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Diario de lector

YO PERSIGO UNA FORMA

El lector que escribe un diario sucumbe ante la efeméride. Claro, se justifica, no es solo el
aniversario de un libro. Nunca el aniversario de un libro es solamente el aniversario del libro.
Si los aniversarios son básicamente habilitación para la emergencia del recuerdo y el recuerdo es
únicamente las huellas de la afectación de uno mismo, el aniversario de un libro es el aniversario
del yo que viste y calza, que lee y escribe. Así el libro se haya escrito hace 1000, 400 o 50 años, o el
lector tenga una edad equivalente.
Por eso, piensa el lector que escribe un diario, incluir una anotación sobre el cincuentenario de
Rayuela no es otra cosa que hablar de sí mismo. Volver a leer Rayuela es, principalmente, volver a
leerse a sí mismo en la primera oportunidad que abrió el libro. El libro que está rayado y anotado
por alguien que dicen fue él tanto tiempo atrás. Mala costumbre, obsesiva, la de fechar los libros
en la portada, debajo de la firma: cuántos lectores que escriben un diario, cuántos sí mismo,
crecieron desde que aventuró una ilusoria propiedad que se revirtió pronto en la posesión del
lector por parte del libro.
(Cuando te regalan un reloj no te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el
cumpleaños del reloj).
La primera sorpresa que se lleva es cuántas rayuelas hay en el libro. No la de los saltos de páginas,
la de la probarse un lector inteligente, esa que llevó a desdeñar la lectura lineal de los capítulos
imprescindibles. Fue ese otro lector que se fascinaba en el laberinto formal que le proponía el otro
modo de leer, más allá de la anécdota. En esa época, claro, había que rechazar la anécdota, como
lee que el propio autor escribe en una carta cuando dice que intenta escribir una “antinovela”.
Eso, para el lector que escribe un diario cuando leía por primera vez Rayuela, era renovar la forma
y el enemigo número uno era la anécdota: algo que para el lector aparecía clarísimo en el capítulo
34, cuando leía salteadas solo las líneas en que Horacio condenaba la malísima novela que leía la
Maga, esa porquería de Pérez Galdós que la hacía llorar y creerse “culta”. No, claro, el lector que
escribe un diario sabía en ese momento que así no había que escribir ni, mucho menos, leer.
Leer Rayuela, recuerda el lector que escribe un diario, no era solo la bobada de querer parecerse a
la Maga o de amanecer en un portal con la clocharde: era saber qué había que leer. El libro
funcionaba como una especie de enciclopedia del poeta cachorro (todos en ese momento éramos
poetas cachorros, anota en su diario el lector), aunque tal vez habría que cambiar tanto jazz por
mucho rock. Abajo la novela tradicional y vamos adelante con todo lo que hacía el Club de la
Serpiente, incluyendo poses, frases, bebidas y otras ingestas. Y, sobre todo, París. Como Gardel,
como Sarmiento, como Echeverría. (Y estaban viniendo otros exilios y otros desencuentros y otros
dolores).
Ahora lee el lector que escribe un diario desde otro lugar. Lee de otra manera esta frase de una
carta de Cortázar mientras escribía Rayuela: “Lo que creo es que la realidad cotidiana en que
creemos vivir es apenas el borde de una fabulosa realidad reconquistable, y que la novela, como la
poesía, el amor y la acción, deben proponerse penetrar en esa realidad. Ahora bien, y esto es lo
importante: para quebrar esa cáscara de costumbres y vida cotidiana, los instrumentos literarios
usuales ya no sirven.”
Ahora, el lector que escribe un diario puede asombrarse, sin culpa, de cuántas rayuelas hay en la
novela. Rayuelas de carne y hueso, como la del capítulo 56, cuando Oliveira tira puchos
encendidos desde la ventana. Ese capítulo final que está en el medio, ese capítulo absolutamente
conmovedor, por el que se permite llorar como no estaba permitido cuando plantó su firma y la
fecha 1978, cuando soñaba con ser poeta y andaba persiguiendo una forma.
Gabriela Urrutibehety
www.gabrielaurruti.blogspot.com

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