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Traducción de Edgar Dorantes Dosamantes del capítulo 4 “Why Do They All Hate

Horowitz? del libro The Danger of Music de Richard Taruskin

4
¿Por qué todos ellos odian a Horowitz?
Los nombres de Vladimir Horowitz y Peter Ilych Chaikovsky han estado a menudo ligados,
entre otras cosas, por la inigualable afinidad del pianista con el Primer Concierto del
compositor. Pero lo que parece un momento especial este año -cuando una parte
significativa del legado de grabaciones de Horowitz ha sido reeditado en CD por Sony
Classical (con veintidós discos más de BMG que aparecerán el mes que viene), y cuando el
centenario de la muerte de Chaikovsky está siendo tan aplicadamente ignorado- es que
ambos son gigantes con los que los Liliputienses habitualmente son condescendientes.
A raíz del año Mozart, el abandono de Chaikovsky sólo puede parecer un favor, pero sin
embargo es algo peculiar. Define su lugar especial -uno podría incluso decir su importancia
especial. Hans Keller, como el magnífico cascarrabias que era, lo capturó mejor:
“Tchaikovsky, a persar de que es aceptado de todo corazón tanto por los amantes ingenuos
de la música como por los compositores sofisticados, sigue estando bajo sospecha por la
clase media baja intelectual de Occidente.”
De un modo menos tímido, esto significa que la resistencia a Chaikovsky surge de una
necesidad de autoprotección, como la mayoría de los esnobismos. Rebajar lo que es popular
es una manera fácil de afirmar un conocimiento ansioso, pero aquellos que están seguros de
sus percepciones pueden permitirse reconocer la originalidad y el poder expresivo, incluso
cuando está encubierto en la difícil tarea de excluir a la multitud. La postura despectiva,
insinuó Keller, no es reveladora de Chaikovsky sino de aquellos que la asumen.
Horowitz es una piedra de toque similar. Al igual que Chaikovsky, siempre será un blanco
fácil para aquellos que necesiten uno. Como con Chaikovsky, es difícil escribir
favorablemente de él sin caer en un tono defensivo. Pero podría ser útil ir a la ofensiva para
cambiarle y analizar la naturaleza de la hostilidad crítica que él inspira. Nos dirá mucho de
nuestra cultura musical clásica y de los clichés que la sustentan.
Así que empecemos desde el principio con el New Grove Dictionary of Music and
Musicians. Su apartado sobre el pianista termina con un insulto infame, el único comentario
de este tipo en todo el compendio de veinte volúmenes de dichos y datos usuales y una
flagrante falta de clase. Se lee “Horowitz ilustra que un don instrumental sorprendente no
garantiza la comprensión musical.”
Insinuar una falta de comprensión es suponer que el insinuador no carece de ello. Así que
enseguida surge la pregunta, ¿qué tipo de comprensión musical posee Michael Steinberg, el
autor del artículo, pero que le es denegada a Vladimir Horowitz? Como siempre sucede, la
respuesta está justo en el artículo: Se nos dice que “Horowitz no concibe la interpretación
como la reificación de las ideas de los compositores, sino como una actividad
esecncialmente independiente; por ejemplo en “Traümerei” de Schumann coloca los puntos
culminantes en cualquier lugar excepto donde Schumann los puso.”
¿Cómo desembalar esto? En primer lugar es completamente inferencial. Horowitz nunca
anunció tal concepción de la interpretación. Por el contrario, en un comentario ampliamente
publicitado que hizo poco antes de su "Regreso histórico" a la escena de conciertos en 1965
(como lo llaman los comerciantes de discos), Horowitz juró creer en “la supremacía
absoluta del compositor.” Pero tanto la afirmación del Sr. Steinberg como la de Horowitz
son sólo tácticas. Profesar servilismo al compositor, ya sea hecho por un intérprete o un
crítico, es reclamar la autoridad del Creador para la de uno mismo. Todos lo hacen. Nadie
la tiene (ni siquera el compositor, una vez que la composición está terminada).
En cuanto al caso específico que cita el Sr. Steinberg, uno puede fácilmente probarlo con
las nuevas grabaciones. “Traümerei” (Soñar), la pequeña séptima pieza de Las escenas
infantiles de Schumann era una especialidad de Horowitz. Las reediciones de Sony
contienen dos rendiciones de esta pieza. Una es una grabación de estudio para Columbia de
1962 de todo el ciclo de piezas; la otra es un bis en “El legendario concierto de televisión
de 1968.”
¿Dónde colocó Schumann los “puntos culminantes”? Es difícil saber de lo que está
hablando el Sr. Steinberg. Solo hay una indicación dinámica en toda la pieza de 24
compases, un piano el mero comienzo (que se repite en el último compás, sugiriendo que
alguna otra cosa no especificada ha sucedido). ¿O a lo que se refiere el Sr. Steinberg es a
los puntos culminantes melódicos? La idea melódica notoria que enlaza a la pieza consiste
en un arpegio ascendente, de la cual la última nota se repite como síncopa y se mantiene.
Estas notas largas son notoria y literalmente “agudas”, de acuerdo, y son algo que
difícilmente un ejecutante alterará.
La pregunta interesante, y posiblemente la que el Sr. Steinberg tenía en mente, se refiere a
la relación entre la dinámica (gradaciones de volumen) y las notas agudas largas. Y en esto
Horowitz parece haber notado algo que escapó a su crítico. Las ascensiones melódicas, con
una excepción (quizá no por coincidencia la más aguda), están marcadas con crescendos,
pero estos terminan con los arpegios, justo antes de las notas largas.
Aquí es donde Horowitz hizo su magia inimitable e irritante. Él no toca las repeticiones
largas como las culminaciones “naturales” que el Sr. Steinberg evidentemente espera sino
como ecos sobrenaturales, como respuestas del mundo de los sueños. Y, con un control del
toque y del pedal que eran solo de él, permite que las armonías que lo sostienen queden
como una suave bruma bajo la ruidosa ascensión melódica, aclarándose sólo para revelar la
respuesta de las hadas. Es un escándalo que el Sr. Steinberg haya decidido censurar
precisamente esto. ¿Qué le ofendió tanto?
Lo que lo ofendió fue la iniciativa creativa del intérprete y eso es una letanía lamentable del
abuso de Horowitz. Al hacer una reseña en la New Republic de la reciente biografía del
pianista de Harold Schonberg, Tim Page entonó que “Hay un texto y debe haber una
interpretación coherente,” es decir, “una declaración lineal.” Escribió que "ningún buen
compositor construye de acuerdo a un capricho pasajero, y es frívolo de un intérprete tocar
así."
Estas banalidades y los no deberías son una vieja historia cansada y completamente
degradada como recurso usual de la crítica. (Puedo escuchar a Horowitz bufando con
regocijo “ProWINcial!” [“Provinciano”]). Pero no son tan viejas como el Sr. Page puede
pensar. No van mas allá que la guerra santa arrogante de Stravinsky en contra de “la
interpretación,” en nombre de lo que él llamó “ejecución,” definida como “la puesta en
práctica estricta de una voluntad explícita que no contiene nada más allá de lo que ordena
expresamente.” En consecuencia, no basta con observar escrupulosamante lo que está
escrito (como Horowitz lo hizo tanto como cualquiera, y mejor que la mayoría, solo
escuchen el stacatto de las notas graves por debajo de los arpegios de acompañamiento en
legato en el Arabeske de Schumann, otra especialidad disponible mas de una vez en los Cds
de Sony). Uno no debe adherir nada a lo que uno puede ver (o mas democráticamente, a lo
que todos podemos ver).
Lo que esto implica, por supuesto, es que las interpretaciones libres de culpa son
idealmente iguales, como las familias felices. (El Sr. Page lo dijo incluso de manera tan
rotunda. Advirtió “la música no es como el río de Heráclito.”) Y eso define el papel del
crítico de una manera que lo hace muy fácil: el crítico existe para facilitar la
estandarización al hacer cumplir la lealtad a las Escrituras.
Los mismos críticos que hacen esto siempre se lamentan de la uniformidad de la cosecha
más reciente de intérpretes, sin darse cuenta, que junto con los jurados de los concursos,
son ellos los principales responsables de producirla. Para ellos es una estética de control,
útil tal vez para disciplinar el comportamiento de los niños pequeños pero no el de los
artistas. Las nociones banales del Sr. Page de "decoro" no son más que un freno al
desarrollo artístico. Para Horowitz tales restricciones dejaron de ser relevantes en algún
momento entre su circuncisión y su bar mitzvah (ceremonia religiosa judía al cumplir 13
años).
Además, antes de Stravinsky (cuyos motivos merecen atención, pero no por ahora), tales
nociones simplistas del “texto” nunca correspondieron a nunguna idea de un compositor en
relación a la partitura que produjo. Porque ningún compositor antes de Stravinsky, como el
optimista bizco que era, tenía una noción tan irrealista de lo que la notación puede lograr. Y
por eso es que dentro de todos los intérpretes, los compositores son los mas propensos a
tomar libertades con la partitura escrita. Ellos lo saben mejor que nadie, como la crítica
Carolyn Abbate lo ha dicho con una precisión fabulosa “el texto musical es una
interpretación.” Solo escuchen el Debussy de Debussy o el Prokofieff de Prokofieff.
Rachmaninoff, el mentor de Horowitz, le gustaba hacer la repetición de la marcha fúnebre
de la Segunda Sonata de Chopin en fortissimo en vez de en piano, la manera en que Chopin
lo anotó (“lo interpretó”). Estaba siguiendo el ejemplo de Anton Rubinstein, otro intérprete
compositor carismático, y de hecho algunos editores cambiaron la partitura para ajustarse a
la tradición así insertada (Arthur Friedheim uno de ellos).
Uno no necesariamente defiende estas medidas. Pero el hecho de que se llevaron a cabo
muestra que nuestra estética contemporánea del literalistmo textual es un prejuicio
moderno. Mas allá de una verdad evidente por sí misma a la cual todos los artistas dignos
de este nombre deben suscribirse inevitablemente, esto es solo una manifestación de la
ansiedad existencial moderna. La música solía ser considerada, de hecho, exactamente
como un río Heracliano: las obras duraderas tenían historias que solo comenzaban con su
composición. Sus tradiciones, mantenidas por intérpretes con autoridad, aseguraban que
ellas cambiarían a través del tiempo y permanecerían aun nuevas.
Horowitz vivió en una época puritana de la cual su suegro, Arturo Toscanini, fue un
profeta. Así que él nunca se atrevió a seguir el ejemplo de Rachmaninoff (tal como lo
atestigua la lectura de la sonata de Chopin en la colección de Sony). Pero es él quien atrae
ahora la agresión que la majestad creativa amenazante del hombre más viejo desalentó.
Y la negativa de Horowitz a estar limitado por las limitaciones de los textos no es todavía la
historia completa. Por sí sola nunca hubiera atraído tal ira crítica de manera progresiva. Por
extraño que sea, muchos de los mismos críticos que trabajaban arduo para desacrecitar a
Horowitz, adulan a Glenn Gould, incluso siendo este último un mayor manoseador de los
textos. ¿Por qué la doble moral? Porque Gould epitomizó lo espiritual monástico y la
abstracción intelectual, mientras que Horowitz fue urbano y visceral. Enfatizando en el
punto, Gould mejoró la indiferencia modernista hacia la audiencia hasta el punto de la
anhedonia (incapacidad de sentir placer), mientras Horowitz se propuso complacer. Todo
esto para decir que de los dos, Gould fue por mucho el mas auténtico romántico.
Después de escuchar el primer “Ring” de Bayreuth en 1876, Chaikovsky le confió su
disgusto a su hermano. Se quejaba de que antes los compositores trataban de complacer al
público, pero ahora todos quieren atormentarlos. No es de extrañar que seamos
condescendientes con Chaikovsky. El rehusó ser condescendiente con nosotros. De hecho
él se identificaba con nosotros, sus posibles audiencias y jueces, probando sus
composiciones con él mismo para ver si lo conmovían. (Una manera de complacer a tu
público, después de todo, es ocasionarle un buen llanto.)
Rachmaninoff también confiaba y consideraba a aquellos que pagaban para escucharlo. En
una carta a su amigo Nikolai Medtner, confesaba realmente que dejaba que la tosedera en la
sala regulara la extensión de sus Variations on a Theme of Corelli. (“Cuando aumentaban
los tosidos, yo omitía la próxima variación. Si nadie tosía, las tocaba en orden. En un
concierto en una pequeña ciudad que no recuerdo, tosieron tanto que toqué 10 variaciones
de 20. El récord hasta ahora es de 18 variaciones, en New York.) Incluso el hombre al que
Stravinsky ridiculizó como "un ceño fruncido de seis pies" creía en, y vivía por el viejo
precepto de Jules Renard de que "el arte no es pretexto para gente aburrida". Horowitz,
cuya famosa sonrisa iba de oreja a oreja y que no podía reclamar el prestigio de un
compositor, sintió la peor parte de una dispensa en la que el respeto por el público se
convirtió en sí mismo irrespetable.
“Horowitz está principalmente en sintonía con la gente”, Joseph Horowitz olfateó en el
Musical Quarterly poco después de la muerte del pianista en 1989, mientras que un
verdadero artista “evoca una condición de soledad artística”. En su afán por exponer la
desastrosa "atención distorsionada" de Horowitz, el crítico recurrió a la evidencia
puramente visual de un filme en la que el pianista interpretó el Scherzo en si menor de
Chopin. (La evidencia acústica está en la serie de Sony, alternativamente un paseo en el
reverso del viento y un brillo misterioso.) El Sr. Horowitz comentó, "al final, esperando a
que el penúltimo acorde cuente sus seis tiempos, Horowitz ya está payaseando, burlándose
del compositor con ojos saltones, de gárgola. Impaciente por que llegue el acorde final,
voltea hacia su público, mendigando una respuesta." (Aquí la "audiencia" consistía
enteramente en un hombre, el productor de la grabación).
Esto es contrastado con un video de Claudio Arrau, a quien el crítico venera, porque “por lo
que uno puede decir, toca los acordes finales con sus ojos cerrados.” El argumento
contundente de Arrau es la puntualización, citada reverencialmente: “Me he vuelto
indiferente en si complazco o no a la audiencia”.
Cómo nos gusta que nos desprecien. Cuán ansiosos estamos de ser atrapados. Y nuestros
ídolos no lo saben. Qué refrescante es el honesto desapego de Horowitz, su franco
reconocimiento de que una interpretación musical es...bueno, una interpretación. Una
etnógrafa nacida en la Unión Soviética me habló de una expedición de campo que
emprendió alguna vez en el norte de Rusia, coleccionando lamentos rituales, un género
folklórico que incluye la simulación realista (y contagiosa) de lloridos, gemidos y jadeos.
Su sutil informante tenía todo un cuarto lleno de espectadores berreando, incluyendo a la
mismísima recolectora, cuando ella interrumpió su interpretación para hacer un guiño y
preguntar: “¿Qué tal lo estoy haciendo?” Ella, como Horowitz, era una artista.
Arrau también lo era, por supuesto, pero prefería mimar a una audiencia ingenua (y como
podemos ver, una crítica ingenua) y disfrazar su artificio como sinceridad. Otra que lo hizo,
de acuerdo a una historia vieja y sin duda espuria, fue Myra Hess, cuyo volteador de
páginas se desconcertó, durante un ensayo general vespertino, por la marca a lápiz “L.U.”
en varios puntos de la partitura donde no parecía ocurrir nada especial. Sin embargo, en la
presentación de esa noche, cuando la pianista llegó a los lugares así marcados, levantó los
ojos (looked up) hacia el cielo. Y por supuesto que la perdonamos. Queremos ser
engañados. Queremos creer que la expresión artística que nos mueve es la oleada
espontánea del sentimiento humano. (Pero, vaya, en estricta apego a la partitura.)
Ojalá que no sea así, y Horowitz pensó que habíamos crecido lo suficiente para saberlo.
Pensó que éramos lo suficientemente maduros para divertirnos con él en su artificio. El
suyo era el más consciente de sí mismo, el tipo de arte más sofisticado, y nos hizo el honor
de asumir que éramos tan sofisticados como él y tan conscientes de su conocimiento. No se
equivocó con respecto a los oyentes ingenuos y a los profesionales. Pero siempre habrá esa
clase media baja.
POSDATA, 2008
Particularmente gratificante fue la respuesta a este esctiro obtenida de los pianistas, los
“profesionales” que yo tenía mas en mente hacia la conclusión. Byron Janis, un alumno de
Horowitz, Barbara Nissman, una especialista en Prokofieff y Ginastera, y Peter Nero fueron
solo de los mas famosos de muchos que enviaron su reconocimiento alentador. Harold
Schonberg también me favoreció con una carta, que me da el pretexto aquí para rendirle
homenaje. Él podría haber sido un enemigo exasperante de la nueva música, buena y mala
por igual, pero fue un conocedor incomparable de la interpretación pianística romántica, y
el único verdadero conocedor de cualquier cosa aun que se escribiera diariamente en la
crítica musical durante el periodo de mi educación musical. Aprendí muchísimo de él,
especialmente de su cuaderno de trabajo de 1959, The Collector’s Chopin and Schumann,
el cual, no importando que tan desactualizado esté como guía de colección de grabaciones,
sigue siendo una guía fabulosa para la gran ejecución del piano y bien vale la pena una
búsqueda en Amazon.
Poco antes de su muerte, a Schonberg le comisionaron escribir el artículo que reemplazó el
de Michel Steinberg sobre Horowitz en la New Grove Dictionary corregida. Fue de las
últimas cosas que escribió, y si mi artículo tuvo que ver algo con su comisión, puedo
alegrarme por haber hecho una buena acción. Uno puede ahora leer en la fuente de
referencia en el lenguaje en inglés mas acreditado “Como pianista [Horowitz] era único. No
solo se trataba de una técnica asombrosa. En su mejor momento su ejecución tenía grados
infinitos de color y una sonoridad que bien podría no tener paralelo.” Y “Un periodo
revisionista futuro podría poner mas atención a las interpretaciones de Horowitz de Mozart,
que muchos las han ridiculizado como fuera de estilo…. Podría bien suceder que el
acercamiento flexible y expresivo de Horowitz con Mozart será eventualmente reconocido
como mas auténtico en algún sentido que el trabajo de tantos ‘autenticistas’ de finales del
siglo XX.” Esta predicción, me siento feliz de decirlo, se está volviendo realidad.
Finalmente “En cualquier caso, la postura de que Vladimir Horowitz es uno de los pianistas
supremos en la historia no puede desafiarse.” O mas bien, sí puede, pero solo al riesgo de la
propia reputación de uno como conocedor.
Tim Page nunca se ha recuperado de esta exhibición de su pretensión, y me he convertido
desde entonces, junto con Horowitz, en uno de sus bêtes nègres (bestias negras). En un
show de bravuconería, él reimprimió su reseña de la biografía de Schonberg (como
“Vladimir Horowitz: un detractor”) en Tim Page on Music (Portland: Amadeus Press,
2002) con un prefacio fanfarroneando de “inspirar una larga acusación en la sección de Arts
and Leisure de The New York Times.” Y aun para los lectores que tengan el cuidado de
comparar el texto en ese libro con mi “acusación” no encontrarán los pasajes que yo cité. El
Sr. Page los quitó. Su remordimiento es mi victoria.
Pero sus declaraciones no fueron las contribuciones más penosas en este debate. Eso llegó
de Robert Holzel, que escribió en el Times en el espíritu de la “patografía” de Glen Plaskin
de 1983 (tal como Joyce Carol Oates diría) de Horowitz. Comenzando con mi comparación
con Chaikovsky, él notó una “ironía esquiva,” a través de la cual “lo que podía ser tan
accesible, con frecuencia alegre en su superficie, podría desmentir tanto al hombre
problemático que lo produjo.” ¿Oh cielos, qué puede ser eso? La respuesta vino después,
cuando al reanudar las comparaciones con Gould y Arrau, él las desechó también como
pertenecientes “mas a la cancha de Horowitz –sin juego de palabras.” Eso podría ser el
trampolín para otro artículo, mas fuerte.

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