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Del original:
Michel Melot, Une brève Histoire de l’Image, Paris, L’œil 9, 2007, 150 pp.
Contenido
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Imagen y poder
Michel Melot, quien, entre otras funciones, ha desempeñado la de director del
Departamento de Estampas y Fotografías de la Biblioteca Nacional (en esa época, todavía
no se llamaba “de Francia”), la de director de la Biblioteca Pública de Información del
Centro Pompidou, la de presidente del Consejo Superior de Bibliotecas, es el autor de
numerosas obras: Daumier, l'art et la république (2008), Livre (2006), La Sagesse du
Bibliothécaire (2004), L’Illustration, histoire d’un art (2001), L'estampe impressionniste
(2001), L’Image dans les bibliothèques (1995), por mencionar sólo algunas. En su trabajo y
en su vida, ha demostrado siempre una gran pasión por el estudio de la imagen, su devenir
y su poder.
La editorial L’œil neuf publica desde 2007 una colección, “Brève histoire”, en la cual
cada número es encargado a un experto para que despliegue un problema contemporáneo
en sólo nueve capítulos breves y de manera original. Esta limitación trajo, para este librito
de Michel Melot, a la vez ventajas e inconvenientes. Los últimos pueden ser: el libro no se
imprimió con imágenes (aunque, curiosamente, todas las citadas están en Internet); el autor
no puede ahondar en explicaciones eruditas y en citas de los grandes maestros como Erwin
Panofsky, Gilbert Durand, Gaston Bachelard, Mircea Eliade, Ernst Gombrich, entre otros;
plantea provocaciones y evocaciones cuya discusión no puede ampliar. Sin embargo, las
ventajas se imponen, porque el autor nos lleva a una exploración de pura reflexión, y no a
una historia anecdótica de corte tradicional, como es usual.
Logra presentarnos una mirada panorámica de más de veinte siglos de transformaciones
en las formas del ver, a partir de problemas, en cuyo planteamiento cobran sentido muchos
acontecimientos e incluso anécdotas. Pero Melot plantea también el problema de la
continuidad histórica de las formas del ver y del mostrar en el devenir de la especie
humana.
Su ambicioso relato se ve pautado por las numerosas discontinuidades, tan inquietantes,
de la historia de la imagen en Occidente... Aunque, para combatir las formas comunes del
ver, se ayuda con vivos contrastes entre la imagen occidental y las de otras culturas.
No se trata de un relato cronológico de la invasión progresiva de las sociedades
modernas por la imagen y, sin embargo, los problemas técnicos, sociales, económicos,
políticos, en fin, culturales, de esta invasión sirven de hilo conductor al flanneur Melot,
quien nos guía desde la profundidad espeleológica de las imágenes paleolíticas a la
avalancha surfista de la imagen digital y la cibercultura.
Para hacer una breve historia de la imagen, quizás el autor no podía dejarse llevar por
sus escogencias personales de imágenes y de artistas. Y no se ve que lo guíe la predicada
educación de la mirada, del gusto y del espíritu de los esteticistas. Se trata del problema de
la imagen a secas y no de la imagen artística. Por eso a Melot le interesan en el mismo
nivel, sin jerarquías, las planchas de Vesalio, las pinturas de Altamira y Lascaux, las
estampas de moda en la época de los salones, las fotografías de niños muertos del siglo
XIX, los dibujos manga y los cómics, las imágenes televisadas, los emoticones, el cine y
los dibujos animados, los iconos medievales y los afiches de dictadores, y todo tipo de
imagen. Porque su objetivo es subrayar los lugares comunes de nuestras formas de concebir
y percibir la imagen para interrogar por qué es el artefacto más problemático, el más
vilipendiado y el más amado; reprimido durante largos siglos y codiciado y traficado hoy
más que nunca. Jorge Márquez, Medellín, 30 de junio de 2009.
Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
Medellín, 2009.
El modelo y su doble
Una primera confusión se produce inmediatamente, si se define la imagen como una
imitación, lo que nos conduce naturalmente a ver una imagen en toda semejanza. La
imagen no es la semejanza. Dos objetos idénticos no son necesariamente la imagen uno del
otro, incluso si se parecen, y San Agustín resumía bien esa paradoja al decir: un huevo no
es la imagen de otro huevo. Ese problema estuvo en el corazón de la doctrina cristiana que
enseña que Dios creó al hombre a su imagen, aunque no se le parece.
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Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
Medellín, 2009.
Entonces ¿de qué naturaleza es el lazo que funda esa imagen? Sólo podría tratarse de un
lazo de parentesco y no de similitud. La imagen procede entonces de un modelo que la
genera, sin que por tanto se le parezca. La imagen no es una cosa, sino una relación. Ella es
siempre imagen de algo o de alguien, de lo que no es, por tanto, la copia.
De ahí se sigue que la imagen de una imagen es otra imagen y esa especie de fisión
tiene una importancia particular en nuestro mundo, donde la mayoría de las imágenes son
reproducciones de imágenes anteriores, cada una con su existencia, su anatomía, sus
propietarios y sus autores, quienes reivindican para cada uno sus derechos. El carácter
generativo de la imagen plantea a nuestras sociedades mercantiles la cuestión de su
propiedad. Puesto que toda imagen es el doble de un modelo: ¿Quién es propietario de qué?
¿De la imagen o del modelo representado? ¿De la imagen como obra del pensamiento o de
su soporte material? Además, el propietario del modelo puede reivindicar derechos de
propiedad sobre la imagen de su bien, tanto más si se trata de su propia persona. Hoy,
cuando las imágenes son prolíficas y se engendran con tanta facilidad unas a otras, los
tribunales están atascados de casos de ese tipo. Una imagen nunca es un objeto solitario,
ella es (y eso es lo que la vuelve tan fascinante para nosotros) la marca de nuestra calidad
de seres incompletos.
La desemejanza
A veces, es la desemejanza con respecto al modelo, lo que caracteriza a ciertas imágenes.
Es el caso de las caricaturas, donde la deformación de los rasgos vuelve al retrato todavía
más semejante, pero ¿semejante a qué? No a las formas visuales del modelo, sino a sus
rasgos morales o imaginarios, que se quiere hacer aparecer tras la máscara de la realidad.
La imagen que tenemos en la cabeza y que constituye el mundo de lo imaginario no es
semejante a lo real. Lo saben bien los sicólogos y los cirujanos estéticos, quienes constatan
que sus pacientes tienen de si mismos una imagen completamente diferente de la que
perciben los otros. Toda imagen, incluso la más realista, tiene su parte de imaginario, la que
le da su autor, pero también la que le otorga cada uno de sus espectadores.
Otro caso de desemejanza es el de los iconos religiosos, cuya forma jerárquica y
estereotipada es un caso de desemejanza con el dios o con el santo representado, cuya
imagen debe permanecer a distancia. Los monoteísmos, para desviar toda pretensión
humana a creerse semejante a Dios, prohibieron las representaciones de Dios bajo forma de
imágenes: Él sólo puede ser designado por su nombre, incluso las letras de ese nombre no
deben ser escritas o pronunciadas sin precauciones.
Por temor a que se vuelvan ídolos, las imágenes de los santos deben permanecer como
iconos, es decir objetos hechos por la mano del hombre, venerables, pero nunca objetos de
adoración, soportes del culto al santo representado, pero no objetos de culto en sí mismos.
Debe ser respetada una distancia entre la imagen y toda apariencia del modelo. La
desemejanza se vuelve regla, se le encarga la misión de representar lo lejano de un modelo
irreductible que sólo es conocido por el corazón y por el espíritu.
El acceso y el obstáculo
Más allá del debate religioso, el asunto de la naturaleza intermediaria de la imagen se
plantea en todo momento. Ante las imágenes de violencia, de las cuales uno sólo puede
protegerse tomando conciencia de que son imágenes, más vale acordarse de que su
realidad, su papel espectacular, son muy diferentes de la cosa que ellas solamente
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Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
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Ser en representación
Hoy nadie puede aportar una definición de imagen que haga autoridad. El lógico
Charles S. Pierce (1839-1914) tuvo cierto éxito cuando distinguió tres categorías de
signos:
1. Los iconos, objetos distintos del objeto que designan, pero que tienen con él un
lazo sensible (siendo el principal la semejanza, pero no el único), categoría en la cual
se encuentran las imágenes, las metáforas literarias, los mapas, los diagramas etc.
2. Los indicios que tienen algo en común con lo que representan, como los signos
meteorológicos, los síntomas médicos, las huellas de pasos, etc.
3. Los símbolos, que sólo están ligados a lo que designan por pura convención como
el alfabeto o los signos matemáticos.
Si se confronta esta tipología con nuestras realidades nuevas, se obscurece por todas
partes. La imagen ha cobrado un sentido amplio y se la encuentra por doquier. En
cuanto a los indicios, es difícil excluir del mundo de las imágenes las improntas, las
sombras y los reflejos; mientras que de los símbolos es difícil excluir las imágenes un
poco codificadas: emblemas e insignias, logos o blasones, ideogramas... Las fronteras
de Pierce son porosas.
A menudo, la imagen es definida, en última instancia, como una representación. La
palabra es rica, pues ella se adapta a numerosas situaciones. Contiene la palabra
presente: la representación vuelve presente un objeto ausente. Él toma su lugar. Lo que
hace decir a Régis Debray, en Vida y muerte de la imagen, que la imagen tiene que ver
ante todo con la muerte, pues es cierto que las diferentes denominaciones de la imagen,
ya sea la imago latina o el eidolon griego, han sido efigies funerarias, como a menudo
lo son las fotos de familia. Representar a los muertos es, sin duda, la función más
universal de las imágenes. Después de su muerte, hubo festejos durante once días al
lado de la efigie de Francisco 1°. Estatuas y estelas prolongan ese recuerdo.
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Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
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Proyección mental
También es difícil decir de dónde toma la imagen su fuente. La Enciclopedia de
Diderot define primero la imagen como “la pintura natural y muy semejante que se
hace de los objetos, cuando ellos se oponen a una superficie bien pulida. Véase MIROIR
(espejo)”. Es sólo en este sentido segundo que “imagen se dice de las representaciones
artificiales que hacen los hombres, sea en pintura o en escultura; la palabra imagen, en
un sentido, está consagrada a las cosas santas o miradas como tales”. Se ven en el
espejo o, como Narciso, en el reflejo del agua, imágenes naturales.
Nuestro cerebro produce constantemente imágenes mentales que se organizan entre
ellas. Las imágenes fabricadas por el hombre sólo son entonces una pequeña parte del
mundo de las imágenes y, sin duda, no son más que derivaciones de él. La imagen
mental, captada por el ojo y almacenada en el cerebro, no es inmaterial. Ella es, según
Jean-Pierre Changeux, “un estado físico creado por la entrada en actividad eléctrica y
química, correlacionada y transitoria, de una amplia población de neuronas”, lo que
traduce complejidad, pero también la fugacidad del fenómeno ligado a la memoria.
Esa imagen mental, espontánea, que tomará en el sueño una inquietante autonomía, no
se confunde con la idea abstracta, el concepto, como lo mostraba ya Descartes: “Que si
quiero pensar un quiliogono, concibo bien en la verdad que se trata de una figura
compuesta de mil lados... pero no puedo imaginar los mil lados de un quiliogono, como lo
hago si se trata de un triángulo ni, por decirlo así, mirarlos como presentes con la visión de
mi espíritu.” La imagen mental, como toda imagen, tiene su propio soporte y su identidad.
Tampoco se confunde con la imagen percibida, como lo muestran los sueños, las
alucinaciones y las visiones. La doctrina católica, para validar las apariciones milagrosas,
debe establecer una jerarquía compleja de los grados de autenticidad, que va desde la
simple ensoñación, del fantasma más o menos controlado, hasta ciertos éxtasis que parecen
venir del cielo: además es necesario establecer entonces que esas visiones místicas no son
estados alucinógenos provocados por emociones fuertes, trances, incluso drogas. Pueden
tomar diferentes formas, puramente visuales y fantasmagóricas o realmente carnales, que
son las verdaderas apariciones.
A priori, todo opone esas imágenes virtuales a los pictures, objetos fabricados por el
hombre. Sin embargo, nunca se podrá establecer una separación entre ellas, pues antes de
fijarse sobre un soporte autónomo, la imagen es proyección del pensamiento que pone en
relación modelos memorizados.
Entre la alucinación del narcómano y ciertas imágenes conscientemente construidas, no
se puede establecer frontera: las experiencias de los surrealistas o los dibujos de Henri
Michaux lo han mostrado. Cuando Victor Hugo, antes que ellos, practicaba por diversión el
dibujo automático, cuando un pintor de la action painting, como Jackson Pollock, o un
calígrafo chino se entregan a un ejercicio, a la vez espontáneo y controlado, que desemboca
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Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
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en la producción de una imagen, el control de los gestos es el vector de una emoción que se
traduce en la imagen. Inversamente, la prueba de Rorschach pretende restablecer lazos
entre el inconsciente del visionario y ciertas formas aleatorias.
Los fosfenos son esos relámpagos que recorren el interior de nuestras pupilas cuando
cerramos los ojos. Son las únicas imágenes que se producen sin luz. Ninguna imagen es tan
imprevisible. Sin embargo hay quienes pretenden descifrar ahí improbables mensajes.
El indispensable código
Muchos sicólogos han señalado la dificultad que se experimenta para fijar la reproducción
de una imagen mental. El ejercicio que consiste en dibujar de memoria un monumento
conocido muestra regularmente que no se lo puede hacer con exactitud sin recurrir a una
foto o al original, o incluso a recuerdos no visuales, como por ejemplo el número de
columnas. El paso por una descripción verbal o cifrada, conceptualizada como la del
quilogono de Descartes, es indispensable. Lo que muestra hasta qué punto las técnicas de
reproducción, incluido el dibujo, están ligadas a códigos, a conceptos, al lenguaje mismo,
que permiten su identificación.
De esos análisis, se puede extraer la misma lección: que la imagen fabricada debe
respetar cierto número de reglas de representación destinadas, no tanto a expresarla,
como a hacerla reconocer. A la imagen virtual del imaginario o de la imaginación se
superpone, en la producción de un dibujo o de una fotografía, una capa que se puede
llamar “técnica”, ligada a las coerciones de su desciframiento, donde se alojan todas las
convenciones de la época y de la comunidad que es su lectora.
Toda imagen que encuentra sus modelos en una memoria anterior al lenguaje es
necesariamente portadora de un código cuya clave raras veces nos es dado.
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por su historia. Por eso es indispensable fundar la imagen sobre una separación
respecto a su modelo, real o imaginario, pues siempre hay en cada imagen una realidad
que remite a un imaginario, el cual, a su vez, evoca una realidad. Leer una imagen no
es simplemente describir lo que se cree ver en ella, exponiéndose a interpretaciones
complacientes. Es remontar la corriente de los sentidos que le han sido dados, y
deducir de ahí los que nosotros le damos. Los riesgos de error, de manipulación,
acaecen allí donde los nexos entre la imagen y su (o sus) modelos no han sido
percibidos.
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Abstracciones y figuritas
Las primeras herramientas son contemporáneas de Lucy, en Etiopía, y datan de unos
tres millones de años. Ciertos útiles de unos 50.000 años de antigüedad llevan huellas
de las cuales no se podría decir si son ornamentales. La decoración más antigua, de
hace unos 77.000 años, es quizás la hallada en Sudáfrica, en la gruta de Blombos, cerca
de El Cabo, en cinco bloques de ocre rojo grabados a mano por el hombre con
cuadrículas delgadas. En el estado actual de nuestros conocimientos esa es tal vez la
imagen más antigua del mundo. Aunque esos fragmentos estriados con esas pobres
incisiones no tengan nada de comparable con los suntuosos perfiles de ciervos y
bisontes, de todos modos plantean una de las preguntas esenciales ligadas a la imagen:
¿precedió la abstracción a la figuración?
Existen interrogantes sobre las enigmáticas piedrecillas antropoides (3,5 cm)
descubiertas en la llanura del Golán y en el sur de Marruecos en capas geológicas de
varios cientos de miles de años. Han sido halladas en Austria algunas figuritas menos
problemáticas, pero sólo queda un fragmento de 10 gramos de la “Venus de
Galgenberg”, apodada “La Bailarina”, datada en más de 30.000 años.
En los refugios que los han conservado, se encuentran, al mismo tiempo,
representaciones de un realismo que nos sorprende y, en esas mismas paredes, a
menudo en las entradas de las grutas, signos geométricos: puntos, cuadrados, estrías,
que no suscitan las mismas emociones estéticas, pero que plantean la pregunta sobre
la representatividad de la imagen. Esos primeros testimonios sólo atrajeron la atención
de los prehistoriadores desde hace poco: la gruta de Altamira, en España, fue
explorada desde 1874, pero las bestias fantásticas de Lascaux sólo salieron de su
sombra el 12 de septiembre de 1940. Desde entonces, los prehistoriadores se agotan
buscando su significado. Esos primeros artistas no eran como los de ahora.
¿Cazadores escasos de comida, chamanes intentando fijar sobre la roca sus visiones
alucinatorias del más allá, hombres preocupados por garantizar su descendencia?
El más célebre de esos investigadores, André Leroi-Gourhan no sabía de ello
mucho más, pero consideraba que esas imágenes eran conjuntos coherentes, enlazados
por relatos fabulosos, donde la estructura del soporte rupestre hace la función de hilo
conductor, como una vasta leyenda estampada sobre un mapa. Tal vez los pueblos
que, aún hoy, poseen prácticas semejantes nos indiquen su origen. Los cazadores-
recolectores del Malawi (ex-Nyasaland), cuyos sitios ancestrales de pinturas rupestres
acaban de ser inscritos en la lista del patrimonio mundial de la Unesco, las asocian
siempre a rituales y a ceremonias ligadas a la fertilidad. Los Warlpiri de Australia
trazan todavía en la arena, al mismo tiempo que salmodian sus gestos fundadores,
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recorridos legendarios que evocan su historia configurando sus terrenos de caza, y que
ellos llaman sueños.
Los acantilados calcáreos de Roc de Serres, que dominan la Charente, abrigaban
hace unos 20000 años grutas de paredes íntegramente esculpidas y el friso del Roc-
aux-Sorciers, descubierto en 1929, en una cavidad del Valle de la Viena, despliega
desde hace más de 15000 años su largo cortejo de bestias salvajes y de formas
femeninas, siguiendo sabiamente hasta los ínfimos relieves de la muralla.
Las siluetas de manos y antebrazos identificadas sobre la roca de Fuente del Salin
(hechas por aplicación del pigmento, ocre, mediante soplado, creando así el negativo), que
podrían evocar una especie de estadio primario de la imagen, a la vez impronta y
retrato, indicio y símbolo, no deben hacernos olvidar que las primeras imágenes fueron
grabados, bajo-relieves y esculturas. Las imágenes europeas más antiguas, que pueden
datar de hace más o menos 33000 a 18000 años, son minúsculas mujeres de formas
generosas en bajo-relieve profundo; como la Venus de Laussel (Dordogne), escultura
en relieve; como las estatuillas de esteatita verde translúcida de Grimaldi (Liguria), o el
pequeño rostro de la Venus de Brassempouy (Landas) siempre seductora en su marfil
nacarado, con su obscura mirada bajo su fino tocado trenzado.
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El código y la analogía
Es evidente la ventaja del código sobre la analogía: basado en una convención, el
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primero permite que las imágenes se vuelvan unívocas, mientras que la analogía las
deja inciertas, dependientes de las asociaciones libres de nuestro capital mental, de
nuestra historia colectiva o singular. El sentido asignado a una imagen permanece
perpetuamente abierto. El del código tiende a cerrarse puesto que, contrariamente al de
la imagen, debe ser, en la medida de lo posible, unívoco. Así, hemos aprendido a
reservar la palabra imagen para esas formas que sugieren una analogía sensible, a
oponer imagen y escritura, olvidando que una imagen es siempre una escritura, y que
una escritura es ante todo una imagen: incluso hay lenguas que no establecen esa
diferencia.
Desde hace dos siglos, nuestra civilización se ha desprendido a tal punto de la
“galaxia Gutenberg” que imágenes y escrituras coinciden en nuestras pantallas, se
codean, y a menudo se confunden, en los genéricos de la televisión o en los smileys
(“frimousses”, “emoticones”) de los teléfonos, como ya lo hacían en las paredes
paleolíticas. Mire su tarjeta de identidad que exhibe en su superficie todos los
regímenes de la imagen: escritura alfabética, escritura digital, firma manuscrita,
fotografía, sello húmedo y sello seco en relieve, filigrana e incluso esa imagen
“indicial”, prueba última del nexo con su modelo, la huella digital, remplazada ahora
por la huella biométrica, nueva analogía mediante la generación y no mediante la
semejanza, como era la imagen del hombre con respecto a Dios.
Al mismo tiempo que asumía una primera ruptura entre imagen visual y alfabeto
fonético, la civilización griega inventaba otro objeto híbrido en el cual la analogía y el
código se completan: el mapa geográfico. En un mapa se encuentra a la vez signos
codificados y signos analógicos, escritura alfabética y cifras, pero también escalas (que
son una forma de analogía), corrientes de agua, azules y sinuosas, curvas de nivel,
bosques verdes como los de verdad y rutas rojas, cuando son nacionales y amarillas,
cuando son comunales. La importancia de las ciudades es proporcional al calibre de los
puntos, último avatar de la analogía, y las ruinas señaladas mediante tres puntos
separados, primera aparición de un código.
Se atribuye al filósofo Anaximandro (siglo IV a. C.) la idea de fijar bajo forma de
esquema gráfico lo que, de manera narrativa, describían los relatos de viajeros.
Invención práctica en cuyo linaje se sitúa el GPS, pero también innovación intelectual
en cuanto conecta la imagen con la verdad desnuda del mundo, sin referencia a un más
allá, ni a algún imaginario. La imagen fue una herramienta mayor en esa sustitución
de lo irreal por lo real, de lo abstracto por lo concreto. Los métodos de cálculo
mezclan también signos analógicos (cuando se cuenta en un ábaco), y códigos
abstractos que darán nacimiento a las cifras llamadas “árabes”, de origen indio, cuyos
primeros testimonios se ven en la región del Indus, en el siglo VI d. C.
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natural, fundado desde la eternidad, con un modelo que puede ser imaginario y ser
sólo el fruto de un deseo. Por su sola relación formal, la imagen da testimonio de la
veracidad del mensaje y de la existencia de un más allá esperado. Ese nexo que parece
no premeditado, no calculado, aparece ya como un prodigio. Un clérigo se apodera de
él y se vuelve su intérprete, a menudo se convierte en su artesano y se atribuye el
poder de darle un sentido. En el antiguo Egipto, la imagen, divinizada, habla todavía
en primera persona: “Soy la Dama Napir Asu, esposa de Utashi Gal... Que quien se
apodere de mi imagen, que quien borre mi nombre sea maldito, sin nombre, sin
progenie”.
En Grecia, en el siglo VI a. C., las ánforas con figuras negras también hablan, pero
lo hacen en nombre de su autor. Se puede leer ahí: Sofilos me pintó, o Amasis me hizo.
Un siglo después, el retrato se identifica con su propietario por la semejanza con su
persona, o al menos su tipo social. La imagen confiesa su origen humano: su modelo
tiene un nombre, su autor también. A mediados del siglo IV a. C., Praxíteles estampa
su nombre en el zócalo de sus estatuas.
Ecce homo
Se trata entonces de exaltar al hombre y no a los dioses, en una sociedad que, quizás
por primera vez, se pretende racional y laica. El mundo antiguo cultivó el retrato realista,
hasta el vértigo ilusionista en tres dimensiones. La cima será alcanzada en los bustos de la
república romana, en los siglos II y I a. C., o en las efigies de cera con las que se
compartían los banquetes funerarios y que remplazaban al difunto, mientras su cuerpo se
descomponía.
Más tarde, en Egipto, en el Fayoum, en Antinoo y sobre otras riveras del Nilo, era
común adornar las tumbas con el retrato del difunto, no en forma de busto de mármol frío o
de cuerpo rígido pintado sobre un sarcófago, sino mediante pinturas en madera que el
encáustico volvía brillantes, o mediante un rostro de yeso pintado, sobre el cual se ponían
en el lugar de los ojos fragmentos de vidrio que los hacían resplandecer con un fulgor
inquietante. Ya no se trata de una máscara, como las que se llamaban persona en Roma, de
expresiones fijas y que eran portadas por los actores del teatro antiguo, o como las que se
usaban para convocar a los seres sobrenaturales, benéficos o maléficos, en la mayoría de
ceremoniales mitológicos del mundo, máscaras profilácticas que ocultaban a quien las
portaba, protegiéndolo de los espíritus que ellas encarnaban. Se trata más bien de la imagen
del hombre mismo, en esa época de la historia cuando los dioses se dispersaban y se
asociaban al poder laico.
El helenista Jean-Pierre Vernant se interroga sobre las razones por las cuales los
griegos, partiendo del modelo simbólico o abstracto, atribuyeron un valor canónico a la
presentación realista del cuerpo humano. Para Vernant, “los ídolos antropomorfos arcaicos
no son imágenes en el sentido en que no nos ofrecen el retrato de un dios”. Al substituir las
representaciones divinas por figuras simbólicas o abstractas, la forma del cuerpo humano,
idealizada en su perfección matemática, la imagen opera un cambio decisivo que diviniza,
no al hombre, sino a su apariencia, asimilada a la de del dios mediante lo que se llama la
mimesis.
Entre las figuras antropoides de las estatuas-menires o de las estelas que se encuentra un
poco por todas partes, desde las costas de Bretaña hasta las estepas de Siberia y las estatuas
personificadas de los kafirs, esas aterradoras figuras tutelares que se depositaban en las
tumbas, burdamente talladas, he aquí que todavía hace poco, en los bosques de los altos
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valles del Nuristán, en la frontera entre Pakistán y Afganistán, y los rostros expresivos del
arte del Gandhara, los hombres le han disputado a los dioses los poderes de la imagen.
Entre las formas apenas esbozadas, que dejan todo su misterio a las primeras divinidades de
Grecia, y las formas enteramente habitadas por el cuerpo humano de la estatuaria griega
clásica, la imagen de los hombres salió de la de los dioses como una crisálida de su capullo.
En la antigüedad grecorromana, en las villas de Stabia, como más tarde en el
Islam, en los palacios de Bagdad y en India, en los frescos de Ajanta, las imágenes
profanas rivalizaron en prestigio con las de los cultos. En Galia, las imágenes
religiosas no excluían las imágenes guerreras o mercantiles, desde los objetos
fúnebres que amueblan las tumbas de los primeros jefes guerreros de la edad de
hierro, entre 700 y 800 a. C., hasta esas cuarenta pancartas de preciosos mosaicos,
representaciones de los Trabajos de los campos, que decoraban en el siglo III d. C. la
morada de ese rico propietario de Saint-Romain-en-Gal cerca de Viena, y que aún pueden
admirarse en el Museo de Antigüedades nacionales de Francia.
La irrupción de los monoteísmos cambió radicalmente, durante más de un milenio,
esa concepción ya profana de la imagen. Los partidarios del Dios único confiscaron en
su beneficio los poderes mediadores de la imagen, antes de que los hombres, poco a
poco, volvieran a apoderarse de ellos, por inspiración en el humanismo griego, y antes
de que se inventaran un culto fotográfico. Para nosotros, que heredamos esta creencia
en la apariencia, el realismo permaneció como la piedra de toque de la imagen.
De la tradición de la imagen como imagen del hombre, salieron las leyendas de su
origen griego, como la de Dibutades. Ese artesano ceramista habría moldeado en
arcilla, en bajo relieve, el rostro de un joven cuya novia, hija del artesano, quiere
conservar grabado en la memoria antes de su partida para la guerra. Plinio el Viejo,
quien reporta la historia, en una primera versión sólo menciona el dibujo del croquis
del perfil del héroe sobre un muro donde se proyectaba su sombra.
El otro mito fundador de la imagen ilusionista es el de Narciso, quien confundía su
cuerpo con su reflejo en el agua; la distinción se le hacía difícil como al bebé en la
etapa espejo, tras algunos meses de estar inmerso en un entorno contiguo del cual
busca despegarse. Mediante tales mitos, la imagen de las potencias sobrenaturales se
ve transferida hacia fenómenos naturales y cae en el dominio humano. La sombra y el
espejo, prototipos de la imagen, sólo son prototipos de la semejanza, como la
fotografía, emanación directa de las ondas del modelo, prolongación ilusoria de
nuestro cuerpo terrestre.
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La excepción científica
El Islam, más tolerante respecto a las ciencias, y, paradójicamente, respecto a las imágenes
de las cuales la religión había decidido prescindir, se acordaba de Aristóteles y del papel de
testimonio y de experiencia que podía jugar la imagen profana. Los palacios de Damasco y
de Bagdad estaban cubiertos de frescos y mosaicos con imágenes refrescantes, y se
ilustraba los tratados científicos de astronomía o de medicina.
Las primeras imágenes científicas son tan viejas como la escritura: sobre las tablillas
sumerias del III milenio, se hallaron planos de arquitectura y esquemas, cuyo simbolismo
escriturario nunca está alejado. Un diagrama sobre un papiro griego de El Louvre, que data
del siglo II a. C. representa a Orión y al sol. Se ve una figura geométrica trazada sobre un
papiro del siglo I a. C., conservado en la Biblioteca Nacional de Viena. Sin embrago, esas
imágenes matemáticas debían existir desde mucho antes, en las obras de los arquitectos, en
las oficinas de los médicos y en los observatorios de los astrónomos. El tratado de
Dioscórides, médico del siglo I d. C., fue ilustrado cinco siglos más tarde, con 400
planchas, como ocurrió en el siglo IX con el Tratado de los venenos, de Nicandro de
Colofón.
Se trata de excepciones, de rarezas: hasta el año mil, en Occidente, la imagen sólo
conoció el mundo celeste, representado ya por figuras santas, ya por letras capitales
majestuosas de los versos de los evangelios o visiones extáticas de un paraíso formal, como
las componían en pergaminos de oro o de púrpura los monjes irlandeses. El famoso Libro
de Kells, esa compilación de 340 páginas decoradas con letras ornadas de arabescos
fantásticos, compuesta poco después del año 800, cuyos cuatro volúmenes, que contienen
los evangelios y varios textos canónicos, son conservados en el Trinity College de Dublin,
y eran considerados hasta el siglo XVII como la huella de una lengua desconocida, una
escritura de los ángeles, como se decía.
No parece que el prototipo de nuestras enciclopedias, las Etimologías del obispo Isidoro
de Sevilla (v. 560 - 636), hubiera sido ilustrado. Se necesitaron el aporte de los árabes (a la
vez la tradición de Aristóteles y la fabricación del papel), y la curiosidad por las ciencias
naturales, para incitar a los clérigos a introducir en sus sabios tratados imágenes que ya no
fueran simples traducciones simbólicas de los textos sagrados. Habiéndose extraviado el
Hortus deliciarum de la abadesa Herade de Landsberg, el más antiguo ejemplo de ello es
quizás el Liber floridus, compuesto hacia 1120 por el canónigo Lambert de la abadía de
Saint-Omer, que mezcla simbolismo cristiano y observaciones naturales. Pero la ilustración
documental, en el sentido moderno del término, sólo encuentra sus autores y sus
ilustradores con el éxito de compilaciones como el De Proprietatibus rerum, compuesto
por un monje franciscano, Barthelemi el inglés, a mediados del siglo XIII, que Carlos V, el
sabio, hizo traducir e ilustrar, en 1372, bajo el título de Le Livre des propriétés des choses.
Muy diferente es la concepción china de la imagen documental, que nunca se ha
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El primer cuadro
El retrato de Juan II el Bueno sería esa primera efigie de un soberano, pintado
simplemente siguiendo sus propios rasgos, como se haría con cualquier persona de
hoy, aunque de perfil, o sea un poco descarnado, y sobre un fondo de oro. Esta imagen
marca el comienzo de los tiempos modernos. Data de un poco antes de 1350 y, más
que su tema, su forma es sorprendente: es un cuadro aislado. Hacía parte de la
documentación que Roger de Gaignières había reunido para Luis XIV con el fin de
describir el reino. Y estaba ahí junto a los álbumes y los manuscritos, de ahí que ese
cuadro llegara entonces a la Biblioteca Nacional como un documento, y que sólo fuera
integrado a la colección del Louvre cuando los cuadros se convirtieron en el patrimonio
de los museos.
Desde esa época, la pintura de caballete se convirtió en la forma a tal punto
arquetípica de la obra de arte, que se olvidaron las circunstancias de su origen y de qué
manera se liberó de las imágenes colectivas que eran los relicarios, los vitrales, las
tapicerías y los frescos. Para instituir la imagen como objeto de arte se requería un
distanciamiento con respecto a la religión y una apropiación por parte del hombre de su
poder simbólico. Es posible que esa transmisión de los poderes haya tenido lugar con
ocasión de la crisis de la Iglesia católica constituida por el papado de Aviñón: se sabe
que, en 1342, Juan el Bueno se encontró allí con el papa Clemente VI, quien le habría
ofrecido un panel pintado en forma de díptico, es decir bajo una forma todavía
ceremonial, puesto que esos polípticos estaban aún ligados al altar, mientras que un
cuadro de caballete profano, como el del retrato de Juan el Bueno, ganaba su
independencia y perdía su función litúrgica.
No es indiferente anotar que Juan el Bueno fue el primero de nuestros soberanos en
firmar sus actos de manera autógrafa. En la estatuaria, se constata una evolución
paralela en las figuras de los yacientes, tratados a partir de finales de la Edad media sin
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idealizarlos, como la estatua yaciente de Bertrand del Guesclin (muerto en 1380), que
representa hasta las desgracias corporales del difunto. Este yaciente, conservado en
Saint-Denis, presenta sus armas, dice la crónica, para mostrar su presencia corporal.
El realismo conmovedor de los primeros retratos esculpidos de manera realista, desde
los de la república romana y las máscaras mortuorias del Fayoum, reaparece en el busto
de Carlos V el Sabio, hijo de Juan el Bueno y rey entre 1364 y 1380.
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reyes. La imagen del soberano, o los símbolos nacionales, que ornan las monedas,
siguen muy presentes hoy. La efigie monetaria figura la continuidad del poder, mide
su expansión, así como su prestigio.
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V. De la impronta a la página
En Occidente, la imprenta de 1a imagen sucede a la instalación de los primeros molinos de
papel, a finales del siglo XIV, mucho tiempo antes de la invención de Gutenberg. Es
posible que se haya impreso en esa época sobre tejidos que servían de frentes de altares,
como lo muestra la madera Protat (del nombre del coleccionista que la había rescatado),
pieza de madera grabada de una dimensión tal que desborda la de una hoja de papel y que
representa un fragmento de la Crucifixión. En torno a 1400, los archivos mencionan
cartiers (vendedores o fabricantes de barajas para jugar) o faiseurs de moules (fabricantes
de moldes) en Bolonia o en Flandes. El primer molino flamenco funcionó en 1405, pero
desde 1403 los pintores de la ciudad de Brujas se quejaban de la competencia de las
imágenes que los calígrafos compraban a bajo costo en Utrecht para ilustrar los
manuscritos. El grabado en madera más antiguo, una Virgen, descubierto en Brujas, lleva la
fecha 1418; un San Cristóbal, descubierto en Manchester, es de 1423. Se trata de imágenes
de piedad destinadas a las devociones populares, individuales y no colectivas. Cerca a esas
imágenes en papel, aparecen barajas de juego. El pueblo se apodera de las imágenes.
Las primeras estampas occidentales eran precisamente, como los charmes
orientales, amuletos: se las encuentra cosidas a los vestidos de los peregrinos, e
incluso, en Brujas, pegadas dentro de los ataúdes, imágenes paradójicas destinadas a
ser vistas solamente en el más allá. La Reforma se levantó contra esas prácticas
supersticiosas, renovación de la idolatría congénita a la imagen.
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La reducción al código
La época clásica, siglos XVI al XVIII, buscó desesperadamente el sentido de las
imágenes en la relación entre ellas y el texto. Hay que corregir “la necesidad que la
figura tiene de descender de lo general a lo específico y de lo material a lo formal, por
medio de palabras que le fijen una significación particular”, escribía el padre el Padre
Le Moyne en L’Art des devises (1666). Dicho de otro modo, hay que evitar que la
imagen, que sólo puede mostrar cosas, sea corrompida por lo real. Hay que salvarla de
lo particular al cual está sometida y, en un puro espíritu platónico, atribuir lo accidental
a lo esencial, hallar lo verdadero bajo la apariencia.
Así se desarrolló una amplia tradición de obras eruditas que pretendían reducir la
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El universo modelizado
Si la imagen no halla su fuente ni en otro mundo ni en la escritura, sólo puede
inspirarse de la Naturaleza. Todos compartimos esta creencia y, sin embargo, también
todos sabemos que la realidad, lejos de gobernar la imagen, puede ser juguete de ella.
La imagen de la realidad es siempre un compromiso entre la realidad y lo que
queremos ver en ella. Lo particular toma su revancha sobre lo universal, lo
momentáneo sobre lo eterno, el accidente sobre lo esencial.
A partir de ese instante, toda la historia del arte se resume en un combate entre el
idealismo y el realismo, como en la caricatura de Daumier que muestra a un pintor
bohemio que cruza el pincel con la lanza de un pintor académico con casco. La pérdida de
lo espiritual no significa el triunfo de lo real: todo es hacer proporción y la crítica dio
ese debate desde Rafael hasta Manet. Toda imagen es un término medio entre un ideal y
una realidad.
En Europa moderna, la imagen sólo fue concebida como una herramienta de
observación después del redescubrimiento de Aristóteles, cuando el filósofo polaco Witelo
(1220?-1275?) escribió su Perspectiva, primer tratado de óptica que estudia las reglas de
propagación de la luz. El siglo XIII fue el de las enciclopedias que, bajo el título de
Speculum (espejo) se desviaban cada vez más de la explicación basada en las Escrituras
para apoyarse en la experiencia e interesarse en las ciencias naturales.
La imagen es el proveedor de la ciencia empírica. Si ella no es el lenguaje de la
poesía, puede llegar a ser el de las matemáticas. León Battista Alberti, Alberto
Durero, Leonardo da Vinci, Luca Pacioli cuadricularon la imagen para inscribirla en
reglas de representación capaces de restituir las apariencias y hacerla jugar su papel de
real. La perspectiva, que permite restituir en dos dimensiones las apariencias de lo
real, y hacer de la imagen, como se decía entonces, “una ventana abierta al mundo”,
sigue siendo, no obstante, como lo ha mostrado Erwin Panofsky, una forma simbólica.
Desde entonces se acumulan los dibujos de ingenieros, los despellejados
anatómicos, las vistas trigonométricas, los herbarios y las cartas estelares. La
economía requiere ingenieros, los ingenieros necesitan de las ciencias, y las ciencias
necesitan las imágenes. La geometría encuentra en el grabado con buril una
traducción en las soberbias planchas de Wenzel Jamnitzer y su Perspectiva corporum
regularium, publicada en Nuremberg, en 1568, la anatomía del cuerpo humano en las
del famoso tratado de Vesalio, De Humani corporis fabrica, de 1543, y la geografía
en el Atlas major del impresor holandés Blaeu, la mayor empresa de edición del siglo
XVII.
La imagen permite no solamente el trabajo de laboratorio a partir de prototipos, la
modelización del mundo, sino que tiene otra ventaja de la que carece el texto: la
imagen ignora las barreras entre las lenguas y transmite su saber sin fronteras. El
lenguaje de los iletrados, con demasiada frecuencia se olvida que es también el de los
eruditos. Maqueta del mundo, la imagen se deja reducir o agrandar fácilmente:
microscopio y telescopio, ella permite la comparación teórica, mediante la reducción a
la misma escala de los objetos por comparar; el átomo y la galaxia se codean en ella y,
en historia del arte, el estilo de la más modesta medalla puede ser comparado con el
de una estatua monumental; en imagen, no hay arte menor, como lo proclama André
Malraux en su Musée imaginaire.
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Dibujos y diseños
La imagen científica, a la cual se tiende a agrupar bajo el nombre más trivial de
imagenología científica, también se separó de las colecciones que los príncipes y los
eruditos reunían bajo el término gabinetes de curiosidades, desde finales de la Edad
Media. Las flores desecadas, los animales embalsamados, las piedras preciosas se
mezclaban allí con los objetos exóticos, los manuscritos y las estampas. El objeto de
colección es ya una imagen, en la medida en que es una muestra que representa una
especia o, por el contrario, un caso extraordinario. Es intermediario entre la realidad y
la imagen, puesto que, como ella, permite la observación de una naturaleza afinada.
De esa observación experimental, lentamente, salió la práctica del dibujo y el
impulso de la industria le aseguró ampliamente su fortuna. Los ingenieros necesitan
figuras exactas, mientras que los investigadores requieren preparaciones bien hechas.
El dibujo se emancipó de los libros, se deslindó de los frescos que adornaban las ricas
moradas o las iglesias, como el cuadro lo hizo de las iluminaciones y de los retablos.
La palabra dessin (dibujo) adquirió un sentido doble: es el trabajo preparatorio para
una obra acabada (pintura, mueble, arquitectura, máquina), pero también es su plan, su
proyecto, su dessein (deseo, designio).*
En el mundo occidental moderno, el dibujo [dessin] aparece en la Edad Media, grabado
sobre pergamino en los cuadernos de arquitectura de Villard de Honnecourt (entre 1230 y
1240), o bajo forma de sinopia, esbozo rápidamente trazado sobre el yeso fresco antes de
realizar el fresco, o también en cartones para los vitrales y tapicerías. La historia del
dibujo, como la de la imprenta, estuvo ligada a la importación del papel, soporte volante,
provisional, que permite una gran diversidad de herramientas y de pigmentos: lápices,
tintas, dibujos con aguadas, acuarelas, guachas, carboncillo, minas de plata o de plomo,
barritas de pastel, tiza, crayón, piedra negra, etc.
El instrumento de la ciencia
Mientras que la naturaleza está en constante movimiento, la imagen permanece inmóvil.
Ella representa precisamente lo que no se puede ver. Es una prótesis de la mirada cuando
registra lo infinitamente lejano o lo infinitamente pequeño, pero también cuando diseca un
cuerpo humano, devela un mecanismo oculto, explora el centro del mundo. Es instrumento
de laboratorio que nos enseña que la realidad no se limita a lo que percibimos. Incluso los
científicos, después de haber instrumentalizado la imagen, desconfían de ella.
El abuso de imágenes puede ser peligroso: representar una realidad invisible siempre
conlleva un riesgo de error, y muchas imágenes de física o de astronomía sólo tienen un
valor pedagógico, que llega hasta falsear su objeto, de tal modo que pueda “dar una idea” a
los ignorantes, pero inmediatamente es desmentida por el especialista. Así, más allá de la
investigación, la imagen fue una herramienta de vulgarización de las ciencias, que produjo
obras maestras de arte como las de Pierre-Joseph Redouté (1759-1840), el “Rafael de las
flores” o las planchas de animales del dibujante norteamericano John-James Audubon
(1786-1831). En 1739, el abad Pluche publicaba en ocho volúmenes ilustrados su Spectacle
de la nature, ou entretiens sur les particularités de l'histoire naturelle qui ont paru les plus
propres à rendre les jeunes gens curieux et à leur former l'esprit.
El debate acerca del uso de la imagenología científica puede tornarse áspero cuando
* Dessin: fr. Dibujo; Dessein: fr. deseo, ánimo, blanco, designio, estudio, finalidad, intención, intencionalidad, intento,
objeto, plan, plano, propósito, proyecto, traza, trazado, voluntad (t).
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El mercado de la reproducción
El primer retrato grabado de una plebeya (exceptuando los autoretratos de artistas),
fue el de Marguerite Bécaille, fundadora de obras caritativas, elaborado por Louis
Desplace, en 1715, según Largillière. La demanda de obras de arte burguesas era
fuerte en toda Europa, como parece haber sido creciente también en Japón. Se
requerían obras de pequeño formato, de precio modesto, pero que conservaran algo
del toque autógrafo del creador, próximas del original también, para conservar el
precio y la rareza. Se necesitaban entonces dibujos. Los artistas los aportaron. Los
talleres, a decir verdad, estaban llenos de ellos y aunque sólo eran estudios,
rápidamente pasaban a manos de los comerciantes de arte. Luego, se podían
ejecutar, especialmente para los aficionados y hacer del dibujo en si mismo un
género artístico. A falta de dibujo, se compraban estampas, realizadas a partir de un
dibujo o como reproducción de un cuadro. Para los aficionados y los artistas, la
estampa sólo era un medio de reproducir obras. Todavía en 1791, Quatremère de
Quincy, teórico del arte, decía: “El grabado no es y nunca podrá ser un arte”.
Así se organizó, en Francia y en Inglaterra principalmente, a lo largo del siglo
XVIII, un mercado del arte estructurado y jerarquizado. En Francia, Le Mercure galant
pretende, en 1686, publicar “la lista de las bellas estampas que se graban y de los cuadros
de donde se inspiran”. En 1704, Le Mercure de France anuncia: “Todas esas estampas son
originales, hechas por M. Perelle y otros excelentes grabadores”. En 1718, el comerciante e
historiador del arte Pierre-Jean Mariette va a Viena para clasificar los 290 volúmenes
encuadernados en cuero rojo de las estampas del príncipe Eugenio de Saboya, (hoy La
Albertina). En 1725, Le Mercure de France publica sus primeras críticas de arte (es decir
de la pintura). En 1741, aparece la compilación grabada de los cuadros de la colección del
riquísimo Crozat, mecenas de Watteau.
Miniaturas y pasteles ya habían aparecido en el Salón de 1739, las guachas en 1759.
Para reproducir mejor los cuadros, los grabadores utilizan la manière noire, que permite
alcanzar los relieves. Pero el procedimiento es largo y los ingleses prefieren el puntillado y
la ruleta. Otros procedimientos, como el aguatinta, dan la ilusión del dibujo y respetan las
medias-tintas. Sin embargo, para remplazar el cuadro en los interiores opulentos, el
grabado debe ser en colores. Ahora bien, para ser en colores, la estampa debía ser
coloreada a mano, iluminación preciosa para ejemplares únicos, o procedimiento burdo
para las series populares. ¿De qué manera conciliar ambas e imprimir el color en todos sus
matices a partir de una plancha? Eso parecía imposible, hasta que Newton, en 1666,
observa la refracción de los colores a través de un prisma triangular, y publica, hacia
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1672, la demostración de su composición. Todo color puede ser obtenido a partir del
negro y de los tres colores primarios: amarillo, rojo y azul. En 1735, Jacques-
Christophe Le Blon perfeccionó la cuatricromía que exigía (y exige aún) la
descomposición de las tintas en cuatro matrices básicas extraídas una tras otra sobre la
misma página. Es eso lo único que hacen las impresoras de nuestros computadores y
necesitan cuatro cartuchos diferentes. Esa práctica se convirtió en una pasión: para
reproducir cuadros y dibujos, se vio aparecer la estampa a la manera del lápiz, en
1759, a la manera del dibujo con aguada, en 1766, a la manera del pastel, en 1769, a
la manera de la acuarela, en 1772.
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* Photomaton: en Francia, cabina que permite tomar y revelar fotos automática e instantáneamente (t).
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al agua-fuerte: seis minutos de pose y cuatro días para entregarle al cliente una docena de
pruebas de cinco centímetros de diámetro, sumariamente coloreados a mano. Cien fisiono-
trazos fueron presentados en el Salón de 1793, 600 en el de 1796.
Todos los componentes de la fotografía estaban reunidos. La propiedad de la cámara
oscura de proyectar los reflejos invertidos sobre el fondo de una caja negra con un agujero
ya era conocida por Aristóteles. Así se fabrican todavía cámaras primarias, con el nombre
de estenopos o cámaras estenopeicas. Las aplicaciones del dibujo con cámara clara, a
través de un marco cubierto con un papel translúcido cuadriculado, para calcar la copia de
un paisaje y facilitar la captura de la perspectiva, habían sido estudiadas en el siglo XVII
por Abraham Bosse, grabador y matemático. El ennegrecimiento de sales de plata por
medio de exposición a la luz era utilizado para transmitir mensajes secretos, y la capacidad
del hiposulfito de sodio para fijar esas imágenes virtuales había sido demostrada en 1802.
Hacia 1817, lo que buscaban Nicéphore Niépce y muchos otros era reportar esas
imágenes naturales directamente sobre una piedra o un zinc litográfico para poderlas
imprimir. Lo que diez años más tarde consiguió Niépce, sólo respondía de manera parcial a
sus expectativas. No solamente sus imágenes bastante vagas eran en blanco y negro, sino
que no eran reproducibles. Murió en 1833 legando a su hijo ese semi-logro.
Hacia 1760, Marie Tussaud había aprendido por el médico Philippe Curtius el arte de
esculpir bustos de cera, mediante el cual se resucitaba las efigies mortuorias romanas, e
hizo de ello una atracción en París, en el Palais Royal, antes de ser condenada, bajo la
Revolución, a ser decapitada, luego perdonada y exilada en Inglaterra donde su teatro de
celebridades de cera atrajo las muchedumbres. La fascinación por la semejanza invadía al
pueblo. Los espectáculos llamados Panoramas, decoraciones inmensas que, a partir de
grandes efectos de luz y sombras, reconstituían la batalla de Austerlitz o una aurora boreal,
eran el furor en los bulevares parisinos.
Uno de sus empresarios, Jacques-Mandé Daguerre, perfeccionó el procedimiento de
Niépce y obtuvo una imagen fijada sobre metal a la que bautizó daguerrotipo. Vendió su
patente al Estado que “hizo don a la humanidad”, es decir a los industriales y los
aficionados que quisieran explotarla. Francia descubría el liberalismo, la libre empresa y su
divisa: “¡enriquézcanse!”. El anuncio del descubrimiento fue hecho de forma solemne el 7
de enero de 1839 ante las cinco academias reunidas, por el diputado de izquierda y célebre
físico François Arago, cuyo discurso lírico profetizaba: “Veremos pronto las bellas
estampas que sólo se encontraban en los salones de los ricos aficionados, adornar hasta la
humilde morada del obrero y del campesino”. No se equivocaba.
Sin embargo, así como las “heliografías” de Niépce, el daguerrotipo tampoco era
reproducible, lo que constituía una limitación mayor para su industrialización. La
fotografía, tal como la conocemos, la debemos al inglés William Henry Fox-Talbot, quien
logró, en esa misma fecha, sensibilizar un papel translúcido, el “negativo”, del cual se
podían sacar tantas pruebas como se quisiera. No sin dificultades: le llevó dos años, de
1844 a 1846, publicar un libro cuyo título es significativo, Pencil of Nature, que contenía
24 planchas pegadas en cada ejemplar. Ni Talbot ni Daguerre respondían verdaderamente a
las expectativas de imprimir las imágenes fotográficas. Se necesitó otro medio siglo para
llegar a ello.
La daguerromanía
La primera pregunta que plantearon los senadores, el día en que Arago les propuso que el
Estado adquiriera la prodigiosa patente, fue: “Pero, ¿hace el daguerrotipo el retrato?” Esa
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habían equipado para este ejercicio difícil. Un manual de la época lo describe así: “En los
talleres de M. Goupil et Cie, en Asnières, cinco series de seis prensas cada una, están
ubicadas sobre sendas mesas circulares y giratorias. Cada una de las mesas es maniobrada
por una persona que entinta y carga sucesivamente las seis prensas haciendo girar la mesa”.
Desafortunadamente, ese procedimiento tenía un costo disuasivo y fue abandonado. Los
clichés tirados y pegados uno por uno sobre cartones seguían siendo, al fin de cuentas, el
medio menos arriesgado para editar las fotografías.
Por perfectos que fueran, esos procedimientos no soportaban la producción masiva.
Poco a poco se renunció a las finas fototipias, proveedoras de tarjetas postales, y a los
heliograbados aterciopelados, inspirados en el aguatinta. Los periódicos ilustrados recurrían
a dibujantes cuyos dibujos debían ser pacientemente grabados en madera o en acero para
luego ser impresos. Así, Constantin Guys dibujó para la prensa la guerra de Crimea,
mientras que los fotógrafos Roger Fenton, para la reina Victoria, y Eugène Mehedin, para
Napoleón III, la cubrían con pesadas cámaras, sin poder imprimir sus imágenes. Los
grabadores de reproducción conocieron entonces una época gloriosa, pues eran los únicos
que podían responder a la inmensa demanda de imágenes: reproducciones de cuadros
célebres, vistas turísticas, planchas técnicas, imágenes piadosas, etc. El litógrafo Lemercier
poseía cien prensas en París, Georges Baxter lanzó en Londres sus populares Baxter prints
y la empresa Currier and Ives desarrolló en Estados Unidos una pesada industria de la
cromolitografía de colores llamativos. Más duro será el declive de esas industrias a finales
del siglo XIX, después de los progresos que permitieron, por fin, imprimir las fotografías
en grandes tirajes.
El milagro de la trama
El retrato del científico Chevreul, en el momento de su centenario, fue la primera fotografía
impresa en un diario francés, el 1° de octubre de 1886. Pero el prestigioso semanario
L'Illustration esperó diez años más, antes de pasar del grabado al fotograbado. Este éxito se
había vuelto posible gracias al empleo de la trama, perfeccionada en Estados Unidos y en
Europa a comienzos de los años 1880. La fotografía tramada reduce la imagen a una
multitud de puntos que, más o menos entintados, permiten recuperar los medios-tonos, los
modelados y todos los matices de grises que la imagen necesita para no ser reducida a un
trazo. Las líneas de nuestros televisores y los pixeles de nuestros computadores proceden de
la misma manera.
El similigrabado, tramado por puntos, más o menos amplios, como tantos relieves sobre
los cuales la tinta se fija, podía ser utilizado en medio de textos tipográficos. El resultado
era mediocre, pero suficiente y rápido. En 1890, se intentó utilizar la mordida al aguafuerte
para obtener, a través de una trama, cavidades imperceptibles que retuvieran más o menos
tinta según el procedimiento del heliograbado, que entregaba efectos más fieles, pero debía
ser impreso aparte. También se pudo partir de la litografía, tramada y transferida sobre
aluminio para llegar al procedimiento más corriente hoy: el offset.
Esos procedimientos podían adaptarse a los cilindros metálicos de las rotativas y dieron
nacimiento a la gran prensa de información. Los periódicos norteamericanos Collier’s o
Leslie’s se los apropiaron. El rotograbado fue utilizado por primera vez en el Freiburger
Zeitung en 1910. Acaba de comenzar la era de los “mass-media”, cuya expansión vivimos
en permanencia. Las primeras agencias de prensa nacieron en París en 1905 y los reporteros
fotógrafos, Félix Man o Erich Salomon, se volvieron célebres, mientras que Edouard Bélin
inventaba, en 1907, el belinógrafo que, al transformar los puntos negros y blancos de la
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ukiyo-e, esas “imágenes de un mundo efímero y móvil”, apreciadas por los japoneses y que
Occidente descubre con embelezo después de 1860.
Es la época de Bergson y sus Données immédiates de la conscience (1889), de la teoría
de la relatividad de Einstein (1905), de À la Recherche del temps perdu de Proust (1913).
La imagen da cuenta de un mundo móvil, en el cual todo cambia y todo se intercambia. La
belleza absoluta de las viejas jerarquías cedió el lugar a la estadística. La matemática
triunfó sobre el lenguaje. En el cambio de siglo, la imagen está por todas partes: el afiche la
pega sobre los muros, la pintura y la estampa la vuelven prototipo del objeto de arte
singular, la ciencia hace de ella una de las herramientas más importantes de sus increíbles
progresos. Sólo le falta el gesto y la palabra.
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despegar su propio tiempo del tiempo de lo que es representado, forman una buena parte de
la historia del espectáculo, desde la regla de las tres unidades, hasta la ficción de lo
“directo” y los artificios diversos: montaje, plano de corte, flash-back, etc. Chris Marker ha
explorado las fronteras y las fallas de esto.
Sólo la imagen fija escapa a la duración de la lectura. Ella se toma su tiempo. Por eso
tiene un peso particular. Lessing continúa teniendo razón: la imagen fija es global e
inmediata. Lo que no quiere decir que no esté impregnada de un largo pasado. El tiempo es
retenido en ella como energías en un acumulador. El espectador puede liberarlas a su
amaño. El tiempo de la imagen fija no es ni el de los relojes, ni el de la lengua. Él aguarda,
almacenado en su superficie, que una mirada venga a despertarlo. Esa mirada posada sobre
una imagen fija, es el beso del príncipe.
Así, en los museos, en las galerías de arte, los cuadros, contrariamente al uso antiguo
que los disponía en mosaicos sobre el conjunto del muro, se suceden sobre les frisos como
para contar su historia, curiosa asimilación de la imagen al libro y a la lectura. El libro
ciertamente retuvo la imagen fija en sus deseos de movimiento. Pasar las páginas no basta
para hacer mover la imagen, que permanece enmarcada en la página e interrumpe la lectura.
Para inventar el cine, se necesitó primero que la prensa acostumbrara al lector a saltar de
una columna a otra, a mezclar cuadros y líneas, a hacer del texto una imagen y cultivar la
moda de los jeroglíficos.
Desde el siglo XVI, se tuvo necesidad de animar los libros mediante planchas plegables,
cuadernillos superpuestos, figuras móviles pegadas a la página. La Cosmografía de Pierre
Appian, de 1524, es considerada como el libro animado más antiguo en la historia de la
imprenta: se puede animar en ella los astros como en un pequeño planetario. Con
frecuencia, los libros de anatomía recurrieron a esas imágenes recortadas que se volvieron
en el siglo XVIII un juego para niños que se llamaba pop-up books.
Los peep shows podían ser más complicados, al ofrecer perspectivas, como en esas
cajas de óptica, teatros en miniatura que restituyen en varios planos, el panorama de
Venecia o de Londres, sobre los cuales se hace caer crepúsculos y levantar auroras, y donde
se ilumina la noche con pequeñas antorchas. El juego de niños se convirtió en juego de
adultos, pues bastaba levantar el techo para ver lo que ocurre en la alcoba, o mirar,
simplemente, por el agujero de la cerradura. La escena, por muy ordinaria o muy real que
sea, es proclamada como la imagen: le basta estar oculta y luego ser descubierta. El secreto
excita el imaginario; develado, aparece como una imagen. La curiosidad hace de todo
objeto una imagen.
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lógica discursiva que reposa, como todo lenguaje, en discriminaciones formales de una y
otra. Las disposiciones de las escenas de los vitrales, de los frisos o de los frescos exigen un
comentario.
En el siglo XVIII, el pastor alsaciano Oberlin había inventado las imágenes de
conciliación. Dispuestas en acordeón, presentaban motivos diferentes, según si miraba los
paneles visibles desde el lado izquierdo o desde el lado derecho. El espectador situado a la
izquierda podía ver pájaros, mientras que el que estaba situado a la derecha veía flores.
Oberlin pedía entonces a cada parte que cambiara de lado e, induciéndolos a que adoptaran
el punto de vista de su adversario, les hacía constatar que ambos tenían razón y se
equivocaban.
Se le atribuye a otro pastor, el genovés Rodolphe Tôpffer, los primeros cómics
modernos. Hacia 1830, el romanticismo enaltecía la expresión de los sentimientos, las
efusiones, pero también la mezcla de géneros. El practicado por el malicioso pastor, estaba
muy a la orden del día en los ámbitos popular y letrado. Goethe apreciaba a Tôpffer. Victor
Hugo hizo cómics, pero no los publicó. El cómic no ha perdido aún ese estatuto dudoso, y
perpetúa así la tradición de la imagen como discurso para los simples, pero también como
expresión irremplazable del imaginario.
La fortuna de los cómics proviene de los periódicos ilustrados europeos, desde
mediados del siglo XIX, pero le debe mucho a la herencia de Hokusai y de los mangas
japoneses, así como a los cómics norteamericanos, esos hijos bastardos del libro y la
imagen. En Estados Unidos, como en Japón, la imagen no tenía la mala reputación que
tenía en Francia, donde por mucho tiempo se remplazó las “burbujas” por textos
tipográficos sabiamente recompuestos bajo cada imagen.
Winsor Mc Cay dibujó, a partir de 1905, con Little Nemo in Slumberland (país del
sueño) un cómic que hizo entrar a la imagen en el sueño. Todo se agita. Las formas se
estiran, se imbrican; un personaje que estornuda hace estallar el recuadro de su imagen. El
dibujo animado estaba al alcance de la mano de ese dibujante que hizo de Little Nemo, en
1911, uno de los primeros dibujos animados modernos con 4000 imágenes.
Luego de los flip books y de Edison o del Teatro óptico de Emile Raynaud, el francés
Emile Cohl había realizado en 1908 un dibujo animado titulado Fantasmagorie. Utilizó
luego los alegres animales de Benjamin Rabier, antes de ser contratado en Estados Unidos
donde el ratón Ignaz ya hacía peripecias. Mickey fue concebido más tarde, en 1928, y las
primeras películas de Walt Disney aparecieron en 1929.
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emisiones hechas en Nueva York desde lo alto del Empire State Building. Paris Televisión
emitió el primer programa regular, una hora por semana, a partir de diciembre de 1932;
algunos estudios fueron instalados en 1935 y la red francesa fue lanzada desde la Torre
Eiffel en 1939. El primer televisor conservó la forma de un tubo, especie de cañón de
imágenes, en cuyo extremo se dispuso la pantalla fosforescente, circular y abombada. La
guerra interrumpió todo. El programa se reanudó en 1947, desde la calle Cognacq-Jay que
difundió, en 1949, el primer noticiero televisado francés. Se necesitaron veinte años para
cubrir el conjunto del territorio con antenas repetidoras.
El procedimiento en colores de Henri de France fue adoptado en 1959, mientras que los
norteamericanos ya tenían el suyo desde 1953. El 10 de julio de 1962, gracias a la antena
del satélite Telstar, enviado desde el “radôme” de Pleumeur-Bodou, hoy transformado en
museo de las telecomunicaciones, la televisión atravesaba el Atlántico.
La producción de las imágenes electrónicas conquistó al gran público. Se las podía
grabar con el kinescopio al fijarlas en una película cinematográfica, procedimiento
demasiado complejo que cedió el lugar a la banda magnética. La grabación magnética,
aunque siempre analógica, procede un principio muy diferente. Según el efecto
electromagnético, descubierto por el danés Hans Christian Oersted en 1820, una corriente
eléctrica actúa como un imán y fija la orientación de las partículas dispuestas sobre un
soporte. La compañía Ampex lanzó los primeros magnetoscopios en 1956, abriendo así el
mercado de la imagen animada para todos y el desarrollo de géneros nuevos, familiares,
profesionales, documentales, o de simple duplicación. Una banda-video difiere de una
película cinematográfica, particularmente porque las imágenes, aunque organizadas en
secuencias, no están separadas allí en imágenes fijas; la grabación es reversible, y el
cassette, fácilmente reproductible, conviene a la vez a los aficionados y a los artistas.
Contrariamente a la foto, el cine o el video, la televisión no ha dado lugar a un arte.
Distribuida (95 % de los hogares en Francia) como el agua y la electricidad, la televisión
reúne círculos de consumidores, no de aficionados. Hasta ahora, pocos realizadores han
dejado su nombre en la historia del arte, y casi siempre solamente como cineastas. Los
éxitos de Jean-Christophe Averty no han compensado las interminables horas de debates y
de retransmisión de películas. Los efectos nuevos reclamados por las cuñas publicitarias o
por los videoclips musicales son sin embargo una mina de creatividad y una escuela para
los realizadores, sostenida por el comercio de los DVD.
Los artistas, los artistas gráficos o los escritores, se han comprometido en el video o en
el arte digital, pero la televisión no ha establecido esa relación singular entre realizadores,
productores y telespectadores. La televisión, cuyos programas y consumo agotan tantas
críticas, casi no es juzgada por su calidad estética o inventiva, a lo mejor sí lo es por sus
proezas técnicas o por la pertinencia de las imágenes. Es más bien recibida como una
imagen ritual. Los sociólogos no dejan de comparar el receptor de televisión, que remplaza
el fuego del hogar, con un altar privado. La fascinación por lo “directo”, la popularidad de
los presentadores, el ceremonial de los juegos, la liturgia de los escenarios de TV, casi
siempre en presencia de un público boquiabierto, servirían para mostrarlo. La televisión es
una misa permanente que, si no reúne creyentes, al menos sí cohesiona a una sociedad. Se
ha convertido en un rito cotidiano, pero como arte, se quedó en arte doméstico.
El desarrollo del “video por pedido”, que permite descargar individualmente sus
emisiones favoritas, al animar las preferencias y su fijación mediante una apropiación
personal, ¿hará de la retransmisión de televisión una obra, y del telespectador un
“aficionado de televisión”? Por ahora, la televisión sigue perteneciendo a la categoría de la
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conversación o del tiempo que hace. Ella ha vuelto trivial la era audiovisual inaugurada por
el cine sonoro.
Desde cuando la imagen se encontró con el sonido, lo táctil, el gusto y lo olfativo, que
son sin embargo los primeros lugares de saber del neonato, quedaron como paralizados. La
vista y el oído, los dos vectores más utilizados de la comunicación humana, dominan sobre
todos los demás. Son los más inmateriales, los únicos que se sabe grabar y transmitir a
distancia. En eso radica su ventaja: fundan relaciones humanas mundiales, y van incluso
más allá de nuestro planeta.
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La parte de lo real
Este temor no es vano. Las técnicas de reproducción aproximan la imagen a su modelo.
Otros síntomas se añaden, como el gusto del arte contemporáneo por el ready made que
transforma objetos usuales en obras simbólicas y hace de un orinal una escultura, pero
también los juegos de rol que confunden el teatro con la vida, así mismo, el culto al
patrimonio, en el cual todo objeto puede revestir súbitamente un valor simbólico que lo
metamorfosea en la imagen de lo que era.
¿La imagen es, más que una representación, ya un acto, o un acto en potencia? Esa
promiscuidad de la imagen con su objeto provoca miedo y despierta la vieja querella de la
catarsis, ese poder de la imagen de remplazar lo real para producir efectos, fastos o
nefastos, de substitución. Los monumentos a los muertos ¿favorecen las reconciliaciones o
sirven para enmascarar los conflictos? ¿La imagen de la violencia estimula la violencia o,
por el contrario, permite evacuar la violencia al endosarle ciertos simulacros?
La respuesta es siempre la misma: la imagen reconocida como imagen absorbe la
violencia, la toma sobre ella, pero la imagen transparente, confundida con su modelo, puede
dejarla pasar, hasta el acto. Las imágenes pornográficas pueden ser consideradas como un
producto de substitución de la sexualidad física. ¿Derivación o desviación? Como se sabe,
el fantasma nos protege de la violencia, de no ser así, el arte no sería tan necesario y las
más grandes obras maestras ni siquiera existirían. Pero cuando la imagen revela una
realidad criminal, nos indigna, y la emprendemos contra ella y contra su autor. Cuando la
ley prohíbe las fotos de personas presumidas inocentes, pero esposadas, es esa realidad
indigna la que hay que prohibir, no su representación. Si la imagen es considerada como
culpable de violencia, entonces, los jueces cometen la misma equivocación que los
criminales.
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Pixel Power
Nunca los mitos de la imagen habían sido tan fuertes como en el momento en que creemos
haber dominado las técnicas. En nuestras creencias, nada parece haber cambiado. Después
de tantos progresos ¿cómo hemos llegado a este punto? o más bien ¿cómo hemos
permanecido en él?
La pulverización de las imágenes en puntos elementales, accesibles y manipulables, ha
permitido esa volatilidad, esa maleabilidad y esa aglomeración. Pero la naturaleza de la
imagen no ha cambiado. La digitalización no le ha hecho perder a la imagen su naturaleza
analógica: sólo la técnica de reproducción es “digitalizada” o “vectorizada”. La
fragmentación de la imagen en partículas imperceptibles no es nueva. El arte del mosaico y
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el del bordado en punto de cruz son viejos ejemplos de ello. Esa naturaleza analógica está
en la naturaleza misma de la imagen: es sobre un tejido discontinuo de conos y de
bastoncitos que se forman las imágenes retinianas, retransmitidas al cerebro que hace la
síntesis. La estampa, para pasar al gris, debe evaporarse en manchas minúsculas de tinta
negra y la fotografía se revela gracias a una cristalización de las sales de plata. La imprenta
de la imagen pasa siempre por tramas, tan finas que no se las ve.
Antes del cine, en 1884, el disco perforado de Paul Nipkow, cuyos agujeros estaban
dispuestos en espirales y que fue lanzado a 25 giros por segundo, captaba, en cada vuelta,
los impulsos luminosos del conjunto de la imagen. Esa experiencia fue superada por las
investigaciones sobre el microscopio electrónico de barrido, que analiza sus objetos
partícula por partícula, a la escala del nanómetro (una millonésima de milímetro). Los
trabajos que llevaron a cabo para Telefunken, en los años 1930, Max Koll y Manfred von
Ardenne, condujeron a la vez al perfeccionamiento del microscopio electrónico y a la
televisión. La invención del láser en 1960 y la digitalización permitieron reducir las
imágenes en “pixeles” (picture's element) hasta varios millones por pulgada cuadrada,
donde el límite sigue todavía alejado.
A la velocidad de la luz
La retransmisión de los rayos tampoco data de ayer: en 1774, el ginebrino Georges-Louis
Lesage tuvo la idea de conectar 24 hilos eléctricos sobre las letras del alfabeto que
transmitían su influjo a sendos estiletes, mientras que el médico alemán Samuel Thomas
Sömmering inventaba, en 1809, un telégrafo eléctrico que, al hacer pasar la corriente
mediante electrólisis en un barril de agua, provocaba una curiosa escritura acuática.
Antes de transmitir el sonido a distancia, se había aprendido a transmitir la imagen. El
telégrafo de Samuel Morse, que funcionó entre Baltimore y Washington, en 1844, y sobre
todo el ingenioso dispositivo de Giovanno Caselli, quien, en 1861, enviaba imágenes fijas
mediante señales eléctricas, analizándolas línea por línea, son los ancestros directos del fax,
pasando por el telegrafoscopio que Edouard Bélin inventó en 1906, antes de su belinógrafo.
Por último, la informática permite dominar esas imágenes punto por punto. El noruego
Frederik Rosing-Bull era especialista del tratamiento de las estadísticas a partir de tarjetas
perforadas, técnica que heredó de la mecanografía de los telares o de los pianos mecánicos.
Muerto a los 43 años, en 1925, estuvo en el origen de la invención de la televisión y de la
casa Bull. Gracias a la digitalización, reducción de toda forma en unidades binarias, vacío y
lleno, positivo y negativo, negro y blanco, cada pixel se vuelve orientable, modificable y
transmisible. La imagen se define entonces de forma matemática como una superficie en la
cual cada punto está determinado por sus coordenadas.
El fotograbado electrónico se desarrolló en la posguerra y, en los años 1970, el plomo
desapareció en provecho de los fotocomponedores. En 1977, apareció el tratamiento de
texto por microcomputador. En 1979, el premio Nobel de medicina fue atribuido a G.
Newbold Hounsfield por su invención del escáner, que renovó la imagenología médica, ya
enriquecida en 1895 con el descubrimiento de los rayos X por W. C. Roentgen, luego con
múltiples técnicas de introspección del cuerpo humano como la gammagrafía, arteriografía,
resonancia magnética nuclear que analiza los cuerpos sumergidos en un campo magnético,
ecografía, termografía, endoscopia. La cámara, cada vez más intrusiva, asociada al
computador, permite un tratamiento microscópico de la imagen y, gracias a esto, la
microcirugía.
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silencio.
Cuando la imagen se incrusta o se graba hasta en la piel, se convierte en escarificación,
cicatriz. Su interiorización se puede volver trágica. Neurosis y psicosis son con frecuencia
enfermedades de la imagen de sí y de la imagen de los otros. La débil escena constituida
por el círculo que retiene a los curiosos en una acera, un proyector, una vitrina, un estrado,
un vestido, una nariz postiza o cualquier accesorio, son necesarios para distanciar lo real de
la imagen, desconectarla, protegerla de su entorno, como la barrera separadora de la arena
del circo, y al espectador de la locura.
La identificación de la imagen con su modelo funciona como una trampa. Hay que
“despegar”, clama Daniel Bougnoux, desagregar la imagen y la presencia. El ejercicio no
siempre es fácil. Las nuevas tecnologías, al mediatizar la imagen a través de todo tipo de
máquinas, y a causa de la presencia de su pesado material, son menos insidiosas que las
imágenes que se ofrecen a simple vista, sin aparatos, como una sombra, un espejo o un
reflejo. Cuanto más instrumentalizada sea la imagen, más es identificable como imagen.
Los niños aprenden rápido, aunque se les ayude poco, a comprender que una imagen no es
la realidad, pero que tampoco es una ilusión. La imagen tiene su vida propia, su razón de
ser, un autor, un público. No hay de cine sin cámara.
Las imágenes más perversas son las que están habitadas por su modelo o que pretenden
ser ese modelo. Un tatuaje hace de usted una imagen de carne. Las máscaras, tras las cuales
se ocultan hombres que dicen ser dioses, ancestros o espíritus, son aún más perturbadoras.
No porque no se vea que se trata realmente de una máscara y no de un rostro, sino que son
perturbadoras a causa de los dos agujeros para los ojos, que permiten al enmascarado
vernos sin ser visto, y le dan vida. Una máscara funeraria, los ojos cerrados, disimula la
muerte. Pero una máscara oculta al desconocido, imagen por defecto, que deja creer quién
sabe qué de quién sabe quién, y da miedo.
Una máscara es una imagen viva, como esos tocados inmensos del Teyyam indio, con
despliegues extravagantes de plumas y de perlas rutilantes, la indumentaria de carnaval, los
vestidos de novios, los trajes del carnaval de Río o los de la ópera de Pekín. Sin embargo,
también puede tratarse de un maquillaje discreto, una crema de base, un halo, una pose que
se adopta, un aire que alguien se da y que viene a perderse en la parte de imagen que está
en nosotros.
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