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Comprensión Lectora I
Comprensión Lectora I
TEXTO I
En la consciencia histórica de los peruanos, nuestra gran guerra patria (aquella que cimentó el
sentimiento de unidad nacional) no fue tanto la de la independencia, sino la del Pacífico, que este 5
de abril de 2019 cumplió 140 años de su inicio. En la historia de cada una de las tres naciones que
involucró (Perú, Bolivia y Chile), ha sido el conflicto internacional más dramático; tanto por el número
de muertos, como por sus consecuencias.
Como una tragedia griega, aquello que se quiso evitar terminó ocurriendo debido a las mismas
acciones que quisieron evitarlo. Probablemente el gobierno boliviano de Hilarión Daza no hubiera
instaurado el fatídico impuesto de los diez centavos, que detonó la guerra, si no hubiera existido el
famoso tratado, que lo envalentonaba. Y sin el susodicho tratado, el Perú podría haber mediado
efectivamente en el conflicto, evitando una guerra.
TEXTO II
¿Qué es aquello que llamamos “queer”? La palabra “queer” es de origen inglesa; aparecida en el
siglo XVIII, por entonces surgió como un insulto para denominar a aquellos que corrompían el orden
social: verbigracia, el borracho, el mentiroso, el ladrón. Pero pronto la palabra también empezó a
utilizarse para referirse a aquellos a quienes no les cabía bien ni la caracterización de mujer ni de
hombre. Como la filósofa “queer” Beatriz Preciado afirma, “eran ‘queer’ los invertidos, el maricón y la
lesbiana, el travesti, el fetichista, el sadomasoquista y el zoófilo”.
Pero aquello que en sus inicios fue un insulto, a partir de mediados de los años 80 del siglo XX fue
reapropiado políticamente por los mismos a quienes se pretendía injuriar. Grupos homosexuales
como Act Up, Radical Furies o Lesbian Avangers, empezaron a utilizar la palabra “queer” como
autodenominación, y pronto la etiqueta causó furor al interior de este tipo de agrupaciones. El
insultado tomaba con “orgullo” el insulto y se lo aplicaba, desafiantemente, a sí mismo, neutralizando
y luego invirtiendo la carga valorativa del mismo.
TEXTO III
La Rusia zarista era llamada “la cárcel de los pueblos” en el resto de Europa y no en vano: con una
estructura agraria latifundista, un campesinado sumido en la servidumbre, una nobleza parasitaria,
TÉCNICAS DE LA COMUNICACIÓN
una burocracia tan paquidérmica como ineficaz y una iglesia
encorsetada con los popes, “el padrecito zar”, rodeado por una
aristocracia obsecuente y corrupta, regía todos los destinos
desde las alturas del poder. El knut, el famoso látigo de fusta de los cosacos, era el símbolo que
gobernaba el vasto
imperio: más de veintidós millones de kilómetros cuadrados poblados por unos 120 millones de
habitantes, de los cuales cien millones eran campesinos analfabetos (mujiks). La casta señorial,
propietaria de enormes haciendas agrícolas, percibía abundantes rentas que nunca eran reinvertidas
en la modernización productiva. De espaldas a las transformaciones que vivía Europa, la burguesía
rusa no tenía ningún peso, a la vez que la exigua industrialización frenaba el desarrollo del
proletariado. Mayoritariamente, las pocas empresas industriales existentes estaban en manos de
capitales extranjeros. Los intentos revolucionarios que tuvieron lugar a lo largo del siglo XIX y a
comienzos del siguiente terminaron en fracaso. Fueron necesarias la mortandad y las hambrunas
que acompañaron a la participación rusa en la Primera Guerra Mundial para que, en la segunda
década del siglo XX, los sóviets de obreros, soldados y campesinos irrumpiesen en el Kremlin y el
anquilosado régimen zarista saltase por los aires.