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Walter Schmithals

La Apocalíptica
Introducción e Interpretación

Ediciones EGA
Bilbao - 1994
1

ÍNDICE

Página

Prefacio .............................................................................................................. 9
(2)
I. EL MUNDO DE IDEAS DE LA APOCALÍPTICA ................................ 11
(3)
II. NATURALEZA DE LA APOCALÍPTICA .......................................... 25
(12)
III. HISTORIA DE LOS ESTUDIOS SOBRE APOCALÍPTICA ................. 43
(23)
IV. LA APOCALÍPTICA Y EL ANTIGUO TESTAMENTO ...................... 59
(32)
V. APOCALÍPTICA Y GNOSIS .................................................................. 77
(42)
VI. EL ORIGEN DE LA APOCALÍPTICA: ASPECTOS HISTORICO-
RELIGIOSOS ..................................................................................... 95
(52)
VII. EL ORIGEN DE LA APOCALÍPTICA EN EL JUDAISMO ................. 109
(60)
VIII. APOCALÍPTICA Y CRISTIANISMO .................................................... 129
(72)
IX. MESÍAS E HIJO DEL HOMBRE.......................................................... 147
(82)
X. LA LITERATURA APOCALÍPTICA ................................................... 161
(90)
XI. CONSECUENCIAS HISTÓRICAS DE LA APOCALÍPTICA .............. 181
(101)
Bibliografía ......................................................................................................... 211
2

Prefacio
La apocalíptica está situada en la encrucijada de las discusiones teológicas, indicio
sin duda de que su legado sigue vivo. Pero al propio tiempo hace acto de presencia en
visiones del mundo postcristianas, evidencia de que en la apocalíptica hay elementos
que pueden prescindir del ropaje religioso.
No todos se alimentan conscientemente del legado apocalíptico, y quien apela a
tal legado conoce con frecuencia demasiado poco la apocalíptica como para apelar con
derecho a ella.
En todo caso, vale la pena ocuparse de la apocalíptica. Los once capítulos de este
libro, cada uno independientemente, están consagrados al interés actual (espero que
demostrable) por el fenómeno histórico de la apocalíptica. La base está constituida por
una serie de conferencias dirigidas a personas interesadas científicamente en el tema,
aunque no necesariamente especializadas. Por esta razón, renuncié a atosigarles con una
carga científica, comprensible sólo para especialistas.
A decir verdad, el libro reclama también la atención de los especialistas, pues la
apocalíptica no está tan explorada ni es tan conocida como para que una introducción a
sus problemas no descubra nuevos aspectos y pueda ser útil a la discusión científica.
La óptica desde la que enfoco en este trabajo el fenómeno de la apocalíptica no es
desde luego la única posible. Sin embargo, creo que es necesaria, y espero que
instructiva, tanto por lo que respecta a la apocalíptica como tal cuanto en lo que se
refiere a nuestro presente. Esta investigación parte de la convicción de que las ideas y el
pensamiento apocalípticos, considerados en su conjunto, ponen de manifiesto una
específica comprensión de la existencia, existencia que puede también expresarse de
manera no-apocalíptica y que hasta el momento puede adoptar diversas formas. En tal
sentido nos esforzamos por comprender la apocalíptica como fenómeno unitario. Con
esto no pretendemos impedir (al contrario, estimulamos) investigaciones parciales sobre
el origen histórico de los escritos apocalípticos individuales, sobre la evolución del
propio mundo de ideas apocalípticas y sobre las diferencias, históricamente
condicionadas, que se aprecian dentro del pensamiento apocalíptico. De hecho, por lo
que se refiere a la comprensión de la apocalíptica, igualmente legítimo es ir de las partes
al todo que del todo a las partes.
El hilo conductor de nuestro trabajo sobre la apocalíptica consiste en poner de
relieve la globalidad de la comprensión apocalíptica de la existencia, pues creemos que
así se percibirá más claramente su actualidad. Para llegar a este conocimiento es
imprescindible leer todo el libro. El lector que se limitase a leer las últimas páginas
percibiría sólo engañosamente la actualidad de nuestro tema.
Quien mejor puede comprender esta actualidad es la persona a quien no pasa
desapercibido que la crisis espiritual de nuestro tiempo, cualquiera que haya podido ser
su causa originante, hunde sus raíces en la duda sobre el sentido de la historia en
general. Los apocalípticos, víctimas de la misma crisis, expresan esa duda radicalmente,
pues ofrecen un solución a la crisis que, en forma secularizada, fascina actualmente a
muchos hombres.
3

I
El mundo de ideas de la Apocalíptica
El término "apocalíptica" deriva del griego y significa "revelación". Actualmente
designa ante todo un movimiento religioso en el que la "revelación" juega un papel
peculiar; un movimiento desarrollado en el ámbito del llamado judaísmo tardío. Este
judaísmo, cuyos documentos religiosos en general no fueron admitidos en el canon
hebreo del Antiguo Testamento, se extiende del siglo III a.C. a los tiempos del Nuevo
Testamento. Entendida en este sentido, la apocalíptica no es el único movimiento del
judaísmo tardío, sino una importante corriente ampliamente difundida.
No se pueden efectuar cálculos precisos sobre el número (oscilante) de los
apocalípticos. Si los consideráramos en su conjunto, habría que aplicar a este
movimiento las palabras de Jesús: "No temáis, pequeño rebaño, porque es voluntad de
vuestro Padre daros el Reino" (Lc 12,32). El movimiento apocalíptico tenía su centro en
Palestina, pero se puede comprobar su notable influjo en toda la diáspora.
En su momento veremos en qué medida han existido corrientes apocalípticas en
otros ámbitos antes, al mismo tiempo y después de esta apocalíptica judía. Entonces
surgirá también el problema de eventuales precedentes y modelos, así como las
sucesivas manifestaciones de la apocalíptica judía. Pero no hay duda que toda corriente
religiosa que pueda denominarse "apocalíptica" merece esta denominación en base a
una comparación con la apocalíptica judía, que, mediante el conjunto de sus tradiciones
escritas y el influjo ejercido hasta la actualidad, constituye la norma de discernimiento
de lo que es esencialmente apocalíptico.
A esta apocalíptica judía dirigimos en consecuencia nuestra atención; y nos
ocuparemos más de sus efectos, globalmente considerados, que de sus orígenes. Pero
sobre todo nos proponemos iluminar su esencia característica, que precisaremos
mediante la comparación con otros movimientos religiosos.
Sobre todo nos preguntaremos por la forma más "clásica" en que aparece el
mundo de las ideas y las concepciones apocalípticas, forma que adoptó hace ya unos
dos mil años.
En la apocalíptica se habla de verdades que no son generalmente accesibles y que
no se descubren sin más con la observación racional de la realidad, sino que son
reveladas al hombre desde el más allá. En consecuencia, lo que se dispone a comunicar
el apocalíptico es nuevo para sus oyentes: la única desconocida verdad, ahora revelada.
Los autores de los escritos apocalípticos eran perfectamente conscientes de la
novedad de su pensamiento. Sin embargo, no pretendían fundar una nueva comunidad
religiosa. Eran judíos, y sus ideas debían ser expresión de la auténtica fe judía. ¿Pero
cuál es el nexo entre el nuevo ideario apocalíptico y la tradición judía
veterotestamentaria?
Mientras, en la misma época, judíos helenistas como Filón de Alejandría
interpretaban alegóricamente el Antiguo Testamento para poder conservarlo como base
de sus enseñanzas, los apocalípticos se las ingeniaban para poner sus escritos de
revelación bajo el patronazgo de algún personaje eminente de la tradición del Antiguo
Testamento. Henoc, Moisés, Daniel, Esdras, Isaías y otros conocidos maestros de Israel
eran citados como autores de los escritos revelatorios apocalípticos. Tales libros habían
4

permanecido ocultos durante mucho tiempo por decisión divina, y sellados a los oídos
de las antiguas generaciones. Pero ahora son revelados porque se acerca el
cumplimiento de lo que un día fue puesto por escrito en ellos y porque ha nacido la
generación para la que fueron compuestos:
"Pues para vosotros está abierto el paraíso,
plantado el árbol de la vida;
está preparado el eón futuro,
predeterminada la felicidad;
está edificada la ciudad, elegida la patria;
las buenas obras creadas, preparada la sabiduría;
tenéis sellado el germen, la enfermedad extirpada;
la muerte está escondida, el Hades ha huido;
el pasado está olvidado, los dolores superados;
pero al final se os revelan tesoros de vida"1.
La literatura apocalíptica no es, por tanto, anónima; todas las obras mencionan un
autor. Es literatura pseudónima, pues no hay duda de que ninguno de los escritos
apocalípticos lleva el nombre de su verdadero autor.
El recurso a estos artificios trajo consigo múltiples consecuencias: sus ideas, a
pesar de su novedad y de su carácter insólito, fueron aceptadas por proceder de
reconocidos mensajeros de Dios del judaísmo. Quien se adhería a ellas y las difundía no
podía ser tachado de hereje. Al contrario, quien las rechazaba iba en contra del
verdadero judaísmo. Al mismo tiempo se aducía como prueba de la verdad de la
sabiduría apocalíptica la antigüedad de un escrito, argumento muy estimado tanto en el
mundo antiguo como en el judaísmo de entonces. Los judíos siempre han sido
aficionados a este recurso, p.e. frente a los griegos, demostrando que Moisés vivió y
escribió mucho antes que Homero y Platón. En tal sentido podía hacer valer su
pretensión de ser escuchado antes que esas autoridades griegas.
Finalmente, a partir de esta antigua datación de los escritos, se podía introducir en
ellos toda una serie de "vaticinia ex eventu", es decir, de predicciones compuestas
después de acontecimientos ya vividos o de sucesos contemporáneos, que suscitaban en
el lector la certeza de que esas revelaciones sobre el futuro merecían toda su confianza.
Por este motivo, no es extraño que los apocalipsis contuviesen una visión coherente y
global de la historia, desde el tiempo del pseudoautor a la época del verdadero autor.
Esta visión garantiza la seriedad de las sucesivas enseñanzas apocalípticas sobre el final
de la historia.
Estos "vaticinia" tienen una importancia no pequeña para poder determinar con
mayor o menor precisión la fecha de composición de los respectivos escritos. Un libro
apocalíptico, por ejemplo, en el que aparecen predicciones sobre Nerón, difícilmente
podría haber sido escrito antes de su reinado. El libro de Daniel, único apocalipsis
aceptado en el canon hebreo del AT, puede ser fechado con precisión con la ayuda de un
"vaticinium ex eventu": el autor, que conoce muy mal la historia antigua, parece
orientarse mejor conforme se acerca al presente. Conoce bien los acontecimientos del
168 a.C., cuando el rey Antíoco IV Epífanes, de vuelta de su desafortunada campaña
militar contra Egipto, desahoga su cólera contra los judíos y erige un altar a Zeus
Olímpico en el lugar ocupado antes por el altar de los holocaustos del templo de
Jerusalén2. Conoce la revuelta de los Macabeos desencadenada por este hecho, y sabe
1
4 Esd 8,52-54; cf. 14,5-8.45-47; Henoc Etiópico 42; 82,1.
2
Dn 11,31; 12,11.
5

que en diciembre del 165 a.C. el templo pudo ser de nuevo consagrado. La muerte de
Antíoco al final del 164 es descrita, en cambio, de modo distinto a cómo acaeció. En
consecuencia, el libro de Daniel puede ser fechado con relativa seguridad en torno al
comienzo del 164 a.C.
Para el escritor apocalíptico no se trataba naturalmente de ofrecer una exposición
de la historia pasada con la ayuda de "vaticinia ex eventu", sino de acreditar las
predicciones relativas al futuro. Para la apocalíptica, revelación (apocalipsis) significaba
sustancialmente revelación de acontecimientos futuros, aunque se tratase de un hecho
del futuro inmediato.
Sin embargo, el acontecimiento futuro no se situaba junto al del pasado sin
relación con él; de hecho (y aquí abordamos una característica fundamental de la
apocalíptica) la historia se presenta al seguidor de la apocalíptica como un nexo
coherente que se puede captar en su totalidad, como una entidad conclusa y finalizada.
Este modo de ver las cosas permite comprender una vez más, y probablemente de
manera decisiva, cuál era la intención del apocalíptico al poner en circulación sus libros
como documentos de la antigüedad. De este modo, se presenta al lector, bajo un punto
de vista unitario, una gran parte de la totalidad de la historia, cuyo inminente
cumplimiento es revelado al escritor apocalíptico. De este modo, el lector puede
determinar su propio puesto en el curso de la historia y, comprendiendo el futuro a
partir del pasado, aprende a situarse en lo que va a venir.
El interés del apocalíptico está dirigido, por tanto, a la historia, no al cosmos, por
el que se interesaba el griego de su tiempo, y precisamente a la historia entendida como
un todo perceptible. A él se le concede captar la historia como un todo unitario, pues
conoce la meta del tiempo y la consumación de la historia. A él se le revela también la
historia todavía por venir. Está ya situado prolépticamente en el fin de la historia, la
puede contemplar en su totalidad y, a la luz del futuro, es capaz de entender también el
pasado, interpretarlo y explicarlo como un paso necesario hacia el fin ya establecido de
los tiempos.
Por estas razones, sabe también que el curso del mundo está predeterminado. Se
puede conocer el futuro del mundo, captar el pasado como necesario y aferrar el sentido
total de la historia, siempre que ésta discurra según un plan ya fijado. De esto no tiene
dudas el apocalíptico. Dios ha establecido con anterioridad un plan sobre el mundo, y la
historia discurre según este eterno plan, con un orden inmutable. Del mismo modo que
para los griegos todo tiene un puesto fijo en el cosmos, para el apocalíptico todo tiene su
tiempo determinado en la historia. Y quien conoce el Todo, también está en disposición
de comprender las realidades individuales, que de otro modo serían incomprensibles.
La visión de la historia en la apocalíptica está, pues, modelada por analogía sobre
la visión griega del cosmos. Así se explican también las partes cosmológicas de la
literatura apocalíptica, en las que se dice cómo Dios ha fijado exactamente el curso de
los astros, los tiempos para la luz y las tinieblas, la duración cambiante de los días, el
ritmo de las fases lunares, etc. El carácter invariable de las leyes cósmicas dadas por
Dios permite comprender la correspondiente determinación de la historia del mundo. El
apocalíptico contempla esos movimientos celestes tras las cortinas de la naturaleza. Y su
visión, mediante la precisión de los acontecimientos cósmicos, proporciona a su
concepción de la historia (cuya precisión es lo que realmente le interesa) la necesaria
credibilidad y la fuerza de convicción3.
3
Así, especialmente en el "Henoc etiópico", las revelaciones históricas se entrelazan con la presenta ción
de los misterios astronómicos y cosmológicos, por lo que éstos últimos carecen de valor propio; más bien
6

Una visión tan global de la historia como la de la apocalíptica no permite entender


la historia como historia de un pueblo. A diferencia del Antiguo Testamento, la
apocalíptica no puede perder de vista la historia del mundo y de los pueblos; y, de
hecho, piensa en términos de historia universal. Desde luego, no se cuestiona que, en la
historia del conjunto de los pueblos, el destino y la suerte del pueblo de Israel tienen un
significado particular. Pero la historia de Israel es un segmento privilegiado de la
historia del mundo, no la historia propiamente dicha en cuyo ámbito el hecho aislado es
separado del resto de los acontecimientos del mundo. La marcha histórica de Israel se
inscribe en la historia universal, y, del mismo modo que el mundo llega a su meta
históricamente, también la historia de Israel tiene una meta intramundana. No se juzga a
Israel, sino que el juicio del mundo está próximo.
Con este modo universalista de pensar, que ya no se interesa directamente por el
destino de un pueblo, se relaciona el individualismo que se puede observar en la
apocalíptica. Del mismo modo que el mundo alcanza su meta, también el individuo
llega a su fin. El apocalíptico no se preocupa por la salvación o la desgracia de los
pueblos, sino por la salvación o la desgracia de la humanidad entendida como suma de
individuos. El destino final del mundo le interesa en la perspectiva del destino final del
individuo; juicio y gracia no están ligados a la comunidad, sino a los hombres
individuales, en cuanto que se sitúan bien en la "massa perditionis" bien en el grupo de
los justos elegidos. Quienes se hallan enfrentados no son Israel y los pueblos, sino
piadosos e impíos. Los individuos se hallan en camino en todo lo que acontece, bien
elijan la espaciosa vía que conduce a la muerte bien prefieran el estrecho sendero que
lleva a la vida. En el cielo existen libros sobre cada uno de los hombres, que serán
abiertos al final del tiempo. Sus buenas y malas obras serán pesadas en una balanza, y
cada cual se verá sometido a un juicio, un juicio de vida para la vida o de muerte para la
muerte.
En 4 Esd 7,50 (cf. 8,1) se dice: "El Altísimo no ha creado sólo un eón, sino dos".
Se trata de una afirmación básica del pensamiento apocalíptico. De estos dos eones, los
hombres sólo conocen por experiencia este eón, el actual, viejo y visible curso del
mundo, lleno de sufrimientos y angustia, de peligros y miserias. Lo definen la tristeza y
las lágrimas. En él reina la muerte. Está lleno de inquietudes e injusticias. Se llama "eón
de dolores"4.
¿Cabe esperar que este curso del mundo vaya adelante, que el sufrimiento y la
angustia, aunque sea con intensidad variable, sigan determinando el destino del
hombre? ¿Dejará de dominar la muerte? ¿O podemos esperar de algún modo que este
curso del mundo se transforme y se apresure hacia una época dorada? ¡De ningún
modo! La experiencia enseña lo contrario: que todo irá peor. El apocalíptico afronta este
eón con un pesimismo radical. El viaje por este mundo va irremisiblemente cuesta
abajo.
Pero no hay que dejarse descorazonar por esta perspectiva. El apocalíptico
proclama al mismo tiempo el nuevo e inaudito mensaje de que Dios no sólo ha creado
éste, sino otro eón: un gran eón, que, aunque invisible y oculto, ya ha sido revelado al
seguidor de la apocalíptica. "Dios ha establecido dos reinos y ha creado dos eones, y ha
decidido que el cosmos actual, insignificante y pasajero, sea entregado a los malvados; a
los malos, sin embargo, les entregará el eón futuro, grande y eterno" 5. Se trata del nuevo
eón, del otro eón, del eón eterno, pues no forma parte del tiempo, sino que llegará
tratan de subrayar la fiabilidad de la imagen de la historia. Puede leerse p.e. Hen(et) 41,3-9.
4
Henoc Eslavo 66,6; cf. 4 Esd 4,27; 7,12.
5
Ps. Cl. Hom. 20,2.
7

cuando los tiempos hayan tocado a su fin. "Entonces serán aniquilados todos los
tiempos y años, y ya no habrá mes, ni día ni horas" 6. Entonces se acabará todo lo
pasajero, se dará muerte a la muerte y se corromperá lo corruptible. Y, como no habrá
tiempo, desaparecerá hasta el recuerdo de este tiempo 7. Ya no se volverá a pensar en lo
que ha causado el sufrimiento de este eón. El nuevo eón superará totalmente el pasado
del antiguo eón.
Irrumpirá el tiempo de la paz eterna; volverá la época dorada del paraíso. Dios
habitará entre los bienaventurados. El pecado, raíz de todo mal, será arrancado de raíz,
de modo que "el pecado ya no sea mencionado de aquí a la eternidad" 8. Los justos, que
tendrán acceso a ese eón, "serán todos ángeles en el cielo y su rostro brillará de
alegría"9. Serán comparables a las estrellas y llevarán vestiduras puras por el resplandor
del cielo.
El eón futuro no será una prolongación, a un nivel más alto, del antiguo, sino otro
eón totalmente nuevo. Desaparecerá el antiguo cielo y la antigua tierra con sus
creaturas; Dios creará un mundo nuevo, surgirá un nuevo cielo y toda la creación será
renovada. La paz sustituirá a las guerras, la luz a las tinieblas, la alegría eterna a la
muerte. "En el mundo futuro ni se comerá ni se beberá, no habrá reproducción ni
multiplicación; los piadosos se sentarán con coronas en sus cabezas y se regocijarán
ante el esplendor de la divinidad"10. El antiguo eón no conoce la alegría estable, sus
caminos son inseguros y resbaladizos. "Pero los caminos del gran eón son amplios y
seguros, y llevan frutos de vida"11.
Algunos círculos apocalípticos recalcan especialmente la diferencia entre ambos
eones, pues perciben ambos cursos del tiempo en el marco de una concepción general
de tipo dualista. En consecuencia, la historia es determinada por una lucha cósmica
entre Dios y su adversario.
Como adversarios aparecen bien los ángeles caídos, que según Gn 6 se mezclaron
con las hijas de los hombres y engendraron el ejército de los demonios, causantes de las
enfermedades e inductores a la idolatría, bien otros pecados. Estas ideas predominan
p.e. en el Henoc Etiópico, que habla de los ángeles Azaziel y Semyaza como principales
encarnaciones de las fuerzas del mal.
En la literatura apocalíptica aparece con frecuencia la figura de Satán, casi
desconocida en el Antiguo Testamento, como adversario de Dios. En los escritos
apocalípticos lleva generalmente el nombre de Beliar o Belial, que en el Antiguo
Testamento no es más que un concepto abstracto para designar la inutilidad o la maldad.
Este Satán puede ser descrito de manera mítica como monstruo o fiera, motivo por el
que la batalla final del antiguo eón tiene lugar contra el dragón. Pero Satán puede
también adoptar contornos históricos y ser presentado según la guisa de inquietantes
reyes como Antíoco IV Epífanes, Herodes el Grande o Nerón. Mediante este
travestismo, Satán aparece como tirano en el tiempo final del antiguo eón.
Pero no todos los apocalípticos se atreven a contraponer a Dios un competidor
mítico. En 4 Esd y en el Baruc Siríaco falta cualquier rasgo del dualismo antes descrito,
pues una perspectiva dualista amenazaría peligrosamente la soberanía del Dios del
6
Henoc Eslavo 65,7.
7
Baruc Siríaco 44,9.
8
Henoc Etiópico 91,17.
9
Henoc Etiópico 51,4s.
10
Berakot I7a; cf. Mc 12,25.
11
4Esd 7,13.
8

Antiguo Testamento y cuestionaría la unidad del curso de la historia. Estos peligros


pueden ser de algún modo evitados sólo con la ayuda de un determinismo según el cual
Dios concede a Satán, como creatura caída, el señorío durante un tiempo previamente
determinado.
Pero, donde hay dualismo, se percibe de modo concluyente la contraposición entre
los dos eones. Este eón funesto está bajo el dominio de Beliar y de su ejército
demoníaco; en términos apocalípticos, el demonio recibe el nombre de "el dios de este
eón" (2 Cor 4,4). El antiguo y el nuevo eón distan tanto entre sí como Dios de Satán,
como la luz de las tinieblas, como la vida y la muerte. El comienzo del eón futuro
implica paralelamente la total aniquilación del eón presente y del poder satánico: "Y él
mismo (Dios) luchará contra Beliar" (Test. de Daniel 5,10). Con el diablo desaparecen
pecado y enfermedad, dolor y muerte, impiedad y caducidad. Dios vuelve a habitar
entre los hombres, y sus ángeles buenos se preocupan de ellos.
Nosotros somos más proclives a encuadrar la diferencia entre ambos eones en el
esquema del "más acá" y el "más allá". Pero, de este modo, se deformaría mediante un
rasgo intruso la imagen apocalíptica. Los dos eones están bajo el influjo de las potencias
del más allá. La contraposición entre este y el otro eón es una contraposición entre "una
vez (o ahora)" y "entonces", entre antes y después, entre pasado y futuro. Los
apocalípticos no piensan en categorías espaciales, sino temporales, motivo por el que el
tiempo (cualificado tanto positiva como negativamente) es concebido a la vez
cuantitativamente. Antiguo y nuevo eón tienen su tiempo determinado, fijado de
antemano; tienen límites temporales; a su disposición hay un espacio de tiempo que no
pueden sobrepasar. Pero se trata de espacios de tiempo, que se delimitan mutuamente en
el tiempo. Ambos son totalmente de acá y, al mismo tiempo, están completamente
determinados desde el más allá, si bien "aquel" eón es cualificado por el hecho de que la
eternidad, entendida como ausencia de tiempo o como tiempo sin fin, sustituye al
tiempo.
También la lucha contra el diablo, señor del antiguo eón, es dirigida por Dios
como una batalla que en el fondo pertenece al más allá. Es decir que el hombre no está
en condiciones de vencer a estos poderosos adversarios de Dios. La separación de los
dos eones adquiere la forma de una lucha entre los poderes del más allá, que afecta
también al "más acá".
El hombre piadoso no puede hacer otra cosa que esperar la irrupción del nuevo
eón. Es Dios quien lo hace surgir. Y no hay necesidad de esperar mucho. El
trastocamiento de los eones es inminente. "Pues ya ha pasado la juventud del mundo, y
la plenitud de las fuerzas de la creación hace ya tiempo que ha llegado al fin, y la
cercanía de los tiempos está próxima y pasará. Pues el cántaro está cerca del pozo, y el
barco del puerto, y la caravana de la ciudad y la vida de su conclusión" 12. Sólo a los
necios pasan desapercibidos los signos de los tiempos, pues de hecho son numerosas las
señales del cambio. Cuando la antigua creación está a punto de pasar, no lo hace sin
grandes espasmos de muerte, y los dolores del parto del tiempo nuevo acompañan
dolorosamente a la lucha a muerte del viejo mundo.
El eón caduco envejece a ojos vista; "pues el mundo ha perdido su juventud, los
tiempos se acercan a la senectud"13. Por este motivo, las condiciones del mundo son
cada vez peores.

12
Baruc Siríaco 85,10.
13
4 Esd 14,10.
9

Los hombres del tiempo final son más débiles que sus predecesores14. Aumentan
los abortos15. Los niños que nacen son como viejos 16. Las epidemias van viento en popa
y horribles enfermedades hacen estragos17. Las mujeres dejan prematuramente de tener
hijos18.
La tierra pierde su fecundidad; la semilla no produce cosecha19. Se difunden la
pobreza y el hambre; las relaciones sociales se hacen insoportables20. Cesan las lluvias21.
Las fuentes están selladas22. Desaparecen los pájaros23. Las fieras salvajes salen de sus
guaridas24.
Sol y luna abandonan su curso habitual 25. Las estrellas caen confusamente26. Se
hacen visibles en el cielo signos que anuncian la desgracia27. Los árboles destilan sangre
y las piedras gritan28.
Ha llegado el fin de toda la creación. Dios ha puesto la hoz en su raíz; comienza
su lucha a muerte29. El que tiene los ojos abiertos ve aumentar estas señales del final y
las nota crecer día a día.
A todas estas señales de la naturaleza viene a sumarse el impresionante aumento
de la maldad humana. Las relaciones humanas se trastornan. "Los sabios callan, los
necios hablan"30; pues "la razón se esconde y la sabiduría se oculta en su aposento" 31.
Por tal motivo aumentan las guerras32. Hasta los hermanos se enemistan; padres e hijos
se enfrentan, y los órdenes sociales se resquebrajan 33. Los terrores del fin se manifiestan
en el presente; el antiguo eón se dirige apresuradamente hacia su fin.
Del curso general de los acontecimientos de la historia puede deducirse también
que el final del viejo eón está ya próximo. Verdad es que la historia tiene una duración
determinada por Dios (por regla general, se calcula que de la creación al final habrá seis
o siete mil años, o una semana del mundo); y, tomando como base los datos del Antiguo
Testamento, se puede calcular especulativamente que el tiempo del viejo eón casi tiene
que estar caducando.
Particularmente interesante es la concepción del término exacto del final de los
tiempos, si tenemos en cuenta que el curso del mundo se divide en distintas épocas. Así
nos encontramos con el uso de los números sagrados, ampliamente difundido: cuatro;
siete; doce; setenta y dos (setenta), en conexión con el curso de los años, es decir, las

14
4 Esd 5,50-55.
15
4 Esd 5,8; 6,21.
16
Jubileos 23,25; Oráculos Sibilinos II, 154s.
17
Oráculos Sibilinos III, 538; 633; Apocalipsis de Abrahán 29s.
18
Oráculos Sibilinos II, I64s.
19
4 Esd 6,22.
20
Henoc Etiópico 99,5; Baruc Siríaco 27; Apocalipsis de Abrahán 30.
21
Oráculos Sibilinos III, 539; Henoc Etiópico 80,2; 100,11; Jubileos 23,18; Baruc Siríaco 27,6.
22
4 Esd 6,24.
23
4 Esd 5,6.
24
4 Esd 5,8.
25
4 Esd 5,4.
26
Henoc Etiópico 80,4-7; 4 Esd 5,5.
27
Oráculos Sibilinos III, 796-806.
28
4 Esd 5,5.
29
Baruc Siríaco 32,1; 4 Esd 6,16.
30
Baruc Siríaco 70,5.
31
4 Esd 5,9.
32
Henoc Etiópico 99,4; 100,2; Oráculos Sibilinos III, 633.647; Baruc Siríaco 48,32.35; 70,3.
33
Henoc Etiópico 99,5; 100,ls; Jubileos 23,59; 4 Esd 5,9; 6,24; Baruc Siríaco 70,6.
10

cuatro estaciones, los siete días de la semana, los doce signos zodiacales y las setenta o
setenta y dos semanas de cinco días. Daniel p.e. subdivide el curso del mundo en cuatro
partes. Se suceden la del oro, la de la plata, la del bronce y la de hierro (Dn 2; 7), donde
los símbolos elegidos manifiestan la progresiva marcha decadente del mundo, que se
dirige hacia un amargo e inevitable fin. Los cuatro reinos son representados con las
imágenes de cuatro bestias, la última de las cuales tiene diez cuernos y uno pequeño que
crece entre ellos: el último rey del cuarto reinado del mundo, el rey sirio Antíoco IV, con
el que, según el apocalíptico, llega ya el fin.
Según Henoc Etiópico 10,12, el viejo eón durará setenta generaciones, y el lector
sabe que forma parte de la última generación.
Esta generación debe soportar ahora la catástrofe del fin para poder entrar en el
reino de Dios, en el eón futuro, a través de la prueba y después de grandes sufrimientos.
Los malos tienen más que merecido el sufrimiento. Sobre ellos recaerá el juicio. Pero
las increíbles angustias y sufrimientos de los justos mueven a Dios a piedad. Por tal
motivo acorta el tiempo, haciéndole correr más rápidamente hacia el final34. También los
justos pueden acelerar el final con incesantes plegarias y gritos, pues Dios no dejará de
oír la súplica de sus elegidos, que están ante Él día y noche (cf. Lc 18,7).
Por eso no hay que lamentar en modo alguno morir antes del fin. Al contrario, de
ese modo uno escapa de los terribles horrores y juicios de la vieja creación, al propio
tiempo que puede entrar en el nuevo e inmaculado eón. En efecto, al comienzo de ese
eón resucitarán los muertos, de modo que los vivos no aventajarán a los moribundos o a
los difuntos. "La tierra devolverá a los que descansan en ella, el polvo dejará libres a los
que duermen en él. Los sepulcros devolverán a las almas que les fueron confiadas" 35.
Pues "mi juicio se parece a un círculo, donde los últimos no están detrás ni los primeros
delante"36.
Según Henoc Etiópico37, los justos que vivan en esta última situación desesperada
serán arrancados de ella mediante un sueño profundo. Después tendrán lugar catástrofes
cósmicas de grandes dimensiones. El viejo mundo arderá en el fuego del incendio
universal o se hundirá en el gran océano primordial. El príncipe infernal de este eón no
cederá voluntariamente su poder. Convocará a todos sus vasallos, las potencias
angélicas demoníacas y los tiranos de la tierra, y tratará de implicar en su ruina a todo el
mundo. Pero Dios preserva a sus elegidos.
Y una vez que Dios haya derrotado a Satán, "el mundo entrará en el silencio del
tiempo primordial durante siete días, como al principio, de forma que nadie quede. Pero
después de estos siete días, el eón que ahora duerme despertará y la caducidad pasará"38.
Son diversas las opiniones que tratan de responder a la pregunta: ¿resucitarán
todos los muertos? Los malos resucitarían, pero sólo para un acto de juicio que los
condenaría otra vez a la muerte, a una segunda muerte sin posibilidad de volver. Pero no
es raro encontrar la opinión de que sólo resucitarán los justos, pues "el Altísimo ha
creado este mundo para muchos, pero el futuro sólo para pocos"39.
A decir verdad, la esperanza de la resurrección no es constitutiva de la
apocalíptica. En ocasiones encontramos la idea de que sólo formará parte del nuevo eón
34
Baruc Siríaco 20,1.
35
4 Esd 7,32.
36
4 Esd 5,42.
37
Henoc Etiópico 100,5 (cf. 96,2).
38
4 Esd 7,30s.
39
4Esd 8,l.
11

la última generación de vivos. Estos son proclamados bienaventurados por lo que sus
ojos pueden contemplar40. Esta idea, que no deja esperanza alguna a los muertos, puede
ser soportada si se percibe cercano el cambio de los tiempos y si se tiene la seguridad de
que uno forma parte de la última generación. Pero, considerada en su conjunto, la
apocalíptica se caracteriza por la espera en la resurrección de los muertos, por una
espera que, ya en tiempo de Jesús y más allá de la religiosidad propiamente
apocalíptica, se había convertido en el rasgo distintivo de los piadosos judíos ortodoxos
y en signo diferenciador, por ejemplo, de saduceos y fariseos41.

40
Salmos de Salomón 17,44; 18,6.
41
Baruc Siríaco 50s describe en detalle cómo tendrá lugar la resurrección.
12

II
Naturaleza de la Apocalíptica
En el primer capítulo hemos pretendido esbozar algo así como un "sistema"
apocalíptico, más concretamente en la forma de una visión panorámica de las ideas más
importantes que constituyen la imagen del mundo y de la historia propia del
apocalíptico. Estas ideas individuales, como veremos más adelante, no son en gran parte
originalmente apocalípticas; por tanto, tampoco son unitarias. Pero no puede pasarse por
alto la observación de que ellas, en su contexto apocalíptico, constituyen un conjunto
relativamente compacto y autónomo. Unidas a la imagen apocalíptica del mundo,
adquieren un sentido específico. Ahora nuestra tarea consistirá en tratar de captar este
sentido específico, patente tanto en el conjunto como en las partes individuales, es decir,
la "naturaleza" de la apocalíptica. Es necesario por tanto demostrar si es justo el
presupuesto de que, en el caso de la apocalíptica, nos hallamos ante un fenómeno
religioso peculiar, es decir, ante una visión específica del mundo, de la historia y de la
existencia.
Ya desde un principio, la apocalíptica ha sido reconocida y definida como una
realidad peculiar, sobre todo por el hecho de que se dio a una determinada literatura
apocalíptica el título característico de "apocalíptica". Esta denominación parece ser de
origen cristiano, documentable a partir del siglo II. Está en relación probablemente con
el comienzo del único escrito apocalíptico que ha sido aceptado en el canon cristiano, el
Apocalipsis de Juan, que empieza con las palabras: "Apocalipsis (= revelación) de
Jesucristo, dada por Dios para manifestar a sus siervos lo que sucederá pronto...". De
este modo se nos orienta, a través de lo que es considerado "literatura apocalíptica", a la
más importante característica formal de esos escritos: las revelaciones son comunicadas
a los destinatarios mediante visiones (a veces durante audiciones), tanto nocturnas como
extáticas, o mediante rapto acompañado de un viaje celeste.
Dado que esta característica formal guarda relación con la gran masa de
producción apocalíptica (aunque no sólo con ella), es comprensible que el término
originalmente literario de "apocalíptica" haya sido utilizado con referencia a la
reflexión histórico-religiosa posterior y haya servido, con exclusión de los escritos de
revelación que expresan una religiosidad distinta de la apocalíptica, para diseñar el
fenómeno religioso de la apocalíptica que hemos tratado de esbozar antes. En este
proceso terminológico se manifiesta la convicción de que la apocalíptica es un
fenómeno religioso relativamente cerrado y autónomo. En los escritos particulares, sea
cual fuere la fuente de la que pueden provenir las ideas y los conceptos utilizados por
ellos, qué duda cabe que fueron puestos al servicio de la concepción "apocalíptica" del
mundo y del hombre, de Dios y de la historia.
¿Cómo podemos entender esta apocalíptica en su "naturaleza", como religión?;
¿cómo hemos de concebir la piedad apocalíptica? ¿Cómo se percibió a sí mismo el
piadoso seguidor de la apocalíptica dentro de su mundo, frente a Dios, en sociedad con
los demás hombres y en el hoy entre el pasado y el futuro?
Antes de nada, llama la atención percibir el modo radical en el que el apocalíptico
se orienta hacia la historia. Los hechos y procesos cósmicos le interesan sólo
marginalmente y por su significado a la hora de juzgar el curso de la historia. Como ya
vimos, esto vale también para el amplio capítulo astronómico del Henoc Etiópico, en
base al cual se ha afirmado erróneamente que la apocalíptica tiene un interés autónomo
13

por lo cosmológico. Baste con observar p.e. que, al comienzo de este libro, las
exposiciones cosmológicas42 aparecen implicadas en la descripción del actuar histórico
de Dios43.
La evidente inmutabilidad del cosmos creado por Dios muestra a los destinatarios
del mensaje apocalíptico que también el plan histórico de Dios revelado por el
apocalíptico se verifica con inmutable seguridad, y que el juicio llega sin ningún género
de dudas. "Del mismo modo que la voluntad de tu padre está en él y la tuya está en ti,
así está en mí el designio de mi voluntad, dispuesto ya para el futuro..."44. En este plan
histórico se concentra todo el interés de la literatura apocalíptica; de hecho, según el
pensamiento apocalíptico, la verdad y la realidad del mundo se manifiestan a quien se
pregunta por la historia del mundo.
Una comparación con la imagen griega del mundo pone de manifiesto lo poco
evidente que es esa concepción histórica de la realidad.
El griego remite al cosmos a quien le pregunta por la realidad total del ser. En el
cosmos está comprendido todo lo real, de manera ordenada y espacial; ordenada en el
sentido cualificado de buen orden. Dioses, hombres y cosas ocupan su propio "puesto"
en el cosmos; si no abandonan este puesto y se insertan en el orden del cosmos, tanto
ellos como el mundo estarán "en orden". La palabra "cosmos" significa originalmente
"adorno", y de hecho el hombre griego se maravilla, en la meditación religiosa, de la
bella armonía del orden cósmico, que puede ser contemplada por todo hombre
"razonador", pues todos los hombres participan de la razón del mundo que gobierna el
cosmos y le da forma, es decir, poseen "nous".
El orden del cosmos tiene una subsistencia independiente del curso del tiempo y
de la historia. Todo lo que sucede debe servir sólo para restaurar el orden roto y para
situar a uno mismo y a las cosas en el puesto justo que le corresponde en el mundo. Si
es que el griego considera la historia en su devenir es porque le enseña a entender el
pasado, pues el futuro discurrirá como el pasado. Y una mirada a la totalidad de la
historia (cosa que el griego hace sólo en raras ocasiones) le enseña que toda ella se
desenvuelve a modo de círculo, de tal modo que los acontecimientos se repiten de edad
en edad. La pregunta por el sentido de lo que acontece no se puede formular a quien,
frente a cada acontecimiento, conoce el orden establecido para la eternidad, el ser del
cosmos, que descansa en sí mismo. Su meta consiste en encontrar, detrás de cada
conmoción trágica, la serenidad y la alegría, que se corresponden con el orden
inmutable y con la regularidad del cosmos. A tal meta confieren una elocuente expresión
sobre todo las creaciones del artista griego. Contemplar la armonía del grande y del
pequeño cosmos constituye para el griego la mayor de las felicidades.
A diferencia de la típica contemplación griega del mundo, la apocalíptica piensa,
en gran medida, históricamente. Todo evento se sitúa en un gran contexto temporal. Si
se quiere hablar de un orden de lo real, hay que pensar que se trata de un ordenamiento
temporal. No hay orden metafísico. Ante los ojos del apocalíptico está la historia; en ella
contempla precisamente lo que ha sido y lo que será.
Pero, para el apocalíptico, no se trata de una visión retrospectiva o previsora de la
historia (y sólo con este criterio puede empezar uno a entenderlo). No se halla situado
ante el dramático decurso de los acontecimientos, interesado y, al propio tiempo,
distante. Se maravilla de cómo Dios haya gobernado todo con tal soberanía. No
42
Henoc Etiópico 2,1 - 5,3.
43
1,1-9 y 5,4ss.
44
Apocalipsis de Abrahán 26,5.
14

reconstruye el contexto de la historia, asignando a cada uno su justo puesto y


entendiendo así la historia como rica de sentido. No pretende elaborar una filosofía de la
historia; incluso el problema del sentido de la historia en general le habría puesto en un
aprieto.
Ciertamente, tal reflexión sobre la totalidad de los acontecimientos sólo es posible
allí donde se capta la realidad como historia y donde se pretenda considerar esta historia
en su totalidad, tanto de manera global cuanto en su orientación hacia una meta. La
interpretación filosófica y religiosa de la historia producida en Occidente se desarrolló
sin duda, directa o indirectamente, a partir del pensamiento apocalíptico. Pero el
seguidor de la apocalíptica no se planteaba el problema de este modo. No se situaba
frente a la historia, no se convertía en su sujeto, pues estaba convencido de poder
contemplarla a la luz de su fin. No pretendía captar desde fuera el sentido, una
necesidad interior del curso de la historia. No llegó a la idea de que la historia debiese
haber sido guiada hasta entonces, tal como se desarrolla, por una necesidad objetiva. La
moderna concepción evolucionista estaba muy lejos de él.
Como el griego buscaba su puesto en el cosmos, ese cosmos que le maravillaba
por su belleza y armonía llenas de significado, el apocalíptico se pregunta por su
participación en la oscura, enigmática y dolorosa historia. No le interesa saber dónde
tiene que insertarse dentro del perfecto orden cósmico, sino más bien cuál es la hora que
ha sonado para él en este mundo perverso; y experimenta y proclama que su hora es la
hora última del viejo eón; la hora en que todo se transforma; la hora del cambio radical;
la hora de la revolución, en la que nada de lo antiguo queda y todo se renueva; la hora
del combate decisivo, del juicio final; la hora esperada por los piadosos, en la que
irrumpe la salvación; la hora temida por los malvados, que serán destruidos; la hora de
la lucha, donde sucumbe el viejo mundo, y de los dolores de parto del nuevo.
El autor de 4 Esdras, profundamente impresionado por la pregunta "¿para cuánto
tiempo todavía?", en tanto en cuanto se pregunta por la relación entre el tiempo pasado
y el que todavía queda del viejo eón, recibe esta respuesta cargada de imágenes:
"Ponte a la derecha y te explicaré el sentido de una imagen. Cuando me presenté,
vi una especie de horno ardiente que pasaba ante mí; cuando pasó el fuego, vi que
quedó el humo. Después de esto pasó ante mí una nube cargada de agua, que dejó caer
un fuerte chaparrón. Pero, cuando pasó el aguacero, quedaron todavía gotas de agua.
Entonces me dijo: Ahora, reflexiona: como la lluvia es más que las gotas y el fuego más
que el humo, mucho más grande es la medida del pasado; sin embargo, todavía quedan
gotas y humo"45.
En consecuencia:
"Si te quedas, verás; y si vives mucho, te maravillarás, pues el eón se precipita con
fuerza hacia el fin"46.
Más que interés por el curso de la historia en general, como podría ser un interés
distante, curioso y especulativo, al igual que ocurre de diferentes modos en la época
moderna, el estupor del apocalíptico por lo que respecta a la hora, que ya suena para su
generación, muestra a las claras su manera intensamente histórica de pensar, es decir,
que se comprende como ser histórico, que se encuentra a sí mismo sólo cuando capta el
momento en el que vive. Su comprensión histórica de la realidad se hace reconocible
también cuando descubre que vive sin duda en un tiempo de grandes cambios que nada
45
4 Esd 4,47-50.
46
4 Esd 4,26.
15

dejan inmutable; pues se considera a sí mismo y a sus condiciones de vida en gran


medida, e incluso radicalmente, cambiables.
Ahora bien, se puede ciertamente llamar la atención sobre el hecho de que el curso
de la historia está determinado por Dios. ¿Se puede captar radicalmente la historicidad
del hombre si sus decisiones carecen de influjo en este devenir histórico? Podemos
subrayar expresamente que, para el apocalíptico, el cambio de los eones es asunto sólo
de Dios, sustraído totalmente a las decisiones del hombre.
¿Se salvaguarda la historicidad del hombre si no puede intervenir en el cambio de
su suerte? Frente a tales reflexiones, antes de hablar de un colosal abandono del sentido
de la historia por parte de la apocalíptica, merece la pena hacer dos observaciones.
En primer lugar, hay que observar que el apocalíptico no experimenta una historia
determinada desde un punto de vista ahistórico o desde cualquier perspectiva histórica,
sino desde la perspectiva del tiempo fijado, es decir, del final de la historia. La idea de
determinación no sirve, en consecuencia, para captar la esencia de la historia en general
ni para decir al hombre cuál es su relación con ella en cualquier momento. De otro
modo, la historia sería entendida de modo análogo al cosmos griego, y el hombre no
podría hacer otra cosa que dejarse insertar siempre con resignación y de modo impasible
en su correspondiente destino, tal como la historia se lo permitiese encontrar.
Para el apocalíptico, la idea de que toda la historia está determinada garantiza a su
presente una característica peculiar. Frente al regular e inmutable curso del mundo,
eternamente fijado y divinamente guiado, él puede tener la firme certeza de estar al final
de los tiempos, de tener pronto la historia a sus espaldas y de experimentar el gran
cambio. La determinación del curso de los acontecimientos históricos le posibilita, pues,
una conducta histórica: su pensar y esperar, su actuar y cambiar son determinados por la
situación excepcional del trastrocamiento histórico en el que vive. Por lo demás, aunque
quisiera y pudiera por voluntad propia producir el cambio de los eones, no podría
hacerlo ahora, pues ya se ha cumplido el tiempo del viejo eón. Su tiempo es totalmente
peculiar.
La potencial amenaza de la pérdida del sentido de la historia, que proviene sin
duda del determinismo de la apocalíptica, queda eficazmente paralizada por la espera
apocalíptica del final próximo. Es cierto que esta amenaza debería haber producido sus
frutos adecuados apenas se constató que no llegaba el fin; en tal caso, el piadoso
apocalíptico tendría que poner las cosas en claro y ponerse de nuevo en contacto con la
continuación del curso de la historia, una vez pasados todos los plazos del tiempo
establecido. Así se entiende que, ya relativamente pronto 47, encontremos la afirmación
de principio: "Todos los plazos han pasado; ahora se trata sólo de hacer penitencia".
Esta visión, discutida ya por los rabinos al final del siglo I 48, se separa de la rígida
predeterminación del fin, pero evidentemente pretende hacer posible una actitud y una
conducta históricas, más allá de la espera del fin próximo. La afirmación rabínica de que
Israel no tiene necesidad más que de pararse los sábados para estar inmediatamente
salvado cumple una función que se corresponde exactamente con lo dicho.
Afirmaciones como la citada se encuentran sólo en la periferia de la apocalíptica,
en la literatura rabínica. En general, los apocalípticos no señalan ningún punto temporal
en el que debería llegar el fin, y exhortan a los fieles a la paciencia y a la vigilancia,
afirmando que no está en poder del hombre producir el fin. Cualquier tiempo presente

47
P.e. Sanedrín 97b.
48
Ibid.
16

es potencialmente el tiempo del fin. Como no se piensa que el fin está lejos, sigue
intacta la tensión histórica.
El susodicho término "penitencia" nos lleva a afrontar otro problema que debemos
examinar aquí. Ciertamente el fin llega sin la cooperación humana. El hombre
experimenta el nuevo eón, pero no lo produce. El problema realmente decisivo, si se
acepta o no la participación individual en el nuevo mundo, está confiado a su decisión.
Hacia el final del Baruc Siríaco se dice:
"Y he aquí que, cuando el Altísimo haga todo esto, entonces ya no habrá ocasión
para la penitencia, ni un final para los tiempos, ni una duración (delimitada) para los
periodos, ni un cambio de camino, ni ocasión para la oración, ni envío de súplicas, ni
adquisición de conocimientos, ni entrega al amor, ni ocasión para el arrepentimiento de
las almas, ni intercesión por las faltas, ni oración de los padres, ni súplica de los
profetas, ni auxilio de los justos.
En su lugar estará la sentencia del juicio de perdición y el camino al fuego y el
sendero que conduce al infierno.
Por eso hay una sola ley dada por Uno, un solo mundo y un fin para todos los
que están en él. Después hará vivir a quienes puede purificar de sus pecados, al tiempo
que destruirá a quienes se hayan manchado con sus pecados".
Se ve claramente la enorme responsabilidad histórica que lleva a sus espaldas el
hombre en este presente y último tiempo; todo se decide ahora, y de cada individuo
depende el modo de tomar esa decisión. Este "ahora" histórico no podría ser producido
por el hombre, pero a él compite escoger ahora entre vida o muerte: ¡una opción
realmente histórica! La radical deshistorización del futuro, en el que no parecen ya
tomarse decisiones históricas, está al servicio de la radical historización del momento
presente; no es posible, pues, en modo alguno, defender la tesis de la pérdida general del
sentido de la historia por parte de la apocalíptica.
Los destinatarios del Libro de Baruc pertenecen a una comunidad que se ha
decidido ya contra este eón y a favor de la espera exclusiva del inminente eón celeste:
"Si recibís ahora esta carta, leedla en vuestras asambleas con sumo cuidado y
reflexionad sobre ella" (con estas palabras comienza Baruc la parte escatológica de su
libro). Pero los lectores deben persistir en esa decisión. No pueden abandonar la
comunidad que espera la salvación escatológica ni volver a amoldarse a este eón, y
deben convencer a los dubitativos con las palabras del libro. Su tiempo exige, pues, un
compromiso histórico constante y extremadamente importante.
En consecuencia, y al margen de las ideas del Antiguo Testamento, se puede
considerar irrelevante la duración de la vida, pues la elección entre vida y muerte es
cuestión de un momento:
"El Altísimo no tiene en cuenta ni mucho tiempo ni pocos años. Porque, ¿de qué
le ha servido a Adán haber vivido 930 años después de haber transgredido la orden que
le fue dada? De nada le ha servido, pues, el largo tiempo vivido; más bien le acarreó la
muerte y abrevió los años de sus descendientes. ¿ O qué mal puede considerarse el que
Moisés viviese sólo 120 años si tenemos en cuenta que, precisamente porque era
piadoso y sometido a quien le había creado, dio la ley a la posteridad de Jacob y
encendió una luz para el linaje de Israel?"49.

49
Baruc Siríaco 17.
17

Resumiendo: si se entiende la historicidad como la posibilidad del hombre de


tomar decisiones históricas en el presente en el que está inmerso, entonces no se puede
hablar de una pérdida del sentido de la historia por parte de la apocalíptica. El hecho de
que el pasado determinado y el futuro sin opciones sean ahistóricos no es signo de
conciencia ahistórica por parte del apocalíptico, desde el momento mismo en que vive
históricamente precisamente por considerar la historia orientada a la suerte presente.
Entiende su presente, de manera totalmente peculiar, como tiempo de decisión, es decir,
de manera eminentemente histórica.
Todo esto no significa naturalmente que estuviesen equivocados sin más los
estudiosos que hablan de una más o menos importante pérdida del sentido histórico por
parte de la apocalíptica. Esta deshistorización se halla sin duda en la imagen del mundo,
en la medida en que el apocalíptico no puede ejercer la más mínima responsabilidad de
cara al eón presente, el mundo actual, la historia actual. Este mundo está totalmente
corrompido, de modo que todo lo que surge en él merece quedar destruido. No hay
esperanza alguna de mejorar este eón, y si Dios no le hubiese puesto un término, habría
que rechazar también lo que a su debido tiempo caerá. Sólo se puede esperar el fin de
este eón, que venga pronto. La visión apocalíptica del mundo y de la historia es, pues,
absolutamente pesimista.
Este pesimismo encuentra su expresión, entre otras cosas, en la afirmación (no
extraña al Antiguo Testamento) de que el pecado y su consecuencia, la muerte, han
entrado en el mundo mediante Adán y han influido decisivamente en la suerte de todos
los hombres50.
Para la apocalíptica, creación e historia están también separadas. Dios no ha
creado la historia, sino el paraíso. La intención creadora de Dios quedó definitivamente
frenada con la caída de Adán. La historia se desarrolla a partir del pecado de Adán, con
sus sufrimientos y fatigas. De tal estado sólo puede librarla la nueva creación.
En conexión con este pesimismo, que pone en duda cualquier compromiso
significativo con el curso de la historia que camina hacia su fin, hay que considerar la
pregunta del apocalíptico por el momento preciso del fin, su nostalgia, necesariamente
en aumento, de ver pronto ese fin y su invencible convicción de que el fin está próximo,
muy cercano.
Indisolublemente unida a este pesimismo, y provocada por él, está también la
convicción de que el futuro tiempo del mundo tiene que ser totalmente distinto del
pasado, de tal modo que no habrá continuidad entre el ahora y el después. Sólo tras el
ocaso completo del eón presente será creado por Dios el nuevo eón, como creación de la
nada. De esta contraposición antagónica de viejo y nuevo, de ahora y después, se
desprende el hecho, ya observado, de que el nuevo eón es descrito casi como sin
historia. Para los apocalípticos sirve de máximo consuelo el que los justos del nuevo
eón olviden el antiguo y, en consecuencia, vivan "sin pasado". Decíamos ya que esta
esperada liberación de la historia, que se hace particularmente visible en la pérdida del
sentido del propio pasado, no deshistoriza en modo alguno el presente del apocalíptico,
sino que sirve más bien para definir incisivamente el carácter de decisión del
instantáneo momento del fin. Pero, al mismo tiempo, esta característica visión de la
ahistoricidad del eón futuro, en tanto en cuanto pensada como rasgo esencial del
dualismo apocalíptico, está en conexión con la pérdida del sentido histórico que ya
hemos considerado. Esta pérdida se manifiesta de manera inequívoca en el radical

50
Apocalipsis de Abrahán 23,8s.
18

pesimismo frente a la historia y en el rechazo de esta historia dentro de la historia


(incluso a las puertas de su fin).
No en último término, este pesimismo frente al persistente curso de la historia se
expresa también en la mitológica contraposición de Satán y Dios como señores del eón
presente y del futuro. La fe viva en ángeles y demonios separa ulteriormente a Dios de
este mundo. La idea de que el demonio y sus huestes dominan el curso presente de los
acontecimientos del mundo corresponde al ya mencionado mito del pecado de Adán. Y
lo mismo que éste, da expresión al hecho de que la humanidad, como "massa
perditionis", no es capaz de superar el destino mortal de la creación, buena en otro
tiempo. Tampoco los pocos justos que hay pueden esperar nada de su acción de cara a
este mundo, tanto más cuanto que ellos mismos están dominados por la fatalidad del
pecado, como pone en evidencia su muerte. En último análisis, el hombre se siente
impotente ante el dolor y la miseria del mundo, y en su convicción de que el nuevo
mundo será producto exclusivo de Dios se expresa la experiencia existencial de que el
hombre no puede obrar la salvación, sino sólo esperarla, de que la salvación, en
consecuencia, no puede ser conquistada por y en este eón. Pero de este modo acaba por
caer, al mismo tiempo, cualquier responsabilidad histórica por la suerte del decurso de
este mundo51.
Estamos ahora en condiciones de pensar que, con este pesimismo frente a la
realidad experimentada y experimentable, nos hallamos situados en el corazón, o en la
experiencia original, del pensamiento apocalíptico, y que la apocalíptica representa un
intento de arreglárselas positivamente (en cierto modo) e inconfundiblemente con esta
experiencia de la realidad. Este supuesto es confirmado al observar que (y cómo) los
escritos apocalípticos entran en debate con otros intentos de superar la experiencia
fundamental, radicalmente pesimista, de la existencia.
Dice el vidente en 4 Esdras:
"Mejor sería que la tierra no hubiese dado a luz a Adán, o si lo hubiese hecho, al
menos lo hubiese tenido alejado del pecado. Porque, ¿de qué sirve tener que vivir
ahora en la tribulación e incluso esperar un castigo después de la muerte? ¡Oh, Adán,
lo que has hecho! ¿Por qué, si has pecado, no has caído solo, sino que tenemos que
caer también los que descendemos de ti? ¿De qué nos sirve la promesa de un tiempo
inmortal si hemos realizado obras de muerte? ¿De qué nos sirve la promesa de una
esperanza incorruptible si desgraciadamente estamos sometidos a la vanidad, y que se
nos hayan preparado moradas de salud y de paz si vivimos en la miseria?"52
Estas palabras están llenas de resignación. Retoman la historia de la caída del
Génesis y la interpretan en el modo ya mencionado, extraño a la misma narración y al
resto del Antiguo Testamento. Mientras en la narración veterotestamentaria del pecado
de Adán la naturaleza del pecado de Adán es presentada ejemplarmente, la idea del
destino de pecado, que deriva de la culpa de Adán, sirve de base a una visión

51
Cuando Jürgen Moltmann (Theologie der Hoffnung, 124) habla de una "historización del cosmos" a
través de la apocalíptica, tendría razón si con tal afirmación pretendiese decir que, a diferencia p.e. del
pensamiento griego, toda la realidad cósmica está interpretada históricamente en la apocalíptica. Pero, al
hablar de la "historización (apocalíptica) del mundo en la categoría de futuro escatológico universal",
demuestra que está equivocado. El apocalíptico, de hecho, se sitúa frente a este mundo histórico con
radical pesimismo. Para él no tiene futuro; su "ésjaton" es la ruina universal. La esperanza está dirigida al
nuevo mundo, que Dios creará sin continuidad con el antiguo y que, para los apocalípticos, no posee ya
dimensión histórica alguna.
52
4 Esd 7,116ss.
19

radicalmente pesimista de la vida. "¡Oh, Adán, qué has hecho a todos que han nacido de
ti"53; mejor sería no haber nacido.
Ahora bien, este pesimismo conduce a la resignación en la última cita de 4 Esdras,
y acaba en una concepción nihilista de la existencia. Pero esta visión desprovista de
esperanza no representa la opinión de la apocalíptica, sino una forma, difundida aquí y
allá en el mundo de la apocalíptica, de la visión pesimista del mundo contra la que
combaten los apocalípticos. De hecho, afirmaciones como las citadas, expresadas por el
vidente ante Dios o ante el ángel que lo acompaña durante su visión, son
inmediatamente corregidas: "Adán no es causa de mal más que para sí mismo, mientras
que todos nos convertimos en un Adán para nosotros mismos" 54. Pero en modo alguno
todos los hombres son pecadores merecedores de condena a imagen de Adán. Esdras,
por ejemplo, no pertenece en este sentido a "la semilla de Adán", pues se le impide
compararse con los pecadores55. Son muchos, en cambio, los que "han nacido para la
nada"56, tanto más numerosos que los redimidos cuanto grande es el río en comparación
con una gota57; pero a esos pocos pertenece la vida que fue ofrecida a todos. Se asevera
con solemnidad:
"Os lo juro, pecadores: como ningún monte fue jamás ni será esclavo, y como
ninguna colina acaba siendo esclava de una mujer, tampoco así tuvo lugar el envío del
pecado a la tierra; los hombres lo crearon por sí solos, y una gran condena espera a
quienes cometen pecado. La esterilidad no ha sido dada a la mujer, pero muere sin
hijos a causa de las obras de sus manos"58.
Esto quiere decir que no hay esperanza para los pecadores y para este eón
empecatado. El pecado gravita fatalmente sobre este mundo desde el momento en que
Adán pecó, y se intensifica de generación en generación hasta alcanzar el ápice en el
que el juicio destruya irremisiblemente la creación que se devora a sí misma. En este
sentido, la idea del pecado hereditario es útil a la concepción apocalíptica de la
existencia. Pero es posible huir de este destino pecaminoso: los justos vivirán. El
pesimismo ilimitado frente a este eón va unido, para los justos, a la gran esperanza en el
futuro. El "no" total de la apocalíptica a este mundo, que puede encontrar una expresión
adecuada también en la doctrina de la muerte hereditaria, y cuya experiencia de la
realidad es ciertamente nihilista, conduce a la apocalíptica no a la absoluta resignación,
sino a una gran esperanza en una nueva creación.
La pérdida del sentido histórico por parte de la apocalíptica se manifiesta también
en las lagunas del programa político o de la predicación de tipo social. Los círculos
apocalípticos no han tomado parte evidentemente en las luchas políticas de liberación de
los asmoneos. En Dn 11,34 la guerra victoriosa de los Macabeos contra los sirios es
denominada, con cierto desprecio, "una pequeña ayuda" para los piadosos, a duras
penas digna de ser recordada junto al trastrocamiento de los eones que se espera de
parte de Dios. Y el Henoc Etiópico59 describe la suerte de los apocalípticos maltratados
por los propios connacionales revolucionarios:
"Fueron martirizados y aniquilados, y no esperaban poder ver la vida de un día
para otro. Esperaban ser cabeza y se convirtieron en cola... Trataron de huir de ellos
53
Baruc Siríaco 48,42.
54
Baruc Siríaco 54,19.
55
4 Esd 8,47.
56
4 Esd 9,22.
57
4 Esd 9,14.
58
Henoc Etiópico 98,4s.
59
103,9ss.
20

para ponerse a resguardo y obtener el reposo, pero no encontraron ningún lugar donde
huir y ponerse a salvo de ellos".
La continuación de este texto deja ver que los revolucionarios que dominan la
tierra son solidarios de los perseguidores de los piadosos.
Esta actitud represiva de los dominadores es comprensible: un grupo que rechaza
radicalmente la lucha nacional de liberación parecería un cuerpo extraño en la región.
Pero forma parte de la confesión de fe de los apocalípticos el no poder esperar de (y en)
este eón nada salvífico, y mucho menos de una guerra por el honor y la independencia
nacionales.
Los grupos apocalípticos han llevado en consecuencia una vida casi conventual, y,
separados de la religión oficial, han cultivado una mentalidad sectaria, si bien en ciertas
ocasiones han ejercido influencia en las sinagogas60. En los escritos apocalípticos, y no
por casualidad, se encuentran esporádicamente incluso tendencias hostiles al cuerpo,
tendencias que no se perciben en ningún otro ámbito del judaísmo y que apuntan al
carácter "pietístico" del movimiento apocalíptico.
Más visiblemente radical parece la pérdida del sentido histórico por parte de la
apocalíptica si observamos que, en sus escritos, falta la parénesis concreta dirigida al
individuo. Es suficiente la ley (para el judío, naturalmente). Los piadosos cumplen la
ley; los impíos la rechazan. Pero en ningún sitio es expuesto en detalle el contenido de
la ley. Evidentemente, el concepto apocalíptico de ley admite todos los distintos
cumplimientos virulentos de la concepción de la ley en el judaísmo, y aparentemente
toma también en consideración, en el marco del universalismo apocalíptico, la ley
divina escrita en el corazón de los paganos. Sea cual fuese la idea concreta de "ley" que
tuviese cada judío.
Para la apocalíptica, la ley forma parte de otra serie de entidades que el piadoso
observa y el impío rechaza. Se encuentran expresiones estereotipadas como ésta:
"Ellos (los pecadores), por propia decisión libre, han despreciado al Altísimo,
rechazado su ley y abandonado sus caminos. Además han oprimido a sus fieles y han
dicho en su corazón que Dios no existe"61.
De todo esto se ha deducido 62 que, en la apocalíptica, la "ley" ha perdido el
significado de estilo concreto de comportamiento, convirtiéndose en signo de la
elección del pueblo de Dios del Antiguo Testamento. "Justicia según la ley" significaría
en consecuencia permanecer en la elección. Pero esta interpretación nacional israelita no
tiene en cuenta el cambio universal e individualista que, con mayor o menor intensidad,
se llevó a cabo en la apocalíptica respecto al Antiguo Testamento. Podría ser justa la
opinión de que la apocalíptica no tenía interés alguno en una determinación ética
concreta del contenido de la ley, y que en consecuencia no tomó parte en las discusiones
intrajudías sobre las concreciones de la ley, pues carecían de significado en la
perspectiva del fin de este eón. La "ley" tampoco constituye en la apocalíptica un signo
de la elección de Israel, sino que, sea cual fuere su contenido, es expresión de la
voluntad de Dios, a quien el piadoso se somete para recibir en seguida, al final de los
tiempos, su recompensa, y a quien el pecador desprecia, motivo por el que será
castigado. Ha pasado el tiempo de las discusiones acaloradas sobre lo que exige la ley

60
Henoc Etiópico 46,8; 53,5ss.
61
4 Esd 8,56ss; cf. 7,23s; 7,79.
62
D. Rössler, Gesetz und Geschichte, 1960.
21

en los casos particulares; obedece a la ley quien se agrega ahora a la comunidad de los
piadosos seguidores de la apocalíptica.
La ley se cumple concretamente sólo con el plan histórico divino. "Ley" es de
hecho la fe apocalíptica, el alejamiento de la historia en general y la incondicionada
tensión hacia la meta apocalíptica de la esperanza. Quien confía en el nuevo eón, en
medio de este oscuro mundo y de un destino incomprensible, dando así la razón a Dios,
formará parte del número de los justos63. Al apocalíptico, que indaga el plan de Dios
sobre el mundo, se le dice:
"Has dejado lo que es tuyo,
te has dedicado a lo que es mío
y te has cultivado en mi ley;
has emparentado tu vida con la sabiduría
y has llamado madre tuya a la razón" (4 Esd 13,54s).
Y del hecho que la ley de Dios ardió en el templo, se deduce:
"Así nadie conoce las acciones que has hecho y que todavía quieres hacer”64.
La ley informa, pues, del obrar de Dios en la historia, incluida su intervención
escatológica al final de la historia presente. En este sentido, ley y sabiduría están
siempre la una al lado de la otra65: la ley convencerá de su necedad a quienes, con su
rechazo, se opusieron al mensaje apocalíptico. Parece, pues, que ya no se piensa en las
advertencias éticas. Ley significa revelación en el sentido más amplio. Y, en la medida
en que la ley ha sido entendida en sentido "legalístico", ya no tiene significado actual,
sino la función de ocupar un puesto básico en la sentencia del juicio final66. Al
apocalíptico no le interesa saber qué hay que hacer ahora concretamente desde el punto
de vista ético. "¡El tiempo está cerca! Quien es malo, siga siendo malo; y, quien se haya
ensuciado, que siga sucio" (Apo 22,10s). Falta también una ética del ínterin para lo que
queda del tiempo del mundo actual. Debido a esto, no debemos olvidar la pérdida del
sentido histórico por parte de la apocalíptica.
Es un hecho que la concepción apocalíptica de la existencia está esencialmente
determinada por un radical pesimismo respecto a la realidad experimental y por una
resignación de cara a la propia impotencia para cambiar el curso del mundo. En
consecuencia, habrá que hablar de la pérdida de una dimensión significativa de la
historia. Sin embargo, el apocalíptico no cede al pesimismo hasta el punto de
convertirse en nihilista, sino que posee una esperanza que, en su radicalidad, no es
inferior a su pesimismo. Esta unión de negación incondicionada y de afirmación
absoluta es posible gracias a la doctrina dualista de los dos eones. El pesimismo está en
relación con este mundo y afecta también a la capacidad del hombre, que está sometido
a este mundo y que no puede, en consecuencia, más que multiplicar el mal. El
optimismo está en relación con el eón futuro y, por tanto, con la capacidad de Dios,
único que puede poner remedio a la miseria del actual curso del mundo.
Desde el momento mismo en que, en este dualismo histórico omnicomprensivo,
se hace posible y es exigida por el individuo la decisión entre los dos eones, el hombre
aparece como un ser histórico que puede ganar o perder su futuro.

63
4 Esd 10,16.
64
4 Esd 14,21.
65
P.e. Baruc Siríaco 46,4ss; 48,24; 51,3ss.
66
Baruc Siríaco 48,40.47; 54,14.
22

En esta asociación de pérdida del sentido histórico y de historicidad del hombre se


pone de manifiesto una comprensión del ser del hombre totalmente original, que
adquiere su justo perfil a través de la comparación con otras concepciones religiosas de
la existencia cultivadas en el medio ambiente cultural de entonces.
23

III
Historia de los estudios sobre Apocalíptica
El fenómeno religioso "apocalíptica", a diferencia del literario, ha sido
descubierto como tal en la época moderna. Por eso, la historia de la investigación sobre
la apocalíptica tiene apenas dos siglos. Hasta llegar al umbral de la era moderna, hubo
dos obstáculos que impidieron considerar la "religión" apocalíptica como un campo
autónomo de investigación.
Sobre todo, ha faltado una aproximación histórica a la Biblia que hubiese
posibilitado la comprensión de los escritos bíblicos particulares y de los extrabíblicos
emparentados con ellos, a partir de la determinación de su puesto en la historia. La
Biblia entera fue considerada como revelación de Dios al margen del tiempo, privada de
sus diferenciaciones históricas: Antiguo y Nuevo Testamento se colocaron sobre un solo
plano histórico. Se ignoró de este modo la existencia de un determinado movimiento
religioso entre los dos Testamentos, es decir, la apocalíptica.
En segundo lugar, la distinción clara de los escritos bíblicos respecto a cualquier
otra literatura no permitió una comparación desapasionada de la apocalíptica bíblica con
la extrabíblica. La neta separación entre los escritos inspirados del canon y los otros
libros no inspirados indujo a explicar las apocalipsis bíblicas a partir de su vinculación
con el resto de la literatura bíblica, cuando hubiese sido más conveniente una
interpretación que hubiese tenido en cuenta el vínculo con la literatura apocalíptica
extrabíblica. Los dos libros más o menos apocalípticos de la Biblia, el libro de Daniel y
el Apocalipsis de Juan, fueron clasificados (no sin cierta razón) como escritos
"proféticos", pasando así por alto sus características específicamente apocalípticas.
Hacia el final del siglo XVIII cayeron las mencionadas barreras. Los escritos
bíblicos empezaron a ser explicados históricamente, sin tener en cuenta su inspiración.
Y, a partir de este planteamiento histórico, el canon bíblico no constituyó a la larga freno
alguno. Se descubrieron entonces varios y diversos desarrollos dentro de la piedad del
Antiguo Testamento. Se distinguió entre judaísmo preexílico y el llamado judaísmo
tardío del periodo postexílico. Se puso de manifiesto lo mucho que este judaísmo tardío
sufrió la influencia de una religiosidad extranjera, especialmente del parsismo.
El libro de Daniel jugó un importante papel en estos descubrimientos. Ya hacia
fines del siglo XVIII se impuso la convicción de que, contrariamente a sus pretensiones,
no fue escrito en tiempos del destierro, sino en el siglo II a.C. Había, pues, que
establecer qué relación existió entre Daniel y la profecía más antigua. A comienzos del
siglo XIX la literatura apocalíptica extracanónica fue adquiriendo cada vez mayor
relieve en el horizonte de la investigación.
Paralelamente al estudio de Daniel se desarrolló la investigación sobre el
Apocalipsis de Juan. Ya en la antigüedad se había dudado que el discípulo Juan hubiese
escrito el libro. A mitad del siglo III, el obispo Dionisio de Alejandría, al que no
gustaban algunas visiones del Apocalipsis, impugnó la autoría apostólica del último
libro de la Biblia con erudición alejandrina, aduciendo como motivo la lengua peculiar y
el estilo singular y característico de la obra. Al final del siglo XVIII fueron retomadas
sus críticas. En la vivaz discusión sobre el problema del autor fue naturalmente puesta
en tela de juicio la naturaleza y las características generales del libro. El problema de la
24

relación entre el que se seguía llamando "Apocalipsis" de Juan y el resto de la literatura


apocalíptica suscitó una atención creciente, después que el padre del estudio crítico-
histórico de la Biblia, Johann Salomo Semler, en su investigación sobre el Apocalipsis
de Juan, había tenido en cuenta los otros apocalipsis del periodo neotestamentario de los
que tenía conocimiento.
El primer intento de una presentación global de la apocalíptica tuvo lugar después,
y no sin razón, en relación con la interpretación del Apocalipsis de Juan. Friedrich
Lücke, discípulo de Schleiermacher, quiso estudiar "el Apocalipsis en su relación
pragmática con toda la literatura apocalíptica". Con tal fin presentó en 1832 el "intento
de una exhaustiva introducción al Apocalipsis de Juan y a toda la literatura
apocalíptica". Fue mérito de Lücke haber fundado y dado impulso al estudio autónomo
de la apocalíptica. Al mismo tiempo, gracias a su trabajo, el complejo religioso captado
ya en su autonomía es definitivamente conocido bajo el concepto de apocalíptica,
derivado del Apocalipsis de Juan.
Desde el punto de vista de la historia de la investigación, la valoración objetiva de
la apocalíptica a través de Friedrich Lücke es de poca importancia. Se mueve dentro de
los límites de un esquema conservador. Considera correcta la clasificación tradicional de
los escritos apocalípticos entre los libros proféticos. Según él, la apocalíptica era un
género tardío de la profecía, caracterizado por un mayor uso de imágenes, símbolos,
alegorías y éxtasis y visiones vinculados a ellos. En ambos campos, el contenido está
constituido por previsiones escatológicas, que tienen en la apocalíptica sobre todo un
carácter cristológico. Este es el modo de juzgar la apocalíptica también en las
predicciones individuales: en el modo universal histórico-salvífico de considerar las
cosas propio de la apocalíptica se halla la verdad permanente de esta literatura, y
principalmente de la canónica, en la que el espíritu profético habla de Cristo o mediante
Cristo, cosa que no ocurre en la apocalíptica extracanónica.
Precisamente esta distinción entre apocalíptica canónica y extracanónica
demuestra que Lücke no logró captar la apocalíptica como fenómeno religioso
autónomo.
La primera monografía sobre la apocalíptica, un estudio de Adolf Hilgenfeld
aparecido en 1857 y titulado "Die jüdische Apokalyptik in ihrer geschichtlichen
Entwicklung" (La apocalíptica judía en su desarrollo histórico) constituye una piedra
angular en la historia de la investigación. Hilgenfeld, discípulo de Ferdinand Christian
Baur, fue uno de los principales exponentes de la llamada "Escuela de Tubinga", funda-
da por este gran teólogo. El mérito principal de la Escuela de Tubinga consistió en haber
impuesto la idea de evolución sobre todo en la exposición de la historia del cristianismo
primitivo, y posteriormente en la historia cristiana de los dogmas. También éstos tienen
su historia, articulada, según la teoría de Tubinga, en base a la triada hegeliana de tesis,
antítesis y síntesis.
Ahora bien, Hilgenfeld advirtió que, si se quiere exponer desde el punto de vista
histórico-evolutivo la génesis del cristianismo a partir de su matriz judía, la unidad
canónica del Antiguo y del Nuevo Testamento trastorna el problema histórico. De
hecho, "entre la profecía veterotestamentaria y el cristianismo no hay ninguna conexión,
al menos directa"67. Entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, verdadera y propia tierra
nativa del cristianismo, está el judaísmo tardío, que, según Hilgenfeld, se caracteriza
fundamentalmente por la apocalíptica. En tal caso, desde el punto de vista histórico-
evolutivo, la apocalíptica ocupa un puesto altamente significativo en el estudio del
67
Op. cit., 1
25

cristianismo primitivo. "Sólo en los apocalipsis judíos tenemos noticias fiables de la


situación de la espera judía con la que se encontró el cristianismo. La apocalíptica judía
es la mediación histórica entre la religión del Antiguo Testamento y el cristianismo,
pues desde el principio hubo un contacto muy profundo entre la esperanza en el Mesías
del judaísmo tardío y la fe en el Mesías del cristianismo"68. Hilgenfeld orienta, pues, su
investigación "desde el punto de vista de una prehistoria del cristianismo", motivo por
el que subtitula su libro "Ein Beitrag zur Vorgeschichte des Christentums" (Una
contribución a la prehistoria del cristianismo). Según su opinión, "la apocalíptica judía
[constituye] propiamente toda la prehistoria del cristianismo". "En consecuencia, nada
nos introduce con tanta profundidad en el verdadero y propio terreno nativo del cris-
tianismo como el mundo del pensamiento de la apocalíptica judía"69.
Los juicios históricos sobre el papel de la apocalíptica en la génesis del
cristianismo implican naturalmente una valoración y un juicio objetivo de la naturaleza
de la apocalíptica y del cristianismo primitivo familiar a la apocalíptica. Hilgenfeld
pretende de hecho determinar esta naturaleza de la apocalíptica, "la unidad interna... que
encierra en sí y reúne... todas las características de la apocalíptica" 70, pues él presta aten-
ción exclusivamente a la apocalíptica judía, dado que la más amplia configuración de la
religiosidad apocalíptica en el campo cristiano es un tema que forma parte del estudio
de la historia cristiana de los dogmas, no de la prehistoria del cristianismo. "El único
camino para encontrar esta unidad de la esencia que se expresa en una multiplicidad de
manifestaciones es la génesis histórica de esta apocalíptica"71. Se trata de un principio
metodológico fundamental, que deja entrever claramente el modo de pensar
decididamente histórico de la "Escuela de Tubinga".
Igual que ocurría con Friedrich Lücke, también para Hilgenfeld la apocalíptica
tiene su origen en la profecía veterotestamentaria. Para él, la apocalíptica es una
"imitación de la profecía", provocada por la nostalgia de un tiempo en el que no había
profetas. Como faltaba el "fresco impulso del espíritu religioso, la creación y libre
expresión de la forma profética" 72, nació por necesidad intrínseca el impulso a crear
composiciones pseudoepigráficas. Y como la apocalíptica surgió en el periodo helenista,
en el que Israel estaba implicado en la historia profana mundial, el aspecto nacional
debió de ser inevitablemente suplantado por el histórico-universal. Desde el libro de
Daniel sobre la Sibila judía (siglo II a.C.) al libro de Henoc (en torno al 100 a.C.) se
percibe un desarrollo del pensamiento apocalíptico que va hasta 4 Esdras, escrito
precisamente en torno a la era cristiana. Con el Henoc Etiópico y el 4 Esdras el
desarrollo alcanzó "la pura y rígida contraposición entre este mundo, envenenado y
corrompido, y un más allá futuro, que irrumpirá después del fin total de este mundo"73,
acercándose así a los orígenes del cristianismo. "El evangelio debió de ser precedido de
aquella nostalgia de un cambio radical de las cosas y de una purificación profunda de la
situación judía, tal como es expresada en los dos últimos escritos apocalípticos; y la
espera del futuro debió de dirigirse, más allá del pueblo judío, a una creación totalmente
nueva e imperecedera, a fin de que pudiese encontrar acogida la llamada del evangelio:
'Haced penitencia, el reino de los cielos está cerca'"74.

68
Op. cit., VIII.
69
Op. cit., 2.
70
Op. cit., 8.
71
Op. cit., 9.
72
Op. cit., 10s.
73
Op. cit., 15.
74
Op. cit., 16.
26

Numerosos son los méritos del estudio de Hilgenfeld. Considera la apocalíptica


desde el punto de vista estrictamente histórico. Cae por tanto definitivamente el límite
del canon. Juzga a la apocalíptica (como hicieron otros antes y después de él) como una
continuación de la antigua profecía, opinión de la que nos ocuparemos más adelante. En
consecuencia, para él la apocalíptica es la madre de la teología cristiana, volviendo a
ofrecer así la solución a un problema importante todavía discutido. También sobre este
punto volveremos con especial atención.
Hilgenfeld se esforzó también por descubrir en la apocalíptica las líneas de un
desarrollo histórico. Ahora bien, se puede dudar con razón que llevase a término esta
empresa con éxito. En primer lugar, no estableció con exactitud las fechas de
composición del Henoc Etiópico y del 4 Esdras. Por otra parte, nuestras fuentes, muy
escasas, no bastan para poder escribir una persuasiva historia de la apocalíptica. Pero el
modo de proceder de Hilgenfeld nos recuerda que hay que tener en cuenta que el
concepto "apocalíptica" es, en cierto modo, una abstracción científica moderna. Siempre
habrá que determinar científicamente el ámbito significativo que ocupa dicho término y
en qué medida es históricamente autónomo.
El inconveniente de la posición de Hilgenfeld radica en su fijación
unilateralmente histórica. Al vincularla hacia atrás con la profecía veterotestamentaria y
hacia adelante con el cristianismo primitivo, acaba concibiendo a la apocalíptica
fundamentalmente como el segmento de una evolución histórica y no como un
fenómeno religioso con características propias. La apocalíptica es considerada en
consecuencia no como una realidad contingente en la historia, sino sólo como el
momento de un desarrollo histórico, irrevocablemente superado por esa misma
evolución. Pero la idea subyacente a tal modo de concebir la historia como un continuo
progreso que crea siempre nuevas posibilidades, en las que el pasado es superado por
una nueva realidad, ¿corresponde a la historia real? ¿No forma también parte de la
historia la repetición? ¿No son también posibilidades históricas las realidades
históricas? ¿No sigue siendo históricamente actual la concepción apocalíptica del
mundo y de la existencia humana? Estos problemas no entran en la perspectiva del
pensamiento de Hilgenfeld, para quien la apocalíptica ha penetrado en el curso de la
historia y ha sido así históricamente superada, sin reservar para el futuro posibilidades
históricas.
Hacia el final del siglo pasado los estudios sobre apocalíptica están totalmente
bajo el padrinazgo de la "Religionsgeschichtliche Schule" (Escuela de la Historia de las
Religiones). El interés de esta escuela iba dirigido a concebir la fe cristiana como un
caso especial de la religión en general. Tomado en su conjunto, el cristianismo era
considerado el más alto grado de evolución de la realidad religiosa. En este sentido, para
el historiador de las religiones, el interés histórico va unido al estudio fenomenológico
de los problemas religiosos. Para los seguidores de esta escuela se trata, pues,
simplemente del fenómeno "religión" y, en este sentido, también de la historia de la
religión. De hecho sabían muy bien que la religión como tal sólo puede ser considerada
examinando las religiones concretas que han existido o las históricamente existentes. La
apocalíptica, precisamente por su posición entre los dos Testamentos, representa un
campo privilegiado del trabajo de esta escuela, llevado a cabo principalmente por
teólogos y filólogos evangélicos.
Interesaba sobre todo la historia de la religión apocalíptica, verdad es que no tanto
en su propia evolución cuanto en su conexión con corrientes religiosas fuera del marco
del judaísmo. En consecuencia, se estudian con especial interés las relaciones (ya desde
tiempo atrás objeto de investigación) con la religión iraniana, aunque también entran en
27

el horizonte de la investigación Babilonia, Egipto y el helenismo. La apocalíptica fue,


pues, considerada un fenómeno de la historia general de la religión.
En seguida vuelve a despuntar el antiguo problema de las relaciones históricas y
reales de la apocalíptica con el Antiguo Testamento y el cristianismo; y, considerado
globalmente, es resuelto de manera unitaria. El punto de partida está constituido por el
problema de la relación entre profecía y apocalíptica. Como ya hizo Hilgenfeld, los
seguidores de la apocalíptica son considerados sin más como epígonos improductivos
de los profetas. Frente a los gigantes proféticos, escribe Hugo Gressmann en 1905 en un
libro sobre el "Origen de la escatología judeo-israelita", los seguidores de la
apocalíptica parecen "débiles enanos. Allí vida variopinta, aquí gris historia, y sólo en
raras ocasiones se sienten las calientes pulsaciones de su vida; por lo demás, se nutren
del pasado"75. Se habla de las fantasías apocalípticas de santos extraordinarios, de las
formas extrañas y grotescas en las que se expresa el sincretismo judío cercano a la era
cristiana, del judaísmo tardío apocalíptico como de una religión de la descomposición y
la disolución. Y, cuanto más críticos suenan estos juicios, tanto más claramente salen de
la niebla de aquella religiosidad exótica Jesús y el cristianismo primitivo. Wilhelm
Bousset, el maestro de la investigación de la historia de las religiones, escribe lo
siguiente: "Tenía que venir uno, que fue grande tanto como seguidor de la apocalíptica
cuanto como teólogo rabínico, tenía que acaecer una transformación en el evangelio,
antes que del caos pudiese nuevamente surgir la unidad y la viveza de una religiosidad
auténtica y sobria"76.
La escuela de las religiones se interesa finalmente por la religiosidad apocalíptica
como tal. Tras las huellas de Schleiermacher, los estudiosos de la historia de las
religiones han entendido la "religión" como una potencia autónoma de vida; sus obras
se orientaban en definitiva a presentar la religión cristiana (rectamente entendida) como
el vértice y cumplimiento de toda la precedente evolución religiosa. De este modo
aparece en escena un nuevo e importante punto de vista para el estudio de la
apocalíptica. La atención del estudioso de las religiones ya no se orienta hacia el
significado histórico, sino hacia el autónomo valor o no valor religioso de la
espiritualidad apocalíptica. La obra modelo de la escuela de las religiones sobre el
judaísmo tardío, de Bousset, lleva el significativo título de "Die Religion des Judentums
im späthellenistischen Zeitalter" (La religión del judaísmo en la época tardohelenista).
Desde luego no fue tenido en cuenta el valor de la religión apocalíptica, como ya
hemos dicho. Habiendo juzgado con desprecio a la apocalíptica desde el punto de vista
histórico, colocándola entre profecía y cristianismo primitivo, era inevitable que se
emitiese un juicio crítico sobre la apocalíptica también como religión. Lo que los
apocalípticos afirmaban "era a lo más no una enseñanza propia, sino una tradición
transmitida y mal elaborada, material tomado de aquí y de allá, a menudo sin un plan
preciso, una confusa mezcla de ideas a menudo irreconciliables, carente de un sello
personal, si tenemos en cuenta algunas excepciones (p.e. Daniel y 4 Esdras). En
resumidas cuentas, con toda su carga de esperanza no han hecho más que contribuir a
hacer de la apocalíptica un laberinto en el que la esperanza judía no ha hecho más que
vagar sin rumbo de generación en generación" 77. Verdad es que "en cierto modo es
conmovedor ver trabajar a estos piadosos apocalípticos"78. Sin embargo, dentro de un
judaísmo orientado decididamente hacia el legalismo, "han mantenido vivo algo de la
75
Op. cit., 158.
76
Die Religion des Judentums im späthellenistischen Zeitalter, 1903, 19664, 524.
77
Op. cit., 213.
78
Op. cit., 211.
28

interioridad de la religión judía, un poco de la sincera nostalgia y del profundo deseo de


Dios". Pero también este algo quedó velado por el espíritu de epígono y por la fantasía
hasta que no "cayó en manos del Maestro"79.
Un juicio de estas características difícilmente hace justicia a la apocalíptica. Los
efectos históricos notables que provinieron y todavía provienen de la apocalíptica no
derivan de un sustrato degenerado del profetismo. Lo que ocurre es que la idea de la
naturaleza de la verdadera y auténtica religión que defendía el historiador de las
religiones impidió que se elaborase un juicio objetivo de la religiosidad apocalíptica.
Los teólogos de la escuela de las religiones pertenecían, en su mayor parte, a la teología
liberal. Los conceptos de "personalidad religiosa" y de "religión de la moralidad" son
los criterios fundamentales de la concepción liberal de la religión. Ambos criterios no
eran verificables en el caso de la apocalíptica. De hecho, los seguidores de la
apocalíptica, como personalidades religiosas, eran difíciles de entender, al contrario que
los profetas o Jesús. El hecho de la pseudonimia de sus escritos fue erróneamente
interpretado por los miembros de la escuela de las religiones como juicio de los autores
sobre su propia calidad de epígonos: "Ciertamente carecían de la fuerte convicción de
los antiguos profetas; sin excepción, escribieron escondiéndose tras los nombres de los
antiguos hombres de Dios"80. Y, aunque la fantasiosa esperanza apocalíptica de la
redención mantuvo vivo el pensamiento de la salvación, esta idea no asumió sin
embargo el necesario "giro gozoso y moral" que sólo le confirió Jesús como fundador
de la "religión moral de la redención". Así se llegaba inevitablemente a un juicio
relativamente negativo de la religión apocalíptica.
Sin embargo, la escuela de las religiones tuvo el mérito de haber ayudado a ver en
la apocalíptica una expresión de viva religiosidad. Y es evidente que, gracias a esta
apreciación, la religiosidad apocalíptica fue comprendida con mayor profundidad en
nuestro siglo. Naturalmente, el hecho de que los miembros de esa escuela consideraran
también a la apocalíptica bajo la óptica del concepto de personalidad, impidió el acceso
al verdadero meollo de la concepción apocalíptica de existencia. Sobre todo quedó sin
estudiar la concepción apocalíptica de la historia; su imagen fue unilateralmente
deformada. De hecho, el dualismo y la espera del futuro propios de la apocalíptica son
rectamente entendidos sólo si los situamos en relación con su valoración de la historia.
El cambio en la valoración de la apocalíptica sobrevino cuando se afianzó la idea,
ya adelantada con un fuerte impulso histórico-religioso por Johannes Weiss en 1892 en
su estudio "Die Predigt Jesu vom Reiche Gottes" (La predicación de Jesús sobre el
Reino de Dios), de que Jesús no predicó en absoluto la inauguración del Reino de Dios
en las personalidades morales (como sostenían los religionistas liberales), sino que
esperó la inminente irrupción de este señorío de Dios tal como enseñaba la apocalíptica
judía. De este modo, el Jesús del siglo XIX fue situado en su propio tiempo,
proponiendo así una valoración más positiva de la matriz apocalíptica del cristianismo
primitivo.
Albert Schweitzer elaboró en diversas obras el esbozo de una "escatología
consecuente" del cristianismo primitivo. Jesús anunció el cercano Reino de Dios de la
espera apocalíptica. La teología cristiana nació de la dilación del cumplimiento de tal
espera. Dicha teología, en su forma paulina, afirmaba que el Reino de Dios es
invisiblemente actual, presente en la fuerza del Espíritu y encaminado a su manifesta-
ción visible. De ese modo, explica Schweitzer, el Reino sobrenatural comienza a

79
Op. cit., 213.
80
Op. cit., 212.
29

hacerse ético y a cambiar: desde algo que se espera a algo que se realiza. Debemos
recorrer hasta el final este camino y provocar la llegada del Reino, dado que el Espíritu
de Jesús obra en nuestros corazones y se difunde en el mundo a través de nosotros.
En este esbozo de escatología consecuente, Schweitzer reduce también la doctrina
apocalíptica al carácter ético de la concepción liberal del Reino de Dios. Pero realiza
este esbozo vinculándose positivamente a la visión originaria apocalíptica de la historia
propia de Jesús y de los primeros cristianos.
También Rudolpf Otto, que descubrió lo sacro-numinoso, lo irracional de la idea
de lo divino como categoría específicamente religiosa y, al mismo tiempo, fundamental
para todas las religiones, partió de esta posición y llegó a una valoración cada vez más
positiva del "gran contenido espiritual de la apocalíptica del judaísmo tardío"81. Según
él, en la apocalíptica opera "la idea de la trascendencia de lo divino sobre todo lo
intramundano, la idea de lo totalmente Otro, Supramundano, que se manifiesta sobre
todo míticamente en el contraste y superposición espacial de dos esferas, la de la tierra y
la del cielo. Esta idea, indispensable a la religión y necesariamente categórica, urge a la
conciencia del hombre religioso"82. La apocalíptica sostiene, pues, la idea religiosa de
fondo según la cual "la justificación en cuanto ser santificado y la bienaventuranza no
son posibles en el modo de ser mundano, sino sólo en un modo de ser totalmente
distinto que Dios concederá; además ambas realidades no pueden existir 'en este eón',
sino sólo en el 'nuevo eón'; no pueden realizarse en el 'mundo', sino sólo 'en el cielo' y
en un 'reino de los cielos'..."83.
Pero no sólo el dualismo de la apocalíptica es interpretado positivamente, de un
modo sustancialmente objetivo. También la orientación escatológica de la religiosidad
apocalíptica es acogida con gusto, a veces de modo apasionado. "Jesús predica: el
tiempo se ha cumplido. El fin está aquí. El Reino se ha aproximado, está cerca. Está tan
cerca que uno está tentado de traducir: está aquí. Por lo menos se siente la atmósfera de
la voluntad de irrupción con una misteriosa "dynamis". Aunque todavía es algo futuro,
está operando aquí y ahora. Se trata de una cercanía palpable. Así escribe Rudolf Otto84,
y, partiendo de semejantes observaciones exegéticas, Karl Barth se expresaba así en la
misma época: "El cristianismo que no sea de hecho y sin más escatología, no tiene
absolutamente nada que ver con Cristo"85.
No hay duda de que, en la escatología consecuente de Albert Schweitzer, en la
teoría general fenomenológico-religiosa de Rudolf Otto y en la teología dialéctica de
Karl Barth, la apocalíptica y su orientación escatológica han sido entendidas de modo
diverso. Pero a todos une la pretensión de encontrar un punto de contacto positivo con la
apocalíptica, cuyas características tratan de explicar y de ilustrar esencialmente, por
buenos motivos, a partir de la concepción apocalíptica de la historia.
Con estas observaciones hemos llegado ya a la situación actual, caracterizada por
un vivo interés por el estudio de la concepción apocalíptica de la historia, interés
motivado por distintas razones. En la situación "apocalíptica" de la segunda guerra
mundial, H. H. Rowley escribió en Inglaterra su libro "Apocalyptic", traducido al
alemán en 1965. Rowley percibe el significado permanente del pensamiento apo-
calíptico principalmente en la exhortación a no confundir las posibilidades históricas del

81
Reich Gottes und Menschensohn, 1993, 19402, 32.
82
Op. cit., 28.
83
Op. cit., 33.
84
Op. cit., 42.
85
Der Römerbrief. 1922, 298.
30

hombre con las posibilidades del Reino de Dios: "Nuestros planes de reconstrucción se
mueven casi exclusivamente en el campo económico, y nuestro error principal sería
pensar que el Milenio es un paraíso económico... Los apocalípticos nunca pensaron, ni
siquiera por un instante, que el Reino de Dios pudiese ser instaurado en virtud de la
fuerza humana. Estaban convencidos de que quedaría instaurado sólo mediante una
intervención divina"86.
Exactamente al contrario, hoy, bajo el influjo directo o indirecto de ideas
marxistas, a menudo a través de Ernst Bloch, emerge con frecuencia la exigencia de
situar dentro de la historia las utopías apocalípticas de una nueva creación, y de hacer
posible su realización con la ayuda de nuevas condiciones económicas. El "principio
esperanza", puesto en candelero por los apocalípticos, debe ser entendido como
principio de acción práctica, y conducir así a realizar históricamente el reino de la
libertad. Una "teología de la esperanza", tal como la concibe Jürgen Moltmann, trata de
aclimatar también en la teología la idea de la historia inspirada en la apocalíptica.
Con gran circunspección teológica, pero no sin calor y pasión, Ernst Käsemann
recuerda que la apocalíptica ha sido la madre de la teología cristiana, y que una iglesia
sólo podría rechazarla en perjuicio propio. La cristiandad ha sido puesta en guardia,
desde su raíz apocalíptica, "para no dar hoy soluciones, pues se perdería la posibilidad
de proteger su mañana o su remoto futuro... Nunca ha existido el éxodo desde los
campamentos instalados, que caracteriza a la verdadera iglesia, sin esperanza y
requerimiento apocalípticos"87. Ernst Käsemann no entiende este recurso a la
apocalíptica al estilo de Moltmann, como justificación de un sistema teológico
estructurado totalmente con base apocalíptica. Más bien se refiere pragmáticamente a la
matriz apocalíptica del cristianismo para poner en guardia al "pueblo peregrino de
Dios", de modo que no se sienta satisfecho de lo conseguido y no se encastille en una
actitud conservadora.
De modo notablemente distinto está construido el programa teológico de la
"revelación como historia", relacionado sobre todo con el nombre de Wolfhart
Pannenberg, que se vincula más explícitamente a la concepción apocalíptica de la
historia, favoreciendo e incrementando así, de modo notable, el estudio de la
apocalíptica. Los representantes de esta tendencia teológica se orientan hacia el diseño
universal de la historia trazado por la apocalíptica. Del mismo modo que el apocalíptico
concibe la historia como un todo, puesto que lo que está por venir le ha sido revelado
por Dios, también los defensores de la concepción de la "revelación como historia"
pueden abarcar toda la historia, pues ven la anticipación del fin de ésta en el destino de
Jesús. La resurrección de Jesús sería la prolepsis de los acontecimientos finales.
No es tarea nuestra aquí ni exponer ni ofrecer un análisis crítico de los susodichos
y afines proyectos teológicos de nuestros días, que se orientan en general a aceptar de
algún modo la visión de la historia propia de la apocalíptica. El hecho de las
sorprendentes diferencias entre ellos significa que no existe consenso compartido sobre
el concepto apocalíptico de la historia. Sin embargo, comparten la pretensión, en línea
de principio convincente, de aclarar la naturaleza de la apocalíptica en base a la
concepción apocalíptica de la historia, empresa audaz en la que también nos hemos
embarcado con este trabajo.
Aparte de los mencionados proyectos sistemáticos, no es raro encontrar hoy la
preocupación por el problema histórico de los orígenes del pensamiento apocalíptico,
86
Op. cit., 153.
87
Exegetische Versuche und Besinnungen II, 107.
31

cuestión virulentamente debatida desde los comienzos del estudio histórico de la


apocalíptica y todavía sin resolver del todo. Este problema está estrechamente vinculado
al interés por la concepción apocalíptica de la historia: esta concepción sería inteligible
si se sacasen a la luz las raíces históricas de la apocalíptica. Con estos planteamientos se
enfrentan los estudios de Otto Ploger, Gerhard von Rad y Peter von der Osten-Sacken.
32

IV
La Apocalíptica y el Antiguo Testamento
La apocalíptica es un movimiento judío que se puede rastrear ya a partir del siglo
II a.C. Por tal motivo, los escritos del Antiguo Testamento forman parte necesariamente
de las premisas históricas de la apocalíptica. Por otra parte, los autores de los escritos
apocalípticos se sitúan conscientemente en la tradición judía. Los nombres con
autoridad de las personas tras las cuales se esconden para comunicar y difundir sus
revelaciones pertenecen todos a figuras del pasado judío: Henoc, Esdras, Daniel,
Jeremías, Baruc, etc. El cuadro de la historia del mundo, que guía sus compendios de la
historia, proviene también del Antiguo Testamento y de las leyendas judías que se
apoyan en él. Los "justos elegidos" no son, como en el caso de la tendencia
individualista y universalista de la apocalíptica, los pertenecientes genéricamente al
pueblo de la alianza del Antiguo Testamento. No obstante, son identificados de hecho
con los judíos piadosos (en el sentido de la apocalíptica).
A primera vista, sorprende ciertamente observar la falta de citas del Antiguo
Testamento en la literatura apocalíptica. Naturalmente el lenguaje de los escritos
apocalípticos está empapado de ideas del Antiguo Testamento. Pero, en general, no es
citado como tal. La única excepción es Dn 9,2, donde se hace referencia explícita a Jr
25,11ss y 29,10; y los setenta años de la prisión de Babilonia mencionados ahí son
interpretados por el libro de Daniel como setenta semanas de años, según el cálculo
apocalíptico.
¿Significa esta llamativa ausencia de citas del Antiguo Testamento una evidente
separación y ruptura con él? En modo alguno. Conviene decir más bien que la ficticia
datación histórica de los diversos autores no les permite, en general, referirse
explícitamente al Antiguo Testamento. "Henoc" y "Moisés" no podían citar a los
profetas, aun en el supuesto de que hubiesen previsto lo que iba a suceder. El caso de
Daniel es un caso extraño. También los textos apocalípticos tratan de transmitir
enseñanzas, que el apocalíptico pretende haber recibido de boca de Dios o de su ángel.
Dios y sus mensajeros celestes difícilmente pueden aludir al Antiguo Testamento para
conferir la necesaria autoridad a sus afirmaciones. No podemos, pues, deducir de esta
ausencia de citas la existencia de una posición crítica de la apocalíptica de cara a la
tradición del Antiguo Testamento.
Por otra parte, de la voluntad de los epígonos de la apocalíptica de situarse en la
línea del Antiguo Testamento no se puede deducir que estuviesen realmente de acuerdo
con ella, y tampoco que no fuesen de algún modo conscientes de modificar en parte la
fe de los padres. Los teólogos de cuyo trabajo han salido los escritos individuales y los
núcleos de tradición del Antiguo Testamento trataron de interpretar las tradiciones
preexistentes. Tampoco los profetas tenían intención de decir algo sustancialmente
nuevo, sino que pretendían actualizar la fe tradicional de Israel para su propio tiempo
escuchando la voz de Dios. En sus palabras se refirieron constantemente a las
tradiciones religiosas de Israel, a las intervenciones salvíficas de Dios y a sus
instituciones jurídicas. Esta constatación permite hablar, a pesar de la multiplicidad de
los proyectos teológicos del Antiguo Testamento, de la fe veterotestamentaria y
confrontar la apocalíptica con el Antiguo Testamento, tal como pretendemos hacer.
33

El apocalíptico, a diferencia de los escritores del Antiguo Testamento y de los


profetas, pretende ser portavoz de una nueva revelación, desconocida hasta entonces y
ausente de los testimonios del Antiguo Testamento. Según Baruc Siríaco, Jeremías
recibe de Dios la orden de ir a Babilonia con los desterrados. Baruc, por el contrario,
recibe esta orden: "Tú, en cambio, quédate aquí, sobre las ruinas de Sión, y te daré a
conocer lo que sucederá al final de los días" 88. Los seguidores de la apocalíptica saben,
pues, a través de Baruc, mucho más de lo que Jeremías puede anunciar. Son los
mensajeros del tiempo último, definitivo.
Para la apocalíptica, la verdad toda queda al descubierto sólo ahora que han sido
dados a conocer los libros escondidos que anuncian una nueva verdad, pero no hacen
uso sólo de la antigua verdad en vista del presente. Con la consciencia de la novedad de
su mensaje puede ir unido el hecho, sin duda no casual, de que el apocalíptico, en
general, predica abiertamente sus visiones a judíos religiosos de fe veterotestamentaria
que no tienen ninguna herencia literaria que exhibir. Parece saber que la nueva forma
literaria en la que habla se explica precisamente a partir de la novedad que tiene que
anunciar. El lector no puede, por tanto, hacer comparaciones entre las proposiciones
apocalípticas y ciertas afirmaciones del Antiguo Testamento; en éste nunca han tomado
la palabra legítimos y autorizados representantes de la apocalíptica. De hecho, los
escritos apocalípticos, en cuanto revelación última, sustituyen al Antiguo Testamento.
Notemos también, en este contexto, que la verdad religiosa pretende ser la
interpretación última y exhaustiva de la realidad, y por eso se presenta como la antigua
verdad, eternamente válida. En general, el hecho de decir sin más algo nuevo no
constituye un título de legitimidad para una religión. Con idéntica seguridad se puede
afirmar que el apocalíptico sintió y percibió su conocimiento como nuevo, también
frente a su tradición del Antiguo Testamento. De hecho, sólo en un segundo momento
da valor a una verificación del mensaje mediante la comparación con el Antiguo
Testamento, recurriendo sobre todo a la antigua herencia de israelitas religiosos,
desconocida hasta entonces y dejada al margen del canon.
Él no debió de haber sido consciente del hecho de que su predicación no era
suficientemente respaldada por la autoridad tradicional de la Palabra de Dios; en
cambio, eran bien conscientes de ello los teólogos judíos que, no importa cuándo y
cómo, fijaron los confines del canon del Antiguo Testamento. Sólo un escrito
apocalíptico, el libro de Daniel, entró a formar parte de él, y no por méritos propios,
sino a pesar de su carácter apocalíptico. La razón hay que buscarla en que su autor-
profeta se situó en tiempo de Jeremías y de Ezequiel, y en que amplias partes del libro,
en las que son recogidas tradiciones preapocalípticas, fueron justamente entendidas
como expresión de una piedad judía ortodoxa. Para empezar, el libro de Daniel diseña la
figura del hombre creyente y ejemplar que, mediante la obediente observancia de las
leyes de los padres, obtiene la visible bendición de Dios incluso en ambiente pagano. Es
significativo, sin embargo, que "Daniel" no pudiese ser clasificado entre los escritos
proféticos y fuese colocado entre los "escritos", en la última parte del canon hebreo.
Tampoco entre los libros que aparecen en los LXX añadidos a los del canon
hebreo se encuentran obras expresamente apocalípticas; incluso el libro de Daniel es
situado al final de los "escritos". La teología judía oficial tomó, pues, sus distancias de
los escritos apocalípticos, del mismo modo que la conservación de la literatura
apocalíptica del judaísmo tardío se debe principalmente a ciertos círculos cristianos que
hicieron uso de esta literatura, en parte de manera reelaborada. Los rabinos, aparte del
88
Baruc Siríaco 10,23.
34

libro canónico de Daniel, nunca citan la literatura apocalíptica. De todo esto se deduce
que ya muy pronto los teólogos judíos notaron divergencias entre el pensamiento y la fe
del Antiguo Testamento y la de los apocalípticos. Nuestra tarea consiste en comprobar si
actuaron correctamente y por qué motivos. Se sitúa también aquí un problema anejo: si,
y en qué medida, el Antiguo Testamento, tomado en su conjunto, se contrapone a la
apocalíptica.
Para resolver este problema es de poca utilidad ver en qué medida derivan del
Antiguo Testamento conceptos y representaciones apocalípticos, y hasta qué punto son
éstos deudores de otras corrientes religiosas o de una imaginación creadora. Motivos del
Antiguo Testamento pueden ser utilizados para expresar una fe ajena al Antiguo
Testamento; por el contrario, expresiones o imágenes no familiares pueden llegar a ser,
con el transcurso del tiempo, fórmulas adecuadas y hasta necesarias del pensamiento del
Antiguo Testamento. Por eso, es indiscutible que, en comparación con el Antiguo
Testamento, las numerosas y amplias novedades de lenguaje y de ideas inusitadas
pueden indicar también una nueva concepción de la existencia. Pero merece la pena
examinar lo más directamente posible esta concepción de la existencia, si se quiere
determinar la carencia o la distancia de la apocalíptica en relación con el Antiguo
Testamento, y no fiarse de las estadísticas de términos e imágenes.
De aquí se deduce, sobre todo, que tanto el Antiguo Testamento como la
apocalíptica tienen una comprensión de la realidad esencialmente histórica. El judío
creyente del Antiguo Testamento no se maravilla del orden del cosmos cuando se
pregunta por el sentido del mundo, porque lo que llama su atención es el curso de la
historia. La creación culmina en la formación del hombre, es decir, en el ponerse-en-
movimiento la historia. No es el hombre quien, como parte del cosmos, debe someterse
a él; más bien debe saber sujetarlo históricamente a sí. ¿Dónde podría encontrarse, en
tiempo del Antiguo Testamento y fuera de él, una descripción de la historia comparable
a la del Antiguo Testamento, más aún una exposición tal de la historia que tenga por
objeto no los acontecimientos históricos individuales, sino el curso de la historia desde
el comienzo, diseñando continuamente nuevos esbozos de él? En los desplazamientos
de los patriarcas hay que ver sobre todo no cambios de un lado a otro, sino mutaciones
históricas; indicaciones de lugar como "Egipto" o "Tierra de Israel" califican, en el
Antiguo Testamento, diversas cualidades históricas; las fiestas anuales de Israel están
ancladas en hechos históricos. Israel no habla de acontecimientos míticos del tiempo
primordial, constatables antes de cualquier acontecimiento, sino de intervenciones
salvíficas a través de las cuales Dios demuestra, dentro de la historia, su libertad de
actuación. Análogamente, de vez en cuando, los profetas esperan para el presente una
irrupción decisiva de la historia guiada por Dios.
La apocalíptica, que también tiene una orientación absolutamente histórica, está
en consecuencia enraizada en la religiosidad del Antiguo Testamento, que
evidentemente le ofrece la mayor parte del material para su diseño de la historia.
De esto se deduce que la idea de Dios, tanto en el Antiguo Testamento como en la
apocalíptica, puede ser rectamente entendida sólo en el contexto de la concepción de la
historia. A diferencia del pensamiento griego, el Antiguo Testamento no conoce un Dios
que forme parte de lo existente, sea el Ente Supremo o el Ser Absoluto. Dios no puede
ser concebido más que históricamente operante, pues en el Antiguo Testamento lo real
es captado sobre todo no en la forma del orden del ser, en el que dioses y hombres
tienen su puesto según un orden armónico, sino como existencia histórica. Una
expresión, ciertamente insuficiente, como "Dios, Señor de la historia" puede ayudar a
comprender cuanto tratamos de decir. Verdad es que no se puede atribuir al obrar directo
35

de Dios todo lo que sucede en la historia, pero Dios obra históricamente y se le


encuentra en la historia. Todas las exposiciones históricas del Antiguo Testamento
quieren mostrar a Dios en acción. La más conocida y, al propio tiempo, significativa
definición de Dios que se encuentra en el Antiguo Testamento reza así: "Yo soy el
Señor, tu Dios, que te ha liberado de Egipto, de la casa de la esclavitud".
Quien se pregunta por Dios es remitido al obrar divino en la historia. El poder de
Dios es reconocido esencialmente en el hecho de que, quien ha hecho posible la historia
en cuanto que al principio creó el cielo y la tierra y estableció el curso de los astros,
elige un pueblo, perdona los pecados, establece y depone reyes, planta y arranca
pueblos, destruye los arcos, rompe las lanzas y quema las máquinas de guerra. La
convicción apocalíptica según la cual Dios es el incontestable Señor de la historia que
predetermina el curso de la historia y el fin del antiguo eón, está sin duda vinculada al
concepto veterotestamentario de Dios, que presupone ciertamente la libertad,
contingencia e imprevisibilidad del obrar divino.
En ambos campos encontramos una imagen del hombre caracterizada por el
pensamiento histórico. Con referencia al Antiguo Testamento, podemos afirmar que el
hombre es concebido como ser histórico; pero esto no significa principalmente que él o
Israel hayan existido en un determinado lugar y un cierto tiempo; tampoco que él haga
la historia, y menos todavía que sea autor de historias (aunque todo esto sea verdad y
forme parte de su historicidad o de la del pueblo de Israel). Significa sobre todo que él
está en juego con su vida, que puede realizarse o perderse, que está situado frente a la
alternativa que le obliga a decidir por sí mismo. No lleva consigo, en cada situación, un
ser eterno temporal, tratando de conformarse a él en lo posible y de no turbar la armonía
de la totalidad de lo existente. Él es más bien su propia posibilidad; su ser es su poder-
ser. No es un dato, sino una tarea. Su futuro depende de lo que históricamente encuentre
al paso y de cómo se comporte en tal encuentro.
Más aún, en el Antiguo Testamento, a diferencia de la apocalíptica, el destino del
hombre está vinculado en cierta medida al del pueblo, de tal modo que la opción
histórica del individuo no determina directamente su suerte; es sobre todo la conducta
histórica de la comunidad lo que determina el destino del pueblo. Esto, sin embargo, no
cambia nada de la concepción característica y común a la religiosidad tanto apocalíptica
como del Antiguo Testamento respecto al hombre, que existe históricamente en cuanto
tiene siempre (también como miembro de su pueblo) su ser ante sí, de tal modo que su
presente es continuamente concebido como lugar de decisión histórica.
La orientación histórica de la existencia, común al Antiguo Testamento y a la
apocalíptica, se percibe finalmente en la tendencia hacia el futuro. De momento dejamos
aparte el problema de dilucidar si, y en qué medida, podemos hablar de "escatología" en
el Antiguo Testamento, es decir, de la espera de un final definitivo de la historia.
Actualmente la cuestión está resuelta de maneras diversas. Sin embargo, es cierto que la
espera del futuro como tal forma parte esencial de la fe yavista. Esta fe confiesa a Dios
como quien interviene en la historia, cree en el Dios que viene. Cualquiera que sea el
momento en que Dios venga, trae a su pueblo salvación y juicio; y, cualquiera que sea el
juicio o la salvación esperados, el Antiguo Testamento los espera del Dios que viene. No
existe contradicción entre la afirmación de que Dios ha intervenido en el pasado en
favor de su pueblo y la espera de su actuación salvífica; al contrario, son genuinas
profesiones de fe en el Dios que sale al encuentro históricamente y que será el que fue.
Cada intervención pasada de Dios lleva consigo la promesa de una intervención futura.
El obrar del Dios que elige abre un futuro, y su intervención prometedora es norma para
el presente. La escatología de la apocalíptica, radicalizada sin duda respecto al Antiguo
36

Testamento, no puede ser entendida sin su raíz veterotestamentaria, tanto más cuanto
que lo mismo el Antiguo Testamento que la apocalíptica desconocen la idea de la
historia cíclica (concepción dominante en el mundo antiguo, que, por analogía con el
curso anual de las estaciones, habla del eterno retorno de lo idéntico) y conciben la
historia linealmente.
Tanto en el Antiguo Testamento como en la apocalíptica, mundo, hombre y Dios
son percibidos, tal como se ha dicho, a la luz de la historia. En consecuencia, la
apocalíptica debe ser considerada como un movimiento religioso que lleva la huella del
Antiguo Testamento y que se deriva de su religiosidad.
Pero precisamente esta convergencia en el pensar histórico pone claramente de
manifiesto las diferencias de ambas formas de existencia judías respecto a la concepción
de la existencia.
Opinamos que es obligado reconocer la esencial especificidad de la concepción
apocalíptica de la existencia en el hecho de que el seguidor de ese movimiento se sitúa
frente a este eón y a sus propias posibilidades de cambiarlo con una actitud radicalmente
pesimista. No nutre esperanza alguna respecto a este eón, pues la pone toda en un nuevo
eón más allá de la historia. Esta actitud pesimista frente al mundo circundante es
desconocida en el Antiguo Testamento. Quizá el profeta Amós no vio esperanza alguna
para su pueblo, pero la elegía que entona por Israel (5,2) no es un canto fúnebre por la
historia en sí misma y por las posibilidades históricas de Dios, es decir, por la creación
como tal. Si Israel es rechazado, queda todavía en la historia un pueblo como los
kusitas, ¿o acaso no puede Dios elegir también a los filisteos o los arameos (Am 9,7)?
Por otra parte, el Antiguo Testamento no ha acogido las predicciones de desventura de
Amós sin completarlas con el recuerdo de las promesas salvíficas, históricamente
eficaces. En el Antiguo Testamento sólo hay algo comparable a la apocalíptica en el
pesimismo de Qohelet. Pero hay que tener en cuenta que este libro fue compuesto en la
misma época en que se desarrolló el pensamiento apocalíptico y que, lo mismo que éste,
se distingue del resto del Antiguo Testamento.
Se ha pretendido considerar la concepción apocalíptica de la existencia como una
evolución legítima, sin solución de continuidad, del pensamiento del Antiguo
Testamento. Sin duda, en éste se percibe una evolución hacia una escatología cada vez
más acentuada. La espera del futuro propia de la fe yavista se articula, cada vez con
mayor claridad conforme se avanza en el tiempo, con la esperanza de una intervención
salvífica y definitiva de Dios que lleve a cumplimiento la historia de Israel. El Antiguo
Testamento en su totalidad tiende a la instauración definitiva del señorío de Dios. En
lugar de la intervención de Dios en la historia, esperada siempre en los más antiguos
esbozos teológicos del Antiguo Testamento, es decir, en vez de su permanente
dimensión de realidad futura, encontramos su excepcional y definitiva intervención
creadora de futuro. ¿No se sitúa la esperanza apocalíptica en la línea de esta evolución
propia del Antiguo Testamento?
Así opina p.e. H. D. Preuss en su libro "Jahweglaube und Zukunftserwartung" (Fe
en Yavé y esperanza de futuro): "También esta espera dualista-apocalíptica lleva en su
estructura fundamental la impronta de la fe en Yavé y de su espera del futuro, del mismo
modo que la apocalíptica no puede ser considerada sólo como un fenómeno decadente.
Está en conexión más bien... esencial y legítimamente con la escatología y con la
concepción de la historia propia sobre todo de los profetas" 89. Ahora bien, es verdad que
la apocalíptica está "claramente bajo el influjo y dentro del legado de todo el Antiguo
89
Op. cit., 212.
37

Testamento y especialmente de la profecía", desde el momento en que "aborda los


problemas planteados por el plan histórico de Yavé y trata de captar la historia en su
unidad y finalidad"; pero no es suficiente afirmar que la apocalíptica da testimonio de
"la fe yavista, por entonces difundida y ligada a la historia, en un nuevo ambiente y con
la ayuda de un nuevo bloque de afirmaciones"90. El pesimismo frente al eón histórico
presente, en general, y la total falta de esperanza en el curso de los acontecimientos del
mundo como tal, van más allá no sólo del bloque de afirmaciones, sino de las
afirmaciones mismas del Antiguo Testamento, es decir, de la concepción misma de la
existencia propia del Antiguo Testamento.
La escatología postexílica del Antiguo Testamento espera en el cumplimiento de
la creación; la apocalíptica, por el contrario, espera en un mundo nuevo más allá de este
mundo creado. Puede ser que, en este punto, la frontera entre una y otra sea imprecisa.
La contraposición dualista entre antiguo y nuevo eón no aparece en ningún otro sitio
con la misma fuerza que en los escritos apocalípticos. Tenemos que volver, pues, al
problema planteado a propósito del origen de la apocalíptica. Podría ser que las raíces
de la apocalíptica se hundan directamente en la escatología postexílica, de tal modo que,
ya en el Antiguo Testamento mismo, debió de comenzar la división clara entre
escatología histórica y espera apocalíptica del final de la historia. Esto no cambiaría
nada por lo que respecta a la diferencia fundamental entre concepción apocalíptica de la
historia y la concepción genuina del Antiguo Testamento.
El Antiguo Testamento espera la salvación histórica, razón por la que nunca llegó
a considerar insignificante el compromiso del hombre en y por la historia, si bien, en
última instancia, la salvación es esperada de una intervención de Dios, no del obrar del
hombre. Más aún, precisamente el obrar histórico salvífico esperado de Dios pone de
relieve radicalmente la responsabilidad histórica del hombre, aspecto del que no se
habla, ni se puede hablar, en la apocalíptica.
El apocalíptico no asume responsabilidad alguna de cara a la historia. Nada es
bueno en este eón, motivo por el que es imposible hacer nada bueno en él. El bien está
más allá de la realidad establecida.
A este dato corresponde el hecho de que no se pueda ya hablar ni siquiera de un
obrar salvífico y judicial de Dios en la historia, a diferencia clara del Antiguo
Testamento. Los libros históricos del Antiguo Testamento narran las grandes gestas de
Yavé, que escogió a su pueblo sacándolo de Egipto con brazo fuerte, dándole una ley en
el Sinaí, aplastando ante él a los pueblos de Canaán, instalando a su rey en Sión,
haciendo de Ciro su ungido, etc. También la predicación profética hunde sus raíces en
estas tradiciones de la elección divina, que ella actualiza para su propio tiempo. Dios ha
operado su salvación históricamente, de tal modo que el relato de la historia de Dios con
Israel comunica la salvación presente.
En correspondencia, también el juicio de Dios tiene lugar históricamente; de
hecho, pecado y justificación son posibilidades históricas.
"¡Intentemos ahora comparar con esta obra las síntesis de la historia de Israel,
notablemente desposeídas de significado teológico, que nos ofrece aquí y allá la
literatura apocalíptica! La suya es una imagen de la historia que parece haber perdido el
carácter de una profesión de fe. Ignora las empresas salvíficas de Dios de las que había
partido la antigua imagen de la historia"91. La historia de la salvación de Israel se
convierte en una estructura cronológica, que debe determinar el actual lugar histórico

90
Op. cit., 213.
38

del seguidor de la apocalíptica al final de la historia. Así, p.e., en el libro de Daniel el


puesto de la historia de Israel puede ser ocupado por la historia del mundo en general.
En la apocalíptica la historia es convertida en algo totalmente profano. Lo que
ocurre en ella no tiene significado teológico alguno. En este eón no hay salvación;
¿cómo podría entonces Dios llevar a cabo en él acciones salvíficas? También pierde su
sentido el juicio intrahistórico. Su lugar lo ocupa el juicio sobre la historia: el viejo eón
arderá y se consumirá como un tizón para dejar sitio a una nueva creación.
El pesimismo apocalíptico relativo a la historia aleja a Dios de ella, de modo que
Dios no vuelve a intervenir en el curso de la historia (determinado como está de una vez
para siempre) y espera inactivo, lo mismo que el hombre, a que el tiempo establecido
alcance su término. El demonio se convierte en el señor de este eón. Cuando un
estudioso moderno de la apocalíptica escribe que "los apocalípticos creían en Dios y
pensaban que Él, por lo que respecta al mundo que había creado, seguía un plan y tenía
también el poder de realizar su plan"92 está emitiendo un juicio que deforma
básicamente la experiencia apocalíptica de la historia. ¡Dios no tiene concebido ningún
plan para este mundo! En consecuencia, no interviene en él ni siquiera con acciones
individuales de juicio para mover a los hombres y a los pueblos a la penitencia y a la
conversión. Este eón está totalmente sometido al juicio de Dios, tal como se verá
públicamente en el juicio final, cuando este mundo acabe.
Sólo con la ausencia de Dios del marco de la historia se hace posible la
determinación de ésta. Esta idea representa un momento secundario de la comprensión
apocalíptica de la historia. La primera experiencia del apocalíptico se centra en la
tremenda concepción según la cual no hay salvación en este eón, ni siquiera como
posibilidad. A partir de esta experiencia existencial, y en sensible contraposición con el
Antiguo Testamento, debe confinar en los márgenes de la historia al Dios de quien
espera la salvación. Dios interviene en la historia, que ha puesto en movimiento con la
creación, con la misma o menor eficacia histórica de la que el hombre es capaz. Él no
interviene soberanamente en el curso de la historia, no toma ninguna decisión histórica
contingente, por tanto no se arrepiente de su obrar. La historia no es el lugar de su
estable y omnipotente obrar; más bien alcanzará su fin cuando Él llegue. Dios considera
perdida la historia; a tal actitud corresponde el desinterés del hombre por los cambios
históricos. Por este motivo, la historia se presta a una especulación temporal
determinística. El lugar del obrar histórico lo ocupa el saber del apocalíptico acerca del
curso de la historia, es decir, acerca de su propia situación en la historia. El epígono de
la apocalíptica deja tras de sí la historia como un mecanismo que funciona sin
obstáculos, pero al mismo tiempo como una máquina que no tiene ninguna función que
cumplir. No sin razón, se ha hablado en este contexto de una concepción gnostizante de
la historia: desaparece la dinámica de la pura historicidad en favor de una concepción de
la historia que entiende ésta análogamente a la computabilidad estática de las
necesidades cósmicas. La historia es interpretada en analogía con el concepto griego de
cosmos.
La pérdida del sentido de la historia por parte de la apocalíptica se manifiesta, de
la forma más clara, en la pérdida del sentido de la salvación. Para el judío creyente del
Antiguo Testamento, la presencia histórica del obrar salvífico de Dios hacía de cada

91
G. von Rad, Theologie des Alten Testaments II, 19654, 320 (Teología del Antiguo Testamento II,
Salamanca 1972, 387).
92
H. H. Rowley, Apokalyptik, 1965, 141.
39

momento presente un momento potencialmente salvífico. Incluso para los desterrados


en Babilonia tenía sentido la reconfortante exhortación de Jeremías: "¡Edificad casas y
habitadlas, plantad jardines y comed de sus frutos!". Y "Si me buscáis con todo vuestro
corazón, me dejaré encontrar de vosotros" (Jr 29,5ss). El judío creyente del Antiguo
Testamento sabe, incluso en los momentos más oscuros, que es custodiado por su Dios y
que, en consecuencia, está actualmente en la salvación.
La escatología tardía del Antiguo Testamento espera una definitiva intervención
salvífica de Dios en el futuro y, en consecuencia, se ve obligada a marginar el presente
en las sombras de una relativa lejanía de Dios. Por este motivo, algunos estudiosos han
considerado esa escatología como una deformación de la profecía preexílica, llevada a
cabo por epígonos, pues esta profecía conocía la incondicionada presencia de la gracia y
del juicio de Dios. Esta visión de las cosas no carece probablemente de fundamento. En
el Antiguo Testamento puede percibirse ya una decidida ruptura, que apunta a la
apocalíptica.
Sin embargo, la propia apocalíptica distingue claramente entre la tardía
escatología veterotestamentaria y la suya propia. De hecho, integra la espera postexílica
de la salvación en un reino final histórico en su propia imagen del futuro, haciendo
entrar después de este reino salvífico final de la historia la definitiva catástrofe del
mundo antiguo y haciendo que irrumpa el nuevo eón. Conocemos esta instructiva
concepción de manera especial por el Apocalipsis de Juan (20,1ss).
En este libro del Nuevo Testamento el reino histórico intermedio del Mesías, al
que sucede el ocaso de este eón, dura mil años, motivo por el que dicho cómputo lleva
el nombre de "quiliasmo". Según 4 Esd 7,28ss, el reino terrestre del Mesías dura sólo
cuatrocientos años; después muere el Mesías, los muertos resucitan y empieza el
juicio93. Siempre que encontremos textos que hablen en esos términos del tiempo
mesiánico de la salvación antes del fin del antiguo eón, observaremos fácilmente la
diferencia cualitativa que hay en la apocalíptica entre la espera histórica de la salvación
típica de la escatología postexílica y la propia esperanza en el fin de la historia.
Con esto se relaciona el hecho de que los profetas postexílicos en modo alguno
consideraron su presente privado de salvación. Los apocalípticos pensaban de otro
modo. Para ellos, en el presente sólo hay esperanza de salvación, pues el presente, en
cuanto que forma parte del antiguo eón, no puede ofrecer en absoluto salvación. En este
mundo no hay nada por lo que merezca la pena vivir; no hay nada digno de ser amado.
Por eso el hombre no tiene motivos para alabar nada, a no ser el plan de Dios de acabar
rápido con este eón. El seguidor de la apocalíptica espera en la vida, el amor y la
alabanza, pero sólo la superación de la historia por parte de Dios le proporcionará la
salvación esperada. Dios mismo ha abandonado a la historia, y este "no" de Dios al
mundo presente hace de la historia el lugar en el que no se encuentran más que pecado y
muerte, desgracia y aflicción. Se trata de una concepción de la existencia totalmente
ajena al Antiguo Testamento.
Tengamos también en cuenta que en el Antiguo Testamento falta el dualismo
antagónico que sirve a los apocalípticos para expresar su negación radical de este eón.
Verdad es que en los escritos tardíos del Antiguo Testamento aparece esporádicamente
el diablo como adversario de Dios, pero no es, como en la apocalíptica, el señor de este
eón o el serio competidor de Dios. En consecuencia, el Antiguo Testamento cree poder
cambiar el mal en bien, mientras que, para el pensamiento apocalíptico, bien y mal se
contraponen como dos eones, sin que se pueda seriamente pensar en una conversión
93
Cf. también 4 Esd 12,34; Baruc Siríaco 40,1-4; Henoc Etiópico 91,11-13.
40

histórica del mal, de las potencias malignas o de los malvados. Quien hoy esté de parte
de los impíos, es como si de hecho no fuera redimible:
"Los buenos anuncian... justicia a los buenos; el justo se alegra con el justo, y se
congratulan mutuamente. Pero los pecadores están con los pecadores y los rebeldes se
juntan con los rebeldes"94.
En estos últimos días del tiempo del antiguo mundo sólo hay decisión histórica
para los piadosos, es decir, la decisión de no pasar a la parte de los malvados y no
dejarse alejar de la salvación cercana:
"A determinados hombres de una generación les son revelados los caminos de la
violencia y de la muerte; pero se mantienen alejados de ellos y no los siguen. Y ahora
os digo, justos: ¡no caminéis por el camino del mal ni por la senda de la muerte! No os
acerquéis a ellos para no morir"95.
La historicidad del hombre, aceptada fundamentalmente, es en la práctica mucho
más reducida que en el Antiguo Testamento.
También debemos mencionar en este contexto el universalismo y el
correspondiente individualismo a través de los cuales la apocalíptica se distingue
claramente del Antiguo Testamento. Naturalmente no hay que exagerar la diferencia a
este respecto. En el Antiguo Testamento se afirma claramente que Dios es el Señor de
todo el mundo, con mayor convicción cuanto más se avanza en el tiempo. Por eso, en
las imágenes escatológicas de la profecía tardía se habla de los pueblos peregrinos hacia
Sión. Y aunque el israelita obtiene la salvación sólo en y con su pueblo, salvación y
fracaso del pueblo dependen de las decisiones individuales de sus miembros,
especialmente de sus jefes. Ya en el Antiguo Testamento lamentación y alabanza se
relacionan con el destino individual, y no es raro que los profetas anuncien también a
los individuos el juicio y la gracia de Dios. Por otra parte, en ningún lugar aparece con
claridad que comunidades apocalípticas se hayan encontrado reunidas en auténtica
universalidad incluso fuera de la comunidad del pueblo judío. Y a la inversa, también en
la apocalíptica se mantiene con firmeza la elección eterna de Israel, pues de hecho Israel
está representado por los israelitas piadosos: Israel ya no significa entonces la unión
formada por la ley y el pueblo, pues el "verdadero Israel" es la comunidad de los
hombres religiosos, de los elegidos.
Sin embargo, precisamente en esto se manifiesta un cambio radical respecto al
Antiguo Testamento. El hecho de que Israel como pueblo vaya perdiendo terreno en la
apocalíptica en favor del verdadero Israel, tal como se ha descrito, depende también del
abandono del sentido de la historia por parte de la apocalíptica, que no puede tener ya
nada que ver con el pueblo histórico del Antiguo Testamento. De hecho, ¿cómo podrían
las diferencias nacionales entrar a formar parte de la nueva creación, donde todos los
hombres son "como ángeles del cielo"? ¿Cómo podría ser elegida una grandeza
histórica si toda la historia está sometida al rechazo de Dios? Además, desde hace
tiempo se ha llevado a cabo, en Israel mismo, la irreparable separación dualista entre
comunidad del Altísimo e hijos de Beliar, sin dejar esperanza alguna a Israel como
pueblo. Así, pues, la individualización y la universalización frecuentemente observadas
en la apocalíptica constituyen en el fondo el resultado de la concepción dualista y
pesimista de la historia, que rechaza cualquier historia en compañía del pueblo de Israel
y espera una salvación más allá de la historia sólo para los individuos israelitas. Esto no

94
Henoc Etiópico 81,7s.
95
Henoc Etiópico 94,2s.
41

excluye que, a la inversa, la tendencia universalista de la época helenista haya


empezado a posibilitar la concepción apocalíptica de la historia.
Si tratamos de resumir los resultados de nuestra comparación entre Antiguo
Testamento y apocalíptica, encontraremos una confirmación de lo que ya hemos
observado en el capítulo segundo sobre la naturaleza de la apocalíptica.
En principio, la apocalíptica piensa históricamente. No conoce ninguna realidad
experimentable que no nos salga al encuentro como historia o que no esté al servicio de
la historia. En esto pone claramente de manifiesto su herencia veterotestamentaria. Pero,
al propio tiempo, no espera en la historia, que está totalmente privada de salvación,
perdida sin posibilidades de salvación, carente de sentido. No es que vivan un trance
desesperado las situaciones individuales de la historia, sino que no hay esperanza para la
historia en su totalidad. La salvación no puede en absoluto realizarse históricamente, ni
siquiera con el resto de los fieles. La tierra prometida sólo está más allá de la historia y
más allá de cualquier posibilidad histórica.
Se confirma así nuestra afirmación de que el pesimismo frente a la realidad toda
experimentada constituye la experiencia fundamental de la apocalíptica y el meollo de
la comprensión apocalíptica de la existencia. El pensamiento del Antiguo Testamento y
el de la apocalíptica se diferencian precisamente en esta toma de posición respecto a la
historia. En la convicción del apocalíptico de estar al final de la historia se expresa la
certeza, llena de esperanza, de que también la historia camina hacia el final (posición
ésta inconcebible en el Antiguo Testamento). En el extremo límite de la historia, pero
estando aún en ella, el apocalíptico espera la salvación del más allá de esta historia
esencialmente corrompida, una salvación que viene de Dios, una salvación restringida al
ámbito humano de los fieles elegidos para el nuevo eón.
El seguidor de la apocalíptica vive en el tiempo final de la historia y espera la
revolución definitiva, que ponga fin a la historia o cambie radicalmente la cualidad del
obrar histórico, en cuanto que es suprimida toda injusticia y los fieles piadosos reciben
el reino de la salvación.
42

V
Apocalíptica y Gnosis
Si del campo de la mitología apocalíptica pasamos a su contemporáneo de las
representaciones gnósticas, nos sentimos transportados a otro mundo. En la gnosis falta
por completo el pensamiento fundamentalmente histórico que une Antiguo Testamento
y apocalíptica. La gnosis no piensa en categorías de la existencia histórica, sino del ser
estático. No capta la verdad de la realidad bajo el aspecto del tiempo, sino bajo el del
espacio. La vida humana no está determinada por la pregunta "¿en qué momento vives
del curso de la historia?", sino por esta otra: "¿dónde te sitúas en el cosmos de los
seres?".
El pensamiento gnóstico se desarrolla a partir de un dualismo primordial o
derivado de dos principios divinos. Mucho antes de este mundo existió una
contraposición entre un dios bueno y otro malo, entre luz celeste y tiniebla infernal. En
la lucha entre estas dos potencias primordiales, el poder demoníaco consiguió
prevalecer sobre la figura celeste. La existencia de este mundo visible comenzó con este
triunfo de las tinieblas. De hecho, el poder infernal pretende a toda costa seguir en
posesión de la figura luminosa conquistada. En consecuencia, aquella crea el mundo y,
en el mundo, a los hombres. Los cuerpos humanos deben servir de prisión a la luz
celeste sometida. Con tal fin, los demonios descomponen el ser proveniente del mundo
superior en cantidad de chispas de luz. Y a estas partículas de luz, que poseen sustancia
pneumática, les suministran un "elixir del olvido" para que pierdan la memoria de su
patria celeste y enviarlas a los cuerpos humanos, que servirán de cárcel a esas almas
espirituales.
Así, al original dualismo cósmico de potencias luminosas y potencias de las
tinieblas corresponde un dualismo antropológico de cuerpo demoníaco y alma divina, de
carne mortal y pneuma inmortal. Como no todos los hombres llevan en su interior la
chispa divina de pneuma (los demonios quisieron obstaculizar la previsible tentativa de
los celestes de apoderarse de la parte perdida de esplendor luminoso), los seres humanos
se dividen en dos clases: los "pneumáticos" y los "sárkikos", es decir, los hombres
espirituales (cuyo Yo es la chispa de luz exiliada en la cárcel del cuerpo) y los
puramente carnales.
El mundo terrestre se encuentra en el peldaño más bajo; el reino de la luz, en el
lugar más lejano del cosmos. Entre la tierra y el mundo de la luz se encuentra el reino de
los demonios, que, según el pensamiento antiguo, está situado en los astros. Estas
potencias demoníacas impiden la subida de las almas al reino de la luz y vigilan su presa
luminosa para que no se vea tentada por la potencia original buena a recuperar la
perdida parte de luz.
Naturalmente, el mundo de la luz no está satisfecho de la merma sufrida y trata de
recuperar el pneuma perdido. Por eso pone en movimiento el proceso de la redención.
Un ser del mundo de la luz se encamina hacia abajo. Se enmascara en forma de tiniebla,
engaña a los guardianes, que los demonios han establecido en los caminos a través de
los numerosos cielos, y finalmente llega a la tierra, donde se esconde en un cuerpo
carnal o en una apariencia de cuerpo. Así, actuando de incógnito entre los hombres,
lleva a los pneumáticos la iluminación redentora sobre su verdadero ser, el
conocimiento de dónde vienen, de cómo han caído en poder de las tinieblas y de cómo
pueden encontrar el camino hacia la patria celeste, una vez liberados por el amor. El
43

mensajero celeste conoce ya el misterio del camino que conduce al cielo, pues
previamente había atravesado el mundo de las tinieblas. Después de haber comunicado
a los suyos la gnosis, es decir, la verdad sobre su origen y su futuro, vuelve a lo alto
recorriendo el camino por el que había venido. Todos los pneumáticos, que ya están en
posesión de la gnosis, podrán seguirlo después de haber abandonado el cuerpo. La
victoria de la luz sobre las potencias de las tinieblas les permite estar ya ahora seguros
de su salvación, reírse de los jefes de los demonios y odiar la carne, tanto más cuanto
que pueden anticipar en el éxtasis el viaje definitivo hacia el cielo.
Apóstoles gnósticos viajan por todo el mundo para despertar a los pneumáticos
del sueño del olvido de su ser y hacerlos conocedores, gnósticos. Cuando la llamada de
la gnosis haya alcanzado todos los confines del mundo, se puede pensar que ha llegado
el tiempo en que también la última luz ha abandonado el mundo para volver a la patria
celeste. Entonces toda la creación pierde su sentido y cae nuevamente en la nada, de la
que forma parte como obra del vano poder de las tinieblas. Pero el mundo de la luz
celebra su triunfo; la tiniebla ha sido definitivamente llamada al orden. Todo lo que está
separado vuelve a recomponerse. Lo último vuelve al principio.
Esto por lo que respecta a la gnosis en cuanto tal. Nuestra exposición ofrece las
líneas fundamentales del mitograma gnóstico, un sumario ideal típico de los sistemas
gnósticos que, bajando a detalles, son muy divergentes entre sí. En nuestras ulteriores
reflexiones seguiremos este esquema gnóstico ideal; no tomaremos en consideración las
ramas de la gnosis decididamente influenciadas por el pensamiento judío o cristiano.
Tampoco nos ocuparemos aquí de la discutida cuestión del origen de la mitología
y la religión gnósticas, que sin duda surgieron en el mismo periodo que la apocalíptica.
Recordemos sólo que las categorías de espacio y sustancia, predominantes en el
pensamiento gnóstico, revelan evidentemente el influjo de la concepción griega de la
realidad, de tal modo que la diferencia entre los modos de pensar apocalíptico y
gnóstico aparece claramente en sus diferentes matrices: aquí el pensamiento griego; allí
el Antiguo Testamento.
Es evidente que en el pensamiento griego predominan absolutamente las
categorías de espacio y de sustancia. De hecho, para la religión gnóstica, algunas binas
sustancialmente contrapuestas, como "verdad-mentira", "vida-muerte", "salvación-
perdición", "esclavitud-libertad", se corresponden a las contraposiciones espaciales
"arriba-abajo" o "reino de la luz-mundo de las tinieblas" y a las sustanciales "espíritu-
carne", "ser-nada", "plenitud-carencia". También los conceptos fundamentales de "luz"
y "tiniebla" son espaciales y sustanciales, pero no se usan históricamente: la luz, que
pertenece al mundo superior, llega al mundo inferior sólo por una "caída". Ella
representa al verdadero ser, mientras que la tiniebla es calificada negativamente como
ausencia de ser. Lo que acontece (en el ámbito de la gnosis sólo puede hablarse de
"historia" con reservas) consta de una mezcla y separación de sustancias. Es
precisamente este pensamiento espacial y sustancialista el que introduce en un mundo
extraño a quien comparte las categorías del tiempo histórico propias de la apocalíptica.
Sin embargo, con tal experiencia, queda uno en el campo de las ideas, de las
"objetivaciones". En este ámbito no hay de hecho puentes para pasar de un diseño
histórico, que expone en siete o diez etapas el curso del mundo desde Adán hasta el
presente y el fin del mundo, a una descripción de la subida de las almas a través de siete
regiones celestes enemigas o de los 365 puestos de guardia de los demonios. El abismo
que separa estos dos modos de concebir la existencia humana (cada uno totalmente
comprehensivo) es tan grande como el que separa a Platón de Isaías. De modo
44

totalmente diverso se plantea el problema de si hay que interpretar el mito gnóstico de la


caída y de la ascensión de la luz recurriendo a la comprensión de la existencia que
encontramos en él, como hemos intentado hacer en el capítulo segundo con el cuadro
apocalíptico de la historia. Entonces descubrimos de un golpe sorprendentes puntos de
contacto entre gnosis y apocalíptica, que hacen comprensible el juicio de Rudolf Otto
tomado de H. Gressmann: "La gnosis es espíritu del espíritu de la apocalíptica" 96, un
juicio que naturalmente es reversible.
Hay que observar sobre todo que tanto la gnosis como la apocalíptica pretenden
ofrecer una nueva interpretación de la realidad toda. Como esta interpretación abarca
toda la realidad, no puede obviamente haber surgido ahora; debe de tratarse más bien de
la verdad del principio, originaria, de lo real, sea el ser (como en la gnosis) sea la
historia (como en la apocalíptica). En consecuencia, de las dos corrientes puede
deducirse que la verdad predicada está presente desde los tiempos antiguos, aunque sólo
ahora ha sido puesta de manifiesto. El apocalíptico afirma, pues, que Dios, antes de los
tiempos, dio sólo a unos pocos hombres elegidos la comprensión del sentido último de
todo lo que acontece, ordenándoles al mismo tiempo dar a conocer su sabiduría sólo al
final de los tiempos.
Según su principio sustancialista, la gnosis parte del hecho de que las chispas del
pneuma, debido a su origen celeste, portan consigo el conocimiento de su ser. Pero de
hecho, la "gnosis" les es comunicada como algo nuevo; el hombre pneumático debe
convertirse en gnóstico. La gnosis, si quiere atenerse a la novedad de su mensaje, no
puede atribuir un olvido del ser a la masa de los pneumáticos. Los demonios son los
culpables de este olvido del ser por parte de los pneumáticos. Ellos han dado a cada
chispa de luz un veneno que le priva de la autoconciencia; le han suministrado una
bebida de olvido; le han servido un somnífero o preparado una bebida excitante que les
mantiene en una continua borrachera. Abruman a las chispas con abundancia de deseos
carnales para hacerles olvidar su propio origen. Por eso es necesaria la redención, el
despertar del sueño de la muerte, la liberación de la borrachera, el recuerdo de lo
verdaderamente eterno, de la vuelta al origen, de la revelación de la verdad escondida.
Las diferencias entre gnosis y apocalíptica son evidentes. Para la gnosis, el
conocimiento de lo que es verdadero se le ha dado al hombre desde el comienzo con su
verdadero ser, que sólo puede ser enmascarado mediante malévolas maquinaciones.
Para la apocalíptica, la verdad se hace sólo manifiesta a partir del fin de la historia, por
eso permanece desconocida mientras Dios retiene oculta su revelación. Pero estas
diferencias son irrelevantes frente a la afirmación, común a la gnosis y a la apocalíptica,
de que sólo ellas ahora comunican la verdadera comprensión de la realidad de todo ser
o de cada destino. Ambos movimientos religiosos están por eso convencidos de ser
portadores de una nueva, y hasta ahora no realizada, interpretación de la existencia
humana. No sorprende, pues, que se defina al conocimiento gnóstico como
conocimiento primordial, pues los escritos gnósticos, llamados "apocalipsis" por su
forma literaria, es decir, escritos gnósticos de revelación, pretenden proceder de Adán,
de Set o de otras figuras del tiempo antiguo.
Se constató muy pronto que la predicación religiosa, por la naturaleza misma de
su causa, no suele coquetear con las ideas novedosas, sino que trata de mostrar lo
originario, y por tanto definitivo, de su verdad incluso en base a su antigüedad. Frente a
este hecho, podemos preguntarnos si la extraordinaria coincidencia de gnosis y
apocalíptica en su pretensión de presentar no lo verdadero como nuevo, sino lo nuevo
96
Reich Gottes und Menschensohn, 19402, 3.
45

como verdadero, no se apoya en una idéntica experiencia de la existencia percibida


como nueva. Este problema debe ser planteado con tanta mayor razón cuanto que los
comienzos de la gnosis y la apocalíptica son probablemente contemporáneos. ¿Qué
concepción de la existencia se esconde tras el mitologúmeno gnóstico de la caída de la
luz en las tinieblas, del origen demoníaco del mundo, del ser-arrojado del hombre en
esta existencia que le es extraña y de la subida del pneuma al pléroma (= plenitud)
celeste?
A esta pregunta hay que responder que la experiencia gnóstica fundamental se
basa en el radical pesimismo de la realidad "histórica", de este mundo, frente a este eón
(concepción de la existencia que se corresponde exactamente con la de la apocalíptica).
En una primera mirada pueden percibirse conceptos, representaciones y modos
históricos de pensar compartidos por la apocalíptica y el Antiguo Testamento (los dos
distintos claramente de la gnosis). La segunda mirada, que no se pregunta por la
experiencia existencial de la realidad, expresada en objetivaciones, ni por la naturaleza
de esa experiencia, considera gnosis y apocalíptica estrechamente ligadas y netamente
separadas de la comprensión de la realidad propia del Antiguo Testamento.
Examinemos ante todo el acentuado dualismo cósmico de la gnosis, que, a
diferencia de la apocalíptica judía, no necesita la idea de que el diablo y sus ángeles
fuesen originalmente creaturas buenas de Dios, que una caída pecaminosa convirtió en
sus adversarios. Muchos sistemas gnósticos parten de un dualismo primordial de luz y
tinieblas, negando así la unidad de Dios, idea irrenunciable para el pensamiento judío y
para la apocalíptica. Pero precisamente por esto aparece con mayor claridad que el
mundo terrestre se contrapone totalmente a Dios. La apocalíptica presenta un problema
de difícil solución: ¿cómo es posible que surja la oposición de este eón dado que sólo
Dios lo ha creado y le ha prescrito un curso y unos tiempos determinados? Pero tal
problema es superfluo en el supuesto gnóstico de que el mundo y su arquitecto nunca
han estado en la parte de la luz, sino que radicalmente son pura nulidad ya desde el
principio.
Hay también sistemas gnósticos que hacen que el mal derive por emanación de la
divinidad. Una parte del principio divino, desviada de la existencia y de la conducta
divinas, se separa definitivamente de la matriz divina, se debilita y pierde finalmente el
ser divino. Pasa así de lo infinito a lo finito, del ser al no-ser, de la luz a las tinieblas, del
pneuma al mundo.
La doctrina sobre la caída de lo divino o sobre la separación del mundo divino
como presupuesto de la creación del mundo a través de potencias vanas y el
aprisionamiento de la figura luminosa lleva rasgos afines a la explicación apocalíptica
de la caída de los ángeles. En el Henoc Etiópico, por ejemplo, se nos cuenta, de acuerdo
con Gn 6,1ss, que doscientos ángeles habrían venido a la tierra en tiempos de Yared, se
habrían mezclado con los hijos de los hombres y, de esta unión híbrida, habrían nacido
los gigantes, cuyas almas, tras su muerte, ejecutan malas acciones en calidad de
demonios97.
Con la caída de los ángeles se introduce el mal en el mundo, los demonios entran
en acción; el mundo, creado bueno por Dios, se convierte en este eón de pecado y
sufrimiento. Las ideas gnósticas y apocalípticas sobre la caída de los ángeles pudieron
haber utilizado material mitológico común (si es que no hubo contacto directo entre

97
Henoc Etiópico 6-8; 15,8 -16,1.
46

ambos sistemas). Pero nos interesa más el hecho de que la fuente mitológica sirve para
un mismo fin: explicar el carácter negativo de este mundo, como enemigo de Dios.
Debido a esta explicación, es irrelevante preguntarse si el mundo, como ocurre en
la gnosis, ha sido creado por potencias caídas e impías o si, como explican los
apocalípticos, estas potencias demoníacas alejan de su creador al mundo creado por
Dios para ponerlo bajo su propio dominio. En el primer caso, la vanidad del mundo
según el pensamiento gnóstico radica en el ser vano de lo creado. En el caso de la
apocalíptica, la tiniebla de este eón se debe a la conducta histórica de la creatura que se
aleja de su creador. En ambos casos, la cualidad del mundo o del curso del mundo es
descrita del mismo modo y con palabras sustancialmente idénticas: vivimos en un
mundo malo que no es, o ya no es, de Dios. En consecuencia, este cosmos, tanto para la
gnosis como para la apocalíptica, está destinado a pasar. Según la apocalíptica, Dios le
fija un fin para un tiempo ya predeterminado, de modo que surja así el nuevo eón.
Según el pensamiento gnóstico, el cosmos demoníaco se disolverá en la nada cuando
todo el pneuma se haya separado de él. Y no es casual que, en la gnosis más tardía, el
fin del cosmos tras el éxodo del pneuma sea descrito con imágenes apocalípticas.
En este contexto conviene subrayar que el gran papel que juegan ángeles y
demonios en la apocalíptica y en la gnosis, detalle que vincula a estas dos corrientes
religiosas, separa al mismo tiempo a la apocalíptica del Antiguo Testamento. Así las
cosas, resulta evidente que la concepción del mundo es semejante en ambos sistemas, y
característicamente distinta en el Antiguo Testamento. En éste fue casi totalmente
suprimida la fe popular en ángeles y demonios. Dios entra directamente en contacto con
el mundo, como creatura suya que es, y con la historia, como su campo de acción.
El alejamiento de Dios del mundo (en la gnosis) o de la historia (en la
apocalíptica) hace necesaria la existencia de seres mediadores. Unos, en calidad de
mensajeros buenos de Dios y por encargo suyo, hacen de puente entre Dios y la
creación alejada de Él; otros, en calidad de seres malos separados de Dios, crean el
mundo hostil a Dios de la mitología gnóstica. Estos últimos gobiernan y llevan a
cumplimiento la historia desdivinizada, cuyo fin anuncia el apocalíptico. Los seres
angélicos, especialmente los demonios, hacen posible la expresión de la separación
dualista entre Dios y el mundo o entre Dios y la historia mediante la mitología del
tiempo. Son por eso, en lo que respecta a la concepción del mundo y de la vida, un
signo de afinidad entre apocalíptica y gnosis. Tanto en una como en otra encontramos
una visión absolutamente pesimista del mundo o del curso del mundo, del que Dios no
puede ser considerado directamente responsable.
Pero es en la antropología, es decir, en la doctrina sobre el hombre, donde se
percibe más claramente que en las afirmaciones cosmológicas la identidad del juicio
sobre este mundo que ofrecen ambos sistemas. Según el mito gnóstico, todos los
pneumáticos (y sólo ellos son hombres en sentido propio y verdadero) forman parte de
la figura luminosa caída en poder de las tinieblas, figura a la que a menudo se la llama
sin más "hombre" o "Adán". La relación del hombre con el mundo es designada con
conceptos como "caída", "exilio", "prisión", "extranjero", "desarraigo", "nostalgia", etc.
El hombre no proviene de este mundo en el que ha sido precipitado, en el que ha sido
exiliado involuntariamente. Vive en un país extranjero, y sus lamentos por la miseria de
este mundo son expresión de la nostalgia por el mundo de la luz, al que pertenece. Las
potencias demoníacas le han separado del eón superior de la luz. Lo tienen prisionero en
este mundo y en la cárcel del cuerpo. Como no hay comunión entre Dios y el demonio,
entre luz y tinieblas, tampoco la hay entre Adán, hombre primordial, o sus partes, y el
mundo, entre espíritu y carne, entre hombre interior y exterior. Todo esfuerzo del
47

hombre, que toma conciencia de sí saliendo del olvido de su ser, está dirigido a liberarse
de este mundo.
El apocalíptico, ligado al pensamiento judío, no puede expresar su juicio sobre el
destino del hombre en el mundo por medio de este dualismo cósmico. Para él, el mundo
sigue siendo creación de Dios. Sólo esporádicamente resuenan tonos gnostizantes de
lamentación, no por la condición del mundo, sino por el mundo mismo, no por la
corruptibilidad del cuerpo, sino por el cuerpo como tal. Así, por ejemplo, 4 Esd 7,88,
donde a los creyentes se les ofrece la agradable visión de poder separarse de esta "vasija
mortal". Pero se dice claramente que Dios no ha creado al hombre para este mundo
alejado de él, sino para el nuevo eón. El hombre vive en este eón como en un país
extranjero, si bien hombre y mundo se han convertido mutuamente en extraños sólo en
el proceso de la historia. El hecho de que el hombre con sus pecados esté a merced de
este eón no es otra cosa que la caída del gnóstico a este mundo, es decir, que el hombre
no pertenece a este mundo. El lenguaje esencialista-espacial de la caída y el lenguaje
histórico del pecado expresan una experiencia idéntica de la existencia.
Por este motivo, también los mitologúmena se parecen de manera sorprendente.
Mientras la antropología gnóstica percibe el desgraciado origen de la humanidad en la
caída de Adán-Hombre Primordial, forma luminosa celeste, que encierra en sí a todos
los pneumáticos, la literatura tardojudía se basa en otra idea: Adán es la tesorería de las
almas, en la que desde el principio estaba previsto y cuantificado el número de hombres
que debían nacer98, de tal modo que el fin sólo puede venir cuando todos estos hombres
hayan entrado en la vida99. Desde Adán, pues, le fue fijado al antiguo eón un tiempo
perfectamente determinado.
Con este vínculo primordial del hombre con Adán está relacionada la idea de que
todos los hombres han pecado en Adán. Ya hemos dicho que esta interpretación de la
figura de Adán es extraña al Antiguo Testamento. En 4 Esdras viene presentada en la
forma de una rígida doctrina sobre el pecado hereditario: "¡Ay lo que has hecho, Adán!
Si tú has pecado, no has caído solo, sino que también hemos caído los que descendemos
de ti"100. En Baruc Siríaco la idea es adaptada al pensamiento histórico: "Todos y cada
uno de nosotros se ha convertido en un Adán para sí mismo" 101. Ambos modos de
interpretar la caída pecaminosa adamítica sirven para expresar la misma idea: "Cuando
Adán transgredió mis mandamientos, fue juzgada la creación. Por eso, en este eón, los
caminos se han hecho estrechos, tristes y fatigosos, miserables y malos, llenos de
peligros y abocados a grandes necesidades"102. Un granito de mala simiente, sembrado
en el corazón de Adán, ha dado innumerables frutos y ha hecho de este eón un eón lleno
de aflicciones y fatigas.
Dejamos de nuevo abierto el problema de si existen influjos recíprocos entre la
doctrina gnóstica de la caída de Adán-Hombre Primordial, como suma de todos los
pneumáticos, y la inclusión tardojudía y apocalíptica de todos los hombres en la historia
de la caída pecaminosa del Génesis. Baste con decir que estas dos representaciones
mitológicas, afines sin duda, persiguen la misma intención: explicar y justificar la toma
de posición, radicalmente pesimista, de la gnosis y de la apocalíptica respecto al mundo

98
Baruc Siríaco 23,4.
99
4 Esd 4,35.
100
4 Esd 7,116ss.
101
Baruc Siríaco 54,19.
102
4 Esd 7,11s.
48

actual o a la historia experimentable. Dichas representaciones justifican la fuga del


mundo por parte del gnóstico y el rechazo de la historia por parte de los creyentes de la
apocalíptica. Este eón, junto con todo lo que le pertenece, sufre un rechazo sin reservas,
bien a causa de la nulidad de su ser en cuanto creado por los demonios (en la gnosis)
bien debido a su maldad histórica, fruto de su corrupción por obra de los demonios (en
la apocalíptica). Mundo e historia están totalmente desdivinizados, privados de
salvación y de vida, destinados al aniquilamiento. Todo mal proviene del mundo o de la
historia. Para los hombres sólo hay salvación en la huida de la historia y del mundo.
Pero, tanto en la apocalíptica como en la gnosis, el hombre puede de hecho huir
del mundo y de la historia. En esto se distinguen ambas corrientes del pesimismo
coetáneo de Qohelet, que no ofrece esperanza, y del escepticismo filosófico.
Naturalmente, también por lo que respecta a esta problemática resultan evidentes
las diferencias entre gnosis y apocalíptica. El gnóstico, en base a su ser pneumático, se
queda por principio a distancia del mundo. Su mezcla con (y su implicación en) este
mundo es puramente accidental. No puede haber una verdadera unión de luz y tinieblas,
espíritu y carne, ser y nada. En posesión de la gnosis, el pneumático podría liberarse del
mundo y, mediante el éxtasis, abandonar el cuerpo. El apocalíptico en cambio, en virtud
de su justa conducta, vive en una distancia histórica respecto a este eón. Disuelve las
ataduras originales con él mediante una cadena de actos históricos, no conformados a
este mundo, sino orientados al mundo futuro. Como decide desde su piedad no tener
nada en común con este eón, tiene derecho, en base a las promesas divinas, a estar
seguro de que el juicio definitivo sobre este mundo no le atañe a él.
En conformidad con esto, en la gnosis están enfrentados pneumáticos y sárkikos.
Unos son "de arriba" y otros "de abajo"; aquellos lo son todo y éstos no son nada: una
radical contraposición que excluye cualquier mediación; la diferencia entre muerte y
vida, tinieblas y luz. La apocalíptica conoce una contraposición análoga, aunque
entendida históricamente, entre justos e injustos, piadosos e impíos, contraposición no
menos radical y definitiva que en la gnosis: el dualismo entre hombres espirituales y
hombres carnales. Ahora bien, para cuando acabe el antiguo eón ya habrá tenido lugar la
división entre los hombres; todos han decidido; no hay, pues, posibilidades de pasar de
los impíos a los justos. Al apocalíptico se le niega incluso la compasión por los impíos.
El rey Josías es alabado no sólo por haber matado impíos en su tiempo, sino "por haber
hecho sacar de los sepulcros a los que ya habían muerto y quemar sus huesos"103, como
signo del juicio final próximo y del fuego al que será entregado el mundo.
Si nos atenemos a su pensamiento histórico, la apocalíptica no podía dividir a los
hombres en dos clases tan fácilmente como la gnosis. Pero acabó llegando a esta teoría
de las clases después de larga reflexión. De hecho, la afirmación "muchos son creados,
pero poco salvados" o "este mundo ha sido creado por el Altísimo por amor de muchos,
pero el futuro sólo de pocos"104 está pensada y expresada sea para definir la insuperable
separación de impíos y justos en los dos eones sea para no renunciar al principio de la
responsabilidad histórica del hombre, algo naturalmente extraño al pensamiento
esencialista de la gnosis: al hombre se le hace responsable de la condición del antiguo
eón.
Pero estas indudables diferencias entre antropología apocalíptica y antropología
gnóstica están implicadas en la afirmación general de que el hombre, en cuanto justo y
pneumático, se contrapone al mundo que odia por su vaciedad. Al dualismo cósmico o
103
Baruc Siríaco 66,3.
104
4 Esd 8,3; 8,1.
49

al dualismo de los eones corresponde, en el plano antropológico, un dualismo de clases.


La clase de los justos y piadosos seguidores de la apocalíptica y la de los espirituales
hombres gnósticos no participan del destino de este eón corruptible, sino que pertenecen
a otro mundo, superior y futuro. Estas clases están ya ahora radicalmente separadas de
la clase de los impíos o "sárkikos".
Están además los individuos, de los que hay dos clases contrapuestas; y a este
individualismo corresponde el universalismo del evento condenatorio y salvífico.
En la gnosis, individualismo y universalismo están anclados directamente en el
mito: las diferencias nacionales están en el ámbito de la "carne", del mundo demoníaco.
El pneuma es internacional; el hablar extático de los pneumáticos en lenguas es
universalista. Los hombres espirituales se conocen y reconocen más allá de las
fronteras. Conocimiento y conducta de los gnósticos van más allá de los confines
naturales. La gnosis se difunde por todas las áreas culturales. Empuja a la misión en el
mundo. Los gnósticos de todas las regiones se unen al hombre primordial.
Por el contrario, la apocalíptica judía no puede renegar de su punto de partida
histórico, y de esta historia forma parte la elección de Israel. La apocalíptica judía nace
en el judaísmo y se inspira en sus tradiciones. Por eso, no se convierte en un
movimiento internacional, como la gnosis. Hay que subrayar también que, de hecho,
ésta rechaza la esperanza nacional de Israel. Los justos son hombres individuales, y,
aunque de hecho, pudiera tratarse exclusivamente de judíos, para la apocalíptica no se
podría hablar, por principio, de limitación de los justos a los hombres de origen judío. El
juicio que se cierne es un juicio del mundo, y ante el juez comparecen todos los
hombres de todos los tiempos y pueblos, y se dividen en justos e impíos.
Es decir que, a pesar de las diferencias externas, ampliamente condicionadas
históricamente, individualismo y universalismo son elementos igualmente constitutivos
de la apocalíptica y de la gnosis. Individualismo y universalismo son expresión de la
experiencia fundamental, común a ambos sistemas, según la cual la salvación está fuera
de este mundo o fuera de este curso de los acontecimientos del mundo. Esto no está en
contradicción con el hecho de que gnósticos y apocalípticos plasman una nueva
conciencia colectiva: los individuos pneumáticos se unen para volver a integrar el Adán-
Hombre Primordial celeste; los apocalípticos piensan que son el verdadero Israel, el
pueblo del futuro eón de Dios. De hecho, esta nueva conciencia colectiva se basa en la
superación de la historia y en la victoria sobre el mundo. La comunidad de los piadosos
es la comunidad escatológica de la salvación.
La comprensión de la existencia que comparten gnosis y apocalíptica, el
sentimiento de estar por encima de este mundo vano en medio de este mundo, se
manifiesta también en el interés por la escatología, dominante en ambos sistemas.
Aunque la gnosis piense verticalmente y la apocalíptica horizontalmente, ambos
movimientos tienen una visión lineal, pues no hablan de un permanente retorno cíclico
de lo idéntico. Ciertamente, la condición del mundo no es entendida como continuo
progreso. Con el "ésjaton" se cierra el círculo de los acontecimientos. El último será
como el primero. Según la apocalíptica, el paraíso vuelve; según la gnosis, lo dividido
es recompuesto. Pero este ciclo es recorrido sólo una vez. Caída y ascenso, pecado y
redención no se repiten. Ya no se puede volver a recorrer el camino que conduce de las
tinieblas a la luz. Después de la caída de Adán, que determina la presente realidad del
mundo, no existe más que el camino sin vuelta de la corrupción a la salvación.
De nuevo resaltan las diferencias. Para la gnosis, este y aquel eón están
radicalmente separados, pero son contemporáneos. El camino de la tiniebla a la luz va
50

de aquí allá, de abajo arriba. La apocalíptica, en cambio, separa los dos eones bajo el
punto de vista temporal. Separa el eón presente del futuro. El camino conduce del hoy al
mañana, del presente al futuro, del ahora al después.
Pero de nuevo se pone de manifiesto la comprensión de la existencia: el hombre
vive en el destierro aquí y ahora; y espera vida y salvación de allá y de entonces. Abajo
y en el presente domina la tiniebla; arriba, en el futuro reino de Dios, resplandece la luz
para los redimidos. El hombre está muerto en el mundo o en el tiempo del dominio del
pecado; quien abandona este mundo o quien alcanza la eternidad a partir del tiempo,
conquista la vida. En la presentación de la escatología, no es raro que la gnosis utilice
también conceptos temporales y la apocalíptica espaciales; esto es un indicio de que, en
la base común a ambas, se encuentra una experiencia fundamental e idéntica de la
existencia: no podemos esperar salvación alguna de este eón, de la historia de aquí
abajo.
A pesar de todas las diferencias de pensamiento y de concepciones míticas, la
comprensión común de la existencia en ambos sistemas se pone finalmente de
manifiesto al observar que la gnosis hace suyo el activo abandono de la historia propio
de la apocalíptica, que ya hemos descrito ampliamente. También el gnóstico reconoce
que no tiene responsabilidad histórica de cara a este mundo. En la gnosis no hay
parénesis ética (se trata de un juicio que prescinde obviamente de la gnosis influenciada
por el cristianismo o el judaísmo). El gnóstico es invitado a mantenerse alejado de este
mundo y a vencerlo, sea mediante una rigurosa ascesis sea mediante un libertinaje sin
reservas. Es instruido en la técnica del éxtasis y de la ascensión del alma, y sobre todo
es puesto en guardia ante las numerosas insidias que le tienden los demonios para
hacerle caer. Pero tales exhortaciones y consejos sirven sólo para liberarse del mundo,
para la fuga de la historia.
Para el gnóstico es en consecuencia más fácil que para el seguidor de la
apocalíptica justificar este rechazo radical de la historia; su ser pneumático es
esencialmente ahistórico. La apocalíptica, impregnada como está de pensamiento
histórico, no tiene en cambio necesidad de la espera próxima histórico-temporal para
poder explicar el rechazo de la responsabilidad histórica: el tiempo de la historia está
llegando a su fin. El compromiso frente a la historia podría haber sido meritorio antes;
ahora no merece la pena.
Pero estas claras diferencias no influyen en la común decisión contra el mundo
histórico. No hay ética ni para la apocalíptica ni para la gnosis. La ética presupone un
mundo salvado que debe seguir siendo fiel a la salvación o un mundo salvable que deba
ser renovado. La conducta ética espera la salvación de (o en) este mundo. La
experiencia básica existencial de la gnosis y de la apocalíptica consiste precisamente en
esto, en que no hay salvación ni en el mundo ni en la historia; ni siquiera puede darse,
pues el mundo es radicalmente malo y la historia está corrompida desde el principio.
Sólo hay salvación más allá del mundo y de la historia. Por eso, la única actitud digna
de mantener frente a la historia es la de un decidido rechazo.
En consecuencia, gnosis y apocalíptica deben ser entendidas como movimientos
radicalmente revolucionarios o anárquicos. Quien pretenda revolucionar la historia
operando históricamente no tiene más remedio que definir como reaccionario el modo
de comportarse de los gnósticos o de los apocalípticos; de hecho, los representantes de
ambas religiones se muestran totalmente desinteresados respecto a los cambios
históricos. Están convencidos de que, con los medios de este eón, con el poder y la
moral, con la carne y la razón, no se puede dar vida a la nada ni hacer bueno lo que es
51

malo. En consecuencia, escapan por una parte de la trágica necesidad de todos los
revolucionarios habituales, que deben crear un mundo nuevo con medios ya caducos, y
por otra parte de su destino, es decir, de parecer revisionistas a los hijos revolucionarios.
Gnosis y apocalíptica son radicalmente revolucionarias. Para ellas, cambio del
mundo significa superación del mundo; su juicio sobre este mundo es simplemente
juicio sobre la historia. Se oponen a todo lo que detenta poder y consideran el mundo
como un lugar sin leyes. Niegan lo que existe sólo por amor de lo que todavía ningún
ojo ha visto ni ninguna oreja ha oído. No se interesan por el orden presente porque nada
está en orden, y aspiran a un mundo en el que no haya necesidad de una mano
ordenadora. Son incapaces de describir lo nuevo, pero saben que todo será distinto.
Desde estas consideraciones, su dualismo debe ser entendido como una dialéctica
de lo negativo. Un cambio cuantitativo no puede aportar progreso al mundo, por
importante que pueda ser. Es necesario un salto cualitativo al nuevo eón.
Sobre esta base, gnósticos y apocalípticos dividen a los hombres en dos clases:
pneumáticos y sárkikos (carnales), justos e impíos, revolucionarios y reaccionarios. La
revolución aniquilará la clase dominante de los sárkikos, de los impíos y de los
reaccionarios, e instaurará el dominio de los justos, ahora oprimidos, y de los sabios,
aquí desconocidos.
Gnósticos y apocalípticos saben que nada bueno puede encontrarse en este
mundo. Quieren un mundo totalmente nuevo y bueno. Por eso reúnen al pueblo de este
nuevo mundo esperando que llegue. De hecho, quien desee la verdadera revolución,
debe esperar que venga. La verdadera revolución sólo puede venir, ella liberará del
mundo y de la historia. Pero llegará ciertamente cuando el tiempo se haya cumplido o
cuando todos los hombres espirituales hayan alcanzado la autoconsciencia gnóstica.
52

VI
El origen de la Apocalíptica: Aspectos
Histórico-Religiosos
Si echamos una ojeada a las informaciones que nos ofrecen las publicaciones
especializadas sobre el problema del origen de la apocalíptica, nos daremos cuenta que
no es fácil orientarse entre la variedad y multiplicidad de argumentos y deducciones.
Podemos oír que la literatura apocalíptica es una literatura esotérica de rabinos
doctos. Otros estudiosos son de la opinión contraria: se trataría de libros populares que
hay que situar por debajo del umbral de la noble literatura teológica. A menudo se hacen
referencias a influencias de religiones extranjeras, que habrían determinado el
nacimiento de la apocalíptica; en esta perspectiva, se menciona con frecuencia a la
religiosidad irania. Con mayor frecuencia, obviamente, se trata de poner de relieve el
enraizamiento de la literatura apocalíptica en el Antiguo Testamento. En este marco,
algunos ven en la apocalíptica una forma tardía de la profecía, una expresión de la
antigua religiosidad profética en tiempos de cambio. Otros, por el contrario, subrayan el
cambio que se puede constatar entre teología profética y apocalíptica, sin pretender con
ello negar una línea directa de evolución a partir de los profetas preexílicos hasta la
apocalíptica, pasando por la escatología de la profecía postexílica. ¿No se puede
explicar el pesimismo apocalíptico y la esperanza en el nuevo eón sin recurrir a la
desilusión provocada por la no realización de la salvación intramundana anunciada a
Israel por los profetas postexílicos? En tal caso, habría una fractura inmanente en el
desarrollo del pensamiento profético.
Gerhard von Rad, por el contrario, establece una diferencia tan señalada entre
profecía del Antiguo Testamento y apocalíptica que se ve obligado a negar una
dependencia de esta última a partir de aquélla. Opina que la matriz de la apocalíptica es
la "sabiduría" del Antiguo Testamento y aduce importantes argumentos a favor de su
tesis.
Otros, en cambio, estudian las condiciones sociales y políticas existentes en la
época probable de la aparición de la apocalíptica, es decir, en los siglos III y II a.C.,
cuando sucumbió el dominio persa y cuando Israel, tras la muerte de Alejandro, se vio
implicado en los litigios políticos de los diádocos. El espíritu helenista, difundido por
Palestina, fascinó a no pocos judíos. Algunos intentan establecer las condiciones
económicas de aquel periodo, con la esperanza de poder contribuir a resolver el
problema del nacimiento de la apocalíptica con la ayuda de argumentos psico-
sociológicos.
Naturalmente, muchos de estos intentos tienen puntos de contacto entre sí, tanto si
se buscan las complejas raíces del sistema ideológico apocalíptico cuanto si se juzga a la
apocalíptica misma como un complejo movimiento con rostros muy diversos.
En todos estos intentos de descubrir los orígenes de la apocalíptica se va abriendo
camino el problema de saber qué se puede obtener con este procedimiento, aun en el
supuesto de que tuviera éxito. ¿Explican estos intentos el fenómeno de la "apocalíptica"
buscando su origen histórico? ¿Es posible deducir como tal la concepción apocalíptica
de la existencia? ¿Y si las concepciones de la existencia no tuvieran nada que ver con
fenómenos contingentes?
53

Si queremos poner cierto orden en toda esta serie de problemas, preguntas y


opiniones, habrá que reunir en primer lugar los aspectos histórico-religiosos que
remiten a influjos extrajudíos. Tendremos que examinar a continuación los estudios
basados en la historia de la evolución, que tratan de explicar la apocalíptica
esencialmente como un desarrollo intrajudío con raíces veterotestamentarias. Es
necesario además observar los fenómenos sociales y políticos del medio ambiente en el
que se originó la apocalíptica y afrontar eventualmente la cuestión del origen.
Respecto a todo esto, debemos finalmente preguntarnos por la utilidad de
semejantes planteamientos para la comprensión del problema de la "apocalíptica":
cuáles son útiles y cuáles no.
El presente capítulo se ocupa solamente de las relaciones histórico-religiosas entre
la apocalíptica y las religiones extrajudías; el siguiente tratará de otros problemas
mencionados con anterioridad.
Está fuera de discusión que muchos motivos apocalípticos individuales, sobre
todo los de tipo mitológico, pueden encontrarse también en el entorno religioso del
judaísmo, y que en gran medida pueden haber derivado de él. Si, por poner un ejemplo,
la batalla final de Dios con el diablo es descrita como una batalla con el dragón, está
claro que la apocalíptica se inspira en mitos primitivos, sin que podamos saber con
exactitud si ha sido decisivo el influjo babilónico, el iranio o el palestino antiguo.
En la doctrina apocalíptica del fin del mundo concurren dos concepciones: la de
un incendio universal y la de un diluvio universal. Es obvio que esta última está
relacionada con las conocidas sagas del diluvio. Pero también la primera tiene raíces
claramente constatables en la mitología oriental. Por ejemplo, en las secciones judío-
apocalípticas de los Oráculos Sibilinos se dice:
"Entonces bajará del cielo un violento río de fuego, que causará la ruina por
doquier, destruirá la tierra, el gran océano y el mar azul, los lagos y los ríos, las
fuentes y el Hades implacable"105.
Por otra parte, se aprecian estrechos paralelismos en los escritos iranios: cae una
estrella del cielo e incendia la tierra. El fuego funde el metal de los montes, que se vierte
sobre la tierra como un torrente. Todos los hombres deben pasar por este torrente de
fuego para ser purificados en él; "para el piadoso es como si caminase sobre leche
caliente, pero para el impío es como si estuviese continuamente inmerso en metal
fundido"106.
Hay ciertas especulaciones de los escritos apocalípticos ajenas al judaísmo
primitivo, que sólo empiezan a aparecer en el periodo exílico o postexílico bajo influjo
extranjero. Tales especulaciones, conocidas sin embargo por el judaísmo tardío, se
refieren a los espacios celestes, la geografía del cielo, el trono de Dios y los seres en
torno al trono, y las hipóstasis divinas, que personifican de modo peculiar propiedades
de Dios, como p.e. la sabiduría. El material astrológico de la literatura apocalíptica pudo
derivar sustancialmente de la astronomía y mitología babilónicas.
De manera análoga hay que juzgar la adopción de la fe en ángeles y demonios por
parte del judaísmo postexílico. Tanto en el conjunto como en los detalles (p.e. en la idea
de los cuatro o siete arcángeles, en la fe en ángeles protectores, espíritus de los

105
Oráculos Sibilinos 2,196ss; cfr. 4,173ss.
106
Bundahisn 34.
54

elementos, etc.) se revelan influjos extranjeros junto al despertar de rasgos animistas,


entre los que se perciben no pocos influjos de origen iranio o iranio-caldeo.
Un último ejemplo: Según Dn 2, el rey Nabucodonosor ve en sueños una estatua
colosal hecha de diversos materiales: cabeza de oro, pecho y brazos de plata, vientre de
bronce y piernas de hierro, mezclado en los pies con arcilla. Daniel interpreta este sueño
en relación con los cuatro reinos separados, que se mantienen sobre pies de barro, y
ahora deben dejar paso al nuevo eón. Los comentarios a Daniel, a propósito de los
cuatro metales que simbolizan los periodos del mundo, hacen ver que en Hesiodo
(Grecia) y en los escritos iranios (Bundahisn) se encuentra una representación semejante
y una teoría análoga.
Pero sean cuales sean los rasgos sincretistas que podamos poner al descubierto en
el judaísmo apocalíptico tardío y sea cual sea la conclusión a la que podamos llegar con
mayor o menor seguridad acerca del origen, de poco sirve el estudio de los datos y
mitologúmena individuales para diseñar el origen de la apocalíptica. Sin embargo, es
obvio que ha sido sobre todo la religión irania en la forma dada por Zoroastro la que ha
ejercido un influjo notable en la formación de la apocalíptica. De hecho, esta religión
manifiesta un impresionante paralelismo con la apocalíptica, sobre todo al observar su
cuadro mitológico total y no sus ideas mitológicas individuales.
A este cuadro global subyace la idea de una contraposición primordial, eterna e
inabolible de dos principios opuestos: espíritu bueno y espíritu malo, luz y tinieblas,
Ahura Mazda (Ormuz) y Angra Mainyu (Arimán). La historia del mundo dura doce mil
años y se subdivide en cuatro periodos de tres mil años. En el primer periodo no hay
todavía mundo corpóreo, empírico. De hecho, éste es creado al comienzo del segundo
periodo, como mundo bueno, por el espíritu bueno Ahura Mazda. Al comienzo del
tercer periodo, en espíritu malo ataca al dios bueno y a su mundo. El mal se mezcla con
el mundo bueno. Con la aparición de Zoroastro al final de este tercer periodo, el mundo
esclavo del mal se va orientando lentamente hacia una mejora. En los últimos tres mil
años, es decir, en el tiempo presente, tiene lugar la lucha en la que el mundo será
purificado del mal. Esta batalla culmina un día con la venida del salvador del mundo
enviado por Ahura Mazda, que dará inicio al fin del mundo. Los muertos resucitarán.
Entonces todos los hombres deberán pasar a través del fuego del juicio celeste. Los
buenos pasarán por él como si se bañasen en leche caliente; los malos tendrán que sufrir
mucho, pues el fuego los purificará y serán quemadas todas las señales de la naturaleza
mala. Pero todos se salvarán a través del fuego. Este purificará también la tierra de todo
mal. Al mismo tiempo, Ahura Mazda, acompañado de sus ángeles, entablará una lucha
contra el poderoso ejército de Arimán. Tras la victoria de Ormuz, comienza en la tierra
renovada, de la que han sido expulsados los demonios, una vida nueva, feliz y libre de
todo mal.
Este cuadro esquemático es recabado de fuentes del parsismo relativamente
tardías y no datables con seguridad, pero es confirmado en los puntos esenciales por
unos pocos textos de la antigua tradición zoroastriana y, sobre todo, por escritores
griegos, como Plutarco (De Iside et Osiride) y Teopompo, que escribió en el s. III a.C.
No se puede pasar por alto la cercanía de estas ideas respecto a la apocalíptica
judía. La realidad del mundo es comprendida en forma de historia del mundo. Esta
historia discurre no según un círculo de eterna repetición de lo idéntico, sino que tiene
un comienzo y un final. En tal reflexión teológica sobre la historia, este parsismo
zoroastriano y la apocalíptica judía se distinguen de la concepción cíclica de la historia
que estaba en vigor en el resto del mundo antiguo. La historia abarca el mundo entero;
55

es entendida de manera universalista. El curso del mundo muestra una cohesión


previamente establecida y articulada en periodos. El espíritu bueno ha creado el mundo,
pero la fuerza que arrastra la historia es el conflicto dualista de poder bueno y poder
malo. El curso de la historia se basa en la progresiva introducción del mal en este
mundo y en su definitivo alejamiento de él, de tal modo que, al final, la historia
alcanzará de nuevo su condición original. En esta lucha, el hombre se ve implicado
como individuo, de modo que el juicio también le atañe como individuo aislado. Por
este motivo deben resucitar los muertos.
Casi todos estos rasgos son cuestionados en la compleja literatura irania: se
encuentran restos de una concepción cíclica; hay tendencias eficazmente operantes
dirigidas a la superación monista del dualismo; individualismo y universalismo se ven
amenazados por el nacionalismo iranio, etc. Pero tales elementos siguen siendo
periféricos respecto al sistema descrito, cuyo significado central dentro del parsismo no
puede ser puesto en tela de juicio, a pesar de la problematicidad de las fuentes. Y no
podemos pasar por alto la afinidad de este sistema central con la apocalíptica judía.
Aquí encontramos precisamente las ideas apocalípticas que no pueden ser deducidas del
Antiguo Testamento: dualismo; universalismo e individualismo; resurrección de los
muertos; curso de la historia predeterminado y articulado en periodos; eficacia del mal
en este mundo bueno; victoria final del bien.
Podemos entender que los estudiosos de la historia de las religiones, en su
esfuerzo por establecer el origen de la apocalíptica judía mediante la comparación
histórico-religiosa, remitan de manera triunfalista a estos estrechos contactos entre
parsismo y apocalíptica. Sin duda tienen razón cuando explican los susodichos
paralelismos (que se pueden aclarar mediante algunas observaciones de elementos
particulares además de lo ya dicho) con la tesis de que la apocalíptica judía depende de
las ideas afines de Irán. En ningún caso se ha investigado una dependencia en sentido
inverso, pues dualismo, individualismo, determinismo, etc. son un cuerpo extraño en el
pensamiento judío, mientras que al propio tiempo son elementos constitutivos de la
concepción irania de la historia.
¿Queda así aclarado el origen de la apocalíptica? A esta pregunta habrá que
responder afirmativamente si se refiere al origen de la mayor parte de las ideas y
motivos extraños al Antiguo Testamento, en los que se objetiva la concepción
apocalíptica de la existencia. Las representaciones específicamente apocalípticas
derivan, en amplia medida, del Irán. Pero también se admite, con buen fundamento, que
motivos de origen evidentemente babilónico enriquecieron en un primer momento la
concepción irania de la historia y, por tanto, indirectamente la apocalíptica judía.
Tras la conquista del reino neobabilonio por parte del rey persa Ciro en el 539
a.C., y consiguientemente tras el sometimiento de los judíos de Babilonia y Palestina, se
dio la posibilidad de que el parsismo se mezclase con algunas ideas babilónicas. Sobre
todo, hay que contar con que los judíos entraron inmediatamente en contacto con la
religión persa como religión de su señor, de modo que la asunción del patrimonio de
pensamiento iranio no fue en absoluto obstaculizada por circunstancias externas.
También la disposición interior de los círculos judíos fue favorable a la apertura a las
ideas iranias para la formulación de la fe apocalíptica. De hecho, el parsismo no era sólo
la religión de una potencia política dominante, sino también la de una grandeza estatal
bienvenida para los judíos. Ciro permitió la vuelta a la patria de los desterrados en
Babilonia, concedió el ejercicio libre del culto judío y prometió la reconstrucción del
templo de Jerusalén. Ya el Deutero-Isaías había recomendado a su pueblo a Ciro como
56

instrumento de Dios para la liberación de Israel 107. Además, en el periodo de los dos
siglos de dominio persa, el judaísmo se consolidó como comunidad religiosa teocrática
bajo la influencia siempre beneficiosa del imperio persa. Es evidente que el judaísmo no
tuvo motivos en ningún momento para lamentarse violentamente o incluso para
combatir la dominación persa. Ideas iranias como la resurrección de los muertos, el
diablo, ángeles y demonios, hipóstasis divinas, etc. se difundieron y se impusieron en un
amplio frente del pensamiento judío, y no sólo en el campo específico de la
apocalíptica. Así podemos explicarnos fácilmente las continuas referencias de los
apocalípticos al patrimonio ideológico iranio.
Pero la apocalíptica no constituye un extraño conglomerado de ideas judías e
iranias, sino que es expresión de una concepción de la existencia específica y unitaria.
¿Es posible deducir del parsismo esta concepción de la existencia, es decir, la "esencia"
de la apocalíptica, la apocalíptica como religión? A esta pregunta hemos de responder
negativamente. De hecho, aunque el antiguo dualismo iranio y las ideas afines de la
apocalíptica judía permitiesen dar una expresión inteligible a su pesimista concepción
del mundo y de la vida, este pesimismo no proviene en modo alguno de la religión
irania.
El sentido iranio de la vida es absolutamente optimista. El mundo histórico es el
campo de batalla contra el mal que trata de infiltrarse. El mal es un extraño en el
mundo, pero el hombre no vive en un mundo extraño, malo. Todo individuo combate
durante su vida contra el mal; en dicho combate ha sido introducido por Zoroastro. Esta
batalla tiene asegurada la plena victoria; de hecho, al final, con la ayuda del espíritu
bueno, el poder demoníaco será expulsado definitiva y totalmente de la tierra, sobre la
que ha actuado injustamente. Sin duda, en Irán el mal fue tomado muy en serio. Pero la
religión zoroastriana en modo alguno deja este mundo en manos de los malvados o del
mal. La doctrina de los dos eones de la apocalíptica judía, según la cual se contraponen
de manera antagónica dos cursos del mundo, se separa decididamente del dualismo
pársico, es decir, no se encuentra en Irán. Escribe Eduard Meyer: "Para el iranio, el
cumpleaños es la fiesta más grande; su existencia, un enérgico optimismo vital" 108. Le
resulta extraño el afán existencial del apocalíptico. Una afirmación como "mejor sería
no haber venido nunca al mundo, antes de vivir ahora en el pecado, sufrir y no saber por
qué"109 contradice radicalmente la concepción de la vida propia de Zoroastro. Todo
hombre tiene la tarea de participar en la lucha contra el mal y de promover el influjo
histórico del bien a través de la multiplicación de buenos pensamientos, obras y
palabras.
Con un decidido optimismo la religión persa admite que, al final, todos los
hombres se salvarán, aunque tengan que pasar a través de la purificación del mar de
fuego. Esta idea pone de manifiesto que la creación y las creaturas no están
esencialmente corrompidas por el mal, sino que pueden ser liberadas; y de hecho deben
liberarse de él en el permanente compromiso histórico, en la medida de lo posible. El
mal ocupa el mundo, pero éste no es su inevitable esclavo, como sostiene la apocalíptica
judía. Para el apocalíptico, el juicio opera una definitiva discriminación, la victoria
definitiva de los justos, ahora oprimidos, sobre los malvados. En Zoroastro, la idea de
juicio sirve para provocar la continua decisión histórica de todos los hombres contra el
mal. De manera correlativa, Irán no conoce la espera apocalíptica de un fin inminente.
Se trata de algo especialmente significativo: el seguidor de Zoroastro no aspira a
107
Is 45,1ss; 46,11ss; 48,12ss.
108
Ursprung und Anfänge des Christentums II, 64.
109
4 Esd 4,12.
57

ponerse a salvo de este mundo, un mundo sin salvación y esclavo del mal, sino que
percibe lleno de sentido el mundo en el que vive, pues en él puede luchar con éxito
contra el mal. Lo que le fastidia no es el mundo, sino el mal del mundo. No pretende
luchar contra el mundo, sino liberarlo del mal para así volver a ganarlo. Por eso, la
doctrina de los periodos históricos no sirve, como en la apocalíptica judía, para mostrar
que el tiempo presente es lo último, sino para explicar en general la suerte del mundo y
cualificar el presente como el tiempo de la batalla histórica contra la irrupción del mal.
Las descripciones escatológicas animan a esta batalla, pues la presentan como una lucha
que tendrá éxito.
De aquí se desprende que la apocalíptica judía ha recurrido en gran medida a la
religión dualista zoroastriana para recopilar el material de las visiones, pues ello le
permite expresar adecuadamente su propia concepción de la existencia, genuinamente
no-veterotestamentaria. Este fenómeno se repite a propósito de la gnosis, que también
sufrió en gran medida la influencia del Irán. Pero la concepción apocalíptica de la
existencia no puede en modo alguno provenir del parsismo, como tampoco ha podido
hacerlo la de la gnosis. Y este dato no puede ser minusvalorado con la afirmación: "los
estados de ánimo cambian", como hace W. Bousset, jefe de fila de la escuela de la
historia de las religiones110. De este modo se desplazan los acentos, pues en el pesimis-
mo apocalíptico frente a la realidad histórica no se revela un estado de ánimo
ligeramente cambiado dentro de una actitud religiosa sustancialmente constante. En el
cambio de "estado de ánimo" se revela más bien una concepción fundamentalmente
diversa del mundo y de la existencia, a pesar de que el material utilizado para expresarla
sea ampliamente idéntico y en ambos casos sirva para objetivar esa concepción de la
existencia. El éxito de los estudiosos de la escuela de las religiones en la búsqueda del
origen de las ideas apocalípticas extrañas al Antiguo Testamento no estaba en
condiciones de explicar el fenómeno de la apocalíptica judía. Y esto no debe ser pasado
por alto por el hecho de que se hable irreflexivamente, y sólo por esto, de "apocalíptica"
irania, pues también en la religión de Zoroastro el curso del mundo en su totalidad es
percibido e interpretado incluyendo su fin. La visión apocalíptica de la existencia se
halla tanto más lejana de Zoroastro cuanto la alegría de vivir de un pueblo victorioso y
dominador lo está del sentido de la vida de una nación sometida y oprimida.
Frente a este hecho, ¿hay que recorrer el camino opuesto y pensar que la
apocalíptica judía proviene de un movimiento que posee la comprensión "apocalíptica"
de la existencia y que, en cualquier modo no-apocalíptico, da expresión a esta "fe"? En
la gnosis hemos reconocido una corriente religiosa que, a pesar de todas las diferencias
externas respecto a la apocalíptica, condivide con ella palpablemente la experiencia
fundamental de la existencia humana en este mundo. ¿Podemos pensar que la
apocalíptica deriva de algún modo de la gnosis?
Frente a cualquier intento de este tipo entran en juego dificultades de orden
cronológico. No poseemos ningún testimonio seguro, directo o indirecto, de la
existencia de un movimiento gnóstico en los siglos II o III a.C., que es cuando surgió la
apocalíptica. Sin embargo, no es suficiente apoyarse en el silencio de nuestra tradición.
Así, aunque es poco probable la existencia de una gnosis constatable en el tiempo en
que nació la apocalíptica, y dada la falta de conocimientos sobre los movimientos
religiosos y culturales en el ámbito sirio-mesopotámico tras la muerte de Alejandro (323
a.C.), no se puede excluir absolutamente que ya pronto, en el seno de la cultura griega y
oriental, se formase un movimiento gnóstico. Sin embargo, parece poco probable que

110
Op. cit., 510.
58

estos círculos judíos, con su pesimismo y su esperanza, contribuyeran a la formación de


la apocalíptica.
Habría entonces que admitir que, al comienzo, la apocalíptica fue capaz de separar
netamente comprensión gnóstica de la existencia y mito gnóstico, y de traducir aquella
en un lenguaje y en un arsenal de ideas que hundiesen sus raíces sólo en el ámbito del
Antiguo Testamento y del Irán. Esto habría sido un hecho absolutamente artificioso: los
futuros apocalípticos se habrían sentido desde el principio en su propia casa en la
gnosis, con su pensamiento mítico y existencial-ahistórico; se habrían encontrado y
reconocido en estas ideas. Pero después habrían debido volver totalmente las espaldas al
modo de pensar gnóstico y a sus ideas ya elaboradas, manteniéndose sin embargo fieles
a la concepción gnóstica de la existencia y arropándose en un vestido judeo-iranio. Nos
encontraríamos ante un proceso del que, según mi opinión, no existen paralelos en la
historia de las religiones.
No constituye esto ningún motivo para negar los influjos de la mitología gnóstica
en la apocalíptica. La doctrina expresada en algunos escritos apocalípticos de que el mal
ha venido al mundo a causa de la caída de los ángeles y de que todos los hombres están
incluidos en Adán y han pecado en él, parece tener raíces gnósticas. Esta última idea es
una historización del mito gnóstico de la caída del hombre primordial; aquella es un
reflejo de la convicción gnóstica de que las tinieblas han nacido mediante una pérdida
de luz, en cuanto que algunos ángeles se han separado de la unidad de lo divino. Pero
también la figura y el nombre del apocalíptico "Hijo del hombre", del que nos
ocuparemos con mayor detalle, presuponen, según mi opinión, un influjo gnóstico. Sin
embargo, tales préstamos aislados sincretistas de una gnosis - presumiblemente judía -
no significan mucho, si son rectamente examinados, para el problema del origen de la
apocalíptica, por muy numerosos que fueran. Siempre tiene lugar un intercambio de
motivos religiosos, y aspectos no apocalípticos del judaísmo se revelan, aquí y allá,
fuertemente influenciados por mitologúmena gnósticos en mayor medida que la
apocalíptica. Pensemos p.e. en la "Sabiduría" presentada como hipóstasis, en la teología
de Filón, en la divinización tardojudía de la figura de Adán y en el dualismo carne-
espíritu de los escritos de Qumrán.
Si queremos establecer un nexo originario entre gnosis y apocalíptica,
globalmente consideradas, es más justo asignar a la gnosis un puesto secundario. Tal
colocación sería recomendable también por razones cronológicas: de hecho, la
apocalíptica puede constatarse (literariamente hablando) antes que la gnosis. Además,
ésta utiliza en notable medida el Antiguo Testamento; el primer capítulo del Génesis,
sobre todo, es interpretado en el sentido de su mitología. Hubo ya muy pronto una fuerte
corriente de gnosis judía, es decir, de una gnosis que utilizaba textos e ideas judías para
expresar una concepción gnóstica de la existencia y que sin duda estaba representada
por judíos. Por esta razón, se busca en la época moderna, cada vez con más convicción,
el origen del movimiento gnóstico en el judaísmo, especialmente en los círculos
apocalípticos que presentan una actitud negativa hacia el mundo. Así, R. M. Grant ha
defendido la opinión de que la frustración de las esperanzas apocalípticas tras la caída
de Jerusalén el año 70, habría constituido el momento favorable para el nacimiento del
pensamiento gnóstico: la esperanza se centra ahora, en lugar de en el nuevo eón, en el
mundo trascendente de la luz111.
Sigo pensando que estos o análogos orígenes son insatisfactorios. El pensamiento
ahistórico de la gnosis es tan extraño al judaísmo que no logro imaginarme que la gnosis
111
Cf. R. M. Grant, Gnosticism and Early Christianity, 1959, 27ss.
59

haya germinado a partir de raíces judías; la gnosis judía debe ser considerada más bien
una temprana y difundida rama de un movimiento pagano en sus orígenes. Sea lo que
fuere, lo cierto es que la apocalíptica no puede en cualquier caso provenir de la gnosis,
si bien algunos mitologúmena de los escritos apocalípticos podrían revelar un influjo
gnóstico. Por eso, la cuestión del origen de la apocalíptica sigue abierta a debate; la
investigación histórico-religiosa, orientada como está al estudio de la simple
comparación de motivos, no está en disposición de ofrecer por sí sola una solución a
este problema.
60

VII
El origen de la Apocalíptica en el Judaísmo
Aunque Irán ha proporcionado a la apocalíptica abundante material mitológico y
numerosos instrumentos conceptuales e ideológicos, no puede admitirse que la
comprensión apocalíptica de la existencia deba deducirse de la religiosidad zoroastriana;
tampoco la gnosis docta, por los motivos más arriba indicados, puede ser considerada
matriz de la religiosidad apocalíptica. Por eso, una vez más, debemos volver al judaísmo
y preguntarnos si la apocalíptica no puede ser entendida, bajo su aspecto más
importante, como producto de una evolución esencialmente intrajudía.
En consecuencia, nos ocuparemos ahora en particular de las diversas
explicaciones que nos ofrecen los estudiosos que pretenden demostrar una coincidencia
sustancial entre pensamiento judeo-veterotestamentario y apocalíptica, tesis que no
podemos compartir toda vez que la comparación entre la comprensión de la existencia
del Antiguo Testamento y la de la apocalíptica ha puesto de manifiesto divergencias
fundamentales.
Sin embargo, sigue siendo legítimo preguntarnos si no se puede demostrar una
persistente inclinación hacia la apocalíptica en el Antiguo Testamento o dentro de sus
diversos estratos, de modo que el resultado final de esta evolución, es decir, la
apocalíptica, se haya desprendido sustancialmente de su humus veterotestamentario, sin
que se pueda negar totalmente su origen.
De manera específica, siguiendo las huellas de otros investigadores, Gerhard von
Rad ha localizado las bases de la apocalíptica en la piedad del Antiguo Testamento.
Nuestro autor parte del hecho de que la literatura sapiencial del Antiguo Testamento,
aunque está en estrecha relación con la "sabiduría" del resto del Oriente, fue vinculada
con la fe histórica en Yahvé. En consecuencia, trata de buscar el origen de la
apocalíptica en la literatura sapiencial, que en el Antiguo Testamento está representada
sobre todo por Proverbios, Eclesiastés, Job, algunos salmos, ciertas partes de la
literatura narrativa (como la historia de José), y por el Eclesiástico y otros escritos no
canónicos112.
Los argumentos más importantes, brevemente presentados, en los que Von Rad
apoya su tesis son los siguientes:
1. Los autores pseudónimos de los escritos apocalípticos son tenidos por "sabios"
(Dn 1,3ss; 2,48) o escribas (Henoc; Esdras). Certifican mediante libros su saber y
subrayan la antigüedad de la ciencia y la doctrina contenidas en ellos. Todo esto
coincide con los hábitos literarios de los autores sapienciales.
2. Forma y contenido de la "sabiduría" no son específicamente israelitas. La
sabiduría se dirige al individuo para conducirlo a la contemplación del orden y de las
reglas de lo que acontece. "Israel" como pueblo carece de relieve en la literatura
sapiencial. También el universalismo y el individualismo de la apocalíptica están
diseñados en la sabiduría.

112
El autor, que es protestante, considera no canónicos el libro del Eclesiástico y "otros escritos" (donde
sin duda incluye Sabiduría). Sin embargo, la Iglesia católica tiene estos dos libros por canónicos, aunque
dentro de la categoría de "deuterocanónicos". (N. del T.).
61

3. La sabiduría se ocupa de problemas astronómicos, de zoología, botánica,


farmacia y angelología, de mareas, tiempos y vientos. Esta misma temática es tratada
p.e. en el Henoc Etiópico, que desvela los secretos de la naturaleza desde un
observatorio celeste.
4. El determinismo histórico de la apocalíptica, que habla de una división de la
historia en periodos fijos, se corresponde con el pensamiento sapiencial oriental, que
atribuye a cada acontecimiento un tiempo determinado y opina que atañe a los sabios el
conocimiento de los tiempos apropiados.
5. Sabiduría y apocalíptica se ocupan del problema de la teodicea, es decir, de la
justificación de Dios frente a la presencia del mal en el mundo.
En comparación con estas coincidencias, para Von Rad no tiene excesivo peso el
hecho de que la sabiduría, a diferencia de la apocalíptica, no se ocupe de problemas
escatológicos. En su opinión, se puede admitir "sin dificultades insalvables la hipótesis
de que la sabiduría, con su orientación enciclopédica, se ha abierto también al
tratamiento de las cosas últimas en una fase bien determinada, aunque más bien tardía, y
de que la reelaboración de materiales extranjeros, sobre todo iranios, ha jugado un
importante papel"113.
Esta aclaración pone de manifiesto la debilidad de la posición de Von Rad. Pone
en relación ideas particulares de la apocalíptica con pensamientos característicos de la
sabiduría, y así puede, no sin razón, establecer coincidencias. No sorprende que la
apocalíptica, en cuanto movimiento judío, haya hecho propios también algunos
elementos sapienciales. Con ese método se puede también pensar que la sabiduría, en un
cierto momento, ha ampliado su interés también a problemas escatológicos y a los
materiales iranios, y en consecuencia se haya transformado en apocalíptica.
Sin embargo, los problemas escatológicos no se presentan en la apocalíptica como
ámbitos parciales de un saber universal, sino como una problemática que determina
fundamentalmente la total comprensión apocalíptica de la existencia. La cercanía
temporal del fin del mundo, elemento esencial de la escatología apocalíptica, no puede
en modo alguno vincularse con la "sabiduría", y es precisamente esta espera lo que
constituye sobre todo la específica comprensión apocalíptica de la realidad. Verdad es
que la historia de la salvación, es decir, la historia de la salvación divina en este mundo,
juega en la sabiduría un papel tan poco significativo como en la apocalíptica, pero las
normas de vida sapienciales y sus exhortaciones son elementos llenos del sentido de la
historia, de fidelidad a la comunidad, de voluntad de vivir, mientras que de todo esto
nada encontramos en la apocalíptica, que más bien aparta la mirada de la historia. La
idea dualista de los eones, totalmente extraña a la literatura sapiencial, constituye el
fundamento de la concepción apocalíptica de la existencia. En resumidas cuentas, si
tenemos en cuenta no sólo la base de la objetivación, sino la esencia de la piedad
sapiencial y apocalíptica, podemos estar de acuerdo con el siguiente juicio de Philipp
Vielhauer: "Las ideas y las esperas escatológicas son indudablemente básicas, tan
fundamentales que los elementos sapienciales no pueden considerarse su base, sino su
envoltura"114.
Así, las exposiciones sapienciales de Henoc Etiópico sobre los cambios que
tendrán lugar en el cosmos y en la naturaleza sirven también para reforzar la
credibilidad del apocalíptico, capaz de desvelar los acontecimientos escatológicos

113
Op. cit. II, 397.
114
Op. cit., 420.
62

inminentes y determinantes. Y al mismo tiempo garantizan el fundamento de su


mensaje: quien ha tenido una experiencia de Dios tal y con tanta precisión, informará
con verdad y credibilidad también acerca de la historia; y si la naturaleza, que todos
tenemos ante los ojos y podemos computar, puede ser determinada y controlada con
exactitud, entonces es más fácil seguir la idea del apocalíptico de que la historia discurre
en no menor medida según leyes fijas. Admitiendo que el apocalíptico, con tales
credenciales, quiera imponerse a sus contemporáneos judíos que confían en la tradición
sapiencial y se sienten ligados a ella, no hará hincapié en la ciencia de la sabiduría como
tal, que es un conocimiento del orden de las cosas, sino en la contemplación
apocalíptica del curso de la historia.
Ahora bien, Von Rad no ha tenido éxito en su intento de llevar la apocalíptica a su
matriz sapiencial precisamente porque no consiguió ver el movimiento apocalíptico
como derivación del profetismo. Este argumento negativo constituye el punto de apoyo
más fuerte de su tesis positiva.
Precisamente Von Rad lucha contra la interpretación de la apocalíptica como un
vástago de la profecía del Antiguo Testamento, tesis esta que aparece en los estudios
sobre apocalíptica del último siglo. Tal interpretación se basa sobre todo en el hecho de
que los dos escritos apocalípticos del canon, el libro de Daniel y el Apocalipsis de Juan,
adquirieron su significado normativo como escritos proféticos. La tesis científica que
hace depender la apocalíptica de la profecía, y que encontramos ya al final del siglo
XVIII, se vincula pues directamente con la interpretación que se nos ofrece de la
literatura apocalíptica ya desde la formación del canon.
Por otra parte, tampoco es que Von Rad pretenda negar cualquier relación entre
profecía y apocalíptica. ¿Cómo están las cosas respecto a este punto de vista tradicional
de nuestro problema? ¿Qué tipo de relación hay entre profecía y apocalíptica? ¿Se
puede establecer una orientación hacia la apocalíptica por parte del profetismo del
Antiguo Testamento? ¿Se puede en definitiva explicar la apocalíptica, desde el punto de
vista de su evolución histórica, a partir de la escatología profética?
Me parece que no se puede negar tal deslizamiento. Tengamos en cuenta sobre
todo que ya la profecía misma añade aspectos nuevos a la piedad judía tradicional. Los
profetas explican que los israelitas de entonces no pueden apelar sin más a las obras
salvíficas de Dios en el pasado, pues han roto la alianza con Dios. La salvación, una vez
ofrecida y experimentada como salvación presente, corre el riesgo de ser olvidada. El
pueblo vuelve a encontrarse en la hora "cero", y los profetas dirigen sus esfuerzos a
hacer que Israel comprenda esta situación y a ponerle en guardia ante una falsa
seguridad. "Lo único en lo que Israel puede apoyarse es en un nuevo obrar salvífico de
Yahvé, que los profetas ven ya perfilarse y al que aluden apasionadamente. Lo que
distingue al mensaje de los profetas de toda la teología precedente de Israel, basada en
la historia de la salvación, es el hecho de esperar de un acontecimiento divino futuro
todo lo que resulta decisivo para la existencia de Israel, la vida y la muerte"115.
Sin duda, es de esperar que tal novedad será análoga a las pasadas intervenciones
salvíficas de Dios, en cuanto que no se piensa sin más en una mera reproducción de los
actos salvíficos anteriores. Los profetas esperan un nuevo David, una nueva Jerusalén,
una nueva alianza. Sin embargo, precisamente esta esperanza demuestra que los
profetas ven desvanecerse el presente al ritmo de la apostasía de Israel y buscan la
nueva salvación en el futuro (próximo). Gerhard von Rad ha hablado, no sin razón, de

115
Gerhard von Rad, op. cit., II, 154.
63

una "escatologización" del pensamiento histórico de los profetas. Pero no se puede


negar que, en esta escatologización, se da ya una tendencia hacia la apocalíptica.
En consecuencia, hemos de admitir una clara tendencia dentro de la predicación
profética así estructurada, en concreto que en el periodo exílico y postexílico la promesa
de la salvación inminente se hace urgente y exclusiva. Frente a la miserable situación
del pueblo, pasa a un segundo plano la predicación del juicio y la puesta en guardia
contra las falsas seguridades. No hay ningún bien salvífico presente que pueda justificar
tal predicación. La intervención salvífica de Dios tendrá lugar casi exclusivamente en el
futuro. El presente carece propiamente de salvación y está lejos de Dios. Pero el futuro
salvífico está a las puertas. Ageo y Zacarías lo ven irrumpir en su época con el
comienzo de la construcción del templo. Esta intervención salvífica futura superará
cualquier salvación precedente, de tal modo que pueden incluso olvidarse los
acontecimientos pasados:
"Así dice el Señor, que abrió un camino en el mar, una senda en las olas
impetuosas; que saca carros y corceles, tropas y valientes -caen para no levantarse, se
apagan como mecha que se extingue-: no recordéis lo de antaño, no prestéis atención
al pasado. Mirad, hago algo nuevo, ya está brotando, ¿no os dais cuenta...?" (Is
43,16ss).
De los profetas de este periodo tardío se puede sacar la impresión de que esperan
una definitiva intervención salvífica con la que se detendrá la historia. El cercano juicio
dividirá decididamente a piadosos de impíos, a los que cuentan con la llegada de Dios
de los que la niegan. La visión de la afluencia escatológica de los pueblos aporta rasgos
universalistas al cuadro escatológico. Es indudable que esta profecía postexílica tiende
sensiblemente, y con más decisión que la preexílica, al modo de pensar apocalíptico.
Mayor es la cercanía cuando el tiempo final es descrito con rasgos utópicos (ya en
Is 11,6ss; Ez 34,25ss; Is 2,2-4; Joel 4,18, y después en mayor medida la literatura
postcanónica): como tiempo de paz eterna, de naturaleza desbordante, de inocencia
paradisíaca, de superación del dolor. De esta manera, el tiempo final de la historia se
desplaza a aquellos confines de la historia donde parece inevitable el cambio al mundo
ahistórico. Cuando se hace manifiesta la imposibilidad de una realización histórica de la
salvación, lo históricamente posible es forzado hasta sus límites.
Al mismo tiempo, en la profecía tardía pueden observarse tendencias formales que
aparecen también en los escritos apocalípticos: el anuncio profético presenta desde el
principio un carácter cada vez más literario, aspecto que distingue precisamente a la
apocalíptica. En lugar de audiciones concretas, encontramos, cada vez con mayor
frecuencia, amplias descripciones de visiones. Podemos afirmar con seguridad que, con
tales observaciones, se manifiesta claramente una tendencia histórica.
En este punto relativo al desarrollo histórico se sitúa la magnífica investigación de
Otto Plöger, acogida con asentimiento casi unánime, "Theokratie und Eschatologie"
(Teocracia y Escatología)116. Plöger llama la atención sobre el hecho de que Israel, al
comienzo de la era persa, se convierte de pueblo en comunidad, de nación en teocracia.
Israel dejó de entenderse como grandeza política y se concibió a sí misma como pueblo
de Dios que se renueva a través del culto del templo y de la ley. Israel se convirtió en
una institución divina semejante a la Iglesia.
En el curso de este proceso de cambios, las esperas escatológicas tradicionales se
hicieron infundadas e inconsistentes. "La meta de la primitiva espera escatológica, la
116
1959; 19622.
64

realización del pueblo según el plan profético de Yahvé, se había alcanzado ya


inicialmente en la comunidad basada exclusivamente en el culto y en la ley. Aferrarse a
las esperanzas escatológicas sólo podía justificarse en cuanto que se podía encontrar en
ellas una confirmación de lo que de hecho ya existía" 117. Israel comprendía que era una
comunidad de salvación, y ante esta situación pierde valor la cuestión de saber qué
rasgos del futuro posee esta salvación presente, en la que se iban cumpliendo las
promesas proféticas.
Pero había también círculos, dice Plöger, que se atenían a la espera profética,
círculos que interpretaban escatológicamente las palabras de los profetas y ponían sus
esperanzas en el futuro cumplimiento de las predicciones proféticas. Estos círculos de
orientación escatológica entraron fatalmente en conflicto con la aristocracia sacerdotal
dominante, de tal modo que se formó una oposición cada vez más dura entre dos
corrientes de la comunidad judía, que reivindicaban para sí la ortodoxia. "Pero si
consideramos la divergencia de interpretaciones respecto a la cuestión escatológica
como el punto decisivo de diferenciación, entonces es comprensible que la ruptura sobre
este punto, cada vez más notable, se fuese profundizando hasta convertirse en
indiferencia hacia la escatología, por una parte, y en una percepción cada vez más aguda
de ese aspecto, por otra. Esta aguda percepción se manifiesta claramente en la
transformación de la escatología profética en visión apocalíptica del futuro"118. Entre el
400 y el 200 a.C. los herederos de la profecía tardía, situados al margen de la
comunidad judía y dentro de este proceso de transformación, integraron en su
concepción de la historia, cada vez más conscientemente, aquellos elementos iranios
que consideraban idóneos para expresar una comprensión de la existencia cada vez más
apocalíptica conforme pasaba el tiempo. De este modo, la antigua escatología, que
contaba con una 'definitiva configuración de las relaciones históricas', es lentamente
sustituida por la imagen dualista de la historia, 'caracterizada por el final del eón
presente y por la llegada del nuevo eón'"119.
Naturalmente, como muy bien sabe Plöger, esta exposición de dos frentes tan
netos simplifica sin duda las complejas situaciones de la comunidad judía durante los
periodos persa y griego. A partir de la insurrección macabea, una vez que las fuentes
van siendo más numerosas, reconocemos una gran variedad de expresiones afines y
contrapuestas de la piedad judía. Sin embargo, teniendo en cuenta la escasez de fuentes,
se puede igualmente delinear la evolución propuesta por Plöger, pero sólo en su
estructura fundamental. A pesar de tratarse de una tesis ampliamente hipotética, goza de
cierta verosimilitud histórica.
En este contexto sobre el paso de la escatología histórico-restauradora de los
profetas a la apocalíptica dualista-trascendente, es natural recordar el hecho de que, en
la literatura apocalíptica, no es raro que aparezcan juntas ambas concepciones. A veces
están tan mezcladas que es difícil reconocer qué concepción domina y cuál posee sólo
una función subordinada. En Henoc Etiópico se encuentran superpuestos antiguos
estratos literarios con una escatología más material y terrena y otros más recientes con
una esperanza puramente trascendente. Tal mezcla es indicio de un proceso en el que se
ha pasado de la escatología restauradora de la profecía a la espera apocalíptica del
nuevo eón. Si, como ya hemos visto, la apocalíptica conoce también la diferencia
sustancial de esos dos ámbitos de pensamiento, surge el problema de saber de qué sirve

117
Op. cit., 57.
118
Op. cit., 60s.
119
Op. cit., 132.
65

la perspicaz teoría de Plöger sobre la proveniencia de la apocalíptica para entender el


fenómeno "apocalíptica".
La apocalíptica desarrolla claramente la visión del reino mesiánico intermedio,
que al final de los tiempos durará cuarenta, cuatrocientos o mil años de dominio terreno,
al tiempo que las potencias del mal permanecerán encadenadas. Sólo después de esto
comienza la lucha final contra Satán, resucitan los muertos, tiene lugar el juicio, se
desmorona este mundo corrompido y se manifiesta la nueva creación. Este llamado
quiliasmo, que se encuentra tanto en la apocalíptica judía como en la cristiana, pone de
manifiesto la diferencia de principio entre las imágenes profética y apocalíptica de la
esperanza y subraya el valor limitado de todos los intentos de buscar una dependencia
de la profecía por parte de la apocalíptica. La escatología profética, incluso en su forma
más tardía, se orienta al pleno cumplimiento de la creación, a la historia en cuanto
abocada a su término, a la victoria del bien sobre el mal. Se relaciona con las
intervenciones de Dios en Israel mediante el juicio y la gracia y con la actividad
santificante de los israelitas que aquellas hacen posible. No pone su esperanza en el
mundo, pero tiene una esperanza para el mundo.
La apocalíptica, en cambio, no confía en la historia, rechaza la creación, divide
tajantemente bien y mal, piensa que no tiene sentido un compromiso por este eón y
niega al hombre cualquier posibilidad de realización en la historia.
Estas dos comprensiones de la existencia no son coincidentes. En último análisis,
incluso se contraponen radicalmente. Por eso, no pueden haber derivado la una de la
otra en lo que tienen de específico, a pesar de la voluntad de ciertos autores de trazar
una línea evolutiva, en cierto sentido continua, de la profecía a la apocalíptica. No se
puede, por tanto, estar de acuerdo con Plöger cuando afirma que la escatología profética
ha debido convertirse necesariamente en visión apocalíptica del futuro, en el momento
mismo en que, en una comunidad teocrática, la certeza escatológica de la fe volvía a
formular sus reivindicaciones120. Por lo que respecta a la experiencia escatológica de la
existencia, no se trata de una "comprensión más profunda" de la escatología profética,
sino de una comprensión esencialmente diversa y de nuevo cuño de la realidad histórica
en general. El "cambio y la trasformación básicos" 121 de la antigua esperanza
escatológica, tal como se verifican en la apocalíptica, no se explican a partir de una
mera aceptación y desarrollo de los planteamientos proféticos. Lo "nuevo" de la
experiencia apocalíptica de la existencia no deriva ni del profetismo ni de la sabiduría ni
de la religión irania. Tampoco está constituido por la suma de estas formas de piedad, a
pesar de que la apocalíptica se presente objetivamente como una unión de elementos
proféticos del Antiguo Testamento y de material iranio con algunos toques sapienciales.
Esta imposibilidad de seguir la evolución de la apocalíptica, en sentido estricto y
"propio", a partir de la profecía seguiría existiendo aunque poseyésemos más fuentes y
pudiésemos rastrear con claridad el largo y progresivo paso de la profecía postexílica a
la esperanza apocalíptica. La experiencia apocalíptica de la realidad, situada al final de
este proceso, no se acercaría como tal al punto de partida veterotestamentario.
Nos encontramos así frente al problema que más de cerca nos interesa: saber si el
cambio de la concepción profética de la existencia en la de la apocalíptica se ha debido
a condiciones políticas y sociales particulares. ¿Fueron circunstancias externas las que,
por una especie de necesidad interna, imprimieron al interés escatológico (vivo en
determinados círculos del judaísmo postexílico) aquella tendencia que finalmente
120
Op. cit., 64.
121
Op. cit., 65.
66

condujo a la apocalíptica? ¿Es posible que, en una determinada situación histórica, la


desilusión por el no cumplimiento de las esperanzas escatológicas irrumpiese tan
radicalmente que se llegó a pasar de la esperanza escatológica a la espera apocalíptica?
¿O quizá al nacimiento de la apocalíptica "ha cooperado con fuerza la necesidad de
adaptar las promesas salvíficas de los profetas a la situación efectiva" 122 en la que se
encontraba Israel en la época helenista, de tal modo que ciertas necesidades
apologéticas, exigidas por determinadas circunstancias históricas, indujeran a los
administradores del legado profético a la creación del pensamiento apocalíptico?
Se ha pensado en diversas circunstancias y situaciones como las causantes de la
fuga del mundo y de la pérdida del sentido histórico propias de la apocalíptica. No es
suficiente, desde luego, explicar la apocalíptica como movimiento judío de resistencia a
la aparición del espíritu helenista en suelo palestino, como hacen algunos. La apocalíp-
tica es demasiado poco "reaccionaria" y, al mismo tiempo, está demasiado lejos del
espíritu judío del Antiguo Testamento. Es natural pensar que algunos motivos
antihelenistas pueden haber cooperado a la formación de la apocalíptica, tanto más
cuanto que ningún helenista podía comprender la visión apocalíptica del mundo y de la
vida. Pero tales motivos no explican de manera satisfactoria el origen de la apocalíptica.
Como ya hemos visto, Otto Plöger piensa en la oposición entre los círculos
escatológicos, herederos de la antigua profecía, y la aristocracia sacerdotal dominante
en la época persa, y argumenta al mismo tiempo con razonamientos sociológicos. Así,
tiene en cuenta también la caída del imperio persa, que provocaría hacia el 300 a.C. una
reviviscencia de las esperanzas escatológicas, y el cisma de los samaritanos, que podría
haber tenido lugar al mismo tiempo y que podría haber provocado una especial crisis
depresiva entre los círculos que esperaban una renovación escatológica de todo Israel.
Otros recurren al paso de Palestina del dominio de los ptolomeos a la supremacía
seléucida inmediatamente después del 200 a.C. y a las luchas intestinas que en
consecuencia se desataron entre conservadores amigos de Egipto y los seguidores de los
seléucidas, abiertos al helenismo.
Hay quienes conceden una importante función en el nacimiento de la apocalíptica
a la opresión de los judíos por parte de Antíoco Epífanes, a su pretensión de transformar
Jerusalén en una comunidad griega y a su profanación del templo de Sión. En realidad,
el apocalipsis más antiguo conservado, el libro de Daniel, fue escrito inmediatamente
después de la profanación del templo (167) y antes de la muerte de Antíoco (163).
Algunos investigadores opinan también que el 167 a.C. señala el comienzo de las
guerras macabeas ("la época de las guerras macabeas supuso la más grave conmoción
para la existencia del judaísmo. Tales momentos pueden ser fructuosos, en ellos pueden
madurar nuevos conocimientos"123). Puestos a buscar circunstancias, se puede ir más
allá y no rastrear precisamente el origen de la apocalíptica en general, sino tal vez dar
con la ocasión particular correspondiente, para un nuevo arte de escribir, en
acontecimientos políticos como la destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C. o en la
insurrección de Bar-Kokbá (132-135). El 4 Esdras se puede situar sin duda en una época
cercana a la catástrofe judía del 70.
Ahora bien, no cabe duda de que debieron de existir situaciones "apocalípticas",
es decir, tiempos de dolor y destrucción, de subversiones y tribulación, que indujeron a
determinados círculos escatológicos a perder la esperanza en este mundo y a concentrar

122
H. Ringgren, RGG I3, col. 464.
123
W. Foerster, Neutestamentliche Zeitgeschichte, 19552, vol. I, 52.
67

toda su esperanza en un nuevo eón futuro. No se puede poner en duda que una situación
política análoga pudiera haber provocado la génesis de la concepción apocalíptica de la
existencia. Pero no es menos cierto que las guerras macabeas son demasiado tardías
como para poder situar en aquel periodo la formación de la apocalíptica, pues el libro de
Daniel, aparecido poco antes, no señala el origen de esta ideología. En él "ideas ya en
curso son aplicadas a situaciones y circunstancias determinadas" 124. Es también difícil
pensar que el judaísmo sólo en la época macabea, en la que se cerró a lo extranjero, se
abriese a la religiosidad irania de forma tan decidida como sucede en la apocalíptica.
Por eso es difícil poder identificar una determinada situación política que pudiera haber
servido de comadrona, tal como lo hemos descrito, al nacimiento de la apocalíptica,
pues el tiempo de los orígenes se nos oculta tras una oscuridad sólo hipotéticamente
clarificable.
A decir verdad, también se ha defendido que las situaciones socio-políticas
tuvieron escasa relevancia en la formación de la apocalíptica. Pero desgraciadamente
conocemos bastante mal tanto las situaciones socio-económicas de los siglos en
cuestión como la estructura social de los ambientes originalmente apocalípticos, de
modo que resulta difícil poder aventurar algo seguro. Sin duda la situación de Israel en
la época persa y helenista era de relativa pobreza. La crónica de Nehemías (Neh 5)
refiere el endeudamiento de muchos pobres con nobles judíos y la condonación general
que impuso Nehemías. Tampoco parece que los ricos llevasen una vida demasiado
suntuosa. La arqueología no ha sacado a la luz ninguna obra cultural digna de mención
en estos siglos.
Por otra parte, parece que los señores extranjeros no se entrometieron en la
posesión de la tierra. Al parecer no puede hablarse de una explotación económica.
Naturalmente había que pagar impuestos y contratar funcionarios. Nehemías se siente
orgulloso por haber renunciado a su derecho al mantenimiento en calidad de gobernador
(Neh 5,14-19). Sin embargo, en general, no existieron en Palestina condiciones sociales
totalmente insólitas.
Especialmente en las imágenes del Henoc Etiópico aparece con frecuencia, y de
manera estereotipada, la polémica contra poderosos, reyes, nobles y ricos:
"Ay de quienes construyen sus casas con pecados" (94,7).
"Ay de vosotros, los ricos..." (94,8).
"Ay de vosotros que os hacéis injustamente con plata y oro..." (97,8).
"Ay de vosotros que os construís viviendas con el esfuerzo de otros, y sus
materiales de construcción son ladrillos y piedras de pecado..." (99,13).
Estas advertencias en forma de ayes son tradicionales, como lo pone de manifiesto
el nexo con pasajes del Antiguo Testamento125. En modo alguno son características de la
apocalíptica. Sería falso querer deducir a partir de ellas que determinados abusos
sociales dieron origen a la apocalíptica. Más bien ponen de manifiesto que los círculos
apocalípticos estaban compuestos, en general, por "gente sencilla", que vivían al margen
de influjos políticos o económicos. Como puede inferirse claramente del Henoc
Etiópico, estos círculos tampoco tomaron parte en las luchas partidistas ni en las
refriegas políticas del judaísmo (actitud que se corresponde con su pesimismo hacia este
eón), motivo por el que carecieron de protección y derechos ante los dominadores. De
hecho, éstos
124
W. Bousset, op. cit., 472.
125
Cf. p.e. Jr 22,13; Sal 49,7; Prov 11,28.
68

"no atendieron su clamor ni dieron oído a sus voces. Ayudaron a quienes los
robaban, los devoraban y diezmaban; disimularon la violencia y no quitaron el yugo de
quienes los consumen, dispersan y asesinan... "126.
Pero no se puede hacer uso de estos datos de manera arbitraria, tanto menos
cuanto que provienen de fuentes tardías. En todo caso, no se desprende de estos textos
que los problemas sociales jugasen un papel esencial en la formación de la experiencia
apocalíptica de la realidad. La literatura apocalíptica como tal permite reconocer que,
entre los apocalípticos, había también gente con no poca formación y cultura.
Se puede admitir desde luego que los círculos sociales a quienes sonreía la vida no
mostraban la más mínima inclinación a abrirse a la forma de pensar de la apocalíptica.
Quien goza de los privilegios de la existencia histórica difícilmente renegará de la
historia como tal y no rechazará del todo el presente. No andamos muy descaminados al
designar la piedad apocalíptica como piedad de los pobres. Lc 6,20-25 podría reflejar en
este sentido la comprensión apocalíptica de la existencia en tiempos de Jesús. En un
escrito sibilino cristiano la avidez del oro y la plata es caracterizada como fuente de
todo mal:
"Ella es la fuente de la impiedad y la precursora del desorden, origen de todas las
guerras, repulsiva enemiga de la paz, que hace que los padres odien a sus hijos y los
hijos a sus padres. Nunca será honrado un matrimonio sin oro. La tierra tiene sus
límites y todo mar sus vigías, astutamente repartidos sólo entre quienes tienen oro y
tesoros. En su afán de poseer eternamente la tierra que a muchos nutre, aniquilarán a
los pobres para, después de conseguir más tierras, someterlos a la esclavitud de su
desmedida pasión"127.
Es cierto que estos textos son comprensibles en un contexto apocalíptico (e
incluso podrían ser característicos de la piedad apocalíptica), pero no es menos cierto
que las antiguas fuentes no permiten atribuir a determinadas situaciones sociales la
directa responsabilidad del origen de la apocalíptica. Además ésta no se presenta en todo
caso como reacción a una determinada realidad social, y, dada nuestra limitación de
conocimientos históricos, sigue abierta la cuestión de si debemos entenderla así.
Lo mismo puede decirse de la gnosis, que, casi en la misma época, ofrece una
comprensión de la existencia análoga a la de la apocalíptica. Obviamente los textos
gnósticos, aunque menos que los escritos apocalípticos, dejan entrever las convicciones
sociales de los autores y lectores; sin embargo, en su conjunto, permiten suponer un
trasfondo más aristocrático que plebeyo. Por eso se ha pensado que la antigua gnosis
surgió como reacción de un estrato intelectual al sometimiento político de los pueblos
del Oriente por parte de Roma. El poder y el dominio terrenos fueron sentidos como un
peso insoportable, motivo por el que fueron demonizados y relacionados con poderes y
dominios supraterrenales. De este modo, el cosmos, organizado de manera soberana, es
totalmente abandonado al poder del mal; y el gnóstico, mediante una visión dualista, se
sitúa en una relación con Dios en la que no existe dominio alguno: se percibe a si
mismo esencialmente como parte del divino mundo de luz superior al cosmos128.
Podría pensarse que la apocalíptica surgió de manera análoga, pero en un estrato
social inferior, que no niega absolutamente el Reino, sino que espera que las fuerzas
terrestres malas, que someten política y socialmente al pueblo de los piadosos, acaben
cediendo frente al Reino de Dios bueno y pacífico. Lo mismo aquí que allí, tanto el
126
Henoc Etiópico 103,14s.
127
Oráculos Sibilinos 8,24ss.
128
Así, Hans G. Kippenberg, en Numen 17(1970)211ss.
69

"sabio" como el "justo" se elevan por encima de la masa hacia la libertad de la


"persona".
Está claro que estas propuestas se mueven en el terreno de las hipótesis. ¿Pero
hasta qué punto son verosímiles? A estas alturas de nuestra investigación, la
comparación con la gnosis ayuda de forma muy distinta a encontrar una aclaración
concluyente del problema del origen de la apocalíptica.
Ya hemos visto cómo en la gnosis y en la apocalíptica se pone de manifiesto una
experiencia de la realidad sustancialmente idéntica. Pero, al mismo tiempo, está claro
que, si prescindimos de los influjos individuales secundarios, no hay relación histórica
directa entre gnosis y apocalíptica. A veces se ha exteriorizado la sospecha de que la
gnosis procede de la apocalíptica; la desilusión por la ausencia del nuevo eón al final de
los tiempos habría dado paso a la esperanza en un eón superior. El paso de la
escatología profética a la apocalíptica, paso determinado por una esperanza frustrada, se
repetiría en el paso de la apocalíptica a la gnosis. Pero tal presupuesto no puede
mantenerse, pues no hay camino alguno que conduzca del pensamiento histórico de la
apocalíptica a la visión existencialista de la gnosis; no se puede en absoluto demostrar
tal conexión histórico-tradicional de los dos movimientos. Apocalíptica y gnosis
expresan una idéntica concepción de la existencia, pero de manera independiente y
partiendo de presupuestos de pensamiento totalmente diversos.
Todo esto significa también que esta concepción de la existencia no puede ser
deducida en sentido "propio" de la escatología profética. Sin duda se encuentra en la
gnosis, pero no al final de una línea proveniente de la profecía del Antiguo Testamento.
Podemos afirmar esto con seguridad, sean cuales sean los intentos (fallidos a mi
entender) de enraizar la gnosis en el judaísmo. La análoga concepción de la existencia
profesada por la gnosis y por la apocalíptica, de forma independiente entre ellas y con
diversidad de matices, no es deducible en última instancia tomando como referencia la
historia de la tradición.
En consecuencia, no debemos retractarnos de lo dicho respecto al nexo entre
escatología profética y apocalíptica. Sigue siendo verosímil la tesis de que ambos
fenómenos están ligados entre sí con una cierta continuidad. Ahora bien, es cierto que el
paso de la profecía postexílica a la apocalíptica, prescindiendo de detalles, no era
absolutamente algo necesario, exigido por la propia evolución interna del movimiento.
Tal paso debió de producirse desde el exterior, es decir, a partir del cambio de
comprensión de la realidad. En otras palabras: la comprensión apocalíptica de la
existencia no nace de un proceso basado en la historia de las tradiciones, sino que brota
de modo no deducible del encuentro existencial con la realidad y determina a su vez la
evolución del profetismo. Fueron ciertamente los apocalípticos quienes transformaron,
en el sentido de su nueva comprensión básica de la realidad, el legado de los últimos
profetas con la ayuda del patrimonio ideológico iranio; pero la apocalíptica no nació de
un encuentro casual de profecía y parsismo, o cuando la escatología profética debió de
"agudizarse" al entrar en colisión con la teocracia o al encontrarse ante su propio
fracaso.
Si el paso evolutivo de la escatología profética a la esperanza apocalíptica se
operó "desde fuera", vuelve a plantearse el problema de si la nueva actitud existencial
no nacería de una nueva realidad, si con la ayuda de la psicología y de la sociología no
se podría resolver definitivamente el problema del origen, dado que determinadas
realidades generan necesariamente una determinada concepción de la realidad. Como
hemos podido observar, nuestras fuentes no suministran suficiente información sobre las
70

convicciones políticas y sociales de la época. Esto podría convertirse en un hándicap,


pero sólo material, que impediría exclusivamente llegar hasta el fondo de una cierta
concepción, metódicamente exacta y necesaria.
Pero, establecido que la apocalíptica se basa en un específico diseño de la realidad
histórica, sociológicamente demostrable, entonces la actitud existencial apocalíptica
podría permanecer (y permanece) viva también fuera de esta particular realidad. Dicha
actitud puede, pues, desvincularse de sus presuntos presupuestos políticos y sociales. No
hay necesidad de tal derivación sociológica o enraizamiento social, pues los cambios
políticos y sociales no han apagado la experiencia apocalíptica de la existencia. Pero
esto significa también que la comprensión apocalíptica de la existencia, como
experiencia básica de la vida, antecede a toda posible derivación a partir de la realidad.
Siempre es algo más que una mera reacción a estructuras determinantes de la realidad.
No puede morir puesto que nunca ha nacido, y el hecho de que el devenir histórico no
acabe con ella demuestra que no fue engendrada por la historia. Pero igualmente cierto
es que no vive fuera de la historia.
Esta opinión se puede apoyar en el hecho de que, en la época en que tomó cuerpo
la apocalíptica (y la gnosis), no dominaban, por lo que sabemos, condiciones
excepcionalmente funestas que, más que en otras épocas, hubiesen de provocar
pesimismo, pérdida del sentido histórico, repulsa del mundo y esperanza de redención.
Podemos también pensar que la apocalíptica constituye, en todo caso, sólo una reacción
(es decir, no necesaria), entre diversas reacciones reales, a las supuestamente
excepcionales condiciones de la época. De hecho, en todas las épocas, un duro golpe del
destino ha generado una mayor voluntad de vivir. Es necesario, por tanto, tener en
cuenta que la reacción "psicológica" a la situación histórica depende de una
predisposición, incluso de una comprensión apocalíptica de la existencia al menos
potencialmente incubada. Hay que tener también en cuenta el hecho de que apocalíptica
y gnosis, dada su análoga comprensión de la existencia, difícilmente podrían haber
surgido en las mismas circunstancias políticas y sociales.
Hemos de afirmar una vez más que, con tales consideraciones y reflexiones, no
pretendemos sofocar la pretensión de descubrir una base histórica real de la experiencia
apocalíptica de la existencia que pudiese explicarla. Más bien nos lamentamos de lo
poco que conocemos la matriz empírica del movimiento apocalíptico.
Pero debemos ser conscientes de que una aclaración completa de las
circunstancias relativas al origen de la apocalíptica, sociológica y psicológicamente
constatables, tampoco resolvería el problema del origen en el sentido de una derivación
acaecida de manera definitiva y satisfactoria. Antes de cualquier intento deductivo, este
problema del origen puede ser esclarecido si tenemos en cuenta que en la falta de
esperanza de la apocalíptica respecto a la realidad experimentable se expresa una
experiencia básica de la existencia que, como tal, no es deducible ni explicable, que sólo
puede ser admitida o negada, aceptada o rechazada. La comprensión apocalíptica de la
realidad constituye por tanto una determinada experiencia de fe.
Rudolf Otto129 escribe sobre el dualismo apocalíptico: "Este alejamiento del
mundo, en cuanto esfera directa del poder divino, por parte de Dios ha sido explicado
recurriendo a las condiciones políticas del judaísmo tardío. Pero de esto no existen
pruebas. Más bien me parece que aquí opera una idea necesaria a la religión, que
presiona en la conciencia de manera necesaria y estable: la idea de lo divino que
trasciende todo lo que forma parte de este mundo, la idea del Totalmente Otro,
129
Op. cit., 27s.
71

supramundano, que se manifiesta sobre todo míticamente en el contraste y en la


superposición espacial de dos esferas, la de la tierra y la del cielo". Deberíamos añadir
que la una no excluye la otra, y que el susodicho dualismo no es característico de la
religión, sino de determinadas formas de experiencia religiosa. De todos modos, Rudolf
Otto ha percibido correctamente que la apocalíptica radica ante todo en sí misma, es
decir, en la experiencia apocalíptica de la existencia.
72

VIII
Apocalíptica y Cristianismo
En su libro "Die jüdische Apokalyptik in ihrer geschichtlichen Entwicklung" (La
apocalíptica judía en su evolución histórica, 1857), trató Hilgenfeld de demostrar que la
apocalíptica constituye el puente entre judaísmo veterotestamentario y cristianismo.
"¿Cómo se puede negar la existencia de una íntima y directa relación entre la apocalípti-
ca judía y el origen del cristianismo?... Nada nos introduce... tan profundamente en el
propio lugar del nacimiento del cristianismo como el mundo de ideas de la apocalíptica
judía"130.
Cincuenta años después, Albert Schweizer, en su "Geschichte der Leben-Jesu
Forschung" (Historia de la investigación sobre la vida de Jesús)131, describe a Jesús
como un apocalíptico preso de una ardiente espera, que envía a sus discípulos a
anunciar el reino de Dios que llega ahora. Cuando éstos, contrariamente a lo esperado,
regresan porque todavía no ha hecho irrupción el reino de Dios, Jesús se encamina a
Jerusalén con la convicción de deber encontrar allí una muerte dolorosa, para así
concentrar en sí mismo el tiempo de sufrimiento que todavía faltaba a los "dolores
mesiánicos" y provocar de ese modo la irrupción del reino de Dios.
Nuevamente, medio siglo después, provoca Ernst Käsemann una viva discusión al
afirmar que la apocalíptica es la madre de la teología cristiana y que, aunque no Jesús
mismo, la primitiva comunidad palestina se dejó condicionar e influenciar totalmente
por la apocalíptica en su interpretación del acontecimiento-Jesús132.
Al margen de la respuesta a cuándo y con qué modificaciones apareció esta tesis
sobre el origen apocalíptico del cristianismo, lo cierto es que tuvo convencidos
defensores y adversarios enérgicos; y el problema planteado por ella, el de la conexión
entre apocalíptica y cristianismo, sigue siendo una cuestión controvertida. Nosotros no
podemos presentarla con todos sus matices y ramificaciones, dado además el hecho de
que el concepto de apocalíptica, usado por distintos estudiosos, difiere notablemente en
cada caso. Tal diversidad dificulta alcanzar una visión y comprensión claras de la
evolución histórica del problema. Si tenemos en cuenta la idea que hasta ahora se ha
tenido de la apocalíptica y nuestra propia comprensión de la esencia del cristianismo del
Nuevo Testamento, no podemos más que tratar de describir a grandes rasgos la relación
entre fe cristiana primitiva y religiosidad apocalíptica.
Por eso distinguiremos entre relación histórica y relación de contenido de ambas
corrientes religiosas. Por lo que respecta a la relación de contenido, tendremos en cuenta
una posible diferencia entre el anuncio de Jesús y la fe postpascual en Jesús, y
eventualmente deberemos postular una distinta determinación de la relación de
contenido.
Son indiscutibles las relaciones históricas entre Jesús y la apocalíptica. Está claro
que Jesús se dejó bautizar por Juan y que su bautismo fue un bautismo de penitencia en
vista del reino que ahora llega. La primera y básica afirmación de la comunidad al
recordar las obras de Jesús era: "Ha resucitado", y tal confesión pone de manifiesto con
claridad que la espera en la resurrección de los muertos como un acto escatológico que
130
Op. cit., 2.
131
1906. Hay traducción castellana.
132
"Die Anfänge christlicher Theologie", ZThK 57(1960)162-185.
73

va a tener lugar ahora debió de constituir un objeto de esperanza esencial para los
discípulos que siguieron a Jesús durante su vida terrena. Como la manifestación de
Jesús está estrictamente enmarcada por dos fenómenos apocalípticos (el bautismo
escatológico de penitencia y la confesión de fe pascual), no es de extrañar que incluso
las palabras de Jesús que se nos han transmitido estén en ocasiones enraizadas en un
contexto apocalíptico.
Así, encontramos una imagen del Hijo del Hombre como juez del mundo que está
para llegar y que es esperado en breve (Mc 14,62). Por otra parte, Jesús ve a Satanás
caer del cielo como un rayo, es decir, desposeído de su dominio en el mundo (Lc 10,18).
Numerosas parábolas inculcan la vigilancia en vista del reino de Dios que ahora llega
(Mt 12,39s) y exigen que, por amor a lo único que ahora es necesario, se renuncie a todo
lo demás, que por amor del nuevo eón se rechace el antiguo (Mt 13,44-46). Resuena la
llamada a la penitencia, dirigida a los pecadores en vista del inminente juicio del mundo
(Mt 4,17). Se describen los espantos del final y se pone a la gente en guardia frente a las
falsas figuras del Mesías (Mc 13). Debemos observar y escudriñar los signos del
tiempo, es decir, del final del tiempo (Mt 16,3), pues no pasará "esta generación" hasta
que haya llegado a su plenitud el curso del viejo tiempo del mundo (Mc 9,1). El reino de
Dios de esta espera próxima es concebido totalmente en clave apocalíptica: irrumpe de
improviso desde el más allá y se manifestará en todas partes al mismo tiempo, lo mismo
que el rayo ilumina el cielo de un extremo al otro (Mt 24,27).
Indudablemente la tradición sobre Jesús conoce también afirmaciones que
aparentemente no permiten asociarle sin más al movimiento apocalíptico. El hecho de
que en el mensaje de Jesús parezcan faltar formulaciones universalistas no significa
nada respecto a la sede palestina de su predicación. Por otra parte, no contradice el
carácter apocalíptico de la predicación de Jesús el hecho de que no formulase ningún
diseño histórico en base al cual su época debiera ser entendida como el tiempo del final.
De hecho, visiones de ese tipo no son en modo alguno necesarias en la apocalíptica, y
además sólo son significativas en la literatura pseudónima. Pero en la antigua tradición
de dichos de Jesús encontramos amplias secciones parenéticas; no tenemos más que
pensar en el sermón de la montaña. Según Albert Schweitzer, que presenta a Jesús
radicalmente como un apocalíptico, este material sirvió de base a una ética del ínterin,
es decir, a una forma de vida adaptada al breve periodo de tiempo que queda para el fin
del mundo (pero tal idea es problemática, pues tales dichos no tienen carácter de
provisionalidad ni en el ámbito de la apocalíptica encontramos una ética del ínterin
semejante).
La tradición sobre Jesús revela también en algunos lugares una relación
totalmente ininterrumpida con esta creación; podemos pensar de nuevo en el sermón de
la montaña y en sus palabras sobre los lirios del campo y los pájaros del cielo. ¿Ha roto
Jesús con la piedad apocalíptica en un punto tan decisivo? ¿Está su propio estilo de vida
en contradicción, como opina Ernst Käsemann 133, con sus comienzos en el círculo del
Bautista? ¿Llamó a los hombres al servicio diario de Dios "como si no hubiese sombra
alguna sobre el mundo y Dios no fuese inaccesible"? Según Käsemann, el historiador
"debe hablar de un incomparable misterio de Jesús", del extraordinario fenómeno
histórico de una "evasión" del pensamiento apocalíptico original por parte de Jesús.
Pero esta explicación no satisface, pues los primeros cristianos se mantuvieron
ligados a Jesús sobre todo mediante la expresa confesión apocalíptica de la incipiente
resurrección de los muertos. ¿Habría podido tener esto lugar en contra de las intenciones
133
"Zum Thema der urchristlichen Apokalyptik", ZThK 59 (1962) 257-284.
74

de la predicación de Jesús? Por otra parte, y desde el punto de vista de la historia de la


tradición, tampoco se puede distinguir fácilmente entre secciones apocalípticas y no
apocalípticas de la tradición sobre Jesús, y atribuir exclusivamente las últimas a la
comunidad tardía. Me inclino a sostener esta solución del problema, sin querer con ello
atribuir a Jesús una actitud extrema que negase valor al mundo y a la historia. Además
nuestra tradición sobre Jesús, a causa del carácter problemático de su autenticidad, no
proporciona indicación histórica segura alguna, de modo que la teología de la primitiva
cristiandad a duras penas permite concluir que el reino de Dios que irrumpe no haya
tenido para Jesús relación alguna con la historia.
Da la impresión de que Jesús, como antes Juan Bautista en el marco de la
apocalíptica, no estuvo interesado en una modificación significativa del uso apocalíptico
del anuncio del fin en razón del fin mismo y de sus consecuencias, sino en la posibilidad
que se ofrecía a pobres y pecadores, en esta última hora, de participar en la salvación
cercana. Por eso eran significativas para él la invitación a tomar parte en el reino ya
próximo, la llamada a la penitencia como vía abierta a todos para entrar en el señorío de
Dios, la oferta de la salvación inaugurada para todo el mundo. Es, pues, comprensible
que esta predicación estuviese vinculada desde sus comienzos a directrices relativas a
una ética del amor dirigida al círculo de los fieles, y que tarde o temprano viniese a
sumarse a ella la idea consoladora, de origen sapiencial, del dominio salvífico de Dios
en la creación.
Pero en el fondo sólo está realmente claro el hecho de que todos los intentos de
formarse una idea del Jesús histórico en base a nuestra tradición no va más allá de
hipótesis contestables y de discutibles probabilidades. Tal estado de cosas se debe
principalmente al hecho de que la Iglesia cristiana proclamó desde el principio su fe no
en el llamado Jesús histórico, sino en el Jesús crucificado y resucitado. Las fórmulas de
fe de la comunidad primitiva no hablan de la doctrina, la vida, la actividad y la conducta
de Jesús, sino que dan testimonio de su encarnación, su muerte, su resurrección y su
exaltación como materialización de la salvación de Dios. Este Jesús "kerigmático" sirve
de base a la comprensión cristiana de la existencia. Las tradiciones "históricas" sobre
Jesús (conservadas casi exclusivamente en los evangelios sinópticos) no suelen servir de
base a la confesión de fe, sino que deben ser leídas e interpretadas a la luz de ésta.
La cuestión de la relación objetiva entre la comprensión apocalíptica y la
comprensión cristiana de la existencia no es, por tanto, idéntica al problema de las
relaciones de Jesús con la apocalíptica. La evidente imposibilidad de poder resolver de
manera satisfactoria este último problema ateniéndonos a las fuentes protocristianas nos
ayuda a plantear correctamente nuestro principal problema: la relación de la
apocalíptica no con el Jesús "histórico" oculto tras la tradición neotestamentaria, sino
con esta misma tradición como expresión directa de la fe cristiana en Jesús crucificado y
Señor resucitado de su comunidad y del mundo.
Pero entonces, la confesión de fe en la resurrección de Jesús proporciona una
relación histórica fundamental con la apocalíptica, pues tal confesión se encuentra de
hecho al comienzo del kerigma cristiano. La pascua es el dato básico de la Iglesia
cristiana.
Al mismo tiempo es posible captar en este dato el momento más importante en la
relación objetiva entre experiencia cristiana y experiencia apocalíptica de la existencia.
La resurrección de Jesús fue originalmente interpretada como comienzo de la
resurrección de los muertos en general. Como dice Pablo en 1 Cor 15,20, Jesús ha
resucitado como "primicia de los muertos". La resurrección de Jesús indica el comienzo
75

de los acontecimientos finales; introduce el tiempo del juicio y la irrupción del nuevo
eón. La comunidad que se reúne para confesar la propia fe en Jesús resucitado se
comprende por eso a sí misma como comunidad de salvación. Al margen de todo lo que
pueda decirse sobre los desarrollos de la teología de la primitiva comunidad y de los
primeros cristianos, lo cierto es que ese tema básico se repite en todas las variaciones de
la primitiva teología cristiana. Ésta percibe en el acontecimiento histórico "Jesucristo" el
acontecimiento escatológico, constata en la crucifixión y la resurrección de Jesús la
intervención definitiva de Dios para la salvación del mundo y considera la existencia
cristiana en este mundo como existencia en el reino escatológico de Dios que ahora
irrumpe. Al contrario que en la apocalíptica, en el anuncio cristiano la salvación se
presenta como posibilidad histórica y como realidad histórica actual allí donde tal
posibilidad es asequible.
Si la relación entre apocalíptica y cristianismo es, desde el punto de vista
histórico, la de espera y cumplimiento (y en tal caso Jesús debe ser descrito
esencialmente como apocalíptico), también la religión de Jesús se relaciona con la fe en
Jesús como esperanza en el obrar salvífico de Dios, con la confesión de fe en la
intervención salvífica de Dios. Por eso hay que valorar correctamente el hecho de que la
Iglesia cristiana primitiva no hiciese objeto de la teología al Jesús "histórico", es decir, a
la etapa de la espera.
Este "ya ahora" de la salvación no debe ser malinterpretado en sentido gnóstico,
como ocurrió en los círculos heréticos de la primera cristiandad. La salvación no
constituye una posesión al servicio de la comunidad, sino que es algo que se le concede
por gracia. Los cristianos son salvados en la esperanza. La comunidad de la salvación
debe vivir de la promesa de Dios de que Él les es cercano y de que en esto consiste su
salvación. Esta salvación tampoco está relacionada con la proximidad o la lejanía del
futuro, sino con el futuro siempre actual de Dios, y tiene lugar donde el hombre
renuncia a ser el fundamento de la propia vida y se atreve a vivir del don de la gracia,
que lo libera de caer en su pasado y de la angustia por el propio futuro, para vivir la vida
actual en el amor y la esperanza. El "ya ahora" de la salvación cristiana sólo puede ser
entendido en relación con el "todavía no", y esta relación debe ser definida
dialécticamente, no cuantitativamente: la salvación está presente ya aquí, pero al propio
tiempo no lo está; es absolutamente actual y, a la vez, absolutamente futura. Es
salvación de Dios, absolutamente real para el hombre que se compromete con su vida a
aceptar la venida de Dios en Cristo; pero, al mismo tiempo, nunca puede ser su posesión
definitiva, pues debe esperarla siempre de nuevo.
En el primitivo anuncio cristiano se han conservado las descripciones dramáticas
de la historia apocalíptica del fin o bien del final de la historia (a excepción de la
literatura joánica). Tal conservación tiene la función de poner a la gente en guardia ante
una minusvaloración gnostizante del acontecimiento de la salvación y de garantizar la
comprensión dialéctica de la salvación como un don de la gracia que no podemos
manipular. Por eso, el coeficiente temporal de la espera apocalíptica pierde su función
dominante; la espera del fin próximo del mundo, que predomina originalmente en el
discipulado de Jesús, puede ser abandonada en el curso del tiempo sin que ello suponga
una crisis de fondo. Pronto se subraya que no se conoce el tiempo del fin, pero que hay
que estar preparados. También la espera de la vuelta de Cristo y del juicio del mundo
vinculado a ella hace que se resquebraje la concepción apocalíptica de la existencia,
pues el Señor que viene no es otro que el actual Señor de la historia, que deja que sus
siervos vivan históricamente en el reino de su libertad.
76

En consecuencia, también la relación cristiana con la historia es entendida


dialécticamente. A quien se pregunta por el lugar de la salvación, la predicación
cristiana le remite a la historia, pues el acontecimiento "Cristo" se realiza históricamente
como acontecimiento salvífico. La pérdida del sentido histórico por parte de la
apocalíptica no ocupa lugar alguno en el kerigma cristiano. Pero, al mismo tiempo, no
se espera la salvación de la historia, sino de Dios. Hace acto de presencia en la historia
desde más allá de la historia. Aparece aquí con toda claridad el dualismo apocalíptico.
El hombre no puede más que recibir la salvación, y la acoge en su lugar histórico. Pero
no puede salvar a este mundo carente de salvación a partir de sus propias posibilidades
históricas, pues él mismo tiene necesidad de ser redimido del mal, no del mal de la
historia, como en la apocalíptica, sino de la propia situación de no-salvación, es decir,
del mal en la historia, en la que Dios se ha hecho presente a través de Jesús, ofreciendo
así la salvación al hombre, reduciendo a la impotencia al "dios de este eón" y
revelándose históricamente al hombre como origen de su vida.
El dualismo apocalíptico, cuyo esquema se mantiene en el anuncio
neotestamentario tal como lo hemos descrito, pierde en consecuencia su determinación
cósmica para convertirse en un dualismo de la decisión. El viejo y el nuevo eón entran
en colisión no fuera del tiempo, sino superponiéndose dentro de la historia. Para los
creyentes, Cristo significa el fin del antiguo mundo; para los no creyentes, en cambio, es
condena dentro de la temporalidad. De la espera apocalíptica en el fin de este orden
cósmico se desprende la decisión histórica por el reino celeste de la libertad y de la paz,
de la verdad y del amor, en el que el amor de Dios permite al cristiano vivir (en la
perspectiva de la muerte).
La relación objetiva y de contenidos entre apocalíptica y Nuevo Testamento se
pone de manifiesto en los diversos escritos neotestamentarios cada vez de modo
distinto, según las circunstancias históricas y el origen de cada escritor. Sin embargo, la
relación es siempre la misma.
En Pablo, p.e., leemos una afirmación en la que hay un uso repetido y un
correspondiente extrañamiento de la terminología apocalíptica:
"Quien está en Cristo es una 'nueva creatura'; lo Viejo ha desaparecido y ha
surgido lo Nuevo" (2 Cor 5,17). Poco más adelante cita a Is 49,8:
"En el tiempo propicio te he escuchado y en el día de la salvación te he
socorrido",
y añade:
"Este es el tiempo propicio; este es el día de la salvación" (2 Cor 6,2).
El presente está, pues, bajo el signo del tiempo ya cumplido, pues "cuando llegó
plenamente el tiempo, Dios mandó a su Hijo, nacido de una mujer... para que
recibiésemos la adopción de hijos" (Gal 4,4s).
Esta expresión fue correctamente interpretada por Lutero, con fidelidad a la
teología paulina, en el sentido de que Cristo no vino después de que se cumpliese el
tiempo prefijado al antiguo eón, sino en el sentido de que la venida de Cristo puso fin al
antiguo eón.
Los bienes de la esperanza apocalíptica son, en correspondencia, dones actuales
de salvación:
77

"El reino de Dios consiste en... justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo" (Rom
14,17).
Para los cristianos ya no hay condena (Rom 8,1), pues
"somos declarados justos por la fe, tenemos paz con Dios mediante nuestro
Señor Jesucristo" (Rom 5,1).
En el más puro lenguaje apocalíptico, Pablo puede hablar del demonio como del
dios de este mundo (2 Cor 4,4) y de las potencias demoníacas como príncipes de este
eón (1 Cor 2,9), pero al mismo tiempo comprende que ahora están reducidos por Cristo
a la impotencia (Rom 8,38s). Dios ha "despojado a los principados y a las potestades y
los ha expuesto a la vergüenza pública", dando a Cristo su poder de dominar (Col 2,15).
Por eso Pablo puede dirigir a la comunidad "por la misericordia de Dios" la invitación a
no conformarse a "este eón", sino a transformarse (como ciudadanos del reino de Dios
instaurado en Cristo) a través de la renovación de las propias aspiraciones y confor-
mándose al nuevo eón (Rom 12,1s).
Más aún, Pablo no tiene dudas sobre el hecho de que "la figura de este mundo
pasa" (1 Cor 7,31), pero tal convicción no conduce a ningún desprecio de la historia, en
la que ha irrumpido el nuevo eón, sino a una negación de la posibilidad de vivir de este
mundo caduco. La fe introduce en el mundo la posibilidad de una existencia
escatológica dentro de este mundo y la exigencia fundamental de cambiar en el espíritu,
como indican varios consejos concretos; tampoco la protesta contra este eón como base
de la vida significa en general un desprecio de la vida histórica. La objeción hoy
corriente contra "el" cristianismo, según la cual es capaz de renunciar a los cambios
históricos, no tiene nada que ver con Pablo ni con la historia de la Iglesia en su
conjunto. Sería justa sólo si la exigencia de transformación del mundo se elaborase a
partir de la utopía apocalíptica y de esta forma (frente al pensamiento dualista de los
eones típico de la apocalíptica) se implicase al hombre, que es el responsable de la
condición actual del mundo. De hecho, en el Nuevo Testamento nunca se le confiere al
hombre autónomo la función de salvador. El cristianismo, como la apocalíptica,
consideran el "pecado" como un poder que el hombre no puede vencer con sus propias
fuerzas; para Pablo, el hombre mismo es pecador y como tal no puede darse la salvación
a sí mismo. Tiene necesidad de ser liberado del propio deseo pecaminoso de autonomía,
y esta "conversión" del hombre es la premisa de cualquier cambio del mundo.
Los textos apocalípticos de Pablo, que no aparecen en su obra por casualidad,
sobre todo en la discusión con los gnósticos 134, vienen en apoyo de esta "reserva
escatológica", es decir, de la convicción de que una nueva vida siempre es una vida
concedida por gracia. Contra quienes se glorían de la propia sabiduría, de poseer para
siempre la salvación sin peligro de perderla, de su Cristo interior, en una palabra de sí
mismos, Pablo afirma con insistencia que él ha sido aferrado por Cristo, pero que
todavía no lo ha alcanzado plenamente (Fil 3,12); que la creación suspira continuamente
en espera de la revelación de los "hijos de Dios" (Rom 8,19); y que caminamos en la fe
y no en la visión (2 Cor 5,7), sin que por esto el grito de triunfo del hombre nuevo sea
asumido en el nuevo eón: "la muerte ha sido absorbida en la victoria. ¡Oh muerte!,
¿dónde está tu victoria? ¡Oh muerte!, ¿dónde está tu aguijón?" (1 Cor 15,55). Del
mismo modo, la sección plenamente caracterizada en sentido apocalíptico de 1 Cor
15,1ss termina con esta expresión: "Sean dadas gracias a Dios que nos da la victoria por
medio de Nuestro Señor Jesucristo" (15, 57), que Lutero ha interpretado correctamente:
"que nos ha dado la victoria".
134
1 Cor 15,12-57; 1 Tes 4,13 hasta 18; 2 Tes 2,3-12.
78

En consecuencia, puede decirse que los motivos apocalípticos sirven en Pablo


para explicar la doctrina de la justificación. Preservan de un posible desvío el mensaje
de la justificación del pecador (ya realizada): una búsqueda de la seguridad de la
existencia que no sienta ya necesidad de los elementos de la esperanza y de la fe.
Casi toda la tradición judeocristiana, antes y después de Pablo, se expresa en
lenguaje y conceptos esencialmente distintos de los usados por el apóstol de los gentiles,
pero en los puntos decisivos manifiesta una idéntica comprensión del mundo y de la
existencia.
Presencia y futuro del Señor, el ya-ahora y el todavía-no de la salvación, se
entremezclan dialécticamente. De hecho, el Señor presente ya en la comunidad es
esperado como Señor que está para llegar; la salvación ya dada es considerada eterna:
"Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del tiempo". El evangelio de Mateo
termina con estas palabras (28,20), es decir, con una promesa de salvación que desplaza
conscientemente cualquier interés apocalíptico por el fin del mundo, porque para el
cristiano ya ha hecho irrupción, con el dominio de Cristo, el nuevo eón.
De modo particularmente intenso, Juan reflexiona sobre la relación de la fe
cristiana con la concepción apocalíptica de la existencia, que él de hecho tiene presente
no sólo en su forma judeo-apocalíptica, sino en la forma gnóstica. Pero ya hemos visto
que apocalíptica y gnosis, a pesar de su distinta manera de pensar, expresan la misma
visión de la vida. Una teología antignóstica implica por tanto una crítica de la
apocalíptica.
Juan describe la situación del creyente como vida en la luz: "Se disipan las
tinieblas y brilla ya la verdadera luz" (1 Jn 2,8). Quien está de parte de Jesús, ha
atravesado el juicio escatológico y ha conquistado la vida; ha dejado tras de sí la
muerte: "En verdad en verdad os digo: el que escucha mi palabra y cree en quien me ha
enviado, tiene la vida eterna y no va a la condena, sino que pasa de la muerte a la vida"
(Jn 5,24s); "Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto,
vivirá; y el que vive y cree en mí no morirá para siempre" (Jn 11,25s).
En consecuencia, los bienes salvíficos apocalípticos del final de los tiempos son
una realidad presente:
la verdad (de hecho los creyentes la hacen, Jn 3,21);
la libertad ( "Si el Hijo os libera, seréis verdaderamente libres ", Jn 8,36);
la paz (Jesús da la paz a los suyos, pero no la falsa paz que da el mundo, Jn
14,27);
el destronamiento de los "príncipes de este mundo " (los creyentes han sido
hechos partícipes de la victoria de Cristo sobre el mal, 1 Jn 2,13);
la alegría (que, para los discípulos, se dice que es "perfecta " y en consecuencia
es descrita como escatológica, Jn 16,24; 17,13).
Pero si la vida se realiza históricamente en el presente como don salvífico
escatológico, Juan puede rechazar la protesta apocalíptica y gnóstica contra la historia
como tal. Lo hace con afirmaciones cristológicas tales como: "La Palabra se ha hecho
carne" (Jn 1,14) o "Dios ha amado tanto al mundo que le ha dado a su único Hijo..." (Jn
3,16). Pone en boca de Jesús esta oración por la comunidad: "No rezo para que los
retires del mundo, sino para que los preserves del mal" (Jn 17,15). Para los creyentes,
79

Satán ha perdido pues su dominio sobre el cosmos, y Dios ejerce su dominio. El nuevo
mundo es la antigua creación renovada por Dios.
Con esto entra nuevamente en vigor en la comunidad el antiguo mandamiento del
amor, motivo por el que puede aparecer como mandamiento nuevo (1 Jn 2,7s). De
hecho, en la existencia escatológica puede realizarse el mandamiento del amor, la fe
libera al hombre de la preocupación por sí mismo y lo pone, liberado, al servicio del
prójimo. Por eso el creyente experimenta la realidad del nuevo eón en el cumplimiento
del mandamiento del amor: "Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque
amamos a nuestros hermanos" (1 Jn 3,14). La dimensión histórica del "nuevo eón" en
cuanto presente encuentra en esto una expresión particularmente intensa.
Juan se vincula intencionadamente al modo de expresarse del dualismo gnóstico-
apocalíptico cuando afirma que actualmente el hombre debe elegir entre vida y muerte,
salvación y condenación, luz y tinieblas. Pero rechaza radicalmente el principio del
pensamiento dualista de los eones, negador de la historia, pues salvación y condenación
son igualmente realidades históricas. La comunidad no vive de este mundo, sino en él.
Se encuentra en la propia casa porque Dios ha hecho nuevamente del mundo su
propiedad, y vive en él como en un país extranjero en la medida en que el mundo se ha
alejado de Dios.
Con todo esto, Juan renuncia consecuentemente a la tradición de ideas e imágenes
de esperanza apocalíptica. Este hecho deja traslucir el alto grado de reflexión que ha
alcanzado su teología. Esto le ha proporcionado a veces la acusación de que se
encuentra en el camino de un entusiasmo gnóstico y de estar a punto de abandonar el
"extra nos" de la salvación y, por tanto, la reserva escatológica. Esta sensación dominó
evidentemente también en la publicación de su obra al comienzo del s. II, pues en aquel
momento pudieron haber sido interpolados aquellos textos que, en clara tensión con su
contexto, representan una espera apocalíptica del futuro: Jn 5,28s; 6,39s.44; (12,48).
Pero con tal crítica, a duras penas se juzga correctamente a Juan. Él no piensa en
prescindir de la reserva escatológica. Se limita a opinar que el modo de pensar
apocalíptico es poco apropiado y conveniente para poner de relieve, a los ojos de sus
lectores, el "todavía-no" además del "ya-ahora". Es obvio que temía que, por este
camino, la dialéctica de la salvación futura pudiese disolverse en una división
cuantitativa de bienes salvíficos en parte ya dados y en parte todavía por llegar. Por tal
motivo da espacio a la reserva escatológica, también para él irrenunciable, sobre todo
porque insiste expresamente en presentar a sus lectores "kosmos" y "sarx" (mundo y
carne: 1,14; 3,16), es decir, esta historia sin salvación, como lugar de la salvación
escatológica, de tal modo que la salvación puede ser encontrada siempre dentro de esta
historia, y por tanto puede ser históricamente experimentable, pero no históricamente
disponible siempre. Al mismo tiempo, subraya incansablemente la necesidad de
permanecer con Cristo o "en Cristo".
Está claro en cantidad de sitios que el pensamiento cristiano primitivo no estuvo
dominado por la apocalíptica. Además está el hecho de que la forma de la literatura
cristiana primitiva no fue determinada por los apocalipsis, sino por el evangelio y las
cartas o epístolas. Entre los escritos del Nuevo Testamento, la única excepción está
representada por el "Apocalipsis de Juan".
Un enigma teológico más que histórico lo constituye el hecho de que este único
Apocalipsis, acogido en el Nuevo Testamento, fuese atribuido al mismo autor al que se
le concede la paternidad del único complejo neotestamentario de escritos que elimina
completamente los motivos apocalípticos, es decir, el evangelio y las cartas de Juan.
80

Ahora bien, ya en la antigüedad se empezó a dudar que el Apocalipsis fuese la


obra del mismo autor que compuso los otros escritos joanneos. En realidad, no se puede
admitir en ningún caso que se trate del mismo autor.
Verdad es que difícilmente se haría una exacta valoración de la "Revelación de
Juan" asociándola simplemente a la apocalíptica, del simple hecho de que no fuese
compuesto de manera anónima, sino que indique autor y lugar de origen, debería
ponernos en guardia. El libro, por otra parte, contiene dos claras notas referentes a su
tiempo: en las siete "cartas" situadas al comienzo hay una llamada de atención ante los
errores gnósticos, y en todas sus partes se percibe una llamada de consuelo frente a las
persecuciones del estado; en consecuencia, habría que preguntarse si la "apocalíptica"
del último libro de la Biblia no debe ser entendida en conexión con y en base a la
relación con los problemas de la iglesia del "vidente" Juan. De hecho, como la potencia
anticristiana del estado, con su idolátrico culto al emperador, es presentada por Juan
como parte del drama apocalíptico del fin, el esquema apocalíptico de la comunidad
ayuda a comprender su condición actual como significativa. De este modo, al hacer
significativa la historia como lugar del conflicto presente con las fuerzas del mal, el
autor del Apocalipsis rechaza al mismo tiempo el entusiasmo gnóstico, que se interesa
sólo por la liberación del pneuma, se comporta de manera libertina seguro de la
salvación pneumática, desprecia la creación y rechaza la penitencia. Frente a este
entusiasmo, los materiales apocalípticos tradicionales de la revelación vinculan los
acontecimientos escatológicos con la historia, sin que con esto sea aceptada en bloque la
comprensión apocalíptica de la existencia.
Más aún, no hay que olvidar que, para el vidente Juan, Cristo es ya el Dominador,
y los himnos de alabanza de las creaturas celestes y terrestres reproducen ya ahora la
alabanza que resuena en la comunidad cristiana:
"Al que está sentado en el trono y al Cordero sea alabanza, honor, gloria y poder
por los siglos de los siglos" (5,13).
"Te damos gracias, Señor, Dios omnipotente, que eres y que eras, porque has
tomado posesión de tu gran poder y dominas" (11,17).
"Finalmente ha llegado la salvación, el poder, el reino de nuestro Dios y la
soberanía de su Cristo; porque ha sido precipitado el acusador de nuestros hermanos,
aquel que día y noche los acusaba ante nuestro Dios" (12,10).
"¡Alleluia! ¡El Señor, Dios nuestro, el Omnipotente ha establecido su Reino!
¡Alegrémonos, exultemos! Démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero y
su esposa ya se ha preparado" (19,6s).
Así suena también en presente la invitación a la salvación: "Quien tenga sed,
venga, y quien quiera tome gratuitamente el agua de vida" (22,17).
Si es justa esta interpretación de la "Revelación", su autor no apela simplemente a
la apocalíptica, sino que, en un cuadro rigurosamente apocalíptico, que presenta muchos
elementos del mundo de ideas apocalíptico, se atiene a la interpretación cristiana de la
realidad, que contempla en el acontecimiento Cristo un evento salvífico, y en el presente
un tiempo de salvación. La aceptación del Apocalipsis de Juan en el canon de la Iglesia
cristiana, discutida durante tanto tiempo, no habría sido un error, como opinaba entre
otros Lutero en vista del mal uso que los "entusiastas" hicieron del libro. Además, la
comprensión del hecho cristiano en la Revelación de Juan estaría menos alejada de lo
que se piensa de las ideas del resto de la literatura joánica, si bien hay que excluir la
identidad de autor debido al carácter esencialmente distinto de ambas literaturas.
81

Ahora bien, el juicio sobre el Apocalipsis no puede atañer, como ocurre a veces, a
la relación entre apocalíptica y fe cristiana, pues en ningún caso nos encontramos frente
a un escrito típicamente cristiano.
Si tenemos en cuenta toda la tradición cristiana primitiva, la relación entre
cristianismo y apocalíptica aparece sin duda basada en una estrecha vinculación
histórica de los dos movimientos, como ponen de manifiesto tanto la positiva inclusión
del pensamiento apocalíptico en las tradiciones cristianas primitivas como la
confrontación crítica con la concepción apocalíptica de la existencia. Por esto, no se
puede negar fundamento a la afirmación de que la apocalíptica ha sido la madre de la
teología cristiana, aunque la relación histórica sea discutida. Esta afirmación no implica
nada respecto a la relación de contenidos. De hecho, desde el punto de vista del
contenido, la visión de la existencia del Nuevo Testamento está en relación de tensión
con la concepción apocalíptica de la realidad, y es relativamente cercana a la posición
originalmente veterotestamentaria en torno a la relación Dios, mundo, hombre. También
el Antiguo Testamento cree en la intervención histórico-salvífica de Dios, que permite al
hombre experimentar, captar y esperar de Dios su salvación en el mundo, de modo que
el creyente sabe que es actualmente miembro del pueblo de Dios y puede abrirse a la
llamada de Dios, caminar hacia el futuro de Dios dejando las seguridades terrenas, del
mismo modo que Abraham dejó la casa paterna.
El hecho de que, en sentido propio y verdadero, la literatura apocalíptica como tal
no haya sido acogida en el canon judío y tampoco en el cristiano, puede ser sólo
entendido como una oportuna decisión teológica.
82

IX
Mesías e Hijo del hombre
Si queremos controlar el valor de los datos recogidos hasta el momento y la
solidez de nuestra comprensión del pensamiento y de la fe apocalípticos, tenemos que
preguntarnos por el significado de la figura del Mesías, un problema que, por diversas
razones, merece una atención especial por nuestra parte, a pesar de haber sido sometido
a rigurosas investigaciones en numerosas ocasiones.
Cualquier movimiento escatológico dentro del judaísmo debe plantearse el
problema del Mesías. En el Antiguo Testamento, normativo para todos los judíos, la
espera escatológica va a menudo unida a la espera de un dominador del final de los
tiempos, de un rey de la estirpe de David. Esta espera está relacionada con la antigua
profecía dirigida por Natán a David:
"Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá
por siempre" (2 Sm 7,16).
Las predicciones relativas al Mesías más conocidas son Miq 5,1ss; Am 9,11s; Is
9,5s.
Según Zac 4,14, junto al davídida Zorobabel, que ejerce su oficio en Jerusalén en
calidad de gobernador persa y sobre el cual concentra sus esperanzas mesiánicas el
profeta Zacarías, el cargo de sumo sacerdote es ejercido también por Josué, un ungido
de origen sadoquita, o sea sacerdotal. Una figura sacerdotal mesiánica de esas
características, en tiempo de la teocracia israelita durante la dominación y la ocupación
persa y siria, asume una posición incluso dominante en el ámbito de la espera
mesiánica. En la época sucesiva, se encuentra también la idea de un mesías de la casa de
José o de Efraím, como representante del antiguo reino del norte.
¿Puede un rey político desempeñar algún papel en la apocalíptica? Un rey, se
entiende, que, en el tiempo de la salvación, reconstruya la posición de poder estatal
alcanzada por Israel en tiempo de David.
Hay que responder de manera absolutamente negativa. De hecho, la esperanza
propia de la apocalíptica se dirige exactamente contra una espera salvífica particularista
y nacional, instaurada políticamente y asegurada militarmente. La mesianología
davídica está dirigida a la restitución del tiempo experimentado por Israel en este eón, a
una recuperación del cénit histórico de la historia israelita. La esperanza en el mesías
davídico puede ser entendida y vivida fielmente sólo en forma intrahistórica, es decir,
confiando en la historia como lugar del obrar salvífico divino. Y como tal espera
contrasta claramente con la comprensión apocalíptica de la historia, la apocalíptica no
podía aceptar un mesías de la casa de David o un sumo sacerdote político de la casa de
Aarón.
De hecho, en los escritos apocalípticos falta totalmente esta figura de mesías. Por
lo demás, este fenómeno se repite en el siglo I d.C. en Filón, el conocido teólogo judío
de Alejandría, que espiritualiza la escatología judía. Lo mismo se puede decir a
propósito de la gnosis judía, dado que no concibe ningún final de los tiempos en el más
acá, motivo por el que también se ve obligada a rechazar la figura del mesías davídico.
Naturalmente, la figura del mesías no es totalmente extraña a los escritos
apocalípticos.
83

Ya en el Antiguo Testamento se encuentra aquí y allá una transcendentalización de


la esperanza en el mesías: el mesías presenta rasgos del rey paradisíaco, y el tiempo
mesiánico es percibido como una vuelta al tiempo del paraíso.
Tal vez encontramos rasgos míticos semejantes en la bendición de Jacob a Judá
(Gn 49,11), donde, según el texto que tenemos actualmente, se habla de un dominador
que saldrá de Judá:
"Él ata a la vid su pollino,
a una vid elegida el hijo de su asna.
Lava en el vino su vestido
y su manto en la sangre de la uva.
Tiene brillantes los ojos por el vino
y los dientes blancos por la leche".
También en Is 11,6-9 encontramos una figura del paraíso. Cuando salga un
vástago de la raíz de Jesé, padre de David,
"entonces el lobo vivirá junto al cordero,
la pantera se tumbará junto al cabrito,
toro y leoncillo pastarán juntos:
un muchacho los guiará.
La vaca y la osa pastarán juntas,
se tumbarán junto con sus crías.
El león comerá paja como el buey.
El lactante se divertirá con el escondrijo del áspid,
un niño meterá la mano en la hura de las serpientes.
Ya no obrarán mal ni depredarán
en todo mi monte santo, dice Yahweh".
Tales ideas e imágenes fueron tomadas y ampliamente reelaboradas por la
escatología judía, sin duda bajo el constante influjo del mito tan difundido de la beatitud
del tiempo final, entendido como una vuelta a la edad de oro.
Fuera del ámbito judeocristiano, el ejemplo más conocido de tal modo de pensar
lo ofrece la Cuarta Égloga de Virgilio.
Visiones análogas encontramos también en la escatología irania. Aquí, el Salvador
que devuelve el mundo a su original condición de felicidad, eliminando de él
definitivamente el influjo de la potencia maléfica, se llama "Saosyant", un ser humano
engendrado divinamente en calidad de mesías, un salvador que combate y consigue la
victoria.
En el Baruc Siríaco leemos:
"... después comenzará a revelarse el mesías... y la tierra producirá diez mil veces
más sus frutos; en una vid habrá mil racimos, un racimo tendrá mil granos y un grano
tendrá mil pepitas, que producirán cantidad de vino. Los que tienen hambre se saciarán
en abundancia; y todos los días verán prodigios. De mí saldrán vientos para
transportar todos los días el perfume de los frutos aromáticos y al final del día nubes
que harán destilar el rocío fecundante. En todo momento caerán de lo alto las
provisiones de maná; y ellos se alimentarán en aquellos años, pues han conocido el
final de los tiempos"135.
135
Baruc Siríaco, 29. Parecidas descripciones utópicas del tiempo mesiánico se encuentran en los
capítulos 36ss y 70ss, así como en Oráculos Sibilinos III, 741ss.777ss.
84

En el Testamento de Leví (c. 18), en el ámbito por tanto de la piedad apocalíptica,


se encuentra un mesías sacerdotal de la estirpe de Leví que gobernará como rey en el
paradisíaco final de los tiempos:
"Él abrirá las puertas del paraíso, alejará la espada que amenazaba a Adán, y
dará de comer a los santos del árbol de la vida".
Dos observaciones nos ayudarán a comprender por qué tales representaciones
utópicas del final de los tiempos, con o sin figura del mesías, son frecuentes dentro del
judaísmo y de manera particular en los escritos apocalípticos, y por qué pudieron
vincularse a la idea de la esperanza apocalíptica.
Sobre todo, esta imagen utópica de la esperanza hace estallar las posibilidades
históricas reales. Este final de los tiempos es absolutamente obra de Dios. Es imposible
pensar que el hombre pecador, por muy desarrolladas que estén sus fuerzas morales,
pueda producir un tiempo de salvación de esas características. Ese tiempo se encuentra
también en la historia, pero señala precisamente el límite extremo donde se encuentran
este eón y el que viene. Se describe esta idea muy bien en el Baruc Siríaco: "Ese tiempo
es el fin de lo que es caduco... está lejos de los malvados y cerca de quienes no
mueren"136. En este tiempo paradisíaco final toma cuerpo la imagen del crepúsculo
matutino: la noche va avanzada, el día ya no está lejos (cf. Rom 13,11ss). En este caso
estamos situados frente a una imposible posibilidad histórica, con una auténtica utopía
histórica.
Por eso, en otro contexto, la misma descripción mítica del paraíso puede tener
valor de acontecimiento, cuya realización no puede ser esperada en ningún caso. En el
Libro de los Jubileos Esaú explica a Jacob:
"Si los lobos hacen la paz con los corderos y ya no los devoran, no les hacen
ningún daño y sus corazones quieren hacerles sólo bien, entonces también habrá en mi
corazón paz hacia ti. Si el león se hace amigo del toro y se deja uncir con él a un solo
yugo, entonces también yo haré la paz contigo"137.
De esto deduce Jacob con razón que Esaú "le odiaba de corazón". Nunca se
realizará la condición que pone Esaú para la reconciliación con su hermano. Por eso
Esaú, con su condición, rechaza cualquier entendimiento histórico con su hermano.
El final de los tiempos, cuando es entendido como utopía "real", confiere a la
historia una nueva cualidad; se trata de la posibilidad histórica perdida neciamente por
el hombre, el tiempo del paraíso, que sólo Dios puede hacer de nuevo presente. De aquí
se puede explicar que la concepción apocalíptica de la realidad estuviese por principio
abierta a esta idea mítica; contrasta en cambio de manera estridente con estas utopías el
fútil presente del eón actual.
La otra observación es especialmente significativa para entender la específica
concepción apocalíptica de la existencia. El reino mesiánico, descrito en esas formas
utópicas, pertenece todavía a este eón, aunque esté situado en sus confines extremos. Es
parte del mundo que pasa. Desvela y hace entender la nueva realidad, pero una realidad
que todavía no se realiza. Estamos ante un reino mesiánico intermedio, el reino
mesiánico final de este eón.
Por eso, el propio mesías es una figura intramundana. Según Baruc Siríaco,
dominará en el reino salvífico final de la historia, "hasta que el mundo destinado a la
136
Baruc Siríaco, 74.
137
Jubileos 37,21s.
85

corrupción alcance su fin y hasta que... los tiempos lleguen a su cumplimiento" 138. En 4
Esd se dice de manera análoga:
"He aquí que vienen días en que aparecerán los signos que te he predicho,
entonces aparecerá la ciudad invisible y la tierra escondida se revelará, y quien se
haya liberado de los males que te he predicho verá mis maravillas. Mi hijo, el Mesías,
se revelará junto con todos los que están con él y contagiará alegría a los que queden
durante cuatrocientos años. Después de estos años, mi hijo el Mesías morirá con todos
cuantos tienen espíritu de hombre. Después el mundo será transformado en el silencio
de los albores del mundo, durante siete días, como al principio, de tal modo que
ninguno sobrevivirá. Pero después de siete días, el eón que ahora duerme se despertará
y la corrupción cesará"139.
Entonces resucitan los muertos y empieza el juicio del Altísimo; los pocos
salvados reciben la vida del nuevo mundo, que todavía no ha visto ojo alguno y que
ninguna lengua puede describir. Encontramos ideas análogas en Baruc Siríaco 30 y en 4
Esd 11,46 o 12,31ss.
El anticristo, que se opone al mesías de los últimos tiempos y que es vencido por
él, aparece también revestido de la figura de un dominador terreno, si bien puede ser
entendido como la manifestación histórica de Beliar. Veamos p.e. Baruc Siríaco 40:
"El último gobernante, que entonces existirá, será el único que quede vivo cuando
toda su gran muchedumbre sea aniquilada, y entonces será encadenado. Y la
muchedumbre lo conducirá al monte Sión y mi mesías le pedirá razón de todos sus
crímenes, reunirá y lo pondrá delante de todas las acciones de su muchedumbre.
Después lo matará y custodiará al resto de mi pueblo que se encuentra en la tierra que
he elegido". (Y todo esto mientras dure el bienaventurado reino del fin).
El cumplimiento último de la historia debe pasar, como la historia, y el rey
mesiánico del final de los tiempos encontrará la muerte, al final del tiempo, junto con el
tiempo mismo. La felicidad del final de los tiempos es sólo el comienzo de la gran
felicidad, y, como tal inicio, dura sólo hasta el final de los tiempos140.
En mi opinión no hay duda de que, cuando en el campo del pensamiento y de las
representaciones apocalípticas aparece, junto al nuevo eón que llega tras el final del
antiguo mundo, un paraíso que pasa junto con este mundo, nos encontramos ante dos
concepciones escatológicas, en principio esencialmente distintas, que han acabado
uniéndose. Una primera concepción habla del cumplimiento divino de la historia, la otra
espera la salvación al final de la historia.
Ciertamente esta combinación no sirve sólo para poner en orden el material
mitográfico que tenemos a nuestra disposición. Hay también una intención teológica.
Evidentemente se trata de presentar, con la ayuda del esquema protología-escatología,
en la figura del ideal reino mesiánico intermedio, las posibilidades originarias de la
creación. En todo caso, la descripción del paradisíaco tiempo mesiánico cumple
principalmente con esta función: cuando su muerte es inminente, este mundo descubre y
explica muy claramente cómo Dios lo ha querido y lo ha creado para el bien de la
humanidad. Al atardecer del mundo aparece así la aurora del nuevo y mejor eón. En el
ámbito del judaísmo, el peligro gnóstico subyacente al esquema de los dos eones debía
ser evitado, impidiendo así que este mundo negase a Dios y que, desde el principio y en

138
Baruc Siríaco 40,3.
139
4 Esd 7,26ss.
140
Cf. Oráculos Sibilinos III 743.756s.
86

virtud de su origen, se hiciese de él una idea errónea. Esto se consiguió de manera


convincente con la ayuda de la representación tradicional del paraíso que vuelve al final
de la historia.
Si, en consecuencia, se le daba al seguidor de la apocalíptica la posibilidad latente
de pasar de la escatología ahistórica de la apocalíptica a la esperanza utópico-histórica,
este efecto no podía dejar de ser intencional. De hecho, la deshistorización de la
escatología abandona el campo tradicional del pensamiento judío, mientras que la idea
del reino mesiánico de paz representa una extrema posibilidad de la escatología judío-
veterotestamentaria.
La diferencia esencial y fundamental entre el cumplimiento de la historia en el
reino mesiánico intermedio y la irrupción del nuevo eón fue notada y tenida en cuenta.
Esto se desprende del hecho de que, en numerosos e importantes apocalipsis, al hablarse
del nuevo eón que sustituye al reino mesiánico intermedio, es introducida una particular
figura mesiánica: el hijo del hombre.
Los textos (relativamente pocos) en los que aparece esta figura fuera del Nuevo
Testamento derivan completamente de la apocalíptica, y han sido estudiados y
examinados continuamente y desde todos los puntos de vista, sin que todos los
problemas vinculados a esta enigmática figura hayan podido tener una solución
satisfactoria. En los límites en que nos movemos en este estudio no podemos hacer otra
cosa que limitarnos a aludir a algunos problemas particularmente interesantes. Dejemos
sobre todo hablar a los textos.
En Dn 7, Daniel es testigo de cómo se realizará el juicio escatológico sobre los
reinos de este mundo:
"... y he aquí que en las nubes del cielo vi venir a uno semejante a un hijo de
hombre; llegó donde el anciano y fue presentado a él, que le dio poder, gloria y reino;
todos los pueblos, naciones y lenguas le servían; su poder es un poder eterno, que
nunca declina, y su reino es tal que no será nunca destruido" (Dn 7,13s).
En el v. 18 continúa:
"pero los santos del Altísimo recibirán el reino y lo poseerán por los siglos de los
siglos".
Los "santos del Altísimo" son las potencias angélicas celestes, que aparecen
personificadas en el "hombre" de la visión. En 4 Esd 13,1-13 leemos:
"Después de los siete días sucedió que tuve un sueño de noche: he aquí que del
mar subía un fuerte viento que movía violentamente sus olas. Miré y he aquí que aquel
viento sacaba del corazón del mar algo parecido a un hombre; miré y he aquí que este
hombre volaba con las nubes del cielo. Y dondequiera que volviese su rostro para
mirar, todo lo que miraba temblaba; y donde llegaba la voz de su boca, todo cuanto oía
su voz se licuaba, como se derrite la cera al contacto con el fuego. Después de esto
miré y he aquí que un innumerable ejército de hombres vino de los cuatro vientos del
cielo para luchar contra el hombre salido del mar. Entonces vi cómo él se esculpió un
gran monte y voló sobre él. Traté de ver la región o el lugar del que había esculpido el
monte, pero no lo conseguí. Después de esto miré y he aquí que todos los que se habían
reunido para luchar contra él eran presa de gran temor y no se atrevían a combatir. Y
cuando él vio el ímpetu del ejército que caía sobre él, no alzó su mano ni usó la espada
ni otras armas, y sólo vi que echó de su boca algo así como un flujo de fuego, de sus
labios un aliento llameante y de su lengua chispas tempestuosas; todas estas cosas se
87

mezclaban entre ellas: el flujo de fuego, el aliento llameante y la violenta tempestad.


Todo esto cayó sobre el ejército que avanzaba con ímpetu furioso, que estaba ya
preparado para la lucha, y quemó a todos, de tal modo que, en un instante, de aquel
ejército innumerable no se puso ver nada más que el polvo de la ceniza y oler el olor
del humo. Cuando vi todo esto fui presa de horror y espanto.
Después de esto vi a aquel hombre bajar del monte y llamar hacia sí a otro
ejército pacífico. Entonces se acercaron figuras de muchos hombres, unos alegres, otros
tristes, algunos estaban encadenados, algunos llevaban consigo a otros como víctimas
para el sacrificio. Después me desperté con un terrible susto".
Después viene la interpretación de esta imagen, sobre cuya relación con la imagen
misma diremos algo después.
En el lenguaje imaginario de Henoc Etiópico aparece a menudo el término
"hombre", si bien recibe otros apelativos, como "el justo", "el consagrado", "el elegido"
o títulos mesiánicos parecidos. Los textos siguientes son particularmente dignos de
atención:
"Y allí vi uno que tiene una cabeza de días, blanca como la lana; con él había
otro, cuyo aspecto tenía la apariencia de un hombre, y su rostro estaba lleno de
bondad, como si fuese uno de los santos ángeles... Este es el hijo del hombre que tiene
la justicia, junto al cual habita la justicia, y que revela todos los tesoros de lo que está
escondido... Este hijo del hombre... levantará a los reyes y a los poderosos de sus
sillones y a los fuertes de sus tronos; triturará los dientes de los pecadores"141.
"Los justos y los elegidos serán salvados aquel día y a partir de entonces ya no
verán la cara de los pecadores y de los injustos. El Señor de los espíritus habitará con
ellos y ellos comerán con aquel hijo del hombre, y se levantarán para toda la eternidad.
Los justos y los elegidos se alzarán de la tierra y no bajarán ya la mirada, y serán
revestidos con el manto de la gloria"142.
La figura del hijo del hombre se caracteriza, de modo particular, por dos
elementos: 1) no es un hombre, sino una figura celeste preexistente; 2) su principal
misión consiste en la puesta en marcha del juicio del mundo que procura salvación a los
santos.
Ambas ideas introducen la figura del "hijo del hombre" en el esquema de
pensamiento apocalíptico de los dos eones. Por el hecho de su elección por parte de
Dios antes de la creación del mundo para su tarea escatológica, es evidente que, desde
el principio, Dios tenía presente el fin de este mundo y desde siempre había tenido en
mente dos eones. Dios reina como Señor sobre ambos eones, y ha constituido al hijo del
hombre soberano del nuevo eón. Él aniquilará a Asasel, príncipe de este antiguo mundo,
y vivirá con los elegidos celestes y terrestres en una nueva creación, sin cuerpo y sin
culpa por todos los siglos.
Es evidente que esta figura del hijo del hombre debe ponerse en relación con una
particular concepción de la figura del mesías, conforme al esquema apocalíptico de los
eones. La función de juez forma parte de las tareas estables del mesías, si bien la
representación del juicio cósmico es mucho más amplia que la antigua idea mesiánica.

141
Henoc Etiópico 46,1ss.
142
Henoc Etiópico 62,13ss. Cf. también 38,2; 39,6s; 48,4ss; 55,4; 69,27ss, así como Mc 13,24-27, un
texto apocalíptico sin reelaboración cristiana evidente.
88

Totalmente nueva, y no preparada en el pensamiento judío, es la idea de


preexistencia. Tampoco los rasgos míticos que encontramos sobre todo en 4 Esd 13 se
corresponden en modo alguno con la imagen judía tradicional del mesías. Podemos
detectar aquí influjos extraños, y sólo en base a éstos podemos comprender el
enigmático nombre de "hijo del hombre".
La figura del hijo del hombre no puede explicarse admitiendo una evolución
puramente intraapocalíptica que, partiendo de las ideas mesiánicas tradicionales, esboce
una imagen del mesías adaptada al esquema de los dos eones. Esta afirmación se
confirma también por el duplicado, teológicamente innecesario, de la figura del mesías,
duplicado por el que se ve claramente que el mesías-hijo del hombre constituía tanto
una novedad cuanto un desarrollo de una idea judía precedente. Tengamos en cuenta
que, para la apocalíptica, no había necesidad de poner el nuevo eón, el señorío de Dios,
bajo otro regente, el hijo del hombre. Más aún, el autor de 4 Esd ha considerado
abiertamente inconveniente reconocer en el hijo del hombre el señorío propio de Dios.
De hecho, mientras que en la visión que tiene en el c. 13, donde se habla del "hombre"
preexistente que sale del mar y echa por su boca un flujo de fuego que rechaza el ímpetu
del mal, quiere evidentemente describir la irrupción escatológica de los eones, la nueva
creación y el nuevo orden del mundo, en cambio en la interpretación de 13,25ss el autor
piensa indudablemente sólo en el reino mesiánico intermedio y en su soberano, el
mesías. En 5,56 - 6,6 polemiza incluso con la idea de que Dios tenga un ayudante
mediante el cual provocará el cambio de los eones. A la pregunta del vidente sobre
quién visitará su creación, Dios da la siguiente respuesta:
"Al comienzo del mundo, antes de que existiesen las puertas del cielo... entonces
predispuse todo esto, y todo fue creado por medio sólo de mí, sin la ayuda de ningún
otro; por eso, sólo yo decretaré su fin, no otros".
Hay aquí expresada una idea plenamente conforme con el pensamiento
apocalíptico, que ofrece al creyente la incondicionada garantía de estar, en el nuevo eón,
bajo el directo e incontestable dominio de Dios. Hasta Beliar, príncipe de este mundo,
fue en una ocasión un ángel bueno de Dios.
Está claro que la figura del hijo del hombre, en cuanto adaptada a la experiencia
apocalíptica del mundo, sólo puede ser entendida a la luz de influjos extranjeros. Hasta
el momento no se ha encontrado una explicación totalmente satisfactoria de esta figura
mítica. El juicio más aceptable sigue siendo el de Bousset: "Se abre camino la sospecha
de que, en la figura del hijo del hombre preexistente, han sido fundidas dos figuras: el
"mesías" judío y un ser celeste preexistente, cuyo origen y proveniencia siguen siendo
oscuros. El nuevo título nos dice de qué especie es esta figura: el "hijo del hombre". Se
trata de una figura cualquiera, representación del hombre celeste (hombre primordial),
unida a la idea judía del mesías"143.
Queda por saber qué influencia ha ejercido el difundido mito del hombre
primordial (Urmensch) en la elaboración de la figura del hijo del hombre, si se han
filtrado otros rasgos míticos (y cuáles) y cómo debemos imaginarnos el proceso que
condujo al nacimiento de la figura apocalíptica del hijo del hombre. La falta de fuentes
puede definir como vano el intento de responder al problema, al menos que nos
contentemos con una solución muy hipotética. La única posibilidad plausible es la de la
mediación de una gnosis judía, en la que ya estaban fundidas la idea del hombre
primordial como ser preexistente y, al mismo tiempo, escatológico y la figura judía del
Mesías. Esta aceptación, necesaria para una gnosis judía, de la figura del mesías se hizo
143
Op. cit., 267.
89

posible a partir de la función escatológica de la figura gnóstica del "anthropos". De


hecho, el "hombre" gnóstico no sólo cayó en poder de los demonios en los albores del
mundo, sino que triunfa al final tras haber reagrupado a todos sus miembros y vencer a
las tinieblas. El hecho de que el Hombre primordial, disperso en todos los pneumáticos,
lleve el nombre de "Mesías" o "Cristo" en ciertas ramas de la gnosis judía, demuestra
que ya muy pronto se había llegado en la gnosis a una fusión de la figura protológica y
escatológica del Hombre primordial con la escatológica del Mesías. Se encuentran por
doquier conexiones transversales entre gnosis y apocalíptica, pero no es posible
establecer cómo y dónde la figura gnóstica del Hombre primordial se transformó en el
hijo del hombre apocalíptico.
El problema histórico-religioso del origen de la figura del hijo del hombre tiene
escasa importancia para comprender la apocalíptica. De hecho, la función del hijo del
hombre en la literatura apocalíptica se puede definir con bastante claridad. Tal función
es la de un mesías preexistente, adaptado al esquema de los dos eones, que en nombre
de Dios destruye el antiguo eón y que gobierna el nuevo eón. El hijo del hombre, como
representación del nuevo mundo, se contrapone claramente al mesías davídico, que no
hace acto de presencia en la apocalíptica, y se acerca a su metamorfosis en la figura del
rey mesiánico paradisíaco, que todavía pertenece al curso transitorio del mundo. Se trata
pues de una figura típicamente apocalíptica, y tanto la presencia como la falta de las
diversas características del "Mesías" demuestra que nos encontramos frente a una
evidente expresión de la comprensión apocalíptica de la existencia y a un elemento
significativamente aclaratorio de la definición de literatura apocalíptica.
90

X
La literatura apocalíptica
Quien pretende describir un determinado fenómeno religioso-cultural, lo lógico es
que trate de localizar este fenómeno al comienzo de su exposición, indicando en qué
fuentes apoya su investigación.
Si hemos recorrido el camino inverso, haciendo algunas observaciones sobre la
literatura apocalíptica sólo hacia el final de la exposición, lo hemos hecho por varias
razones. La literatura apocalíptica, en sentido propio, no se presenta como tal de manera
inequívocamente reconocible; de hecho, la forma externa de un escrito de revelación no
garantiza sin más su contenido apocalíptico. Y el contenido apocalíptico era
considerado, por parte de los mismos apocalípticos, expresión del auténtico judaísmo o
cristianismo; por eso no querían y no podían distinguir de las distintas tradiciones de fe
una literatura apocalíptica individuada en base al contenido. Por otra parte, influyeron
con sus ideas y representaciones también en la piedad no apocalíptica, de tal modo que
las ideas individuales o incluso los sistemas de representación de origen apocalíptico no
son suficientes para hacer ver el carácter apocalíptico, en cuanto al contenido, de
aquella literatura en la que se encuentra tal material apocalíptico.
Por eso, en nuestro caso, fue aconsejable intentar sobre todo extraer ideas y
exponerlas a partir de la abundancia de material tradicional que ofrecía la religiosidad y
el fenómeno histórico de la apocalíptica, para decidir, mirando ahora hacia atrás, qué
tipo de escritos, en base al cuadro diseñado hasta ahora, deben considerarse
específicamente apocalípticos, cuáles dan más o menos espacio al pensamiento
apocalíptico y cuáles eventualmente fueron erróneamente clasificados entre los escritos
apocalípticos.
En el Antiguo Testamento hay que mencionar sobre todo, en este contexto, el
Libro de Daniel, que extrañamente ha llegado a nosotros parte en hebreo y parte en
arameo. De manera genuinamente apocalíptica, es atribuido pseudónimamente a Daniel,
un hombre piadoso de los albores de Israel, y en los cc. 7-12 le hacen narrar su historia.
Estos relatos tratan un único tema: la irrupción, esperada para ese momento, del eterno
reino de Dios. El autor renuncia a justificar esta espera como tal y a presentar en detalle
el futuro reino inminente. Evidentemente sabe que sus lectores tienen ante los ojos las
imágenes del futuro esperado. Pero se esfuerza, con ayuda de una amplia visión de la
historia, que Daniel ha tenido durante el destierro de Babilonia, por demostrar en los cc.
2 y 7-12 de su libro que ahora es inminente el decisivo cambio del tiempo.
"Ahora" es el tiempo del gobierno del rey sirio Antíoco IV Epífanes (175-163
a.C.), de quien el autor conoce sus campañas militares contra Egipto (168 y 167 a.C.) y
su profanación del templo judío a fines del 167. Los conocimientos de "Daniel" no van
más allá de este hecho; esto significa que escribe después del 167 (sin embargo, todavía
en vida de Antíoco, quizá a comienzos del 164) y que anuncia el gran cambio para el
presente. Del mismo modo que, al comienzo de su libro, el autor presenta a Daniel
como un judío modelo, que incluso prisionero en Babilonia siguió fielmente vinculado a
la ley de los padres, también desde esta perspectiva da a conocer quién tomará parte en
el cercano reino de Dios: los judíos que, en la actual tribulación causada por el rey sirio,
siguen fieles a la religión de los padres.
91

El autor del libro de Daniel piensa claramente en términos nacionalistas: el reino


de Dios que comienza concederá el dominio del mundo a los judíos religiosos. El
universalismo apocalíptico es, por tanto, rechazado, y algo parecido habrá que decir del
dualismo apocalíptico, que no hace acto de presencia (al menos explícitamente) en el
libro de Daniel: el reino eterno que viene de Dios y que debe destruir los reinos
terrenos, instaurándose en su lugar, se presenta aparentemente como un reino histórico-
terrenal, sin que podamos conocer con precisión sus características. De esto no puede
deducirse que Daniel represente un primer paso o el primer momento del pensamiento
apocalíptico. Más bien podría haberse limitado a criticar parcialmente la concepción
apocalíptica de la realidad y a acercarse al pensamiento escatológico tradicional. Sólo
por esta razón pudo también su libro ser aceptado en el canon del Antiguo Testamento
como escrito profético. También Daniel concibe la oposición entre el dominio ya
cercano de Dios y los reinos de este mundo en términos radicalmente apocalípticos.
Pensamos que, además del libro de Daniel, existen otros libros en el Antiguo
Testamento que nos ofrecen material apocalíptico, sobre todo Is 24-27. Tal es así que
estos capítulos, que constituyen una colección de diversas piezas de carácter
escatológico, han sido denominados con frecuencia "apocalipsis de Isaías". Pero se trata
de una denominación inexacta. Verdad es que estos capítulos hablan de una promesa del
venidero reino de Dios, y que todas las tradiciones particulares de dicha sección se
centran en la temática de la esperanza escatológica. Sin embargo, esta escatología no es
propiamente apocalíptica. La espera de la resurrección de los muertos mencionada en el
c.26 puede considerarse tan poco genuinamente apocalíptica como la esperanza en el
reino de Dios como tal. En ningún momento se habla de la espera de algo ya cercano.
También son extrañas a Is 24-27 las características literarias de los escritos
apocalípticos, principalmente las descripciones de visiones.
Fuera del libro de Daniel no puede encontrarse con seguridad material
apocalíptico en el Antiguo Testamento.
Los Oráculos Sibilinos contienen documentos relativamente tempranos de origen
apocalíptico. Apoyados en la autoridad de la Sibila, una vidente legendaria de tiempos
primordiales, circularon por doquier en el mundo antiguo numerosos dichos oraculares.
El senado romano hizo coleccionar oficialmente los dichos de la Sibila y se recurrió a su
consulta en situaciones críticas. El judaísmo helenista se aprovechó de la fama de los
dichos oraculares sibilinos para hacerse propaganda en el imperio romano, apoyando su
propio mensaje en la autoridad de la Sibila. Los cristianos sólo posteriormente se
unieron a este uso literario. Parece ser que la producción literaria conservada que ha
llegado hasta nosotros fue recopilada no antes del s. VI; contiene material pagano, judío
y cristiano, poco ordenado y a veces sólidamente trabado. Las partes judías pudieron ir
apareciendo entre el final del s. II a.C. y finales del s. II d.C. La Sibila es mencionada
como hija de Noé.
Se trata de una incansable predicadora del monoteísmo y una opositora del culto a
los dioses. Refuerza su propaganda de la fe judía en Dios con el anuncio de un juicio
cercano al que se someterán los idólatras. El tiempo del juicio es descrito con
tonalidades apocalípticas: juicio del mundo a través del fuego y aniquilación de Beliar,
el enemigo de Dios. Esbozos históricos, prolongados hasta el hoy del respectivo autor,
confirman la correcta presciencia de la Sibila y ponen de manifiesto la inminencia del
fin de todas las cosas y tiempos. Son descritas las señales premonitorias del fin. La
Sibila presenta de manera seductora ante los impresionados paganos la riqueza y la
dicha del dorado reino de Dios, de tal modo que la espera nacional judía se esfuma tras
motivos universalistas. Todo el mundo se dirige entonces al glorioso templo de
92

Jerusalén, recién reconstruido, para venerar al gran Dios, que habitará entre los hombres
y restituirá el tiempo del paraíso.
El material sibilino no ofrece ninguna presentación en sí de la piedad apocalíptica,
sino que pone motivos apocalípticos al servicio de la misión y propaganda judías. Las
ideas apocalípticas que no servían para tal propaganda en el ambiente helenístico van
quedando marginadas: la figura del Mesías, la esperanza en la resurrección, el dualismo.
Hasta el juicio y la renovación tienen lugar en el ámbito de un cosmos fuera del cual,
para el pensamiento griego, no hay ninguna realidad. En consecuencia, no puede
deducirse de los Oráculos Sibilinos una imagen coherente de la piedad propiamente
apocalíptica. Sin embargo, ayudan a comprender lo mucho que la apocalíptica ha
influido en definitiva en el pensamiento judío antes y después de Cristo.
En Gn 5,18-24 se cuenta cómo Henoc, un descendiente de Adán en la octava
generación, fue arrebatado por Dios a causa de su piadosa vida. En base a este relato se
pensó que Henoc vivía junto a Dios en el mundo celeste, y en consecuencia se le
atribuyeron numerosas revelaciones. Nos han llegado tres libros de revelaciones que
llevan su nombre. El más conocido es el Henoc Etiópico, llamado así porque sólo se ha
conservado íntegro en etíope. Este libro, auténticamente judío, gozó de gran estima en la
iglesia etíope, pero fue marginado por las restantes iglesias cristianas y por el judaísmo
ortodoxo. Sólo se han conservado algunos fragmentos de los originales hebreo o
arameo, y lo mismo puede decirse de las traducciones latina y griega (el texto etíope se
basa en un modelo griego).
El Henoc Etiópico se compone de una serie de escritos originalmente
independientes, cuyos primitivos títulos se han conservado en parte. Todas las piezas
individuales llevan impreso, con mayor o menor claridad, su origen apocalíptico, y su
agrupamiento fue sin duda llevado a cabo en interés de una piedad específicamente
apocalíptica. Esta obra, citada con frecuencia por los especialistas, ha llamado
especialmente la atención en las últimas décadas, entre otras cosas porque, entre los
escritos y fragmentos hallados tras la segunda guerra mundial, y pertenecientes a la
biblioteca de una secta judía que en tiempo del nacimiento de Cristo tenía su centro
junto al mar Muerto, fueron descubiertos fragmentos de unos diez manuscritos de este
Henoc Etiópico o de su modelo arameo. Los fragmentos reproducen casi todas las partes
del libro, a excepción de los cc. 37-71, que constituyen un libro aparte de "parábolas" y
que con frecuencia fue considerado fruto de un estrato de tradición relativamente joven.
Aunque la cuestión es discutida, también las "parábolas" podrían proceder de la
época precristiana, si bien las secciones individuales del libro etiópico de Henoc no
pueden fecharse con certeza. Por lo demás se cree que las piezas más antiguas son
anteriores a Daniel, por lo que se datan en torno al 170 a.C., especialmente el llamado
Apocalipsis de las Diez Semanas (cc. 93 y 91,12-17), que constituye un bloque
autónomo, mientras que las secciones más jóvenes fueron redactadas unos cien años
después.
En vista de que este libro etiópico de Henoc es una colección de materiales afines,
aunque no uniformes, se puede comprender que no puedan ser armonizadas todas sus
ideas. Así, por ejemplo, difieren notablemente entre ellas las representaciones
escatológicas. El libro de la "angelología" (cc. 6-36) espera, tras el gran juicio, una vida
paradisíaca sobre una tierra liberada del mal. Las ya mencionadas "parábolas" culminan
con la promesa de un Hijo del Hombre celeste, que, tras juzgar a los pecadores y
sentarse en el trono de su majestad, gobernará a los justos que habitan en la luz eterna.
El libro "astronómico" (cc. 72-82), ya desde el principio, formula la espera de una
93

nueva y definitiva creación. También el citado Apocalipsis de las Diez Semanas cuenta
con el fin de toda la creación y con el alumbramiento de un nuevo cielo en un mundo de
gloria atemporal y eterna. En el llamado libro parenético (cc. 91-105) se promete a los
justos sufrientes que serán acogidos en el mundo celeste, que estarán para siempre
asociados a las legiones celestiales y que podrán contemplar a una distancia segura el
juicio del viejo eón. Sea cual fuere el origen individual de estas ideas, lo cierto es que
ahora, como bloque, están al servicio de la esperanza universal apocalíptica en la
superación de este mundo y de su historia.
Además del Henoc etiópico, contamos con un Henoc Eslavo basado en un original
griego que, sin menoscabo de algunos añadidos tardíos, su núcleo fundamental puede
ser fechado en el siglo primero de la era cristiana. Desde luego, este libro no ofrece
ningún diseño histórico ni espera alguna de un fin inminente, sino más bien
exhortaciones morales que Henoc trae a la tierra tras su viaje celeste. Las ideas
específicamente apocalípticas aparecen sólo al final, en una instrucción relativa al fin de
esta historia terrena y a la irrupción del eón eterno. Pero estas ideas, que aparecen en el
marco de una enseñanza sobre las "últimas cosas" esperadas para un futuro lejano, no
reflejan ninguna comprensión de la existencia propiamente apocalíptica.
El Henoc Hebreo, libro de los siglos II o III d.C., ya no forma parte de la literatura
apocalíptica, pues en esta obra de origen rabínico, Henoc no habla del fin de la historia,
sino de los misterios del mundo celeste.
La Asunción de Moisés, conservada en latín, es en cambio una obra claramente
deudora de la concepción apocalíptica de la existencia. Antes de morir, Moisés entrega a
Josué un escrito sobre el fin de los tiempos, para que éste lo custodie hasta los últimos
días del mundo. Según el autor, estos días parecen haberse hecho presentes en las
primeras décadas posteriores al nacimiento de Cristo; la narración de la historia, puesta
en boca de Moisés, llega hasta este tiempo. De ahí que el libro fuese compuesto en estas
décadas. "A partir de ahora los tiempos se precipitarán hacia el fin; y su curso acabará
de repente" (7,1). El mal se propagará. Especialmente Israel deberá afrontar momentos
terribles bajo el dominio romano. Pero después aparecerá Dios, que acabará para
siempre con el demonio y exaltará a Israel en el cielo; y, cuando la tierra se hunda, se
podrá ver a los paganos arrastrados con ella en su ocaso.
Las ideas de la Asunción de Moisés presentan rasgos "conservadores". El autor
carece de una perspectiva universalista, y falta también en el libro la idea de la
resurrección. Pero el tono básico del escrito es sin embargo apocalíptico: sólo Dios
actúa, el universo material pasa y los justos de Israel recibirán un reino supraterrenal.
Hay otros dos textos, que hemos citado con frecuencia, mucho más importantes
para poner de manifiesto la actitud espiritual de la apocalíptica: el Cuarto Libro de
Esdras y el Apocalipsis siríaco de Baruc. El 4 Esd gozó de gran prestigio y popularidad
entre los cristianos de la antigüedad. Ha sido conservado en numerosas tradiciones, pero
el original hebreo se ha perdido. Fue introducido también en la Vulgata, versión latina
de la Biblia realizada por Jerónimo. En la Vulgata aparece como 4 Esdras después del
libro canónico de Esdras (= 1 Esdras), del de Nehemías (= 2 Esdras) y del libro apócrifo
de Esdras (= 3 Esdras, un escrito cuya aceptación entre los apócrifos
veterotestamentarios de su Biblia no consideró necesaria Lutero). En las demás
traducciones el libro recibe distintos nombres.
Como ocurre a propósito de los autores de los demás libros apocalípticos,
sabemos muy poco del autor del 4 Esdras. Seguramente escribió en la última década del
siglo I, después de la destrucción de Jerusalén a manos de los romanos en el año 70 d.C.
94

y bajo la impresión de aquella terrible experiencia. Por esta razón (y yendo claramente
contra la realidad histórica) elige el pseudónimo de "Esdras", un personaje que él busca
en el destierro de Babilonia treinta años después de la destrucción de Jerusalén por obra
de Nabucodonosor (587). Allí fue favorecido Esdras con siete visiones, número que
estructura el libro. Según el autor, Esdras, en sus visiones, contempla el mundo celeste,
clama a Dios y, mediante un ángel o directamente de la boca misma de Dios, obtienen
respuesta sus numerosas preguntas. Los diálogos con el ángel están compuestos en un
estilo altamente dramático. Esdras expresa sus dudas y pensamientos, que en tiempos
del autor se dirigían precisamente contra la objetividad de la fe apocalíptica, y el ángel
de Dios ofrece respuestas que se corresponden con el testimonio de fe de los
apocalípticos.
Desde el punto de vista literario, este libro constituye una unidad, si bien el autor
utiliza numerosas tradiciones de origen diverso, detalle que explica la existencia de
ciertas tensiones internas en el libro. Lutero, en vista de las experiencias negativas que
tuvo con algunos "videntes" de su tiempo, no hizo mucho caso de semejantes
revelaciones celestes y prefirió arrojar al Elba, junto a Wittenberg, al "soñador" que
compuso 4 Esdras. Este juicio peyorativo, sin embargo, no puede hacernos olvidar que
el autor de nuestro libro obró movido por una profunda piedad, que en algunos rasgos
nos recuerda a Pablo. Su escrito expresa casi a la perfección la concepción
específicamente apocalíptica de la existencia. Quien quiera recurrir a las fuentes para
aprender a conocer la apocalíptica, lo mejor que puede hacer es empezar con el 4
Esdras.
Algunos investigadores han sospechado que el Apocalipsis siríaco de Baruc tiene
el mismo autor que el 4 Esdras. Esta sospecha se basa en los estrechos contactos,
temáticos e incluso verbales, entre ambos escritos. Aunque tal tesis no pudiera
mantenerse, lo cierto es que entre ambos libros apocalípticos hay un íntimo parentesco.
En consecuencia, el juicio fundamental que pueda emitirse sobre el carácter
genuinamente apocalíptico de la piedad del 4 Esdras es extensible al libro siríaco de
Baruc. También el autor del Apocalipsis siríaco de Baruc escribe bajo la agobiante
impresión de la experiencia de la destrucción de Jerusalén el año 70. Esta es la razón
por la que escoge a Baruc como garante pseudónimo, pues sabido es que este secretario
de Jeremías fue contemporáneo de la destrucción del templo el año 587. Baruc
contempla el hundimiento de Jerusalén, que ya le había sido anunciado de antemano, y
después, mientras vaga por entre las ruinas de Jerusalén, es instruido, mediante visiones
y audiciones, sobre el futuro y sobre el fin del mundo. Lo mismo que el 4 Esdras,
también el Apocalipsis siríaco de Baruc se compone de siete partes.
El libro se ha conservado sólo en siríaco y en un único manuscrito, descubierto en
el siglo pasado y sacado a la luz por vez primera en 1866. Únicamente la última parte,
los cc. 78-97, se conserva en muchos otros manuscritos siríacos, pues se trata de una
carta que escribió Baruc a las nueve tribus y media que compartían el destierro de
Babilonia; y tal carta fue aceptada en la Biblia de los monofisitas, una iglesia particular
de Siria. La lengua original de este apocalipsis debió de ser también el hebreo o el
arameo, si bien la traducción siríaca se basa en un texto griego.
La estrecha relación de 4 Esdras con el Apocalipsis siríaco de Baruc favorece la
idea de la mutua dependencia, aunque no existe consenso sobre cuál de los dos escritos
es el más antiguo. Si el autor de 4 Esdras hubiese utilizado el Apocalipsis de Baruc, éste
debería haber sido escrito inmediatamente después de la destrucción de Jerusalén el año
70. Dejando a un lado la dependencia literaria "de Baruc", habrá que considerar el
primer tercio del siglo segundo de la era cristiana como época de composición del
95

Apocalipsis de Baruc. La verdad es que no tenemos mucha necesidad de buscar una


salida a este problema, pues no se puede descartar que los contactos entre ambos libros
se deben al uso de tradiciones comunes o bien al trabajo de una "escuela". Es decir, que
no es necesario dar por supuesta una dependencia directa.
Se ha observado con razón que el Apocalipsis siríaco de Baruc es inferior a 4
Esdras por lo que respecta a la profundidad de sentimientos religiosos y a la pasión del
pensamiento teológico. Quien lea ambos escritos estará de acuerdo con este juicio, sin
que por ello deba admitir una menor firmeza apocalíptica en el libro siríaco de Baruc.
Además de este representante siríaco, existe un Apocalipsis griego de Baruc, un
escrito judío reelaborado en ambiente cristiano en los siglos II o III. Nos habla de un
arrobamiento de Baruc a través de cinco cielos, en los que un ángel le pone en
conocimiento de los secretos de Dios. Sin embargo, el contenido de estos misterios no
está en relación con un saber histórico apocalíptico, sino que se trata de informaciones
sobre el destino de pecadores y justos en el más allá, al servicio de una exhortación
ética, así como de aclaraciones sobre acontecimientos cósmicos que tampoco están en
contexto apocalíptico.
Aparte de las obras mencionadas hasta el momento, no se aducen generalmente
otros títulos en referencia a literatura propiamente apocalíptica. Además, lo que con
frecuencia es calificado de escritura apocalíptica, o bien suele carecer de la forma de un
escrito revelatorio o bien acusa el influjo de ideas apocalípticas, pero no expresa una
comprensión de la existencia genuinamente apocalíptica.
Así ocurre con el amplio Libro de los Jubileos, que parece provenir del siglo II
a.C. y que va narrando y comentando la historia veterotestamentaria de Gn 1 a Ex 12.
Adopta la forma de una revelación recibida en el Sinaí por Moisés de parte de Dios.
Pero el libro no pretende anunciar el trastocamiento inminente de todas las cosas, sino
estimular al pueblo de Israel a la fiel observancia de la ley en un ambiente pagano. El
autor parece conocer la literatura apocalíptica de Henoc (4,19), pero sólo
incidentalmente, en el c.23, ofrece doctrina apocalíptica. Este capítulo contiene algunos
motivos apocalípticos: si el pecado gana terreno, las cabezas de los niños se volverán
blancas, como con canas, y un niño de tres semanas parecerá centenario; en los días de
la salvación que vendrán a continuación, ya no habrá ni Satán ni mal. Sin embargo,
estos desarrollos temáticos se perciben sólo a lo lejos y desembocan claramente en un
ámbito intramundano e intrahistórico. El interés del autor está orientado a encarecer el
cumplimiento de la ley como fundamento vital presente y futuro de Israel. La amenaza
del juicio y la promesa de la salvación cumplen una función de apoyo de la exhortación
ética.
Otro tanto puede decirse de la obra Testamentos de los Doce Patriarcas, en la que
los doce hijos de Jacob se despiden de sus descendientes antes de morir. Si
prescindimos de las interpolaciones tardías, en general de origen cristiano y difíciles de
delimitar, también esta obra proviene del siglo II a.C. Además de detalles de la historia
bíblica, contiene principalmente exhortaciones morales, relacionadas por lo general con
ejemplos históricos del Antiguo Testamento. Estas exhortaciones tienen como telón de
fondo el antagonismo entre Dios y Beliar, que ejerce un enorme poder sobre los
hombres, y están en ocasiones motivadas por referencias a la resurrección y al juicio. Lo
mismo que los apocalípticos, también los hijos de Jacob a la hora de la muerte prevén el
destino de Israel. Conocen la llegada de un rey salvífico de carácter sacerdotal, que "no
tendrá ningún sucesor hasta las últimas generaciones, hasta la eternidad". Él abrirá las
puertas del paraíso y retirará la espada que amenaza a Adán. Beliar será sometido, los
96

malos espíritus aniquilados y los malvados dejarán de hacer el mal 144. También los
paganos que invoquen a Dios serán redimidos.
Pero todas estas resonancias apocalípticas (el autor conoce la apocalíptica de
Henoc) no reflejan una comprensión básicamente apocalíptica de la realidad. Se trata
más bien de ideas de apoyo que pretenden configurar la invitación a rechazar ahora las
obras de Beliar, la deshonestidad y la envidia, el homicidio y la embriaguez, la idolatría
y la codicia, el odio y la explotación, para preparar así históricamente los nuevos
tiempos.
En el salmo 70 de los Salmos de Salomón se expresa la esperanza nacional en el
rey mesiánico de Israel, que destruirá a los paganos opositores y gobernará en Jerusalén
a un Israel liberado, que ya no conocerá injusticias y recibirá el tributo de los pueblos.
Pero también estas ideas están lejos de la espera apocalíptica de una nueva creación de
paz universal.
Entre los numerosos manuscritos descubiertos junto al mar Muerto a partir de
1947, pertenecientes a una mancomunidad judía que tenía su centro en una colonia de
Qumrán, se han encontrado fragmentos de los "Testamentos de los doce patriarcas", del
Libro de los Jubileos y, sobre todo, como ya hemos indicado, del Henoc "etiópico" en su
redacción original aramea. Se piensa con razón que los miembros de esta secta del mar
Muerto eran aquellos esenios de los que nos han legado interesantes noticias
principalmente los historiadores judíos Filón y Josefo en el siglo I d.C. Como
alternativa, otros piensan en estrechas relaciones entre ambos grupos.
Ahora bien, Adolf Hilgenfeld ya había dicho que en los esenios se puede percibir
el eslabón que une a los círculos apocalípticos con el primitivo movimiento cristiano,
pues "su peculiar naturaleza común sólo se explica desde la lucha de la escuela
apocalíptica por aislarse de la corrompida vida del pueblo y prepararse para afrontar el
futuro con una ardiente espera"145. Por eso no es casual que uno de los problemas más
importantes de la investigación relativa a Qumrán sea descubrir la relación de los
nuevos textos con la concepción apocalíptica del mundo. Y no es extraño que, ante la
impresión de los nuevos descubrimientos, se haya pretendido incluso demostrar un
origen "esenio" de la apocalíptica.
Habrá que partir del hecho de que aquella secta, que había establecido en Qumrán
una especie de casa madre, tuvo su origen en un grupo de judíos creyentes de condición
sacerdotal que se separaron del templo de Jerusalén y de la aristocracia sacerdotal
encargada allí del culto. Según la opinión del grupo, el servicio del templo estaba
contaminado por la insuficiente observancia de las prescripciones legales por parte de
los sacerdotes. Este punto de partida de la formación de la secta carece también de
motivos apocalípticos, y difícilmente puede aceptarse que, en el momento de la
separación (que generalmente se sitúa en la segunda mitad del siglo II a.C.), jugase
papel alguno la piedad apocalíptica en el templo de Jerusalén. Entre la numerosa
literatura original de la secta del mar Muerto no se han encontrado escritos
expresamente apocalípticos146. Naturalmente Daniel era conocido, y usado el Henoc
etiópico, pero estos escritos ciertamente no procedían de la comunidad de Qumrán.
Por otra parte, la comunidad de Qumrán tenía conciencia de ser la comunidad del
tiempo final y contaba con la inminente irrupción del tiempo de la salvación. Los
miembros de la secta habían iniciado ya la batalla de los "hijos de la luz" contra los
144
Testamento de Leví, 18.
145
Op. cit., 16.
146
P.e. en la edición de E. Lohse, Die Texte aus Qumran, 1962, 19712, fácilmente accesible.
97

"hijos de las tinieblas", que constituía una parte de la guerra decisiva entre Dios y sus
ángeles contra Beliar y sus diabólicos aliados. El "Rollo de la Guerra", un libro
especialmente querido en la secta, informa con detalle del encuentro militar final, de
cuarenta años de duración, entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas. Estos se
verán finalmente sometidos en el séptimo y último enfrentamiento. Al final, Dios
exterminará a todos los inicuos de la faz de la tierra y abrirá a los justos el camino hacia
la salvación eterna y hacia una paz perfecta y duradera. Del lenguaje apocalíptico
provendrían las expresiones "el fin de los días", "la última generación" y "la
consumación del tiempo", mientras que al pensamiento apocalíptico correspondería la
idea de los dos espíritus que Dios ha establecido en el hombre "por un tiempo
determinado y de cara a la nueva creación. Y él conocía el resultado de sus obras en
todo tiempo".
Así, Adolf Hilgenfeld podía estar en lo cierto cuando afirmaba que la condición de
secta hacía proclives a los piadosos del mar Muerto a aceptar las ideas apocalípticas.
Pero habría que añadir a esto que la escatología no constituye el tema principal de la
piedad de Qumrán, pues la espera de la salvación en los escritos del mar Muerto es
concebida desde una perspectiva radicalmente nacional e intrahistórica. Tampoco las
ideas mesiánicas son apocalípticas, y la espera de la resurrección de los muertos es
como mucho aludida. Nunca son descritos el juicio final y el tiempo de la salvación, y
no se pueden pasar por alto elementos de una escatología totalmente presente. En
consecuencia, sólo podemos hablar de cierto influjo de pensamiento y conceptos apo-
calípticos, como puede comprobarse en los Testamentos de los Doce Patriarcas (obra
leída o incluso escrita por la comunidad "esenia") y en el Libro de los Jubileos. Según
esta observación, podrían también demostrarse influjos gnostizantes en la literatura de
Qumrán.
Nos llevaría mucho tiempo examinar ahora con detenimiento todas las obras del
judaísmo tardío desde el punto de vista de los motivos apocalípticos. Fuera de los textos
ya mencionados no encontramos documentos de carácter explícitamente apocalíptico.
Sin embargo, no es raro percibir el influjo del mundo de ideas apocalípticas,
virulentamente ambientado en el judaísmo. Por eso, un escritor como Flavio Josefo
evita con cuidado manifestar ideas "revolucionarias" de la apocalíptica, enemigas de la
historia, para no despertar desconfianzas entre los funcionarios romanos.
Tendríamos que mencionar también p.e. la obra judía "Vida de Adán y Eva", que
ha llegado a nosotros en dos recensiones distintas y que tiene más influjos gnósticos que
apocalípticos; el "Apocalipsis de Abraham", que subdivide en doce épocas la historia
del "mal eón", el señorío de Azazel; el "Libro de Elías", un conglomerado de trozos dis-
pares, entre los que aparece material de origen apocalíptico.
También en Filón, ilustre teólogo judío que escribió en Alejandría en el s. I, así
como en el "Libro de las antigüedades judías", que se le ha atribuido falsamente,
encontramos algunos pasajes de tipo apocalíptico. Lo mismo podemos decir,
naturalmente, de los escritos rabínicos, aunque en su conjunto son cualquier cosa menos
apocalíptica. El judaísmo eliminó la literatura apocalíptica antes y con mayor decisión
que la Iglesia cristiana. El famoso rabí Aqiba afirmó hacia el año 100 que, con sólo
tomar en la mano estos libros, se pierde la propia felicidad. Esto no fue obstáculo, sin
embargo, para que los rabinos hiciesen uso de vez en cuando de ideas y
representaciones apocalípticas, sobre todo con referencia a la escatología.
Más abundante que esta literatura judía que acabamos de mencionar son los
primitivos escritos cristianos. Ya hemos visto que, a pesar de todas las relaciones
98

históricas sin duda existentes, no podemos describir el cristianismo primitivo como


"apocalíptico", pero en cambio se puede reconocer con claridad una matriz apocalíptica
en casi todas las tradiciones cristianas primitivas. En la primitiva literatura cristiana
descubrimos una tensión significativa entre los textos apocalípticos de la tradición y los
relatos del acontecimiento salvífico de Cristo. Mientras que, en la apocalíptica, los
sucesos anunciadores del fin constituyen el acontecimiento decisivo, en el anuncio
cristiano ocupa el lugar central la transmisión de los sucesos salvíficos ya
experimentados. Por tal motivo, los apocalipsis judíos tradicionales, aunque muy usados
en la Iglesia, son relacionados con el acontecimiento de Cristo.
Se sigue discutiendo en ocasiones si determinados libros de tonalidad apocalíptica
son de origen cristiano o sólo se trata de escritos judíos reelaborados desde el punto de
vista cristiano. A estas tradiciones, en general poco significativas, pertenecen p.e. un
"Apocalipsis de Elías", un "Apocalipsis de Esdras" (que no debe ser confundido con 4
Esdras) y el llamado "Quinto Libro de Esdras", sin olvidar el interesante libro, usado en
la Iglesia etíope, "Ascensión de Isaías".
Los "Oráculos Sibilinos", de origen cristiano, se hacen eco de ideas apocalípticas
para anunciar, en tiempo de persecución, la inminente y total ruina del estado romano.
El Apocalipsis de Tomás, descubierto en este siglo, imita a los antiguos apocalipsis en
temas como los signos premonitorios del fin, el "último día" (que divide en siete días),
del octavo día y de la irrupción del nuevo mundo. La Didajé, libro del año 100 o algo
más tarde, termina con un pequeño apocalipsis inspirado también en el pensamiento
cristiano; está compuesto de material diverso, relacionado en su mayor parte con el
orden interno de la Iglesia.
La mayor parte de los libros conocidos como "apocalipsis cristianos", citados en
la bibliografía de la obra de Hennecke-Schneemelcher, tienen muy poca, o casi ninguna,
relación con la apocalíptica propiamente dicha. El "Apocalipsis de Pedro", ampliamente
usado y difundido en la antigüedad, se remonta probablemente a la primera mitad del s.
II y su origen es claramente cristiano. A diferencia del canónico Apocalipsis de Juan, no
se interesa tanto por la historia final cuanto por el más allá; así, describe la gloria celeste
y el sufrimiento del infierno con el objeto de hacer más eficaz la exhortación a la
penitencia. Casi lo mismo puede decirse de otros dos escritos: el "Apocalipsis de
Pablo", donde se cuenta lo que debió de experimentar el apóstol cuando fue arrebatado
al paraíso (2 Cor 12,1ss), y el "Pastor de Hermas", un libro "profético" de finales del s.
II que, en distintos ámbitos eclesiales, gozó durante mucho tiempo de prestigio
canónico. En la cuarta visión el autor incorpora un material apocalíptico interesante,
pero no lo interpreta y utiliza en el sentido de una escatología y de una visión de la
existencia apocalípticas.
Hablando a grandes rasgos, hay que decir que la mayor parte del material
apocalíptico de la tradición cristiana se encuentra en el Nuevo Testamento, sobre todo,
como es lógico, en el Apocalipsis de Juan y en el apocalipsis sinóptico de Mc 13 (y
par.), que utilizan en gran medida tradiciones judías. Pero también en 2 Tes 2,1-12
hallamos una interesante sección apocalíptica de origen claramente judío; en 1 Tes 4,16
describe brevemente Pablo, de manera apocalíptica, la futura parusía del Cristo celeste.
En la Segunda Carta de Pedro el autor, enfrentado a los detractores, defiende la espera
cristiana de la parusía frente a la evidente dilación de los acontecimientos finales; a tal
objeto, ofrece material apocalíptico especialmente en el c.3. Si a todo esto añadimos la
terminología apocalíptica utilizada por Pablo para describir la situación del cristiano en
el mundo como existencia escatológica, podremos deducir del Nuevo Testamento un
completo bosquejo histórico, que nos permite desarrollar la naturaleza de la religiosidad
99

apocalíptica en todas sus facetas. Así podemos contar con un testigo indirecto, pero
relativamente primitivo y bien datable, de la apocalíptica culta.
Es normal que la literatura neotestamentaria no haya incorporado concepciones de
la historia que explican el presente como tiempo último; dirige su mirada más bien hacia
atrás, al momento clave al que apunta toda la historia. El Nuevo Testamento, en general,
pone en guardia ante el peligro de hacer cábalas sobre el tiempo final. "En cuanto al día
y a la hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el Padre" (Mt
24,36). Mientras tanto, la comunidad primitiva vive en la tensión de la espera de la
cercanía apocalíptica: "No pasará esta generación antes de que todo esto suceda" (Mc
13,30). Dice Jesús: "Si expulso los demonios en virtud del Espíritu de Dios, es que ha
venido a vosotros el reino de Dios" (Mt 12,28). Por eso, lo decisivo es la exhortación a
la continua vigilancia (Mc 13,33-37); se pueden observar los "signos del tiempo", pues
son los premonitorios del fin (Mc 13,28s; Mt 16,3). Como le queda poco al tiempo de
este mundo, el hombre debe tomar partido. Este mundo está declinando (1 Cor 7,29-31),
se halla cercano al fin (Apo 1,1-3; 1 Cor 10,11). Jesús vio a Satán bajar del cielo como
un rayo (Lc 10,18).
"Este" eón, "este" mundo (Ef 2,2), junto con los poderes demoníacos que lo
gobiernan (Ef 2,2), es pasajero (1 Cor 2,6.8). Cielo y tierra deben pasar (Mc 13,31). La
caída del primer hombre ha introducido la corrupción en "este" mundo (Rom 5,12), y
toda la creación se ha hundido en esta corrupción (Rom 8,19ss). Por eso, el diablo se
convirtió en "dios de este eón" (2 Cor 4,4)147; el eón presente debe ser calificado corno
"malo" en su totalidad (Gal 1,4), y la sabiduría de "este" mundo como necedad (1 Cor
3,18). Naturalmente, entre esta "generación perversa y torcida" se encuentra el grupo de
los justos, los irreprochables "hijos de Dios", que brillan en este eón como estrellas en el
cielo (Fil 2,15).
Pero ahora ya ha transcurrido el tiempo concedido a este eón (Mc 1,15); se ha
"cumplido" (Gal 4,4). Empieza la lucha a muerte del viejo eón. Satanás, el "sin-ley",
que todavía está sometido, pronto dará rienda suelta a su furia (2 Tes 2,3ss; Apo 12).
"Entonces, los que estén en Judá que huyan a los montes; el que esté en el terrado, que
no baje ni entre en casa a coger nada; y quien esté en descampado, que no vuelva a por
su manto... pues aquellos días serán de una tribulación como no la ha habido igual hasta
ahora desde el principio de este mundo creado por Dios, ni la volverá a haber" (Mc
13,14ss). Si Dios no abreviase los últimos días, ni siquiera podrían sobrevivir los justos
elegidos para el nuevo eón (Mc 13,20).
La llegada del Hijo del Hombre acelera el cambio: el juicio sobre este eón y para
los justos del nuevo eón (Mc 13,26s). La corrupción caerá de improviso sobre el viejo
eón (1 Tes 5,1ss). Como un rayo ilumina en un instante el círculo del orbe, así aparecerá
el Hijo del Hombre, en todos sitios al mismo tiempo (Mt 24,27). Aniquilará a Satán con
el soplo de su boca (2 Tes 2,8). Los muertos resucitarán y, junto con los justos
supervivientes, serán arrebatados hacia el Señor para unirse a él por siempre (1 Tes
4,16; Fil 3,20; 1 Cor 15,52). El "Apocalipsis de Juan" conoce el reino intermedio de mil
años que tendrá lugar entre el antiguo y el nuevo curso del mundo (Apo 20,1ss); con él
está relacionado el aniquilamiento definitivo de Satanás. Entonces, el cielo y la tierra
pasarán (Mc 13,31; Apo 21,1).
Todo será nuevo en el nuevo eón (Apo 21,5). La novedad no se puede describir,
pero trae consigo "lo que ningún ojo ha visto y ningún oído ha escuchado, y nadie pudo
imaginar" (1 Cor 2,9), una nueva creación y un hombre nuevo (Apo 21,2; 2 Cor 5,17;
147
Cf. 1 Cor 2,6-8; Lc 4,6; Apo 12,9; Jn 12,31.
100

Rom 12,2). Por el contrario, la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios (1
Cor 15,50). Ya no existe el tiempo (Apo 10,6). Los hombres son como ángeles del cielo
(Mc 12,18ss). Sol y luna ya no iluminan, día y noche desaparecen, pues Dios es la luz
de los hombres (Apo 21,23ss). Los siervos se convertirán en hijos (Gal 4,7; Apo 21,7).
En el reino de Dios reinarán el amor, la paz y la alegría (Gal 5,21s). Los hombres viven
en una imperturbable comunión con Dios (1 Tes 4,17; Apo 21,3) durante toda la
eternidad (Apo 22,1ss).
En nuestra presentación de la piedad apocalíptica no hemos recurrido a este o
aquel testimonio del Nuevo Testamento, pues, situados en un contexto cristiano, no son
en general expresión directa de la comprensión apocalíptica de la existencia. Como ya
hemos visto, tales testimonios pueden separarse de su contexto y ser recopilados para
formar un diseño completo del pensamiento apocalíptico, que responde a nuestra
comprensión de la fe y las ideas apocalípticas. Tal exposición confirma lo acertado del
proyecto de este libro, de describir la genuina religiosidad apocalíptica, y al mismo
tiempo pone de manifiesto que esta apocalíptica impregnada de dualismo debió de
tomar forma, como muy tarde, en el mundo judío del comienzo de la era cristiana.
En relación con esto, convendría hacer unas cuantas observaciones. En el centro
de la predicación de Jesús, apocalípticamente orientada, se sitúa el concepto de "señorío
de Dios". Jesús, que usa este término sólo con referencia al futuro, pretende designar
con él el eón que está por venir, el eón en el que será destruido el dominio del mal y
reinará sólo Dios. Este término ya es usado en este sentido en el libro de Daniel 148; pero
en el resto de la literatura apocalíptica, aunque aparece de vez en cuando, no juega un
papel importante. De manera análoga, en el Nuevo Testamento encontramos la
designación de Satanás como dios o príncipe de este mundo149, una designación
claramente dualista; sin embargo, no aparece en la literatura apocalíptica original,
aunque está claro que, lo mismo que ocurre con el concepto de "señorío de Dios",
central en la predicación de Jesús, debería derivar de la tradición apocalíptica.
Tales ejemplos ponen de manifiesto que los documentos literarios que nos
proporcionan testimonios del movimiento apocalíptico sólo cubren una mínima parte de
lo que en el propio movimiento permaneció vivo con el paso del tiempo. Por eso resulta
una empresa difícil, y no muy rica en perspectivas, diseñar con cierto grado de certeza
el desarrollo de la piedad apocalíptica y de su mundo de ideas, sobre todo teniendo en
cuenta que la literatura que ha llegado a nosotros es difícilmente datable.
Por eso, en este capítulo (como en otras secciones del libro) hemos renunciado a
la legítima tarea de distinguir los diversos estadios y las expresiones locales de la
apocalíptica. Pero estamos seguros que un resultado positivo de tal investigación
acabaría subrayando más que cuestionando lo esencial de la unidad de la piedad
apocalíptica.

148
Dn 2,44; 3,33; 7,13ss.
149
2 Cor 4,4; Jn 12,31; 14,30; 16,11; cf. 1 Cor 2,6.8; Lc 4,6.
101

XI
Consecuencias históricas de la Apocalíptica
Si prescindimos una vez más del Libro de Daniel y del Apocalipsis de Juan, la
literatura apocalíptica no contó con el favor ni con la aceptación oficial en el canon de la
sinagoga y de la Iglesia cristiana. La única excepción la constituye el Cuarto Libro de
Esdras, cuyo texto hebreo y griego se ha perdido, un libro que, aunque rechazado por la
Iglesia oriental y por la sinagoga, fue aceptado por la Iglesia romana latina y reconocido
por la Iglesia católica romana como canónico en el Concilio de Trento (1546)150.
Sin embargo, se conservó no poca literatura apocalíptica, gracias sobre todo al
interés que estos escritos despertaron en algunos ámbitos de la Iglesia, especialmente
los más periféricos. Así se puede explicar, por una parte, el hecho de que los apocalipsis
judíos que han llegado a nosotros muestren rasgos, más o menos amplios, de
reelaboraciones cristianas, y, por otra parte, el sorprendente dato de que la mayor parte
de estos textos han llegado a nosotros no en la lengua original hebrea, aramea o griega,
sino en traducciones etíopes, sirias, eslavas, armenias, coptas, latinas y otras.
En los círculos cristianos en los que se cultivaba cierto interés por la apocalíptica
se llegó a la producción de nuevas obras (más o menos apocalípticas) mediante el
frecuente uso de material judío. El "Apocalipsis de Juan" es el más conocido de estos
apocalipsis cristianos y el único aceptado en el canon del Nuevo Testamento. El resto de
los escritos de este género son de poco valor en su mayor parte; ya hemos mencionado
los más importantes.
Por lo que respecta a las lecturas actualizadas (Lektüre) de estas obras que
acabamos de mencionar, se suele oír hablar de vez en cuando de una re-apocaliptización
del mensaje cristiano original. Pero no olvidemos que los apocalipsis cristianos tuvieron
poco influjo y que en su mayor parte deben su origen a determinadas situaciones
históricas. Especialmente en tiempos de persecución, se manifestaba el deseo de un fin
inminente de este mundo. En tales circunstancias, como ocurre en el Apocalipsis de
Juan, a la esperanza de la liberación de este eón se unía el anuncio del juicio sobre
Roma:
''Caerá sobre ti, Roma de cerviz soberbia,
un rayo de lo alto, y deberás doblar tu cuello;
quedarás tirada por tierra y el fuego te dejará consumida;
aplastada contra el propio suelo; la riqueza esfumada,
y tus cimientos habitados por lobos y zorras.
Entonces quedarás completamente abandonada,
como si no hubieras existido.
¿Dónde estará entonces tu paladio? ¿Qué dios te salvará?
¿Uno de oro o de metal o de plata?
¿Y dónde quedarán los decretos del senado?
¿Dónde la estirpe de Rea y de Cronos?
¿O la descendencia de Zeus y de cuantos has venerado?"151

150
El autor incurre en un grave error. El Cuarto Libro de Esdras, aunque conservado en la Vulgata como
apéndice, nunca ha sido considerado como canónico por la Iglesia católica. (N. del T.).
151
Oráculos Sibilinos VIII, 37ss.
102

A los apocalipsis cristianos escritos en estos críticos periodos les interesan más los
signos premonitorios que anuncian el fin que los acontecimientos finales o el nuevo eón
en sí mismos; y apenas se percibe en ellos una comprensión de la existencia
expresamente apocalíptica. De todos modos se espera un grandioso cambio provocado
por Dios. Naturalmente, el juicio sobre Roma es concebido como acontecimiento
intramundano.
Esta evolución es tan significativa como comprensible. Siempre que se desarrolla
una teología en el marco de influencia de la predicación cristiana, no pueden esperarse
una fe y un pensamiento propiamente apocalípticos. La enseñanza cristiana fundamental
sobre la humanización de Dios, la encarnación del Logos, la redención del cosmos y la
irrupción intrahistórica del nuevo eón implica como herético cualquier dualismo que
rechace totalmente mundo e historia; por tal motivo, las iglesias cristianas de todas las
épocas se opusieron a cualquier manifestación de ardor apocalíptico o de entusiasmo
gnóstico. Apocalíptica y entusiasmo son dos conceptos muy distintos vistos desde fuera,
pero estrechamente hermanados por dentro; de ahí que la Iglesia nunca los ha
reconocido como hijos legítimos, aunque se hayan nutrido en su seno.
Por estas razones, la apocalíptica aparece como un fenómeno secundario y
marginal en el occidente cristiano. De hecho, el influjo positivo de la literatura
apocalíptica sólo se manifestó en la incorporación de ideas y motivos apocalípticos
dentro de un esquema de pensamiento esencialmente no-apocalíptico, tal como hemos
visto a propósito del Nuevo Testamento. La apocalíptica sólo volvió a establecerse y
difundirse en los movimientos postcristianos.
En la literatura de la Iglesia primitiva se recurre a la apocalíptica para describir los
terrores del fin y del infierno, para exhortar a los lectores a mantenerse firmes en la
lucha contra el mal e invitarles a velar y aguantar los astutos ataques del demonio. La
tradición apocalíptica se pone al servicio de la exhortación ética. De este modo queda
marginado el problema del tiempo, elemento constitutivo de la apocalíptica.
En consecuencia, las "revelaciones" de los diversos videntes empezaron pronto a
despreocuparse de los acontecimientos finales para centrarse en el más allá, en el mundo
de los bienaventurados y de los condenados, en el mundo en el que entra el hombre tras
su muerte. En el "Apocalipsis de Pedro" y el "Apocalipsis de Pablo" se revelan a los dos
apóstoles (a Pablo en un viaje celeste larguísimo) los lugares de castigo de los pecadores
y los sufrimientos del infierno, así como el gozo seductor de los bienaventurados en el
paraíso. De semejante modo se abandona totalmente el terreno de la apocalíptica.
Esto se corresponde con la evolución de la Iglesia protocatólica (frühkatholisch)
en general, con su regular y progresiva apertura al pensamiento griego, que acaba
transportando la espera escatológica del esquema temporal "ahora-entonces" al esquema
espacial "abajo-arriba". El presente se convierte en el tiempo de la preparación
individual a la salvación, dispuesta ya en el mundo atemporal de arriba. La esperanza en
el futuro se centra menos en el fin del mundo que en la salvación del alma tras la
muerte. La doctrina del purgatorio, en el que son purificadas las almas individuales,
sustituye a la espera del incendio cósmico del final de los tiempos. El juicio final pierde
importancia en favor del juicio individual tras la muerte y de la doctrina de la penitencia
y el perdón propios de éste. Los sacramentos no garantizan la salvación futura, sino la
del más allá.
Con el paso del tiempo surgieron de vez en cuando intentos de negar la historia en
base a la apocalíptica, como ocurrió, al menos en línea de principio, entre los
alejandrinos del s. III y en los ambientes monásticos y los círculos místicos. Estos
103

intentos tuvieron lugar generalmente ya no sobre el terreno de una espera histórica


escatológica, sino sobre la base de un dualismo existencial, gnostizante, de mundo y
cielo, historia y espíritu. Los espíritus de los hombres se van purificando y van siendo
conducidos a la divinidad, su lugar de origen, para que al final todos se salven; el viejo
mundo, el mundo material, se acerca en cambio a su fin.
Paralelamente se va perdiendo interés por el final de los tiempos y del mundo en
general. La Iglesia, como institución salvífica legítimamente constituida, tiende un
puente temporal desde la venida de Jesús hasta el final de la historia, cuando él vuelva.
Ticonio y Agustín ya habían comparado el reino del milenio, que debe preceder al fin,
con el tiempo de la Iglesia. En base a este esquema, llegaron a deshistorizar
radicalmente una importante idea apocalíptica. Al mismo tiempo situaron el fin del
mundo en una lejanía imprecisa, sin entender la cifra mil en un sentido numérico. La
Iglesia en general siempre consideró con cierto recelo el interés por una escatología
concebida temporalmente y por el pathos apocalíptico, pesimista y revolucionario, que
le es anejo.
Sin embargo, en el Nuevo Testamento se han conservado textos apocalípticos; y,
en el s. IV, a pesar de las múltiples reticencias provenientes sobre todo de la parte
oriental del imperio, el Apocalipsis de Juan fue aceptado definitivamente en el canon.
De este modo, las ideas de la escatología apocalíptica relativas al fin de la historia
siguieron constituyendo un importante material de la tradición cristiana y un elemento
de la dogmática. La apocalíptica conserva las suficientes posibilidades de influencia
como para reaparecer de vez en cuando.
Desde un punto de vista general, la importancia de la apocalíptica reside en su
capacidad de legar a Occidente una visión teológica de la historia, es decir, la
concepción de un final definitivo y de una clausura de la historia. Tal punto de vista
hace posible, en línea de principio, considerar la historia como totalidad e interpretarla
como tal, al propio tiempo que cada momento particular es entendido a la luz de lo
históricamente pasado. Este tipo de comprensión de la realidad, que llegó a la
apocalíptica judía claramente a través de Irán, era extraño tanto al Antiguo Testamento
cuanto al pensamiento griego. Para los griegos, la historia discurre cíclicamente, en
analogía con la naturaleza: después de un año vuelve al principio. Por el contrario, el
Antiguo Testamento concibe la historia linealmente, pero no en el sentido de que tarde o
temprano deba alcanzar un fin definitivo. La apocalíptica introdujo estas ideas en la
tradición occidental, aunque ya habían sido preparadas por el judaísmo postexílico.
En general, este tipo de pensamiento no fue fecundo en Occidente en el sentido
apocalíptico, sino en una forma adaptada al pensamiento bíblico. En efecto, la
apocalíptica, aunque centraba su atención en el curso completo de la historia, no tenía
un interés positivo en ésta. Se podía y se debía hablar de unidad de la historia, pues la
gente se creía situada al final del curso de la historia y esperaba un nuevo eón que
pusiera fin a toda posible historia. Tampoco las visiones de conjunto de la historia
pasada cultivadas por la apocalíptica revelan una valoración positiva de la historia, sino
sólo la firme esperanza en su fin.
Por el contrario, en la tradición occidental, la posibilidad de captar globalmente la
historia aumenta el interés por ella y conduce a la pretensión de deducir lo real a partir
de la totalidad del fenómeno histórico y de dar sentido a los acontecimientos del mundo
a la luz de su fin histórico. En este terreno hunde sus raíces la filosofía de la historia
como fenómeno genuinamente occidental, provocado esencialmente por la concepción
apocalíptica de la historia. Sólo en este contexto podía surgir el problema del sentido de
104

la historia en general. Por eso, en la Edad Media, predominó una idea de la historia
influida por "De Civitate Dei" de Agustín, obra que concibe la historia, a partir del peca-
do original, como un camino hacia el cumplimiento y la realización plena del Reino de
Dios. Cristo es el perno de esta historia. Con él irrumpe el reino del milenio y la batalla
final con las potencias satánicas, batalla en la que se ven activamente implicados los
cristianos y en la que Cristo se alzará con la victoria final.
Al comienzo de la época moderna empieza a tambalearse la autoridad de la
revelación bíblica, en la que se apoyaba esta visión de la historia. El lugar de esta visión
mediatizada por la Biblia fue ocupado por una interpretación de la historia basada en los
datos empíricos. Del antiguo problema del sentido de la historia se pasó al estudio de la
realidad histórica misma; así se pensaba solucionar aquel problema. Dio así comienzo la
era del historicismo, era en la que nos encontramos y cuya historia no podemos en
consecuencia describir de manera definitiva.
Sea cual sea el modo en que se ha manifestado el interés por la historia en los
últimos doscientos años, lo cierto es que, en última instancia, se ha visto determinado
por la búsqueda del sentido de la historia en general y como totalidad. Por eso, no puede
ser comprendido al margen de influjos decisivos, aunque decisivamente extraños, de la
construcción histórica de la apocalíptica. El propio historicismo positivista, que niega
un sentido en la totalidad de la historia, se sigue moviendo con esta negación dentro del
problema relativo a la totalidad de la historia, problema transmitido sobre todo a través
de la apocalíptica. Lo mismo puede decirse de la planificación del futuro, tan necesaria
para el mundo moderno y en vías de realización, que, al propio tiempo que se sirve de la
ayuda de la prognosis (futurología) científica, se vincula a proyectos de futuro de tipo
ideológico y utópico.
Bajando a detalles, en el transcurso de la historia han aparecido tomas de posición
con distintas variantes respecto al esquema apocalíptico fundamental. No es raro ver
intentos de desempolvar expresamente la primitiva idea apocalíptica de que estamos al
final de la historia y de que hay que esperar en el propio presente la irrupción del reino
de Dios, que tanto se ha hecho esperar. En conformidad con la estrecha relación del
cristianismo con la historia, esta espera no dirige su mirada a un nuevo eón que niegue
la historia y la antigua creación como tal, sino a un reino final de la historia. Las esperas
del fin se concentran en un reino intermedio dentro del diseño apocalíptico de la
historia, y no es fácil captar ese momento en el que algunas imágenes utópicas del
reinado final de Dios acaban convirtiéndose en una herética decisión apocalíptica contra
la historia.
La experiencia del presente como tiempo final irrumpe ya en el montanismo del s.
II con una ardiente espera del fin próximo. Pero fue una idea considerada críticamente
por la Iglesia de aquel tiempo. Hacia el año 1000 muchos esperaban la caducidad del
reino del milenio y el fin del mundo; de manera pasajera creció el interés por el juicio
final (Pedro Lombardo).
Joaquín de Fiore (m. 1202) dividió los periodos de la historia en relación con el
dogma de la Trinidad. Así, después de los periodos del Padre y del Hijo, hay que esperar
la irrupción del tiempo del Espíritu Santo, como tiempo último que traerá la salvación
plena, en 1260. Se trataba de una historización especulativa de la escatología
apocalíptica, que sin embargo provocó continuas esperas apocalípticas inminentes,
especialmente en los círculos de los espirituales franciscanos.
No es casual que el propio Joaquín confesase que su visión de la historia se
inspiraba en la lectura del Apocalipsis de Juan. En cuanto que predice los
105

acontecimientos futuros en virtud del curso pasado de la historia, se convierte en profeta


al estilo de los intérpretes apocalípticos de la historia. En el futuro reino del Espíritu, el
sermón de la montaña será el fundamento del orden social y el amor perfecto ocupará el
puesto del derecho, los hombres superarán la condición humana y vivirán como ángeles,
de modo que así nazca la nueva comunidad. Nos encontramos ante un diseño del fin
claramente apocalíptico, naturalmente en forma histórica. No es casual al respecto que
Joaquín defienda la necesidad de una rigurosa ascesis para preservarse en lo posible de
cualquier contacto con este mundo.
La más antigua vida de Joaquín, escrita en 1228 por Tomás de Celano, "empieza
con una especie de crítica de la cultura... Los niños crecen entre los prejuicios de los
padres y ninguno es capaz de oponerse por miedo al "duro castigo" de este poder, que se
ha convertido en lex publica. Así, en los niños, la inclinación al bien es sofocada desde
el principio por los padres, que son los culpables de todo... Aquí, la concepción
metafísica del pecado original... se trastoca en una especie de doctrina sociológica del
pecado de los orígenes, que reduce éste a la convención social y a la opinión pública en
cuyo seno viene al mundo el hombre no corrompido" 152. Esta idea encaja perfectamente
en la comprensión apocalíptica de la existencia, según la cual es tal la corrupción de este
mundo, que sólo merece la pena esperar en un nuevo curso del mundo.
Mientras Joaquín se sitúa en el segundo periodo de la historia del mundo, en el
tiempo provisional del Hijo, los espirituales, que se apoyan en Joaquín y en san
Francisco como nuevo redentor y portador del Espíritu, pretenden vivir ya en el nuevo
curso del tiempo. Desde esta comprensión del tiempo, y en vista del viejo curso del
mundo que sigue adelante, extraen a menudo consecuencias revolucionarias. Así, ponen
en juego todas sus fuerzas para engendrar lo Nuevo. En esta línea, se rebelan no sólo
contra la Iglesia del papa, sino sobre todo contra la política imperial de los emperadores.
El emperador, sobre todo Federico II, que se tenía por el rey de paz del tiempo final, era
concebido como el Anticristo, del mismo modo que, en la antigua apocalíptica, el estado
romano es descrito como la bestia que surge del abismo. Los espirituales padecieron una
profunda crisis cuando murió Federico II (1250) sin haber sido aniquilado, según sus
predicciones, por la irrupción del nuevo eón, y cuando no tuvo lugar el juicio final
anunciado por Joaquín para el año 1260.
Los espirituales estaban muy familiarizados con la idea gnóstico-apocalíptica de
ofrecer nuevas revelaciones. Tal idea se corresponde también con el pensamiento
apocalíptico cuando esas revelaciones se ocupan de la interpretación de la historia final
actual del antiguo eón. Así, surge la secta, que reúne a los perfectos, a los portadores del
espíritu, que conocen el kairós (tiempo propicio) y que, al rechazar radicalmente las
posesiones y el matrimonio, ponen de manifiesto su rechazo de este eón decadente. De
este modo, como colectivo de justos, podrán enseñorearse del nuevo eón que está
emergiendo, tras el aniquilamiento de la "massa perditionis". Con la espera del eón
futuro se vinculan a veces utopías sociales de tipo quiliástico; tal relación se explica
desde la yuxtaposición apocalíptica de reino mesiánico de la historia final y futuro
señorío de Dios.
En la época que precedió a la Reforma, especialmente entre los teólogos que
padecían duramente situaciones eclesiales insuficientes, surgieron especulaciones
apocalípticas que incidieron sobre todo en amplios círculos de laicos. Esta gente,
animada por los ataques de la oposición franciscana, se sintió llamada a combatir las
riquezas de la Iglesia. Durante los ss. XIV y XV en general, en los ambientes de gente
152
E. Benz, Ecclesia Spiritualis, 1934, p. 50.
106

socialmente oprimida, se esperaba el final de los tiempos y el comienzo de la edad de


oro. Las beguinas y los begardos, siempre bajo sospecha de herejía, difundieron entre el
pueblo ideas más o menos apocalípticas. Finalmente, tras la implantación de la Reforma
y la vuelta al cristianismo bíblico, fue cediendo terreno este tipo de escatología.
Los taboritas, grupo radical de seguidores de Juan Hus, pusieron en práctica tras la
muerte de éste (1415) ideales apocalípticos tales como la abolición de la propiedad y el
exterminio de quien pecaba mortalmente. En 1420 los taboritas esperaban la asunción a
los cielos merced a la venida de Cristo. Entonces "no quedarán en la tierra ni rey ni
soberano ni súbdito; se acabarán los tributos y los impuestos; nadie obligará a otro a
nada, pues todos serán como hermanos y hermanas. Ya no habrá dueños ni siervos, ni
pecadores ni gente que padecerá".
Pre-reformadores y reformadores ven en el papa al Anticristo que aparece antes
del fin. También Lutero puede, por eso, hablar de vez en cuando del fin del mundo
como de algo inminente. Muchos reformadores llaman a su tiempo la época final, el
ocaso del mundo. El influjo humanista hace que en Zuinglio retroceda totalmente el
pensamiento apocalíptico. Y los entusiastas escatológicos, vinculados en algunos
lugares a círculos de inspirados y al llamado movimiento del Bautista, que
ocasionalmente querían provocar la llegada del reino de Dios mediante la fuerza de las
armas, hicieron que las especulaciones radicales sobre el tiempo del fin perdieran pronto
crédito ante los reformadores. Los catecismos de los reformadores no contienen tratados
escatológicos de tipo apocalíptico; el artículo VII de la Confessio Augustana rechaza el
quiliasmo de los entusiastas como doctrina judía. Lutero se fue distanciando del
pensamiento socio-revolucionario de Thomas Münzer, muerto en 1525 durante la guerra
de los campesinos, de Melchior Hofmann, inspirado profeta del fin, y del fanatismo
comunal de Bernd Rottmanns y de sus amigos de Münster, cuya actividad remite por
entero al influjo latente de las ideas revolucionarias del final de la Edad Media, afines a
la apocalíptica.
Sin embargo, siguieron vivas las esperas escatológicas del fin, que cobraron
fuerza en tiempos de peste, durante la guerra de los Treinta Años y especialmente entre
las minorías que, durante la Contrarreforma, hubieron de soportar persecución y
opresión, y esperaban verse liberados de su condición.
En los círculos del pietismo especialmente, reaparecen todo tipo de
especulaciones sobre la venida del reino del milenio. Según J. Böhme, Philipp J. Spener
relacionaba la interpretación de Apo 20 con la espera optimista de un tiempo futuro
mejor para la Iglesia, y el pietista Oetinger incluye todo el universo en la esperanza
histórico-salvífica, pues, como dijo, "la corporeidad es el objetivo de los caminos de
Dios".
Muchas sectas actuales retoman especulaciones sobre el fin del tiempo, y predicen
el fin del mundo para un futuro próximo. El grupo de los adventistas p.e. se formó a raíz
del cómputo de W. Miller, según el cual Cristo volvería en 1843/44 para inaugurar el
reino del milenio. En el origen de la comunidad católico-apostólica, así como en el de la
neoapostólica, subyacía la convicción de que los doce apóstoles debían estar dispuestos
para la preparación de la vuelta de Cristo; ambas comunidades se reunieron en 1835
para esperar juntas los acontecimientos finales. El movimiento de los testigos de Jehová
tiene su base en la afirmación de Russell de que Cristo vendría de incógnito en 1874
para comenzar en 1914 su señorío en el reino del milenio. La negación radical del poder
del estado por parte de los testigos de Jehová está claramente en relación con la
107

tendencia apocalíptico-anárquica de la secta, que con razón ha sido considerada un


grupúsculo más judío que cristiano.
En el s. XVIII se multiplicaron extraordinariamente los fanatismos apocalípticos
debido a la irrupción de la conciencia histórica, que produjo numerosos ejemplos de
teología histórico-salvífica de cuño escatológico. A este siglo pertenece p.e. Johann A.
Bengel, que calculó que el fin del mundo tendría lugar en el 3836, y Johann J. Hess, que
escribió la primera "Vida de Jesús" (signo evidente de interés histórico) y una
dogmática histórico-salvífica titulada "Von dem Reiche Gottes. Ein Versuch über den
Plan der göttlichen Anstalten und Offenbarungen" (Del reino de Dios. Ensayo sobre el
plan de las disposiciones y las revelaciones divinas, 1774). Un siglo más tarde emerge,
entre otras, la figura de J. C. K. von Hofmann, que, tomando la Biblia como base, trató
de ordenar toda la historia según el esquema de promesa y cumplimiento. En época
reciente, fue sobre todo Oscar Cullmann quien concibió a Jesús como "centro del
tiempo", que tiende a su fin mediante un movimiento ondular. Todos estos proyectos de
teología histórico-salvífica se basan fundamentalmente en el proyecto cristiano-
agustiniano de la historia. Son afines a la apocalíptica principalmente en el hecho de que
conciben la historia como una realidad unitaria con una meta definitiva. Sin embargo,
perciben el fin de la historia de forma contraria a la experiencia apocalíptica de la
existencia, a saber, como cumplimiento de la historia. Por eso se interesan a menudo por
el tiempo de la historia, no por el tiempo del final.
Entre los influyentes teólogos actuales, cuyas obras llevan impreso el cuño de la
escatología apocalíptica, cabe mencionar a Wolfhart Pannenberg y Jürgen Moltmann.
Pannenberg concibe la resurrección de Jesús como prolepsis del acontecimiento final.
Quien adopta el punto de vista de la resurrección de Jesús puede divisar con la mirada el
curso de la historia ya transcurrida en virtud de su fin y entenderlo en consecuencia
como significativo con la inclusión de la parte que aun falta de la historia. La pretensión
de Pannenberg de poder hacerse un juicio de la historia como totalidad revela el origen
apocalíptico de su teología. No es casual que este autor se sienta deudor principalmente
de la apocalíptica judía y de ciertos pasajes apocalípticos del Nuevo Testamento. Con tal
referencia, Pannenberg y sus seguidores olvidan que las concepciones de la historia de
los escritos apocalípticos no revelan el más mínimo interés positivo por la historia, y
que están al servicio de su negación. Por otra parte, malinterpretan el Nuevo Testamento
al entender el acontecimiento Cristo como prolepsis del fin, pues en el cristianismo
primitivo la llegada de Cristo es anunciada (dialécticamente) como fin del viejo tiempo
del mundo.
A partir de la resurrección de Jesús, Moltmann proyecta una teología de la
esperanza que enseña a concentrar todas las fuerzas en la meta apocalíptica de la
historia o bien en el reino final que lleva a plenitud la historia. La resurrección de Jesús
anuncia el fin del mundo como fin de la miseria, de la injusticia y de la decadencia. "La
revolución social de situaciones injustas es el anverso inmanente de la esperanza
trascendente en la resurrección".
En todas las corrientes teológicas descritas hasta ahora la historia se encuentra
enmarcada en una concepción dualista y es entendida como campo de batalla entre el
bien y el mal. La victoria definitiva del bien tiene lugar "providentia et auctoritate Dei",
por lo que siempre hay que prever una intervención decisiva de Dios.
Por otra parte, siempre ha existido la concepción idealista de que las fuerzas
buenas del hombre se encaminan siempre hacia la perfección, de tal modo que al final
surge el reino de la humanidad como meta de los proyectos de Dios. En esta concepción
108

confluyen la imagen griega del mundo y del hombre, por una parte, y la teología
apocalíptica, por otra. Entre sus pioneros destaca Erasmo de Roterdam, que quiso ver
realizado en nuestra sociedad humana el reino de Dios como reino universal de paz.
Está fuera de duda que esta concepción humanista, con su negación del poder del mal y
su optimismo progresista intrahistórico, revela una comprensión de la realidad
esencialmente no-apocalíptica. Pero como el idealismo aparece con frecuencia
relacionado con tendencias gnostizantes, en cuanto que el espíritu autoplenificante del
individuo se sumerge en el Espíritu divino, no es raro encontrar en el pensamiento
idealista la idea apocalíptica de la historia autoplenificante.
Para Fichte, uno de los principales representantes del idealismo alemán, el hombre
es capaz aquí, en la tierra, en cualquier tiempo y lugar, de alcanzar la quietud, la paz y
la bienaventuranza del reino de Dios. Basta que así lo desee y que se autocomprenda en
su espíritu como parte del Absoluto, descansando y manteniéndose en el Uno. Fichte
vincula este idealismo puro con trazos escatológicos: cuanto más se esfuercen los
hombres por realizar el reino de Dios dentro de ellos como reino moral y espiritual,
tanto más se manifestará éste en el mundo fenoménico. El hombre debe realizarse a sí
mismo racionalmente "hasta que el género humano, como perfecta reproducción de su
arquetipo eterno, permanezca en la razón; después alcanzará la meta de la vida terrena,
el fin mismo aparecerá y la humanidad alcanzará las altas esferas de la eternidad". "...
finalmente todo desembocará en los seguros puertos del reposo y la bienaventuranza
eternos; y finalmente hará acto de presencia el reino divino, con su poder, su fuerza y su
gloria".
Schelling, que se apoya en Fichte, es también deudor de Joaquín de Fiore. Se
percibe la influencia del italiano en su recurso a las figuras de los apóstoles del Nuevo
Testamento para interpretar la historia. Así, Pedro, apóstol del Padre, representa al
catolicismo; Pablo, apóstol del Hijo, la época del protestantismo; y Juan, el apóstol del
Espíritu, prefigura la religión de la humanidad perfecta.
Fue sobre todo Hegel quien vinculó las perspectivas idealista e histórica. El
espíritu no se sitúa ante la realidad histórica como si se tratara de una idea universal,
sino que se realiza en lo particular; todo lo real es racional (geistig), todo lo racional es
real. En la autoconciencia del espíritu pensante es superado en una unidad ideal el ser-
para-sí: el del espíritu universal aquí y el de lo particular que, allí, emergió histórica y
naturalmente del universal. "La meta, el saber absoluto o el espíritu que se sabe como
espíritu dispone del recuerdo de los espíritus tal como ellos son en sí mismos y tal como
realizan la organización del reino", dice en el epílogo de la "Phänomenologie des
Geistes" (Fenomenología del Espíritu). Este proceso de autorrealización del espíritu
discurre por vías históricas y, como en la apocalíptica, tiene lugar mediante leyes
inmutables. La diferencia está en que estas leyes no son prescritas por Dios desde fuera,
sino que el espíritu divino inmanente dicta sus leyes desde dentro de la historia. El
puesto de la divina providencia, que desde el principio creó dos eones, es ocupado por
"la astucia de la Razón", que hace posible que el espíritu se sirva también del obrar
inconsciente del hombre y de todo lo que en la historia parece carecer de sentido o ser
destructivo. El final de la historia tendrá lugar cuando el espíritu vuelva sobre sí mismo
en la conciencia pensante, cuando conquiste para sí mismo en el hombre el saber
absoluto. Hablando en términos prácticos, en la filosofía cristiana de la religión de
Hegel acabarán confluyendo iglesia y estado en un orden social racional. "Que venga el
reino, pero que nuestras manos no permanezcan inoperantes", escribe Hegel a Schelling
en 1795. Este reino del espíritu divino se realiza en la historia, y el juicio escatológico
del mundo coincide con la historia del mundo como totalidad.
109

Los iluministas y los románticos explican la realidad histórica de manera distinta a


los idealistas, pero no con menos entusiasmo. Turgot (m. 1781) es el primer
representante influyente de una especulación ilustrada sobre la historia. Creía en la
existencia de una providencia divina que gobierna todo el curso de la historia en la que
operan los hombres, de modo que se imaginaba la historia como el desfile de un terrible
ejército dirigido por un poderoso genio. Tras un periodo teológico y metafísico, irrumpe
una era racional, en la que el hombre se orienta y se informa científicamente sobre el
progreso. Con Condorcet (m. 1794), discípulo de Turgot, aumenta la fe en el progreso
civilizador, hasta el punto de que se piensa que pronto se alcanzará un mundo sin
contradicciones, sin tiranos ni malhechores, lleno de paz, libertad y razón. Condorcet no
duda que esta evolución puede ser calculada casi con la misma certeza que una ley
natural.
De este pensamiento ilustrado al primer socialismo sólo había un paso. Quien
considerase con atención la incipiente revolución técnica, con su pretensión más o
menos revolucionaria de ajustar las relaciones de producción a las crecientes fuerzas
productivas, podía fácilmente esperar la irrupción de una nueva y feliz época del
mundo. Este camino que lleva de la ilustración al socialismo constituye al mismo
tiempo el paso de las utopías del mundo ideal, firmemente ancladas en el pensamiento
cósmico griego, a la esperanza en la plenitud final del curso de la historia, firmemente
enraizada en la apocalíptica.
William Godwin (1756-1836) p.e., teólogo por naturaleza, espera en la
inmortalidad terrena del hombre cuando el espíritu haya conquistado el dominio sobre la
materia, cuando la propiedad sea justamente distribuida, haya desaparecido el estado, ya
no haya delincuentes y las necesidades individuales hayan alcanzado su fin. "Cuando la
tierra se niegue a aceptar una mayor densidad de población, los hombres que vivan
entonces dejarán de reproducirse; no se verán inducidos ni por el error ni por el sentido
del deber. ¡Además tal vez serán inmortales! Sólo habrá un pueblo de adultos, sin
niños"153.
Saint-Simon (1760-1825) anuncia que, mediante la planificación económica, será
posible alcanzar un paraíso terreno que ponga fin a este mundo de miseria, y que supere
incluso al paraíso original. Wilhelm Weitling, en base a la partición comunista de los
bienes, espera una humanidad "como debería ser": un mundo de hombres sin
preocupaciones, que nunca se verán abandonados por la esperanza y la paciencia; habrá
sobreabundancia de cuanto anhele el corazón; todos los días serán domingo: el trabajo
ya no será una carga; serán satisfechos todos los deseos que no sean inmoderadamente
libertinos.
En el s. XVIII floreció un género de novela en el que se ofrece una descripción
utópica del mundo perfecto, bien se concibiese como meta irrealizable bien como algo
real-utópico. Numerosos pensadores reflexionaron sobre los cambios necesarios para
crear un mundo nuevo; mientras para algunos lo nuevo representa una vuelta a lo
antiguo-incorrupto, para otros se trata de la progresión hacia una novedad desconocida.
Dom Dechamps p.e., desde una perspectiva secularizada y sensiblemente apocalíptica,
describe a mediados del s. XVIII el mundo futuro como un estado de salvación
definitivo, sin decurso histórico y sin conflictos irresueltos, un mundo sin propiedades,
sin derecho y sin condenas, sin matrimonio y sin vínculos familiares. Será abolido el
lujo; ya no habrá distinción entre días de labor y días de fiesta, entre asueto y trabajo.
En este mundo los niños se educarán a sí mismos. Se acallarán todas las necesidades. La
153
W. Godwin, Das Eigentum, 1904, p. 80.
110

igualdad de las condiciones de vida creará la igualdad entre los hombres, de modo que
entre ellos habrá menos diferencias que entre los animales de la misma especie.
Desaparecerán de este modo ambiciones y rivalidades. Será el mundo que ningún ojo
haya visto jamás y ninguna oreja haya nunca oído. Dom Deschamps no se cree en
disposición de describir con detalles este nuevo mundo, pues se diferencia en cualquier
aspecto y en gran medida de toda la realidad histórica experimentable.
Los ilustrados alemanes son en general más sobrios y, al mismo tiempo, más
interesados en la historia. Están más estrechamente vinculados al pensamiento histórico
de la Biblia que los ilustrados y los utópicos franceses. Éstos, al preocuparse por las
utopías de un cosmos ordenado y perfecto, son herederos del espíritu griego. Lessing, en
su obra "La educación del género humano", describe la historia como un proceso
educativo que tiene su origen en Dios; a través de él llega el hombre a su madurez, que
sólo practicará el bien por amor del propio bien. "... Llegará, cierto que llegará el tiempo
de la plenitud... Ciertamente llegará el tiempo de un evangelio nuevo y eterno, que nos
ha sido prometido en los libros básicos de la Nueva Alianza". Lessing se remonta
expresamente a la doctrina de Joaquín de Fiore sobre el viejo mundo. Lo único que tiene
que reprocharle es su fe en que el "tercer reino" es inminente, pues la eterna providencia
mueve imperceptiblemente la rueda de la historia hacia su plenitud.
También, según Herder, el proyecto de Dios sobre la historia apunta al reino de
Dios de una humanidad perfecta. Kant espera un reino de Dios con las características de
una comunidad ética mundial, claro está como meta de un "progreso sin fin" de la
humanidad implicada "en continuos avances y acercamientos al más alto bien posible en
la tierra". Al denominar "quiliasmo" a esta concepción, Kant percibe acertadamente la
estrecha relación no sólo de la escatología pietística y de la escatología ilustrada y
secularizada de aquella época, sino también el enraizamiento de ambas en el
pensamiento apocalíptico original.
A partir del s. XIX, estos diseños optimistas de una historia en progreso
experimentaron y experimentan una modificación característica, debido especialmente a
la teoría evolucionista de Darwin en el ámbito de las ciencias de la naturaleza y a los
enormes progresos de la técnica moderna. La inclusión de la naturaleza toda en la
escatología, actitud que puede percibirse en el lenguaje imaginario de la apocalíptica, se
abrió ya camino en Oetinger y en la filosofía de la naturaleza de Schelling, aunque
también en algunos ilustrados (Descartes); además, ya a partir del Renacimiento, se
percibe el intento de vincular esperanza en el reino de Dios y utopías técnicas. En el s.
XIX, la doctrina darwiniana sobre la evolución de las especies y la fe en el progreso
técnico desembocaron en dos actitudes: por una parte, en esperanzas puramente
seculares en el "superhombre" y en una sociedad perfecta liberada de opresiones
materiales; por otra, en los intentos teológicos de vincular las ideas evolucionistas de las
ciencias de la naturaleza con la escatología tradicional. Habría que mencionar al escocés
James McCosh (m. 1894), al unitarista Minot J. Savage (m. 1918) y al teólogo inglés
Henry Drummond (m. 1897). Para estos autores, Dios se manifiesta en la evolución de
la naturaleza, que conduce hacia un hombre "divino". Drummond, al comparar la
evolución en el proceso creador con una columna coronada por un capitel, entiende la
historia cristiana de la salvación como la cumbre de la evolución universal.
Ya en nuestro siglo, en la misma dirección discurren las ideas del filósofo alemán
Leopold Ziegler y las del jesuita y antropólogo francés Teilhard de Chardin. El
pensamiento de Teilhard, que vincula la idea cristiana del "Dios de arriba" con el "Dios
hacia adelante", no sólo llamó poderosamente la atención en ambientes cristianos, sino
111

que jugó un importante papel en el diálogo cristiano-marxista, tan pronto como el


pathos revolucionario marxista sufrió el correctivo de la doctrina evolucionista.
Todos estos proyectos son totalmente guiados por un optimismo en el progreso.
Sin embargo, hoy somos testigos de cómo los continuos adelantos en los procesos
técnicos y los condicionamientos sociales que van unidos a ellos conducen al diseño de
contrautopías. Éstas describen con colores apocalípticos el proceso de autodestrucción
del curso de este mundo, sin esperar naturalmente la ulterior irrupción de un nuevo eón.

A modo de resumen
Las concepciones sobre el reino de Dios propias de la ilustración, del
romanticismo, del primer socialismo, del idealismo y de las ciencias naturales pasan por
alto la idea de un repentino trastocamiento del entramado cósmico mediante una
intervención de Dios, en favor de la idea evolucionista. Aparte de esto, se debilita sobre
todo el interés por una meta definitiva de la historia. Esta idea es sustituida por la
construcción del curso de la historia que tiende continuamente a su punto álgido. Lo
divino opera como espíritu o razón o naturaleza en esta progresiva evolución histórica.
También la teología del s. XIX, desde Schleiermacher a los llamados liberales,
muestra el gran medida la influencia de tales corrientes. Se percibe al menos el gran
influjo de la idea de la evolución. Richard Rothe podía esperar el estado cristiano, la
Civitas Dei, como la forma perfecta del reino de Dios. Para Albrecht Ritschl, el reino de
Dios, cuya plenitud se sitúa en un lejano futuro, se realiza en la comunidad siempre
creciente de quienes actúan moralmente por amor al prójimo. A pesar de este optimismo
histórico no-apocalíptico, en todas estas tendencias se observa la concepción,
desarrollada esencialmente en la apocalíptica, de una historia universal encaminada a
una meta.
Aunque sólo sea de paso, conviene subrayar que en la terrible proclamación del
"tercer reino (Reich)", que debería durar mil años y que pondría el dominio de la tierra
en manos de los alemanes, seguían vivas unas esperas apocalípticas totalmente
secularizadas. Por otra parte, expresiones como "tercer reino" y "guía" (Führer) se
remontan claramente, a través de diversos eslabones intermedios, a las especulaciones
de Joaquín de Fiore cultivadas por Lessing, Schelling y otros, y que en última instancia
se apoyan en el diseño apocalíptico de la historia.
Ciertamente, en una visión de conjunto, los motivos apocalípticos operan con más
eficacia y originalidad en el marxismo internacionalista-universalista que en las
ideologías nacionales de la actualidad.
Ya hemos visto que en Hegel, en último análisis, se reconcilian el espíritu divino y
la realidad histórica, y que los proyectos históricos no idealistas, optimistas respecto al
futuro, conciben la historia, en línea de principio, como salvífica. Sin embargo, el joven
Marx, como discípulo crítico de Hegel, acepta en mayor medida las representaciones
apocalípticas, incluso rasgos esenciales de la experiencia apocalíptica de la existencia.
Para ello se apoya en la concepción dualista de la apocalíptica todo lo que le permite su
toma de posición atea. Considera que no es posible rechazar la historia en general en
favor de un nuevo eón traído por Dios. Pero Marx actualiza a su manera las ideas
apocalípticas del señorío del mal en la historia, de la batalla final del bien y de la
inminente irrupción del reino mesiánico al final de la historia.
112

De ese modo Marx seculariza naturalmente la apocalíptica de manera radical: el


lugar de la acción de Dios lo ocupa el obrar humano; en vez de la espera del
trastocamiento escatológico, habla de la acción revolucionaria (una evolución que se
parece algo al proceso de la primera época de la apocalíptica, cuando los
revolucionarios macabeos y los activistas zelotas hicieron acto de presencia junto a los
apocalípticos quietistas). El marxismo, al no dejar a un lado la idea apocalíptica de un
proceso histórico determinado y calculable, desemboca en la discrepancia, percibida ya
por los primeros "revisionistas", entre confianza en leyes históricas (inmanentes) e
impulso hacia el cambio histórico. El propio Marx ocupa el lugar del apocalíptico. Su
conciencia de enviado reviste formato profetice, su visión de la historia tiene carácter de
revelación, que, dada su actitud secular, es naturalmente reelabora-da como ciencia.
En consecuencia, según Marx, el motor de la historia es el proceso de producción
con sus respectivas contradicciones económicas, que desembocan en la formación de las
clases sociales de ciudadanos y proletarios, de desposeídos y de propietarios, de
progresistas y reaccionarios, de ortodoxos y revisionistas, de "justos" y de "pecadores".
De estas contradicciones nace necesariamente la lucha de clases.
La historia transcurrida hasta el presente es juzgada de manera pesimista y
sometida a una crítica total. Se le aplica la ley típicamente apocalíptica de la caída
imparable. Esta historia, en virtud de la obligada división del trabajo mediante la
actividad propia del hombre, ha desembocado en un mundo que se escapa al control
humano, en un mundo "caído". En consecuencia, el propio hombre cae también en la
"alienación", pierde la "semejanza divina", su verdadera humanidad. El curso de la
historia debe ser captado como catástrofe.
La apocalíptica hacía hincapié en la contradicción fundamental del antiguo eón: el
mundo, que debía autocomprenderse como creación para conservarse vivo, se aleja de
hecho del Creador y encuentra así la muerte. En su lugar, el marxismo habla de la
contradicción fundamental económica entre capital y trabajo, entre explotadores y
proletariado, contradicción que determina el carácter inicuo de este eón.
El "pecado original" del mundo actual radica en la explotación del hombre por el
hombre; los signos del nuevo mundo son la libertad de toda opresión, la liberación de
toda necesidad, el fin de todas las relaciones de dominio. El tiempo presente es el
tiempo de la revolución, en la que despunta la luz del nuevo eón. La mítica batalla entre
Cristo y sus ángeles, por una parte, y el anticristo y sus huestes, por otra, se manifiesta
históricamente en el conflicto entre proletarios y capitalistas. La lucha acabará
necesariamente con la victoria del bien, pues la visión marxista de la historia es tan
determinista como la de la apocalíptica; la dialéctica del proceso económico permite
observar y calcular la totalidad de la historia. Por esta razón, el revisionista Bernstein
podía definir a Karl Marx como un calvinista sin Dios.
La visión apocalíptica de las épocas históricas es sustituida en Marx por la
enumeración de las diversas formas sociales determinadas por la relación entre fuerzas
productivas y relaciones de producción 154. En el prefacio al tomo I de "El Capital"
escribe Marx en lenguaje apocalíptico: "Aunque una sociedad haya descubierto las
huellas de la ley natural de su movimiento..., no puede ni ir más allá ni anular las fases
naturales de la evolución. Pero puede abreviar y mitigar los dolores del parto". La clase
trabajadora no tiene necesidad de realizar un ideal; "no tiene más que liberar los
elementos de la nueva sociedad desarrollados ya en el seno de la decadente sociedad

154
Cf. el prefacio a Kritik der politischen Ökonomie.
113

burguesa"155. Dado que con esta necesidad se acerca ya el fin, el hombre puede acelerar
el proceso revolucionario. En la apocalíptica es el propio Dios quien asume esta tarea
para proteger a sus fieles, "abreviando los días". Lo mismo que en la apocalíptica, el
"conocimiento" de la marcha necesaria de la historia, que permite tales intervenciones
aceleradoras en el curso del proceso revolucionario, es privilegio de un grupo de
elegidos, a quienes el propio Dios o la historia abrieron los ojos. Estos reúnen en torno a
sí a los justos, a los proletarios, a la vanguardia del nuevo mundo; y, como en la
apocalíptica, la gente para quienes este mundo está ahí no tendrá ya que preguntarse:
"¿Por qué no poseemos este mundo nuestro?" (4 Esd 6,59).
Ha llegado ya el tiempo en que la clase vencedora fundará la sociedad sin clases y
renovará y liberará al mundo. Queda anulada la expulsión del paraíso; creación y
hombre vuelven a estar en armonía: la sociedad perfecta "es la perfecta unidad
sustancial del hombre con la naturaleza, la auténtica resurrección de la naturaleza, la
cumplida naturalización del hombre y la cumplida humanización de la naturaleza" 156. El
proletariado "elegido" entiende los signos del tiempo y, como "el tiempo se ha
cumplido", será capaz de provocar totalmente el cambio revolucionario. El concepto de
"revolución", expresión primordial del cambio político, asume en Marx un significado
expresamente escatológico, en referencia a una sola y radical transformación del viejo
eón en uno nuevo.
La "prehistoria" del mundo se transforma ahora en historia; el reino de la
necesidad es sustituido por el reino de la libertad; irrumpe el reino de Dios sin Dios. El
verdadero Génesis alcanza su meta, pues con él es introducida la "eternidad". De la
fábula nace lo experimentable; del sueño de la edad de oro, la realidad. El anhelo es
correspondido por los hechos, pues necesidad y oferta coinciden. La verdadera creación
del mundo (la creación del mundo verdadero, del nuevo eón) está para llegar, pero ya es
inminente; el hombre es su creador. De este modo, el hombre se recupera a sí mismo y
es liberado de la alienación en la que le han sumergido la manipulación religiosa de la
verdad y la perversión económica de la realidad.
Entonces el trabajo será un placer, pues "la sociedad regula la producción general
y me posibilita totalmente hacer hoy esto, mañana aquello, por la mañana cazar, por la
tarde atender al ganado..."157. Una vez que las relaciones de producción sean ordenadas
de manera comunista, acabarán todas las relaciones de poder. Si Marx se opone
decididamente a los anarquistas de su tiempo es porque el dominio de los patronos sólo
puede ser eliminado siguiendo el método prescrito por la propia historia, es decir,
mediante la dictadura del proletariado; pero, por otra parte, según él, la finalidad de esta
dictadura no es otra cosa que una sociedad anárquica. El estado muere cuando ya no hay
nada que someter a la opresión. El dominio del hombre sobre el hombre y el dominio de
Dios, productos ambos de relaciones económicas manipuladas, serán sustituidos por el
reino eterno de hombres autónomos y felices.
La utopía marxista del nuevo mundo es descrita con idénticos rasgos en los
escritos apocalípticos, como la sociedad de los explotadores al final del viejo curso del
mundo, de la "prehistoria":
"La necedad y la avaricia son en general el principio de los vicios, pues generan
el deseo engañoso del oro y la plata.

155
Der Bürgerkrieg in Frankreich, cap. III.
156
Pariser Manuskripte, R.K. 209/210, p. 77.
157
Deutsche Ideologie, Kröners Taschenausgabe 209, p. 361.
114

……………………………….
Ellas son la fuente de la impiedad y las precursoras del desorden, la causa de
todas las guerras, enemigas hostiles de la paz. Hacen que los padres odien a los hijos, y
los hijos a los padres. Un matrimonio sin oro nunca es honrado por la gente. A la tierra
se le ponen fronteras y a los mares vigilantes, repartidos astutamente por quienes
poseen oro y tesoros. Y, como si debiesen poseer eternamente la tierra que nutre a
todos, despojan de ella a los pobres para tener así más tierras y someterlas con alardes
de arrogancia.
Y si la gigantesca tierra no estuviese tan lejos del estrellado cielo, los hombres no
tendrían en común ni la luz, pues, como objeto de mercado, estaría sólo a disposición
de quienes tienen oro; y Dios debería crear otro mundo para los mendigos"158.
Respecto al nuevo mundo:
"La tierra es igual para todos, no dividida por muros y vallas,
y produce por sí sola muchos más frutos:
una vida en común en un reino sin señores.
Allí no hay ni siervos ni posesiones, ni grandes ni pequeños,
ni reyes ni príncipes; todos serán iguales....
…………………………
No habrá que preocuparse por primavera y otoño, por verano e invierno, ni por
bodas o muertes, compras o ventas"159.
"Vida y riqueza son ahora iguales para todos.
Igual para todos es la tierra..."160.
"No hay oradores legisperitos, ni arcontes corrompidos que ocupan la sede del
derecho..."161.
"Entonces la salud bajará como el rocío y la enfermedad se alejará.
Desaparecerán de entre los hombres ansiedad, angustia y lamentos, la alegría
circulará por toda la tierra, nadie morirá prematuramente, nada adverso
sucederá de improviso. Serán destruidos y extirpados los procesos, acusaciones,
litigios, venganzas, avidez, envidia, odio y cosas parecidas... Aquellos días los
segadores no se cansarán y los que construyen no serán vencidos por el trabajo,
pues los trabajos progresarán por sí mismos y los trabajadores estarán
descansados"162.
"... como la producción será rica e interminable, nadie se preocupará de las
existencias acumuladas; cada una podrá hacer uso libre e ilimitado de ella, sin
necesidad de reservar y acumular"163.
No hace falta hacer un estudio detallado para ver que estas imágenes de esperanza
anticipan la espera marxista de una sociedad sin clases en la que sea eliminada la
propiedad privada de los medios de producción, desaparezca el mal, cese la justicia
clasista, crezcan inagotablemente las fuerzas productivas, reciba cada uno según sus
necesidades, el trabajo resulte un juego y ya no exista dominio del hombre sobre el
hombre. No es casual que Marx llamase a la religión, tal como él la entendía, la

158
Oráculos Sibilinos VIII, 17ss.
159
Oráculos Sibilinos II, 319ss.
160
Oráculos Sibilinos VIII, 208s.
161
Oráculos Sibilinos VIII, 112s.
162
Baruc Siríaco 73s.
163
Filón, De praemiis 103.
115

realización fantástica del ser del hombre, y que quisiera sustituirla, haciendo suya esa
tendencia interior del hombre, por la realización realista, es decir, económica del ser
humano.
El paralelismo de la espera permite ver que la comprensión marxista de la
existencia tiende a la misma pérdida del sentido histórico que caracteriza a la
apocalíptica. De hecho, aunque la sociedad sin clases, a diferencia que en la
apocalíptica, se realiza históricamente, sigue estando fuera de la historia al no conocer
conflictos, tomas de decisión, progresos o retrocesos; carece de futuro, pues es un
presente atemporal.
Naturalmente la historia va adelante y los hombres seguirán "haciendo historia".
Al mismo tiempo, las fuerzas productivas aumentarán; pero la futura y necesaria
equiparación de las relaciones de producción con las fuerzas productivas tendrá lugar
sin conflictos, espontáneamente. El cambio de los eones está detrás del mundo. El
hombre ya no está ante sí como posibilidad, sino que vive en un reino de libertad con
una identidad que no puede perder. En este reino tendría que desaparecer
necesariamente, junto con los conflictos relativos a la libertad, la libertad misma como
posibilidad histórica.
Del hombre se puede esperar un último esfuerzo que supere cualquier misión
realizada hasta ahora y que sustituya a la intervención divina esperada por la
apocalíptica. Tal esfuerzo, que producirá el ansiado nuevo eón, se verá recompensado
con la llegada a plenitud de la historia y, al mismo tiempo, con el fin de las verdaderas
posibilidades históricas, pues la historia llegará a su cumplimiento. En palabras del
joven Marx, el comunismo es "el enigma de la historia resuelto y sabe que él ofrece la
solución"164.
No es casual que Ernst Bloch, que acepta con énfasis religioso la espera marxista
del futuro, ponga al hombre en el trono de Dios y entienda el marxista "principio
esperanza" como el sentido propio de la escatología judeo-cristiana; en este punto
corrige al marxismo vulgar. Para los marxistas, según él, la realidad se desvela como
realidad del horizonte; la meta sigue permaneciendo totalmente oculta; todo propósito
se transforma siempre en medio al servicio del fin último, un fin que todavía no existe
en sí y para sí, un fin que ningún ojo ha visto: el calvero de nuestro incógnito, del homo
absconditus165. Todo esto apunta evidentemente al intento de tener en cuenta la
historicidad de la existencia humana, al menos en relación con la nueva y
autorrealizable era del mundo.
También en la "Escuela de Frankfurt" (especialmente en Herbert Marcuse), a
pesar de las afirmaciones totalmente positivas respecto a la sociedad futura, se subraya
el "poder de lo negativo" con la confianza puesta en que se llegue lo suficientemente
pronto a lo positivo. La ruidosa contestación del orden existente, la activa negación del
presente (como sucede a veces en la apocalíptica) rechaza la mirada esperanzada a la
alegría del nuevo eón. Lo mismo aquí que allí, es telón de fondo de esta "dialéctica
negativa" está constituido por el fenómeno del "retraso de la parusía". El lugar de la
sociedad sin clases lo ocupan los dogmas, las controversias doctrinales y el aparato del
partido, la "iglesia" comunista. El propio Friedrich Engels, al final de su vida, admitió
en el prólogo a "Lucha de clases" el hecho del retraso de la parusía, sin deducir sin
embargo las consecuencias necesarias.

164
Pariser Manuskripte, R.K. 209/210, p. 76.
165
Das Prinzip Hoffnung, p. 1628 y passim.
116

Por lo demás, en la apocalíptica encaja también el carácter universalista del


internacionalismo marxista, con el que naturalmente no se relacionan los aspectos
individualistas de la apocalíptica. De hecho, éstos se basan en la necesidad individual de
la lucha contra el mal. Por el contrario, Marx nutre la convicción idealista de que los
hombres son buenos y de que lo humano (das Humanum) está desdibujado por los
procesos sociales, pero que volverá a emerger espontáneamente una vez se hayan
modificado objetivamente las condiciones económicas. El "hombre nuevo" es el hombre
latente verdadero. En otras palabras: sólo aquí, en la antropología, en la comprensión
del hombre como pecador, se separan decisivamente la comprensión de la existencia de
la apocalíptica y la del marxismo. Y se trata de una separación necesaria desde el
momento en que Marx conserva la esperanza apocalíptica sin tener esperanza en Dios.
Contra esta diferencia se revuelven las críticas judía y cristiana del marxismo. De
hecho, por mucho que la experiencia apocalíptica de la realidad se diferencie
esencialmente tanto de la fe judía como de la cristiana, estas tres corrientes religiosas
están relacionadas entre sí porque comparten la misma imagen bíblica del hombre: el
hombre es pecador, es decir, el mal forma parte de él mismo. Por esta razón es incapaz
de liberarse a sí mismo de su caída en el mal. Tampoco por ello puede realizar la obra de
Dios y provocar el nuevo eón. El hombre es no-Dios, nunca llegará a ser Dios y nunca
podrá sustituir a Dios. En consecuencia, sólo puede experimentar su libertad como libe-
ración pendiente, es decir, históricamente. Los movimientos teológicos de nuestro
tiempo más o menos influenciados por el marxismo tendrían que poner de manifiesto su
propia especificidad cristiana tomando en serio, con todas las consecuencias, esta
imagen bíblica del hombre. Esto puede aplicarse p.e. a la "teología de la esperanza" de
Jürgen Moltmann, a la "teología de la revolución" en sus distintas manifestaciones y a
todos los propósitos de la llamada "teología de la muerte de Dios", que por lo general
consideran la esperanza en la justicia social como la única forma significativa de espera
escatológica.
Concluyamos nuestra exposición sobre las consecuencias históricas de la
apocalíptica afirmando expresamente que quizá nunca haya ejercido tanto influjo como
en la actualidad. Hoy en día, en su metamorfosis marxista, ha provocado menos
fascinación entre el proletariado (al contrario de lo que esperaba Marx) que entre los
intelectuales, y especialmente entre aquellos jóvenes que a menudo objetivan sus
propios conflictos de autoridad en la ideología marxista de una sociedad libre de
señores, cuando tendrían que superarlos mediante un activo redescubrimiento de la
propia identidad, que ponga de manifiesto los aspectos de verdad del análisis social
marxista en el marco de la sociedad mundial de nuestros días. Cuando en él se habla de
"capitalismo tardío", está claro que tal concepto está entendido "apocalípticamente",
pues el adjetivo "tardío" no se refiere directamente a la evolución que se observa en el
propio capitalismo, sino sobre todo al tiempo final del mundo en el que, según las ideas
marxistas, el capitalismo será sustituido necesariamente por el "nuevo eón".
En su ensayo "Der revolutionäre Geist" (El espíritu revolucionario), donde
analiza, comparándolos, la religiosidad apocalíptica y el marxismo, termina diciendo
Leszek Kolakowski:
"Una de las más monstruosas aberraciones del espíritu humano es la idea de que
el mundo presente está totalmente corrompido, sin posibilidad de mejora, y que
precisamente por esto el mundo que venga después será la plenitud de la perfección y
de la liberación definitiva. Un sano raciocinio sugiere más bien que el camino hacia el
soñado reino de la plenitud se va alejando y dificultando en la medida que se va
corrompiendo el mundo actual. La aberración de la que hablo no constituye una
117

novedad de nuestro tiempo. Más aún, hay que admitir que tal idea repele menos en el
pensamiento religioso que en las doctrinas laicas que nos aseguran que somos capaces
de salvar de un salto la distancia que separa el abismo del infierno de la cumbre del
cielo. Tal revolución nunca tendrá lugar".
Con mordaz ironía, Ernst Bloch se revuelve contra quienes acusan de plagio a
Marx, diciendo que imita burdamente algunos originales míticos mientras ellos se
dedican a "investigar genealógicamente en busca de la abuela mitológica". Ahora bien,
quien se ocupa del fenómeno de la "apocalíptica" no puede menos que preguntarse por
sus consecuencias históricas, pues la historia de las ideas apocalípticas forma parte de la
apocalíptica como el humo forma parte del fuego. La valoración no va necesariamente
unida a tal análisis histórico de las ideas, pues lo que dice Marx no resulta más
verdadero ni más falso porque se descubran analogías o fuentes históricas de esas ideas,
aunque, como sugiere la cita de Kolakowski, tal comparación ponga sobre el tapete la
cuestión de la verdad.
Por lo demás, por lo que respecta tanto a Marx como a los otros herederos del
pensamiento apocalíptico, podemos dejar abierta la cuestión de saber hasta qué punto la
tradición apocalíptica ha influido en ellos directa o indirectamente. Si del examen
individual resultase que la coincidencia temática no tiene su base en una continuidad
histórica, se pondría claramente de manifiesto que la apocalíptica no representa un
fenómeno histórico casual, sino una posibilidad de entender la existencia, actual en todo
tiempo y por tanto vinculada esencialmente al hombre, una posibilidad histórica incluso
cuando espera una imposibilidad histórica, el fin de la historia.
118

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