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La alegría de la gratitud

«Venid, aclamemos al Señor,


demos vítores a la roca que nos salva;
entremos en su presencia con acción de gracias,
aclamándolo con cantos.
Porque el Señor es un Dios grande,
soberano de todos los dioses.
En sus manos tiene las simas de la tierra,
son suyas las cumbres de los montes.
Suyo es el mar, porque él lo hizo,
y la tierra firme que modelaron sus manos.
Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios
y nosotros su pueblo,
el rebaño que él guía».
– Salmo 95,1-7
Lectio
Este salmo es un salmo «invitatorio» para la entrada de los peregrinos en el
templo.
Es un himno litúrgico, profundamente religioso, que nos lleva a entender algo
de la
fiesta en Israel, que celebra al Dios dador de todo bien, el cual ha hecho
maravillas en la
creación, pero ha hecho algo aún más maravilloso al escoger a Israel como su
pueblo y
el «rebaño que él conduce».
La liberación de Egipto es el hecho constitutivo y fundacional de Israel, obra
exclusiva del Señor, que quiere elegirse y ponerse aparte un pueblo suyo.
Israel se ve,
por consiguiente, como un don del Señor, el hijo primogénito entre los
pueblos, el
pueblo de sus pastos, la parte más valiosa de su heredad.
Para Israel todo es don: no solo la tierra y sus frutos, sino la alianza, el templo,
las
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fiestas.
Los gestos con los que el Señor se reveló y salvó a Israel se celebran
explícitamente
en el culto.
La fiesta es el momento de la alegría comunitaria, donde Israel se convierte en
una
comunidad de alegría. La alegría del individuo creyente se hace coral por el
hecho de
que inviste a toda la comunidad, reunida en la presencia de Dios y en su casa,
el templo,
a donde se peregrinaba para la fiesta.
Los salmos expresan en poesía y oración este clima de júbilo típico de las
fiestas
judías.
El servicio divino en el templo se hace expresión festiva de la alegría del
Señor:
«¡Qué deliciosas son tus moradas, Señor de los ejércitos!» (Sal 84,1).
La fiesta, además, ayuda a Israel a resistir a la tentación de los cultos
cananeos,
cuyos ritos, impregnados de sensualidad desenfrenada y de exaltación
idolátrica de la
fuerza de la naturaleza, eran una abominación para Dios.
Jesús comparte la cultura de la fiesta de su ambiente: su pasión por la fiesta y
la
alegría de vivir, que le hacía aceptar las invitaciones a los banquetes, le
procuraron la
acusación de que era un comilón y un borracho (Mt 11,19), y se puede
entender el
motivo por el que él representa la alegría del cielo usando la imagen del
banquete (Lc
14,15ss).
Meditatio
También la fiesta cristiana tiene como objetivo reunir a la comunidad para
hacerla
consciente de su identidad, que procede de la conciencia de los dones
recibidos, para dar
gracias, para sentirse sostenida por la alegría comunitaria al testimoniar que es
el
«pueblo de sus pastos».
Las grandes solemnidades de la Iglesia rebosan de alegría. Por lo demás, ¿no
es tal
vez la música, tan presente en las celebraciones, el rumor que desde las cosas
bellas de la
existencia llega hasta el Creador?
De ahí procede el júbilo de las celebraciones y de la liturgia, que provoca la
conciencia de ser «el rebaño que él conduce», es decir, esa parte privilegiada
de la
humanidad que debe reconocer las maravillas del Señor, acogerlas dando
gracias y
proclamarlas con una vida alegre y agradecida.
Una celebración es alegre cuando se canta: la disminución del canto del
pueblo en
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nuestras celebraciones es un signo preocupante de la baja tasa de alegría
presente o
expresa de los participantes.
Una celebración silenciosa puede ser «devota», pero no es una fiesta.
Una eucaristía fría es todo menos un «acción de gracias», una acción
entusiasta,
alegre, que alimenta la conciencia de los grandes dones recibidos y, al mismo
tiempo, es
expresión y sostén de una comunidad fraterna.
Una eucaristía en la que se reprende más por lo que falta que se agradece por
lo que
se ha recibido, se hace poco atractiva, es un deber más que una alegría, un
peaje que hay
que pagar más que un recurso para la semana.
La eucaristía es también el momento de la «comunión de los santos».
El pequeño rebaño que se reúne y que disminuye está en comunión con la
innumerable muchedumbre de los santos y de los fieles de las generaciones
pasadas, y
está en comunión y en contacto directo con la jubilosa asamblea de los
ángeles que
celebran la liturgia celestial.
Es un pueblo inmenso que exulta en la patria bienaventurada y nos sostiene en
nuestro camino, y que se hace presente en nuestras celebraciones para
transmitirnos la
alegría de pertenecer al rebaño del pastor que conoce los verdes pastos,
frescos y llanos,
de la eternidad.
Reunidos en torno al mismo pastor nos unimos a su canto: «Alegres en la
esperanza, constantes en la tribulación, perseverantes en la oración» (Rom
12,12).
Quien escribe recuerda haber oído en Bangladés: «Nosotros salimos serios de
nuestras mezquitas, mientras que los cristianos salen alegres de sus iglesias».
Y, ciertamente, salimos de las celebraciones con muchas tareas que realizar,
pero la
primera es abastecernos de alegría para nosotros y para los demás.
Una de las bellas fórmulas de despedida de la celebración eucarística es: «La
alegría
del Señor sea vuestra fuerza», es decir, la alegría del Señor por habernos
creado, por
habernos hecho hijos suyos, por habernos encontrado agradecidos, nos
acompaña
durante toda la semana sosteniéndonos y alegrándonos.
La gratitud
La gratitud es la «memoria del corazón», es aquella actitud que nos permite
reconocer la
deuda que tenemos con los demás, con los que nos han precedido y con los
que
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convivimos.
La gratitud está inscrita en nuestra condición de criaturas y nos introduce en el
flujo
de las cosas que aparecen por breve tiempo y después desaparecen; es
conciencia de
nuestra dependencia de lo que nos precede y nos acompaña. Reconocer y
agradecer es
aceptar la pequeñez y al mismo tiempo, relacionándola con lo demás, hacerla
grande y
permanente, como nota de una sinfonía que viene de lejos y lleva lejos, la
sinfonía del
himno del universo que admira, alaba, bendice y da gracias al autor de todas
las cosas.
Quien sabe dar gracias no solo posee el sentido del todo en el que está inserto,
sino
también la alegría de implicar a los demás en la música de la creación,
viviendo no con
euforia el eventual éxito, ni con depresión el fracaso, sino considerando todo
acontecimiento como una nota musical, tanto más armoniosa cuanto menos
aislada esté
y más vinculada se encuentre con la sinfonía general.
Quien sabe ser agradecido, vive más sereno, porque reconoce el puesto que
ocupan
los demás, sabe apreciar su contribución y sus necesidades.
Y así es competitivo sin ser agresivo, prudente sin ser falso, fuerte sin
prevaricar y
humilde sin sentirse débil.
Dichoso el hombre que sabe agradecer, porque es grato a Dios y a los
hombres.
Dichoso el hombre que sabe ver su eminente dignidad: «¿Qué es el hombre en
la
naturaleza? Una nada con respecto a lo infinito, un todo con respecto a la
nada, algo
intermedio entre el todo y la nada» (Pascal).
Oratio
Dios mío, Padre mío, después de que mis ojos han visto la obra que has hecho
en mí, tu
criatura, en mi corazón ha nacido una gran alegría, unida a una necesidad
profunda de
darte gracias.
A ti, Padre, que desde mi nacimiento pronuncias mi nombre haciéndole llegar
a ser
vida, gracias.
A ti, Padre, que me nutres con el Pan de la vida transformándome en ti,
gracias.
A ti, Padre, que satisfaces mi sed de eternidad ofreciéndome la única bebida
de
salvación capaz de liberarme del miedo a la muerte, gracias.
A ti, Padre, que pronuncias la Palabra y me la das para que descienda hasta el
fondo
de mi corazón para purificar mis intenciones, ¿cómo decirte gracias?
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Te he suplicado para que tú mismo pudieras decirme de qué modo puedo
elevar a ti
la alabanza de mi corazón.
He comprendido que debía hacer lo que tú habías hecho conmigo.
Entonces, te he dado gracias alabándote con las mismas palabras que tú me
habías
dado.
Te he dado gracias haciéndome pan para cada hermano, como el pan que me
habías
dado.
Te he dado gracias, finalmente, llamándote «Padre» y aprendiendo a ser
«hija/o» en
tu único Hijo, que, desde siempre y para siempre, en toda eucaristía, es mi
«gracias»
para ti.
Contemplatio
«¡Oh, qué fiesta, qué solemnidad! ¡Con qué alabanzas y bendiciones debe ser
celebrada,
con qué admiración debe ser honrada! ¿Qué puede haber que sea más
delicioso y
agradable?
»El alma, totalmente arrebatada de amor por Dios, al representársele la
multitud de
los favores y de los auxilios con que Dios la ha prevenido y asistido durante
esta
peregrinación, besa sin cesar esta dulce mano, que la ha traído, conducido y
acompañado
por este camino, y confiesa que de este divino Salvador ha recibido toda su
dicha, pues
ha hecho por ella todo cuanto el patriarca Jacob deseaba para su viaje, después
de haber
visto la escalera del cielo. ¡Oh Señor!, dice entonces, tú has estado conmigo y
me has
guardado en el camino por el cual he venido. Tú me has dado el pan de tus
sacramentos
para mi sustento; me has vestido el traje nupcial de la caridad; me has guiado
hasta esta
morada de gloria que es tu casa, oh Padre eterno.
»¿Qué me queda por hacer sino confesar que eres mi Dios por los siglos de los
siglos?» (TAD 3,5).
«¡Cuán amable es este templo, donde todo resuena en alabanzas!
»¡Qué dulzura para los que viven en esta morada santa, donde tantos
ruiseñores
celestiales entonan, con una santa emulación de amor, los himnos de la
suavidad eterna!
»Sí, querido Teótimo, todas las bendiciones que la Iglesia militante y la
triunfante
dan a Dios son bendiciones angélicas y humanas, porque, aun estando
dirigidas al
Creador, proceden de las criaturas; pero las del Hijo son divinas. ¡Oh si
oyésemos a este
divino corazón cantar con voz de infinita dulzura el cántico de alabanzas a la
divinidad!
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¡Qué gozo, qué esfuerzos los de nuestro corazón, para lanzarse a oírle para
siempre! Este
querido amigo de nuestras almas nos mueve ciertamente a ello: “Ea,
levántate”, dice,
“sal de ti mismo, levanta el vuelo hacia mí y ven hacia esta morada celestial
donde todo
es gozo y donde todas las cosas no respiran sino alabanzas y bendiciones”.
»¡Qué suavidad en nuestros corazones cuando nuestras voces unidas y
mezcladas
con la del Salvador participarán de la infinita dulzura de las alabanzas que este
Hijo muy
amado tributa a su eterno Padre!» (TAD 5,10.11).
Para la lectura espiritual
La fiesta recoge una unanimidad de corazones estimulados a vivir una misma
realidad
que incide en la vida de un modo del todo particular. Uno se siente llamado
hacia una
única meta, en un lugar determinado, en un tiempo preciso. Muchas son las
personas
interpeladas, pero único es el misterio celebrado: el Cristo, el Hijo de Dios,
que ha
reunido a quienes estaban dispersos.
En torno a la palabra de Dios se constituye, por consiguiente, la asamblea
festiva, se
concreta la Iglesia. Es casi una nueva epifanía de Cristo, cuyo Espíritu anima
con un solo
amor a los cristianos: los corazones se funden al unísono y la liturgia subraya
esta unidad
en la multiplicidad haciendo proclamar a todos y a cada uno de los orantes el
«nosotros»
de la comunión fraterna.
Muchas personas se mueven hacia los lugares de fiesta, actualmente a menudo
en
coche o en tren, mientras que en el pasado la peregrinación se hacía a pie,
modulada por
cantos y oraciones, y asumía a trechos el carácter de una lenta danza rítmica.
Muchas
personas se concentran en los tiempos de fiesta, y el camino convergente
constituye ya
un signo elocuente: «¡Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos
unidos!» (Sal
133,1); «¡Qué alegría cuando me dijeron: “Vamos a la casa del Señor”!» (Sal
122,1).
Cuando se acoge al Señor, se irradia en el corazón una alegría sin límites: es la
alegría de la Virgen María que se desborda en el himno del Magnificat; es
antes aún la
exultación del Bautista en el vientre de la estéril Isabel. Es el momento de la
liberación
que dilata los corazones de quienes acogen la buena noticia del Señor Jesús,
desde las
comunidades primitivas de los Hechos de los Apóstoles hasta las comunidades
cristianas
de nuestros días.
Donde se percibe la presencia del Resucitado no hay espacio para la tristeza.
Quien
tiene la experiencia de Dios, tiene el corazón lleno de alegría. Como los
discípulos ante
el Resucitado, así también todo cristiano al ver cómo actúa el Señor en su vida
y en la
historia no puede no alegrarse. Es la alegría que emana del misterio pascual y
que en la
noche santa es cantada sin fin: «Exultet... Gaudeat... Laetetur...».
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Esta alegría es vitalidad del Espíritu, que inviste al cristiano en el bautismo.
Esta
crece en la medida en que se vive el amor de Dios, se realiza su plan de
salvación y su
voluntad. Es una alegría que crece conforme llegamos a ser íntimos de Cristo
hasta
convertirnos en continuadores fieles y apasionados de su obra: la revelación
del amor del
Padre. En este camino de fe alcanza su plenitud también la alegría (Mariano
Magrassi,
Vivere è camminare con Cristo risorto, La Scala, Noci 1995, 78s).
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