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Diálogo en el infierno
entre
Maquiavelo (1469-1527)
y
Montesquieu (1689-1755)
(Versión abreviada)

Maurice Joly

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Autor: Maurice Joly
(1829 - 1878)
Versión abreviada: Joan Martí Valls
2011 Bubok Publishing S.L.
Impreso por Bubok

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ÍNDICE

7 El autor
15 Prefacio de Jean François Revel
25 Una advertencia
27 Niccolo Machiavelli
Introducción
Biografía
Obras
Acontecimientos e influencias
Tema y argumento
Críticas a la obra
Conclusión
37 Montesquieu: El espíritu de las leyes
El método
Las leyes de la ley
El poder

43 DIÁLOGOS

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EL AUTOR

El autor de “Diálogo en el Infierno”, Maurice Joly, (Los


elementos de este prefacio fueron tomados del extraordi-
nario libro de Henri Rollin, “El Apocalipsis de nuestro Tiempo”.
Valdría la pena reeditar esta obra, destruida por los alemanes
en 1940), abogado ante los Tribunales de París, vivió una
existencia difícil y oscura. Típico rebelde (se fugó de cinco
colegios en su juventud), puso sus dotes brillantes al servicio
de la libertad y de sus antipatías. Opositor bajo todos los
regímenes, tuvo un sinnúmero de enemigos y algunos
admiradores. Revelan sus escritos que conocía tan bien el
arte de encumbrarse (consagró al tema un libro) como el de
gobernar (los Diálogos lo atestiguan). Sin Embargo, empleó
su saber con el solo objeto de atacar a quienes aplicaban para
su beneficio personal las técnicas del éxito. Su palabra
mordaz eligió sucesivamente como blanco a Napoleón III,
Víctor Hugo, Gambetta, Jules Grévy, en quienes apenas hizo
mella. Pobre, enfermo y acabado, el 17 de julio de 1878 se
descerrajó una bala de revolver en la cabeza. Abierto sobre
su escritorio hallaron un ejemplar de “Los Hambrientos”, libro
que publicara dos años antes.
Nacido en Lons-le-Saunier en 1829, de padre que fuera
consejero general del Jura y de madre italiana, debió, para
poder terminar sus estudios, trabajar durante siete años
como empleado subalterno en un ministerio, luego de pasan-
te en la Escuela Superior de Comercio. Inscrito en 1859 en
el Colegio de Abogados, fue secretario de Jules Grévi, con
quien no tardó en reñir.
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Su primer libro, “Le Barreau de París, études politiques et
litteraires”, consiste en una galería de retratos de abogados
cáusticos e inclementes; el segundo, “Cesar”, es un vigoroso
ataque a Napoleón III. En 1864 publica en Bruselas, sin
nombre de autor, el “Diálogo en el Infierno”. El libro fue
introducido en Francia de contrabando, en varias partidas;
pero como algunos de los contrabandistas pertenecían a la
policía, esta sin gran esfuerzo – unas cincuenta pesquisas
simultaneas – logró incautarse de toda la edición y desen-
mascarar al autor. Maurice Joly fue arrestado. La instrucción
del proceso le costó seis meses de prisión preventiva,
Condenado, la instancia de apelación y el recurso de
casación demoraron otros dieciocho meses, durante los
cuales permaneció recluido en Sainte-Pélagie. Quedó en
libertad en mayo de 1867, pero sus conflictos con la justicia
crearon el vacío a su alrededor. Los defensores del Imperio
lo atacaban; para los republicanos, lejos de ser un mártir
glorioso, constituía un estorbo. Para agravar su situación y
sumirse en una soledad huraña y taciturna, en sus “Recherches
sur l’art de parvenir” ataca con inusitada violencia a sus con-
temporáneos más ilustres. La respuesta de ese mundo que
detestaba fue el silencio.
Tal vez sus obras hubieran sido definitivamente olvida-
das, pese a sus descollantes méritos, si un ejemplar del
Diálogo en el Infierno, que escapara a la policía de Napoleón
III, no hubiese caído en manos del falsario redactor de los
Protocolos de los Sabios de Sión, donde se exponen los
presuntos planes secretos de dominación mundial, conce-
bidos por los dirigentes de la Alianza Israelita Internacional.
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Publicados incidentalmente en ruso, los Protocolos
fueron traducidos y difundidos en todos los países del mun-
do en 1920. Al año siguiente, una sucesión de extraordinarias
casualidades puso la superchería al descubierto. Fue Graves,
corresponsal del Times en Constantinopla, quien se percató
de la similitud que existía entre el documento ruso, publi-
cado por Nilus y Boutmi, y el Diálogo de Joly, entre los
supuestos Protocolos de los Sabios de Sión y el líbelo del
abogado parisiense contra el sobrino del gran emperador.
Graves contaba entre sus amistades a un emigrado ruso.
Este había comprado a un antiguo funcionario de la Ocrana,
también refugiado en Constantinopla, un lote de libros
viejos. Entre ellos descubrió, con sorpresa, un pequeño
volumen en francés, encuadernado, sin la página correspon-
diente al título, pero en cuyo lomo figuraba el nombre de
Joly. Al comprobar que su texto traicionaba una asombros
semejanza con el de los Protocolos, participó su descubri-
miento a su amigo Graves. Este hizo que se practicaran
algunas averiguaciones en el British Museum, donde sin
esfuerzo pudo encontrarse un ejemplar de la misma edición
de los Diálogos. El origen de la falsificación era patente y
algunas comparaciones lo demuestran:
DIÁLOGO PRIMERO
... El instinto malo es en el hombre más poderoso que el
bueno... el temor y la fuerza tienen mayor imperio sobre él
que la razón...
Todos los hombres aspiran al dominio y ninguno
renunciará a la opresión si pudiera ejercerla. Todos o casi
todos están dispuestos a sacrificar los derechos de los demás
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por sus intereses. ¿Qué es lo sujeta a estas bestias devora-
doras que llamamos hombres? En el origen de las sociedades
está la fuerza brutal y desenfrenada..., etc.

DIÁLOGO SEGUNDO
Montesquieu.- No hay más que dos palabras en vuestra
boca: fuerza y astucia... Si erigís la violencia en principio y la
astucia en precepto de gobierno, el código de la tiranía no es
otra cosa que el código de la bestia... Vuestro principio es
que el bien puede surgir del mal, etc.

PROTOCOLO I
...Mucho más abundan los hombres con malos instintos
que con buenos. Es por ello que se obtienen mejores
resultados gobernando a los hombres por la violencia y el
terror. Todo hombre aspira al poder, y cada uno de ellos, si
pudiera hacerlo, desearía convertirse en dictador. Al mismo
tiempo, pocos son los que no están dispuestos a sacrificar el
propio bien. ¿Qué ha sujetado a esas bestias feroces que
llamamos hombres?
...En los comienzos del orden social, estaban sometidos a
la fuerza bruta...etc.
...Nuestra voz de orden es: fuerza e hipocresía... la
violencia debe constituir un principio, la hipocresía una
norma para aquellos gobiernos que no desean abandonar su
corona en manos de los agentes de una nueva fuerza. Este
mal es el único medio para alcanzar la meta: el bien, etc.

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DIÁLOGO SEPTIMO
... Instituiría inmensos monopolios financieros, depósitos
de la riqueza pública, de los cuales tan estrechamente depen-
derán todas las fortunas privadas, que estas serán absorbidas
junto con el crédito del Estado al día siguiente de cualquier
catástrofe política..., etc.
...En los tiempos que corren, la aristocracia, en cuanto
fuerza política, ha desaparecido... Pero la burguesía territorial
sigue siendo un peligroso elemento de resistencia para los
gobiernos, etc.

DIÁLOGO DUODECIMO
...Como el dios Vishnú, mi prensa tendrá cien brazos y se
darán la mano con todos los matices de la opinión, cual-
quiera que ella sea, sobre la superficie entera del país..., etc.

PROTOCOLO IV
Muy pronto instituiremos enormes monopolios, depósi-
tos de colosales riquezas, de los cuales las riquezas de los
cristianos, aun las grandes, dependerán en tal forma que
serán devoradas, así como el crédito de los Estados, al día
siguiente de una catástrofe política..., etc.
La aristocracia cristiana ha desaparecido como fuerza
política; ya no debemos tenerla en cuenta; pero como
propietaria de bienes territoriales, puede perjudicarnos en la
medida en que sus recursos sean independientes.

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PROTOCOLO XII
...Cien manos tendrán como el dios Vishnú... que habrán
de dirigir la opinión en la dirección que conviene a nuestros
fines..., etc.

¿Qué itinerario habrá recorrido, el ejemplar del Diálogo


hasta llegar a manos de Graves en Constantinopla, el año
1921? Al respecto, sólo podemos movernos en el terreno de
la conjetura. Es probable que los servicios de la Ocrana
hayan enviado el libro de Joly a San Petersburgo. Quizás
alguien retirara en préstamo este ejemplar de la biblioteca, en
lugar de devolverlo, lo entregara al funcionario de la Ocrana
quien, finalmente, lo habría llevado consigo al exilio,
terminando así por caer en manos del corresponsal del
Times, a quien cupo el honor de desenmascarar el fraude de
las columnas de un importante diario británico.
En cuanto a los Protocolos, según Henri Rollin, fueron
redactados probablemente en 1897 o a comienzos de 1898
en París, en los círculos que participaban de la lucha anti-
semita y que estaban dispuestos a recurrir a cualquier medio
para justificar con furor, furor que los inducía a su vez a
creer en las fábulas más inverosímiles. Quizá sea su autor
Elie de Cyon, director del Galois y más tarde de la Nouvelle
Revune, uno de los íntimos de Mme. Juliette Adam. Tal vez
podíamos atribuirlos al Mage Papus o a la policía misma.
Sea como fuere, la mistificación de los antisemitas, al
traducir el líbelo que escribiera un hombre que hubiese sido
su enemigo, atrajo nuevamente la atención sobre el oscuro

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combatiente de la libertad. Los Diálogos de Joly fueron
releídos, comprobándose que el Diálogo de Maquiavelo y
Montesquieu merecía ocupar un lugar de privilegio en nues-
tra literatura política. Que la causa de sus desdichas fuera un
excesivo gusto por la independencia, su mal carácter o un
noble orgullo, lo cierto es que Maurice Joly fue un escritor
de talento.

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PREFACIO de Jean-François Revel

Debemos felicitarnos de que el Diálogo de Maurice Joly


haya sido descubierto y exhumado en 1948 y no en el curso
de la década del sesenta. En Francia, bajo De Gaulle, por
cierto hubiéramos corrido el peligro de que el hallazgo fuese
considerado una superchería, tan numerosos son los pasajes
del texto que pueden aplicarse a repúblicas como la gaullista.
En 1948 nadie hubiera podido ver en la obra otra cosa que
curiosidad histórica, un ejemplo particularmente interesante
de esa crítica embozada, alusiva, que los escritores franceses
del Segundo Imperio elevaron a la categoría de género
literario. Presentaba para los especialistas de aquel periodo –
y sólo el especialista podía apreciarla en detalle- una exce-
lente pintura y un minucioso análisis de los métodos de
poder personal empleados por Napoleón III, aunque en
verdad la pintura sólo era válida para éste. El lector de 1948
no podía atribuir alcance general de teoría política a ese
régimen cuyas piezas Maquiavelo va ensamblando gozoso
ante los ojos de un Montesquieu horrorizado y deslumbrado.
Evidentemente, sólo la destreza del polemista conseguía
vestir con apariencia de teoría y generalidad a lo que era la
sátira de un caso único.
En la actualidad, las cosas han cambiado y se impone
una nueva lectura del texto. No cabe duda de que el
Maquiavelo “infernal” de Maurice Joly se revela como un
verdadero teórico. Expone y desarrolla la idea de un
despotismo moderno, no comprendido en ninguna de esas
categorías dentro de las cuales la historia del siglo XX nos ha
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enseñado a distribuir los diversos tipos de regímenes posi-
bles, y menos aún en las categorías de Montesquieu.
El problema propuesto consiste en saber cómo puede
injertarse un poder autoritario en una sociedad acostum-
brada de larga data a las instituciones liberales. Se trata de
definir un “modelo” político que difiera de la verdadera
democracia y de la dictadura brutal. Por su parte Montes-
quieu, a quien Joly va a pescar a los infiernos, sostiene la
tesis del continuo progreso de la democracia, de la libera-
lización y legalización crecientes de las instituciones y
costumbres que harán imposible el retorno a ciertas prácti-
cas. (¡Cuántas veces hemos escuchado ese “imposible”
optimista... y cuántas veces, a quienes me aseguran que las
cosas ya nunca volverán a ser como eran antes, desearía
responderles: “Tiene usted razón; serán peores”.) A ello con-
testa Maquiavelo, que existe otra cosa o que es posible
concebir otra cosa en materia de despotismo que no sea
despotismo “oriental”. Y así como el despotismo “oriental”,
desde la muerte de Stalin, ha demostrado ser viable en forma
colegiada y sin culto de la personalidad, al cual se lo creía
ligado; así el despotismo moderno, cuya teoría elabora Joly,
parece viable independientemente del “poder personal” al
que nosotros espontáneamente lo vincularíamos.
Que el autoritarismo sea personal o colegiado es una
cuestión secundaria; lo que importa es la confiscación del
poder, los métodos que es preciso seguir para que dicha
confiscación sea tolerada -es decir, para que pase en gran
parte inadvertida por los ciudadanos integrantes del grupo de
aquellas sociedades que pertenecen a la tradición democráti-
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ca occidental.
¿Acaso no nos hallamos en un terreno conocido cuando
leemos que el despotismo moderno se propone “no tanto
violentar a los hombres como desarmarlos, no tanto
combatir sus pasiones políticas como borrarlas, menos
combatir sus instintos que burlarlos, no simplemente pros-
cribir sus ideas sino trastocarlas, apropiándose de ellas”?
El primer cuidado que debe tener un régimen de derecha
aggiornato es, en efecto, volver la confiscación del poder en
un ropaje de fraseología liberal. Joly percibe con clarividencia
el papel que un régimen semejante asigna a la técnica de
manipulación de la opinión pública. A esta opinión – y de
paso ¿cómo no reconocer también aquí tantos procederes
familiares? a esta opinión “es preciso aturdirla, sumirla en la
incertidumbre mediante asombrosas contradicciones, obrar
en ella incesantes distorsiones, desconcertarla mediante toda
suerte de movimientos diversos...”
¿Cómo no identificar también una táctica clásica en nuestros
tiempos cuando Joly hace que Maquiavelo aconseje al
déspota moderno que multiplique las declaraciones izquier-
dizantes sobre política exterior con el objeto de ejercer más
fácilmente la opresión en lo interno? Fingirse progresista
platónico en el exterior, mientras en el país explota el terror
a la anarquía, el miedo al desorden, cada vez que un movi-
miento reivindicativo traduce alguna aspiración de cambio...
Nuestro Maquiavelo, subraya con fuerza “el importante
papel que, en materia de política moderna, está llamado a
desempeñar el arte de la palabra”. Indica cómo se debe
diseñar la fisonomía – “la imagen”, diríamos nosotros – del
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príncipe: insistir en la impenetrabilidad de sus designios, en
su poder de simulación, en el misterio de su “verdadero”
pensamiento. De este modo, la versatilidad del jefe, al ampa-
ro de su mutismo, parece profundidad, y su oportunismo
enigmático sabiduría; se olvidan los mediocres resultados de
su accionar por medio de palabras pomposas, pues se
termina por no distinguir una cosa de otra.
El artículo esencial de esta técnica para manejar la
opinión pública se refiere por supuesto a las relaciones entre
el poder y la prensa. También en este caso Joly percibe
claramente que el despotismo moderno no debe de ninguna
manera suprimir la libertad de prensa, lo cual sería una
torpeza, sino canalizarla, guiarla a la distancia, empleando mil
estratagemas, cuya enumeración constituye uno de los más
sabrosos capítulos del Diálogo entre Maquiavelo y Montes-
quieu. La más inocente de tales artimañas es, por ejemplo, la
de hacerse criticar por uno de los periódicos a sueldo a fin
de mostrar hasta qué punto se respeta la libertad de
expresión. A la inversa de lo que ocurre en el despotismo
oriental, conviene al despotismo moderno dejar en libertad a
un sector de la prensa (suscitando, empero, una saludable
propensión a la autocensura por medio de un depurado arte
de la intimidación); y, en otro sector, el Estado mismo debe
hacerse periodista. Visión profética, tanto más si se tiene en
cuenta que Joly no pudo prever la electrónica, ni que llegaría
el día en que el Estado podría apropiarse del más influyente
de todos los órganos de prensa: la radio y la televisión.
Uno de los pilares del despotismo moderno es, entonces,
la subinformación que, por un retorno del efecto sobre la
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causa, cuanto mayor es, menos la perciben los ciudadanos.
Todo el arte de oprimir consiste en saber cuál es el umbral
que no conviene trasponer, ya sea en el sentido de una
censura demasiado conspicua como en el de una libertad
real. Y, por añadidura, el potentado puede contar con la
certeza de que difícilmente la masa ciudadana se indigna por
un problema de prensa o de información. Sabe que en lo
íntimo el periodista es entre ellos más impopular que el
político que lo amordaza. Y bien lo hemos podido compro-
bar nosotros mismos en Paris, en 1968, ante la indiferencia
con que la opinión pública abandonó a los huelguistas de la
televisión francesa a las represalias del Poder.
Se trate de la destrucción de los partidos políticos y de las
fuerzas colectivas, de quitar prácticamente al Parlamento la
iniciativa con respecto a las leyes y transformar el acto
legislativo en una homologación pura y simple, de politizar el
papel económico y financiero del Estado a través de las
grandes instituciones de crédito, de utilizar los controles
fiscales, ya no para que reine la equidad fiscal sino para
satisfacer venganzas partidarias e intimidar a los adversarios,
de hacer y deshacer constituciones sometiéndolas en bloque
al referéndum, sin tolerar que se las discuta en detalle, de
exhumar viejas leyes represivas sobre la conservación del
orden para aplicarlas en general fuera del contexto que les
dio nacimiento (por ejemplo, una guerra extranjera termi-
nada hace rato), de crear jurisdicciones excepcionales, cer-
cenar la independencia de la magistratura, definir el “estado
de emergencia”, fabricar diputados “incondicionales”, (No
vemos que exista sustancial diferencia entre el compor-

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tamiento exigido a los candidatos gaullistas de aprobar por
anticipado la política del jefe de Estado sin conocerla y el
“juramento previo” exigido por Napoleón III a sus futuros
diputados), bloquear la ley financiera por el procedimiento
de la “depresupuestación” (si el vocablo no existe, existe el
hecho), promover una civilización policial, impedir a
cualquier precio la aplicación del habeas corpus; nada de
todo esto omite este manual del déspota moderno sobre el
arte de transformar insensiblemente una república en un
régimen autoritario o, de acuerdo con la feliz fórmula de
Joly, sobre el arte de “desquiciar” las instituciones liberales
sin abrogarlas expresamente. La operación supone contar
con el apoyo popular y que el pueblo (lo repito por ser
condición indispensable) esté subinformado; que, privado de
información, tenga cada vez menos necesidad de ella, a
medida que le vaya perdiendo el gusto.
Por consiguiente, la dictadura puede afirmarse con fuerza
a través del rodeo de las relaciones públicas. Pero, claro está,
cuando se torna necesario, el mantenimiento del orden no es
otra cosa que las relaciones públicas conducidas por otros
medios. Las diferentes controversias acerca de la dictadura,
el “fascismo” etc., son vanas y aproximativas si se reduce la
esencia del régimen autoritario únicamente a ciertas formas
de su encarnación histórica. Pretender que un detentador del
poder no es un dictador porque no se asemeja a Hitler
equivale a decir que la única forma de robo es el asalto, o
que la única forma de violencia es el asesinato. Lo que
caracteriza a la dictadura es la confusión y concentración de
poderes, el triunfo de la arbitrariedad sobre el respeto a las

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instituciones, sea cual fuere la magnitud de tal usurpación; lo
que la caracteriza es que el individuo no está jamás al abrigo
de la injusticia cuando solo la ley lo ampara. No se trata sólo
de los medios para alcanzar tales resultados. Es evidente que
esos medios no pueden ser los mismos en todas partes. Las
técnicas de la confiscación del poder en las moderna s
sociedades industriales de tradición liberal, donde el espíritu
crítico es por lo demás una tradición que hay que respetar,
un academicismo casi, donde existe una cultura jurídica, no
pueden ajustarse al modelo del despotismo ruso o libio. Más
aún, la confiscación del poder, cuando se realiza en tiempo
de paz y prosperidad, no puede asemejarse, ni por su
intensidad ni su estilo, a una dictadura, instaurada a conti-
nuación de una guerra civil, en un país económicamente
atrasado y sin tradiciones de libertad.
Lo que Maurice Joly aporta a la ciencia política, es defi-
nición exacta y la descripción minuciosa de un régimen muy
particular: el de la democracia desvirtuada, llamado cesaris-
mo por los antiguos. Pero es un cesarismo moderno, que
luce el ropaje del sistema político nacido de Montesquieu: un
cesarismo de levita, con disfraz de teatro.
La democracia desvirtuada tiene sus propias características.
En estos tiempos en que, en aras a la invectiva, o por no
desesperar o para ahorrarse el esfuerzo de analizar, se con-
funden los conceptos, conviene subrayar el hecho que este
régimen no es el totalitarismo de las dictaduras clásicas.
Es precisamente con un indiscutible apoyo popular que
los monarcas elegidos reducen a la impotencia a sus adver-
sarios. Digo impotencia, y no silencio. La intención y la
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astucia de los agentes de este tipo de régimen son el crear
una mezcla de democracia y dictadura al que yo aplico el
neologismo de “democradura”, que designa el uso abusivo
del principio de la mayoría. Este régimen no es ni tota-
litarismo ni dictadura clásica; como tampoco el totalitarismo
es sinónimo de dictadura clásica.
El totalitarismo exige mucho más del ciudadano que, a su
modo, la dictadura o la democradura. Estas últimas no se
interesan más que por el poder político y el económico. Si el
ciudadano no molesta y no dice nada, no tendrá problemas.
Basta con su pasividad. El totalitarismo, en cambio, pretende
hacer de cada ciudadano un militante. La sumisión no le
basta, exige el fervor. La diferencia entre un régimen
simplemente autoritario y uno totalitario está en que el pri-
mero quiere que no se le ataque, y el segundo considera un
ataque todo lo que no es un elogio. Al principio le basta con
que no se le desfavorezca; el segundo pretende además que
nada se haga que no le favorezca.
La lección más importante que da el libro de Maurice Joly
es que la democracia no consiste en que haya apoyo popular
- los peores potentados a menudo lo tuvieron - sino en que
haya reglas que codifiquen el derecho absoluto del hombre a
gobernarse a sí mismo. El primer derecho del hombre en
una sociedad civilizada es el de estar protegido contra las
consecuencias de su propia necedad.
Y ello, a mayor razón, puesto que el cinismo político,
contrariamente a lo que se suele creer es ineficiente. Los dos
jefes de Estado franceses que han dejado al país en la más
catastrófica situación económica, diplomática y moral, han
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sido los dos más cínicos y fieles discípulos de Maquiavelo:
Luis XIV y Napoleón I.
Gran verdad la que pone Joly en boca de su Montesquieu:
“Unos años de anarquía son a veces menos funestos que
varios años de silencioso despotismo”.
Jean-Francois Revel

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UNA ADVERTENCIA

Tiene este libro rasgos que pueden adjudicarse a cualquier


gobierno; no obstante, su intención es más precisa: perso-
nifica en particular un sistema político cuyos procederes han
sido invariables desde el día nefasto, excesivamente lejano,
de su entronización.
No es este un libelo ni una sátira; el sentir de los pueblos
modernos es demasiado civilizado como para soportar cru-
das verdades sobre política contemporánea. La duración
sobrenatural de algunos acontecimientos históricos está, por
demás, destinada a corromper a la honestidad misma; pero la
conciencia pública sobrevive aún, y llegará el día en que el
cielo se decidirá a intervenir en la contienda que hoy se alza
contra él.
Se aprecian mejor algunos hechos y principios cuando se
los contempla fuera del marco habitual en que se desarrollan
ante nuestros ojos. Algunas veces, un simple cambio del
punto de vista óptico aterra la mirada.
Aquí, todo lo presentamos en forma de ficción; sería
superfluo revelar anticipadamente la clave. Si el libro tiene
una finalidad, si encierra una enseñanza, es preciso que el
lector la comprenda, no que le sea explicada. Por otra parte,
no estará exenta su lectura de frecuentes y vivas diversiones;
no obstante, es preciso proceder con lentitud, como
conviene que se lean los escritos que no son frivolidades.
Que nadie pregunte qué mano ha trazado estas páginas:
una obra como esta es en cierta medida impersonal.
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Responde al llamado de la conciencia: concebida por todos,
alguien la ejecuta y el autor se eclipsa, pues sólo es el
redactor de un pensamiento del sentir general, un cómplice
más o menos oscuro de la coalición del bien.

Ginebra, 15 de octubre de 1864

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NICCOLO MACCHIAVELLI

INTRODUCCIÓN
El poder ha seducido a los hombres desde los tiempos
más remotos. Su concepción y su práctica ha sido hetero-
génea a través de la historia de la civilización. Pero nadie en
muchos siglos se había aproximado a develar la naturaleza
del poder en forma tan realista y desnuda como Nicolás
Maquiavelo.
El propósito de este trabajo es analizar “El Príncipe”
considerado como texto fundador de la ciencia política,
aunque hoy en día esta disciplina se ha desarrollado mucho
más allá de aquellas recomendaciones. La idea que suele
haber de Maquiavelo y su libro más clásico, es la del cinismo
como actitud indispensable en las tares del gobierno. La
suposición de que el fin justifica los medios, ha sido tenida
como paradigmática.

BIOGRAFÍA DEL AUTOR


Niccolo Macchiavelli - nació en Florencia el 3 de mayo de
1469 y murió en la misma ciudad en 1572. Era hijo de
Bernardo dei Niccolo Macchiavelli, jurisconsulto, y de Barto-
lommea dei Nelli, una dama muy bella e instruida. Fue
escritor, jurista, diplomático y político. Su prestigio comenzó
pronto, y a los veinticinco años se le nombró secretario del
gobierno Dei Dieci.

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Desempeñó luego diversas embajadas en algunos estados
de Italia y en Alemania, misiones que hubo de comentar en
sus escritos. En 1502 contrajo matrimonio con Marietta
Corsini, del cual nacieron cinco hijos Sus actividades como
embajador duraron hasta el año de 1512, en que empieza
una época de persecuciones contra él. A la vuelta de los
Médici al señorío de la ciudad fue encarcelado y sometido al
tormento, acusándosele de conspirador. Ya había publicado
para entonces obras filosóficas y literarias, pero en la cárcel
intensificó sus tareas, y gracias a la atracción que siempre
experimentó el gran Lorenzo de Médici. Uno de los espíritus
más representativos del Renacimiento por las artes y las
letras, pudo Maquiavelo obtener su favor.
Muy distinguido también como tratadista y crítico militar,
publicó obras muy notables de este carácter: El arte de la
guerra, Ordenanza de la Infantería y Ordenanza de la
Caballería. En otros aspectos, destacan su Discurso sobre las
Décadas de Tito Libio, Discurso sobre la Lengua, Historia
Florentina, Mandrágora y Discurso Moral. En todas sus
obras revela Maquiavelo su gran cultura, un pensamiento ágil
y profundo y dotes extraordinarias de escritor. Maneja el
idioma con personalísimo estilo y suprema elegancia. Física-
mente era Nicolás Maquiavelo un hombre enjuto, de regular
estatura y rostro anguloso, expresivo y sereno.
La obra fundamental del célebre secretario florentino, la
que ha perdurado a través del tiempo, dando siempre lugar a
las más encontradas opiniones, es El Príncipe, libro que
encierra cuanto de filosofía práctica y reglas de gobierno
podría apetecer cualquier jefe de Estado de cualquier tiempo,
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dispuesto a no reparar en medio para alcanzar sus fines. Su
índole moral es fundamentalmente recusable.
El Príncipe ha tenido apologistas entusiastas, como
Gentile, Alfieri, Wicouefort, Gobineau y Nietzsche, y detrac-
tores implacables, a cuyo frente se hallan, en diferentes
épocas, hombres como Saavedra, Fajardo, Voltaire, Federico
de Prusia, Macaulay, Castelar, Tolstoi, etcétera.
Napoleón comentó el libro de Maquiavelo con discre-
pancia en algunos puntos, pero siempre con simpatía.
En cuanto al príncipe que hubiera de tomar como
modelo para el diseño de su obra, se citan Fernando El
Católico y César Borgia. Maquiavelo vivió algún tiempo en la
corte del duque Valentinois, y en ella pudo ver muchos
hechos y actitudes que aprovechó para la composición de su
libro. El Príncipe está considerado, con justicia, como una
manifestación típica del espíritu del Renacimiento y una de
las obras maestras de la literatura universal.

OBRAS DE NICOLAS MAQUIAVELO (1469-1527)


• Discursos sobre las Décadas de Tito Livio (1521-1522)
• El Príncipe (1513-1516)
• Anales de Italia (1504)
• Vida de Castruccio (1520)
• Arte de la Guerra (1520)
• Historia de Florencia (inconclusa)(1520)
• La Mandrágora (comedia)(impresa en 1524)

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• Clizia (comedia)
• Comedia en prosa (sin título)
• Belfegor (novela)

TEMA Y ARGUMENTO
El poder considerado como uno de los ámbitos de
realización del espíritu humano, y el fenómeno político visto
como la expresión suprema de la existencia histórica que
involucra todos los aspectos de la vida, es la concepción que
subyace en las disertaciones de El Príncipe.
El Renacimiento había dado inicio a la secularización del
mundo y las cuestiones religiosas quedaban restringidas al
ámbito de la conciencia individual. La ciencia renacentista
había despojado al hombre de su armadura teológica y le
había devuelto la voluntad de organizar su existencia sin
temores o esperanzas de compensación espiritual; en una
vida ultraterrena.
El Estado también empezaba a concebirse como un
poder secular no ofrecido a los individuos por derecho
divino sino por intereses económicos, de clases o ambiciones
personales. Fue esa gran mentalidad la que permeó la obra
de Maquiavelo y de la que derivó su concepción del poder y
de la política. Maquiavelo no es ajeno a la moral. Y supo
intuir antes que sus propios contemporáneos que era
imposible organizar un Estado en medio del derrumbe social
de Italia.

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Las opiniones posteriores sobre su obra, en lo concer-
niente a su política de maximizar los medios frente a los
fines en el ejercicio del poder, ignoran que el escritor
florentino fue un ardiente partidario de la libertad. Y lo
demostró con sus escritos defendiendo las instituciones
republicanas que fueron destruidas con la invasión de
Francia y España a Italia; lo mismo que contra la corrupción,
a la que consideraba una amenaza contra la libertad, virtud
sin la cual ningún pueblo puede construir su grandeza.
"La experiencia muestra que las ciudades jamás han
crecido en poder o en riqueza excepto cuando han sido
libres", dijo Maquiavelo. "El fin justifica los medios", no es
una sentencia carente de moral y ética como han pretendido
demostrar los críticos de Maquiavelo. Es una reflexión en la
que se reconoce que de las mismas circunstancias que
enfrenta El Príncipe, él debe extraer las premisas necesarias
para desenvolverse en un mundo cambiante.
El éxito de un soberano radica en tomarle el pulso a las
situaciones, valorarlas y armonizar su conducta con la diná-
mica inherente a ellas. Son las necesidades las que impon-
drán una respuesta. Y Maquiavelo demuestra que los hom-
bres se miden con el mundo y actúan sobre él. Premisa
infalible que había olvidado la Edad Media. Ello significa que
la ambición de Maquiavelo de ver una Italia unida, expuesta
de forma precisa en los consejos que sugieren al magnífico
Lorenzo de Médicis, no constituyen un espejismo político
sino que puede realizarse en la realidad material a través de la
lucha por el poder y estimulando en los italianos los senti-
mientos comunes que configuraban su identidad cultural.
31
Existe una circunstancia concreta: Italia invadida por
fuerzas extranjeras, y una necesidad real: la liberación
nacional y la construcción de la unidad política. El medio
para lograrlo es la guerra y el fin, adaptarse a las exigencias
de los nuevos tiempos, organizándose como estado nacional.
Para Maquiavelo los fines políticos eran inseparables del
"bien común". La moral para el diplomático florentino
radica en los fines y la ley constituye el núcleo organizador
de la vida social. Todo lo que atenté contra el bien común
debe ser rechazado y por ello "la astucia, la hábil ocultación
de los designios, el uso de la fuerza, el engaño, adquieren
categoría de medios lícitos si los fines están guiados por el
idea del buen común, noción que encierra la idea de
patriotismo, por una parte, pero también las anticipaciones
de la moderna razón de Estado".
Las simplificaciones de las que ha sido víctimas
Maquiavelo, no han logrado minimizar esa nueva dimensión
ontológica sobre el poder genialmente concebida por el
estadista florentino. Para Maquiavelo está claro que a dife-
rencia de los países europeos, en Italia no había sido posible
construir el Estado-nación. El soberano que fuese a enfren-
tar este reto histórico, necesitaría de una suma de poder que
lo convirtiera en un monarca absoluto. Esa empresa solo es
posible si el gobernante dispuesto a llevarla a cabo, arma los
ciudadanos para liberar a su patria de las fuerzas extranjeras.
Cumplida esta tarea procurará ofrecer al pueblo leyes justas y
éste a su vez, asumirá la defensa y seguridad de la nación.
El interés de Maquiavelo se centra, a través de toda su
obra, en la política como "arte de conquistar el poder". La
32
política es por tanto el arte del príncipe o gobernante en
cuanto tal. Y el príncipe, en cuanto conquistador y dueño del
poder, en cuanto encarnación del Estado, está por principio
(y no por accidente) exento de toda norma moral. Lo
importante es que tenga las condiciones naturales como para
asegurar la conquista y posesión del poder, "que sea astuto
como la zorra, fuerte como el león" Dice Maquiavelo que el
príncipe que quiere conservar el poder" debe comprender
bien que no le es posible observar, en todo, lo que hace
mirar como virtuosos a los hombres, su puesto que a
menudo para conservar el orden de un Estado, está en la
precisión de obrar contra su fe, contra las virtudes de la
humanidad y caridad y aún contra su religión" (Príncipe C.18)
Para Maquiavelo la razón suprema no es sino la razón de
Estado. El Estado (que identifica con el príncipe o gober-
nante), constituye un fin último, un fin en sí, no sólo
independiente sino también opuesto al orden moral y a los
valores éticos, y situado de hecho, por encima de ellos, como
instancia absoluta. El bien supremo no es ya la virtud, la
felicidad, la perfección de la propia naturaleza, el placer o
cualquiera de las metas que los moralistas propusieron al
hombre, sino la fuerza y el poder del Estado y de su
personificación el príncipe o gobernante. El bien del Estado
no se subordina al bien del individuo o de la persona
humana en ningún caso, y su fin se sitúa absolutamente por
encima de todos los fines particulares por más sublimes que
se consideren.
El sentido de la vida y de la historia, no acaba para los
hombres si ellos prosiguen en la tarea de perfeccionar la
33
sociedad sobre bases racionales que los trasciendan más allá
del simple plano individualista o de atomización social en el
que viven dentro de las sociedades contemporáneas de
finales del siglo XX. La permanente transformación de la
política, como la soñó Maquiavelo, puede ser el camino para
la humanización del poder y la sociedad.

CRÍTICAS A LA OBRA
La obra de Nicolás Maquiavelo representa una interesante
perspectiva para comprender la evolución social y política
del mundo moderno surgida en el Renacimiento. Desde el
año 1513, fecha de su publicación hasta hoy, el impacto de
ese tratado de política, El Príncipe ha suscitado las más
complejas y atrevidas interpretaciones en los estudios sobre
el fenómeno del poder y en los gobernantes mismos.
Incluiré aquí las visiones de algunos analistas de la política y
la historia acerca de las influencias de El Príncipe.
“Leer El Príncipe hoy, es acordarnos del lado más som-
brío de la transformación. Maquiavelo no era un mal hom-
bre, ni un asesino, ni un intrigante de sangre fría. Por lo
contrario, era un ardiente partidario de las instituciones repu-
blicanas, que percibía más claramente que el resto de sus
compatriotas. Como ningún Estado podría prosperar donde
la moral había fallado, como había ocurrido en Italia”.
Fue el implacable realismo de Maquiavelo lo que permitió
diagnosticar precozmente el sentido del naciente orden
europeo, establecer los fines ideológicos que convenían a la
34
comunidad de la que formaba parte y señalar los medios
eficaces para lograrlos a partir de las situaciones reales que
predominaban en la Italia de su tiempo.

CONCLUSIÓN
Leer "El Príncipe " es enfrentarnos al triunfo del espíritu
renacentista sobre la religión, como también bordear el lado
más creador y sombrío de los hombres en la ardua e incon-
clusa tarea de perfeccionamiento de la conciencia humana y
de la sociedad.
Generalmente se afirma que la historia es el registro de los
choques entre situaciones o estructuras extremas. Desde esa
interpretación "El Príncipe" de Maquiavelo es la síntesis de la
disolución de un mundo, el medioevo, y el nacimiento de un
nuevo principio de realidad en el que el hombre, volvía a ser
la preocupación esencial de todas las cosas, el Renaci-
miento.
Si la política debía ser el arte de lo posible, para
Maquiavelo ello significaba que ésta debía de basarse en
realidades. Las necesidades de cambio que él formuló para
su tiempo, fueron extraídas de su observación del mundo
material y del estado de ánimo colectivo de sus compatriotas.
Sin embargo en la médula de "El Príncipe" se encuentra la
reivindicación del Estado moderno como articulador de las
relaciones sociales y la necesidad de que los hombres vivan
en libertad.
*

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36
MONTESQUIEU: EL ESPÍRITU DE LAS LEYES
Ensayo por José Edgar Morales Chávez

Casi en la mitad del siglo XVIII se publica en Ginebra


"Del espíritu de las leyes" de Montesquieu. La obra es una suma
de filosofía jurídica y política, que se sostiene en la razón y
en el método experimental.
En realidad, el establecimiento de la legalidad del mundo
contiene en Montesquieu, la crítica del orden instituido,
como parte de la llamada crítica universal de la Ilustración.

EL MÉTODO
En la preparación "Del espíritu de las leyes", empresa
singular que abarca veinte años de la vida de Montesquieu,
tiene principal importancia todo lo referido al método.
Porque nuevos principios y supuestos dirigen ahora la inves-
tigación y, en consecuencia, las relaciones subsistentes entre
los hechos y las operaciones mentales que los clasifican y
verifican, propenden al establecimiento de principios gene-
rales y particulares incorporando nuevos significados sobre
los significados existentes. La realidad es mirada de otra
manera y sus resultados admitirán las seguridades de la
prueba e incluso de la demostración social.
El método reviste en la obra de Montesquieu una impor-
tancia decisiva, pues produce, como en toda la epistemología
moderna, la natural implicación de las secuencias doctri-
narias con los datos de la experiencia, permitiendo la exis-

37
tencia simultánea de premisas. Creándose de esta manera,
una estructura múltiple de la investigación social en plena
mitad del siglo XVIII, si bien que con las limitaciones
propias del momento. Pero es importante destacar que en
esta forma nociones de la ley y de poder ampliarán sus
contenidos teóricos, con los resguardos constantes de la
práctica.
Las proposiciones de Montesquieu, constitutivas de su
método, son las siguientes:
1. Determina la existencia del ser social y de la sociedad en
forma autónoma y continua. La sociedad ya no podrá ser
considerada en el futuro como una agregación de individuos,
pero tampoco el ser social que ahora la constituye, se
reconocerá en el ser aislado de las agregaciones. El hombre y
la sociedad -como afirma la Ilustración- constituyen entes
distintos, pero no pueden pensarse separados.
2. Está en condiciones de sostener y demostrar que las
leyes no provienen de la naturaleza, ni de la naturaleza
particular del hombre, sino de la sociedad. Montesquieu
considera que la naturaleza es fundamentalmente la acción
de los hombres entre sí, y esto, cambia el sustento clásico del
derecho natural.
Pero es necesario tener presente que la Ilustración, desde
sus orígenes, ha mantenido sin oposición ni diferencias, que
el concepto de ley es incomprensible si se le separa del
concepto de sociedad.
3. Los hechos irrumpen en la vida teórica y práctica con
su legendaria contundencia. Tal como se les considera ahora,

38
su especificidad indica que no permanecen inmutables y que
en su contingencia está la clave de su comprensión.

LAS LEYES DE LA LEY


Las leyes en su más amplia significación -define Montes-
quieu- son las relaciones necesarias que se derivan de la natu-
raleza de las cosas. En este sentido todos los seres tienen sus
leyes: las tiene la divinidad, el mundo material, las inteli-
gencias superiores al hombre, los animales y el hombre
mismo.
Cómo ha llegado Montesquieu a esta definición y cuál es
el sentido de sus posibilidades y la importancia de sus
términos: relación necesaria, naturaleza de las cosas, proceso
de derivación y organización legal del universo.
Todo está sujeto a leyes, toda ley particular se relaciona
con otra ley del mismo carácter y depende de una ley más
general. El desarrollo histórico es así y la organización del
saber también.
El propio uso de nuestro entendimiento está sujeto a
reglas. Estas reglas son necesarias o contingentes. Las
necesarias son aquellas que hacen posible el uso del entendi-
miento. Las contingentes dependen de un objeto mismo.
Estas reglas contingentes son las que permiten el uso
específico determinado del entendimiento".
Es decir, las reglas más generales que conducen la inteli-
gencia, su aplicación teórica y práctica, en el conocimiento
múltiple de las cosas del mundo, son inseparables, tanto en
su proyecto como en sus resultados.
39
Del espíritu de las leyes está hecho de las relaciones que
las leyes establecen entre los hombres y de las relaciones que
surgen de la comunicación entre los hombres y las cosas.
Por relaciones debe entenderse, para Montesquieu, la
existencia de cosas, animadas o inanimadas, reales o ideales,
que se vinculan entre sí en forma análoga o, dicho de otra
manera, tienen la aptitud de conciliar en su identidad la
identidad de las demás, pero no se habla de totalidades sino
de grados, de un tránsito permanente que compara partes,
aceptando y rechazando, un comportamiento recíproco y
continuo que se expresa y existe en el devenir: nada es en sí,
si no se consideran todas sus referencias.
El espíritu de las leyes está constituido por un conjunto
de verdades teóricas y prácticas que derivando de la sociedad
vuelven a la sociedad de otra manera, en un estuario de
desajustes, un desafío a la sociedad y al hombre social que
ambos deben resolver, de ese espíritu de las leyes así
constituido, ha de surgir la ley y sus leyes, derivando y
consolidando a la vez su origen en la sociedad, es decir en lo
común.

EL PODER
De dos maneras considera Montesquieu al poder: como
una facultad constitutiva del ser y como una facultad
constitutiva de la sociedad. Sus analogías y diferencias son
sustanciales, empezando porque resulta decisivo que el
impulso del poder provenga del individuo o de la sociedad.
Montesquieu vincula estas dos formas de poder y las

40
examina en cada situación determinada, en su unidad y en su
multiplicidad.
Refiriéndose al poder individual, Montesquieu llega a la
conclusión: doy como primera inclinación natural de toda la
humanidad un perpetuo e incansable deseo de conseguir
poder tras poder, que sólo cesa con la muerte. Pero es una
experiencia eterna, que todo hombre que tiene poder siente
la inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentre
un límite.
En lo social, la problemática fundamental es determinar
de dónde proviene este poder, si su origen es divino o
proviene del pueblo. A través de interrogaciones como ésta
es que, sin que desaparezcan las secuencias descriptivas del
poder, se advierte la preocupación por determinar su esencia.
En esta situación empieza Montesquieu a escribir acerca
del poder. Su propuesta es dialéctica, en el sentido de que se
propone desarrollar el conjunto de los antagonismos que
contiene el poder, para ponerlos al servicio de la ley, que es
en definitiva una de las antítesis del poder y de otra manera
constituye su legitimidad. Son los dos temas fundamentales
de Montesquieu que en ninguna instancia de su obra se
separan.
En Montesquieu estamos considerando una teoría del
poder global y de sus límites, que surge de la práctica, de las
metodologías de análisis, comparación, clasificaciones de
hechos y sus generalizaciones.

41
42
DIÁLOGOS

Maquiavelo- He aquí la formulación de mi sistema y dudo


que podáis quebrantarlo, porque está constituido de inferen-
cias sobre hechos morales y políticos eternamente verda-
deros: el instinto malo es en el hombre más poderoso que el
bueno. El hombre experimenta mayor atracción por el mal
que por el bien; el temor y la fuerza tienen mayor imperio
sobre él que la razón.
Todos los hombres aspiran al dominio y ninguno
renunciaría a la opresión si pudiera ejercerla. Todos o casi
todos están dispuestos a sacrificar los derechos de los demás
por sus intereses.
¿Qué es lo que sujeta a estas bestias devoradoras que llama-
mos hombres? En el origen de las sociedades está la fuerza
brutal y desenfrenada; más tarde, fue la ley, es decir, siempre
la fuerza, reglamentada formalmente. Habéis examinado los
diversos orígenes de la historia; en todos aparece la fuerza
anticipándose al derecho.
La libertad política es sólo una idea relativa; la necesidad de
vivir es lo dominante en los Estados como en los individuos.
En algunas latitudes de Europa, existen pueblos incapaces de
moderación en el ejercicio de la libertad. Si en ellos la
libertad se prolonga, se transforma en libertinaje; sobreviene
la guerra civil o social, y el Estado está perdido, ya sea
porque se fracciona o se desmiembra por efecto de sus pro-
pias convulsiones o porque sus divisiones internas los hacen
fácil presa del extranjero. En semejantes condiciones, los
pueblos prefieren el despotismo a la anarquía.
43
¿Están equivocados?
No bien se constituyen, los Estados tienen dos clases de
enemigos: los de dentro y los de fuera. ¿Qué armas habrán
de emplear en la guerra contra el extranjero? ¿Acaso los dos
generales enemigos se comunicarán recíprocamente sus
planes de campaña a fin de preparar sus mutuos planes de
defensa? ¿Se prohibirán los ataques nocturnos, las celadas y
las emboscadas, los combates con desigual número de
tropas? Por cierto que no, ¿verdad? Combatientes semejan-
tes moverían a risa. Y contra los enemigos internos, contra
los facciosos ¿queréis que no se empleen todas estas trampas
y astucias, toda esta estrategia indispensable en una guerra?
Sin duda, se pondrá en ello menos vigor, pero en el fondo
las normas han de ser las mismas. ¿Podemos conducir masas
violentas por medio de la pura razón, cuando a estas sólo las
muevan los sentimientos, las pasiones y los prejuicios?
¿Habéis visto alguna vez un Estado que se guiase de
acuerdo con los principios rectores de la moral privada? En
ese caso, cualquier guerra sería un crimen, aunque se llevase
a cabo por una causa justa; cualquier conquista sin otro
móvil que la gloria, una fechoría; cualquier tratado en que
una de las potencias hiciera inclinar la balanza de su lado, un
inicuo engaño; cualquier usurpación del poder soberano, un
acto que merecería la muerte. ¡Únicamente lo fundado en el
derecho sería legítimo! Pero la fuerza es el origen de todo
poder soberano o, lo que es lo mismo, la negación del
derecho.
Hablando en términos abstractos, la violencia y la astucia
¿son un mal? Sí, pero su empleo es necesario para gobernar a
44
los hombres, mientras los hombres no se conviertan en
ángeles. Cualquier cosa es buena o mala, según se la utilice y
el fruto que dé; el fin justifica los medios; y si ahora me
preguntáis por qué yo, un republicano, inclino todas mis
preferencias a los gobiernos absolutos, os contestaré que,
testigo en mi patria de la inconstancia y cobardía de la plebe,
de su gusto innato por la servidumbre, de su incapacidad de
concebir y respirar las condiciones de luna vida libre; es a
mis ojos una fuerza ciega, que tarde o temprano se deshace
si no se haya en manos de un solo hombre; os respondo que
el pueblo, dejado a su arbitrio, sólo sabría destruirse; que es
incapaz de administrar, de juzgar, de conducir una guerra.
Mas yo mismo me asombro de haber hablado tanto para
convencer al escritor ilustre que me escucha, ¿Acaso, si no
estoy mal informado, no se hallan estas ideas en parte en El
espíritu de las Leyes? ¿pudo mi discurso herir al hombre
grave y frío que sin pasión ha meditado acerca de los
problemas de la política?
Montesquieu- Sin cólera y con atención he escuchado hasta
vuestras últimas palabras, Maquiavelo. ¿Deseáis oírme per-
mitir que me exprese respecto de vos con igual libertad?
Maquiavelo- Mudo soy, y en respetuoso silencio he de
escuchar a aquel a quien llaman el legislador de las naciones.
Montesquieu- Nada de nuevo tienen vuestras doctrinas
para mí, Maquiavelo; y si experimento cierto embarazo en
refutarlas, se debe no tanto a que ellas perturban mi razón,
sino a que, verdaderas o falsas, carecen de base filosófica.
Comprendo perfectamente que sois ante todo un hombre
político, a quien los hechos tocan más de cerca que las ideas.
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Admitiréis, empero, que, tratándose de gobiernos, se llega
necesariamente al examen de los principios. La moral, la
religión y el derecho no ocupan lugar alguno en vuestra
política. No hay más que do palabras en vuestra boca: fuerza
y astucia. Si vuestro sistema se reduce a afirmar que la fuerza
desempeña un papel preponderante en los asuntos humanos,
que la habilidad es una cualidad necesaria en el hombre de
Estado, hay en ello una verdad de innecesaria demostración;
pero si erigís la violencia en principio y la astucia en precepto
de gobierno, el código de la tiranía no es otra cosa que el
código de la bestia, pues también los animales son hábiles y
fuertes y, en verdad, solo rige entre ellos el derecho de la
fuerza brutal. No creo, sin embargo, que hasta allí llegue
vuestro fatalismo, puesto que reconocéis la existencia del
bien y del mal.
Vuestro principio es que el bien puede surgir del mal,
y que está permitido hacer el mal cuando de ello resulta un
bien. No afirmáis que es bueno en sí traicionar la palabra
empeñada, ni que es bueno emplear la violencia, la corrup-
ción o el asesinato. Decís: podemos traicionar cuando ello
resulta útil, matar cuando es necesario, apoderarnos del bien
ajeno cuando es provechoso. Me apresuro a agregar que, en
vuestro sistema, estas máximas solo son aplicables a los
príncipes, cuando se trata de sus intereses o de los intereses
del Estado. En consecuencia, el príncipe tiene el derecho de
violar los juramentos, puede derramar sangre a raudales para
apoderarse del gobierno o pera mantenerse en él; le es dado
despojar a quienes ha proscrito; abolir todas las leyes, dictar
otras nuevas y a su vez violarlas; dilapidar las finanzas, opri-

46
mir, corromper, castigar y golpear sin descanso.
Maquiavelo- Pero ¿no habéis dicho vos mismo que, en los
Estados despóticos, el temor es una necesidad, la virtud
inútil, el honor un peligro; que debía existir una obediencia
ciega y que si el príncipe dejara de levantar su mano estaría
perdido?
Montesquieu- Lo dije, si, al advertir, como vos lo habéis
hacho, en qué terribles condiciones se perpetúa un régimen
tiránico, pero lo dije para marcarlo a fuego y no para erigirle
altares; para inspirar el horror de mi patria, la que felizmente
nunca tuvo que inclinar la cabeza tan bajo semejante yugo.
¿Cómo no veis que la fuerza es tan solo un accidente en el
camino de las sociedades modernas, y que los gobiernos más
arbitrarios, para justificar sus sanciones, deben recurrir a
consideraciones ajenas a las teorías de la fuerza? No solo en
nombre del interés, sino en nombre del deber actúan todos
los opresores. Lo violan, pero lo invocan; por sí sola, la
doctrina del interés es tan importante como todos los
medios que emplea.
Maquiavelo- Asignáis un lugar al interés, y eso basta para
justificar las diversas necesidades políticas, no acordes con el
derecho.
Montesquieu- Es la Razón de Estado, la que vos invocáis.
Advertid entonces que no puedo dar como base para las
sociedades precisamente aquello que las destruye. En nom-
bre del interés, los príncipes y los pueblos, lo mismo que los
ciudadanos, solamente crímenes cometerán. ¡En interés del
Estado!... Pero ¿cómo saber si para él resulta beneficioso el
cometer tal o cual iniquidad? ¿Acaso no sabemos que con
47
frecuencia el interés del Estado sólo representa el interés del
príncipe o de los corrompidos favoritos que lo rodean? Al
sentar el derecho como base para la existencia de las
sociedades, no me expongo a semejantes consecuencias,
porque la noción de derecho traza fronteras que el interés no
debe violar.
Si me preguntáis cuál es el fundamento del derecho,
respondería que es la moral, cuyos preceptos nada tienen de
dudoso u oscuro, pues todas las religiones los enuncian y se
hallan impresos con caracteres luminosos en la conciencia
del hombre. Las diversas leyes civiles, políticas, económicas
e internacionales deben manar de esta fuente pura.
Sois católico; ambos adoramos al mismo Dios, aceptáis sus
mandamientos y su moral; asimismo admitís el derecho en
las relaciones mutuas entre los individuos, pero pisoteáis
todas las normas cuando se trata del Estado o del príncipe.
En resumen, según vos, la política nada tiene que ver
con la moral. Prohibís al individuo lo que permitís al
monarca. Censuráis o glorificáis las acciones según las realice
el débil o el fuerte; estas son virtudes o crímenes de acuerdo
con el rango de quien las ejecuta. Alabáis al príncipe por
hacerlas y al individuo lo condenáis a las galeras.
¿Pensáis acaso que una sociedad regida por tales preceptos
pueda sobrevivir? ¿Creéis que el individuo mantendrá por
largo tiempo sus promesas, al verlas traicionadas por el sobe-
rano? ¿Qué respetará las leyes cuando advierta que quien las
promulgara las ha violado y las viola diariamente? ¿Qué
vacilaría en tomar el camino de la violencia, la corrupción y
el fraude cuando compruebe que por él transitan sin cesar
los encargados de guiarlo? Desengañaos: cada usurpación del
48
príncipe en los dominios de la cosa pública autoriza al
individuo a una infracción semejante en su propia esfera;
cada perfidia política engendra una perfidia social; la violen-
cia de lo alto legitima la violencia de lo bajo. Esto en lo que
se refiere a los ciudadanos entre sí.
En lo concerniente a sus relaciones con los gobernantes,
no tengo necesidad de deciros que significa introducir el
fermento de la guerra civil en el seno de la sociedad. El
silencio del pueblo es tan solo la tregua del vencido, cuya
queja se considera un crimen. Esperad a que despierte:
habéis inventado la teoría de la fuerza; tened la certeza de
que la recuerda. Un día cualquiera romperá sus cadenas; las
romperá quizá con el pretexto más fútil y recobrará por la
fuerza lo que por la fuerza le fue arrebatado.
Mi conclusión es ésta y es una conclusión formal: los
príncipes no pueden permitirse lo que la moral privada
prohíbe. Pensasteis apabullarme con el ejemplo de muchos
grandes hombres que proporcionaron a su país la paz y en
ocasiones la gloria por medio de hechos audaces, violatorios
de las leyes; y de ello inferís vuestro fantástico argumento: el
bien surge del mal. En poco me siento afectado; no se me ha
demostrado que esos audaces hicieron más bien que mal, ni
se ha comprobado que dichas sociedades no se hubiesen
salvado y mantenido sin ellos. Los remedios aportados no
han compensado los gérmenes de disolución que introdu-
jeron en los Estados. Para un reino, algunos años de anar-
quía son con frecuencia menos funestos que largos años de
un despotismo silencioso.

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Admiráis a los grandes hombres; yo solamente admito a las
grandes instituciones. Creo que los pueblos, para ser felices,
menos necesidad tienen de hombres geniales que de
hombres íntegros.
Maquiavelo- Si conseguís probármelo, consiento dar un
paso en la dirección de vuestras ideas.

Montesquieu- No son los hombres sino las instituciones


las que aseguran el reino de la libertad y las buenas costum-
bres en los Estados. Todo bien depende de la perfección o
imperfección de las instituciones, pero también de ellas
dependerá necesariamente todo el mal que sufrirán los
hombres como resultado de su convivencia social. Y cuando
exijo las mejores instituciones, debéis entender que se trata,
según la bella frase de Solón, de las instituciones más
perfectas que los pueblos puedan tolerar. Es decir, que no
concibo para ellos condiciones de vida imposibles, y aquí me
aparto de esos deplorables reformadores que pretenden
organizar sociedades sobre la base de hipótesis puramente
racionales, sin tomar en cuenta el clima, los hábitos y hasta
los prejuicios.
Las naciones cuando nacen tienen las instituciones que son
posibles. La antigüedad nos muestra que existieron civiliza-
ciones maravillosas, Estados donde se concebían admirable-
mente bien las condiciones de un gobierno libre. A los
pueblos de la era cristiana les fue más difícil armonizar sus
50
constituciones con los movimientos de la vida política; pero
aprovechando las enseñanzas de la antigüedad, llegaron, no
obstante, en civilizaciones infinitamente más complicadas, a
resultados más perfectos.
Una de las principales causas de la anarquía y del
despotismo fue la ignorancia teórica y práctica, que por largo
tiempo prevaleció en los Estados de Europa, respecto de los
principios que presiden la organización del poder. ¿Cómo
podía afianzarse el derecho de la nación, si el principio de la
soberanía residía únicamente en la persona del príncipe?
¿Cómo podía su gobierno no ser tiránico si el encargado de
hacer ejecutar las leyes era al mismo tiempo el legislador?
¿Qué protección podían tener los ciudadanos contra la
arbitrariedad, si una sola mano reunía confundidos los
poderes legislativo, ejecutivo y judicial.
Bien sé que algunas libertades y derechos públicos, que
tarde o temprano se introducen en las costumbres políticas
menos avanzadas no pueden menos que obstaculizar el ejer-
cicio ilimitado de la monarquía absoluta; que, por otra parte,
el temor del clamor popular, el espíritu timorato de algunos
reyes los indujo a utilizar con moderación el poder excesivo
del que estaban investidos; pero no es menos cierto que
garantías tan precarias se hallaban a merced del monarca,
dueño de los bienes, derechos y hasta de la persona de sus
súbditos. La división de poderes ha resultado en Europa el
problema de las sociedades libres, y si hay algo que mitiga mi
ansiedad en estas horas previas al juicio final, es el pensar
que mi paso sobre la tierra no es ajeno a esta emancipación.

51
Habéis nacido, Maquiavelo, a finales del medioevo y os
fue dado contemplar, junto con el renacimiento de las artes,
la aurora de los tiempos modernos. Os diré empero, con
vuestro permiso, que el medio social en que vivíais se hallaba
impregnado todavía de los extravíos de la barbarie; Europa
era un torneo. Ideas de guerras, dominación y conquistas
trastornaban el espíritu de los hombres de Estado y de los
príncipes. Convengo que en ese entonces la fuerza lo era
todo y poca cosa el derecho; los reinos representaban una
presa para los conquistadores; los soberanos luchaban contra
los grandes vasallos en el interior de los Estados; los grandes
vasallos aplastaban las ciudades. En medio de la anarquía
feudal de una Europa en armas, el pueblo pisoteado se
acostumbró a considerar a los príncipes y los grandes como
a divinidades fatídicas, árbitros supremos del género
humano. Llegasteis en tiempos henchidos de tumulto y
grandeza a la par. Habéis contemplado capitanes intrépidos,
hombres de acero, genios audaces; y ese mundo, cuajado, en
su desorden, de una sombría belleza, se os reveló como se
revela al artista, a quien lo imaginario impresiona más que lo
moral; a mi entender, esto explica el Tratado del Príncipe, y
no estabais lejos de la verdad cuando, hace un instante, para
sondearme, os complacíais, por medio de una finta italiana,
en atribuirlo a un capricho de diplomático. Pero, después de
vos el mundo ha cambiado; hoy en día los pueblos se
consideran árbitros de su destino; han abolido los privilegios
y destruido la aristocracia de hecho y de derecho; han
establecido un fundamento que para vos, descendiente del
marqués Hugo, sería, nuevo: han instaurado el principio de
la igualdad. Sólo ven mandatarios en quienes los gobiernan; y
52
han creado el principio de la igualdad mediante leyes que
nadie les podrá quitar. Cuidan de esas leyes como de su
sangre, pues, en verdad, costaron mucha sangre a sus
antepasados.
En los tiempos que corren, rigen las relaciones entre los
países un derecho apenas conocido por vos, el derecho
internacional, así como el derecho civil reglamenta las rela-
ciones entre los individuos en cada nación.
Luego de afirmar sus derechos privados por medio de la
legislación civil, y sus derechos públicos por medio de
tratados, los pueblos han querido legalizar la situación con
sus príncipes, y han consolidado sus derechos políticos por
medio de constituciones. Durante largo tiempo expuestos a
la arbitrariedad por la confusión de los poderes, que
permitían a los príncipes dictar leyes tiránicas y ejercerlas
tiránicamente, los pueblos han separado los tres poderes -
legislativo, ejecutivo y judicial- estableciendo entre ellos
límites constitucionales imposibles de transgredir sin que
cunda la alarma en todo el cuerpo político.
Esta sola reforma, hecho de enorme importancia, ha
dado nacimiento al derecho público interno, poniendo de
relieve los superiores principios que constituyen. La persona
del príncipe deja de confundirse con el Estado; la soberanía
se manifiesta como algo que tiene en parte su fuente en el
seno mismo de la nación, la cual dispone una distribución de
los poderes entre el príncipe y cuerpos políticos indepen-
dientes los unos de los otros. No he de desarrollar ante el
ilustre estadista que me escucha una teoría del régimen que
en Francia e Inglaterra llaman régimen constitucional; este
53
se ha introducido ya en las costumbres de los principales
Estados de Europa, no solamente por ser la expresión de la
ciencia política más elevada sino, sobre todo, por ser el único
modo práctico de gobernar, dadas las ideas de la civilización
moderna.
En todas las épocas, bajo el reinado de la libertad o de la
tiranía, no fue posible gobernar sino por leyes. Por consi-
guiente, todas las garantías ciudadanas dependen de quien
redacta las leyes. Si el príncipe es el único legislador, solo
dictará leyes tiránicas y ¡dichosos si no derriba en pocos años
la constitución del Estado! Pero, en cualquiera de los dos
casos, nos hallamos en pleno absolutismo. Cuando es un
senado, viviremos bajo una oligarquía, régimen aborrecido
por el pueblo, pues le proporciona tantos tiranos como amos
existen; cuando es el pueblo, corremos hacia la anarquía, que
es otra de las formas de llegar al despotismo. Si es una
asamblea elegida por el pueblo, queda resuelta la primera
parte del problema, pues en ella encontraremos los funda-
mentos mismos del gobierno representativo hoy en vigor en
toda la parte meridional de Europa.
Empero, una asamblea de representantes del pueblo en
posesión exclusiva y soberana de la legislación, no tardará en
abusar de su poderío y en colocar al Estado en situaciones
de sumo peligro. El régimen que ha sido definitivamente
constituido, feliz transacción entre la aristocracia, la
democracia y la institución monárquica, participa a la vez de
estas tres formas de gobierno, por medio de un equilibrio de
poderes que es al parecer la obra maestra del espíritu
humano. La persona del soberano sigue siendo sagrada e
54
inviolable; pero aun conservando un cúmulo de atribuciones
capitales que, para bien del Estado, tienen que permanecer
en sus manos, su cometido esencial no es sino de ser el
procurador de la ejecución de las leyes. Al no tener ya la
plenitud de los poderes, su responsabilidad se diluye y recae
sobre los ministros que integran su gobierno. Las leyes, cuya
proposición le incumbe en forma exclusiva o conjuntamente
con algún otro cuerpo estatal, son redactadas por un consejo
de hombres avezados en la cosa pública, y sometidas a una
Cámara Alta, hereditaria o vitalicia, que examina si sus dispo-
siciones se ajustan a la constitución, votadas por un cuerpo
legislativo emanado del sufragio de la nación, y aplicadas por
una magistratura independiente. Si la ley es viciosa, la
rechaza o la enmienda el cuerpo legislativo; si contraria a los
principios sobre los cuales reposa la constitución, la Cámara
Alta se opone a su adopción.
El triunfo de este sistema con tanta hondura concebido, y
cuyo mecanismo puede, como veis, ser combinado de mil
maneras, de acuerdo con el temperamento de los pueblos a
los que se aplica, ha consistido en conciliar el orden con la
libertad, la estabilidad con el movimiento, y lograr que la
generalidad de los ciudadanos intervengan en la vida política
al par que se suprimen las agitaciones en las plazas públicas.
Es el país que se gobierna a sí mismo, por el alternativo
desplazamiento de las mayorías que influyen en las Cámaras
para la designación de los ministros dirigentes.
Las relaciones entre el príncipe y los individuos descan-
san, como veis, sobre un vasto sistema de garantías que tiene
sus inquebrantables fundamentos en el orden civil. Ni las
55
personas ni sus bienes pueden ser vulnerados por acción
alguna de las autoridades administrativas; la libertad indivi-
dual se halla bajo la protección de los magistrados; en los
juicios criminales, quienes juzgarán a los acusados son sus
iguales; por encima de los diversos tribunales existe una
jurisdicción suprema encargada de anular cualquier fallo pro-
nunciado que violara las leyes.
Armados están los ciudadanos mismos para la defensa de
sus derechos en milicias burguesas que colaboran en la
vigilancia de las ciudades; por el camino del petitorio, el más
modesto de los particulares puede hacer llegar sus quejas
hasta los pies de las asambleas soberanas que representan a
la nación. Administraran las comunas funcionarios públicos
nombrados por elección. Anualmente, grandes asambleas
provinciales, también surgidas del sufragio, se reúnen para
expresar las necesidades y deseos de las poblaciones circun-
dantes.
Tal es la pálida imagen, oh Maquiavelo, de algunas de las
instituciones que florecen actualmente en los Estados mo-
dernos y especialmente en mi hermosa tierra; pero la
publicidad está en la esencia de los países libres: estas
instituciones no podrán sobrevivir mucho tiempo si no
funcionasen a la luz del día. Un poder, aún desconocido en
vuestro siglo y recién nacido en mi época, ha contribuido a
infundirle un nuevo soplo de vida. Se trata de la prensa,
largo tiempo proscrita, desacreditada aún por la ignorancia,
pero a la cual podría aplicarse la frase empleada por Adam
Smith al referirse al crédito: Es una vía pública. Y en verdad,
en los pueblos modernos el movimiento todo de las ideas se
56
pone de manifiesto a través de la prensa. La prensa ejerce en
los Estados funciones semejantes a las de vigilancia: expresa
las necesidades, traduce las quejas, denuncia los abusos y los
actos arbitrarios; obliga a los depositarios del poder a la
moralidad, bastándole para ello ponerlos en presencia de la
opinión.
En sociedades reglamentadas de este modo, ¿qué lugar
podríais vos asignarle a la ambición de los príncipes y a las
maniobras de la tiranía? No desconozco por cierto que el
triunfo de ese progreso costó dolorosísimas convulsiones.
Nuevas conmociones habrían de sobrevenir aún; mas ya
todos los principios e instituciones de que os he hablado
habían pasado a formar parte de las costumbres de Francia y
de los pueblos que giran de la órbita de su civilización. Los
estados, como asimismo los soberanos, ya sólo se gobiernan
de acuerdo con las normas de la justicia. El ministro
moderno que quisiera inspirarse en vuestras enseñanzas no
permanecería en el poder ni siquiera un año; el monarca que
practicase los preceptos del Tratado del Príncipe, levantaría
en su contra la reprobación de sus súbditos; se le pondría al
margen del mundo europeo.
Maquiavelo- ¿Lo creéis así?
Montesquieu- ¿Debo pensar que vuestras ideas se han
modificado un tanto?
Maquiavelo- Me propongo destruir, uno a uno, los diversos
y bellos conceptos que habéis vertido, y demostrar que sin
mis doctrinas las únicas dominantes en la actualidad, a pesar
de las nuevas costumbres, a pesar de vuestros presuntos

57
principios de derecho público, a pesar de las diversas institu-
ciones que acabáis de describirme; pero permitidme que,
primero, os formule una pregunta: ¿En qué momento de la
historia contemporánea os habéis detenido?
Montesquieu- Mis conocimientos sobre los diversos
Estados europeos llegan hasta los últimos días del año 1847.
Ni los azares de mi errante andar a través de estos espacios
infinitos ni la multitud de almas que aquí moran me han
proporcionado encuentro con ser alguno que me informara
sobre lo acontecido más delante de la fecha que acabo de
indicaros. Luego de mi descenso a la mansión de las tinie-
blas, transité aproximadamente medio siglo entre los pueblos
del mundo antiguo y apenas ha transcurrido un cuarto de
siglo desde mi encuentro con las legiones de los pueblos
modernos: más aún, tengo que decir que la mayoría de ellos
llegaban aquí desde los confines más remotos de la tierra. Ni
siquiera sé a ciencia cierta el año terrestre en que nos
hallamos.
Maquiavelo- Aquí pues, los últimos son los primeros,
Montesquieu. Los conocimientos sobre la historia de los
tiempos modernos del estadista medieval, del político de la
edad de la barbarie, son mayores que los del filósofo del
siglo XVIII. Los pueblos se hallan en el año 1864.
Montesquieu- Hacedme saber qué aconteció en Europa
después del año 1847.
Maquiavelo- No antes de que me haya proporcionado el
placer de llevar la derrota al seno de vuestras teorías.

58
Montesquieu- Como gustéis; mas creedlo, no experimento
al respecto inquietud alguna. Siglos se necesitan para modi-
ficar los principios y formas de gobierno en que los pueblos
se han habituado a vivir. Imposible que en los quince años
transcurridos haya tenido éxito ninguna nueva escuela polí-
tica. Y en cualquier caso, de no ser así, el triunfo no sería
jamás el de las doctrinas de Maquiavelo.
Maquiavelo- Ese es vuestro pensamiento: escuchad enton-
ces.

Maquiavelo- Mientras escuchaba vuestras teorías sobre la


división de poderes y sobre los beneficios proporcionados
por la misma a los pueblos, no podía dejar de asombrarme,
viendo hasta qué punto se adueña de los más grandes
espíritus la ilusión de los sistemas.
Permitid que ante todo examine en sí misma la mecánica
de vuestra política: tres poderes en equilibrio, cada uno en
su compartimiento; uno dicta las leyes, otro las aplica, el
tercero debe ejecutarlas. El príncipe reina y los ministros
gobiernan. ¡Báscula constitucional maravillosa! Todo la
habéis previsto, todo ordenado, salvo el movimiento: el
triunfo de un sistema semejante anularía la acción; si el
mecanismo funcionara con precisión, sobrevendría la inmo-
vilidad; pero en verdad las cosas no ocurren de esa manera.
En cualquier momento, la rotura de uno de los resortes, tan
cuidadosamente fraguados por vos, provocaría el movi-
59
miento. ¿Creéis por ventura que los poderes se mantendrán
por largo tiempo dentro de los límites constitucionales que le
habéis asignado, que no los traspasarán? ¿Es concebible una
legislatura independiente que no aspire a la soberanía? ¿O
una magistratura que no se doblegue al capricho de la
opinión pública? Y sobre todo ¿qué príncipe, soberano de
un reino o mandatario de una república, aceptará sin reservas
el papel pasivo a que lo habéis condenado: quién, en su
fuero íntimo, no abrigará el secreto deseo de derrocar los
poderes rivales que trabajan en acción?
En realidad, habréis puesto en pugna todas las fuerzas
antagónicas, suscitando todas las venturas, proporcionando
armas a los diferentes partidos; dejáis librado el poder al
asalto de cualquier ambición y convertís el Estado en campo
de lucha de las facciones. En poco tiempo el desorden
reinará por doquier; inagotables retóricos convertirán las
asambleas deliberativas en torneos oratorios; periodistas
audaces y desenfrenados libelistas atacarán diariamente al
soberano en persona, desacreditarán al gobierno, a los
ministros y a los altos funcionarios...
Montesquieu- Conozco desde hace mucho tiempo las
críticas que se hacen a los gobiernos libres. No tienen a mis
ojos valor alguno: no podemos condenar a las instituciones
por los abusos cometidos. Sé de muchos Estados que viven
pacíficamente con tales leyes: compadezco a quienes no
pueden vivir en ellos.
Maquiavelo- Un momento. En vuestros cálculos, solo
cuentan las minorías sociales. Sin embargo, también existen
poblaciones gigantescas sometidas al trabajo por la pobreza
60
como antaño por la esclavitud. Para el bienestar de estas, os
pregunto ¿qué aportan vuestras ficciones parlamentarias? La
consecuencia de vuestro gran movimiento político es en
definitiva el triunfo de una minoría privilegiada por la suerte
como la antigua nobleza lo era por nacimiento. ¿Qué le
importa al proletariado, inclinado sobre su trabajo, abru-
mado por el peso de su destino, que algunos oradores tengan
el derecho de hablar y algunos periodistas el de escribir?
Habéis creado derechos que, para la masa popular, incapa-
citada como está de utilizarlos, permanecerán eternamente
en el estado de meras facultades. Tales derechos, cuyo goce
ideal la ley les reconoce, y cuyo ejercicio real les niega la
necesidad, no son para ellos otra cosa que una amarga ironía
del destino. Os digo que un día el pueblo comenzará a
odiarlos y él mismo se encargará de destruirlos, para entre-
garse al despotismo.
Montesquieu- ¡Cuánto desprecio siente Maquiavelo por la
humanidad y qué idea de la bajeza de los pueblos modernos!
¡Poderoso Dios, no me es dado creer que los hayas creado
tan viles! Diga lo que diga, Maquiavelo desconoce los prin-
cipios y condiciones de existencia de la actual civilización. Al
igual que la ley divina, el trabajo es hoy la ley común, y lejos
de ser estigma de servidumbre entre los hombres, es el
vínculo que los reúne y el instrumento de su igualdad.
Nada de ilusorio tienen para el pueblo los derechos
políticos en los Estados donde la ley no reconoce privilegio
alguno y todas las carreras están abiertas a la actividad indivi-
dual. Es indudable que - y en ninguna sociedad podría ocu-
rrir de otra manera - la desigualdad de las inteligencias y la
61
riqueza entrañe para los individuos una inevitable desi-
gualdad en el ejercicio de los derechos. ¿No basta, con que
esos derechos existan para que el filósofo esclarecido se
sienta satisfecho y la emancipación de los hombres esté
asegurada en la medida que puede serlo? Aun para aquellos a
quien el destino hizo nacer en las condiciones más humildes
¿acaso no significa nada el vivir con el sentimiento de
independencia y dignidad ciudadanas? Pero este es sólo un
aspecto del asunto; pues si la grandeza moral de los pueblos
se halla vinculada a la libertad, no dejan de estar menos
estrechamente ligados a ella por sus intereses materiales.
Maquiavelo- La escuela a la que pertenecéis ha sentado
principios, sin advertir al perecer cuáles son sus últimas
consecuencias: pensáis que conducen al reinado de la razón;
os demostraré que llevan al reinado de la fuerza. Vuestro
sistema político, tomado en su pureza original, consiste en
dar igual participación activa casi igual a los diferentes
grupos de fuerzas que componen la sociedad; no deseáis que
el estamento aristocrático prive sobre el democrático. No
obstante, la idiosincrasia de vuestras instituciones tiende a
dar mayor fuerza a la aristocracia que al pueblo, mayor
poderío al príncipe que a la aristocracia, concediendo de esa
manera los poderes a la capacidad política de quienes deben
ejercerlos.
Montesquieu- Es verdad.
Maquiavelo- Hacéis que las diferentes clases sociales parti-
cipen de las funciones públicas de acuerdo con el grado de
sus aptitudes y conocimientos, emancipáis a la burguesía a
través del voto; sujetáis al pueblo por la razón. Las libertades
62
populares crean la pujanza de la opinión, la aristocracia
proporciona el prestigio de los modales señoriales, el trono
proyecta sobre la nación el resplandor de la jerarquía
suprema; conserváis todas las tradiciones, el recuerdo de
todas las grandezas, el culto de toda magnificencia. En la
superficie, se percibe una sociedad monárquica, pero en el
fondo todo es democracia, pues en realidad no existen
barreras entre las clases y el trabajo es el instrumento de
todas las fortunas. ¿No es algo parecido a esto?
Montesquieu- Así es. Sabéis al menos comprender las
opiniones que compartís.
Maquiavelo- Pues bien, todas esas bellas cosas han dejado
de ser o se disiparán como un sueño; pues habéis creado un
nuevo principio capaz de descomponer las diversas institu-
ciones con la rapidez del rayo.
Montesquieu- ¿Y cuál es ese principio?
Maquiavelo- El de la soberanía popular. Antes, no lo
dudéis, se llegará a la cuadratura del círculo que a descubrir
la manera de conciliar el equilibrio de los poderes con la
existencia de semejante principio en las naciones que lo
admitan. Por inevitable consecuencia, un día cualquiera el
pueblo se adueñará de todos los poderes, dado el recono-
cimiento de que la soberanía reside en él. ¿Lo hará para
conservarlos? No; al cabo de algunos días de locura, los
abandonará en manos del primer soldado aventurero que
encuentre en su camino.
Sois un gran pensador, pero desconocéis la inagotable
cobardía de los pueblos; no me refiero a los de mi época,

63
sino a los de la vuestra: rastreros ante la fuerza, despiadados
con el débil, incapaces de sobrellevar las dificultades de un
régimen libre, pacientes hasta el martirio para con todas las
violencias del despotismo audaz, destrozando los tronos en
los momentos de cólera y perdonando excesos a los amos
que ellos mismos se dan y por el más insignificante de los
cuales habrían decapitado a veinte reyes.
Buscad la justicia; buscad el derecho, la estabilidad, el
orden, el respeto a esas complicadas formas de vuestro
mecanismo parlamentario en esas masas violentas, indiscipli-
nadas e incultas a las cuales habéis dicho; ¡vosotras sois el
derecho, los amos, los árbitros del Estado! Bien sé que el
prudente de Montesquieu, el político circunspecto, que
enunciaba principios callando las consecuencias, no esta-
bleció en El espíritu de las Leyes el dogma de la soberanía
popular; pero como afirmabais antes, las consecuencias se
desprenden por sí mismas de los principios asentados. Existe
una marcada afinidad entre vuestras doctrinas y las del
Contrato Social; de modo que, desde el día en que los
revolucionarios franceses, declararon que “una constitución
sólo puede ser libre resultado de una convención entre los
asociados”, el gobierno monárquico y parlamentario fue
condenado a muerte en vuestra patria.
Lo que como yo conocéis del pasado me autoriza a decir
desde ahora que la soberanía popular es destructiva de
cualquier estabilidad y consagra para siempre el derecho a la
revolución. Coloca a las sociedades en guerra abierta contra
cualquier poder y hasta con Dios; es la encarnación de una
bestia feroz, que sólo ha de adormecerse cuando está harta

64
de sangre; entonces se la encadena. He aquí el camino que
invariablemente siguen las sociedades regidas por esos prin-
cipios: la soberanía popular engendra la demagogia, la dema-
gogia da nacimiento a la anarquía, la anarquía conduce al
despotismo, y el despotismo, según vos, es la barbarie. Pues
bien, ved cómo los pueblos retornan a la barbarie por el
camino de la civilización.
Del hartazgo de las ideas y de los encontronazos revolu-
cionarios han surgido sociedades frías y desengañadas indi-
ferentes en política y en religión, cuyo estímulo son los goces
materiales, que no viven más que por interés, cuyo único
culto es el del oro, y cuyos hábitos mercantiles rivalizan con
los de los judíos, que han tomado por modelo. ¿Creéis, por
ventura, que es el amor a la libertad en sí misma el que
induce a las clases inferiores a tomar por la fuerza el poder?
Es el odio a los poderosos; es, en el fondo, para arrebatarles
sus riquezas, el instrumento de sus placeres que les causa
envidia.
¿Qué forma de gobierno creéis posible en una sociedad
donde la corrupción se ha infiltrado por doquier, donde la
riqueza se adquiere por las sorpresas del fraude, donde
únicamente las leyes represivas pueden garantizar la moral y
el mismo sentimiento patriótico se ha disuelto en no sé qué
cosmopolitismo universal? No veo otra salvación para esas
sociedades, verdaderos colosos con pies de arcilla, que una
centralización a ultranza, que coloque en manos de los
gobernantes la totalidad de la fuerza pública; en una adminis-
tración jerarquizada semejante a la del Imperio romano, que
regule en forma mecánica todos los movimientos de los
65
individuos; en un vasto sistema legislativo que retenga una a
una todas las libertades concedidas con tanta imprudencia;
en suma, un despotismo gigantesco con poder de aplastar al
instante cualquier resistencia, toda expresión de descontento.

Montesquieu- Vacilo en contestaros, pues en vuestras


últimas palabras recibo un no sé qué de ironía satánica que
me induce a sospechar la falta de un completo acuerdo entre
vuestra prédica y vuestro íntimo pensar. Sí; existe en vos esa
funesta elocuencia que nos extravía de la verdad y realmente
sois el tétrico genio, cuyo nombre aún causa espanto en las
actuales generaciones. Admito empero de buena gana que
mucho perdería al callar en presencia de un espíritu tan
poderoso como el vuestro; deseo escucharos hasta el fin y
asimismo explicar, aunque pocas esperanzas abrigo desde
ahora de persuadiros. Acabáis de hacer una pintura verda-
deramente siniestra de la sociedad moderna; ignoro si fiel,
mas en todo caso incompleta, porque en cualquier cosa el
bien existe junto al mal, y en vuestra exposición únicamente
aparece el mal; tampoco me habéis proporcionado los
medios de verificar hasta qué punto estáis en lo cierto, pues
desconozco de qué pueblos o Estados hablabais al hacer tan
negro cuadro de las costumbres contemporáneas.
Las sociedades no pueden tener otras formas de gobierno
que las que corresponden a sus principios, y es esta la ley
absoluta la que contradecís cuando consideráis al despotismo
compatible con la civilización moderna. Mientras los pueblos
66
han contemplado la soberanía como una pura emanación de
la voluntad divina, se han sometido sin un murmullo al
poder absoluto; mientras sus instituciones han resultado
insuficientes para garantizar su marcha, han aceptado la
arbitrariedad. Empero, desde el día en que sus derechos
fueron reconocidos y solemnemente declarados; desde el día
mismo en que instituciones más fecundas pudieron resolver
por el camino de la libertad las diversas funciones del cuerpo
social, la política tradicional de los príncipes se derrumbó; el
poder quedó reducido a algo así como a una dependencia del
dominio público; el arte de gobernar se transformó en un
mero asunto administrativo. En nuestros días, el ordena-
miento de las cosas en los Estados asume características
tales, que el poder dirigente solo de manifiesta como el
motor de las fuerzas organizadas.
Claro está que, si suponéis a estas sociedades contami-
nadas por todas las corrupciones, todos los vicios a que
aludíais hace apenas un instante, caerán rápidamente en la
descomposición; ¿no os percatáis de que vuestro argumento
es una verdadera petición de principio? ¿Desde cuándo la
libertad envilece las almas y degrada los caracteres? No son
estas las enseñanzas de la historia; pues ella atestigua por
doquier con letras de fuego que los pueblos más insignes han
sido siempre los más libres. Y si es cierto, como decís, que
en algún lugar de Europa que yo desconozco, las cos-
tumbres se han corrompido, han de ser porque ha pasado
por él el despotismo; porque la libertad se habrá extinguido;
es preciso, pues, mantenerla donde existe, y donde ha
desaparecido, restablecerla.

67
En este momento, no lo olvidéis, nos encontramos en el
terreno de los principios; y si los vuestros difieren de los
míos, les exijo sean invariables: empero, no sé más donde
estoy cuando oigo ponderar la libertad en los pueblos
antiguos, y proscribirla en los modernos, rechazarla o admi-
tirla según las épocas y los lugares. Estas distinciones, aun
suponiéndolas justificadas, no impiden en todo caso que el
principio permanezca intacto, y al principio y solo al
principio me atengo.
Maquiavelo- Os veo evitar los escollos, cual hábil piloto
que permanece en alta mar. Las generalidades suelen prestar
considerable ayuda en la discusión; pero confieso mi impa-
ciencia por saber cómo el grave Montesquieu saldrá del paso
con el principio de la soberanía popular. Ignoro, hasta este
momento, si forma parte o no de vuestro sistema. ¿Lo
admitís?
Montesquieu- No puedo responder a una pregunta que se
me plantea en esos términos.
Maquiavelo- Seguro estaba que vuestra razón misma habría
de ofuscarse en presencia de este fantasma.
Montesquieu- Os equivocáis; sin embargo, antes de respon-
deros, debería recordaros lo que mis escritos han significado,
el carácter de la misión que han podido llenar. Habéis
asociado mi nombre con las iniquidades de la Revolución
francesa; es un juicio harto severo para el filósofo que con
un paso tan prudente ha avanzado hacia la búsqueda de la
verdad. Nacido en un siglo de efervescencia intelectual, en
vísperas de una revolución que habrá de desterrar de mi
patria las antiguas formas del gobierno monárquico, puedo
68
decir que ninguna de las consecuencias inmediatas del
movimiento que se operaba en las ideas escapó a mi mirada
desde ese momento. No podía ignorar que necesariamente
un día el sistema de la división de poderes desplazaría el sitial
de la soberanía.
Este principio, mal conocido, mal definido, y sobre todo
mal aplicado, podía engendrar equívocos terribles, y des-
quiciar a la sociedad francesa en pleno. Fue el presenti-
miento de tales peligros la norma que guió mis obras. Por
ello, en tanto ciertos innovadores imprudentes atacaban de
lleno la raíz misma del poder, preparando, a sus espaldas,
una catástrofe formidable, yo me dediqué exclusivamente a
estudiar las formas de los gobiernos libres, a inferir los
principios propiamente dichos que regían su establecimiento.
Más estadista que filósofo, más jurisconsulto que teólogo,
legislador practico, si la osadía de esta palabra me está
permitida, antes que teórico, creía hacer más por mi país
enseñándole a gobernarse, que poniendo en tela de juicio el
principio mismo de autoridad. ¡No quiera Dios, empero, que
pretenda atribuirme méritos más puros a expensas de
aquellos que, como yo, han buscado la verdad de buena fe!
Todos hemos cometido errores, pero cada uno es respon-
sable de sus obras.
Sí, Maquiavelo, y es esta una concesión que no titubeo en
haceros, teníais razón cuando decíais hace un instante que la
emancipación del pueblo francés hubiera debido realizarse
de conformidad con los principios superiores que rigen la
existencia de las sociedades humanas, y esta reserva os per-

69
mitirá prever el juicio que habré de emitir acerca del
principio de la soberanía popular.
Ante todo, no admito en ningún momento una desig-
nación que parece excluir de la soberanía a las clases más
esclarecidas de la sociedad. Esta distinción es fundamental,
pues de ella dependerá que un Estado sea una democracia
pura o un Estado representativo. Si la soberanía reside en
alguna parte, reside en la nación entera; para comenzar, yo la
llamaría entonces soberanía nacional. Sin embargo, la idea de
esta soberanía no es una verdad absoluta, es tan solo relativa.
La soberanía del poder humano responde a una idea
profundamente subversiva, la soberanía del derecho; ha sido
esta doctrina materialista y atea la que ha precipitado la
Revolución francesa en un baño de sangre, la que le ha
infligido el oprobio del despotismo después del delirio de la
independencia. No es exacto decir que las naciones son
dueñas absolutas de sus destinos, pues su amo supremo es
Dios mismo, y jamás serán ajenas a su potestad. Si poseyeran
la soberanía absoluta, serían omnipotentes, aun contra la
justicia eterna y hasta contra Dios; ¿quién osaría desafiarlo?
Entre el derecho divino que excluye al hombre y el
derecho humano que excluye a Dios, se encuentra la verdad;
las naciones, como los individuos, son libres entre las manos
de Dios. Tienen todos los derechos, todos los poderes, con
la responsabilidad de utilizarlos de acuerdo con las normas
de la justicia eterna. La soberanía es humana en el sentido en
que es otorgada por los hombres, y que son los hombres
quienes la ejercen; es divina en el sentido en que ha sido
instituida por Dios; sólo puede ejercerse de acuerdo con los
70
preceptos que Él ha establecido.

Maquiavelo- Me gustaría llegar a consecuencias concretas.


¿Hasta dónde la mano de Dios se extiende sobre humani-
dad? ¿Quién hace a los soberanos?
Montesquieu- Los pueblos.
Maquiavelo- Está escrito: Dios hace a los reyes.
Montesquieu- Dios ha instituido la soberanía, no instituye
los soberanos. Allí se detiene su mano omnipotente, porque
allí comienza el libre albedrío humano. Los reyes reinan de
acuerdo con mis mandamientos, deben reinar según mi ley,
tal es el sentido del libro divino. Si fuese de otra manera,
habría que admitir que tanto los príncipes buenos como los
malos son elegidos por la Providencia.
Maquiavelo- De todos modos, según vos, ¿son los pueblos
los que disponen de la autoridad suprema?
Montesquieu- Tened cuidado, pues al impugnarlo corréis el
riesgo de alzaros en contra de una verdad del más puro
sentido común. No es ningún hecho nuevo en la historia.
No cabe duda de que el carácter electivo de los monarcas
ha sido sustituido por el carácter hereditario. La excelencia
de los servicios prestados, el reconocimiento público, las
tradiciones terminaron por asentar la soberanía en las princi-
pales familias de Europa, y nada podía ser más legítimo.
Pero el principio de la omnipotencia nacional está siempre
71
en el fondo de las revoluciones, siempre ha estado llamado a
consagrar poderes nuevos. Es un principio anterior y pre-
existente, que las diversas constituciones de los Estados
modernos no pueden menos que confirmar de manera más
cabal.
Maquiavelo- Pero entonces, si son los pueblos quienes
eligen a sus amos, también pueden derrocarlos. Si tienen el
derecho de establecer la forma de gobierno que les conviene,
¿quién podrá impedir que la cambien al capricho de su
voluntad? El fruto de vuestras doctrinas no será un régimen
de orden y libertad, será una interminable era de revolu-
ciones.
Montesquieu- Confundís el derecho con el abuso a que
puede conducir su ejercicio, los principios con su aplicación;
hay en ello diferencias fundamentales, sin las cuales resulta
imposible entenderse.
Maquiavelo- Os he pedido consecuencias lógicas; no os
hagáis la ilusión de aludirlas; negádmelas, si lo queréis. Deseo
saber si, de acuerdo con vuestros principios, los pueblos
tienen el derecho de derrocar a sus soberanos.
Montesquieu- Sí, en situaciones extremas y por causas
justas.
Maquiavelo- ¿Quién será el juez de esos casos extremos y
de la justicia de esas causas?
Montesquieu- ¿Y quién pretendéis que lo sea, sino los
pueblos mismos? ¿Acaso las cosas han acontecido de otro
modo desde que el mundo es mundo? Una sanción temible,
sin duda, pero saludable y a la vez inevitable.
72
Maquiavelo- Vuestro sistema tiene un único inconveniente,
el de suponer en los pueblos la infalibilidad de la razón. ¿No
tienen ellos, por ventura, al igual que los hombres, sus
pasiones, sus errores, sus injusticias?
Montesquieu- Cuando los pueblos cometan faltas, serán
castigados como hombres que pecaran contra la ley moral.
Maquiavelo- ¿De qué manera?
Montesquieu- Sus castigos serán las plagas de la discordia,
la anarquía y aun el despotismo. Hasta el día de la justicia
divina, no existe en esta tierra ninguna otra justicia.
Maquiavelo- Acabáis de pronunciar la palabra despotismo,
ya veis que volvemos a lo mismo.
Montesquieu- He consentido en llegar hasta las más
extremas consecuencias de los principios que vos combatís,
falseando así la noción de lo verdadero. Dios no ha conce-
dido a los pueblos ni el poder, ni la voluntad de cambiar de
este modo las formas de gobierno sobre las que descansa la
existencia misma. En las sociedades políticas, como en los
seres organizados, la naturaleza misma de las cosas limita la
expansión de las fuerzas libres. Es preciso que el alcance de
vuestro argumento se ciña a lo que es aceptable para la
razón.
Suponéis que, al influjo de las ideas modernas, las
revoluciones serán más frecuentes; no serán más frecuentes,
quizá lo sean menos. Las naciones, como bien decíais hace
un momento, viven en la actualidad de la industria, y lo que a
vos os parecía una causa se servidumbre es a un mismo
tiempo el principio del orden de la libertad. No desconozco
73
las plagas que aquejan a las civilizaciones industriales, más no
debemos negarles sus méritos, ni desnaturalizar sus tenden-
cias. Esas sociedades que viven del trabajo, del crédito, del
intercambio, son por más que se diga, sociedades esencial-
mente cristianas, pues todas esas formas tan pujantes y
variadas de la industria no son en el fondo más que la
aplicación de ciertas elevadas ideas morales tomadas del
cristianismo, fuente de toda fuerza, de toda verdad.
Tan importante papel desempeña la industria en el
movimiento de las sociedades modernas que, desde el punto
de mira en que os colocáis, no es posible hacer ningún
cálculo exacto sin considerar su influencia; influencia que no
es en modo alguno la que vos creéis poder asignarle. Nada
puede ser más contrario al principio de la concentración de
poderes que la ciencia, que procura hallar las relaciones de la
vida industrial, u las máximas que de ella se desprenden. La
economía política tiende a no ver en el organismo más que
un mecanismo necesario, si bien en extremo costoso, cuyos
resortes es preciso simplificar, y reduce el cometido del
gobierno a funciones tan elementales que su mayor inconve-
niente es quizás el de destruir su prestigio. La industria es la
enemiga nata de las revoluciones, porque sin un orden social
perece, y sin ella el movimiento vital de los pueblos
modernos se detiene. No puede prescindir de la libertad,
dado que solo vive de las manifestaciones de la libertad y,
tenedlo bien presente, las libertades en materia de industria
engendran necesariamente las libertades políticas; por ello se
ha dicho que los pueblos más avanzados en materia de
industria son también los más avanzados en libertad.

74
*
Maquiavelo- El secreto principal del gobierno consiste en
debilitar el espíritu público, hasta el punto de desinteresarlo
por completo de las ideas y los principios con los que hoy se
hacen las revoluciones. En todos los tiempos, los pueblos al
igual que los hombres se han contentado con palabras. Casi
invariablemente les basta con las apariencias; no piden nada
más. Es posible crear instituciones ficticias que responden a
un lenguaje y a ideas igualmente ficticios; es imprescindible
tener el talento para arrebatar a los partidos esa fraseología
liberal con que se arman para combatir al gobierno. Es
preciso saturar de ella a los pueblos hasta el cansancio, hasta
el hartazgo. Se suele hablar hoy en día del poder de la
opinión; yo os demostraré que, cuando de conocen los
resortes ocultos del poder, resulta fácil hacerse expresar lo
que uno desea. Empero antes de soñar siquiera en dirigirlas,
es preciso aturdirla, sumirla en la incertidumbre mediante
asombrosas contradicciones, obrar en ella incesantes distor-
siones, desconcertarla mediante toda suerte de movimientos
diversos, extraviarla insensiblemente en sus propias vías.
Uno de los grandes secretos del momento consiste en
adueñarse de los prejuicios y pasiones populares a fin de
provocar confusión que haga imposible todo entendimiento
entre gentes que hablan la misma lengua y tienen los mismos
intereses.
Montesquieu- ¿Cuál es el sentido de estas palabras cuya
oscuridad tiene algo de siniestro?
Maquiavelo- Si el sabio Montesquieu desea reemplazas la
política por los sentimientos, acaso debiera detenerme aquí;
75
yo no pretendía situarme en el terreno de la moral. Me
habéis desafiado a detener el movimiento en vuestras socie-
dades atormentadas sin cesar por el espíritu de la anarquía y
la rebelión. ¿Me permitiréis que os diga cómo resolvería el
problema? Podéis poner a salvo vuestros escrúpulos acep-
tando esta tesis como una cuestión de pura curiosidad.
Permitidme que os diga ante todo en qué condiciones
esenciales puede hoy el príncipe consolidar su poder. Deberá
en primer término dedicarse a destruir las partidos, a disol-
ver, dondequiera existan, las fuerzas colectivas, a paralizar en
todas sus manifestaciones la iniciativa individual; a conti-
nuación, el nivel mismo de temple decaerá espontáneamente,
y todos las brazos, así debilitados, cederán a la servidumbre.
El poder absoluto no será entonces un accidente, se habrá
convertido en una necesidad. Estos preceptos políticos no
son enteramente nuevos, mas, como os lo decía, son los
procedimientos y no los preceptos los que deben serlo.
Mediante simples reglamentaciones policiales y administra-
tivas es posible lograr, en gran parte, tales resultados. En
vuestras sociedades tan espléndidas, tan maravillosamente
ordenadas, habéis instalado, en vez de monarcas absolutos,
un monstruo que llamáis Estado, nuevo Briareo cuyos
brazos se extienden por doquier, organismo colosal de tira-
nía a cuya sombra siempre renacerá el despotismo. Pues
bien, bajo la invocación del Estado, nada será más fácil que
consumar la obra oculta de que os hablaba hace un instante,
y los medios de acción más poderosos serán quizá los que,
merced a nuestro talento, tomaremos en préstamo de ese
mismo régimen industrial que tanto admiráis.

76
Con la sola ayuda del poder, encargado de dictar los regla-
mentos instituiría, por ejemplo, inmensos monopolios finan-
cieros, depósitos de la riqueza pública, de los cuales tan
estrechamente dependerán todas las fortunas privadas que
estas serían absorbidas junto con el crédito del Estado al día
siguiente de cualquier catástrofe política. Sois economista,
sopesad el valor de esta combinación.
Una vez jefe de gobierno, todos mis edictos, todas mis
ordenanzas tenderían constantemente al mismo fin: aniquilar
las fuerzas colectivas e individuales, desarrollar en forma
desmesurada la preponderancia del Estado, convertir al
soberano en protector, promotor y remunerador.
He aquí otra combinación también pedida en préstamo
del orden industrial: en los tiempos que corren, la aristo-
cracia, en cuanto fuerza política, ha desaparecido; pero la
burguesía territorial sigue siendo un peligroso elemento de
resistencia para los gobiernos, porque es en sí misma inde-
pendiente; puede que sea necesario empobrecerla o hasta
arruinarla por completo. Bastará para ello, aumentar los
gravámenes que pesan sobre la propiedad rural, mantener la
agricultura en condiciones de relativa inferioridad, favorecer
a ultranza el comercio y la industria, pero sobre todo la
especulación; porque una excesiva prosperidad de la indus-
tria puede a su vez convertirse en un peligro, al crear un
número demasiado grande de fortunas independientes.
Se reaccionará provechosamente contra los grandes
industriales, contra los fabricantes, mediante la incitación a
un lujo desmedido, mediante la elevación del nivel de los
salarios, mediante ataques a fondo hábilmente conducidos
77
contra las fuentes mismas de producción. No es preciso que
desarrolle estas ideas hasta sus últimas consecuencias, sé que
percibís a las mil maravillas en qué circunstancias y con qué
pretextos puede realizarse todo esto. El interés del pueblo, y
hasta una suerte de celo por la libertad, por los elevados
principios económicos, cubrirán fácilmente, si se quiere, el
verdadero fin. Huelga decir que el mantenimiento perma-
nente de un ejército formidable, adiestrado sin cesar por
medio de guerras exteriores, debe constituir el complemento
indispensable de este sistema: es preciso lograr que en el
Estado no haya más que proletarios, algunos millonarios, y
soldados.
Montesquieu- Continuad.
Maquiavelo- Esto, en cuanto a la política interior del
Estado. En materia de política exterior, es preciso estimular,
de uno a otro confín de Europa, el fermento revolucionario
que en el país se reprime. Resultan de ello dos ventajas
considerables: la agitación liberal en el extranjero disimula la
opresión en el interior. Además, por ese medio, se obtiene el
respeto de todas las potencias, en cuyos territorios es posible
crear a voluntad el orden o el desorden. El golpe maestro
consiste en embrollar por medio de intrigas palaciegas todos
los hilos de la política europea a fin de utilizar una a una a
todas las potencias.
A cualquier agitación interna debe poder responder con
una guerra exterior; a toda revolución inminente con una
guerra general; no obstante, como en política las palabras no
deben nunca estar de acuerdo con los actos, es impres-
cindible que, en estas diversas coyunturas, el príncipe sea lo
78
suficientemente hábil para disfrazar sus verdaderos designios
con el ropaje de designios contrarios; debe crear en todo
momento la impresión de ceder a las presiones de la opinión
cuando en realidad ejecuta lo secretamente preparado por su
propia mano.
Para resumir en una palabra todo el sistema, la
revolución, en el Estado, se ve contenida, por un lado,
por el terror a la anarquía, por el otro, por la bancarrota
y en última instancia, por la guerra general.
Habréis advertido ya, por las rápidas indicaciones que
acabo de daros, el importante papel que el arte de la palabra
está llamado a desempeñar en la política moderna. Lejos
estoy, como veréis, de desdeñar la prensa, y si fuera preciso
no dejaría de utilizar asimismo la tribuna; lo esencial es
emplear contra vuestros adversarios todas las armas que ellos
podrían emplear contra vos. No contento con apoyarme en
la fuerza violenta de la democracia, desearía adoptar, de las
sutilezas del derecho, los recursos más sabios. Cuando uno
toma decisiones que pueden parecer injustas o temerarias, es
imprescindible saber enunciarlas en los términos convenien-
tes, sustentarlas con las más elevadas razones de la moral y
del derecho.
El poder con que yo sueño, lejos, como veis, de tener
costumbres bárbaras, debe atraer a su seno todas las fuerzas
y todos los talentos de la civilización en que vive. Deberá
rodearse de publicistas, abogados, jurisconsultos, de hom-
bres expertos en tareas administrativas, de gentes que conoz-
can a fondo todos los secretos, todos los resortes de la vida
social, que hablen todas las lenguas, que hayan estudiado al
79
hombre en todos los ámbitos. Es preciso conseguirlos por
cualquier medio, ir a buscarlos donde sea, pues estas gentes
prestan, por los procedimientos ingeniosos que aplican a la
política, servicios extraordinarios. Y junto con esto, todo un
mundo de economistas, banqueros, industriales, capitalistas,
hombres con proyectos, hombres con millones, pues en el
fondo todo se resolverá en una cuestión de cifras. En cuanto
a las más altas dignidades, a los principales desmembra-
mientos del poder, es necesario hallar la manera de
conferirlos a los hombres cuyos antecedentes y cuyo carácter
obran un abismo entre ellos y los otros hombres; hombres
que solo puedan esperar la muerte o el exilio en caso de
cambio de gobierno y se vean en la necesidad de defender
hasta el postrer suspiro todo cuanto es.
Suponed por un instante que tengo a mi disposición los
diferentes recursos morales y materiales que acabo de
indicaros; dadme ahora una nación cualquiera. Pues bien, no
os pediría ni siquiera veinte años para transformar de la
manera más completa el más indómito de los caracteres
europeos, para volverlo dócil a la tiranía.
Montesquieu- Acabáis de agregar, sin proponéroslo, un
capítulo a vuestro Tratado del Príncipe. Sean cuales fueren
vuestras doctrinas, no las discuto; tan sólo os hago una
observación. Es evidente que de ningún modo habéis cum-
plido con el compromiso que habíais asumido; el empleo de
todos estos medios supone la existencia del poder absoluto,
y yo os he preguntado precisamente cómo podríais estable-
cerlo en sociedades políticas que descansan sobre institu-
ciones liberales.
80
Maquiavelo- Vuestra observación es perfectamente justa.
Este comienzo era apenas un prefacio.
Montesquieu- Os pongo, pues en presencia de un Estado,
monarquía o república, fundado sobre instituciones repre-
sentativas; os hablo de una nación familiarizada desde hace
mucho tiempo con la libertad; ¿Cómo, partiendo de allí,
podréis retornar al poder absoluto?
Maquiavelo- Nada más fácil.

*
Maquiavelo- Tomaré un Estado constituido en república.
Con una monarquía, el papel que me propongo desempeñar
resultaría harto fácil. Tomo una república, porque en una
forma de gobierno semejante habré de encontrar una
resistencia, casi invencible al parecer, en las ideas, en las
costumbres, en las leyes. ¿Esta hipótesis os contraría?
Acepto recibir de vuestras manos un Estado, cualquiera que
sea su forma, grande o pequeño; lo supongo dotado de las
diversas instituciones que garantizan la libertad, y os formulo
ésta sola pregunta: ¿Creéis que el poder estará al abrigo de
un golpe de mano o de lo que hoy en día se llama un golpe
de Estado?
Montesquieu- Tales usurpaciones, necesariamente muy
raras, puesto que están colmadas de peligros y repugnan a las
costumbres modernas, jamás alcanzarían, suponiendo que
tuviesen éxito, la importancia que al parecer vos le atribuís.
Un cambio de poder no traería aparejado un cambio de
instituciones. Que un pretendiente cree perturbaciones en el
81
Estado, sea; que triunfe su partido, lo admito: el poder pasa a
otras manos y todo queda como antes; el derecho público y
la esencia misma de las instituciones conservarán su equi-
librio. Esto es lo que me conmueve.
Maquiavelo- ¿Me concedéis entonces por un momento, el
éxito de una acción armada contra el poder establecido?
Montesquieu- Os lo concedo.
Maquiavelo- Observad bien entonces en qué situación me
encuentro. He suprimido momentáneamente cualquier po-
der que no sea el mío. Si las instituciones que aún subsisten
pueden alzar ante mí algún obstáculo, es sólo formalmente;
en los hechos, los actos de mi voluntad no pueden tropezar
con ninguna resistencia real; me encuentro, en suma, en esa
situación extra-legal, que los romanos designaban con una
palabra bellísima, de pujante energía: la dictadura. Es decir,
que puedo en este momento hacer todo cuanto quiero, que
soy legislador, ejecutor, juez y jefe supremo del ejército.
Recordad bien esto. He triunfado gracias al apoyo de una
facción, es decir, que el éxito solo ha podido lograrse en
medio de una profunda disensión interior. Es posible señalar
al azar, aunque sin riesgo de equivocarse, cuáles son las
causas: un antagonismo entre la aristocracia y el pueblo o
entre el pueblo y la burguesía. En el fondo, no puede tratarse
sino de eso; en la superficie, un mare mágnum de ideas, de
opiniones, de influencias contrarias, como en todos los
Estados donde en algún momento se haya desencadenado a
la libertad. Habrá toda suerte de elementos políticos, tocones
de partidos otrora victoriosos, hoy vencidos, ambiciones
desenfrenadas, ardientes codicias, odios implacables, terrores
82
por doquier, hombres de las más diversas opiniones y de
todas las doctrinas, restauradores de antiguos regímenes,
demagogos, anarquistas, utopistas, todos manos a la obra,
trabajando todos por igual, cada uno por su lado, para el
derrocamiento del orden establecido. ¿Qué conclusiones
debemos extraer de semejante situación? Dos cosas: la pri-
mera, que el país tiene una inmensa necesidad de reposo y
que habrá de rehusar a quien pueda brindárselo; la segunda,
que en medio de esta división de los partidos, no existe
ninguna fuerza real o más bien sólo existe una: el pueblo.
Ahí tenéis la ciega potestad que proporcionará los medios
para realizar cualquier cosa con la más absoluta impunidad;
ahí tenéis la autoridad, el nombre que habrá de encubrirlo
todo. ¡Poco en verdad se preocupa el pueblo por vuestras
ficciones legales, por vuestras garantías constitucionales!
Montesquieu- Estamos, entonces, al día siguiente de
vuestro golpe de Estado; ¿qué pensáis hacer?
Maquiavelo- Dos cosas: una grande y luego una pequeña.
Montesquieu- Veamos primero la grande.
Maquiavelo- No todo concluye con un levantamiento
triunfante contra el gobierno constitucional, pues en general
los partidos no se dan por vencidos. Nadie conoce aún con
exactitud qué valor tiene la energía del usurpador, habrá que
ponerlo a prueba, organizar contra él rebeliones armas en
mano. Ha llegado, pues, el momento de instaurar un terror
que conmueva a la sociedad en pleno y haga desfallecer hasta
a las almas más intrépidas.

83
Montesquieu- ¿Qué vais a hacer? Me habíais dicho que
repudiabais el derramamiento de sangre.
Maquiavelo- No es cuestión de falsos sentimientos humani-
tarios. La sociedad amenazada se halla en estado de legítima
defensa; para prevenir en el futuro nuevos derramamientos
de sangre, recurriré a rigores excesivos y aun a la crueldad.
No me preguntéis qué se hará; es imprescindible, de una vez
por todas, aterrorizar a las almas, destemplarlas por medio
del terror.
Montesquieu- Pero entonces, esa sangre ¿quién la derra-
mará?
Maquiavelo- El gran justiciero de los Estados: ¡el ejército!,
cuya mano jamás deshonrará a sus víctimas. La intervención
del ejército en la represión permitirá alcanzar dos resultados
de suprema importancia. A partir de ese momento, por una
parte se encontrará para siempre en hostilidad con la
población civil, a la que habrá castigado sin clemencia;
mientras que, por la otra, quedará ligado de manera indiso-
luble a la suerte de su jefe.
Montesquieu- ¿Creéis que esa sangre no recaerá sobre vos?
Maquiavelo- No, porque a los ojos del pueblo, el soberano,
en definitiva, es ajeno a los excesos cometidos por una
soldadesca que no siempre es fácil de contener. Los que
podrán ser responsables, serán los generales, los ministros
que habrán ejecutado mis órdenes. Y ellos, os lo aseguro me
serán adictos hasta su postrer suspiro, pues saben muy bien
lo que les espera después de mí.

84
Montesquieu- Este es entonces vuestro primer acto de
soberanía. Veamos ahora el segundo.
Maquiavelo- No sé si habéis notado cuál es, en política, la
importancia de los medios pequeños. Después de lo que
acabo de deciros, haré grabar mi efigie en toda la moneda
nueva de la cual acuñaré una cantidad considerable.
Montesquieu- Pero esta, en medio de los primeros proble-
mas del Estado, ¡será una medida pueril!
Maquiavelo- ¿Eso creéis? Es que no habéis ejercido el
poder. La efigie humana impresa en el dinero, es el símbolo
del poder.
En el primer momento, ciertos espíritus orgullosos se estre-
mecerán de cólera; pero terminarán por acostumbrarse; hasta
los enemigos de mi poder estarán obligados a llevar mi
retrato en sus escarcelas. Y es muy cierto que uno se habitúa
poco a poco a mirar con ojos más tiernos los rasgos que por
doquier aparecen impresos en el signo material de nuestros
placeres. Desde el día en que mi efigie aparezca en la
moneda, seré rey.

Montesquieu- Confieso que esta apreciación es nueva para


mí; dejémosla, empero, ¿Olvidáis acaso que los pueblos
nuevos tienen la debilidad de darse constituciones que son
las garantías de sus derechos? Pese a todo vuestro poder
nacido de la fuerza, pese a los proyectos que me reveláis, ¿no
os parece que podríais veros en dificultades en presencia de
una carta fundamental cuyos principios todos, todas sus
reglamentaciones, todas sus disposiciones son contrarias a
vuestras máximas de gobierno?

85
Maquiavelo- Haré una nueva constitución, eso es todo.
Montesquieu- ¿Y no pensáis que eso podría resultaros aún
más difícil?
Maquiavelo- ¿Dónde estaría la dificultad? No existe, por el
momento ninguna otra voluntad, otra fuerza más que la mía
y tengo como base de acción el elemento popular.
Montesquieu- Es verdad. Sin embargo, tengo un escrúpulo:
de acuerdo con lo que me acabáis de decir, imagino que
vuestra constitución no será un monumento a la libertad.
¿Creéis que solamente un golpe de la fuerza, una sola
violencia os bastará para arrebatar a una nación todos sus
derechos, todas sus conquistas, todas sus instituciones y
todos los principios con que está habituada a vivir?
Maquiavelo- Os decía, hace pocos instantes, que los
pueblos eran como los hombres, que se atenían más a las
apariencias que a la realidad de las cosas; he aquí una norma
cuyas prescripciones, en materia de política, seguiré escrupu-
losamente; tened a bien recordarme los principios a los
cuales más os aferráis y advertiréis que no me crean tantas
trabas como al parecer vos creéis.
Montesquieu- ¿Qué os proponéis hacer con ellos?
Maquiavelo- Pues bien, os lo recordaré. No dejaríais por
cierto de hablarme del principio de la separación de poderes,
de la libertad de prensa y de palabra, de la libertad religiosa,
de la libertad individual, del derecho de asociación, de la
igualdad ante la ley, de la inviolabilidad de la propiedad y del
domicilio, del derecho de petición, del libre consentimiento
de los impuestos, de la proporcionalidad de las penas, de la
86
no retroactividad de las leyes; ¿os parece bastante o deseáis
más aún?
Montesquieu- Creo que es mucho más de lo que se necesita
para colocar a vuestro gobierno en una situación embara-
zosa.
Maquiavelo- Estáis en un profundo error, y tan persuadido
estoy de ello, que no veo inconveniente alguno en proclamar
tales principios; y lo haré en mi constitución.
Montesquieu- Me habéis demostrado ya que sois un mago
extraordinario.
Maquiavelo- No hay magia alguna en todo esto; simple
tacto político.
Montesquieu- ¿Cómo, habiendo inscrito estos principios en
el preámbulo de vuestra constitución, os ingeniaréis pare no
aplicarlos?
Maquiavelo- Os he dicho que proclamaría estos principios,
no que los inscribiría ni tampoco que los nombraría.
Montesquieu- ¿Qué os proponéis hacer?
Maquiavelo- No entraría en ninguna recapitulación; me
limitaría a declarar al pueblo que reconozco y confirmo los
elevados principios del derecho moderno.
Montesquieu- El alcance de esta reticencia escapa a mi
entendimiento.
Maquiavelo- Ya llegaréis a advertir cuál es su importancia.
Si enumerase expresamente tales derechos, mi libertad de
acción que daría encadenada a aquellos principios que
hubiese declarado; esto es lo que no deseo. Al no nombrar-
87
los, otorgo al parecer todos los derechos, y al mismo tiempo
no otorgo ninguno en particular; esto me permitirá descartar,
por vía de excepción, aquellos que juzgaré peligrosos.
Por otra parte, de estos principios, algunos competen al
fuero del derecho político y constitucional propiamente
dicho, otros al derecho civil. Es esta una distinción que
siempre debe tomarse por norma en el ejercicio del poder
absoluto. Son sus derechos civiles los que los pueblos más
defienden; siempre que pueda, no los tocaré, y de este modo
una parte de mi programa al menos quedará cumplida.
Montesquieu- ¿Y en cuanto a los derechos políticos?...
Maquiavelo- En el Tratado del Príncipe escribí la siguiente
máxima, que no ha dejado de ser válida: “Los gobernados
siempre están contentos con el príncipe cuando éste no
toca ni sus bienes, ni su honor, por lo tanto sólo tiene
que combatir las pretensiones de un pequeño número
de descontentos, que le será fácil poner en vereda”. En
esto encontraréis mi respuesta a vuestra pregunta.
Montesquieu- Se podría, en rigor, considerarla insuficiente;
se podría replicarnos que los derechos políticos también son
bienes; que también incumbe al honor de los pueblos el
mantenerlos, y que al atentar contra ellos, atentáis en
realidad contra sus bienes y contra su honor. Se podría
agregar aún que el mantenimiento de los derechos civiles
está ligado al mantenimiento de los derechos políticos por
una estrecha solidaridad. ¿Qué garantizará a los ciudadanos,
si hoy los despojáis de la libertad política, que no los
despojaréis mañana de la libertad individual? ¿Qué si atentáis

88
hoy contra su libertad, no atenderéis mañana contra su
fortuna?
Maquiavelo- No cabe duda de que presentáis vuestro
argumento con mucha vivacidad, mas creo que vos mismo
comprenderéis perfectamente su exageración. Parecéis creer
en todo momento que los pueblos modernos tienen hambre
de libertad. ¿Habéis previsto el caso de que no la deseen
más, y podéis acaso pedir a los príncipes que se apasionen
por ella más que sus pueblos? Ahora bien, en vuestras
sociedades tan profundamente corrompidas, donde el
individuo no vive sino en la esfera de su egoísmo y de sus
intereses materiales, interrogad al mayor número, y veréis si,
de todas partes, no se os responde: ¿Qué me interesa la
política? ¿Qué me importa la libertad? ¿Acaso todos los
gobiernos no son una misma cosa? ¿Acaso un gobierno no
debe defenderse?
Además, tenedlo bien presente, ni siquiera es el pueblo el
que hablará con este lenguaje: serán los burgueses, los
industriales, las personas instruidas, los ricos, los ilustrados,
todos aquellos que están en condiciones de apreciar vuestras
maravillosas doctrinas de derecho público. Me bendecirán,
proclamarán que yo los he salvado, que constituyen una
minoría, que son incapaces de gobernarse. Fijaos en esto, las
naciones experimentan no sé qué secreto amor por los
vigorosos genios de la fuerza. Ante todo acto de violencia
signado por el talento del artífice, oiréis decir con una
admiración que superará a la censura: No está bien, de
acuerdo, pero ¡cuánta habilidad, que destreza, que fuerza!
*
89
Montesquieu- Estabais al día siguiente de una constitución
redactada por vos sin el asentimiento de la nación. ¿Tenéis,
la esperanza de asociar la nación a la nueva obra funda-
mental que preparáis?
Maquiavelo- Sin duda alguna. ¿Os causa extrañeza? Haré
algo mucho mejor, haré ratificar por el voto popular el abuso
de autoridad cometido contra el Estado; diré al pueblo,
empleando los términos que juzgue convenientes: Todo
marchaba mal; lo he destruido todo y os he salvado. ¿Me
aceptáis? Sois libres, por medio de vuestro voto, de conde-
narme o de absolverme.
Montesquieu- Libres bajo el peso del terror y de la fuerza
armada.
Maquiavelo- Seré aclamado.
Montesquieu- No lo pongo en duda.
Maquiavelo- Y el voto popular, que me ha servido de
instrumento para afianzar mi poder, terminará por conver-
tirse en la base misma de mi gobierno. Instituiré un sufragio
sin distinción de clases, ni de censo, que, de un solo golpe,
permitirá organizar el absolutismo.
Montesquieu- Sí, puesto que de un solo golpe quebrantáis
al mismo tiempo la unidad de la familia, despreciáis el
sufragio, anuláis la preponderancia de las luces y convertís el
número en un poder ciego que manejáis a vuestro albedrío.
Maquiavelo- Realizo un progreso al que hoy en día aspiran
con vehemencia todos los pueblos; el sufragio universal y el
primer uso que de él hago es el de someterle mi constitución.

90
Montesquieu- ¿De qué manera haréis que se delibere sobre
la aceptación de vuestra constitución? ¿Cómo se discutirán
los artículos orgánicos?
Maquiavelo- De ningún modo pretendo que los discutan.
Montesquieu- No he hecho nada más que seguiros sobre el
terreno de los principios que vos habéis escogido.
Maquiavelo- Mi constitución es presentada en bloque y es
aceptada en bloque.
Montesquieu- Pero al actuar de esa manera todo el mundo
quedará a ciegas. ¿Cómo, votando en tales condiciones,
puede el pueblo saber lo que hace y hasta qué punto se
compromete?
Maquiavelo- ¿Y dónde habéis visto que una constitución
realmente digna de ese nombre, en verdad durable, haya sido
jamás el resultado de una deliberación popular? Una
constitución debe surgir completamente armada de la cabeza
de un solo hombre, de lo contrario no es más que una obra
condenada a la nada. Sin homogeneidad, sin cohesión entre
sus diferentes partes, sin fuerza práctica, llevará en sí nece-
sariamente la impronta de todas las debilidades concep-
tuales que han presidido su redacción.
Una constitución, una vez más, no puede ser sino la obra de
un solo hombre; jamás las cosas fueron de otra manera.
Veréis que para llegar a mi meta, no necesito destruir ente-
ramente vuestras instituciones. Con modificar la economía,
con transformar las combinaciones me bastará.
Montesquieu- Explicaos mejor.

91
Maquiavelo- Volvamos a los hechos. Observabais con
razón, hace un momento, que de manera casi uniforme en
los Estados parlamentarios de Europa los poderes públicos
estaban distribuidos entre cierto número de cuerpos
políticos y que el juego regular de dichos cuerpos constituía
el gobierno. De modo, pues, que en todas partes, con
nombres diversos, pero con casi idénticas atribuciones,
encontramos una organización ministerial, un senado, un
cuerpo legislativo, un consejo de Estado, una corte de
cesación; os dispensaré de toda digresión inútil sobre el
mecanismo de cada uno de estos poderes, cuyo secreto
conocéis mejor que yo; es evidente que cada uno de ellos
responde a una función esencial del gobierno. Observad que
es la función la que llamo esencial, no la institución. Es
preciso, pues, que exista un poder dirigente, un poder mode-
rador, un poder legislativo, un poder normativo; no cabe de
ello la menor duda.
Montesquieu- Si os entiendo bien, esos diversos poderes
no son a vuestros ojos más que uno solo; y todo ese poder
vais a ponerlo en manos de solamente un hombre, puesto
que suprimís las instituciones.
Maquiavelo- Estáis en un error. Sería imposible actuar de
esa manera sin peligros; sobre todo entre vosotros, con el
fanatismo que domina a vuestros compatriotas hacia lo que
llamáis los principios del 89; pero tened a bien escucharme:
en estática el desplazamiento de un punto de apoyo modifica
la dirección de la fuerza; en mecánica el desplazamiento de
un resorte hace cambiar el movimiento. No obstante, en
apariencia, se trata del mismo mecanismo.
92
También en fisiología el temperamento depende del estado
de los órganos. Si los órganos se modifican, el tempera-
mento cambia. Pues bien, las diversas instituciones de que
acabamos de hablar funcionan dentro de la economía
gubernamental cual verdaderos órganos del cuerpo humano.
No haré más que tocar esos órganos; los órganos perma-
necerán, lo que habrá cambiado será la complexión del
Estado. ¿Podéis concebirlo?
Montesquieu- No es difícil, y no eran necesarias tantas
paráfrasis.
Maquiavelo- Admitid que hubiera podido elegir peores
modelos. En política todo está permitido, siempre que se
halaguen los prejuicios públicos y se conserve el respeto por
las apariencias.
Montesquieu- No entréis en las generalidades; ahora estáis
manos a la obra: os escucho.
Maquiavelo- No olvidéis de qué convicciones personales
nace cada uno de mis actos. Vuestros gobiernos parlamen-
tarios no son nada más que escuelas de rencillas, focos de
agitaciones estériles en medio de los cuales se consume la
actividad fecunda de las naciones que la tribuna y la prensa
condenan a la impotencia. No tengo, por lo tanto, ningún
remordimiento; parto de un punto de vista elevado y mi fin
justifica mis actos.
Sustituyo teorías abstractas por la razón práctica, la
experiencia de los siglos, el ejemplo de los hombres de genio
que han realizado grandes cosas por los mismos medios;
comienzo por restituir al poder sus condiciones vitales.

93
La primera de mis reformas recae inmediatamente sobre
vuestra pretendida responsabilidad ministerial. En los países
donde existe una centralización, como el vuestro, por
ejemplo, donde la opinión, por un sentimiento instintivo, lo
hace girar todo, tanto el bien como el mal, alrededor del jefe
del Estado, inscribir en el encabezamiento de una consti-
tución que el soberano es irresponsable, es mentir al sentir
popular, crear una ficción que siempre se disipará al fragor
de las revoluciones.
Comienzo, pues, por suprimir de mi constitución el prin-
cipio de la responsabilidad ministerial; el soberano que ins-
tauro será el único responsable ante el pueblo.
Montesquieu- Lo decís sin rodeos.
Maquiavelo- Me habéis explicado que vuestro sistema
parlamentario los representantes de la nación tienen, por sí
solos, o conjuntamente con el poder ejecutivo, la iniciativa
respecto de los proyectos del rey; pues bien; de ello
provienen los abusos más graves, pues en un orden de cosas
semejante, cada diputado puede, con cualquier pretexto,
sustituir al gobierno, presentando sin el mínimo estudio, sin
profundización alguna, los proyectos de ley; ¿qué estoy
diciendo? Con la iniciativa parlamentaria, la Cámara podrá,
cuando lo desee, derrocar al gobierno. Suprimo la iniciativa
parlamentaria. La proposición de las leyes pertenece exclusi-
vamente al soberano.
Montesquieu- Observo que os lanzáis a la carrera en pos
del poder absoluto por el más conveniente de los caminos;
pues en un Estado donde la iniciativa de las leyes sólo le
incumbe al soberano, este es, en la práctica, el único legis-
94
lador; pero antes de que hayáis ido más lejos, desearía
haceros una objeción. Pretendéis afirmaros sobre la roca, y
yo os veo asentado sobre la arena.
Maquiavelo- ¿Qué queréis decir?
Montesquieu- ¿No habéis acaso afirmado vuestro poder
sobre la base del sufragio popular? Pues bien, en ese caso no
sois más que un mandatario revocable sometido a la
voluntad del pueblo, pues en él reside la única verdadera
soberanía. Creísteis que podríais hacer valer este principio
para el mantenimiento de vuestra autoridad; ¿no os percatáis,
por ventura, de que podrían derrocaros en cualquier mo-
mento? Por otra parte, os habéis declarado único respon-
sable; ¿os consideráis un ángel, acaso? Pero, aunque lo seáis,
no por ello se os inculpará menos de todos los males que
puedan sobrevenir, y pereceréis en la primera crisis.
Maquiavelo- No os anticipéis; vuestra objeción es prema-
tura, más, puesto que me obligáis a ello, os responderé ahora
mismo. Os equivocáis profundamente si creéis que no he
previsto el argumento. Si mi poder fuese perturbado, solo
podría serlo por obra de las facciones. Y contra ellas estoy
protegido por dos derechos esenciales que he incluido en mi
constitución.
Montesquieu- ¿Cuáles son esos derechos?
Maquiavelo- El de apelar al pueblo, y el derecho de
instaurar en el país el estado de sitio; soy el jefe supremo del
ejército, toda la fuerza pública se encuentra entre mis manos;
ente la primera insurrección contra mi poder, las armas da-
rían cuenta de la resistencia y hallaría en las urnas populares

95
una nueva consagración de mi autoridad.
Montesquieu- Empleáis argumentos irrebatibles, hablemos,
empero una vez más, del cuerpo legislativo que habéis
instaurado; no veo, a este respecto, cómo podréis libraros de
dificultades; habéis privado a esta asamblea de la iniciativa
parlamentaria, pero conserva el derecho de votar las leyes
que presentaréis para su adopción. No tendréis, sin duda, la
intención de permitir de permitir que lo ejerza.
Maquiavelo- Sois más receloso que yo, pues os confieso
que no veo el ello inconveniente alguno. Desde el momento
en que nadie sino yo mismo puede presentar la ley, no tengo
que temer que se haga ninguna contra mi poder. Por lo
demás, entra en mis planes el permitir que las instituciones
subsistan, en apariencia. Sólo que debo admitirlo, no tengo la
intención de dejar a la Cámara lo que vos llamáis el derecho
de enmienda. Es evidente que, con el ejercicio de una
facultad semejante, no habrá ley alguna que no pudiera ser
desviada de su finalidad primitiva y cuya economía interna
no estuviese expuesta a alteraciones. La ley es aceptada o
rechazada, no hay ninguna otra alternativa.
Montesquieu- Nada más se necesitaría para derrocaros;
bastaría para ello que la asamblea legislativa rechazara
sistemáticamente todos vuestros proyectos de ley, o que se
rehusara tan solo a votar los impuestos.
Maquiavelo- Sabéis muy bien que las cosas no pueden
ocurrir de esa manera. Una Cámara, cualquiera sea, que
mediante un acto de temeridad semejante trabase el
desenvolvimiento de la cosa pública, cometería un verdadero
suicidio. Y yo dispondría de otros mil medios para neutra-
96
lizar el poder de dichas asambleas. Reduciría a la mitad el
número de los representantes, y tendría, entonces, una mitad
menos de pasiones políticas para combatir. Me reservaría el
nombramiento de los presidentes y vicepresidentes que
dirigen las deliberaciones. No habría sesiones permanentes,
pues restringiría a solo algunos meses las sesiones de la
asamblea. Haría, sobre todo, algo de singular importancia,
cuya práctica, según me han dicho, ya ha comenzado a
imponerse: aboliría la gratuidad del mandato legislativo; haría
que los diputados percibiesen un emolumento, que sus
funciones fuesen, en cierto modo, asalariadas. Contemplo
esta innovación como el medio más seguro de incorporar al
poder los representantes de la nación; no creo necesario
desarrollar este punto; la eficacia de la medida es perfecta-
mente clara. Agrego que, como jefe del poder ejecutivo,
tengo el derecho de convocar, de disolver el cuerpo
legislativo, y que en caso de disolución, me reservaría los
plazos más largos para convocar una nueva representación.
No ignoro que la asamblea legislativa no podría, sin riesgos
para mí, mantenerse independiente de mi poder; mas
tranquilizaos: pronto hallaremos otros medios prácticos de
vincularla a él. ¿Os basta con estos detalles constitucionales?
¿O queréis que os enumere otros más?
Montesquieu- No, no es en absoluto necesario; podéis
pasar ahora a la organización del Senado.
Maquiavelo- Habéis comprendido muy bien que era esta la
parte capital de mi obra. La piedra angular de mi consti-
tución.

97
Montesquieu- No sé qué más podéis aún hacer, pues desde
ahora os considero el amo absoluto del Estado.
Maquiavelo- En realidad, la soberanía no podría asentarse
sobre bases tan superficiales. Es preciso que existan, junto al
soberano, cuerpos capaces de imponerse por el resplandor
de los títulos, las dignidades y la ilustración personal de
quienes la componen. No es conveniente que la persona del
soberano esté en juego permanentemente, que siempre se
perciba su mano; es imprescindible que su accionar pueda,
de ser necesario, ampararse bajo la autoridad de las altas
magistraturas que circundan el trono.

Maquiavelo- En “El Espíritu de las Leyes” observáis, con


sobrada razón, que la palabra libertad se le atribuyen los
significados más diversos. Tengo entendido que en vuestra
obra puede leerse la siguiente proposición:
“La libertad es el derecho de hacer aquello que está
permitido por las leyes.”

Encuentro justa esta definición y a ella me acomodo; y


puedo aseguraros que mis leyes solo autorizarán lo que sea
imprescindible permitir. Pronto veréis cuál es su espíritu.
¿Por dónde os gustaría que comenzáramos?
Montesquieu- No me disgustaría saber ante todo cómo os
defenderéis frente a la prensa.

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Maquiavelo- En verdad, ponéis el dedo en la parte más
delicada de mi tarea. El sistema que a este respecto he con-
cebido es tan vasto como múltiple en cuanto a sus aplica-
ciones. Felizmente, en este caso tengo el campo libre; puedo
hacer y deshacer con plenas garantías y casi diría sin suscitar
recriminación alguna.
Montesquieu- ¿Por qué?
Maquiavelo- Porque en la mayoría de los países parla-
mentarios, la prensa tiene el talento de hacerse aborrecer,
porque solo está siempre al servicio de pasiones violentas,
egoístas y exclusivas, porque denigra por conveniencia,
porque es venal e injusta; porque carece de generosidad y
patriotismo; por último, y sobre todo, porque jamás haréis
comprender a la gran masa de un país para qué puede servir.
Montesquieu- ¡Oh! si vais a buscar cargos contra la prensa,
os será fácil hallar un cúmulo. Si preguntáis para que puede
servir, es otra cosa. Impide, sencillamente, la arbitrariedad en
el ejercicio del poder; obliga a gobernar de acuerdo con la
constitución; conmina a los depositarios de la autoridad
pública a la honestidad y al pudor, al respeto de sí mismos y
de los demás. En suma, para decirlo en una palabra, propor-
ciona a quienquiera se encuentre oprimido el medio de
presentar su queja y de ser oído. Mucho es lo que puede per-
donarse a una institución que, en medio de tantos abusos,
presta necesariamente tantos servicios.
Maquiavelo- Sí, conozco ese alegato; empero, hacedlo
comprender a las masas, si podéis; contad el número de
quienes se interesan por la suerte de la prensa, y veréis.

99
Montesquieu- Es por ello que creo preferible que paséis
ahora mismo a los medios prácticos para amordazarla; creo
que esta es la palabra.
Maquiavelo- Es la palabra, en efecto; no solo me propongo
reprimir al periodismo.
Montesquieu- Sino a la prensa misma.
Maquiavelo- Veo que comenzáis a emplear la ironía.
Montesquieu- De un momento me estará vedada, puesto
que vais a encadenar la prensa en todas sus formas.
Maquiavelo- No es fácil encontrar armas contra una
jovialidad de rasgos tan espirituales; sin embargo compren-
deréis muy bien que no valdrá la pena ponerse a salvo de los
ataques de la prensa si fuese necesario seguir estando
expuestos a los del libro.
Montesquieu- Pues bien, comencemos con el periodismo.
Maquiavelo- Si decidiera pura y simplemente suprimir los
periódicos, enfrentaría con grave imprudencia la suscep-
tibilidad del público, y siempre es peligroso desafiarla abier-
tamente; mi intención es proceder por medio de una serie de
disposiciones que parecerían simples medidas de cautela y
vigilancia.
Decreto que en el futuro no se podrá fundar ningún
periódico sin la previa autorización del gobierno; ya tenemos
el mal detenido en su desarrollo; pues es fácil imaginar que
los periódicos que en el futuro autorizaré serán en todos los
casos órganos leales al gobierno.

100
Montesquieu- Más, ya que entráis en todos estos detalles,
permitidme una objeción: el espíritu de un periódico cambia
con el personal de su redacción; ¿cómo podréis evitar una
redacción hostil a vuestro poder?
Maquiavelo- Vuestras objeción es bastante débil, porque,
en resumidas cuentas, no autorizaré, si me parece conve-
niente, la publicación de ninguna hoja nueva; no obstante,
como veréis, tengo otros planes. Me preguntáis cómo neu-
tralizaré una redacción hostil. A decir verdad, de la manera
más simple; agregaré que la autorización del gobierno es
necesaria para cualquier cambio en el personal de los jefes
de redacción o directores del periódico.
Montesquieu- Pero los periódicos antiguos, los que segui-
rán siendo enemigos de vuestro gobierno y cuyo cuerpo de
redactores no habrá cambiado: ellos hablarán.
Maquiavelo- ¡Aguardad! Aplico a todos los periódicos pre-
sentes o futuras medidas fiscales que frenarán en la medida
necesaria las empresas de publicidad; someteré la prensa
política a lo que hoy llamáis finanzas y timbres fiscales. Muy
pronto la industria de la prensa resultará tan poco lucrativa,
merced a la elevación de estos impuestos, que nadie se
dedicará a ella sino cuando en realidad le convenga.
Montesquieu- El remedio es insuficiente, pues los partidos
políticos no escatiman el dinero.
Maquiavelo- Tranquilizaos, tengo medios para taparles la
boca, pues aquí aparecen las medidas represivas. En algunos
Estados europeos se defiere al tribunal el conocimiento de
los delitos de prensa.

101
No creo que exista medida más deplorable que esta, pues
significa agitar la opinión pública con motivo de la mínima
pamplina periodística. Los delitos de prensa son de una
naturaleza tan elástica, el escritor puede disfrazar sus ataques
de maneras tan variadas y sutiles, que hasta le resulte
imposible deferir a los tribunales el conocimiento de estos
delitos. Los tribunales estarán siempre armados, por supues-
to, pero el arma represiva de todos los días debe encontrarse
en las manos del gobierno.
Montesquieu- Habrá entonces delitos que no podrán juzgar
los tribunales, o más bien, castigaréis con ambas manos: con
la mano de la justicia y con la del gobierno.
Maquiavelo- Nada más que simple solicitud para algunos
periodistas malos y malintencionados que todo lo atacan,
todo lo denigran; que se conducen con los gobiernos como
esos salteadores de caminos que aguardan a los viajeros
empuñando la escopeta. Viven constantemente fuera de la
ley; ¡bien merecen que se los ponga de algún modo dentro
de ella!
Montesquieu- ¿Solo sobre ellos recaerán entonces vuestros
rigores?
Maquiavelo- No puedo comprometerme a ello, pues esas
gentes son como las cabezas de la hidra, se cortan diez y
crecen cincuenta. Atacaré principalmente a los periódicos, en
tanto que empresas de publicidad. Les hablaré de la siguiente
manera: Pude suprimiros a todos, no lo hice; aún puedo
hacerlo y os dejo vivir, más, por supuesto, con una condi-
ción: no entorpeceréis mi marcha ni desacreditaréis mi
poder. No quiero verme obligado a iniciar procesos todos
102
los días, ni a interpretar la ley sin cesar para reprimir vuestras
infracciones; tampoco puedo tener una legión de censores
encargados de examinar hoy lo que editaréis mañana. Tenéis
pluma, escribid; mas recordad lo que voy a deciros: me
reservo, para mí mismo y para mis agentes, el derecho de
juzgar en qué momento me siento atacado. Nada de sutile-
zas. Si me atacáis, lo sentiré, y también vosotros lo sentiréis;
en ese caso, me haré justicia por mis propias manos, no en
seguida, pues mi es intención actuar con tacto; os advertiré
una vez, dos veces; a la tercera, os haré desaparecer.
Montesquieu- Observo que, de acuerdo con este sistema,
no es precisamente el periodista el atacado, sino el periódico,
cuya ruina entraña la de los intereses que se agrupan en
torno de él.
Maquiavelo- Que vayan a agruparse a otra parte; con estas
cosas no se comercia. Como acabo de deciros, mi gobierno,
pues, castigará; sin prejuicio, por supuesto, de las sentencias
pronunciadas por los tribunales. Dos condenas en un año
implicarán, con pleno derecho, la supresión del periódico. Y
no me detendré aquí, sino que diré también a los periódicos,
por medio de un decreto o de una ley: Reducidos como
estáis a la más estricta circunspección, no pretendáis agitar la
opinión por medio de comentarios sobre los debates de mis
Cámaras; os prohíbo informar sobre esos debates, hasta os
prohíbo informar con respecto a los debates judiciales en
materia de prensa. Tampoco intentéis impresionar el espíritu
público por medio de noticias supuestamente venidas del
exterior; las falsas noticias, publicadas ya sea de buena o de
mala fe, serán penadas con castigos corporales.
103
Montesquieu- Vuestro rigor parece excesivo, pues en
última instancia ningún periódico podrá ya, sin exponerse a
los peligros más graves, expresar opiniones políticas; vivirán
a duras penas de las noticias. Me parece en extremo difícil,
cuando un periódico publica una noticia, imponerle su
veracidad, pues la más de las veces no podrá responder de
ello con absoluta certeza, y aun cuando esté moralmente
seguro de decir la verdad, le faltará la prueba material.
Maquiavelo- En tales casos, lo que hay que hacer es
pensarlo dos veces antes de inquietar a la opinión pública.
Montesquieu- Veo otro problema, sin embargo. Si no es
posible combatiros desde los periódicos de dentro, os
combatirán los de afuera. Todos los descontentos, todos los
odios se expresarán en las puertas de vuestro reino; a través
de sus fronteras se arrojarán periódicos y líbelos inflamados
de pasiones políticas.
Maquiavelo- Tocáis un punto que me propongo regla-
mentar con sumo rigor, pues la prensa extranjera es, en
efecto, peligrosa en extremo. Ante todo, cualquier intro-
ducción o circulación en el reino de periódicos o escritos
clandestinos se castigará con prisión, y la pena será lo bas-
tante severa como para evitar reincidencias. Luego, aquellos
de mis súbditos convictos de haber escrito contra el gobier-
no en el extranjero, serán a su regreso al reino, buscados y
castigados. Es una verdadera indignidad escribir, desde el
extranjero, contra el propio gobierno.
Montesquieu- Eso depende. De todos modos. La prensa
extranjera de los Estados fronterizos hablará.

104
Maquiavelo- ¿Creéis eso? ¿No suponemos acaso que soy el
rey de un poderoso reino? Os juro que los pequeños Estados
que bordean mis fronteras temblarán. Los obligaré a pro-
mulgar leyes que persigan a sus propios nacionales, en caso
de ataques contra mi gobierno a través de la prensa o por
cualquier otro medio.
Montesquieu- Veo que tuve razón al decir, en el Espíritu de
las Leyes, que las fronteras de un déspota debían ser
asoladas. Es preciso impedir que penetre por ellas la civiliza-
ción. Vuestros súbditos, estoy persuadido de ello, ignorarán
su propia historia.
Maquiavelo- No deseo que mi reino pueda ser perturbado
por rumores y conmociones provenientes del extranjero.
¿Cómo llegan las noticias del exterior? Por intermedio de un
reducido número de agencias que centralizan las informa-
ciones que son transmitidas a su vez desde las cuatro partes
del mundo. Pues bien, se puede sobornar a esas agencias, y a
partir de ese momento solamente darán noticias bajo el
control del gobierno.
Montesquieu- Maravilloso; podéis pasar por ahora a la
vigilancia que ejerceréis sobre los libros.
Maquiavelo- Este es un problema que me preocupa menos,
pues en una época en que el periodismo ha alcanzado una
difusión tan prodigiosa, ya casi se no leen libros. No tengo,
empero intención alguna de dejarles la puerta abierta. En
primer lugar obligaré a quienes quieran ejercer la profesión
de impresor, de editor o de librero a proveerse de una
licencia, es decir de una autorización que el gobierno podrá

105
retirarle en cualquier momento, ya sea directamente o por
medio de decisiones judiciales.
Montesquieu- Pero entonces, estos industriales serán en
cierto modo funcionarios públicos. ¡Los instrumentos del
pensamiento convertidos en instrumentos del poder!
Maquiavelo- No os quejaréis de ello, me imagino, pues en
vuestros tiempos, bajo los regímenes parlamentarios, las
cosas no eran de otra manera; las antiguas costumbres,
cuando son buenas, vale la pena conservarlas. Volviendo a
las medidas fiscales: haré extensivo a los libros el impuesto
que grava a los periódicos, o mejor dicho, impondré el
gravamen fiscal a aquellos libros que no alcancen a tener un
determinado número de páginas. Por ejemplo, un libro que
no tenga doscientas, trescientas páginas, no será un libro, no
será más que un folleto. Supongo que percibís perfectamente
las ventajas de esta combinación; por un lado ratifico me-
diante el impuesto esa legión de líbelos que son algo así
como apéndices del periodismo; por el otro, obligo a quienes
quieran eludir el timbre fiscal a embarcarse en composi-
ciones exentas y dispendiosas que, escritas en esa forma, casi
no se venderán, o se leerán apenas. En nuestros días nadie,
sino los pobres diablos, piensan en escribir libros; renun-
ciarán a ello. El fisco desalentará la vanidad literaria y la ley
penal desarmará a la imprenta misma, porque haré al editor y
al impresor responsable, criminalmente, del contenido de los
libros. Es preciso que, en el caso de que haya escritores lo
bastante osados como para atreverse a escribir obras en
contra del gobierno, no encuentren nadie que se las edite.
Los efectos de esta intimidación saludable restablecerán una
106
censura indirecta que el gobierno no podría ejercer por sí
mismo, a causa del desprestigio en que ha caído esta medida
preventiva. Antes de dar a luz obras nuevas, los impresores y
editores deberán consultar, solicitar informaciones; presen-
tarán aquellos libros cuya impresión les haya sido requerida,
de esta manera, el gobierno estará siempre conveniente-
mente informado de acerca de las publicaciones que se
preparan contra él; procederá, cuando lo juzgue oportuno, al
secuestro preliminar de las ediciones y entablará querella
contra los autores ante los tribunales.
Montesquieu- Me habíais dicho que no tocaríais los dere-
chos civiles. No os percatáis, al parecer, de que por medio de
esta legislación acabáis de atacar la libertad de industria;
hasta el derecho de propiedad se encuentra en peligro,
supongo que le llegará su turno.

*
Maquiavelo- No os he mostrado todavía más que la parte
en cierto modo defensiva del régimen orgánico que impon-
dré a la prensa; ahora os haré ver de qué modo sabré
emplear esta institución en provecho de mi poder. Me atrevo
a decir que ningún gobierno ha concebido, hasta el día de
hoy, una idea más audaz que la que voy a exponeros. En los
países parlamentarios, los gobiernos sucumben casi siempre
por obra de la prensa; pues bien, vislumbro la posibilidad de
neutralizar a la prensa por medio de la prensa misma. Puesto
que el periodismo es una fuerza tan poderosa, ¿sabéis qué
hará mi gobierno? Se hará periodista, será la encarnación del
periodismo.
107
Contaré el número de periódicos que representen lo que
vos llamáis lo oposición. Si hay diez por la oposición yo
tendré veinte a favor del gobierno; si veinte, cuarenta; si ellos
cuarenta, yo ochenta. Ya veis para qué me servirá, ahora lo
comprendéis a las mil maravillas, la facultad que me he reser-
vado de autorizar la creación de nuevos periódicos políticos.
Montesquieu- En efecto es muy sencillo.
Maquiavelo- Es indispensable evitar que la masa del
público llegue a sospechar esta táctica; la combinación fraca-
saría y la opinión por sí misma se apartaría de los periódicos
que defendiesen abiertamente mi política.
Dividiré los periódicos leales a mi poder, en tres o cuatro
categorías. Pondré en la primera un determinado número de
periódicos de tendencia francamente oficialista, que, en
cualquier circunstancia, defenderán a ultranza mis actos de
gobierno. Me apresuro a deciros que no son estos los que
tendrán máximo ascendente sobre la opinión. En el segundo
lugar colocaré otra falange de periódicos cuyo carácter no
será sino oficioso y que tendrá la misión de ganar a mi causa
a esa masa de hombres tibios e indiferentes que aceptan sin
escrúpulos lo que está constituido, pero cuya religión política
no va más allá.
En los periódicos de las categorías siguientes es donde se
apoyarán las más poderosas palancas de mi poder. En ellos,
el matiz oficial u oficioso se diluye por completo, en
apariencia, claro está, puesto que los periódicos a que voy a
referirme estarán todos ellos ligados por la misma cadena a
mi gobierno, una cadena visible para algunos, invisible para
otros. No pretendo deciros cuántos serán en número, pues
108
contaré con un órgano adicto en cada partido; tendré un
órgano aristocrático en el partido aristocrático, un órgano
republicano en el partido republicano, un órgano revolucio-
nario en el partido revolucionario, un órgano anarquista, de
ser necesario, en el partido anarquista. Mi prensa tendrá cien
brazos y dichos brazos se darán la mano con todos los
matices de la opinión, cualquiera que sea ella, sobre la super-
ficie entera del país. Se pertenecerá a mi partido sin saberlo.
Quienes crean hablar su lengua hablarán la mía, quienes
crean agitar su propio partido, agitarán el mío, quienes
creyeran marchar bajo su propia bandera, estarán marchando
bajo la mía.
Montesquieu- Produce vértigo todo esto. Me pregunto tan
solo cómo podréis dirigir y unificar a todas esas milicias de
publicidad clandestinamente contratadas por vuestro gobier-
no.
Maquiavelo- Es un simple problema de organización;
instituiré, por ejemplo, bajo el título de división de prensa e
imprenta, un centro de acción común donde se irá a buscar
la consigna y de donde partirá la señal. Entonces, quienes
sólo estén a medias en el secreto de esta combinación, pre-
senciarán un espectáculo insólito: verán periódicos adictos a
mi gobierno que me atacarán, me denunciarán y me crearán
un sinfín de molestias.
Montesquieu- Esto está por encima de mi entendimiento;
ya no comprendo más.
Maquiavelo- No tan difícil de concebir, sin embargo; tened
presente que los periódicos de que os hablo no atacarán
jamás las bases ni los principios de mi gobierno; nunca harán
109
otra cosa que una polémica de escaramuzas, una oposición
dinástica dentro de los límites más estrictos.
Montesquieu- ¿Y qué ventajas os reportará todo esto?
Maquiavelo- Ingenua pregunta la vuestra. El resultado, ya
considerable por cierto, consistirá en hacer decir a la gran
mayoría: ¿no veis acaso que bajo este régimen uno es libre,
uno puede hablar; que se lo ataca injustamente, pues en lugar
de reprimir, como bien podría hacerlo, aguanta y tolera?
Otro resultado, no menos importante, consistirá en provo-
car, por ejemplo, comentarios del siguiente tenor: Observad
hasta qué punto las bases, los principios de este gobierno, se
imponen al respeto de todos; ahí tenéis los periódicos que se
permiten las más grandes libertades de lenguaje; y ya lo veis,
jamás atacan a las instituciones establecidas. Han de estar
por encima de las injusticias y las pasiones, para que ni los
enemigos mismos del gobierno puedan menos que rendirles
homenaje.
Montesquieu- Esto es verdaderamente maquiavélico.
Maquiavelo- Me hacéis un alto honor, pero hay algo mejor:
con la ayuda de la oculta lealtad de estas gacetas públicas,
puedo decir que dirijo a mi antojo la opinión en todas las
cuestiones de política interior o exterior. Excito o adormez-
co el pro y el contra, lo verdadero y lo falso. Hago anunciar
un hecho y lo hago desmentir, de acuerdo con las circuns-
tancias; sondeo así el pensamiento público, recojo la impre-
sión producida, ensayo combinaciones, proyectos, determi-
naciones súbitas, en suma lo que vosotros llamáis globos-
sonda. Combato a mi capricho a mis enemigos sin compro-
meter jamás mi propio poder, pues, luego de haber hecho
110
hablar a esos periódicos, puedo infringirles, de ser necesario,
el repudio más violento; solicito la opinión sobre ciertas
resoluciones, la impulso o la refreno, mantengo siempre el
dedo sobre sus pulsaciones, pues ella refleja, sin saberlo, mis
impresiones personales, y se maravilla algunas veces de estar
tan constantemente de acuerdo con su soberano. Se dice
entonces que tengo fibra popular, que existe una secreta y
misteriosa simpatía que me une al sentir de mi pueblo.
Montesquieu- Cómo podréis impedir que los periódicos no
afiliados respondan, con verdaderos golpes, a esos arañazos
cuyos manejos adivinarán. Cuando conozcan el secreto de
esta comedia ¿podréis acaso impedirles que se rían de ella?
Me parece un juego un tanto escabroso.
Maquiavelo- En absoluto; en este tema, he dedicado una
gran parte de mi tiempo a examinar el lado fuerte y el débil
de estas combinaciones, me he informado a fondo en lo que
atañe a las condiciones de existencia de la prensa en los
países parlamentarios. Vos debéis saber que el periodismo es
una especie de francmasonería: quienes viven de ella se
encuentran todos más o menos unidos los unos y los otros
por lazos de la discreción profesional; a semejanza de los
antiguos agoreros, no divulgan fácilmente el secreto de sus
oráculos. Nada ganarían con traicionarse, pues tienen casi
todos ellos llagas más o menos vergonzantes. Es probable,
que en el centro de la capital, entre una determinada
categoría de personas, estas cosas no constituyan un mis-
terio; pero en el resto del país, nadie sospecharía su exis-
tencia y la gran mayoría de la nación seguirá con entera
confianza por la huella que yo mismo le habré trazado.
111
¿Qué me importa que, en la capital, cierta gente pueda
estar enterada de los artificios de mi periodismo si la mayor
parte de su influencia está destinada a la provincia donde
tendré en todo momento la temperatura de opinión que
necesite, y a la cual estarán dirigidos todos mis intentos? La
prensa de provincia me pertenecerá por entero, pues allí no
hay contradicción ni discusión posible; desde el centro
administrativo que será la sede de mi gobierno, se transmitirá
regularmente al gobernador de cada provincia la orden de
hacer hablar a los periódicos en tal o cual sentido, de manera
que a la misma hora, en toda la superficie del país, se hará
sentir tal influencia, a menudo mucho antes de que la capital
llegue siquiera a sospecharlo. Advertiréis que, de este modo,
la opinión de la capital no tiene por qué preocuparme.
Cuando sea preciso, estará atrasada con respecto al movi-
miento exterior que, de ser necesario, la irá envolviendo sin
que ella lo sepa.
Montesquieu- No cabe duda de que en la capital
subsisten aún algunos periódicos independientes. Es cierto
que les será casi imposible hablar de política; sin embargo,
podrán haceros una guerra menuda. Vuestra administración
no será perfecta; el desarrollo del poder absoluto trae
aparejada una serie de abusos de los que el soberano mismo
no es culpable; se os hará responsable de todos aquellos
actos de vuestros agentes que atenten contra los intereses
privados; habrá quejas, vuestros agentes serán atacados,
sobre vos recaerá necesariamente la responsabilidad y
vuestra consideración sucumbirá en tales menudencias.
Maquiavelo- No tengo ese temor.
112
Montesquieu- Al haber multiplicado a tal extremo los
medios represivos, no os queda otra opinión que la violencia.
Maquiavelo- No era eso lo que pensaba decir; tampoco
deseo verme obligado a ejercer sin cesar la represión; lo que
quiero es tener la posibilidad, por medio de una simple
exhortación, de detener cualquier polémica, sobre un tema
relativo a la administración.
Montesquieu- ¿Y qué haréis para lograr ese propósito?
Maquiavelo- Obligaré a los periódicos a hacer constar en el
encabezamiento de sus columnas las rectificaciones que le
sean comunicadas por el gobierno; los agentes de la
administración les harán llegar notas en las cuales se les dirá
categóricamente: Habéis publicado tal información y esa
información es falsa. Os habéis permitido tal crítica, habéis
sido injusto, habéis actuado en forma conveniente, habéis
cometido un error, daos por notificado. Se tratará, de una
censura leal y abierta.
Montesquieu- Frente a la cual no habrá, se sobreentiende,
derecho a réplica.
Maquiavelo- Por supuesto que no; la discusión quedará
cerrada.
Montesquieu- Es sumamente ingenioso: de esta manera,
vos siempre tendréis la última palabra, y ello sin recurrir a la
violencia. Como bien decíais, vuestro gobierno es la encar-
nación del periodismo.
Maquiavelo- Así como no deseo que el país pueda ser
agitado por rumores y condiciones provenientes del exterior,
tampoco quiero que pueda serlo por los de origen interno,
113
aun por las simples noticias de carácter privado. Cuando
haya algún suicidio extraordinario, algún gran negociado
vidrioso, cuando un funcionario público cometa alguna
fechoría, daré orden de que se prohíba a los periódicos
cometer tales sucesos. En estas, el silencio es más respetuoso
de la honestidad pública que el escándalo.
Montesquieu- Y durante ese lapso, ¿haréis periodismo a
ultranza?
Maquiavelo- Es indispensable. Hoy en día, utilizar la
prensa, utilizarla en todas sus formas, es ley para cualquier
poder que pretenda subsistir. Para comprender el alcance de
mi sistema, hay que tener presente en qué forma el lenguaje
de mi prensa está llamado a cooperar con los actos oficiales
de mi política: quiero, digamos, poner al descubierto la
solución de tal conflicto exterior o interior; un buen día,
como acontecimiento oficial, la solución aparece señalada en
mis periódicos, que desde meses atrás estuvieron trabajando
el espíritu del público cada cual en su sentido. No ignoráis
con qué discreción, con cuántos sutiles miramientos deben
estar redactados los documentos gubernamentales en las
coyunturas importantes: en esos casos el problema es dar
alguna satisfacción a los diversos partidos. Pues bien, cada
uno de mis periódicos, de acuerdo con su tendencia,
procurará persuadir a un partido de que la resolución tomada
es la más le conviene. Lo que no se escribirá en un
documento oficial, haremos que aparezca por vías de
interpretación; los diarios oficiosos traducirán lo meramente
sugerido de una manera más abierta, y los periódicos
democráticos y revolucionarios lo gritarán por encima de los
114
tejados; y mientras se discuta y se den las interpretaciones
más diversas a mis actos, mi gobierno siempre podrá dar
respuesta a todos y a cada uno: os engañáis sobre mis
intenciones, habéis leído mal mis declaraciones; jamás he
querido decir otra cosa que esto o aquello. Lo esencial es no
colocarse en contradicción consigo mismo.
Montesquieu- ¿Después de lo dicho tendréis todavía
tamaña pretensión?
Maquiavelo- Desde luego. Más que los actos, son las
palabras las que debemos hacer concordar. ¿Cómo preten-
déis que la gran masa de una nación pueda juzgar si su
gobierno se guía por la lógica? Basta con decirle que es así.
Por lo tanto, deseo que las diversas fases de mi política sean
presentadas como el desenvolvimiento de un pensamiento
único en procura de un fin inmutable. Cada suceso previsto
o imprevisto tiene que parecer el resultado de una acción
inteligentemente conducida: los cambios de dirección no
serán otra cosa que las diferentes al mismo fin, los variados
medios para una solución idéntica perseguida sin descanso a
través de los obstáculos. El acontecimiento último será pre-
sentado como la conclusión lógica de todos los anteriores.
Se dice que la economía política ha florecido entre vosotros;
pues bien, nada dejaré a vuestros teóricos, a vuestros
utopistas, a los más apasionados declamadores de vuestras
escuelas: nada que inventar, que publicar, ni siquiera nada
que decir. El objeto único, invariable, de mis confidencias
públicas será el bienestar del pueblo. Hable yo, o haga hablar
a mis ministros o escritores, el tema de la grandeza del país,
de su prosperidad, de la majestad de su misión y su destino
115
nunca quedará agotado; nunca dejaremos de hablar sobre los
grandes principios del derecho moderno y de los grandes
problemas que preocupan a la humanidad. Mis escritos
trasuntarán el liberalismo más entusiasta, más universal.
Importa mucho que se pongan de relieve los errores de
quienes me precedieron y mostrar que yo siempre los supe
evitar. De este modo trataremos de crear, contra los regí-
menes que antecedieron al mío, una especie de antipatía,
hasta de aversión, lo que terminará por resultar irreparable
como una expiación.
No sólo encomendaré a cierto número de periódicos la
tarea de exaltar continuamente la gloria de mi reinado, sino
también de responsabilizar a otros gobiernos por los errores
de la política europea; sin embargo, deseo que la mayor parte
de los elogios parezcan ser el eco de publicaciones extran-
jeras, cuyos artículos, verdaderos o falsos, reproduciremos
siempre que en ellos se rinda un homenaje brillante a mi
política. Por lo demás sostendré en el extranjero periódicos,
su sueldo y su apoyo será tanto más eficaz, pues los haré
aparecer con un tinte opositor sobre algunos aspectos
intrascendentes. La presentación de mis principios, ideas y
actos se hará bajo una aureola de juventud, con el prestigio
del derecho nuevo en oposición a la decrepitud y caducidad
de las viejas instituciones.
No ignoro que el espíritu público tiene necesidad de
válvulas de escape, que la actividad mental, rechazada en un
punto, se dirige necesariamente a otro. Por ello no temeré
volcar a la nación en las más diversas especulaciones teóricas
y prácticas del régimen industrial.

116
Por otra parte, os diré que fuera de la política seré muy
buen príncipe, que permitiré debatir con plena libertad los
asuntos filosóficos y religiosos. En religión, la doctrina del
libre examen se ha tornado una monomanía. No debemos
contrariar dicha tendencia, pues resultaría peligroso. En los
países civilizados de Europa, la invención de la imprenta ha
dado nacimiento a una literatura alocada, furiosa, desen-
frenada, casi inmunda, que constituye un gran mal. Pues
bien, triste es decirlo, pero basta con que no se la moleste
para que esa furia de escribir, que posee a vuestros países
parlamentarios, se muestre casi satisfecha.
Esta envenenada la literatura, cuyo curso no podemos
impedir, y la vulgaridad de los escritores y políticos que se
apoderarán del periodismo, necesariamente llegará a con-
trastar en forma repulsiva con el lenguaje digno que
descenderá por las gradas del trono, pleno de una dialéctica
vivaz y colorida y cuidadosa de apoyar las diversas mani-
festaciones del poder. ¿Comprendéis ahora por qué he
querido rodear al príncipe de ese enjambre de publicistas,
administradores, abogados, hombres de negocios y juris-
consultos, indispensables para redactar esa cantidad de
comunicados oficiales de que os hablé, y cuya impresión en
el espíritu de la gente será siempre poderosa?

*
Montesquieu- Habéis empezado con el dictamen de una
legislación extraordinaria sobre la prensa. Todas las voces
han sido calladas, excepto la vuestra. Mudos están los par-
tidos ante vos, pero ¿no teméis las conspiraciones?
117
Maquiavelo- No; me consideraría muy poco previsor, si de
un revés no las desbaratara a todas al mismo tiempo.
Montesquieu- ¿Por qué medios?
Maquiavelo- Comenzaría por deportar a cientos de aquellos
que recibieron el advenimiento de mi poder armas en mano.
Me dicen que en Italia, Alemania y Francia, los hombres del
desorden, los que conspiran contra los gobiernos, son
reclutados por las sociedades secretas. En mi país, romperé
estos tenebrosos hilos que tejen en sus guardias como telas
de araña.
Montesquieu- ¿Y luego?
Maquiavelo- Se penará con rigor el hecho de organizar una
sociedad o de pertenecer a ella.
Montesquieu- Eso en el futuro; pero ¿las sociedades que
existen?
Maquiavelo- Exiliaré por razones de seguridad general, a
quienes se sepa han participado en una de ellas. Los otros.
Los que no tocaré, quedarán bajo perpetua amenaza, pues se
dictará una ley que permita al gobierno deportar, por vía
administrativa, a cualquiera que hubiese estado afiliado.
Montesquieu- Es decir, sin juicio.
Maquiavelo- ¿Acaso la decisión de un gobierno no implica
un juicio? Podéis estar seguro de que no tendremos piedad
con los facciosos. En los países constantemente turbados
por las discordias civiles, la paz se consigue por actos de
implacable rigor; si para asegurar la tranquilidad hace falta
una cantidad de víctimas, las habrá. A continuación de ello,

118
el aspecto del mandatario se torna tan impotente que ya
nadie osará atentar contra su vida.
Montesquieu- Observo que estáis atravesando un período
de ejecución terrible: y no me atrevo a haceros ninguna
objeción. Me parece que podríais ser menos riguroso.
Maquiavelo- Si alguien apelase a mi clemencia, ya resol-
vería. Hasta os puedo confiar que una parte de las severas
disposiciones que encerrarán mis leyes terminarán por ser
puramente conminatorias, a condición de que no me vea
forzado a aplicarlas.
Montesquieu- ¡A eso llamáis conminatorio!
Maquiavelo- ¿Por qué?
Montesquieu- No sé si no os prefiero en la plenitud de
vuestra cólera: Vuestra dulzura me inspira un miedo mayor.
Habéis llegado a aniquilar las sociedades secretas.
Maquiavelo- He prohibido las sociedades secretas, cuyo
carácter y actividades escapan a la vigilancia de mi gobierno,
pero no me privaré de un medio de información, de una
influencia oculta que puede ser importante si nos sabemos
servir de ella.
Montesquieu- ¿Cuál es vuestro pensamiento al respecto?
Maquiavelo- Entreveo la posibilidad de dar a cierta canti-
dad de esas sociedades una especie de existencia legal, o
mejor centralizarlas en una, cuyo jefe supremo nombraría yo.
Con ello los diversos elementos revolucionarios del país
estarían en mis manos. Los componentes de estas sociedades
pertenecen a todas las nacionalidades, clases y rangos; y me

119
tendrán al corriente de las más oscuras intrigas de la política.
Constituirán como un anexo de mi política, de la cual os
hablaré en seguida.
El mundo subterráneo de las sociedades secretas está
lleno de cerebros huecos, de quienes no hago el menor caso;
pero existen allí fuerzas que debemos mover y directivas a
dar. Si algo se agita, es mi mano la que lo mueve; si se pre-
para un complot, el cabecilla soy yo: soy el jefe de la logia.
Montesquieu- ¿Y creéis que esas cohortes de demócratas,
esos republicanos, anarquistas y terroristas os permitirán
acercaros y compartir con ellos el pan? ¿Podéis creer que
quienes no aceptan el dominio del hombre aceptarán como
guía a quien en el fondo será un amo?
Maquiavelo- Es que no conocéis, cuánto de mi impotencia
y hasta de necedad hay en la mayor parte de los hombres de
la demagogia europea. Son tigres con almas de cordero, con
las cabezas repletas de viento; para penetrar en su rango,
basta con hablarles en su propio lenguaje. Por lo demás, sus
ideas tienen increíbles afinidades don las doctrinas del poder
absoluto. Sueñan con absorber a los individuos, dentro de
una unidad simbólica. Reclaman la absoluta igualdad, en
virtud de un poder que en definitiva no puede sino estar en
las manos de un solo hombre. ¡Ya veis que aun aquí sigo
siendo yo el jefe de su escuela! Además, justo es decirlo, no
tienen ninguna otra opción. Las sociedades secretas existirán
en las condiciones que acabo de expresaros, o no existirían.
Montesquieu- Es difícil, ay, que en un sistema semejante,
los ciudadanos vivan sin abrigar resentimientos contra el
gobierno.
120
Maquiavelo- Estáis en un error; sólo los facciosos estarán
sujetos a tales restricciones; nadie más las sufrirá.
Claro está que no voy a ocuparme aquí de os actos de
rebelión contra mi poder, ni de los atentados que preten-
dieran derrocarlo, ni de los ataques ya sea contra la persona
del príncipe o contra su autoridad o sus instituciones. Son
verdaderos crímenes, reprimidos por el derecho común de
todas las legislaciones. En mi reino, estarán previstos y serán
castigados de acuerdo con una clasificación y según defi-
niciones que no dejarán margen alguno para el mínimo
ataque directo o indirecto contra el orden establecido.
Montesquieu- Permitid que en ese respecto tenga confianza
en vos, sin detenerme a indagar vuestros medios. No basta,
empero, con instaurar una legislación draconiana; es indis-
pensable encontrar una magistratura que esté dispuesta a
aplicarla; este aspecto no deja de tener sus dificultades.
Maquiavelo- No presenta dificultad alguna.
Montesquieu- ¿Vais a destruir la organización judicial?
Maquiavelo- Yo no destruyo; solamente modifico e innovo.
Montesquieu- ¿Queréis decir que implantaréis cortes mar-
ciales, prebostales, tribunales de excepción?
Maquiavelo- No.
Montesquieu- Entonces ¿qué haréis?
Maquiavelo- Conviene que sepáis, ante todo, que no tendré
necesidad de decretar un gran número de leyes severas, cuya
aplicación procuraré. Muchas de ellas existirán ya y estarán
aún vigentes; porque todos los gobiernos, libres o absolutos,

121
republicanos o monárquicos, enfrentan las mismas dificul-
tades; y en los momentos de crisis se ven obligados a recurrir
a leyes de rigor, algunas de las cuales permanecen, mientras
otras de debilitan junto con las necesidades que las vieron
nacer. Se debe hacer uso de unas y otras. Respecto de las
últimas, recordaremos que no han sido explícitamente
derogadas, que eran leyes perfectamente sensatas, y que el
reincidir en los abusos que ellas preveían torna necesarias su
aplicación. De esta manera el gobierno sólo parece cumplir,
y a menudo será cierto, un acto de buena administración.
Veis, pues que se trata tan solo de imprimir cierto dina-
mismo a la acción de los tribunales, cosa siempre fácil en los
países de centralización donde la magistratura se encuentra
en contacto directo con la administración, por la vía del
ministerio del que depende.
En cuanto a las leyes nuevas que se dictarán bajo mi reinado,
y que se promulgarán, en su mayor parte, en forma de
simples decretos, su aplicación quizá no resultará tan fácil,
porque en los países en que el magistrado es inamovible, éste
se resiste espontáneamente a un ejercicio demasiado directo
del poder en la interpretación de la ley.
Sin embargo, creo haber descubierto una ingeniosa
combinación, muy sencilla, en apariencia puramente norma-
tiva que, sin afectar la inamovilidad de la magistratura,
modificará lo que de absoluto en demasía hubiese en las
consecuencias de este principio. Dictaré un decreto por el
cual los magistrados, una vez llegados a cierta edad, deberán
pasar a retiro. También en este caso estoy persuadido de que
contaré con el beneplácito de la opinión pública, pues es un

122
triste espectáculo, harto frecuente, el de ver al juez, llamado
a estatuir a cada instante sobre las cuestiones más elevadas y
difíciles, sumido en una caducidad de espíritu que lo inca-
pacita.
Montesquieu- El hecho que sugerís no está en modo
alguno acorde con la experiencia. Entre los hombres que
viven en un continuado ejercicio de las facultades del
espíritu, la inteligencia no se debilita de ese modo; tal es, por
así decirlo, el privilegio que otorga el pensar a aquellos
hombres para quienes constituye la principal razón de vida.
Y si en algunos magistrados las facultades intelectuales
flaquean con la edad, en la gran mayoría de ellos de
conservan, y sus luces van siempre en aumento, y no es
necesario reemplazarlos, porque la muerte hace en sus filas
las bajas mas naturales; pero aunque hubiere en verdad entre
ellos tantos ejemplos de decadencia como vos pretendéis,
sería mil veces preferible, en nombre de una justicia autén-
tica, soportar ese mal que aceptar vuestro remedio.
Maquiavelo- Mis razones son superiores a las vuestras.
Montesquieu- ¿Razones de Estado?
Maquiavelo- Es posible. Tened por cierta una cosa: en esta
nueva organización, los magistrados no distorsionarán la ley
más que en otros tiempos, cuando se trate de intereses pura-
mente civiles.
Montesquieu- ¿Cómo puedo tener esa certeza si, a juzgar
vuestras palabras, veo ya que la distorsionarán cuando se
trate de intereses políticos?

123
Maquiavelo- No lo harán; cumplirán con su deber como
corresponde lo hagan; pues, en materia política, en interés
del orden, es imprescindible que los jueces estén siempre de
parte del poder. Lo peor que podría acontecer sería que un
soberano pudiese ser vulnerado por medio de sentencias: el
país entero se aprovecharía de ellas al instante, para atacar al
gobierno. ¿De qué serviría entonces haber impuesto silencio
a la prensa, si ella tuviera la posibilidad de renacer en los
juicios de los tribunales?
Montesquieu- Vuestro medio, entonces, pese a su aparien-
cia modesta, es harto poderoso, puesto que le atribuís tama-
ño alcance.
Maquiavelo- Lo es, sí, porque hace desaparecer ese espíritu
de resistencia, ese sentimiento de solidaridad tan peligroso
en las organizaciones judiciales que han conservado el
recuerdo, el culto acaso, de los gobiernos pretéritos. Intro-
duce en su seno un cúmulo de elementos nuevos, cuyas
influencias son, todas ellas, favorables al espíritu que anima
mi reinado. Veinte, treinta, cuarenta cargos de magistrados
quedarán vacantes cada año en virtud del retiro; ello traerá
aparejado un desplazamiento de todo el personal de justicia
que, de este modo, podrá renovarse enteramente en casi seis
meses. Bien sabéis que una sola vacante puede significar
cincuenta nombramientos, por el efecto sucesivo de los
titulares de diferentes grados, que se desplazan. Imaginaos lo
que habrá de ser cuando sean treinta o cuarenta las vacantes
que produzcan simultáneamente. No sólo hará desaparecer
el espíritu colectivo en lo que este puede tener de político,
sino que permitirá una más estrecha proximidad con el
124
gobierno, que dispondrá de gran número de cargos. Tendre-
mos hombres jóvenes deseosos de abrirse camino, cuyas
carreras no se verán ya detenidas por la perpetuidad de
quienes los preceden. Estos hombres saben que el gobierno
gusta del orden, que también el país aspira al orden; y solo se
trata de servir a ambos, administrando convenientemente la
justicia, cuando el orden esté en juego.
Montesquieu- Pero, a menos que haya una ceguera sin
nombre, se os reprochará el estimular, en los magistrados, un
espíritu de emulación funesto de los cuerpos judiciales; no os
enumeraré las posibles consecuencias, pues no creo que ello
vaya a deteneros.
Maquiavelo- No tengo la pretensión de escapar a las
críticas; poco me importan, siempre que no las oiga. Tendré
por principio, en todas las cosas, la irrevocabilidad de mis
decisiones, no obstante las habladurías.

Maquiavelo- No confío demasiado en la conciencia política


de los hombres; confío en el poder de la opinión: nadie osará
envilecerse ante ella faltando abiertamente a la fe jurada.
Menos se atreverán aún, si tenéis presente que el juramento
que impondré precederá a la elección en lugar de seguirla y
que, en tales condiciones, nadie que no esté por anticipado
dispuesto a servirme, tendrá excusas para acudir en procura
del sufragio. Es preciso ahora proporcionar al gobierno los
medios para resistir a la influencia de la oposición, para
125
impedir que diezme las filas de quienes quieren defenderlo.
En los períodos electorales, los partidos acostumbran a
proclamar sus candidatos y a colocarlos frente al gobierno;
haré como ellos, tendré candidatos declarados y los colocaré
frente a ellos.
Montesquieu- Y el sufragio, ¿cómo lo reglamentáis?
Maquiavelo- Ante todo, en lo que atañe a las regiones
rurales, no deseo que los electores vayan a votar a los
centros de aglomeración donde podrán encontrarse en
contacto con el espíritu de oposición de los burgos o
ciudades y recibir, de este modo la consigna proveniente de
la capital; haré que se vote por comunas. El resultado de esta
combinación, tan simple en apariencia, será no obstante
considerable.
Montesquieu- Fácil es comprenderlo; obligáis al voto cam-
pesino a dividirse entre celebridades insignificantes o a
volcarse, en ausencia de nombres conocidos, en los candi-
datos designados por vuestro gobierno. Mucho me sorpren-
dería si, en este sistema, despuntaran muchas capacidades o
talentos.
Por lo demás, ¡un gobierno hábil dispone de tantos otros
recursos! Sin comprar directamente el sufragio, es decir,
dinero en mano, nada le será más fácil que hacer votar a las
poblaciones a su antojo por medio de concesiones adminis-
trativas, prometiendo aquí un puerto, allí un mercado, más
lejos una carretera, un canal; y a la inversa, no haciendo nada
por aquellas ciudades y burgos donde el voto será hostil.

*
126
Montesquieu- Uno de los puntos descollantes de vuestra
política, es el aniquilamiento de los partidos y la destrucción
de las fuerzas colectivas. En ningún momento habéis fla-
queado en este programa; no obstante, veo aún a vuestro
alrededor cosas que al parecer no habéis tocado. No habéis
puesto aún a la mano, por ejemplo, ni sobre el clero, no
sobre la universidad, el foro, las milicias nacionales, las
corporaciones comerciales; sin embargo, me parece que hay
en ellos más de un elemento peligroso.
Maquiavelo- Mis razones son arto simples: no quiero que,
al salir de las escuelas, los jóvenes se ocupen de política a
tontas y a locas; que a los dieciocho años les dé por inventar
constituciones como se inventan tragedias. Una enseñanza
de esta naturaleza solamente puede falsear las ideas de la
juventud e iniciarla prematuramente en materias que exceden
la medida de su entendimiento. Son estas nociones mal dige-
ridas, mal comprendidas, las que preparan falsos estadistas,
utopistas cuyas temeridades de su espíritu se traducen más
tarde en acciones temerarias.
Es imprescindible que las generaciones que nazcan bajo
mi reinado sean educadas en el respeto de las instituciones
establecidas, en el amor hacia el príncipe; es por esto que
utilizaré con bastante ingenio el poder de dirección que
poseo en materia de enseñanza; creo que en general se
comete en las escuelas el profundo error de descuidar la
historia contemporánea. Quisiera que la historia de mi
reinado se enseñase en las escuelas en vida mía. Es así como
un príncipe nuevo se adentra en el corazón de una
generación.
127
Montesquieu- Sería, por supuesto, una perpetua apología
de todos vuestros actos.
Maquiavelo- Es evidente que no me haría denigrar. El otro
medio que emplearía estaría designado a combatir la ense-
ñanza libre, ya que es imposible proscribirla abiertamente.
Existe en las universidades legiones de profesores cuyos
ratos de ocio, fuera de las clases, pueden ser utilizados para
la propagación de las buenas doctrinas. Les haré dictar
cursos libres en todas las ciudades importantes, movilizando
de este modo la instrucción y la influencia del gobierno.
Montesquieu- En otros términos, absorbéis, confiscáis en
vuestro provecho hasta los últimos chispazos de un pensa-
miento independiente.
Maquiavelo- Entre la multitud de medidas reglamentarias
indispensables para el bienestar de mi gobierno, me habéis
llamado la atención sobre los problemas del foro; ello
equivale a extender la acción de mi mano más allá de lo que
por el momento considero necesario; aquí entran en juego
intereses civiles, y bien sabéis que en esta materia mi norma
de conducta es, en la medida de lo posible, abstenerme. En
los Estados en que el foro está constituido en corporación.
Los acusados consideran la independencia de esta institución
como una garantía indispensable del derecho de defensa ante
los tribunales, ya que se trate de cuestiones de honor, de
intereses o de la vida misma. Intervenir en este terreno
resultaría sumamente grave, pues un grito que sin duda no
dejaría de lanzar la corporación en pleno, podría alarmar a la
opinión. No ignoro, sin embargo, que este orden constituirá
una hoguera de influencias hostiles a mi poder.
128
Montesquieu- ¡Es muy cierto que el lenguaje de la razón
puede prestarse para las medidas más abominables! Pero
veamos qué pensáis hacer ahora con respecto al clero: una
institución que solo en un aspecto depende del Estado y que
compete a un poder espiritual cuyo sitial está más allá de
vuestro alcance. No conozco, os lo confieso, nada más peli-
groso para vuestro poder que esa potencia que habla en
nombre del cielo y cuyas raíces se hallan dispersas por toda
la faz de la tierra: no olvidéis que la prédica cristiana es una
prédica de libertad. Las leyes estatales han establecido, no lo
dudo, una profunda demarcación entre la autoridad religiosa
y la autoridad política; la prédica de los ministros del culto
solo se harán oír, no lo dudo, en nombre del Evangelio; sin
embargo, el divino espiritualismo que de ella emana cons-
tituye, para el materialismo político, el verdadero escollo. Es
ese libro tan humilde, tan dulce, el que, por sí solo, ha
destruido el Imperio romano, junto con él el cesarismo y su
poderío. Las naciones sinceramente cristianas siempre se
salvarán del despotismo, porque la fe de Cristo eleva la
dignidad del hombre a alturas inalcanzables para el despo-
tismo, porque desarrolla fuerzas morales sobre las que el
poder humano no tiene dominio alguno. Cuidaos del sacer-
dote, que no depende sino de Dios y cuya influencia se hace
sentir por doquier, en el santuario, en la familia o en la
escuela. Sobre él, no tenéis ningún poder: su jerarquía no es
la vuestra, obedece a una constitución que no se zanja ni por
la ley, ni por la espada. Si reináis en una nación católica y
tenéis al clero por enemigo, tarde o temprano pereceréis, aun
cuando tuvierais de vuestra parte al pueblo entero.

129
Maquiavelo- No sé por qué os complacéis en convertir al
sacerdote en apóstol de la libertad. Jamás he visto tal cosa, ni
en los tiempos antiguos, ni en los modernos; siempre hallé
en el sacerdocio un apoyo natural del poder absoluto.
Tened bien presente lo que voy a deciros: si en el interés
de mi gobierno he debido hacer concesiones al espíritu
democrático de mi época, si he tomado por base de mi
poder el sufragio universal, y ello solamente en virtud de un
artificio dictado por los tiempos, ¿no puedo acaso reclamar
el beneficio del derecho divino? ¿Acaso no soy rey por gracia
de Dios? En este carácter, el clero debe, pues, sostenerme,
pues mis principios de autoridad son también los suyos. Si a
pesar de todo, se mostrase rebelde, si aprovechase de su
influencia para llevar una guerra sorda contra mi gobierno...
Montesquieu- ¿Y bien?
Maquiavelo- Haría hablar a mi prensa, a mis publicistas, a
mis políticos en el siguiente lenguaje: “El cristianismo es
independiente del catolicismo; lo que el catolicismo
prohíbe, el cristianismo lo permite; la independencia
del clero, su sumisión a la corte de Roma, son dogmas
puramente católicos; semejante orden de cosas
constituye una perpetua amenaza contra la seguridad
del Estado. Los fieles del reino no deben tener por jefe
espiritual a un príncipe extranjero; esto equivaldría a
abandonar el orden interno al albedrío de una potencia
que en cualquier momento puede ser hostil; esta
jerarquía medieval, esta tutela de los pueblos niños no
puede ya conciliarse con el genio viril de la civilización
moderna, con sus luces y su independencia. ¿Por qué ir
130
a Roma en busca de un director espiritual? ¿Por qué el
jefe de la autoridad política no puede ser al mismo
tiempo el jefe de la autoridad religiosa? ¿Por qué el
soberano no puede ser pontífice?”. Tal el lenguaje que se
podría hacer hablar a la prensa, sobre todo la liberal, y es
probable que la masa del pueblo la escuchase con júbilo.
*

Montesquieu- Hasta ahora habéis ocupado únicamente de


las formas de vuestro gobierno y de las leyes de rigor
necesarias para mantenerlo. Os queda por resolver el más
difícil de todos los problemas, para un soberano que
pretende asumir el poder absoluto en un Estado europeo,
formado de las tradiciones representativas.
Maquiavelo- ¿Cuál es ese problema?
Montesquieu- El de vuestras finanzas.
Maquiavelo- Este problema no ha sido en modo alguno
ajeno a mis preocupaciones, pues recuerdo haberos dicho
que, en definitiva todo se resolvería mediante una simple
cuestión de cifras.
Montesquieu- De acuerdo; sin embargo, lo que en este caso
se os resistirá es la naturaleza misma de las cosas.
Maquiavelo- Os confieso que me inquietáis, porque pro-
vengo de un siglo de barbarie en materia de economía
política y es muy poco lo que entiendo de estas cuestiones.
Montesquieu- Me alegro por vos. Permitidme, formularos
una pregunta. Recuerdo haber escrito, en El Espíritu de las

131
Leyes, que el monarca absoluto se veía obligado en virtud
del principio de su gobierno, a imponer tan solo menguados
tributos a sus súbditos. ¿Daréis al menos a los vuestros esta
satisfacción?
Maquiavelo- No me comprometo a ello; en verdad, no
conozco nada más controvertible que la proposición que
habéis sugerido. ¿Cómo queréis que el aparato del poder
monárquico, el resplandor y la representación de una gran
corte, puedan subsistir sin imponer a la nación duros
sacrificios? Vuestra tesis puede ser válida para Turquía, para
Persia, para pequeños pueblos sin industrias, que no
dispondrían por otra parte de medios para pagar el impuesto;
pero en las sociedades europeas, donde la riqueza fluye a
raudales de las fuentes de trabajo y se presta a tantas y tan
variadas formas del impuestos; donde el lujo es un instru-
mento de gobierno, donde el mantenimiento y las eroga-
ciones de los diversos servicios públicos se encuentran cen-
tralizados en las manos del Estado, donde todos los altos
cargos, todas las dignidades son remunerados a manos lle-
nas, ¿cómo queréis, que, siendo uno dueño y soberano, se
limite a imponer módicos tributos?
Montesquieu- Es muy justo y os entrego mi tesis, cuyo
verdadero sentido por demás, se os ha escapado. Entonces,
vuestro gobierno costará caro; más caro, es evidente, que un
gobierno representativo.
Maquiavelo- Es posible.
Montesquieu- Sí, peso es ahora cuando comienzan las
dificultades. Sé en qué forma los gobiernos representativos
subvienen sus necesidades financieras, mas no tengo nin-
132
guna idea acerca de los medios de subsistencia de un poder
absoluto en las sociedades modernas, si interrogo el pasado,
percibo muy claramente que no puede sobrevivir sino en las
condiciones siguientes: es indispensable, que el monarca
absoluto sea un jefe militar. Es preciso, además, que sea
conquistador, pues es la guerra la que debe proporcionarle
los principales recursos que le son necesarios para mantener
su fasto y sus ejércitos. Si los pidiera al impuesto, abrumaría
a sus súbditos. Si el monarca absoluto debe moderar los
tributos no es porque sus gastos sean menores sino porque
la ley de su supervivencia depende de otros factores. Ahora
bien, actualmente la guerra ya no reporta beneficios a
quienes la practican: arruinan a los vencedores al igual que a
los vencidos. Una fuente de ingresos que se os escapa de las
manos.
Quedan los impuestos, pero, por supuesto, el príncipe
absoluto debe prescindir del consentimiento de sus súbditos.
En los Estados despóticos, una ficción legal permite impo-
ner los tributos en forma discrecional: de derecho, se consi-
dera al soberano dueño de todos los bienes de sus súbditos.
Por lo tanto cuando les confisca alguna cosa, no hace nada
más que restituirse lo que le pertenece. De esta manera, no
hay resistencia posible.
En suma, es preciso que el soberano pueda disponer sin
discusión ni control, de los recursos que le ha proporcionado
el impuesto. Tales son, en esta materia, las rutinas inevitables
del absolutismo; confesad que faltaría mucho por hacer para
retornar a tal situación. Si los pueblos modernos son tan
indiferentes como vos decís a la pérdida de sus libertades, no
133
ocurrirá lo mismo cuando se trate de sus intereses; sus
intereses están ligados a un régimen económico que es exclu-
sivo del absolutismo: si no aplicáis la arbitrariedad en las
finanzas, tampoco podréis aplicarla en la política.
Maquiavelo- En este sentido, estoy perfectamente tran-
quilo.
Montesquieu- Es lo que queda por ver; vayamos a los
hechos. La norma fundamental de los Estados modernos es
la votación de los impuestos por los mandatarios de la
nación: ¿aceptaréis tal votación?
Maquiavelo- ¿Por qué no?
Montesquieu- Este principio constituye la más expresa
consagración de la soberanía de la nación; porque recono-
cerle el derecho de votar el impuesto es reconocerle el de
rechazarlo, de limitarlo, de reducir a la nada los medios de
acción del príncipe y por consiguiente de aniquilar al
príncipe mismo, si ello es preciso.
Maquiavelo- Sois categórico. Continuad.
Montesquieu- Quienes votan los impuestos son también
ellos, los contribuyentes. En este caso sus intereses están
estrechamente unidos a los de la nación, en un aspecto en el
que esta estará obligada a tener los ojos abiertos. Encon-
traréis a sus mandatarios tan poco complacientes en materia
de créditos legislativos, como los habéis hallado dóciles en el
capítulo de las libertades.
Maquiavelo- Aquí es donde se revela la debilidad de
vuestro argumento: tened presente dos consideraciones que
habéis olvidado. En primer lugar los mandatarios de la
134
nación son remunerados; contribuyentes o no, son parte
interesada en la votación de los impuestos.
Montesquieu- Reconozco que la combinación es práctica y
la observación sensata.
Maquiavelo- Ya veis cuál es el inconveniente de considerar
las cosas con un criterio demasiado sistemático; una hábil
modificación, por insignificante que sea, hace que todo varíe.
Quizá tendríais razón si mi poder se sustentara en la aristo-
cracia, o en las clases burguesas, las cuales, en un momento
dado, podrían rehusarme su apoyo; pero tengo por base de
acción al proletariado, cuya masa nada posee. Sobre ella casi
no pesan las cargas del Estado y yo haré de manera que no
pesen en absoluto. Las medidas fiscales preocuparán poco a
las clases obreras; no las alcanzarán.
Montesquieu- Si he comprendido bien, hacéis pagar a los
que poseen, por la voluntad soberana de los que no poseen.
Es el precio que el número y la miseria imponen a la riqueza.
Maquiavelo- ¿No es justo acaso?
Montesquieu- Ni siquiera es cierto, porque en las socieda-
des actuales, desde el punto de vista económico, no hay
ricos, no pobres. El artesano de ayer es el burgués de
mañana, en virtud de la ley del trabajo. Si apuntáis a la
burguesía territorial o industrial, ¿sabéis qué es lo que hacéis?
En realidad, tornáis más difícil la emancipación por el
trabajo, retenéis a un número mayor de trabajadores en la
condición de proletarios. Es una aberración creer que el pro-
letariado puede obtener ventajas de las medidas que afectan
a la producción. Al empobrecer por medio de leyes fiscales a
135
los que poseen, sólo se crean situaciones artificiales, y al
cabo de cierto tiempo se termina por empobrecer hasta a
aquellos que nada poseen.
Maquiavelo- Estoy decidido a oponeros, si así lo queréis,
otras igualmente bellas.
Montesquieu- No, porque no habéis resuelto aún el
problema que os he planteado. Conseguid ante todo los
medios para hacer frente a los gastos de la soberanía
absoluta. No será tan fácil como lo pensáis, ni aun con una
cámara legislativa en la cual tenéis asegurada la mayoría, ni
siquiera con la omnipotencia del mandato popular de que
estáis investido. Decidme, por ejemplo, cómo podréis doble-
gar el mecanismo financiero de los Estados modernos a las
exigencias del poder absoluto. Os lo repito, lo que se os
resiste en este caso es la naturaleza misma de las cosas. Los
pueblos civilizados de Europa han rodeado la administración
de sus finanzas de garantías tan estrictas y celosas, tan múlti-
ples, que impiden la arbitrariedad en la percepción y el
empleo de los dineros públicos.
Maquiavelo- ¿Y en qué consiste ese sistema tan maravi-
lloso?
Montesquieu- Puedo explicároslo en pocas palabras. La
perfección del sistema financiero, en los tiempos modernos,
descansa sobre dos bases fundamentales, el control y la
publicidad. En ellas reside esencialmente la garantía de los
contribuyentes. Un soberano no podría modificarlas sin
decir indirectamente a sus súbditos: Vosotros tenéis el
orden, y yo busco el desorden, quiero la oscuridad en la
gestión de los fondos públicos; la necesito porque hay una
136
multitud de gastos que deseo poder hacer sin vuestra
aprobación, déficit que deseo ocultar, ingresos que necesito
disimular o abultar a voluntad, de acuerdo con las circuns-
tancias.
Maquiavelo- Un buen comienzo.
Montesquieu- En los países libres e industriosos, todo el
mundo entiende de finanzas, por necesidad, por interés y
por situación, y a este respecto vuestro gobierno no podría
engañar a nadie.
Maquiavelo- ¿Quién os dice que se pretenda engañar?
Montesquieu- Toda la obra de la administración financiera,
por muy vasta y complicada que sea en sus detalles, se
reduce, en último análisis, a dos operaciones harto sencillas:
recibir y gastar.
En torno de estos dos órdenes de hechos financieros
gravita la multitud de leyes y reglamentos especiales, que
también tienen por objeto una finalidad muy simple: hacer
de manera que el contribuyente no pague más que el
impuesto necesario y regularmente establecido, hacer de ma-
nera que el gobierno no pueda utilizar los fondos públicos
sino en erogaciones aprobadas por la nación.
Dejo de lado todo lo relativo a la base tributaria y al
modo de percepción del impuesto, a los medios prácticos de
asegurar la totalidad de la recaudación, el orden y la precisión
en el movimiento de los fondos públicos; son detalles de
contabilidad, con los que no tengo el propósito de entre-
teneros. Solo quiero mostraros en qué forma, en los sistemas

137
de finanzas políticas mejor organizados de Europa, la publi-
cidad y el control marchan mano a mano.
Uno de los problemas más importantes a resolver
consistía en hacer salir completamente de la oscuridad, en
hacer visibles a los ojos de todos, los elementos de las entra-
das y salidas sobre los que se basa el empleo de la riqueza
pública en manos de los gobiernos. Tal resultado pudo
alcanzarse mediante la creación de lo que en el lenguaje
moderno, se llama el presupuesto del Estado, es decir, el
cálculo aproximado o la relación entre entradas y salidas,
previstas no para un periodo de tiempo prolongado, sino
cada año para el servicio del año siguiente. El presupuesto
anual es, el elemento capital y en cierto modo generador de
la situación financiera, que mejora o se agrava en proporción
a los resultados verificados. Preparan las partidas que lo
componen los diferentes ministros en cuyos departamentos
se registran los servicios que es necesario proveer. Estos
toman como base las asignaciones de los presupuestos
anteriores, introduciendo en ellas las modificaciones, agre-
gados y supresiones necesarios. Todo ello es encaminado al
ministro de finanzas, quien centraliza los documentos que le
son transmitidos, y quien presenta a la asamblea legislativa lo
que se llama proyecto de presupuesto. Este inmenso trabajo
publicado, impreso, reproducido en mil periódicos, revela a
los ojos de todos la política interior y exterior del Estado, la
administración civil, judicial y militar. Es examinado, discu-
tido y votado por los representantes del país, después de lo
cual cobra carácter ejecutorio de la misma manera que las
otras leyes del Estado.

138
*

Montesquieu- Se puede decir que la creación del sistema


presupuestario arrastra consigo todas las diversas garantías
financieras que constituyen hoy en día el patrimonio común
de las sociedades políticas bien organizadas.
Así, la primera ley que necesariamente impone la econo-
mía del presupuesto es que los créditos solicitados sean
proporcionales a los recursos existentes. Es decir, un
equilibrio que debe traducirse constantemente y en forma
visible en cifras reales y auténticas; para garantizar mejor este
importante resultado, para que el legislador que vota las
proposiciones que le son presentadas esté libre de influen-
cias, se ha recurrido a una medida muy sensata. Se divide el
presupuesto general del Estado en dos presupuestos inde-
pendientes: el presupuesto de salidas y el presupuesto de
entradas, que deben ser votados por separado, cada uno de
ellos en virtud de una ley especial. De este modo la atención
del legislador está obligada a concentrarse por turno y aisla-
damente en la situación activa y pasiva y sus determinaciones
no se hallan expuestas por anticipado a la influencia del ba-
lance general de las entradas y salidas.
Controla escrupulosamente estos dos elementos y de la
comparación de ambos, de su estrecha armonía, nace, en
último término, el voto general del presupuesto.
Maquiavelo- ¿Acaso las salidas, por obra y gracia del voto
legislativo, quedan encerradas en un círculo infranqueable?
¿Puede una Cámara, sin paralizar el ejercicio del poder

139
ejecutivo, prohibir al soberano que se provea, recurriendo a
medidas de emergencia, de fondos para gastos imprevistos?
Montesquieu- Advierto que os fastidia, pero no puedo
lamentarlo.
Maquiavelo- ¿Acaso en los estados constitucionales mismos
no se reserva formalmente al soberano la facultad de abrir,
mediante ordenanzas reales, créditos suplementarios o extra-
ordinarios durante los periodos de receso legislativo?
Montesquieu- Es verdad, pero con una condición: que en
la próxima reunión de las Cámaras dichas ordenanzas sean
convertidas en ley. Es imprescindible que medie la aproba-
ción de las mismas.
Maquiavelo- Que medie esa aprobación una vez que el
gasto está comprometido, a fin de ratificar lo hecho, no me
parece mal.
Montesquieu- Sin embargo, por desgracia para vos, no se
han limitado a eso. La legislación financiera más avanzada
prohíbe modificar las previsiones normales del presupuesto,
excepto mediante leyes que autoricen apertura de créditos
suplementarios y extraordinarios. La derogación no puede ya
realizarse sin la intervención del poder legislativo.
Maquiavelo- Pero entonces ya ni siquiera es posible gober-
nar.
Montesquieu- Parece que sí. Los estados modernos piensan
que el voto legislativo del presupuesto terminaría por resul-
tar ilusorio, si se cometiesen abusos en materia de créditos
suplementarios y extraordinarios; que, en definitiva, debe po-
derse limitar los gastos cuando los recursos son también
140
naturalmente limitados; que los acontecimientos políticos no
pueden hacer variar a cada instante los hechos financieros, y
que los intervalos entre las sesiones son tan prolongados
como para que no se pueda proveer, si fuese preciso, por un
voto extra-presupuestario.
Se ha llegado aún más lejos; una vez votados los recursos
para tales o cuales servicios, ellos pueden, en caso de no ser
utilizados, restituirse al tesoro; se ha pensado que es nece-
sario impedir que el gobierno, siempre dentro de los límites
de los créditos concedidos, pueda emplear los fondos de un
servicio para afectarlos a otro, cubrir este, dejar aquel en
descubierto, mediante transferencias de fondos operadas de
un ministerio a otro, todo ello en virtud de ordenanzas; pues
ello implicaría eludir su destino legislativo y retornar, a través
de un ingenioso desvío, a la arbitrariedad financiera.
Se ha imaginado. A tal efecto, lo que se llama la
especificidad de los créditos por partidas, es decir, que la
votación de las erogaciones tiene lugar por partidas
especiales que solo incluyen servicios correlativos y de igual
naturaleza para todos los ministerios. Así, por ejemplo, la
partida A comprenderá para todos los ministerios el gasto A,
la partida B el gasto B y así sucesivamente. Esta combina-
ción conduce a que los créditos no utilizados sean anulados
en la contabilidad de los diversos ministerios y transferidos
como entradas al presupuesto del año siguiente. Huelga
deciros que es responsabilidad ministerial sancionar todas
estas medidas. Lo que constituye la cúpula de las garantías
financieras es la creación de un tribunal de cuentas, algo así
como una corte de casación a su manera, encargada de
141
ejercer en forma permanente las funciones de jurisdicción y
de fiscalización de las cuentas, el manejo y empleo de los
dineros públicos, teniendo asimismo la misión de señalar los
sectores de la administración financiera que pueden ser
mejorados desde el doble punto de vista de las entradas y las
salidas. Con estas explicaciones basta. ¿No os parece que
con una organización de esta naturaleza el poder absoluto se
vería en aprietos?
Maquiavelo- Os confieso que esta incursión en las finanzas
todavía me aterra. Tendría ministros que sabrían replicar a
todo y demostrar el peligro de la mayor parte de tales
medidas.
Esos Estados con presupuestos tan metódicamente orde-
nados y sus cuentas oficiales tan en regla, me hacen el efecto
de esos comerciantes que, llevando sus libros a la perfección,
van a parar a la ruina. ¿Quién, decidme, tiene presupuestos
más abultados que vuestros gobiernos parlamentarios?
Montesquieu- Os habéis apartado del tema.
¿A dónde queréis llegar?

Maquiavelo- A que las normas que rigen para la adminis-


tración financiera de los Estados no guardan relación alguna
con las de la economía doméstica, como al parecer preten-
den demostrarlo vuestras concepciones.

Montesquieu- ¿La misma diferencia que entre la política y


la moral?
Maquiavelo- Pues bien, sí, ¿no es acaso esto universalmente
reconocido y practicado? ¿Acaso no sucedía lo mismo en

142
vuestros tiempos, mucho menos avanzados sin embargo en
este terreno? ¿Y no dijisteis vos mismo que en finanzas de
los Estados se permitían licencias que harían ruborizar al
más descarriado hijo de familia?
Montesquieu- Dije eso, es verdad, pero si extraéis de ello
un argumento favorable a vuestra tesis, será para mí una
verdadera sorpresa.
Maquiavelo- Queréis decir, sin duda, que no hay que dar
prevalencia a lo que se hace, sino a lo que se debe hacer.
Montesquieu- Precisamente.
Maquiavelo- A ello os respondo que se debe querer lo
posible, y que lo que se hace universalmente no puede dejar
de hacerse.
Una situación financiera puede verse mucho mejor cuando
se vota al mismo tiempo el presupuesto de entradas y el de
salidas. Mi gobierno es un gobierno laborioso; hay que evitar
que el tiempo tan precioso de las deliberaciones públicas se
pierda en discusiones inútiles. De ahora en adelante, el pre-
supuesto de entradas y el de salidas estarán comprendidos en
una sola ley.
Montesquieu- Bien. ¿Y la ley que prohíbe abrir créditos
suplementarios salvo mediante el voto previo de la Cámara?
Maquiavelo- La derogo; creo que comprenderéis la razón.
Es una ley que sería inaplicable bajo cualquier régimen.
Montesquieu- ¿Y la discriminación de los créditos, el voto
por partidas?

143
Maquiavelo- Imposible mantenerla: el presupuesto de
gastos no se votará más por partidas, sino por ministerios.
Montesquieu- Me parece un grave error, pues el voto por
ministerio sólo presenta al examen de cada uno de ellos un
total. Es utilizar, para tamizar los gastos públicos, un tonel
sin fondo en lugar de una criba.
Maquiavelo- No es exacto, porque cada crédito, tomado en
su conjunto, presenta distintos elementos, partidas como vos
decís; se las examinará si se quiere, pero la votación se hará
por ministerio, con la facultad de hacer transferencias de una
partida a otra.
Montesquieu- ¿Y de un ministerio a otro?
Maquiavelo- No, no llegaré a tanto; quiero mantenerme
dentro de los límites de lo necesario.
Montesquieu- ¿Y creéis que estas innovaciones financieras
no sembrarán la alarme en el país?
Maquiavelo- ¿Por qué queréis que alarmen más que mis
otras medidas políticas?
Montesquieu- Porqué estas atentan contra los intereses
materiales de todo el mundo.
Maquiavelo- Esos son matices demasiado sutiles.
Montesquieu- ¡Sutiles! No hagáis vos mismo sutilezas y
decid sencillamente qué país que no puede defender sus
libertades, no puede defender su dinero.
Maquiavelo- ¿De qué podrán quejarse, puesto que he con-
servado los principios esenciales del derecho público en
materia financiera? ¿Acaso no se establece, no se recauda
144
regularmente el impuesto? ¿Acaso no se votan regularmente
los créditos? ¿Acaso aquí como en otras partes, no descansa
todo sobre la base del sufragio popular? No, mi gobierno no
estará, sin duda, reducido a la indigencia. El pueblo que me
ha aclamado, no sólo soporta a gusto el resplandor del
trono, sino que loa quiere, lo busca en un príncipe que es la
expresión de su poderío. Solamente odia realmente una cosa,
y es la riqueza de sus semejantes.
Montesquieu- No os escapéis todavía; no habéis llegado a
la meta; con mano inexorable os traigo nuevamente a la
cuestión del presupuesto. Por más que digáis, su organi-
zación misma detiene el desarrollo de vuestro poderío. Es un
marco de cual es posible evadirse, pero sólo con riesgos y
peligros. Se lo publica, sus elementos son conocidos; per-
manece como el barómetro de la situación.
Maquiavelo- Concluyamos, pues, con este punto, ya que así
lo queréis.

Maquiavelo- El presupuesto es un marco, decís; sí, pero un


marco elástico que se adapta a la medida de nuestros deseos.
Y estaré siempre dentro de ese marco, jamás fuera.
Montesquieu- ¿Qué queréis decir?
Maquiavelo- ¿Debo enseñaros cómo ocurren las cosas, aun
en los Estados donde la organización presupuestaria ha sido
llevada a su grado más alto de perfección? La perfección

145
consiste precisamente en saber salir, por medio de ingenio-
sos artificios, de un sistema de limitación puramente ficticio
en verdad.
¿Qué es vuestro presupuesto anualmente votado? Nada
más que un reglamento provisorio, un cálculo, apenas
aproximado, de los principales hechos financieros. La situa-
ción jamás es definitiva sino después de concretados los
gastos que la necesidad ha hecho surgir en el correr del año.
En vuestros presupuestos, se discriminan no sé cuántas
variedades de créditos que responden a todas las eventua-
lidades posibles: los créditos complementarios, suplemen-
tarios, extraordinarios, provisorios, excepcionales, ¡qué sé yo!
Y cada uno de estos créditos origina, por sí solo, otros tantos
presupuestos diferentes. Ved ahora cómo ocurren las cosas.
El presupuesto general, el que se vota al comienzo del año,
indica, supongamos, en total, un crédito de 800 millones. Al
llegar a la mitad del año, los hechos financieros ya no
corresponden a las previsiones primitivas; entonces se pre-
senta ante las Cámaras lo que se llama un presupuesto
rectificativo, y este presupuesto agrega 100, 150 millones a la
cifra original. Llega a continuación el presupuesto suple-
mentario: agrega 60 o 60 millones; y por último, la liqui-
dación, que a su vez agrega otros 15, 20 o 30 millones. En
suma, en el balance general, la diferencia total es un tercio de
la cifra prevista. Sobre esta última cifra recae, en forma de
homologación, el voto legislativo de las Cámaras. De esta
manera, al cabo de diez años, se puede duplicar y hasta
triplicar el presupuesto.

146
Montesquieu- No pongo en duda que esta acumulación de
gastos pueda ser el resultado de vuestras maniobras finan-
cieras; sin embargo, en los Estados donde se eviten vuestros
procedimientos, no acontecerá nada semejante. Además, no
habéis terminado aún: es imprescindible, en definitiva, que
los gastos se equilibren con los ingresos; ¿cómo pensáis
lograr tal cosa?
Maquiavelo- Se puede decir que aquí todo depende del arte
de agrupar las cifras y de ciertas discriminaciones de gastos,
con cuya ayuda se obtiene la latitud necesaria. Así, por
ejemplo, la discriminación entre el presupuesto ordinario y el
presupuesto extraordinario puede prestar un importante
auxilio. Al amparo de la palabra extraordinario pueden encu-
brirse fácilmente ciertos gastos discutibles y determinados
ingresos más o menos problemáticos. Supongamos que ten-
go, por ejemplo, 20 millones de gastos, a los cuales es
preciso hacer frente con 20 millones de ingresos; registro en
el haber una indemnización de guerra de 20 millones, no
cobrada aún, pero que lo será más tarde, o de lo contrario un
aumento de 20 millones en el producto de los impuestos,
que recaudará al año siguiente. Esto en cuanto a las entradas;
no multiplico los ejemplos. Con respecto a los gastos, se
puede recurrir al procedimiento contrario: en lugar de
agregar, se deduce. De este modo se separarán, por ejemplo,
del presupuesto de gastos, los correspondientes a la percep-
ción de los impuestos.
Montesquieu- ¿Y con qué pretexto?
Maquiavelo- Se puede decir y a mi entender con razón, que
no constituye un gasto del Estado. Se puede incluso, por la
147
misma razón, no hacer figurar en el presupuesto de gastos lo
que cuesta el servicio provincial y comunal.
Montesquieu- Podéis ver que no discuto nada de todo esto;
pero ¿qué hacéis con esos ingresos que son déficit, y con los
gastos que elimináis?
Maquiavelo- La solución, en esta materia, estriba en la
diferencia entre el presupuesto ordinario y el extraordinario.
Es en este último donde deben figurar los gastos que os
preocupan.
Montesquieu- Pero en última instancia estos dos presu-
puestos se suman y la cifra definitiva de los ingresos sale a la
luz.
Maquiavelo- No se deben sumar; al contrario. El presu-
puesto ordinario aparece solo; el extraordinario es inexacto
al que se subviene por otros medios.
Montesquieu- ¿Y cuáles son estos medios?
Maquiavelo- No me hagáis ir tan de prisa. Veis, pues, ante
todo que existe una manera particular de presentar el
presupuesto, de disimular, si el preciso, su elevación cre-
ciente. No hay gobierno alguno que no se vea en la necesi-
dad de actuar así; en los países industriales existen recursos
inagotables, más como vos mismo lo señalabais, esos países
son avaros, desconfiados: cuestionan los gastos más nece-
sarios. La política financiera, lo mismo que la otra, no
puede ya jugarse con las cartas a la vista; uno se vería
detenido a cada paso; sin embargo, en definitiva, y gracias,
convengo con ello, al perfeccionamiento del sistema presu-
puestario, todo concuerda, todo está clasificado, y si el
148
presupuesto tiene sus misterios, tiene también sus transpa-
rencias.
Montesquieu- Sin suda sólo para los iniciados. Advierto
que convertiréis la legislación financiera en un formalismo
tan impenetrable como el procedimiento judicial de los
romanos, en los tiempos de las Doce Tablas. Prosigamos
empero. Puesto que vuestros gastos aumentan, es impres-
cindible que vuestros recursos se incrementen en la misma
proporción.
Maquiavelo- Haré lo que hacen todos los gobiernos posi-
bles: pediré préstamos.
Montesquieu- Cierto es que son pocos los gobiernos que
no se ven en la necesidad de recurrir al préstamo; pero es
cierto también que están obligados a utilizarlos con modera-
ción; no podrían, sin inmoralidad y sin peligro, gravar a las
generaciones futuras con cargas exorbitantes y despropor-
cionadas a los recursos probables. ¿En qué forma se hacen
los empréstitos? Mediante emisiones de títulos que con-
tienen la obligación por parte del gobierno de pagar un
interés en proporción al capital facilitado. Di el empréstito es
al 5%, por ejemplo, el Estado, al cabo de veinte años, ha
pagado una suma igual al capital recibido; al cabo de
cuarenta, una suma doble; al cabo de sesenta, el triple, y
sigue, no obstante, siendo deudor de la totalidad del capital.
Se puede agregar que si el Estado aumentase indefini-
damente su deuda, sin hacer nada por disminuirla, se
verá ante la imposibilidad de tomar nuevos préstamos o
ante la quiebra. Estos resultados son fáciles de entender:
no hay país alguno donde no sea comprendido por todos. Es
149
por ello que los Estados modernos han procurado introducir
una limitación necesaria al incremento de los impuestos.
Han imaginado, a tal efecto, lo que se llama el sistema de
amortización, una combinación realmente admirable por su
simplicidad y por la practicidad de su ejecución. Se ha creado
un fondo especial, cuyos recursos capitalizados se destinan al
rescate permanente de la deuda pública, en cuotas sucesivas;
de este modo, cada vez que el Estado realiza un empréstito,
debe dotar al fondo de amortización de cierto capital
destinado a redimir, dentro de un lapso dado, la nueva
deuda. Como veis, este sistema de limitación es indirecto, y
en ello radica su fuerza. Por medio de la amortización, el país
dice a su gobierno: pediréis un empréstito si os veis forzado
a hacerlo, sea; pero deberéis procuraros sin cesar por hacer
frente a la nueva obligación que contraéis en mi nombre.
Cuando uno está obligado a amortizar constantemente,
piensa dos veces antes de tomar un préstamo. Si amortizáis
con regularidad, os concedo vuestros préstamos.
Maquiavelo- ¿Y por qué pretendéis que amortice, queréis
decirme? ¿Cuáles son los Estados en que la amortización se
realiza en forma regular? Siempre se admite la prórroga; el
ejemplo cunde, me imagino; lo que no se hace en parte
alguna, no puede hacerse.
Montesquieu- ¿Así que suprimís la amortización?
Maquiavelo- Permitiré el funcionamiento de ese mecanis-
mo y mi gobierno empleará los fondos que produce; esta
combinación resultará muy ventajosa. En oportunidad de
presentarse el presupuesto se podrá, de vez en cuando, hacer

150
figurar en las entradas el producto de la amortización del año
siguiente.
Montesquieu- Y al año siguiente figurará en las salidas.
Maquiavelo- Dependerá de las circunstancias, pues mucho
lamentaré que esta institución no pueda funcionar con más
regularidad. A este respecto, la explicación les sería a mis
ministros harto dolorosa. No pretendo que, desde el punto
de vista financiero, mi administración no habrá de tener
ciertos aspectos criticables; sin embargo, cuando los hechos
están convenientemente presentados, se pasan por alto
muchas cosas. No olvidéis que la administración financiera
es, en muchos sentidos una cuestión de prensa.
Montesquieu- ¿Qué estáis diciendo?
Maquiavelo- ¿No me habéis dicho que la esencia misma del
presupuesto era la publicidad?
Montesquieu- Sí.
Maquiavelo- ¿Acaso los presupuestos no van acompañados
de informes, explicaciones, documentos oficiales de todo
tipo? ¡Cuántos recursos proporcionan al soberano estas
comunicaciones públicas, cuando se encuentra rodeado de
hombres hábiles! Deseo que mi ministro de finanzas hable el
lenguaje de las cifras con claridad admirable y que en su
estilo literario sea, además, de una pureza irreprochable.
Es conveniente repetir sin cesar lo que es verdad, o sea que
“la gestión de los dineros públicos se realiza en la
actualidad a la luz del día”.
Esta proposición incontestable debe ser presentada en mil
formas distintas; quiero que se escriban frases como ésta:
151
“Nuestro sistema de contabilidad, se singulariza por la clari-
dad y la certeza de sus procedimientos. No sólo impide abu-
sos sino que no proporciona a nadie, desde el último de los
funcionarios hasta el Jefe de Estado mismo, ninguna posibi-
lidad de desviar de su destino la mínima suma, ni de malver-
sarla.”
Utilizaremos vuestro lenguaje: ¿acaso hay otro mejor? Y
diremos:
“La excelencia del sistema financiero descansa sobre dos
bases: control y publicidad. El control impide que un solo
céntimo pueda salir de las manos de los contribuyentes para
ingresar en las cajas públicas, pasar de una caja a otra, y salir
de ella para ir a parar a manos de un acreedor del Estado, sin
que la legitimidad de su percepción, la regularidad de sus
movimientos, la legitimidad de su empleo, sean fiscalizados
por agentes responsables, verificados judicialmente por
magistrados inamovibles, y definitivamente sancionados por
la Cámara legislativa”.
Maquiavelo- Al comienzo del año presupuestario, el
superintendente de finanzas hablará de esta manera:
“Nada altera, hasta este momento, las previsiones del
presupuesto actual. Sin forjarnos ilusiones, tenemos la más
serias razones para esperar que, por primera vez después de
muchos años, el presupuesto, a pesar del servicio de
empréstitos, presentará en resumidas cuentas, un equilibrio
real. Este resultado tan deseable, obtenido en tiempos excep-
cionalmente difíciles, es la mejor prueba de que el movi-
miento ascendente de la riqueza pública no se ha retrasado
jamás”.
152
Con referencia a esto, se hablará de la amorti-zación, que
tanto os preocupaba hace un instante; se dirá:
“Muy pronto comenzará a funcionar la amortización. Si el
proyecto que se ha concebido se concretase, si las rentas del
Estado continuasen progresando, no sería posible que en el
presupuesto que se presentará dentro de cinco años, las
deudas públicas quedasen saldadas merced a un excedente
delos ingresos”.
Montesquieu- Vuestras esperanzas son a largo plazo; pero a
propósito de la amortización, si después de haber prometido
ponerla en funcionamiento, nada se hace, ¿qué diréis?
Maquiavelo- Se dirá que no se había elegido bien el mo-
mento, que todavía es preciso esperar. Se puede llegar
mucho más lejos: ciertos economistas reputados cuestionan
la eficacia real de la amortización. Esas teorías, las conocéis,
puedo recordároslas.
Montesquieu- Es inútil.
Maquiavelo- Se hace publicar esas teorías por periódicos no
oficiales, uno mismo las insinúa, y por fin un día se las puede
confesar en alta voz.
Montesquieu-¡Después de haber reconocido anteriormente
la eficacia de la amortización, de haber exaltado sus méritos!
Maquiavelo- ¿Acaso los datos de la ciencia no cambian?
¿Acaso un gobierno esclarecido no debe seguir, paso a paso,
los progresos económicos de su siglo?
Montesquieu- Nada más perentorio. Dejemos la amorti-
zación. Cuando no hayáis podido cumplir ninguna de

153
vuestras promesas, cuando, después de haber hecho vislum-
brar excedentes de ingresos, os encontraréis desbordado por
las deudas, ¿qué diréis?
Maquiavelo- Tendremos, si es menester, la audacia de reco-
nocerlo. Semejante franqueza, cuando emana de un poder
fuerte, honra a los gobiernos y emociona a los pueblos. En
compensación, mi ministro de finanzas se empeñará en
demostrar que la elevación de la cifra de gastos no significa
nada. Dirá, lo que es verdad: “Que la práctica financiera
demuestra que los descubiertos nunca se confirman
plenamente, que en el correr del año surgen por lo
general nuevos recursos, principalmente en virtud del
aumento del producto de los impuestos; que, por lo
demás, una porción considerable de los créditos vota-
dos, al no haber sido utilizada, quedará anulada”.
Montesquieu- ¿Y esto ocurrirá?
Maquiavelo- Algunas veces hay en finanzas, frases hechas,
expresiones estereotipadas, que causan pro-funda impresión
en el público, lo calman, lo tranquilizan. Así, al presentar con
arte tal o cual deuda pasiva, se dice: “Esta cifra no tiene
nada de exorbitante; -es normal, concuerda con los
antecedentes presupuestarios; - la cifra de la deuda flo-
tante es simplemente tranquilizadora. Hay una multitud
de locuciones parecidas que no voy a citaros, porque existen
otros artificios prácticos, más importantes, acerca de los
cuales debo llamar vuestra atención.
En primer término, es preciso insistir en todos los docu-
mentos oficiales, sobre la prosperidad, la actividad comercial
y el progreso siempre creciente del consumo. Cuando al
154
contribuyente se le repiten estas cosas, se impresiona menos
por la desproporción de los presupuestos, y es posible
repetírselas hasta el cansancio sin que en ningún momento
desconfíe; tan mágico es el efecto que los papeles auten-
ticados producen en el espíritu de los tontos burgueses.
Cuando el equilibrio entre los presupuestos se rompe, y se
desea, para el año siguiente, preparar el espíritu público para
un desengaño, se anuncia por anticipado, en un informe, que
el año próximo el descubierto sólo ascenderá a tanto.
Si es descubierto resulta inferior a lo previsto, es un ver-
dadero triunfo; si es superior, se dice: “El Déficit ha sido
mayor que el que se había previsto; sin embargo, el año
precedente alcanzó una cifra más alta; en resumidas
cuentas, la situación ha mejorado, pues se ha gastado menos
pese a haber atravesado circunstancias excepcionalmente
difíciles: guerra, hambre, epidemias, crisis imprevistas de
subsistencias, etc.”
“No obstante, el año próximo, el aumento de las entradas
permitirá, según todas las probabilidades, alcanzar el
equilibrio tan largamente anhelado: se reducirá la deuda, y el
presupuesto resultará convenientemente equilibrado. Todo
permite esperar que este progreso continúe, y, salvo aconte-
cimientos extraordinarios, el equilibrio pasará a ser lo habi-
tual en nuestras finanzas, como es la norma”
Montesquieu- Esto es alta comedia; no se adquirirá el
hábito, ni se aplicará la norma, pues me imagino que, bajo
vuestro reinado, siempre habrá alguna circunstancia extraor-
dinaria, una guerra, una crisis de subsistencias.

155
Maquiavelo- No sé si habrá crisis de subsistencias; lo que es
indudable, es que mantendré muy alto el estandarte de la
dignidad nacional.
Montesquieu- Es lo menos que podéis hacer. Si conquistáis
la gloria, no os deberán por ello ninguna gratitud, pues esa
gloria, en vuestras manos, no es más que un instrumento de
gobierno; no será ella la que amortizará las deudas de vuestro
Estado.

Maquiavelo- Me temo que abriguéis ciertos prejuicios con


respecto a los empréstitos; son valiosos en más de un
sentido: vinculan las familias al gobierno; constituyen exce-
lentes inversiones para los particulares, y los economistas
modernos reconocen formalmente en nuestros días que,
lejos de empobrecer a los Estados, las deudas públicas los
enriquecen. ¿Me permitís que os explique cómo?
Montesquieu- No, porque creo conocer esas teorías.
Puesto que siempre habláis de tomar en préstamo y jamás
reembolsar, quisiera saber ante todo a quién pensáis pedir
tantos capitales, y con qué motivos los solicitaréis.
Maquiavelo- Las guerras exteriores prestan, para ello, un
valioso auxilio. A los grandes estados les permite obtener
préstamos de 500 a 600 millones; se procura gastar la mitad
o los dos tercios, y el resto va a parar al Tesoro, para los
gastos internos.

156
Montesquieu- ¡Quinientos o seiscientos millones! ¿Y cuáles
son los banqueros de los tiempos modernos que pueden
negociar préstamos cuyo capital equivaldría, por sí solo, a
toda la riqueza de ciertos Estados?
Maquiavelo- ¡Ah!, ¿estáis todavía en esos procedimientos
rudimentarios? Permitid que os lo diga, es casi la barbarie en
materia de economía financiera. En nuestros días, los présta-
mos ya no se piden a los banqueros.
Montesquieu- ¡A quién, entonces?
Maquiavelo- En lugar de concertar negocios con capitales,
que se entienden entre ellos para eliminar la puja, cuyo
exiguo número suprime la competencia, uno se dirige a
todos sus súbditos: a los ricos, a los pobres, a los artesanos, a
los comerciantes, a quien quiera tenga algún dinero dispo-
nible; se abre en suma, lo que se llama una suscripción
pública y, para que todos y cada uno pueda adquirir rentas,
se la divide en cupones de sumas muy pequeñas. Luego se
venden a diez francos de renta, cinco francos de renta hasta
cien mil, un millón de francos de renta. Al día siguiente de su
emisión, el valor de estos títulos estará en alza, se valorizan,
se dice; una vez que el hecho se conoce, todos se precipitan
a adquirirlos: es lo que se llama el delirio. En los pocos días
los cofres del Tesoro rebosan; se recibe tanto dinero que no
se sabe dónde meterlo; sin embargo, uno se las arregla para
tomarlo, porque si la suscripción supera el capital de las
rentas emitidas, uno puede darse el lujo de producir un
profundo efecto en la opinión pública.
Se devuelve a los retrasados su dinero. Esto se hace con
bombos y platillos, y con el acompañamiento de una vasta
157
publicidad periodística. Es el efecto teatral previsto. El exce-
dente asciende algunas veces a doscientos o trescientos
millones: juzgad hasta qué punto esta confianza del país en el
gobierno se contagia al espíritu público.
Montesquieu- Una confianza que, por lo que entreveo, se
confunde con un desenfrenado espíritu de agiotaje. Había
oído hablar, es cierto, de esta combinación, pero todo, en
vuestra boca, es verdaderamente fantasmagórico. Pues bien,
sea, tenéis dinero a manos llenas...
Maquiavelo- Tendré más aún de lo que imagináis, porque
en las naciones modernas hay fuertes instituciones bancarias
que pueden prestar directamente al Estado 100 y 200 millo-
nes a la tasa de interés ordinario; también las grandes
ciudades pueden prestar. En esas mismas naciones existen
otras instituciones llamadas de previsión: cajas de ahorros, de
socorros, de pensiones y retiros. El Estado acostumbra a
exigir que sus capitales, que son inmensos, que pueden algu-
nas veces elevarse a 500 o 600 millones, ingresen al Tesoro
público, donde se incorporan al fondo común, pagándose
intereses insignificantes a quienes los depositan.
Por lo demás, los gobiernos pueden procurarse fondos en la
misma forma que los banqueros. Emiten bonos a la vista por
sumas de 200 o 300 millones, especies de letras de cambio
sobre las que la gente se abalanza antes de que entren en
circulación.
Montesquieu- No habláis de nada más que de pedir présta-
mos o de emitir letras de cambio; ¿nunca os preocuparéis
por pagar alguna cosa?

158
Maquiavelo- Debo deciros todavía que, en caso de
necesidad, se pueden vender los dominios del Estado.
Montesquieu- ¡Ahora vendéis! Pero en definitiva, ¿no os
preocuparéis por pagar?
Maquiavelo- Sin duda alguna; ha llegado el momento de
deciros ahora en qué forma se hace frente al pasivo.
Montesquieu- Se hace frente al pasivo, decís: desearía una
expresión más exacta.
Maquiavelo- Me sirvo de esta expresión porque la consi-
dero de una exactitud real. No siempre se puede redimir al
pasivo, pero en cambio se la puede hacer frente; hasta es una
expresión muy enérgica, pues el pasivo es un enemigo
temible.
Montesquieu- ¿Cómo le haréis frente?
Maquiavelo- Los medios para este fin son muy variados;
ante todo están los impuestos.
Montesquieu- Es decir, el pasivo empleado para pagar el
pasivo.
Maquiavelo- Me habláis como economista, no como
financiero. No confundáis. Con el producto de un impuesto
se puede pagar en realidad. Sé que el impuesto suscita
protestas; si el que se ha establecido molesta, se lo sustituye
por otro, o se restablece el mismo con otro nombre. Hay
quienes tienen un gran arte, vos lo sabéis, para descubrir los
puntos vulnerables en materia impositiva.
Montesquieu- No tardaréis en aplastarlo, me imagino.

159
Maquiavelo- Hay otros medios: está lo que se llama la
conversión. Esto en lo relativo a la deuda llamada conso-
lidada, es decir, la proveniente de la emisión de empréstitos.
Se dice, por ejemplo, a los rentistas del Estado: hasta hoy os
he pagado el 5 por ciento de vuestro dinero; ésa era la tasa
de vuestra renta. En adelante no os pagaré más que el 4.5 o
el 4 por ciento. O consentís a esta reducción o recibís el
reembolso del capital que me habéis prestado.
Montesquieu- Pero si en verdad se devuelve el dinero el
proceder me parece todavía bastante honesto.
Maquiavelo- Se devuelve, sin duda, si alguien lo reclama;
muy pocos, sin embargo, se toman esa molestia; los rentistas
tienen sus hábitos; sus fondos están colocados; ellos tienen
confianza en el Estado; prefieren una renta menor y una
inversión segura. Si todo el mundo reclamase el dinero, es
evidente que el Tesoro se vería en figurillas. Pero esto no
sucede jamás y por este medio uno se libra de un pasivo de
varias centenas de millones.
Montesquieu- Es por más que se diga, un expediente
inmoral; un empréstito forzado que debilita la confianza
pública.
Maquiavelo- No conocéis a los rentistas. He aquí otra
combinación relativa a otro tipo de deuda. Os decía hace un
instante que el Estado tenía a su disposición los fondos de
las cajas de previsión y que se servía de ellos mediante el
pago de un exiguo interés, con el compromiso de restituirlos
al primer requerimiento. Si, después de haberlos manejado
durante largo tiempo, no está más en condiciones de
devolverlos, consolida la deuda que flota entre sus manos.
160
Montesquieu- El Estado dice a los depositantes: Queréis
vuestro dinero; ya no lo tengo, tenéis la renta.
Maquiavelo- Precisamente, y consolida de la misma manera
todas las deudas que no puede redimir. Consolida los bonos
del tesoro, las deudas contraídas con las ciudades, con los
bancos, en suma todas aquellas que muy pintorescamente se
llaman la deuda flotante, porque se compone de créditos con
asiento indeterminado, y cuyo vencimiento es más o menos
próximo.
Montesquieu- Tenéis medios singulares para liberar al
Estado.
Maquiavelo- ¿Qué podéis reprocharme? ¿Hago acaso algo
distinto de lo que hacen los demás?
Montesquieu- Si todo el mundo lo hace, sería preciso, en
efecto, ser muy duro para reprochárselo a Maquiavelo.
Maquiavelo- No os menciono ni la milésima parte de las
combinaciones que es posible emplear. Lejos de temer el
acrecentamiento de las rentas perpetuas, quisiera que la
riqueza pública en pleno estuviese invertida en rentas; haría
que las ciudades, las comunas, los establecimientos públicos
convirtiesen en rentas sus inmuebles o sus capitales mobi-
liarios. El interés mismo de mi dinastía me ordenaría adoptar
estas medidas financieras. No habría en mi reino un solo
escudo que no estuviese sujeto por un hilo a mi existencia.
Montesquieu- Pero aun desde este punto de vista, desde
este punto de vista fatal ¿lograréis vuestro propósito? ¿No os
precipitáis de la manera más directa, a través de la ruina del
Estado, a vuestra propia ruina? ¿No sabéis que en todas las
161
naciones de Europa existen vastos mercados de fondos
públicos, donde la prudencia, la sabiduría, la probidad de los
gobiernos se pone en subasta? De la manera en que manejáis
vuestras finanzas, vuestros fondos serían rechazados con
pérdida en los mercados extranjeros, y se cotizarían a los
precios más bajos aun en la Bolsa de vuestro propio reino.
Maquiavelo- Estáis en un flagrante error. Un gobierno
glorioso, como sería el mío, no puede sino gozar de amplio
crédito en el exterior. En el interior, su vitalidad dominaría
todos los temores. No quisiera, por lo demás, que el crédito
de mi Estado dependiese de las congojas de algunos merca-
deres; dominaría a la Bolsa por medio de la Bolsa.
Montesquieu- Tendría establecimientos de crédito gigan-
tescos, instituciones en apariencia para prestar a la industria,
pero cuya función más real consistirá en sostener la renta.
Capaces de lanzar sobre la plaza de títulos por 400 o 500
millones, o de enrarecer el mercado en las mismas propor-
ciones, esos monopolios financieros serán siempre dueños
de la situación. ¿Qué opinas de esta combinación? ¡Cuántos
buenos negocios realizarán en esas casas vuestros ministros,
vuestros favoritos, vuestras amantes! ¿Vuestro gobierno va a
realizar operaciones bursátiles al amparo del secreto de
Estado?
Maquiavelo- ¡Qué estáis diciendo!
Montesquieu- Explicadme si no la existencia de tales casas.
En tanto permanecíais en el terreno de las doctrinas, uno
podía equivocarse acerca del verdadero nombre de vuestra
política; desde que estáis en las aplicaciones, ya no es posible.

162
Vuestro gobierno será único en la historia; nadie podrá
jamás calumniarlo.

Montesquieu- Después de haber destruido la conciencia


política, deberíais emprender la destrucción de la conciencia
moral; habéis matado a la sociedad, ahora matáis al hombre.
Maquiavelo- Solamente me resta explicaros ciertas particu-
laridades de mi forma de actuar, ciertos hábitos de conducta
que conferirán a mi gobierno su fisonomía última.
Es indispensable que un príncipe, cualquiera sea su
capacidad intelectual, encuentre siempre en sí mismo los
recursos mentales necesarios. Uno de los talentos funda-
mentales del estadista consiste en adueñarse de los consejos
que escucha a su alrededor. Quienes lo rodean suelen tener
ideas luminosas. Por consiguiente, reuniré con frecuencia a
mi consejo, le haré discutir, debatir en mi presencia las
cuestiones más importantes. Cuando el soberano desconfía
de sus impresiones, o cuando no cuenta con recursos de
lenguaje suficientes para disfrazar su verdadero pensamiento,
debe permanecer mudo, o hablar tan solo para impulsar la
discusión. Es raro que, en un consejo bien integrado, no
termine por expresarse de una u otra forma la actitud que
conviene adoptar en una situación dada. El soberano la
capta, y más de una vez quienes han dado su opinión de
manera harto oscura se asombran al día siguiente viéndola
ejecutada. Habéis podido ver en mis instituciones y en mis
163
actos cuánto empeño he puesto siempre en crear apariencias;
son tan necesarias en las palabras como en los actos. El
súmmum de la astucia consiste en aparecer como franco,
cuando en realidad uno practica la engañosa lealtad. No sólo
mis designios serán impenetrables, sino que mis palabras casi
siempre significarán lo contrario de lo que parecerán indicar.
Sólo los iniciados podrán penetrar el sentido de las palabras
características que en determinados momentos dejaré caer
desde lo alto del trono; cuando diga: “Mi reinado es la
paz”, habrá guerra; cuando diga a medios morales, es por-
que me propongo utilizar la fuerza.
Habéis visto que mi prensa tiene cien voces, cien voces
que hablan sin cesar de la grandeza de mi reinado, del fervor
de mis súbditos hacia su soberano; que al mismo tiempo
ponen en boca del público las opiniones, las ideas y hasta las
fórmulas de lenguaje que deben prevalecer en sus conver-
saciones; habéis visto también que mis ministros sorprenden
sin descanso al público con testimonios de sus obras. En
cuanto a mí, rara vez hablaré y solamente en algunas grandes
circunstancias. De este modo, cada una de mis manifes-
taciones será acogida, no sólo en mi reino sino en toda
Europa, como un verdadero acontecimiento.
Un príncipe, cuyo poder está fundado sobre una base
democrática, debe hablar con un lenguaje cuidado y no
obstante popular. No debe temer, llegado el caso, hablar
como demagogo porque después de todo él es el pueblo, y
debe tener sus mismas pasiones. Así es que, en momentos
oportunos, debe prodigarle ciertas atenciones, ciertos hala-
gos, ciertas demostraciones de sensibilidad. Poco importa
164
que estos medios parezcan ínfimos o pueriles a los ojos del
mundo; el pueblo no reparará en ello y se habrá obtenido lo
deseado.
En mi obra aconsejo al príncipe que elija como prototipo a
un gran hombre del pasado, cuyas huellas debe seguir en
todo lo posible. Tales asimilaciones históricas ejercen todavía
en las masas un profundo efecto; su imaginación os
magnifica, gozáis en vida del lugar que la posteridad os
reserva. Por otra parte, halláis en la historia de esos grandes
hombres ciertas semejanzas, indicaciones útiles, algunas
veces situaciones idénticas de las que extraéis valiosas
enseñanzas, pues todas las grandes lecciones políticas están
escritas en la historia. Cuando encontráis un gran hombre
con el cual tenéis analogías, podéis hacer mejor aún: a los
pueblos les cautivan los príncipes de espíritu cultivado,
aficionados a las letras, hasta con talento. Pues bien, el
príncipe no podrá hacer nada mejor que dedicar sus ratos de
ocio a escribir, por ejemplo, la historia del gran hombre del
pasado que ha tomado como modelo. Una filosofía severa
calificaría estas cosas como debilidades. Cuando el soberano
es fuerte se le perdonan y hasta le otorgan una cierta gracia.
Algunas debilidades, y aun ciertos vicios, le son al príncipe
tan útiles como las virtudes. No se debe creer, por ejemplo,
que el carácter vengativo del soberano pueda perjudicarlo;
muy al contrario. Si a menudo es oportuno que utilice la
clemencia o magnanimidad, es necesario que en ciertos
momentos su cólera se haga sentir de una manera terrible. El
hombre es la imagen de Dios, y la divinidad golpea como se

165
muestra misericordiosa. Cuando resuelva destruir a mis ene-
migos los aniquilaré hasta verlos convertidos en polvo.
Si es indispensable castigar con inflexible rigor, también es
preciso recompensar con la misma puntualidad, cosa que y
jamás dejaría de hacer. Quienquiera que presentase a mi
gobierno algún servicio, recibiría su recompensa al día
siguiente. Los cargos, las distinciones, las más altas digni-
dades constituirían otras tantas etapas seguras para quien-
quiera que estuviese en condiciones de prestar servicios
útiles a mi política. En el ejército, en la magistratura, en to-
dos los empleos públicos, los ascensos se calcularían de
acuerdo con los matices de opinión y el grado de lealtad a mi
gobierno.
Vuelvo a referirme a ciertos vicios y aun a ciertos extra-
víos del espíritu, que considero necesarios en el príncipe.
Manejar el poder es una tarea formidable. Por muy hábil que
sea un soberano, por infalible que sea su visión, por vigorosa
que pueda ser su decisión, el alea desempeña un inmenso
papel en su existencia. Hay que ser supersticioso. Es preciso
dejar ciertas resoluciones libradas al azar. La actitud que
propongo, y que seguiré, consiste, en ciertas coyunturas, en
referirse a fechas históricas, en consultar aniversarios felices,
en poner tal o cual resolución audaz bajo los auspicios de un
día en el que se ha ganado una victoria, realizado una hazaña.
Debo deciros que la superstición tiene otra ventaja, y muy
grande; el pueblo conoce esta tendencia. Estas combina-
ciones augurales casi siempre dan excelentes resultados;
además, se las debe utilizar cuando se está seguro del éxito.
El pueblo, que no juzga sino por los resultados, se habitúa a
166
creer que cada uno de los actos del soberano responde a
signos celestiales, que las coincidencias históricas fuerzan la
mano de la fortuna.
Montesquieu- Puesto que hacéis vuestro retrato, debéis
tener aún otros vicios y otras virtudes que declarar.
Maquiavelo- Os pido gracia para la lujuria. La pasión por
las mujeres es para un soberano mucho más útil de lo que
podéis imaginar. Enrique IV debe parte de su popularidad a
su incontinencia. Los hombres son así, les agrada ver en sus
gobernantes esta debilidad. La corrupción de las costumbres
ha sido en todo tiempo una pasión, una carrera galante en la
cual el príncipe debe aventajar a sus iguales, como se adelan-
ta a sus soldados frente al enemigo. No me está permitido
caer en consideraciones vulgares en demasía; sin embargo,
no puedo dejar de deciros que el resultado más real de la
galantería del príncipe es el de granjearle la simpatía de la
más bella mitad de sus súbditos.
Las mujeres ejercen considerable influencia en el espíritu
público. En buena política, el príncipe está condenado a la
vida galante, aun cuando en el fondo no le interese; pero tal
caso sería raro. Puedo aseguraros que si me atengo estricta-
mente a las reglas que acabo de trazar, muy poco se preocu-
parán en mi reino por la libertad. Tendrán un soberano
vigoroso, disoluto, de espíritu caballeresco, diestro en todos
los ejercicios del cuerpo: será muy querido. Las gentes de
una moral austera nada harán; todo el mundo seguirá la
corriente; lo que es más, los hombres independientes serán
puestos en el índice; se los repudiará. Nadie creerá en su
integridad ni en su desinterés. Pasarán por descontentos que
167
quieren hacerse comprar. Si alguna que otra vez no
estimulase el talento, todo el mundo lo repudiaría, sería tan
fácil pisotear las conciencias como el pavimento. Sin em-
bargo, en el fondo, seré un príncipe moral; no permitiré que
se vaya más allá de ciertos límites.
Si supierais lo fácil que es gobernar cuando se tiene el
poder absoluto. Ninguna contradicción, ninguna resistencia;
uno puede realizar con tranquilidad sus designios, tiene
tiempo de reparar sus faltas. Puede sin oposición forjar la
felicidad de su pueblo, pues es lo que siempre me preocupa.
Brindaré al pueblo el espectáculo de la pompa y los séquitos
de mi corte, se prepararán grandes ceremonias, trazaré
jardines, ofreceré hospitalidad a reyes, haré venir embajadas
de los países más remotos. Ora serán rumores de guerra, ora
complicaciones diplomáticas las que darán que hablar
durante meses enteros; y llegaré a más: daré satisfacción a la
monomanía de la libertad. Bajo mi reinado, todas las guerras
se emprenderán en nombre de la libertad de los pueblos y de
la independencia de las naciones, y mientras a mi paso los
pueblos me aclamarán, diré secretamente al oído de los reyes
absolutos: Nada temáis, soy de los vuestros, como vos llevo
una corona y deseo conservarla: estrecho entre mis brazos a
la libertad europea, pero para asfixiarla.
Una sola cosa podría tal vez, por un momento, poner en
peligro mi fortuna: eso ocurriría el día en que se reconociera
en todas partes que mi política no es franca, que todos mis
actos están dictados por el cálculo.
Montesquieu- ¿Y quienes podrán ser tan ciegos que no lo
verán?
168
Maquiavelo- Mi pueblo entero, salvo algunas camarillas que
no me inquietarán. Por otra parte, he formado a mi
alrededor una escuela de hombres políticos de una gran
fuerza relativa. No podríais creer hasta qué punto es conta-
gioso el maquiavelismo, y cuán fáciles de seguir son sus pre-
ceptos. En las diversas ramas del gobierno habrá hambres de
ninguna o muy escasa consecuencia, que serán verdaderos
Maquiavelos de poca monta, que obrarán con astucia,
simularán, mentirán con una imperturbable sangre fría; la
verdad no podrá abrirse paso en parte alguna.
Montesquieu- Si, como creo, Maquiavelo, del principio al
fin de esta conversación no habéis hecho otra cosa que
burlaros, considero esta ironía como vuestra obra más
magnífica.
Maquiavelo- ¡Ironía! Cuán equivocado estáis si así lo creéis.
¿No comprendéis acaso que os he hablado sin tapujos, y que
es la violencia terrible de la verdad la que da a mis palabras el
matiz que vos creéis ver?

Maquiavelo- Qué fácil me sería adivinar el pensamiento


secreto de mis enemigos. Se forjan ilusiones, confían que la
fuerza de expansión que reprimo, tarde o temprano me
lanzará al vacío. Solamente al final sabrán quién soy.
¿Qué es lo que se requiere en política para prevenir cualquier
peligro dentro de la mayor represión posible? Una apertura
imperceptible. La tendrán.
169
No restituiré por cierto, libertades considerables; ved, no
obstante, hasta qué punto el absolutismo habrá penetrado en
las costumbres. Puedo apostar al primer rumor de esas
libertades, se alzarán a mí alrededor gritos de espanto. Mis
ministros, mis consejeros exclamarán que he abandonado el
timón, que todo está perdido. Me suplicarán, en nombre de
la salvación del Estado, en nombre de mi país, que no haga
nada; el pueblo dirá: ¿en qué piensa? Su genio decae; los
indiferentes dirán: está acabado; los rencorosos dirán: está
muerto.
Montesquieu- Y todos tendrán razón, pues alguien ha
dicho una gran verdad: “¿Se quiere arrebatar a los hom-
bres sus derechos? No debe hacerse nada a medias. Lo
que se les deja les sirve para reconquistar lo que se les
quita. La mano que queda libre desata las cadenas de la
otra”.
Maquiavelo- Bien pensado; ya sé que es mucho lo que
arriesgo. Bien veis que se me trata injustamente, que amo la
libertad mucho más de lo que se dice. Me preguntabais hace
un momento si era capaz de abnegación, si estaría dispuesto
a sacrificarme por mis pueblos, de descender del trono si
fuese preciso; ahora os doy mi respuesta: puedo descender
del trono, sí, por el martirio.
Montesquieu- ¿Qué libertades restituís?
Maquiavelo- Permito a mi Cámara legislativa que todos los
años, el primer día del año, me testimonie, en mi discurso, la
expresión de sus más caros deseos.

170
Montesquieu- Pero si la inmensa mayoría de la Cámara os
es adicta, ¿qué podéis recoger sino agradecimientos y testi-
monios de amor y admiración?
Maquiavelo- Claro que sí. ¿No son acaso naturales esos
testimonios?
Montesquieu- ¿Son estas las libertades?
Maquiavelo- Por mucho que digáis, esta primera concesión
es considerable. Sin embargo, no me limitaré a ello. Hoy en
día se observa en Europa cierto movimiento espiritual
contra la centralización, no entre las masas sino en las clases
esclarecidas. Descentralizaré el poder, es decir, otorgaré a
mis gobernadores provinciales el derecho de zanjar pequeñas
cuestiones locales anteriormente sometidas a la aprobación
de mis ministros.
Montesquieu- Ojalá mi sombra nunca más vuelva a encon-
traros. Ojalá Dios borre de mi memoria hasta el último ras-
tro de lo que acabo de escuchar.
Maquiavelo- Cuidad vuestras palabras; antes de que el
minuto que comienza caiga en la eternidad buscaréis con
angustia mis pasos y el recuerdo de este coloquio desolará
vuestra alma eternamente.
Montesquieu- ¡Hablad!
Maquiavelo- Recomencemos, pues. He hecho todo lo que
vos sabéis; por medio de estas concesiones al espíritu liberal
de mi época, he desarmado el odio de los partidos.
Montesquieu- No vais entonces a abandonar esa máscara
de hipocresía con la cual habéis encubierto crímenes que

171
ninguna lengua humana ha descrito jamás. No conspirabais
contra la conciencia, no habíais concebido el pensamiento de
convertir el alma humana en un lodo en el que aun el mismí-
simo divino creador reconocería absolutamente nada.
Maquiavelo- Es verdad; me he superado.
Montesquieu- No prolonguéis más este coloquio.
Maquiavelo- Antes de que las sombras que allá avanzan en
tumulto hayan llegado a esta negra hondonada que las separa
de nosotros, habré terminado; antes de que hayan llegado ya
no me veréis más y me llamaréis en vano.
Montesquieu- “Las costumbres del príncipe contribuyen a
la libertad tanto como las leyes. Él, como ella, puede hacer
bestias de los hombres, y de las bestias hombres; si ama a las
almas libres, tendrá súbditos; si ama a las almas mezquinas,
tendrá esclavos”
Y si hoy tuviese que agregar algo a esta cita, diría:
“Cuando la honestidad pública es desterrada del seno
de las cortes, cuando en ellas la corrupción se exhibe
sin pudor, jamás penetra, no obstante, sino en los
corazones de aquellos que se acercan a un mal
príncipe; en el seno del pueblo el amor por la virtud
continúa vivo, y el poder de este principio es tan
inmenso que basta con que el mal príncipe desaparezca
para que, por fuerza misma de las cosas, la honestidad
renazca en la práctica del gobierno al mismo tiempo
que la libertad”.
Maquiavelo- Muy bien escrito, en una forma muy simple.
No hay más que una desdicha en lo que acabáis de decir, y es
172
que, en el espíritu como en el alma de mis pueblos, y
personifico la virtud, y más aún, personifico la libertad,
entendedlo, así como personifico la revolución, el progreso,
es espíritu moderno, todo, en suma, cuanto constituye lo
mejor de la civilización contemporánea. Y no digo que se me
respeta, no digo que se me ama; digo que se me venera, digo
que el pueblo me adora; que, si y lo quisiera, me haría
levantar altares, porque, explicadme esto, tengo el don fatal
de influir en las masas. El amor no existe sin temor.
Montesquieu- ¿Ha terminado este espantoso sueño?
Maquiavelo- ¡Sueño! Vais a llorar durante mucho tiempo:
desgarrad El Espíritu de las Leyes, suplicad a Dios que en el
cielo os conceda el olvido de lo que habéis hecho; pues
ahora vais a oír la terrible verdad dela cual tenéis ya el
presentimiento; no es ningún sueño lo que acabo de deciros.
Ese conjunto de cosas monstruosas ante las cuales el espíritu
retrocede despavorido, esa obra que sólo el infierno es capaz
de realizar, todo eso está hecho, todo eso existe, todo eso
prospera de cara al sol, en un punto de este globo que
hemos abandonado.
Montesquieu- ¿Dónde?
Maquiavelo- No, sería infringiros una segunda muerte.
Montesquieu- ¡En nombre del cielo, hablad!
Maquiavelo- ¡Ha pasado la hora! ¿No veis que el torbellino
me arrastra? ¿Veis esas sombras que pasan no lejos de vos,
cubriéndose los ojos? ¿Las reconocéis? Son glorias que
fueron la envidia del mundo entero. ¡En este momento,
reclaman a Dios su patria!...
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Montesquieu- ¡Oh! Dios eterno, ¡qué habéis permitido!...

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