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Diario de lector

SINIESTRALIDAD

El lector que escribe un diario lee un ensayo de Freud sobre lo siniestro. Extraño destino
de la palabra que, de indicar uno de los dos lados del cuerpo, termina acumulando todas
las angustias y temores que se desparraman en este mundo a diestra y siniestra. Como
una caja de Pandora al revés: mientras ésta diseminó los males por el mundo, la palabra
condensó los de todos, incluyendo a presentadores de televisión y corredores de
seguros.
¿Qué es lo siniestro en la literatura? pregunta el lector mientras lee a Freud. Y se
responde con ese sentimiento de hormigueo desagradable que recorre los músculos y
obliga a mirar por encima del hombro o a cerrar un instante los ojos o a adelantar unas
líneas, para buscar la tranquilidad que, supuestamente, se conseguiría fácilmente
cerrando el libro. Pero no, el lector que escribe un diario sabe que eso no es así, porque
hay efectos que continúan, que se prolongan más allá del abandono de la letra, porque
quedan cocinándose en el caldo de la mente.
“Lo siniestro seria aquella suerte de espantoso que afecta a las cosas familiares y
conocidas desde tiempo atrás”: la frase hace que el lector vuelva a leerla y piense en
todas las historias en las que una leve oscilación de cortinas, un volver atrás de la
cámara, un detalle inadvertido en la primera mirada convocan al hormigueo conocido,
misteriosa conjunción de angustia y placer. Porque, sin dudas, lo siniestro leído provoca
mucho placer. La literatura, sabe desde hace años el lector, convoca lo horrible, lo
temible, lo doloroso, lo desasosegante para ser revivido y entonces, poder conjurarlo,
domarlo, acotarlo, hacerlo vivible y, por momentos, creer que están puestos ahí y sólo
ahí –en el libro, la película, la foto, la pintura, la canción- como una caja de Pandora que
hubiera podido recapturar su contenido.
Hay, en el artículo de Freud, una serie de ejemplos de “cosas siniestras”: el tema del
doble, las repeticiones, el retorno involuntario a un mismo lugar. Y el lector recuerda
“El otro” de Borges, aunque no lo encuentra siniestro, quizás por el tono cansado del
narrador.
Lee y anota que el tema del doble comenzó siendo un reaseguro contra la muerte, una
especie de apuesta a que, duplicado por ejemplo en alma inmortal, uno puede seguir
viviendo. Linda estrategia de Borges, la de asegurarse en la repetición la inmortalidad,
piensa el lector que escribe un diario. Algo así como lo que se propone el náufrago de
La invención de Morel, con su recurso a la tecnología cinematográfica. Pero claro, la
eterna repetición, reflexiona el lector que escribe un diario, tiene un terrible grado de
angustia, como lo prueban tantos mitos: sólo Penélope puede encontrar alivio en la
repetición de su tejido, porque sabe que en algún momento eso tendrá fin, ya por la
improbable llegada de su marido, ya por el más que cierto descubrimiento de la
estratagema por parte de los pretendientes. Que finalmente suceda lo menos pensado
forma parte del código del relato heroico.
Freud insiste en que el motivo del doble se transfigura cuando “de un asegurador de la
supervivencia se convierte en un siniestro mensajero de la muerte”, lo que sin dudas
explicaría el impresionante incremento del gusto por películas de zombies y otras yerbas
que puede apreciarse en las carteleras.
Pero el fragmento que más desasosiego provoca al lector no es el de un texto literario,
sino un párrafo del propio Freud. Un párrafo que introduce sin artilugios poéticos sino
con la convicción del científico. El lector debe retroceder buscando el punto en que el
autor aclare que se trata de un ejemplo extraído de algún poeta o cuentista. Pero no, es
un párrafo del propio Freud, expuesto con la seguridad de quien dice algo que todo el
mundo comparte y que ha sido suficientemente probado como para insistir en
argumentaciones tediosas. El lector que escribe un diario copia el párrafo, con
intranquilidad:
“La biología aún no ha podido determinar si la muerte es el destino ineludible de todo
ser viviente o si solo es un azar constante pero quizás evitable en la vida misma. El
aserto de que todos los hombres son mortales aparece en los textos de lógica como
ejemplo por excelencia de un aserto general, pero no convence a nadie y nuestro
inconsciente sigue resistiéndose hoy como antes, a asimilar la idea de nuestra propia
mortalidad”
Llegado a este punto, el lector que escribe un diario cierra el libro, en tanto retornan el
hormigueo conocido y el hervor de caldo mental ya mencionado. La biología
sospechando que la muerte es un azar que puede ser evitado es mucho más de lo que,
por el momento, querría soportar.

Gabriela Urrutibehety
www.gabrielaurruti.blogspot.com

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