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Michel Melot

Una breve historia de la imagen

Traducido del francés por JORGE MÁRQUEZ VALDERRAMA


para asignaturas de pregrado y posgrado de la
Facultad de Ciencias Humanas y Económicas
Universidad Nacional de Colombia
Medellín, 2009

Del original:

Michel Melot, Une brève Histoire de l’Image, Paris, L’œil 9, 2007, 150 pp.

Correcciones: Victoria Estrada O. y Víctor García G.


Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
Medellín, 2009.

Contenido

Imagen y poder (prefacio del traductor) 3 El instrumento de la ciencia 33

I. Del sueño a la pantalla 5 VI. El milagro de la reproducción 35


El modelo y su doble 5 El ascenso de un arte menor 35
La desemejanza 6 El mercado de la reproducción 36
El acceso y el obstáculo 6 La democracia de los gustos y de los
Ser en representación 7 colores 37
Proyección mental 8 La teoría del reflejo 38
El indispensable código 9 Propaganda, instrucción, información
El marco o la realidad circunscrita 9 38
El tiempo de la prensa y de las
II. De las grutas a los templos 11 actualidades 39
Abstracciones y figuritas 11
El verbo, el espacio y el gesto 12 VII. Fotografía: ¿la adherencia a lo real? 41
Bajo la escritura, la imagen 13 Mientras llega la foto 41
El código y la analogía 13 La daguerromanía 42
Imagen real, mundo virtual 14 Los últimos resplandores del grabado
Ecce homo 15 43
El milagro de la trama 44
III. De los ídolos a los iconos 17 Treinta ejemplares y nada más 45
Iconoclastas contra iconodulos 17
La Iglesia como representación 18 VIII. Del teatro de sombras al
Las imágenes no caen del cielo 19 magnetoscopio 47
Dioses, hombres e imágenes 20 La retórica del movimiento 48
La excepción científica 21 Bastardo del libro y de la imagen: el
cómic 49
IV. De las reliquias a los cuadros 23 Agua y televisión en todos los pisos 50
Deslizamientos progresivos hacia el
realismo 23 IX. Bienvenidos a la videosfera 53
El primer cuadro 24 La parte de lo real 53
Del culto a la cultura 25 Los iconos modernos 54
Del tesoro al museo 25 Pixel Power 54
La moneda, imagen del valor 26 A la velocidad de la luz 55
La cuestión del original 27 El juego con la imagen 56
La búsqueda de la imagen total 56
V. De la impronta a la página 29 El reconocimiento de las formas 57
En el riesgo del libro 29 Y la carne se volvió pantalla 58
La reducción al código 30 Una breve bibliografía 59
Todo lo no dicho del mundo 31
El universo modelizado 32
Dibujos y diseños 33

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Imagen y poder
Michel Melot, quien, entre otras funciones, ha desempeñado la de director del
Departamento de Estampas y Fotografías de la Biblioteca Nacional (en esa época, todavía
no se llamaba “de Francia”), la de director de la Biblioteca Pública de Información del
Centro Pompidou, la de presidente del Consejo Superior de Bibliotecas, es el autor de
numerosas obras: Daumier, l'art et la république (2008), Livre (2006), La Sagesse du
Bibliothécaire (2004), L’Illustration, histoire d’un art (2001), L'estampe impressionniste
(2001), L’Image dans les bibliothèques (1995), por mencionar sólo algunas. En su trabajo y
en su vida, ha demostrado siempre una gran pasión por el estudio de la imagen, su devenir
y su poder.
La editorial L’œil neuf publica desde 2007 una colección, “Brève histoire”, en la cual
cada número es encargado a un experto para que despliegue un problema contemporáneo
en sólo nueve capítulos breves y de manera original. Esta limitación trajo, para este librito
de Michel Melot, a la vez ventajas e inconvenientes. Los últimos pueden ser: el libro no se
imprimió con imágenes (aunque, curiosamente, todas las citadas están en Internet); el autor
no puede ahondar en explicaciones eruditas y en citas de los grandes maestros como Erwin
Panofsky, Gilbert Durand, Gaston Bachelard, Mircea Eliade, Ernst Gombrich, entre otros;
plantea provocaciones y evocaciones cuya discusión no puede ampliar. Sin embargo, las
ventajas se imponen, porque el autor nos lleva a una exploración de pura reflexión, y no a
una historia anecdótica de corte tradicional, como es usual.
Logra presentarnos una mirada panorámica de más de veinte siglos de transformaciones
en las formas del ver, a partir de problemas, en cuyo planteamiento cobran sentido muchos
acontecimientos e incluso anécdotas. Pero Melot plantea también el problema de la
continuidad histórica de las formas del ver y del mostrar en el devenir de la especie
humana.
Su ambicioso relato se ve pautado por las numerosas discontinuidades, tan inquietantes,
de la historia de la imagen en Occidente... Aunque, para combatir las formas comunes del
ver, se ayuda con vivos contrastes entre la imagen occidental y las de otras culturas.
No se trata de un relato cronológico de la invasión progresiva de las sociedades
modernas por la imagen y, sin embargo, los problemas técnicos, sociales, económicos,
políticos, en fin, culturales, de esta invasión sirven de hilo conductor al flanneur Melot,
quien nos guía desde la profundidad espeleológica de las imágenes paleolíticas a la
avalancha surfista de la imagen digital y la cibercultura.
Para hacer una breve historia de la imagen, quizás el autor no podía dejarse llevar por
sus escogencias personales de imágenes y de artistas. Y no se ve que lo guíe la predicada
educación de la mirada, del gusto y del espíritu de los esteticistas. Se trata del problema de
la imagen a secas y no de la imagen artística. Por eso a Melot le interesan en el mismo
nivel, sin jerarquías, las planchas de Vesalio, las pinturas de Altamira y Lascaux, las
estampas de moda en la época de los salones, las fotografías de niños muertos del siglo
XIX, los dibujos manga y los cómics, las imágenes televisadas, los emoticones, el cine y
los dibujos animados, los iconos medievales y los afiches de dictadores, y todo tipo de
imagen. Porque su objetivo es subrayar los lugares comunes de nuestras formas de concebir
y percibir la imagen para interrogar por qué es el artefacto más problemático, el más
vilipendiado y el más amado; reprimido durante largos siglos y codiciado y traficado hoy
más que nunca. Jorge Márquez, Medellín, 30 de junio de 2009.
Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
Medellín, 2009.

I. Del sueño a la pantalla


¿De qué manera esa sola palabra, imagen, puede recubrir tantas maravillas? Evoca por sí
misma la magia. Otras lenguas diferentes al francés tienen varias palabras para decir qué es
la imagen. El inglés distingue image, que la designa como representación, real o
imaginaria, comprendida ahí la imagen de marca, la que se da de sí mismo; y picture, que
se relaciona más bien con sus formas materiales: el cuadro, el cliché, la película. Un poco
como el texto se distingue de la escritura y la palabra de la voz. La ausencia de esta
distinción en francés está en el origen de muchas confusiones y marca la ignominia en la
cual nuestras culturas han abandonado a la imagen.
Dos grandes familias provienen del indoeuropeo: la que está formada a partir del radical
weid y la formada a partir del radical weik. La primera, eidos en griego, de ahí viene la
palabra idea, que ha dado ídolo y video (voir en latín). La segunda, a través del griego
eikon, dio icono, que designa la imagen material (como picture en inglés). Esas distinciones
no son despreciables. Ha habido debates durante siglos para distinguir los iconos de los
ídolos. Un tercer linaje fue formado a partir del radical spek, cuya descendencia es
numerosa: espectáculo, especular, espectro, espía, e incluso especia que pasó, después de
un curioso desvío, por la palabra especie, es decir, lo que es especial o especioso, que tiene
que ver con el aspecto. La idea contenida en spek es más bien la del acto de la mirada, o sea
de la especificación, del espejo (speculum). Para hablar de la observación, el griego conocía
las palabras formadas a partir skep (escéptico) y las formadas a partir de su primo skop, de
ahí nos vinieron los múltiples -scopios e incluso los obispos, por intermediario de
episcopal, quien vigila. Otro linaje se formó en torno a phainein (aparecer), phainomena y
phantasmata, que señala la apariencia y la ilusión, y que ha engendrado los fenómenos,
fantasmas, fantoches y otros seres fantásticos.
He ahí muchas imágenes que no se deben meter en el mismo saco, antes de comenzar a
hacer su historia. Todavía no nos hemos encontrado con la palabra imagen, del latín imago
que designa la efigie, la estatua a menudo funeraria, pero también la apariencia y el sueño.
Imago comparte el radical im, cuyo origen se ignora, con la palabra imitatio, esta misma sin
duda emparentada con el griego mimesis, que designa el arte del actor. A su vez la mimesis
posee un doble sentido: a veces el de expresar una emoción interior, profunda, indecible
mediante el lenguaje, a veces el de reproducir mecánicamente un modelo, como hacen
nuestros imitadores.
¿Expresar o reproducir? He ahí la pregunta. La que teje la historia de la imagen y forma
todo su misterio. Y más allá de la pregunta por la imagen, plantea la de saber si uno puede
expresarse sin aprender a hacerlo, es decir sin imitar. La magia no tiene nada que ver en
todo eso, pues la palabra proviene del nombre de los sacerdotes, magos, en antiguo persa.

El modelo y su doble
Una primera confusión se produce inmediatamente, si se define la imagen como una
imitación, lo que nos conduce naturalmente a ver una imagen en toda semejanza. La
imagen no es la semejanza. Dos objetos idénticos no son necesariamente la imagen uno del
otro, incluso si se parecen, y San Agustín resumía bien esa paradoja al decir: un huevo no
es la imagen de otro huevo. Ese problema estuvo en el corazón de la doctrina cristiana que
enseña que Dios creó al hombre a su imagen, aunque no se le parece.

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Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
Medellín, 2009.

Entonces ¿de qué naturaleza es el lazo que funda esa imagen? Sólo podría tratarse de un
lazo de parentesco y no de similitud. La imagen procede entonces de un modelo que la
genera, sin que por tanto se le parezca. La imagen no es una cosa, sino una relación. Ella es
siempre imagen de algo o de alguien, de lo que no es, por tanto, la copia.
De ahí se sigue que la imagen de una imagen es otra imagen y esa especie de fisión
tiene una importancia particular en nuestro mundo, donde la mayoría de las imágenes son
reproducciones de imágenes anteriores, cada una con su existencia, su anatomía, sus
propietarios y sus autores, quienes reivindican para cada uno sus derechos. El carácter
generativo de la imagen plantea a nuestras sociedades mercantiles la cuestión de su
propiedad. Puesto que toda imagen es el doble de un modelo: ¿Quién es propietario de qué?
¿De la imagen o del modelo representado? ¿De la imagen como obra del pensamiento o de
su soporte material? Además, el propietario del modelo puede reivindicar derechos de
propiedad sobre la imagen de su bien, tanto más si se trata de su propia persona. Hoy,
cuando las imágenes son prolíficas y se engendran con tanta facilidad unas a otras, los
tribunales están atascados de casos de ese tipo. Una imagen nunca es un objeto solitario,
ella es (y eso es lo que la vuelve tan fascinante para nosotros) la marca de nuestra calidad
de seres incompletos.

La desemejanza
A veces, es la desemejanza con respecto al modelo, lo que caracteriza a ciertas imágenes.
Es el caso de las caricaturas, donde la deformación de los rasgos vuelve al retrato todavía
más semejante, pero ¿semejante a qué? No a las formas visuales del modelo, sino a sus
rasgos morales o imaginarios, que se quiere hacer aparecer tras la máscara de la realidad.
La imagen que tenemos en la cabeza y que constituye el mundo de lo imaginario no es
semejante a lo real. Lo saben bien los sicólogos y los cirujanos estéticos, quienes constatan
que sus pacientes tienen de si mismos una imagen completamente diferente de la que
perciben los otros. Toda imagen, incluso la más realista, tiene su parte de imaginario, la que
le da su autor, pero también la que le otorga cada uno de sus espectadores.
Otro caso de desemejanza es el de los iconos religiosos, cuya forma jerárquica y
estereotipada es un caso de desemejanza con el dios o con el santo representado, cuya
imagen debe permanecer a distancia. Los monoteísmos, para desviar toda pretensión
humana a creerse semejante a Dios, prohibieron las representaciones de Dios bajo forma de
imágenes: Él sólo puede ser designado por su nombre, incluso las letras de ese nombre no
deben ser escritas o pronunciadas sin precauciones.
Por temor a que se vuelvan ídolos, las imágenes de los santos deben permanecer como
iconos, es decir objetos hechos por la mano del hombre, venerables, pero nunca objetos de
adoración, soportes del culto al santo representado, pero no objetos de culto en sí mismos.
Debe ser respetada una distancia entre la imagen y toda apariencia del modelo. La
desemejanza se vuelve regla, se le encarga la misión de representar lo lejano de un modelo
irreductible que sólo es conocido por el corazón y por el espíritu.

El acceso y el obstáculo
Más allá del debate religioso, el asunto de la naturaleza intermediaria de la imagen se
plantea en todo momento. Ante las imágenes de violencia, de las cuales uno sólo puede
protegerse tomando conciencia de que son imágenes, más vale acordarse de que su
realidad, su papel espectacular, son muy diferentes de la cosa que ellas solamente

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Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
Medellín, 2009.

representan. El espíritu desprevenido confunde la imagen con su modelo. Todos somos


como esa persona que se vestía por la noche para recibir en su televisión al presentador del
noticiero de las 8. Los monos y los niños tienen espontáneamente la idea de mirar detrás del
espejo donde se oculta el modelo de la imagen. La imagen es entonces a la vez acceso a
una realidad ausente, que ella evoca simbólicamente, y obstáculo a esa realidad. Doble
sentido de la palabra pantalla: transparencia y opacidad.
El célebre Mito de la caverna de Platón comporta esta teoría de la imagen: el hombre
sólo podría tener acceso al mundo de las ideas mediante las sombras que este último
proyecta en la caverna, que es el mundo de las realidades donde estamos encerrados. Los
cristianos, a quienes ese mito convenía bien, llamaban anagogia a esa imagen que nos deja
entrever las realidades superiores, pero que nunca llega allí. Toda imagen está siempre a
mitad de camino entre el modelo imaginario y la realidad.
Confundir la imagen con su modelo es el principio de la hechicería. Funciona cuando se
quema una efigie, cuando se desbarata una estatua o cuando se rasga una foto. Las
representaciones bajo formas de amuletos o de talismanes no están necesariamente
fundadas sobre la semejanza. No por eso dejan de jugar un papel de sustitutos de su
modelo. Sin embargo, no se afirmará que todas las formas de objetos de sustitución son
imágenes. No todos los signos son imágenes. Si se extiende más allá de la semejanza, sin
que necesariamente se englobe a todos los tipos de objetos simbólicos, ¿entonces hasta
dónde llega el dominio de las imágenes?

Ser en representación
Hoy nadie puede aportar una definición de imagen que haga autoridad. El lógico
Charles S. Pierce (1839-1914) tuvo cierto éxito cuando distinguió tres categorías de
signos:
1. Los iconos, objetos distintos del objeto que designan, pero que tienen con él un
lazo sensible (siendo el principal la semejanza, pero no el único), categoría en la cual
se encuentran las imágenes, las metáforas literarias, los mapas, los diagramas etc.
2. Los indicios que tienen algo en común con lo que representan, como los signos
meteorológicos, los síntomas médicos, las huellas de pasos, etc.
3. Los símbolos, que sólo están ligados a lo que designan por pura convención como
el alfabeto o los signos matemáticos.
Si se confronta esta tipología con nuestras realidades nuevas, se obscurece por todas
partes. La imagen ha cobrado un sentido amplio y se la encuentra por doquier. En
cuanto a los indicios, es difícil excluir del mundo de las imágenes las improntas, las
sombras y los reflejos; mientras que de los símbolos es difícil excluir las imágenes un
poco codificadas: emblemas e insignias, logos o blasones, ideogramas... Las fronteras
de Pierce son porosas.
A menudo, la imagen es definida, en última instancia, como una representación. La
palabra es rica, pues ella se adapta a numerosas situaciones. Contiene la palabra
presente: la representación vuelve presente un objeto ausente. Él toma su lugar. Lo que
hace decir a Régis Debray, en Vida y muerte de la imagen, que la imagen tiene que ver
ante todo con la muerte, pues es cierto que las diferentes denominaciones de la imagen,
ya sea la imago latina o el eidolon griego, han sido efigies funerarias, como a menudo
lo son las fotos de familia. Representar a los muertos es, sin duda, la función más
universal de las imágenes. Después de su muerte, hubo festejos durante once días al
lado de la efigie de Francisco 1°. Estatuas y estelas prolongan ese recuerdo.

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Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
Medellín, 2009.

Representar es volver presente lo ausente. La palabra representación es un


intensivo. Puede tomar el lugar de una ausencia y al mismo tiempo ponerla en
exhibición, como en las representaciones políticas, comerciales y diplomáticas.
Representar también tiene el sentido de representar a modo de prueba (representar sus
papeles), o presentar varias veces (representación teatral). Mostrarse en representación
no significa estar ausente, sino aparecer con ostentación y también se dice hacer sus
representaciones (o manifestaciones públicas). La imagen es, en ese sentido,
representación.

Proyección mental
También es difícil decir de dónde toma la imagen su fuente. La Enciclopedia de
Diderot define primero la imagen como “la pintura natural y muy semejante que se
hace de los objetos, cuando ellos se oponen a una superficie bien pulida. Véase MIROIR
(espejo)”. Es sólo en este sentido segundo que “imagen se dice de las representaciones
artificiales que hacen los hombres, sea en pintura o en escultura; la palabra imagen, en
un sentido, está consagrada a las cosas santas o miradas como tales”. Se ven en el
espejo o, como Narciso, en el reflejo del agua, imágenes naturales.
Nuestro cerebro produce constantemente imágenes mentales que se organizan entre
ellas. Las imágenes fabricadas por el hombre sólo son entonces una pequeña parte del
mundo de las imágenes y, sin duda, no son más que derivaciones de él. La imagen
mental, captada por el ojo y almacenada en el cerebro, no es inmaterial. Ella es, según
Jean-Pierre Changeux, “un estado físico creado por la entrada en actividad eléctrica y
química, correlacionada y transitoria, de una amplia población de neuronas”, lo que
traduce complejidad, pero también la fugacidad del fenómeno ligado a la memoria.
Esa imagen mental, espontánea, que tomará en el sueño una inquietante autonomía, no
se confunde con la idea abstracta, el concepto, como lo mostraba ya Descartes: “Que si
quiero pensar un quiliogono, concibo bien en la verdad que se trata de una figura
compuesta de mil lados... pero no puedo imaginar los mil lados de un quiliogono, como lo
hago si se trata de un triángulo ni, por decirlo así, mirarlos como presentes con la visión de
mi espíritu.” La imagen mental, como toda imagen, tiene su propio soporte y su identidad.
Tampoco se confunde con la imagen percibida, como lo muestran los sueños, las
alucinaciones y las visiones. La doctrina católica, para validar las apariciones milagrosas,
debe establecer una jerarquía compleja de los grados de autenticidad, que va desde la
simple ensoñación, del fantasma más o menos controlado, hasta ciertos éxtasis que parecen
venir del cielo: además es necesario establecer entonces que esas visiones místicas no son
estados alucinógenos provocados por emociones fuertes, trances, incluso drogas. Pueden
tomar diferentes formas, puramente visuales y fantasmagóricas o realmente carnales, que
son las verdaderas apariciones.
A priori, todo opone esas imágenes virtuales a los pictures, objetos fabricados por el
hombre. Sin embargo, nunca se podrá establecer una separación entre ellas, pues antes de
fijarse sobre un soporte autónomo, la imagen es proyección del pensamiento que pone en
relación modelos memorizados.
Entre la alucinación del narcómano y ciertas imágenes conscientemente construidas, no
se puede establecer frontera: las experiencias de los surrealistas o los dibujos de Henri
Michaux lo han mostrado. Cuando Victor Hugo, antes que ellos, practicaba por diversión el
dibujo automático, cuando un pintor de la action painting, como Jackson Pollock, o un
calígrafo chino se entregan a un ejercicio, a la vez espontáneo y controlado, que desemboca

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en la producción de una imagen, el control de los gestos es el vector de una emoción que se
traduce en la imagen. Inversamente, la prueba de Rorschach pretende restablecer lazos
entre el inconsciente del visionario y ciertas formas aleatorias.
Los fosfenos son esos relámpagos que recorren el interior de nuestras pupilas cuando
cerramos los ojos. Son las únicas imágenes que se producen sin luz. Ninguna imagen es tan
imprevisible. Sin embargo hay quienes pretenden descifrar ahí improbables mensajes.

El indispensable código
Muchos sicólogos han señalado la dificultad que se experimenta para fijar la reproducción
de una imagen mental. El ejercicio que consiste en dibujar de memoria un monumento
conocido muestra regularmente que no se lo puede hacer con exactitud sin recurrir a una
foto o al original, o incluso a recuerdos no visuales, como por ejemplo el número de
columnas. El paso por una descripción verbal o cifrada, conceptualizada como la del
quilogono de Descartes, es indispensable. Lo que muestra hasta qué punto las técnicas de
reproducción, incluido el dibujo, están ligadas a códigos, a conceptos, al lenguaje mismo,
que permiten su identificación.
De esos análisis, se puede extraer la misma lección: que la imagen fabricada debe
respetar cierto número de reglas de representación destinadas, no tanto a expresarla,
como a hacerla reconocer. A la imagen virtual del imaginario o de la imaginación se
superpone, en la producción de un dibujo o de una fotografía, una capa que se puede
llamar “técnica”, ligada a las coerciones de su desciframiento, donde se alojan todas las
convenciones de la época y de la comunidad que es su lectora.
Toda imagen que encuentra sus modelos en una memoria anterior al lenguaje es
necesariamente portadora de un código cuya clave raras veces nos es dado.

El marco o la realidad circunscrita


Algunas estampas de reproducción, en el siglo XVI, se presentaban como copias de
cuadros que nunca habían existido. Ese esquema fue retomado en alegorías religiosas
en las que el hombre es presentado como la copia imperfecta cuyo original no existiría,
pero que tiene por efecto hacernos creer que existe. El modelo puede no existir, y el
papel de la imagen es construirlo a partir de miríadas de elementos de nuestra memoria.
El trabajo de la imagen es registrar esas imágenes errantes. Para eso hay que hallarles
un lugar, un marco.
Del mismo modo que el libro nació del pliegue, la imagen nació del marco. Se
podría decir que todo lo que es enmarcado se vuelve imagen. Haga la experiencia: el
marco, la hoja, la pantalla, la ventana, el objetivo, el agujero, el catalejo o los
binoculares, o más simplemente al cruzar el pulgar y el índice de cada mano delante de
sus ojos para ponerlos en función de visor, o en forma de mira. Más simple todavía:
cierre un ojo; lo que ve el otro es ya una imagen. La realidad circunscrita se vuelve
imagen. Escapa a lo real por el hecho de ser seccionada y seleccionada. La imagen es
un trozo de vida arrancado a lo real. Se puede extender la comparación al espectáculo,
que sólo se determina por la existencia de una escena, así sea virtual. Un círculo
mágico que aísla la realidad basta para que se produzca la representación.
Para que no se quede en el nivel de fantasma, la imagen debe ser enmarcada, fijada,
incluso de manera fugaz. Entonces, la imagen mental ya no es incontrolable: la
relación se instituye en objeto. Toda la crítica de la imagen debe pasar por ese objeto y

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por su historia. Por eso es indispensable fundar la imagen sobre una separación
respecto a su modelo, real o imaginario, pues siempre hay en cada imagen una realidad
que remite a un imaginario, el cual, a su vez, evoca una realidad. Leer una imagen no
es simplemente describir lo que se cree ver en ella, exponiéndose a interpretaciones
complacientes. Es remontar la corriente de los sentidos que le han sido dados, y
deducir de ahí los que nosotros le damos. Los riesgos de error, de manipulación,
acaecen allí donde los nexos entre la imagen y su (o sus) modelos no han sido
percibidos.

La imagen es indócil. Proviene siempre de un modelo al cual respeta o al cual


inventa, pero que ella no muestra. Es tentador considerar el mundo como la gigantesca
imagen de otro mundo, como lo creen los platónicos. Una teoría de la imagen
acompaña todas las filosofías para las cuales la vida es sólo ilusión y el mundo,
apariencia. Y en un mundo sin dioses, el de la ciencia triunfante, se prefiere ignorar
que la imagen es aún un artificio que busca su modelo, lo construye según nuestros
intereses, compromiso entre la imagen del mundo y la que quisiéramos darle, y de la
cual ella es sólo el señuelo.

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II. De las grutas a los templos


Cuando fue descubierta, en Ardèche, en Combe d'Arc, la gruta Chauvet, la víspera de
Navidad de 1994, y sus trescientas pinturas paleolíticas que representan un mundo
animal poblado de mamuts, rinocerontes, osos y búhos, la invención de la imagen
había envejecido algunos miles de años. Con respecto a Lascaux, pasaba de 15.000 a
30.000 años antes de nuestra era. Sin embargo, el homo sapiens tiene más de 120.000
años y todo hace pensar que otros descubrimientos la envejecerán aún más.

Abstracciones y figuritas
Las primeras herramientas son contemporáneas de Lucy, en Etiopía, y datan de unos
tres millones de años. Ciertos útiles de unos 50.000 años de antigüedad llevan huellas
de las cuales no se podría decir si son ornamentales. La decoración más antigua, de
hace unos 77.000 años, es quizás la hallada en Sudáfrica, en la gruta de Blombos, cerca
de El Cabo, en cinco bloques de ocre rojo grabados a mano por el hombre con
cuadrículas delgadas. En el estado actual de nuestros conocimientos esa es tal vez la
imagen más antigua del mundo. Aunque esos fragmentos estriados con esas pobres
incisiones no tengan nada de comparable con los suntuosos perfiles de ciervos y
bisontes, de todos modos plantean una de las preguntas esenciales ligadas a la imagen:
¿precedió la abstracción a la figuración?
Existen interrogantes sobre las enigmáticas piedrecillas antropoides (3,5 cm)
descubiertas en la llanura del Golán y en el sur de Marruecos en capas geológicas de
varios cientos de miles de años. Han sido halladas en Austria algunas figuritas menos
problemáticas, pero sólo queda un fragmento de 10 gramos de la “Venus de
Galgenberg”, apodada “La Bailarina”, datada en más de 30.000 años.
En los refugios que los han conservado, se encuentran, al mismo tiempo,
representaciones de un realismo que nos sorprende y, en esas mismas paredes, a
menudo en las entradas de las grutas, signos geométricos: puntos, cuadrados, estrías,
que no suscitan las mismas emociones estéticas, pero que plantean la pregunta sobre
la representatividad de la imagen. Esos primeros testimonios sólo atrajeron la atención
de los prehistoriadores desde hace poco: la gruta de Altamira, en España, fue
explorada desde 1874, pero las bestias fantásticas de Lascaux sólo salieron de su
sombra el 12 de septiembre de 1940. Desde entonces, los prehistoriadores se agotan
buscando su significado. Esos primeros artistas no eran como los de ahora.
¿Cazadores escasos de comida, chamanes intentando fijar sobre la roca sus visiones
alucinatorias del más allá, hombres preocupados por garantizar su descendencia?
El más célebre de esos investigadores, André Leroi-Gourhan no sabía de ello
mucho más, pero consideraba que esas imágenes eran conjuntos coherentes, enlazados
por relatos fabulosos, donde la estructura del soporte rupestre hace la función de hilo
conductor, como una vasta leyenda estampada sobre un mapa. Tal vez los pueblos
que, aún hoy, poseen prácticas semejantes nos indiquen su origen. Los cazadores-
recolectores del Malawi (ex-Nyasaland), cuyos sitios ancestrales de pinturas rupestres
acaban de ser inscritos en la lista del patrimonio mundial de la Unesco, las asocian
siempre a rituales y a ceremonias ligadas a la fertilidad. Los Warlpiri de Australia
trazan todavía en la arena, al mismo tiempo que salmodian sus gestos fundadores,

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Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
Medellín, 2009.

recorridos legendarios que evocan su historia configurando sus terrenos de caza, y que
ellos llaman sueños.
Los acantilados calcáreos de Roc de Serres, que dominan la Charente, abrigaban
hace unos 20000 años grutas de paredes íntegramente esculpidas y el friso del Roc-
aux-Sorciers, descubierto en 1929, en una cavidad del Valle de la Viena, despliega
desde hace más de 15000 años su largo cortejo de bestias salvajes y de formas
femeninas, siguiendo sabiamente hasta los ínfimos relieves de la muralla.
Las siluetas de manos y antebrazos identificadas sobre la roca de Fuente del Salin
(hechas por aplicación del pigmento, ocre, mediante soplado, creando así el negativo), que
podrían evocar una especie de estadio primario de la imagen, a la vez impronta y
retrato, indicio y símbolo, no deben hacernos olvidar que las primeras imágenes fueron
grabados, bajo-relieves y esculturas. Las imágenes europeas más antiguas, que pueden
datar de hace más o menos 33000 a 18000 años, son minúsculas mujeres de formas
generosas en bajo-relieve profundo; como la Venus de Laussel (Dordogne), escultura
en relieve; como las estatuillas de esteatita verde translúcida de Grimaldi (Liguria), o el
pequeño rostro de la Venus de Brassempouy (Landas) siempre seductora en su marfil
nacarado, con su obscura mirada bajo su fino tocado trenzado.

El verbo, el espacio y el gesto


No hay que buscar el origen de la imagen en los siglos. Siempre está en nosotros. Una
forma se vuelve imagen desde el momento en que es observada, haciendo surgir
inmediatamente asociaciones de la memoria. Pero esas asociaciones son innumerables,
frágiles y efímeras. A menudo la lengua viene a darles un nombre, estabilizando así la
relación. Entonces se puede hablar de figura. Para Leroi-Gourhan, los primeros dibujos
prehistóricos son el signo de la adquisición por el hombre de una agilidad manual y de
la preeminencia que toma entonces la mirada controlada por el gesto. La aparición de
representaciones figuradas está sin duda ligada al desarrollo del lenguaje, que permite
la figuración. Los pedagogos confirman que el aprendizaje de la representación de las
figuras está ligado al de las palabras que permiten nombrarlas: la imagen mental
precede a la lengua, pero la lengua precede a su materialización, que es entonces una
especie de ideograma.
Esas primeras imágenes muestran formas abstractas de aspecto geométrico, que
ninguna palabra viene a designar. Las sepulturas neolíticas, por las cuales los primeros
pueblos sedentarios marcaban su territorio, están cubiertas de formas ornamentales
abstractas geométricas, a veces complejas y agitadas como las paredes de los estrechos
corredores de Gavrinis (Morbihan), que tienen más de 5000 años. Son signos
abstractos, variados y repetidos al infinito, que subrayan las formas de las cerámicas,
por muy lejana que sea su proveniencia, de esos millares de años hasta nuestros días.
Los churingas australianos dejan así, sobre plaquetas de madera y de piedra, bajo
formas geométricas variadas, la huella mítica de los ancestros.
La figuración, a la cual tenemos tendencia a reducir la imagen, es sólo una forma
evolucionada y particular de ella. La producción de imágenes geométricas podría no
deberse a un deseo de comunicación entre los hombres o con fuerzas superiores, sino a
la simple necesidad de organizarse en el espacio, de hacer allí un lugar. Wilhelm
Worringer quien ve en esos trazados formas matriciales, quiere explicar la relación
entre la imagen y el arte mediante una “enorme ansiedad espiritual ante el espacio”
que hay que ocupar y conquistar. Lejos de pretender figurar la realidad, la imagen

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Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
Medellín, 2009.

sería, por el contrario, un medio de substraerse a ella. La dominación del espacio es


sin duda uno de los motores de la imagen, como lo muestran la importancia del
esquema y el aprendizaje del diseño industrial.
El artista no quiere copiar la naturaleza, quiere rivalizar con ella, dice André
Malraux. La imagen no es tanto una reproducción del mundo exterior sino una
modelización del mundo interior. El arte llamado “decorativo”, con sus motivos
impulsivos que adornan todos los objetos primitivos, incluidos los nuestros, aunque
sea indescriptible, no está desprovisto de significación; cada una de esas formas tiene
su historia y su razón de ser: ordenar nuestro espacio, personalizar el objeto e
insertarlo en un orden común que ella contribuye a modelizar.

Bajo la escritura, la imagen


La imagen vive en la constante tensión entre dos polos: uno puede ser llamado la
analogía, que reposa en la relación sensible con lo que ella representa (donde la
semejanza es lo más evidente); el otro es el código, o todo lo que le asocia una
significación de manera más o menos arbitraria, y cuya clave es necesario tener. Si el
corazón de la imagen es una analogía sensible, hay que admitir que no hay imagen sin
su parte de código convencional, así sea solamente para poder reconocerla como una
imagen. Los dos modos coexisten desde la prehistoria, y la historia de la imagen
podría ser resumida por un eterno combate entre uno y otro: indicio y símbolo,
abstracción y figuración, realismo e idealismo.
De una imagen terriblemente codificada procede la escritura. La que utilizamos, el
alfabeto, perdió toda huella de sus orígenes a partir de imágenes, cuando el aleph, que
se convirtió en alpha, esquematizaba una cabeza de buey, de la cual era fonéticamente
la inicial, representando más la palabra que la cosa, como en nuestros modernos
jeroglíficos.
Entre la imagen y el código, la escritura no siempre ha operado esa distinción: los
jeroglíficos hallados a partir de 3.000 antes de nuestra era, en el momento en que el
Alto y el Bajo Egipto se unifican bajo su primer faraón, son iconos al mismo tiempo
que símbolos. Unificadores también, porque independientes de las lenguas habladas
para soldar mejor un Imperio políglota, los ideogramas chinos aparecieron bajo los
Yin, durante el siglo XI a. C., y no dejaron de desarrollarse hasta el siglo III. Los
glifos que utilizaron los Mayas del siglo II al siglo X, son todavía imágenes y ya una
escritura.
Tras un largo viaje a través del Oriente Medio, nuestras escrituras fonéticas se
derivan de los signos cuneiformes inaugurados en Mesopotamia hacia 3.300 a. C. Esas
escrituras fonéticas se volvieron sin duda las más independientes de la imagen
analógica. Pero esto no debe hacernos creer que los pictogramas, esas escrituras hechas
enteramente de imágenes, utilizadas en América hasta el siglo XIX, para contar las
hazañas guerreras de las tribus indias en forma de historietas desplegadas en pieles de
animales, o los ideogramas de las civilizaciones orientales, han sido remplazados: ellos
inundan nuestras calles y nuestros afiches publicitarios, bajo forma de logotipos,
carteles, vallas y señales.

El código y la analogía
Es evidente la ventaja del código sobre la analogía: basado en una convención, el

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primero permite que las imágenes se vuelvan unívocas, mientras que la analogía las
deja inciertas, dependientes de las asociaciones libres de nuestro capital mental, de
nuestra historia colectiva o singular. El sentido asignado a una imagen permanece
perpetuamente abierto. El del código tiende a cerrarse puesto que, contrariamente al de
la imagen, debe ser, en la medida de lo posible, unívoco. Así, hemos aprendido a
reservar la palabra imagen para esas formas que sugieren una analogía sensible, a
oponer imagen y escritura, olvidando que una imagen es siempre una escritura, y que
una escritura es ante todo una imagen: incluso hay lenguas que no establecen esa
diferencia.
Desde hace dos siglos, nuestra civilización se ha desprendido a tal punto de la
“galaxia Gutenberg” que imágenes y escrituras coinciden en nuestras pantallas, se
codean, y a menudo se confunden, en los genéricos de la televisión o en los smileys
(“frimousses”, “emoticones”) de los teléfonos, como ya lo hacían en las paredes
paleolíticas. Mire su tarjeta de identidad que exhibe en su superficie todos los
regímenes de la imagen: escritura alfabética, escritura digital, firma manuscrita,
fotografía, sello húmedo y sello seco en relieve, filigrana e incluso esa imagen
“indicial”, prueba última del nexo con su modelo, la huella digital, remplazada ahora
por la huella biométrica, nueva analogía mediante la generación y no mediante la
semejanza, como era la imagen del hombre con respecto a Dios.
Al mismo tiempo que asumía una primera ruptura entre imagen visual y alfabeto
fonético, la civilización griega inventaba otro objeto híbrido en el cual la analogía y el
código se completan: el mapa geográfico. En un mapa se encuentra a la vez signos
codificados y signos analógicos, escritura alfabética y cifras, pero también escalas (que
son una forma de analogía), corrientes de agua, azules y sinuosas, curvas de nivel,
bosques verdes como los de verdad y rutas rojas, cuando son nacionales y amarillas,
cuando son comunales. La importancia de las ciudades es proporcional al calibre de los
puntos, último avatar de la analogía, y las ruinas señaladas mediante tres puntos
separados, primera aparición de un código.
Se atribuye al filósofo Anaximandro (siglo IV a. C.) la idea de fijar bajo forma de
esquema gráfico lo que, de manera narrativa, describían los relatos de viajeros.
Invención práctica en cuyo linaje se sitúa el GPS, pero también innovación intelectual
en cuanto conecta la imagen con la verdad desnuda del mundo, sin referencia a un más
allá, ni a algún imaginario. La imagen fue una herramienta mayor en esa sustitución
de lo irreal por lo real, de lo abstracto por lo concreto. Los métodos de cálculo
mezclan también signos analógicos (cuando se cuenta en un ábaco), y códigos
abstractos que darán nacimiento a las cifras llamadas “árabes”, de origen indio, cuyos
primeros testimonios se ven en la región del Indus, en el siglo VI d. C.

Imagen real, mundo virtual


El mundo chino inventó también sus propias ciencias, pero eran mucho más
empíricas, procedían por analogías, como sus caracteres salidos, no de necesidades del
comercio o de las leyes, sino de los signos adivinatorios que se obtenía al quemar
caparazones de tortugas o huesos, interpretados luego por un clérigo que se atribuía a
si mismo ese poder, como lo fueron, en muchas civilizaciones, los signos celestes, los
vuelos de pájaros migratorios o las entrañas de los animales sacrificados, imágenes
premonitorias, mensajes de lejanías que se intenta captar.
Se comprende que la imagen saca su fuerza de convicción de un nexo que parece

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natural, fundado desde la eternidad, con un modelo que puede ser imaginario y ser
sólo el fruto de un deseo. Por su sola relación formal, la imagen da testimonio de la
veracidad del mensaje y de la existencia de un más allá esperado. Ese nexo que parece
no premeditado, no calculado, aparece ya como un prodigio. Un clérigo se apodera de
él y se vuelve su intérprete, a menudo se convierte en su artesano y se atribuye el
poder de darle un sentido. En el antiguo Egipto, la imagen, divinizada, habla todavía
en primera persona: “Soy la Dama Napir Asu, esposa de Utashi Gal... Que quien se
apodere de mi imagen, que quien borre mi nombre sea maldito, sin nombre, sin
progenie”.
En Grecia, en el siglo VI a. C., las ánforas con figuras negras también hablan, pero
lo hacen en nombre de su autor. Se puede leer ahí: Sofilos me pintó, o Amasis me hizo.
Un siglo después, el retrato se identifica con su propietario por la semejanza con su
persona, o al menos su tipo social. La imagen confiesa su origen humano: su modelo
tiene un nombre, su autor también. A mediados del siglo IV a. C., Praxíteles estampa
su nombre en el zócalo de sus estatuas.

Ecce homo
Se trata entonces de exaltar al hombre y no a los dioses, en una sociedad que, quizás
por primera vez, se pretende racional y laica. El mundo antiguo cultivó el retrato realista,
hasta el vértigo ilusionista en tres dimensiones. La cima será alcanzada en los bustos de la
república romana, en los siglos II y I a. C., o en las efigies de cera con las que se
compartían los banquetes funerarios y que remplazaban al difunto, mientras su cuerpo se
descomponía.
Más tarde, en Egipto, en el Fayoum, en Antinoo y sobre otras riveras del Nilo, era
común adornar las tumbas con el retrato del difunto, no en forma de busto de mármol frío o
de cuerpo rígido pintado sobre un sarcófago, sino mediante pinturas en madera que el
encáustico volvía brillantes, o mediante un rostro de yeso pintado, sobre el cual se ponían
en el lugar de los ojos fragmentos de vidrio que los hacían resplandecer con un fulgor
inquietante. Ya no se trata de una máscara, como las que se llamaban persona en Roma, de
expresiones fijas y que eran portadas por los actores del teatro antiguo, o como las que se
usaban para convocar a los seres sobrenaturales, benéficos o maléficos, en la mayoría de
ceremoniales mitológicos del mundo, máscaras profilácticas que ocultaban a quien las
portaba, protegiéndolo de los espíritus que ellas encarnaban. Se trata más bien de la imagen
del hombre mismo, en esa época de la historia cuando los dioses se dispersaban y se
asociaban al poder laico.
El helenista Jean-Pierre Vernant se interroga sobre las razones por las cuales los
griegos, partiendo del modelo simbólico o abstracto, atribuyeron un valor canónico a la
presentación realista del cuerpo humano. Para Vernant, “los ídolos antropomorfos arcaicos
no son imágenes en el sentido en que no nos ofrecen el retrato de un dios”. Al substituir las
representaciones divinas por figuras simbólicas o abstractas, la forma del cuerpo humano,
idealizada en su perfección matemática, la imagen opera un cambio decisivo que diviniza,
no al hombre, sino a su apariencia, asimilada a la de del dios mediante lo que se llama la
mimesis.
Entre las figuras antropoides de las estatuas-menires o de las estelas que se encuentra un
poco por todas partes, desde las costas de Bretaña hasta las estepas de Siberia y las estatuas
personificadas de los kafirs, esas aterradoras figuras tutelares que se depositaban en las
tumbas, burdamente talladas, he aquí que todavía hace poco, en los bosques de los altos

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valles del Nuristán, en la frontera entre Pakistán y Afganistán, y los rostros expresivos del
arte del Gandhara, los hombres le han disputado a los dioses los poderes de la imagen.
Entre las formas apenas esbozadas, que dejan todo su misterio a las primeras divinidades de
Grecia, y las formas enteramente habitadas por el cuerpo humano de la estatuaria griega
clásica, la imagen de los hombres salió de la de los dioses como una crisálida de su capullo.
En la antigüedad grecorromana, en las villas de Stabia, como más tarde en el
Islam, en los palacios de Bagdad y en India, en los frescos de Ajanta, las imágenes
profanas rivalizaron en prestigio con las de los cultos. En Galia, las imágenes
religiosas no excluían las imágenes guerreras o mercantiles, desde los objetos
fúnebres que amueblan las tumbas de los primeros jefes guerreros de la edad de
hierro, entre 700 y 800 a. C., hasta esas cuarenta pancartas de preciosos mosaicos,
representaciones de los Trabajos de los campos, que decoraban en el siglo III d. C. la
morada de ese rico propietario de Saint-Romain-en-Gal cerca de Viena, y que aún pueden
admirarse en el Museo de Antigüedades nacionales de Francia.
La irrupción de los monoteísmos cambió radicalmente, durante más de un milenio,
esa concepción ya profana de la imagen. Los partidarios del Dios único confiscaron en
su beneficio los poderes mediadores de la imagen, antes de que los hombres, poco a
poco, volvieran a apoderarse de ellos, por inspiración en el humanismo griego, y antes
de que se inventaran un culto fotográfico. Para nosotros, que heredamos esta creencia
en la apariencia, el realismo permaneció como la piedra de toque de la imagen.
De la tradición de la imagen como imagen del hombre, salieron las leyendas de su
origen griego, como la de Dibutades. Ese artesano ceramista habría moldeado en
arcilla, en bajo relieve, el rostro de un joven cuya novia, hija del artesano, quiere
conservar grabado en la memoria antes de su partida para la guerra. Plinio el Viejo,
quien reporta la historia, en una primera versión sólo menciona el dibujo del croquis
del perfil del héroe sobre un muro donde se proyectaba su sombra.
El otro mito fundador de la imagen ilusionista es el de Narciso, quien confundía su
cuerpo con su reflejo en el agua; la distinción se le hacía difícil como al bebé en la
etapa espejo, tras algunos meses de estar inmerso en un entorno contiguo del cual
busca despegarse. Mediante tales mitos, la imagen de las potencias sobrenaturales se
ve transferida hacia fenómenos naturales y cae en el dominio humano. La sombra y el
espejo, prototipos de la imagen, sólo son prototipos de la semejanza, como la
fotografía, emanación directa de las ondas del modelo, prolongación ilusoria de
nuestro cuerpo terrestre.

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III. De los ídolos a los iconos


Las antiguas religiones politeístas eran pródigas en imágenes, como lo atestiguan los
panteones egipcios, indios o griegos. Cada dios tenía la suya y la de sus leyendas. Por
eso la teoría platónica de la imagen es tan crucial. Al elaborar una crítica radical de la
imagen, reduciéndola a una apariencia, a una sombra, a un no-ser, Platón confiere a la
imagen una existencia autónoma y, por esa misma vía, la despoja de su cuerpo
imaginario, el del modelo que ella pretende remplazar. Imposible asimilarla a su
modelo, ni creer que ella es su agente fiel.
Sin embargo, ¿en qué se convierten los dioses sin las imágenes? En seres
abstractos, conocidos sólo a partir de decires y con quienes sólo hay comunicación
mediante una fusión mística. Los monoteísmos rodaban gustosos en el esquema
desencantado de Platón, al instituir un Dios único del cual ninguna representación
podía dar cuenta, no tanto por ser único, sino por ser total, universal, omnipotente, por
fuera del tiempo y del espacio. El Dios único, como dice la Biblia, es un dios celoso:
teme a las imágenes. Teme a las imágenes de dioses rivales, que sólo pueden ser falsos
dioses, ídolos, cuya existencia depende sólo de la imagen, pero teme también a su
propia imagen que lo degrada al rango de las particularidades del mundo.
La era de los monoteísmos abre así con la imagen un largo litigio: la
“fiscalización” de una imagen condenada a ser eternamente sospechosa. La Biblia es
clara en este punto: “No te hagas ningún ídolo, ni nada que haga semejanza con lo que
hay arriba en el cielo, ni con lo que hay abajo en la tierra, ni con lo que hay en las
aguas debajo de la tierra. No te inclines delante de ellos ni los adores. Yo, el señor tu
Dios, soy un Dios celoso…” (Éxodo, 20, 4-5). Moisés recibió esas instrucciones de
Dios hacia 1250 a. C., pero el texto sólo fue fijado después de largos siglos durante los
cuales esa sentencia no dejó de causar debate.

Iconoclastas contra iconodulos


Todo el mundo se ponía de acuerdo sobre la interdicción de la idolatría, pero se
dividía en cuanto a la función que podía tener la imagen, según su grado de
representatividad. La sombra de la caverna planeaba aún como una amenaza que se
insinuaba como agente de un modelo furtivo. Los clérigos se hallaban ante la
disyuntiva: o prohibían toda imagen figurada, o se apropiaban del monopolio. El
Islam predicó la primera solución, la Cristiandad optó por la segunda. Esta última
permitía más flexibilidad, en un mundo culturalmente muy diverso, pero también era
la más arriesgada y se enfrentó con la competencia inesperada del poder político.
El Emperador bizantino Justiniano II, hacia 690, tuvo la idea de acuñar monedas
con la imagen del Cristo triunfante. Esa decisión pudo ser interpretada como una
réplica del Imperio cristiano frente al Islam en plena conquista. Más prudentes, los
musulmanes no hicieron uso en sus monedas de ninguna forma figurativa. Tal vez
quisieron evitar de ese modo los autonomismos o los particularismos locales, para los
cuales una identificación mediante la moneda habría sido el más seguro de los
vehículos y la más firme palanca. La Iglesia bizantina se aprovechó del poder al
mismo tiempo simbólico y económico traducido por el Cristo en majestad de las
monedas de oro. Atribuyó a la Virgen, por milagro, la victoria que los ejércitos de
León III habían obtenido contra los árabes ante las murallas de Constantinopla, en

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717. La guerra de las imágenes acababa de declararse entre el emperador, celoso a su


vez, y una parte de su Iglesia. En 726, León III hizo instalar el gran icono de Cristo
sentado en el trono por encima de la puerta de su palacio. La vieja prohibición bíblica
venía precisamente a justificar su posición y la de los iconoclastas, partidarios de un
poder imperial, que se opusieron violentamente a los iconodulos (adoradores de
iconos), tratados como herejes. El debilitamiento del poder imperial y la regencia de la
emperatriz Irene fueron la oportunidad para que la Iglesia recobrara su poder y
autorizara de nuevo las imágenes sagradas, pero no su culto, en el Concilio de Nicea,
en 787. La prohibición de la imagen, aunque no esté fundada de manera nítida en el
Corán, parece haberse impuesto por si misma en el Islam, quizás edificada por el
desastroso ejemplo de su enemigo bizantino.
En el mundo cristiano, la pregunta era planteada de una manera mucho más
sofisticada en términos teológicos, pues la encarnación de Dios en el cuerpo de su hijo
Jesús volvía legítima toda figuración de Dios bajo la forma humana del Cristo. La
Cruz, símbolo transparente pero también abstracto, podía entonces cargarse de la
imagen del crucificado, convertirse en esos crucifijos cuyo realismo iría, al cabo de los
siglos, a inspirar imágenes cada vez más sangrientas.
El cristianismo se complicaba también con el culto de La Trinidad, luego con el de
la Virgen, que se presta a la imagen con tanta inocencia que no se podía privar de ella a
los fieles. Los cristianos honraban, a imagen de los antiguos politeísmos y a diferencia
del Islam, una muchedumbre de santos y santas que reconstituían, en el escenario de
las iglesias y en los objetos de la vida cotidiana, bajo forma de estatuillas o de pinturas,
un nuevo panteón. En el Imperio de Occidente, en la corte de Carlomagno, la
controversia fue tan nutrida como en Bizancio, pero los compromisos fueron pactados
más fácilmente, probablemente por no cubrir el objeto de la querella los mismos
desafíos en cuanto al poder, como lo mostró, en 800, el sacro de Carlomagno sellando
la alianza entre la iglesia romana y el emperador de los Francos. El icono podía ser
venerado sin perjudicar la adoración reservada a su sacro modelo. Así se pronunciaron
sobre ello los “libros carolingios” redactados entre 791 y 794. Lo que no impidió las
inevitables derivas y que algunos iconos vertieran verdaderas lágrimas de sangre.

La Iglesia como representación


A la imagen se le reconocía una virtud educativa (es la escritura de los iletrados), más
por los sentimientos que inspira que por las verdades que oculta, y una virtud
decorativa, un acompañamiento indispensable de la liturgia. Una dimensión llamada
más tarde “estética” podía entonces desprenderse de esa imagen desacralizada. Los
filósofos cristianos de mediados del siglo XIII, San Bonaventura, luego Santo Tomás
de Aquino, esbozaron los lineamientos de esa estética.
Análogamente, la tentación de la imagen como manifestación de la divinidad
renacía una y otra vez, por ejemplo, con el culto del “divino rostro” de Cristo
estampado en el paño de La Verónica (la vera icona) casi fotográficamente. La religión
cristiana vivió y vive todavía en el riesgo de la imagen, que le representa una amenaza
permanente de aberraciones. Sólo se protege contra semejante peligro mediante la
forma irreprochablemente pura y abstracta de la hostia (¿indicio, símbolo o icono?),
que resuelve así el dilema entre la naturaleza inmaterial de Dios y el culto a su imagen.
Todos los reformadores de la cristiandad acometieron sus derivas idólatras.
“Eucaristía: ver Antropofagia”, como único comentario que aparece en la Enciclopedia

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de Diderot. La controversia se reanuda en el siglo XII, cuando el poder feudal se


afirma y cuando despunta una economía humanista. Para devolverle a la Iglesia su
pureza original y su credibilidad espiritual, San Bernardo exige limpiar los templos de
todas esas representaciones a veces monstruosas; mientras que su adversario, el obispo
de Saint-Denis, Suger, defiende las imágenes: esculturas monumentales, vitrales
resplandecientes, lujosas iluminaciones, tantas bellezas con las cuales elogia los
méritos que entonces ya se pueden llamar artísticos.
Luego, de Savonarola a Erasmo, de Wycliff a Calvino, el exceso de imágenes, que
acarrea una creencia abusiva en sus poderes sobrenaturales, fue combatido con más o
menos violencia. Calvino se interroga: “¿De dónde proviene el principio de majestad
de todos los ídolos, si no es del placer y apetito de los hombres?” Es un asunto de
imagen fiduciaria, esas famosas “indulgencias” que el Papa hacía imprimir como una
moneda tirada al cielo, lo que desencadenó los rayos de Lutero en 1517.
No creamos que somos inmunes a esas prácticas mágicas de la imagen. La misa
televisada sólo es válida para los fieles en tanto sea difundida en directo. Se trata de
respetar la Asamblea virtual que constituye la Iglesia, verdadero cuerpo de Cristo. Pero
los profanos tampoco le asignan valor a la transmisión en diferido de un reportaje o de
un partido de fútbol, mientras que el “directo” de la televisión sólo se realiza al costo
de múltiples desvíos. Las imágenes que acompañan los noticieros, en nuestras pantallas
y en nuestros periódicos, en su mayoría, no tienen ningún valor documental, sino un
poder real de testimonio de una verdad que se pretende establecer, así como un valor
de crédito para quien las transmite. Las fotos de las vedettes remplazaron los iconos,
todavía vivos en los cultos que se rinde a los dictadores. La prohibición del Islam no
impide a los fieles enarbolar los retratos de sus jefes religiosos, ni la de Biblia impide
dispensar al Papa de una política intensiva de mediatización. Al desacralizar la imagen,
lo que hizo Platón, en el fondo, fue proteger a sus dioses. Y nosotros a los nuestros.

Las imágenes no caen del cielo


Comprender las imágenes, no es descifrarlas como jeroglíficos; es, ante todo,
reconocer que se trata de un artificio y que nunca imagen alguna ha caído del cielo. Es
comprender lo que la imagen oculta, a través de lo que muestra. Los jefes, los dirigentes,
las vedettes carismáticas, como los dioses, responden a la imagen que de ellos espera
su público. Se fabrican una imagen para el encantamiento. Les exigimos que se
asemejen a nuestros sueños y a nuestras aspiraciones. Encarnan una comunidad
invisible, pero que se busca al constituirse una imagen colectiva, como las sociedades
se inventan una imagen de marca, las naciones una bandera y los clanes un emblema.
¿Quién será responsable de esa imagen de un modelo colectivo inexistente? El
poder será de quien detente el dominio de ella: el clérigo de una religión, el dictador al
cual se rinde culto, la marca que hará vender. Son cuerpos gloriosos, es decir
inmateriales. Sus imágenes pueden volverse peligrosas, manipularnos, pero el peligro
no está en nuestro deseo o en nuestra necesidad de imágenes: ellas son indispensables
para nosotros, para vivir en sociedad, materializar la comunidad, y conocernos a
nosotros mismos. El verdadero peligro está en negarnos a aceptar que son sólo
imágenes.
El problema angustioso de la violencia de las imágenes se resuelve entonces como
el miedo a los fantasmas. Sólo quienes creen en ellos tienen miedo de sus imágenes.
Sí, la imagen da miedo, tiene una eficacia temible, incontrolable, sobre nuestras

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conciencias e incluso sobre nuestros organismos, pero la imagen pornográfica es ante


todo una grafía y el retrato de un asesino es ante todo un retrato. Hay que desmitificar
las imágenes, retirarles el poder que se les atribuye, conocer su origen y develar sus
autores, quienes a menudo se ignoran a si mismos.
Ese peligro de confusión es la razón de las prohibiciones o de las reglas que, desde
hace mucho tiempo, buscan detener el ilusionismo de las apariencias. El estilo
hierático de los iconos bizantinos, el recurso a los símbolos no son el fruto de una
incompetencia, ni de un irrespeto a lo real. Las figuras simbólicas sirven para
disimular el modelo bajo su representación, para alejarlo de ella, es decir para
protegerlo de ella.
En India, como en Bizancio, las formas y la iconografía de las escenas de una
inmensa mitología deben obedecer a reglas imperiosas, que las distinguen de la
realidad trivial. El arte indio es un sabio equilibrio entre la sensualidad de las formas y
su inmutable canonización. En las religiones orientales, contrariamente a los dogmas
de la estética occidental moderna, la representación de la naturaleza es respetada, pero
es desterrada toda creación a partir de lo natural. El artesano debe asumir su humildad
mediante su sumisión a un modelo convenido. La producción de las imágenes
sagradas y, a menudo también la de las escrituras, corresponde a un rito. Respeta un
ceremonial y formas estereotipadas. No es el artesano quien decide, sino el clérigo, de
la misma manera que hoy el artista, si quiere vivir de su arte, debe responder a las
reglas del mercado que, a su vez, obedece a las expectativas de un público. A propósito
de los artesanos de lo sagrado, es anacrónico hablar de artista. El único artista es Dios. Es el
único habilitado para crear. De ahí que todas las religiones abusen de las imágenes al
mismo tiempo que desconfían de ellas.

Dioses, hombres e imágenes


En los monasterios greco-afganos de Hadda, al oriente de Kabul, en 1927, fue descubierta
una multitud de retratos esculpidos en estuco, en los cuales se identifica, al lado de los
rostros de demonios y de ascetas, retratos verídicos de todo tipo de personas, bárbaros,
asiáticos, sin duda peregrinos o donantes. Como en los marfiles de Begram, que datan de la
misma época (siglos I-III), el hombre busca rivalizar con los dioses, al menos en la
apariencia. La región conservaba el recuerdo de la expedición de Alejandro.
Como la escritura, la imagen tiene varias historias. Buda también había prohibido que
se reprodujera su imagen. Sus primeras figuras datan apenas del siglo I en el Imperio de los
nómadas Kouchan, que recorrían esas regiones. En 127, el rey Kaniska hizo acuñar allí
monedas de oro con la efigie de Buda. Durante los cinco primeros siglos de nuestra era, la
filosofía griega encuentra allí la sabiduría del budismo y uno queda estupefacto ante
encuentros tan raros como el del Gandhara (hoy Peshawar), en los confines de India del
norte, de Pakistán y de Afganistán, ruta obligada de las caravanas. La emoción contenida
de las figuras orientales está impregnada de la sensualidad de las esculturas realistas de
Grecia, confundiendo sus rostros.
¿De qué manera llegó a contener el movimiento monoteísta la evolución que parecía
irresistible de una imagen a escala humana, que los griegos y romanos habían llevado tan
lejos? La civilización griega había conocido también, a finales del III milenio, en las
Cicladas, un género de imagen sagrada casi abstracto, con esos rostros enigmáticos
emergiendo apenas de superficies pulidas de mármol blanco, casi tan depuradas como
hostias, o semejantes a esas máscaras esquimales que se diría fundidas en la nieve.

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En la civilización comerciante y urbana de Grecia clásica, los múltiples dioses,


semidioses y otros héroes comenzaron a asemejarse cada vez más a los hombres y mujeres
de carne. En la competencia entre Dios y su imagen, que se daba entonces en los
monoteísmos orientales, Dios salió vencedor. En Grecia, ganó la imagen en detrimento de
los dioses. Allí la imagen ya era sólo el reflejo de las cosas terrestres, ante todo del cuerpo
humano; luego, de todo lo que se puede ver y que se puede medir por las matemáticas. De
esas visiones empíricas del mundo, de esa concepción de la imagen sin referente distinto a
la naturaleza, todo fue olvidado en el Occidente cristiano durante mil años.

La excepción científica
El Islam, más tolerante respecto a las ciencias, y, paradójicamente, respecto a las imágenes
de las cuales la religión había decidido prescindir, se acordaba de Aristóteles y del papel de
testimonio y de experiencia que podía jugar la imagen profana. Los palacios de Damasco y
de Bagdad estaban cubiertos de frescos y mosaicos con imágenes refrescantes, y se
ilustraba los tratados científicos de astronomía o de medicina.
Las primeras imágenes científicas son tan viejas como la escritura: sobre las tablillas
sumerias del III milenio, se hallaron planos de arquitectura y esquemas, cuyo simbolismo
escriturario nunca está alejado. Un diagrama sobre un papiro griego de El Louvre, que data
del siglo II a. C. representa a Orión y al sol. Se ve una figura geométrica trazada sobre un
papiro del siglo I a. C., conservado en la Biblioteca Nacional de Viena. Sin embrago, esas
imágenes matemáticas debían existir desde mucho antes, en las obras de los arquitectos, en
las oficinas de los médicos y en los observatorios de los astrónomos. El tratado de
Dioscórides, médico del siglo I d. C., fue ilustrado cinco siglos más tarde, con 400
planchas, como ocurrió en el siglo IX con el Tratado de los venenos, de Nicandro de
Colofón.
Se trata de excepciones, de rarezas: hasta el año mil, en Occidente, la imagen sólo
conoció el mundo celeste, representado ya por figuras santas, ya por letras capitales
majestuosas de los versos de los evangelios o visiones extáticas de un paraíso formal, como
las componían en pergaminos de oro o de púrpura los monjes irlandeses. El famoso Libro
de Kells, esa compilación de 340 páginas decoradas con letras ornadas de arabescos
fantásticos, compuesta poco después del año 800, cuyos cuatro volúmenes, que contienen
los evangelios y varios textos canónicos, son conservados en el Trinity College de Dublin,
y eran considerados hasta el siglo XVII como la huella de una lengua desconocida, una
escritura de los ángeles, como se decía.
No parece que el prototipo de nuestras enciclopedias, las Etimologías del obispo Isidoro
de Sevilla (v. 560 - 636), hubiera sido ilustrado. Se necesitaron el aporte de los árabes (a la
vez la tradición de Aristóteles y la fabricación del papel), y la curiosidad por las ciencias
naturales, para incitar a los clérigos a introducir en sus sabios tratados imágenes que ya no
fueran simples traducciones simbólicas de los textos sagrados. Habiéndose extraviado el
Hortus deliciarum de la abadesa Herade de Landsberg, el más antiguo ejemplo de ello es
quizás el Liber floridus, compuesto hacia 1120 por el canónigo Lambert de la abadía de
Saint-Omer, que mezcla simbolismo cristiano y observaciones naturales. Pero la ilustración
documental, en el sentido moderno del término, sólo encuentra sus autores y sus
ilustradores con el éxito de compilaciones como el De Proprietatibus rerum, compuesto
por un monje franciscano, Barthelemi el inglés, a mediados del siglo XIII, que Carlos V, el
sabio, hizo traducir e ilustrar, en 1372, bajo el título de Le Livre des propriétés des choses.
Muy diferente es la concepción china de la imagen documental, que nunca se ha

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Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
Medellín, 2009.

desprendido de la escritura. Uno de los pilares de su filosofía, el I Ching, o Libro de las


Mutaciones, que data de hace unos tres mil años, presenta 64 hexagramas que, para nuestra
mirada, no son ni imágenes ni letras, sino signos, originalmente de adivinación, cuya
infinita combinatoria da cuenta de todo lo que puede advenir en el universo. El trazo ocupa
el lugar central y permite, en todas sus configuraciones, expresar el conjunto de los
fenómenos.
La pintura del Extremo Oriente confiere a la línea, y a su herramienta, el pincel, tal
valor de signo, fruto de la mano del hombre, que la imagen no conoció allí la misma crisis,
el problema existencial que debía resolver Platón y que las religiones monoteístas
realmente nunca superaron. En ese mundo letrado de la imagen, la nobleza de la copia y el
respeto de las reglas son esenciales, sensibilidad y saber no se oponen, la caligrafía da
testimonio de esa alianza; el mundo de las cosas es el mismo que el de las ideas; en ese
mundo la imagen no produce temor, pues ella depende del dominio del gesto, y se ubica en
el orden del universo.

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Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
Medellín, 2009.

IV. De las reliquias a los cuadros


Durante milenios, la imagen permanece ante todo como un objeto ligado a los cultos.
Substituto de una ausencia, ella figuraba los ancestros y las divinidades. ¿Cómo pasó la
imagen del uso ritual a las representaciones profanas? ¿Cómo hizo deslizar la imagen sus
referencias sobrenaturales hacia otros valores quizás igualmente sagrados? Ese proceso fue
largo y tomó varias vías; el indicio más evidente de ello es el cambio de contenido de las
imágenes; la imagen de los hombres remplaza la de los dioses. En consecuencia, el
productor de imagen cambia también de estatuto: ya no es un simple escriba de pluma
inspirada; se convierte en autor.
En Bizancio, los adoradores de imágenes creían que algunas eran achiropoiètes (no
hechas por la mano del hombre, es decir, caídas del cielo). El reconocimiento de la imagen
como fruto deliberado de una actividad humana, detectado en la antigüedad griega, no
prohíbe ver en la imagen un signo natural o trascendente, pero su autor toma entonces una
dimensión visionaria que hará nacer, en el siglo XVI, el personaje del artista, hombre
creador.
Simultáneamente, una economía nueva responde a las condiciones del comercio.
Ya en Roma, la Venus de Cnide había sido reproducida en 300 copias. Durante la Edad
Media, se edificó una industria de las estatuillas privadas, de marfil o de alabastro. La
estatuaria ya no es solamente monumental. La decoración invade los objetos
cotidianos, en Oriente como en Occidente. La imagen ya no es un bien colectivo: se
deja poseer por propietarios privados. La imagen abandona el templo y se deja adorar
en lugares no consagrados, palacios o museos. Por último, la imagen se deja
reproducir, a su vez, en miríadas de copias, imágenes de imágenes, que ganan en
audiencia lo que pierden en majestad.

Deslizamientos progresivos hacia el realismo


El hombre siempre ha estado presente en la imagen, pero parece que ha sido en razón
de sus relaciones con el más allá. Las escenas de la vida cotidiana, triviales como las
que se había podido ver en los frescos de Pompeya o de Herculanum, los personajes
satíricos, incluso caricaturales, de las máscaras de las comedias romanas, sólo
reaparecieron mil años después de Cristo en las márgenes de los manuscritos, en los
lugares discretos de las iglesias, bajo los arcos esculpidos encima de los portales de las
catedrales góticas, en las misericordias de las sillas del coro. Para ver surgir iconos
laicos, se requirió el advenimiento de sociedades mercantiles, donde los príncipes y los
señores separaban sus poderes respectivos del de los clérigos. El rey, ante todo, figura
allí, ya no como representante de la divinidad, como lo habían sido los faraones, los
emperadores bizantinos, o como la leyenda había transformado al gran Alejandro o a
Carlomagno, sino como un ser humano, dotado de un cuerpo real y de un rostro
imperfecto.
La etapa mayor para la autonomización y la laicización de la imagen fue la
invención del cuadro. La utilización de paneles de madera era conocida por los
romanos, los griegos e incluso por los egipcios; pero los testimonios de ello han
desaparecido. Esos paneles reaparecieron en el mundo cristiano en el siglo XII. La
imagen sobre panel de madera, efigie de los muertos antiguos, se volvió un substituto
de las reliquias en el mundo cristiano y adornaba los altares con imágenes de la vida de

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Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
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los santos o la de la Virgen.


Los primeros pintores de la época de oro de la Toscana del siglo XIII, cuna de la
economía moderna, Duccio en Siena o Giotto y su maestro Cimabue en Florencia,
fueron ante todo mosaiquistas y fresquistas, y sus cuadros, a veces esmaltados sobre
fondo de oro, seguían siendo objetos litúrgicos emparentados con las orfebrerías y las
túnicas de oro. Se asiste con ellos a la lenta aparición del realismo, cuando
abandonaron la manera hierática de los iconos bizantinos, para tomar la vía de una
representación que pretendía, mediante el modelado, la luz, la suavidad de las túnicas,
ser la expresión de los rostros cada vez más cercanos a la apariencia del modelo vivo.
San Francisco de Asís, muerto en 1226 y canonizado dos años después, ofrecía, por
primera vez, el ejemplo de un santo cuyo rostro podía haber sido conocido y se puede
preguntar hasta qué punto sus retratos multiplicados fueron ya retratos o todavía
iconos. El hecho de haber sido golpeado por estigmas hacía de él un segundo Cristo,
más humano aún, y no es indiferente anotar que fue poco antes, en 1215, que la
presencia real de Cristo en la hostia se convirtió en un dogma, que incorporaba a Dios a
su imagen. Las prácticas de las órdenes mendicantes, en una Italia comerciante y
urbana, ocupada en los encargos de ricas congregaciones laicas, cubrieron las iglesias
de imágenes articuladas en polípticos, poco a poco autónomos, luego móviles, y por
fin, más tarde, de uso privativo, en un movimiento de apropiación a la vez sentimental
y económica del culto.

El primer cuadro
El retrato de Juan II el Bueno sería esa primera efigie de un soberano, pintado
simplemente siguiendo sus propios rasgos, como se haría con cualquier persona de
hoy, aunque de perfil, o sea un poco descarnado, y sobre un fondo de oro. Esta imagen
marca el comienzo de los tiempos modernos. Data de un poco antes de 1350 y, más
que su tema, su forma es sorprendente: es un cuadro aislado. Hacía parte de la
documentación que Roger de Gaignières había reunido para Luis XIV con el fin de
describir el reino. Y estaba ahí junto a los álbumes y los manuscritos, de ahí que ese
cuadro llegara entonces a la Biblioteca Nacional como un documento, y que sólo fuera
integrado a la colección del Louvre cuando los cuadros se convirtieron en el patrimonio
de los museos.
Desde esa época, la pintura de caballete se convirtió en la forma a tal punto
arquetípica de la obra de arte, que se olvidaron las circunstancias de su origen y de qué
manera se liberó de las imágenes colectivas que eran los relicarios, los vitrales, las
tapicerías y los frescos. Para instituir la imagen como objeto de arte se requería un
distanciamiento con respecto a la religión y una apropiación por parte del hombre de su
poder simbólico. Es posible que esa transmisión de los poderes haya tenido lugar con
ocasión de la crisis de la Iglesia católica constituida por el papado de Aviñón: se sabe
que, en 1342, Juan el Bueno se encontró allí con el papa Clemente VI, quien le habría
ofrecido un panel pintado en forma de díptico, es decir bajo una forma todavía
ceremonial, puesto que esos polípticos estaban aún ligados al altar, mientras que un
cuadro de caballete profano, como el del retrato de Juan el Bueno, ganaba su
independencia y perdía su función litúrgica.
No es indiferente anotar que Juan el Bueno fue el primero de nuestros soberanos en
firmar sus actos de manera autógrafa. En la estatuaria, se constata una evolución
paralela en las figuras de los yacientes, tratados a partir de finales de la Edad media sin

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idealizarlos, como la estatua yaciente de Bertrand del Guesclin (muerto en 1380), que
representa hasta las desgracias corporales del difunto. Este yaciente, conservado en
Saint-Denis, presenta sus armas, dice la crónica, para mostrar su presencia corporal.
El realismo conmovedor de los primeros retratos esculpidos de manera realista, desde
los de la república romana y las máscaras mortuorias del Fayoum, reaparece en el busto
de Carlos V el Sabio, hijo de Juan el Bueno y rey entre 1364 y 1380.

Del culto a la cultura


El cuadro independiente, que se volvió el objeto de arte preferido de los grandes
coleccionistas y de los museos, sólo se separó muy lentamente de los polípticos
monumentales pintados a la manera bizantina, que adornaban los altares de las iglesias
italianas. Esos polípticos tomaron a veces la forma de portátiles, con las reliquias que
portaban en ellos. El cuadro se liberó también de los muebles pintados, particularmente de
los cassone, esos cofres que contenían los objetos preciosos de las ricas familias
florentinas. Por último, se liberó también del libro, en el cual las iluminaciones tomaban
una amplitud considerable para representar escenas que ya no tenían nada de religioso.
Ciclos de imágenes tan vastos y complejos que la Tapisserie de l'Apocalypse, esos 52
paneles tejidos en algunos años, en torno a 1380, destinados a ser desplegados durante las
ceremonias más fastuosas, alcanzaban los límites de una imagen monumental y móvil.
He aquí a la imagen convertida ya en objeto de arte autónomo, liberada de toda
finalidad utilitaria o decorativa, de toda arquitectura, del libro mismo. He aquí a ese objeto
reclamado por la burguesía enriquecida por el comercio europeo, por el clero más celoso de
lujo que de oraciones, por una aristocracia que quiere distinguir su poder del de la Iglesia.
Los grandes personajes, laicos o clérigos, habían adoptado la costumbre de hacerse retratar
de rodillas, en la parte baja de las iluminaciones o de los cuadros que ellos donaban.
Con el cuadro de dimensión modesta, simple panel de madera autónoma, sólido,
transportable e incluso negociable, la imagen cambió de mano. Pasó del poder espiritual al
poder temporal. Su primer modelo es el retrato del Príncipe, primero salido directamente de
las monedas y de las medallas de Pisanello. Salvo que se considere como cuadro aislado ese
pobre y modesto retrato en pie de San Francisco de Asís, de finales del siglo XIII, tallado
sobre el mismo panel de madera. Es cierto que la piedad nueva, sentimental, humanizada,
urbana de las órdenes mendicantes influyó mucho en la transición de una religión solemne
e intimidante a una religión individual. En el siglo XIV, los inventarios de archivos
mencionan los cuadros de caballete. La imagen pasó de lo cultual a lo cultural y al arte, por
el lado de los valores mobiliarios.

Del tesoro al museo


La laicización de la imagen pasa por su constitución en colecciones fuera del recinto
eclesiástico. Parece que las colecciones de objetos simbólicos existieron durante la
prehistoria: sólo así se explican algunos montones de guijarros o de conchas, aunque se
ignore todo de su razón de ser. Para hablar de colecciones constituidas por sí mismas, hay
que remontarse a los tesoros de las iglesias. Sin embargo, se ve bien que a través del culto a
las reliquias, y el papel que tenían como reservas de riquezas preservadas para los días
malos, los tesoros de las iglesias no tenían el lugar que tuvieron las colecciones de los
príncipes de finales de la Edad Media, mucho menos las de nuestros modernos museos. Los
objetos allí almacenados no perdían por ello su valor litúrgico o sagrado.

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La transmutación de un objeto sagrado en objeto de museo supone una desacralización


de la imagen, despojada de su contexto espiritual y reintegrada en el imaginario colectivo
gracias a sus virtudes formales o históricas. El relato que hace Michel Leiris, en L'Afrique
fantôme, de la manera como los etnólogos arrebataban, mediante la negociación o la
astucia, a los sacerdotes africanos sus imágenes sagradas, figuras de sus ancestros y de sus
espíritus, para destinarlas a las colecciones del Museo del Hombre en París, resuena hoy
como una violación científica, una barbarie que se apodera de otra.
André Malraux comienza así su Musée imaginaire: “Un crucifijo romano,
originalmente, no era una escultura; la Madona de Cimabue no era primero un cuadro;
incluso la Palas Atenea de Fidias, ante todo, no era una estatua”, constatando que nunca se
ha visto a un creyente persignarse ante un crucifijo expuesto en un museo. El reformador
Zwingli se preguntaba, ya a comienzos del siglo XVI, por qué los hombres se prosternaban
ante imágenes en una iglesia y no lo hacían en un albergue. ¿Se puede afirmar, con tanto
sentido común, que un objeto de museo sigue siendo, de otra manera, un objeto de culto, y
la visita al museo, una ceremonia?
En efecto, un objeto de culto no puede ser asimilado a un objeto de colección en el
sentido actual del término. La puesta en colección implica una reafectación del uso del
objeto. Las primeras colecciones de imágenes, hay que encontrarlas, no en los objetos
litúrgicos, ni siquiera en las decoraciones de los templos, sino en los manuscritos
iluminados que, a finales de la Edad Media, se convertían en objetos de lujo destinados a
laicos y a clérigos, particularmente los libros de horas, demasiado enriquecidos con
imágenes para las simples prácticas de devociones íntimas. La pasión bibliófila aparece en
eruditos, con mucha frecuencia también clérigos, como Richard de Bury, quien en su
Philibiblon, escrito en 1345, incita a coleccionar un máximo de libros por el placer de
poseerlos y afirmar así un poder personal. Quizás no sea azar que este obispo letrado,
contemporáneo de Petrarca, frecuentaba, como él, la corte de los papas en Aviñón.

La moneda, imagen del valor


La reproducción de las imágenes fue otro factor determinante para su desacralización.
La unificación de vastos imperios, el desarrollo de los intercambios, de las ciudades,
de los viajes: he ahí la proveniencia de la necesidad de reproducir nuestras imágenes.
Para autenticar las mercancías o los decretos reales, los sumerios utilizaban sellos,
primer uso utilitario de la imagen. De la práctica del sello hay testimonio en el VII
milenio a. C., en el reino de Ougarit, en la costa de Siria. Los más simples llevan esos
motivos reticulados visibles en los ocres prehistóricos, luego vienen las formas animales y,
sobre los sellos cilíndricos que imprimían su marca en arcillas, se desarrollan durante el III
milenio, en Siria, escenas minúsculas y complejas de desfiles, sacrificios, banquetes y
combates.
Toda la fuerza representativa de la imagen toma cuerpo en el uso de la moneda. Se
podrían considerar como imágenes, o en todo caso símbolos, los primeros objetos
dotados de un valor de cambio: guijarros o conchas. Se atribuye al rey Creso, que
reinó en Lidia (hoy en Turquía), a mediados del siglo VI a. C., las primeras moneditas
en metal, cuyo uso se expandió en la cuenca mediterránea. Las más antiguas, en plata,
en electro o en oro, no llevan marca, pero rápidamente se encuentran improntas
representando animales, más tarde un personaje coronado que se ha tomado por el rey
de los persas, quien venció a Creso y conquistó Lidia en 547 a. C. La imagen,
mediador del mundo de los humanos, escapaba a los dioses y caía en el arsenal de los

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reyes. La imagen del soberano, o los símbolos nacionales, que ornan las monedas,
siguen muy presentes hoy. La efigie monetaria figura la continuidad del poder, mide
su expansión, así como su prestigio.

La cuestión del original


La reproducción de la imagen se hace ante todo mediante grabado (del alemán
graben: cavar), pero también mediante grafía (del griego graphein, marcar, inscribir,
incluso, en Homero, con una lanza sobre el cuerpo del enemigo). No hay que
confundir la grafía, que marca por adición, con el grabado, que practica por
substracción, incluso si una y otra, bajo la apelación genérica de estampas (de stamp,
presionar), reproducen mediante impronta directa del modelo. La imagen es capaz de
engendrar otras imágenes en una genealogía que rápidamente se vuelve, con nuestros
medios de duplicación, vertiginosa y lucrativa. Evoquemos el número de imágenes de
transferencia que se interponen entre la proyección en una pantalla de un archivo digital
escaneado a partir de una tarjeta postal de La Gioconda y el cuadro de Leonardo da Vinci
que se halla en el Louvre.
La imagen multiplicada plantea inmediatamente el problema de la originalidad, puesto
que la naturaleza de la imagen, su fuerza, residen en ese lazo sensible, físico, indisociable
del modelo, de ese contacto que ella debe conservar con él. La imagen busca abolir la
ruptura semiótica que distiende el lazo entre el signo y su referente. El valor de la imagen
sigue estando ligado a su fidelidad al modelo: ella debe mostrarse auténtica. Más aún, la de
la estampa, cuya fuente es diferida, mediatizada por una matriz, y cuya existencia múltiple
diluye esa autenticidad.
El problema de la estampa es el de los orígenes. Su vocabulario lo recuerda: la hoja
virgen debe ser mojada para que –dicen los impresores– se enamore de la tinta. La presión
que ella sufre es una cópula, a veces dolorosa, de donde sale, entre dos paños que se llaman
pañales, la imagen impresa que es una prueba. Jamás la metáfora de la filiación entre la
imagen y su modelo fue tan fielmente seguida: debe ser porque la imagen reproducida es la
imagen de una imagen, y debe justificar su genealogía. Como en el caso del dibujo, en el
siglo XVIII se buscó en la antigüedad los orígenes de la estampa y fueron hallados, en
Plinio, en un inventor latino, Varron, quien habría ilustrado así su recopilación de los
Hebdomades, con setecientos retratos de hombres ilustres. El uso del manuscrito sobre
pergamino vuelve improbable esta hazaña.
Solamente la invención del papel, en China, a comienzos de nuestra era, autorizó la
reproducción masiva de las imágenes. Enriquecidos con las invenciones de la tinta y del
papel, los chinos pudieron tomar improntas de las estelas sobre las cuales el emperador
hacía conocer sus decretos a su inmenso imperio. Se requería una reproducción masiva de
objetos idénticos, prefiguración de una sociedad de ciudadanos. Ya no se trataba de copias,
sino de ejemplares provenientes de un mismo molde. Bastaba aplicar un papel húmedo
sobre una estela grabada y cubierta de tinta, para imprimir de ella cuantas reproducciones
se quisiera, las cuales se volvían, de esta manera, ya no simples imágenes, sino imágenes
de imágenes, preservando ese lazo precioso con el original, pero al mismo tiempo
alejándose de él por cuanto la imagen original permanece distante de su modelo.
En 653, el emperador, a sus 49 años, sufriendo de dolores tratados mediante aguas,
muerto el año siguiente, compuso este poema: “El mundo de los humanos tiene un final. El
agua virtuosa corre, imparable”. Y lo hizo grabar en piedra, dando lugar al más antiguo
múltiple conocido. La estampación china es el ancestro de todos nuestros procedimientos

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de reproducción. Permitía transmitir los mensajes a distancia, en el espacio y en el tiempo,


pero sobre todo el mismo mensaje a una masa de personas, sin que ellas tuvieran que
encontrarse. Esta reproducción de la imagen era, como en nuestros modos digitales, la
imagen de un texto, incluso si este último estuviera compuesto de ideogramas. Ella lo
reproducía “tal cual”, a la misma escala.
Hacia el año 800, en China y en Corea, se imprimieron imágenes sobre papel, a partir
de planchas de maderas grabadas, como la llamada A los mil budas, descubierta por Paul
Pelliot en las grutas de Touen Houang y conservada en la Biblioteca Nacional de Francia.
También se encuentra en Lejano Oriente hojas impresas de series de viñetas repetitivas que
había que cortar par distribuir entre los peregrinos: Al respecto, cuenta la Historia de Souei,
a comienzos del siglo VII: “Con maderas, los sacerdotes hacen hechizos sobre los cuales
graban constelaciones, el sol y la luna. Al retener su respiración, los sostienen en sus manos
y los imprimen. Muchos enfermos son curados.” En el Japón, la emperatriz Shotoku hizo
imprimir, entre 764 y 770, plegarias cuyo tiraje fue, según se dice, de un millón de
ejemplares.

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V. De la impronta a la página
En Occidente, la imprenta de 1a imagen sucede a la instalación de los primeros molinos de
papel, a finales del siglo XIV, mucho tiempo antes de la invención de Gutenberg. Es
posible que se haya impreso en esa época sobre tejidos que servían de frentes de altares,
como lo muestra la madera Protat (del nombre del coleccionista que la había rescatado),
pieza de madera grabada de una dimensión tal que desborda la de una hoja de papel y que
representa un fragmento de la Crucifixión. En torno a 1400, los archivos mencionan
cartiers (vendedores o fabricantes de barajas para jugar) o faiseurs de moules (fabricantes
de moldes) en Bolonia o en Flandes. El primer molino flamenco funcionó en 1405, pero
desde 1403 los pintores de la ciudad de Brujas se quejaban de la competencia de las
imágenes que los calígrafos compraban a bajo costo en Utrecht para ilustrar los
manuscritos. El grabado en madera más antiguo, una Virgen, descubierto en Brujas, lleva la
fecha 1418; un San Cristóbal, descubierto en Manchester, es de 1423. Se trata de imágenes
de piedad destinadas a las devociones populares, individuales y no colectivas. Cerca a esas
imágenes en papel, aparecen barajas de juego. El pueblo se apodera de las imágenes.
Las primeras estampas occidentales eran precisamente, como los charmes
orientales, amuletos: se las encuentra cosidas a los vestidos de los peregrinos, e
incluso, en Brujas, pegadas dentro de los ataúdes, imágenes paradójicas destinadas a
ser vistas solamente en el más allá. La Reforma se levantó contra esas prácticas
supersticiosas, renovación de la idolatría congénita a la imagen.

En el riesgo del libro


La invención del libro impreso con caracteres móviles lleva la imagen a los bagajes de
la escritura. Aquélla se vuelve una traducción de ésta, una forma bastarda que se llama
“ilustración”. Nada prohibía imprimir juntos los caracteres y las imágenes, talladas
sobre una estela o sobre un bloque de madera, en las estampas japonesas o en esos
libros xilográficos que, en el siglo XV, precedieron a la invención de los caracteres
móviles, para difundir morales populares, las Danzas de los muertos o el Arte de bien
morir, pero también planchas documentales como el Calendario de los pastores.
La tipografía cambió todo: solamente los caracteres podían ser fundidos en plomo,
gracias a su forma estrictamente normalizada. Las imágenes no. Aunque los
impresores no se hayan privado de reutilizar motivos intercambiables, viñetas,
florones, cintas, culs de lampe*, para adornar o subrayar, en la diagramación, los textos
más variados. El libro está hecho para la escritura y, particularmente, la escritura
alfabética. La imagen sufre en el libro. Se ve constreñida en la página y sometida al
ritmo continuo de la lectura, que no es el suyo. El libro sigue un discurso. Para seguir
ese discurso y hacerse relato, la imagen debe convertirse en historieta o en cine. La
imagen fija bloquea el relato, contiene el tiempo en su espacio y no en su duración.
El grabado en madera, único medio de impresión de imágenes hasta mediados del
siglo XV, es incompatible con el plomo de los caracteres móviles, aplanados y
sometidos a una presión formidable. El grabado en metal existía, era practicado por los
orfebres, quienes grababan por medio de buril metales tiernos e incluso, para los
metales más duros, utilizaban ácido, el aguafuerte, que mordía el hierro de las espadas

* Culs de lampe: viñeta triangular a final de un capítulo (t).

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para damasquinarlas. En los países ricos donde la metalurgia se desarrollaba, en


Nuremberg, en el valle del Rhin, el grabado en metal progresaba. Florencia era
conocida por sus “nielles”, placas preciosas cuya pasta de vidrio negro hacía resaltar
los finos motivos ornamentales o religiosos, grabados sobre oro y sobre vermeil*. A
uno de esos orfebres, Maso Finiguerra, se le atribuye la idea de rellenar sus tallas con
negro hollín para sacar pruebas en papel.
Lamentablemente, como las xilografías, esas nuevas estampas llamadas en taille-
douce (grabado en dulce, grabado en cobre), tampoco convenían al libro, pues estaban
grabadas en bajo relieve, mientras que la tipografía imprime el relieve de los
caracteres. Para integrar en el libro las imágenes grabadas sobre cuero, había que
proceder en dos tiempos y sacar a parte las ilustraciones, para insertarlas en los
cuadernillos, en páginas diferentes a las del texto. Es así como el éxito de la imprenta
tuvo como efecto poner a la imagen por fuera del texto (“hors texte”), o, de alguna
manera, fuera de juego (“hors jeu”), posición marginal en la cual permaneció durante
por lo menos tres siglos.
Un libro de imágenes debe tener una forma particular, a menudo de mayor formato,
en álbum, que privilegia el marco de la imagen, cuadrado o mejor aún oblongo,
llamado a la italiana, incómodo para sostener, para hojear y para ubicar en un estante.
Las imágenes deben organizarse allí en series más o menos coherentes. Es un álbum,
de alba, la página blanca, sobre la cual cada quien inscribe lo que quiere. Así son los
cuadernos de dibujo, los libros de viajes, como esos primeros libros xilográficos en los
cuales se desplegaban vistas imaginarias de Roma o de Jerusalén, o las Entradas
reales, Pompas fúnebres y otras ceremonias en las cuales la imagen abarca la marcha
de un cortejo.
Arrinconada en una página, la imagen puede ocupar la doble página, pero es entonces
quebrada por el pliegue. El libro oriental, con su pliegue en acordeón, se presta mejor a las
series de imágenes, favoreciendo así ciertos géneros populares: escenas familiares tratadas
en croquis llamadas mangas, itinerarios de peregrinajes, horarios o estaciones. Oriente
nunca conoció la separación catastrófica entre texto e imagen, que no está inscrita en el
ideograma, y sólo adoptó la tipografía con peores dificultades. Actualmente, no debe
sorprender que el Japón haya conquistado el monopolio de la industria fotográfica, de
las fotocopiadoras, de las videograbadoras y los scanners, dejando a los occidentales
los procedimientos de codificación alfabética. No se trata de una opción económica,
sino del efecto de una cultura de la imagen.

La reducción al código
La época clásica, siglos XVI al XVIII, buscó desesperadamente el sentido de las
imágenes en la relación entre ellas y el texto. Hay que corregir “la necesidad que la
figura tiene de descender de lo general a lo específico y de lo material a lo formal, por
medio de palabras que le fijen una significación particular”, escribía el padre el Padre
Le Moyne en L’Art des devises (1666). Dicho de otro modo, hay que evitar que la
imagen, que sólo puede mostrar cosas, sea corrompida por lo real. Hay que salvarla de
lo particular al cual está sometida y, en un puro espíritu platónico, atribuir lo accidental
a lo esencial, hallar lo verdadero bajo la apariencia.
Así se desarrolló una amplia tradición de obras eruditas que pretendían reducir la

* Vermeil: plata recubierta de un dorado rojizo (t).

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imagen al texto, encontrarle a cada imagen una significación codificada. De esa


tradición provienen aún los numerosos manuales que pretenden enseñar la “lectura” de la
imagen, encontrarle un “vocabulario” e incluso una gramática. La búsqueda de una lengua
universal, la convicción según la cual el mundo es un conjunto de signaturas, nos
persuaden de que toda imagen es un mensaje cuya clave hay que hallar.
Los jeroglíficos fascinaban a estos eruditos. Se decía que en la isla de Andros, en
Grecia, se había hallado, en 1419, un pequeño libro que se reeditó con gran éxito: L’Orus
Apollo, cuya primera edición ilustrada, en 1543, pretendía dar un sentido a supuestos
jeroglíficos. Todavía en 1828 se lo reeditaba. Algo similar sucedió con los Hieroglyphica
de Valerio Bolzani, publicados en Bâle, en 1556, luego en Lyon, en 1602. Florecieron
entonces las compilaciones de divisas, de emblemas y de concetti, juegos eruditos en los
cuales un texto breve debía dar sentido a una imagen sin repetirla ni describirla, como la
salamandra de Francisco I que se podía leer: Nutrisco et extinguo (apago [el fuego] del cual
me alimento) o el Plus ultra de Carlos V, acompañado de la imagen de las Columnas de
Hércules, signo de que su Imperio no tenía límites.
La moda de los emblemas, cuyo origen puede hallarse en la heráldica y el arte de los
blasones, se diluyó en géneros muy variados: iconografías e iconologías, de las cuales la
más célebre fue la iconología de Cesare Ripa (1593), providencia de los pintores de historia
hasta el siglo XIX. El pintor Le Brun publicó un diccionario de las expresiones cuyas
formas inventariadas había que seguir.

Todo lo no dicho del mundo


La doctrina clásica enseñaba que la poesía debía ser en imágenes y que la pintura sería una
poesía muda. Un libro vino a poner un poco de orden en todas esas ideas: el Laocoonte,
publicado en 1766, por el filósofo alemán Lessing, cuyo subtítulo es Sobre los límites de la
poesía y la pintura. El Laocoonte, un grupo esculpido antiguo redescubierto en torno a
1506 que figura, de manera dramática, ese sacerdote de Troya castigado por los dioses,
asfixiado con sus dos hijos por serpientes. El rostro convulsivo de Laocoonte, boca abierta,
ojos entornados, según Lessing, no puede equipararse al largo grito desgarrador que lanza
él mismo en la tragedia de Sófocles. La imagen no es la palabra y no le debe nada a ésta.
La lengua puede abstraer, generalizar, dialogar, enunciar el futuro o el condicional. La
imagen siempre está en presente del indicativo, global, inmediata. En resumen, el espacio
no es el tiempo, y una imagen no es un poema.
Los filósofos modernos, de Bergson a Derrida, retomaron esta tesis, al reconocer que la
imagen es irreductible al lenguaje. La codificación de la imagen es una tentación
permanente que forma aún el fondo comercial de los publicistas de hoy. No se puede
mostrar un asno, un zorro o un cocodrilo, sin ver inmediatamente el sentido moral de
esa exhibición.
La imagen, si es un lenguaje, es un lenguaje en estado salvaje, indisciplinado, es
decir, lo contrario de lo que debe ser un lenguaje cuyo principio es estar articulado
para permitir el intercambio. Sin embargo, una misma imagen evocará, en una
comunidad dada, interpretaciones semejantes en la medida en que compartimos una
misma historia, y dará la ilusión de tener el mismo sentido para todos. La imagen
actúa como catalizador de esas significaciones mudas, inconfesadas o inconfesables,
enterradas o sublimadas, todo lo dicho del mundo. Le compete a los artistas, pero
también a los publicistas, los sacerdotes y los políticos, encontrar las imágenes que
forman masa, agrupadoras, en las cuales cada quien se reconoce, a veces incluso sin

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Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
Medellín, 2009.

saberlo y que nos dan el sentimiento de ser únicos juntos.

El universo modelizado
Si la imagen no halla su fuente ni en otro mundo ni en la escritura, sólo puede
inspirarse de la Naturaleza. Todos compartimos esta creencia y, sin embargo, también
todos sabemos que la realidad, lejos de gobernar la imagen, puede ser juguete de ella.
La imagen de la realidad es siempre un compromiso entre la realidad y lo que
queremos ver en ella. Lo particular toma su revancha sobre lo universal, lo
momentáneo sobre lo eterno, el accidente sobre lo esencial.
A partir de ese instante, toda la historia del arte se resume en un combate entre el
idealismo y el realismo, como en la caricatura de Daumier que muestra a un pintor
bohemio que cruza el pincel con la lanza de un pintor académico con casco. La pérdida de
lo espiritual no significa el triunfo de lo real: todo es hacer proporción y la crítica dio
ese debate desde Rafael hasta Manet. Toda imagen es un término medio entre un ideal y
una realidad.
En Europa moderna, la imagen sólo fue concebida como una herramienta de
observación después del redescubrimiento de Aristóteles, cuando el filósofo polaco Witelo
(1220?-1275?) escribió su Perspectiva, primer tratado de óptica que estudia las reglas de
propagación de la luz. El siglo XIII fue el de las enciclopedias que, bajo el título de
Speculum (espejo) se desviaban cada vez más de la explicación basada en las Escrituras
para apoyarse en la experiencia e interesarse en las ciencias naturales.
La imagen es el proveedor de la ciencia empírica. Si ella no es el lenguaje de la
poesía, puede llegar a ser el de las matemáticas. León Battista Alberti, Alberto
Durero, Leonardo da Vinci, Luca Pacioli cuadricularon la imagen para inscribirla en
reglas de representación capaces de restituir las apariencias y hacerla jugar su papel de
real. La perspectiva, que permite restituir en dos dimensiones las apariencias de lo
real, y hacer de la imagen, como se decía entonces, “una ventana abierta al mundo”,
sigue siendo, no obstante, como lo ha mostrado Erwin Panofsky, una forma simbólica.
Desde entonces se acumulan los dibujos de ingenieros, los despellejados
anatómicos, las vistas trigonométricas, los herbarios y las cartas estelares. La
economía requiere ingenieros, los ingenieros necesitan de las ciencias, y las ciencias
necesitan las imágenes. La geometría encuentra en el grabado con buril una
traducción en las soberbias planchas de Wenzel Jamnitzer y su Perspectiva corporum
regularium, publicada en Nuremberg, en 1568, la anatomía del cuerpo humano en las
del famoso tratado de Vesalio, De Humani corporis fabrica, de 1543, y la geografía
en el Atlas major del impresor holandés Blaeu, la mayor empresa de edición del siglo
XVII.
La imagen permite no solamente el trabajo de laboratorio a partir de prototipos, la
modelización del mundo, sino que tiene otra ventaja de la que carece el texto: la
imagen ignora las barreras entre las lenguas y transmite su saber sin fronteras. El
lenguaje de los iletrados, con demasiada frecuencia se olvida que es también el de los
eruditos. Maqueta del mundo, la imagen se deja reducir o agrandar fácilmente:
microscopio y telescopio, ella permite la comparación teórica, mediante la reducción a
la misma escala de los objetos por comparar; el átomo y la galaxia se codean en ella y,
en historia del arte, el estilo de la más modesta medalla puede ser comparado con el
de una estatua monumental; en imagen, no hay arte menor, como lo proclama André
Malraux en su Musée imaginaire.

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Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
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Dibujos y diseños
La imagen científica, a la cual se tiende a agrupar bajo el nombre más trivial de
imagenología científica, también se separó de las colecciones que los príncipes y los
eruditos reunían bajo el término gabinetes de curiosidades, desde finales de la Edad
Media. Las flores desecadas, los animales embalsamados, las piedras preciosas se
mezclaban allí con los objetos exóticos, los manuscritos y las estampas. El objeto de
colección es ya una imagen, en la medida en que es una muestra que representa una
especia o, por el contrario, un caso extraordinario. Es intermediario entre la realidad y
la imagen, puesto que, como ella, permite la observación de una naturaleza afinada.
De esa observación experimental, lentamente, salió la práctica del dibujo y el
impulso de la industria le aseguró ampliamente su fortuna. Los ingenieros necesitan
figuras exactas, mientras que los investigadores requieren preparaciones bien hechas.
El dibujo se emancipó de los libros, se deslindó de los frescos que adornaban las ricas
moradas o las iglesias, como el cuadro lo hizo de las iluminaciones y de los retablos.
La palabra dessin (dibujo) adquirió un sentido doble: es el trabajo preparatorio para
una obra acabada (pintura, mueble, arquitectura, máquina), pero también es su plan, su
proyecto, su dessein (deseo, designio).*
En el mundo occidental moderno, el dibujo [dessin] aparece en la Edad Media, grabado
sobre pergamino en los cuadernos de arquitectura de Villard de Honnecourt (entre 1230 y
1240), o bajo forma de sinopia, esbozo rápidamente trazado sobre el yeso fresco antes de
realizar el fresco, o también en cartones para los vitrales y tapicerías. La historia del
dibujo, como la de la imprenta, estuvo ligada a la importación del papel, soporte volante,
provisional, que permite una gran diversidad de herramientas y de pigmentos: lápices,
tintas, dibujos con aguadas, acuarelas, guachas, carboncillo, minas de plata o de plomo,
barritas de pastel, tiza, crayón, piedra negra, etc.

El instrumento de la ciencia
Mientras que la naturaleza está en constante movimiento, la imagen permanece inmóvil.
Ella representa precisamente lo que no se puede ver. Es una prótesis de la mirada cuando
registra lo infinitamente lejano o lo infinitamente pequeño, pero también cuando diseca un
cuerpo humano, devela un mecanismo oculto, explora el centro del mundo. Es instrumento
de laboratorio que nos enseña que la realidad no se limita a lo que percibimos. Incluso los
científicos, después de haber instrumentalizado la imagen, desconfían de ella.
El abuso de imágenes puede ser peligroso: representar una realidad invisible siempre
conlleva un riesgo de error, y muchas imágenes de física o de astronomía sólo tienen un
valor pedagógico, que llega hasta falsear su objeto, de tal modo que pueda “dar una idea” a
los ignorantes, pero inmediatamente es desmentida por el especialista. Así, más allá de la
investigación, la imagen fue una herramienta de vulgarización de las ciencias, que produjo
obras maestras de arte como las de Pierre-Joseph Redouté (1759-1840), el “Rafael de las
flores” o las planchas de animales del dibujante norteamericano John-James Audubon
(1786-1831). En 1739, el abad Pluche publicaba en ocho volúmenes ilustrados su Spectacle
de la nature, ou entretiens sur les particularités de l'histoire naturelle qui ont paru les plus
propres à rendre les jeunes gens curieux et à leur former l'esprit.
El debate acerca del uso de la imagenología científica puede tornarse áspero cuando

* Dessin: fr. Dibujo; Dessein: fr. deseo, ánimo, blanco, designio, estudio, finalidad, intención, intencionalidad, intento,
objeto, plan, plano, propósito, proyecto, traza, trazado, voluntad (t).

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uno se interroga sobre la oportunidad de comunicar imágenes médicas a las mismas


personas representadas en ellas. Cuando a mediados del siglo XVIII, se pretendió poner al
servicio de la anatomía las nuevas técnicas del grabado en color –más demostrativas– para
representar al natural los despellejados en todos sus detalles, los cirujanos protestaron,
prefiriendo a esas planchas aduladoras e ilusionistas los rigurosos realces con trazos en
blanco y negro. En 1801, Xavier Bichat sólo veía en ello “monumentos de lujo, en los
cuales el brillo exterior oculta un vacío real”.
La realidad que estudia la ciencia moderna escapa a la imagen como al espíritu y
sólo se expresa a través de símbolos matemáticos. La imagen deja escapar las más
pequeñas partículas de la materia; sólo capta las huellas fulgurantes de su trayectoria, y
la inmensidad de los agujeros negros sólo es representada por su ausencia. Los colores
de las imágenes llamadas de resonancia magnética, o las de los mapas de teledetección,
son tan chispeantes como los de las confiterías, no representan la realidad y sólo están
destinados a la interpretación. La imagen restituida no es lo que se ve, sino lo que se
debería o se querría ver. A veces, en las ciencias más exactas, la imagen describe lo
que se imagina y solamente muestra hipótesis. La imagen de la naturaleza sigue siendo
un artificio. La más objetiva sigue siendo una mentira, el resultado de un compromiso,
como ya lo era entre el hombre y los dioses.

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Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
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VI. El milagro de la reproducción


En su prospecto para lanzar su Enciclopedia, Diderot preveía, en 1750, un
complemento de 600 planchas en dos tomos: publicó doce entre 1762 y 1772. “No
acabaríamos nunca, escribe, si nos propusiéramos convertir en figuras todos los
estados por los que pasa un trozo de hierro antes de ser transformado en aguja”. Se
habría podido creer que esa avalancha de imágenes, reproducidas y difundidas en gran
cantidad, arruinaría el valor sagrado de la imagen, fundado en una relación
privilegiada, directa, natural o sobrenatural, con un original transcendente. Esto no es
totalmente falso, pues la imagen fabricada ante nuestros ojos, expandida por todas
partes, confiesa su artificio y se devela como instrumento mediático.
La superchería de los iconos, la superstición de las reliquias que los protestantes
habían condenado, se convirtieron en evidencias, y ya no es incongruente denunciar las
manipulaciones de la imagenología política o publicitaria. Sin embargo,
paradójicamente, subsiste aún la idea de un modelo inicial al cual pertenecería la
imagen, del cual ella sería el agente y cuya fuerza colectiva nos inspiraría temor o al
menos respeto. Cuando el modelo de la imagen es imaginario, hay que admitir que ella
no proviene de él, sino que ella lo produce. El papel de la imagen es entonces dar
consistencia a ese modelo inexistente.
La profusión de imágenes actúa en los dos sentidos: en uno, el número degrada el
valor “fiduciario” de la imagen, como una moneda en tiempo de inflación, pero en el
otro, él conforta la del modelo, exaltado por la abundancia de sus representaciones. La
multiplicación de las grabaciones no ha destruido la imagen de la vedette, por el
contrario, más bien ha reforzado el valor de su presencia real, live, como se dice, o “en
concierto”, hasta la idolatría. De igual modo, las reproducciones de las obras de arte
magnifican su modelo, cuya autoridad es trasferida al artista que hereda ese prestigio.
La reproducción, lejos de desvalorizar el original, es heredera de una parcela de su
prestigio y refuerza su poder.

El ascenso de un arte menor


El éxito de las estampas, que acompaña el ascenso del tercer Estado, es contemporáneo
de la celebridad del dibujo. El dibujo, herramienta experimental del artista o del sabio,
adquiere un valor pleno de objeto de arte, a ejemplo del cuadro. De éste, tiene la
autenticidad, que lo asocia a la mano de su creador, la originalidad y la movilidad.
Como el cuadro, se convierte en propiedad privada de su comprador, entra en su
patrimonio y le confiere un estatuto de aficionado o de erudito. Menos costoso y
menos voluminoso que el cuadro, y sin embargo, como él, único, el dibujo honra a
quienes pueden adquirirlos en grandes cantidades, coleccionarlos, compararlos, y
también exhibirlos.
Los coleccionistas de imágenes se multiplicaron al ritmo de la ampliación de la
aristocracia y del impulso de la burguesía en el siglo XVI y sobre todo a comienzos del
siglo XVII. Las encuestas sobre el gusto por la pintura de ese periodo hacen aparecer la
importancia que toman los géneros llamados “menores”, propicios al realismo con los
cuales se podía adornar los apartamentos o las casas de campo, en los medios de la
nobleza de toga (la que compró sus títulos con sus cargas), los oficiales de la corte y
los comerciantes ricos.

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En la lista de los coleccionistas de su tiempo, legada por el más importante de ellos,


Michel de Marolles (cuya colección de cien mil estampas, comprada por Colbert en
1666, fue el núcleo del Gabinete de las Estampas de la Biblioteca Nacional de
Francia), se vuelve a encontrar las mismas categorías medias: un tercio se compone de
eclesiásticos letrados, como era el caso de Marolles, otro tercio eran parlamentarios, el
otro provenía de profesiones liberales (profesores, médicos, hombres de negocios,
artistas). Esta clientela ávida de imágenes y de obras de arte favoreció la producción de
las ilustraciones de grandes obras literarias, paisajes o retratos, que la crítica
académica, ligada a la aristocracia, situaba en lo más bajo de la jerarquía de los
géneros, para dejar la primacía a los cuadros religiosos, a las escenas de la mitología y a
los cuadros de historia, preferentemente bíblica o antigua.

El mercado de la reproducción
El primer retrato grabado de una plebeya (exceptuando los autoretratos de artistas),
fue el de Marguerite Bécaille, fundadora de obras caritativas, elaborado por Louis
Desplace, en 1715, según Largillière. La demanda de obras de arte burguesas era
fuerte en toda Europa, como parece haber sido creciente también en Japón. Se
requerían obras de pequeño formato, de precio modesto, pero que conservaran algo
del toque autógrafo del creador, próximas del original también, para conservar el
precio y la rareza. Se necesitaban entonces dibujos. Los artistas los aportaron. Los
talleres, a decir verdad, estaban llenos de ellos y aunque sólo eran estudios,
rápidamente pasaban a manos de los comerciantes de arte. Luego, se podían
ejecutar, especialmente para los aficionados y hacer del dibujo en si mismo un
género artístico. A falta de dibujo, se compraban estampas, realizadas a partir de un
dibujo o como reproducción de un cuadro. Para los aficionados y los artistas, la
estampa sólo era un medio de reproducir obras. Todavía en 1791, Quatremère de
Quincy, teórico del arte, decía: “El grabado no es y nunca podrá ser un arte”.
Así se organizó, en Francia y en Inglaterra principalmente, a lo largo del siglo
XVIII, un mercado del arte estructurado y jerarquizado. En Francia, Le Mercure galant
pretende, en 1686, publicar “la lista de las bellas estampas que se graban y de los cuadros
de donde se inspiran”. En 1704, Le Mercure de France anuncia: “Todas esas estampas son
originales, hechas por M. Perelle y otros excelentes grabadores”. En 1718, el comerciante e
historiador del arte Pierre-Jean Mariette va a Viena para clasificar los 290 volúmenes
encuadernados en cuero rojo de las estampas del príncipe Eugenio de Saboya, (hoy La
Albertina). En 1725, Le Mercure de France publica sus primeras críticas de arte (es decir
de la pintura). En 1741, aparece la compilación grabada de los cuadros de la colección del
riquísimo Crozat, mecenas de Watteau.
Miniaturas y pasteles ya habían aparecido en el Salón de 1739, las guachas en 1759.
Para reproducir mejor los cuadros, los grabadores utilizan la manière noire, que permite
alcanzar los relieves. Pero el procedimiento es largo y los ingleses prefieren el puntillado y
la ruleta. Otros procedimientos, como el aguatinta, dan la ilusión del dibujo y respetan las
medias-tintas. Sin embargo, para remplazar el cuadro en los interiores opulentos, el
grabado debe ser en colores. Ahora bien, para ser en colores, la estampa debía ser
coloreada a mano, iluminación preciosa para ejemplares únicos, o procedimiento burdo
para las series populares. ¿De qué manera conciliar ambas e imprimir el color en todos sus
matices a partir de una plancha? Eso parecía imposible, hasta que Newton, en 1666,
observa la refracción de los colores a través de un prisma triangular, y publica, hacia

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1672, la demostración de su composición. Todo color puede ser obtenido a partir del
negro y de los tres colores primarios: amarillo, rojo y azul. En 1735, Jacques-
Christophe Le Blon perfeccionó la cuatricromía que exigía (y exige aún) la
descomposición de las tintas en cuatro matrices básicas extraídas una tras otra sobre la
misma página. Es eso lo único que hacen las impresoras de nuestros computadores y
necesitan cuatro cartuchos diferentes. Esa práctica se convirtió en una pasión: para
reproducir cuadros y dibujos, se vio aparecer la estampa a la manera del lápiz, en
1759, a la manera del dibujo con aguada, en 1766, a la manera del pastel, en 1769, a
la manera de la acuarela, en 1772.

La democracia de los gustos y los colores


El Cabinet des singularitez d'architecture, peinture, sculpture et gravure, de Florent le
Comte, primer manual para los aficionados, apareció en 1699. En ese mismo año, Roger de
Piles publicaba una teoría de la pintura. Es la época de las primeras ventas de arte públicas
y de la aparición de los primeros grandes comerciantes de pintura y de estampas. El primer
Salón, exposición nacional que, en el Louvre, en los locales de la Academia, tenía el
monopolio de la pintura, tuvo lugar en 1727. Después de 1730, las ventas se multiplican,
las estampas circulan de colección en colección. Se publican los catálogos de los
artistas favoritos, como Bernard Picart, en 1750. El comerciante Basan escribe en
1767: “Me di cuenta desde hace varios años que los catálogos de ventas de estampas
eran buscados afanosamente”.
Los años 1750 marcan ese instante en el cual la burguesía se apodera del arte bajo
la forma de un mercado: la imagen, en una sociedad que busca su jerarquía, se
convierte en un marcador social según el cual cada quien inscribe sus ambiciones y su
concepción del mundo. La imagen artística, a través del estilo de los artistas, los temas
abordados, la rareza de las obras y la naturaleza más o menos lujosa de los soportes se
convierte en el propagador de las ideologías, que la crítica transforma en campo de
batalla y el mercado en ostentación de las fortunas.
En 1750, el alemán Baumgarten publicó una obra cuyo título dio nacimiento a una
disciplina: Aesthetica. El comerciante Charles-François Joullain anota en sus
Réflexions sur la peinture et la gravure, en 1786: “El número de comerciantes
aumentó [...] hasta tal punto que sorprende, tanto más cuanto apenas se podía
sospechar de dónde habían salido en tan poco tiempo.” El arte, librado a eso que se
llama la “dictatura del mercado”, pasó del régimen aristocrático (cuya doctrina rezaba
que, en materia de gusto, el rey sólo se permite el suyo propio) al régimen
democrático (en el cual Zola, crítico de arte, podía decir que el Salón era una vasta
confitería en la cual se hallaba bombones para todos los gustos).
Mientras tanto, Francia había vivido tres revoluciones. La imagen es para todos,
pero cada clase tiene las suyas. La jerarquía social se ve estructurada por la jerarquía
de imágenes que cada quien posee, por sus colecciones o por su decoración, según su
grado de autenticidad, de rareza y de preciosidad, como lo cuenta Marcel Proust al
comenzar Du Côté de chez Swan, a propósito de su abuela: “Pero en el momento de la
compra, y aunque la cosa representada tuviese un valor estético, ella encontraba que la
vulgaridad, la utilidad, recobraban demasiado rápido su lugar en el modo mecánico de
representación: la fotografía. Ella intentaba maniobrar con astucia, cuando no eliminar
íntegramente la trivialidad comercial, al menos reducirla, substituirla lo máximo
posible por mucho más arte, introducir como varias ‘capas de arte’...”.

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La teoría del reflejo


Es curioso constatar que otro mundo, el Japón, conoció una evolución semejante de la
imagen de arte, practicada con tanto más cuidado pues su escritura ideográfica ya era
un arte plástico; además, allí la religión no había lanzado las mismas prohibiciones y
la relación con la naturaleza no supuso los mismos controles. Las estampas japonesas,
talladas sobre madera e impresas por el sistema de sello con tintas más fluidas, se
expandieron durante el siglo XVIII entre una nueva burguesía que, como la de
Europa, aportó el color y el gusto por los “pequeños géneros”, preparando así el
advenimiento de las clases mercantiles que debían destronar el antiguo régimen y
abrirse a la occidentalización.
Así se confirmaba lo que se llama la “teoría del reflejo”, que considera que la
imagen artística, independiente del aporte personal de su autor, es siempre la imagen
de la sociedad en la cual aparece. Todo el mundo se pone de acuerdo: Marx y
Napoleón III estaban de acuerdo en eso. Y sin embargo, esta evidencia plantea
problemas: ¿De qué manera ciertas imágenes pueden reencontrar un sentido en épocas
y en medios tan lejanos? ¿Por qué, por ejemplo, e1 arte japonés encontró tal
admiración en la Europa de finales del siglo XIX? O mejor aún, ¿por qué las máscaras
africanas, de las cuales se ignoraba todo, encontraron una nueva vida en los talleres de
los pintores cubistas?
La imagen artística atraviesa las fronteras y las lenguas según ese fenómeno que se
ha llamado sucesivamente renaciemientos, renewals, revivals, supervivencias, (la
nachleben de Warburg) o también conversion (Didi-Huberman), y que Malraux llamó
el doble tiempo del arte, (el de su creación y el de su recepción) o metamorfosis. Sin
embargo, no es esta lengua universal la que se espera siempre: las formas pueden
olvidarse o permanecer mudas. Rembrandt no tenía solamente admiradores entre los de
Rafael. Los historiadores deben explicar de qué manera ese famoso “reflejo” funciona
en la larga duración con esos eclipses. Otro argumento socava la teoría del reflejo:
realmente parece que la imagen no es el espejo pasivo de una coyuntura: ella juega allí
un papel activo que contribuye a construirla o a hacerla evolucionar.

Propaganda, instrucción, información


La mecanización de la reproducción y su industrialización fueron un agente eficaz de la
democratización mediante la instrucción y la información de las masas. Desde el siglo
XVI, la imprenta de la imagen fue movilizada para la propaganda de ambos campos de
las Guerras de religión. Tuvo sus historiadores, como Tortorel y Perrissin, quienes
publicaban en grabados, en maderas rústicas, pero económicas los episodios notables.
Tuvo sus coleccionistas, como Pierre de L'Étoile, que juntó todo lo que encontraba en
venta en el Pont Neuf y todo lo que circulaba como volante, para conservarlo como
testimonio.
En el siglo XVII, el praguense emigrado en Londres, Wenceslas Hollar, o el
holandés Romeyn de Hooghe, contra la conquista de su país por Louis XIV, expusieron
en aguafuerte la crónica de su tiempo. La Revolución francesa fue también una guerra
de las imágenes, caricaturistas ingleses contra los sans-culottes sanguinarios. Los
Tableaux historiques cuentan en imágenes el día a día de los acontecimientos parisinos
y Boyer de Nîmes conservaba celosamente las Caricatures de la Révolte des Français.
El pueblo también quería sus imágenes. Una imaginería popular, grabada en madera y

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coloreada, se desarrollaba en los centros regionales, entre los cuales, el de Epinal, el


más célebre de Francia, conoció su apogeo a comienzos del siglo XIX, difundiendo la
moral y la historia del Imperio. La imagen popular, siempre sospechosa de pereza y de
frivolidad ante los clérigos, conoció sus defensores entre los pedagogos.
El checo Comenius había publicado en 1658 uno de los primeros métodos de
aprendizaje de la lengua mediante la imagen. De igual modo en 1693, el filósofo inglés
Locke anotaba, a propósito del joven lector, en su obra Algunos pensamientos sobre la
educación, que “... si su ejemplar de Esopo contiene ilustraciones, eso lo divertirá
mucho más y lo animará a leer”. Si la imagen suscitaba, y suscita aún, tantas
reticencias, es porque ella es indócil. Sin estar rigurosamente codificada, es sentida
antes de ser comprendida. No se aprende como una lengua y escapa a la férula de los
maestros. El mundo de la educación le fue por mucho tiempo hostil y, a comienzos del
siglo XX, Anatole France reprochaba todavía a sus maestros “que enseñaran a topos”,
como algunos todavía hoy.
La necesidad de imagen era no obstante irreprimible: las guías de viaje, los
canards, esas hojas sensacionalistas ancestros de nuestros tabloides, los calendarios,
las réclames (hojas publicitarias) y los tracts (hojas volantes) hacían penetrar la
imagen en los hogares modestos. La imagen impresa, incluso en los interiores
burgueses, había remplazado las tapicerías en forma de papel de colgadura, cuya moda
se expandió después de 1760, lo que exigió la instauración de una pesada industria
hecha de maderas grabadas ensambladas y de largas mesas de impresión que todavía
pueden admirarse en el museo de Rixheim. La técnica utilizada para producir esas
imágenes panorámicas estuvo en el origen de los primeros afiches ilustrados en
colores chillones, exhibidos por primera vez en los muros de París, hacia 1840, por
obra del impresor Jean-Alexis Rouchon. La “réclame” que hasta ese momento se
expresaba únicamente a través del texto, se adornó con llamativas imágenes que
transfiguraron los paisajes urbanos. En 1858, Jules Chéret triunfaba con sus afiches
litografiados en colores azucarados y, hasta finales del siglo, muchos coleccionistas
fueron contagiados por la affichomanie. Los anunciadores todavía lo están.

El tiempo de la prensa y de las actualidades


La prensa tardó en integrar la imagen, cuya producción era larga y costosa, y
solamente en 1789 apareció un periódico ilustrado, Le Cabinet des modes, publicado
en Amsterdam, que insertaba en sus cuadernillos, cada quince días, dos aguafuertes
coloreados a mano. Sin embargo, ni las maderas grabadas ni el grabado en cobre
(tailles-douces) permitían una producción rápida. Únicamente la litografía, inventada
en 1796, pudo dar nacimiento a una prensa de actualidad ilustrada.
La demanda de imágenes para todo uso había estimulado a los inventores y las
técnicas de reproducción se multiplicaban. Nació la idea de grabar sobre acero para
imprimir los billetes de banco, para el caso del dólar americano. El grabado en agua-
fuerte sobre acero permitió alargar los tirajes e ilustrar con abundancia libros
destinados a las clases medias, novelas, viajes, enciclopedias. El inglés Thomas
Bewick practicó, a partir de 1790, el grabado en madera de bout. Técnica que consiste
en trabajar con buril sobre madera, en sentido contrario al hilo, para obtener planchas
muy resistentes que permiten ilustrar diccionarios, manuales y sobre todo magazines.
Un empresario audaz, Charles Knight, lanzó en 1830, con éxito, el Penny
magazine, y en 1833, la Penny Cyclopaedia, inmediatamente imitado por el francés

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Édouard Charton con Le Magasin pittoresque que, gracias a varios equipos de


grabadores en madera, relevándose día y noche, y dos máquinas a vapor, podía ilustrar
8 páginas e imprimir 1800 páginas por hora, con un tiraje semanal de 100000
ejemplares a dos centavos. Esta avalancha de imágenes a bajo precio inquieta a los
letrados: “Dónde encontrará refugio el buen gusto, si se inunda de esta manera al pobre
público?”, exclama un crítico.
La industrialización de la imagen apenas acaba de comenzar. Después de 1835, la
galvanoplastia permitió cubrir las placas grabadas con una película metálica dura y así
imprimir grabados a gran tiraje. El empleo del papel mecánico fabricado en rollo y ya no
hoja por hoja abría la vía de los grandes magazines semanales ricos en imágenes
espectaculares. El primero fue el Illustrated London News en 1842. La primera página de su
primer número mostraba el incendio de Hamburgo: debido a los afanes, un dibujante había
añadido las llamas a una vieja vista de la ciudad. La primera imagen de actualidad era ya
fruto de un truco. Un año más tarde, este ilustrador fue imitado en Francia por
L’Illustration.
La verdadera novedad del siglo XIX fue la invención de la litografía por el alemán
Aloïs Senefelder. Un simple dibujo en pastel sobre una piedra que retenía la tinta ofrecía
por fin la posibilidad de dibujar en lugar de grabar, es decir, imprimir directamente
cualquier escritura o cualquier imagen, como sobre un manuscrito. El divorcio entre el
texto y la imagen había terminado. La litografía fue inmediatamente empleada para
reproducir mapas geográficos, partituras musicales, pero sobre todo imágenes baratas
acusadas de mal gusto, portadas de novelas, caricaturas... en una época en que las masas
acceden a la política. Ella permitía también a los pintores románticos, como Delacroix,
hacer obras populares y a los académicos difundir ampliamente la reproducción de sus
obras maestras. Fue gracias a la litografía que pudo aparecer en París, en 1832, Le
Charivari, primer cotidiano ilustrado, con un tiraje de 3.000 ejemplares, que publicaba las
cargas republicanas de Honoré Daumier.

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Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
Medellín, 2009.

VII. Fotografía: ¿la adherencia a lo real?


La fotografía no fue una invención más. Como sucede actualmente con Internet, la
invención de la fotografía provocó un entusiasmo sin medida. Bruscamente, la realidad se
imponía como referencia directa de la imagen. El hombre ya no tenía que intervenir: la
foto, escribe, Roland Barthes, adhiere a la realidad.
En esa fórmula hay una gran verdad y un gran error. Es cierto que la foto sólo puede
reproducir la realidad: no se puede fotografiar un sueño, excepto si primero se lo representa
en la realidad. Las fotos llamadas “abstractas” sólo son las imágenes de una realidad que se
ha vuelto irreconocible. También es cierto que lo que se capta en la foto es todo lo que
capta el objetivo, incluso lo que el fotógrafo no vio, aquello que él hubiera querido expulsar
de su campo visual. En 1945, el reportero ruso Khaldei immortalizó al soldado que tomó
por asalto el Reichstag en Berlín, sin darse cuenta de que él exhibe inocentemente sobre su
brazo glorioso los relojes de pulso robados al enemigo, los mismos que hubo que borrar de
la imagen. Todas las fotos de prensa, o casi todas, son objeto de retoques antes de la
publicación: los lunares de las modelos, los postes que afean el paisaje. No hay foto sin
realidad.
Sí, la realidad adhiere a la foto. Creer que la foto es la copia conforme de la realidad es,
no obstante, pura ingenuidad, pero tiene que ver también con esa vieja concepción mágica
de la imagen como modo de existencia de la realidad. Ella despierta nuestra vieja creencia
encantada en la consustancialidad entre la imagen y su modelo, tanto más cuanto que la
imagen fotográfica es el resultado de una emanación física, luminosa, de un modelo que,
necesariamente, existe. Nos da dificultad deshacernos de esa creencia tenaz según la cual
nuestra imagen nos pertenece y nos es arrebatada. Al permitir las imágenes automáticas del
photomaton* o las de las cámaras de video-vigilancia, la foto nos oculta su juego al
hacernos creer en su objetividad. La digitalización, al anteponer el artificio de la imagen y
la posibilidad de rediseñar una fotografía, nos ha abierto los ojos sobre el “efecto de real”.
Hay que admitir que detrás de cada objetivo, incluidas mis gafas, hay una expectativa y una
escogencia.

Mientras llega la foto


La fotografía no nació como caída del cielo, ni siquiera en la cámara obscura del ingenioso
Nicéphore Niépce. Ya la voluntad, que hemos seguido desde el siglo XIII en Occidente, de
juzgar la imagen según su fidelidad a las apariencias y a la exactitud de su observación,
anunciaba la fotografía.
El mercado del retrato siguió la curva ascendente del poder de la burguesía, ligado a la
promoción de la imagen corporal de cada quien. Los salones de la segunda mitad del siglo
XVIII, en Londres y en París, se llenaban de miniaturas y de medallones. La moda era la de
las siluetas recortadas por un virtuoso en un papel negro, de los retratos caligrafiados del
“famoso Bernard” que esculpía un rostro hábilmente de un sólo trazo y que incitaba a los
aficionados a “hacerse escribir”.
Poco antes de la Revolución, Gilles-Louis Chrétien hacía correr todo París hacia los
jardines del Palais Royal con sus fisiono-trazos, ancestros del photomaton. Un brazo
articulado reportaba el perfil de la persona sobre una pequeña placa de cobre que se tiraba

* Photomaton: en Francia, cabina que permite tomar y revelar fotos automática e instantáneamente (t).

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Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
Medellín, 2009.

al agua-fuerte: seis minutos de pose y cuatro días para entregarle al cliente una docena de
pruebas de cinco centímetros de diámetro, sumariamente coloreados a mano. Cien fisiono-
trazos fueron presentados en el Salón de 1793, 600 en el de 1796.
Todos los componentes de la fotografía estaban reunidos. La propiedad de la cámara
oscura de proyectar los reflejos invertidos sobre el fondo de una caja negra con un agujero
ya era conocida por Aristóteles. Así se fabrican todavía cámaras primarias, con el nombre
de estenopos o cámaras estenopeicas. Las aplicaciones del dibujo con cámara clara, a
través de un marco cubierto con un papel translúcido cuadriculado, para calcar la copia de
un paisaje y facilitar la captura de la perspectiva, habían sido estudiadas en el siglo XVII
por Abraham Bosse, grabador y matemático. El ennegrecimiento de sales de plata por
medio de exposición a la luz era utilizado para transmitir mensajes secretos, y la capacidad
del hiposulfito de sodio para fijar esas imágenes virtuales había sido demostrada en 1802.
Hacia 1817, lo que buscaban Nicéphore Niépce y muchos otros era reportar esas
imágenes naturales directamente sobre una piedra o un zinc litográfico para poderlas
imprimir. Lo que diez años más tarde consiguió Niépce, sólo respondía de manera parcial a
sus expectativas. No solamente sus imágenes bastante vagas eran en blanco y negro, sino
que no eran reproducibles. Murió en 1833 legando a su hijo ese semi-logro.
Hacia 1760, Marie Tussaud había aprendido por el médico Philippe Curtius el arte de
esculpir bustos de cera, mediante el cual se resucitaba las efigies mortuorias romanas, e
hizo de ello una atracción en París, en el Palais Royal, antes de ser condenada, bajo la
Revolución, a ser decapitada, luego perdonada y exilada en Inglaterra donde su teatro de
celebridades de cera atrajo las muchedumbres. La fascinación por la semejanza invadía al
pueblo. Los espectáculos llamados Panoramas, decoraciones inmensas que, a partir de
grandes efectos de luz y sombras, reconstituían la batalla de Austerlitz o una aurora boreal,
eran el furor en los bulevares parisinos.
Uno de sus empresarios, Jacques-Mandé Daguerre, perfeccionó el procedimiento de
Niépce y obtuvo una imagen fijada sobre metal a la que bautizó daguerrotipo. Vendió su
patente al Estado que “hizo don a la humanidad”, es decir a los industriales y los
aficionados que quisieran explotarla. Francia descubría el liberalismo, la libre empresa y su
divisa: “¡enriquézcanse!”. El anuncio del descubrimiento fue hecho de forma solemne el 7
de enero de 1839 ante las cinco academias reunidas, por el diputado de izquierda y célebre
físico François Arago, cuyo discurso lírico profetizaba: “Veremos pronto las bellas
estampas que sólo se encontraban en los salones de los ricos aficionados, adornar hasta la
humilde morada del obrero y del campesino”. No se equivocaba.
Sin embargo, así como las “heliografías” de Niépce, el daguerrotipo tampoco era
reproducible, lo que constituía una limitación mayor para su industrialización. La
fotografía, tal como la conocemos, la debemos al inglés William Henry Fox-Talbot, quien
logró, en esa misma fecha, sensibilizar un papel translúcido, el “negativo”, del cual se
podían sacar tantas pruebas como se quisiera. No sin dificultades: le llevó dos años, de
1844 a 1846, publicar un libro cuyo título es significativo, Pencil of Nature, que contenía
24 planchas pegadas en cada ejemplar. Ni Talbot ni Daguerre respondían verdaderamente a
las expectativas de imprimir las imágenes fotográficas. Se necesitó otro medio siglo para
llegar a ello.

La daguerromanía
La primera pregunta que plantearon los senadores, el día en que Arago les propuso que el
Estado adquiriera la prodigiosa patente, fue: “Pero, ¿hace el daguerrotipo el retrato?” Esa

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pregunta ansiosa resume todo el desafío de la imagen humanista. Desafortunadamente,


todavía lo hacía mal: los largos tiempos de pose, la exposición al sol necesaria,
transformaban las poses en sesiones de tortura, lo que no impidió el furor de la
daguerromanía.
Las principales víctimas de la fotografía fueron los pintores y los grabadores de
reproducción. Sus inquietudes legítimas y los pronunciamientos violentos que hicieron en
contra del “instrumento-espejo”, revelan hasta qué punto la ideología de la imagen
ilusionista se había convertido en un dogma. El respeto por la naturaleza debía, desde
Rafael, negociar con la idealización de las formas, frágil compromiso que los “realistas”
consideraban como una hipocresía. La aparición de la fotografía provocó la caída de las
máscaras. Con respecto a la reverencia hacia la naturaleza, el idealismo se vio como una
mentira piadosa. Por su parte, el realismo debía confesar que buscaba, no tanto representar
la naturaleza tal como es, lo que la fotografía también hacía bien, sino más bien promover
el gesto personal del artista y dramatizar un mundo en movimiento, tal como lo
representaban Turner o Goya.
La imagen de arte, cuadro, dibujo, estampa, liberada de toda regla ligada a un orden fijo
del mundo, se convertía en el terreno de batallas simbólicas, y en un poderoso marcador
social para las sociedades democráticas cuya jerarquía ya no estaba inscrita de antemano en
gustos obligados. La fotografía fue inmediatamente comprometida en ese debate. ¿Se
trataba de un arte? Los fotógrafos se pretendían artistas, y ciertamente algunos lo eran, sin
importar el sentido que se le diera a la palabra, creador o artesano. Sin embargo, la
fotografía debía su éxito a su capacidad de copiar mecánicamente su modelo. Torpe cuando
se trataba de fijar el movimiento, antes de poder recurrir al procedimiento del colodión,
inventado por Frédéric Scott Archer, en 1851, la foto se convirtió de todas maneras en
sinónimo de testimonio irrecusable, victorioso sobre el lenguaje: “Una descripción es cosa
imposible, me veo entonces obligado a remitirlos a mis fotografías para darles una idea
precisa”, escribe Auguste Salzmann, en 1856, como prefacio a su álbum sobre Jerusalén.
Los retratos en “tarjetas de visita”, los álbumes de viaje, de botánica o de medicina lo
manifiestan inmediatamente. La foto se convierte en un arma política: Gambetta la utiliza
para sus campañas. Sin embargo, de este orador fogoso sólo quedan retratos como padre de
familia. Murió en 1882, poco antes de que se expandiera el uso del gelatinobromuro. Este
procedimiento, perfeccionado por Richard Leach Maddox en 1880, abreviaba los tiempos
de pose hasta lo instantáneo, progreso indispensable y que abre la vía hacia la foto de
reportaje.

Los últimos resplandores del grabado


La fotografía condenaba a muerte el grabado de reproducción, pero su agonía fue larga.
Mientras que la fotografía no pudiera imprimirse, su invención seguía estando incompleta.
La industria esperaba. Procedimientos maravillosos fueron ensayados sin cesar. El primero
data de 1842. Apareció en el primer volumen de las Excursions daguerriennes de Hippolyte
Fizeau, en el cual se yuxtaponen planchas grabadas y aguafuertes sobre cobres
sensibilizados a partir de fotografías.
En 1856, un mecenas, el duque de Luynes, lanzó un concurso para estimular los
descubrimientos, pero el premio solamente pudo ser atribuido en 1867, a Alphonse Poitevin
por sus magníficas, pero todavía caprichosas, fototipias, delante de Charles Nègre,
premiado por sus no menos magníficos, pero igualmente costosos, heliograbados. Las
delicadas fotoglitipias podían ser impresas en 2000 ejemplares. Algunos impresores se

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habían equipado para este ejercicio difícil. Un manual de la época lo describe así: “En los
talleres de M. Goupil et Cie, en Asnières, cinco series de seis prensas cada una, están
ubicadas sobre sendas mesas circulares y giratorias. Cada una de las mesas es maniobrada
por una persona que entinta y carga sucesivamente las seis prensas haciendo girar la mesa”.
Desafortunadamente, ese procedimiento tenía un costo disuasivo y fue abandonado. Los
clichés tirados y pegados uno por uno sobre cartones seguían siendo, al fin de cuentas, el
medio menos arriesgado para editar las fotografías.
Por perfectos que fueran, esos procedimientos no soportaban la producción masiva.
Poco a poco se renunció a las finas fototipias, proveedoras de tarjetas postales, y a los
heliograbados aterciopelados, inspirados en el aguatinta. Los periódicos ilustrados recurrían
a dibujantes cuyos dibujos debían ser pacientemente grabados en madera o en acero para
luego ser impresos. Así, Constantin Guys dibujó para la prensa la guerra de Crimea,
mientras que los fotógrafos Roger Fenton, para la reina Victoria, y Eugène Mehedin, para
Napoleón III, la cubrían con pesadas cámaras, sin poder imprimir sus imágenes. Los
grabadores de reproducción conocieron entonces una época gloriosa, pues eran los únicos
que podían responder a la inmensa demanda de imágenes: reproducciones de cuadros
célebres, vistas turísticas, planchas técnicas, imágenes piadosas, etc. El litógrafo Lemercier
poseía cien prensas en París, Georges Baxter lanzó en Londres sus populares Baxter prints
y la empresa Currier and Ives desarrolló en Estados Unidos una pesada industria de la
cromolitografía de colores llamativos. Más duro será el declive de esas industrias a finales
del siglo XIX, después de los progresos que permitieron, por fin, imprimir las fotografías
en grandes tirajes.

El milagro de la trama
El retrato del científico Chevreul, en el momento de su centenario, fue la primera fotografía
impresa en un diario francés, el 1° de octubre de 1886. Pero el prestigioso semanario
L'Illustration esperó diez años más, antes de pasar del grabado al fotograbado. Este éxito se
había vuelto posible gracias al empleo de la trama, perfeccionada en Estados Unidos y en
Europa a comienzos de los años 1880. La fotografía tramada reduce la imagen a una
multitud de puntos que, más o menos entintados, permiten recuperar los medios-tonos, los
modelados y todos los matices de grises que la imagen necesita para no ser reducida a un
trazo. Las líneas de nuestros televisores y los pixeles de nuestros computadores proceden de
la misma manera.
El similigrabado, tramado por puntos, más o menos amplios, como tantos relieves sobre
los cuales la tinta se fija, podía ser utilizado en medio de textos tipográficos. El resultado
era mediocre, pero suficiente y rápido. En 1890, se intentó utilizar la mordida al aguafuerte
para obtener, a través de una trama, cavidades imperceptibles que retuvieran más o menos
tinta según el procedimiento del heliograbado, que entregaba efectos más fieles, pero debía
ser impreso aparte. También se pudo partir de la litografía, tramada y transferida sobre
aluminio para llegar al procedimiento más corriente hoy: el offset.
Esos procedimientos podían adaptarse a los cilindros metálicos de las rotativas y dieron
nacimiento a la gran prensa de información. Los periódicos norteamericanos Collier’s o
Leslie’s se los apropiaron. El rotograbado fue utilizado por primera vez en el Freiburger
Zeitung en 1910. Acaba de comenzar la era de los “mass-media”, cuya expansión vivimos
en permanencia. Las primeras agencias de prensa nacieron en París en 1905 y los reporteros
fotógrafos, Félix Man o Erich Salomon, se volvieron célebres, mientras que Edouard Bélin
inventaba, en 1907, el belinógrafo que, al transformar los puntos negros y blancos de la

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fotografía tramada en impulsos eléctricos, podía transmitir imágenes a distancia, dispositivo


que tuvo su versión portátil en dos maletas de 73 k., que se embarcaba en coche. En 1935,
se requerían 14 minutos para transmitir una foto. Era mejor que el telégrafo óptico, que la
Convención había encargado a Claude Chappe y que unía París con Lille, en 1793, a través
de 534 estaciones que se observaban mediante binoculares, si hacía buen tiempo.
En 1869, Louis Ducos de Hauron y Charles Cros habían revelado simultáneamente sus
pruebas de fotografías en colores, siempre por descomposición de los colores primarios. En
1903, los hermanos Lumière perfeccionaron un procedimiento de foto en color
particularmente sensible: el autocromo. El millonario y humanista Albert Kahn dotó a sus
operadores con esta técnica y los envió, entre 1909 y 1931, a constituir el primer banco
mundial de imágenes: Los Archivos del planeta, 76000 fotos y 180 kilómetros de películas,
siempre conservados cerca de su jardín japonés y de su bosque vosgiano de Boulogne-
Billancourt. Los perfeccionamientos de la imagen nunca terminaron. En 1881, George
Eastman creó la Eastman Dry Plate Company, que se convertiría en Kodak y produciría en
1888 una cajita portátil provista de una película de cien vistas que costaba 25 dólares y
exhibía el eslogan: “Tic tac, apoye sobre el botón, Kodak hace el resto”.

Treinta ejemplares y nada más


La posibilidad de reproducir masivamente las imágenes, según Walter Benjamin, debía
hacer palidecer el aura de la obra original. Se produjo lo contrario. Rápidamente, la
difusión popular de las imágenes dio nacimiento a un mercado raro de la imagen, cuyos
nuevos aficionados parecían necesitar, para calificarse a sí mismos y, en un mundo
democrático de individuos indiferenciados, reconstituir una nueva nobleza.
El grabado llamado “original”, el que se distingue de una simple reproducción y sólo
obedece a su autor, poco a poco se abrió un lugar en el mercado del arte. Entre el cuadro de
caballete, cuyo éxito no dejó de aumentar, y el prospecto litográfico, toda una gama de
reproducciones se adaptaba a la diversificación de los públicos, del dibujo de prensa y del
“cromo” al “póster” y a la estampa de pintor.
El artista firma esas imágenes impresas como si se tratara de dibujos (como lo hicieron
los impresionistas después de 1874) y limita cuidadosamente su tiraje a pocos ejemplares.
Incluso a veces, paradoja última, como Degas, hace monotipos, imágenes impresas en un
sólo ejemplar. Un decreto francés de 1992 exige que una estampa, para ser original y
escapar al régimen de los productos industriales, sea hecha por el artista mismo y que su
tiraje sea sólo de algunos ejemplares. Para la fotografía, arrastrada también hacia el
mercado del arte, el número de pruebas se fija en 30. La número 31 excluye el conjunto de
la categoría de los objetos de arte.
Mucho antes de la invención de la fotografía, los artistas habían tomado distancia. No
todos fueron aplastados por la avalancha. Lejos de las profecías que predecían su pérdida,
hallaron, como contrapunto de la imagen ilusionista o documental, un dominio en el cual
ellos eran los únicos amos. El arte pictórico se define entonces abiertamente como una
invención capaz de evocar todo el espectro de lo imaginario, hasta la abstracción, componer
otro mundo y no un substituto del mundo. La fugacidad del movimiento, la evocación del
tiempo que pasa, se convirtieron en temas mayores de los pintores y de los grabadores. Se
afirmaron, ya no en dar la impresión táctil de objetos fijos y delimitados en el espacio, que
tienen, de acuerdo con las economías tradicionales, un asiento inmobiliario o de propiedad
raíz, sino en la representación del valor del instante y de lo inestable, de lo íntimo y de lo
trivial, ya se trate de los efectos climáticos de los impresionistas o de las asimetrías del

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ukiyo-e, esas “imágenes de un mundo efímero y móvil”, apreciadas por los japoneses y que
Occidente descubre con embelezo después de 1860.
Es la época de Bergson y sus Données immédiates de la conscience (1889), de la teoría
de la relatividad de Einstein (1905), de À la Recherche del temps perdu de Proust (1913).
La imagen da cuenta de un mundo móvil, en el cual todo cambia y todo se intercambia. La
belleza absoluta de las viejas jerarquías cedió el lugar a la estadística. La matemática
triunfó sobre el lenguaje. En el cambio de siglo, la imagen está por todas partes: el afiche la
pega sobre los muros, la pintura y la estampa la vuelven prototipo del objeto de arte
singular, la ciencia hace de ella una de las herramientas más importantes de sus increíbles
progresos. Sólo le falta el gesto y la palabra.

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VIII. Del teatro de sombras al magnetoscopio


En Indonesia, en Tailandia, en Camboya, el teatro de sombras en el que actúan marionetas
translúcidas sabiamente articuladas es un arte de una extraordinaria sofisticación, que
cuenta las epopeyas nacionales a un público fascinado por la pantalla. El deseo de hacer
mover la imagen habita nuestro espíritu. Muestra sombra proyectada por los rayos del sol
es una imagen elemental que vuelve a suscitar, en negativo, la pregunta por el espejo y por
las relaciones consubstanciales entre nuestro cuerpo y nuestra imagen. El teatro de sombras
conoció en Francia su bella época, antes de 1900, en el cabaret Le Chat noir, en
Montmartre.
Las sombras chinas inspiraron a los inventores, entre ellos al jesuita Atanasio Kircher,
quien sigue siendo uno de los más prolíficos. En 1668, entregó el diseño de la linterna
mágica. Basta una fuente luminosa, vela o aceite, una placa de vidrio con escenas
burdamente coloreadas, un objetivo que las proyecta, aumentadas, sobre un muro blanco.
Otro científico, Johannes Zahn, quería, en 1702, insertar en las placas organismos vivos. A
partir de ese dispositivo simple, que fue durante mucho tiempo la providencia de los
pedagogos y la felicidad de los niños, Etienne-Gaspard Robert, llamado Robertson, realizó
su fantascopio, maquinaria que permitía hacer mover la linterna y obtener en pantalla
grande ciertos efectos que, en 1798, provocaban escalofrío en el público.
Como la foto, el cine tampoco se dio por generación espontánea. Durante todo el siglo
XIX algunos ingenieros hicieron girar las imágenes. En una sola vitrina del museo del
Conservatorio nacional de artes y oficios de Francia, se puede observar, uno al lado del
otro, el fenakistiscopio de Joseph Plateau (1832), el praxinoscopio de Emile Reynaud
(1879), basados en el fenómeno de la persistencia retiniana que pretende que al hacer
desfilar muy rápido imágenes fijas, éstas dan la ilusión de animarse, el taumatropo de John
Ayrton (1825), el poliorama de Armand Lefort (1849), el fotobioscopio (1867), el zootropo
(1870) y el lampascopio (1880). En 1894, Thomas Edison había lanzado sus kinetoscopios,
aparatos individuales en los cuales archivos de imágenes rotativos eran acelerados para
contar una historia en imágenes.
En 1896 fueron registradas 126 patentes de dispositivos para la proyección de imágenes
animadas. Demasiado tarde. Los hermanos Louis y Auguste Lumière habían registrado su
patente el 13 febrero de 1895 y el 28 de diciembre presentaron en el Gran Café, bulevar de
los Capuchinos, el cinematógrafo. Su invención decisiva suponía el uso de una película
suave y la sincronización del mecanismo delicado que gobernaba el desfile regular de las
fotografías a 15 imágenes por segundo, tanto en la toma como en la proyección, ambas
realizadas con el mismo aparato provisto de una linterna, multiplicando así el “efecto de
real”.
Ya el gesto estaba atrapado. Faltaba la palabra. Incluso compuesta como un discurso y
respetando su orden y sus figuras, la imagen seguía siendo una “poesía muda”. Como en el
teatro, había que acompañar la proyección de la película con una representación musical,
mientras se lograba armonizar los soportes: cilindro, disco, bobina, película, y
sincronizarlos. También se encuentra los mismos apasionados descubridores: Charles Cros,
quien hizo imprimir la primera fotografía en color (la reproducción de un cuadro de su
amigo Edouard Manet del Salón de 1882), inventó el paleófono, mientras que Edison abría
en 1876 su compañía, de dónde salieron el fonógrafo, el telégrafo y el micrófono. En 1901,
Léon Gaumont registró la patente de un cronófono, inaugurando así el siglo del audiovisual

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y realizó en 1910 la primera grabación simultánea de sonido e imagen: la conferencia del


profesor Arsène d’Arsonval, célebre físico especialista de las aplicaciones médicas de la
electricidad. El cine fue sonorizado en 1919. En 1927, para Le Chanteur de jazz, el cine
había aprendido a hablar.

La retórica del movimiento


Ligada al sonido, la imagen animada ya no es de la misma naturaleza que la imagen fija. La
primera se inscribe en la duración, tiene un comienzo y un fin. Quiéralo o no, toma la forma
de un relato y se emparienta al mismo tiempo con las artes del lenguaje y con las artes
gráficas, que Lessing separaba en artes del tiempo y artes del espacio.
La imagen animada no es una imagen fija mejorada. La imagen fija y la imagen
animada no son intercambiables. La reproducción del retrato, del paisaje, de la arquitectura,
de los objetos de arte, e incluso de la escena callejera, la captura de lo que Henri Cartier-
Bresson llama el “instante decisivo”, siguen siendo más bien competencia del fotógrafo. El
relato documental, el encuentro, la ficción narrativa recurren al cine. Por un lado, la
geografía, por otro, la historia. La imagen animada sostiene un discurso, incluso cuando es
muda. La imagen fija no dice nada; ella se deja adivinar. En el cine, se puede hablar de
leguaje cinematográfico, de figuras de estilo e incluso de retórica. Los incesantes
comentarios que acompañan la imagen televisada aportan una prueba a menudo irritante.
La imagen animada es un flujo. Detenerla es un acto violento. No se deja visitar como una
exposición ni leer como un libro. Una película no se mira como se mira una foto.
Ciertos sociólogos han notado que, en la misma pantalla, se mira generalmente las
imágenes fijas con los pies en la tierra, el busto recto, acercando la mirada a la imagen;
mientras que las imágenes animadas se las contempla con punto de apoyo, en una postura
más relajada y desde más lejos. Sin duda, por eso la imagen animada, a pesar de su enorme
éxito, no ha conquistado un poder equiparable al de la imagen fija. Tal vez, también se deba
ver en ello el efecto de la relación estrecha y ambigua que la imagen guarda con la muerte.
La imagen animada, se dice, ha vuelto la muerte imposible. Resucita en cada ocasión sus
personajes, como lo escrito lo hace con cada lectura. La imagen fija suspende el tiempo.
Incluso se podría creer que lo detiene. Quizás la moda de la imagen mortuoria, tan
practicada hasta el siglo XIX, nos parece más inquietante, terrible incluso, desde cuando la
imagen puede hacer revivir los difuntos.
Paradójicamente, para animar la imagen fija, hay que multiplicarla, fragmentarla en
instantáneas. La animación es una ilusión de óptica. La imagen permanece fija, es el
aparato el que la hace mover. Lo mismo que el gris grabado o digitalizado es sólo una
infinidad de puntos, la velocidad es una secuencia de inmovilidades, que da razón al sofista
Zenón, quien demostraba que toda partida es imposible puesto que siempre se puede
fraccionarla en segmentos más breves.
El médico Etienne-Jules Marey es considerado a menudo como un precursor del cine,
pues perfeccionó, en 1886, la cronofotografía, dispositivo que permitía estudiar un objeto
en movimiento mediante una serie rápida de instantáneas. Era lo contrario del cine, pues su
objetivo era fijar lo que se mueve y no hacer mover una imagen fija. Los reporteros
gráficos utilizan actualmente aparatos que toman imágenes fijas “en cascada” y los más
sofisticados, en los laboratorios, toman hasta 2000 imágenes por segundo. Siguen siendo no
obstante imágenes fijas.
La imagen animada es prisionera de un tiempo que no le pertenece, el tiempo del
lenguaje, del sonido que la acompaña. Las estratagemas de la imagen animada, para

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despegar su propio tiempo del tiempo de lo que es representado, forman una buena parte de
la historia del espectáculo, desde la regla de las tres unidades, hasta la ficción de lo
“directo” y los artificios diversos: montaje, plano de corte, flash-back, etc. Chris Marker ha
explorado las fronteras y las fallas de esto.
Sólo la imagen fija escapa a la duración de la lectura. Ella se toma su tiempo. Por eso
tiene un peso particular. Lessing continúa teniendo razón: la imagen fija es global e
inmediata. Lo que no quiere decir que no esté impregnada de un largo pasado. El tiempo es
retenido en ella como energías en un acumulador. El espectador puede liberarlas a su
amaño. El tiempo de la imagen fija no es ni el de los relojes, ni el de la lengua. Él aguarda,
almacenado en su superficie, que una mirada venga a despertarlo. Esa mirada posada sobre
una imagen fija, es el beso del príncipe.
Así, en los museos, en las galerías de arte, los cuadros, contrariamente al uso antiguo
que los disponía en mosaicos sobre el conjunto del muro, se suceden sobre les frisos como
para contar su historia, curiosa asimilación de la imagen al libro y a la lectura. El libro
ciertamente retuvo la imagen fija en sus deseos de movimiento. Pasar las páginas no basta
para hacer mover la imagen, que permanece enmarcada en la página e interrumpe la lectura.
Para inventar el cine, se necesitó primero que la prensa acostumbrara al lector a saltar de
una columna a otra, a mezclar cuadros y líneas, a hacer del texto una imagen y cultivar la
moda de los jeroglíficos.
Desde el siglo XVI, se tuvo necesidad de animar los libros mediante planchas plegables,
cuadernillos superpuestos, figuras móviles pegadas a la página. La Cosmografía de Pierre
Appian, de 1524, es considerada como el libro animado más antiguo en la historia de la
imprenta: se puede animar en ella los astros como en un pequeño planetario. Con
frecuencia, los libros de anatomía recurrieron a esas imágenes recortadas que se volvieron
en el siglo XVIII un juego para niños que se llamaba pop-up books.
Los peep shows podían ser más complicados, al ofrecer perspectivas, como en esas
cajas de óptica, teatros en miniatura que restituyen en varios planos, el panorama de
Venecia o de Londres, sobre los cuales se hace caer crepúsculos y levantar auroras, y donde
se ilumina la noche con pequeñas antorchas. El juego de niños se convirtió en juego de
adultos, pues bastaba levantar el techo para ver lo que ocurre en la alcoba, o mirar,
simplemente, por el agujero de la cerradura. La escena, por muy ordinaria o muy real que
sea, es proclamada como la imagen: le basta estar oculta y luego ser descubierta. El secreto
excita el imaginario; develado, aparece como una imagen. La curiosidad hace de todo
objeto una imagen.

Bastardo del libro y de la imagen: el cómic


La fuerza persuasiva del cine, que hizo extasiarse a sus primeros espectadores, proviene del
uso de la fotografía, pero sin ella, la imagen de todas maneras se hubiera animado. La
animación de la imagen es un fenómeno obligado desde cuando la imagen sigue un
discurso. Las más antiguas ilustraciones de Egipto o de Mesopotamia recurrieron al cómic:
esa secuencia de imágenes que, fragmento por fragmento, encadena un relato. La más
célebre es el calvario o Viacrucis. El génesis es relatado en imágenes bajo la cúpula
románica de Saint-Savin, las victorias de Trajano se cuentan así en la columna del foro de
Roma, la conquista de Inglaterra en la tapicería de Bayeux.
Los programas iconográficos, en los libros o en los frisos monumentales, invitan a la
lectura, pues si la imagen solitaria no posee ni las articulaciones ni los códigos que
caracterizan una lengua, por el contrario, las series de imágenes se organizan según una

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lógica discursiva que reposa, como todo lenguaje, en discriminaciones formales de una y
otra. Las disposiciones de las escenas de los vitrales, de los frisos o de los frescos exigen un
comentario.
En el siglo XVIII, el pastor alsaciano Oberlin había inventado las imágenes de
conciliación. Dispuestas en acordeón, presentaban motivos diferentes, según si miraba los
paneles visibles desde el lado izquierdo o desde el lado derecho. El espectador situado a la
izquierda podía ver pájaros, mientras que el que estaba situado a la derecha veía flores.
Oberlin pedía entonces a cada parte que cambiara de lado e, induciéndolos a que adoptaran
el punto de vista de su adversario, les hacía constatar que ambos tenían razón y se
equivocaban.
Se le atribuye a otro pastor, el genovés Rodolphe Tôpffer, los primeros cómics
modernos. Hacia 1830, el romanticismo enaltecía la expresión de los sentimientos, las
efusiones, pero también la mezcla de géneros. El practicado por el malicioso pastor, estaba
muy a la orden del día en los ámbitos popular y letrado. Goethe apreciaba a Tôpffer. Victor
Hugo hizo cómics, pero no los publicó. El cómic no ha perdido aún ese estatuto dudoso, y
perpetúa así la tradición de la imagen como discurso para los simples, pero también como
expresión irremplazable del imaginario.
La fortuna de los cómics proviene de los periódicos ilustrados europeos, desde
mediados del siglo XIX, pero le debe mucho a la herencia de Hokusai y de los mangas
japoneses, así como a los cómics norteamericanos, esos hijos bastardos del libro y la
imagen. En Estados Unidos, como en Japón, la imagen no tenía la mala reputación que
tenía en Francia, donde por mucho tiempo se remplazó las “burbujas” por textos
tipográficos sabiamente recompuestos bajo cada imagen.
Winsor Mc Cay dibujó, a partir de 1905, con Little Nemo in Slumberland (país del
sueño) un cómic que hizo entrar a la imagen en el sueño. Todo se agita. Las formas se
estiran, se imbrican; un personaje que estornuda hace estallar el recuadro de su imagen. El
dibujo animado estaba al alcance de la mano de ese dibujante que hizo de Little Nemo, en
1911, uno de los primeros dibujos animados modernos con 4000 imágenes.
Luego de los flip books y de Edison o del Teatro óptico de Emile Raynaud, el francés
Emile Cohl había realizado en 1908 un dibujo animado titulado Fantasmagorie. Utilizó
luego los alegres animales de Benjamin Rabier, antes de ser contratado en Estados Unidos
donde el ratón Ignaz ya hacía peripecias. Mickey fue concebido más tarde, en 1928, y las
primeras películas de Walt Disney aparecieron en 1929.

Agua y televisión en todos los pisos


Otras técnicas podían hacer mover las imágenes. El alemán Karl Braun y el italiano
Guglielmo Marconi obtuvieron el premio Nobel en 1909 gracias al descubrimiento del
principio del tubo catódico, cámara de vacío recorrida por una corriente, en cuyo interior,
según el Petit Larousse, los rayos de electrones emitidos por el cátodo “son dirigidos a una
superficie fluorescente donde su impacto produce una imagen visible”. Esa propiedad fue
puesta en operación por el ruso Vladimir Zworykin quien, emigrado en Estados Unidos, en
1919, perfeccionó, entre 1923 y 1929, su primer aparato: el iconoscopio, mientras que el
inglés John Logie Baird hacía funcionar a partir de 1925 su televisor, e intentaba incluso el
color en 1928, siempre según el principio de la descomposición tri-cromática.
En Francia, René Barthélémy logró, el 1° de abril de 1931, la primera retransmisión con
una definición de 30 líneas, entre París y Le Havre. En ese mismo año, las primeras

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emisiones hechas en Nueva York desde lo alto del Empire State Building. Paris Televisión
emitió el primer programa regular, una hora por semana, a partir de diciembre de 1932;
algunos estudios fueron instalados en 1935 y la red francesa fue lanzada desde la Torre
Eiffel en 1939. El primer televisor conservó la forma de un tubo, especie de cañón de
imágenes, en cuyo extremo se dispuso la pantalla fosforescente, circular y abombada. La
guerra interrumpió todo. El programa se reanudó en 1947, desde la calle Cognacq-Jay que
difundió, en 1949, el primer noticiero televisado francés. Se necesitaron veinte años para
cubrir el conjunto del territorio con antenas repetidoras.
El procedimiento en colores de Henri de France fue adoptado en 1959, mientras que los
norteamericanos ya tenían el suyo desde 1953. El 10 de julio de 1962, gracias a la antena
del satélite Telstar, enviado desde el “radôme” de Pleumeur-Bodou, hoy transformado en
museo de las telecomunicaciones, la televisión atravesaba el Atlántico.
La producción de las imágenes electrónicas conquistó al gran público. Se las podía
grabar con el kinescopio al fijarlas en una película cinematográfica, procedimiento
demasiado complejo que cedió el lugar a la banda magnética. La grabación magnética,
aunque siempre analógica, procede un principio muy diferente. Según el efecto
electromagnético, descubierto por el danés Hans Christian Oersted en 1820, una corriente
eléctrica actúa como un imán y fija la orientación de las partículas dispuestas sobre un
soporte. La compañía Ampex lanzó los primeros magnetoscopios en 1956, abriendo así el
mercado de la imagen animada para todos y el desarrollo de géneros nuevos, familiares,
profesionales, documentales, o de simple duplicación. Una banda-video difiere de una
película cinematográfica, particularmente porque las imágenes, aunque organizadas en
secuencias, no están separadas allí en imágenes fijas; la grabación es reversible, y el
cassette, fácilmente reproductible, conviene a la vez a los aficionados y a los artistas.
Contrariamente a la foto, el cine o el video, la televisión no ha dado lugar a un arte.
Distribuida (95 % de los hogares en Francia) como el agua y la electricidad, la televisión
reúne círculos de consumidores, no de aficionados. Hasta ahora, pocos realizadores han
dejado su nombre en la historia del arte, y casi siempre solamente como cineastas. Los
éxitos de Jean-Christophe Averty no han compensado las interminables horas de debates y
de retransmisión de películas. Los efectos nuevos reclamados por las cuñas publicitarias o
por los videoclips musicales son sin embargo una mina de creatividad y una escuela para
los realizadores, sostenida por el comercio de los DVD.
Los artistas, los artistas gráficos o los escritores, se han comprometido en el video o en
el arte digital, pero la televisión no ha establecido esa relación singular entre realizadores,
productores y telespectadores. La televisión, cuyos programas y consumo agotan tantas
críticas, casi no es juzgada por su calidad estética o inventiva, a lo mejor sí lo es por sus
proezas técnicas o por la pertinencia de las imágenes. Es más bien recibida como una
imagen ritual. Los sociólogos no dejan de comparar el receptor de televisión, que remplaza
el fuego del hogar, con un altar privado. La fascinación por lo “directo”, la popularidad de
los presentadores, el ceremonial de los juegos, la liturgia de los escenarios de TV, casi
siempre en presencia de un público boquiabierto, servirían para mostrarlo. La televisión es
una misa permanente que, si no reúne creyentes, al menos sí cohesiona a una sociedad. Se
ha convertido en un rito cotidiano, pero como arte, se quedó en arte doméstico.
El desarrollo del “video por pedido”, que permite descargar individualmente sus
emisiones favoritas, al animar las preferencias y su fijación mediante una apropiación
personal, ¿hará de la retransmisión de televisión una obra, y del telespectador un
“aficionado de televisión”? Por ahora, la televisión sigue perteneciendo a la categoría de la

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conversación o del tiempo que hace. Ella ha vuelto trivial la era audiovisual inaugurada por
el cine sonoro.
Desde cuando la imagen se encontró con el sonido, lo táctil, el gusto y lo olfativo, que
son sin embargo los primeros lugares de saber del neonato, quedaron como paralizados. La
vista y el oído, los dos vectores más utilizados de la comunicación humana, dominan sobre
todos los demás. Son los más inmateriales, los únicos que se sabe grabar y transmitir a
distancia. En eso radica su ventaja: fundan relaciones humanas mundiales, y van incluso
más allá de nuestro planeta.

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IX. Bienvenidos a la videosfera


Un tejido de imágenes envuelve nuestro mundo desde cuando entramos en eso que Régis
Debray llama la “videosfera”, esa era en la cual una imagen es más fácil de producir que un
discurso. Las imágenes nos devoran, nos acosan. Estamos inmersos en la imagen. Las
pantallas integradas en los teléfonos móviles cambiaron el uso de la fotografía y las
cámaras de video-vigilancia funcionan sin reflexión. Las imágenes son consumidas en el
lugar o transmitidas inmediatamente, demasiado numerosas para merecer ser conservadas,
tan numerosas que, muy pronto, ninguno de nuestros actos, ninguno de nuestros gestos
escapará a volverse objeto de una imagen, como antes lo eran de un simple decir. Los
efectos especiales, o especiosos, que habían hecho creer en las apariciones milagrosas y en
la fotografía de los espíritus en los círculos espiritistas, se convirtieron en algo cotidiano
para los publicistas y los realizadores de video-clips, quienes los crean como en chasquido
de dedos.
Poco a poco, el espacio dejado entre la imagen y lo que ella representa disminuye. Un
perrito que viene a lamer la mano del niño a través de la pantalla de una consola de juego, y
que ladra cuando el niño lo acaricia con su estilete, ¿es realmente sólo una imagen? Los
rostros digitales de Catherine Ikam, que persiguen con sus ojos enigmáticos los
movimientos, incluso involuntarios, de sus espectadores fascinados, nos conmueven. ¿Son
dobles o son otros de nosotros mismos? Y ¿vamos a naufragar en un mundo de
ectoplasmas?

La parte de lo real
Este temor no es vano. Las técnicas de reproducción aproximan la imagen a su modelo.
Otros síntomas se añaden, como el gusto del arte contemporáneo por el ready made que
transforma objetos usuales en obras simbólicas y hace de un orinal una escultura, pero
también los juegos de rol que confunden el teatro con la vida, así mismo, el culto al
patrimonio, en el cual todo objeto puede revestir súbitamente un valor simbólico que lo
metamorfosea en la imagen de lo que era.
¿La imagen es, más que una representación, ya un acto, o un acto en potencia? Esa
promiscuidad de la imagen con su objeto provoca miedo y despierta la vieja querella de la
catarsis, ese poder de la imagen de remplazar lo real para producir efectos, fastos o
nefastos, de substitución. Los monumentos a los muertos ¿favorecen las reconciliaciones o
sirven para enmascarar los conflictos? ¿La imagen de la violencia estimula la violencia o,
por el contrario, permite evacuar la violencia al endosarle ciertos simulacros?
La respuesta es siempre la misma: la imagen reconocida como imagen absorbe la
violencia, la toma sobre ella, pero la imagen transparente, confundida con su modelo, puede
dejarla pasar, hasta el acto. Las imágenes pornográficas pueden ser consideradas como un
producto de substitución de la sexualidad física. ¿Derivación o desviación? Como se sabe,
el fantasma nos protege de la violencia, de no ser así, el arte no sería tan necesario y las
más grandes obras maestras ni siquiera existirían. Pero cuando la imagen revela una
realidad criminal, nos indigna, y la emprendemos contra ella y contra su autor. Cuando la
ley prohíbe las fotos de personas presumidas inocentes, pero esposadas, es esa realidad
indigna la que hay que prohibir, no su representación. Si la imagen es considerada como
culpable de violencia, entonces, los jueces cometen la misma equivocación que los
criminales.

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Los iconos modernos


Ese miedo es más fuerte desde el momento en que las imágenes, a nuestro servicio, se
insinúan en nuestro entorno. La omnipresencia de los medios impone sus imágenes, en los
muros de la ciudad como en los hogares, en las revistas, los empaques, los vestidos, las
pantallas domésticas. Las vedettes, los hombres y mujeres dedicados a la política se invitan
a ello de manera inopinada, ahí nos encuentran, nos persiguen. En la democracia, la imagen
de los jefes y de las celebridades se ha vuelto trivial, se ha fundido en la masa, ella busca su
confianza, pero en contrapartida, se expande por todas partes.
El político se vuelve actor de cine; las informaciones adoptan el aire de una telenovela.
Se dice que vivimos en una “sociedad del espectáculo”. Pero Luis XIV en su abrigo de
armiño, el héroe sobre su estatua ecuestre, o cualquier otro jefe de tribu empenachado,
actuaban mucho más en espectáculo: el jefe debía intimidar, causar la admiración o el
estupor. Actualmente, las imágenes del poder se han vuelto modestas, pero su insistencia es
obsesiva. Despojadas de sus oropeles, su poder de federar paga ese precio. Ya no es el
uniforme ni el decoro, sino el bombardeo mediático que impone el dictador, como el logo
impone la marca y gobierna el mercado. ¿No será que simplemente cambiamos de iconos?
Ya no adoramos ídolos, pero todavía creemos que si alguien me toma una foto, roba una
parte de mi persona. La imagen del cuerpo humano no es el cuerpo humano. ¿A quién
pertenece entonces la imagen de su cuerpo? ¿Pertenece la imagen de un muerto a sus
herederos? La pregunta ha hecho escándalo en los casos de Lady Di o del Che Guevara. En
cuanto al asesinado prefecto Erignac, el tribunal decidió que la publicación por la revista
Paris-Match de las imágenes de su cadáver ensangrentado sobre una acera de Ajaccio
atentaba contra la dignidad del género humano, de la misma manera que Lamartine había
prohibido la publicación de sus caricaturas, pues ellas ofendían a Dios, ya que el hombre
había sido creado a su imagen. ¿Es inviolable la imagen del hombre, como lo son sus
órganos o sus genes?
¿Quién es el propietario de una imagen: su autor, el autor de su modelo, el propietario
del modelo, a menos que no sea el propietario del soporte de esa imagen, coleccionista o
comerciante? Con el mundo digital, el problema se vuelve inextricable. No solamente los
autores se subdividen en numerosos titulares, sino que cada grabación, cada copia,
engendra una nueva capa de autores y la primera generación se aleja, sin extinguirse, a
pesar de ella, asfixiada bajo el peso acumulado de las reproducciones. ¿Se puede aún hablar
de “copia”, cuando la imagen es transmitida y descargada por Internet bajo la forma de un
archivo digital? ¿No se trata más bien de un «clon»? Sin embargo, si no hay “copia”, qué
queda de la noción de original y qué autor detenta la exclusividad?

Pixel Power
Nunca los mitos de la imagen habían sido tan fuertes como en el momento en que creemos
haber dominado las técnicas. En nuestras creencias, nada parece haber cambiado. Después
de tantos progresos ¿cómo hemos llegado a este punto? o más bien ¿cómo hemos
permanecido en él?
La pulverización de las imágenes en puntos elementales, accesibles y manipulables, ha
permitido esa volatilidad, esa maleabilidad y esa aglomeración. Pero la naturaleza de la
imagen no ha cambiado. La digitalización no le ha hecho perder a la imagen su naturaleza
analógica: sólo la técnica de reproducción es “digitalizada” o “vectorizada”. La
fragmentación de la imagen en partículas imperceptibles no es nueva. El arte del mosaico y

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el del bordado en punto de cruz son viejos ejemplos de ello. Esa naturaleza analógica está
en la naturaleza misma de la imagen: es sobre un tejido discontinuo de conos y de
bastoncitos que se forman las imágenes retinianas, retransmitidas al cerebro que hace la
síntesis. La estampa, para pasar al gris, debe evaporarse en manchas minúsculas de tinta
negra y la fotografía se revela gracias a una cristalización de las sales de plata. La imprenta
de la imagen pasa siempre por tramas, tan finas que no se las ve.
Antes del cine, en 1884, el disco perforado de Paul Nipkow, cuyos agujeros estaban
dispuestos en espirales y que fue lanzado a 25 giros por segundo, captaba, en cada vuelta,
los impulsos luminosos del conjunto de la imagen. Esa experiencia fue superada por las
investigaciones sobre el microscopio electrónico de barrido, que analiza sus objetos
partícula por partícula, a la escala del nanómetro (una millonésima de milímetro). Los
trabajos que llevaron a cabo para Telefunken, en los años 1930, Max Koll y Manfred von
Ardenne, condujeron a la vez al perfeccionamiento del microscopio electrónico y a la
televisión. La invención del láser en 1960 y la digitalización permitieron reducir las
imágenes en “pixeles” (picture's element) hasta varios millones por pulgada cuadrada,
donde el límite sigue todavía alejado.

A la velocidad de la luz
La retransmisión de los rayos tampoco data de ayer: en 1774, el ginebrino Georges-Louis
Lesage tuvo la idea de conectar 24 hilos eléctricos sobre las letras del alfabeto que
transmitían su influjo a sendos estiletes, mientras que el médico alemán Samuel Thomas
Sömmering inventaba, en 1809, un telégrafo eléctrico que, al hacer pasar la corriente
mediante electrólisis en un barril de agua, provocaba una curiosa escritura acuática.
Antes de transmitir el sonido a distancia, se había aprendido a transmitir la imagen. El
telégrafo de Samuel Morse, que funcionó entre Baltimore y Washington, en 1844, y sobre
todo el ingenioso dispositivo de Giovanno Caselli, quien, en 1861, enviaba imágenes fijas
mediante señales eléctricas, analizándolas línea por línea, son los ancestros directos del fax,
pasando por el telegrafoscopio que Edouard Bélin inventó en 1906, antes de su belinógrafo.
Por último, la informática permite dominar esas imágenes punto por punto. El noruego
Frederik Rosing-Bull era especialista del tratamiento de las estadísticas a partir de tarjetas
perforadas, técnica que heredó de la mecanografía de los telares o de los pianos mecánicos.
Muerto a los 43 años, en 1925, estuvo en el origen de la invención de la televisión y de la
casa Bull. Gracias a la digitalización, reducción de toda forma en unidades binarias, vacío y
lleno, positivo y negativo, negro y blanco, cada pixel se vuelve orientable, modificable y
transmisible. La imagen se define entonces de forma matemática como una superficie en la
cual cada punto está determinado por sus coordenadas.
El fotograbado electrónico se desarrolló en la posguerra y, en los años 1970, el plomo
desapareció en provecho de los fotocomponedores. En 1977, apareció el tratamiento de
texto por microcomputador. En 1979, el premio Nobel de medicina fue atribuido a G.
Newbold Hounsfield por su invención del escáner, que renovó la imagenología médica, ya
enriquecida en 1895 con el descubrimiento de los rayos X por W. C. Roentgen, luego con
múltiples técnicas de introspección del cuerpo humano como la gammagrafía, arteriografía,
resonancia magnética nuclear que analiza los cuerpos sumergidos en un campo magnético,
ecografía, termografía, endoscopia. La cámara, cada vez más intrusiva, asociada al
computador, permite un tratamiento microscópico de la imagen y, gracias a esto, la
microcirugía.

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El juego con la imagen


En 1991, en el Congreso del hipertexto, reunido en San Antonio (Texas), Tim Berners-Lee,
quien será sin duda un día tan célebre como Gutenberg y Niépce, presentó una
demostración de su protocolo World Wide Web. En 1995, se consultaba libremente Internet
en cualquier parte del mundo. Desde cuando la electrónica la dotó de interactividad, la
imagen puede asemejarse a un lenguaje. Al reaccionar por si misma a una orden, ella da la
ilusión de estar dotada de iniciativa. Un diálogo se instaura entonces entre dos
interlocutores convertidos en inter-imagenadores; diálogo de sordos propiamente hablando,
pues ese pseudo-diálogo responde siempre a programas preconcebidos. Sin embargo, el
poder de los computadores en las partidas de ajedrez o en los cálculos de formas aleatorias,
puede darle la ventaja a la máquina.
Los primeros juegos de video no fueron concebidos como juegos, sino como
experiencias de amaestramiento de la calculadora. Fue el caso, por ejemplo, del famoso
Tennis for two (telebolito), en 1958. En los años 1970, Spacewar y otros juegos invadieron
las "arcades", esas galerías ruidosas y brillantes donde se va a ensordecerse con imágenes.
La imagen electrónica se volvió un arte popular con Pong que lanzó Atari en 1975, Space
invaders en 1978 y Pacman en 1980. Uno de los primeros fabricantes de juegos de video,
Namco, fabricaba tiovivos: el parque de diversiones itinerante entró en la videosfera. La
realidad virtual remplazó los tragabolas y los tiro al blanco. Los juegos de vídeo se
convirtieron en un sector de la economía de la imagen, al mismo título que la televisión y el
cine: la creación de un nuevo juego puede costar tanto como la producción de una película
de gran espectáculo, algunos millones de euros, y ocupar durante varios años a equipos
formados por centenas de informáticos y dibujantes entre los cuales nuestras viejas
categorías casi no sirven para separar entre ingenieros y artistas, como si hubiéramos vuelto
al tiempo de Leonardo da Vinci.

La búsqueda de la imagen total


El cine integró poco a poco las imágenes de síntesis, desde Tron, en 1980, primer largo
metraje que recurrió ampliamente a ellas. Ciertos algoritmos permiten alisar o arrugar las
superficies, imitar las texturas de las materias más diversas, hacer variar los movimientos y
las expresiones con sus partes iluminadas y sus partes que proyectan sombras, hacer
pivotear los objetos, ponerlos en abismo o en perspectiva dinámica, para dar la ilusión de la
tercera dimensión. En 1992, ya era posible integrar un objeto en 3 D en un paisaje en 2D,
pero se trata siempre de una proyección sobre un plano, generalmente una pantalla, incluso
si esta última es multiplicada, como ya lo era el cineorama de Raoul Germain Samson en
1900, curvada como en el cinemascopio o circular como en las proyecciones Imax. Incluso
las proyecciones de diapositivas sobre pantalla de humo o sobre las brumas matinales,
tienen un soporte.
La batalla por la conquista del relieve fue adelantada desde hace mucho tiempo, en el
siglo XVIII, con las cajas de óptica y las linternas montadas sobre rieles. Desde la
invención de la fotografía, las vistas estereoscópicas conocieron un éxito popular. La
percepción del relieve por nuestra visión binocular de la cual nuestro cerebro establece la
síntesis, fue transpuesta sobre dos placas casi idénticas pero ligeramente desfasadas y
observadas a través de un aparato binocular, por David Brewster en 1844. El procedimiento
fue comercializado en 1850 y puesto al alcance de los aficionados en 1883. Mucho más
tarde, en 1947, fue concebido el holograma, que actúa sobre la interferencia de dos rayos,

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uno proveniente del aparato y el otro del objeto, y da la ilusión de profundidad.


Para ganar la batalla del relieve, habría que liberarse de toda percepción de la pantalla,
lo que se intenta al conectar captores sobre el cuerpo humano para retransmitir la imagen,
percibida mediante un casco que sirve de horizonte, y dar la ilusión de moverse en un
espacio tridimensional entre representaciones de objetos asibles virtualmente. La
manipulación de las imágenes parece ya no tener límites. Se anuncia un programa de
computador capaz de separar los collages de cada conjunto de pixeles, para develar los
artificios que actualmente permiten dibujar cuanto se desee con imágenes fotográficas, y
protegernos así contra un “efecto de real” de síntesis, que esos artificios han llevado ya a un
punto extremo.

El reconocimiento de las formas


La escritura misma, inventada para escapar de la imagen, se ha convertido en una imagen.
Ella es capturada “en modo imagen”, globalmente, más fácilmente que en “modo texto”,
caracter por caracter. El reconocimiento de los caracteres, que permite una lectura formal
automática, es utilizado desde 1985 para la selección de los envíos de correo, pero la
capacidad del computador para reconocer formas e identificarlas ya se usa en teledetección,
controles de fabricación, medidas de precisión, imagenología médica, creación asistida por
computador.
No obstante, es necesario que el reconocimiento de las formas sea un reconocimiento de
sentidos, y que la imagen no se vuelve una especie de lengua, como lo habían soñado los
intérpretes de jeroglíficos o los inventores de lenguajes universales. La imagen cortocircuita
el lenguaje. Entre código y analogía, la frontera es cada vez más porosa: ninguna imagen
está exenta de código, convenido entre quienes lo enseñan, ninguna escritura está
desprovista de emociones y de significaciones simbólicas, pero una oposición sigue
presente entre lo sensible y lo inteligible. La digitalización también hace caer las barreras
entre imágenes y sonidos, inscritos en fusión en los microcircuitos de silicio o en otras
materias conductoras, cuyos circuitos sólo se ven limitados por las capacidades de los
microscopios electrónicos que sirven para trazar su camino, para ordenarlos por paquetes
en un orden cuya complejidad es ignorada hasta por los ingenieros que los calculan.

Y la carne se volvió pantalla


La confusión entre lo simbólico y lo real siempre ha sido peligrosa. Si hay crisis de
representación, es tan vieja como la imagen. El actor hace coincidir su cuerpo con su propia
imagen, la distancia entre uno y otra llega hasta diluirse, juego peligroso. Para Diderot, la
paradoja del comediante consiste en que, para ser buen actor, debe conservar sus distancias
con su personaje. En el cine, aún se exploran esos límites, cuando la ficción se confunde
con el documental, en los espectáculos de telerrealidad, las informaciones puestas en escena
y, para terminar, en el espectáculo que damos de nosotros mismos y, en ocasiones, a
nosotros mismos, en la vida cotidiana.
¿Qué pasa cuando la imagen (image) pierde su soporte (picture), y se convierte en
gesto? Esta propensión de la imagen a integrarse en lo real, o de lo real a emanciparse como
imagen, no es un hecho nuevo, está en el origen de todos los rituales y ceremoniales,
solemnes o triviales. Esa fusión de la vida en la imagen, como un chorro de metal fundido
que va a fijarse en un bloque, está en el corazón de la pintura china, en la cual la imagen
brota del gesto como una prolongación del cuerpo, de la respiración y de su reducción al

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silencio.
Cuando la imagen se incrusta o se graba hasta en la piel, se convierte en escarificación,
cicatriz. Su interiorización se puede volver trágica. Neurosis y psicosis son con frecuencia
enfermedades de la imagen de sí y de la imagen de los otros. La débil escena constituida
por el círculo que retiene a los curiosos en una acera, un proyector, una vitrina, un estrado,
un vestido, una nariz postiza o cualquier accesorio, son necesarios para distanciar lo real de
la imagen, desconectarla, protegerla de su entorno, como la barrera separadora de la arena
del circo, y al espectador de la locura.
La identificación de la imagen con su modelo funciona como una trampa. Hay que
“despegar”, clama Daniel Bougnoux, desagregar la imagen y la presencia. El ejercicio no
siempre es fácil. Las nuevas tecnologías, al mediatizar la imagen a través de todo tipo de
máquinas, y a causa de la presencia de su pesado material, son menos insidiosas que las
imágenes que se ofrecen a simple vista, sin aparatos, como una sombra, un espejo o un
reflejo. Cuanto más instrumentalizada sea la imagen, más es identificable como imagen.
Los niños aprenden rápido, aunque se les ayude poco, a comprender que una imagen no es
la realidad, pero que tampoco es una ilusión. La imagen tiene su vida propia, su razón de
ser, un autor, un público. No hay de cine sin cámara.
Las imágenes más perversas son las que están habitadas por su modelo o que pretenden
ser ese modelo. Un tatuaje hace de usted una imagen de carne. Las máscaras, tras las cuales
se ocultan hombres que dicen ser dioses, ancestros o espíritus, son aún más perturbadoras.
No porque no se vea que se trata realmente de una máscara y no de un rostro, sino que son
perturbadoras a causa de los dos agujeros para los ojos, que permiten al enmascarado
vernos sin ser visto, y le dan vida. Una máscara funeraria, los ojos cerrados, disimula la
muerte. Pero una máscara oculta al desconocido, imagen por defecto, que deja creer quién
sabe qué de quién sabe quién, y da miedo.
Una máscara es una imagen viva, como esos tocados inmensos del Teyyam indio, con
despliegues extravagantes de plumas y de perlas rutilantes, la indumentaria de carnaval, los
vestidos de novios, los trajes del carnaval de Río o los de la ópera de Pekín. Sin embargo,
también puede tratarse de un maquillaje discreto, una crema de base, un halo, una pose que
se adopta, un aire que alguien se da y que viene a perderse en la parte de imagen que está
en nosotros.

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Una breve bibliografía


Las fuentes antiguas citadas en este libro provienen de Platón, Cratilo, 432; Sofista, 234-
240, Gorgias, 464-465; Republica VII, 509d ss. y IX, 596-598, y de Plinio el Viejo,
Historia natural, libro XXXV.
• Este librito le debe mucho a la mediología, ese estudio material de lo inmaterial, o de
manera más poética, "de lo que las técnicas hacen al alma", y a los trabajos de Régis
Debray, particularmente Vie et mort de l’image, une histoire du regard en Occident,
Gallimard, 1992 (Vida y muerte de la imagen. Una historia de la mirada en Occidente,
Barcelona, Paidós, 1994), hasta el reciente libro de Daniel Bougnoux, La Crise de la
représentation, La Découverte, 2006, pasando por los artículos publicados en Les Cahiers
de médiologie entre 1996 y 2003 y en Médium desde 2004.
• También le debe mucho a la lectura de los escritos sobre el arte de André Malraux
(Gallimard, coll. de La Pléiade, 2004, 2 vol.).
• Acerca del problema del peligro o el beneficio de las imágenes, nos plegamos a las
posiciones de Serge Tisseron, expresadas, por ejemplo, en Le Bonheur dans l'image, Les
Empêcheurs de penser en rond, 1996, o en Y a-t-il un pilote dans l'image ? Six propositions
pour prévenir les dangers de l'image, Aubier, 1998.
• Hemos aprovechado las lecciones de Anne-Marie Christin, autora de L'Image écrite ou la
déraison graphique, Flammarion, 1995, y los coloquios que ella ha dirigido: Ecritures y
Ecritures II, Le Sycomore, 1982 y 1985. También nos hemos apoyado en las lecciones de
Jack Goody, autor de La Raison graphique, trad. Éditions de Minuit, 1979, como en su obra
La Peur des représentations, trad. La Découverte, 2003.
• En cuanto a las relaciones entre la imagen y la historia del arte, hay que volver a los libros
de Wilhelm Worringer, Abstraction et Einfuhlung, [1911], Klincksieck, 1978, y a los de su
maestro Alois Riegl, Questions de style, [1893], Hazan, 1992; luego también al de
Fréderick Antal, Florence et ses peintres, [1938], trad. Gérard Montfort, 1991. Entre las
reflexiones recientes, hay que citar las de Jean Clair, Méduse. Contribution à une
anthropologie des arts du visuel, Gallimard, 1989, y para comprender la filosofía de la
imagen con respecto al arte, hay que leer las obras de Gérard Genette, particularmente, La
Relation esthétique, Le Seuil, 1997, la de Jean-Marie Schaeffer, L'Art de l'âge moderne,
Gallimard, 1992, así como las de Georges Didi-Huberman, entre las cuales destaco Devant
l'image, Éditions de Minuit, 1990.
• Acerca de la prehistoria, se puede leer siempre provechosamente los libros de André
Leroi-Gourhan y, particularmente, sobre nuestro problema, “La imagen del hombre” en El
gesto y la palabra, (Albin Michel, 1965; edición en castellano de 1971, Caracas
Universidad Central de Venezuela). Pero también están los trabajos más recientes de Jean
Clottes y David Lewis-Williams, Les Chamanes de la préhistoire. Transe et magie dans les
grottes ornées, Le Seuil, 1996 y de Emmanuel Anati, L'Art rupestre dans le monde.
L'imaginaire de la préhistoire, trad. Larousse, 1997.
• Sobre la Antigüedad griega, las obras de Jean-Pierre Vernant, y particularmente acerca de
nuestro tema: “Naissance d'images”, en Religions, histoires, raisons, La Découverte, 1979.

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Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
Medellín, 2009.

Citemos también a François Lissarague, “Paroles d'images: remarques sur le


fonctionnement de l'écriture dans l'imagerie antique”, dans Ecritures II (op. cit.).
• Sobre la Edad Media, se puede leer la útil recopilación de Danièle Menozzi, Les Images.
l'Eglise et les arts visuels, Cerf, 1991. Después, los trabajos clásicos de Meyer Schapiro,
reunidos en francés bajo el título Les Mots et les Images, Macula, 2000, los estudios
importantes más recientes son los de Jean-Claude Schmitt, por ejemplo, Le Corps, les rites,
les rêves, le temps. Essais d'anthropologie médiévale, Gallimard, 2001 y de Michel
Pastoureau, Une histoire symbolique du Moyen Age occidental, Le Seuil, 2004.
• Sobre la transición de la imagen religiosa a la imagen profana, además de Tzvetan
Todorov, Éloge de l'individu. Essai sur la peinture flamande de la Renaissance, Adam
Biro, 2000, nos beneficiamos ahora de los estudios de Hans Belting, Image et culte. Une
histoire de l'art avant l'époque de l'art, trad. Cerf, 2007; del mismo Belting, se puede leer
también Pour une anthropologie des images, trad. Gallimard, 2004. Ver igualmente Victor
I. Stoichita, L'Instauration du tableau, Droz, 1999, de quien también puede leerse Brève
Histoire de l'ombre, Droz, 2000; y más recientemente: Edouard Pommier, Comment l'art
devient l'Art dans l'Italie de la Renaissance, Gallimard, 2007.
• Sobre la historia de los iconoclasmas, además de Alain Besançon, L'Image interdite. Une
histoire intellectuelle de l'iconoclasme, Fayard, 1994, se consultará la obra dirigida por
François Boepsflug y Nicolas Lossky, Nicée II, 787-1987, douze siècles d'images
religieuses, Cerf, 1987 y la de Robin Cormack, Icônes et société à Byzance, trad. Gérard
Montfort, 1993.
• Sobre las teorías de la imagen del Renacimiento y de la época clásica, hay que leer los
estudios de Robert Klein, reunidos en La Forme et l'intelligible, trad. Gallimard, 1970 y
seguramente los libros de Erwin Panofsky, entre los cuales La Perspective comme forme
symbolique, Editions de Minuit, 1975 y el estudio de Rensselaer W. Lee, Ut Pictura Poesis.
Humanisme et Théorie de la peinture XVe-XVIIIe siècles, 1967, trad. Macula, 1991. Sobre
las doctrinas religiosas de esa época, disponemos ahora de la tesis de Ralph Dekoninck, Ad
Imaginent. Statuts, fonctions, et usages de l'image dans la littérature spirituelle jésuite du
XVIIe siècle, Droz, 2006. Se consultará los trabajos de Louis Marin, reunidos en
compilación en 1994 bajo el título De la Représentation, pero también Le Portrait du roi,
Editions de Minuit, 1981, que sucede a las obras clásicas de Ernst Kantorowicz, Les Deux
Corps du roi, trad. Gallimard, 1989, y precede a Antoine de Baecque, Le Corps de
l'histoire, Calmann-Lévy, 1993.
Sobre este tema hay que subrayar el artículo de Carlo Ginzburg, « Représentation : le mot,
l'idée, la chose », en Annales E.S.C, 46e année, n° 6, nov.-déc. 1991, pp. 1219-1234.
• Sobre la industrialización de la imagen, se leerá a Philippe Kaenel, Le Métier
d'illustrateur, 1830-1880, Droz, 2005 y se encontrará en el tomo III de Histoire de l'édition
française (H.-J. Martin et R. Charrier dir.), Cercle de la librairie, 1982-1985, las
informaciones esenciales.
• Acerca de la fotografía, referimos las obras de André Rouillé y, particularmente, L'Empire
de la photographie, Le Sycomore, 1982, lo que no dispensa de leer su más reciente, La
Photographie entre document et art contemporain, Gallimard, 2005, ni de releer a Roland
Barthes, La Chambre claire, Gallimard/Le Seuil, 1980 y a Gisèle Freund, Photographie et
société, Le Seuil, 1974.

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Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede
Medellín, 2009.

• Sobre el nacimiento del audiovisual: Jacques Perriault, Mémoires de l'ombre et du son.


Une archéologie de l'audio visuel, Flammarion, 1981 y sobre la invención del cine,
Monique Sicard, L'année 1895. L'image écartelée entre voir et savoir. Synthélabo / Les
Empêcheurs de penser en rond, 1994.
• Sobre la imagen digital, es demasiado pronto para hacer una escogencia entre la enorme
producción de un pensamiento todavía flotante.
Subrayo por último que, en lo que concierne a las imágenes, la frecuentación de los libros
no basta, y que este libro le debe mucho a la visita a los museos tan notablemente
presentados y documentados como el Louvre, el Musée Guimet, el Musée national des arts
et métiers o el de Antiquités nationales en Saint-Germain-en-Laye, a los cuales,
preferentemente, hacen referencia las obras citadas, entre muchas otras.

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