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Diario de Lector

SOBRE FINALES FELICES, COSTURAS Y EL COGITO CARTESIANO


El lector que escribe un diario escucha a un amigo: “después de leer varias novelas de un autor, ya
les empiezo a encontrar las costuras, y eso me desanima”. El lector que escribe un diario se queda
pensando, no tanto en la verdad de cada una de las partes de la afirmación de su amigo como en
la conexión entre ellas. ¿Encontrar las costuras desanima? No siempre, con seguridad, pero
muchas veces sí.
El lector tiene en sus manos Zapatos italianos, de Henning Mankell: la vecina que lee novelas
policiales le ha pasado la serie del detective Wallander y ahora llega con este volumen, que no
tiene nada que ver con Wallander ni con el policial, pero arrastra, cree el lector que escribe un
diario, la trayectoria de su autor.
La novela parte de una escena, que el lector reconoce en la ilustración de la tapa: un médico
jubilado vive en una solitaria isla sueca, con un perro y un gato viejos por toda compañía. Su manía
es bañarse en agua helada y su esporádico contacto con el mundo exterior es el cartero, con el
que no intercambia más que algunas palabras en el muelle. Desde el inicio, sabemos que está
purgando alguna culpa anterior, relacionada con su profesión.
Como en una película, la vida del médico jubilado se altera cuando, en medio de la llanura blanca
aparece una figura humana, con el fondo sonoro del hidrocóptero del correo alejándose. Se trata
de una antigua amante que llega caminando dificultosamente con un andador, cuarenta años
después, para reclamarle la vieja promesa de llevarla a una laguna que él había visitado en la
niñez.
El lector que escribe un diario llega hasta este punto sumamente interesado. Y sigue interesado,
porque la novela está escrita con solidez técnica. Pero empiezan a notarse las costuras. El
protagonista descubre que la mujer está gravemente enferma porque encuentra los papeles que
lo confirman hurgando en su cartera. El lector que escribe un diario se pregunta quién anda por
ahí llevando en la cartera un papel que diga algo así como “usted está muy enfermo, se va a morir
en tres meses”.
A partir del viaje –el solitario sale de su isla- empiezan a aparecer otras mujeres en su vida: una
hija de cuya existencia no tenía idea que vive en una casilla rodante en medio del bosque, una
joven a la que le estropeó la vida con su mala praxis que regentea un albergue para adolescentes
en riesgo y una de esas adolescentes descastadas. Todas no tienen mejor idea que ver la
posibilidad de mudarse a la isla, como si fuera la tierra prometida. De ahí al desenlace, con varias
historias relacionadas a otros personajes, que se desarrollarán de una u otra manera hasta el final
feliz.
Mankell, piensa el lector, ha escrito buenas novelas policiales, de las que a la vecina le encantan y
que él disfruta. El género policial bordea y hasta se zambulle, muchas veces, en el inverosímil:
desde los golpes y heridas que recibe en una sola novela Marlowe hasta las insólitas conexiones
milagrosamente obtenidas por las mentes privilegiadas de los investigadores que las protagonizan.
Pero el reino de la coincidencia está sostenido por el paraguas del género, que determina en su
pacto inicial de lectura cuál es el verosímil para toda obra que se resguarde bajo él. Alguien podrá
encontrar un papelito insignificante que nadie vio y que terminará siendo la clave en una policial,
pero saliendo de los límites de esas tramas, algo así es difícil de sostener, escribe el lector. Las
casualidades no juegan bien en todos los géneros, por más que Paul Auster haya encontrado el
ritmo de las coincidencias, según dicen.
El policial, piensa el lector que escribe un diario, es el reino del final feliz. La investigación siempre
llega a buen término: por más violencia, por más degradación que el caso lleve consigo, por más
dolor y soledad que porte el investigador, por más revelaciones desagradables que salgan a la luz,
el policial tiene una infinita confianza en la verdad y en la capacidad de la mente humana para
descubrirla. Como Descartes frente a la chimenea, puede desandar el camino de toda construcción
humana y rearmarlo, con la única herramienta de la razón. Y esto, piensa el lector que escribe un
diario, vale tanto para los clásicos “de enigma”, como para los más negros: puede sufrir el
investigador hundiéndose en el barro de la realidad, pero llega a la solución él solito, con sus
propias armas mentales.
Todo es cuestión de género, piensa el lector que escribe un diario. Y los finales felices son difíciles
de sostener, más allá de los cuentos de hadas y las telenovelas latinoamericanas. Ni aún el cogito
cartesiano ha podido salir tan bien parado como este médico jubilado de todas las circunstancias
en las que involucró a las mujeres que, finalmente, desean encallar en su isla helada.
Por eso, el lector que escribe un diario le pide a su vecina alguna otra novela policial, de las
clásicas. Y se sienta a disfrutar de las costuras.

Gabriela Urrutibehety
www.gabrielaurruti.blogspot.com

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