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Diario de lector

SINTAXIS

El lector que escribe un diario cierra el libro que acaba de leer con la sensación de que
la literatura reenvía constantemente a ella misma. Nada nuevo, claro. Nada que no se
haya dicho, claro. Pero algo que corrobora esta vez, otra vez, cuando cierra el libro que
acaba de leer.
Acaba de leer “Las vírgenes suicidas” de Jeffrey Eugenides, y le suena en la cabeza la
idea de que acaba de presenciar cómo terminó “La casa de Bernarda Alba”, visto de la
vereda de enfrente.
La novela –el título se abalanza sobre la cuestión, como para liquidar rápido la
especulación morbosa- narra cómo, en el transcurso de un año y medio, cinco hermanas
adolescentes se suicidan en una encantadora ciudad norteamericana durante la década
de 1970. Cinco hermanas no puede ser una casualidad. Una casa convertida en cárcel
de luto, tampoco. Una madre férrea, tampoco. Un padre pusilánime, menos, aunque
este no esté muerto.
Ninguna de las chicas se llama Angustias o Martirio, pero hay una Lux que tiene ese
nombre y es tan luminosa como el vestido verde de Adela. Como ella, busca la
salvación por el sexo desesperado, no ya en el corral como la campesina española sino
el tejado de su típica casa norteamericana de clase media.
Lo que cautiva, piensa el lector que escribe un diario, es el personaje central de la
novela, que no son ni las hermanas ni sus padres, sino un narrador que se asume en un
nosotros y representa a los muchachos compañeros (¿amigos? ¿enamorados?) de las
chicas.
La novela pone en primer plano a este narrador colectivo e indiferenciado que mira
desde afuera y trata de entender algo que pasa en un profundo interior: el de la casa y el
de las mentes de los protagonistas. Un narrador que usa binoculares, espía a través de
los vidrios sucios, escarba en la basura, acumula retazos, busca testimonios y trata de
saber, de entender y de mantener viva la situación, mientras todos alrededor intentan
echar tierra sobre lo que está pasando.
Es un narrador que marcha a caballito entre la ingenuidad y la clarividencia, que
comparte con las chicas Lisbon la edad y la posibilidad de adentrarse por los intersticios
del mecanismo que mueve a una sociedad y que esa misma sociedad pugna por
esconder.
Este narrador plural es el que puede recoger la afirmación del inmigrante que sostiene
que “nosotros, los griegos, somos gente taciturna. Para nosotros el suicidio tiene
sentido… Lo que mi yia yia no llegó a entender jamás de este país es por qué la gente se
empeña en ser constantemente feliz”. Una filosofía del pum-para-arriba perpetuo que
provoca disparates tales como el “Día de la Aflicción”, en el que todos reflexionan
sobre cosas terribles para terminar de una vez por todas con el sufrimiento y poder
dedicarse de una buena vez a la felicidad obligatoria.
El narrador-nosotros no juzga, Registra, recopila, anota, compara, porque busca
entender. Juzgar implica cerrar, finalizar, clausurar. Como hizo la señora Lisbon con la
casa y la vida de sus hijas.
El narrador plural, entonces, es el que puede poner dato junto a dato, porque sospecha
que en la sintaxis de los hechos es donde reside el sentido. Como si sospecharan eso que
intuimos los hablantes de español cuando distinguimos perfectamente entre un pobre
hombre y un hombre pobre, un viejo amigo y un amigo viejo.
Por eso en la narración aparecen también la peste del olmo, la mosca del pescado, el
desequilibrio químico en la composición de las aguas del lago. Los árboles que son
podados para que no infecten a los otros, las moscas que no dejan de molestar por el
solo hecho de estar ahí, el olor infecto. Todo, en esta sintaxis narrativa que actúa por
yuxtaposición, configura un universo de sentido en el que el caso particular de las
hermanas Lisbon termina siendo el de la vida de la ciudad, aún en el momento de ser
narrada, cuando ya tampoco el narrador plural es/son jóvenes.
Entonces, el final es tan desasosegante porque es la convicción de que la sintaxis es un
perpetuo agujero negro, que no puede ser llenado ni clausurado, porque faltan piezas o
porque las piezas que han reunido en valijas en la casa del árbol se van deteriorando por
el tiempo. Cubriéndose de moho y mierda de las moscas. Siendo sustituidas por la
nueva pintura maravillosa que igual al año se descascara, como se descascara también
todo intento de normalidad cuando aparecen chicas como las Lisbon, “solas en su
suicidio, más profundo que la muerte”. Porque, en definitiva, lo único que permanece es
la voz de Bernarda Alba, llamando a silencio.

Gabriela Urrutibehety
www.gabrielaurruti.blogspot.com

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