y compraron cuadros al pintor, lo que canalizó la llegada de cuadros de
Ribera a nuestro país y explica la rica representación de su pintura en el
Museo. Su fama se extendió por Europa por medio de unas láminas hechas,
al parecer, para una cartilla de dibujo que tuvo amplia divulgación entre
los pintores. Algún viaje a Roma parece que hizo desde Nápoles y aun se
dice que fue allí donde empezó a grabar.
Pequeño de cuerpo, el valenciano Ribera fue designado en Nápoles por
un mote o alias: «lo Spagnoletto», que le hizo popular en la ciudad del
Vesubio y en la historia del arte; el nombre hizo creer a algunos autores 76
antiguos poco informados que se trataba de un pintor italiano más y
como tal fue incluido a veces entre los artistas de aquel país. En 1626
era ya hombre conocido y aun famoso en Italia; lo demuestra el honor de
haber sido nombrado en este año miembro de la Academia de San Lucas
en la ciudad de los Papas. Que Caravaggio le influyó, como también en
algún modo los Boloñeses, es innegable, pero definiendo tempranamente su
estilo, el tenebrismo sería en Ribera una etapa pronto superada. Mayer, el
historiador de nuestra pintura y autor de la primera monografía moderna
sobre el artista, puso el énfasis en la flexibilidad del talento del pintor de
Játiva señalando modos o estilos en su pintura a lo largo de su vida. Creo,
no obstante, que, como en otros críticos que han estudiado a Ribera, se pone
demasiado empeño en acentuar estas diferencias que el artista presenta
en su obra para señalar períodos de caracterización demasiado rígida en la
producción del artista. Es evidente que muchos cuadros anteriores a 1635
son ortodoxamente tenebristas, pero, si desde este año, en el que abundan
las obras maestras, su paleta se aclara, su color es más rico y los fondos
oscuros no son siempre empleados, en algunos casos vuelve a utilizar el
método claroscurista, cuando ello conviene a los asuntos de sus lienzos. La
formación en el tenebrismo o su adopción posterior fue algo que imprimió
carácter a su pintura, pero, en general, podemos decir que su paleta no
cesa de enriquecerse y que en los últimos años esta suntuosidad alcanza
su máximo esplendor, aproximándose al colorido veneciano. Como nota
significativa sea aquí recordado que alguna de las obras de Ribera hoy en el
Prado fue atribuida a Veronés en los inventarios de Palacio. Bien es verdad
que la competencia de los que realizaban estos inventarios no era siempre
muy grande; también a Murillo se achacaron algunos lienzos de Ribera
hoy en el Museo. Ya se ha dicho que desde sus primeros años de Nápo-
les, los cuadros de Ribera llegaron en gran número a España; Felipe IV
poseyó bastantes, y alguna obra suya se hallaba en el taller de Velázquez
cuando este falleció. Pero el gusto por la pintura del valenciano fue
mantenido por los demás reyes españoles, y los Borbones continuaron
añadiendo obras suyas a las colecciones reales; Isabel de Farnesio, Carlos IV
y Fernando VII compraron cierto número de cuadros de Ribera que hoy
están en el Museo del Prado.
La figuración realista de Ribera no es trivial, sino que está llena de
monumentalidad y grandeza. Italia le influye en el sentido de que no
desdeña la belleza; sabe captarla, pero él no la inventa, y en muchos casos,
sobre todo en sus santos, ascetas y filósofos, más que la belleza le interesa
77 otro valor que la pintura del xvi había desdeñado: el carácter. Este gusto
por el carácter, por la acentuación extremada o la indagación gustosa en
la extrema individualización de lo humano, le hizo ser siempre pintor muy
admirado entre los españoles hasta épocas bien recientes. La antigüedad y
sus dioses paganos como tema de sus junturas desj>ertaron muchas veces su
ironía y también es ello rasgo muy esjuiñol en el que coincide con Velázquez;
los cuadros mitológicos de Ribera, si alcanzan una interpretación que linda
a veces con lo grotesco (Sileno borracho, del Museo de Nápoles), llegan en
otras ocasiones a un patetismo muy barroco (Venus y Adonis, en Roma,
Apolo y Marsias en Nápoles y Bruselas). Creo que hay que aceptar la afir¬
mación de Mayer cuando dice que desde el primer momento Ribera aspira a
emancij)arse del estilo oscuro, destacándose muy pronto, por su monumen-
talidad, su grave aspereza y su factura personal, de los serviles imitadores
del Caravaggio, que fueron legión; el setabense tiene un mayor sentimiento
de la realización pictórica; a pesar de sus dotes de dibujante su pincelada
es menos seca y más envolvente, su gusto por la materia y por la pasta de
color peinada por el juncel que deja sus huellas en el lienzo es una novedad
que le separa de la factura del Merisi y sus seguidores, cuyas superficies
lisas tiene calidades acartonadas en muchas ocasiones.
Si Ribera se burla de los dioses paganos, en cambio trata con peculiar
gravedad severa los temas de la iconografía cristiana: «Su interés en la
valoración de la dignidad humana es cualidad de la tradición española»,
ha dicho Miss Trapier. Oue ignoramos mucho de sus comienzos de pintor
lo prueba el hecho de que el primer cuadro fechado del artista es el Sileno
antes aludido, datado en 1626; muchas pinturas de su juventud no están
fechadas. En todo caso el estudio de las obras de Ribera dará lugar con
frecuencia a discusiones sobre la precisa cronología de sus. pinturas, pro¬
blemas que suscita la ondulante línea del proceso, muy personal, de su
evolución pictórica.
Acaso uno de los primeros cuadros de Ribera en el Prado sea preci¬
samente la representación de un filósofo antiguo, el Arquímedes (M. 1.121),
fefchado en 1630. Es precisamente en 1630 cuando Velázquez visita Nápoles
y conoce a Ribera; la interpretación de estos filósofos mendigos es común
a los dos maestros. Se ha dicho y es bien probable que Ribera tomaba sus
modelos entre los pordioseros y los pescadores del puerto de Nápoles; si
queremos un ejemplo lo tenemos en el magnífico San Andrés, del Prado Diap.13
(M. 1.078), ejemplo perfecto del procedimiento tenebroso y asimismo de la
energía del dibujo de Ribera; la luz viene alta, de la izquierda; la cabeza del
anciano pescador, de piel curtida y arrugada, tiene cierta belleza, su rostro
enjuto acusa en el contraste de luz y sombra su arquitectura ósea, el revuelto 78
22. Ribera. Arquímedes.
cabello y la barba blanca. Su torso está desnudo y las arrugas tienen sobre
su pecho y vientre un valor plástico de relieve que el pincel de Ribera con su
toque empastado acentúa. Y frente a esta solidez diseñada de la forma, el
vello canoso de su pecho está representado por toques valientes, hábilmente
frotados de color como lo haría un pintor moderno. La paleta, sobria, tiene
negros, blancos, grises, ocres; la sabia manera de valorar el color se echa
de ver en el contraste del lienzo blanco que cubre parte de su vientre y
el intenso negro de su ropaje. El pez de plateadas escamas que deja sobre
una piedra, está aún prendido en el anzuelo y su mano derecha sujeta
la cruz en aspa de su martirio. El cuadro estuvo en el Monasterio de El
Escorial; se supone fué pintado entre 1630 y 1635.
No está clara la fecha de la gran composición representando el Mar¬
tirio de San Bartolomé (M. 1.101), que suele leerse 1630 ó 1639. La dife¬ Diap.14
rencia es importante porque si el cuadro hubiera sido pintado en 1630
sería una prueba de que el aclaramiento de la paleta de Ribera estaba ya
iniciado tempranamente. Los corpulentos sayones de atléticos cuerpos se
disponen a izar el cuerpo del Santo desnudo para hacerle sufrir el horrible
martirio; juegan en la composición no solamente tonos pardos, sino grises,
rojos, rosas y azules; la escena está representada al aire libre, junto a un
templo en construcción, como lo prueban unas columnas cuyos tambores
estriados se ven a la derecha. La composición registra varios momentos del
asunto perfectamente matizados y en gradación; la impasible atención
con que mira el espectáculo el grupo de personajes a la derecha, la enérgica
expresión del violento esfuerzo muscular de los sayones que tiran de las
cuerdas para elevar el cuerpo del Santo y la profunda resignación interio¬
rizada del apóstol que se entrega a la muerte, contrastan con la plácida
presencia de unos espectadores más distantes entre los que figura el deli¬
cioso grupo de una madre con un niño en brazos que mira al espectador y
que parece ajena al trágico acontecimiento. Se ha hablado con frecuencia
de la crueldad de los cuadros de Ribera, pero hay que observar que en la
mayor parte de sus lienzos de martirio no se trata del acto cruento en sí
mismo, sino de la preparación del suplicio. El dramatismo de la escena no
está confiado a la presentación de la tortura, sino al momento psicológico
de inminencia que nos sobrecoge. La composición se ordena según dos
grandes triángulos, cuyos lados oblicuos se acusan en los brazos del Santo
y en la línea diagonal del grupo de espectadores a la derecha. El madero
al que están atadas las manos del Apóstol es como la base común de otro
doble triángulo, fuera del lienzo ya el vértice de uno de ellos. La rapada
cabeza de San Bartolomé centra en el cuadro la actitud de fe y entrega 80
a la barbarie de sus martirizadores; con otra expresión, el mismo modelo
podría haber ser\ ido para uno de los picaros filósofos que se encaran con
el espectador en otros lienzos de Ribera. El Martirio de San Bartolomé
estaba ya en el Alcázar de Madrid en tiempos de Felipe IV.
Este mismo tipo de modelo se utiliza en la impresionante efigie de carác-
Diap. 15 ter de Gambazo, escultor ciego (M. 1.112), una de las figuras de medio cuerpo
y de frente que tanto prodigó el artista valenciano; se ha identificado gene¬
ralmente al modelo con un artista italiano llamado Giovanni Gonnelli, más
conocido por Giovanni Gambassi, por haber nacido en esta ciudad italiana,
en 1603, pero esta fecha es la que hace dudar pueda tratarse de tal perso¬
naje, ya que el modelo representa más de los veintinueve años que habría
de tener aquí Gonnelli, dado que el cuadro está fechado en 1632, data de
lectura no discutida. Difícil era expresar lo que el asunto comporta y
Ribera lo consiguió plenamente. El desgraciado escultor ciego, hecho para
gozar las bellezas de la forma, solo puede hacerlo por medio del tacto y su
mano palpa con analítica complacencia una marmórea cabeza del Apolo
de Belvedere. Los tonos cenicientos y pardos se acordan con el melancólico
tema y la humana circunstancia que le inspira; el enérgico dibujo de Ribera
se pone a prueba insuperablemente en esta mano que transmite a los cen¬
tros nerviosos las sensaciones de firmeza plástica del mármol; sabido es que
las manos son piedra de toque para juzgar la excelencia de Ribera como
dibujante. Creen otros que más que representar a un escultor determinado,
esta obra del artista valenciano puede ser una simbolización del tacto y
que acaso formaba parte de una serie de los cinco sentidos; según Mancini,
Ribera había pintado una de estas series en Roma. En todo caso, se conocen
obras de otros pintores que representaron el tacto por la figura de un ciego
que palpa una cabeza marmórea. En 1632 está fechado también uno de
los dos cuadros que en el Museo del Prado representan esa traducción, fre¬
cuente en Ribera, de los martirios cristianos a figuras fabulosas de la anti¬
güedad clásica; me refiero al colosal lienzo que representa a Ixion (M. 1.114),
soportando el doloroso tormento a que Júpiter le condenó por haber inten¬
tado seducir a su esposa Juno. Este cuadro, con su pareja del suplicio de
Ticio atado a una peña y devorado por los buitres (M. 1.113), es bien
característico de esa terribilitá que se achacó siempre a Ribera y que se
echa más de ver en estas versiones de bárbaras leyendas clásicas que en
los cuadros de devoción barroca en los que su contención es mayor en la
expresión de los dramas de la fe religiosa cristiana.
La riqueza metálica de los verdes y grises de Ribera y la fuerza de sus
81 rojos se aprecian en los dos fragmentos (M. 1.122 y 1.123; busto de Musa
y cabeza de Baco), que el Prado conserva de su famoso cuadro de la
Teoxenia o visita de Diónisos a Ikarios, que se quemó en el incendio del
Alcázar de Madrid, en 1734, y del que se pudieron salvar algunos trozos.
El cuadro, del que se conserva una copia en una colección de París, es la
traducción a pintura de un relieve antiguo del siglo m, a. de C., del que
existen numerosos ejemplares; es un caso más de la aproximación de Ribera
al arte clásico.
Hacia 1636 suele fecharse la magnífica Trinidad del Museo, con Cristo
D¡ap.16 muerto en brazos del Padre (M. 1.069), nueva versión del tema que el Greco
había pintado en 1576, para el retablo de Santo Domingo el Antiguo, de
Toledo, y que el Prado también conserva. Cualquiera que sea su fecha,
cuando pintó este espléndido cuadro, del que hay una réplica en El Escorial,
muy inferior, o al menos muy retocada, Ribera había iniciado francamente
ya ese aclaramiento de su paleta, patente en la Inmaculada de Salamanca.
En la Trinidad (M. 1.069), el claroscuro juega aún un papel importante que
da enérgico vigor al bello cuerpo del Cristo; no obstante, la nota que domina
es la espléndida mancha carmín del manto de Dios Padre, un carmín que no
tiene la milagrosa exaltación de los carmines del Greco, sino una armoniosa
suavidad que sirve a la entonación perfecta del cuadro. Los buscadores de
influencias se han acordado aquí de una composición de Durero que solo en
modo muy remoto se asemeja a la idea de Ribera; en todo caso, hay que
decirlo, la iconografía misma impone ciertas normas de las cuales difícil¬
mente puede apartarse el artista. En las bellas cabezas de los serafines el
acento realista no destruye el encanto de la niñez expresada, un encanto
sobrio, nada sentimental. El cuadro fue adquirido por Fernando VII para
el Museo del Prado, en 1820, al pintor Agustín Esteve, el amigo y cola¬
borador de Goya.
En 1636 está fechada la extraña composición de Ribera, Combate de
mujeres (M. 1.124), especie de duelo femenino que se cree inspirado por un
hecho histórico del siglo xvi, cuando dos damas lucharon en desafío por el
amor de un galán. El suceso tuvo lugar en Nápoles en 1552.
El año 1637 es para Ribera un año capital que se nos aparece cuajado
de obras maestras; es el año en que gana el concurso para la Pietá de la
Sacristía de la Cartuja de San Martino, que le abre con esta obra las puertas
de aquel cenobio, para el que seguirá trabajando hasta el fin de su vida.
La obra que representa este momento en el Museo del Prado es el magní-
Diap.17 fico cuadro de Isaac y Jacob (M. 1.118). Se trata de la ilustración al pasaje
del Génesis (XXVII) en que se narra el engaño del ciego Patriarca por el
83 hijo menor en complicidad con la madre, Rebeca, que en su preferencia por
Jacob quiere sea preferido a Esaú en la primogenitura. El Patriarca ha en¬
viado a cazar a Esaú y el plato que traiga de su jornada será ofrecido como
última satisfacción al anciano que bendecirá al hijo antes de morir como
una investidura de sucesión; pero la madre incita a Jacob para que le su¬
plante ofreciéndole a su padre el yantar. Isaac, en quien el tacto suple a la
visión, trata de reconocer al hijo palpando su brazo. Pero el velloso Esaú
no podía fácilmente ser confundido con el lampiño Jacob; la madre, para
favorecer la suplantación, le hace a Jacob envolverse el brazo con la piel de
un cabrito, facilitando el engaño. Por el habla es Jacob, pero el velloso brazo
le identifica como su hermano; con la complicidad materna, la sustitución
queda hecha. En una mesita junto a la cama del anciano está preparado el
condumio, trozo de bodegón ejecutado con sobriedad y vigor ejemplares.
Toda la expresión está concentrada en las manos del viejo Patriarca que
palpa la piel del cabrito, mientras el brazo de Jacob se adelanta temeroso
de que la superchería sea descubierta. Ribera expresa el deseo decidido de
la madre mediante esa mano sobre la espalda del hijo preferido, como ven¬
ciendo el titubeo de Jacob, acercándole al padre. La intención narrativa
se matiza así intencionadamente; la desconfiada Rebeca mira de frente al
espectador, raro caso en Ribera, como si quisiera atisbar la posibilidad de un
testigo del engaño. Mediante la expresión de los rostros, el gesto de las manos
y la actitud de las tres figuras, el cuadro alcanza una graduada trabazón
lograda magistralmente al servicio del asunto. No hay tenebrosidad en
este lienzo; por el contrario la paleta del artista luce aquí una sobria sun¬
tuosidad colorista. Los ricos carmines de la cortina y la colcha del lecho,
y el azul de que va vestido Jacob, son las notas cromáticas más vivas,
con un cierto recuerdo de la paleta veneciana. A la izquierda aparece un
espacio abierto, cortado verticalmente, como a veces sucede en los cuadros
de Velázquez, mostrando una visión de paisaje con cielo azul y nubes,
en el que se ve lejana la figura de Esaú que vuelve de la caza propiciatoria.
Las notas de color contribuyen a la animación siempre sobria-de la entona¬
ción del lienzo, muy representativo de esta época capital en la evolución
del arte de Ribera; la materia es fluida, como ocurre en cuadros de Veláz¬
quez a partir de esta misma época. Todo, pues, se une en el Isaac y Jacob,
de Ribera: riqueza de color, maestría narrativa en las expresiones, sólido
dibujo, paños y naturaleza muerta. Alguna vez se ha dicho que el cuadro
fue pintado para el Salón de Reinos, pero el catálogo de Sánchez Cantón
no lo registra en el Alcázar de Madrid hasta el inventario de 1700; en el
siglo xix estuvo en la Academia de San Fernando de donde vino al Prado
en 1827. 84
24• Ribera. Vieja usurera.
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25. Ribera. La escala de Jacob. Detalle


La flexibilidad del talento de Ribera se nos hace patente si recordamos
que además de la Pietá de San Martino firma en este año cuadros tan di¬
versos como el Apolo y Marsias, del que hay varias versiones, y la Venus
y Adonis, de la Galería Corsini, interpretación mitológica dramatizada por
un fuerte acento barroco; en cambio, la monumentalidad se acentúa en los
Santos Apóstoles Pedro y Pablo, del Museo de Vitoria, de 1637 también,
en los que la intención de aire libre y el cielo luminoso acentúa lo que solo
está iniciado en la Bendición de Jacob del Prado que en esta antología
se incluye. Otro cuadro menos importante posee asimismo el Prado, fe¬
chado en 1637, el San Cristóbal con el Niño Jesús (M. 1.111), procedente
también del Alcázar de Madrid; fue salvado del incendio de 1734.
Poca representación tiene nuestro Museo de los tipos de género que
a veces cultivó Ribera como una producción marginal a su pintura reli¬
giosa; citamos por ello la llamada Vieja usurera (M. 2.506) pesando en una
balanza monedas de oro, firmada y fechada en 1638, que fue legada al
Prado por don Xavier Lafitte en 1930.
Jacob será también el tema de uno de los cuadros más sorprendentes
Diap.18 de Ribera, el número 1.117 del Museo del Prado. Es curioso que los proble¬
mas cronológicos de la pintura del maestro valenciano se han planteado
muchas veces a propósito de cuadros firmados con guarismos de discutida
lectura; al catalogar don Pedro de Madrazo La Escala de Jacob, leyó la firma
JuseJe de Ribera, español F. T. 1626, aunque es cierto que puso un inte¬
rrogante a la fecha. El actual catálogo del Museo del Prado la interpretó
como 1630, mientras Mayer creía leer 1646 donde Tormo leyó 1639, fecha
a la que se inclina miss Trapier en su excelente monografía sobre el artista.
Con razón se ha hecho observar que el proceso del arte de Ribera sigue
meandros muy particulares, aun dentro de una línea que va del tenebrismo
inicial a un paulatino, aunque discontinuo, aclaramiento de los fondos y del
color; los supuestos a prior i, no siempre son válidos en la interpretación de
la evolución técnica de un pintor, pero si la lógica tuviera alguna fuerza,
habría que aceptar como mucho más probable la fecha de 1639. Nos fun¬
damos para ello en la interpretación original de una composición tan sencilla
como esta, tan ausente de toda retórica imaginativa, a pesar de que el tema
se prestaba a la barroca exornación de la Escala de Jacob, con ángeles de
gran tamaño volando en la noche que podían haber constituido la pieza
de bravura de un asunto semejante. Es verdad que el color es muy sobrio
a base de grises y negros cenicientos, pero lo que hace más acorde la fecha
de 1639 con esta evasión del tenebrismo que se marca ya desde muy pronto
87 en la pintura de Ribera, es la interpretación del Sueño de Jacob, como un
26. Ribera. San Pablo, ermitaño.
hombre dormido en pleno día. «Jacob sueña, pero no sumido en oscura
noche», escribió Mayer. Esto es lo cierto, aunque con poca fortuna Madrazo
en su catálogo del Prado, de 1872, dijo que el patriarca dormía «en la incierta
oscuridad de la primera noche», lo que parece difícil de entender para el que
contempla el cuadro. Se trata de una continuación de la historia de la pri-
mogenitura arrebatada engañosamente al hermano Esaú; Rebeca, la madre,
advirtió a Jacob que su hermano quería matarle; huyó hacia Harán y en el
camino se tendió a dormir «después de puesto el sol», surgiendo en su sueño
la escala de ángeles y la voz del Señor que le prometía protección para él
y su descendencia, así como el señorío sobre la tierra en que Jacob des¬
cansaba.
El cuadro se prestaba, pues, a un nocturno con luz lunar y, sin embargo,
el Patriarca duerme con sencilla y patural actitud, recogido en su reposo,
tendido en el suelo, como en pleno día, en lo que reside la originalidad pic¬
tórica del cuadro de Ribera. La indicación del paisaje es tan sobria como es
habitual en el pintor; un tronco de árbol, en acusada diagonal, basta como
referencia a la vegetación. El modelado de la cabeza del Santo es suave y no
duro, como corresponde a la luz difusa que le envuelve, a la claridad que
le rodea; es en los pliegues de su manto en los que el maestro valenciano
se recrea en la línea, con esa precisión a veces casi metálica de sus arrugas y
dobleces. El que vea el cuadro a una regular distancia podrá incluso no
percibir que la escala de ángeles existe, ejecutada con delicada pincelada, y
leves tonos amarillentos dorados, como fundidas las figuras en la nube gris
que sobre la cabeza de Jacob simboliza su visión a modo de ensueño subje¬
tivo. Se trata de un ejemplo perfecto de la interpretación humanizada de un
tema celestial; algo como un pudor contenido, impide a Ribera detallar
la fantasmagoría de los ángeles que bajan del cielo cuando el sueño le
sorprende al Patriarca en su camino. Las solemnes palabras del Génesis
y la misteriosidad de esta aparición angélica están interpretadas con un
matiz consustancial con la pintura española, en versión que tiende a reducir
todo, hasta lo milagroso, al mundo de lo visible. No hay representación
de Dios, sino en la simbolización de la luz, de la que parecen emanar los
ángeles; esta luz, sin necesidad de insistir en la figuración, es la que expresa
la comunicación celestial que el Patriarca recibe dormido, con la fatiga
del hombre cansado de un largo viaje.
Tampoco sabemos cuándo este cuadro llegó a España, pero sí que lo
encontramos ya en la colección de Eelipe IV, según los datos del Archivo
de Palacio, y no deja de ser curioso que en el inventario de 1746, cuadro
89 tan personal de Ribera sea atribuido a Murillo, a pesar de la clara firma
que ostenta. No encuentro otra explicación que disculpe a los apresura¬
dos catalogadores que la mayor suavidad antes indicada y la ausencia de
los duros contrastes de luz y sombras que caracterizaban al Ribera más
vulgarizado, es decir, al conocido tenebrista.
Es de 1639 también una Liberación de San Pedro (M. 1.073), compuesta
con las figuras en la diagonal que tan grata es a Ribera; aquí el asunto
exige la penumbra oscura del interior de la prisión. Existe una réplica de
este cuadro en la colección del Monasterio de El Escorial. Si la interpreta¬
ción de fecha es la exacta, el visitante del Prado puede aproximar el cuadro
de La Escala de Jacob al San Pedro Ermitaño (M. 1.075), de cuerpo entero,
firmado en 1640 con la indicación Jusepe de Ribera, español, valenciano F.
Los elementos de este cuadro son: gruta, piedras, encinas y anacoreta con
cabeza de gran carácter meditando sobre una calavera; la luz envuelve la
figura en una penumbra sin demasiada oscuridad, con la habitual abertura
de paisaje a la izquierda.
Es discutida la fecha de cuatro grandes cuadros de Ribera que, pro¬
cedentes de la colección del marqués de los Llanos, entraron en las colec¬
ciones reales, donde estaban ya en 1772, según el Catálogo del Museo.
El más bello de todos es sin duda el que se incluye en nuestra antología:
la gran Magdalena (M. 1.103), acaso la mejor representación en el Prado Diap.19
de la versión frecuente en Ribera de la belleza femenina. La santa
arrepentida ora, de rodillas, a la entrada de una cueva. Restos de las
antiguas galas mundanas de sus tiempos de pecadora cubren su cuerpo;
la espléndida mancha carmín del ajado manto se valora por el contraste
con el metálico gris del corpiño y la blanca carnación del rostro y hombros
de la hermosa penitente cuya copiosa cabellera suelta enmarca el noble
rostro de óvalo perfecto y bellas facciones. La santa eleva sus ojos y junta
sus aristocráticas manos en oración; bajo su manto aparece un pie breve,
blanco y delicado. Ante la peña o sillar en que se apoya para orar, el pomo
de perfumes recuerda, más que de su vida pasada, que sirvió para ungir
los pies de Cristo. La penumbra de la cueva domina en la parte derecha
del cuadro; a la izquierda, la gruta abre su entrada sobre un paisaje con cielo
de nubes, montañas y vegetación.
La belleza de la mujer en los cuadros de Ribera no está inspirada en
ninguna caprichosa o normativa idealización sino en los modelos femeninos
que en torno suyo tuvo; su esposa y sus hijas fueron, según los testimonios,
de singular hermosura. Es sorprendente la semejanza que en este cuadro
presenta el rostro de la Magdalena, en cuanto a actitud, proporción, luces,
expresividad, con la admirable Santa Inés, de 1641, en el Museo de Dresde; 90
2J. Ribera. San Juan Bautista en el desierto.

91
no solo Ribera emplea el mismo modelo sino que puede decirse que casi
repite la misma cabeza con muy leves variantes. Solo esta aproximación
parece ser una orientación segura en cuanto a la fecha; si la Santa Inés
se pintó en 1641 y los ricos colores de la Magdalena del Museo nos remiten
al Isaac y Jacob, de 1637, tenemos derecho a pensar que no debe de estar
pintado el cuadro del Museo en fechas muy alejadas de estos dos y en
especial del cuadro de Dresde; Tormo se inclinó hace ya muchos años a
creer la obra realizada en el decenio del 40.
Los otros tres cuadros que parecen formar serie con la Magdalena por
su formato, dimensiones y composición son un San Bartolomé (M. 1.100),
una Santa María Egipcíaca (M. 1.106), y el San Juan Bautista (M. 1.108);
los cuatro proceden de la colección del marqués de los Llanos. El último
es muy superior a los otros dos y, con la Magdalena, lo mejor de la serie.
El armonioso juego de curvas en que la composición consiste, la sonriente
y serena belleza del adolescente Bautista que nos lleva a pensar en Leonardo,
y la amplitud y personalidad del paisaje hacen de este cuadro una de las
buenas obras de Ribera en el Prado, digno compañero de la Magdalena
que acabamos de analizar.
Junto a las composiciones de mayor ambición de Ribera, la producción
de cuadros de media figura, especialmente Apóstoles o Santos, viene a
llenar una gran parte de los huecos que en la cronología de su obra pueden
encontrarse. Los tipos de carácter abundan, como siempre, en estas inter¬
pretaciones de la ascética ancianidad, con esa preferencia por la vejez
que todas las épocas barrocas nos muestran y cuyo ejemplo más impresio¬
nante está en las figuras de cuerpo entero de Profetas y Patriarcas bíblicos
en las enjutas de los arcos en la nave mayor de la Cartuja de San Martino,
en Nápoles, pintados desde 1638 en adelante. Un San Jerónimo, de busto
(M. 1.096), firmado en 1644, representa insuficientemente en el Prado ese
decenio capital y crítico en la obra de Ribera en el que firmó obras tan
e£refPas como la Santa Inés de Dresde, el Matrimonio místico de Santa
Catalina, hoy en Nueva York, la Crucifixión de Vitoria y el milagro de
San Jenaro, en Nápoles. Pero Ribera no se olvida de que la belleza existe
en el mundo, no solamente en la representación femenina, para la que tan
habitualmente, según parece, tomó por modelo a su mujer y a sus hijas,
de famosa y a veces fatal belleza, sino en la figura tan noble y casi diríamos
tan clásica del Santiago el Mayor, del Museo del Prado (M. 1.083), cuyo Diap.20
cuerpo varonil de grandiosa monumentalidad tiene algo de dios antiguo
o de estatua romana; negro y pardo es el ropaje que viste, que en parte
deja ver la atlética arquitectura de su torso, con el pecho y el hombro 92
¿8. Ribera. San Jerónimo.
derecho desnudos. En pie, apoyado en una piedra, en su mano izquierda el
bordón y en la diestra un rollo de pergamino, levanta al cielo los ojos con
una expresión en la que la espiritualidad cristiana, el grave sentimiento de
vida interior y de conciencia individual se alian a la espléndida forma
corpórea de la antigüedad clásica. Aunque don Pedro de Madrazo no vio
la firma en su gran catálogo de 1872, su lectura, según Sánchez Cantón,
es clarísima y con la firma completa, reza: Jusepe de Ribera, español, 1651.
Si Mayer leyó 1631, acaso no fue solo por una defectuosa interpretación
de la cifra, sino quizá porque la penumbra cenicienta que envuelve a la
robusta figura del Apóstol le hizo pensar en una fecha anterior a aquella en
que aparece firmada, un año antes de la muerte del artista.
Por fortuna tenemos en el Museo del Prado una pintura que muy bien
pudiera ser la última en que Ribera puso sus manos. El busto de San Jeró¬
nimo penitente (M. 1.098), desnudo, con rojizo manto, una cruz en la mano Diap. 21
izquierda y una piedra en la derecha con la que parece golpearse el pecho
en acto de penitencia, nos muestra la plenitud técnica a que Ribera llegaba
en el momento en que iba a salir de este mundo. El que sepa gozar de la
pintura por encima de los asuntos y de la importancia de los tamaños o de
los aciertos de expresividad en composiciones más ricas, puede percibir
la cálida paleta empleada aquí y el sabio toque de pincelada menuda,
con el que refleja la directa autenticidad de la interpretación del trozo
de naturaleza que tiene delante, interpretación en que el artista se recrea
pictóricamente, descubriendo novedades en la realización de un asunto
que había repetido hasta la saciedad. En la firma, Ribera sigue afirmando
con orgullosa constancia su condición de español. Cuando muere Ribera
en 1652, deja tras sí una fama internacional, un nutrido grupo de discípulos
y una serie de composiciones magistrales que le afirman como uno de los
más poderosos pintores de toda la escuela española. Fuera del Prado, en
España y en colecciones extranjeras se encuentran algunas de sus mejores
composiciones, pero el estudio atento de sus obras en el gran Museo de
Madrid puede enseñar mucho al que se interese por este artista, que viene
a expresar de modo tan claro y rotundo la vocación expresiva de la pintura
española en el cuadro religioso de la Contrarreforma. Ribera El Spagnoletto,
fue uno de los pintores españoles cuya memoria nunca se olvidó; en alguna
época fue quizá el único de nuestros artistas suficientemente conocido
fuera de España; cuando Velázquez, Zurbarán y hasta Goya eran casi
ignorados fuera de nuestro país, Ribera continuaba representando de modo
casi exclusivo la escuela nacional. Para el mundo y la crítica, su severo
arte condensaba la veta varonil de nuestra escuela frente al matiz sensible 94
y femenino de Murillo, el segundo pintor que alcanzó amplio renombre fuera
de nuestras fronteras desde el siglo xvm; por estas razones Ribera pudo
llamar la atención de los realistas del xix, e incluso influir en ellos. En el
fuerte naturalismo de Courbet e incluso Manet, en su famoso Cristo de las
Injurias, hay huellas de la admiración por Ribera, por sus sólidas cuali¬
dades de dibujante y por la energía de su ejecución pastosa y pictórica.

95
2g. turbarán. Santa Casilda. Detalle.
9 ZURBARAN Y SUS
-

CUADROS EN EL PRADO

c
V_Jon las limitaciones que toda representación de un artista en un Museo
nos suele imponer podemos seguir en el Prado la evolución de Ribera
con cuadros representativos de sus principales épocas de pintor. No es
este el caso de Zurbarán, en cuyos lienzos el Prado es extremadamente
pobre. Habría motivos para sorprenderse de esta omisión de Zurbarán en
las colecciones reales que pasaron a formar el Museo del Prado si recor¬
damos que su amigo y compañero Velázquez le llamó a la Corte cuando
preparaba los trabajos del Salón de Reinos, para encargarle un número
considerable de pinturas, prenda de amistad de don Diego acaso más que
de la fama que los cuadros religiosos del maestro extremeño hubieran
podido hacer llegar a Madrid. La extrañeza podría acrecerse desde que hemos
sabido por la copiosa documentación hallada por doña María Luisa Caturla,
que Zurbarán residió en Madrid sus últimos años, en los que su amistad con
Velázquez está confirmada por su declaración en el expediente para el
ingreso del pintor de Felipe IV en la Orden de Santiago. Parecería natural
que esta relación entre los dos pintores en la última época de su vida hu¬
biera conseguido para el pintor de Fuente de Cantos algún encargo de la
Corte en años que quizá no fueron de abundancia de trabajo en el taller
del artista. Es verdad que Zurbarán no tuvo nada de cortesano; la vida
le empujó a realizar copiosas series para los cenobios andaluces y extremeños
que fueron siempre sus mejores clientes y que decidieron la orientación
de su pintura. El pintor de los frailes no era el artista más idóneo para
recibir encargos de Felipe IV, y los que recibió fueron fruto, sin duda, de la
gentileza amistosa de Velázquez más que de una atención por parte del Rey
o de la Corte por su pintura.
97 El hecho es que uno de los fallos más grandes del Museo del Prado para
el visitante que espera ver representada colmadamente la pintura española
del siglo xvii en nuestra primera pinacoteca es la pobreza de obras de
Zurbarán en nuestro gran Museo. Es verdad que algunas adquisiciones
han enriquecido esta corta serie del maestro extremeño, pero, con todo,
el visitante del Prado no puede tener una idea adecuada de la pintura de
Zurbarán, uno de los valores más cotizados y actuales de la pintura es¬
pañola. Un renacimiento singular ha tenido en nuestros días la fama de
este maestro que hoy interesa a investigadores de muchos países y cuya
monografía ha logrado aportaciones valiosísimas en los decenios recientes;
por esto mismo y a pesar de los escasos ejemplos de su obra que pueden
incluirse en esta antología, es necesario para el lector de este libro tener
una idea de la trayectoria de la vida del maestro extremeño a la luz de las
últimas investigaciones.
El apellido de Zurbarán es vasco y cerca de Bilbao existe una vieja
torre de Zurbarán que acredita la localización del apellido, pero él había
de nacer en la remota y grave Extremadura, lejos de todo foco importante
de actividad artística, en aquella tierra que solo pudo presentar en el si¬
glo xvi la atractiva figura de Luis de Morales, pintor con el que no deja de
tener Zurbarán alguna afinidad espiritual, al menos en su intensa expresión
de la vivencia religiosa y en la intimidad espiritual de sus figuras. En el
blanco pueblo extremeño de Fuente de Cantos fue bautizado el pintor
el 7 de noviembre de 1598. La ausencia de ejemplos de su apellido en aquella
comarca nos hace pensar que sus padres se establecieron allí viniendo de
otras tierras. El origen vasco del progenitor del pintor se afirma por los
apellidos que el hijo solía usar, llamándose Zurbarán Salazar, omitiendo
el Márquez que era el apellido materno. Tenía el padre úna tienda en el
pueblo en que nació su hijo y debió de gozar de un relativo acomodo.
Descubierta la vocación del niño, se pensó en Sevilla para proporcionarle
su formación de artista, y en 1614 es puesto en aprendizaje con un desco¬
nocido Pedro Díaz de Villanueva que acaso tenía vinculaciones con Extre¬
madura. La primera obra firmada de Zurbarán es de 1616, aun antes de
terminar su aprendizaje; se trata de la Inmaculada Concepción niña, de la
colección Valdés, en la que están ya anunciadas las directrices de su estilo.
Terminada su formación, vuelve a Extremadura, se casa en Llerena y allí
dirige un activo taller de pintura que suministra retablos a la región pró¬
xima.
Acaso el proyecto vital de Zurbarán no pasase de ese establecimiento
regional en una tarea artesanal de pintor que en mucho nos recuerda la
Edad Media. No obstante, que conservó relaciones con Sevilla nos lo prue-
ban los encargos que de la ciudad del Betis iba recibiendo y que habían de
asentar su fama de pintor en Andalucía. Los claustros sevillanos dieron un
intenso trabajo a Zurbarán y a sus ayudantes, renovando sus retablos y
encargándole extensas series de lienzos narrativos, destinados a inmortali¬
zar las virtudes y la santidad de los miembros de las órdenes religiosas
respectivas. No le serían ajenas las influencias v los ejemplos de los pinto¬
res que en Sevilla pudo conocer, anteriores o contemporáneos, pero fiel
a su imperativo generacional, estudiando en Sevilla por los mismos años
que Yelázquez y Alonso Cano, el pintor de Fuente de Cantos sin dejar de
impresionarse por las enfáticas y complicadas composiciones que en Sevilla
se pintaron unos años antes, concentraría su arte en la plasticidad de las
figuras, la gravedad contenida de su expresión religiosa y la atención a la
naturaleza muerta. Nos lleva esto a pensar en Sánchez Cotán, antecedente
del arte zurbaranesco en su interés por el bodegón y por los cuadros mo¬
násticos de blancos frailes que él realizó durante su estancia en la Cartuja
de Granada.
Dominicos, trinitarios, franciscanos y mercedarios en la primera época
de su vida y después jerónimos y cartujos, seián los grandes clientes de
Zurbarán, los que decidirán la orientación de su arte, servido por una
vocación adecuada a estos temas. Zurbarán trabajaba a gusto de las comu¬
nidades, se sometía a la estrecha dirección iconográfica que los priores le
señalaban; al parecer, cobraba por sus cuadros menos que otros orgullosos
maestros de las generaciones anteriores. Todo ello asentó su crédito y favo¬
reció su fama en la ciudad en que había de acabar por establecerse.
La aristocracia sevillana frecuentaba los conventos y monasterios y
pudo pronto familiarizarse con esta pintura y reconocer las dotes del joven
pintor en aquellas series que iban llenando las casas religiosas de la alegre
ciudad de la Giralda con las graves visiones de recogimiento y de profunda fe
que Zurbarán llevaba a sus lienzos. Este eco de admiración tiene una mani¬
festación curiosa y excepcional cuando un Regidor del Ayuntamiento de
Sevilla presenta en el Cabildo la solicitud de que se ruegue a Zurbarán
venga a vivir a la ciudad del Betis para honrarla con sus creaciones. El
Cabildo accedió, lo que implica una propicia voluntad de ayudar al pintor,
cuya presencia se requiere en un ambiente que era entonces el más rico y
culto de España. «Maestro de la ciudad de Sevilla» pudo, con todo derecho,
llamarse, a pesar de la protesta elevada por Alonso Cano, celoso de esta
distinción; Zurbarán respondió haciendo constar que había venido a la
ciudad solicitado como hombre insigne, trasladando a ella su casa y familia,
por lo que se negaba al examen gremial a que querían obligarle sus colegas
envidiosos. Una promesa de mayor fama le llega en 1634, cuando se le
llama a Madrid, sin duda por gestión de Velázquez, ocupado entonces con la
gran tarea de dirigir la decoración pictórica del Palacio del Buen Retiro y
especialmente la del Salón de Reinos, para el que se realizaban los cuadros
de victorias militares obtenidas en los primeros años del reinado de Feli¬
pe IV. Todos los pintores activos en la Corte tuvieron allí encargos. De esta
coyuntura saldrá el mayor lote de cuadros de Zurbarán que el Prado po¬
see y que por cierto nunca estuvieron muy seguros en su atribución al
maestro, hasta que documentos fehacientes han probado la paternidad del
extremeño. Es verdad que estos lienzos, de los que luego nos ocuparemos,
no son los más representativos del artista y suponen una desviación de las
tareas monásticas habituales en que su pincel iba a alcanzar la mayor glo¬
ria. Acaso él mismo fue consciente de ello, porque terminadas sus obras
en Palacio y en posesión del honorífico título de pintor del rey, volvió a
Sevilla para continuar sus grandes tareas. Desde la época de Llerena,
como en Sevilla después, Zurbarán tuvo un taller activo en el que sin duda
le fueron necesarios ayudantes; estas colaboraciones nos explican los titu¬
beos en la atribución segura de muchas obras y, en todo caso, la inferior
calidad de algunas de sus producciones comparadas con las obras maestras
que él firmó y fechó.
Viene entonces la época de su apogeo, aquella en que realiza los gran¬
des ciclos del Monasterio de Guadalupe y de La Cartuja de Jerez, de los que
desgraciadamente nada hay en el Prado, aunque sí hay cuadros de la última
serie en colecciones extranjeras. Llega así al decenio 40, época en que su estilo
parece cambiar, pierde algo de la fuerte y enérgica plasticidad de sus prime¬
ros tiempos en gracia a un estilo más suave y amable. El pintor que había
influido en artistas más jóvenes, como el propio Murillo, en sus comienzos,
ve aparecer unos ideales artísticos distintos de los suyos. Según va creciendo
la fama de Murillo, el pintor destinado a sucederle en los grandes ciclos
religiosos que en Sevilla se pintan va acentuándose esa inflexión en la carrera
de Zurbarán. Ahora será Murillo el que contamine al maestro que había do¬
minado la producción sevillana en los decenios anteriores; ya no hay grandes
series en su obra, los encargos disminuyen y acaso fue esta la razón que le
hizo venir a Madrid en los últimos años de su vida. Sabemos que en 1658
está en la Corte, entre cuyos pintores dominaba por entonces un estilo más
brillante y barroco, más decorativo y superficial que tampoco estaba de
acuerdo con la vocación y la historia artística del pintor de Extremadura.
Zurbarán trata de adaptarse a las nuevas corrientes y pinta de una manera
más blanda, delicada y vaporosa en las obras que del decenio 50 se con- 100
servan. Pero aunque el pintor mantiene en sus cuadros religiosos la concen¬
tración expresiva y esa suspensa y callada tensión que sus figuras parecen
expresar, las nuevas tendencias le hacen aparecer como un superviviente.
Si \ elázquez fallece en 1660, Zurbarán le sobrevivirá cuatro años, muriendo
el 27 de agosto de 1664, y siendo enterrado en la iglesia de los Recoletos, en
el solar que hoy ocupa la Biblioteca Nacional de Madrid.
Zurbarán queda aparte de sus grandes contemporáneos. Es verdad que
le influyó el tenebrismo, aunque un poco más tardíamente quizá que a Ve-
lázquez, pero lo suficiente para dar misterio y gravedad penumbrosa a
muchos de sus cuadros monásticos. Fue en cierto modo un aislado, un soli¬
tario que sacó de sí mismo lo que podía verdaderamente dar originalidad
y fuerza a su pintura, pero sin Zurbarán y su copiosa obra hubiera quedado
sin representar un aspecto esencial de la vida de su siglo, aquella religiosi¬
dad severa, aquella clausura de la vida española en lo que tanto pesó lo
que Menéndez Pelayo llamaba la «democracia frailuna». Dentro de esta
limitación, sin salir fuera de España, sin contacto apenas con el mundo
exterior, concentrado en su obra, dedicado a potenciar su arte fuerte y limi¬
tado, Zurbarán viene a ser cantor de la individual y severa religiosidad
hispánica, sin contaminación alguna con las gracias del humanismo ni con
el garbo decorativo del barroco italiano o flamenco. Pinta sin retórica, sin
literatura, casi sin narración, pero posee un poder figurativo asombroso y
esa monumentalidad de forma que es don egregio de los grandes artistas.
Le bastó la formación que pudo tener en Sevilla para producir un arte
original, intenso y fuerte, en el que sorprendemos un nodulo de primiti¬
va religiosidad medieval que era una realidad en la España de su tiempo.
No tuvo gran preocupación por el espacio, aunque la pintura vaporosa de
Velázquez o Murillo algo le influyó en su última época; sus composicio¬
nes centran todo su interés en la construcción rigurosa de la forma huma¬
na, en la solemne figuración de sus frailes envueltos en los ropajes de sus
hábitos de pliegues sencillos y grandiosos. El blanco es una de las glorias
de la paleta de Zurbarán; blancos de amplia gama que van desde la dura
rigidez del yeso al suave crema de la lana, pero paleta sobria no rehúye de
vez en vez grandes planos de color con delicados grises plomizos, suaves
azules, finos tonos rosas, verdes y aun extremados rojos, que le hacen a
Mayer hablar, a veces, de la policromía africana de Zurbarán; en todo caso
es una policromía relativa, que solo puede parecer violenta por el empleo
de algún tono enérgico que sirve eficazmente a sus formas netas, sobrias
y claras. No se preocupa mucho de los fondos ni de la arquitectura, para
101 lo cual utiliza unos pocos recursos formulariamente empleados.
No obstante, su obra es más rica de lo que a primera vista parece;
teniendo en cuenta la gran cantidad de cuadros suyos que consta se han
perdido, su producción fue muy copiosa, aunque oscurecida en ocasiones
por esa colaboración discipular que suspende el juicio ante la plena atribu¬
ción de muchas obras para las que hay que contentarse con la referencia al
taller. Hombre de hogar y de trabajo, casó tres veces, la primera con María
Paez, nueve años mayor que él, mujer de modesta extracción, hermana de
un cura extremeño. Una prematura viudez le hace reincidente en el matri¬
monio al casar, en 1625, con Beatriz de Morales, de una familia acomodada
de Llerena que tenía parientes en Indias; viudo de nuevo, en 1644, casa
con una mujer mucho más joven que él, Leonor de Tordera, cerrando así el
ciclo de su vocación matrimonial. La fama de Zurbarán ha sido la última
en restablecerse de todos los grandes pintores de nuestra escuela del xvn.
Las expoliaciones de la guerra de la Independencia y la desamortización
eclesiástica de Mendizábal dispersaron sus grandes ciclos monásticos e hi¬
cieron desaparecer muchos cuadros, pero en cambio le dieron a conocer
en Europa, especialmente por los lienzos suyos que, en gran número, entra¬
ron a formar parte de las colecciones formadas por el rey Luis Felipe de
Orleáns, exhibidas en el Louvre en 1838. En este Museo Español, como
fue llamado, se reveló la pintura española a los artistas franceses y puede
decirse que a Europa; había allí 81 pinturas atribuidas al maestro, aunque
la atribución de muchas de ellas no podría hoy mantenerse. Era pronto
todavía para que el arte de Zurbarán fuera comprendido; el Romanticismo
había puesto a Murillo en un lugar preeminente entre la escuela española.
Aquel fuerte realismo austero y limitado de Zurbarán, la intensa gravedad
de sus composiciones, no podían todavía atraer la admiración que hoy des¬
piertan, precisamente porque los movimientos pictóricos de principio de
siglo, desde Cézanne, pusieron los valores plásticos en primera línea, ha¬
ciendo que las sólidas estructuras zurbaranescas y su antisentimentalismo
despertasen la afinidad de una sensibilidad nueva. Desde entonces puede
decirse que Zurbarán se ha incorporado a los grandes maestros del xvii y
así el malogrado Martín Soria no dudaba en uno de sus trabajos en incluirle
entre los más grandes pintores del barroco, comprendiendo entre ellos a
Caravaggio, a Rembrandt y a Yelázquez. Versión eminentemente española
del arte de la Contrarreforma, una Contrarreforma nada decorativa ni
heroica, la obra de Zurbarán está en la línea de nuestros grandes escritores
ascéticos y místicos intérpretes, como el pintor, de lo más peculiar de la
espiritualidad hispánica de su época.
Pasemos ahora a referirnos concretamente a las obras de Zurbarán, 102
en el Prado, con especial aplicación a los ejemplos que en esta antología
se incluyen. De las series monásticas sevillanas nos pueden dar una idea
justa los dos cuadros procedentes de la serie pintada por el maestro para
la Merced Calzada, de Sevilla; no entraron en nuestro Museo Nacional
hasta el siglo xix. La serie constaba de 21 escenas de la vida de San
Pedro Nolasco y fue contratada por Zurbarán en agosto de 1628. La
Diap.22 I isión de San Pedro Nolasco (M. 1.236), es un cuadro muy representa¬
tivo del maestro: el Santo fundador de la Orden de la Merced se ha ador¬
mecido en plena meditación religiosa; de su celda solo vemos la silla de
tijera y la sencilla mesa'con el libro abierto en que leía. Proyecta el fraile
su sombra sobre las páginas que solo ilumina con vivo contraste de luz un
rayo que cae sobre la parte superior de las hojas de la derecha; el codo en
la mesa, apoya el Santo la cabeza sobre su mano en una actitud que ex¬
presa juntamente la meditación y el ensueño. Una suave curva como una S
diseña la silueta del fraile; los candiles de su blanco hábito se acusan con
natural y sabia sencillez que revela un profundo estudio del modelo. De
la cintura del fraile pende el rosario con la cruz de madera; el Santo es
hombre de edad madura, de canosa barba. La penumbra llena la habitación;
no hay referencia a los planos de sus muros; queda así el Santo aislado del
mundo en cierto modo, pero afirmado en él vigorosamente por el enérgico
vigor plástico de las cosas (madera, libro, ropajes), cuyas calidades de volu¬
men y casi diría de tacto están expresadas por el pincel del artista. Los pen¬
samientos de San Pedro Nolasco se han ido de este mundo para evocar la
Jerusalén celeste que el ángel, como queriendo orientar su sueño, señala.
En el ángel se nos revela el prosaísmo zurbaranesco, la renuncia a todo
recurso imaginativo o retórico: es un mancebo de pocos años sin llamati¬
vas características de su condición celestial; como atributo de su angélica
realidad, solo una insinuación de alas’ en su espalda, que más parecen
aparentes por la pincelada que acentúa el efecto sobre ellas de una suave
luz irreal, que por el diseño enfadoso de las plumas de ave con que los
pintores decoran a sus ángeles. Viste una túnica rosa que al suelo llega
y que no ciñe apretadamente sus formas, lo que indica la utilización del
maniquí frecuente en sus obras; una especie de manto azul pende de sus
hombros y se recoge en su cintura. Ya don Pedro de Madrazo indicaba
acertadamente en Zurbarán «el abuso del maniquí..., su modo violento de
plegar las estofas ligeras, como el lino, la seda..., cuando representa ánge¬
les u otros personajes ideales, cuyas vestiduras parecen papel mojado».
Blancos, rosas, azules son los únicos tonos que con la intensa claridad de la

103 iluminación animan la penumbra de la celda. ¿Y qué decir de la Jerusalén


celestial? Aquí se revela la escasa fantasía de Zurbarán para imaginar
cosas fuera de este mundo. Una ciudad murada con torreones almenados y
avenidas que se adentran en sus puertas es la visión convencional, acaso
tomada de un grabado flamenco, porque aparece plana, como delineada
sobre papel, es todo lo que Zurbarán inventa para expresar la exaltadora
imagen de la beatitud trasmundana que sueña o imagina el fraile dormido.
El punto de vista del pintor es alto; así lo indica el escorzo en que vemos la
mesa. En suma, el Zurbarán nos hace ver con qué llana facilidad puede rea¬
lizar un cuadro de dimensiones razonables con solo dos figuras y muy pocas
cosas que ayuden a poblar el espacio sin que echemos de menos en esta
sencillez las barrocas imaginaciones de otros pintores porque esa sobriedad
en la ordenación compositiva otorga al cuadro su sencilla intensidad y su
misterio. El cuadro está firmado con abreviaturas e iniciales: F.co DE Z. F.
y se pintó en 1629, según la documentación conocida; escasa estimación
debían de tener los Mercedarios por la obra del pintor cuando se lo ven¬
dieron al deán de Sevilla, López Cepero, antes de 1810, para enriquecer su
copiosa colección de pinturas. Después de la guerra de la Independencia,
Cepero se lo cedió a Fernando VII a cambio de otros cuadros, y en el
Prado se expuso antes de 1830.
A la misma serie pertenece la Aparición del Apóstol San Pedro a San
Pedro Nolasco (M. 1.237). Es cuadro de mayor sobriedad aún que el anterior
y de gran intensidad expresiva. Especialmente afortunada es la figura del
fraile, de rodillas, que se sorprende con profunda devoción ante la aparición
de su homónimo, el Santo Apóstol, clavado cabeza abajo en la cruz de su
martirio. Nos hallamos ante uno de los cuadros de visión mística de Zurba¬
rán, entre los cuales puede figurar como uno de los mejores.- Toda referencia
al espacio está aquí suprimida, inundada la celda por el dorado esplendor
que envuelve la visión, de impresionante inmediatez. No ha superado Zur¬
barán, acaso, la ejecución de sus blancos, tanto en el hábito del fraile, cuya
capa tiene pliegues maravillosamente expresados en el ritmo de sus curvas,
como en el paño de pureza del Santo Apóstol, que contrasta en sus calida¬
des con la marfileña calidad de los paños del monje. Solo en la serie del Mo¬
nasterio de Guadalupe podemos hallar algo comparable. El cuadro está
firmado de manera más completa que el anterior: «Francisco de Zurbarán
Faciebat 1629.»
Tienen que pasar varios años en la carrera del pintor para encontrar
obras de Zurbarán en el Prado. Saltamos hasta la primavera de 1634,
fecha en la que Zurbarán aparece en Madrid; probablemente se trataba
de su primer viaje a la Corte. Si el cabildo de Sevilla le llamó a la ciudad del 104
jo. ¿jurbarán. Aparición del Apóstol San Pedro a San Pedro goloseo.

105
Betis desde su residencia extremeña, Llerena, ahora es llamado a Madrid
para formar en el equipo de pintores que trabaja activamente en aquel
año 34 para la decoración del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro,
capricho favorito de Felipe IV iniciado y favorecido por el conde-duque
de Olivares, lugar de recreo entre jardines, entre cuyas frondas el rey quería
olvidar la severidad fría y malsana del viejo Alcázar, siempre en obras de
reforma. Con buen fundamento sospechamos (pie debió de ser Velázquez
quien tendió esta mano a Zurbarán para hombrearse con los mejores artistas
de Madrid. Por desgracia, los encargos no eran propios para dar la medida
de aquel pintor provinciano, honrado ejecutante, gustosamente habituado
a los temas religiosos que le encargaban las órdenes monásticas, los con¬
ventos sevillanos.
En el reparto de cuadros de batallas para el Salón de Reinos del Buen
Retiro correspondieron a Zurbarán dos lienzos: La Expulsión de los holan¬
deses de la isla de San Martín, hoy perdido, y El socorro de Cádiz, título
que suele darse a este cuadro que en el Prado se conserva (M. 656). El Diap. 23
asunto del lienzo le imponía la evocación visual, más bien indirecta, del
ataque que los ingleses hicieron a Cádiz el 1 de noviembre de 1625, con
la armada al mando de lord Wimbledon. Acababa de subir al trono Fe¬
lipe IV cuando cierta corriente de aproximación con Inglaterra llevó al
conde-duque a una negociación fracasada y contraproducente sobre la
posible boda de la infanta doña María, hija de Felipe III, con el príncipe
inglés, que luego sería rey con el nombre de Carlos I, la desdichada víctima
de la revolución inglesa. Larga constancia hay de los festejos y agasajos
(pie, estrenando su mandato el rey y el conde-duque, se hicieron con motivo
de la venida a Madrid, en 1623, de Carlos de Inglaterra, príncipe gentil y
elegante. Los relatos contemporáneos están llenos de descripciones de las
fiestas con que en Madrid se trató de honrar al heredero inglés. Pero aque¬
llo terminó en nada; las dificultades, que podían haber sido previstas, para
casar a la infanta católica con un protestante, la repugnancia de la misma
María a reinar en un país herético, y el poco ambiente en la opinión pública,
hicieron que el enlace no llegara a verificarse y que Carlos sintiera el desaire
como una ofensa a su dignidad. Muerto su padre, Carlos I quiso resarcirse
de aquel mal recuerdo. En los incidentes de la Guerra de los Treinta Años,
la escuadra inglesa, como siempre, era la pesadilla de nuestras relaciones
con América y de la seguridad de nuestros mares. En el otoño de 1625 una
escuadra de 90 velas se presentó ante nuestras costas y atacó a Cádiz, lo¬
grando desembarcar 10.000 hombres y apoderarse de algunas posiciones
en tierra. 106
Kn el cuadro de Zurbarán, este fondo del lienzo, con el ataque de la
escuadra en la costa, empalidecido de color, tiene escasa verosimilitud. No
estaba entrenado Zurbarán a estas lejanías, a componer animadamente con
muchas figuras, ni al aliento y el garbo narrativo necesarios para un cuadro
de batalla terrestre y marítima. Bien es verdad que en esta representación
de fondo de batalla para los cuadros del Buen Retiro, ni Carducho ni otros
pintores más avezados quedaron con mayor brillantez que el buen extre¬
meño, nuevo en la Corte. El pintor que venía de inmortalizar la vida con¬
ventual sevillana carecía de la capacidad necesaria para dar verosimilitud
a estos episodios tan alejados de las visiones místicas que le pedían sus
clientes, los frailes sevillanos. Ello hizo que el fondo fuera más bien un
telón sin profundidad espacial ni energía en la ejecución.
Para cumplir con el encargo el artista recurre a colocar unas figuras
muy en primer plano, un tanto espaciadas y no demasiado bien compuestas.
El personaje que vemos en su silla, calado el chambergo y la bengala en la
mano, es don Fernando Girón, que, enfermo de gota, da las disposiciones
para la defensa; su dolencia le obligaba a desplazarse en silla de manos.
La escena, pues, representada en el lienzo nos hace ver al viejo general
inválido dando órdenes para contrarrestar el ataque inglés a un personaje
militar con armadura y banda, cuyas piernas colocadas en compás, como
Zurbarán hace tantas veces al pintar sus retratos, parecen más bien en
actitud de danza. Ello estropea un tanto el evidente vigor con que la figura
está pintada. Madrazo identifica a este personaje como el maestre de campo
Diego Ruiz, mientras otros creen que puede tratarse del duque de Medina
Sidonia, del que consta tomó gran parte en la defensa de Cádiz mediante
un contraataque a los ingleses que los obligó a reembarcarse apresurada¬
mente con grandes pérdidas. Pero es más verosímil pensar que el duque
había de estar empeñado en la acción y no al lado del comandante enfermo.
El mismo Madrazo cree que es don Luis de Portocarrero, corregidor de Jerez,
el que sombrero en mano vuelve su cabeza para atender a otras tres figu¬
ras que el citado autor identifica como el duque de Fernandina, el duque
de Caprani y Roque Centeno; otro caballero de Santiago aparece detrás de
don Fernando Girón, calado su chambergo; Cean Bermúdez creía podía
ser el duque de Medina Sidonia. Las figuras están ejecutadas con la fuerza
habitual en Zurbarán, pero la composición no está ligada ni corresponden
las actitudes al interés que podía lograrse al representar momento de tanto
peligro y emergencia. Velázquez hizo lo que pudo al dar una ocasión a
Zurbarán parp. formar parte en el cuadro de honor de aquellos pintores
107 que iban a inmortalizar la efímera gloria militar de los primeros años de
ji. ¿turbarán. Hércules y el toro de Creta.
reinado de I- elipe IV. El género no era ciertamente lo que a Zurbarán
convenía y la escasa relación de este cuadro con los conocidos del pintor
de los frailes hizo que el lienzo fuese atribuido a Eugenio Caxés por don
Antonio Ponz, en lo que fue seguido por Cean Bermúdez. Es verdad que
Longhi, en 1927, sugirió la atribución a Zurbarán, pero como en Longhi se
dan tantas veces juntas la aguda intuición atributiva con la arbitrariedad
hipotética y los cambios de opinión respecto al mismo cuadro, su indicación
no fue tenida en cuenta. Mas la paternidad del pintor extremeño se demos¬
tró cuando María Luisa Caturla encontró en 1945 el recibo del cuadro
firmado por Zurbarán. Seleccionado entre los lienzos que José Bonaparte
hizo apartar para regalar a su hermano Napoleón, al acabar la guerra de la
Independencia el cuadro no estaba en el Retiro, sino en el Palacio de
Buenavista, de donde pasó al Museo del Prado, donde muchos años se
expuso con la tradicional atribución a Caxés rectificada ya en el catálogo
de 1949.
Si extraño nos parece que Zurbarán fuese obligado a pintar batallas,
sacándolo de la paz monacal de sus asuntos religiosos, más raro es aún
que le fueran encargadas para el Salón de Reinos del Buen Retiro las
pinturas de formato casi cuadrado de los trabajos de Hércules. Siempre
se ha observado la falta de entrenamiento de los pintores españoles en los
temas mitológicos y en la interpretación heroica del desnudo, pero, en todo
caso, que entre todos los pintores de la Corte no hubiera alguno más apto
para que pintase las fuerzas del héroe clásico es algo que provoca nuestra
perplejidad. Hubiera parecido más normal que los pintores italianos,
aunque de un italianismo ya de segunda mano, que residían en Madrid y
trabajaban para el Rey, fueran los encargados de acometer semejante tema
con preferencia a este maestro de Llerena, criado en las estepas extremeñas
y atraído a Sevilla para abastecer de series narrativas los claustros de aquella
ciudad. Probablemente se estimaron estos cuadros como de relleno deco¬
rativo o acaso el número de las piezas de esta serie hizo decidir a Ve-
lázquez que los pintase su colega de juventud para favorecerle con una
tarea más copiosa, dado que los pintores cobraban por cuadros entrega¬
dos. La historia de la atribución de los cuadros es por sí misma muestra
de la escasa probabilidad con que se asociaba al nombre de Zurbarán esta
serie de Fuerzas de Hércules. Que en primer lugar no fueron 12, sino 10,
aunque le fuera encargada la serie completa, y, además, solo seis de los
lienzos representan en realidad los clásicos temas de los trabajos hercúleos:
León de Nemea, Hidra de Lerna, Jabalí de Erymanto, Río Alfeo o Esta¬
109 blos de Augias, Minotauro, Lucha con el Cerbero. Los cuatro restantes
representan otros episodios de la leyenda de Hércules que no son parte
de la docena de las hazañas que fuera obligado a realizar por su primo
Eurysteo en expiación de haber dado muerte Hércules a su propia esposa
Megara y a sus hijos. Así, pues, los diez cuadros zurbaranescos ilustran
episodios de la tradición hercúlea, pero no son completa representación de
las doce hazañas. Los cuatro lienzos a que me refiero ahora son: Hércules
matando al rey Eryx (también aludido como Gerion); Hércules separando
los montes Abyla y Calpe para abrir el estrecho de Gibraltar; la lucha de
Hércules y Anteo, y Hércules moribundo bajo el efecto de la túnica empon¬
zoñada de Neso.
La historia de la atribución de estos lienzos de Zurbarán no deja de
ser también significativa. Cean sólo le atribuyó cuatro, como dando a en¬
tender que los demás serían de otra mano. Bien es verdad que el texto
en verso de la Silva topográfica dedicada a la descripción del Buen Retiro
por el poeta Manuel Gallegos, que Tormo estudió en 1912, al hablar de
estos cuadros se refería—en singular—al «soberano pincel» que representó
«al célebre Tebano» con rasgos valientes. Los inventarios del Palacio del
siglo xvm olvidaron el nombre del pintor; Ponz, en 1775, mencionó a
Zurbarán como su autor al describir el Palacio del Buen Retiro elogiando
su «fuerza de claroscuro», atribución que vuelven a olvidar los inventa¬
rios posteriores a esta fecha. Desde Tormo se ha pensado que para la
serie pudo Zurbarán utilizar colaboradores; por su parte el ilustre histo¬
riador de nuestro arte confiesa que sólo encuentra algún parentesco a es¬
tas figuras con los desnudos pintados en cuadros diversos por el italiano
Angelo Nardi, llegando a preguntarse si pudo en ellas intervenir. La docu¬
mentación descubierta demuestra que se le encargaron a Zurbarán y que
los cobró, diez al menos, pero ello no excluye que pudiera tener alguna
ayuda.
En todo caso, la unidad que los tipos revelan deriva de la concepción
del maestro. ¿Cuáles son sus características? Brutal y prosaico realismo
vulgar en la interpretación del héroe antiguo, ferocidad y rudeza de las
expresiones. Nada de semidiós impasible; la tensión muscular se traduce
por las actitudes violentas poco afortunadas, las piernas en compás y la
faz gesticulante, poniendo énfasis en el esfuerzo hasta hacer grotesca la
expresión. Una nota de heroísmo desesperado que nos hace recordar ros¬
tros del Goya de los Desastres, una fiereza ruda, un apasionado impulso
con expresiones de dolor salvaje en la escena de la túnica de Neso. El pintor
debió disponer de algún modelo que le sirvió para representar lo que no
podía imaginar; no me extrañaría que algún barbado picaro de los que 110
j2. turbarán. Lucha de Hércules y la Hidra de Lerna.

111
posaron para Velázquez hubiera servido a Zurbarán para este caso. Resalta
especialmente la torpeza de Zurbarán cuando tiene que pintar animales,
sobre todo animales fantásticos, lo que empeoraría el efecto que harían
los cuadros ante la benévola pero crítica mirada de Velázquez, gran ani¬
malista entre los pintores. El buen Zurbarán acomete, heroicamente tam¬
bién, un tema tan ajeno a su formación y a sus vocaciones, pero los lien¬
zos del extremeño no son ciertamente modelos de lo que podría esperarse
en el primer tercio del xvn de una historia mitológica; Zurbarán salió del
paso como pudo y no sin cierta habilidad y garbo. Por lo pronto Hércules
es interpretado como un coloso forzudo, tosco y bárbaro, que realiza sus
hazañas sin dengues ni elegancias, poniendo en sus fuerzas la misma buena
fe que Zurbarán puso en interpretarlo. El jayán pelea, combate, se retuerce
y se afana como un hércules de feria, y cuando acabado un trabajo mira al
espectador es la pura jactancia muscular lo que exhibe satisfecho, sin ade¬
mán alguno de nobleza sobrenatural. En la serie los hay mejores y peores;
algunos son bastante acertados, otros llegan hasta los límites de lo gro¬
tesco. El que representa la lucha con el león de Nemea (M. 1.243), está
más cerca de lo último que de lo primero, especialmente en la inter¬
pretación de la heráldica fiera cuya forma sólo a través de grabados o
diseños conocería Zurbarán y nunca sobre estudios directos. Probable¬
mente ningún profesor de gimnasia o entrenador de lucha romana apro¬
baría la actitud con que Hércules, fiado en sus fuerzas, aproxima su
cabeza a la del león de modo peligroso, en un abrazo casi fraternal. Zur¬
barán echa mano en este y en todos los casos de los recursos que el pro¬
cedimiento tenebroso le ha enseñado, inundando de luz las partes claras
contrastadas con la oscura penumbra en la que permanecen los miembros
en sombra. Se afanó Zurbarán en lucir sus conocimientos anatómicos, una
anatomía que sabe poco de estatuas clásicas, pero es indudable que algún
estudio del modelo revelan estas figuras desnudas y el modelo lo encon¬
traría donde pudiese; son sobre todo curiosas las expresiones cuando nos
presenta de frente el rostro de Hércules, de bárbara catadura, negros,
negrísimos el cabello y la barba, los ojos brillantes por un esfuerzo exce¬
sivo para un semidiós de la Grecia, la boca entreabierta y las facciones
deformadas por la pasión. Courbet hubiera aprobado esta interpretación
zurbaranesca.
Contrastan los verdes oscuros y convencionales del paisaje con el ca¬
liente tono rojizo de las carnes. Iniciado el tema, se le impone a Zurbarán
presentar las escenas con fondo de paisaje y acaso en estos cuadros se en¬
trenó para los suaves fondos que en algunos cuadros de santos emplearía 112
como alusión a la Naturaleza. Es la suya una Naturaleza convencional,
sin duda interpretada a través de estampas flamencas, con masas pesadas
de boscaje, lejanías con rocas, valles y montañas, todo muy dentro del
convencionalismo pictórico del xvn, para lo cual Zurbarán tuvo, sin duda,
que buscar modelos ajenos, fuera de la escuela española.
Creo que el mejor de la serie de Hércules es, sin duda, el que representa
al héroe después de abierto curso al río Alfeo para limpiar los establos
Diap.24 de Augias (M. 1.248). En este lienzo el paisaje tiene una misteriosa grandio¬
sidad en la que algo pondría de su invención el artista extremeño; aquellos
acantilados imponentes y aquellas ingentes rocas separadas de los montes
nativos, mientras el agua penetra con fuerza hirviente en el canal recién
abierto, nos dan una impresión de épico cataclismo geológico con su pers¬
pectiva un tanto escenográfica, pero eficaz, con todo, por su valor narra¬
tivo en la representación de la hercúlea hazaña. Ha cuidado más Zurbarán
que en otras ocasiones el desnudo del personaje; el forzudo héroe reposa,
mano a la cadera, asiendo victoriosamente su clava que descansa en la roca
con una enfática verticalidad; el rostro de Hércules expresa la satisfac¬
ción por la hombrada y sus ojos de rudo soldado de los Tercios exhiben
una vanidad irónica. No obstante, las luces, los términos y la interpre¬
tación plana y con poca pasta de los tonos en sombra son obra de pintor
y no puede negarse su acierto. Lo que le es ajeno a Zurbarán es la distinción
y nobleza de la actitud que convendría al semidiós. Para conseguirlo le
hubiera sido precisa una familiaridad con el arte clásico, al menos con las
estatuas romanas que eran la base de la formación de los pintores del Rena¬
cimiento y con las que él muy poca frecuentación podía haber logrado en
sus años de Llerena o de Sevilla. Por otra parte, Zurbarán incurre en el
defecto, con evidente falta de gusto, en casi todos los cuadros de la serie
de Hércules, de presentar al fabuloso atleta mitológico en pie, con las pier¬
nas abiertas en compás, ingrata manera de plantar la figura que ni siquiera
ahorraba a sus modelos de retrato, acaso por su habituación a las figuras
de monjes o frailes cuyos largos hábitos, encubriendo las piernas, le evitaban
plantearse este problema que Velázquez dominó desde la juventud. La
composición tiende más o menos siempre en las Fuerzas de Hércules a la
diagonal barroca, siendo excepción precisamente el de la desviación del
río Alfeo por la insistencia en las verticales que en este caso tiene un efecto
eficaz y simbólico. De los lienzos de Hércules no reproducidos en las diapo¬
sitivas que acompañan al libro creo que los más estimables serían, apurando
la selección, el de Hércules y el Minotauro (M. 1.245), Hércules y el Rey
113 Eryx (M. 1.242) y la muerte del héroe (M. 1.250). Estos tres, con el del río
33- Zurbarán. Aparición del Apóstol San Pedro a San Pedro Nolasco. Detalle de la firma del pintor.

114
Alfeo ya estudiado y, en mi opinión, el mejor de todos, serían los más
dignamente atribuibles a Zurbarán, salvo mejor opinión, si, pensando en
Cean Bermúdez, solo hubiéramos de atribuirle cuatro lienzos. Mas los docu¬
mentos cantan y Zurbarán ha de asumir la responsabilidad de los diez
cuadros, paréntesis poco afortunado en su serena producción de pintor reli¬
gioso. Pues aunque la serie guarda una evidente unidad de concepción, no
es imposible que algún ayudante o discípulo del pintor colaborase en esta
tarea. Los cuadros de Hércules se colgaron en el Buen Retiro y allí estaban
todavía a comienzos del xix, hasta que al Prado fueron trasladados con
motivo de la formación del Museo Real. En sus salas estaban a principios
del siglo xx, pero sin duda por no agradar a alguno de los directores-artis¬
tas que el Museo tuvo, fueron retirados al almacén y puede decirse que más
de una generación de madrileños no los ha visto nunca. Se presentaron,
no obstante, en la exposición de Zurbarán realizada en Granada en 1953,
confirmándonos entonces la peculiar extrañeza que estas pinturas producen
al conocedor de la obra* del pintor. No obstante, por este desconocimiento
casi general en que están, nos ha parecido interesante incluir alguna pin¬
tura de la serie entre la antología contenida en este libro.
En otro mundo entramos cuando de ellos pasamos a la Santa Casilda, de
Diap.25 Zurbarán (M. 1.239); es una fortuna que este cuadro haya podido llegar al
Prado, porque representa en la producción del artista su versión personal de
la feminidad. Estos lienzos de mujeres o Santas, o por mejor decir, de Santas
representadas como mujeres del xvn, o mujeres con atributos de santidad,
constituyen en este pintor de la devoción masculina un aspecto muy digno
de estudio en sus copiosos y desiguales ejemplares. En general, estos cua¬
dros pertenecen también a series conventuales en las que tantas veces fue
auxiliado por colaboradores, lo que nos explica que no siempre sean de una
calidad pictórica muy elevada. Por excepción, la Santa Casilda, del Prado,
es, me atrevería a decirlo, el mejor ejemplar de estas Santas zurbaranes-
cas; casi estoy por decir que junto a algunas imágenes de mujer de Veláz-
quez, es uno de los cuadros que representan mejor la interpretación pic¬
tórica de una dama española del xvn que aquí no es reina, infanta, duquesa
o cocinera, sino una mujer simplemente que se presenta ante nosotros
con grave naturalidad sin énfasis. No evoca Zurbarán en este cuadro
levemente religioso la vivencia de la oración o el arrebato devoto; no se
trata de visión mística, sino de realidad individual y próxima. Una mujer
pasa ante nosotros con digna compostura y recatado continente, serena,
grave, sin altivez ni afectación; lleva en su falda unas rosas y solo el reflejo
115 de un levísimo halo que en torno a su cabeza forma un amplio círculo
es lo único que puede hacernos pensar que se trata de una Santa. Por esta
vez Zurbarán deja las estameñas y los hábitos de lana, la actitud genu-
flexa o extática. Pese a los atributos iconográficos que, como ha observado
muy bien Emilio Orozco, bien podrían haber sido prestados al retrato de
una dama, como alguna vez se practicó en estos siglos, se trata de una mujer
de carne y hueso. Zurbarán se complace en describir, casi como un dise¬
ñador de modas, el rico y barroco vestido de la mujer; la sobrefalda de
tonos dorados, rica en pliegues de gran amplitud de estilo, sobre la cual
desarrolla una variante la capa o mantellina de largo bullón amarillo que
llega hasta el suelo. La falda es de un oscuro gris verdoso y lleva cuerpo
con media sobrefalda ricamente bordada en su galón orlado de perlas.
Perlas lleva también ribeteando la curva del escote y en el collar; sobre
el pecho una rica joya a manera de cadena con ricas piedras formando
juego con el ceñidor que rodea su cintura. No falta una nota valiente,
atrevida, expresiva de esa policromía africana de que alguna vez Mayer
habló: la manga de rojo bermellón pone su caliente color acertadamente
destacado sobre la seda verde. El fondo del cuadro es neutro y la única
referencia al espacio nos la da la corporeidad de la dama en las sombras
del rostro, bajo la luz que cae de la izquierda y en los bordados pliegues
de su barroco vestido suntuoso. Los rasgos de la dama son correctos, pero
no bellos; amplia frente, larga nariz, boca pequeña, mentón breve y enér¬
gico; el negro cabello enmarca su rostro blanco, pálido. Las rosas aluden
al milagro atribuido a Santa Casilda al convertirse en flores los alimentos
que caritativamente llevaba a los prisioneros cristianos de su padre el rey
moro, según la tradición piadosa. Sería interesante conocer la procedencia
de esa pintura, pero carecemos de información sobre ese punto. Solo sabe¬
mos que estaba en el Palacio de Madrid, en 1814; no sería imposible que
procediera de las pinturas incautadas de algún convento madrileño o
sevillano, aunque pudiera ser un retrato procedente de colección particu¬
lar. Guinard indica pudo venir de Sevilla, bien por alguna adquisición de
Isabel de Farnesio en el siglo xvm, o por haber llegado a Madrid durante
la guerra de la Independencia. En todo caso es uno de los mejores ejempla¬
res de imágenes de Santas zurbaranescas, entre las que abundan piezas
de taller. En cuanto a la fecha, el único que se ha aventurado a dar una
opinión hipotética ha sido Martín Soria, que supone pintado el cuadro
hacia 1640.
Una de las más felices adquisiciones del Prado para enriquecer su corta
colección de Zurbarán ha sido el San Lucas ante el Crucifijo (M. 2.594), que Diap.26
ingresó en el Museo madrileño en 1936. El cuadro es excepcional en Zur- 116
34- ^¡urAarán. San Lucas como pintor ante Cristo en la Cruz. Detalle.
harán, que tantas veces pintó al Crucificado. Muy expresivo del contenido
espiritual de su pintura, este diálogo silencioso del pintor con la dramá¬
tica imagen es una de las más atractivas obras del maestro de Fuente
de Cantos. Suelen los Crucifijos de Zurbarán presentarse muy frontal¬
mente, como lo está el de Velázquez también; en este caso la intención
que el cuadro comporta le obliga a presentarlo levemente sesgado, dirigido
hacia su contemplador. Lleva los pies cruzados, pero tiene, como la mayor
parte de estos Cristos sevillanos, cuatro clavos; el paño de pureza es tam¬
bién distinto de lo normal en Zurbarán y la cabeza de Jesús, levemente
caída, recibe la intensa mirada de ardiente y profunda devoción del contem¬
plador que pone sobre el pecho su mano diestra. No podemos dudar que se
trata de un pintor porque lleva en su mano izquierda la pequeña paleta
y los pinceles. Los colores, blanco, negro, rojo, ocre, son los más usuales
en la paleta de Zurbarán.
Frecuente es la representación de San Lucas como pintor, retratando
a la Virgen en muchos casos, pero no es improbable la hipótesis de que
el pintor haya podido aquí tener la intención de retratarse; los rasgos del
personaje, de carácter tan personal y humano, aseguran que el artista
se ha atenido a un modelo concreto de carne y hueso, sin idealización
ni receta alguna de tradición iconográfica. Ante este rostro de acusados
pómulos y nariz aquilina, podemos recordar la figura del San Joaquín en
el lienzo de la Virgen y sus padres que está en el Museo de Edimburgo;
la confrontación asevera que los rasgos son, en efecto, muy parecidos.
El ropaje convencional, frecuente en las series de apostolado, no es un
argumento decisivo, ya que si las damas podían hacerse retratar a veces
con atributos de Santas, también en algunos casos, como ofrenda devota,
podían prestarse los rasgos de un ser humano al Evangelista pintor, ¿y
quién más indicado para ello que el pintor mismo? No conocemos la apa¬
riencia física de Zurbarán y todo ello puede quedar en hipótesis, pero aun
podría pensarse que el pintor quiso aquí recordar los rasgos de algún fami¬
liar, acaso su padre, dada la edad no juvenil del personaje. Interesa ello
a propósito de la fecha; se piensa que este cuadro podría pertenecer a la
última época del autor y tiene posibilidad de defensa esta datación (tamaño
más pequeño de los personajes, expresión menos impasible, más penetrada
de sentimiento en el pintor Evangelista, tendencia que es más frecuente,
casi a veces hasta llegar a la sentimentalidad, en los últimos años del pintor
que en las severas creaciones de su época central). El tenebrismo que puede
hacer pensar en épocas más primerizas no sería tampoco decisivo si pen¬
samos que pudo responder a la intención de dar dramática intensidad a lo 118
que tendría aquí un valor de personal asociación al asunto devoto. En
todo caso la factura es más amplia de lo que podría corresponder a la fecha
del decenio 1630 al 40, en que ahora piensan algunos especialistas del maes¬
tro. Ignoramos también la procedencia del cuadro y solo sabemos, por el
momento, que estuvo en la colección del infante don Sebastián de Bor-
bón y Braganza, formada en el siglo xix, de cuyos descendientes fue adqui¬
rido por el Museo del Prado en la indicada fecha de abril de 1936.
Otro cuadro firmado de Zurbarán posee el Prado, un Sa?t Jacobo de la
Marca (M. 2.472), procedente de la capilla de San Diego, en Alcalá de
Henares, que no es ciertamente una de las buenas obras de Zurbarán; domi¬
nan los grises y los elementos arquitectónicos del repertorio zurbaranesco.
Al fondo, el milagro de la resurrección de un niño. La ejecución, más blanda
que en las épocas mejores del artista, parece corresponder a la última
época; suele fecharse hacia 1658-60. En años más próximos han ingresado en
el Prado otros cuadros puestos bajo el nombre del pintor extremeño; es
muy atractivo el Bodegón regalado por don Francisco Cambó (M. 2.803),
excelente cuadro en el que algunos autores no reconocen enteramente la
factura del maestro; César Pemán piensa puede ser más bien de su hijo
Juan. Hipotética es también la atribución del Vaso de Flores, azucenas
y claveles (M. 2.888), exquisita obra ciertamente ante la que pudiera pen¬
sarse en Pedro de Camprobin. El Prado (M. s. n.) ha adquirido en 1956
una Inmaculada, indudable obra del maestro, fechable hacia 1630-35, que
viene a representar la iconografía de la Virgen de modo satisfactorio en
la breve colección zurbaranesca del Museo del Prado. El cuadro procede
del Convento de Esclavas del Sagrado Corazón, en Sevilla, y fue descubierto
por el Padre Sebastián Bandaran en 1953.

119
55- Velúiquez. Felipe IV.
io. VELAZQUEZ
EL CLASICO DE LA
PINTURA ESPAÑOLA

n
JL^icho queda que no podrá tener idea cabal del arte de \ elázquez quien
no visite el Museo del Prado. Pocos artistas de su talla tienen en una sola
pinacoteca casi la mitad de la producción total del artista llegada hasta
nosotros. Es la colección de pinturas del artista uno de los timbres de gloria
del Prado y ello sobraría para dar interés al primer museo de España. El
Alcázar Real atesoró la mayor parte de las obras del maestro sevillano
desde que vino a la Corte en 1623. pero esta riqueza en pinturas de Yeláz-
quez está compensada por la escasez de cuadros pintados durante el pe¬
ríodo de formación del artista en la ciudad del Betis. Sabida es la impor¬
tancia que para la historia del arte tienen los comienzos de un pintor,
la época en que tantea su estilo y se orienta hacia la definición de sus obje¬
tivos estéticos. Bien es verdad que el caso de Velázquez es muy distinto
del de la mayoría de los pintores—Goya, por ejemplo—, que tienen una
formación lenta y progresiva cuyos meandros apasionan a quien sigue el
proceso de su estilo; Velázquez parece haber dominado los secretos de la
pintura desde las obras más juveniles que han llegado a nuestro conoci¬
miento.
Inserto nuestro país en la órbita del arte de Occidente, nuestra v oca¬
ción nacional y las tradiciones inmediatas nos habían apartado del arte
evocador de una belleza que miraba hacia la antigüedad y que en Ita¬
lia se formaba desde el siglo xm. La crisis del humanismo y de las lec¬
ciones heroicas y orgullosas del Renacimiento se inician con la Reforma;
cuando la Reforma rompe a Europa y la divide en dos campos enemi¬
gos de los que uno de ellos proscribe del culto toda representación tigu
rativa, es decir, toda la tradición artística, España estaba aún inicián¬
121 dose en la lección del Renacimiento. Miguel Angel, con su grandiosidad
ya pesimista, precipita el arte en el camino del manierismo. Ese manie¬
rismo llega a nosotros empalidecido y formulario, como puede verse con¬
templando nuestras pinturas del xvi que en otro tomo de esta colección
se estudian. A los ojos de la Historia, que dispone misteriosamente las
cosas, la aparición del Greco en España en el último tercio del siglo xvi,
procedente de un país mediterráneo como Grecia, aislado desgraciada¬
mente del humanismo por la conquista turca e impregnado fuertemente
de la tradición medieval bizantina y de espíritu devoto, es un estimu¬
lante para la religiosidad española en la que la Contrarreforma viene a
reforzar vivencias medievales en el siglo del jesuitismo y de la mística.
El Greco contribuye, con el prestigio de su formación veneciana y su
versión del cuadro de altar, en la que la realidad y la más exaltada
expresión van unidas, al descrédito del manierismo frío y de segunda
mano que había llegado a España y que sin convicción se cultivaba entre
nosotros. Hemos de señalar de nuevo la importancia de la luz, porque
es en la luz milagrosa, sobrenatural, en la que los cuerpos del Greco se
estremecen en deliquios que rompen la forma en retorcimientos vibrantes
y la visten de milagrosos colores, cargados de toda la emoción oriental
a que aludía Spengler, cuando nos hablaba de su mundo mágico. En la
propia Italia la intervención de la luz, como decisiva configuración del
cuadro, va a orientar el futuro de la pintura. El barroco había tenido un
prólogo en las retorcidas fórmulas de Miguel Angel y los manieristas,
pero la luz particular que Caravaggio introduce en la pintura va a ilu¬
minar un mundo más prosaico, del mismo modo que la luz ultraterrena
del Greco había contribuido a disolver las perfectas y rebuscadas formas
de los manieristas.
El siglo xvii, en España, va a estar poseído, muy especialmente, de
ese afán de prosa en el que Ortega y Gasset vio el impulso inicial de la
pintura de Velázquez. Es Velázquez quien va a sacar la extrema consecuen¬
cia de su aplicación a la versión pictórica de los cuadros religiosos con
esa cruda luz de realidad que ilumina los cuerpos, hace verosímiles los
volúmenes y presenta con un nuevo prestigio las formas cuotidianas de la
vida en torno. Es decisivo para la pintura del xvii el hecho de que la ma¬
yor parte de nuestros pintores, que nunca viajaron mucho, no fuesen a
Italia en su juventud, expuestos a perderse en las tentaciones que aquel
maravilloso país podría ofrecer a los artistas. Porque para un pintor del
siglo xvii las tentaciones eran varias; tanto se podía caer en la tendencia
de continuar la lánguida tradición de la belleza exangüe del manierismo,
como la de tomar literalmente las rudas crudezas del caravaggismo. Que 122
nuestra escuela tenía una voluntad artística firme y decidida lo compro¬
bamos en el caso de Ribalta o de Ribera, en cuya obra las tendencias nacio¬
nales a la representación de la naturalidad habitual del mundo visible
marcó claramente los derroteros y estimuló una vocación latente. Pero si
Ribera vivió lejos de España, su ejemplo no quedó perdido. Su tendencia
vino a ser reforzada, probablemente con su ejemplo, por la generación
decisiva de nuestra escuela. El arte español no representará ideas, sino
individualidades tomadas del entorno diario de la existencia. Pero el ba¬
rroco tenía otra tentación, la que representa la escuela boloñesa, es decir,
la retorización de ciertos recursos que pasan de la tradición manierista
a la nueva concepción del cuadro de altar. Zurbarán, que no estuvo en
Italia, y Velázquez que sólo fue allá ya formado y con firmes conviccio¬
nes estéticas personales, nos muestran con su obra que tales peligros que¬
daron sorteados.
La obra de Velázquez es muy completa y es preciso insistir en ello,
dado el corto número de obras que el gran maestro realizó en su vida.
Velázquez pintó poco por temperamento, porque no era un repetidor
incansable de fórmulas pictóricas y porque pintaba siempre con una inten¬
ción determinada, justificando lo que Ortega y Gasset nos ha dicho de que
cada cuadro era para el maestro sevillano una experiencia y esas experien¬
cias estaban en gran parte, a partir de 1623, limitadas por sus deberes de
retratista cortesano destinado a abastecer con efigies suficientes y muchas
veces obligadas, las demandas de su regia clientela. Ya es significativa a
este respecto la repugnancia de Velázquez a repetirse a sí mismo. Es un
hecho que desde pronto hubo de tener copistas ó ayudantes a los que encar¬
gó, casi en secreto porque no queda constancia escrita de quien colabo¬
raba en sus tareas, la ejecución de las réplicas en los retratos de los que
eran precisos varios ejemplares.
El Museo del Prado no nos informa suficientemente sobre la época
sevillana de Velázquez, especialmente por su carencia de aquellos cuadros
de bodegones con figuras que fueron para el joven pintor la afirmación
decidida de su credo pictórico en la captación del mundo cuotidiano y
prosaico, intenso y sobrio, con una ejecución que desde sus primeras obras
parece haber alcanzado la perfección sin esfuerzo. La síntesis peculiar
de Velázquez logró fundir de modo nuevo en muchas ocasiones el bodegón,
el retrato y el tema religioso en un mismo cuadro. Aquellos fueron sus
ejercicios hacia el Parnaso, que una vez realizados no necesitaron repetirse.
Bien es verdad que las colecciones de los palacios reales poseyeron al¬

123 gunas obras que deberían estar hoy en el Prado y que emigraron de España
por causas históricas bien conocidas. Por ejemplo, El Aguador de Sevilla,
obra capital dentro de la primera época del artista, estaba en el palacio
de nuestros reyes y en los inventarios figura como El Corso, aludiendo al
personaje, acaso natural de Córcega, que vendía agua por las calles de la
ciudad del Betis y que Velázquez tomó como modelo. Este lienzo que se
llevaba a Francia José Bonaparte cuando huía de España en los últimos
momentos de la guerra peninsular, íue capturado con el botín de la batalla
de Vitoria y el general Wellington se lo apropió. Hubiera debido y hubiera
podido reclamarse para que volviera a España, pero ni el general inglés
sintió muchos escrúpulos en quedárselo ni el Gobierno español puso tam¬
poco demasiado empeño en pedirlo. Este cuadro llenaría hoy en el Prado un
hueco importante para representar ese tipo de cuadro de juventud tan im¬
portante para seguir los pasos iniciales del maestro. También debiera estar
en el Prado el supremo desnudo de Velázquez, La Venus del Espejo, joya
hoy de la Galería Nacional de Londres. En este caso el culpable íue Fernan¬
do VII, que lo vendió, privándonos de un cuadro que tan preciso sería para
completar en el visitante del Prado la impresión de la riqueza de aspectos
de su arte. Entre las obras maestras de Velázquez que no están en el Prado
hay que contar en primer término también el retrato de Felipe IV, pintado
en Fraga en 1644, cedido en el siglo xvm a la casa ducal de Parma cuyo
titular era entonces el infante don Felipe, hijo del rey español Felipe V,
primer Borbón español. Vendido por el príncipe Elias de Parma en 1907,
pasó por el mercado de Londres y fue adquirido por el industrial americano
Henry C. Frick, quedando definitivamente en el museo neoyorkino que
como fundación pública se conoce hoy como Frick Museum. Otro retrato
cumbre de Velázquez, el del Papa Doria, Inocencio X, quedó en Roma,
y en la Galería familiar del palacio Doria-Pamphili constituye una magna
representación de la pintura española. Insustituible es también, en gran
parte, el espléndido grupo de retratos infantiles, los hijos del segundo ma¬
trimonio de Felipe IV, que fueron enviados a la corte de Viena y hoy cons¬
tituyen piezas capitales de la pinacoteca de la capital austríaca. Hay que
decir, además, que el incendio del Alcázar de Madrid en 1734 destruyó
obras importantes de Velázquez, algunas como La Expulsión de los Moris¬
cos, que sería para nosotros de un enorme interés para estudiar el primer
abordaje de la gran composición histórica de Velázquez, cuya obra maestra
nos quedaría en Las Lanzas.
Aunque bien conocidas las etapas biográficas de Velázquez, deben ser
aquí recordadas. Diego de Silva Velázquez nació en Sevilla en 1599, hijo
de un hidalgo de origen portugués y una sevillana cuyo apellido haría famoso 124
el hijo pintor. La vocación del joven comienza a manifestarse muy pronto,
entrando según parece en el taller del violento pero bien dotado Francisco
de Herrera, con el que debió de estar poco tiempo. En 1610 pasaba al taller
de Francisco Pacheco, quien se dio cuenta inmediatamente de las excep¬
cionales dotes del aprendiz. Dotes que no fueron desviadas por el prudente
maestro a pesar de que la entrega al estudio del natural chocaba con los
hábitos y convicciones de su manierismo derivativo. Velázquez dibujó
tenazmente en el taller de Pacheco tratando de captar esa realidad indi¬
vidual de los modelos que fue la base sobre la que desarrolló su arte.
En 1617 su formación está terminada, alcanzando la calificación de maes¬
tro pintor tras el examen correspondiente en Sevilla. Pero los lazos con
Pacheco se estrechan mediante el matrimonio del joven Diego con la hija
del maestro, Juana Pacheco de Miranda, su fiel esposa y la única mujer
que aparece en su vida, como señaló Ortega. Velázquez no sale de Sevilla
hasta 1622; durante estos años pinta bodegones con figuras, composiciones
religiosas y algún retrato. Todo lo que de este período se conserva nos
dice que no existió en Velázquez ese momento de titubeo o indecisión o
ese deslumbramiento por otros artistas que tantas veces se dan en los pin¬
tores jóvenes. Con seguridad sorprendente su visión de la realidad y de la
pintura estaba definida desde sus primeras pinceladas. Le atraían las cali¬
dades de las cosas y la individualidad de las personas, pero todos los cuadros
que de él conocemos son ya composiciones personales realizadas al nivel
de las preocupaciones estéticas de su época. Pudo haber conocido cuadros
si no de Caravaggio, quizá de Ribera, y en todo caso es seguro que estudió
con fruto obras de flamencos interesados por el bodegón, de los que apren¬
dió sin imitarlos. Como no estamos haciendo la monografía de Velázquez,
sino recordando simplemente las etapas de su obra que nos van a conducir
a las épocas del pintor representadas en el Prado, mencionaremos algunas
de las obras maestras de este período, entre las que cuenta en primer tér¬
mino El Cristo en Casa de Marta, hoy en Londres, La Vieja friendo huevos,
o La vieja cocinera, en el Museo de Edimburgo y el mencionado Aguador
de Sevilla, hoy en la colección del duque de Wellington (Apsley House)
en Londres. Pero Velázquez, aunque nunca fue un especialista gustoso de
la pintura de altar, hubo de pintar también cuadros religiosos en esta
primera etapa, sin apartarse de la misma estética en que están inspirados
sus bodegones con figuras: La Inmaculada Concepción y el San Juan
Evangelista, de Londres, son una prueba de ello y, más singular aún, La
imposición de la casulla a San Ildefonso, del Palacio Arzobispal de Sevilla,
125 en la que se ha podido ver, no infundadamente, una cierta sugestión del
Greco, lo que ha hecho pensar que pudo ser pintado después de su primer
viaje a Madrid en 1622. El más fuerte retrato conservado pintado por Veláz-
quez en esta primera etapa sevillana es la impresionante efigie de Sor Fran¬
cisca Gerónima de la Fuente (M. 2.873), la monja del Convento de Santa
Isabel de Toledo, que a sus sesenta y cinco años pasó por Sevilla para em¬
barcar hacia Manila en la larga travesía que significaba entonces la vuelta a
Africa por el Cabo de Buena Esperanza, para fundar en las Filipinas un
convento. Se ha dicho que las tendencias barrocas, en todos los momentos
en que han aparecido en la historia, se han interesado especialmente por las
efigies de los viejos y de los niños; especialmente los ancianos, con la acen¬
tuación del carácter en sus rasgos, reflejando la erosión de la vida y las
huellas que ella deja en un rostro humano, son aptos para esta apasionada
penetración en el carácter que es para Velázquez uno de sus más caros
objetivos. Aquella faz de vieja arrugada y enérgica, voluntad tensa en su
cuerpo decrépito de ardiente fe, que empuña el Crucifijo con militante deseo
de cristianizar el mundo, es uno de los más inolvidables retratos del maestro.
El cuadro es una de las más interesantes adquisiciones que han enriquecido
la colección de Velázquez en el Prado; dado a conocer con motivo de una
exposición en Madrid, en 1926, fue incorporado a nuestra primera pinacoteca
en 1944, llenando así un hueco importante en la colección de obras pri¬
merizas del artista.
Es casi seguro que a esta primera época sevillana corresponde también el
retrato de busto corto de un hombre maduro, cetrino y con blanca gorguera
que Allende Salazar pensaba si podría representar a Pacheco, el maestro
de Velázquez (M. 1.209). El viaje a Madrid, en 1622, recién subido al trono
Felipe IV, es un primer intento de Pacheco de introducir a su yerno en
la Corte en la cual él creía que sus dotes de retratista podrían alcanzarle la
plaza de pintor del rey. Sus esperanzas se basaban en la presencia al lado
del joven e inexperto monarca del aristócrata sevillano don Gaspar de
Guzmán, conde de Olivares, en cuyo próximo círculo había algunos sevi¬
llanos amigos de Pacheco, tales como el poeta Rioja, que había sido padrino
de boda del propio Velázquez. Pero en aquel viaje la ocasión no fue pro¬
picia; Velázquez hubo de limitarse a ver con ojos deslumbrados la colec¬
ción de pinturas del Palacio real y a visitar Toledo, donde las obras del
Greco, fallecido hacía años, debieron de impresionarle. La tenaz voluntad
de Pacheco no ceja en su deseo de abrir camino a la carrera del yerno;
en 1623 el viaje se repite, esta vez con pleno éxito. Se logra que Velázquez
pinte un retrato del sumiller de Palacio, don Luis de Fonseca, sevillano
también y aficionado a la pintura; el retrato era excelente, al parecer,
Velázquez. La venerable Madre Gerónima de la Fuente.
37- Velázquez. La venerable Madre Gerónima de la Fuente. Detalle.
porque se ha perdido. El cuadro hizo impresión en Palacio y se le llevó
al rey, quien decidió posar ante el joven artista. Velázquez retrata al fin
a Felipe IV; Pacheco podía estar satisfecho; triunfaban a la vez su tena¬
cidad y las esperanzas que le había hecho concebir el talento de su discí¬
pulo. El 30 de agosto de 1623 quedó terminado el cuadro; el rey le nom¬
bra inmediatamente pintor de Camara. Desde entonces queda Velázquez
al servicio de la Corte, en frecuente trato con el rey, que toma una singu¬
lar afición a aquel joven callado, discreto y elegante que supo sortear
las peligrosas asechanzas de las envidias e intrigas cortesanas. Pues el
arte del joven maestro venía a perturbar la vida sin inquietudes de los
pintores que para el rey habían trabajado hasta entonces y especialmente
del poseído y suficiente Carducho, que no vio con buenos ojos la instalación
de su joven rival. El Alcázar había de ser para Velázquez no solo teatro de
sus triunfos, sino ocasión de completar su formación con el trato diario y la
visión de los cuadros que hacían de la sede de los reyes de España un mag¬
nífico museo. Fue, pues, el Palacio para Velázquez oficina y escuela; todo
provincianismo quedó superado para Velázquez en esta frecuentación de la
Corte y de los grandes pintores que le daban generosamente su muda lección.
Los deberes primeros del nuevo artista habían de consistir en retratar
al rey, a sus hermanos y el ministro omnipotente, que muy pronto uni¬
ría a su título de conde de Olivares el de duque de Sanlúcar la Mayor.
Esta tarea tiene una infrecuente resonancia popular cuando en 1625 pinta
al rey un retrato ecuestre realizado ante el natural, incluso el paisaje,
que el rey ordena se exponga al público en las gradas del convento de
San Felipe. Los poetas cantaron en sus versos la excelencia del lienzo y el
nombre de Velázquez se hizo famoso con esta resonancia pública en las
calles y plazas de Madrid. Otro nuevo y resonante triunfo obtiene en 1627
cuando el rey decide convocar un concurso para un cuadro representando
la expulsión de los moriscos de España por Felipe III. Al concurso se
presenta Velázquez y obtiene el triunfo frente a tres pintores italianos:
Carducho, Caxés y Nardi, por la decisión de un jurado formado por dos
artistas: el pintor Maino y el arquitecto Crescenzi. El rey manifiesta su
inclinación a Velázquez nombrándole Ujier de cámara; desde ahora, por
el favor de Felipe IV, el pintor inicia, paralela a su carrera de pintor, una
carrera palatina en la que va a llegar a altos puestos y que coronará con
la nobleza, que le es otorgada en sus últimos años. Los honores no apartan
a Velázquez de su vocación pictórica ni de su fidelidad a su estética que
admite humanísimamente la dignidad de todos los asuntos; la realidad
129 visible es su tema y trata con igual penetración y reducción a la síntesis
j8. Velázquez. Francisco Pacheco (?).
verosímil de sus pinceles tanto los temas religiosos como los mitológi¬
cos, los retratos de personas de elevada alcurnia como los de modestos
servidores de la Corte. Pinta a los reyes y a los bufones, y cuando aco¬
mete su primer cuadro de tema mitológico lo hace con aquella natu¬
ralidad y el irónico sesgo que habrá de caracterizar su interpretación de
los convencionales temas del paganismo. Experiencia señalable es para
Velázquez el trato personal de Rubens, que vino a Madrid en 1628; el
gran artista flamenco quedó asombrado de las dotes del joven sevillano,
pero acaso pensó que la prosaica sinceridad de sus cuadros era fruto de
la limitada formación de un artista que no había salido de España, sin
tener contacto directo con el arte italiano. Rubens aconseja el viaje a
Italia a Velázquez y el rey le concede su licencia con subsidios de su bolsa
y cartas de recomendación para los representantes españoles en la penín¬
sula vecina. En 1629 Velázquez embarca en Barcelona rumbo a Génova;
de allí va a Milán, Verona, Venecia, Ferrara, Bolonia, Loreto, Roma y
Nápoles. Su viaje dura hasta 1631 y cuando vuelve le esperan nuevas
tareas y nuevos honores; es nombrado Ayuda de la Guardarropa del Rey
(1634), Ayuda de Cámara y superintendente de obras reales (1643). Quiere
esto decir que Velázquez vivía en la mayor intimidad del rey que le ve
a diario y que en este trato se estrecha la simpatía del monarca por el
pintor de la que habrá pruebas ulteriores en su carrera. Por otra parte,
Velázquez-, que casó joven, tiene ahora una ayuda importante en su yerno,
el pintor Juan Bautista Martínez del Mazo, con el que ha casado a su hija
en 1634, y a quien hace llegar favores reales como el puesto de Ujier de
Cámara, que su suegro le transmite; Mazo se encarga con frecuencia de
réplicas y copias de los retratos reales pintados por Velázquez. Cuando
en 1643 cae el conde-duque de Olivares de su privanza con el rey,
ante la opinión adversa y las desgracias de la política, Velázquez, que ha
entrado en Palacio de mano del aristócrata sevillano, no pierde el favor
real y al rey acompaña repetidas veces en sus jornadas fuera de la Corte,
especialmente en sus viajes al Reino de Aragón para asistir a la guerra
con los franceses que han invadido el territorio nacional llegando a apode¬
rarse de Lérida. La guerra termina con la Paz de Wetsfalia en 1648, y al año
siguiente Velázquez marcha de nuevo a Italia con el encargo de adquirir
obras de arte para el Rey, que consuela sus derrotas con su afición de colec¬
cionista. De nuevo el itinerario viene a seguir casi la misma línea de su
viaje anterior: Génova, Milán, Padua, Venecia, Módena, Roma y Nápoles.

El pintor es ya el hombre de confianza de su rey, los embajadores espa¬


131 ñoles le alojan con todo honor y los ministros de las cortes que visita
le agasajan y obsequian. Le llega ahora la ocasión de su gran triunfo,
en Roma, al recibir el encargo de retratar al Papa Inocencio X; los artis¬
tas romanos le hacen académico de San Lucas. El artista prolonga su viaje
a pesar de los deseos del rey de que vuelva cuanto antes a Madrid, adonde
no llega sino en junio de 1651.
Las desgracias se han abatido sobre Felipe IV; no solamente su posición
en Europa se ha debilitado, sino que ha perdido a su primera esposa,
Isabel de Borbón, y a su hijo, el heredero del trono, el gallardo Príncipe
Baltasar Carlos, en el que estaban concentradas las esperanzas del reino.
Sin sucesión varonil, un nuevo matrimonio es preciso para perpetuar la
monarquía; durante la ausencia de Velázquez el rey ha recibido a su
nueva esposa y sobrina, doña Mariana de Austria, que quedará en la his¬
toria inmortalizada por los retratos de Velázquez y Carreño. Una intensa
tarea de retratista es realizada por Velázquez en estos años que alterna
con nuevos deberes oficiales al ser nombrado en 1652 Aposentador de
Palacio, cargo que le obliga a supletorias tareas, muchas de ellas enojosas,
y a desplazamientos frecuentes acompañando a la Corte. Pero el pintor
aún halla tiempo para realizar en los años que le quedan de vida sus gran¬
des cuadros de composición, los que resumen de una manera cabal sus
objetivos pictóricos y su ideal estético: Las Meninas y Las Hilanderas,
principalmente. El rey le sigue prodigando sus favores; Velázquez, hos¬
tigado por la envidia y acaso por el latente desdén de los nobles que ven
a un pintor en la intimidad del monarca, aspira a igualarse a los que
le desprecian. Quiere ser noble y el rey, que no niega nada al artista,
le concede el ingreso en la Orden Militar de Santiago, lo que le situaba
al nivel de los más altos personajes de la Corte. No fue fácil el asunto
porque la Orden de Santiago se regía por estatutos severos que exigían
la prueba de nobleza por las dos ramas de la familia del solicitante. La
prueba necesitó una larga información que duró años, pero aun con tes¬
timonios benévolos y trámites omitidos, no llegó a probarse la hidalguía
de la madre del artista. Mas el rey estaba dispuesto a pasar por todo,
apelando al recurso supremo de solicitar del Papa la dispensa de tales
requisitos para su favorito pintor. El Papa accede a lo que el Rey le pide
y al fin, después de muchos incidentes que la documentación registra,
recibe la investidura de su hábito de Santiago en julio de 1659. Como
Aposentador del Rey, ennoblecido ya Velázquez, acompaña a Felipe IV
en la solemne ceremonia en la que las dos casas reales enemigas, Francia
y España, se enlazan por el matrimonio de la hija de Felipe IV, María
Teresa de Austria, con el monarca francés Luis XIV, que iba a heredar 132
en Europa la hegemonía española. La ceremonia de entrega que tiene
lugar en la Isla de los baisanes, sobre el Bidasoa, y consagra la paz de
las dos coronas, es el más brillante momento de la vida de Velázquez.
Velázquez ha estado ausente de Madrid desde abril de 1660 hasta el 26 de
julio; el esfuerzo ha sido grande y la salud del artista no es buena. A su
regreso, una rápida enfermedad termina con la vida del gran don Diego
el 6 de agosto de 1660, en su residencia palatina, la llamada Casa del
Tesoro, junto al Alcázar. Pocos días más tarde, la fiel esposa, Juana Pa¬
checo, sale también de este mundo. Este es el breve resumen del excep¬
cional curriculum de Velázquez en los acontecimientos de su vida. Pasemos
ahora al examen de sus obras en el Museo del Prado.
Las colecciones reales poseyeron escasas representaciones de la pin¬
tura de Velázquez en su época sevillana y, por desgracia, una de las más
importantes, El aguador de Sevilla, hoy en la colección Wellington, salió
de España en la guerra de la Independencia para no volver. No está
aclarado enteramente cuándo fue adquirida por la casa real La Adora-
Diap.27 ción de los Magos (M. 1.166), fechada en 1619, y por tanto, pintada en
Sevilla por el maestro. El catálogo actual del Prado no indica su proce¬
dencia, aunque la edición de 1920 indicaba había venido del Monasterio
de El Escorial donde estaba atribuida a Zurbarán. Hay alguna proba¬
bilidad, indicada por Curtis, de que pueda tratarse del cuadro descrito
en Sevilla en poder del conocido coleccionista del siglo xvm don Francisco
de Bruna por el viajero inglés R. Twiss en su libro Travels in Portugal
and Spain, publicado en 1775. En todo caso, se trata de la más importante
composición religiosa del maestro en su época juvenil; en ella la paleta
ocre de la mayor parte de sus cuadros sevillanos se enriquece con tonos
más brillantes, carminosos, azules, rojos y algún delicado verde aceitu¬
nado, que son prueba del afinamiento de la sensibilidad colorista de Veláz¬
quez. El efecto plástico de las figuras está favorecido por la contrastada
iluminación alta, que viene de la izquierda y que se concentra intencio¬
nadamente en la figura de la Virgen y el Niño. En la carnación de ambas
figuras, Velázquez obtiene ya una clara luminosidad delicada que prelu¬
dia la exquisita transparencia en la ejecución de los rostros de años poste¬
riores. Ninguna monotonía en los tipos, sino una variedad que indica la
atención de Velázquez a la interpretación de los caracteres individuales.
Dentro de su humana realidad, la Virgen madre, con serenidad concentra¬
da, sus ojos casi ocultos por los párpados bajos y la expresiva actitud de
sus manos admirablemente modeladas con delicadeza y vigor, sostienen
133 erguido el cuerpo del Niño para presentarlo a la adoración de los reyes;
es la más bella figura de mujer del maestro en estos sus primeros años
de pintor. A su lado la faz barbada, sencilla y prosaica de San José, contrasta
con los tres tan variados tipos de los magos; el que en primer término se
arrodilla frente al niño tiene un rostro moreno, oliváceo que nos ha hecho
pensar alguna vez que un gitano andaluz pudo servir de modelo al pintor.
El mago de la barba blanca es un tipo de hidalgo de sanguínea carnación,
y tras él, en pie, el rey negro de oscurísima faz en contraste con el blan¬
co de su cuello. Por último, a la izquierda, junto al borde del lienzo, la
cabeza del servidor nos recuerda algún modelo utilizado en los bodego¬
nes con figuras, acaso el aldeanillo que copiaba Velázquez para sus estu¬
dios de expresión según nos cuenta Pacheco. Es de notar el cuidado
puesto en la composición, organizada en aspa, según las direcciones diago¬
nales que forma el esquema de los dos grupos de figuras a derecha e iz¬
quierda del cuadro, así como el analítico estudio de los plegados de los
paños en el ropaje de la Virgen y en la túnica y manto del Mago de rodi¬
llas en primer término. El retrato de la monja franciscana, antes des¬
crito, el retrato del supuesto Pacheco y La adoración de los Magos nos dan
idea de lo que fue el primer estilo de Velázquez antes de su venida a la
Corte.
Puede ser de sus últimos cuadros de Sevilla o de los primeros madrileños
el busto de un hombre joven de incipiente bigote sobre sus labios gruesos
y mirada melancólica e introvertida (M. 1.224). Alguna vez se ha indicado
la hipótesis de que pueda ser un autorretrato; la nariz levemente reman¬
gada, las cejas fuertes y la mirada reposada y profunda del personaje,
no desdicen de lo que sabemos de las imágenes auténticas de Velázquez,
pero también podría pensarse, especialmente desde que- conocemos el
copioso número de hermanos que Velázquez tuvo, que pudiera tratarse
de un hermano del artista. Beruete lo consideró una copia de un cuadro
del maestro, pero no creo aceptable esta suposición, ya que la firmeza
y seguridad del dibujo, la calidad de la pincelada y el hecho de no estar
terminado debe hacernos mantener la atribución a Velázquez. Su fecha
puede estar hacia 1622-23.
Perdido el retrato de don Luis de Fonseca, las primeras tareas a que
Velázquez hubo de aplicarse en Madrid fueron los retratos de Felipe IV,
del Conde Duque y de las personas de la real familia. El problema que puede
intrigarnos es el retrato del rey pintado en agosto de 1623, aquel que
fue la prueba y a la vez el éxito del joven sevillano en la Corte, el que le
dio inmediato acceso a la Real cámara y decidió el rumbo de su vida.
La reconstitución de la serie de efigies de Felipe IV, en estos primeros 134
135
jg. Velázquez. La Adoración de los Magos. Detalle.
años de Velázquez, en Madrid, nos comprueba por los textos literarios,
especialmente las alusiones de Pacheco, que hay ejemplares perdidos. Otros
han sido discutidos—el caso del retrato de la casa de Narros, hoy en el
Metropolitan Museum de Nueva York—, y, por último, alguno más ha
aparecido fuera de España en los últimos años. Pero ¿y el primer trabajo
de Velázquez ante el rey? Esto nos lleva a ocuparnos en primer término
del retrato de Felipe IV en pie (M. 1.182), que ha cobrado ahora interés
después de ser fotografiado con rayos X no hace muchos años. Pero con¬
viene en primer término tratar de los peculiares métodos de Velázquez
como pintor, singularidad desconcertante a veces que ha hecho gastar
mucha tinta a los críticos al intentar fijar la cronología de muchos lienzos
del maestro.
La manera de trabajar de Velázquez nos propone problemas y contra¬
dicciones cuyo examen nos acerca a la impar personalidad del artista.
Por un lado, abundan los cuadros que el pintor deja, frecuentemente,
inacabados, como relegando su terminación a una ulterior etapa en la
que su sentido crítico le hiciera ver las rectificaciones y reelaboraciones
necesarias. La tradicional y supuesta indolencia de Velázquez y sus muchos
quehaceres le hicieron hartas veces dejar estos lienzos sin poner en ellos
las últimas pinceladas definitivas, lo que no nos pesa en muchos casos,
porque ello vale por una especie de confidencia postuma respecto de sus
métodos de pintar. Pero hay casos en que Velázquez ha llevado esa recti¬
ficación a sus últimas consecuencias, corrigiendo y repintando entera¬
mente obras ejecutadas hacía mucho tiempo. Las radiografías de algu¬
nos cuadros del Museo del Prado revelaron facetas muy interesantes de
esta reelaboración a posteriori, confirmándonos que Velázquez acometía su
trabajo directamente con el pincel sobre el lienzo, o sea lo que los italia¬
nos llaman alia prima. Este es el caso del retrato del rey Felipe IV en pie,
que el Museo conserva, del que las radiografías nos han mostrado que fue
casi enteramente rehecho por el artista, rectificando la silueta general
e incluso la posición de las manos. Los arrepentimientos eran ya visibles
desde hace muchos años al aparecer corregida la primitiva posición de
las piernas en compás, ingrata postura que ya hemos criticado en Zur-
barán y que Velázquez abandonó ya para siempre guiado de su exquisito
gusto. La primitiva pintura de las piernas del rey ha trepado en el lienzo
y hoy pueden verse apareciendo leve pero suficientemente bajo lo que
Velázquez repintó en época posterior. Pero aquí el encaje de la figura en
el cuadro ha variado totalmente respecto de lo que Velázquez realizó
en un principio, hasta el punto de hacernos pensar si no hubiera sido mejor 136
40. Velázquez■ Autorretrato (?).
4¡. Velázquez. El Infante Don Carlos.
emplear otro lienzo para dar satisfacción a cambios tan radicales. En la
figura ha repintado el rostro, las manos, la longitud de los brazos; todo
en fin ha sido cambiado popel artista para satisfacer una exigencia ínti—
ma, porque acaso se le hacía ingrato mantener expuesto en el palacio
real un retrato al que él encontraba graves defectos, probablemente
después de varios años de estar familiarizado con la figura del rey, su
protector. Ello ha hecho pensar a López Rey que el retrato que ahora
nos ocupa pudo ser el realizado por Velázquez en agosto de 1623. El rey
aparece aquí con su blanca faz, sus rubios cabellos, los rasgos austríacos
acusados en la fuerte nariz prominente y en los gruesos labios, llevando
la golilla que él impuso a su Corte y que sustituyó a las complicadas gor-
gueras aún de moda en el reinado de su padre. Apoya la mano izquierda
en un bufetillo cubierto con terciopelo; en la diestra lleva un papel, como
si fuera una solicitud que le hubiera sido entregada. La capa cae, después
del repinte, de una manera más vertical que en otros retratos del rey,
por ejemplo, en el de Nueva York, realizado en 1624. Pero lo que más nos
interesa es la aclaración del fondo y la mayor brillantez de la paleta res¬
pecto a la época sevillana; hay un cambio positivo en la factura de Veláz¬
quez, en su color y en la atenuación del contraste tenebroso de luz y som¬
bra que nos indica el efecto fulminante que sobre Velázquez tuvo el
contacto con la colección de pinturas del Alcázar de los reyes. Aquello
equivalió a años de formación y venía a completar afortunadamente
lo que él había aprendido en Sevilla, favoreciendo un ensanche de su
arte que demuestra la inteligente y rápida capacidad de asimilación del
pintor. Si lo que estas hipótesis derivadas del estudio de las radiografías
nos muestran pudiera ser plenamente aceptado, tendríamos conservada
en nuestro Museo la primera histórica efigie que Velázquez hizo de su
real patrono, pero bajo un segundo estado posterior en varios años al
primero. El lienzo sería entonces el que iniciara la serie de pinturas que
Velázquez dejara en el palacio de sus reyes y que han sido el fundamento
de la espléndida colección del Prado.
La maestría en el retrato de Corte la alcanza rápidamente Veláz-
Diap.28 quez en el retrato del infante don Carlos (M. 1.188), que suele fecharse
hacia 1623-24, aunque López Rey se incline a creerlo unos años pos¬
terior, entre 1626 y 1628. Los argumentos aplicados al retrato de Fe¬
lipe IV, antes descrito, nos inclinarían a pensar más bien que, dada la
más oscura paleta empleada en el don Carlos, ha de ser anterior al re¬
pinte total del Felipe IV en pie. El cuadro fue erróneamente identificado
139 como Felipe IV; se trata indudablemente de su hermano don Carlos,
42. Velázquez. El Infante Don Carlos: Detalle.
43. Velázquez. El Infante Don Carlos. Detalle.
que murió joven en 1632. Es verdad que la actitud del personaje, admira¬
blemente plantado, como todos los retratos velazqueños, con esa maestría
que solo los grandes artistas dominan en la presentación de la figura,
parece más acertada que las primeras efigies de Felipe IV en pie, lo que
induciría a creerlo resultado de un progreso de Velázquez en el retrato
cortesano, pero también es verdad que el artista, que no imponía actitu¬
des a sus modelos, acaso se encontró ante un joven príncipe de mayor
elegancia natural, de la que supo sacar partido. En contra de la idea de
retrasar la fecha de este cuadro está un mayor predominio de las sombras,
un menor empleo de los grises y la tostada carnación del personaje, más
próxima a lo que Velázquez había practicado en los retratos de Sevilla.
La calidad de los negros llega a esa transparencia rica en color y en matiz
que Velázquez consigue con maestría insuperable; la cadena de oro y el
toisón dan la única nota viva sobre el pecho del infante; pero es sobre
todo la admirable actitud de las manos, sin forzada violencia alguna,
antes bien con negligente distinción, lo que nos hace admirar profunda¬
mente este lienzo. La naturalidad con que sujeta el sombrero su mano
enguantada, la displicencia elegante con que sostiene el guante de un dedil,
son hallazgos que solo un artista de gusto exquisito como Velázquez
podía hallar sin esfuerzo. Se ha recordado ante este cuadro el famoso
Hombre del guante del Tiziano, pero en lo que respecta a la utilización
compositiva del guante bien podemos decir que Velázquez superó al
maestro de Venecia.
El retrato de Felipe IV, de medio cuerpo, con armadura y banda
de general (M. 1.183), es fragmento de un lienzo mayor y acaso, como se Diap.29
ha indicado, de un retrato ecuestre distinto sin duda de aquel otro tan
famoso en la literatura y hoy perdido, que Velázquez ejecutó en 1625
y que fue expuesto al público de Madrid con éxito singular. Como Veláz¬
quez pintó otro Felipe IV a caballo, muy bien pudiera tratarse de un
fragmento de este lienzo, según apuntó Allende Salazar agudamente.
También la radiografía ha mostrado que hay importantes repintes debajo
de los que hoy nos muestra la pintura; la brillantez de color lograda por
Velázquez en este lienzo muestra positivamente los progresos de su paleta
en los brillos de la armadura, los oros, los carmines, la pálida blancura
de la faz del rey, el cabello rubio, todo realizado con unas gamas a las
que acaso no fuera indiferente la contemplación de los cuadros de Rubens.
Pues Rubens estuvo en Madrid en 1628, en la época en que proba¬
blemente pintaba Velázquez el retrato del rey con armadura y banda.
Sabida es la positiva influencia que las conversaciones de Rubens con
44- Velázquez- Felipe IV.
Velázquez ejercieron sobre este, especialmente en los consejos de viajar
a Italia, viaje de estudios con que Rubens creía podía completarse la
formación de aquel pintor tan formidablemente dotado. Rubens cultivó
con su franca y fecunda imaginación y su trasfondo de cultura huma¬
nística la pintura mitológica que daba pie a su optimista sensualidad de
flamenco y a lucir su espléndida paleta y su sensible captación de los
efectos de la luz sobre la piel humana, especialmente en los desnudos.
Velázquez no había sido ajeno a aquella cultura humanística que aún
se respiraba en Sevilla en la casa de su maestro Pacheco, pero su actitud
ante la antigüedad y ante la fábula difería notablemente de la pagana
sensualidad de Rubens o de la beatería libresca de los eruditos sevillanos
que acudían a la tertulia de su suegro; ni aquellas desenfadadas interpre¬
taciones de la mitología pagana cultivada por Rubens ni las tímidas y
compuestas composiciones mitológicas de Pacheco encajaban en la voca¬
ción pictórica de Velázquez. Nuestro artista está decidido a ser fiel a su
propio sentimiento de la vida, a su penetración implacable en el mode¬
lo, aun en cuadros que le permitían libertades de imaginación y lige¬
rezas de factura, y así lo demostró en su primera pintura conocida de
asunto inspirado en la antigüedad. El cuadro del Triunfo de Baco, que
más bien es la coronación de los aficionados al dios en su material con¬
creción de mosto ingerible, fue acertada y popularmente denominado
Los Borrachos (M. 1.170), porque corresponde al espíritu con que Veláz¬ Diap.30
quez pintó aquel Baco medio desnudo, de cuello corto y nada idealizada
expresión, rodeado de picaros bebedores. Velázquez pinta hombres y no
dioses, y por ello los elementos adjetivos que toma de la fábula se le con¬
vierten en irónico attrezzo que no basta a encubrir la prosa de la vida.
Aquel mozallón robusto no nos convence, bajo sus pámpanos que coronan
su cabeza y el ropaje convencional que cubre parte de su cuerpo, de ser
de verdad un dios antiguo. El mozo está haciendo de dios más que cre¬
yéndoselo él mismo, y así lo hace ver el pintor que va a concentrarse en
los estudios de expresión de estos picaros devotos del mosto cuyos efectos
acusan con jovial y un tanto obnubilada sonrisa. Cierto es que Velázquez
no es meramente un copista y que la verdad y la vida de las cabezas
de los borrachos están puestas por el talento de Velázquez más que por
los indiferentes modelos. El dios corona a uno de sus fieles devotos,
vestido con atuendo de soldado de los tercios, que arrodillado recibe el
homenaje del padre del vino. A la izquierda de Baco otras dos figuras,
una de ellas en primer término, totalmente a contraluz, inicia esas panta¬
llas de referencia espacial que Velázquez interpreta con los puros valores 144
del color, para obtener los contrastes de luz y sombra que nos den la idea
de distancia. Otro mozo desnudo, también coronado de hojas, en muy
bella actitud, que parece recordarnos una estatua antigua, levanta su
copa de fino vidrio. Y a la derecha las cinco cabezas de bebedores en las
que Velázquez se complace en ese estudio analítico de la caracterización
individual. Porque los fieles de Baco son, indudablemente, borrachos
profesionales, sus ojillos brillan al olor del mosto, cuya frecuentación
indican las nances enrojecidas y sonríen ante el don que se les hace de
aquel tazón de loza repleto de rojizo licor. Dos problemas preocupan a
\ elázquez en la ejecución de este cuadro; uno de ellos la composición,
suprema prueba para un pintor cuando tiene que mover figuras, equi¬
librando masas y enlazándolas con gradaciones pictóricamente satis¬
factorias. El otro es la relación de figuras y paisaje, ya que finge la escena
al aire libre. Que la composición le preocupa lo indican las rectificaciones
hechas en la pintura y que las recientes radiografías nos han mostrado
con suficiente elocuencia; en otro lugar he estudiado cómo se inicia en
este cuadro un sistema de composición muy personal de Velázquez, cuyo
esquema desarrolla después en otros cuadros posteriores de importante
significación dentro de su carrera. En cuanto al paisaje, vemos aquí su
interés ya despierto por la Naturaleza que en Madrid descubre en torno
al Alcázar real; en las lejanías de monte bajo y en la sierra del fondo
están los elementos que habrían de desarrollarse en lienzos de mayor
madurez. Pero Velázquez aún no domina suficientemente la relación
entre figura y fondo, no ha logrado aún las transparencias de la atmós¬
fera y del celaje que serían la gloria de los retratos ecuestres, y así, aunque
estudiado con interés el paisaje, nos hace el efecto de un telón de fondo
sin unitaria fusión con el asunto. Todavía quedan en Los Borrachos algu¬
nos residuos de la paleta terrosa, de la preocupación por el claroscuro; por
eso hay que insistir en que este cuadro es la culminación de su primera
etapa madrileña, al mismo tiempo que un paso importante en el pro¬
ceso de su pintura madurada por él considerablemente en su estancia en
la Corte desde 1623 a 1629. Por lo pronto, el cielo y el paisaje no pode¬
mos darlos como acabados por Velázquez y acaso de aquí venga esa
impresión insatisfactoria ante esta parte del cuadro. Sin duda el lienzo
hubo de sufrir en el incendio de 1734; ya Justi observó que el cuadro
fue más ancho y parece cortado por ambos costados. No tiene importan¬
cia la discusión sobre la fecha, ya que el recibo de 1629 que parece refe¬
rirse a este cuadro nos da una referencia ante quem; se admite general¬
145 mente que debió ser pintado o comenzado en 1628, aunque Mayer se
146
45- Velázquez. La Fragua de Vulcano.
f/jf
inclinaba a creer que Los Borrachos estaban ya realizados en 1626.
De su viaje a Italia, Yelázquez trae otros dos cuadros de composición,
que nos dicen hasta qué punto había llegado a madurar su sentido per¬
sonal de la organización del cuadro. Es verdad que el problema de la gran
composición aplicado a un tema histórico había sido ya abordado por
Velázquez en su cuadro La Expulsión de los Moriscos, pintado en 1627,
y perdido en el incendio del Alcázar, en 1734. Los dos cuadros romanos,
La Túnica de José y La Fragua de Vulcano, continúan y mejoran positi¬
vamente sus logros anteriores. No es que Velázquez descubriera el desnudo
en Italia, pero, sin duda, la frecuentación de la pintura italiana y la con¬
templación de las estatuas que allí pudo estudiar le atrajeron especial¬
mente a la representación de la forma humana desnuda de una manera
que se refleja en los dos lienzos. No se trata de una conversión de Veláz¬
quez; ya se ha dicho por Ortega, y es convicción profunda de quien esto
escribe, que Velázquez sigue siendo él mismo toda su vida y que las in¬
fluencias le afectaron mínimamente, aunque como es lógico estudia y
asimila lo que puede filtrarse a través de su temperamento de las mara-
Diap.31 villas vistas en Italia. En La Fragua de Vulcano (M. 1.171), Velázquez
aborda otro tema de la fábula con el sesgo peculiar de su genio. El asunto
elegido o, más bien, el elemento narrativo que sirve de nexo a la compo¬
sición, es el momento en que el joven Apolo, envuelto en un manto que
deja ver su torso desnudo, viene a sorprender a Vulcano en su fragua
con el indiscreto mensaje de que su esposa le es infiel. El mensaje es reci¬
bido por el dios del fuego con ojos atónitos que expresan su ingrata sor¬
presa; Vulcano es simplemente un herrero y lo son también los cíclopes
que le ayudan, concebidos aquí en versión estrictamente humana. Para
el que esté informado de la intención del cuadro la ironía se desprende
de la escena, una ironía leve, sin las insistencias hacia lo grotesco que
otros pintores, españoles o no, pusieron en la interpretación mitológica.
El buen gusto de Velázquez evitó tales trivialidades; su método personal
es, como dijo Ortega, «reducir simplemente el asunto a su logaritmo de
realidad». Y para él ese logaritmo está en interpretar la caverna donde el
dios metalúrgico forja las armas de los dioses, como una herrería de las
que pudo ver a cualquier hora en las ciudades de España o en la propia
Roma. El problema para Velázquez'está, pues, en la verosimilitud pic¬
tórica de los cuerpos y actitudes que representa, y sobre todo en su inser¬
ción en el espacio bajo una luz determinada. Su gusto por la naturaleza
muerta tiene ocasión de ejercitarse en los muy varios artefactos de la
149 herrería, que Velázquez ejecuta con su maestría habitual; la luz viene de
la izquierda, pero ya sin tenebrosidades violentas ni excesivo contraste
con la sombra. La luz y su interpretación pictórica comienzan a sutilizar
los valores atmosféricos. La plasticidad de los cuerpos desnudos no es
dura, sino justa y precisa para insertarlos en el aire que los envuelve;
un recuadro de apertura hacia el fondo, que Velázquez empleó en muchos
otros lienzos, le sirve para un apunte sumario de paisaje y un escape
hacia el aire libre tras la figura de Apolo. Pero es sobre todo el ensayo
de perspectiva aérea lo que aquí inicia Velázquez—y que no había con¬
seguido en Los Borrachos—, lo que da novedad a la figura del herrero
que al fondo atiza el fuego de la fragua, envuelto ya en esa degradación
de las tintas y en esa delicada imprecisión de los perfiles que la distancia
le impone y que contrasta eficazmente con la fuerza de la luz en la figura
de espaldas, en primer término, y en el herrero de perfil que expresa
admirablemente la sorpresa ante la incómoda noticia transmitida por
el dios Sol.
Velázquez consigue ligerezas de toque y de frotados realizados con
poca pasta que indican un progreso enorme, si los comparamos con la
dureza de volumen de sus cuadros sevillanos. Este cuadro y La Túnica
de José, que en El Escorial se guarda, son dos lentos y seguros pasos
hacia el logro de objetivos que el viaje a Italia le esclarecen, pero que
estaban en cierto modo ya contenidos en la pintura de Velázquez. Desde
entonces no hará sino desarrollar estos problemas perspectivos, expresa¬
dos por el color y los planos de sombra y luz, con abreviaciones cada vez
más ligeras en su ejecución. El viaje a Italia no había sido, pues, inútil
y si Velázquez no trajo una cosecha excesiva de pinturas realizadas en el
país del arte, *la sabia y silenciosa asimilación de que era capaz y de que
estos cuadros son indicio de que había dejado en el pintor una semilla que
habría de fructificar posteriormente.
La noticia de que el cuadro de Vulcano se pintó en Roma está basada
en el testimonio de Palomino en su Museo pictórico. Que el lienzo no
fue pintado para el rey lo acredita el que en 1634 fue adquirido para
Felipe IV por el protonotario de Aragón don Jerónimo de Villanueva,
figura influyente y muy señalada por sus relaciones con el monarca y
con el conde duque de Olivares. Por estar en el Palacio del Buen Retiro
se salvó en 1734 del incendio del Alcázar; estuvo luego en el Palacio nue¬
vo de donde pasó al Prado al crearse el Museo Real por Fernando VIL
Las radiografías han mostrado en el lienzo rectificaciones hechas por
Velázquez, lo que hace probable, por la comparación que facilita este
anterior trabajo del pintor, ahora descubierto, que sea de Velázquez un 150
4J. Velázquez. La Fragua de Vulcano. Cabeza del herrero joven.
4^■ Velázquez. Cristo Crucificado.
estudio de la cabeza de Apolo procedente de una colección italiana y hoy
en América.
El servicio de Palacio había apartado a Velázquez de la servidumbre
profesional a la pintura religiosa, pero a su regreso de Italia suelen fecharse
algunos cuantos lienzos de tema cristiano, que en cierto modo y cada uno
de ellos en su aspecto, nos dan la medida de la capacidad de Velázquez
para abordar con el mismo talento que el retrato los géneros más diversos.
Diap.32 Entre todas estas pinturas el Cristo Crucificado (M. 1.167) supone una de las
más clásicas formulaciones de la suprema imagen de la iconografía religiosa
cristiana. Después de sus estudios del desnudo en los cuadros pintados en
Roma (Fragua y Túnica de José), el asunto mismo le impone aquí el des¬
nudo frontal, íntegro, sin asidero narrativo ni posibilidad de variantes en
la actitud; lo que pondrá Velázquez de suyo es una extraña y admirable¬
mente dosificada fusión de serenidad, dignidad y nobleza. No necesitaba
Velázquez acordarse de las estatuas clásicas para que este Rafael del Ba¬
rroco, como Mayer le llamó alguna vez, sin abandonar su respeto de la
verdad humana, sepa impregnar de impresionante trascendencia la efigie
del Cristo muerto, clavado en la cruz. Sin alarde alguno ni indiscreta evo¬
cación de modelos antiguos, el Cristo de Velázquez tiene esa digna belleza
corporal que corresponde a su expresión serena. Según la iconografía acep¬
tada en su tiempo, especialmente descrita por su propio suegro y maestro
Francisco Pacheco, nos presenta Velázquez un Cristo de cuatro clavos, los
pies juntos apoyados en el subpedáneo y los brazos formando una curva
y no un triángulo al pender clavados del madero horizontal de la cruz.
El paño de pureza es breve, mínimo, suficiente, sin alardes de vuelos ni
de masas de bullones laterales, como en otros pintores del barroco puede
verse. La cabeza está circundada por un leve halo de luz, como si fuera un
resplandor fosforescente que emanase de la propia figura. Caído sobre el
pecho vemos del rostro no más sino lo suficiente para darnos cuenta de
las nobles facciones del Cristo; su nariz es recta, el párpado del único ojo
visible es grande, pero más de la mitad del rostro está cubierta por la
cabellera que cae de una manera vertical, como simbolizando la extinción
de la vida. Está expresado el drama del Calvario sin alarde ni recurso
a ningún dramatismo retórico; concentrada en sí misma, la imagen del
bello cuerpo muerto destaca sobre el oscuro fondo ennegrecido por los
betunes. Velázquez nos transmite con sobrio silencio y extremada conten¬
ción toda la emoción concentrada en la imagen del Crucificado por siglos
de tradición y sentimientos cristianos; por eso la imagen del gran pintor

153 se ha impuesto de modo clásico a la veneración española como paradigma


perfecto de la iconografía del sacrificio del Calvario; su realidad humana,
compatible con la belleza corporal y el dolor ejemplar y callado que de la
imagen se desprende es dechado perfecto para la religiosidad hispánica.
No es casual que ella inspirase a don Miguel de Unamuno su famoso poema
El Cristo de Velázquez, una de las más profundas expresiones poéticas
religiosas de nuestra literatura. Unamuno con certero instinto volcó en
sus versos su agónica fe, haciendo del Crucificado del maestro sevillano
símbolo y encarnación de un modo de religiosidad hispánica:

...Vara mágica
nos fue el pincel de don Diego Rodríguez
de Silva Velázquez. Por ella en carne
te vemos hoy. Eres el hombre eterno
que nos hace hombres nuevos. Es tu muerte
pasto. Volaste al cielo a que viniera
consolador, a nos, al Santo Espíritu
ánimo de tu grey, que obra en el arte
y tu visión nos trajo. Aquí encarnada
en este verbo silencioso y blanco
que habla con líneas y colores, dice
su fe mi pueblo trágico...

Sobre la fecha de este cuadro se ha discutido sin gran apoyo documental


ni estilístico. El cuadro fue descrito por don Antonio Ponz en San Plácido
de Madrid, convento al que se refiere una leyenda alusiva a cierta aventura
galante del rey Felipe IV, de la que los escritores que han investigado la
época se ocuparon largamente. Lo cierto es que en aquel convento, que
protegió el protonotario don Jerónimo de Villanueva, se desarrolló una
de aquellas morbosas psicosis místicas que no fueron infrecuentes en el
reinado del cuarto Felipe. Mas si hay algo opuesto radicalmente a aquella
histérica desviación de los puros sentimientos religiosos sería, en verdad,
la interpretación serena y honda del Cristo de Velázquez.
Lo más probable es que Velázquez ejecutara este Cristo para la sacris¬
tía del convento, poco después de su regreso de Italia; 1631-32 serían
las fechas más aproximadas. El cuadro estaba allí a principios del xix,
pero ya las monjas tuvieron ofertas para vender este lienzo capital hacia
1804, apareciendo luego en poder de Godoy cuyos bienes fueron embar¬
gados en 1808; el Cristo fue devuelto posteriormente a su esposa la condesa
de Chinchón, quien anunció su venta en París en 1826, no sin que el Museo 154
49- Velázquez. Cristo Crucificado. Detalle.
50. Velázqtuz. Cristo en la Cruz•
se ofreciera como comprador por la cifra de 30.000 reales; al morir la condesa,
el trato no se había ultimado y entonces unos de sus herederos, su cuñado,
el duque de San Fernando de Quiroga, tuvo el gesto de elegir para sí el cuadro
y regalarlo al rey Fernando VII, que hizo pasar la pintura al Museo, feliz
solución que proporcionó al Prado una de las obras maestras de la pintura
española en el género religioso.
En la guerra civil española de 1936-39 salió a luz, procedente del con¬
vento madrileño de las Bernardas del Sacramento, un Cristo en la cruz
de menor tamaño y de un formato más estrecho y alargado y con varian¬
tes respecto del cuadro de San Plácido, especialmente en la cabeza y en el
fondo de paisaje, pero también con cuatro clavos (M. 2.903). Todavía los
críticos no se han puesto de acuerdo sobre esta obra que muchos estiman,
no sin motivo, como obra del mismo don Diego. Se trata de la representa¬
ción de Cristo expirante en el momento en que pronuncia las palabras
«Padre mío, ¿por qué me has abandonado?». Los brazos están en actitud
distinta, mucho más elevados y pendientes del madero de la cruz. La
ejecución del desnudo es magistral y el paño de pureza es también breve
y compuesto, no demasiado diferente del otro ejemplar. El abocetado
paisaje es excelente y ofrece una gran profundidad espacial. El problema
más peliagudo es que la firma D.° Velázquez F A. 1631, no parece dema¬
siado convincente. No es fácil, con todo, pensar en que alguien al lado de
Velázquez, discípulo o imitador, pudiera llegar a esta magistral calidad de
pintura en un motivo tan semejante. La prudencia de los que piensan ser
obra de taller acaso sea excesiva, y no es imposible que se trate en efecto
de un estudio o primera idea de manos de Velázquez para lo que luego
fue el Cristo de San Plácido
Desde las primeras páginas de este estudio estamos hablando de en¬
cargos hechos a pintores contemporáneos con ocasión de la decoración
del Salón de Reinos del Buen Retiro. Fue el Palacio campestre una ini¬
ciativa del conde duque de Olivares, quien quiso brindar al rey la posi¬
bilidad de una residencia fuera de la ciudad como marco adecuado para
las fiestas, especialmente comedias y espectáculos al aire libre a que tan
inclinado era aquel rey holgazán que tan poco se ocupaba de los asun¬
tos del reino. En los alrededores del monasterio de San Jerónimo, lugar
frecuente de devociones y retiros de la Corte, poseía Olivares unas huertas
que hicieron surgir la idea de que allí podía construirse una casa de campo
en la que el rey se liberase de la severa servidumbre protocolaria del Alcá¬
zar. Apresuradamente se proyectó la edificación, se plantaron árboles,
157 se dispuso un gran estanque y se acopiaron obras de arte para ornar
los salones del nuevo sitio real. La más importante estancia del nuevo
palacio, el llamado Salón de Reinos, fue decorado con pinturas de batallas
que fueran como un homenaje a las victorias militares de aquel reinado,
preparado por el omnipotente ministro. El Palacio del Retiro desapareció
en su mayor parte, quedando solo los jardines que hoy constituyen el lla¬
mado Parque de Madrid, popularmente conocido todavía con el nombre
de El Retiro, más algún núcleo de las viejas edificaciones; entre ellas está
la que contiene el antiguo Salón de Reinos, hoy embebido en los locales
del llamado Museo del Ejército. Un programa de cuadros históricos reme¬
morando hechos de armas victoriosos para España que tuvieron lugar en
los primeros años del reinado de Felipe IV, como presagio feliz de un rei¬
nado tan abundante en reveses y decepciones, fue propuesto a los pintores a
los que se llamó a ornar el Salón. Las batallas allí narradas por los pinceles
cortesanos eran en su mayoría episodios de aquella enconada lucha, crítica
para la historia del xvn, que fue llamada después la Guerra de los Treinta
Años. Episodios bélicos tuvieron por teatro los Países Bajos o Alemania
en nuestras contiendas por tierra, o bien las colonias españolas americanas
atacadas por ingleses y holandeses con intervención de nuestras armadas.
Eran, en su gran parte, batallas a la defensiva o contraataques o recupe¬
raciones de lo que las armas ajenas habían quitado en algún momento
al poderío de la monarquía española. No estaban los pintores españoles
muy habituados a este género de composiciones narrativas basadas en un
hecho histórico, por lo que el Salón presentaba a los artistas una experien¬
cia inédita que podía, en efecto, ensanchar las capacidades pictóricas de
nuestros pintores.
Ya. hemos visto anteriormente que, con pocas excepciones, los cuadros
del Salón de Reinos fueron en general medianos. Nunca pudo brillar más
el genio de Velázquez que al brindársele la ocasión de sobresalir de manera
tan cabal e indiscutible sobre sus mediocres competidores. Excepto en su
perdida Expulsión de los moriscos, Velázquez no estaba tampoco muy entre¬
nado en el género histórico, pero es propio de los grandes artistas superarse
ante los problemas difíciles. El- asunto del cuadro (M. 1.172) es bien cono¬ Diap.33
cido: en la contienda sostenida por las armas españolas desde la época
de Felipe II contra las Provincias Unidas, es decir, la parte de los Países
Bajos que, afectos al protestantismo, pugnaban por su independencia
bajo la dirección de Guillermo de Nassau, la plaza de Breda había caído
en poder de los holandeses en 1590. Vino después la tregua de doce años
con que Felipe II quiso dar un reposo a sus armas, pero en 1621, al subir
al trono Felipe IV, la tregua expira y la guerra vuelve a empezar. La plaza 160
de Breda, fuertemente fortificada, era una pieza importante para el apoyo de
las tropas de España y hacía falta reconquistarla si se quería tener una base
para la posible penetración en las Provincias Unidas. Para sitiar la plaza
de Breda se eligió al general Ambrosio Spínola, aristócrata genovés al
servicio de Felipe IV, considerado como uno de los mejores estrategas de la
época. Treinta mil hombres fueron puestos bajo su mando con la colabora¬
ción de otros generales españoles, entre los que estaban el marqués de Le-
ganés y don Carlos Coloma, famosos en las guerras de aquellos años. De¬
fendía Breda Justino de Nassau, bastardo de la Casa de Orange. El sitio
de Breda fue una lección de ciencia militar; generales de otras naciones
asistieron a las operaciones de Spínola en calidad de lo que hoy llamaríamos
agregados militares, para conocer la táctica empleada por el general de
las tropas españolas en un arduo problema bélico. Se cifraba el éxito en
impedir que llegasen refuerzos a la plaza, para lo cual, además del sitio,
era necesario emprender numerosas acciones secundarias, llegándose a
anegar los terrenos inmediatos para dificultar la entrada de víveres y mu¬
niciones. La defensa holandesa fue heroica y dilatada, pero la ciencia de
Spínola hizo imposible la continuación; al fin, la guarnición levantó ban¬
dera blanca. Justino de Nassau capituló el 2 de julio de 1625; la rendición
fue honrosa y el ejército español, reconociendo la valiente defensa, permi¬
tió que la guarnición saliera formada en orden con sus banderas al frente,
los generales españoles dieron la orden de que los vencidos fueran riguro¬
samente respetados y tratados con la dignidad que había merecido su
bravura. Las crónicas nos dicen que el general español esperaba fuera de
las fortificaciones al holandés Nassau; la entrevista fue correcta y el cen¬
cido fue tratado con caballerosa cortesía. Ese fue el momento elegido por
Velázquez para conmemorar una victoria española en un cuadro sin con¬
fusión ni vanagloria, sin sangre ni retórica; parece más bien la entrevista
de dos aliados. El pintor español, con su nobleza y su humanidad, dio aquí
la medida de su talento y su distinción espiritual. Con simbolismo militar
de aquellos tiempos el general vencido entrega la llave de la ciudad al
vencedor; Velázquez hace de la llave el centro psicológico del cuadro,
pero como era usual en este caso, Justino hace ademán de arrodillarse
ante el vencedor, mas Spínola, cumplido caballero, pone la mano amisto¬
samente en el hombro del general holandés, impide el gesto humillante
y le recibe con sencilla y humana sonrisa, más de diplomático que de mi¬
litar. Es una perfecta lección de generosidad y de nobleza, opuesta de
las durezas de las guerras totales de nuestro tiempo, tan envanecido de
la superioridad técnica moderna, pero tan por bajo de aquellos modales
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de la guerra entre caballeros y del respeto moral para el vencido. Sólo
esto valdría para hacer de Las Lanzas—«el máximo cuadro de historia
de la pintura europea»—una de las obras más ejemplares de Yelázquez.
La composición tiene un centro, el grupo de los dos generales, dispuesto
aproximadamente como un triángulo de lados curvos, pero la ordenación
general comporta una disposición curvilínea en profundidad como un
círculo o elipse vista en perspectiva y abierta en el sentido de los ejes
menores para dejar ver el encuentro de las dos figuras centrales y el pai¬
saje en lontananza. Esta composición en curvas está acusada por el sol¬
dado holandés a la izquierda visto de espaldas, que viene a cerrar por esa
parte la composición, y el caballo de Spínola a la derecha que remata el
sabio esquema. El realismo de Yelázquez no desatiende el peculiar simbo¬
lismo que de las líneas pueden desprenderse y que contribuye a dar una
sabia trabazón a esta composición aparentemente tan natural y sencilla.
Las lanzas victoriosas de los soldados españoles elevándose verticalmente
como afirmación de victoria contrasta con las picas y alabardas de los
holandeses que marcan una línea inferior; son menores en número y tien¬
den gradualmente a una posición diagonal, en descanso, frente a la verti¬
calidad de las lanzas victoriosas. Yelázquez ha procurado que el contraste
entre los dos ejércitos quede expresado por los tipos humanos; los gene¬
rales y soldados españoles que se agrupan tras Spínola son caballeros
morenos, cetrinos, avellanados y ostentan melenas, chambergos, gestos
satisfechos y sosegados. Los holandeses anchos, fuertes, rubios, de ojos
claros, parecen expresar una fatigada resignación.
Al fondo del cuadro un paisaje finamente ejecutado ocupa el tercio
superior del lienzo; es la ciudad de Breda con sus fortificaciones y la cam¬
piña inundada dilatándose en la lejanía. Algunos incendios producidos
por la artillería española elevan al cielo sus columnas de humo. Coronan
el cuadro los admirables celajes de Velázquez en un cielo gris azul que pone
su nota clara frente a los variados ocres de la parte inferior del cuadro,
que culminan en el pelaje castaño del cuatralbo trotón de campaña del
general español. Velázquez no había estado nunca en Holanda y no podía
tener datos visuales de la topografía de aquella comarca, pero pudo dis¬
poner de algunos cuadros de pintores flamencos y de los grabados de Ca-
llot describiendo el sitio, encargados precisamente por la Infanta Isabel
Clara, gobernadora de los Países Bajos, tía de Felipe IV. La composi¬
ción en color es más rica y sabia que todo lo que hemos visto hasta ahora.
Junto los ocres y pardos habituales de su paleta aparecen notas vivas que
163 animan ordenadamente la vasta composición: verdes, carmines, azules
y blancos matizan en los lugares precisos la entonación admirable del cua¬
dro. Justino de Nassau lleva coleto y calzón de color pardo con adornos
de oro, valona de encaje y chambergo negro. El general español viste
armadura pavonada con adornos de oro, valona de encaje, botas de piel
y banda carminosa; lleva en la mano izquierda enguantada su negro som¬
brero y la bengala de general. Nunca se acaba de ver el cuadro si queremos
apreciar detalles, fisonomías, atrevimientos de ejecución y sabiduría en la
disposición de las figuras. En el extremo derecho del cuadro, junto al caba¬
llo que inicia su movimiento en tan natural actitud que parece que vamos
.i sentir el ruido de sus cascos sobre el terreno, un soldado español, con
atusado mostacho y chambergo de pluma, ha sido señalado alguna vez como
posible retrato de \ elázquez, idea en mi opinión sin fundamento, porque
los rasgos del personaje y muy especialmente la forma de la nariz aguileña
en caballete no corresponden a lo que los retratos seguros de Velázquez
nos dicen.
Velázquez debió de trabajar intensamente en este lienzo que le planteaba
problemas no abordados hasta entonces, pero acaso el momento de col¬
garlo en el Salón de Reinos llegó sin que el maestro, tan exigente y fle¬
mático, hubiera tenido tiempo o ganas de poner en él su firma. Velázquez
no firmó mucho, pero es evidente que en este cuadro quiso dejarnos su
nombre; prueba de ello es que en la parte baja del lienzo, en el ángulo
derecho, pintó sobre una piedra un papel desdoblado acusando sus cuatro
pliegues, destinado a contener el nombre del pintor y acaso la fecha. No
llegó a ponerla y esto es un rasgo que algo nos indica sobre la psicología
de Velázquez, su desdén por los convencionalismos y su falta de vanidad;
quizá pensó que un día completaría este pequeño detalle y murió sin hacerlo.
Con toda la perfección de este cuadro, no es indiscreto hacer observar que
Velázquez no ha conquistado todavía aquella profundidad espacial que en
otros lienzos iba a ser su principal logro pictórico. No podemos decir como
en Los Borrachos que el paisaje sea un telón de fondo, pero no está sufi¬
cientemente conseguida la transición entre la admirable realización de
los primeros términos y la soberbia síntesis del fondo. Es en los planos
medios, por ejemplo, en los grupos de soldados que se ven a alguna dis¬
tancia entre los brazos de los generales y la llave que entrega Nassau, donde
observamos un contraste no debidamente graduado que Velázquez, años
después hubiera, sin duda, resuelto de otra manera. En todo caso, en este
lienzo se propuso el artista como problema importante la impresión de
lejanía, sin llegar aún a la abreviación magistral y sencilla y a la expresión
de la distancia que consiguió en otros cuadros. La soberbia calidad de la
55- Velázquez■ La Rendición de Breda. Detalle.

165
pintura de Velázquez es algo que nos entra por los ojos cuando comparamos
el cuadro de Las Lanzas con los otros lienzos de batallas que los pintores
segundones de la Corte realizaron para aquella empresa pictórica, cumbre
de las iniciativas artísticas del reinado de Felipe IV. Los lienzos estaban
terminados antes del 28 de abril de 1635.
Para el propio Salón de Reinos del Buen Retiro, Velázquez tuvo que
ejecutar retratos ecuestres de Ja familia real, de los que algunos presen¬
tan problemas muy importantes y no enteramente resueltos por los crí¬
ticos por falta de datos seguros para su estudio y precisa datación. Hay
que considerar en primer lugar los retratos de Felipe III y de la reina
Margarita su esposa, padres del monarca reinante. Que en estos dos cua¬
dros hay trabajo de Velázquez es evidente, pero no lo es menos que hay
también importantes colaboraciones de otros pintores muy inferiores al
maestro. Por lo pronto Velázquez no conoció a Felipe III ni a su esposa;
hubo, pues, de servirse de otros cuadros que en el palacio podían existir
para fijar el parecido de los dos reyes padres. Velázquez pintó las cabezas,
las manos y parte de los caballos; con todo, la composición del retrato
de Felipe III es tan acertada, con su corcel en corveta y el paisaje gris,
que no sería imposible que el propio artista hubiera esbozado el cuadro
para ser terminado por otro pintor, acaso ante las prisas por la inaugu¬
ración del Buen Retiro. Una vez más hay que decir que a Velázquez no le
gusta trabajar sin modelo. El caso del retrato ecuestre de Isabel de Borbón
es muy semejante; el rostro de la reina es admirable, así como la cabeza
del blanco caballo, pero lo demás es absolutamente inferior. Aquí Veláz¬
quez sí podía tener el modelo a la vista, pero acaso no pudo disponer de él
con libertad; sabemos que la reina no gustaba de que la- retratasen y
acaso ello explica la desgana de Velázquez de ocuparse de un modelo para
cuya cabeza pudo servirse de algún apunte, pero no así para los otros deta¬
lles del retrato. En cambio, son absolutamente del maestro y cuentan entre
sus obras más afortunadas de esta época, los retratos ecuestres de Feli¬
pe IV (M. 1.183) y del Príncipe Baltasar Carlos. Lo que más nos llama la
atención en el retrato del rey es que es el único ejemplar en que Velázquez
le pinta de perfil. Lleva el modelo media armadura de acero pavonado, con
adornos y puntas de oro, gregüescos noguerados, botas de ante y banda car¬
minosa cuyas puntas flotan como impulsadas por el viento al paso del caba¬
llo, presentado en lo que se llama media corveta. Lleva en la mano diestra
la bengala de general, y en la izquierda tiene las riendas de su trotón cas¬
taño, cuatralbo, de fogosos ojos y largas crines y cola. La natural y apuesta
actitud, la prestancia de jinete con que el rey está presentado, el bello 166
¡4- Velázquez. Retrato ecuestre de Felipe IV

167
55. Velázquez. Retrato ecuestre de Felipe IV. Cabeza del caballo
pelaje del animal, la rica guarnición de la silla de montar, todo ello tiene
en el cuadro de Velázquez una elegancia y una intensidad que se encuentra
en pocos retratos de esta clase entre los pintores de su tiempo. Estos pesa¬
dos caballos de batalla que Velázquez pinta en sus cuadros, son, según
parece, un producto artificial creado por la mezcla entre caballos andalu¬
ces y frisones, lo que da a estos nobles brutos, por una parte, la fogosidad
y el brío de los corceles del sur de España y por otra, la pesadez de formas
y la resistencia de los caballos del norte. Caballos y perros iban a ser los
animales favoritos de Velázquez y en verdad que bien familiarizado debía
de estar con ellos asistiendo con frecuencia en compañía del rey a las monte¬
rías, que eran uno de los deportes favoritos de los reyes de España, y
que Felipe IV practicó intensamente. El mundo de la caza iba a pertene¬
cer a la experiencia habitual de Velázquez y esta frecuentación iba a dejar su
huella en las obras del maestro. Velázquez pinta al rey en una altura, sobre
un barranco que deja ver a distancia un dilatado paisaje; a la izquierda,
muy en primer término, el tronco de un roble; a la derecha, Velázquez se
complace en la descripción de la lejanía, en profundidad espacial mejor
lograda que en el cuadro de La Rendición de Breda, porque aquí Veláz¬
quez se inspira en lo que para él era espectáculo frecuente: el bosque del
Pardo y la Sierra Carpetana. El cielo ocupa casi la mitad del lienzo y el
azul sedoso se entrevé entre grises celajes de finísimo color; también en
este cuadro el pintor preparó sobre una piedra, en un plano bajo, a la
izquierda, el fingido papel en que había de poner su firma, que una vez más
quedó sin estampar. ¿Por qué?, nos preguntamos una vez más; pues en
este caso Velázquez, acaso en época posterior a la inauguración del propio
Salón de Reinos donde colgaba el cuadro, lo retocó con sus frecuentes
arrepentimientos que pueden estudiarse especialmente en la cabeza y en
el busto del rey y en las patas del caballo. Estas correcciones han trepado,
como se dice en términos de pintura, y lo que anteriormente ejecutó Veláz¬
quez se deja adivinar junto a las capas superiores del color. Estos retoques
nos indican, una vez más, esa aspiración a la perfección que Velázquez
sintió siempre y la severa autocrítica a que sometía el artista sus propias
obras.
Velázquez ejecutó más libre y desenfadadamente el retrato ecuestre
D¡ap.34 del príncipe Baltasar Carlos (M. 1.180). Cinco años aproximadamente
tenía el príncipe cuando Velázquez pintó este lienzo, lo que aleja toda
posibilidad de que en tan corta edad el pequeño Baltasar Carlos cabalgase
potros con la maestría con que se nos aparece en el cuadro. Sin duda la
169 imaginación del implacable realista que se supone en Velázquez tuvo
buena parte en esta admirable pintura. Lo que importa en el arte, y nues¬
tro pintor lo sabía, no es tanto la realidad sino la verosimilitud. Cierto
que el príncipe, que luego fue un buen jinete, no pudo ser tan precoz en el
dominio del noble bruto, pero el artista dispuso aquí de los modelos res¬
pectivos, niño y caballo, y para su maestría no era problema acoplarlos de
una manera verosímil que diera su artística verdad a esta soberbia creación
pictórica. El cuadro es más pequeño que los retratos de los reyes y se su¬
pone, pues, que estaba destinado a colgarse sobre una sobrepuerta del
propio Salón de Reinos, entre los retratos ecuestres de Felipe IV y su espo¬
sa Conviene decir para los que han supuesto defectuosa la representación
del caballito, que Velázquez tuvo en cuenta el lugar a que estaba destinado
y la deformación perspectiva con la que respecto del observador había
de verse el vientre del bruto. En el potrillo castaño podemos observar la
energía excesiva del joven animal que disfruta de sus fuerzas físicas en
la carrera; está presentado también en corveta, de tres cuartos, de manera
que veamos de frente la cabeza del lindo jinete. Tiene el caballo larga cola
y crines que el viento agita y que dan la impresión verosímil del impulso.
El príncipe está erguido sobre la silla, según el estilo de la monta española,
en noble actitud, sujetando las riendas y llevando en su diestra la bengala
de general que a su rango principesco convenía. La brillantez y soltura de
la ejecución y los atrevimientos de pincelada con que el artista pintó este
cuadro superan todo lo realizado anteriormente, y en ello influyó sin duda
la parte de invención y libertad que Velázquez hubo de necesitar para lle¬
varlo a cabo. La capacidad de análisis del pintor puede ahora permitirse
sus atrevidas síntesis y el brillante toque abreviado que con aproximada
exactitud llamamos impresionista. Quiere decirse que la mirada de Veláz¬
quez sintetiza sensaciones, abrevia formas e interpreta por manchas, sin
que deje por eso de apreciarse la justeza del dibujo encubierto bajo esta
factura rápida y genial; la brillantez del color es también muy superior
a lo realizado hasta ahora, incluyendo el retrato de Felipe IV o Las Lan¬
zas. Lleva el niño jubón tejido en oro y coleto y calzón verde oscuro, tam¬
bién adornado con oro, botas de ante, valona de encaje y sombrero negro
con pluma. Pero es sobre todo la soberbia cabeza la que nos indica un avance
en la manera de pintar de Velázquez que hasta ahora no había tenido
ejemplo. Recordemos la plasticidad de los primeros retratos velazqueños,
el enérgico dibujo acentuado por las sombras y admiremos después este
modelado plano, en el que las facciones apenas se apuntan, interpretadas
por valores de color en manchas imprecisas y toques empastados de una
maestría insuperable. La rápida fluidez del color, las facciones sin detallar 170
son efecto de la síntesis de factura que utiliza pinceladas sobrias y justas,
de modo magistral que alcanza en esta cabeza del príncipe una de las
cumbres de la pintura de todos los tiempos. El tono pálido de la tez del
niño y su rubio cabello se valoran en contraste con el negro mate del
chambergo que produce una sombra transparente sobre la parte izquierda
de la frente y el ojo derecho del niño; toda dureza ha desaparecido, como
tambitn toda escueta delineación en los perfiles que aparecen envueltos
en una pincelada fluida, imprecisa, impregnada de espacio y de ambiente.
No menos interesante es el paisaje del fondo; se ha dicho a veces, incluso
por críticos de gran talento, que estos fondos de Velázquez son telones
añadidos a la figura y, sin embargo, nada más verosímil que los términos
de este admirable paisaje. Velázquez sitúa de nuevo al caballo sobre una
altura de modo que la distancia se haga sentir aún más con esta profundi¬
dad a la que parece asomarse la mirada; lo que vemos en segundo término
son las encinas del bosque del Pardo, magistralmente abreviadas también,
como lo haría un pintor moderno, y más allá, en último término, la sierra
de Guadarrama, bosquejada magistralmente, pero con fidelidad al paisaje
que le era tan familiar al pintor, de tal modo que un conocedor de estos
parajes identifica los accidentes topográficos; así la montaña nevada de
la derecha es el pico de la Maliciosa cubierto de nieve. En el cielo, esa feliz
dosificación de nubes blancas y grises sobre fino azul transparente que
entonan sin violencia con la figura y el paisaje.
Los retratos ecuestres de Velázquez fueron admirados, sin duda, como
logradas pinturas y símbolos perfectos de autoridad y jerarquía de los
representados. Es bien probable que Olivares, el omnipotente ministro,
quisiera a su vez una efigie semejante, como signo de aquel poder que
tanto amaba. Velázquez pintó, en efecto, su Retrato ecuestre del Conde
Diap.35 Duque (M. 1.181). No es inferior al del Rey; si este le aventaja en majestad
y elegancia, el de Olivares le gana en énfasis barroco. El fuerte caballo en
corveta diseña una diagonal en su galope hacia la izquierda; el jinete de
pesada silueta, con su negra armadura pavonada, en aire de general, cabal¬
ga, bengala en mano, como dirigiendo una batalla que a lo lejos se divisa
entre fuegos de artillería y humos de pólvora. Pero el modelo no está en la
fingida acción; sabe que le retratan y vuelve el rostro para que le veamos
en tan heroica actitud, sonriendo con satisfacción no disimulada. «La apo¬
teosis del orgullo» dijo Beruete de este cuadro; más bien diríamos la culmi¬
nación de la vanidad. El retrato es magnífico de composición, de color, de
paisaje. La fecha posible del cuadro ha dado lugar a discusiones un tanto
171 fútiles. Tanto los biógrafos del conde duque como los estudiosos de Veláz-
quez hicieron notar que Olivares nunca fue militar ni asistió a batalla algu¬
na; desde Cruzada a Marañón se creyó que alguna circustancia concreta
sería el pretexto de este cuadro y se relacionó con la recuperación de Fuen-
terrabía en 1638, que había sido ocupada por los franceses, siendo la victo¬
ria española atribuida a la rapidez y eficacia de las medidas adoptadas por
el conde duque... desde Madrid. Otros críticos se inclinan a defender para
la pintura una fecha anterior insistiendo sobre la semejanza con los retra¬
tos ecuestres del salón de Reinos, mas la diferencia de tres o cuatro años no
supondría grandes diferencias de factura. En todo caso, en el retrato de
Olivares parece acusarse un mayor dominio de la composición en tema que
Velázquez había tratado repetidas veces con anterioridad. El cuadro no
entró en las colecciones reales hasta Carlos III, quien lo adquirió al venderse
las pinturas del Marqués de la Ensenada en 1769.
Estudiaremos ahora los retratos de personajes de la familia real en
traje de caza. La cronología de estos tres cuadros ha sido discutida por los
especialistas de Velázquez, discusión un tanto nimia porque en realidad
las diferencias de opinión en cuanto a la data solo pueden oscilar en muy
pocos años, por motivos evidentes. La clave de la discusión está en el
retrato del hermano del rey, el Infante don Fernando (M. 1.186), más Diap.36
aficionado a las armas que a la iglesia aunque a ella fue dedicado, como en
otros casos de hijos menores de una casa real. Era probablemente don Fer¬
nando el más inteligente de los hijos de Felipe III, pero el conde duque de
Olivares, celoso de la posible influencia que los hermanos del rey pudieran
alcanzar sobre Felipe IV, trató de tenerlos en segundo plano y oscurecer
toda posible vocación política. El hábito de Cardenal era, pues, propio
para tener en la penumbra a este príncipe de ojos claros y pálida faz al
que Velázquez retrató escopeta en mano, dispuesto al ejercicio cinegético.
Cuando falleció la infanta Isabel Clara Eugenia, que había gobernado pru¬
dentemente los estados de Flandes con su marido el Archiduque Alberto,
se pensó en seguir la tradición de mantener en aquel gobierno a una per¬
sona de la familia real, otorgando al Infante don Fernando por primera
vez un papel político, alejado de la Corte. El 12 de abril de 1632, don Fer¬
nando, sexto hijo de Felipe III, nacido en 1609, salió de Madrid para hacerse
cargo del gobierno de Flandes. Su vocación de general tuvo entonces oca¬
sión de emplearse brillantemente. La Guerra de los Treinta Años entraba
en lo que llaman los historiadores el período sueco; era preciso un refuerzo
español para ayudar a las tropas de la casa de Austria, que dirigía entonces
el rey de Hungría; don Fernando tomó el camino de Europa pasando por
Italia y llegó a tiempo de decidir en favor de los ejércitos de Austria y 172
j6. Velázquez. Don Gaspar de Guzmán, Conde-Duque de Olivares. Detalle.
de España la batalla de Nordlingen, librada el 6 de septiembre de 1634.
Fue el último triunfo de los españoles en aquella guerra. La fecha de
partida de Madrid del Infante Cardenal es lo que ha servido de funda¬
mento a las discusiones para fechar su retrato. Parece evidente que el
cuadro debió de comenzarse antes de esta fecha, pero nada es seguro con
Velázquez; un estudio de la cabeza del personaje pudo muy bien servirle
para utilizarlo en el cuadro años después. Conocido es el hábito del pintor
de comenzar los cuadros para ultimarlos después o bien retocarlos des¬
pués de su ejecución. La fecha de 1632 es demasiado inmediata al regreso
de Velázquez de Italia, y por otra parte sabemos que en este tiempo otras
tareas debieron ocupar suficientemente su tiempo. No es pues imposible
que la serie de retratos de cazadores pudiese ser abordada por el pintor
después de terminados los trabajos del Buen Retiro; por otra parte, si el
retrato del Cardenal como cazador nos inclinaría a pensar en una fecha
anterior a la salida de don Fernando de Madrid, el retrato de Baltasar
Carlos tiene una referencia cronológica segura por la evidencia de la edad
representada por el heredero, lo que obliga a colocar su fecha posterior¬
mente a la inauguración del Salón de Reinos. No es preciso, en todo caso,
pensar que los tres fueron hechos en un mismo lapso de tiempo y uno
inmediatamente tras el otro, pero el hecho de constituir serie obliga a ocu¬
parnos de ellos en conjunto. Los tres cuadros tienen un formato estrecho
y en todos la figura está presentada de tres cuartos, con la escopeta de caza
en las manos. La indumentaria es semejante en todos ellos con sus tonos
oscuros y la gorrilla en la cabeza; los perros acompañan a los cazadores y
el paisaje quiere situarnos en la atmósfera de los bosques del Pardo, con las
montañas del Guadarrama al fondo.
El cambio de vida que don Fernando experimentó al salir de la severa
e indolente Corte madrileña, para cambiar su ociosidad por los campos de
batalla y el gobierno de los Países Bajos, influyó en su aspecto físico. El
aire marcial y decidido y los mostachos rubios que se dejó crecer en su
nueva vida, cambiaron la fisonomía del Infante, según nos dejan ver los
retratos que en Flandes le pintaron Rubens, Van Dyck y Gaspar de Cra-
yer; es, pues, evidente que Velázquez representó al Infante tal como era
en 1632, pero esto no quiere decir que no pudo terminarse el retrato algu¬
nos años después. Gentilísima es la silueta del hermano de Felipe IV,
esbelto, manteniendo en sus manos enguantadas la escopeta, que sigue una
línea aproximadamente diagonal respecto del lienzo; la visera de la gorrilla
produce una leve sombra sobre su frente, su tez es blanca y la mirada
tiene esa abulia melancólica de todos los hijos de Felipe III. La ejecución
de la cabeza es uno de los buenos trozos de Velázquez; ocupa la figura casi
todo el lienzo a lo alto, lo que le hace parecer todavía más esbelto, y apenas
hay sitio en el estrecho cuadro sino para la figura del cazador y la del her¬
moso perro podenco de acanelado pelaje, que sentado sobre sus patas tra¬
seras parece estar vigilante en proximidad habitual respecto al cazador.
El ambiente lo consigue Velázquez poniendo muy en primer término,
tras el perro, un árbol, también diagonalmente inclinado, cuyas ramas,
pintadas con la ligereza habitual del maestro ocultan parte del paisaje.
Al fondo, barrancadas y en la lejanía una montaña de agudo pico se des¬
taca sobre el cielo de grises celajes. Hay dos notas de color brillante en
el cuadro constituidas por el rostro del Infante y la figura espléndida del
perro; lo demás está entonado en oscuros como corresponde al atuendo de
caza, con los grises cenicientos del fondo.
El cuidado de Velázquez en componer y su exigencia respecto de sí
mismo se aprecia en los tres cuadros, en los frecuentes arrepentimientos
o correcciones que el artista realizó para modificar las líneas esenciales,
siempre buscando una composición más acertada. En el retrato del Infante
Cardenal hay arrepentimiento visible en el cañón de la escopeta.
Me inclinaría a pensar que el primero de los tres cuadros de cazadores,
fue el del rey, quizá el menos afortunado de los tres. Está Felipe IV (M. 1.184)
en pie, a la izquierda del cuadro, con su coleto pardo y ancho calzón, valona
de encaje al cuello, la gorrilla caída sobre la oreja izquierda; los tonos
oscuros de traje y gorra se funden con el grueso roble cuyo ramaje ocupa
gran parte del trozo superior del cuadro. Lleva el rey la mano izquierda
apoyada en la cintura, mientras en la derecha sostiene la escopeta de
largo cañón, inclinada en diagonal y apuntando al suelo;- junto al rey, a
la izquierda, un perro sentado, de pelaje canela oscuro. La mitad derecha
del cuadro está reservada al paisaje mostrando esa barrancada que en
segundo término gusta situar a Velázquez, para que su tono más claro con¬
traste con el fondo y su lejanía de árboles, montañas y celajes grises. El
cuadro fue muy reelaborado por Velázquez; los arrepentimientos se acusan
con el paso del tiempo y nos dejan ver que, tanto la posición de las piernas,
como la mano izquierda apoyada en la cadera y el cañón de la escopeta
han sufrido rectificaciones que el trepado del color bajo la superficie actual
deja ver con toda claridad. Las dimensiones del cuadro son bastante más
anchas que el retrato del Infante don Fernando; ello hace pensar que las
dimensiones del último pudieron ser también mayores y haber sido recor¬
tado posteriormente.
El mejor de los tres cuadros de cazadores es, sin duda, el del príncipe 176
¿8. Velázquez. El Príncipe Baltasar Carlos. Detalle.
heredero Baltasar Carlos (M. 1.189). La comparación con el retrato ecues¬ Diap.37
tre asegura que el niño representa aquí más edad. Lo confirma además
la inscripción latina que en el lienzo figura ANNO AETATIS SVAE VI.
Como don Baltasar Carlos nació el 17 de octubre de 1629, la pintura no
pudo realizarse antes del otoño de 1635 y acaso lo fue en 1636. El pequeño
cazador viste un tabardo oscuro, con las mangas llamadas bobas y un ju¬
bón gris labrado, calzones anchos, altas botas y cuello de encaje; la gorri-
11a se ladea graciosamente hacia la derecha de su rostro y en la mano dies¬
tra la escopeta, adecuada en su tamaño a la edad del principito, que la sos¬
tiene empuñándola por el cañón con garboso gesto. Junto al niño dos perros,
uno de ellos de buen tamaño y largas orejas está acostado, puesta su ca¬
beza en el suelo; Velázquez no hubiera podido representar sentado al can
como hizo en los dos ejemplares anteriores porque hubiera desproporcio¬
nado la gentil figura del niño. En cambio, a la derecha, junto al borde del
cuadro, sí lo está un menudo galguillo canela de vivos ojos, cuya cabeza
llega a la altura de la mano del príncipe y que con su inquieto gesto parece
expresar algo de infantil también, en contraste con la grave seriedad del
otro perro que, sumiso, descansa junto al niño. Un roble extiende sus ramas
sobre la figura, ocupando la parte alta del cuadro y llenando un espacio que
hubiera quedado demasiado vacío, dada la pequeña estatura del principito;
como fondo la barrancada tras la figura, dejando ver un dilatado paisaje
con la vista del bosque del Pardo y la sierra azulada en la lejanía, bajo
un cielo gris y cargado de nubes, como si se tratara de un paisaje otoñal.
La cabeza del infante llega en este cuadro a una claridad de paleta, una
transparencia y simplicidad extraordinarias que muestran el progreso del
arte del maestro. Más dibujada que la cabeza del retrato ecuestre, la blan¬
cura de la tez, la jugosidad del color y la leve ejecución que no necesita
de gruesos empastes para dar toda la intensidad de la expresión, son ejemplo
de destreza abreviada del pintor. Con igual ligereza están hechos los perros,
especialmente el que acostado parece dormido, en descanso o en espera
del momento de la acción. Hay pocos retratos de niño en la pintura euro¬
pea comparables con esta efigie del malogrado heredero de Felipe IV.
Estos retratos de cazadores estaban destinados a adornar un pabellón
de caza en el monte del Pardo, La Torre de la Parada, que había de conver¬
tirse, años después de pintar Velázquez estos lienzos, en un espléndido
Museo de pinturas, después de encargar Felipe IV a Rubens y sus discí¬
pulos la larga serie de cuadros con asuntos de las Metamorfosis de Ovidio,
que hicieron de aquel pabellón reservado a las miradas del rey y sus in¬
mediatos cortesanos, el conjunto más importante de cuadros de asuntos 178
$g. Velázquez. El Príncipe Baltasar Carlos. Detalle
6o. Velázquez. Menipo.

180
mitológicos, con profusión de desnudos, que poseyeron jamás los reyes de
España; fue el Infante don Fernando, entonces Gobernador de Flandes,
el que gestionó el encargo respecto del gran maestro flamenco, cotno consta
en la correspondencia cruzada entre los dos Austrias hermanos.
Las imágenes de montería fueron familiares a Velázquez; asuntos de
caza ocuparon en varias ocasiones sus pinceles, aunque desgraciadamente
ninguno de estos cuadros están hoy en España y en el Prado solo podemos
tener idea de estas series velazqueñas por el lienzo llamado La cacería
del Tabladiko, pintado por el yerno de Velázquez, Juan Bautista Martínez
del Mazo (M. 2.571). A la decoración de la Torre de la Parada Velázquez
contribuyó también con dos figuras de mendigos filósofos, estudios de
carácter representando a Esopo y Menipo (M. 1.206 y 1.207). El ejemplo
de Ribera pudo aquí haber pesado en el maestro sevillano; ya hemos re¬
gistrado en la obra del pintor valenciano algunos filósofos antiguos inter¬
pretados a modo de picaros andrajosos. Parece como si los pintores espa¬
ñoles quisieran decirnos que la sabiduría y la reflexión sobre la vida surgen
habitualmente en los desposeídos de la fortuna, que saben contemplar la
vida con mayor agudeza y profundidad que los bien avenidos o afortuna¬
dos; o bien que el oficio de pensar no conduce a situaciones brillantes en
nuestro bajo mundo sublunar. Velázquez vuelve en estos lienzos a la paleta
de ocres y pardos que con tanto acierto había utilizado en sus primeros
cuadros de picaros y bodegones, ¡pero qué diferencia en la ejecución! Frente
a aquella dura o corpórea plasticidad y aquella fuerte construcción de sus
primeros tiempos contrastan aquí la magistral ligereza de ejecución, el
color apenas frotado y el modelado realizado por ligeras manchas que no
necesitan de duros contrastes de luz y de sombra para expresar el carácter
y la verosimilitud visual de lo que quiere presentarnos. La ejecución llega,
como en otros cuadros posteriores, a esa fluidez en que el óleo parece acer¬
carse a la acuarela; toda dureza se disuelve y los cuerpos y la naturaleza
muerta se expresan por planos en los que la materia parece perder su cor¬
poreidad, con una alusiva evocación de formas justamente situadas en el
espacio con suficiente verosimilitud, sin insistencia.
Para la Torre de la Parada, pinta también Velázquez el Dios Marte
(M. 1.208), rudo soldado de bigotudo rostro que posa ante el pintor en una
desenfadada actitud, más propia de un arcabucero de los Tercios de Flandes
o de Italia que del dios ideado por griegos o romanos; el enorme casco
sobre la cabeza contribuye al efecto irónico. Como pieza de pintura y como
acorde de color, es una obra notable; el desnudo, los paños de tono carmi¬
181 noso y las piezas de la armadura negra pavonada y enriquecida con oro,
están realizados magistralmente. Si la paleta difiere bastante de la de Meni-
po y Esopo, es igualmente ligera y fluida. Por medio de estos tres cuadros,
muy significativos de la actitud de Velázquez ante la antigüedad y la fá¬
bula, el maestro quiso contribuir con obras personales suvas a la serie mito¬
lógica de Rubens. Probablemente los tres lienzos de que acabamos de
hablar son posteriores a 1639.
No muv alejada en fecha de los retratos de cazadores, pero indicando
un gran progreso en la abreviación de la técnica y en la soltura de la
pincelada, hay que poner la espléndida figura del llamado Pablillos de
I alladolid (M. 1.198), bufón o actor que estaba ya al servicio de la Cor¬ Diap.38
te en 1633, según la documentación de Palacio. De estrecho formato, el
cuadro es uno de los aciertos de Velázquez, dentro de la limitada paleta
de negros, ricos de color y matiz. Abiertas las piernas en compás y accio¬
nando con la mano como si recitase, Pablillos sujeta su capa con la mano
izquierda. Velázquez planta la figura con esa maestría a la que han
llegado pocos pintores y ese gesto de energía contenida que Mayer hizo
notar en las figuras del maestro. Completa la ejemplar excelencia de este
cuadro, de magistral sobriedad, en el que el pintor sin parecerlo se ha
planteado arduos problemas, el ambiente que a la figura rodea, ambiente
creado sin apoyo en ninguna perspectiva geométrica, sino por la genial
utilización de los puros valores pictóricos en la expresión de la forma y el
color; la pintura está rodeada de atmósfera y de espacio sin otra apoyatura
sino la sombra leve que las piernas proyectan, sobre el tono gris del fondo.
Todos los problemas de los retratos reales los lleva Velázquez a la resolución
de sus figuras de bufones de cuerpo entero y tamaño natural, como en el
llamado Barbarroja (M. 1.199), don Cristóbal de Castañeda'y Pernia, según
la documentación palatina. Se trata de un cuadro inacabado y aún parece
tener retoques de otra mano. Puede estimarse obra posterior por la sol¬
tura de la ejecución y la riqueza del color el magnífico retrato del bufón
llamado don Juan de Austria (M. 1.200), cuya fecha se discute, pero que Diap.39
no parece pueda ser tan temprana como 1632 ni tan retrasada como Mayer
y Justi pensaron al creerlo de los últimos años de la vida de Velázquez.
Es cierto que la soltura y la franqueza con que está realizado corresponde
a uno de los momentos maduros de Velázquez, pero no siempre la madurez,
o mejor dicho la plenitud, nos debe hacer pensar en una época tardía; hay
momentos inspirados en la vida de los pintores en los que se consigue con
fortuna lo que en momentos menos felices no se logra. Nuestras ideas sobre
la cronología de las obras de los grandes maestros se organizan con frecuencia
según un esquema racional o lógico que tantas veces la realidad desmiente. 182
67. Velázquez- Pablillos de Valladolid.
tanto en la vida humana como en la obra de los artistas. La riqueza de
color del cuadro de don Juan de Austria se valora sobriamente con los ne¬
gros y grises; el sentimiento de atmósfera, la osadía de la pincelada y sobre
todo la fantástica evocación de una batalla naval al fondo, realizada tan
solo con unas cuantas manchas magistrales, pertenecen a lo mejor de Ve-
lázquez y esto nos hace ver cómo el pintor sintió muchas veces más libre
su mano y más inspirada su ejecución en los retratos de estos personajes
bufonescos, al servicio de la Corte, que en los mismos retratos de los reyes.
Momento feliz fue también en la obra de Velázquez aquel en que se en¬
frentó con el viejo escultor que en el lienzo del Prado (M. 1.194) está mode¬ Diap.40
lando, con su palillo en la mano diestra, un busto de Felipe IV. De la
identificación no se duda hoy; la comparación en el retrato dibujado que
Pacheco le hizo en Sevilla nos asegura que se trata de Juan Martínez Monta¬
ñés. Había nacido en 1558; era pues algo mayor que Pacheco y fue su gran
amigo; el suegro de Velázquez policromó algunas de las mejores esculturas
de Montañés y esta colaboración nos confirma la idea de que era para Ve¬
lázquez vieja relación familiar. Olvidándose del retrato de Pacheco, los
eruditos del siglo pasado lo identificaron como Alonso Cano; pero Montañés
estuvo en Madrid en 1636 con objeto de hacer un busto del rey para ser¬
vir de modelo al florentino Pietro Tacca, en la ejecución de la estatua ecues¬
tre de bronce que le fue encargada por la Corte de Madrid y que después
de haber cambiado de lugar varias veces preside hoy la plaza de Oriente,
frente al Palacio Real. El cuadro está realizado con tal soltura y avanzada
técnica que muchos críticos, fiados de esa lógica engañosa que tantas decep¬
ciones produce cuando se aplica a la realidad, creyeron que el lienzo velaz-
queño tenía que ser de época mucho más avanzada. El rétrato quedó sin
terminar; Velázquez aprovecharía la estancia de Montañés en Madrid
para pintar la cabeza y esbozar todo el cuadro, en el cual quizá aún trabajó
posteriormente, pero las ocupaciones o la indolencia de Velázquez lo deja¬
ron definitivamente en el estado en que hoy lo vemos, sin que hayamos
perdido demasiado por ello. No sería imposible, como Mayer apunta,
que emprendido el cuadro muchos años antes, la muerte de Montañés,
en 1649, le incitase al pintor a trabajar de nuevo en el lienzo con intento de
dejarlo terminado, pero, en todo caso la cabeza del rey en el busto que
modela el escultor quedó en el primitivo estado de esbozo, sin que Veláz¬
quez insistiera en detallar lo que ya no podía tener ante la vista. El noble
y digno rostro del escultor con su cabello canoso y su bigote y perilla casi
blancos está ejecutado con esa soltura y fluidez que Velázquez alcanza
pronto en los retratos que realiza por espontáneo impulso; admirables son 184
62. VelázqutZ- Pablillos de Valladolid. Detalle.
6j. Velázquez. Juan Martínez Montañés.
los negros de la ropilla y la capa de seda, llena de calidad y de finura, como
lo son también la golilla y los puños rizados, pero el trozo más impresio¬
nante de todo el lienzo es la mano del artista que sostiene el palillo de mo¬
delar, mano llena de vida, de observación y de movimiento intencionado
que nos lleva a recordar otras manos pintadas por el artista, como la del
propio Velázquez sorprendida en el aire cuando va a posar sus pinceles
sobre el cuadro de Las Meninas.
De nuevo en esta época central de su vida, Velázquez aborda la pintura
religiosa, para la cual no tuvo demasiada inclinación, o que, en todo caso,
tuvo pocas ocasiones de cultivar, en un cuadro de real encargo: La Corona¬
ción de la Virgen (M. 1.168), para la que se han dado fechas muy diferentes.
Según todas las probabilidades fue pintado para el oratorio de la reina
Isabel de Borbón en el palacio de Madrid. Velázquez dispuso de una com¬
posición triangular de vértice invertido, con un gran equilibrio de masas
y una gran armonía de líneas. De nuevo el pintor se aleja de toda ideali¬
zación al modo italiano para interpretar humanamente este asunto sa¬
grado; todo el interés se concentra en el rostro de María con los ojos bajos,
regulares facciones, recta nariz y boca bien diseñada. Su recatada expresión
llena de modestia se acentúa en el gesto de llevar la mano diestra al pecho
en actitud de reverencia y emoción. La. Virgen es bella, de una belleza
humana, española; sobre ella, Dios Padre es un viejo bondadoso de frente
despoblada, pero lleno de dignidad, mientras Jesucristo, con sus largas
guedejas cayendo sobre el rostro, se dispone a poner una sencilla corona de
flores y no una regia corona de oro sobre la cabeza de la Madre. Hay que
pensar en lo que hubiera realizado un pintor boloñés al tratar este asunto,
propicio a la barroca exaltación enfática, para darnos cuenta de la concen¬
trada sobriedad del maestro español en este cuadro de altar. Velázquez,
decía Justi, deja de lado la retórica eclesiástica de la iconografía tradicio¬
nal; la digna sencillez es la que dirige su pincel. Original es el acorde de color
que obtiene con los tonos azules, violetas y carmines; prescinde de emplear
los rojos tradicionales que suelen ser siempre sustituidos en su paleta por
el carmín veneciano. Esta armonía de colores responde a los consejos que
Pacheco prescribía en su «Arte de la Pintura», y es ello uno de los indi¬
cios de que Velázquez, aun en su época madura, recordaba las lecciones
del maestro. Si se ha hablado de una cierta influencia del Greco, sola¬
mente podemos hallarla en esta composición triangular tan favorecida por
el maestro cretense y sobre todo en esa calidad sólida de las nubes que
sirven de centro a la composición y que el propio \ elázquez había empleado
también en la Imposición de la casulla a San Ildefonso, de su época sevillana.
Muy diferente es otro cuadro de asunto religioso, La visita de San An¬
tonio Abad a San Pablo ermitaño (M. 1.169), que Velázquez pintó para una
de las ermitas del Buen Retiro, y cuya fecha ha sido muy discutida; Justi
y Beruete databan este lienzo de los últimos años de la vida del maestro,
basándose en la abreviación sintética y esbozada, especialmente en el
paisaje. Justamente se ha observado que no existe una gran diferencia
respecto de otros paisajes de Velázquez en la época media de su vida,
por lo que no hay inconveniente en suponerlo pintado hacia 1640. El asunto
es el encuentro de los dos santos ermitaños San Antonio y San Pablo ante
la gruta del último mientras el cuervo le trae el pan que ha de servir para
su parca refacción. Como en una composición de la Edad Media el pintor
incluye en el lienzo cuatro episodios más del mismo asunto, narrados
en la Leyenda Dorada. Estos episodios son: en el fondo, en la lejanía,
a la izquierda, muy ligeramente apuntadas las figuras, el encuentro de
San Antonio y el centauro; en término más próximo el encuentro con el
sátiro; al fondo a la derecha, bajo la gran roca que nos recuerda las com¬
posiciones flamencas de Patinir, San Antonio llamando a la puerta de la
gruta, y a la izquierda cerca del ángulo del lienzo, San Antonio arrodillado
ante el cadáver de San Pablo, para el que cavan la fosa los dos leones.
El paisaje es luminoso, lleno de soledad y de poesía y los fondos están
ligeramente tratados con una ejecución abocetada, ligera y magistral en
una pintura narrativa que Velázquez no solía cultivar. Velázquez apenas
dice, sugiere solamente, y este arte de sugerir más que de representar es
ciertamente nuevo y moderno. Una vez más comprobamos la suprema
y sobria calidad del arte de Velázquez de donde está excluido todo lo su-
perfluo.
Mil seiscientos cuarenta y tres es año crítico para la política española;
es la fecha de la batalla de Rocroy. Ante el descontento general, la suble¬
vación en las provincias peninsulares o lejanas y la invasión francesa en
Cataluña, Olivares es destituido y desterrado. Pero el favor de Velázquez
no decrece, el artista sigue al lado del rey recibiendo ascensos en su carrera
palatina, cada vez más cerca del monarca y las obras del gran pintor siguen
produciéndose al ritmo pausado que era propio de su flema y de su deseo
de perfección. El pintor acompaña al rey en sus cinco expediciones al
teatro de la guerra de Aragón y en una de ellas, en 1644, pinta a Felipe IV
en traje militar en el magnífico retrato del que incomprensiblemente Felipe V
se desprendió en el siglo xviii, para cedérselo a su hijo, el Duque de Parma,
obra maestra que después de diversos avatares, fue a parar a la colección
Frick de Nueva York. El retrato se pintó en Fraga y en aquel mismo lugar 188
64- Velázquez. Juan Martínez Montañés. Detalle.
aragonés y por los mismos días, Velázquez realizó la efigie de uno de los
enanos de palacio, de cuya compañía no prescindía el rey ni en sus viajes.
Este cuadro y los de los tres enanos o bufones de tamaño semejante, que
cuelgan juntos en el Museo del Prado, son importantes testimonios de la
obra de Velázquez en los años que precedieron a su segundo viaje a Italia
en 1649. Y lo son tanto más para el Museo cuanto que muchas de las obras
capitales de este momento se encuentran en colecciones extranjeras.
Don Diego de Acedo (M. 1.201), era un enano cuya presencia en la Corte Diap.41
de Felipe IV está documentada desde 1635 hasta su muerte en 1660. ¿Por
qué se le llamaba el Primo? Los documentos nos hablan de una doña
Lorenza y un don Juan Acedo y Velázquez, de hidalgo linaje, caballero
de la Orden de San Juan; ambos personajes eran protegidos del Infante
Cardenal. ¿Tenían estos Velázquez alguna relación de parentesco con el
pintor? No lo sabemos, pero el sobrenombre del enano acaso indique rela¬
ción del diminuto personaje con estas personas distinguidas de la Corte
de Madrid de las que ignoramos si tenían relación con el pintor. La ex¬
presión del enano es seria, reflexiva, como de un hombre grave y cabal;
solo la pequeñez de su cuerpo y lo corto de sus brazos y piernas son testi¬
monio de su anormalidad física, que en todo caso el pintor ha tratado de
atenuar al presentarlo sentado. Si Velázquez lo pinta rodeado de libros, tin¬
tero y cuadernos, no ha sido sin duda por capricho; el «Primo» desempeñaba
en Palacio un puesto en la Secretaría del Sello Real o Estampilla. Era un
burócrata hecho a manejar papeles y registros. Para darnos idea de la fle¬
xibilidad del talento de Velázquez, nada más elocuente que la compara¬
ción de este retrato con el del rey, hecho al mismo tiempo pero tan distinto
en paleta, entonación y ejecución. Ello nos advierte la prudencia necesaria
para ordenar la cronología de las obras de fecha no segura, según criterios
de mayor o menor afinidad de paleta y de concepción. En el retrato del
Primo, el pico nevado de la sierra que en el paisaje puede verse, nos recuer¬
da el que aparece al fondo del retrato ecuestre de Baltasar Carlos, pintado
años antes, mientras los libros y el tintero son de inevitable comparación
con el lienzo de la Tentación de Santo Tomás de Aquino, todavía más
distante en fecha. Frente al rico colorido del retrato del rey en Fraga,
la entonación oscura y gris de este cuadro forma el contraste más abso¬
luto; la evocación del ambiente y del paisaje es arbitraria imaginación
del pintor y nada tiene que ver con las calientes tierras aragonesas en cuyo
ambiente pintó a don Diego de Acedo. Ello nos hace ver cuán lejano de
un realismo impresionista está en realidad el arte de Velázquez. Velázquez
pone más en sus cuadros de sí mismo de lo que su fidelidad a los modelos 190
6j. Velázquez. Don Diego de Acedo, «el Primo».
66. Yelázquez. Don Diego de Acedo, «el Primo». Detalle.

192
puede hacernos pensar. La preocupación por la perfección está probada en
el cuidado con que Y elázquez atiende a un retrato que pudiera parecer
mero ejercicio para sus pinceles, un tanto ociosos entre las vicisitudes
de la campaña; hay que decir esto porque la radiografía ha probado que
\ elázquez repintó cuidadosamente algunas partes del lienzo, especialmente
en el cuello y en el sombrero que primitivamente no llevaba el personaje.
Por otra parte desde la cuidadosa ejecución del primer término a la impre¬
cisión abocetada del fondo, hay una distancia que nos hace medir la liber¬
tad con que Velázquez se movía dentro de un mismo cuadro.
No es menor el contraste entre el retrato del Primo, de segura fecha,
y el de los otros tres bufones del impresionante conjunto de cuatro cuadros
que en otra ocasión he llamado «el políptico de los monstruos». A él perte¬
nece el retrato que tradicionalmente fue llamado en los inventarios reales
El bobo de Coria, y que parece ser no es otro que aquel don Juan Calaba¬
zas (M. 1.205), que Velázquez había pintado en su primera etapa madri¬
leña en un cuadro que está hoy en Inglaterra. Calabazas fue criado del
Infante don Fernando, pasando luego, al ausentarse el Cardenal para ir
a su gobierno de Flandes, a servir en la casa del rey. Aparte los rasgos
concordantes, salvada la diferencia de edad entre los dos retratos del mismo
personaje, son las calabazas que en el cuadro figuran las que sirven a la
identificación del bufón. Además, Calabazas bizqueaba y así aparece en los
dos retratos. Allende Salazar, con buenas razones, supuso, dada la seme¬
janza de técnica entre los cuatro bufones de que nos ocupamos, que habían
sido pintados en una fecha muy próxima. Los documentos sobre los enanos
de Palacio publicados por Moreno Villa, han demostrado que don Juan
Calabazas murió en 1639, lo que no quiere decir precisamente que en este
año Velázquez diera por terminado el cuadro de que ahora se trata. Si
repintó el retrato del Primo bien pudo hacerlo también respecto de Cala¬
bazas, aun después de muerto el bufón, porque a Velázquez le interesa el
retrato como un cuadro por sí mismo, y atiende no solo al parecido esencial
de la efigie, sino a la armonía de las líneas, la entonación y la composición.
Que en el retrato hay repintes se ve perfectamente sin recurrir a los rayos X;
la calabaza a la derecha del cuadro estaba antes pintada más alta y de
otra forma; una vez más se afirma la extrema exigencia del artista consigo
mismo, aunque se tratara de retratos que serían considerados en la Corte
como un mero divertimiento del pintor.
Las abreviaciones geniales que conseguirá en Las Meninas, están aquí
ya predichas; no cabe mayor osadía en la ejecución del cuello de encaje
193 que el bufón lleva o en la manera de sintetizar las manos apoyadas sobre
6j. Velázquez. «El Bobo de Coria».
la rodilla. El personaje está sentado; con un arabesco bien estudiado está
realizada la posición de las piernas, los pies y los paños que en primer
término podemos ver. Pero es sobre todo la niebla imprecisa con que está
ejecutado el rostro del personaje, ese flou que distancia de una inmediatez
acaso hiriente los rasgos del modelo, lo que nos da idea del tacto, de la de¬
licadeza pictórica y humana que pone Yelázquez en la pintura de estos
desdichados. Alguna referencia al espacio en que está el personaje nos
dan las líneas y sombras que sirven para definir los planos de la habitación
en penumbra en que se halla. Yelázquez busca y persigue la unidad de
la visión, la instantaneidad verosímil en la percepción del personaje, en
suma, algo que era peculiar de su arte y de su ejecución pictórica.
El retrato de don Sebastián de Morra (M. 1.202), es más rico de color
que los dos anteriores, jugando los rojos, verdes, blancos y oros una parte
muy importante en la composición cromática del cuadro. De nuevo Ye¬
lázquez trata de quitar toda excesiva impresión grotesca a su interpre¬
tación del enano, impresión que podría producir esta cabeza de hombre
normal, de pelo espeso, bigote retorcido y barba poblada en contraste
con la pequeñez de su cuerpo, especialmente de sus cortísimas piernas,
vistas en escorzo. Don Sebastián es un carácter; bajo las espesas cejas
sus ojos nos miran profundamente; así miraría al pintor, como dándose
cuenta de la importante tarea que el artista realiza al inmortalizar su
figurilla, no sin un trasfondo de lo que ahora llamaríamos su complejo de
inferioridad. Pero la mirada es enérgica y esa misma energía la expresan
infantilmente también los puños cerrados que asienta sobre su cintura.
También don Sebastián había estado al servicio del Infante Cardenal en
Flandes, para pasar después a la casa del príncipe Baltasar Carlos en 1643;
tras la muerte del príncipe continuó en la Corte, donde murió en 1649.
El cuadro se terminó sin duda antes del segundo viaje a Italia de Yelázquez.
En cuanto al llamado Niño de Vallecas, se trata de un enano llamado
Diap.42 Francisco Lezcano, o también el enano vizcaíno (M. 1.204), que entró en
1634 al servicio del príncipe Baltasar. Sabemos que seguía en la Corte,
en 1644, lo que hace bastante probable que el cuadro fuera ejecutado en
el viaje a Aragón de este año. La entonación verde predomina de nuevo en
este cuadro como en el de don Juan Calabazas. El enanillo está sentado
con uno de sus pies extendido en primer término hacia el espectador; su
enorme cabeza, su boca entreabierta, su expresión ida nos hablan de la nie¬
bla mental de esta inteligencia abortada; tiene en las manos unos naipes
y a la derecha se ve un dilatado paisaje que, con predominio de los grises
nos hace de nuevo pensar en las lejanías del Pardo y el Guadarrama.
\ elázquez, en la época de su segundo viaje a Italia (1649-1651), pintó
en Roma primero el retrato de su criado Juan de Pareja, hoy en Inglaterra,
Y después la impresionante efigie del Papa Inocencio X, hoy en la colección
del príncipe Doria y acaso, como tantas veces se ha dicho, la obra cumbre
de la iconografía papal. Hizo asimismo algunos retratos de personajes
de la corte pontificia; se daban todos por perdidos, pero a lo largo de este
siglo han ido apareciendo e identificándose algunos de ellos, aunque no
todos los que lo pretenden. Pero de ellos no hay que hablar aquí porque
se trata de lienzos que no están en nuestro Museo.
El problema está en los dos maravillosos Paisajes de la Villa Médicis,
que en el Prado, afortunadamente, se conservan. Es sabido que en la pri¬
mera estancia romana de Velázquez, en 1630, el artista residió dos meses
en aquel lugar y esta constancia llevó a los críticos del maestro, arrastrados
por esta evidencia documental, a creer que estos dos paisajitos de Veláz¬
quez hubieron de ser pintados aquel año. Así lo creyeron Justi y Beruete,
entre otros. Esta cronología fue rectificada posteriormente; la ligereza de la
pincelada, la técnica fluida de estos lienzos, la captación de la impresión
de aire libre ante un paraje real; la sensibilidad para la luz, y en suma los
caracteres estilísticos, inclinaron a estudiosos posteriores a rectificar su
data y a considerar estas dos obras como fruto del segundo viaje italiano
de Velázquez, hacia 1650. Pero la crítica es inestable y existe con frecuencia
en los que se ocupan de un gran pintor el deseo, a veces llevado a extremos
discutibles, de rectificar lo que han dicho los anteriores escritores que del
maestro se ocuparon; quiero decir con esto que existe hoy una tendencia
apuntada en algunos críticos a suponer de nuevo que los cuadros de la
\ illa Médicis pueden ser obra de 1630. Sutilizando razonamientos de carác¬
ter estilístico, siempre muy subjetivos, los argumentos no faltan. Han
dicho algunos que los brotes, que no otra cosa son, de paisajismo en
\ elázquez, realizados por los años 30 en cuadros de composición, podrían
asimilar a esta cronología los paisajes de la Villa Médicis. No es fácil de
todas formas darles la razón, porque la maestría en el abocetamiento de
estos dos cuadros, completas composiciones en sí mismas, revelan un grado
de abreviación que más bien parece propio de años más maduros.
Nunca ha reflejado Velázquez el carácter de impresión de luz tan aguda
y vivazmente, como en estos dos admirables estudios. Más que acercarlos
al muy sumario paisaje de la Túnica de José, parecería natural comparar¬
los con el cuadro de los ermitaños, tratado con esa misma fluidez de téc¬
nica, pero sin intención de salvar el momento subjetivo de visión pictó¬
rica de una realidad que los paisajitos nos ofrecen. Hay, pues, que decidirse 196
68. Velázguez. «El Bobo de Coria». Detalle.

197
6g. Velázquez• El bufón Don Sebastián de Morra.
entre el primero y segundo viaje del artista; el autor de estas páginas pe¬
sados y medidos los argumentos a favor y en contra, se inclina a seguirlos
considerando como obras más propias de la técnica del maestro en 1650,
que de la de veinte años antes. Para destacar la sensibilidad ante la luz
del aire libre que estos lienzos reflejan, me decidí hace años a bautizarlos
de manera que el propio título nos indicase la diferencia que entre los dos
existen. Así el número 1.211 del Museo del Prado, creo puede llamarse El
Diap.43 Mediodía: «Es indiscutible, —escribí hace años—, la plenitud luminosa de
las horas centrales del día con sol muy alto que se filtra por entre las hojas
de los árboles. En la claridad matinal, las figuras del primer término se
disuelven en luz con prodigioso abocetamiento. El paisaje del fondo apa¬
rece maravillosamente compuesto y encuadrado por la noble arquitectura
del arco entre dos dinteles; bajo el arco central duerme su sueño una Ariadna
y en la transparente luz de la mañana, en la lejanía, se ven villas romanas
y jardines con los agudos cipreses de Italia.» El número 1.210 del Prado,
Diap.44 segundo paisaje de la Villa Médicis, me sugería titularlo La Tarde. Una
gris luz de Poniente en tarde con celajes parece cernir su melancolía sobre
la composición. Aproximadamente la mitad del lienzo está ocupada por una
composición arquitectónica de noble estilo renaciente, con el motivo pala-
diano del arco entre dinteles, sostenido por columnas exentas, composición
que preside un muro en el que las pilastras y nichos con estatuas nos
indican un cerramiento continuo. Una balaustrada corre a lo alto de toda
la fábrica. Hacia esta pantalla arquitectónica, con sus tonos de un gris
blanquecino, la vista se siente conducida por los macizos de un jardín
bajo que bordean un paseo central en el que dos personajes parecen ocu¬
parse en algo en relación con la parte edificada, que parece efectivamente
en obras, porque un mal apañado cierre de tablones gruesos hace impracti¬
cables los vanos de una manera provisional. No sería improbable pensar
que estos dos personajes son arquitectos o maestros encargados de la cons¬
trucción en marcha. Sobre la balaustrada una mujer se inclina sobre un
paño blanco hacia los personajes del paseo. Detrás del cierre arquitectó¬
nico, un friso de altos cipreses con su verde follaje apenas deja ver un cielo
que podemos suponer de crepúsculo.
Serían estos dos lienzos el único testimonio de la impresión que Roma
produjo en Velázquez, ya que otros cuadros de paisajes romanos que antes
se ponían bajo su nombre, inferiores en absoluto y de paleta mucho más
oscura y rojiza, son hoy creídos obra segura de Mazo. Seguirán los críticos
discutiendo sobre la fecha de estas dos obras maestras, pero cualquiera que
199 sea su cronología no podemos dejar de ver en tan magistrales y libérrimos
apuntes la adivinación del paisaje moderno, lo que un Corot alumbraría
precisamente en sus visiones italianas tan sobrias y justas, pintadas en el
siglo XIX.
Hasta 1651 no regresa Yelázquez de Italia en su segundo viaje, el que
le hizo triunfar en la corte papal y acopiar obras de arte para enriquecer
las colecciones del monarca español. Se acrecen ahora sus ocupaciones
palatinas, unas de tipo cortesano y otras relacionadas con sus deberes de
retratista de la familia real. Un grupo de obras maestras del retrato, insu¬
perables efigies de la familia de Felipe IV, llenan sin titubeos ni desmayos
esta última superación del arte del pintor en los años que van desde 1651
a su muerte en 1660. Pocos ejemplares, por desgracia, existen en el Prado
de esta culminación de su arte de retratista. Para limitarnos a los que en el
Museo se conservan, comenzaremos por el de la reina Mariana de Austria,
segunda esposa de Felipe IV (M. 1.191). Doña Mariana era a la vez sobrina Diap.45
del rey como hija de doña María, la Infanta que fue a Alemania en 1630
a casar con el emperador austríaco Fernando III, ocasión en que fue retra¬
tada por Velázquez en el busto que el Prado conserva (M. 1.187). La polí¬
tica austríaca, tan unida en la defensa de los intereses dinásticos a través
de largas guerras en toda Europa, buscó siempre estrechar estos lazos
con los de la sangre, mediante bodas de familia cada vez más insistentes
y desafortunadas. La bárbara consanguinidad, como Marañón escribió
alguna vez, fue empobreciendo la sangre de los Austrias españoles hasta la
extinción de la dinastía en el degenerado Carlos II. El matrimonio de
Felipe IV y de doña Mariana aspiraba a lograr sucesión para la corona;
malogrados otros hijos, el suspirado heredero llegó tarde y mal con el
desdichado Carlos II, único que sobrevivió de este enlace, juntamente con
la infanta Margarita, la de Las Meninas, que había de ser también, por la
fuerza del destino, emperatriz de Austria.
Doña Mariana, la segunda esposa de Felipe IV, había estado destinada
a ser la mujer de Baltasar Carlos, si este príncipe no se hubiera malogrado
en 1646; viudo el rey y sin heredero varón, hubo de pensarse en nuevo
matrimonio y con poco escrúpulo decidió casarse con la novia de su difunto
hijo, que hubiera sido nuera del que iba a ser su esposo. El matrimonio se
verificó en ausencia de Velázquez de la Corte, en 1649, teniendo el agotado
rey cuarenta y cuatro años y quince la novia; casi una niña. Tenía impacien¬
cia el rey de que la efigie de la nueva soberana fuese llevada al lienzo por
Velázquez, pero cuando el pintor volvió de Italia la reina estaba a punto de
ser madre y no era momento para retratos; supónese pues, que el del Prado
no pudo realizarse hasta 1652 o 1653. Mariana, rubia y de blanquísima tez, 200
yo. \ elázquez. El bufón Don Sebastián de Morra. Detalle.
no era bella; tenía los rasgos austríacos tan exagerados como los de su real
esposo. Gran nariz, gruesos labios con el inferior excesivamente saliente, y
acusado el prognatismo familiar. Esta niña, en la edad de los juegos y las
risas, quedó aprisionada en el protocolo que parece simbolizado por el mons¬
truoso vestido barroco que la moda impuso durante largos años al atuendo
femenino; era el llamado guardainfante, artefacto en el que la falda se hincha,
sostenida artificialmente por una armadura interior. Velázquez, mago del
color, sabe sacar partido en este cuadro de tan absurdas formas. Viste la reina
traje de terciopelo negro, rico y profusamente galoneado de plata, armonía
que tanto se presta a las sobrias severidades de la paleta de Velázquez.
Sobre la valona llamada cariñana, ricas joyas de oro y broche de espléndi¬
da pedrería; oro lleva también en las pulseras que destacan sobre la sedosa
mano blanquecina casi infantil; en la izquierda tiene un gran pañuelo
de batista que anima con los blancos y los grises de sus sombras el fondo
negro de su basquiña. No menos barroco es el peinado de cocas que forma
como un marco en torno a su cabeza aniñada; el rubio de los cabellos
se orna con una gran pluma de avestruz. El corto brazo de la real dama se
apoya extendido sobre el respaldo de un sillón de clavos dorados; una gran
cortina carminosa cae sobre él, al fondo y, para dar una suficiente referencia
al espacio en penumbra, un reloj dorado sobre un bufetillo cubierto de
paño carmín. Es una obra maestra dentro de los retratos velazqueños
del Prado y la más importante de las efigies femeninas que de Velázquez
se conservan en nuestra pinacoteca. Hay réplicas de este retrato, en Viena
y en Francia, aunque sin duda el mejor ejemplar es el que ahora aquí se
describe; por estas copias sabemos que la cortina fue un añadido posterior,
ya que las réplicas carecen de este detalle.
Llegamos a una de las obras cumbres del arte de Velázquez, y una de las
más famosas del Museo del Prado; el cuadro del maestro sevillano conocido
por su popular nombre de Las Meninas (M. 1.174), título tardío y no exacto Diap.46
en cuanto al contenido del cuadro, pero que por su concisión y eufonía
ha prendido en la literatura; su alusión, al menos, evita todo equívoco.
El lienzo figuraba en los inventarios de Palacio como «el cuadro de la Fa¬
milia», entendiéndose como un retrato colectivo en el que las personas de
la familia real se presentan rodeadas de su séquito palatino habitual,
entre el que figura el propio pintor. La designación del cuadro como Las
Meninas no aparece hasta el catálogo del Museo del Prado por don Pedro
de Madrazo en 1843; la base, arbitraria, pero que, con serlo, ha hecho
fortuna, se apoya en un detalle de la descripción, básica para nuestra infor¬
mación sobre el cuadro, contenida en el Museo pictórico de don Antonio 202
yi. Velázquez. Las Meninas. Detalle.
Palomino de Velasco, pintor y escritor de arte que murió en 1772. Las
figuras de dos damitas que acompañan a la Infanta Margarita, niña, son
descritas como «meninas» por Palomino y las que han dado nombre al
lienzo. Meninas, palabra portuguesa, se llamaba a las hijas de personajes
de familias nobles que asistían en Palacio como doncellas de honor de las
hijas de la familia real. Eran llamadas meninas mientras no eran puestas
de largo, como suele decirse en castellano, momento en que las jóvenes
podían usar ya chapines o zapatos de alto tacón. Así lo dice un pasaje de
las Memorias de Madame de Motteville, describiendo la corte española:
«Les menines sont celles qui n’ont point de chapins».
La extensa biografía de Velázquez por Palomino se basa en el testi¬
monio de Juan de Alfaro, pintor cordobés que fue discípulo de don Diego
en los últimos años de su vida, lo que da autoridad a las aserciones del
autor del Museo pictórico. «La más ilustre obra de Velázquez» llama Palo¬
mino a Las Meninas; el escritor describe el cuadro y designa por sus nombres
a casi todas las personas allí representadas, diciéndonos además, que la
pintura se terminó en 1656, y que fue muy estimada por la familia real.
Atraídos por la original concepción del pintor, acudían con frecuencia al
taller de Velázquez, mientras la ejecutaba, tanto el rey Felipe, como la
reina Mariana o las Infantas y damas del Palacio. De esta familiaridad de
la Corte con el taller del artista nació sin duda la idea del cuadro en la mente
de su creador; pintaría el entorno habitual de su vida de artista de cámara,
sin énfasis, protocolo, ni magnificación.
Velázquez hizo un retrato múltiple y un cuadro de interior inspirado
en las horas de su propia vida en el Alcázar madrileño en el que había entrado
treinta y tres años antes. Don Diego salva en este lienzo la circunstancia
habitual de su vida de pintor palatino que goza de la confianza de su rey;
con sutileza barroca e ingeniosa Velázquez juega con el espectador, alcan¬
zando el clímax estético de lo que los escritores antiguos llamaban «el engaño
a los ojos». Nos engaña sin engañarnos y en este discreteo de suave ironía
e insuperable virtuosismo de pintor que domina todos los recursos, el ar¬
tista puede permitirse, como un poeta barroco, transformar la realidad en
imagen y la presencia en alusión. Velázquez en pie, paleta y pincel en sus
manos, se representa en el cuadro erguido, dominando la composición, como
el verdadero héroe de ella. Está trabajando ante un lienzo, frente a unos
modelos que son el rey Felipe IV y la reina Mariana, que percibimos en lejana
presencia, reflejados en el espejo del fondo. Con ello Velázquez hace que en
el cuadro entre, en cierto modo, el espacio situado ante el lienzo, el espacio
en que el espectador está situado; es el capricho nuevo de que Palomino 204
habla en la descripción del lienzo. Pero con ingeniosa sutileza, lo que Ye-
lázquez pinta es el otro cuadro; el de los personajes que contemplan la se¬
sión de «pose» de los reyes. La Infanta Margarita, de cinco años de edad,
vestida con su guardainfante y basquiña gris crema, que la hace parecer
una diminuta mujercita, ha entrado en la estancia en que trabaja el pintor.
La niña ha pedido de beber y su menina o damita de honor, doña María
Agustina Sarmiento, hija del conde de Salvatierra, presenta a la Infanta
sobre una bandeja el búcaro, vasija hecha de porosa y perfumada arcilla
que refrescaba el agua de mesa; doña María Agustina inicia el gesto de
arrodillarse ante la real personilla, obediente al protocolo palatino. A su
lado, en pie, la otra menina de la Infanta, doña Isabel de Velasco, de noble
linaje también, hija del conde de Fuensalida, vestida asimismo con su
falda o basquiña de guardainfante, en actitud de inclinarse ante la pequeña
infanta. A la derecha del cuadro, los dos enanos familiares que acompaña¬
ban al séquito de la niña en sus pasos por el Alcázar: la enana Mari-Bárbola,
de facciones deformes, hidrocéfala, que entró en Palacio en 1651 y el in¬
fantil Nicolasito, italiano, de apellido Pertusato, que llegó a ser ayuda de
cámara. El enano hostiga con el pie a un paciente mastín, pintado en pri¬
mer término. Tras el grupo de la Infanta y sus acompañantes, en el penum¬
broso rincón de la estancia, doña Marcela de Ulloa, con sus tocas de viuda
que tanto se asemejan al hábito monjil; era dueña o guarda menor de damas,
que había servido a la Condesa de Olivares y en Palacio quedó desde 1643.
A su lado un guardadamas varón cuyo nombre no menciona Palomino,
que sí nos dice, en cambio, quién es el personaje que atraviesa el corredor
luminoso al fondo del cuadro, visto a través del vano cuya puerta de cuar¬
terones está entreabierta; es don José Nieto Velázquez, acaso pariente
del pintor, que fue jefe de la Tapicería y Aposentador de la Reina.
La Infanta Margarita, centro del cuadro, era hija de Felipe IV en su
segundo matrimonio con doña Mariana y había nacido en Madrid el 12 de
julio de 1651; estaba destinada a ser Emperatriz de Austria y a morir
joven, pero en sus años de niña fue casi la única alegría del rey, malogrados
unos tras otros los demás hijos del viejo monarca. Figura familiar del
ambiente palatino, fue la persona de la familia real más retratada por el
pintor de cámara, aquella de que nos han quedado más efigies y en más
bellos cuadros de su mano desde que la retrató por primera vez de menos
de dos años de edad, en el cuadro que hoy es una de las joyas de la pintura
infantil y que conserva el Museo de Viena.
Se exhiben Las Meninas en la pinacoteca del Prado en una sala espe¬
205 cial en la que la luz de un balcón se ha dispuesto de modo que caiga sobre
y 2. Velázquez. Las Meninas. Detalle.

206
207
73. Velázquez- Las Meninas. Detalle.
74. Velázquez■ Las Meninas. Detalle.
el cuadro con el mismo ángulo con que Velázquez pintó esta composición.
Porque es en realidad la luz que entra lateralmente en esta estancia som¬
bría, con sus muros repletos de cuadros, el verdadero asunto de esta admi¬
rable pintura. La escena se desarrolla en el cuarto que había sido del prín¬
cipe Baltasar Carlos, que a su muerte fue dedicado a taller del maestro
sevillano y que se hallaba en el piso bajo del Alcázar de Madrid. Alguna
vez he dicho que el que solo conozca Las Meninas por una fotografía o en
las páginas de un libro podría pensar en un interior que pudiera ser clasi¬
ficado en la pintura de género, pero hay que tener en cuenta que se trata,
no de un pequeño cuadro de gabinete como los que son tan frecuentes en
la pintura holandesa, sino de una composición que tiene de alto 3,18 X 2,76
de ancho. La pintura española no gusta de las pequeñas dimensiones en
sus cuadros, ni de las figuras del tamaño llamado académico, sino que las
suele pintar, como en este caso Velázquez, a tamaño natural y aun a veces
—y en Velázquez sucede frecuentemente—, mayor que el natural mismo.
Esto otorga frecuentemente a las creaciones de los pintores españoles
una positiva monumentalidad, pero, en todo caso, hay que decir que Ve¬
lázquez no aspira en este caso a ninguna retórica magnificante; lo que quiere
salvar es el instante entrevisto, la verosimilitud visual para cuya justa
obtención le es necesario este formato.
A Velázquez no le interesa ni siquiera la descripción retratística deta¬
llada de los personajes, sino la salvación coherente de lo que tiene ante sus
ojos. Su lienzo es un cuadro de corte y a la vez un portillo maravilloso que
nos hace penetrar en la intimidad del Alcázar de Madrid, en el ambiente
melancólico y clausurado de la familia real española de entonces, de la que
aquí nos presenta una visión de la vida cuotidiana a la que tantas veces
asistió como pintor y palatino don Diego. Es una puerta abierta a un es¬
pectáculo diario y sin protocolo que ocurrió hace siglos, una escena que
Velázquez y los dignatarios de Palacio vivieron una y cien veces en su
frecuentación y en su rutina, elevada por Velázquez al plano lírico del gran
arte. El pintor ha inmortalizado el instante, es decir, el tiempo; Las Meninas,
pues, son un instante del tiempo eternizado y esta instantaneidad la sor¬
prendemos en el propio autorretrato del pintor, con su pincel en la mano,
captado en el momento en que se aplica a poner el toque sobre la tela, des¬
pués de haber tomado el color de su paleta, mientras contempla atenta¬
mente a sus modelos. El espectador está aquí metido de lleno en el espacio
ideal del cuadro que comprende a la vez un dentro—lo que sobre la tela
está representado—y un fuera, es decir, el lugar ideal e imaginado, en el
que el rey y la reina, supuestos modelos ante el artista, están situados. 208
■í~*

75. Velázquez. Las Hilanderas. Detalle.

210
La frontera entre pintura y realidad se anula al introducir así al espectador
en la atmósfera misma de la escena que pinta; al contemplarlo ese espec¬
tador pertenece al cuadro de una manera metafórica por el artificio sutil
con que \ elazquez ha sobrepasado todo bajo realismo. Por eso decimos
que el verdadero asunto del cuadro, lo que le da su unidad total, es la luz
Y atmósfera. Luz y atmósfera reducen a su imperio las líneas fundidas,
los perfiles imprecisos, las formas convertidas en manchas que hace que
los volúmenes parezcan desvanecerse en claridad o penumbra. El foco de
nuestra mirada está obligadamente impuesto por la luz concentrada en
la cabeza de la infantita, la que se intensifica allí para luego graduarse
matizadamente sobre los otros planos y figuras. Desde este centro, no ideal
sino luminoso, todo el resto del cuadro es un juego de relaciones subordi¬
nadas a la distancia en que las cosas se encuentran respecto de este núcleo
focal. Nada en las formas, líneas ni colores vale por sí mismo, es el con¬
junto lo que cuenta. Y para profundizar la sutileza, Velázquez recurre a la
fuga en distancia que empleaba ya por vía de ensayo en algunos de sus
cuadros sevillanos de juventud; la puerta abierta al fondo del cuadro en
contraste con la melancólica penumbra es una referencia espacial válida;
con las pinceladas de sol que, al fondo del corredor, en el último término
del cuadro, triunfa de la relativa oscuridad de los planos intermedios,
Velázquez nos hace penetrar en la tercera dimensión, hacia adentro, como
la referencia a lo que refleja la superficie del espejo profundiza idealmente
el espacio en el sentido inverso, hacia fuera; queda así eternizado el momen¬
to, fijado un hecho fugaz que ocurrió un día ante los ojos de Velázquez, en
una triste sala del Alcázar de los reyes... Todo sigue presente ante nosotros
gracias al arte de Velázquez que nos regala la ilusión de asistir a la exis¬
tencia de hombres, mujeres y niños que salieron de este mundo hace tres
siglos, pero que viven ante nosotros por obra del arte, perpetuado ese ins¬
tante de su vida acabada.
El artista, he dicho en otra ocasión, crea un equívoco entre pintura
y realidad, entre apariencia y existencia que no deja de tener un hondo
sentido trascendental. Los cultos y refinados conceptos de un Calderón
sutilizando sobre sueños y realidades, parecen hallar aquí una versión
expresada visualmente con la suprema evidencia de las obras maestras.
Todo el proceso de sintetización de 'la técnica velazqueña llega aquí a su
definitiva expresión. El impresionismo ilusionista, la subordinación de todo
el conjunto a una unidad de luz y la perspectiva aérea que funde en el
ambiente las cosas vistas a distancia con una lógica óptica, la concentra¬
211 ción del interés en un punto central—lo que Doménech llamaba el enfoque
único—, todo está presente perfecta y armónicamente acordado en Las
Meninas; es como ha dicho Ortega y Gasset, la revolución copernicana
de la pintura. El siglo xvn, nos dice el filósofo español, transformando
radicalmente en filosofía y en pintura el punto de vista sobre el hombre,
es una de las etapas definitivas hacia la conquista de la legitimidad de
este punto de vista humano, subjetivo, que ha sido la gran realización
de la pintura moderna.
Se consideraban siempre emparejadas Las Meninas y Las Hilanderas,
(M. 1.173) en cuanto definitorias de los supremos objetivos de la pintura ve- Diap.47
lazqueña. Por ello se creía que ambos cuadros habían sido realizados en los
últimos años del pintor. No hay motivos documentales para pensar otra
cosa, pero recientemente López Rey, en su estudio sobre el gran pintor, se
ha atrevido a proponer un cambio radical en la cronología de Las Hilanderas,
llegando a sugerir que fueron pintadas antes del segundo viaje a Italia.
Muy radical es esta proposición; la hipótesis se basa solamente en compara¬
ciones con otros lienzos de Velázquez, que sin duda no parecerán convin¬
centes a los atenidos a la cronología tradicional. Una vez más afirmaremos
una relativa desconfianza de suposiciones a priori, respecto a la evolución
del estilo de Velázquez. La realidad documental nos ha proporcionado
desde principios de siglo bastantes sorpresas en cuanto a la necesidad de
alterar las fechas admitidas tradicionalmente para otros lienzos del maestro.
Así ocurrió con La Venus del Espejo, que antes se creía también del último
decenio de la producción del artista y que hoy sabemos puede ser anterior
a 1651; lo mismo ocurrió con los cuadros de lo que hemos llamado «políptico
de los monstruos». Hay que estar, pues, dispuestos a una mayor cautela,
basada principalmente en el hecho de que el proceso de la técnica de un
pintor como Velázquez no se somete fácilmente a nuestros esquemas. Es
evidente que, como complejidad de problemas, Las Hilanderas no los pre¬
sentan menores que las propias Meninas, pero no está dicho en ninguna
parte que Velázquez no pudiese abordarlos en un gran cuadro de compo¬
sición, sino en los últimos años de su vida. Dejemos, pues, esta problemática
datación que los especialistas discutirán aún durante años, para entrar
en el estudio del cuadro mismo. Si Velázquez comenzó pintando cocinas
para terminar representando a la familia real agrupada, sin protocolo, en
un salón de Palacio, no era inverosímil que hubiera querido presentarnos
unas obreras de tapicería trabajando en un taller, que también formaría
parte del mundo habitual de Velázquez, ya que como Aposentador Real,
se vería obligado a visitar con frecuencia el taller de retupido de tapices
de Palacio, que tenía su sede en la madrileña calle de Santa Isabel. En Las 212
Hilanderas, lo que vemos es un interior en el que por medio de gradaciones
tan sutiles, acaso más radicales que en Las Meninas, se nos presentan varios
planos en los que las figuras se aparecen en penumbra o en plena luz, haciendo
de ello, por medio de gradaciones magistrales, el verdadero asunto del cua¬
dro. La comparación entre Meninas e Hilanderas, nos hace ver que en
estas últimas la representación es aún más libre y espontánea; aquí no hay
princesas ni hay retratos. Los rayos de sol penetran por la abertura en
arco al fondo del lienzo, mientras las partes en penumbra están reserva¬
das al primer plano.
Lo que ha cambiado en estos últimos años es la interpretación del asunto
de esta composición, de la cual ya dijo Ortega y Gasset hace bastantes años
que él adivinaba en esta obra de Velázquez una intención mitológica;
esta intención existía, pero estaba tan discreta y sutilmente oculta que ha
habido necesidad de un descubrimiento documental para que esta alusión
quede afirmada y segura. El cuadro relata la fábula de Aracne, narrada
por Ovidio en sus Metamorfosis, fuente muy utilizada por los pintores para
sus cuadros de fábula; no otra tuvo Rubens para la larga serie de cuadros
a que antes nos hemos referido, pintada para Felipe IV y destinada a la
Torre de la Parada, en el Pardo.
Aracne era una admirable tejedora cuya fama corría por toda la pro¬
vincia de Lidia y las mujeres de aquella comarca iban a admirar y aprender
de su habilidad en el tejido. Orgullosa de su destreza y de su fama, creyó
poder competir con los dioses y concretamente con Palas Atenea, que
presidía a las artes y los oficios. Pero los dioses no pueden ser retados
impunemente. Disfrazada de vieja, Palas acudió para reprender a Aracne
sus orgullosas palabras; la doncella lidia no cedió en su orgullosa suficien¬
cia y entonces Atenea, recobrando su oculta apariencia divina, desafió
a la joven a realizar una obra en competición con la hija de Júpiter. El
concurso consistiría en tejer unos tapices. La tarea de Palas trataría como
asunto el destino de los humanos que se atreven a desafiar el poder de
los dioses, mientras Aracne representaría en sus colgaduras temas de seres
mortales que habían dominado a los dioses, por ejemplo, Europa, encandi¬
lando a Júpiter y haciéndose raptar por el dios convertido en toro. Ni que
decir tiene que la diosa venció, castigando además a la atrevida orgullosa
a ser convertida en araña. ¿Qué método siguió Velázquez para narrar una
historia tan complicada y pudiéramos decir tan poco usual en sus repre¬
sentaciones pictóricas? Pues no otro que el que había puesto en práctica
desde su juventud. Fue Ortega quien nos dijo en su exacta formulación
213 que Velázquez reduce todos los asuntos de sus cuadros a su logaritmo de
realidad para después reducir esta a la pura visualidad. En efecto, el artista
ha diluido el elemento narrativo o anecdótico en un espectáculo que él tenía
frecuentemente ante sus ojos: un taller en el que las mujeres preparan el
trabajo para el tejido de los tapices; obreras trabajando en primer plano,
del mismo modo que ponía los aparejos de cocina en los asuntos religiosos
de su juventud. De nuevo también invierte los temas en la jerarquía de
la composición. En primer término el proceso de las preparatorias tareas de
la tapicería y en el fondo, encuadrado por la luz solar, un rectángulo rema¬
tado en arco para concretar algo más la alusión a la fábula. Conocido ya
el asunto, podemos interpretar como Aracne a la mujer a la derecha que
con una blusa blanca y falda verdosa está devanando una madeja. La
mujer de la izquierda, de mayor edad, sería, pues, la diosa Palas, repre¬
sentada por cierto por Velázquez antes de recobrar su normal apariencia
divina. Su pierna izquierda está desnuda y descubierta y la alusión mito¬
lógica del cuadro se comprende mejor observando que la pierna que muestra
es más juvenil de lo que correspondería a la edad de la persona, acaso
aludiendo a la dualidad de su apariencia encubierta. Junto a ella, una mu¬
jer más joven levanta una cortina y parece dirigirle la palabra; están,
pues, las dos competidoras iniciando el trabajo del que va a salir el castigo
de Aracne.
En un segundo plano, una mujer, a contraluz, parece recoger madejas
del suelo; a la inversa que en Las Meninas, el rostro de esta obrera, situado
en el centro del cuadro y en el cruce de dos diagonales que en ella se encuen¬
tran, es el punto de máxima penumbra, mientras en Las Meninas, la cabeza
de la Infanta era el punto de máxima luminosidad. Se trata pues de una
de esas pantallas de sombra que Velázquez introduce en sus cuadros con
frecuencia, como aliviaderos entre las figuras del primer plano y la lumino¬
sidad mayor del fondo; justamente ese es el papel desempeñado por la
mujer agachada en la economía de la composición. Al fondo, en la alcoba
brillantemente iluminada por los rayos de sol que caen en diagonal, hay
tres figuras de mujer vestidas como damas del tiempo de Velázquez, que
contemplan los tapices colgados en el muro. Solo vemos un paño de
tapiz, cuyo asunto representa el rapto de Europa, obra sin duda de Aracne;
este rapto de Europa sobre el blanco toro copia con más o menos variantes
el famoso cuadro del Tiziano, que estaba en las colecciones reales en la época
del pintor y hoy es una de las piezas más importantes de Fenway Court,
el museo fundado por Mrs. Gardner, en Boston. Pero Velázquez sigue prac¬
ticando los equívocos, como lo hacía también en sus obras sevillanas. En el
centro de la alcoba hoy dos figuras, una de ellas una mujer en pie, con un 214
y 6. Velázquez. Las Hilanderas. Detalle.
paño rojo sobre su vestido blanco; la otra es la diosa Palas con casco y
armadura y el brazo diestro levantado como amenazando a la orgullosa
doncella lidia, con el castigo a su orgullo. Ahora bien: en estas dos figuras
el espectador puede dudar si se trata de realidades corpóreas o de imágenes
tejidas y planas; la realidad es que su corporeidad aparece disuelta, como
suele suceder en Velázquez, en la intensa luz que la rodea. Todavía en el
primer plano de la alcoba aparece un instrumento musical de cuerda, inter¬
pretado como una viola da gamba, que parece aludir al poder que la música
tenía, según los antiguos, de contrarrestar el veneno de la picadura de la
araña.
Muchos años y un documento identificador han sido precisos para que
tantas y tan complicadas cosas hayan podido ser descifradas en el cuadro
que fue siempre llamado simplemente Las Hilanderas. La sutileza de Ve¬
lázquez al transformar los elementos mitológicos en una escena cuotidiana
había enmascarado el tema tomado de la fábula, que tan patente y claro
solía ser en la mayoría de los pintores cuando se proponían tales asuntos.
Una vez más Velázquez, con su elusiva elegancia, parece haberse burlado
durante siglos de la suficiencia de los estudiosos sin que esto haya sido
resultado de otra cosa que de ese método constante del maestro de reducir
las cosas a su logaritmo de realidad. Lo mismo que en los cuadros de juven¬
tud, Velázquez invierte los términos en la jerarquía de la composición;
primero la prosa, la narración al fondo. En realidad lo que Velázquez nos
presenta otra vez es un instante eternizado que tiene en este cuadro un
ejemplo bien atrevido: La rueda girando a plena velocidad ante la vieja
Palas, en movimiento sorprendido en su instantaneidad veloz, como la
mano del pintor en las Meninas está también captada en -el momento en
que va a aplicar sobre el lienzo su toque de color. Lo mismo que en el cua¬
dro de Los Ermitaños, San Pablo y San Antonio, Velázquez, en una escena
visualmente tan verosímil, representa varios momentos de la misma narra¬
ción, solución que empleaban los primitivos medievales, aunque aquí,
naturalmente reducida a la unidad visual de entonación y luz que Veláz¬
quez persigue en sus lienzos. Fiel a sí mismo, Velázquez ha humanizado la
fábula, la ha acercado al contemplador y la ha reducido a sus elementos cuo¬
tidianos y habituales. Por eso el cuadro seguirá llamándose Las Hilanderas.
La diferencia de Las Hilanderas con Las Meninas, está principalmente
en que Velázquez, en un cuadro de gran composición, ha prescindido de
toda jerarquización de figuras, que pudiera llevar la mirada del espectador
a un lugar preferente. Es verdad que el cuadro es dual por su propia sus¬
tancia narrativa, pero Velázquez no se ha decidido entre Palas y Aracne,
sino que ha puesto sus dos figuras equilibrando la composición a los dos
lados del primer plano. Y en su inclinación a lo humano frente a lo
fantástico, aún pudiéramos decir que, caso de dar la preferencia a una
figura, la habría dado a la doncella lidia, si es cierto que como tal podemos
interpretar a la figura que al fondo de la alcoba ocupa aproximadamente
el centro de la composición. Pero su borrosidad diluida en luz, como antes
se ha dicho, no desarrolla suficientemente este primer papel dentro de la
organización del cuadro y más bien queda como una figura lejana, distan¬
te, e inclusive, como antes se ha dicho, equívoca respecto a su realidad
corporal. Por lo demás, los factores pictóricos son muy semejantes a los de
Las Meninas; luz y atmósfera en un interior, espectáculo prosaico y habi¬
tual, primer término en penumbra, variadas y delicadas gradaciones ascen¬
dentes hasta la luminosidad plena del teatrino del fondo, en el que el pincel
de Velázquez disuelve en claridad, en nueva prueba de «impresionismo», las
elegantes figuras de las damas que contemplan los tapices. Por otra parte
el rectángulo conteniendo concentrada la alusión narrativa es procedi¬
miento que Velázquez emplea en cuadros de juventud, como el Cristo
en casa de Marta, de la Galería Nacional de Londres; nada de extraño
es, pues, que la analogía de problemas pictóricos planteados en este cuadro
y en Las Meninas, hayan llevado con cierta fuerza a pensar que están en
la misma línea y que pudiera haber sido realizado en años próximos.
La conservación de la pintura no es satisfactoria; el lienzo ha sido
añadido con una ancha tira en la parte superior, otra en la parte baja y otras
dos más estrechas en los lados. No es imposible que estas adiciones fueran
hechas en el siglo xvm para sustituir partes de la pintura dañada en el
incendio de 1734. Lo que sí es seguro es que el cuadro no fue pintado
para Palacio; el descubrimiento del inventario de un caballero madrileño,
don Pedro de Arce, de fecha 1664, incluye una pintura de la fábula de
Aracne, de Diego Velázquez; como sabemos que Las Hilanderas fueron
salvadas del incendio del Alcázar, bajo el reinado de Felipe V, es muy pro¬
bable que fuera este rey el que adquiriera la obra de la propiedad particular
en que entonces se hallase, ya que la pintura no se registra en el inventario
de Palacio, realizado a la muerte de Carlos II, en el año 1700.
Sabemos que hacia 1658, Velázquez recibió del rey el encargo de pintar
algunos cuadros para el Salón de los Espejos, del Alcázar Real, donde
colgarían al lado de famosos cuadros de Tiziano, Tintoretto, Veronés y
Rubens. En 1659 la decoración de esta pieza estaba terminada. I* ueron
cuatro los lienzos que Velázquez ejecutó con este destino, pero desgracia¬
217 damente uno solo ha llegado hasta nosotros. Se trataba también de asuntos
mitológicos: Venus y Adonis, Psiquis y el Amor y Apolo y Marsias, pere¬
cieron en 1734. Mercurio y Argos es el que hoy se conserva en el Museo
del Prado; los cuadros eran todos de proporción baja y alargada, porque
iban a ser colgados como sobrepuertas y eso explica el formato, infrecuente
en los cuadros del artista, en la interpretación de Mercurio y Argos. Veláz-
quez recurre como lo hace siempre a su natural y prosaica versión habitual;
Argos es un hombre dormido al lado de la vaca lo, que le ha sido confiada
por Juno. Se ha descuidado en su vigilancia y el astuto Mercurio va a apro¬
vecharse de su sueño, aproximándose con prudencia para no despertar al
durmiente y arrebatarle el codiciado animal. La pintura es de una fluidez
cursiva y de una ejecución atmosférica que la penumbra de la gruta favo¬
rece; la imprecisión de los contornos, los toques frotados de pincel llegan
aquí a una magistral síntesis llena de ligereza, en la misma línea que Las
Meninas, años antes, nos muestran.
En el último decenio de su vida era de esperar que Velázquez pintase
algún retrato más del monarca que tanto le había favorecido. El sobrio
y magnífico busto del Museo del Prado (M. 1.185), nos ha dejado la última
versión velazqueña de la fisonomía del abúlico y sensual monarca que aquí
se nos aparece gastado y grave, con la huella de su vida de placeres y decep¬
ciones, a lo largo de un reinado rico en fracasos. Los lacios cabellos son aún
rubios, su blanca piel grasienta y su mirada altiva y cansada. El atuendo
es sencillo: ropilla negra de seda y golilla, sin cadena ni Toisón. Es también
un retrato íntimo en el que la dicción pictórica de Velázquez llega a la extre¬
ma sencillez magistral. Pintura fluida como una acuarela, ligera de ejecu¬
ción, transparente de pincelada, nos da Velázquez en este cuadro, como dijo
Mayer, la más humana de las efigies de Felipe IV, llena de esa emoción de
la presencia que la familiaridad del artista con la persona del soberano,
al cabo de treinta años de ser su pintor, expresa con insuperable naturali¬
dad. Es indiferente que la pintura sea anterior o posterior a 1655; las opi¬
niones divergentes en este nimio punto cronológico no pueden pretender
que al proceso del arte de Velázquez pueda afectar la diferencia de unos
años. El busto de Felipe IV estuvo en Palacio hasta 1819 en que Fer¬
nando VII lo cedió a la Academia de San Fernando, de donde pasó al Museo
en 1827.
El último cuadro velazqueño que nuestra antología del Prado incluye es
el de la infanta Margarita (M. 1.192), en plata y rosa, que puede considerarse Diap.48
como una obra postuma del maestro. La infanta fue la persona de la familia
real que más ocupó los pinceles del artista en los últimos años de su carre¬
ra. Prenda de enlaces dinásticos, la infanta estaba destinada a continuar 218
77- Velázquez. La Infanta Doña Margarita de Austria.
la peligrosa política de matrimonios consanguíneos que tan errónea fue
para la real descendencia. Desde un principio se pensó en buscarle esposo
en la Corte de Viena, entre los Austrias parientes y aliados; ello explica
que los mejores retratos que Velázquez hizo de la infantita nacida en 1651,
fueran enviados a la corte austríaca y hoy en el gran museo vienés se con¬
servan, desde el que la pintó de dos años, en plata y rosa, en 1653, hasta
un réplica del que ahora describimos, En efecto, Margarita de Austria sería
prometida del Archiduque que luego fue Emperador bajo el nombre de
Leopoldo I, con quien casó en 1666, ya muerto Velázquez. Pero el retrato
de rosa y plata fue el último que pintó el maestro como confirmación y
prenda del proyectado enlace. Velázquez lo dejó inacabado; se pintaba,
sin duda, cuando el matrimonio de la Infanta con el Archiduque se estaba
negociando. A la muerte de Velázquez la Infanta tenía nueve años de edad;
Beruete y Mayer razonablemente supusieron que Mazo repintó la cabeza,
después de 1660, para acordarla con el cambio de la fisonomía de la niña.
No es solo esta parte del lienzo la que no revela la mano de Velázquez;
ello hace suponer la reelaboración posterior hecha por Mazo de un retrato
comenzado por el maestro. En todo caso, la magnificencia del color del
vestido de la Infanta, revelando el aclaramiento de la paleta, caracterís¬
tico de Velázquez en sus últimos años, y la brillante y exquisita ejecución
de buena parte del cuadro deben inducirnos a creer que a pesar de los re¬
pintes de Mazo no deja de ser pieza que debe ser adscrita al maestro en su
concepción y en la excelencia de color en las partes que sean de su mano.
La Infanta Margarita, bondadosa criatura y esposa ejemplar, murió
muy joven, en 1673, después de dar varios hijos al Emperador Leopoldo I,
pero sin lograr un sucesor para la corona imperial. Los rasgos austríacos
están bien patentes en el rostro de la Infanta; ojos saltones, prognatismo,
grueso labio inferior, blanca tez y rubios cabellos. Margarita no era bella,
pero tenía bondad y encanto. El retrato lo expresa, realzando la delicadeza
de la niña con el fino gris plateado de su vestido, armada la basquiña con
el guardainfante, los rosas y rojos bermellón, los oros del cabello y las
joyas y el blanco pañuelo de fina batista que pende de su mano dimi¬
nuta. La brillante paleta clara está en el polo opuesto de los efectos tene¬
brosos y los ocres de las pinturas de juventud de Velázquez. De aquellas
severas gamas el maestro se elevó paulatinamente a la armoniosa ligereza
y claridad de color del que este cuadro es un clímax. Será difícil negar en
él totalmente la intervención del maestro.
Hay que recordar que el cuadro fue erróneamente identificado, hasta
221 el xix, como representando a la Infanta María Teresa, hija del primer
matrimonio de Felipe IV; en el catálogo de Madrazo, de 1872, aún figura
bajo este nombre, evidentemente erróneo. En una réplica del cuadro,
obra de Mazo, la Infanta aparece llevando sobre el pecho un joyel con la
doble águila austríaca, probablemente regalo de su prometido el futuro
emperador Leopoldo. Con este cuadro terminamos la antología del tesoro
velazqueño del Museo del Prado, uno de los conjuntos más extraordinarios
que ninguna pinacoteca del mundo pueda atesorar de un solo pintor genial,
águila y cumbre de la pintura española.
Velázquez tuvo ayudantes que quedaron en el anónimo; hay réplicas
y copias del maestro en las que intervinieron otras manos, pero la mayor
oscuridad reina sobre estos colaboradores o copistas. El único que se ha
salvado de este anónimo era un verdadero pintor, Juan Bautista Martínez
del Mazo, personalidad interesante que merece un estudio a fondo para
poder discernir sus cualidades propias con toda claridad a la vez que para
lograrla en la frontera que debe separar lo que es debido a su pincel o a su
colaboración y lo que a su maestro corresponde. Durante mucho tiempo
las obras de Mazo se han atribuido a Velázquez, lo que no era absurdo; lo
más velazqueño que existe son las obras de Mazo. Sabemos que el apellido
Mazo es oriundo de Cuenca; de la provincia eran los padres del pintor,
mas ignoramos dónde y cuándo nació. Debió de entrar a ayudar a Veláz¬
quez en Madrid, antes de 1633, porque en 20 de agosto de este año se casó
con la hija del maestro sevillano, Francisca. Sobre Mazo, vía Velázquez,
van cayendo favores que en la Corte obtiene el suegro para el yerno; le va
sucediendo a don Diego en los cargos palatinos que va dejando, le acompaña
en las jornadas reales, pinta a su lado, viaja a Italia, es nombrado pintor
de cámara en 1661 y muere en Madrid en 1667.
La vista de Zaragoza (M. 889), es un cuadro curioso que está en el nudo
de los problemas que presenta la pintura del artista; se sabe que se pintó
por sugerencia del malogrado príncipe heredero Baltasar Carlos, en la jor¬
nada a Aragón, en 1646, año en que había de morir en la ciudad del Ebro
el infortunado heredero de la corona. Está el cuadro enfáticamente pro¬
visto de una inscripción latina en que se expresa que es obra de Mazo y que
se acabó en 1647, y a pesar de tan expresa declaración, los críticos se han
resistido a no ver en esta obra algo del pincel de Velázquez, pensando
quizá que en compromiso de tanto empeño el suegro pudo ayudar al yerno.
No es esto solo; la excelencia y vivacidad de las deliciosas figuras que pue¬
blan el primer término junto a la orilla del río Ebro no las hace indignas
del pincel de don Diego y casi unánimemente se creyó que a él se debían.
Otros, como Sánchez Cantón, aventuran la idea de que es en el paisaje 222
8o. Mazo. La calle de la Reina, en Aranjuez.
81. Mazo. Vista de la ciudad de taragoza. Detalle.

224
donde puede estar la colaboración. Sabemos con certeza que Mazo sobre¬
salía en las pinturas con pequeñas figuras; muchos cuadros puestos sin
reservas bajo su nombre son de este carácter. La realidad es que Mazo
fue excelente retratista que asimiló de modo prodigioso la factura de su
suegro, aunque un buen conocedor no confundirá nunca la ligereza genial
de la mano de Velázquez con la mucho más pesada e imitativa pincelada
de Mazo. Fue también paisajista de vocación; el Prado conserva un exce¬
lente lote de vistas de sitios reales muy atractivos y excepcionales dentro
de la pintura de su época; el mejor es sin duda La calle de la reina en
Aranjuez (M. 1.214), y muy interesante'también es La vista del Estanque
del Buen Retiro (M. 1.215). Pero la visión por grandes masas y los tonos
pesados y oscuros del follaje en estos lienzos no tienen mucho que ver,
hay que decirlo, con la finura de toque y las entonaciones grises de La
vista de Zaragoza. Esta comparación más que otra cosa es la que hace pen¬
sar que en este admirable paisaje del Ebro, animado por figuras que valen
por varios cuadros de género puede haber colaboración de Velázquez,
pese a la solemne inscripción latina que lo fecha con atribución precisa.
Del arte de Mazo como retratista, son excelente ejemplo tanto la efigie
del príncipe Baltasar (M. 1.221), pintada en 1645, como la de la infanta
Diap.49 Margarita (M. 888). El primero está realizado en vida de Velázquez y el
segundo después de su muerte, hacia 1666. A pesar de los diecinueve años
que entre los dos lienzos median, la unidad de color y de factura es innega¬
ble; paleta oscura, entonación severa, muy distinta la ejecución de lo que es
del maestro. La infanta Margarita, ya una mujer de quince o dieciséis años,
con su rostro austríaco y sus trenzas rubias, tiene en su porte una severa
autoridad que la diferencia de los retratos infantiles de Velázquez. La heroína
de Las Meninas se sentía ya entonces emperatriz de Austria; la boda con
Leopoldo I tuvD lugar aquel mismo año y acaso fue el último retrato que
de ella se pintó en Madrid.
El burgalés Benito Manuel de Agüero al que se cree nacido en 1626,
fue discípulo de Mazo y le siguió precisamente en su género de paisajista.
Muy afines a los del yerno de Velázquez son los de Agüero; paleta oscura,
masas sombrías de boscaje y una concepción severa de la naturaleza muy
peculiar. Los cuadros que hoy se ponen bajo su nombre estuvieron atri¬
buidos a Mazo en los antiguos catálogos, pero un inventario de 1700 del
Palacio de Aranjuez los atribuía a Agüero. El señor Tormo lo hizo observar,
insistiendo en que había que dar crédito a esta atribución ya que en Aran-
juez tenía un cargo palatino un hijo de Mazo, que conocería muy bien la
225 paternidad de estos lienzos. Más que los paisajes convencionales con bos-
82. Mazo. La Cacería del tabladillo, en Aranjuez.

226
cajes oscuros y figuras mitológicas, muy del gusto de la época, especialmente
en Italia, nos interesan las vistas de sitios reales que muestran positiva¬
mente una fidelidad a la realidad que de Mazo y de Velázquez deriva; lo
más característico serían sus vistas de El Escorial y sus alrededores. En
todo caso, su rareza dentro de la escuela española explica los titubeos en
las atribuciones a Agüero en inventarios posteriores; bajo su nombre se
pusieron a veces obras de pintores del Norte.

227
83. Alonso Cano. El Milagro del Pozo. Detalle.
ii. ALONSO CANO

N
-L lo es copiosa la obra que el Prado puede ofrecernos de uno de los
más exquisitos artistas españoles del xvn, el granadino Alonso Cano. Su
pintura ha atraído la atención de los historiadores en estos últimos dece¬
nios y ha dado lugar a la aparición de monografías que van perfilando la
silueta de un artista tan complejo, tan rico de talento y tan excepcional
dentro de nuestra escuela. La variedad de sus dotes y su laboriosidad
discontinua, su genio brusco y fantástico, el mismo refinamiento de su
gusto estético y los no escasos accidentes de su vida fueron causa de que
su múltiple obra fuera corta. Arquitecto, escultor, pintor, fecundo dibujante
y coleccionista, fue Cano «dominador de las cuatro facultades», aunque
como escribió Juseppe Martínez, muy poco aficionado al trabajo. Hijo
de un ensamblador de origen manchego, Cano nació en Granada en 1601;
es pues, el más joven de esta gran generación de pintores españoles del xvn,
pero con personalidad propia dentro de ella. El joven Alonso se educó en
un ambiente artístico, ayudando a su padre en un taller donde se fabrica¬
ban retablos, es esculpían tallas y se doraban altares. Fue decisivo para la
formación de Cano su traslado a Sevilla, activo foco artístico, adonde la
familia le siguió, en un momento de cambio de estilo y orientación. Cano
entró en 1616 en el taller de Pacheco, donde todavía pudo encontrarse
con Velázquez, que al año siguiente terminaría su formación con el viejo
maestro sevillano. Tres años había de estudiar en aquel taller, según el con¬
trato de aprendizaje, sin que sepamos si efectivamente llegó a cumplirlos
ya que se ha escrito que trabajó también bajo Montañés, maestro indiscu¬
tido de los imagineros de Sevilla, quien le influyó en la escultura. Por otra
parte, trabajó en el taller de su padre, adiestrándose en la talla y en la
229 traza de retablos. Esta formación tan compleja y este cultivo de las diver-
sas artes es lo que le distingue de modo más radical de sus contemporáneos,
Zurbarán y Velázquez.
Como Zurbarán, casó joven, hacia sus veinticuatro años, en 1625, con una
viuda sevillana, María de Figueroa, para enviudar dos años después. De 1626
a 1638, trabaja principalmente como escultor. Nuevas nupcias contrajo
en 1631 con la hija del pintor, Juan de Uceda, más bien una niña, si es
cierto que tenía la novia doce años según acreditan los documentos. De la
impulsividad de su carácter nos hablan los antiguos biógrafos; «impaciente
y mal sufrido de natural», dice Palomino, y ha de ser cierto porque su bio¬
grafía está esmaltada de violencias y rebeldías.
Llamado por el conde duque a Madrid, acaso mediando Velázquez, su
antiguo condiscípulo, en 1638 deja Sevilla y se instala en la Corte. «Pintor
del conde duque» se le llama a Cano en varios documentos. Es intensa su
actividad en Madrid; Olivares cae en 1643, y en 1644 el drama aparece en la
vida de Cano, cuando su mujer, bellísima según la tradición, aparece asesi¬
nada en su casa en circunstancias misteriosas que no eximieron a Cano de ser
sospechoso de haber tenido parte en el crimen. Ello originó el encarcelamien¬
to del pintor y su final destierro a Valencia, donde vivió algún tiempo, en un
período de su vida muy poco aclarado por la documentación. En 1645, está de
nuevo en Madrid, donde reside hasta 1652 en uno de sus más activos períodos
de trabajo. Es entonces cuando un nuevo cambio de vida se presenta en
la biografía de Cano, al pensar en volver a su ciudad natal, solicitando
una plaza de racionero en la Catedral de Granada, plaza que le es otorgada
condicionalmente en 1652, puesto que el artista debía estar ordenado de
sacerdote para tomar posesión de su puesto. La Catedral de Granada le
empleó en obras de arte que fueron como una compensación de la benevo¬
lencia que con él se tenía, pero pasando los años y no ordenándose de sacer¬
dote a pesar de las prórrogas que se le dieron, surge un grave incidente con
el Cabildo de Granada, que le expulsa del coro un día de 1656. Comienza
entonces un litigio lleno de enojos para Cano y de violencias con el Cabildo,
a lo que intentó escapar el artista refugiándose en la Corte en 1657. Al
fin se ordena allí de subdiácono, sin que por ello regrese a su ciudad
natal. El rey le apoya en sus reclamaciones al Cabildo, del que solicita le
pague sus atrasos, pero aún tarda en marchar a Granada, donde sólo apa¬
rece en 1660, el año de la muerte de Velázquez. Los siete años finales de su
vida los pasa trabajando en Granada y en Málaga, no sin provocar nuevos
incidentes por la genialidad de su carácter, episodios reflejados en anéc¬
dotas conservadas por los antiguos biógrafos y en las que tiene que haber
un fundamento de verdad. Fueron fecundos estos últimos años al servicio 230
de la catedral en obras de pintura y escultura, así como en proyectos arqui¬
tectónicos. Cano murió en Granada, pobre y descontento, como siempre
había vivido, el 3 de septiembre de 1667.
La primera obra fechada de Cano es de 1624, pero la mayor parte de
sus trabajos documentados de la época sevillana son de escultura. Está
acreditada su rivalidad con Zurbarán, lo que hace más digno de señalar
que algunos de los lienzos primerizos de Cano fueran atribuidos al extre¬
meño. Como pintor no podía dejar de interesarse por la energía plástica
en la ejecución de las figuras que atrajo por entonces a los pintores sevilla¬
nos, pero lo hizo con una peculiar distinción de dibujo y una delicadeza de
color que fue siempre muy personal en la obra del artista granadino. Va
antes de salir de Sevilla había logrado crear un tipo femenino aplicado a
la pintura religiosa que no haría sino desarrollar durante toda su vida.
Frente a la austeridad monacal de Zurbarán y a la viril objetividad de
un Velázquez, Cano se inclina a la belleza, a la feminidad, a la representa¬
ción de la infancia, notas que indican una flexión en la evolución de la
pintura española. En Madrid recibió numerosos encargos de retablos para
los que tuvo siempre una extraordinaria facilidad de diseño y una imagi¬
nación formal que ejercieron positiva influencia en la iniciación de la escuela
barroca de la Corte.
De su época madrileña guarda el Museo algunos de los retratos de reyes
que colgaron en el Salón Dorado del Alcázar de Madrid, en los lienzos que
figuran en el Prado con los números 632 y 633 que para el último biógrafo
del artista, el profesor Wethey, son indudablemente de su mano, aunque
no estén documentados como suyos en el inventario del Palacio del Buen
Retiro. Sabemos que en el año 1640, después de un gran incendio en aquel
palacio cortesano, realizó un viaje por Castilla la Vieja en compañía de
Velázquez, para buscar cuadros que pudieran sustituir a los incendiados;
en aquella ocasión estuvo ocupado restaurando lienzos que habían sido
dañados por el fuego, trabajos que pudieron ser útiles para su estudio de
la técnica de otros maestros, pero que le quitaron tiempo para produc¬
ciones personales. Una de las más importantes pinturas realizadas por Alon-
Diap.50 so Cano en Madrid, es El Milagro de San Isidro (M. 2.806), intervención
del Santo labrador para rescatar a su hijo que había caído en un pozo.
La obra fue muy admirada por los pintores madrileños; el testimonio de
Lázaro Díaz del Valle afirma que Fray Juan Bautista Maino la alabó como
una de las más bellas pinturas que había visto nunca. Dado que Maino
murió en 1649, la obra debe ser anterior y en todo caso tiene semejanza
23/ de estilo con la bellas pinturas del retablo de Getafe, realizadas en 1645;
Wethey se inclina a suponerla pintada hacia 1646-48. El Milagro del Pozo
estuvo en el altar mayor de la desaparecida iglesia de Santa María; natura¬
lidad y distinción son las cualidades de esta pintura que tiene belleza de
color y particularidades de técnica de gran pintor, por lo que es una fortuna
que el cuadro pudiera entrar en el Museo del Prado en fecha tan tardía
como 1941, adquirido al convento de Bernardas, al que había ido a parar
la citada pintura. El asunto del lienzo está tratado de una manera sobria
y personal, con la distinción y nobleza de actitudes y gestos que en Cano
son corrientes, sin que falten detalles del familiar realismo narrativo habi¬
tuales en la pintura española de la época. A la izquierda aparece la noble
figura del Santo madrileño vestido con un traje convencional; un instru¬
mento de trabajo campesino a sus pies nos indica la dedicación del Santo
a la agricultura, de la cual es tradicionalmente patrono en la devoción
española. Pero lo que domina el cuadro son las figuras de mujeres y niños,
a las que Cano aplicó siempre lo mejor de su talento. Sobre el brocal
del pozo se ve la figura del mofletudo infante que, al tocar con sus manos
un rosario que San Isidro le acerca, alude a la salvación milagrosa del
hijo del beato labrador por la intervención de sus eficaces oraciones. Las
mujeres tienen ese carácter de sobria, aunque no adusta, realidad compa¬
tible en Cano con la belleza y la distinción. Nada de crudeza prosaica
en sus tipos femeninos; ojos grandes, labios gruesos, blanca tez, nariz
aguileña son los rasgos de estas mujeres que corresponden con tantas imá¬
genes de la Virgen pintadas o esculpidas por el artista granadino. Sober¬
bio trozo de pintura es la figura del niño de espaldas con la hermosa
mancha de su ropaje amarillo tratado magistralmente; a la izquierda otro
niño gesticula expresivamente con su mano, un perrillo husmea por el
suelo para darle un aire más cuotidiano a la escena y semejante intención
descriptiva tienen la polea y la cuerda del pozo que cuelga a la derecha.
En el centro del fondo, una puerta permite ver una especie de galería o co¬
rredor con sus tejas y sus vanos por los que entra la luz, adivinándose en
la lejanía un indeterminado paisaje. La sabia oposición de tonalidades os¬
curas y claras, lo seguro del dibuja, la brillantez de algunas notas de color,
dan a este cuadro un valor cromático y una eficacia en la composición
que no son frecuentes en los pintores españoles. Es de notar que el aro que
como halo de santidad rodea la cabeza de Isidro, fue, sin duda, una adi¬
ción posterior, lo que nos indica el tratamiento tan natural y nada enfático
con que Cano interpreta la pintura religiosa en un matiz que le es peculiar
y que nada tiene que ver con las visiones místicas de Zurbarán ni con la
sobria contención distante con que Velázquez trata los asuntos sagrados. 232
84. Alonso Cano. Cristo muerto sostenido por un ángel.
La mujer del centro del cuadro del Milagro, parece la misma que aparece
en otro lienzo del Prado, La Virgen y Niño en un paisaje (M. 627), que Diap.51
define el ideal femenino del artista en una versión intermedia entre sus
primeras vírgenes de la época sevillana y las más cursivas de factura que
realiza en la época granadina. Podemos designar a este cuadro como la
Virgen de las estrellas por las que forman círculo en torno a la cabeza de
María, para distinguirlo de otra pintura muy semejante del mismo autor
y de la que luego hablaremos. El Niño, está tratado con blandura y delica¬
deza imponderables, con pincelada suave y ligera, y expresa acertadamente
la sensibilidad de Cano ante el tema infantil. Esa misma tipificación,
sin perder su contacto con la realidad, es la que se expresa en la cabeza
de la Virgen, bella, de amplia frente descubierta, finas cejas y ojos bajos,
que aparece, con modesta y grave contención, contemplando el tierno
cuerpo del Niño, cuya rodilla derecha acaricia con su mano, mientras con
la otra retiene dulcemente su cuerpecillo. Los plegados tienen una sencilla
naturalidad, sin complicaciones ni durezas; la grata suavidad del color,
sin notas violentas, será otra de las marcas del gusto personal del artista;
la Virgen está sentada en el campo ante un paisaje sencillo apenas indica¬
do, destacando el detalle en el diseño de las plantas de primer término.
Al fondo se ve un arroyo y unos montes difuminados en la lejanía de un
crepúsculo que envuelve con su suave luz la composición toda. El cuadro
procede de la colección real; fue una adquisición de Carlos IV.
Otra variante existía en el Prado hace unos años de esta misma com¬
posición, cuya diferencia con la que aquí se describe está principalmente
en lo más desnudo y nebuloso del paisaje y en que el halo de estrellas que
circunda la cabeza de la Virgen está sustituido con un punto luminoso,
como un lucero distante, que brilla sobre la cabeza de la Virgen; los paños
tienen también una mayor complicación de pliegues y no existe en cambio
el árbol que da una nota vertical a la primera de estas versiones. Este
segundo cuadro, semejante en su composición al antes citado, está depositado
desde hace algunos años en el Museo de Granada. Wethey considera superior
la Virgen de las Estrellas a la Virgen del Lucero, en la que supone interven¬
ción de discípulos. A esta misma etapa madrileña corresponde en los últi¬
mos años el Cristo sostenido por un ángel (M. 2.637), del cual existen dos Diap.52
versiones en el Museo, una de ellas firmada con el monograma de Cano,
fue legada al Prado con la colección de don Pablo Bosch. Un ángel en pie,
la cabeza inclinada con expresión dolorida, sostiene el cuerpo muerto de
Cristo, cuyo rostro vemos de perfil, con fina nariz aguileña, grandes ojos
y los cabellos cayendo sobre el hombro derecho. El desnudo es varonil, 234
no exento de belleza y nos recuerda más bien modelos flamencos que ita¬
lianos; las manos caen inertes, mientras parte de la pierna está cubierta
por blancos paños plegados con naturalidad elegante. En primer término
aparecen los clavos y corona de espinas del suplicio de Cristo; la entonación
plateada del cuadro todo, su fina paleta en la que contrasta la blancura
del cuerpo desnudo con el oscuro fondo y la vestidura del ángel, revelan el
refinamiento colorista de que Cano es capaz en esta época madrileña. La
otra versión (M. 629), presenta al cuerpo de Cristo casi de frente, la cabeza
vista de tres cuartos inclinada- y el ángel de grandes alas sostiene por los
hombros al hijo de Dios. Este lienzo, procedente de la colección del mar¬
qués de la Ensenada, lo estima Wethey inferior al del mismo asunto antes
descrito, pero María Elena Gómez-Moreno lo cree original y posterior y
más acertado de composición, aunque acaso menos perfecto de técnica.
Estas diferencias de calidad son muy frecuentes en la obra de un artista
como Cano, sin que ello sea motivo para dudar de la atribución al maes¬
tro. De esta composición existen copias antiguas en varias colecciones par¬
ticulares, lo que indica el éxito alcanzado por esta representación piadosa
del Cristo muerto.
Muy bella de color es también, dentro de la corta representación ca-
Diap.53 nesca en nuestra primera pinacoteca, La visión de San Benito (M. 625),
interesante por la fina y ligera técnica; suele datarse como correspondiente
a la última época del artista durante su estancia en Madrid, hacia 1657-1660.
San Benito aparece de perfil, a la izquierda, con una noble cabeza de larga
barba blanca, que tanto nos recuerda las figuras de los retratos venecianos;
contempla la visión de la Trinidad sobre nubes distantes, lejanas, mientras
tres angelillos, muy típicos del maestro, mantienen en el aire la esfera del
mundo. Sobre la mesa, abierto, el libro de oraciones y un crucifijo, que co¬
rresponde a la iconografía de Cristo en la cruz repetida varias veces por
Cano, y el báculo de abad del Santo. Son de señalar las manos cruzadas sobre
el pecho, una de las cuales por la distinción y longitud de sus dedos, nos
recuerda algunas de las manos pintadas por el Greco en las visiones mís¬
ticas de sus figuras religiosas.

235
85. Murillo. La fundación de Santa María Maggiore de Roma.—I: El sueño del Patricio. Detalle.
i2. MURILLO EN EL PRADO

j^Ja oscilación del gusto desde el rococó y el romanticismo a nuestros


días ha sido tan extrema, que los valores del arte de Murillo, humanos
y religiosos a la vez en síntesis feliz, llegaron hace unos decenios a su más
bajo punto de estimación, tanto en el mundo del gusto y del coleccionismo
como en el círculo de los estudiosos o historiadores del arte. Es cierta¬
mente legítimo que cada época sienta peculiares afinidades hacia algunos
artistas del pasado con preferencia a otros; es más, esa actualización de
los pintores antiguos por motivos de simpatía estética es uno de los moto¬
res más vivos y poderosos de la historia y una contribución al mejor cono¬
cimiento del arte. Estas «pasiones temporales» por determinados artistas
evidencian también que la elaboración de la historia del arte está firme¬
mente asentada en la vida y que es algo más que un impasible y muerto
catálogo descriptivo. Las oscilaciones del péndulo son obligadas porque
también la historia se rectifica y corrige buscando su centro de gravedad
y si sus fallos no son nunca definitivos es porque los gustos cambian y unas
generaciones tratan de evidenciar las exageraciones de las anteriores.
Los hombres del siglo xx, en una época agitada y dura, de guerras
crueles y deshumanización de la vida, denostaron el arte amable, dulce
y humano de Murillo, pero una reacción se apunta, y en todo caso, el histo¬
riador debe tratar, aunque no siempre pueda hacerlo, de ponerse por encima
de los injustos fallos que atienden con excesiva limitación al gusto de su
época. El arte de Murillo, que, como ha escrito Mlle. Baticle, prefirió cantar
«las seducciones de la religión en detrimento de sus rigores», es, en verdad,
grato, pero limitado; se le reprocha también su entrega a los asuntos ama¬
bles. Pero como ha recordado recientemente Julián Gállego, no deja de
237 ser sorprendente que se condene a Murillo en nombre de sus temas por
muchos de los que hoy sostienen que el asunto es secundario en la pintura.
Murillo es desigual, como lo son siempre los artistas de producción copiosa
que a veces caen en versiones fáciles y mediocres de su propio estilo, pero
las pinturas excelentes y aun magistrales de Murillo compensan los cuadros
en los que domina una superficial facilidad y, en verdad, no merece el olvido
y aun el desdén con que ha sido descuidado su estudio; también hace obra
útil el historiador que sabe elevarse contra los prejuicios de su época.
Dos causas han influido en la desestimación del arte del pintor sevi¬
llano. En primer término la dispersión de su obra. La afición a Murillo
que el siglo pasado sintió fue causa de que muchas de sus mejores pinturas
fueran a albergarse en recónditas colecciones particulares europeas o en
lejanos museos con lo que se olvidaron, alejadas de la frecuentación nece¬
sarias de los amadores y aun del conocimiento de la mayoría de las gentes
que hubieran podido revalorarlas. Por otra parte, la representación de
Murillo en el Prado, órgano capital de la difusión de los valores de la pin¬
tura española, no es suficiente ni contiene el número de obras capitales
como es, por el contrario, el caso en pintores como Ribera, Velázquez y
Goya. Faltan monografías modernas sobre el artista elaboradas a la vez
con información y sensibilidad, adecuadas a la necesidad de que este gran
artista del último momento de la gran pintura nacional del xvn, vuelva
a ser colocado en el lugar que sus talentos merecen. Murillo no sólo es un
gran pintor; es un creador que responde a la poderosa instancia de su época
y sin él la pintura española quedaría privada de uno de sus matices más
amables, más humanos y asequibles. Conviene decir esto en cabeza de la
descripción y estudio sumario de los cuadros que en el museo del Prado
representan al maestro que expresa mejor la incorporación de la gracia y
la belleza, juntamente con la sabiduría y la elegancia modesta y huma¬
na, a la pintura religiosa del barroco. Murillo es un colorista ornado de
dotes originales para la creación de tipos, y acertado a veces también en la
gran composición. Si el estudioso extranjero se siente más atraído por los
aspectos más dramáticos, sombríos o severos de nuestro arte, sería injusto
confiar la representación del arte español a los artistas de la aspereza o la
violencia, como si en España no existieran otros matices menos ingratos.
Murillo es el contrapeso de esas polarizadas exageraciones; conviene no
olvidarle e indagar en su arte con ánimo comprensivo, porque también el
artista sevillano expresa realidades españolas de no menos autenticidad
que las que nos suele atribuir una visión tenebrista y deformativa de lo que
son España y su arte.
Por lo pronto Murillo pertenece a una generación distinta de la de los 238
grandes maestros antes estudiados: Ribera, Zurbarán, Velázquez y Cano.
El más joven de los cuatro apuntó ya la inflexión que la pintura española
experimenta desde la grandiosidad de Ribera, la ascética religiosidad de Zur¬
barán y la grave humanidad de Velázquez, la inflexión que en Cano comien¬
za y en Murillo se hace dominante, la que, según la frase antes citada,
prefiere pintar «las seducciones de la religión en detrimento de sus rigores».
El tiempo de la severidad de la Contrarreforma ha pasado; la nación ha
perdido su papel político, nada tenso e incitante se presenta en el horizonte,
la dinastía decae, España se encierra en sí misma con un conformismo
letal..., solo la religión está viva en sus formas más populares; Murillo
expresa ese popularismo conformista que ya no exalta lo heroico o lo ascé¬
tico. Su pintura religiosa aspira a una comunicación de ternuras y efusio¬
nes devotas; nada más, pero eso lo consigue con un lenguaje de auténtico
pintor que trabajó para un círculo local, cerrado, sin altos mecenas, com¬
peticiones estimulantes o viajes que ensanchasen su horizonte. Se salva por
su humanidad y por las dotes de artista delicado, vaporoso, que goza en su
trabajo y en las mejores ocasiones es capaz de transmitirnos plenamente
ese goce.
Nació Murillo en Sevilla a finales del año 1617, siendo bautizado el 1 de
enero de 1618. Era el último de una familia de catorce hijos; al quedar
huérfano a la edad de diez años fue confiado a la familia del cirujano
Lagares, casado con una hermana del pintor. Se sabe que estudió con el
mediano pintor Juan del Castillo, pero muy poco de sus primeros pasos en
el arte. Las primeras obras de fecha probable se datan hacia 1638, teniendo
veinte años el artista. Heredó de su padre unas casas; los antiguos biógra¬
fos ponían el énfasis en un viaje a Madrid hacia 1643; con la ayuda de Veláz¬
quez, decían estos escritores, habría completado su formación contemplando
las colecciones reales, lo que explicaría la influencia ejercida sobre su arte por
la escuela flamenca del xvn. Pero nada de esto se ha demostrado. Cuando
se casó en 1645, hizo constar que no se había ausentado de Sevilla y de su
parroquia. Por otra parte la protección de Velázquez sería incompatible
con la realidad de que en 1700, a la muerte de Carlos II, ningún cuadro
de Murillo figurase entre las pinturas de la casa real. Pronto alcanzó la
fama en su ciudad natal, especialmente a partir de 1645, en que pintó
los cuadros del claustro chico de la Casa grande de los franciscanos, para la
que Zurbarán había trabajado dicisiete años antes. Ya en 1655 era conside¬
rado Murillo como «el mejor pintor de Sevilla»; Zurbarán había sido des¬
plazado por el joven astro de la ciudad a quien el año siguiente un escritor
239 local denominaba «el Apeles sevillano». No fue difícil su vida; tuvo encargos
copiosos en los que pudo ejercitar su fecundidad y su facilidad de ejecución,
poseyó casas en Sevilla, tuvo esclavos y muchos hijos. La documentación
aportada por los eruditos sevillanos nos informa de contratos de alquileres
de casas propias, cambios frecuentes de domicilio y acontecimientos fami¬
liares, pero muy poco sobre las fechas de sus obras; muy escasas firmó
y pocas están datadas con seguridad. Solo la ausencia de documentación
puede permitir la hipótesis negativa, es decir, no confirmada, de que pudiera
haber estado ausente de la ciudad en 1648 o 1649. Pero nada es seguro...
Vivió, pues, la vida clausurada, estrecha, local, de la mayor parte de los
artistas españoles del xvn, dotados muchos de ellos, pero a los que esta
falta de viajes y de comunicación con el mundo restó ensanche y posibi¬
lidades de mayor ambición y universalidad. Ello no hace sino aumentar
nuestra admiración por su obra, que no disfrutó de mecenazgos ni encontró
oportunidades de mayor horizonte. Tuvo hijos que entraron en la Iglesia:
monjas y clérigos. Solo consta un viaje suyo a Cádiz, al final de su vida;
de allí regresó enfermo, en 1682, y de esa enfermedad murió el 3 de abril de
dicho año, mientras dictaba su testamento.
A excepción de unos cuantos retratos y algunos lienzos de género,
la restante producción pictórica de Murillo estuvo consagrada a los cuadros
de altar. Fue la Iglesia la que permitió a Murillo vivir de su pincel; en
realidad este fue el caso para casi todos los pintores del xvn español y fue
Velázquez la casi única excepción. Pero la sana vocación por la vida de
Murillo le permitió ensanchar en lo posible los estrechos límites de esta
dedicación absorbente; como ha escrito Janine Baticle «su verdadero asunto
no fue nunca otra cosa que interpretar lo que su casa, su calle, su ciudad
le ofrecían como modelos que traducía como pintor y no como ideólogo».
Si una corriente de favor hacia el cuadro de gabinete hubiera existido en
España como existió en Holanda, ¡qué deliciosas creaciones hubieran po¬
dido salir del pincel de Murillo! Porque su auténtica vocación estaba en
ese camino; de aquí que derivase en cuanto la ocasión se lo permitía a
interpretar los temas religiosos del modo más familiar y cuotidiano, más
próximo a un realismo amable y lleno de gracia. Ama la belleza y la obser¬
vación; la Virgen es una madre, el Hijo de Dios es un niño, la Sagrada
Familia es un hogar de carpintero; los santos o frailes son seres llenos de
tierna devoción sin énfasis, de compasión o de caridad.
Pero su época o su sensibilidad personal le evitan descender en la expre¬
sión de los sentimientos por bajo de una bondadosa dignidad, de una cor¬
tesía discreta, y su capacidad narrativa, a veces tachada de anecdótica, no
llega nunca a la complacencia en lo trivial aun dentro del acento llano 240
que da a sus cuadros de altar. Fue popular, pero sintonizaba de este modo
con el acento propio de la devoción española v especialmente sevillana,
muy expresiva del matiz amable que el arte religioso de la Contrarreforma
había alcanzado en la segunda mitad del xvn.
Su llamada sentimentalidad no desciende al reblandecimiento a que
llegan a veces Guido Reni o Cario Dolci, para poner ejemplos italianos.
El amor a la observación se lo impide y si sabe crear tipos—«el Rafael
español» se le ha llamado—jamás llega al arquetipo frío o abstracto, des¬
provisto de vida y de calor humano.
No es escasa la representación de Murillo en el Prado; unos 40 cuadros
de diferentes épocas del autor podrían parecer suficiente embajada del arte
del maestro en nuestro Museo nacional. Pero cuando pensamos en las
obras capitales que salieron de España, bien podemos decir que el Prado
no posee las que podrían dar mejor idea de sus talentos. Los reyes del
siglo xvn ignoraron a Murillo y no le encargaron ni le adquirieron obras en
vida. Ya entrado el xvm, fueron Felipe V y su esposa Isabel de Farnesio, los
que descubrieron a Murillo durante una estancia en Sevilla en 1729; no solo
apreciaron su obra, de la que no había nada en el Alcázar, sino que adqui¬
rieron todos los lienzos del maestro que pudieron comprar en la ciudad del
Betis; los veintinueve lienzos, dice Madrazo, que fueron fruto de este acopio,
dicen bastante de su gusto por el arte murillesco. No son de su mano todos
los que a su nombre se incorporaron a la colección, pero, con todo, fue
enriquecimiento notable que venía a llenar un hueco en las colecciones
regias y que fueron a ornar el Palacio de la Granja, creación personal del
primer Borbón español y su segunda esposa. Algunos cuadros más fueron
adquiridos de colecciones particulares bajo Carlos III, pero Carlos IV, su
hijo, no fue menos aficionado a Murillo que el primer Borbón; al menos
ocho cuadros del artista en el Prado se deben a sus adquisiciones.
El período de la ocupación napoleónica fue causa del gran despojo
de cuadros de Murillo realizado por los generales franceses; Soult y sus
cómplices entraron a saco en iglesias y conventos de Sevilla y a Francia
fue a parar este inapreciable botín. Muy pocos volvieron a España después
de las reclamaciones de nuestro gobierno; la mayor parte quedaron en las
colecciones de los incautadores y al dispersarse, dieron a conocer el arte
de Murillo por toda Europa yendo a nutrir Museos y Galerías. Algunos
de los que pudieron rescatarse, en Madrid permanecieron, a pesar de que
los sevillanos no se resignaron nunca a perderlos; en el Museo colgó hasta
hace pocos años la Santa Isabel curando a los enfermos, pintada para la
Caridad de Sevilla, devolviéndose al fin a la iglesia de aquel hospital donde
tomó al altar del que fue quitado el cuadro para ser llevado a Francia.
En cambio, pudo volver a España, en 1941, uno de los más famosos Múri¬
dos sevillanos: la famosa Inmaculada de los Venerables, que el Louvre entregó
a cambio de otras obras de arte.
Si en general la cronología de las obras de Murillo no ha logrado ser
establecida de una manera firme y documentada, excepto en unas cuantas
series cuya data está fijada por testimonios fidedignos, la mayor parte
de los cuadros del Museo, adquiridos por los reyes de España muchos años
después de la muerte del pintor, solo pueden ordenarse muy hipotéticamente.
Ya se ha dicho que carecemos de un estudio crítico moderno y riguroso de la
pintura del maestro y, por otra parte, Murillo firmó poco y fechó menos,
en lo que se asemeja a Velázquez y a gran parte de los artistas españoles.
La primera serie datada de Murillo es la que pintó para el claustro de
los Franciscanos de Sevilla, hoy dispersa y de la que algunos lienzos se
conservan en Madrid, pero no en el Prado, sino en la Academia de San
Fernando. Son ya obras muy personales de una gama caliente, tostada
y de una abreviación complacida en el estudio de la realidad. Ha de recor¬
darse aquí la aproximativa y no muy exacta división hecha por Cean de
la obra de Murillo en los llamados tres estilos: frío, cálido y vaporoso, que
solo tiene una relativa utilidad para nosotros.
Alguna sugestión de Ribera planea sobre sus primeros cuadros y algo de
ello se percibe en el que parece ser el más antiguo cuadro de Murillo en el
Prado, la Sagrada Familia del Pajarito (M. 960), muy característica de la
versión a lo humano en esta pintura religiosa en la que acaso recordamos
ligeramente a Cano en los tipos y los paños. No es de sus pinturas más
logradas; el Niño que juega con el perrillo teniendo un pájaro en la mano,
el ambiente familiar junto al banco de carpintero, la madre devanando
una madeja y la ternura un tanto sentimental que del cuadro se desprende
tuvieron siempre un éxito popular, derivado de la naturalidad expresiva
más que de la calidad pictórica de la obra. Mayer la fecha hacia 1645-1650.
Por esos años o algo posteriormente estaría realizada la Anunciación,
de formato apaisado (M. 969), que en todo caso es evidentemente, por los
tipos de la Virgen y el Angel, del primer estilo de Cean, aunque Madrazo
la creyera del segundo; fue adquisición de Carlos III. Muy imprecisa da-
tación señala Mayer (1645-60) a la Adoración de Pastores (M. 961) que com¬
pró el mismo monarca y que no es de las mejores versiones del tema en el
pintor sevillano. Es en cambio excelente ejemplar de maternidad a lo di¬
vino, la Virgen del Rosario (M. 975), que representa ya uno de los tipos Diap.54
más logrados y originales de cuadro religioso creado por Murillo. La Virgen, 242
86. Murillo. La Anunciación.
8y. Murillo. Santa Ana y la Virgen.
de cuerpo entero, sentada sobre banco o zócalo de piedra abraza al Niño
que se mantiene en pie apoyándose sobre una rodilla de la madre, acercando
su rostro a la mejilla maternal. No es propiamente una Virgen del Rosa¬
rio, sino una Virgen con un Rosario. Murillo, cualquiera que sea la fecha
del cuadro, 1650-60, según Mayer, ha definido aquí ya su interpretación
de la Madre y el Hijo de Dios en esa versión humana, llena de ternura
y delicadeza. Recordemos las Vírgenes de Velázquez y de Cano, severas,
introvertidas, pintadas siempre con los ojos bajos para distanciarlas res¬
petuosamente del contemplador; en Murillo, tanto la Virgen como el Hijo,
miran de frente, muy abiertos sus ojos expresivos. No rehúyen, buscan la
comunicación humana, apelan a ella para que en este diálogo de las mira¬
das pueda brotar el acercamiento humanamente piadoso. El ejemplar es
excelente, sin la sequedad de la Virgen con Rosario de la Galería Pitti, ni
la mayor blandura sentimental de la Virgen con Niño del mismo Museo.
La diferencia de estilo del cuadro del Prado, que Madrazo ponía como
ejemplo del estilo cálido, con lienzos de maternidad divina del tercer período
vaporoso, nos la da la comparación con el lienzo de lady Wantage, con una
Virgen de forma muy deshecha de silueta o la exquisita pero más senti¬
mental de la Galería de Dresde. El cuadro del Prado es un buen momento
de equilibrio en Murillo; si el color no es tan delicado y evanescente como
en cuadros posteriores llega a ser, las figuras tienen una grandeza y pro¬
porción que indican la mayor proximidad a un sentido monumental de la
figura, hacia el que no suele inclinarse Murillo. Está próximo a él su San¬
tiago Apóstol (M. 989), procedente de la colección del marqués de la Ense¬
nada y adquirido por Carlos III, muy fino de color y uno de los ejemplos
que han llevado a los críticos a pensar en la sugestión ejercida sobre Murillo
por la Escuela flamenca del xvn, y especialmente por Van Dyck.
Anterior a 1656 cree Angulo, a pesar de lo claro del color, pero sin duda
por la cierta sequedad tiesa de los paños y la tendencia a siluetas un tanto
pesadas que pueden considerarse como rasgos relativamente primerizos,
la Santa Ana enseñando a leer a La Virgen (M. 968), cuadro adquirido en
Sevilla por Isabel de Farnesio, del que el catálogo de 1920 decía que era
de los últimos años de Murillo, pintado después de 1674, sin que indique
el motivo de esta datación ni, por otra parte, parezca probable. Encanta-
Diap.55 dora es la pequeña Anunciación a lo alto (M. 970), muy semejante aunque
algo mayor de tamaño que la del Museo del Ermitage; la supera, al menos,
en composición sobre todo en el rompimiento de gloria con ángeles niños
en copiosos racimos. La ejecución es suelta, fina y delicada y muy bella
245 como luz y color. Fue también adquirida por Isabel de Farnesio y parece
más bella y avanzada de fecha que la antes descrita en formato apaisado;
Mayer la data hacia 1655-65.
Incluimos también en nuestra antología en color La Aparición de la
Virgen a San Bernardo (M. 978), para la que Angulo propone el decenio Diap.56
1660-70, ensanchando un tanto los límites cronológicos más estrechos
(1665-70), propuestos por Mayer. Es un cuadro de más de tres metros de
alto, es decir, un cuadro de altar de importancia del que es raro que los
eruditos sevillanos no hayan logrado precisar su localizaciónc exacta en
una iglesia de la ciudad de la Giralda; fué Isabel de Farnesio quien lo ad¬
quirió. La Virgen es grandiosa, morena, de finos rasgos y grandes ojos
oscuros; en su brazo izquierdo sostiene al Niño sentado que mira hacia
el Santo, de rodillas, recibiendo rendido, mano al pecho, el mirífico don
del chorro del seno de la Virgen, en recompensa de los loores a la Madre de
Dios que salieron de su pluma. La leyenda dorada se hace humana bajo
el pincel de Murillo sin perder majestad. La Virgen es una de las más bellas
mujeres que Murillo pintó; los ropajes tienen una grandiosidad y amplitud
pocas veces igualadas en Murillo y son también excelentes de factura
los trozos de naturaleza inanimada: mesa, libros, báculo. El rompimiento
de gloria con los ángeles niños que vuelan con alado vigor ilumina con su
resplandor la grandiosa figura de la Virgen Madre; acaso la figura menos
satisfactoria y expresiva en este cuadro es la del Niño Jesús, demasiado
seriecito y cabezudo.
En importancia y tamaño es cuadro más cercano al anterior como pin¬
tura de altar la gran composición con la Virgen entregando la casulla a
San Ildefonso, según la piadosa tradición toledana (M. 979), otra adquisi¬
ción sevillana de Isabel de Farnesio. El cuadro, más barroco y recargado
que el anterior, tiene trozos excelentes; así la cabeza del Santo que parece
retrato, o la vieja devota con la candela; en la figura de la Virgen y en los
ángeles niños y mancebos se ve ya el cliché repetido sin análisis, ni pro¬
fundidad. Mayer, acaso acordándose de alguna gran composición final del
artista como el Matrimonio de Santa Catalina, de los Capuchinos de Cádiz,
se inclinaba a considerarlo obra de los últimos años del artista (1675-82);
no parece que el color autorice a una datación demasiado tardía y Angulo
ha expresado recientemente su opinión de que debe de situarse en el de¬
cenio 1660-70, lo que parece más juicioso.
Otro gran cuadro de altar es el San Agustín de rodillas entre Cristo y su
Madre (M. 980) que se cree pertenece a la serie de lienzos pintados para
el convento de los Agustinos, de Sevilla; antes se suponía para ellos fecha
tardía, hacia 1678, pero por las referencias alegadas por Montoto, habría que 246
88. Murillo. La Anunciación.
8g. Murillo. La Virgen y San Ildefonso
adelantarlos en más de un decenio y pensar se ejecutaron hacia 1663-64.
Recuerda una obra de asunto semejante de Van Dyck, y es curiosa compo¬
sición por el contraste entre la viril y monumental figura del Obispo de
Hipona y el menudo desperdigamiento de las figuritas en el cielo. Su entona¬
ción es cálida y notable la naturaleza inanimada de libros y mitra en pri¬
mer término. No muy lejano en fecha sería el cuadro franciscano de La
Porciúncula (M. 981) con el Santo de Asís ante la aparición de Cristo y la
Virgen sobre el altar, tema tratado por Murillo en varias ocasiones.
Sin duda las obras maestras de Murillo en el Museo son los dos cuadros
procedentes de la iglesia de Santa María la Blanca, de Sevilla, llamados
inexactamente medios puntos aunque no lo sean, sino más bien arcos
rebajados los que limitan las composiciones. Pocas veces llegó Murillo a
este dominio de su pincel en la factura y en la ligereza vaporosa de la
mancha y la atmósfera, en la elegancia y sutileza de la dicción pictórica,
en los geniales abocetamientos precursores. Narran los lienzos en dos es¬
cenas la leyenda de la fundación milagrosa de la basílica de Santa María
la Mayor, de Roma. Celebrada por la Iglesia el día 4 de agosto, bajo la
advocación de Santa María de las Nieves ello explica que se pintaran para
la iglesia sevillana de la Blanca. Narra el primero de los lienzos la Visión o
aparición de la Virgen al patricio cristiano Juan en el año 352; suele llamar¬
se El sueño del patricio (M. 994). Murillo traduce en ambiente e indumen¬
taria la escena de los primeros siglos del cristianismo a la Sevilla de su
ambiente habitual. El patricio y su esposa se han quedado dormidos; él
a la derecha del lienzo, con un codo apoyado sobre la mesa en la que
está cerrado el libro en que leía; su relajada y natural postura indica la
placidez de su sueño beatífico. Ella, a la española, sentada en el suelo, no
lejos de su cesta de costura, reclina dulcemente la cabeza y parece que oímos
el ritmo de su pecho mientras duerme. El perrillo familiar se ha adormecido
también, hecho un ovillo. En la calma penumbrosa de la estancia se apa¬
rece la Virgen con su Hijo niño, envuelta en suaves resplandores y, diri¬
giéndose con silencioso ademan a la visión interior de los durmientes, señala
con su diestra un neblinoso paraje con un montículo, a la izquierda del
cuadro; la colina de Roma en que habría de erguirse el templo dedicatorio y
que aquella noche aparecería en pleno estío, cubierta de nieve. Nunca
superó Murillo la exquisitez de su color, la suave y magistral gradación
de la luz, de la claridad a la oscura penumbra, como en esta escena; es
de los lienzos que llevan a pensar si hubiera el sevillano Bartolomé Este¬
ban adivinado el arte de Rembrandt. Pero no hay aquí como en ti

249 maestro holandés pastas espesas, grumos de color, relieves esmaltados,


9°. Alurillo. La fundación de Santa María Maggiore de Roma.— I: El sueño del Patricio. Detalle.

250
sino aquella fluidez milagrosa de la pincelada líquida y mate a la vez, que
solo encontramos en Velázquez..., o en Goya. El otro lienzo narra la segun¬
da parte de la historia: la Visita del patricio y su esposa al Papa Liberio
Diap.57 (M. 995) Juan, el cristiano romano y su mujer están ahora, vestidos con
sus galas mejores, de rodillas ante el Papa, a quien relatan el sueño y la
aparición de la Virgen. El Pontífice aparece a la izquierda, vestido como
un Papa del xvn: alba, muceta roja, calolte, rostro barbado; junto a él
dos eclesiásticos de la curia; uno de ellos mira impertinentemente a la de¬
vota pareja ajustando sus quevedos sobre la nariz. Transidos de piadosa
emoción, los dos esposos revelan su visión al Pontífice Liberio; Juan
acciona con sus manos al relatar el suceso; ella dulce, casera, vestida de
rosa, asiente con su presencia conmovida. Un fondo de arquitectura, con
su columna vignolesca, tomada, como en Zurbarán, de un tratado de
órdenes de la que no faltaban en ningún estudio de pintor, da idea del
palacio del Obispo de Roma. Y a la derecha, en uno de sus más geniales
trozos abocetados, la procesión fundacional que se encamina al montículo
donde se va a erigir la basílica. No se exagera si decimos que esta fila
de sacerdotes con manga y palio nos hace pensar en los más atrevidos
trozos abocetados de Goya por el atrevimiento de toque, por sus luces
plateadas y sus delicadezas de tonos rosas, grises y blancos. Sobre la pro¬
cesión, desvaída entre celajes grises, otra vez la aparición de la Virgen
situada sobre el lugar que a ella va a consagrarse.
Los «medios puntos» fueron pintados por Murillo para la iglesia sevilla¬
na antes citada, con otros dos, uno en el Louvre y otro en Inglaterra, por
encargo de don Justino de Neve, canónigo sevillano amigo de Murillo, fun¬
dador del Hospital de Venerables Sacerdotes, a quien retrató en un cuadro
que estaba en la colección inglesa de lord Lansdowne. Para la data de los lien¬
zos tenemos una fecha de referencia; la iglesia se inauguró en 1665. Estaban
las dos pinturas bajo la.cúpula del crucero; el mariscal Soult se apoderó
de ellas en la época de su mando en Sevilla, bajo la ocupación napoleó¬
nica. El general francés, tan dado a incautarse de los Murillos sevillanos
los donó con destino al Museo Imperial que Napoleón quería fundar con
obras de arte procedentes de los países ocupados por sus armas. Fue en
París donde se completaron con las enjutas doradas que con ornamentación
Imperio contienen círculo, plantas y alzados de Santa María la Mayor, de
Roma, diseñados bajo la dirección del gran arquitecto francés Percier, que
han sido conservados para guardar la forma rectangular que resultó de
estas adiciones. Por fortuna, las reclamaciones de España después de 1814
y la enérgica actuación del general Alava hicieron que los cuadros fueran
devueltos a España en 1816. Depositadas las pinturas en la Academia de
San Fernando se incorporaron en 1901 al museo del Prado, donde son la
más excelsa muestra del arte de Bartolomé Esteban Murillo.
De un altar de Santa María la Blanca proceden, al parecer, los dos
cuadros más popularmente murillescos dentro de la pintura de niños en
el Prado: El Buen Pastor (M. 962) y el San Juan Bautista niño con el cor¬
dero (M. 963). El segundo es superior al primero, pero ambos son tan dis¬ Diap.58
tintos en factura de los lienzos de la historia del patricio que cuesta tra¬
bajo creer puedan ser de la misma fecha. Si lo son, tendríamos un caso
más de la prudencia que hay que poner en aceptar esquemas estilísticos
a priori, para reconstruir el proceso de la obra de un artista. El Divino
Pastor es un ejemplo de la más amanerada y blandengue pintura muri-
llesca; hasta los tonos de color elegidos por el artista son sobre manera
ingratos. A pesar de la sentimentalidad un tanto afectada del San Juanito,
se salva en comparación con el anterior por el más sólido dibujo, la eje¬
cución más delicada y ligera y el contraste de los fines grises cremosos con
el rojo del manto del precursor niño. Ambos cuadros fueron comprados
en Sevilla por Isabel de Farnesio; ello podría hacer menos probable que
procedan de la iglesia de la Blanca. En la misma línea que los dos anteriores
está el divulgadísimo cuadro de los Niños de la concha (M. 964); es dechado
de lo que nuestra época aborrece en la pintura de Murillo.
El narrador fácil que es el artista sevillano está representado en el Prado
por tres cuadros de apaisada composición: La Conversión de San Pablo
(M. 984), el Martirio de San Andrés (M. 982) y Eliecery Rebeca (M. 996). Luz
contrastada, barroca composición diagonal y paleta oscura en el primero nos
hacen dudar de la fecha tardía que Mayer le asigna. Los otros dos son de
paleta más rubia, entonación más clara y, especialmente la Rebeca y Eliecer,
más viva policromía. A este último lo cree Mayer pintado hacia 1665-70.
La ejecución más vaporosa y envuelta del San Andrés acredita ser obra
de época final.
Para la crítica tradicional, especialmente la del siglo pasado, Murillo
fue, por excelencia, el pintor de las Inmaculadas. La concepción sin mancha
de María, madre de Cristo, fue una apasionada devoción de la España
del xvii. Este país áspero, tan poco dado a los matices delicados y femeni¬
nos, fanático del honor y muy especialmente del que se relaciona con la
honestidad de la mujer, hipostasió desde muy pronto este ideal de pureza
incontaminada de pecado que representaba como dechado la madre del
Salvador. Maternidad y pureza se sublimaban en la que trajo al mundo el
Hijo de Dios, redentor de las bajezas de una humanidad pecadora. El po- 252
pillar movimiento inmaculadista tuvo en Sevilla uno de sus focos más
ardientes y, si en el siglo xix, la Iglesia católica sancionó con su elevación
a dogma este movimiento piadoso de los fieles, a la devoción española se
debió en gran parte, después de más de dos siglos de apasionada popularidad.
No es, pues, de extrañar que un artista sevillano como Murillo, tan dado
a expresar los valores delicados y femeninos en la pintura religiosa, viniera
a darnos las más felices y paradigmáticas imágenes de esta popularidad.
La Inmaculada Concepción fue una creación murillesca típica y el acierto
de su formulación se impuso con sugestión estética irresistible hasta a los
no católicos o no creyentes. El Romanticismo asumió esta imagen, símbolo
de esa ideal encarnación sublimada del eterno femenino que la literatura
y el arte de la época forjaron. Murillo fue admirado, antes que por sus
dotes de pintor puro, sus visiones de la infancia, la maternidad o la vida
pobre y humana que sus picaros expresan, por su idealizada concepción de la
Inmaculada. Creo que llegan a setenta y uno los ejemplares de Concepciones
de Murillo que registró Curtis en su libro; bien es verdad que de una buena
parte de ellas solo alcanzó referencias escritas y que no todas las que se le
atribuían benévolamente son de su mano; hay, no obstante, un buen núme¬
ro de excelentes ejemplares que están repartidos hoy por el mundo, para
que merezca Murillo el primer puesto entre los que cultivaron el tema ico¬
nográfico de la Concepción. No nos asombra sólo el número, sino la variedad.
Murillo se repite poco en cuanto pintor de la Inmaculada; siempre encuen¬
tra matices, actitudes, expresiones que le permiten mostrar su capacidad
de variar sus versiones del mismo asunto. Desde la niña a la mujer, todos
los matices de la feminidad y la pureza han sido imaginados por Murillo
en esta representación virginal de María, vestida de blanco, flotante el
manto azul, hollando la media luna y rodeada de encantadores ángeles
niños.
En el museo del Prado cuatro lienzos del maestro sevillano permiten
confirmar la diferencia entre estas variaciones sobre el tema. Creo que es
único el ejemplar del Museo con la Inmaculada de busto, sobre la gran media
luna (M. 973); es otra de las adquisiciones de Isabel de Farnesio en Sevilla.
La serena mirada elevada al cielo no es afectada ni blanda; con su cabello
suelto sobre los hombros, su despejada frente, sus grandes ojos, nariz
recta y boca bien diseñada, alcanza ese carácter de idealización tipificada
de que Murillo fue capaz y que le distingue de la mayoría de los pintores
españoles. La llamada Concepción de San Ildefonso, erróneamente según
Diap.59 Sánchez Cantón (M. 972), porque, según él, debe ser llamada «del Escorial»
253 por haber estado en la casita de este real sitio, después de adquirida por
Carlos IV, es una de las más sobrias y bellas de Murillo dentro de la inter¬
pretación casi infantil de la Virgen; el rostro candoroso, las manos juntas
como en oración, el sencillo vuelo del manto y los encantadores serafines
hacen de este cuadro una de las excelentes Inmaculadas del artista. En todo
caso, es muy superior a la llamada Concepción de Aranjuez, de formato más
alargado, muy cuadro de altar, pero más trivial y afectado; la inclinación
de la cabeza y la sentimentalidad de la mirada son notas que la diferen¬
cian de la anterior.
La última Inmaculada de Murillo ingresada en el Museo fue la tan
famosa, procedente de los Venerables de Sevilla, a la que fue adscrito en los
libros, desde el siglo xix, el título de La Concepción de Soult (M. 2.809), no Diap.60
ciertamente para honra del mariscal francés, gobernador militar de Sevilla
durante la ocupación napoleónica. La rapacidad del duque de Dalmacia se
acreditó sin escrúpulos en despojar a las iglesias y establecimientos religiosos
de la capital andaluza de algunas de sus más importantes pinturas, para
constituirse una estupenda colección de cuadros que no destinó al Museo
del Emperador francés, sino que se apropió como botín personal. La guerra
terminó, Napoleón fue derrotado, Fernando VII restituido al trono de
España, pero las obras de arte de las incautaciones de Soult no fueron
devueltas como hubiera sido justo. El mariscal Soult, escribió Curtis en su
conocido libro, «fue tan astuto hombre de negocios que fue capaz de retener¬
las de modo que ninguna de las pinturas que estaban en su poder en el
momento de la paz volvieron a España». Entre ellas estaba la Inmaculada
de los Venerables que en la iglesia del Hospital de Sacerdotes se hallaba
junto a la puerta de la sacristía; Curtis la consideraba superior a cual¬
quier otra de su mano en Sevilla, por el color y el claroscuro. Como es
sabido, Murillo pintó los cuadros del Hospital a instancias de su fundador
y amigo el canónigo sevillano don Justino de Neve, que se las encargó
en 1678. Soult se la apropió y en 1823 intentó venderla en el precio de
250.000 francos; la negociación fracasó entonces, volviendo a ofrecerla al
Louvre en 1830; el trato estaba a punto de cerrarse en 1835, pero tampoco
hubo acuerdo, quedando en la colección del mariscal hasta su muerte
en 1852. Puesta entonces en venta la Inmaculada de los Venerables llegó en
esta ocasión a alcanzar el más alto precio logrado jamás por una obra
de arte. En la subasta se llegaron a ofrecer 500.000 francos por el cuadro,
momento en el cual el gobierno francés quiso retener la obra para su
museo, para lo que hubo de subir hasta la cifra de 586.000 francos, más
el 5 por 100 de impuestos, cifra fabulosa para entonces. En el Museo del
Louvre quedó, pero España y especialmente los sevillanos no olvidaron la 254
gi. Murillo. La Inmaculada «de Soult»
obra maestra de Murillo y constantemente lamentaron la abusiva depre¬
dación que había sustraído de España obra tan estimada. En las circuns¬
tancias más impensadas, la obra pudo volver a España, en 1940, mediante
un convenio con el gobierno francés, el cual recibió en cambio de la In¬
maculada de Murillo y de algunas otras obras de arte, varios cuadros de
Velázquez y del Greco, cuya estimación hubiera sido superior a la que hoy
hubiera obtenido el lienzo de los Venerables. La composición es, evidente¬
mente, si no la mejor, una de las más acertadas de Murillo en el tema de
la Concepción; las considerables medidas del cuadro, 2,74 x 1,90, obligaron
a Murillo a enriquecer la imagen de la Virgen con una copiosa corte de
serafines que acompañan a la Virgen en el vuelo celestial. Corresponde casi
exactamente a la Inmaculada de busto del Prado ya antes descrita, aunque
la cabeza se inclina a la derecha y la expresión de los ojos es más dulce
y tierna, pero sin llegar al sentimentalismo de la Concepción de Aranjuez;
la factura es mucho más vaporosa y envuelta que en los anteriores cuadros
y sobre el fondo levemente crema de los celajes destaca con gran finura el
blanco plateado de la túnica y el azul del manto que en este caso cae sin
enfático vuelo alguno. El racimo de serafines es de los más variados y co¬
piosos entre los pintados por Murillo y entre ellos hay niños deliciosamente
representados en las actitudes más variadas y encantadoras. La incorpo¬
ración del cuadro al Museo ha restituido a nuestra patria una de las obras
del artista sevillano más famosas y ha completado singularmente la repre¬
sentación de su pintura en nuestra primera pinacoteca.
Que Murillo era un pintor completo y no solo un especialista en imáge¬
nes devotas lo sabe muy bien el que conoce su obra, sobre la que otra vez,
hay que decirlo, tantas oscuridades e inexactitudes planean por falta
de un estudio a fondo, moderno y preciso de su evolución artística. Ya
hemos dicho que vocacionalmente era el sevillano un nato pintor de género;
sus picaros, sus mocitas andaluzas captadas en la vida y el ambiente de su
ciudad marcan un nivel muy alto en su producción y siempre han sido
muy estimadas. Infortunadamente el Prado no posee ninguno de los deli¬
ciosos lienzos que son gloria de otros museos y colecciones de Europa.
Pero algo de su gusto por la descripción de la vida, unido a una atractiva
facilidad por la narración, posee la pictóricamente hermosa serie de la
historia del hijo pródigo, realizada con fresca soltura e imaginación en la
última época del maestro y que procedente de la casa de los marqueses
de Narros pasó por las colecciones del pintor Madrazo y del marqués de
Salamanca para ir a parar a Inglaterra. La serie se compone de seis cuadros
y de cuatro de ellos el Prado posee unos deliciosos bocetos (M. 997 a 1.000), 256
de los que el catálogo del Museo solo dice que estaban en 1814 en el Pala¬
cio Real de Madrid. No parece, pues, que sean los que estaban en Sevi¬
lla en 1832, como Curtis indica en su bien conocido libro Velázquez and
Marillo, publicado en 1883.
Tampoco el Murillo pintor de retratos estaba representado en las colec¬
ciones de nuestra Pinacoteca Nacional hasta la feliz adquisición, en 1941,
de la efigie de un personaje en pie, vestido de negro, con medias blancas,
espada al cinto y guantes y sombrero en la mano izquierda. Es un caballero
Diap.61 con tiesa golilla (M. 2.845), frente despejada, cabellos negros, ojos oscuros,
leve mostacho y gruesos labios que contempla al espectador con penetrante
mirada, apoyada su diestra en una mesa cubierta por un paño. Tradicio¬
nalmente era llamado El judío, pero se ignora quién era el personaje; se
tratará de algún hidalgo sevillano de los que constituían la habitual clien¬
tela de Murillo, que no retrató nunca a personajes de primera nobleza
ni de alta posición social. Pintor de iglesia y mesocracia es lo que Murillo
fue y el no extenso número de retratos de su mano comprueba el círculo
local, la aurea mediocritas que caracterizó el ambiente y la vida del gran
artista. No carecía de dotes para brillar en el género si hubiera tenido
ocasiones propicias; el retrato del Prado lo demuestra con creces. Solo
sabemos del lienzo que perteneció al diplomático y escritor don Bernardo
de Iriarte, el amigo de Goya, a principios del xix; su viuda lo vendió al
coleccionista mallorquín don Tomás de Veri, en 1818. De sus descendientes
lo adquirió el Estado en la indicada fecha de 1941.
Murillo dejó en Sevilla toda una escuela de discípulos e imitadores
que mantuvieron los ecos de su arte muy dentro del siglo xvm. No decayó
la fama del maestro y el matiz especial de su pintura fue especialmente
estimado en el siglo del rococó para seguir ascendiendo en la fama durante
todo el siglo xix y decaer finalmente, como antes hemos dicho. Sin poder
compararse en conjunto la obra murillesca del Prado con la del Museo
de Sevilla, por ejemplo, el visitante del Prado, en las obras descritas y en
algunas otras más allí conservadas, estimables también, pero aunque de
menor importancia, logra alcanzar una idea suficiente de la pintura del
maestro sevillano más insigne de este momento final de la gran pintura
religiosa española.

257
i3. VALDES LEAL
Y CASTILLO

F
■_Jn la segunda mitad del xvn seguía Sevilla siendo foco de actividad
pictórica notable, pero la Corte, que había atraído a Madrid a Velázquez,
a Zurbarán y a Cano, ignoró este desarrollo ulterior de la escuela de la ciudad
de la Giralda. Ya hemos visto que ni Felipe IV ni Carlos II poseyeron
obras de Murillo, fallo que enmendaron las colecciones reales en el siglo xvm,
mediante la entusiasta diligencia de Isabel de Farnesio, seguida luego
por Carlos IV. A Valdés Leal se le siguió desconociendo en Palacio y ello
se debe a la escasez de su pintura en el Museo del Prado. En Juan de Valdés
Leal algunas de las cualidades de la escuela barroca española llegan a un
violento paroxismo y casi diríamos a punto de explosión; fue, no obstante,
el último de los maestros andaluces del xvn que alcanzó una punta de
genialidad, pese a sus desconcertantes desigualdades, a sus descuidos y
ligerezas, compatibles con momentos felices y chispazos de colorista excep¬
cional. Pero para juzgar a Valdés en sus méritos y en sus defectos hay que
ir a Sevilla; el Prado sólo puede ofrecer una modesta representación de
un pintor al que no puede juzgarse sin una copiosa cantidad de cuadros
de su mano. Valdés, de padre portugués y madre sevillana, nació en Sevilla
en 1622. Vivió y pintó en Córdoba, en su juventud, estableciéndose de nuevo
en Sevilla en 1656. Cultivador de la pintura religiosa, la que imponía casi
exclusivamente la clientela de los artistas en aquella época, realizó la bri¬
llante serie de la Clarisas de Carmona en 1653, en 1657 y 1658 las pinturas
del Monasterio de San Jerónimo de Buenavista y en este mismo año pintaba
el gran retablo de los Carmelitas de Córdoba. Estas series, con las famosas
y terribles pinturas del hospital de la Caridad, que le fueron encargadas
en 1672, constituyen la más afortunada representación de la pintura de
Valdés; son los jeroglíficos de la vida humana ilustrativos, en cierto modo.
de las reflexiones sobre la muerte de don Juan de Mañara en su Discurso
de la Verdad, publicado en Sevilla aquel mismo año. Valdés Leal estuvo
entre los pintores que fundaron en 1660 la Academia que presidió Murillo;
en 1664 hizo un viaje a Madrid; fue también grabador e hizo algún retrato
de fuerza tan singular como el del propio Mañara, fechado en 1681. De
violento carácter, numerosas anécdotas nos han quedado de la fogosidad
de su temperamento, que sus cuadros expresan también de modo inequí¬
voco. Gravemente enfermo desde 1687, murió en Sevilla tres años después,
el 14 de octubre de 1690.
De los cuatro cuadros del Prado, La Presentación de la Virgen en el
Templo (M. 1.160), cuya procedencia no precisan los catálogos del Museo,
ha despertado dudas en cuanto a su atribución; en todo caso no es una
obra muy característica. La primera adquisición de fecha conocida de una
obra de Valdés para el Prado es la de Jesús disputando con los Doctores
(M. 1.161), pintura tardía, firmada y fechada en 1686, que entró en la
pinacoteca nacional en 1880. Composición en diagonal, Cristo Niño aparece
en lo alto de un complicado trono discutiendo con los rabinos de semíticas
facciones y aborrascadas barbas, cubiertos de turbantes a lo moro, gesticu¬
lando con pasión; el trono y los elementos arquitectónicos están cubiertos
de carnosos y atormentados relieves muy barrocos, en contraste con el
claustro que a la izquierda se ve, con columnas y bóvedas de arista copia¬
das de algún tratado de arquitectura. La oposición entre los grises del
fondo y los tonos cálidos de las figuras acentúa la dinámica inquietud de
la escena.
Son más interesantes los dos cuadros de la serie de santos y frailes
Jerónimos procedentes del Monasterio de Buenavista de Sevilla. Fue esta
serie obra importante de la juventud de Valdés; se ejecutaba por 1657-58,
teniendo el pintor treinta y cinco años. Ofrece la singularidad, incitante
para la comparación, de que el fogoso artista tuvo que representar asuntos
llevados veinte años antes por Zurbarán a sus lienzos del Monasterio de
Guadalupe, con un severo y reposado estilo lleno de profundidad y conten¬
ción, muy distinto de las movidas y explosivas composiciones de Valdés.
No obstante, en la colección de cuadros de figura única a que pertenecen
los dos de que ahora tratamos, Valdés contuvo un tanto sus arrebatos
de pincel y son por ello un cierto oasis de reposo dentro de las violencias
y factura a que era tan dado por temperamento. El San Jerónimo (M. 2.593) Diap.62
tiene, no obstante, cierta fogosidad expresiva en su rostro demacrado, de
ojos ardientes y barba negra. Nos da este cuadro la medida del colorista
que es Valdés en sus mejores momentos; el rojo de la muceta, los verdes 260
262
de la cortina y los finos grises plateados forman una armonía viva y po¬
tente de verdadero pintor; los serafines que vuelan sobre el santo, poseen
un dinamismo gustoso al artista, sin carecer de una solidez de forma que
no siempre alcanza. Contrasta por ello con el Mártir jerónimo no identifica¬
do (M. 2.582) cuyos blancos y pardos, propios del hábito de la Orden limitan
la paleta, acordada también con los grises del fondo: la cabeza es excelente
y expiesión reposada, más próxima, en lo que cabe, a los precedentes
zurbaranescos. Buena parte de los lienzos de la serie de Buenavista fueron
también a enriquecer el botín de los generales franceses: se dispersaron
por el mundo posteriormente y hoy hay ejemplares en Museos de Francia,
de Inglaterra y Alemania. Los dos lienzos del Prado fueron recuperados
en el siglo xx; procedentes de la colección Soult, pasaron después a la
galería del rey de los franceses, Luis Felipe de Orleáns que fue vendida en
Inglaterra en 1853. K1 Museo adquirió el Sun Jerónimo, en el comercio
inglés, en 1936, y el Mártir jerónimo, que pasó por la colección parisién
de la Princesa Orloff, en 1935.
Hemos dedicado en las páginas anteriores y en la antología gráfica
que comporta este libro el lugar destacado que merecen los grandes maes¬
tros del XVII, dentro de la colección del Museo del Prado. Mas junto a ellos,
al lado de estos creadores, existe una constelación de maestros menores,
que dan su entidad de escuela a la producción pictórica española del gran
siglo de nuestras letras y nuestras artes. Hemos señalado la parte capital
que en la definición de los objetivos estéticos nacionales supone la que hemos
llamado generación de 1560 y la que nace treinta años después y a la que
pertenecen los grandes creadores de la pintura española. Un apéndice menos
copioso se da en maestros de otra generación aparecida hacia 1620, en la
que Murillo y Valdés pueden quedar incluidos.
Ahora hay que referirse, con la brevedad que tanto el espacio como el
sentido de la medida exigen, a los epígonos, seguidores y continuadores que
dan una positiva densidad al panorama de la pintura española de este siglo.
Una escuela valenciana con maestros de segundo orden, pero que llega hasta
el xviii, continúa el impulso de Ribalta, que, a pesar de no ser valenciano
como ahora sabemos, fue el que condensó ciertos caracteres de unidad en
la pintura de aquella región. El Prado no nos ofrece material utilizable
para estudiarla; es el Museo de Valencia el que puede servir para conocer
esta producción. Andalucía tiene una producción, más copiosa que impor¬
tante, en focos locales, de los que el más importante es Sevilla. Y en Sevilla,
más que el impacto poco durable de Zurbarán, lo que domina son los
263 seguidores de Murillo, que repiten, varían y explotan las creaciones del
g§. Castillo. La Castidad de José.
pintor de las Inmaculadas y su impulso estético, hasta la época de los Bor-
bones; el Museo de Sevilla es el adecuado para que el estudioso o amateur
pueda tener una idea de esta prolongación del arte de los maestros de la
ciudad de la Giralda. Alonso Cano dejó a su vez una secuela en los pintores
de las generaciones siguientes, tanto en su ciudad natural, Granada, como
en Málaga, donde también los artistas locales se inspiraron en sus tipos
y en su arte. Pero tampoco en el Prado pueden estudiarse.
Del foco cordobés, del que el Museo de la ciudad de los Califas puede
dar idea, el Prado sólo guarda un estimable lote de pinturas de Antonio
del Castillo (1616-1668). Castillo fue pintor fecundo y de cierta fuerza,
que sintió vocación por la composición y por el cuadro narrativo. De ello
es muestra en el Museo la serie que relata en seis cuadros La historia de
José (M. 951 a 956), con figuras de tamaño académico; entonaciones pla¬
teadas, tonalidades vivas en contraste con grises y afición a los fondos
de paisaje son sus más notables caracteres. Análogo contraste entre colores
vivos—el rojo—y las carnaciones blanquecinas, pálidas, nos ofrece el San
Diap.63 Jerónimo penitente del propio pintor (M. 2.503), firmado con las iniciales
A. C. y fechado en 1635.
i4. LA ESCUELA
DE MADRID

r
V_>ion pleno derecho podemos hablar en el siglo xvii de una escuela de
pintura madrileña; Madrid alcanzó en esta centuria su rango de foco pic¬
tórico. La concentración en la corte de aristocracia, burocracia, extranjeros
y comercio, la afluencia de gentes de todas las regiones españolas a la ca¬
pital del reino—aunque como entidad urbana fuera aún poca cosa—, la
atracción de las colecciones reales y la fundación de nuevas iglesias y casas
religiosas en Madrid y sus cercanías, hicieron de Madrid lo que ha sido
desde entonces: una ciudad sobre la que caen, como, aluviones, los pintores
de todas las provincias que vienen a buscar a la corte clientela y notoriedad.
La escuela madrileña no es propiamente una escuela regional, a diferencia
de los demás focos pictóricos que hemos señalado en el mapa de España.
Muy pocos pintores de la escuela de Madrid fueron madrileños de nacimiento,
pero eso ha seguido ocurriendo hasta nuestros días. Lo interesante es que
en Madrid se opera un síntesis que da evidente unidad a la producción
pictórica de la corte, en la que los artistas, hoy con el Prado y las exposi¬
ciones, y en el xvii con las colecciones reales, tanto en el Alcázar como en
los palacios de las cercanías, más la proximidad de El Escorial y de Toledo,
pueden lograr un conocimiento de las grandes escuelas no españolas repre¬
sentadas en la riquísima pinacoteca que esos fondos representan. Lección
y enseñanza reforzada además en la segunda parte del siglo con el magis¬
tral ejemplo de Velázquez, que sin tener propiamente la cohorte de discí¬
pulos que un pintor de su talla hubiera tenido en otras circunstancias, no
dejó de influir en la pintura posterior. La influencia de \ elázquez puede
observarse en la factura pictórica suelta, ligera, fluida, y en la concepción
del retrato, género en el que el impacto de la obra del sevillano es innegable,
267 muy especialmente en el retrato cortesano.
Pero la principal demanda que encuentran los pintores que en Ma¬
drid trabajan es el género religioso, el cuadro de altar; las numerosas
fundaciones de conventos, capillas, cofradías, dan lugar a una clientela
relativamente abundante; no falta trabajo a los pintores, si no demasiado
generosamente pagado, sí lo suficiente para que sus pinceles no estén ocio¬
sos. En cambio, muy pocas ocasiones de cultivar los géneros profanos; ni
desnudos, ni mitología, ni paisaje, direcciones para las que no hay clientela.
No hay mecenazgo. Los nobles encargan retratos o compran pinturas
extranjeras; pero en general, sin burguesía rica, propiamente dicha, no
surge fácilmente en España ese coleccionismo de amateur que tanto estimuló
el trabajo de los artistas en países más afortunados. Solamente el bodegón,
la pintura de cosas, tuvo una cierta popularidad en España y, a la zaga
de italianos y flamencos, alguna producción de pintura de flores existió
también. Los pintores viven una vida de poco horizonte económico; y es
lástima porque en el siglo xvn, especialmente a partir del segundo tercio,
trabajaron en Madrid artistas de positivas dotes y aun de gran talento,
que en una sociedad más rica y con más afición al arte hubieran podido
dar rendimiento mayor. Una prueba del mediocre nivel económico del pin¬
tor español es lo que pudiéramos llamar su clausura dentro del país; esca¬
sísimos fueron los que salieron de España, a pesar de que nuestro imperio
político se extendía a países como Italia o Elandes y de que los nobles,
militares, diplomáticos y burócratas viajaban constantemente con misiones
a los territorios y virreinatos de la monarquía.
El Prado tiene una estimable representación de los pintores de la escuela
de Madrid, aunque no tan copiosa y selecta como pudiera y debiera ser.
La desamortización eclesiástica del siglo xix, puso a disposición del Estado
un enorme fondo de pinturas, religiosas en su mayor parte, que debidamente
seleccionadas hubieran constituido un notabilísimo capítulo de la pintura
madrileña en el Prado, si no un museo dedicado especialmente a ellas. En
realidad, lo hubo, aunque de la selección decidió el azar y muchas pinturas
de conventos y monasterios abandonados se perdieron o fueron vendidas al
extranjero a precios irrisorios; el gobierno creó para albergar fondos de esta
procedencia el llamado Museo Nacional de la Trinidad, que fue para el Esta¬
do como un almacén enojoso que acabó disolviéndose. Fue un pecado, porque
allí había obras muy importantes para la historia de nuestra pintura que hoy
están dispersas y algunas perdidas. Acabaron repartiéndose entre Museos y
establecimientos oficiales o religiosos, donde, en muchos casos, la incuria o
algo peor las hicieron arruinarse. Muy poca parte de ellas pasó al Prado,
porque los conservadores del Museo en el xix se interesaron muy poco por 268
estos cuadros madrileños que hoy alcanzan ya cotizaciones elevadas y se
buscan con empeño por Museos extranjeros, al paso que van siendo conocidos
nuestros artistas del xvn y estudiada su producción. La falta de atención
del Estado español a la cultura artística y a los Museos ha sido uno de los
pecados nacionales de los que ni un tardío arrepentimiento, que no ha lle¬
gado aún, podrá absolverle, porque el tiempo perdido será en muchas
ocasiones irreparable. Para estudiar a nuestros pintores es cada vez más
necesario viajar a museos a veces muy lejanos, incluso más allá del Atlán¬
tico, cuando el Estado español tuvo en sus manos un tesoro de pinturas
absolutamente gratuito que ha perdido en gran parte y que el tiempo va
poniendo en valor. Lo vemos ahora cuando el Museo del Prado, al tratar
de completar sus colecciones de pintura española y principalmente madri¬
leña, tiene que comprar, a precios que hace unos decenios hubieran parecido
fabulosos, obras que España tuvo a su disposición gratuitamente hace
un siglo.

269
ZJ. LOS PINTORES MADRILEÑOS
DE LA GENERACION
DE VELAZQUEZ

avances del realismo son tímidos en los pintores más o menos


coetáneos de Velázquez, representados en el Museo del Prado. Antonio
Arias, por ejemplo, muerto en 1684, en su cuadro La moneda del César
(M. 598), procedente de la iglesia de Montserrat de Madrid y fechado
en 1646, no parece haberse aprovechado de la progresiva ejecución de Veláz¬
quez en sus realistas composiciones, aún construidas con cierta sequedad.
De Jusepe Leonardo, aragonés, de Calatayud, nacido, se cree, hacia 1605,
se esperaba mucho. Se ha dicho por unos que fue discípulo de Pedro de las
Cuevas, maestro afamado en su tiempo, pero de cuya mano no se ha iden¬
tificado pintura alguna, y según otros, de Eugenio Caxés. Lo cierto es que
contribuyó a la decoración del Salón de Reinos del Buen Retiro con dos
cuadros de batallas, hoy en el Museo: La rendición de Juliers (M. 858) y
La toma de Brisach (M. 859). El héroe del primero es Ambrosio Spínola,
y aunque Leonardo es de los más coloristas entre los pintores del Buen
Retiro en aquel momento, el lienzo queda perjudicado cuando se piensa
en la composición de Las Lanzas y en la efigie de Spínola creada por Ve¬
lázquez.
Los maestros más importantes de la generación velazqueña en Madrid
son Juan Rizi y Antonio Pereda. Fray Juan Rizi (1600-1681) fue hijo de
un pintor italiano que vino a trabajar a El Escorial. Profesó como monje
benedictino en Montserrat, de Cataluña, fue abastecedor de largas series
de cuadros con temas de la Orden para los Monasterios benitos de España,
señalados por su realismo, su severa grandeza de concepción y la factura
suelta, espontánea y fluida que a veces nos recuerda a Velázquez. «El Zur-
barán castellano» ha sido llamado por la monumentalidad de sus composi¬
271 ciones y la dedicación a narrar vidas de monjes y santos, en versión serena
y viril. De su estilo pueden dar idea excelente algunos lienzos del Museo;
La cena de San Benito (M. 2.600) es un cuadro de interior con luz arti¬ Diap.64
ficial que emana de la candela que ilumina, en la pequeña mesa, la parca
refacción del santo monje y produce un violento contraste de sombra y luz
en los rostros del Santo y del joven monje que le atiende. Pocos cuadros
de la época, dentro de lo español, se muestran tan al nivel de los problemas
pictóricos de su época como este sobrio lienzo de Rizi. La preocupación
por el efecto espacial, por la luz y la ejecución amplia, así como su interés
por el bodegón, nos muestran en este cuadro que Rizi fue uno de los pocos
pintores coetáneos que supieron ver la progresiva novedad del arte de Ve-
lázquez. Y que con él y su pintura pudo tener contacto se comprueba al saber
que fue en la corte profesor durante algún tiempo del príncipe Baltasar
Carlos. Si La cena de San Benito procede, como parece ser, del Monasterio
de San Millán de la Cogolla, el lienzo se ejecutaría hacia 1653, lo que explica
suficientemente que la contemplación de la pintura de don Diego pudiera
haber estimulado a Fray Juan, que, en todo caso, es un franco adepto de
lo que don Elias Tormo llamaba la veta brava del arte español. Después
de la desamortización, el cuadro que comentamos fue al Museo de la Tri¬
nidad de donde pasó en depósito, en la absurda dispersión de sus fondos
ya aludida, a distintos establecimientos benéficos; al fin pudo ser rescatado
por el Museo después de publicada la monografía sobre Rizi, con estudios de
don Elias Tormo, del P. Gusi y del que esto escribe, en 1931. De San Millán
de la Cogolla procede también, a través del Museo de la Trinidad, el cuadro
con San Benito bendiciendo el pan (M. 2.510), de monumentales figuras muy
en primer plano y amplios plegados de paños; el modelo del monje joven
que presenta de rodillas el pan en un plato al santo fundador parece ser
el mismo utilizado para el cuadro antes descrito. El sillón y los reflejos
plateados de la estola nos hacen de nuevo pensar en los frotados de Veláz-
quez en su última época, y el retrato de caballero que, sombrero en mano,
se inclina ante el Santo hace probable la atribución a Rizi del retrato de
Don Tiburcio de Redin y Cruzat (M. 887), barón de Bigüezal, noble soldado
español que llegó a mariscal de campo, de accidentada historia militar
y espíritu de aventura que después de veinticuatro años de campañas,
«desengañado del mundo», tomó hábito de fraile capuchino y se fue a con¬
vertir indios americanos, muriendo en opinión de santidad en 1650. El
retrato se creía obra de Mazo hasta que Beruete lo atribuyó a Rizi, con
fundamentada crítica.
Antonio de Pereda es acaso el mejor pintor de cuadros de altar que
trabajó en Madrid en el tiempo de Velázquez. Era de Valladolid, donde 272
g8. Fray Juan Rizi. Don Tiburcio de Redin y Cruzat.
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gg. Pereda. Cristo, varón de dolores.


nació en el primer decenio del xvn, y murió de avanzada edad en 1678.
fecundo y activo, buen dibujante y colorista, suministró incansablemente
lienzos religiosos a iglesias y conventos del centro de España. Se distinguió
en la naturaleza muerta con cuadros del género Vanitas, entre los que están
acaso sus obras maestras; firmó y fechó bastante, lo que facilita el estudio
de su obra. Firmados están todos los cuadros suyos que el Prado posee;
el más antiguo debe de ser el lienzo que representa el Socorro de Genova
por el marqués de Santa Cruz (M. 1.317 a), una de las pinturas históricas
encargadas para el Salón de Reinos del Buen Retiro, hacia 1634-35. Cuando
lo pintó no llegaba a los treinta años; así se deduce de la firma: Antonius
Pereda aetatis suae 2... No se lee la última cifra pero aunque fuera un 9
tendríamos que pensar que no pudo nacer hacia 1608, como solía decirse,
sino, todo lo más, en 1605 ó 1606. El lienzo demuestra que, como la mayor
parte de los pintores de aquel conjunto, Pereda no tenía ni entrenamiento
ni capacidad satisfactoria para la pintura histórica: sólo Velázquez supo
elevarse con Las Lanzas a la altura de su asunto y crear una obra maestra.
Los restantes cuadros de Pereda en el Prado son de asunto religioso y mo¬
desto formato. Posterior al lienzo del Buen Retiro es La Anunciación,
de 1637 (M. 2.555); de 1641, el Cristo varón de dolores o Ecce Homo (M. 1.057)
y de 1643 el San Pedro liberado por un ángel, el único del Prado que procede
de las colecciones reales y muestra el sólido dibujo de Pereda; en su San Je-
Diap.65 rónimo (M. 1.046) el santo tiene el torso desnudo, lleva paño blanco y manto
rojo y reclina la cabeza en su mano, mientras escucha la angélica trompeta
en el cielo. Calavera, libros y cruz muestran las calidades del pintor para la
naturaleza inanimada; por cierto, que en el libro abierto que tiene el santo
ante sí se ve el grabado de Durero del Juicio final, de la llamada Pasión
menor del artista alemán, cuyo monograma reproduce fielmente Pereda
indicando la fidelidad de la copia.
Hubo, entre los contemporáneos de Velázquez en Madrid, cultivadores
del bodegón tan notables como Juan van der Hamen (1596-1631), hijo de
un flamenco, que fue destacado especialista en naturalezas muertas con
vasijas, botellas, platos de comestibles y dulces que tuvieron amplio mer¬
cado en su época; el Prado conserva uno de estos cuadros (M. 1.164),
fechado en 1622, y un Frutero (M. 1.165) de 1623, más otro notable con la
figura de Flora rodeada de rosas y otras flores, excepcional en la obra del
pintor; lleva la fecha de 1627.
De Felipe Ramírez, apenas se conoce sino la mención de Ceán Bermúdez
y el Bodegón (M. 2.802), del Museo, fechado en 1628 y en el que sigue con
275 gran fidelidad la tradición de Sánchez Cotán. De Francisco Collantes (1599-
1656) Sabemos que fue, además de discípulo de Carducho, pintor de cuadros
religiosos con aficiones al paisaje. No es de sus obras más representativas
La visión de Ezequiel sobre la resurrección de la carne (M. 666), en la que
el Profeta, entre ruinas de edificios de arquitectura romana, contempla
a los muertos saliendo de sus tumbas.
Con Francisco Rizi de Guevara (1608-1685), hermano del benedic¬
tino Fray Juan, inicia la escuela de Madrid el brillante sesgo barroco, deco¬
rativo, que había de caracterizarla en la segunda mitad del xvn. Discí¬
pulo de Carducho, fue ejecutante fácil y fecundo, un tanto superficial a
veces; sus pinturas tienen un grato colorido y una habilidad compositiva
que no son desdeñables. Está todavía necesitando una monografía que
será básica para el estudio del barroco madrileño. Realizó para los reyes
decoraciones para el teatro del Buen Retiro, bailes, máscaras y comedias,
para entradas solemnes de personas reales, hizo proyectos de arquitecto-
decorador, pintó al fresco, ejecutó infinidad de cuadros de altar y alguna
vez cultivó el retrato. A pesar de sus repetidos servicios a la corte no fue
pintor del rey hasta 1656. Fue también pintor del Cabildo de Toledo y
continuó al servicio de Carlos II, hasta su muerte en 1685. Como sus tra¬
bajos para la Corte de Felipe IV solo estuvieron en un plano considerado
secundario, la actividad de Rizi estuvo principalmente dedicada a sumi¬
nistrar grandes cuadros de altar a las iglesias y conventos de Madrid y sus
cercanías. Por ser así, y por haber sido Rizi uno de los precursores de la es¬
cuela madrileña de fresquistas que tuvo un desarrollo notable en la se¬
gunda mitad del xvn, sus obras mejores no llegaron a las colecciones reales
o no fueron museables a la creación del Prado. Por otra parte, como el lote
de pinturas que después de la exclaustración de Mendizábal pudieron incor¬
porarse al Museo de la Trinidad quedaron dispersas y olvidadas, en la
insensata política de depósitos que liquidó aquel Museo, su representación
en el Prado es arbitraria y no bastante importante para dar idea de sus
talentos. De la Trinidad conserva el Prado algunos lienzos de no gran tama¬
ño, procedentes de iglesias madrileñas desamortizadas en 1835; se incluye
en la antología en color de este libro La Adoración de los Reyes (M. 1.129), Diap.66
del Convento de los Angeles de Madrid, que da alguna idea de su espon¬
táneo y fácil estilo y de sus dotes de colorista y su capacidad de organi¬
zar una composición con soltura. Compañero suyo es La presentación en
ei templo (M. 1.130). Rizi cultivó el tema de La Inmaculada (M. 1.130 a),
en el que dio la pauta para una versión del tema de la Purísima que hizo
fortuna en la escuela madrileña hasta bien entrado el xvm. Sus fáciles
dotes de pintor no eran las más propicias para la fuerza y profundidad en 276
ioo. Collantes. La visión de Ezequiel sobre la resurrección de la carne
/«/. Francisco Rizi. La Inmaculada Concepción.
el retrato, pero aun en estos cuadros luce su fresca y rápida pincelada
y su grato color; el retrato de un General calatravo de Artillería (M. 1.127),
que antes se creía don Andrés Cantelmo, puede dar idea de este aspecto
de su arte. Los deberes que su relación con la corte le imponía le llevaron
a realizar un cuadro excepcional dentro de su obra y que durante mucho
tiempo pudo dar en el Prado una idea falsa de su arte; me refiero al Auto
de fe en la plaza Mayor de Madrid, en 1680 (M. 1.126), documento histó¬
rico de curiosidad singular, descrito minuciosa y profusamente por don
Pedro de Madrazo en el Catálogo del Museo de 1872, crónica pintada de
uno de los más ingratos espectáculos de la España de aquellos siglos, afe¬
rrada a una tradición anacrónica que nos indica la clausura moral y mental
de la España de Carlos II, en el siglo de Descartes y de Galileo. Obligado
a ser fiel a la representación de lugares, personajes y detalles, Rizi nos dio
aquí un lienzo documental más que un cuadro. La cuidadosa descripción
del triste acto inquisitorial le obligó a una factura inhabitual en él, violen¬
tando sus hábitos de suelto y libre ejecutante.
102. Carreño. San Sebastián.
i6. EL FINAL DE LA
ESCUELA MADRILEÑA

_LJn Juan Carreño de Miranda (1614-1685) confluyen las dos corrientes


que van a dar su carácter a la escuela madrileña, más merecedora de aten¬
ción de la que hasta ahora se le ha dedicado. De un lado la herencia de
Velázquez, que pesa fuertemente sobre los retratistas de corte; de otro,
esa alegría y claridad de paleta que debe mucho a la escuela de Rubens,
sin que dejen de olvidarse las lecciones de los pintores venecianos, tan exce¬
lentemente representados en las colecciones reales y de los cuales los espa¬
ñoles se sintieron siempre más cerca que de cualquier otra escuela de Italia.
Carreño, el más directo seguidor de Velázquez, después de Mazo, era astu¬
riano, de Avilés; se formó probablemente en Valladolid, junto a un tío
suyo pintor, y en Madrid trabajó bajo Velázquez, con el que tuvo relación,
fuera o no discípulo suyo. Dominó el fresco, en mucho auge en Madrid,
desde los últimos años de don Diego; fue Velázquez quien le llevó a pintar
en el Alcázar en la decoración mural del Salón de los Espejos. Su carrera no
fue tan fácil en Palacio como sus dotes hubieran merecido; no fue pintor de
cámara hasta 1671, cuando ya sus frescos y cuadros en iglesias de Madrid
y sus entornos constituían una producción copiosa. Pero la viuda de Feli¬
pe IV, doña Mariana de Austria, parece sintió inclinación por Carreño.
A ello debemos las impresionantes imágenes que de la reina madre y de su
hijo el desdichado Carlos II salieron de su pincel, así como de muchos
cortesanos, aristócratas, damas y enanos de Palacio. Fue el retratista
representativo de la corte de Carlos II, como Velázquez lo fue de Felipe IV.
No tuvo suerte en sus modelos; sus pinceles nos dieron la más fiel crónica
visual de la decadencia física de la dinastía en la última etapa de la Casa
de Austria en España. Poco después de ser nombrado pintor de cámara
281 D¡ap.67 estará pintado su retrato en pie de Carlos II (M. 642). Figura y ambiente
se acuerdan significativamente en el cuadro; el niño rey, de poco más de
doce años, aparece serio, pálido, raquítico, con sus piernas entecas cubier¬
tas de calzas blancas. Viste de negro, con golilla, capa sobre los hombros y
espada al cinto; sus rubios cabellos austríacos caen sobre sus hombros, la mi¬
rada es triste bajo la abombada frente de su excesiva cabeza. Lleva en la
mano izquierda un doblado papel, como memorial o petición, y su diestra
descansa sobre el sombrero de negra pluma colocado en la mesa de már¬
moles con dorados leones como apoyo, una de las que pasaron al Prado y
allí se conserva. El salón del Regio Alcázar está solado con piezas blancas
y negras, formando damero; en el muro cuelgan severos espejos de oscuro
marco rematados con águilas. Es el último monarca enfermizo de una gran
potencia decadente; el último vástago de una familia real e imperial que ha
empobrecido su sangre mediante la política de la «bárbara consanguinidad».
Años después, hacia 1680, en otro retrato de Carlos II (M. 648), el rey ya
no es un niño y lo que había de fragilidad delicada en la efigie infantil se
ha evaporado; ahora es ya una apariencia espectral lo que el pintor, fiel
al imperativo del retrato individualizado, nos presenta mal de su grado;
rasgos deformes, abultados, monstruosos; la hidrocefalia se ha acusado,
los ojos saltones, ahuevados, aparecen salientes, la austríaca nariz se acusa
prominente, el labio inferior cuelga como mancha de pálida sangre, su prog¬
natismo se ha acentuado... No carece su rostro de cierta trágica majestad;
aquel ser parece sufrir de su propia apariencia, que no inspira horror, sino
compasión. La factura es suelta, sabia; el pintor ha aprendido mucho de los
retratos de última época de Yelázquez, y su pincel sabe reflejar con honrado
arte de retratista la personalidad del triste rey para fundir líneas, atenuar
ingratos perfiles, envolver en cierta caritativa vaguedad las- degenerativas
facciones del último austria español.
Triste reinado, melancólica corte; más que el rey epiléptico, devoto,
purgador de errores y pecados ajenos, es la reina madre, doña Mariana,
la que conocimos como una muñeca impasible bajo las ricas galas barrocas
con que la retrató Velázquez a los diecinueve años, recién casada con su
tío Felipe IV, la que parece simbolizar este reinado del hijo, lleno de alarmas,
titubeos, debilidades, claudicaciones. No más de treinta y cinco años tendrá
la reina viuda, enfundada como tal en sus tocas monjiles; Carreño, a quien
la reina protegió, la representa (M. 644) como gobernante sentada en su Diap.68
sillón de clavos, ante el bufete en que despacha documentos o memoriales.
Está doña Mariana en un salón del grave Alcázar con su severo mobiliario
español; mesa con leones, cortinas, espejos de águila y sobre ellos un cuadro
de Tintoretto, que el Prado conserva: Judith y Holofernes. Siguiendo a Ve- 282
ioj. Carreño. Carlos II.
104. Carreño. Eugenia Martínez Vallejo, «la Monstrua
lázquez en su preocupación espacial y en su salvación del ambiente, Carreño
nos hace penetrar en el Palacio madrileño de los Austrias, y allí se nos apa¬
rece en su realidad fantasmal la reina viuda cuyas débiles manos difícil¬
mente podían llevar las riendas de un imperio en ruinas, y de una corte divi¬
dida por las facciones bajo el gobierno nominal de un rey enfermo. Como
Yelázquez también, Carreño inmortaliza el entorno palatino de estos mo¬
narcas, fin de raza; bufones como Francisco Bazán (M. 627), enanos como
Diap.69 Eugenia Martínez Vallejo, la Monstrua (M. 946), de enorme obesidad, con
su vestido encarnado y plata, rostro serio e infantil de mirada desconfiada
y una manzana en cada mano, como aludiendo acaso a glotonería anormal.
Fue esta enfermiza gordura la que hizo que fuera presentada en Palacio
en 1680; allí se quedó. Y aún se tuvo el extraño capricho de que Carreño
la pintara desnuda, como un Sileno coronado de pámpanos, en un cuadro
que salió de Palacio en el reinado de Fernando VII y que en 1939 volvió
al Museo por donación del barón de Forna (M. 2.800).
Fuera de Palacio, Carreño, retratista de la aristocracia cortesana, pudo
tener más gratos modelos. El Van Dyck español, como ha sido llamado con
alguna libertad, heredó de Velázquez su concepto del retrato, pero la sere¬
nidad del sevillano se templó en él con alguna nota de buscada distinción
elegante, en las que don Diego no necesitaba poner énfasis. De sus retratos
varoniles nos da excelente idea en el Prado la efigie de un caballero de San¬
tiago de distinguido porte, al que Sánchez Cantón y Allende Salazar identi¬
ficaron como don Gregorio de Silva Mendoza, duque de Pastrana, príncipe
Diap.70 de Eboli, montero mayor del rey (M. 650). El retrato del joven duque será
posterior a 1666, en que ingresó en la Orden de Santiago; viste de negro,
con golilla y espada, pero los cabellos sueltos sobre los hombros indican
un cambio de moda que marca un matiz diferencial respecto de las figuras
de Velázquez. También se diferencia en la composición; la figura del duque,
más enfática que las de don Diego, se inscribe en un rombo, y un cierto
gusto barroco señalan también el servidor que de rodillas le calza las espue¬
las al personaje y el caballo blanco al fondo, de pequeña cabeza y largas
crines, tan diferente, en su decorativa superficialidad, de los caballos de
Velázquez. El cuadro fue adquirido por el Museo a fines del siglo xix, pro¬
cedente de la casa ducal de Osuna. Más curioso es el retrato por Carreño
Diap.71 de un Embajador ruso en la Corte de Carlos II (M. 645). Se trata de Pedro
Ivanovich Potemkin, Nomestnik o gobernador de Borovsk, enviado a Es¬
paña por el zar Alejo Mikailovich en 1667; estuvo un año en España;
pero, según parece, volvió en 1681, ocasión en que se cree le retrató Ca¬
285 rreño en su oriental atuendo moscovita.
Todavía el Prado nos otrece alguna muestra de la pintura religiosa
de Carreño, que logró en ella muy afortunadas obras, especialmente en sus
brillantes versiones de la Inmaculada. De sus entonaciones azuladas y plata,
muy peculiares de la paleta del pintor de Carlos II, nos dan idea la Santa
Ana enseñando a leer a la Virgen (M. 651), del Convento de Carmelitas de
Madrid, y el San Sebastián (M. 649), fechado en 1656, que procede del con¬
vento de las Vallecas.
El barroco madrileño tiene pintores religiosos que cultivan las compo¬
siciones ricas, movidas, recargadas. La generación siguiente a Rizi tiene
tres representantes en esta dirección exaltada, a veces superficial, que
introducen un elemento decorativo y dinámico en el cuadro de altar, muy
frecuentemente tocado de influencias italianas o flamencas. Francisco de
Herrera el Mozo (1622-1685), hijo del sevillano del mismo nombre, es un
buen representante de esta tendencia. Heredó del padre el carácter vio¬
lento; estuvo en Italia, pintó al fresco, proyectó arquitectura, y su arro¬
gancia y complejo de superioridad le crearon muchos enemigos. Lo que le
representa en el Museo es su Apoteosis de San Hermenegildo (M. 833), que
procede de los Carmelitas Descalzos; su enorme tamaño, su enfático barro¬
quismo, su desenfadada factura y aun sus tipos, nos recuerdan las obras
del padre, dentro de una paleta más clara y mayor afición a la representa¬
ción del movimiento. No está representado en el Prado Sebastián de Herrera
Barnuevo, de mucha influencia en el barroco madrileño, y lo que hay de
Jiménez Donoso es poca cosa para darnos idea de su arte.
Son los discípulos de Rizi y de Carreño los que dan un más grato y
coherente aire de escuela a la escuela madrileña. Las más brillantes figuras
son las de Cerezo, Antolínez, Escalante y Claudio Coello. Sus dotes de
coloristas, su grata e inspirada concepción del cuadro religioso, la calidad de
sus talentos, hubieran hecho de ellos pintores famosos de nacer en otro
momento más feliz de la historia de España. Dejaremos aparte a Claudio
Coello, el último gran pintor de cámara de la corte de Madrid antes que
Goya, porque con él debemos rematar la historia de la pintura de Madrid
en el xvii. Los otros artistas fueron tres malogrados, a juzgar por las noti¬
cias que de ellos nos han quedado, muriendo aproximadamente a los cua¬
renta años, edad muy temprana para que un pintor pueda haber dado
la medida de su talento; no obstante, quedan aún muchos puntos oscuros
en lo que de ellos sabemos y es posible que las fechas tradicionales hayan
de ser rectificadas en algún caso.
Los tres tienen dotes excepcionales para el color, ejecución fresca y es¬
pontánea, gusto y habilidad en la concepción; en ellos se funden lecciones 286
ioj. Carreño. Santa Ana enseñando a leer a la Virgen.
¡o6. Herrera «.el Mozo». Apoteosis de San Hermenegildo.
aprendidas en los venecianos y en los flamencos del xvn. Dedicados a la
pintura religiosa, sus cuadros no entraron en las colecciones reales; al crearse,
pues, el Prado, su representación en el Museo no era importante, y la mayor
parte de los cuadros que en él figuran han sido adquisiciones posteriores,
muy recientes algunas, que van completando la idea que de la pintura
madrileña puede alcanzar el visitante. Como ya se ha dicho, fue una des¬
gracia la dispersión de tantas obras de la Escuela de Madrid, tras la
desamortización y la desaparición del Museo de la Trinidad, en el que sus
pintores lograban una selección, aunque arbitraria, considerable; el erróneo
criterio de aventar aquellos cuadros por todo el mapa de España ha retra¬
sado mucho estudio y conocimiento de los pintores cuyos cuadros, cuando
hoy aparecen en el mercado de arte, alcanzan estimaciones que hace unos
decenios se hubieran creído inverosímiles. Ello demuestra que los coleccionis¬
tas van apreciando como merecen a estos artistas, desdeñados en su tiempo
por la Corte y luego por la organización museal. Como, además, no han dis¬
frutado, precisamente por haber pintado en Madrid, de un culto provinciano
que las regiones españolas suelen dedicar a los artistas locales, ni siquiera
sus monografías han recibido aportaciones considerables de la labor erudita
del último siglo.
Mateo Cerezo (1626-1666), exquisito pintor, era burgalés; fue en Madrid
discípulo de Carreño y sus dotes fueron precoces, llegando a estimarse como
del maestro obras producidas por el discípulo; pintó también en Valladolid
y en su ciudad natal. En los escritores antiguos surgen, al hablar de Cerezo,
los nombres de Tiziano y Van Dyck, y aunque puedan parecer hiperbó¬
licas estas aproximaciones, algo tienen de ciertas. Es evidente que estudió
con fruto las colecciones de pintura del Real Alcázar y que copió allí obras
famosas, lo que no es desdeñable formación para un pintor. Limitándonos
a lo que el Prado conserva de su mano, mencionaremos Los desposorios
Diap.72 místicos de Santa Catalina (M. 659), firmado y fechado en 1660, el año
de la muerte de Velázquez, cuadro que se incluye en nuestra antología
y que Mayer desdeñó injustamente; lleno de nobleza y distinción, bien
compuesto, su grato colorido brillante nos hace pensar en la escuela de
Rubens, dentro de una digna contención muy española y especialmente
madrileña. Análogos caracteres, más el brío con que está representado el
movimiento, posee la Asunción de La Virgen (M. 658), único cuadro que
procede de Palacio, ya que, según Sánchez Cantón, vino al Museo del Real
Sitio de Aranjuez. Adquisición de este siglo es el exquisito San Agustín,
fechado en 1663, en el que Cerezo ha logrado dar al rostro del Santo una
289 intensa expresión de espiritualidad.
José Antolínez es uno de los pocos pintores españoles que fueron madri¬
leños de nacimiento; nació en 1635. Discípulo de Rizi, fue uno de los más
brillantes coloristas de la escuela, y su vaporosa y envolvente pincelada
y su fluida técnica expresan el refinamiento alcanzado por la escuela tras
Velázquez. Además del cuadro religioso cultivó el género y el retrato, y
aunque el Museo sólo posee unos cuantos cuadros de altar de su mano,
son suficientes para dar idea de sus brillantes cualidades. El Tránsito de
la Magdalena (M. 591) posee un delicado colorido y un ímpetu ascensional
que indica magistral dominio de la expresión del movimiento. Sobresalió
Antolínez, como Carreño, en los cuadros de Inmaculada Concepción, incon¬
fundibles como son los de Murillo en la escuela sevillana, y de los que exis¬
ten ejemplares numerosos en otros Museos y colecciones; el Prado posee
uno, excelente, fechado en 1665 (M. 2.443). Se cita como fecha de la muerte
de Antolínez la de 1675, pero hay motivos para suponer que pudo vivir
algunos años más.
Juan Antonio de Frías y Escalante (1633-1670), que así firma algunos
cuadros aun cuando sea llamado comúnmente Escalante, era cordobés,
discípulo de Francisco Rizi, y murió joven, a los treinta y siete años.
Su colorido es delicado, transparente, con entonaciones rosadas y plateadas
de finura excepcional. Fue apasionado del Tintoretto, y aunque se observa
en él la huella de esta predilección, sus entonaciones no son tan sobrias
y cenicientas como las del gran veneciano, sino claras y brillantes, como las
de una pintura flamenca. El Prado no conservaba de su mano sino unos
cuantos cuadros, algunos de cierto aliento narrativo y de buen colorido,
pero que no daban idea de su talento; afortunadamente ha podido adquirir
en fecha reciente una composición de mayor aliento, la Comunión de Santa
Rosa, que mejora la representación del malogrado pintor madrileño. Diap.73
En esta última etapa de la escuela arraiga en Madrid el cuadro de flores
que tan cultivado fue por los artistas italianos o flamencos. La especialidad
se centra especialmente en una sola familia cuyo jefe fue Juan de Are-
llano (1614-1676), fecundo pintor de floreros, generalmente de pequeños
formatos, que firmó mucho. Rosas, tulipanes, margaritas, lirios, aparecen
agrupados en vasos de vidrio o metal o en canastillas de mimbre, en los
cuadros que salieron de su mano; el Prado posee ocho lienzos de este tipo
(M. 592 a 597 y 2.507 y 2.508). Los dos últimos están fechados en 1652.
Su hijo José también cultivó el género, pero acaso superó a ambos el yerno
de Arellano, Bartolomé Pérez (1634-1693), del que ya dijo Madrazo que
«excedió a su suegro en el dibujo». Trabajó para el Buen Retiro, llegando a 290
¡oy. Cerezo. San Agustín.
io8. Bartolomé Pérez. Florero.

292
293
iog. Arellano. Florero.
lío. Escalante. Triunfo de la Fe sobre los Sentidos. Detalle.
ser nombrado pintor del Rey, en 1689. Las colecciones reales poseyeron
muchos cuadros suyos; diez figuran en el Prado (M. 1.048 a 1.057), algunos
procedentes del Convento de San Diego, en Alcalá. Su paleta es más clara
que la de Arellano, distinguiéndose por la composición más animada de
sus floreros y por los tonos blancos, muy utilizados por él para pintar
rosas, claveles y nardos. Incluimos en nuestra antología en color un florero
de Bartolomé Pérez (M. 1.049), representativo de su arte amable.
El último y excelente pintor de los Austrias españoles y de nuestro
siglo xvii es el madrileño Claudio Coello (1642-1693). Hijo de un broncista
portugués, fue discípulo de Francisco Rizi, del cual había de heredar la
animada paleta y su destreza en abordar grandes composiciones, pero
también siguió a sus antecesores, Velázquez y Carreño, en la serena obje¬
tividad de retratista y la fidelidad al natural. A la vez fecundo deco¬
rador al fresco y dominador del óleo, en Coello se funden dispares notas
de la escuela madrileña con el gusto en el color y la penetración en el mo¬
delo que son en ella características. Que fue extraordinariamente precoz
nos lo dice uno de los cuadros de su mano que el Museo del Prado conserva,
el lienzo con Jesús despidiéndose de sus padres y Santa Ana, interpre¬
tado como Cristo niño a la puerta del templo (M. 2.583), de iconografía
poco frecuente. La expresiva dulzura de los tipos, especialmente del niño,
y lo delicado de las tintas, sobre todo en los azules, comprueba que la
escuela española evolucionaba en el sentido de lo amable, tanto en los pin¬
tores de Sevilla como en los de Madrid; sin parecerse a Murillo, hay una
análoga inflexión hacia esta suave y grata versión en los cuadros religiosos
y hacia el color brillante en oposición a las severas austeridades de la pri¬
mera mitad del siglo. El cuadro está firmado y fechado en 1660, cuando
el autor tenía apenas dieciocho años. No deja de ser curioso que en el siglo
pasado, oculta la firma, fuera atribuido en Francia a Cario Dolci, muy
frívola atribución, en nuestra opinión, que nada en Coello justifica. A los
veintidós años (1664) pintaba la Apoteosis de San Agustín, del Prado,
movida composición de bello color, típico cuadro de altar de escuela ma¬
drileña, que procede del convento agustino de Alcalá de Henares. A los
veintiséis años pintaba espléndidos y barrocos cuadros de altar, como el
que realizó en el altar mayor de las Benedictinas de San Plácido, en Madrid,
en 1668. Y del año siguiente, 1669, son las dos importantes composiciones
del Museo del Prado, representando La Virgen y el Niño entre Santos y
figuras de las Virtudes (M. 660) y La Sagrada Familia con San Luis Rey
de Francia y otros Santos (M. 661). Solo el primero está fechado, pero su
factura y aun su formato los emparejan hasta permitirnos suponer que
fueron pintados al mismo tiempo. En ambos lienzos se da la grata y rica
paleta de Coello, la suelta pincelada abreviada con rasgos velazqueños
y la exornación decorativa en que continúa a Rizi, su maestro; fondos
de arquitectura y jardín, suaves contrastes de luces, ángeles, cortinajes
y alfombras no restan interés a las figuras, algunas de precisa y noble indi¬
vidualización, como la bella imagen de San Luis inclinándose cortésmente
ante las gradas del trono de la Virgen, en disposición de arrodillarse. El
cuadro, especialmente representativo de la escuela madrileña, fue pintado
para un caballero de la guardia de Corps de la reina madre doña Mariana
de Austria, don Luis Faures, siendo adquirido para las colecciones reales
por Carlos III, con otros lienzos de la colección Ensenada.
Trabajó mucho Coello para iglesias y conventos de Madrid y sus alrede¬
dores e incluso se desplazó a Zaragoza, a Toledo y al Paular para realizar
pinturas al fresco que indican el arraigo de este procedimiento en España,
en la segunda mitad del siglo. En 1683 alcanzó a ser pintor de cámara, y
dos años después, al morir su maestro Rizi, hubo de realizar la pintura que
a él había sido encargada y que había de ser la obra maestra de Coello,
en la que se afirma como digno heredero de Velázquez; el gran cuadro de
la sacristía de El Escorial, representando a Carlos II y sus cortesanos
adorando la Sagrada Forma de Gorkum, estimada reliquia conservada en
aquel monasterio. Fue el último gran óleo de nuestra escuela; la capacidad
de Coello de resolver en un lienzo problemas arduos de luz, de espacio
y de perspectiva, juntamente con la admirable calidad de los retratos de
que está lleno el lienzo, hacen de esta obra uno de los hitos de la pintura
española del xvn. Algún ejemplo de Coello como retratista hay en el Prado;
así, su efigie de Carlos II (M. 2.504) y la de un fraile franciscano al que
llaman los inventarios de Palació el Padre Cabanillas (M. 992).
Si la escuela madrileña aún perpetúa sus tradiciones dentro del siglo xvm
bajo los Borbones españoles, se debe a un pintor cordobés, de Bujalance,
don Antonio Palomino, hombre de letras y cultura. Palomino vino a Madrid,
donde fue ayudante de Coello; buen práctico del fresco, en este procedi¬
miento ejecutó sus brillantes y a veces colosales pinturas en multitud de
iglesias en Madrid, Valencia, Granada y otros lugares. Pero, ante todo, el
mérito singular de Palomino fue la publicación del libro que los artistas
han manejado hasta nuestros días y todavía consultan: el Museo pictórico
y Escala óptica, cuyo primer volumen apareció en 1715. Sus biografías de
artistas españoles, publicadas en la tercera parte de su tratado, fueron la
base de la historiografía del arte en España durante muchos años. Sus
cuadros de altar no superan su obra como fresquista y, en todo caso, el
i. Claudio Coello. Apoteosis de San Agustín.
ii2. Claudio Cotilo. La Virgen y el Niño entre Santos y figuras de las Virtudes.

298
Museo del Prado no posee sino un solo óleo de su mano: la Inmaculada
Concepción (M. 1.026), eco discreto de la pintura religiosa y de la icono¬
grafía madrileña de la imagen en la segunda mitad del xvii. Palomino fue
testigo del cambio de dinastía que tanto iba a pesar en el arte español;
sus consecuencias no se hicieron sentir hasta más avanzado el xvm y el
artista cordobés pudo creerse con cierto derecho mantenedor de unas tra¬
diciones pictóricas que le iban a sobrevivir escasamente. Eran otros tiempos
y otro estilo. Pero tras la difícil adaptación al rococó y al gusto internacio¬
nal favorecido por la borbónica familia reinante, otra vez el arte español
hallará en Goya el genio personal que, tratando de enlazar con Velázquez
y la escuela castiza española, sería capaz de abrir nuevos horizontes a la
pintura europea.
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iij. Meléndez. Bodegón. Detalle.


i7. EL SIGLO XVIII EN LA
PINTURA ESPAÑOLA

F
JLJspaña, aislada del mundo en el siglo xvn, se ha ido hundiendo en una
decadencia política en la que solo las artes y la literatura parecen mantener
vivo el espíritu nacional; las circunstancias históricas explican el viraje que
España dio a la muerte de Carlos II. La pintura nos ilustra sobre el reinado
de aquel monarca con las tristes imágenes de aquel rey, fruto de muchos
años de lo que llamó Marañón «la bárbara consanguinidad en la política
matrimonial dinástica». Esa decadencia física del Rey Hechizado refleja
la de todo el reino; España ha perdido en Europa el rango de primera po¬
tencia que Felipe IV mantuvo con cierta dignidad aún y hasta con destellos
de grandeza. La Paz de los Pirineos y el matrimonio de María Teresa con
Luis XIV marcaron el cansancio de la España austríaca. Allí se pusieron las
premisas de una orientación a Francia que el testamento de Carlos II iba
a sancionar. Viene a España en 1700 un monarca francés, descendiente
de la hija de Luis XIV, cuyos derechos triunfan sobre los de los parientes
austríacos; pero, desgraciadamente, aquel triunfo hubo de ser sancionado
por una guerra de sucesión, que en buena parte fue ya una guerra civil.
Felipe V, duque de Anjou, sube al trono español, pero su derecho a reinar
ha de defenderlo con las armas en la mano a través de largos años de una
lucha que, como todas las guerras civiles españolas, acabó convirtiéndose
en una guerra europea. No podía haber mayor contraste entre la Francia
de donde venía el nieto de Luis XIV a la España decaída y arruinada que
iba a encontrar; entre su país rico y refinado y esta tierra pobre, austera,
destrozada por largos años de intervenciones en Europa y por una política
irracional y torpe.
Hasta los últimos pintores del siglo xvn hemos visto mantenerse el
301 carácter religioso de la pintura española; cuadros de altar, visiones místicas,
ii 4- Paret. Las Parejas Reales.

302
imágenes de un arte religioso barroco, junto a una tradición de retratistas
que se enfrentan con el modelo humano con aquella noble y áspera since¬
ridad, con aquella penetración en lo individual, que en el arte de Velázquez
tiene su más alto exponente. El arte francés, cortesano, secularizado, lleno
de distinción y elegancia, a veces superficial, y de un contenido clasicismo
imitativo, nada tenía que ver con el arte que se practicaba en España. La
incomprensión de la nueva dinastía para la tradición pictórica nacional
es absoluta. Durante el primer tercio del siglo aún se mantiene una cierta
secuencia de la pintura española del xvn a través de ciertos maestros tra-
dicionalistas o provincianos que mantienen alguna brasa entre las cenizas
del pasado. No deja de ser significativo, dentro de los pocos ejemplos que
el Prado puede presentar, que un cuadro representando El entierro del conde
de Orgaz (M. 959), el tema que pintó el Greco en Toledo, y que ha estado
atribuido a Sebastián Muñoz, pintor del siglo xvn, muerto en 1690, sea
obra de un artista del xvm, Miguel Jacinto Menéndez (1679-f hacia 1731);
en ella se muestra como tantos otros pintores no representados en nuestro
Museo, seguidor, en paleta y factura, de la escuela de la centuria anterior.
Pero Felipe V y sus asesores no tienen simpatía por este arte, como no
sienten tampoco el barroco arquitectónico español; su primer cuidado
fue puesto en crear en torno suyo un simulacro de ambiente artificial, a la
francesa, importando artistas que pudieran traer a España un reflejo del
arte de ultrapuertos. El rococó internacional francés o italiano tendrá su
representación en los pintores de cámara de los primeros Borbones. La
pintura española había ignorado ese arte cortesano de aparato, que honra
a la monarquía más que al individuo que ocupa el trono; el lujo, la pompa
y la ostentación sirven a una aristocracia cuya función social se exalta de
esta manera representativa. Por primera vez se va a intentar en España
un arte dirigido, en el que la Corte y los nobles que junto a ella residen
tratarán de influir, adaptando a estos gustos la producción pictórica de
los artistas. El clasicismo francés había concebido el arte como algo sujeto
a reglas, tanto en la literatura como en las artes; si Racine está en el polo
opuesto de Lope de Vega o Calderón, Velázquez estaba en los antípodas de
Le Brun o de Mignard. Limitada o no, la tradición española se fundaba en
una transmisión viva, directa, mantenida a través de los talleres de los
pintores. Ahora la creación se hace precepto, y para procurarlo se instaura,
bajo Fernando VI, la Real Academia de Bellas Artes. Supone la Academia
el control centralizado de toda iniciativa artística en el país y, sobre todo,
la organización de la enseñanza; entran a formar en este areópago del arte
303 aristócratas, cortesanos y funcionarios, y bajo ellos, subordinados a su
jerarquía y dirección, los artistas; de entre estos se eligen los que han de
llevar la responsabilidad de la enseñanza de las respectivas artes. Los
modelos clásicos, el dibujo de estatuas, la corrección y la composición según
principios, son las normas de esta enseñanza académica que termina en
los concursos, se sanciona por los premios y culmina en la pensión a Roma,
por primera vez establecida en España. Si los Borbones encuentran algo
valioso para ellos en España es la pintura de Murillo, que, durante su estan¬
cia en Sevilla, Felipe V y su mujer Isabel de Farnesio descubrieron como
un hallazgo.
El arte cortesano tiene ocasión de ofrecer a los pintores atraídos a la
capital, extranjeros en su mayor parte, trabajo lucido en la decoración del
nuevo palacio. Incendiado el antiguo Alcázar en 1734, la nueva dinastía
se ve simbólicamente obligada a crear su albergue propio. Para erigirlo se
rompe con la arquitectura española y se importa el clásico barroco italiano,
según los proyectos del abate Juvara, pronto fallecido en Madrid, que su
discípulo Sachetti se encarga de llevar a cabo. Es un palacio a la europea,
como puede encontrarse en otra capital del xvm, desde París o Turín a
San Petersburgo. Los vastos salones del palacio nuevo requieren adecuadas
decoraciones al fresco, que son confiadas, en su mayor parte, a pintores
extranjeros, Giaquinto en un principio, Mengs y Tiépolo después, ya en el
reinado de Carlos III.
Entre artistas franceses e italianos y los nuevos discípulos de la Aca¬
demia, pensionados a Roma muchos de ellos, la pintura española cambia
de signo. No hay muchas obras de esta producción en el Museo del Prado,
y en todo caso no cabría dedicar en esta antología mucho espacio a estos
discretos pintores, secuaces de un arte que está en contradicción con la
interrumpida vocación nacional. No deja de ser significativo que uno de
los primeros artistas que en esta selección pueden incluirse hubiese nacido
en Nápoles; Luis Eugenio Menéndez, nacido en 1716, era hijo de un minia¬
turista de Felipe V y sobrino de Miguel Menéndez, ya mencionado, que
también retrató al primer Borbón. Discreto y aplicado, no logró grandes
favores, pero se hizo una reputación como pintor de naturalezas muertas,
realizadas con una finura de observación y una cuidada técnica que se apar¬
tan enteramente del castizo bodegón español, sobrio y severo, practicado
por Sánchez Cotán y por Zurbarán, por Van der Hamen o Ramírez, en el
siglo anterior. Nuestra antología incluye un Bodegón (M. 902) firmado por Diap.77
el artista en 1772, pintado, con otra serie de ellos que en el Prado se conser¬
van, con destino al palacio de Aranjuez. Se le ha llamado a Menéndez el
Chardin español, lo cual puede ser exagerado, pero no deja de tener un 304
iij. Meriéndez. Bodegón. Detalle.
valor aproximativo. Pinta con excelencia los pescados, las frutas, las cajas
de dulces, los servicios de chocolate, la caza y la carne, con una honradez
imitativa muy estimable y un acromado colorido. No se limitaban a este
género sus talentos, porque los pocos retratos que de su mano se han descu¬
bierto prueban que hubiese podido competir muy dignamente con algunos
de los pintores de cámara que inmortalizaron a nuestros reyes del xviii.
La formación de los pintores españoles del xvn había puesto el énfasis
en la luz y el color, en la factura amplia y la pincelada suelta; la minucia en
el acabado, y el cuidado en el dibujo no fueron para ellos preocupación do¬
minante. El método académico y el clasicismo a la fuerza que la Academia
trata de imponer obligan a los jóvenes aprendices de pintor a una disciplina
de diseño que dio su fruto en las artes aplicadas. Solo alguna vez consi¬
guen, por excepción, una exquisitez de factura como la que alcanza Luis
Paret y Alcázar, refinado pintor que tuvo una formación muy completa
y que es uno de los más afrancesados pintores de nuestra escuela nacional.
Nació en 1746, el mismo año que Goya, y si en él se muestra el cambio de
orientación que las artes han sufrido en España, no es solo por su maestría
en el diseño, su finura en el toque, su fría paleta, delicada y en la que do¬
minan los azules y los grises, sino por su atención al tema profano, a las
escenas de la amable vida del antiguo régimen, a veces tratadas con un
dejo de ironía rara en España. Paret es, como ha dicho María Luisa Caturla,
el único pintor alegre de nuestra escuela. Gusta sobre todo de cuadros con
figuras de pequeño tamaño, siempre poco cultivadas por los pintores espa¬
ñoles, y en él se deja ver, tanto o más que la enseñanza académica española,
la influencia de un pintor francés que fue maestro suyo, Charles de la Tra-
verse. Obra de 1776, El baile de máscaras (M. 2.875), del Museo del Prado, es Diap.78
muy representativo ejemplo de Luis Paret y Alcázar, al que tampoco en su
tiempo se hizo justicia; el cuadro lo pintó a los veinte años y hubiera bastado
para dar fama al artista, si no hubiese sido desconocido hasta 1944, a pesar
de haberse grabado ya en el siglo xviii, pero la lámina no indicaba el
autor de la composición, y sí que el baile se celebró en el teatro del Príncipe,
de Madrid. Había viajado Paret por Francia y por Italia, y el rococó inter¬
nacional secularizado y ameno tiene en sus obras un acento europeo que es
raro en España. Paret ha interesado mucho en estos últimos años, y sus
obras conocidas nos lo muestran esencialmente como uno de los pocos pin¬
tores de gusto civil de nuestro arte. Pintó acontecimientos cortesanos,
como sus Parejas reales (M. 1.044), representando una fiesta hípica celebrada
en Aranjuez, en tiempos de Carlos III, en 1773. Ironizó con levedad exqui¬
sita en la tabla representando a Carlos III comiendo en un salón de Palacio
ii 6. Paret. Carlos III comiendo ante su Corte.

307
-
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(M. 2.422), rodeado de sus perros y de sus cortesanos, después de regresar


K
O de su habitual jornada cinegética en El Pardo; el cuadrito, procedente de
*3
Rusia, está firmado humorísticamente con letras griegas, y su texto (Luis
5
<3
Paret, hijo de su padre y de su madre, lo hizo) refleja bien el espíritu burlón
que caracteriza la literatura crítica y epistolar del siglo xvm. Ese mismo
O gusto francés, con inclinación a reflejar la vida de su tiempo, se apunta
t en Antonio Carnicero, también contemporáneo de Goya, nacido dos años
después del gran artista aragonés, en 1748. Pintor de majas y toreros y de
tipos populares, tan en boga en su tiempo, retratista excelente, la Ascensión
Diap.79 de un globo Montgolfier (M. 641), en Madrid, ostenta la delicada factura
as
y la paleta fría que la escuela francesa puso de moda. Está fechado en el
A
decenio de 1780, sin que se pueda leer bien la última cifra, y es, con las pro¬
ducciones de Paret y con los cartones de Goya, una de las pinturas que
pueden darnos idea visual de lo que fue la vida en aquellos años relativa¬
mente felices del reinado de Carlos III, antes de la gran crisis que la Revo¬
lución francesa y las guerras subsiguientes iban a producir en Europa.
El academismo literal lo representa en este siglo, y concretamente en

a el Prado, la pintura de Francisco Bayéu, aragonés, cuñado de Goya, al que


llevaba doce años (nació en 1734), que entró en la corte de la mano de Mengs,
c
\i
acaso por recomendación de su suegro, el pintor Merklein. Antonio Rafael
8
c
*m Mengs, el pintor teórico del bello ideal, protegido por Carlos III, intentó
\>
Q reformar, con arreglo a su rígida doctrina, de un clasicismo menos puro de
lo que él suponía, la enseñanza de la pintura en España. Por su orgulloso
5 carácter y la positiva resistencia que los académicos españoles opusieron
O
a su intransigencia, no tuvo demasiado buen ambiente en los medios profe¬
I
sionales, pero si alguien le siguió o intentó seguirle al menos, fue precisa¬
$
mente el cuñado de Goya. Bayéu fue muy celebrado y todo lo que en él
era escolástico, dibujo, composición, colorido frío, fue ponderado hasta
las nubes por sus contemporáneos. Fecundo pintor de cuadros de altar
y de frescos para los palacios reales, La batalla de los gigantes (M. 604)
nos da idea de esta producción; pintado como esbozo del techo para el
comedor de diario del Palacio nuevo, su dibujo y sus tonalidades azuladas
están en la línea de Mengs, aunque no la agitada gesticulación de los per¬
sonajes. Está a cien leguas de Goya en cuadros que imponen la compa¬
ración; así El paseo de las Delicias (M. 606), boceto para un cartón de
tapiz, de figuras envaradas y desteñido color. Como retratista se le han
atribuido algunos cuadros que supondrían una especie de rebelión de sus
gustos castizos frente a la disciplina excesiva que había laminado su talento.
309 D¡ap.80 El problema se presenta ante el retrato de su hija Feliciana Bayéu (M. 740 h),
iig. Maella. Las Estaciones: El Verano.
cuya paleta caliente y fresca impresión del natural parecen sorprendentes
para el pintor de las gamas frías y de las composiciones académicas. Se atri¬
buyó en tiempos a Goya y no sería indigno de él, pero en todo caso la atri¬
bución no importa si nos indica que los pintores españoles eran capaces en
el retrato de evadirse de la tiranía de una férula que pugnaba con el tem¬
peramento nacional. Muy inferior a su hermano Francisco es Ramón
Bayéu, que tan pobre figura hace junto a Goya en sus cartones para tapiz.
La iniciativa clasicista y europeizante tuvo influencia notable en las
artes industriales, que alcanzaron un nivel muy discreto en España, si¬
guiendo los modelos europeos. Se trataba también de un arte dirigido;
a las iniciativas reales se debieron las creaciones de la Real Fábrica de
Tapices, en tiempo de Felipe V y de la Fábrica de Porcelanas del Retiro,
bajo Carlos III. La Fábrica de Tapices de Santa Bárbara arrastró una
vida lánguida en sus comienzos, forzada por la necesidad de suministrar
a los palacios reales las piezas de tapicería que necesitaban para su deco¬
ración. Pero la ausencia de tradición hizo necesario contratar artistas
extranjeros para que pintaran los modelos, o bien, dedicar a los españoles
a copiar aburridamente, ampliándolos, cuadritos de género de la escuela
flamenca. Bajo Carlos III se comprendió la necesidad de renovación de
una industria tan lánguida, y Mengs puso el dedo en la llaga cuando pidió
al rey como único medio de regenerar la producción de tapices el nombra¬
miento de jóvenes pintores dedicados a realizar cartones originales, orien¬
tados a las exigencias de este género decorativo. Cuando en 1774 Mengs
vuelve a Madrid desde Italia, se le encargan el asesoramiento y la direc¬
ción de todas las actividades artísticas de la Corte: Palacio, Academia,
Fábrica de Tapices. Es entonces cuando, por feliz azar, Bayéu, ayudante
de Mengs, tiene oportunidad de introducir en este trabajo formativo, apto
para pintores aún no maduros, a su hermano Ramón Bayéu y a su cuñado
Francisco de Goya. Habría bastado que la Fábrica de Tapices y la iniciativa
de Mengs dieran lugar a la espléndida tarea realizada por Goya en esta
dirección, que tanto le ayudó a su formación de colorista, para felicitarnos
de esta circunstancia.
Contemporáneo de Goya y su compañero como pintor de cámara fue
el valenciano Mariano Salvador Maella (1739-1819), nada genial, aunque
hábil ejecutante, de más caliente paleta que los Bayéu. El Prado posee
Diap.81 varios óleos de Maella; un retrato de la infanta Carlota (M. 2.440), algunos
medianos cuadros religiosos y una serie de alegorías de las estaciones del
311 año (M. 2.497-2.500), de un discreto decorativismo dieciochesco.
18. LAS OBRAS DE
COYA EN EL PRADO

r
V_Joya no fue precoz. En 1774, cuando tenía veintiocho años, edad a la que
muchos pintores han producido obras maestras y han llegado a la fama,
Goya era todavía un desconocido. Los principios de su carrera son oscuros;
nació el 30 de marzo de 1746, en Fuendetodos, probablemente durante una
estancia accidental de su familia, ya que su padre era dorador en Zaragoza.
De muchacho se adiestró con un barroco retrasado, el pintor José Luzán que
le enseñó «los principios del dibujo, haciéndole copiar las estampas mejores
que tenía». El mismo Goya nos dice que «estuvo con él cuatro años, empe¬
zando luego a pintar de su invención», lo que es una manera de declararse
autodidacto. Esa espontaneidad e inventiva no le hizo, sin duda, progresar
gran cosa en el camino académico; lo certifican sus fracasos en la Academia
cuando se presentó a los concursos de premios en 1763 y en 1766. En ambos
casos Goya fue derrotado por pintores que se mostraron en sus carreras
tan inferiores a él; tales resultados nos hacen sonreír conmiserativamente
de los pronósticos basados en la brillantez de los estudios escolares. Sabemos
que fue a Italia a sus expensas—él mismo lo afirma en un documento
de 1779—y que en Roma estaba en abril de 1771, cuando se presentó a un
concurso convocado por la Academia de Parma. No obtuvo el premio,
pero consiguió una honrosa mención en el acta en que la recompensa se
otorgaba. Ignoramos cuánto tiempo estuvo en Italia y lo que hizo allí;
solo recientemente se ha descubierto algún cuadrito que ha de correspon¬
der a su época romana. Su primera obra documentada es el fresco del
Coreto del Pilar, realizado en 1771. Obras murales fueron también las
pinturas en lienzo al óleo de la Cartuja de Aula Dei, que terminaría en 1774.
Pero en julio de 1773 había casado Goya en Zaragoza con la hermana de
313 Francisco y Ramón Bayéu; si ponemos esta boda en relación con su nombra-
miento en 1774 para pintar en Madrid cartones para los tapices de la Real
Fábrica, hay que pensar que se debió a su relación familiar con el ayudante
de Mengs; había que ayudar al joven matrimonio y dar a aquel incipiente
pintor, que ya había entrado en la familia, un quehacer y una oportunidad en
la Corte. Era una labor secundaria; los cartones no se estimaban como tales
pinturas, sino solo como modelos para la fabricación de estos paños que
iban a adornar los muros de los palacios reales. Estos cartones de Goya,
que hoy constituyen un atractivo tan singular del Prado, expuestos en
varias salas al pintor dedicadas, se arrinconaban en la Fábrica como mate¬
rial de utilidad nula y allí quedaron olvidados durante cerca de un siglo;
solo al ascender la fama de Goya en el siglo xix y con motivo de la revolución
de 1868, salieron de su oscuridad, pasando después al Prado. Los estudió
por entonces el escritor de arte don Gregorio Cruzada Villamil, que publicó
un libro sobre los tapices de Goya, utilizando, según él, la documentación
de los archivos palatinos. Creíamos, pues, que lo sabíamos todo sobre esta
primera tarea goyesca en la corte, pero la documentación de Villamil
era incompleta y al parecer errónea, hasta el punto de que se escaparon
a su diligencia todas las primeras producciones de Goya en los primeros
tiempos de su trabajo en la Fábrica. Lo puso en claro al encontrar y estu¬
diar documentación palatina Valentín de Sambricio en su libro Tapices
de Goya, publicado en 1948. Se identificaron entonces nuevos cartones
goyescos, pero aun después de publicado el libro, se han identificado otros
trabajos primerizos de Goya para la Fábrica de Santa Bárbara, con lo que
el número de 43 cartones que antes se le atribuían ha subido hasta 54.
La Fábrica, según Mengs, languidecía por falta de pintores que hicieran
bocetos originales; la originalidad en los primeros tiempos fue relativa,
ya que por el propio Goya sabemos que trabajaba según borroncillos de
Francisco Bayéu. Pero los cartones de tapices habían de ser una etapa
importante en la formación del artista. Por lo pronto era un primer paso
en la carrera palatina del maestro aragonés, contribuían a sacarle de su
situación oscura de pintor provinciano, le liberaban de la pintura religiosa,
que no era ciertamente su vocación, y además le aproximaban a la Corte.
En los cartones, Goya, en cuanto se libera de la tutela de su cuñado, va a
ensayar su capacidad de componer, de agrupar figuras, de captar tipos
humanos, poniendo en su trabajo una ejecución fogosa y una pincelada
desenvuelta, al servicio de temas muy distintos de las aburridas composi¬
ciones académicas. Los primeros cartones que el Prado conserva, son aún
tímidos y poco originales: temas de caza y pesca, composiciones sencillas,
muchas veces con una sola figura en primer término, fondos imprecisos...
Ahora que conocemos mejor toda esta etapa de su obra se ve bien claro
que aun en los lienzos más inferiores de esta sene, sus dotes de colorista
están ya anunciadas en potencia. La vivaz paleta de Gova se distingue
netamente del frío y tímido colorido de otros jóvenes que para la Fábrica
trabajaban; la intensidad de los tonos calientes en El Dulzainero (M. 2.895)
o El cazador al lado de la fuente (M. 2.896), o el azul del cielo y el color
dorado de las nubes, en otras obras, son muy superiores a lo que observamos
en los bocetos de Ramón Bayéu, cuya entonación gris sigue servilmente
las lecciones- de su hermano mayor.
Se pensó en un principio que Goya inventó los asuntos populares de
estos lienzos, pero la introducción de escenas de la vida del pueblo en la
pintura fue un lugar común en el siglo xvm. El filantropismo de la Ilustra¬
ción había creado un interés por lo popular que en España tuvo singulares
matices y fuerza. Ortega y Gasset, estudiando a Goya, se detiene especial¬
mente en esta curiosa pasión por imitar al pueblo que la aristocracia sintió
en la España del xvm. El majismo, que tantas veces se le carga a Goya
como una creación personal, no es más que la prueba de que en cierto
modo el pueblo iba tomando conciencia de sí mismo y liberándose de com¬
plejos de inferioridad; no olvidemos que la Revolución francesa está a la
vista. Todo el arte de la época refleja esta situación y la literatura no en
menor grado que la pintura; porque en el siglo xvm se da un singular
contrapunto que no es ocioso mencionar al tratar de Goya.
Mientras las clases ilustradas y los escritores, siguiendo la dictadura
intelectual de Francia, parecen querer renegar de la tradición popularista
española en la poesía o en el teatro, acercándose a la literatura francesa
tan amiga de los temas nobles, de la compostura y de la razón, ese popula-
rismo impone el nuevo auge del sainete, teatro breve que extrae sus temas
de la vida popular, con un acento afectivo e irónico que continúa la tradi¬
ción de los entremeses del Siglo de Oro. El sainete madrileño nos presenta al
pueblo en su vida, sus diversiones, afectos, riñas, tipos. Don Ramón de la
Cruz es el exponente de este teatro, y su confrontación con los tapices de
Goya ha sido tema que ha dado pretexto para muchas páginas, no siempre
bien enfocadas, ya que al referirse a Goya en estas comparaciones se olvida
lo genérico de tales parentescos. Incluso alguna vez se ha intentado apro¬
ximar escenas de los sainetes de don Ramón de la Cruz a composiciones
concretas de los tapices goyescos. Ello estaba en el ambiente, pero lo
que no puede olvidarse es que Goya se sentía a gusto en este género
más que en el convencional tema religioso o en la compuesta ordenación
académica.
Desde 1775 a 1792, Goya pintará cartones para tapices destinados a
ornar los Palacios Reales; las habitaciones en que iban a pasar su vida los
reyes y los príncipes iban a estar decoradas con temas de trabajo, de fiestas
populares, de majos y manólas, es decir, de la gente que habitaba los barrios
de la humilde gente de la ciudad. Goya colaboró con entusiasmo a esta espe¬
cie de solapada democracia que, como concesión a la época y so capa de
pintoresquismo, se introducía en los Palacios Reales anunciando la toma
de conciencia del pueblo, cuyo esfuerzo por participar en la vida pública
iba a llenar toda la siguiente centuria. No todos los cartones de esta etapa
de Goya se conservan en el Museo del Prado; algunos se escaparon de la
pesquisa y pasaron a poder de particulares o a museos extranjeros, pero
la mayor parte de la producción goyesca puede contemplarse en las salas
de nuestra pinacoteca.
De los tapices recientemente identificados, el más importante es, sin
duda, el llamado Partida de caza o también Caza de la codorniz (M. 2.857),
muy superior a la Caza del jabalí, obra de 1775, que conserva la Fábrica
de Tapices. En la Partida de caza, los tonos calientes han sustituido a los
fríos tonos azulados que probablemente estaban tomados de bocetos de
Bayéu; la composición es más animada, el movimiento está mejor expresado
y, sobre todo, el color ya es goyesco. Antes del descubrimiento de los tapices
recientemente documentados o atribuidos, se estimaba como la primera
obra goyesca de la serie La merienda a orillas del Manzanares (M. 768),
que fue entregada por Goya a la Fábrica en 30 de octubre de 1776; majas
y majos con desgarrados gestos llenos de garbo se solazan al lado del río.
Visten los pintorescos trajes que el pueblo de Madrid usaba en aquellos
tiempos: calzón corto, medias y redecilla los hombres; las mujeres, corpiño,
falda de volantes y redecilla en el pelo también. Los árboles tienen un diseño
en el que Goya parece contar con el carácter decorativo que en la tela habían
de asumir. El azul del cielo y las grises nubes doradas son algo nuevo y
peculiar de Goya, que parece haber absorbido lecciones de Tiépolo en estos
fondos de sus cuadros. Parejo a La merienda es el Baile en San Antonio
de la Florida (M. 769); todavía parece percibirse un cierto envaramiento
en las actitudes de los que bailan, ese carácter de deliciosos muñecos, como
alguna vez se ha dicho, que muchas figuras de los cartones de Goya poseen.
A esta misma serie entregada en 1777 pertenece El bebedor (M. 772), sobre¬
puerta con una sola figura, y el tan decorativo Paseo en Andalucía (M. 771),
que tanta tinta ha hecho correr con las fantásticas interpretaciones que
antiguos escritores se complacían en fabricar. Goya ha ganado en inten¬
ción expresiva; la escena de desconfianza y acaso de celos en torno a la
12i. Goya. Im partida de caza. Cartón.
V - V-

122. Gaya. Ixi merienda a orillas del Manzanares. Cuartón.

318
desenvuelta maja que es el centro del tapiz posee una calidad de sainete,
muy de la época. Ya se ha observado en ocasiones que Goya progresa por
saltos, a veces repentinos e inesperados; de su producción se destaca de
pronto una pintura maestra que supera titubeos y ensayos anteriores.
Entre las obras de 1777 sobresale como una joya delicada el tapiz de El
Diap.82 quitasol (M. 773), maravilla lograda por el aprendiz que apenas llevaba
dos años entrenándose en este género decorativo de los tapices. Nada más
dieciochesco que la exquisita figura de esta dama sentada que nada tendría
que envidiar en gesto, ademán y elegancia a una marquesita de Nattier. El
abanico en la mano diestra, sobre el regazo el perrillo acurrucado, su vestido
es una armonía de rosa, azul y oro que contrasta con los tonos tostados del
majo que sostiene el verde quitasol para que los rayos de Febo no menos¬
caben la tez fresca y aterciopelada de la niña. Y es en su rostro donde Goya
percibe sutilmente los delicados matices verdes que el color de la sombrilla
refleja. Pocos trozos hay más refinados para un gustador de pintura que
esta composición de Goya, donde el colorista que había en él da un avance
sobre toda su producción anterior. Este pintor de temas populares, este
narrador de la vida madrileña en sus estratos inferiores, puede elevarse
de un salto a reflejar toda la distinción y elegancia de la sociedad del antiguo
régimen, en contraste con la veta brava de su pintura. He aquí el contra¬
punto de las dos inspiraciones goyescas, las que alternarán a veces brusca¬
mente en la pintura de Goya: la ruda y violenta energía o la exquisita y
refinada delicadeza de que es capaz a sus cuadros, según el momento y su
ocasional inspiración expresiva. Pero aún no es sino un artista segundón,
oscurecido en una tarea de principiante.
Estudiando la producción de tapices en su diferentes etapas, obser¬
vamos algo que es frecuente en la obra de Goya: en cada lote suele sobre¬
salir una obra magistral en la que ha acertado excepcionalmente, alguna
composición que destaca entre las ejecutadas en el mismo lapso de tiempo.
Así, en la entrega hecha a la Fábrica en 1778 existe un grupo de obras
especialmente afortunadas.
En primer término. Los jugadores de naipes (M. 775); el gran árbol
puesto en diagonal ante el fondo de celajes dorados y la capa que sobre
una de sus ramas apoya constituyen una acertada mancha para cobijar
el grupo, aproximadamente triangular, de los siete jugadores que se con¬
centran intensamente en su juego. Goya acierta en la expresión de los
personajes, la paleta es rica y variada, y están especialmente estudiados
los reflejos de la luz en los rostros, delicadamente modelados, contraponiendo
319 vivazmente luces y sombras.
La sobrepuerta de los Muchachos cogiendo fruta (M. 777) es también
muy bella de color; un mayor problema, en cuanto al tamaño, se plantea
en El ciego de la guitarra, que pasa de los tres metros en su ancho para lle¬
gar a los 2,60 en su altura; son de señalar en este lienzo el árbol oblicuo,
el grupo triangular del centro con su ápice en el hombre que a caballo se
acerca al grupo, las vivas notas de luz sobre el fondo más oscuro, y la
espléndida mancha de cielo azul sobre el cual destacan unos celajes de
dorada luz crepuscular, tiepolesca. En muchos de estos cartones primeros
se percibe la imprimación rojiza de los lienzos que con el tiempo han oscu¬
recido con exceso las composiciones; así se ve, por ejemplo, en La feria de
Madrid (M. 779). Pero la obra maestra de este grupo y uno de los mejores
cartones de Goya es, sin duda, dentro de la tarea remitida en 1778, el titu¬
lado El cacharrero, alguna vez llamado también El puesto de loza (M. 780). Diap.83
El tapiz que se iba a tejer por él estaba destinado a decorar el dormitorio
de los príncipes de Asturias, el futuro Carlos IV y su esposa María Luisa,
en el Palacio de El Pardo. La descripción del cartón al ser entregado a la
Fábrica por Goya, redactada con pintoresca prosa no demasiado correcta,
nos explica el asunto como «un valenciano vendiendo vajilla, dos señoras
sentadas eligiendo para comprar, una vieja sentada al mismo fin, a un lado,
dos caballeros sentados sobre unos ruedos, mirando un coche que pasa por
delante; en él se ve una señora, detrás dos lacayos y un volante y un cochero
en su pescante». La composición es a lo alto y el tapiz mide 2,59 x 2,20.
El cacharrero es uno de los hitos de la creación goyesca en esta producción
decorativa. Se ve que Goya ha gozado en su composición con esa chispa
de invención que anima el evidente progreso de su obra en esta tarea
que le hizo colorista. Todo el tapiz tiene una ordenación diagonal tam¬
bién, que en cierto modo ayuda a expresar el movimiento de avance, el
rápido paso del coche; el acento está puesto por Goya en la aparición fugaz
de una belleza en su carruaje junto a los prosaicos regateos de las mu¬
jeres y el vendedor. No falta algún detalle, como el perrillo que duerme
recogido sobre sí mismo, que todavía parece recordar sus ingenuos e inci¬
pientes cartones de cazadores; la luz se concentra en la vajilla de Alcora
y en el grupo de las compradoras, cuyas facciones están indicadas con
esa abreviada rapidez, un poco de receta, en que Goya parece recordar
los tipos femeninos de Lucas Jordán. Los tonos dorados de este grupo están
valorados por la casaca roja del donjuanesco caballero de coleta sobre su
espalda. Este primer plano tiene como fondo el coche visto a contraluz;
sobre la trasera del carruaje, dos lacayos de verde casaca y la delicada
figura del paje o volante, como Goya le llama, vestida de delicadas sedas 320
i2j. Goya. La maja y los embozados. Cartón.
blancas y azules, con adornos dorados, en la que parece concentrarse lo
más refinado creado hasta ahora por Goya, como si hubiera recogido la
herencia de un Watteau. Goya sabe captar en felices momentos—y este
es uno de ellos—toda la crepuscular elegancia de aquella sociedad «antiguo
régimen», el lujo y exquisitez de una aristocracia ya muy afectada por las
ideas y los gustos de Francia, contrastada con fuerza sobre el paisaje po¬
pular del plebeyismo majista de la época. Pero en el paje del cacharrero,
Goya sigue siendo Goya; nada hay en él de la ejecución de un Watteau;
la figura es grande y la factura tan rápida y atrevida como en Goya va siendo
ya normal; los efectos están conseguidos con toque franco y gruesos empas¬
tes de color en los trozos más claros de la pintura. Desde estas obras de
juventud, Goya emplea una técnica asombrosamente flexible y variada,
respondiendo en cada caso a las necesidades y a la inspiración del momento.
Así vemos que en algunos trozos la capa de color es muy ligera, dejando
acusarse el grano de la tela, mientras en otras partes la materia es rica
y espesa y deja ya sospechar el empleo de brochas gruesas y aun de espátula
o cuchillo de paleta. Goya pinta con rapidez que acusa su factura, pero
rectifica a veces y los arrepentimientos se echan de ver al trepar con el tiempo
la capa antigua de color bajo la nueva; así sucede en El cacharrero con
las ruedas del coche primeramente pintadas más a la derecha. La captación
del movimiento es uno de los rasgos del talento de Goya; en este tapiz el
avance del coche con rápida marcha está patente en el cuerpo del paje de
blanco, que se sujeta a las correas para compensar el impulso de la mar¬
cha, que le hace echar hacia atrás su cabeza de adolescente, vivazmente
destacada sobre el lejano torreón que valora los tonos claros del tocado
del personaje. El cielo tiene en la composición cromática del cuadro un
valor importante; los dorados celajes sobre el azul son una armoniosa
nota de color impregnada del recuerdo de los ocasos madrileños. El centro
compositivo del. tapiz es la belleza de la dama, entrevista en aparición
fugaz, ejecutada con ese flou pictórico evocador de la rapidez y de la impre¬
cisión que da a la figura el cristal de la portezuela y le otorga un carácter
de fantasmal aparición ante la admiración de los galanes que ven pasar
el coche.
En El cacharrero están claramente imbricadas las dos inspiraciones,
complementarias, aunque parezcan opuestas, de la temática de Goya: la
escena popular, arrancada a la observación de la vida diaria y el atractivo
que sobre él ejerce, de vez en vez, el refinamiento de una aristocracia que
pronto le ha de acoger para afirmar su triunfo en la Corte. Esta dualidad
de pueblo castizo y frívola aristocracia es algo que Goya percibe en la socie- 322
dad del antiguo régimen, del que va a gozar aún los últimos y felices días
en el crítico momento histórico que le tocó vivir. Este plebeyo aragonés,
a quien el éxito no había sido fácil en los juveniles años de una carrera
que iba a ser larga, fecunda y discontinua, va conquistando, paso a paso,
a la vez su mundo pictórico propio y su formación de artista.
El afán de superación de Goya, su consciente aspiración hacia más
altas metas, quedan afirmados en la vida de Goya, en este año de 1778, por
el interés que despiertan en él las obras de Velázquez. Goya atraviesa una
grave enfermedad: «me he escapado de buena», le dice en una carta a su
amigo de Zaragoza Martín Zapater. En la convalecencia, Goya, para dar
ocupación a sus manos que no podían nunca estar ociosas, inició los agua¬
fuertes, no muy felices, en los que copió obras de \elázquez, entonces
en Palacio. Repuesto de su enfermedad en 1779, hay algo que nos indica
que Goya va siendo conocido en la Corte; los reyes y los príncipes le re¬
ciben, va a Palacio y besa la mano de las reales personas; que no se tra¬
taba de una audiencia protocolaria lo indica el hecho de que a la visita
llevó cuatro obras suyas para mostrarlas, según nos dice en una carta a
su amigo Zapater. Este favor le hizo atreverse a solicitar una plaza de
pintor de cámara, petición que no tendrá éxito por el momento. El ministro
que informa la solicitud del pintor reconoce su aplicación, talento y espí¬
ritu, así como los progresos mayores que prometía en su arte, lo que prueba
que su labor en los tapices no había pasado inapercibida, pero por ahora
tendría que seguir pintando cartones. Goya está impaciente por alcanzar
el reconocimiento de sus méritos y por ascender socialmente, acaso por
igualarse a su cuñado Bayéu, a quien no se siente inferior; confiesa que
comienza a tener enemigos, y su genio impaciente debió de sufrir ante las
barreras puestas a sus justas ambiciones. Algo consigue de lo que intenta;
por lo pronto en 1780 es ya designado académico de San Fernando, ocasión
en que pinta con el deseo de complacer a aquella mesurada corporación.
El Cristo en la Cruz, del Museo del Prado (M. 745), pieza menos interesante
para nosotros que los brillantes cartones que él ejecutaba con libertad
y desenfado. Porque Goya no se sentía cómodo en los géneros académicos
ni en el tema religioso, que no era su fuerte, y en el que suele quedar fre¬
cuentemente por debajo de su talento. Lo prueba otra pintura cuya fecha
ignoramos, pero que no debe estar muy lejos de este momento en que su
pincel desea hombrearse con los mayores, en los géneros senos: La Sagrada
Familia (M. 746) del Museo del Prado, obra fría e inexpresiva, en la que
prescinde de su caliente paleta para emplear unos azules fríos y unas falsas
y aporcelanadas figuras, pintadas acordándose de Mengs. Es 1780, también
323
el año en que se le encarga la cúpula al fresco en la iglesia del Pilar de Zara¬
goza, por mediación de su cuñado, obra que acaba en febrero de 1781,
y que dio lugar a una grave disensión con Francisco Bayéu, estallido de
aquella sorda hostilidad que estaba latente entre los dos cuñados y que
rompe por unos años la relación entre ellos. Tras este incidente nos parece
adivinar la impaciencia de Goya al sentirse pospuesto en la estimación
oficial al hermano de su mujer, por cuya pintura no debía tener demasiado
respeto. Son años de intensa lucha en Goya, de esfuerzos por destacar e
imponerse a la sociedad de la Corte; por eso acomete con tanto fuego las
dos obras de las que espera el ascenso que sus enemigos tratan de retrasar:
el retrato del ministro conde de Floridablanca y el cuadro para San Fran¬
cisco el Grande con la predicación de San Bernardino de Siena. Pero vol¬
vamos a los tapices.
En los que entrega a la Fábrica de Santa Bárbara, en 1780, hay obras
muy notables. En Las lavanderas (M. 786), Velázquez está presente en Diap.84
el paisaje del fondo, con su visión del río y las montañas azules en últi¬
mo término. No falta el árbol en diagonal que le ayuda a componer, des¬
tacado sobre los celajes dorados, pero el valor colorista de la composición
está sobre todo en el grupo de las tres figuras agrupadas en un triángulo
de base muy ancha. Goya emplea los más exquisitos tonos de su paleta,
puesta aquí al servicio de su interpretación de la mujer. La damita del
quitasol, el pajecillo de El cacharrero y la lavandera dormida, de este
tapiz, envuelta por él en tonos suntuosos, como si fuera una princesa por
obra y gracia de su brillante paleta, son hitos de referencia de los pro¬
gresos de Goya y de su conquista de la gracia y el color. Apoyada sobre el
regazo de una compañera de faena, el sueño de la bella lavanderita va a ser
interrumpido por sus amigas acercando a su rostro la cabeza de un cordero,
cuyo contacto va a sobresaltar a la hermosa mujer. En su rostro observamos
de nuevo ese sutil estudio de luces y reflejos que hace de este trozo lo mejor
del cuadro, mientras las cabezas de las otras mujeres están tratadas lige¬
ramente, con esa superficialidad rápida que da muchas veces a los rostros
de Goya un aire de careta o máscara. En todo caso, lo que diferencia a Goya
de la pintura neoclásica de su tiempo, de acabada ejecución y pulida super¬
ficie, es la diversidad con que ejecuta cada fragmento según lo exigen las
necesidades de su expresión pictórica: trozos tratados con ligeros frotados
de color que dejan acusarse el grano del lienzo en las sombras del rostro de
la mujer, empastes cargados de color en las luces, toques rápidos y brillan¬
tes, donde el efecto lo requiere; lo más opuesto siempre a una ejecución uni¬
forme y escolástica. No otra cosa hará en las obras más geniales de su época 324
¡24• Goya. El quitasol. Cartón. Detalle.
326
posterior; todas sus osadías están ya anunciadas en los mejores trozos de
los tapices de este momento. Del valor que Goya da al paisaje en estos
fondos de sus cartones nos da idea la curiosa descripción de Las lavande¬
ras en el documento de entrega a la fábrica. Dice así: «El país se compone
de un celaje alegre, mucha arboleda a un costado del río, el cual se ve venir
de muy lejos rodeando porciones de tierra y matorrales, con montañas ne¬
vadas a lo lejos.»
No inferior a Las lavanderas es el cartón de La novillada (M. 787);
amarillos, rojos, morados y pardos dan una vivaz animación a la escena,
una de las primeras apariciones de la fiesta de toros en la copiosa obra de
Goya. Don Juan Allende-Salazar hizo observar hace muchos años que el
personaje que mira de frente como figura principal del cuadro puede ser un
autorretrato del artista. La ligereza y el fuego de su factura pictórica están
en este lienzo acusadas en toda su fuerza; el dominio que va consiguiendo le
permitía sin duda pintar rápidamente estas piezas, que Goya mismo pensó
que solo servirían para la tarea de los tapiceros y que hoy constituyen una
de las series más gratas y brillantes del Museo del Prado. El mismo paisaje
de fondo con río, montañas y árbol diagonal, ya empleados en otros tapices,
aparece en la composición del Resguardo de Tabacos (M. 788); las figu¬
ras plantan y pesan magistralmente y, dentro de los tonos de un oscuro
caliente, Goya encuentra matices y efectos de una creciente maestría.
Su aguda observación transparece también al representar a estos jaques
del Resguardo que nos hacen pensar con su alarmante catadura de bando¬
leros en la frase de Unamuno cuando se preguntaba: «¿Quién vigila al
vigilante?» También es de 1780 el afortunado cartón de Los leñadores
(M. 791); con el espectáculo de aquella poda un poco bárbara del árbol
que practican los hombres encaramados en sus ramas, Goya nos penetra
por obra de su color de una impresión melancólica de otoño con su caliente
entonación, las figuras recortadas sobre el azul del cielo del paisaje en
lejanía, encendido por los reflejos del poniente, en los que Goya es maestro.
Hasta 1786, Goya no vuelve a entregar cartones a la Fábrica de Tapices;
en estos seis años otras tareas absorben su tiempo con variedad de empeños
que le atraen con promesas de mejores oportunidades para darse a conocer
y ascender en su carrera. Termina el cuadro para San Francisco el Grande,
del que no obtiene los resultados que esperaba; es introducido en la pequeña
corte pueblerina del desterrado infante don Luis, en Arenas de San Pedro,
donde pinta a toda la familia del ex cardenal, y recibe el encargo del
ilustre Jovellanos, ya su amigo y favorecedor, de cuatro lienzos religiosos,
327 perdidos en la guerra de la Independencia, para el Colegio de Calatrava,
en Salamanca; en 1785 es nombrado teniente director de la Academia de
Bellas Artes. Pero lo importante es que ahora comienza propiamente su
éxito como retratista y el contacto, estimulante para su vida y para su
obra, con la aristocracia de la Corte, que tanto trabajo va a dar a sus pin¬
celes. Una de sus primeras favorecedoras es la brillante duquesa de Osuna,
doña María Francisca Alonso Pimentel; puede decirse que de ella recibe
el artista el espaldarazo que le pone en situación de entrar con buen pie
en la sociedad madrileña, entonces dominada por las mujeres. Más famosa
por su ingenio y su distinción que por su belleza, la condesa duquesa de
Benavente, casada con su primo el duque de Osuna, fue el centro de una
activa vida social, especialmente en las fiestas de su palacio de la Alameda,
junto a Canillejas, en las que reunía lo más selecto de la aristocracia y el
talento del Madrid de la época. Protegido suyo fue el sainetero don Ra¬
món de la Cruz, tan comparado con Goya por su inspiración en la vida po¬
pular para sus famosas piezas de teatro. En este ambiente, Goya, el torpe
pintor de cuadros de altar y el animado colorista de los cartones para tapiz,
va a convertirse con brusco salto en un retratista magistral, refinado y
exquisito. La obra que nos habla en el Prado de este ensanchamiento de
su arte es el retrato de los duques de Osuna y sus cuatro hijos (M. 739),
de los que la niña mayor había nacido en 1783 y el menor en 1786. Se pintó
el cuadro hacia 1787; el duque viste uniforme militar con casaca negra,
galones de plata y bocamangas y escarapelas rojas, armonías velazqueñas
que llevan a pensar en el retrato de doña Mariana de Austria; junto a esta
nota severa, la duquesa y los niños están pintados con tonos verdes y grises
pálidos, delicadísimos, de una levedad de espuma y técnica ligera, vaporosa,
exquisita. El rostro de la duquesa, no muy agraciado, respira energía e
inteligencia; aparece sentada, los hijos la rodean, uno de ellos monta como
un caballo el bastón del padre, el pequeño juega con una carroza en minia¬
tura y las niñas, de ojos vivos y penetrantes, tienen en las manos diminu¬
tos abanicos; no falta el perrillo inquieto en primer término. Este retrato
colectivo y el maravilloso de la marquesa de Pontejos, hoy en la Galería
Nacional de Washington, son la afirmación sorprendente de que el pintor
de escenas populares ha conquistado en pocos años la distinción más segura
de un cronista de la clase aristocrática de su época.
Hay que poner en relación con el nombramiento de Goya como pintor
del rey, en 7 de julio de 1786—los ascensos llegan al fin—, el retrato de
Carlos III, en traje de caza, del que existen varios ejemplares, uno de ellos
en el Prado (M. 737). No es de sus buenos cuadros de este momento, pero
la sugestión de Velázquez está patente en la actitud del rey sujetando su 328
126. Goya. Los Duques de Osuna y sus hijos.
i2j. Coya. Carlos III, cazador.
escopeta, en el perro a sus pies y en las lejanías del paisaje. En su nombra¬
miento de pintor del rey, se hacía alusión a su deber de suministrar car¬
tones a la Fábrica de Tapices; a ellos vuelve Goya, y en el mismo año 86
entrega otras siete pinturas con este destino. En ellas se observan de nuevo
los progresos realizados por Goya en la composición y el color. Las más
importantes de este grupo son las dedicadas a representar las cuatro esta¬
ciones del año: La primavera o las floreras (M. 793), La era o el verano
D¡ap.85 (M. 794), El otoño o la vendimia (M. 795) y La nevada o el invierno (M. 798).
Todos responden con flexible adaptación a su asunto en la acertada simbo¬
lización del tema propuesto. La primavera la ve Goya en este grupo de
niños y mujeres que llevan flores en la mano, figuras vistas en el campo,
en un día radiante de luz ante dilatado paisaje; no falta un detalle de
humor en el hombre que trata de sorprender a la mujer en el centro del
grupo, acercándole un conejillo al rostro. En La era, la observación de los
tipos campesinos tiene toda la agudeza y la variedad de que Goya es capaz.
Descansan los labradores sobre la mies recogida, con el dorado tono de las
gavillas amontonadas en la era, con un fondo de paisaje dominado por un
castillo medieval. En La vendimia, los tonos delicados, acordados en finos
y sabios contrastes, destacan el grupo del primer término, compuesto con
acierto en silueta triangular, cuyo vértice está en la mujer que trae un
cesto de negras uvas sobre la cabeza; un caballerito ofrece un racimo a la
elegante dama sentada junto a él, vestida de negro; a su lado un niño, de
espaldas, alza las manos hacia la fruta; al fondo, amplio paisaje de viña
con vendimiadores y una abrupta montaña que azulea en último término.
La nevada es para Goya un desolado paraje de sierra, blanco de nieve
bajo un cielo plomizo, por el que atraviesan ateridos campesinos, azotados
por el viento helado, con caballerías cargadas con la matanza.
El pintor aprovecha su experiencia en los tapices para ornar con deli¬
ciosos paneles decorativos los muros del gabinete de la duquesa de Osuna
en la finca El Capricho, popularmente conocida como La Alameda. Para
la misma casa pinta un delicioso cuadro de plateada entonación que el
Diap.86 Prado conserva: La pradera de San Isidro (M. 750). Goya proyectaba
por 1788 un cartón para tapiz con este asunto, que no llegó a realizar.
Acaso utilizó esas ideas para el lindo óleo que los Osuna le compraron;
Goya nos presenta la pradera en el día del Santo patrono de la Corte, desde
las alturas que la bordean. En primer término, elegantes figuras de damas
y caballeros sentados en el borde del gran declive que baja al río, junto
a otros tipos populares que meriendan y se solazan. En bajo, junto al Man¬
331 zanares, pulula la muchedumbre, interpretada con atrevidos esbozos de
franca pincelada y rápido toque, suficiente para darnos la impresión de
las figuras en la lejanía; en la orilla opuesta, el caserío de la Corte, visto a la
altura de lo que hoy llaman la fachada de Madrid, bajo la luz deslumbrante
de un día de mayo, con las moles señeras de los monumentos dieciochescos
que la presiden: San Francisco el Grande y el Palacio Real dominando el
paisaje de fondo.
Los finos grises que templan el vivo y caliente cromatismo de los car¬
tones de tapices van a presidir ahora la gama con la que Goya educa su
adaptación a un nuevo ambiente más refinado; la pradera de San Isidro
es un ejercicio de esa adaptación.
El viejo rey Carlos III muere a finales de 1788; también la Corte española
va a renovarse al subir al trono Carlos IV, proclamado en Madrid el 17 de
enero de 1789. La que iba a reinar era más bien su esposa, la princesa María
Luisa de Parma, también descendiente de Felipe V. Educada por Condillác
en el palacio de su padre, María Luisa había puesto en la Corte de Carlos III,
con su afición al lujo y su afán de diversiones, una nota de disconformidad
con las austeras y retraídas costumbres de su suegro, al que no había dejado
de dar algún quebradero de cabeza. Apoderada de la voluntad de su marido,
el débil Carlos IV, María Luisa influía en el gobierno, daba el tono a la vida
cortesana y gustaba de rodearse de jóvenes, sin desdeñar cortejos que des¬
pertaban las murmuraciones que llegaban al pueblo. La ostentación, fri¬
volidades y caprichos de la reina iban a constituir la nota de aquel reinado
que comenzaba en la crítica fecha que marca la iniciación de la Revolución
francesa. Y aunque el conflicto con el país vecino iba a ser difícil de evitar,
es evidente que la hostilidad del pueblo hacia el valido Godoy—favorito de
la reina—, la división de la Corte en partidos y la imprevisora política que se
siguió en los años críticos hasta 1808 favorecieron la intervención napoleó¬
nica y sus catastróficas consecuencias. Pero para Goya el nuevo reinado
iba a significar la culminación de sus ambiciones palatinas; el 25 de abril
de 1789, nuestro artista alcanzó el anhelado nombramiento de pintor de
cámara, influyendo en este ascenso, acaso más que su tarea en los cartones
para la Real Fábrica de Tapices, su ya iniciado éxito de retratista de los
más selectos círculos de la aristocracia madrileña. Precisamente Goya
quiere aprovechar su ascenso para liberarse de seguir pintando tapices;
no lo consigue aún, antes bien, se le piden nuevos cartones que realiza
entre 1790 y 1792. Serían los últimos. Su maestría culmina en este lote
final con obras deliciosas.
Pero antes, con motivo de la coronación de los reyes, Goya recibe el
encargo de pintar retratos de Carlos IV y María Luisa para los centros ofi¬
ciales, tarea copiosa, aunque aburrida, que ocupó los pinceles del maestro 332
128. Gojia. La boda. Cartón.

333
i2g. Goya. El pintor Francisco Bayéu.
y los de otros pintores que le ayudaron a ejecutarlos. Docenas hay de lien¬
zos de esta serie; muchos ejemplares de ella poco o nada tienen de mano
de Goya. En el Prado hay representación de estas efigies de la pareja real
(M. 740 a y 740 c), que proceden del Ministerio de Hacienda.
Pero pasemos a los mejores tapices de la última entrega de Goya a
D¡ap.87 la Fábrica Real. La gallina ciega (M. 804) fue pintada en 1789, con des¬
tino a un tapiz para el dormitorio de las infantas en el Palacio del Pardo;
aquí la inspiración popularista de Goya se afina y sutiliza en la dirección
iniciada en La vendimia. Las figuras son más pequeñas y frágiles que en los
cartones primeros; los colores, en los que blancos y grises contribuyen a
valorar los tonos calientes—ocres, pardos, rojos—, reflejan la evolución
de su paleta. Los personajes son damitas elegantes y caballeritos de buena
sociedad; si algunos llevan indumento correspondiente a su estrato social,
otros van vestidos de majos y majas con redecilla en el pelo, lo que delata
ese gusto de la aristocracia por los modos y modas del pueblo que ya se ha
señalado como fenómeno característico de aquel momento. La deliciosa
muñequería de Goya alcanza en este tapiz una de sus más características
versiones, expresando el proceso de su visión y de su arte. ¡Qué distancia
desde La merienda o El baile junto al Manzanares, con sus robustas y des¬
garradas figuras del pueblo, a estas aporcelanadas damitas o a estos peti¬
metres que juegan alegre y descuidadamente junto al río, ante el fondo
de lejanas montañas! Con la misma proporción de figuras y el mismo afina¬
miento de los tipos interpreta Goya un tema popular, Las mozas de cántaro
(M. 800), con la radiante luminosidad del aire libre y el paisaje. El pelele
(M. 802) es la frivolidad, y La boda (M. 799) es la observación aguda y
sarcástica que anuncia Los caprichos. Pintado a finales de 1791 o princi¬
pios de 1792 con destino a un tapiz para el despacho del rey en El Escorial,
el humor de Goya, aquí más leve que amargo, interpreta con su observación
incisiva el suceso. Una bella novia pueblerina ha sido entregada, sacrifi¬
cada, al bárbaro galán, tieso e incomodo en su traje de fiesta; el novio es
sin duda rico y la boda se ha hecho por interés, y Goya se complace en reflejar
esta situación en las expresiones de los personajes. El cura, gordo y sensual,
se promete una comilona apetitosa, las mozas dirigen intencionadas y
envidiosas miradas a la novia, ingenua y azorada; los viejos parientes
adoptan una seriedad de circunstancias, los convecinos dirigen a la pareja
miradas irónicas y los chiquillos desharrapados encuentran en todo ello
un pretexto para el jolgorio.
Con La boda, los últimos cartones pintados por Goya, Los zancos (M. 801)
335 y Los muchachos trepando a un árbol o Las gigantillas, que se acabarían
¡jo. Goya. El Duque de Alba.
en 1792, señalan el remate de la copiosa tarea que Goya inició recién llegado
a Madrid en 1774. Significan también el final de la época ascensional y feliz
del pintor. Sabido es que en el otoño del 92, Goya va a Andalucía y allí le
acomete la grave enfermedad que amenazó su vida, le dejó temporalmente
inútil y definitivamente sordo. Es la gran crisis de la vida del pintor que
influirá decisivamente también en su arte. La convalecencia fue larga.
Tardó en \ ol\ er a coger los pinceles. Su humor se hace áspero con este
aislamiento que la sordera le produce; para comunicarse con las gentes
tendrá que valerse del lenguaje de los dedos. Terrible golpe para este
hombre extravertido, gozador de la vida, precisamente cuando había ya
conquistado con su arte y su personalidad a la mejor sociedad de su tiempo,
que tan placenteras ocasiones podía brindarle. La crisis le vuelve hacia
dentro de sí mismo, la fuerza de su incisiva observación visual se acrece y su
imaginación se desarrolla. Ahora gustará de pintar aquellos cuadros de
capricho e invención—son sus palabras—a los que se refería en la carta a don
Bernardo Iriarte, de 1794. Un nuevo camino se abre ante él, no solo en la
pintura, sino en el dibujo y el grabado, lenguaje gráfico favorito para él en
adelante. La entrega a su arte le salva de esta crisis decisiva de su madurez;
el artista, al reanudar su trabajo, tiene cuarenta y siete años; le quedan
treinta y cinco más de vida y de carrera artística. Un nuevo Goya sale de
esta purificación. El pintor popular, el retratista admirable, van a conver¬
tirse en algo distinto; en un pintor dramático, sombrío, violento que, sin
amenguar su capacidad de observación del hombre, va a mirar a la sociedad
con ojos críticos y flageladores y va a expresar sus intuiciones con un
lenguaje estético liberado de todo convencionalismo, en busca de una
libertad cada vez mayor, brutal a veces, precursora de los osadías del arte
moderno.
Pero nada de lo conquistado anteriormente queda perdido para él. Si
es cierto que en 1793 ó 94 pintó el retrato delicioso de doña Tadea Arias de
Diap.88 Enríquez, (M. 740), Goya, después de su enfermedad, sabe seguir vibrando
ante la elegancia y la belleza. Con sensibilidad y ternura ha pintado Goya
esta exquisita flor de tímida feminidad. Grises, negros y rosas, con fondo
vaporoso de verdes en un imaginado parque, constituyen la sabia y reducida
paleta del artista en este cuadro. Y esta gama enlaza este lienzo con obras
de fecha segura, como el retrato de la actriz La Tirana, de 1794, o el de
la duquesa de Alba, de 1795.
Hacia este último año se documenta la relación de Goya con la famosa
doña María del Pilar Cayetana de Silva y Alvarez de Toledo, una de las
337 más brillantes mujeres de la sociedad madrileña, protectora del artista y
que tuvo en su vida y en su arte una evidente influencia. El Prado no posee
ningún retrato pintado de la dama, aunque sí de su esposo y otras personas
de su familia. El retrato del duque consorte, don José Alvarez de Toledo,
marqués de Villafranca del Bierzo (M. 2.449), era probablemente pareja del
de la duquesa que sus descendientes conservan. Debió de ser un hombre
introvertido, refinado y enfermizo, aficionado a la música, de muy dife¬
rente temperamento que su esposa, vivaz, ingeniosa y originalísima. El
duque tiene en sus manos una partitura de Haydn, el compositor austríaco
que tantos admiradores tenía en la sociedad madrileña, como consta de
sus relaciones con la familia Osuna.
La amistad de Goya con la duquesa, que quedó viuda en 1797, se afirma
con el testimonio del viaje que el pintor hizo a Sanlúcar para acompañar a
doña Cayetana, después de la muerte del duque. Allí la pintó de negro,
con mantilla, en el retrato que está hoy en la Hispanic Society of America,
en Nueva York. Y en aquella ocasión comenzó allí también los dibujos que
fueron el origen de la serie de Los Caprichos; algunos de ellos están en el
Prado. De vuelta en Madrid, su actividad de retratista se reanuda. Dan
fe de ello en el Prado el retrato del general Urrutia (M. 736), en el que la
caliente paleta con vivos rojos contrasta con el fino paisaje de grises nubes
plomizas y acredita su dominio del color. También pintó al general Ricardos
(M. 2.784), héroe de la guerra con la República francesa, en 1793. Los
años de 1797 a 99 están ocupados por la elaboración de Los Caprichos y las
pinturas de San Antonio de la Florida, obras representativas del ensanche
y libertad de la obra de Goya en esta etapa subsiguiente a su enfermedad.
En 1799 comienza un período de singular actividad con encargos de los
reyes, que demuestran el constante favor de Palacio. En septiembre de 1799,
Goya retrata en La Granja a la reina María Luisa, con mantilla y traje
negro (M. 728), cuadro que procede de la colección de Godoy y en el que repi¬
te la fórmula del retrato de la duquesa de Alba, de 1797. La reina, en pie, son¬
riente, desdentada ya su boca y de intencionada mirada en sus ojos oscuros,
era una ruina de lo que fue cuando Mengs la retrató en su juventud. Tenía
entonces cuarenta y ocho años; sólo conserva de su belleza los brazos, que
Goya pinta desnudos, como asidero para hacer valer lo que quedaba de
una mujer que había lucido en sus mejores tiempos un porte y una vita¬
lidad de la que solo restos quedaban. Acaso como pareja de este cuadro
podemos considerar el retrato de Carlos IV, con uniforme de coronel de
Diap.89 los Guardias de Corps (M. 727), del que hay otro ejemplar en el Palacio
Real de Madrid y que también procede de la colección del valido Godoy.
339 En los retratos ecuestres de los reyes (M. 719 y 720), pintados en El
Escorial en 1799, la preocupación por Velázquez está patente. Goya se
acuerda del pintor de Felipe IV en la concepción de los lienzos y en los
fondos de paisaje, pero no en la gama de color. El de la reina es el mejor;
Goya la retrata con orgulloso empaque, como ufana de vestir uniforme
militar de coronel de los Guardias de Corps. Retrata también, y en ello
María Luisa debía de tener empeño, a su corcel favorito, el caballo Marcial,
regalo de Godoy. María Luisa posó ante Goya muchas horas y se jactaba
de estar más parecida que en el retrato de mantilla, acaso porque en este
se encontraba más favorecida. Es ciertamente un hermoso trozo de pintura
la cabeza de la reina, inclinada, sonriente, modelada de manera prodi¬
giosa, leve, sin sombras. Acaso el pintor trató de acertar especialmente,
sabiendo que la reina ponía interés en esta efigie ecuestre, de uniforme,
que expresaba la autoridad dominante que ejercía en la Corte y de la que
ella usaba y abusaba con frecuencia, frente a su débil esposo. El retrato
del rey es inferior, más pesado de color; en todo caso, Gova no nos hace
olvidar a Velázquez como pintor de caballos.
Oue estas obras fueron recibidas con agrado por los reyes, es cosa que
podemos suponer si recordamos que a los pocos días de pintar estos cuadros,
en octubre de 1799, Goya es nombrado primer pintor de cámara, culmina¬
ción de su carrera palatina, con 50.000 reales y 500 ducados para coche.
Cierto que se le emparejaba en la designación con el mediocre valenciano
Mariano Salvador Maella; es verdad que ningún pintor podría estar al nivel
de Goya para nosotros, pero la carrera de Maella abonaba también este
ascenso.
En todo caso, los retratos ya descritos eran solo preliminares para una
tarea más importante. En la primavera de 1800, Goya abordó en Aran juez
una de sus obras de mayor empeño en relación con la familia real en el
cuadro que en el Museo del Prado es conocido con el título de La Familia
de Carlos IV (M. 726). No olvidemos que Las Meninas, otro regio retrato D¡ap.90
colectivo, había sido llamado en Palacio La Familia', Goya, en la cumbre
de su capacidad de pintor y de su dominio del color, no discurre ningún
barroco cañamazo para exponer en fila a los trece personajes de linaje real,
a los que introduce en este cuadro. Era, pues, toda una composición, a la
vez que un retrato de aparato, en el que los reyes, sus hijos y parientes
iban a ser representados con el atuendo de gala oficial, dándonos idea de una
recepción palatina en la que la regia familia se exhibe ante la Corte. Tenía
entonces Goya cincuenta y cuatro años; con Velázquez tiene este cuadro de
común la habitación penumbrosa, en la que solo se adivinan las pinturas
colgadas en los muros, una luz tamizada de interior que produce sus valo- 340
res focales, y que no está, por cierto, como en Las Meninas, dirigida hacia
la figura central, sino que cae sesgada, hacia el suelo, en la parte central
del lienzo. No hay justificación anecdótica ni nexo narrativo que ligue los
personajes; están sencillamente en fila, en display, como dirían los ingleses,
lo que no ha dejado de ser irónicamente observado por Eugenio d’Ors.
Podemos admitir que el grupo central lo constituye el triángulo presi¬
dido por la reina María Luisa, que es el verdadero eje psicológico del cuadro,
mientras Carlos IV, con simbolismo casi inconsciente en el pintor, queda
un tanto desplazado, a la derecha, delante de otros cinco miembros de la
familia real que aparecen como en segundo término. El nexo entre Carlos
y Luisa lo constituye la mancha roja del infante niño don Francisco de
Paula. La reina levanta su rostro, presentado de tres cuartos, erguida su
cabeza, ricamente vestida—los historiadores nos han hablado siempre del
cuidado que ponía en las modas, que muchas veces hacía traer de Pa¬
rís—. Su traje es rico, blanco con brocado de oro y una sobrefalda en la
que el oro también predomina; el busto es alto, según la moda de la época,
el escote generoso y las joyas, por las que María Luisa tenía pasión, pueblan
su cabeza y su pecho; los ojos algo hundidos, la nariz borbónica y la boca
sumida, tiene otra vez aquí, lo mismo que en el retrato de la mantilla, el
contrapeso de los espléndidos brazos desnudos, carnosos, sobre los que la luz
resbala delicada y suavemente. Los hijos que tiene a su lado parecen sim¬
bolizar cierta especial predilección y son precisamente los menores: María
Isabel, niña de once años, bella y delicada infanta que luego sería reina de
Nápoles, con traje semejante al de su madre y ornada también, como ella,
con la banda de María Luisa, y el infante don Francisco de Paula, de seis
años, al que la reina tiene de la mano. A la izquierda, el grupo en que apa¬
rece en primer plano el príncipe de Asturias, heredero del trono, luego
Fernando VII, no muy alto para su edad, de rasgos grandes y bastos, ves¬
tido de casaca azul y con todas las condecoraciones de su rango; la tez es
fina y la mirada fría e introvertida. El príncipe abrigaba ya, cuando Goya
lo retrató, aquella suspicacia y resentimiento que lo llevaría cuatro años
más tarde a la frustrada conspiración contra sus padres, en el llamado
proceso de El Escorial. Tras él, con aire más ingenuo y bondadoso, aunque
sin revelar mucha inteligencia, el segundo hijo varón, don Carlos María
Isidro, de doce años, que, muy ligado a su hermano, daría lugar, con sus
pretensiones al trono, a la primera guerra civil carlista después de muerto
Fernando VIL Detrás de los dos varones, la infanta María Josefa, hermana
de Carlos IV, que habría de morir al año siguiente de pintarse el retrato
colectivo y que tenía entonces cincuenta y seis años. Mayor parece por su
¡33- Goyo- La Familia de Carlos IV. El Infante don Francisco de Paula.
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134. Gaya. La Infanta María Josefa. Boceto.
boca hundida y su larga nariz, que en algo nos recuerda esos tipos de viejas
con las que Goya es implacable en lienzos, dibujos y grabados. Era una infe¬
liz ante la que Goya no tuvo ni la mínima galantería de suprimirle el adhe¬
sivo que llevaba sobre la sien derecha; la vieja del parche, así es popular¬
mente llamada la efigie de esta pobre infanta oscura e insignificante.
El cuadro tiene sus problemas iconográficos no resueltos; uno de ellos, el
de la siguiente figura, princesa joven de esbelto cuerpo, que vuelve su cabe¬
za, como hurtando su parecido al pintor. Todavía los historiadores discuten
de quién se trata y ninguna de las hipótesis, todas posibles, nos parece
suficientemente probable para esta solución a la diabla que Goya adoptó
en el cuadro. Parecería lógico pensar en otra hija de los reyes, y en ese caso
no podía ser sino doña Carlota Joaquina, princesa de Portugal, que había
casado con el heredero de aquel trono en 1785. Javier de Salas, en la mono¬
grafía dedicada a este cuadro en 1944, discute la identificación mantenida
por el marqués de Villaurrutia; doña Carlota era de menos esbelta figura y
probablemente no aparecería con aspecto tan juvenil en aquel momento,
aunque bien es verdad que Goya no podía tenerla de modelo por estar
ausente en Lisboa. Otra hipótesis es que pudiera tratarse de la princesa
María Antonia de Nápoles, hija del rey Fernando I de las Dos Sicilias, que
iba a casar, en 1806, con Fernando VII. La idea la mantuvieron Madrazo y
Beruete, pero era muy prematuro hacer lugar a la futura esposa de un prín¬
cipe de dieciséis años cuando aún la boda no estaba planteada. Y no deja
de ser curioso que este pequeño enigma se mantenga todavía en el cua¬
dro de Goya, tratándose de una historia tan próxima. En todo caso tene¬
mos que calificar la solución adoptada por Goya como una genialidad más
del pintor que, como tantas otras, le fue aceptada por sus contemporáneos.
Tras la reina y el infantito de rojo está Carlos IV, de porte majestuoso,
impregnado de autoridad a pesar de que su rostro sea tan vulgar y tan
poco revelador de inteligencia como la historia nos demuestra; va vestido
con casaca color castaño y su pecho está plagado de bandas y condecora¬
ciones. En el cuadro la figura del rey está ligada a otras cinco efigies que
tras él aparecen y que parecen formar grupo; inmediatamente tras el
rey vemos la cabeza de don Antonio Pascual, hermano de Carlos IV y aún
más menguado de inteligencia que el jefe de la familia. Su rostro de viejo
aprensivo y gruñón expresa muy bien lo que las anécdotas históricas nos
dicen de su torpe y débil carácter. ¿Quién es la delicada figura un poco inex¬
presiva que junto a él aparece? También aquí se plantean nuevas dudas;
piensan unos en doña Carlota Joaquina, la reina de Portugal, mientras otros
345 creen pueda tratarse de la infanta María Amalia, hija de Carlos IV, a quien
por falta de pretendientes asequibles casaron en 1795—extraña boda—,
con su tío don Antonio, pero la infanta María Amalia había muerto en 1798,
y tan difícil es resolver si en el enigmático retrato del rostro vuelto se
incluye una infanta ausente, como si en este rostro, de leve ejecución dis¬
tante, se quiso retratar a una infanta muerta.
El grupo que sigue es el que componen los príncipes de Parma: Luis
de Borbón, hijo del duque de Parma, fue un yerno grato para la reina
que volvía así a enlazar con su familia italiana al casarlo con su hija
María Luisa. Cinco años hacía que la boda había tenido lugar, y en los
brazos de la princesa está el niño, fruto de este matrimonio, Carlos Luis,
nacido el año anterior, en 1799. El grupo de estos tres personajes nos
evoca la accidentada historia sufrida por su trono y las vicisitudes por que
hubieron de pasar, utilizados como un peón más en las combinaciones de
Bonaparte, que tan pronto pensaba en desposeerlos de su soberanía como
en nombrarlos reyes de Etruria; lo fueron, en efecto, durante algunos años.
La ejecución del cuadro es magistral y osada. Goya se atrevía a todo
ya: a retratar implacablemente a personajes de más alcurnia que nobleza
personal, a no adular a las mujeres que posaban como modelos ante su pin¬
cel impulsivo y a abreviar su técnica, de modo que hoy nos parece sorpren¬
dente y moderno, pero que chocaba con la estética y los hábitos de su tiempo,
en los brillantes toques de efecto de las crujientes sedas, los bordados de
oro, las condecoraciones y las empuñaduras de espada. Luz de candilejas
tiene este cuadro si lo comparámos con la sutilísima y visualmente racional
distribución de planos y penumbras que Velázquez introdujo en Las Meninas,
hasta el punto de hacer de esta sutil interpretación lumínica el verdadero
asunto de su lienzo magistral. En el de Goya no hay profundidad; las figu¬
ras están presentadas en una fila de ondulada curva junto al muro de un
salón palatino que decoran cuadros tristes, y es menos verosímil la con¬
centración focal de luz en varias cabezas, no en una sola, como hace
Velázquez. Ello se observa singularmente en las figuras de la izquierda
—Fernando y Carlos—, haciéndonos pensar que parecen anhelosos de dar
un paso al frente sobre el fondo de una familia no muy bien avenida,
como se vio después. La penumbra la maneja Goya soberbiamente cuan¬
do quiere, como en la cabeza de la vieja del parche; mientras que el
voluntario desdibujamiento envolvente de la enigmática princesa de iden¬
tificación discutida nos puede recordar a La Venus del espejo, de Velázquez,
que sin duda Goya conocía muy bien por aquellos años. La brillantez má¬
xima está alcanzada por los acentos atrevidos y sorprendentes del traje
de la reina, tan pictóricamente brillantes que atraen nuestra mirada más 346
que el propio rostro de la soberana, de modelado no insistido, como si
quisiera el pintor evitar excesivos detalles en un rostro ya mancillado por
las arrugas. La cabeza de Carlos IV cobra, por el contrario, enérgico relie¬
ve sobre la penumbra en que están envueltas las figuras del grupo colo¬
cado tras él. Goya no se ha planteado un tan difícil y barroco problema
como Velázquez lo hace en Las Meninas; lo mejor del cuadro está confiado
al color y a las gradaciones de valores. Dominan los tonos calientes, rojos
en don Carlos María Isidro y en el niño don Francisco; azules pálidos, en
Fernando VII y don Antonio Pascual; castaños, en Carlos IV, y un anaran¬
jado en Luis de Parma. Esa matizada riqueza de color está valorada por
los grises oros y negros de los vestidos de las damas. Y por los acentos que
como rápidos relámpagos distribuye Goya para evocar galones entorchados,
bandas, placas y joyas. Velázquez estaba presente en la decisión de Goya
de pintarse a sí mismo, en el fondo, a la izquierda, en discreta penum¬
bra, ante un enorme lienzo de cuyo bastidor sólo vemos una parte y que
racionalmente no parece cabría en el espacio que hay entre el grupo prin¬
cipesco y el muro de la sala palatina. Velázquez justifica su introducción
en Las Meninas en primer término, señero, como dominando con orgullo
soterrado de artista aquella familia de niñas, enanos y servidores; allí, el
verdadero rey del cuadro es Velázquez y su figura se agiganta por la posi¬
ción, perfectamente explicada por otra parte, en que se ha representado
en el lienzo, porque nos quiere convencer de que está pintando a los reyes
que tiene delante. ¿Qué hace, en cambio, Goya en ese rincón oscuro, ante un
lienzo que parece amenazar caerse por la inclinación alarmante con que
está presentado? Goya quiso introducirse de cualquier modo en el cuadro de
la familia real; su retrato, excelente, dentro de la sombra que lo envuelve,
está también, en cierto modo, como testigo. La cabeza está llena de carác¬
ter y su mirada tiene cierto ímpetu tozudo, concentrado, acaso favorecida
esta expresión por la sordera. Allí está Goya al nivel de los reyes y eso,
acordándose de Velázquez, es lo que él quería.
El lienzo es enorme y la preparación ligera; ello es causa de que sea
La familia de Carlos IV una de las pinturas más frágiles y craqueladas de
Goya. La red de venillas aparentes que nos indica la quiebra de la costra de
color cubre todo el lienzo, que lleva hacia la mitad una costura en el em¬
palme de dos trozos. En algunos lugares del cuadro por ejemplo, sobre el
rostro de la infanta María Luisa, princesa de Parma, se ven esos craque-
lados concéntricos en tela de araña, a modo de seis o de nueve, que son tan
frecuentes en la pintura de Goya y que los restauradores conocen, así como
347 sus causas; necesitaría el cuadro una delicada forración de gran dificultad
que algún día habrá que acometer. ¿Cómo pintó Goya este lienzo? Hemos
visto que Goya podía disponer de sus modelos reales para largas sesiones, a
T7eces, pero aquí eran demasiados los personajes y el pintor hubo de hacer
bocetos individuales de cada modelo, en parte conservados en el Museo,
donde son de cómoda confrontación con el cuadro. Utilizaba para ello
Goya unos lienzos levemente más altos que anchos, aproximadamente de
74 x 60, con la roja imprimación de tierra de Sevilla; sobre esta prepara¬
ción, sin cubrirla enteramente, manchaba en sesiones rápidas la cabeza del
modelo, indicando levemente el color de los trajes y el efecto, atrevida¬
mente esbozado, de bandas o condecoraciones. El Prado exhibe las man¬
chas o bocetos para la infanta doña María Josefa (M. 729), don Francisco de
Paula (M. 730), don Carlos María Isidro (M. 731), don Luis de Borbón, prín¬
cipe de Parma (M. 732), y don Antonio Pascual (M. 733). No sabemos si
existieron más; en todo caso, el del rey y el de la reina no le serían nece¬
sarios porque tendría retratos y réplicas en su taller que le bastaban para
el caso. Así y todo, como en los retratos del rey y de la reina el parecido está
menos profundizado y el análisis de las facciones no está muy insistido,
no me extrañaría que los pintase de memoria, al menos el de María Luisa,
que en la posición de su rostro y en la expresión de su boca no se parece a
ninguno de los retratos conocidos que de esta señora hizo.
Probablemente fue esta la primera vez que Goya retrataba al futuro
temando YII y acaso la única que pintó a Carlos María Isidro. Es una
fortuna que se hayan podido conservar estos estudios directos de un pintor
de garra y rapidez de ejecución como Goya, porque sin decirnos demasia¬
das cosas nuevas sobre su proceso de ejecución, nos complace sentir en los
estudios el directo diálogo con el modelo. Aún hubiéramos- celebrado más
que hubiera hecho del autorretrato del fondo un previo estudio que a
catorce años de distancia del otro autorretrato del Prado, de que luego se
tratará, tendría un interés singular por representar a nuestro Goya en
este momento de apogeo de su carrera. Las más exquisitas e íntimas esen¬
cias de su pincel las puso el pintor, más que en el retrato colectivo de la familia
real, en otro cuadro de este mismo año y que es la flor exquisita del retrato
femenino en la copiosa y genial obra de Goya. Me refiero a la efigie de la
condesa de Chinchón, hija del desterrado infante don Luis, sacada entonces
de su retiro en un convento de Toledo para casarla con Godoy, manera
indirecta, y casi diría escandalosa, de hacer entrar al favorito en la familia
real. Por aquella época retrató también al hermano de la condesa, el cardenal
arzobispo de Toledo don Luis María de Borbón Ballabriga (M. 738), de
faz característicamente borbónica, vestido con su rojo hábito de cardenal 348
y llevando al pecho la Cruz de Carlos III. Del retrato, del que existen varias
réplicas, el Museo del Prado guarda una que recuerda la vinculación de
Goya a esta familia, proscrita en los tiempos de la infancia de los infantes
y ahora de nuevo en favor, gracias a la mesalianza con Godoy.
Se ha hecho observar que el retrato colectivo de 1800 de la familia
real es el último que de los reyes salió del pincel de Goya; quedaban aún a
Carlos IV y a María Luisa ocho años de reinado, tiempo sobrado para que
Goya aún hubiera podido pintar alguna vez más sus efigies. Se ha llegado
a suponer que el retrato disgustó en Palacio; no me inclino a creerlo, pero
en todo caso había motivo para sorprenderse siempre de que la libérrima
interpretación de Goya y sus versiones nada adulatorias de muchos de sus
modelos pudieran ser comprendidas y aceptadas en el ambiente palatino;
este es uno de los más curiosos problemas que podemos plantearnos a
propósito de Goya, de su favor en la Corte y de sus éxitos como retratista,
pues es bien seguro que en épocas más recientes y en tiempos de más liberal
criterio, un pintor que se hubiese atrevido a tanto hubiera tenido dificulta¬
des con sus clientes, coronados o no. Alguna vez ha llegado a hablarse de
caricatura, idea que hay que rechazar; Goya no se propuso ningún vejamen
cuando acometió los retratos de sus reales patronos, pero la fuerza de su
temperamento y la tendencia deformativa de su pincel se imponían a su
voluntad, y con una sinceridad poco cortesana dejaba clavados implaca¬
blemente ante la Historia a los personajes que posaban ante él. Es este uno
de los rasgos más sorprendentes y auténticos del extraño pintor que fue
Goya en una corte dieciochesca. En todo caso, que sus relaciones cortesanas
continuaban siendo excelentes y que conservaba el favor de los poderosos,
lo demuestra el hecho de que en 1801 pintó un retrato más pomposo y hasta
benévolo que de costumbre del favorito Godoy como generalísimo, inmorta¬
lizando su apoteosis después de la llamada Guerra de las Naranjas; es lienzo
que conserva hoy la Academia de San Fernando.
En la Academia de San Fernando estuvieron casi un siglo dos de los
cuadros más populares y discutidos de Goya: La Maja vestida y La Maja
desnuda (M. 741 y M. 742). Esta pareja de pinturas representando a la misma Diap.91,92
mujer, totalmente desnuda una y vestida en atuendo de maja la otra,
ha dado lugar a que corra mucha tinta sobre tan singulares cuadros. La
documentación falta en absoluto, y ello nos hace pensar se trata de un encar¬
go privado y casi diríamos secreto. En la colección de Godoy se encontra¬
ban los lienzos en 1808, cuando a la abdicación de Carlos IV, que arrastró
consigo la caída del favorito y su prisión, fueron sus bienes incautados con
toda la colección de pinturas del generalísimo. ¿Fueron las majas un encargo
de Godoy? ¿Quiso inmortalizar los rasgos de alguna dama cuyos favores
disfrutó el poderoso ministro? Es una hipótesis a la que podemos inclinar¬
nos, pero no puede dejar de recordarse que popularmente, durante muchos
años, se ha repetido que en ambos cuadros se trataba de la duquesa de
Alba. Los diversos autores que se han ocupado de este asunto han aportado
en igual medida argumentos y fantasías. Indiscutiblemente, la cabeza de
la dama no tiene parecido suficiente con el rostro de la duquesa, bien
conocida por los retratos auténticos y firmados por Goya. Era el rostro
de la duquesa alargado, de gesto autoritario e imperativo, mientras las
majas tienen más bien una faz redonda, de expresión muy diferente, que
nos inclinaría a pensar en una modelo sumisa de no muy elevada clase so¬
cial. También es verdad que en la maja desnuda hay un fuerte contraste
entre el extremo cuidado con que están precisadas sus formas, con un di¬
bujo más apretado de lo habitual en Goya, y el rostro mismo, realizado
de manera más somera. El que tenga experiencia de la vida de los artistas
y conozca, por vivas confidencias, anécdotas de taller, sabe que no es in¬
frecuente una cierta sintetización desfigurativa en las cabezas de los des¬
nudos femeninos, cuando los pintores quieren de algún modo encubrir o
no acusar demasiado el parecido con la dama que ha tenido la generosidad
de posar desvestida ante ellos. Se ha hecho observar, por otra parte, que el
cuerpo de la maja desnuda, bien español por su estrecha cintura, anchas
caderas y piernas más bien cortas, puede ofrecer diferencias, acaso engaño¬
sas, con la silueta esbelta, más bien delgada, que la duquesa muestra en
sus retratos; pero tampoco esto sería argumento decisivo, ya que una figura
en pie y vestida con las ropas ceñidas y ligeras que la moda imponía por
aquellos años puede parecemos más alta que la misma figura despojada
de ropajes y mostrando sin velos sus formas. Aunque no sea más que para
justificar esta indecisión, ha de recordarse que todavía en años recientes
el doctor Blanco Soler se inclinaba por la tradición que identificaba a la
duquesa con las majas, y hasta quiso precisar su tesis con medidas, basa¬
das en el análisis harto macabro que realizó de los propios restos de la
duquesa, desenterrados para realizar este estudio. La hipótesis de que la
duquesa hubiera encargado estos cuadros y los hubiera poseído no parece
compatible con el hecho de que estuvieran en la colección de Godoy, pero
no hay que olvidar que Godoy se incautó de pinturas procedentes de la
colección de la duquesa de Alba, muerta en 1802. Se ha indicado también
que Goya para pintar este desnudo tuvo presente en algún modo la suges¬
tión de Velázquez en su Venus del espejo, que era entonces propiedad de
351 la casa de Alba. Pero Goya no recurre a los elegantes eufemismos de Veláz-
quez cuando pinta de espaldas a la diosa, reflejando su rostro en el azogue;
la presenta de frente, mirando al espectador, haciendo exhibición de su
terso cuerpo juvenil, actitud aún realzada, casi diríamos con descaro,
por la manera de cruzar sus brazos detrás de la nuca. Si recordamos que
Goya es contemporáneo del neoclasicismo, es decir, de la pintura que tra¬
taba de apurar la descripción delineada de las formas con una preocu¬
pación basada en el culto de los desnudos de la estatuaria antigua, nos
sorprende la oposición del arte del maestro aragonés respecto con la corrien¬
te estética más influyente en su época. La Maja desnuda puede ser una de
las escasas ocasiones en que Goya hace concesiones, acaso sin quererlo,
a la descripción de la forma como delineación cuidadosa, ejecutada con
pincelada paciente y apurada, pero ni la concepción del cuadro ni el ritmo
de las líneas tienen nada que ver con lo neoclásico. Podemos pensar que la
factura está solamente en relación con el extremo cuidado que Goya puso
en representar un desnudo, tema poco frecuente en él, como en general
en los pintores españoles, en el que quería inmortalizar precisamente una
bella forma joven. Goya parece extremar en La Maja desnuda esta volun¬
tad descriptiva, bien por impulso propio o porque su cliente estuviera inte¬
sado en ello. En todo caso, a esa apurada ejecución y a esa factura más bri¬
llante y lisa que de costumbre, corresponden con cierta lógica los tonos
fríos, grises y azüles que alguna afinidad poseen con la paleta neoclásica;
pero ahí terminan, en mi opinión, todas las aproximaciones.
Beruete recogió en un libro sobre composiciones y figuras de Goya una
tradición verbal un tanto novelesca, cuyo valor es muy difícil de medir,
sobre las circunstancias que dieron lugar a los cuadros de las Majas, his¬
toria que, en todo caso, no ha tenido ninguna confirmación literaria ni
documental. Lo más interesante que se desprende del estudio de estos dos
cuadros es la oposición entre el desnudo de la mujer y la maja vestida. En
esta última, como en la familia de Carlos IV, los atrevimientos de color
y de pincelada de Goya son tan extremos que nos sorprende como si se
tratase de una pintura moderna, obra de un artista liberado de todo pre¬
juicio académico. En la Maja vestida es donde vemos lo que pudieron
aprender de Goya los más osados impresionistas del color, de Manet a Re-
noir. Es un goce ver cómo se mueve el pincel de Goya ágilmente, cómo
hace jugar blancos, amarillos, rojos y negros con valientes e informes gol¬
pes de pincel en la chaquetilla de alamares de la Maja vestida. El contraste
no sólo nos informa de las capacidades de adaptación de Goya a los asuntos
que se planteaba, sino la buscada sorpresa que probablemente persiguió
en la confrontación de los dos cuadros por el espectador. Se ha recordado 352
ll
¡jy. Goya. Maja vestida. Detalle.

alguna vez que en los gabinetes de los aficionados más o menos libertinos
no era infrecuente que una misma mujer se representase en dos cuadros,
desnuda en uno y vestida en otro, de modo que la figura vestida se colocase
mediante un dispositivo cubriendo la desnuda, que solo se mostraba en la
intimidad a los conocedores. Si lo imaginamos así, Goya habría conseguido
precisamente el buscado contraste; tras la figura rica de color, hecha de pin¬
celadas vibrantes y toques ligeros de la Maja vestida, se mostraría con toda
precisión el cuerpo desnudo del modelo, haciendo valer el complacido rigor
con que el artista había descrito a la mujer despojada de sus ropas. Mas
en la misma Maja vestida, el desnudo está latente bajo los finos paños
que se pliegan a su cuerpo, acusando las formas de modo casi excesivo,
solo inteligible si se concibe este cuadro como prólogo o introducción al
segundo. La popularidad, un tanto legendaria, que ha rodeado estos dos
lienzos no debe hacernos olvidar lo que sobre la pintura de Goya y sus capa¬
cidades nos enseñan. Admirador entusiasta del eterno femenino, Goya no
tuvo muchas ocasiones en su vida de llegar a pintar el desnudo integral,
y es de suponer que para hacerlo, y a pesar de la mayor libertad de los tiem¬
pos respecto del siglo xvn, parece ser que hubo de contar con el favor de
una persona de elevada posición, que le encargó para su propio placer estos
dos cuadros. Cuando en 1814, terminada la guerra de la Independencia,
el Estado se hizo cargo de los depósitos de obras de arte de propiedad priva¬
da almacenadas en Madrid, entre las cuales estaba la colección de Godoy,
la Inquisición tomó parte en reclamar las pinturas obscenas, así se decía,
que en aquellos depósitos figuraban; cuatro de ellas pertenecían al favorito
de María Luisa. En el cataclismo de depuración que a la guerra seguiría,
Goya fue denunciado a la Inquisición, precisamente por haber pintado
estos dos cuadros, la mujer desnuda sobre un diván y la misma represen¬
tada como maja. El tribunal citó a Goya en 16 de mayo de 1815 para que
se justificase sobre las circunstancias en que estas pinturas habían sido en¬
cargadas y por quién; pero, desgraciadamente, la declaración de Goya,
que serviría como precioso documento para conocer sus exculpaciones
y para informarnos sobre el discutido caso, no se ha encontrado hasta
ahora o se ha perdido. No está precisada tampoco la fecha de estos cua¬
dros, aunque no hay inconveniente en afirmar que su parentesco con la
paleta empleada en la familia de Carlos IV nos lleva a pensar en una
fecha entre 1798 y 1808.
Antes de este último año, que marca el cataclismo nacional comenzado
en 19 de marzo con el motín de Aran juez y la abdicación de Carlos IV,

355 seguida inmediatamente de la proclamación de Fernando Vil, el destieiro


de la familia y el intento de hacer de España un reinado napoleónico más,
Goya pintó muchos cuadros importantes dentro de su producción, de los
cuales muy pocos se conservan en el Prado. En 1804 está fechado el retrato
de la marquesa de Yillafranca, doña María Tomasa Palafox (M. 2.448),
hija de la muy liberal condesa del Montijo, perteneciente a una familia
aragonesa con la cual las relaciones de Goya fueron frecuentes. Doña María
Tomasa, pintora de afición, está representada paleta en mano ante el lienzo;
había casado con el hermano del difunto duque de Alba, lo cual nos indica
que Goya siguió tratando a esta familia después de muerta la duquesa
Cayetana. El cuadro fue donado al Museo en 1926, así como el de la
marquesa de Yillafranca, madre (M. 2.447), que acaso sea de fecha ante¬
rior. Obra importante es el retrato del gran actor de aquella época Isidoro
Máiquez (M. 734), una de las figuras señeras del teatro español de su
tiempo, amigo de Goya y, como él, aficionado a los toros; le pintó en 1807,
en un retrato de busto, íntimo, realizado con el desparpajo con que Gova
realizaba los cuadros para amigos.
Probablemente de fecha muy aproximada a estos lienzos, y acaso ante¬
riores a 1812, son las naturalezas muertas que Goya empleaba, según la
tradición, como regalos de Pascua, en sustitución de los originales; en el
inventario del estudio de Goya, hecho en 1812, había hasta una docena de
cuadros de estos asuntos. El pavo muerto (M. 751) y Las aves muertas
(M. 752) ilustran este aspecto de la producción goyesca, realizada con la
maestría habitual que tanto recuerda, si no en la factura en el tema,
cierto tipo de bodegones holandeses y flamencos.
La guerra estalla el 2 de mayo de 1808, con la sublevación de Madrid
ante la salida de la capital de las últimas personas de la familia real, que
Napoleón llamó a Bayona para separarlas del país e imponer a su her¬
mano José en el trono vacante. Los seis años de guerra peninsular fueron
una larga tragedia de la que Goya había de ser un insuperable cronista.
Bastarían Los desastres de la guerra, grabados por el artista aragonés, para
que la fama de Goya fuera inmortal. Goya quedó en Madrid, hizo un
v iaje a Zaragoza llamado por el general Palafox, volvió a la corte, y aquí
transcurrió su vida hasta 1814, con incidentes que los biógrafos de Goya
recogen y que no es el momento de recordar con detalle en estas páginas.
Al mismo tiempo que los grabados, Goya ejecutaba en pequeños cuadritos
sus impresiones de incidentes de la guerra, vistos o evocados, en una pro¬
ducción que puede figurar entre lo mejor del artista. La guerra fue para
Goy a una nueva crisis y estas crisis daban siempre lugar a una transforma¬
ción de su arte, espoleado por circunstancias adversas. Las pasiones desata-
356
ij8. Coya. La Marquesa de Villa/)
¡39 Gaya. El pavo muerto.

das por la guerra, la crueldad humana, tuvieron en Goya el más osado
cronista que hasta entonces hubiera en la historia de la pintura. El Prado
no conserva, desgraciadamente, ejemplares de esta producción cuya alusión
a la guerra sea clara, pero es indudable que algún parentesco tienen con
ella composiciones como La degollación y La hoguera (M. 740 i v 740 j),
pintadas sobre hoja de lata, soporte empleado alguna vez por Goya. El
obsesionante misterio sombrío de estas escenas, el asunto trágico, la evo¬
cación del espacio y la factura presentan un evidente parentesco con cua¬
dros de guerra como la serie que conservaba el marqués de la Romana
o los lienzos representando la fabricación clandestina de balas o de pólvora,
propiedad del Palacio Real de Madrid.
Los más grandes y representativos lienzos en que Goya quiso inmorta¬
lizar la epopeya española en la resistencia al invasor están afortunadamente
en el Prado. Estos dos cuadros fueron pintados después de terminar la
contienda; así lo documentó hace muchos años el ilustre investigador que
fue secretario del Museo, don Pedro Beroqui. No había entrado todavía
en Madrid Fernando VII, después de su suave cautiverio en Valengay,
cuando nuestro artista se dirigía a la Regencia en 24 de febrero de 1814,
solicitando un auxilio de 1.500 reales para «perpetuar por medio del pincel
las más notables y heroicas acciones de nuestra gloriosa insurrección contra
el tirano de Europa». El documento, justificado por el artista con la penu¬
ria extrema en que se hallaba, era una manera de demostrar que había
estado, en todo caso, al lado de los patriotas, cuyo triunfo simbolizaba
el regreso de Fernando VII. No es que no lo hubiera estado; pero su perma¬
nencia en Madrid, su continuación en la nómina de pintor de cámara del
rey José y el haber tenido amigos afrancesados, algunos de los cuales le
proporcionan encargos durante la ocupación francesa, acaso le hicieron
pensar en la conveniencia de una demostración pública de su patriotismo,
temiendo ya las depuraciones y represalias que se anunciaban. Goya sorteó
a lo largo de su vida muy diversas y azarosas circunstancias y esta amenaza
no era ilusoria. La Regencia accedió a lo pedido por Goya, concediéndole
una ayuda para pintar estos dos grandes lienzos, decisión de la que tenemos
que felicitarnos, el 9 de marzo de 1814. No sería improbable que los cuadros
de Goya fueran expuestos públicamente en Madrid, bien el 2 de mayo
de 1814, día en que se celebró el alzamiento nacional de 1808, o bien el
19 del mismo mes, con motivo de la entrada en Madrid de Fernando VII,
llamado entonces el Deseado. Existe la tradición de que Goya pintó otros
dos cuadros más formando serie con los que el Prado conserva, representando

359 el alzamiento popular ante el Palacio Real con motivo de la marcha de los
infantes a Francia y la defensa del Parque de Artillería por Daoíz y Yelarde;
pero si existieron estos cuadros, no ha quedado resto ni documento alguno
que lo asegure. En El 2 de mayo en la Puerta del Sol (M. 748), Goya revo¬
luciona en cierto modo la pintura de la Historia al pintar un alzamiento
popular, que es, como alguna vez se ha dicho, «una historia sin héroe».
Se evidencia de nuevo el consecuente anticlasicismo del artista, en opo¬
sición a lo que el pintor David realizó en Francia para inmortalizar hechos
de la Revolución francesa o de la gesta napoleónica. Los soldados que en
el cuadro figuran representan el destacamento francés que al pasar por la
Puerta del Sol en aquella mañana del 2 de mayo fue atacado espontánea¬
mente por el pueblo español de manera improvisada y con armas blancas,
únicas que podían tener a su mano. Los soldados no son ni siquiera france¬
ses, sino mamelucos egipcios, de los que Napoleón incorporó a su ejército
en las campañas en aquel país, o coraceros polacos que también tenían
unidades en los escuadrones franceses. El ciego impulso de la masa, movida
por resortes incontenibles, está representado viva y eficazmente; la ver¬
sión pictórica, he dicho en otro libro mío, ha tendido a evitar toda jerarqui-
zación compositiva y a transcribir en primer término la impresión de
confuso y ciego choque, para lograr una evidencia plástica adecuada de
aquel estallido, adecuación que hubiera resultado forzada en una compo¬
sición equilibrada y elocuente: «Goya nos ha dado, como ha dicho Mayer,
la visión de un suceso integral, la imagen de una totalidad: las figuras no
se mueven por su propio impulso, sino guiadas por un destino, por un ser
demoníaco más o menos poderoso..., agitadas por una voluntad que casi
pudiéramos denominar mágica.» Las masas anónimas cercan aquel desta¬
camento que, aterrado, se defiende sólo para huir; el terror se refleja en los
ojos de los atacados y en los caballos que huelen la sangre. Con feroz energía,
los madrileños saltan sobre los jinetes y los apuñalan; la figura en primer
término se ensaña con el mameluco de roja casaca, que cae del caballo como
si fuera un pelele trágico; en el suelo hay muertos de ambos bandos y
sangre copiosa. Goya se revela como un artista del movimiento, captando
vivazmente la confusa agitación, tan apta para describir el suceso. Anali¬
zando esta composición he salido al paso de objeciones que algunos crí¬
ticos, penetrados inconscientemente de prejuicios académicos, hicieron a
la disposición de las figuras en el lienzo. Es evidente que Goya ha huido
de una ordenación equilibrada o simétrica, como hubiera hecho un clasi-
cista. La intención expresiva está gradualmente matizada con sabiduría
mediante una composición de curva, vista en perspectiva, que responde
perfectamente a las intenciones de Goya. El cuadro nos sirve además para
comprender algo que no suelen tener en cuenta muchos analistas que
estudian las composiciones solamente en su elemento lineal, olvidándose de
lo que el color aporta a la expresión compositiva: «La movilidad, la rápidez
instantánea de una escena de insurrección callejera, viene a ser traducida
por Goya en esta composición parabólica, hirviente, salpicada de sorpren¬
dentes manchas de color, esparcidas en el cuadro, que den a su superficie
variedad, animación e inquietud». Sobre la imprimación rojiza, el trabajo de
Goya es ligero, ejecutado de manera fogosa, utilizando gruesas brochas,
frotando ligeramente el color y empastando otras veces con genial atre¬
vimiento y empleo de la espátula. Goya insistió en su intención conmemo¬
rativa, pensando acaso en la exposición pública de los lienzos mediante
unos letreros mal leídos anteriormente que dicen: Madrid, en una línea su¬
perior: y en la inferior, dos de mayo.
La vibrante policromía del ataque a los mamelucos en la Puerta del
Sol contrasta con el segundo cuadro, que el Prado conserva, que viene a
ser el segundo acto del drama que se desarrolló en la capital del reino en
Diap.94 aquellos días. Los fusilamientos del 3 de mayo (M. 749) es un cuadro más
concentrado, como corresponde a su asunto, con tonos que van del negro
al gris en delicada gradación. En la noche del 2 al 3 de mayo, desta¬
camentos franceses fusilaron sin piedad a los patriotas cogidos con las
armas en la mano, después del levantamiento popular. Los que eran víc¬
timas en el cuadro anterior son aquí los vengadores. También la compo¬
sición de este cuadro es parabólica; la curva está acusada en la masa de
prisioneros, unos caídos ya, otros frente a los cañones que van a disparar
sobre ellos y otros aguardando la ejecución, al fondo. La vencida protesta
de los patriotas españoles está simbolizada en la figura del hombre de blan¬
ca camisa y desorbitada mirada que alza los brazos al cielo en gesto de
apelación a la justicia, frente al piquete de ejecución. Para destacar esta
figura, Goya ha buscado un foco de luz, la que arroja el gran farol que
ilumina a los que van a caer, mientras los ejecutores, los soldados cuyos
rostros no vemos, son una masa anónima que obedece ciegamente a una
disciplina, como una máquina. En el cielo nocturno de Madrid, destacan a
lo lejos los edificios en penumbra, presididos por la torre de una iglesia.
La sombría paleta en que Goya se ha entrenado en los pequeños cuadros
de guerra tiene aquí una grandiosa ampliación: la ejecución es ligera,
realizada con nerviosa inquietud y con maestría segura, el color está fro¬
tado, sin empastar, y los contrastes de luz dan todo el dramatismo que con¬
viene al asunto. Hay en el lienzo trozos magníficos: especialmente logradas
363 están las expresiones de los que aceptan su destino con resignación o deses-
365
perada protesta en una serie de matices que Goya ha sabido realizar en
escala admirable; en contraste con el negro cielo, los grises de la lejanía
y de los uniformes franceses, la roja sangre de los fusilados corre como un
reguero fecundo. Puede decirse que en estos dos cuadros están adivinadas
las más geniales osadías de la pintura del siglo xix. No obstante, estas
pinturas ejercieron muy poca influencia en los pintores de esta centuria,
ya que aunque entraron en el Museo en 1834, no figuraron en el catálogo
hasta 1872. Hay que decir que, de las 116 pinturas de Goya que hoy posee
el Prado, solo 13 figuran en el catálogo de Madrazo del 72.
Sin duda los muy clásicos Madrazos que regentaron en años anteriores
el Museo, no estimaban estas pinturas de guerra y las mantuvieron en los
almacenes. Manet recordó a Goya, preciso es decirlo, en El fusilamiento
de Maximiliano, en Ouerétaro, pintado en 1867, dos años después de haber
estado en Madrid el pintor francés y de haber visto los lienzos de Goya.
Iriarte, biógrafo de Goya, los había visto también y los reproduce en su
libro de 1867. Estas dos pinturas, de trágico asunto, tuvieron también
vicisitudes dramáticas durante la última guerra civil española, en la que,
sacadas del Museo, un choque mal afortunado del camión que las con¬
ducía fuera de Madrid rompió la caja y rasgó los dos lienzos causando
desperfectos que destrozaron alguna parte de la superficie pintada y que
con buen acuerdo no ha sido restaurada después. Estas cicatrices son
también historia ingrata, y los cuadros de Goya pueden ostentarlas como
una condecoración acusatoria.
Otro cuadro pintó Goya en 1814, que es también en cierto modo una
glorificación de la Independencia. De antiguo es conocida la tradición,
conservada por un historiador aragonés, de que en el otoño de 1808 Goya
había hecho un viaje a Zaragoza en aquella España trastornada por la
ocupación francesa; le llamaba el general don José de Palafox, con cuya
familia ya hemos visto que estaba relacionado el artista desde años ante¬
riores. El heroico defensor de Zaragoza había logrado rechazar a los fran¬
ceses, que tuvieron que levantar el primer sitio de la ciudad del Ebro.
Goya había de inmortalizar, según la tradición mencionada, episodios de
la lucha enconada con que los aragoneses se defendieron del ataque napoleó¬
nico en esta primera parte de los sitios. Si esto fuera cierto, de sus impresio¬
nes y observaciones en la ciudad maltrecha habrían salido algunos de los
cuadros de guerra en que Goya fragmenta las visiones de la lucha en
episodios aislados, dándonos una interpretación humana de lo que fue
aquella contienda feroz; otra vez una guerra sin héroe. Corta sería la es¬
tancia de Goya en Zaragoza, según Agustín Alcaide, historiador de la 366
142. Goya. El 2 de Mayo. Detalle.
defensa de la ciudad, pues debió de salir de la ciudad antes de la bata¬
lla de Tudela, con la que se iniciaba el segundo y más terrible sitio que
terminó con la ocupación de Zaragoza por los franceses, cayendo prisionero
el general que la defendía. Palafox fue llevado a Francia, donde estuvo
hasta el fin de la guerra, regresando en 1814; entonces le volvería a encontrar
nuestro pintor en Madrid, y esta fue la ocasión en que le pintó el retrato
ecuestre (M. 725) que el Prado conserva y que el hijo del heroico defensor
de la capital de Aragón legó al Prado en 1884. Es, pues, una obra de la misma
época que el Ataque a los mamelucos y los Fusilamientos del 3 de mayo.
Palafox está representado a caballo, el sable en la diestra y señalando
hacia el horizonte, como dando órdenes para un movimiento militar, mien¬
tras en la lejanía, con atrevidas pinceladas sintéticas, Goya evoca los
incendios y los humos de la pólvora de una lejana batalla. El cuadro está
firmado: «Exmo. sor. dn. josef palafox y melci por goya año de
1814.» Lo mismo que en los retratos ecuestres de los reyes, Goya no
se muestra tan diestro pintor del caballo como lo fue Velázquez; no obs¬
tante, el noble bruto tiene brío y su movimiento está expresado con la
energía que Goya sabe prestar a sus figuras y que su entrenamiento en los
asuntos de la guerra ha acrecido.
No se piense que los pinceles de Goya estuvieron inactivos durante
la guerra por la ausencia de cuadros del artista fechables entre 1808 y 1813
en el Museo. Su tarea de retratista, aunque disminuida, no cesó. Grabó,
probablemente, su series de Los desastres y realizó otros cuadros de asunto
libre y de inspiración personal, muchos de los cuales se creían de época
posterior, pero que están incluidos en el inventario que se hizo de sus
bienes y pinturas a la muerte de Josefa Bayéu, la esposa del artista, que
falleció en plena guerra. Desgraciadamente, la mayor parte de estos cua¬
dros, entre los que cuentan algunas de las mejores pinturas goyescas, no están
en el Prado, ni siquiera en España; de los ejecutados en este lapso de tiempo,
el Museo sólo conserva el retrato de su amigo el liberal don Manuel Silvela
(M. 2.450), partidario de los franceses, que a consecuencia de ello hubo
de emigrar a Burdeos al regreso de Fernando VII. Suele fecharse el cuadro
hacia 1809 y es una de esas efigies íntimas, pero intensas, que valen muchas
v eces más que otros retratos oficiales y de compromiso.
Goya escapó a los peligros que le acecharon en la purificación feman-
dina, pero todo parece decirnos que Fernando VII no sintió excesiva incli¬
nación hacia el gran pintor, que quedó definitivamente depurado, acaso
por influencias de los buenos amigos que siempre le apoyaron en momentos
difíciles, el 15 de abril de 1815. Probablemente el Rey Deseado no posó 368
143. Goya. El General Don José de Palajox, a caballo.
¡44- Goya. Fernando Vil
nunca ante el pintor de cámara, a pesar de lo cual encargos muy diversos
y ajenos a Palacio le hicieron realizar retratos del nuevo rey, que tan in¬
justificado entusiasmo despertó en los españoles, como símbolo de aquellos
años de recuperada independencia nacional. Goya, pues, realizó efigies
de Fernando VII cuando se las pidieron ciudades como Zaragoza, Santan¬
der o Pamplona o centros oficiales diversos. En el Prado existen dos de estos
retratos, que son espléndida muestra de su talento colorista; en uno de ellos,
Fernando VII (M. 724) está representado como general, con un fondo
de campamento militar tan ajeno a la realidad de la vida de este rey sen-
sual y poltrón, que tan poco heroicamente se comportó en los momentos
graves de su existencia. La semejanza de paleta y de ejecución empa¬
reja este retrato con los cuadros realizados en 1814. Ignoramos el primer
destino del retrato; solo sabemos que estuvo en la Escuela de Ingenieros
y en el Museo de la Trinidad, de donde pasó al Prado en fecha tardía.
Semejante en cuanto a la efigie y actitud es el retrato de Fernando VII
Dióp.95 con manto real (M. 735), de tonos rojos y forrado de armiño, con el cetro
en la mano y el toisón sobre el pecho, que es muy semejante al que conserva
el Canal Imperial de Zaragoza, por encargo que se hizo a Goya en septiem¬
bre de 1814. La viva mancha de color del manto da una nota mayestática
que no ennoblece el aire un tanto avieso y grotesco de este rey de descon¬
fiada mirada y bastas facciones. Goya ponía en sus personajes de modo
más o menos inconsciente su reacción emocional ante el modelo, y esta
sinceridad que a su pesar reflejaban sus pinceles nos está diciendo elocuente¬
mente que no era el rey para Goya un sujeto que despertase su simpatía.
El cuadro debió de estar también en un centro oficial de Madrid, probable¬
mente, ya que en los años siguientes a la revolución de 1868 era el Minis¬
terio de la Gobernación el que lo enviaba al llamado Museo de la Trinidad,
al ser quitada la efigie de un monarca borbónico, tras un movimiento
popular que había destronado la dinastía. Todos estos retratos represen¬
tan al rey en posición semejante de la cabeza, y derivan, con toda probabi¬
lidad, de algún apunte hecho por Goya, del que se valió para pintar los
cuadros y no de la presencia del monarca. La Biblioteca Nacional conserva
uno de estos dibujos, acaso de época anterior, pero que nos indica el pro¬
cedimiento de que el artista se sirvió para realizar estas efigies, por no
disponer del modelo, o no pedir que el rey posara ante él.
La fortuna de Goya en Palacio iba a declinar, pero su clientela entre
la aristocracia y la burguesía madrileña pudo proporcionarle abundante
trabajo en los años en que aún residiría en España. El pintor tenía en 1815
371 sesenta y nueve años, edad en la que muchos hombres, pintores o no, están
entrando en la decadencia de sus facultades físicas y profesionales. No
era así en Goya, y lo demuestra no solamente la extensa obra que todavía
habría de realizar, sino un documento vivo que en el Prado puede contem¬
plarse, el Autorretrato (M. 723), firmado: «fr. goya, aragonés, por el Diap.96
mismo», del que otro ejemplar no inferior al del Museo y conservado en
la Academia de San Fernando, lleva la fecha de 1815. Es un retrato ínti¬
mo, de esos que los pintores gustan hacer de sí mismos, escudriñando en
el espejo su propia fisonomía, indagación que muchos grandes artistas
han prodigado. Es un busto corto en el que se nos aparece con la cabeza
inclinada, el pelo revuelto, sus ojillos incisivos mirándonos de frente y con
una especie de batín dejando ver la camisola abierta; nadie diría por la
tersura de la piel y la energía de la mirada que el artista está próximo a
los setenta años; aún hay mucho de vigor y energía en la expresión del
artista que, sordo, viudo, alejado de sus mejores amigos, emigrados en gran
parte por sus ideas liberales o por afrancesados, entraba en esa etapa de
la vida en que todo parece ser hostil al hombre viejo que se encuentra des¬
plazado en un mundo nuevo y poco grato. Por estos años no le faltan clien¬
tes que le encarguen su efigie, pero su actividad oficial ha disminuido;
no en balde un nuevo gusto y una nueva pintura ha aparecido en el ambiente
de la Corte: la de don Vicente López, el melifluo y relamido retratista que
gozaba por entonces de los favores de Palacio.
Pero las manos de Goya no pueden estar ociosas, y en aquel mismo
año en que realiza su autorretrato prepara las planchas de la Tauromaquia,
que publicó en 1816. Al año siguiente hace un viaje a Sevilla, a aquella
Andalucía de los malos recuerdos de su enfermedad y de los mejores de
su estancia en Sanlúcar, con su desaparecida amiga la duquesa de Alba.
En la capital andaluza pinta, por encargo del Cabildo, el cuadro dedicado
a las Santas Justa y Rufina, que fecha en 1817, y del cual el Museo del Prado
conserva un magnífico boceto (M. 2.950) de los varios que al parecer pintó
para el lienzo sevillano y que entró en el Prado con el legado de don Pablo
Bosch. Puede apreciarse en este lienzo la tendencia que ahora domina
en la paleta del artista: tonos negruzcos avalorados por grises, por ocres
o algún rojo nos indican el sesgo pesimista, por decirlo así, que preside
ahora la producción pictórica de Goya. Ese pesimismo que en los Capri¬
chos había sido deformante y sarcástico al enfrentarse con los vicios del
hombre y las injusticias de la sociedad, ha sido reforzado por la dura lec-
1ión de la guerra, las conmociones políticas, las persecuciones de amigos,
la soledad y la vejez en suma. Esta tónica está presente en la obra de Goya
hasta su muerte; paleta oscura, brutal desenfado en la técnica, golpes 372
j
<»V>~

145. Goya. El exorcizado.


/^6. Goya. Iui romería de San Isidro. Detalle.
de espátula y materias espesas que parecen un reflejo temperamental
con que la garra del artista expresa su visión del mundo. Su actividad no
cesa: en 1819 se adueña del nuevo procedimiento de la litografía, en el que
habrá de dejar obras maestras, y en aquel mismo año compra una casa a
orillas del Manzanares, la que fue designada con el nombre de Casa de Goya
o Quinta del Sordo, adquisición que vino a ser como una especie de deseo
de evasión y alejamiento, de reposo e intimidad consigo mismo. Todo
esto quedó simbolizado en la obra solitaria, genial, imprecadora y terrible
que habría de realizar, para dar ocupación a sus manos, en los muros de
su propia casa de campo. Las pinturas de la Quinta del Sordo están en el
Museo por una pura casualidad, ya que estuvieron a punto de emigrar
de España. Solamente en nuestros días han podido ser comprendidas estas
atrevidísimas visiones que preludian lo más pesimista y osado de la pintura
contemporánea. En su factura están adivinadas todas las rebeliones de la
pintura moderna, y ello explica que el siglo xix quedase más bien suspenso
y estupefacto ante pinturas que venían a significar tan brutal ruptura
con la pintura tradicional. La decoración de la Quinta la realizó el solitario
y pesimista Goya entre los años 1819 y 1823, es decir, poco después de
adquirida la casa de campo a orillas del Manzanares. Pinturas negras, ha
solido llamarse siempre a estas extrañas decoraciones con las que Goya
deseó extrañamente rodearse de aquellos fantasmas que poblaron su ima¬
ginación desde los Caprichos y que han dado lugar a tantas hipótesis y
no menos literatura sobre la genialidad y psicología y aun el posible extra¬
vío del artista impar. Dos eran las piezas que Goya decoró en su casa: un
comedor en la planta baja de la quinta y la sala del piso principal. Mucho ha
tardado en aparecer una monografía sobre estas pinturas que desde hace
poco tiempo poseemos en el libro, con excelentes reproducciones, publicado
por los señores Sánchez Cantón y Salas, donde se hace un estudio de las
particularidades históricas y la documentación que sobre la casa y su adqui¬
sición por Goya se conserva, así como de las circunstancias personales del
artista en este momento de su vida y de los caracteres de fantasía go¬
yesca que en esta serie alcanza un clímax imposible de rebasar. La casa
de Goya desapareció, pero antes de que fuera derribada pudieron pasarse
en 1873 las pinturas de los muros al lienzo, traslado que se hizo con una
técnica imperfecta, causa de la fragilidad de la superficie pintada y del
estado de conservación en que han podido llegar a nuestros días. Las
adquirió un banquero francés, el barón Emile d’Erlanger, a quien debemos
estar reconocidos por esta tarea que conservó una serie tan singular y repre¬
375 sentativa de la genialidad goyesca. El barón había comprado la finca al
francés M. Rodolphe Coumont, en cuyo poder estaba, y dando valor a su
adquisición, después de encargar que fueran pasadas a lienzo las compo¬
siciones, que fueron forradas por el pintor y restaurador español Salvador
Martínez Cubells, las llevó a la Exposición Universal de París de 1878. Se
buscaba un comprador para las pinturas, pero el comprador no apareció.
A pesar de que se habían iniciado ya en Francia la renovación pictórica
del impresionismo y las libertades de representación que llevaron al arte
a los derroteros sorprendentes a que en nuestros días ha llegado, no hubo
coleccionista que entendiera el tremendo mensaje de aquellas composicio¬
nes goyescas. Gracias a esta circunstancia, es decir, al poco éxito que
pinturas tan admiradas hoy tuvieron en París, las creaciones de la Quinta
del Sordo pudieron volver a España; el barón d’Erlanger tuvo el rasgo
de regalarlas al Museo del Prado, en 1881. Charles Iriarte describió, en 1867,
la disposición en que las pinturas se hallaban en las salas de la Quinta
del Sordo, lo que permite su ideal reconstrucción. En el comedor de la planta
baja alternaban pinturas de formato vertical, que decoraban paños de muros
estrechos, al lado de las puertas y composiciones apaisadas que ocupaban
los paños más anchos del muro de la habitación. Los de formato vertical
son el Saturno devorando a un hijo (M. 763) y la escena que se interpre¬ Diap.97
ta como Judit con la cabeza de Holofernes (M. 764); otras dos de formato
más cuadrado, probablemente situadas al lado de otra puerta, son los que
representan una Mujer pensativa (M. 754), vestida de negro, apoyada en
una peña, y los llamados Dos ermitaños (M. 751). Las composiciones de
formato ancho son la llamada Romería de San Isidro (M. 760) y el fantás¬
tico Aquelarre (M. 761). Pocas pinturas más expresionistas y espeluznan¬ Diap.98
tes que el Saturno devorando a un hijo, símbolo del tiempo que todo lo
destruye y devora. Hambre, locura, barbarie, parecen ser las inspiraciones
de que salió esta exasperada obra; el viejo esquelético de larga melena blan¬
ca y ojos feroces y alucinados abre sus tremendas fauces en las que desapa¬
recen los miembros de la pequeña criatura humana que tiene en sus manos
crispadas, mientras la sangre corre por el cuerpo destrozado y satisface la
bestial gula del bárbaro fantasma. La veta brava española, el feroz encara-
miento con los más ásperos asuntos, llegan en esta composición goyesca
a un extremo nunca superado en la historia de la pintura. Solo ha sido
en nuestros días, cuando la literatura y el arte quieren darnos también tan
negra visión del hombre como consecuencia de los terribles años de guerras,
revoluciones y venganzas de nuestro siglo xx, cuando se ha podido encon¬
trar sentido a esta terrible imagen. Pero este feroz encaramiento con la cruel¬
dad no tiene en la obra de Goya la compensación espiritual que en los cuadros 376
¡47- Goya. Im. romería de San Isidro. Detalle.
de martirio del barroco podía hallarse. Se trata aquí en esta figura de la
propia humanidad—infrahumanidad, dinamos mejor implacable y cruel
en los momentos de crisis histórica; en ella podemos adivinar una simboli¬
zación, tamizada por el espíritu del artista, de la terrible experiencia que
Goya pudo haber acumulado a través de una época en que la sangre y las
malas pasiones habían corrido abundantemente, desde 1789 hasta la época
en que las pinturas se realizaron; clases sociales perseguidas, la guillotina
ensangrentando el suelo de Francia, la conmoción social que la revolución
supuso y que llegó a todos los países de Europa, la secuela de las guerras
napoleónicas, catástrofes que arrasaron nuestro continente desde Moscú
a Lisboa y, como consecuencia de ello, las pasiones políticas desatadas,
originando, según los turnos de vencedores o vencidos, persecuciones, en¬
carcelamientos y muertes; todo esto tenemos que verlo como trasfondo
de la obra de Goya, que expresó en estas pinturas, sin empacho, la con¬
turbadora violencia de sus setenta y cuatro años de experiencia vital.
Pero nos hemos acostumbrado ya a ver en el arte, a la vez, símbolo y subli¬
mación, y a distinguir entre los temas bárbaros y apasionados de Goya
y la genial maestría con que sabía dar vida a sus imaginaciones; por ello
podemos admirar sorprendidos el dominio que ha alcanzado sobre su arte
para hacerle decir, tanto en momentos pesimistas como en épocas más
felices, todo lo que el color extendido sobre una superficie plana es capaz
de conseguir para hacer vibrar las fibras de nuestro espíritu. Sobre el fondo
negro destacan los angulosos miembros de aquel salvaje anciano devorador
de su propia carne, pintado con una grisalla de ocres, grises y rojos que
evocan las formas que dan vida a lo que la fantasía del pintor imagina.
Visiones de pesadilla, sí, como otras creaciones de Goya, pero una pesadilla
que no es gratuita, sino que corresponde a la reacción del artista, plasmada
plásticamente en figuras alucinantes, ante las experiencias de una vida que
transcurrió entre delicias y tragedias, entre goces y catástrofes. Pero ahora,
hacia 1820, domina, y no injustificadamente, la interpretación pesimista
que ya había alumbrado especialmente en Los desastres. Por eso, el Sa¬
turno alimentándose de sus propios hijos es una de las más extremadas
visiones simbólicas de que la pintura en Europa ha sido capaz, y lo ingrato
de la representación solo puede alejar de la suspensa admiración de este
cuadro a los que no sientan la calidad específica de la genialidad pictórica.
En la Judit y Holofernes vemos simbolizado el crimen, aunque sea pa¬
triótico, realizado por manos femeninas; como en otros lienzos de Goya,
la Judit no es la bella y grave dama que cumple un terrible deber para
con su pueblo, tal como nos la pintaban los artistas del Renacimiento; 378
la suya es una faz brutal, como una máscara insensible, bestializada, que
Goya representa con los habituales colores negruzcos en esta composi¬
ción, digna compañera del Saturno. La Manola o maja apoyada en una
peña es una composición enigmática. ¿Qué hace, qué espera, qué contempla
esta mujer que tan impresionante indiferencia parece mostrar ante el
espectáculo próximo del Saturno o la Judit? ¿Puede haber un fundamento
para pensar que fuera retrato? Lógicamente, los que así piensen tienen que
referirse a la mujer bravia y liviana que acompañó a Goya en sus últimos
años desde su viudez, aquella doña Leocadia Zorrilla, de accidentada his¬
toria conyugal y madre de una niña, Rosarito, que pudo muy bien ser hija
del artista. Goya no ha embotado su sensibilidad ante la mujer al pin¬
tarnos este cuerpo garboso apoyado con indolencia en una peña, recli¬
nando su cabeza en la mano; su rostro está cubierto por un tul que da
misterio a la figura de grandes ojos pensativos y voluntariosa expresión
que pudiera no casar mal con la imagen que nos hacemos de la bravia doña
Leocadia. En la otra composición un fraile o ermitaño, que tanto nos re¬
cuerda algunas de las cabezas de la Florida, tiene detrás un monstruo
o diablo—así puede parecerlo por las alargadas orejas de sátiro—que parece
hacer mofa o burla de la modesta concentración espiritual del viejo peni¬
tente.
El aquelarre es la magnificación pintada de las visiones brujescas a
que tan aficionado fue Goya y que en los Caprichos hicieron su primera
y avasalladora aparición; el monumental macho cabrío a contraluz, negro,
parece hipnotizar a aquella piña de cabezas, masa humana obnubilada
de alucinante superstición ante la lección que el cornudo demonio parece
dictarles. Todas las deformaciones expresivas en que Goya se compla¬
cía ya desde hacía muchos años alcanzan aquí su máximo punto; caras
bestiales, asimétricas, expresando la brutalidad alucinada; sus ojos parecen
salir de las órbitas ante el aleccionador magisterio del demonio. La ejecución
corresponde con el tenebroso asunto; golpes de espátula, tonos sombríos,
tierras de color profundo valoradas por negros y grises, en contraste a
veces con un blanco sucio que realza los tonos negruzcos con que la com¬
posición está realizada. La curva silueta de aquella masa de cabezas api¬
ñadas como en gregario encantamiento expresa esa voluntad anulada con
que la masa puede responder a las sugestiones del mal, de la brutalidad
o del terror. Esta concentración de masa humana, de enajenamiento dege¬
nerativo, aparece también en el grupo central de la llamada Romería de
San Isidro, donde las mujeres son sustituidas en su mayor parte por
379 hombres que expresan, con sus brutales gestos y deformados rostros, algo
paralelo a lo que las brujas del Aquelarre nos dicen. Pensemos ahora que
estas pinturas que acabamos de describir y que el Prado conserv a ornaban
el comedor de Goya y confrontemos esta realidad documentada con el
extraño talento del artista, capaz de soportar en torno a sus refacciones
este mundo alucinante que hoy al visitante del Museo embruja y obsesiona.
El talento de Goya—nos lo confirman estas pinturas—estaba mas alia
de la normalidad y no me refiero con esto a su posible locura, sino a la ca¬
lidad mental de su fantasía y de su visión pictórica de una humanidad
que así simbolizaba. Porque tanto aquí como en San Antonio de la blorida,
con ángulos distintos en ambos casos, lo que hace Goya es presentarnos
una flagelatoria visión del hombre para decirnos a qué extremos de bajeza
y de bestialidad puede llegar el ser que en la creación tiene sus dos polos
extremos entre la bestia y el ángel. Para Goya había terminado la exalta¬
ción espiritualizadora con que, en otros momentos, el arte era capaz de re¬
presentar al hombre bajo las perfectas y serenas formas de los dioses griegos
o con el ennoblecedor aspecto, lleno de elevación hacia un mundo mejor,
de las pinturas religiosas italianas del trecento y del quatrocento. Este
es otro mundo y es un mundo moderno, digámoslo con reconocimiento
testimonial, un mundo en el que el hombre, enarbolando sus ideales de
felicidad, destroza todo su pasado y se degrada en bestialidades crueles,
en que salen a flote los más profundos estratos demoníacos de la natu¬
raleza humana.
La sala de la planta alta de la Quinta estaba decorada con ocho pin¬
turas, lo que nos indica su mayor capacidad; abundan aquí las composicio¬
nes apaisadas que ocuparon lugares de dimensiones semejantes en los muros
y otras composiciones menores, acaso colocadas sobre las puertas. Entre
ellas, seleccionamos aquí para las diapositivas una de las más importan¬
tes: la que representa a Dos hombres luchando a garrotazos (M. 758) sobre Diap.99
un paisaje desolado. Dos sujetos de ruda catadura y fuertes miembros están
apaleándose brutalmente, olvidándose de que su bestial tozudez les hace
hundirse en un blando terreno en el que ya están enterrados hasta las rodi¬
llas. Es el símbolo de la lucha fraterna, de la guerra civil, de la pugna de Caín
y Abel, que sale a flote en los peores momentos del hombre; es el puro odio lo
que les hace no abandonar un terreno que falla bajo sus pies, mientras mana
la sangre de sus miembros heridos. ¿Cómo no pensar ante esta composición
en la guerra civil de hombre contra hombre que, desde la Revolución fran¬
cesa a las terribles conmociones sociales modernas, ensangrientan una his¬
toria que los historiadores pintan como enamorada del progreso y de idea¬
les que tantas veces acaban en pura barbarie destructora? Es el egoísmo
y la bestialidad humana las que dan lugar a estas luchas sin cuartel entre
hombres llamados a ser hermanos. También el hombre, como los animales,
cuando huele la sangre se enloquece y olvida todos los incentivos de su
inteligencia y de su espíritu para ser más bestial que los irracionales. La
paleta de Goya es en este cuadro la normal en las pinturas negras: ocres,
negros, grises, blancos sucios, verdosos, dan esta calidad de putrefacción
a la materia espesa de Goya, barrida por la espátula, que es como un sím¬
bolo también de la corrupción de los sentimientos humanos cuando suenan
los clarines demoníacos. De modo semejante a los dos hombres riñendo
a garrotazos, está tratada la llamada Peregrinación (M. 755), donde vuelve
a insistir en sus visiones peyorativas de estos gregarismos alucinados, en los
que el hombre se olvida de su individualidad responsable para sumarse al
rebaño bestializado. Volvemos a pensar en los Caprichos, ante la composición
que unos llaman Las Parcas y otros El Destino (M. 757), de medidas seme¬
jantes a las dos pinturas anteriormente descritas; sobre un valle con río,
que nos evoca con más sombríos tonos los fondos de tapices con el Manza¬
nares y la sierra lejana, vuelan unas brujescas figuras; es admirable la
impresión de vuelo y de suspensión en el aire que Goya nos da en la rela¬
ción entre figuras y paisaje. A pesar del brutal desenfado de su técnica,
el dibujo es seguro y la sensación de espacio está lograda; pero la simboli¬
zación es oscura. Una de las figuras lleva en las manos como unos fetos,
semejantes a los que aparecen en las láminas de los Caprichos, otra contempla
algo a través de una lupa o lente, una tercera esconde sus manos detrás de la
espalda y la cuarta lleva en su mano izquierda unas tijeras, único símbolo
que puede haber hecho pensar en las Parcas que cortan el hilo de la vida.
No menos apasionante es la composición que el catálogo del Prado de¬
nomina El aquelarre (M. 756), en mi opinión, con escaso fundamento. Sin
pensar en acertar en interpretaciones, me parece ver aquí alguna simboliza¬
ción oscura con alusión a la guerra, acaso la guerra de la Independencia. Sobre
una alta peña extraña se ve un pueblo o aldea semejante a las acrópolis
que en las tierras españolas se encuentran elevadas abruptamente sobre
laderas cortadas a pico; en su cima lejana se recortan unas edificaciones
entre las que vemos la torre de una iglesia y una construcción circular que
parece una plaza de toros. Por el camino que sube a la peña marchan gen¬
tes a pie y a caballo que son acechadas por dos soldados atrincherados en
un ribazo, apuntando su fusil hacia los jinetes lejanos. Dos personajes bru¬
jescos vuelan a la izquierda del cuadro envuelto en su capa el uno; señala
el otro con su mano hacia la cumbre de la peña distante. No cabe duda
que para Goya tendría esta representación alguna significación concreta,
381
aunque envuelta en tal oscuridad que será muy difícil que acertemos nunca
exactamente con el sentido preciso que el artista inyectaba a tan enig¬
mática escena. La paleta de Goya se anima en este cuadro en algunas notas
rojizas que sirven de contraste con la grisalla ocre-negruzca. Las otras com¬
posiciones del salón principal no son menos brutales y atrevidas. Los Vie¬
jos comiendo (M. 762), sobrepuerta apaisada, son la más degradante imagen
de la decrepitud bestializada. Esta composición, mejor conservada en su
pintura que las demás, como ya observó Iriarte, fue arrancada del muro
antes que las demás y pasó a la colección del marqués de Salamanca; no
estuvo, pues, entre las que compró el barón d’Erlanger, y el catálogo del
Museo no indica la fecha en que pasó al Prado.
El asunto que púdicamente el catálogo del Prado llama Dos mujeres y
un hombre (M. 765) es una descarada alusión a un vicio sexual y comprue¬
ba el desenfado inaudito de Goya al ornar los muros de su propia casa. El
caso revela bastante sobre la despreocupación inverosímil del artista y,
de rechazo, nos hace sonreír de los que quieren oponerse a las tradiciones,
vivas aún algunas, sobre el temperamento del pintor aragonés, para descri¬
birlo como un hombre sensato, prudente y mesurado.
La lectura (M. 766) es tema que Goya trató de muy otra manera en
una bella litografía de estos años; aquí se trata de un grupo de desharrapa¬
dos que leen con atención concentrada un papel como si de algo prohibido
o clandestino se tratase. El ambiente de misterio y los sombríos tonos
empleados contribuyen a esta interpretación. La última de las pinturas
del salón de la Quinta es una de las más enigmáticas y se describe general¬
mente como Un perro enterrado en arena M. (767); no tiene interpretación
razonable y hasta pudiera sospecharse que nunca se llegó a terminar.
Goya sufrió una grave enfermedad en 1820, que acaso cortó la tarea
de la extraña decoración de su propia casa, una de las metas más extremas
de la pintura de todos los tiempos. No es éste lugar para agotar la biografía
de Goya, pero es necesario recordar algunos hechos de sus últimos años
para comentar las últimas pinturas que el Prado conserva del gran artista
de Fuendetodos. De 1820 a 23, un movimiento liberal triunfa en España;
la pugna entre la sorda y cobarde hostilidad de Fernando VII a las ideas
constitucionales y los extremismos desatados de los partidos condujeron al
fracaso de aquella etapa que acaso Goya vio con simpatía. El trienio liberal
terminó con una intervención extranjera, conocida en la historia por los
Cien mil Hijos de San Luis, que volvió a instalar a Fernando VII como
rey absoluto; una nueva ola de persecuciones y represalias se abatió sobre
España. La tradición es que Goya temió que la persecución le alcanzase y 382
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y
148. Goya. La lectura.
que estuvo escondido algún tiempo. Por otra parte, el joven Guillermo Weiss,
hijo de doña Leocadia Zorrilla, con quien Goya vivía por entonces, se vio
obligado a emigrar a Francia, por haber sido miliciano liberal, y la madre
deseó seguir al hijo. El hecho es que en 1824, Goya pide una licencia para
marchar a Francia con achaque de tomar aguas recomendadas por los
médicos. Concedido el permiso, Goya pasó por Burdeos, donde encontró
a un grupo de buenos amigos suyos, allí emigrados desde 1814; tras un
viaje a París, en Burdeos se instala, y aunque aún hizo algún viaje a Espa¬
ña para pedir su definitiva jubilación como pintor de cámara, a Burdeos
volvió para morir en la ciudad del Garona. Su vida allí se deslizó feliz,
si atendemos al testimonio de Moratín, acompañado de doña Leocadia y
Rosarito, trabajando siempre, pintando y dibujando incansablemente hasta
su muerte, el 16 de abril de 1828. Pensemos que al marchar a Francia,
Goya tenía setenta y ocho años y quedaremos admirados de la copiosa
obra que aún realizó, no solo en pinturas valiosas, sino en litografías magis¬
trales que dieron todavía un reflejo de brillante apogeo a los últimos años
de la carrera del viejo artista.
Nada conservaba el Prado de esta última época bordelesa, hasta el
generoso donativo que la familia Muguiro hizo al Prado, en 1946, de dos
de los más importantes cuadros de la época final de Goya. Uno de ellos es el
retrato del banquero navarro don Juan Bautista de Muguiro (M. 2.898),
que perteneció al círculo de liberales franceses emigrados en Burdeos, con el
que Goya vivió en íntima relación. Si pensamos en los cuadros del pintor
en sus lejanos años juveniles, podremos darnos cuenta del largo camino
que el artista recorrió hasta llegar a este concepto del retrato, tan decimo¬
nónico, tan representativo de una nueva época. Goya está orgulloso de poder
manejar los pinceles a su avanzada edad, y así lo hace constar en la larga
firma del retrato mismo: «Don Juan de Muguiro por su amigo Goya a los
ochenta y uno años, en Burdeos, mayo de 1827». Es posible que aún sea
posterior el cuadro llamado La lechera de Burdeos (M. 2.899), sin duda Diap.100
el último homenaje de Goya a la mujer, que tiene en su obra parte tan
importante. Era acaso la mocita bordelesa que repartía la leche a la casa
de Goya, montada en una cabalgadura; Goya la inmortalizó en este cuadro
que el pintor tenía en gran estima, hasta el punto de aconsejar a doña Leo¬
cadia Zorrilla que no lo vendiera en su día por menos de una onza de oro.
Fue Muguiro quien lo adquirió y, pasando a su familia, pudo formar parte
del generoso legado a que antes hemos aludido. El apetito de pintar de Goya
se observa en este cuadro, para el que se sirvió de un lienzo ya utilizado,
Según puede adivinarse bajo la capa actual de pintura; dominan en el 384
/ 49- Goya. Don Juan Bautista de Muguiro
ijo. Goya. La lechera de Burdeos. Detalle.
cuadro tonos grises y verdosos y está realizado con una pincelada corta
y vibrante, con yuxtaposición de toques de color, según aproximadamente
practicarían luego el impresionismo o el divisionismo, aunque este lienzo
sea en realidad algo muy personal y distinto de la sistemática ordenación de
pinceladas de igual forma que el puntillismo cultivó. Es una fortuna que el
Prado haya podido acoger esta pintura que representa el final de una tan
colmada carrera, acaso como la que ningún pintor europeo realizó jamás.
Si pensamos en La Sagrada Familia de Goya en el Museo o en los primeros
retratos tan envarados y torpes aún y los confrontamos con La lechera
de Burdeos, bien podemos decir que Goya realizó a lo largo de su vida el
proceso más complejo, rico y personal que ningún pintor español y acaso
ningún pintor en absoluto, haya cumplido jamás. El artista que comenzó
como un animado decorador del antiguo régimen, de las amenidades de la
vida del xvm, llega a penetrar con estas pinturas en toda la problemática
social y pictórica de las corrientes más representativas del xix y a predecir
la evolución estética del xx. Fue un precursor genial, cuyo mensaje sola¬
mente en nuestros días está siendo plenamente comprendido; el Prado nos
informa de ello como ningún Museo del mundo podría hacerlo

387
INDICE DE ILUSTRACIONES
Arellano Florero, 293.
El Olimpo: La Batalla con los Gigantes. Boceto, 308.
Bayéu
El Paseo de las Delicias, en Madrid, 308.
El Milagro del Pozo. Detalle, 228.
Cano, Alonso
Cristo muerto sostenido por un ángel, 233.
Carducho, Bartolomé La Ultima Cena, 60.
Carducho, Vicente La Sagrada Familia, 63.
Carreño San Sebastián, 280.
Carlos II, 283.
Eugenia Martínez Vallejo, (da Monstrua», 284.
Santa Ana enseñando a leer a la Virgen, 287.

Castillo La Castidad de José, 264.


Cerezo, Mateo San Agustín, 291.
Coello, Claudio Apoteosis de San Agustín, 297.
La Virgen v el Niño entre Santos y figuras de las Virtudes, 298.

COLLANTES La visión de Ezequiel sobre la resurrección de la carne, 277.


Escalante Triunfo de la Fe sobre los Sentidos. Detalle, 294.
González, Bartolomé La Reina Doña Margarita de Austria, 64.
Goya Una Manola, 312.
La partida de caza. Cartón, 317.
La merienda a orillas del Manzanares. Cartón, 318.
La maja y los embozados. Cartón, 321.
El quitasol. Cartón. Detalle, 325.
Goya La novillada. Cartón, 326.
Los Duques de Osuna y sus hijos, 329.
Carlos III, cazador, 330.
La boda. Cartón, 333.
El Pintor Francisco Bayéu, 334.
El Duque de Alba, 336.
La Reina María Luisa, a caballo, 338. Detalle, 341.
La Familia de Carlos IV. El Infante don Francisco de Paula, 343.
La Infanta María Josefa. Boceto, 344.
Don Luis de Barbón. Boceto, 349.
Maja desnuda. Detalle, 353.
Maja vestida. Detalle, 354.
La Marquesa de Villafranea, 357.
El pavo muerto, 358.
El 2 de Mayo, 360, 361. Detalle, 367.
Los fusilamientos del 3 de Mayo, 364, 365.
El General don José de Palafox, a caballo, 369.
Fernando VII, 370.
El exorcizado, 373.'
La romería de San Isidro. Detalles, 374, 377.
La lectura, 383.
Don Juan Bautista de Muguiro, 385.
La Lechera de Burdeos. Detalle, 386.
Herrera el Mozo Apoteosis de San Hermenegildo, 288.
Herrera el Viejo San Buenaventura recibe el hábito de San Francisco, 66. Detalle, 68.
Maella Las Estaciones: El Verano, 310.
Maino Recuperación de Bahía del Brasil. Detalles, 56, 57.
La Adoración de los Magos. Detalle, 55.
Retrato de Caballero, 58.
Mazo Vista de la ciudad de Zaragoza, 220. Detalle, 224.
La calle de la Reina, en Aranjuez, 223.
La Cacería del labladillo, en Aranjuez, 226.
Meléndez Bodegón. Detalle, 300.
Menéndez Bodegón. Detalle, 305.
Murillo La Fundación de Santa María Maggiore de Roma.—I: El sueño del Patricio. Detalles, 236, 250.
La Anunciación, 243.
Santa Ana y la Virgen, 244.
La Anunciación, 247.
La Virgen y San Ildefonso, 248.
La Inmaculada «de Soult», 255.
Orrente, Pedro de Pasaje del Exodo, 52.
La Adoración de los Pastores, 52.
Paret Las Parejas Reales, 302.
Carlos III, comiendo ante su Corte, 307.
Pereda Cristo, varón de dolores, 21 A.
Pérez, Bartolomé Florero, 292.
Prado, Museo del Planta original, según Chueca, 9.
Pórtico de la fachada Oeste, 10.
Vista por el lado de San Jerónimo. Estampa del siglo xix, 14.
La entrada al Museo. Estampa del siglo xix, 19.
Prado, Museo del La Rotonda del Museo. Estampa del siglo xix, 22.
Ramírez, Felipe Bodegón, 51.
Ribalta Cristo abrazando a San Bernardo. Detalle, 70.
Ribera El triunfo de Baco. Detalles: Busto de Musa, 74; Cabeza de Baco, 82.
Arquímedes, 79.
Vieja usurera, 85.
La escala de Jacob. Detalle, 86.
San Pablo, ermitaño, 88.
San Juan Bautista en el desierto, 91.
San Jerónimo, 93.
Rizi. Francisco La Anunciación, 266.
La Inmaculada Concepción, 278.
Rizi, Fray Juan San Benito bendiciendo el pan, 270.
Don Tiburcio de Redin y Cruzat, 273.
Tristán, Luis El Calabrés, 48.
Valdés Leal La Presentación de la Virgen en el Templo, 258.
Jesús disputando con los Doctores, 261.
Un Mártir de la Orden de San Jerónimo, 262.
Velázquez El Cardenal Infante don Fernando de Austria, 28.
Don Diego de Corral y Arellano, 38.
Felipe IV, 120.
La venerable Madre Jerónima de la Fuente, 127. Detalle, 128.
Francisco Pacheco (?), 130.
VelAzquez La Adoración de los Magos. Detalle, 135.
Autorretrato (?), 137.
El Infante Don Carlos, 138. Detalles, 140, 141.
Felipe IV, 143.
La Fragua de Vulcano, 146, 147. Detalles: Cabeza de Apolo, 148; Cabeza del herrero joven, 151.
Cristo crucificado, 152. Detalle, 155.
Cristo en la Cruz, 156.
La Rendición de Breda o «Las Lanzas», 158, 159. Detalles, 162, 165.
Retrato ecuestre de Felipe IV, 167. Cabeza del caballo. Detalle, 168.
Don Gaspar de Guzmán, Conde Duque de Olivares. Detalle, 173.
El Cardenal Infante Don Fernando de Austria. Detalle, 174.
El Príncipe Don Baltasar Carlos. Detalles, 177, 179.
Menipo, 180.
Pablillos de Valladolid, 183. Detalle, 185.
Juan Martínez Montañés, 186. Detalle, 189.
Don Diego de Acedo «el Primo», 191. Detalle, 192.
«El Bobo de Coria», 194. Detalle, 197.
El bufón Don Sebastián de Morra, 198. Detalle, 201.
Las Meninas. Detalles, 203, 206, 207, 209.
Las Hilanderas. Detalles, 210, 215.
La Infanta Doña Margarita de Austria, 219.
Mercurio y Argos, 220.
Santa Casilda. Detalle, 98.
Aparición del Apóstol San Pedro a San Pedro Nolasco, 105. Detalle de la firma del pintor, 114.
Hércules y el toro de Creta, 108.
Lucha de Hércules y la Hidra de Lerna, 111.
San Lucas como pintor ante Cristo en la Cruz. Detalle, 117.
INDICE DE ARTISTAS
Agüero, Benito Manuel de: 225, 227. Dolci, Cario: 241, 295.

Alfaro, Juan de: 204. Donoso, José Jiménez: 286.

Alvarez, Luis: 23. Durero, Alberto: 83.


Alvarez de Sotomayor, Fernando: 23. Dyck, Antón van: 175, 245, 249, 285, 289.

Antolínez, José, 286, 290. Escalante, Juan Antonio: 286, 290, 294.

Arbós, Manuel: 24. Esteve, Agustín: 83.


Arellano,’ José: 290. Eusebi, Luis: 17.
Arellano, Juan de: 290, 293, 295. Gambassi, Giovanni: 81.
Arias, Antonio: 271. Gentileschi, Orazio Lomi de: 54.
Azzolino, Giovanni Bernardo: 76. Giaquinto: 304.
Bassano, Francisco da Ponte, 53. Gisbert, Antonio: 23.
Bayéu, Francisco: 33, 308, 309, 313, 3x4, Gonnelli, Giovanni. (Véase Gambassi, Gio¬
316, 323, 324. vanni).
Bayéu, Ramón: 311, 313, 315. González, Bartolomé: 62, 64, 65.
Beruete, Aureliano de: 23, 134, 171, 188, Goya, Francisco de: 17, 33, 35, 36, 39, 40,
196, 221, 272, 345, 352. 46, 47, 67, 83, 94, 110, 121, 238, 251,
Buonarroti, Miguel Angel. (Véase Miguel 257, 286, 299, 306, 309, 311 a 387.
Angel). Gragera, José: 23.
Callot, Jacques: 163. Greco, El. Domenicos Theotocopoulos: 34,
Camprobin, Pedro de: 119. 42, 43, 47, 49, 50, 53, 54, 61, 83,122,126,
Cano, Alonso: 34, 46, 99, 184, 228 a 235, 187, 235, 256, 290, 303.
239, 242, 245, 259, 265. Gutiérrez Solana, José: 69.
Caravaggio, Michelangelo Merisi da: 43 Hamen, Juan van der: 275, 304.
a 45, 53, 62, 76 a 78, 102, 122, 125. Herrera, Juan de: 13.
Carducho, Bartolomé: 60, 61. Herrera Barnuevo, Sebastián de: 286.
Carducho, Vicente: 59, 61 a 63, 107, 129, Herrera el Mozo, Francisco de: 286, 288.
276. Herrera el Viejo, Francisco de: 66 a 69,
Carnicero, Antonio: 309. 125.

Carreño, Juan: 34, 46, 132, 280 a 287, 289, Jareño y Alarcón, Francisco: 24.
290, 295. Jiménez Donoso, José. (Véase Donoso,
Castañeda, Gregorio: 73. José Jiménez).
Castelló, Fabricio: 62. Jordán, Lucas: 32, 320.
Castelló, Vicente: 73. Juanes, Juan de: 33, 71.
Castillo, Antonio del: 264, 265. Juvara, Filippo: 304.
Castillo, Juan del: 239. Lebrun, Charles: 303.
Caxés, Eugenio: 62, 109, 129, 271. Leonardo, Jusepe: 271.
Cerezo, Mateo: 286, 289, 291. Loarte, Alejandro:' 53.
Cézanne, Paul: 102. López, Vicente: 17, 18, 372.
Coello, Claudio: 34, 46, 28b, 295 a 298. Lorente, Manuel: 25.
Collantes, Francisco: 275, 277. Luzán, José: 313.
Corot, Jean-Baptiste Camille: 200. Madrazo, Federico de: 21, 23, 24.
Correggio, Antonio Allegó da: 32, 44. Madrazo, José de: 20, 21.
Courbet, Gustave: 95, 112. Maella, Mariano Salvador: 33, 310, 311,
Crayer, Gaspar de: 175. 340.
Crescenzi, Giovanni-Battista: 129. Maino, Fray Juan Bautista: 50, 53 a 59,
Cuevas, Pedro de las: 271. 61, 129, 231.
Chueca, Femando: 25. Manet, Edouard: 95, 352, 366.
Díaz de Villanueva, Pedro: 98. Martínez Cubells, Salvador: 376.
Martínez Montañés, Juan: 229.
Ribalta, Juan: 73.
Mazo, Juan Bautista Martínez del: 131,
Ribera, José de: 34, 46, 67, 71 a 95, 97,
181, 199, 220 a 227, 272, 281.
123, 125, 181, 238, 239, 242.
Meléndez. (Véase Menéndez, Luis Euge¬
Ribera, Juan Antonio: 21.
nio ).
Rizi, Fray Juan: 270 a 273, 276.
Menéndez, Luis Eugenio: 33, 300, 304.
Rizi de Guevara, Francisco: 266, 276, 278,
Menéndez, Miguel Jacinto: 303 a 305. 279, 286, 290, 295, 296.
Mengs, Antonio Rafael: 33, 304, 309, 311,
Rodríguez, Ventura: 13.
314. 323. 339-
Merisi. (Véase Caravaggio). Roelas, Juan de las: 67.
Merklein, 309. Rubens, Peter Paul: 32, 36, 131, 142, 144,
Mignard, Pierre, 303. 175, 178, 182, 213, 217, 281, 289.

Miguel Angel Buonarroti: 42, 61, 121, 122. Sachetti, J. B.: 304.

Montañés. (Véase Martínez Montañés, Sánchez Coello, Alonso: 30, 65.


Juan). Sánchez Cotán, Juan: 43, 49, 50, 53, 62,
Moor, Antonis: 30. 99. 275, 304.

Morales, Luis de: 98.


Sanz Cabot, Francisco: 23.
Moro, Antonio: 65.
Sanzio, Rafael. (Véase Rafael).
Muguruza, José María: 25.
Sarto, Andrea del: 34.
Muguruza, Pedro: 24.
Solana. (Véase Gutiérrez Solana).
Muñoz, Sebastián: 303.
Tiépolo, Giovanni Battista: 33, 304, 316.
Murillo, Bartolomé Esteban: 15, 33, 34,
Tintoretto, Domenico: 217, 282, 290.
46, 77, 89, 95, 100 a 102, 236 a 257, 259,
Tiziano, Vecellio di Gregorio: 31, 34, 36,
260, 263, 290, 295, 304.
44, 142, 214, 217, 289.
Nardi, Angelo: 59, no, 129.
Navarrete, el Mudo, Juan Fernández: 43, Traverse, Charles de la: 306.
7i- Tristán, Luis: 48, 50.
Orrente, Pedro de: 50, 52, 53. Uceda, Juan de: 230.
Pacheco, Francisco: 44, 67, 125, 126, 129, Valdés Leal, Juan de: 46, 258 a 263.
134, 136, 144, 153, 184, 187, 229. Velázquez, Diego: 21, 24, 28, 31, 32, 34,
Palafox, María Tomasa: 356. 36, 38, 39, 44 a 46, 50, 54, 59, 61, 62, 65,
Palmaroli y González, Vicente: 23. 67, 69, 77, 78, 84, 94, 97, 99 a 102, 106,
Palomino de Velasco, Antonio: 150, 202, 107, 109, 112, 113, 115, 118, 120 a 222,
204, 205, 230, 296, 299. 225, 227, 229 a 232, 238 a 240, 242, 245,
Pantoja, Juan de la Cruz: 30, 62, 65. 251, 256, 259, 267, 271, 272, 275, 281,
Paret y Alcázar, Luis: 302, 306, 307, 309. 282, 285, 289, 290, 295, 296, 299, 303,
Patinir, Joachim: 188. 323. 324. 328, 340. 346, 347. 35L 352,
Pereda, Antonio de: 34, 271, 272, 274, 275. 368.
Pérez, Bartolomé: 290, 292, 295. Vermeer de Delft, Juan: 59.
Picasso, Pablo: 24. Veronés, Paolo Galiari: 34, 77, 217.
Pradilla y Ortiz, Francisco: 23. Villanueva, Juan de: 13, 15 a 17, 24, 25,
Rafael Sanzio: 32, 34, 42, 44. 35-
Ramírez, Felipe: 49, 51, 275, 304. Villegas, José: 23.
Ranc, Juan: 32. Vinci, Leonardo de: 43, 44, 92.
Rembrandt, Harmensz van Ryn: 102, 249. Watteau, Juan Antonio, 322.
Reni, Guido: 241. Zurbarán, Francisco: 34, 46, 62, 69, 72,
Renoir, Auguste: 352. 73, 94,96 a 119,123,133,136,230 a 232,
Ribalta, Francisco: 33, 70 a 73, 123, 263. 239, 251, 259, 260, 263, 304.
DIAPOSITIVAS
INDICE DE ARTISTAS

80. Feliciana Bayéu, hija del Goya. 89. Carlos IV.


Bayéu.
pintor. Goya. 90. La Familia de Carlos IV.
50. El Milagro del Pozo. Goya. 91. La Maja vestida.
Cano, Alonso.
51. La Virgen y el Niño. Goya. 92. La Maja desnuda.
Cano, Alonso.
52. Cristo muerto sostenido Goya. 93. El 2 de Mayo.
Cano, Alonso.
por un ángel. Goya. 94. Los fusilamientos del 3 de
53. Visión de San Benito. Mayo.
Cano, Alonso.
Carducho, Vicente. 7. La Sagrada Familia. Goya. 95. Femando VII con manto
Carnicero. 79. Ascensión de un globo real.
Montgolfier en Madrid. Goya. 96. Autorretrato.
Carreño. 67. Carlos II. Goya. 97. Saturno devorando a un
Carreño. 68. La Reina Doña Mariana hijo.
de Austria. Goya. 98. Aquelarre.
Carreño. 69. Eugenia Martínez Vallejo, Goya. 99. Riña a garrotazos.
«la Monstrua». Goya. 100. La Lechera de Burdeos.
Carreño. 70. El Duque de Pastrana. Herrera el Viejo. 10. San Buenaventura recibe
Carreño. 71. Pedro Ivvanowich Poten- el hábito de San Francisco.
kin, embajador ruso. Maella. 81. Carlota Joaquina, Infanta
Castillo. 63. San Jerónimo penitente. de España, Reina de Por¬
Cerezo, Mateo. 72. Los desposorios místicos tugal.
de Santa Catalina. Maino. 6. La Adoración de los Ma¬
Coello, Claudio. 75. Jesús niño en la puerta gos.
del Templo. Mazo. 49. La Emperatriz Doña Mar¬
Coello, Claudio. 76. La Virgen y el Niño adora¬ garita.
dos por San Luis, Rey de Meléndez 77. Un trozo de salmón, un
Francia. limón y tres vasijas.
Escalante. 73. La Comunión de Santa Murillo. 54. La Virgen del Rosario.
Rosa de Viterbo. Murillo. 55. La Anunciación.
González, Bartolomé. 9. La Reina Doña Margarita Murillo. 56. La Aparición de la Virgen
de Austria. a San Bernardo.
Goya. 82. El quitasol. Murillo. 57. La Fundación de Santa
Goya. 83. El cacharrero. María Maggiore de Roma.
Goya. 84. Las lavanderas. II: El Patricio revela su
Goya. 85. La vendimia. sueño al Papa.
Goya. 86. La Pradera de San Isidro. Murillo. 58. San Juan Bautista niño.
Goya. 87. La Gallina Ciega. Murillo. 59. La Concepción.
Goya. 88. Doña Tadea Arias de En- Murillo. 60. La Inmaculada «de Soult».
riquez. Murillo. 61. Caballero de golilla.
Orrente, Pedro de 5. La vuelta al aprisco. Velázquez. 38. Pablillos de Valladolid.
Pantoja. 8. FeliDe III. Velázquez. 39. El bufón llamado «Don
Paret. 78. Baile de máscaras. Juan de Austria».
Pereda. 65. San Jerónimo. Velázquez. 40. Juan Martínez Montañés.
Pérez, Bartolomé 74. Florero. Velázquez. 41. El bufón Don Diego de
Ribalta. 11. San Francisco confortado Acedo, «el Primo».
por un ángel músico. Velázquez. 42. El Niño de Vallecas.
Ribalta. 12. Cristo abrazando a San Velázquez. 43. Vista del Jardín de «Villa
Bernardo. Médicis».
Ribera. 13. San Andrés. Velázquez. 44. Vista del Jardín de «Villa
Ribera. 14. El martirio de San Bar¬ Médicis».
i tolomé. Velázquez. 45. Doña Mariana de Austria.
Ribera. 15. El escultor ciego Gambazo. Velázquez. 46. Las Meninas.
SÍfBERA. 16. La Trinidad. Velázquez. 47. Las Hilanderas.
Ribera. 17. Isaac y Jacob. Velázquez. 48. La Infanta Doña Marga¬
Ribera. 18. El sueño de Jacob. rita de Austria.
Ribera. 19. La Magdalena. Villanueva, Juan de. 1. Museo del Prado.—Facha¬
Ribera. 20. Santiago el Mayor. da Oeste.
Ribera. 21. San Jerónimo penitente. Villanueva, Juan de. 2. Museo del Prado.—Facha¬

Rizi, Francisco. 66. La Adoración de los Reyes. da Norte.

Rizi, Fray Juan. 64. La Cena de San Benito. Villanueva, Juan de. 3. Museo del Prado.—Roton¬

Tristán, Luis. 4. Santa Mónica. da.

Valdés Leal. 62. San Jerónimo. Zurbarán. 22. Visión de San Pedro No-

Velázquez. 27. La Adoración de los Ma¬ lasco.


gos. Zurbarán. 23. Defensa de Cádiz contra

Velázquez. 28. El Infante Don Carlos. los ingleses.

Velázquez. 29. Felipe IV. Zurbarán. 24. Hércules detiene el curso

Velázquez. 30. Los Borrachos. del rio Alfeo.

Velázquez. 31. La Fragua de Vulcano. Zurbarán. 25. Santa Casilda.

Velázquez. 32. Cristo Crucificado. Zurbarán. 26. San Lucas como pintor

Velázquez. 33. Las Lanzas. ante Cristo en la Cruz.

Velázquez. 34. El Príncipe Baltasar Car¬


los. Las diapositivas de paso universal que se incluyen a continua¬
Velázquez. 35. Conde Duque de Olivares. ción están reproducidas sobre película Eastman Color Print, a par¬
Velázquez. 36. El Cardenal Infante Don tir de transparencias en Ektachrome E-3 de formato 13 x 18 cms.
Fernando de Austria. Pueden ser proyectadas con cualquier aparato de los existentes
Velázquez. 37. El Príncipe Don Baltasar en el mercado, teniendo en cuenta, para su proyección óptima, las
Carlos. instrucciones que estos contienen.
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