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Betts,

Raymond F. La descolonización.
(Traducido del inglés por Luciana L. Contarino Sparta del libro de Raymond F. Betts.
Decolonization, Londres y Nueva York, Routledge, 2002, pp. 19-47).

La profunda transformación del imperio
Los efectos de la Segunda Guerra Mundial

El título de este capítulo parece el más apropiado. La metáfora fue tomada de La
tempestad de Shakespeare, cuyo escenario de un naufragio insular se basó en una temprana
aventura colonial que terminó de hecho en condiciones lamentables. Resulta más significativa
la característica prevaleciente del imperio como nacido en el mar, una condición geográfica
adecuada al menos para la primera fase de la industrialización, cuando el mundo europeo era
impulsado por el vapor y estructurado con hierro y acero. Algunas estadísticas fácilmente
localizables que son prueba de esta contienda son las que se encuentran en el Registro de
Lloyd (1910-1911) el cual indicaba que Gran Bretaña, Alemania y Francia habían combinado
en 1910 una flota mercantil a vapor de 1965 barcos con casco de hierro y 9.074 de acero,
todos de más de 100 toneladas (en el mismo año comenzó la construcción del Titanic, de
45.000). Gran parte de esas embarcaciones se dirigieron hacia el Lejano Oriente y al puerto
principal de Singapur, escenario de “P. & O.”, la novela corta de W. Somerset Maugham
publicada en los años ’20. Luego de describir el puerto, Maugham concluye:

En la tenue luz del atardecer, la agitada escena se veía extrañamente atravesada por el
misterio y sentías que todos aquellos barcos, cuya actividad se encontraba por el
momento suspendida, esperaban algún evento de significado peculiar.

Ese evento se produjo poco más de diez años después, el 15 de febrero de 1941,
cuando aproximadamente 70.000 efectivos militares británicos rindieron la ciudad a los
japoneses. Los invasores no llegaron por mar, sino por tierra, desde la península de Johore en
Malasia. Puede decirse que la caída de la ciudad marcó el fin de lo que el historiador indio K.M.
Panikkar llamó “la era de Vasco da Gama”, la dominación marítima europea de Asia que
comenzó cuando Da Gama circunvaló el Cabo de Buena Esperanza y llegó a Calcuta en 1498.
También puso en evidencia la nueva era global. Ni Europa ni sus imperios coloniales,
todos de “ultramar”, tuvieron de ahí en adelante importancia primordial. El mundo de
mediados del siglo XX, tan sobredimensionado por la guerra y la diplomacia de los barcos
cañoneros, una vieja táctica colonial, parecía casi pintoresco frente a la bomba atómica, un
producto distribuido letalmente desde el aire. La ahora actualizada visión eurocéntrica de las
cosas pasó a ser considerada una actitud descarada que había sido permitida por tecnologías
más simples y “grandes potencias” más numerosas, todas definidas tradicionalmente como
europeas. Sin embargo, el efecto inmediato de la Segunda Guerra Mundial fue el despegue de
la era aeronáutica y la presencia dominante de la Unión Soviética y los Estados Unidos en las
cuestiones mundiales.
Que la flota estadounidense hacia el fin de la guerra era vastamente más grande que la
Armada Real, la cual había permitido previamente a Gran Bretaña “gobernar las olas”, provee
algún indicio de esta alteración global. Tal vez más significativo fue el hecho de que sesenta y
seis aviones japoneses, algunos llevando bombas y otros llevando torpedos, volaron en tres
oleadas sobre los buques de guerra británicos Prince of Wales y Repulse, para hundir a ambos
el 10 de diciembre de 1941, cuando estaban volviendo del mar hacia Singapur, donde habían
sido enviados para ayudar a reforzar la defensa de ese puerto estratégico.
La caída de Singapur no solamente anunció el fin del poder dominante de Europa en el
mar, sino que también implicó la emergencia de una geografía global en la cual las estelas
aéreas reemplazarían a las estelas marítimas de los barcos como signos visibles de tráfico
humano. Si algo más se necesitaba para confirmar el “profundo cambio” en las actividades,
pronto sería proporcionado por los eventos del Teatro Pacífico de la Segunda Guerra Mundial.
Entre el 4 de junio y el 7 de junio de 1942, tuvo lugar la Batalla de Midway. Presionados por la
intención japonesa de conquistar la isla Midway, la batalla involucró a dos fuerzas navales que
nunca hicieron contacto en el mar. Fue sobre las alas de sus aviones, lanzados desde
portaaviones, donde se apoyaron la victoria o la derrota. Los aviones bombarderos
estadounidenses con base en los portaaviones hundieron cuatro portaaviones japoneses,
devastando de este modo a la Armada japonesa. El almirante estadounidense al mando de la
operación llevó adelante esta actividad a través del oído, no de la vista: escuchó los informes
radiales; no se paró sobre el puente de su buque insignia con binoculares en sus ojos.
Más allá de este drama, representado por aterradores costos en vidas, los japoneses
tuvieron una gran actuación en tierra al invadir muchas de la posesiones europeas imperiales
del Lejano Oriente. Durante un breve período, en 1942, parecía que los ejércitos japoneses
estaban preparados inclusive para invadir India. La rapidez de este éxito japonés fue una
muestra de la débil naturaleza del imperio colonial europeo y parecía ofrecer una
confirmación al argumento de que tales imperios estaban ridículamente sobreextendidos y
que solamente habían sido capaces de existir cuando las relaciones internaciones estaban
esencialmente definidas por relaciones europeas, en las cuales se encontraban generalmente
ausentes, excluidos o descartados los Estados Unidos, Rusia (antes de que se transformara en
la Unión Soviética) y Japón. El último, sin embargo, ingresó en la esfera europea cuando Gran
Bretaña firmó una alianza con los japoneses en 1902, lo que garantizó el statu quo y
constituyó un reconocimiento de las posiciones de cada uno en el océano Pacífico.
La Segunda Guerra Mundial fue una manifestación violenta de la globalización en la
cual los tradicionales “Grandes Poderes de Europa” se convirtieron en Estados secundarios.
Con este debilitamiento surgieron dos nuevas condiciones. En primer lugar, el derrocamiento
externo del régimen colonial europeo; segundo, el ascenso casi vertical de los Estados Unidos
al estatuto de gran potencia y la subsecuente caída de Gran Bretaña en particular, pero
también de las otras potencias coloniales, dado que pasaron a depender de las armas y la
buena voluntad de Estados Unidos.
Trascendiendo el teatro de guerra continental europeo, que se convirtió rápidamente –
desde el 22 de junio de 1941, cuando Hitler invadió Rusia- en el escenario de una lucha
titánica entre dos imperios terrestres, el de la Alemania nazi y el de la Unión Soviética, la
guerra introdujo en el resto de los territorios una nueva fase de la historia colonial: la
agresión militar extendida. Hasta entonces, el imperio colonial se había mantenido “con
chaucha y palitos”, una actividad que no había tenido consecuencias serias en materia de
costo de vidas para ninguno de los participantes, europeos o indígenas. Con esta afirmación
no se busca afirmar que el factor militar era insignificante, y de hecho no lo era, pero las
batallas eran generalmente de pequeña escala y de corta duración: los términos “escaramuza”
e “incursión” se transformaron en términos descriptivos populares. Ahora, sin embargo, la
guerra en gran escala entre fuerzas bien equipadas cambió radicalmente el escenario colonial.
Los japoneses invadieron la mayoría de las colonias del Asia sudoriental y muchas de las
colonias del Pacífico, que también formaban parte del imperio colonial. La caída de
Corregidor, el bastión militar de Filipinas, en mayo de 1942, marcó el fin momentáneo del
poder estadounidense en el Pacífico. A un hemisferio de distancia, los nazis invadieron gran
parte de África septentrional en 1941-1942 y en poco tiempo controlaron Túnez, Libia y la
región occidental de Egipto. Fue Field Marshal Irwin Rommel quien alcanzó una falsa imagen
romántica como “el zorro del desierto”, el que le dio trascendencia a la ahora famosa “guerra
del desierto”. Sin embargo, en la celebrada batalla de El Alamein, en las puertas del Canal de
Suez, los británicos bajo el liderazgo del general Bernard Montgomery dieron vuelta el
enfretamiento, que comenzó el 23 de octubre de 1942, y finalmente forzaron a los alemanes y
a sus aliados italianos fuera de Egipto el 12 de noviembre.
Mientras tanto, la guerra a gran escala emergió en el otro extremo de África
septentrional, donde, el 9 de noviembre, la operación anfibia más extendida jamás montada
hasta entonces llevó a que los estadounidenses y los británicos se hicieran rápidamente con el
control de Argelia, una posesión colonial francesa desde 1830, cuando los franceses llevaron
adelante un bombardeo y una invasión mucho más modestos. Desde allí los aliados se
desplazaron hacia Túnez, arrebatándolo de los alemanes en mayo de 1943. En consecuencia,
el África septentrional se transformó en un gran campo de batalla para los contendientes
extranjeros, como no lo había sido desde la Cuarta Guerra Púnica, cuando los romanos
saquearon Cartago.
El año 1942 fue aquel en el cual la guerra empezó a desarrollarse en contra de los
avances imperialistas de la Alemania nazi y el Japón imperial. Aunque la guerra se extendió
por otros tres años, su movimiento general fue el de un lenta retirada para Alemania y Japón y
un lento avance para la Unión Soviética, los Estados Unidos y Gran Bretaña. La efectiva
conclusión de los aspectos coloniales de la guerra quedó simbólicamente registrada por la
cinematografía cuando el general Douglas MacArthur navegaba a través de las olas cerca de la
isla de Luzon y dio evidencia visual a su famosa frase, “regresaré”, pronunciada mientras
dejaba Corregidor en dirección a Australia tres años antes.
Durante el agónico intervalo, los japoneses habían establecido una forma apresurada
de gobierno indirecto en la mayor parte de los territorios que habían capturado, por medio
del cual removieron a los administradores coloniales y buscaron la colaboración de los líderes
locales. En poco tiempo llegaron inclusive a permitir oficialmente la independencia: Birmania,
el 1º de agosto de 1943, seguida por Filipinas, el 14 de octubre. A Indonesia se le otorgaría ese
estatuto en agosto de 1945, justo cuando el esfuerzo de guerra japonés colapsó.
Seguidamente, Sukarno tomaría la iniciativa y establecería oficialmente una república el 17 de
agosto de 1945.
Indochina estaba más complicada en el ámbito político y continuaría estándolo por
otros treinta años. Inicialmente, los japoneses permitieron que la administración francesa se
mantuviera en su lugar y conservara allí una mínima fuerza militar con fines de vigilancia. Sin
embargo, se intensificó el empeoramiento de las relaciones entre las dos autoridades y, el 9 de
marzo de 1945, los japoneses tomaron el control directo de la colonia. Instalaron a Bao Dai, el
emperador nominal de Annam bajo los franceses, quien estaba al frente del Estado
independiente que proclamó el 1º de marzo de 1945. Sus funciones duraron poco tiempo
porque fue separado del poder por los partidarios de Ho Chi Minh el 25 de agosto de 1945. Ho
había fundado el Vietminh, o Frente Nacional para la Independencia de Vietnam, en 1941.
Proclamó la República Democrática de Vietnam, el 2 de septiembre de 1945, y preparó el
camino para casi tres décadas de confrontación, primero con los franceses y luego con los
estadounidenses.
La escena insular en la que los estadounidenses brevemente promovieron una forma
de colonización militar, permitida a regañadientes por los franceses, de alguna forma quedó
apartada de estas importantes acciones políticas y militares. En las Nuevas Hébridas y en
Nueva Caledonia, como en varias otras islas, se establecieron amplias bases estadounidenses.
La historia de su desarrollo fue relatada líricamente en el musical norteamericano South
Pacific, una adaptación teatral de la obra del periodista James Michener, Tales of the South
Pacific. Más románticas eran las alusiones, sin embargo, al ahora famoso “cargo de culto”, un
relato mítico fabricado en forma apresurada por los isleños del Pacífico con respecto a los
estadounidenses a los que se hacía referencia como dioses blancos descendidos con poderes
inimaginables hasta el momento, arrojados de naves aterrizadas. El mito admitiría que estos
dioses volverían otra vez, cargados con beneficios obtenidos del comercio.
Lo que resulta significativo a partir de este pequeño asunto en el “teatro de
operaciones” del Pacífico es su lugar en el escenario más amplio de la descolonización. La
riqueza, la organización y el poder de los Estados Unidos eclipsaba de manera impresionante
cualquier esfuerzo que los franceses habían desarrollado previamente como proveedores de
mejoras económicas para sus colonias insulares del Pacífico.
Esta actividad, tan incómoda para los administradores coloniales, pero también tan
necesaria para la guerra, debía ser considerada en forma paralela a la generada por los
militarmente agresivos japoneses. Es en un doble sentido –primero, el desplazamiento de la
autoridad colonial europea; segundo, el estímulo a los líderes que protestaban contra la
autoridad colonial-, los japoneses perturbaron y debilitaron a los regímenes coloniales y, de
esta forma, contribuyeron al desarrollo de la complicada serie de acontecimientos agrupados
en el proceso de descolonización. Sin duda es cierto que la idea de “Asia para los asiáticos”
profesada por los japoneses fue vista solamente como una retórica aliterada para una nueva
forma de dominación, pero no se ignoraba que también era una oportunidad para trabajar
contra los anteriores gobernantes supremos europeos. Que algunas de las figuras políticas
prominentes en la descolonización de Asia se ubicaran en posiciones principales durante la
ocupación japonesa es un indicador del efecto que la propia política japonesa de expansión
imperialista tuvo sobre la situación colonial europea en el área durante la guerra. U Nu, el
ministro de Relaciones Exteriores de Birmania, se convirtió más tarde en el primer ministro
de ese país luego de lograr su independencia de Gran Bretaña; Sukarno se transformó en el
primer presidente de Indonesia luego de la partida de los holandeses, y Manuel Roxas, un
ministro de gabinete durante la ocupación japonesa, fue el primer presidente de Filipinas
luego que le fuera otorgada la independencia por parte de Estados Unidos.
El segundo factor condicionante sobre los asuntos coloniales durante la Segunda
Guerra Mundial fue la nueva posición global asumida por los norteamericanos. Durante la
Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos emergieron como un poder mundial y las
actitudes anticoloniales de su liderazgo, tanto en la persona del presidente Franklin D.
Roosevelt como de los funcionarios del Departamento de Estado, eran muy molestas, sobre
todo para los británicos. El imperio colonial era visto por la oficialidad estadounidense en
gran parte de la forma en que los residentes de Newark, New Jersey, veían “El Imperio”, un
teatro céntrico de burlesque que producía espectáculos de mal gusto y sin ningún mérito en el
período de entreguerras.
Aunque desconfiaba de la empresa colonial en su totalidad, Roosevelt denunciaba
particularmente a la Indochina francesa. Aseguraba que los japoneses habían logrado el
control de ese país con velocidad porque los indochinos “que habían sido oprimidos tan
flagrantemente….pensaban para sí mismos: ¡Cualquier cosa debe ser mejor que vivir bajo el
régimen colonial francés!”
La oposición al régimen tradicional colonial se expresaba de dos formas en
Washington. Primero, había un deseo de lograr un trusteehship internacional en los territorios
coloniales y, segundo, había una declaración de principios con respecto a una futura
independencia. En el medio, sin embargo, estaban las conflictivas demandas del comando
naval estadounidense que pretendía aferrarse a las islas del Pacífico conquistadas de los
japoneses para que sirvieran como bases permanentes para operaciones navales futuras si
era necesario (la base estadounidense en Okinawa es un remanente contemporáneo de ese
pensamiento).
En lo comienzos de la guerra, en noviembre de 1942, el Departamento de Estado
publicó un documento oficial, “la Declaración sobre la Independencia Nacional para las
Colonias”, que urgía la aceptación del principio de la independencia y requería que los
poderes coloniales establecieran un cronograma para esa independencia. La reacción
británica, la única que se expresó en este sentido debido a que los otros poderes coloniales
habían sido derrotados para ese entonces, era de indignación y miedo e impulsaba la
resistencia. Algunos vieron a la posición estadounidense como diseñada para asegurar la
ascendencia norteamericana en el mundo de la posguerra; todo los interesados en el tema
vieron a la posición norteamericana como perjudicial para los intereses británicos. Winston
Churchill, entonces primer ministro y siempre un ardiente imperialista, fue el mayor defensor
de los intereses tradicionales británicos. Más tarde resumiría su persistente actitud cuando
declaró, en una discusión sobre el futuro de Hong Kong, “fuera las manos del Imperio
Británico es nuestra máxima”.
Durante la guerra y poco después, los británicos se vieron forzados a caminar en la
cuerda floja entre sus propios intereses imperiales, donde querían libertad de acción, y las
exigencias de la guerra, donde la alianza estadounidense era esencial. Alrededor de 1944,
cuando ya se habían hecho los planes para el Día D, el día de la invasión naval de la Europa
controlada por los alemanes, Gran Bretaña parecía haber reducido su escenario a un área
militar, no ya a la sede de un imperio colonial. La presencia de 1.200.000 militares
estadounidenses allí, en abril de 1944, es una suerte de confirmación estadística del
desplazamiento del poder global. Para verlo en perspectiva, es necesario considerar que
cuando Portugal empezó su expansión ultramarina en el siglo XV y luego dio comienzo al
imperio colonial moderno europeo, tenía una población nacional similar al número de
estadounidenses presentes en Gran Bretaña justo antes del Día D.
El tamaño, en cantidad de gente agrupada, mercaderías producidas, sistemas de
comunicaciones creados –todas esas cuestiones tan grandiosamente presentadas en el Día D-
mostraron una nueva era en la cual las pequeñas cantidades de administradores coloniales y
los presupuestos coloniales proporcionalmente pequeños quedaron consecuentemente
reducidos. El mundo de posguerra, como el autor francés Raymond Aron remarcó una vez,
estaba dominado por “monolitos continentales”. Estos eran los Estados Unidos y la Unión
Soviética. Una evidencia que confirma esta nueva expresión global del poder: cuando Gran
Bretaña respondió a la crisis de las islas Malvinas en 1982, el gobierno debió cancelar la venta
pendiente del portaaviones HMS Invincible a Australia, que había sido ya designado con el
nombre de esa nación, para que el barco pudiera integrarse como parte de la fuerza militar.
La real naturaleza de la Segunda Guerra Mundial –cuanto mucho defensiva para los
poderes coloniales- forzó el cambio. En 1942, con la amenaza de la invasión japonesa de la
India, Winston Churchill envió a negociar a India a negociar a Stafford Cripps, un miembro
laborista de su gobierno en tiempos de guerra. Cripps ofreció a la India el estatuto de dominio
después de la guerra y el derecho de establecer una asamblea constituyente, condiciones
equivalentes a un autogobierno, pero no aún a una independencia completa. Las
negociaciones fueron un fracaso y se vieron agravadas con la nueva posición pronunciada por
Mahatma Ghandi, “Quit India”. En medio de violentas protestas, los británicos reforzaron el
orden, pero solamente luego de haber declarado una nueva posición de la que no se echarían
atrás. La cuestión no era ya la de continuar con el control británico a toda costa, sino la
retirada completa cualquiera fuera la forma más viable.
La posición colonial francesa durante la guerra fue totalmente diferente. La propia
nación había quedado dividida por los resultados de la derrota continental a manos de los
alemanes. Dos gobiernos competían entonces por el control del imperio colonial. El régimen
de Vichy, un estado títere que gobernaba nominalmente sobre las dos terceras partes de
Francia, estableció algún control sobre muchas de las colonias mediante el puesta en
funciones de nuevos oficiales leales. Este régimen también exportó los principios de la
Revolución Nacional (Patrie, Famille, Travail o “Patria, Familia, Trabajo”, que era su consigna),
que llevaban a la segregación racial y a una severa presión laboral, condiciones que revelaban
descarnadamente el lado desagradable del imperialismo francés y generaba mayor
resentimiento hace él.
A corta distancia en el exterior, en Londres, el general Charles de Gaulle, quien
estableció el movimiento de la Francia Libre como una especie de gobierno en el exilio,
reclamó el control de los territorios coloniales. En su famoso discurso del 18 de junio de 1940,
transmitido poco después de su arribo a la capital británica desde Francia, De Gaulle declaró
que “¡Francia no está sola. Tiene un gran imperio detrás”. Para De Gaulle, el imperio colonial
proveía las bases territoriales para el gobierno que encabezaba en el exilio. Después de la
invasión de África septentrional en 1942, su gobierno se instaló allí, sugiriendo de este modo
una legitimidad que, sin embargo, no fue reconocida por los estadounidenses hasta 1944.
Como muchos observadores notaron entonces y después, el presidente Roosevelt no
necesitaba en absoluto al general De Gaulle, cuya retórica y comportamiento, al igual que su
estatura (6 pies y 4 pulgadas), resultaban arrogantes.
Para De Gaulle, el imperio colonial era una fuente de la grandeza de Francia, una
condición que, él creía, Francia debía mantener. Este difundido supuesto se vio reforzado en la
Conferencia de Brazzaville de 1944, la cual reunió administradores de todas las colonias
francesas de África para discutir la política poscolonial, ahora que la victoria era segura. La
posición de Francia, que por supuesto era la de De Gaulle, era directa e inflexible, una
reiteración de la ideología colonial establecida hacía mucho tiempo: “Los logros de la tarea
civilizatoria cumplidos por Francia en sus colonias descartaban cualquier idea de autonomía,
cualquier posibilidad de evolución fuera del bloque francés del imperio”. Para aplacar
cualquier oposición, De Gaulle promovió el establecimiento de cuerpos locales
representativos para asistir al gobierno territorial.
Consecuentemente, mientras la guerra concluía en favor de los Aliados, entre los cuales
se encontraban los dos mayores poderes coloniales europeos, surgieron tres propuestas
diferentes para aplicar en las posesiones coloniales: internacionalización respaldada por
Estados Unidos; devolución de parte del imperio, en especial India, por parte de los
británicos; retención de la estructura del imperio colonial por parte de Francia, con algunas
leves modificaciones. Mientras que, para los poderes coloniales menores, se encontraran
ocupados por Alemania –Holanda y Bélgica- o no involucrados directamente en la guerra –
España y Portugal-, no se vislumbraba ningún cambio, al menos en líneas generales, la
promesa de independencia a las Indias Holandesas Orientales del gobierno holandés en el
exilio de tiempos de guerra fue convenientemente olvidada.
Para complicar más la situación colonial hacia el fin de la guerra, se hizo evidente la
debilidad de todos los poderes coloniales; esta condición iba más allá de su dependencia de
los Estados Unidos para equipamiento militar y asistencia financiera. Solamente Gran Bretaña
retenía en ese momento cualquier tipo de autoridad y poder coloniales significativos. Además,
la nación fue llamada a prestar asistencia en el restablecimiento de una pax colonia efectiva en
la siempre turbulenta región del Pacífico Sur. A medida que finalizaba la ocupación militar
japonesa en el Asia sudoriental, se produjo un enorme vacío. En los territorios coloniales
holandeses, ahora conocidos como Indonesia, y en la Indochina francesa, los gobiernos
nacionales se establecieron rápidamente con declaraciones de independencia, como se lo
mencionó previamente. Antes de que los holandeses y los franceses pudieran regresar en un
intento de reafirmar su autoridad, el comando británico del Asia sudoriental, a cargo de Lord
Mountbatten, fue designado para enviar tropas y mantener el orden. Durante casi seis meses,
los británicos cumplieron esta tarea en Indonesia y rápidamente se encontraron a sí mismos
disputando una guerra menor con los nacionalistas. En Indochina, los británicos ocuparon la
mitad inferior del país, el área en torno a Saigón, mientras que el Vietminh de Ho Chi Minh
establecía su autoridad en la mitad norte del país. Los franceses llegaron al sur en pocas
semanas y reemplazaron a los británicos. Ambas instancias demuestran claramente la
condiciones confusa e inestable del imperio colonial en la región del Pacífico al fin de la
guerra. A esta situación deben adicionarse los efectos del cumplimiento por parte de Estados
Unidos de una promesa que llevaba una década: la independencia de Filipinas, el 4 de julio de
1946.
A medida que la victoria de la Segunda Guerra Mundial se aproximaba, la política
estadounidense adquiría algún tipo de resolución. Sin embargo, esto no era seriamente
desfavorable ni para Gran Bretaña ni para Francia. En la Conferencia de Yalta de febrero de
1945, los estadounidenses extendieron el principio del trusteeship solo a los territorios bajo
mandato y a las antiguas colonias italianas. En efecto, las colonias británicas y francesas
habían quedado exceptuadas, sometidas a las condiciones particulares que decidieran estas
dos naciones. Al año siguiente, cuando la política exterior estadounidense fue convirtiéndose
en crecientemente anticomunista debido a que los líderes nacionales temían al evidente
expansionismo soviético, el valor del imperio británico como baluarte contra el comunismo
comenzó a percibirse. Poco tiempo después, en ocasión de la Guerra de Corea (1950-3), el
papel francés en Indochina podía ser visto de esa forma también. Aquí, en ambas instancias, se
hizo manifiesta una declaración ambigua y en apariencia inconsistente de la política exterior
estadounidense: anticolonial donde los rusos no constituían una amenaza y de apoyo a la
posición británica y francesa donde su actividad colonial podía convertirse en una acción
contra el comunismo invasor. El largo involucramiento de los Estados Unidos en
Indochina/Vietnam es una trágica prueba de esa ambivalencia.
Al concluir la guerra en forma tan desastrosa para los poderes coloniales, cualquier
idea de continuar con la política y las prácticas de la misma forma que antes fue descartada, a
pesar de las declaraciones de De Gaulle. Ningún poder colonial daba la bienvenida a la idea de
la disolución imperial, pero todos comprendían que algún cambio era inevitable si se quería
mantener alguna apariencia del viejo orden. En un memorándum de 1942, un subsecretario
asistente del Ministerio Británico de las Colonias escribió: “ Las concepciones imperiales del
siglo XIX están muertas” 1 . Aunque intentaron recupera su posición en sus territorios
coloniales, casi todas las naciones colonialistas reconocieron este hecho. Y, como también
pronto aprendieron, una reforma colonial inclusive mayor no garantizaba la subsistencia del
gobierno colonial en el largo plazo.
El efecto de la guerra en el siglo XX sobre el imperio fundado en el siglo XIX llevó a un
agitado debate histórico. Visto desde la perspectiva europea más estrecha que iba de Londres
o París a las colonias, solamente la Segunda Guerra Mundial fue desastrosa para el imperio.
Sin embargo, visto globalmente, se pueden encontrar signos de disolución mucho más
tempranos. El rápido éxito de los estadounidenses en la guerra hispano-estadounidense de
1898, esa “espléndida pequeña guerra”, mostró que el régimen colonial español había sido
cuanto mucho una fina cáscara. La guerra ruso-japonesa de 1904-5, en la que Rusia fue
vencida en el mar, fue considerada durante mucho tiempo una impresionante refutación de
las nociones de “supremacía blanca” y dominio del mundo por Europa. Es cierto que esa
guerra eliminó todas las dudas acerca del papel que Japón jugaría en el Pacífico. Una prueba
más de la ambición oceánica imperial de esa isla surgió de su participación del lado aliado en
la Primera Guerra Mundial, lo que le permitió expandir su imperio a expensas de las
posesiones insulares alemanas en el Pacífico. Más allá de esto, la intervención estadounidense
en México en 1914 y en Haití en 1915 puede ser interpretada como una política en ascenso
del intervencionismo estadounidense en esos lugares que una vez habían sido colonizados,
una política que se extenderá en el tiempo hasta la Guerra del Golfo de 1991.
La Primera Guerra Mundial también promovió la internacionalización de las cuestiones
coloniales. El sistema de los mandatos, puesto en práctica con los tratados de paz, estableció
un nuevo estilo, si no una nueva práctica: la existencia de un cuerpo deliberativo
internacional en la forma de la Liga de las Naciones puede ser vista, retrospectivamente, como
un escalón hacia las Naciones Unidas que jugaría un papel significativo en la descolonización.
La Unión Soviética, nacida de la guerra, hizo de la ideología del comunismo un artículo de
exportación a las colonias donde se mezcló con el nacionalismo como una volátil combinación
de protesta.
El amplio significado de todas estas consideraciones fue tempranamente anticipado,
inclusive antes de que adquiriera su particular forma histórica. En su popular libro,
Imperialism and World Politics, publicado por primera vez en 1926, Parker T. Moon, profesor
de la Universidad de Columbia, declaró: “Aunque una reducida parte del público en general
puede darse cuenta, el imperialismo es el logro más impresionante y el problema mundial
más trascendental de nuestra era”. Pocos partidarios del imperio de la época de esa
declaración habrían estado en desacuerdo con la primera parte. La segunda parte, sin
embargo, solamente sonó real luego de la Segunda Guerra Mundial.

Inestabilidad e incertidumbre
La situación de la posguerra

La cautela del historiador sobre las declaraciones ex post facto debería ser tenida en
mente frente a cualquier consideración acerca del rápido final del imperio colonial. Dado que
todos esos imperios coloniales “cayeron” de manera rápida, prácticamente como una castillo
de naipes (pero no siempre en forma pacífica), se puedo asumir fácilmente que se trataba de
un resultado predestinado o, al menos, un final esperado. Sin embargo, pocos de los
individuos que apoyaban al imperio pensaban que el juego había terminado completamente.
En el contexto inmediato de la reconstrucción continental y realineamiento global de la
posguerra, el imperio colonial parecía necesitar principalmente sus propios sustantivos que
comenzaban con el prefijo “re”: restauración del control previo y reforma de las políticas
previas. Pero el tiempo de tales esfuerzos se mostró dolorosamente corto para aquellos que
creían en el imperio. Inclusive antes del hecho del “mundo poscolonial”, un crítico británico
redactó una amplia declaración de objetivos –The End of Empire (1959) de John Strachey-
mientras que un académico estadounidense escribió un texto ampliamente empleado como
un profundo análisis de la descolonización: From Empire to Nation(1960) de Rupert Emerson.
Las naciones europeas no podían darse el lujo de utilizar el término “potencia” después
de la Segunda Guerra Mundial con la valentía con que lo habían hecho antes de la guerra. Esta
naciones habían sido devastadas por la guerra, siendo todas derrotadas menos Gran Bretaña.
Con la excepción de Italia que perdió en primer término su imperio africano frente a las
fuerzas británicas durante la guerra y encontró su territorio ocupado militarmente por los
alemanes -quienes partieron de prisa luego de la invasión anglo-estadounidense de 1943-, los
otros permanecieron bajo las botas nazis durante la mayor parte de la guerra. Las
excepciones que prueban la regla son España y Portugal, que no eran “potencias” en el siglo
XX, pero que se aferraron tenazmente a sus posesiones dispersas. Hay una suerte de ironía
histórica dominante en el hecho de que Portugal fue tanto la primera como la última nación
colonial europea, ya que fue la primera que ocupó territorio costero en África a fines del siglo
XV y no dejó sus posesiones hasta 1975, cundo Mozambique, Guinea-Bissau y Angola
alcanzaron la independencia.
Ninguna de las actividades de devolución política fue prevista, mucho menos
predeterminada, en 1945. Los británicos, los más avanzados y flexibles en su pensamiento,
estaban preparados para concluir la era de su gobierno en India y en Birmania y Ceilán, como
lo hicieron en 1947 y 1948, respectivamente. Al mismo tiempo, reconocieron su incapacidad
para conservar Palestina, donde la situación se había hecho imposible por las tácticas
terroristas israelíes. Los franceses, más inflexibles que los británicos en su voluntad de
conservar el viejo estado de las cosas, concedieron sin embargo la independencia durante la
Segunda Guerra Mundial a sus mandatos, Siria y Líbano, y permitieron que el cambio de
estatuto se concretara en 1946. A pesar de haber anunciado durante la guerra que otorgaría la
independencia, Holanda luchó tenazmente desde 1946 hasta 1948 para conservar sus
posesiones insulares que fueron finalmente reconocidas como República de Indonesia en
1949.
Aquellas naciones con mayor cantidad de territorios extranjeros intentaron
inmediatamente después de la guerra dar al nominal “imperio” algo de la unidad estructural
que nunca tuvo. Las mayores potencias coloniales europeas, Gran Bretaña y Francia, buscaron
reunificar y reencauzar a aquellas colonias que todavía conservaban desunidas, casi como un
racimo de uvas. “Imperio” y “colonialismo” fueron extirpados del vocabulario oficial. Y los
franceses, siempre alertas ante las sutilezas del lenguaje, sustituyeron el título “residente” por
el de “gobernador”, una cambio que sugería un arreglo de las cosas más amigable.
Para los británicos, la idea de la “Commonwealth” emergió como una alternativa de
acuerdo para un imperio autoritario. Creada oficialmente en la Conferencia Imperial de 1926,
la Comunidad Británica de Naciones consistía en “comunidades autónomas dentro del
imperio británico, en un pie de igualdad unas con respecto a las otras”, pero con una lealtad
común a la Corona. Este acuerdo se hizo para los “dominios blancos”, las antiguas colonias de
asentamiento como Canadá y Australia, que tenían en el siglo XX un gobierno responsable y
representativo. Sin embargo, las diversas reformas para la India iniciadas entre las dos
guerras mundiales modificaron la idea y la organización de la Commonwealth hacia adelante y
hacia fuera. Cuando, luego de su independencia en 1947, se permitió a la India sumarse a la
Commonwealth como una república en 1949, lo hizo aceptando solamente al “rey como
símbolo de la libre asociación”. Muchas de las nuevas naciones emergentes de África que
obtuvieron la independencia de Gran Bretaña se sumaron a la Commonwealth. Esta evolución,
lenta e incierta, nunca realmente calculada con antelación, pero generalmente receptiva a las
condiciones cambiantes, dio a la descolonización del imperio británico un final más suave o tal
vez desarrollado de mejor manera, reduciendo el esfuerzo y la confusión que acompañaron a
los franceses mientras perdían a su imperio colonial.
El imperio francés atravesó dos transformaciones; una mejor expresión sería decir dos
liftings públicos. El primero ocurrió durante la convención constitucional de 1946, cuando se
creó la Cuarta República. El nuevo nombre para el imperio colonial francés fue la “Unión
Francesa” y sus partes integrantes, no ya colonias, eran “estados asociados”, “territorios
asociados” y “departamentos de ultramar”. La nueva denominación general y las
designaciones territoriales que abarcaba no implicaban ninguna devolución seria del poder. El
gobierno francés todavía mantenía el control y el presidente de la República era también el
presidente de la Unión Francesa. Más tarde, cuando la Cuarta República cayó bajo el peso de la
larga y debilitante guerra que peleó para conservar Argelia (1954-62), la nueva Quinta
República reorganizó lo que quedó del imperio colonial dentro de “la Comunidad”, un término
que guardaba una relación de armonía con el británica, pero que no se encontraba apoyado en
ninguna realidad. Creada en 1958, la Comunidad perdió inclusive su existencia nominal en
1960. Fue entonces cuando los Estados miembros de la antigua África Occidental Francesa
pidieron ejercer la opción, garantizada por la constitución de la Comunidad, de convertirse en
naciones soberanas. En pocos meses a todos se les otorgó la independencia. La excepción,
debe señalarse, fue la Guinea Francesa, que en 1958 hizo la elección más extrema ofrecida al
crearse la Comunidad. En ese momento, cualquier territorio colonial podía elegir entre
integrarse a Francia como un departamento metropolitano, o sea, unirse a la Comunidad, u
obtener la independencia; sin embargo, esta última opción implicaba el inmediato cese de
todo tipo de ayuda económica francesa. Cuando Guinea optó por la independencia, los
franceses expresaron la exactitud de sus intenciones llevándose todo el equipamiento que
pudieron cuando se fueron, incluidos los teléfonos de las paredes.
Mucho se hizo a partir de las diferentes mentalidades y prácticas que construyeron
estos dos intentos nacionales de gobernar los sistemas coloniales. Los británicos
desarrollaron la noción de “trusteeship”, particularmente a fines del siglo XIX y a comienzos
del XX, para aquellas áreas más allá de las colonias autogobernadas que fueron descriptas
como dominios (Canadá, Australia y Nueva Zelanda eran las más importantes). Trusteeship se
transformó en un término muy popular en el tiempo de entreguerras, como se lo describió en
el capítulo precedente, y suministró tanto el concepto como la forma en la que los británicos
podían salir de la situación colonial con algo de gracia y algún sentido de autorrealización. Los
franceses, por el contrario, nunca abandonaron completamente su teoría de la “asimilación” y
la centralización que implicaba. Cuando, en el período de entreguerras, la frase “una nación de
cien millones” se puso de moda, resultó representativa de la idea básica de la asimilación, o
sea, que Francia y las colonias, que franceses y africanos, asiáticos y caribeños formaban algo
similar a un conjunto, unido por una cultura y un lenguaje comunes, que eran en ambos casos
franceses, y por una actitud permanente relacionada con el famoso epigrama de la figura del
Iluminismo, el Marqués de Condorcet: “Una buena ley es buena para todos los pueblos en
todos los tiempos”. La conversión de esta idea en un principio político se dio en la Conferencia
de Brazzaville, cuando el documento final estableció que cualquier movimiento hacia el
autogobierno “debía ser evitado” porque no era necesario.
No hay ninguna forma, científica o estadística, para medir el efecto de estas políticas
divergentes. Pero sin duda condicionaron a la descolonización e hicieron más fácil la
experiencia a los británicos que a los franceses.
Tanto la Commonwealth de naciones como la Comunidad eran nuevas formas de
esferas de influencia. La “zona de la libra”, que los británicos deseaban mantener para
asegurar alguna ventaja económica importante mediante la adhesión de los países de la
Commonwealth a un sistema financiero británico, fue copiada por los franceses, quienes
desarrollaron el CFA (Banco Francoafricano), una zona franca en África bajo el control
financiero del Banco de Francia. La versión británica colapsó más rápidamente, tanto como
resultado de una espantosa crisis financiera local como del creciente dominio comercial
internacional de Estados Unidos. La zona francesa, menor en escala y con una comercio
exterior mucho más limitado, duró mucho más, terminando recién en 1996, cuando el franco
CFA fue devaluado en un 50 por ciento en Zaire (hoy la República Democrática del Congo),
donde, sin embargo, los franceses asumieron el dominio económico –e inclusive proveyeron
apoyo militar para el nuevo régimen nacionalista- luego de que los belgas se marcharan en
1960.
Todo este cambio y los subsecuentes esfuerzos de los teóricos y practicantes del
colonialismo europeo, tanto fuera para reconfigurar el régimen europeo como para contener
la descolonización, eran muestras claras de que el apogeo del imperialismo, de pompa y
solemnidad, había terminado.
La velocidad del cambio político del estatuto colonial a la independencia, de unos pocos
imperios a muchas naciones, fue importante en el África subsahariana –entre 1960 y 1963
casi todo el imperio colonial fue barrido- y se convirtió en un interesante problema para el
análisis histórico. La acción precipitada del presidente Charles de Gaulle en 1960 coincidió
con una similar llevada adelante por los belgas, quienes decidieron abandonar el Congo el
mismo año. Los británicos, más proclives a la devolución lenta, se encontraron a sí mismos
con pocas opciones más que seguir con el proceso. Y lo hicieron en Nigeria en 1960, Tanganica
en 1961, Kenia en 1963 y Nyasalandia (Malawi) y Rhodesia del Norte (Zambia) en 1964.
Rhodesia del Sur agregó una situación agónica y embarazosa a todo esto, cuando su régimen
de colonos blancos declaró unilateralmente la independencia y estableció la última, aunque de
corta duración, colonia de asentamiento blanco, que finalmente se convirtió en Zambia en
1979.
Siempre es tentador ver a la secuencia cronológica como causalidad. Sin embargo, en la
historia de la descolonización, esta “carrera fuera de África” –la frase del político keniano Tom
Mboya- puede ser vista no solamente como subsiguiente, sino en parte el resultado de la
debacle militar más comentada a fines del imperio: la invasión conjunta de franceses y
británicos del Canal de Suez en 1956. Provocada por la nacionalización del canal por parte del
presidente Gamal Nasser de Egipto y preocupante por el rápido cambio en la disposición del
poder en Medio Oriente, los británicos y los franceses decidieron llevar adelante una invasión
aérea, ostensiblemente para apoyar a los israelíes que habían sido alentados a invadir Egipto.
El propósito de esta estrategia fue claramente imperialista: derrocar al presidente Nasser.
Mientras que el plan se convirtió rápidamente en un éxito militar, llevando al retroceso
de las tropas egipcias, fue un fracaso diplomático, una vergüenza internacional para ambos,
los franceses y los británicos. Aparentemente programado para que se diera justo cuando los
estadounidenses tuvieran que ir a las urnas para elegir su presidente –quien sería
nuevamente Dwight D. Eisenhower-, el plan fue visto como insultante y anacrónico (como las
elecciones próximas no entraban en las cabezas de ninguno de los organizadores británicos o
franceses, la operación fue vista como todavía más descuidada). La respuesta estadounidense
fue estructurada, por lo tanto, como una reacción a lo que era considerada una política
imperialista pasada de moda. Eisenhower, a través de su secretario de Estado, John Foster
Dulles, ordenó al primer ministro Anthony Eden retirar las tropas inmediatamente. Desde el
otro lado de la cortina de hierro, la Unión Soviética inclusive llegó a amenazar con iniciar una
guerra. Y, en las Naciones Unidas, la indignación llegó a un nivel muy alto en el caso de India,
que denunció categóricamente la invasión.
Nasser permaneció; los británicos y los franceses se retiraron. El último descarado acto
imperialista al estilo de la política de poder europea del siglo XIX había terminado. En
retrospectiva, la fracasada invasión obliga a concluir que esto fue lo que precipitó el final del
imperio colonial. Pero tal interpretación trae muchos interrogantes. Tan humillante como lo
fue, la invasión rápidamente abortada solamente mostró la obsolescencia de las tácticas
imperialistas frente a un nuevo mundo de superpotencias y opinión pública internacional.
Pero, como se vio en este capítulo, los franceses y los británicos permanecieron por algunos
años más en África. Más influyente que Suez en 1956 fue la Guerra Fría que se extendió
durante un lapso mayor y tuvo un efecto geográfico más amplio.
El período de la descolonización fue el tiempo de la pax americana, lo último en
intentos nacionales de control internacional y, claramente, el reemplazo de la precedente pax
britannia. El desarrollo de una visión política global estadounidense y de un compromiso
militar comparable eran temas de una nueva política exterior que emergió de la Segunda
Guerra Mundial. Luchando en dos frentes importantes que no eran europeos –África
septentrional y el Pacífico-, la nación adquirió literalmente una nueva posición en materia de
relaciones exteriores y pronto asumió que la paz podía ser mejor garantizada con la fuerza
militar. El Estados Unidos del presidente Franklin D. Roosevelt como “arsenal de la
democracia”, se constituyó también, como bajo sus sucesores, en el defensor vital de la
democracia contra una expansionista y totalitaria Unión Soviética y, poco después, una “China
Roja”. Determinados a asegurar a los Estados Unidos y a su forma de vida contra cualquier
amenaza potencial, las administraciones poscoloniales desarrollaron una ideología global del
anticomunismo y una práctica regular de apoyo militar a las naciones amigas, los dos
principales elementos del la política exterior.
La Unión Soviética, a los ojos de los hombres de Estado y los consejeros militares
estadounidenses, era una amenaza extensa y ominosa. El mundo bipolar que veían entonces
era producido activamente tanto en Washington como en Moscú y ciertamente se extendía
hacia las regiones coloniales. Dado que la ideología básica de la liberación colonial era una
combinación de nacionalismo y marxismo, con este último considerado como el elemento más
inestable, los estadounidenses vieron la influencia de la Unión Soviética casi en todas partes.
Con la Crisis de los Misiles en Cuba en 1962, cuando los soviéticos establecieron sitios
misilísticos dirigidos contra los Estados Unidos, una nación ansiosa liderada por una
presidente ansioso, John F. Kennedy, percibió la inminencia de la guerra. Frente a una
amenaza severa de los Estados Unidos y un bloqueo naval de Cuba, los soviéticos se retiraron,
empacaron su equipamiento y se fueron a casa. De todos modos, la interferencia soviética en
el antiguo mundo colonial y en el subsistente estaba creciendo.
Fue en África donde se sintió más intensamente el refrigerante efecto de la Guerra Fría.
Los Estados africanos recientemente independizados y aquellos que estaban luchando para
crear alguna apariencia de orden político se encontraban frecuentemente atrapados en la
rivalidad de la Guerra Fría. Ciertamente, esto era más evidente en el Congo Belga, donde
facciones rivales recibían apoyo rival en un país que, como colonia, no había recibido ninguna
preparación en el arte del autogobierno. El intento de establecer un régimen secesionista en la
provincia de Katanga, llevado adelante por Moise Tshombe, fue bendecido por los belgas,
mientras que el régimen de Kinshasa (el viejo Leopoldville), bajo Patrice Lumumba, fue
rociado con el equivalente secular soviético del agua bendita. A través de la intervención de
las Naciones Unidas y la connivencia estadounidense, la cuestión quedó resuelta, pero no muy
felizmente. Lumumba fue asesinado en 1961 y Tshombe fue apresuradamente escoltado fuera
del poder. La agencia estadounidense de contrainteligencia, la CIA, veía en la persona del
periodista llamado Joseph Mobutu un probable cliente y apoyó su brutal toma del poder en
1965. Un remozado Mobutu Sese Seko se alzó en contra del comunismo y permitió la
explotación total de los recursos por corporaciones extranjeras, razón por la cual las cuentas
de su propio banco crecieron mientras que la población de la nación se hundía en la pobreza.
No hay ninguna duda con respecto a que la Guerra Fría complicó la descolonización y
que sus efectos perturbaron a los líderes de las nuevas naciones. Como presidente de la nueva
nación soberana de Túnez, en 1957, Habib Bourguiba escribió en un artículo de la publicación
casi oficial estadounidense Foreign Affairs: “La neutralidad en la guerra fría y la neutralidad en
la ‘caliente’ son igualmente precarias”. Como en el caso de los Estados Unidos, la Guerra Fría
hizo de esa nación algo así como un árbitro intermitente de los asuntos coloniales. Los
Estados Unidos apoyaron la continuación del régimen europeo donde parecía funcionar como
un baluarte contra el comunismo (como en Indochina después del estallido de la Guerra de
Corea en 1950) y dio un gran apoyo militar a las antiguas naciones colonialistas que parecían
lo bastante fuertes y determinadas como para mantener a raya al comunismo (el apoyo
estadounidense al régimen del Shah de Irán entre 1953 y 1974 fue el caso más tristemente
célebre). Los soviéticos, habiendo eliminado la oposición en su imperio de Europa oriental
luego de haber hecho correr los tanques para terminar con los intentos húngaros de mantener
la libertad en 1956 y, por lo tanto, habiendo asegurado sus dominios, estaba en posición de
centrar su atención también en el antiguo mundo colonial. Cuba y Etiopía eran los
beneficiarios más evidentes de la ayuda rusa, pero el apoyo a las fuerzas de liberación en
Angola era también desconcertante para los Estados Unidos y, en particular, para su entonces
secretario de Estado, Henry Kissinger. De muchas formas, en algunos casos beneficiosas, pero
en la mayor parte perjudiciales, las actividades de la Guerra Fría de los Estados Unidos y de la
Unión Soviética afectaron el curso de la descolonización, pero de ningún modo fueron factores
causales.
Viendo a la descolonización en gran medida como un asunto externo, formado o
generado, inspirado o controlado desde el Whitehall, el Quai d’Orsay o el Foggy Bottom,
respectivamente, los lugares donde se encontraban ubicadas las oficinas de asuntos exteriores
de los británicos, franceses y estadounidenses, el historiador se arriesga a transformarse en
un aliado de los primeros imperialistas, que establecieron la idea de un mundo eurocéntrico.
Las políticas internacionales de las naciones occidentales y de la Unión Soviética eran, por
supuesto, cuestiones significativas, pero no eran los factores dominantes.
La descolonización era una combinación de política nacional individual y de
internacionalismo, el último de los cuales consistía tanto en presión política, ejercida por los
Estados Unidos, como en opinión internacional y toma de decisiones. Y, más obviamente, la
descolonización era también el resultado de requerimientos de reforma, de protesta contra el
caprichoso régimen colonial y de lucha por la independencia, oscilando este último entre el
simple resentimiento y una expresión extrema que fueron los “movimientos nacionales de
liberación”. La descolonización podía también ser gráficamente presentada como un triángulo
equilátero, un acuerdo entre tres partes de importancia similar: la política nacional, los
desarrollos internacionales y los movimientos de protesta coloniales2.
Desde la condición colonial de los nativos hasta la condición rebelde de los
nacionalistas, los líderes y sus seguidores en África y Asia después de la Segunda Guerra
Mundial buscaron alternativamente acomodarse y liberarse de los europeos.
El saludo a los holandeses cuando regresaron a Jakarta y a otras ciudades indonesias
fue, entre otras cuestiones desagradables, el graffiti. “Indonesia para los indonesios” decía un
slogan popular, y en inglés. Para los tiempos en que palabras como esas se escribían sobre las
paredes de los edificios, el Vietminh ya había tirado abajo la estatua de Paul Bert, quien había
sido un administrador colonial francés, de la posición central que ocupaba en Hanoi.
Los signos de esos tiempos ya no favorecían a los europeos.

Pronunciamientos, denuncias y la búsqueda de ideología
La opinión pública internacional y la descolonización

Si el material duro de la revolución es acero, la sustancia de la protesta son las
palabras: palabras construidas en declaraciones, manifestaciones, pronunciamientos;
palabras seleccionadas para reconfigurar el presente y moldear el futuro. Así como el
Iluminismo del siglo XVIII constituyó un disenso literario frente al viejo orden de cosas, la
descolonización fue también un movimiento literario que protestó vigorosamente contra el
orden de cosas imperial. Además, la descolonización puede ser considerada tanto una lucha
verbal como un conjunto de confrontaciones físicas, dado que se desarrolló tan
frecuentemente en las salas de conferencias en la ciudad más importante, como en el campo
de batalla en las zonas rurales.
Los líderes de los movimientos de reforma y protesta formaban parte de la élite
intelectual. Con frecuencia educados en las universidades europeas y estadounidenses,
hábiles en el uso de las lenguas europeas que les daban acceso a un amplio liderazgo,
conocedores de la tradición filosófica de protesta europea y frecuentemente escribiendo y
organizando sus esfuerzos iniciales en las capitales de los países cuyas políticas coloniales
denunciaban, estos individuos se adaptaron y reelaboraron el pensamiento europeo para
expresar sus propias preocupaciones e intenciones.
Sus artículos y libros eran muchos; variaban su tono desde las expresiones elegíacas
sobre el espíritu del pueblo hasta denuncias estridentes con respecto a la civilización europea.
En la primera categoría se encuentra la idea de négritude, que expresaba el espíritu y la
sensibilidad del hombre negro, a la cual Leopold Sédar Senghor, poeta, filósofo y en poco
tiempo presidente de Senegal, describía románticamente en 1956 en un artículo titulado
“Estética negroafricana”, aparecido en la publicación estadounidense Diógenes: “Él [el
negro]es primero sonidos, olores, ritmos, formas y colores; quiero decir que es percibido
antes de ser visto, al contrario de lo que sucede con los europeos blancos”. En la segunda
categoría se encontraba el Discurso sobre el colonialismo (1972) del martiniqués Aimé Césaire,
en el cual ásperamente argumentaba que Adolf Hitler “había aplicado a Europa
procedimientos colonialistas”, que las prácticas del colonialismo y aquellas de Hitler eran
como una: la humillación y la degradación del ser humano.
El extenso cuerpo literario, del cual formaban parte las frases seleccionadas arriba,
estaba dirigido principalmente no a los oprimidos, sino al declarado opresor, a aquellos
europeos y estadounidenses que vivieron el imperio solo como un sujeto de estudio y que
podían ser consecuentemente persuadidos del daño que había provocado. “Europeos, deben
leer este libro y entrar en él”, aconsejaba el filósofo existencialista Jean-Paul Sartre en el
prefacio del que fue indudablemente el más poderoso e influyente trabajo de protesta, Los
condenados de la tierra de Frantz Fanon, publicado por primera vez en francés por una
editorial parisina en 1961 y subsecuentemente traducido al inglés y publicado en los Estados
Unidos. Una reseña de una de las ediciones más tardías en la revista Time (30 de abril
de1965), declaraba: “Este no es tanto un libro, sino una piedra arrojada contra la ventana de
Occidente”. Esta analogía era apropiada porque la tesis central de Fanon era que la
colonización había sido un acto violento y que solo podía ser removida, expulsada, a través de
la violencia. La descolonización, decía, “nos recuerda las balas ardientes y los cuchillos
manchados de sangre que emanan de ella”. Es la forma brutal de decir que los últimos serán
los primeros, sostenía.
Pocos libros sobre la descolonización recibieron tanta atención o generaron tanta
controversia como este. En los diez años posteriores a su primera publicación en 1961, fue
reimpreso ocho veces en Francia, impreso cuatro veces en Estados Unidos y tres veces en
Gran Bretaña (no fue impreso en Argelia, su particular sujeto y escenario, hasta 1987,
veinticinco años después de la independencia de ese país, un hecho interesante de la era
poscolonial). El libro, además, se erige en una prueba evidente de la importancia del nuevo
fenómeno internacional, que se extendió solo después de la Segunda Guerra Mundial: la
existencia de una opinión pública internacional que, mediante el acceso a las urnas, podía ser
determinada con cierto nivel de exactitud y que, consecuentemente, requería atención y
despertaba respuestas.
El ritmo de la descolonización, mayoritariamente concluida en veinticinco años, fue en
cierta medida función del tiempo de rápidas comunicaciones, en el que palabras e imágenes
alcanzaban grandes distancias y llegaban velozmente, “impactando”, en nuestro idioma
corriente, en una gran audiencia. En esta era, los diarios y las revistas proliferaban, las radios
y las salas de películas se convirtieron en un lugar común en el mundo colonial, reforzando y
expandiendo al mismo tiempo las actividades de la élite colonial intelectual y generando una
conciencia pública, a través de la palabra hablada y de la imagen, en medio de las vastas
poblaciones todavía iletradas. El cine, simultáneamente un medio de entretenimiento de
masas y de información de masas, cumplió tempranamente un papel influyente. La crítica
social se transformó en algo como una marca distintiva de las películas habladas en lengua
tamil, que eran producidas en Madrás, uno de los centros filmográficos de la India en el
período de entreguerras.
Figuras como las de Jawarhalal Nehru y Kwame Nkrumah adquirieron reconocimiento
internacional a medida que sus fotografías se sumaron a las de los líderes occidentales en las
galerías de revistas de amplia circulación (por ejemplo, en 1946-7, siete retratos fotográficos
de Nehru aparecieron en las publicaciones estadounidenses más importantes y seis en
publicaciones británicas, mientras que en 1957 siete retratos de Nkrumah aparecieron en las
publicaciones estadounidenses más importantes). Los noticieros cinematográficos, un tipo de
oferta teatral filmográfica en la década de 1930, colocaron a Mohandas Gandhi ante los ojos
de millones; su figura diminuta, escasamente vestida, un impresionante contraste con
respecto al poder y los adornos del Raj británico al que desafiaba, también se hizo presente
como un declaración simple y austera de justicia. En 1954, el año de su victoria sobre los
franceses en un sitio bien ejecutado contra el puesto fortificado que los franceses habían
establecido en Dien Bien Phu, los vietnamitas produjeron una gran película documental que
tenía el nombre de esa batalla como título. En 1970, un grupo reciente de las antiguas
posesiones francesas en África, la Federación Panafricana de Cineastas (FEPACI o Fédération
Panafricaine des Cinéastes), lanzó una declaración de propósitos que enfatizaba en le
necesidad de los cineastas de colaborar con la liberación cultural de África. Sobre la base de
esta necesidad temprana, el cineasta senegalés Ousmane Sembene comentaba en 1978: “Para
nosotros, los cineastas africanos, era necesario politizarse, involucrarse en la lucha
contra…todas las cosas que heredamos de los sistema coloniales y neocoloniales”3.
Fuera compuesta por un escritor, un artista o un político creativo, la obra resultante
tenía miras al futuro y era históricamente conciente, como lo había sido la ideología
nacionalista europea un siglo antes. El presente colonial, como un paréntesis, solamente
bloquearía en forma breve la continuidad narrativa. Nehru había escrito mucho sobre la
extensión y la grandeza de la historia india. Los autores africanos estaban haciendo lo mismo.
Cheikh Anta Diop de Senegal, el más famoso, persuasivo y controversial de todos, miraba
mucho tiempo atrás para ver que los logros del Egipto faraónico eran esencialmente aquellos
del pueblo negroide y, consecuentemente, concluía que la civilización occidental tenía
orígenes negroafricanos. “A partir de ahora”, asevera en une estudio muy controvertido,
Nations negres et culture (1954),”los negros deben ser capaces de recuperar la continuidad de
su pasado nacional”. En los primeros años de existencia de la República de Ghana, aparecieron
postales mostrando a los africanos negros como tutores de figuras históricas familiares a los
europeos, como los arquitectos de la “era clásica”.
La difusión de tales argumentos y sentimientos de hecho se extendió, pero no fueron
muy variados. Si representaban un nuevo espíritu de autoafirmación, también estaban
dirigidos contra la Europa autoritaria. En primer lugar, desde un punto de vista retórico,
estaba el imperialismo, invariablemente descripto como abusivo, opresivo y destructivo.
Ahora era visto, si no tan vivamente descripto, como Joseph Conrad había escrito sobre él
medio siglo antes en El corazón de las tinieblas, “un diablo flojo, pretensioso, débil, con una
locura rapaz y despiadada”. La debilidad y falta de decisión que se percibían con respecto a las
potencias imperialistas fortalecía las demandas e intensificaba las protestas contra la
oposición colonial. Segunda desde un punto de vista retórico se encontraba la afirmación
nacionalista. Tal vez fue mejor expresada por Amílcar Cabral, líder del movimiento
revolucionario en Guinea-Bissau en el África occidental, quien manifestó en un discurso
pronunciado ante una audiencia universitaria estadounidense en 1970 que el derecho que
tenía cada persona era tanto a su destino como a su propia historia, y que esta última había
sido “usurpada por el imperialismo”. Tercero desde un punto de visa retórico se encontraba el
bienestar económico, el desarrollo económico, que pronto sería llamado en el ámbito
académico “modernización”. Pocos eran los líderes de la oposición que, como Ghandi,
pensaban en el futuro mientras miraban con cariño un pasado más simple en el cual las
ruecas, no vibrantes plantas de acero, se encontraban dispersas en las áreas rurales. En gran
medida socialista, tanto por el tono como por la intención, la retórica de la protesta abrazó
conceptos occidentales de crecimiento económico mientras denunciaba la explotación de
clase. La dicotomía marxista del capitalista explotador y del proletariado explotado
simplemente se amplió y se internacionalizó para convertirse en nación explotadora colonial
y pueblos coloniales explotados.
Eventualmente, estos pensamientos, hablados y escritos, se reunían en colecciones y
eran publicados. Los trabajos de Nehru, inclusive en forma de selección, comprendían
diecisiete volúmenes y ocupaban tres pies del espacio de los estantes de una biblioteca.
Excepcional solo en cantidad, esta publicación compartía con otras los mismos objetivos: la
justificación histórica, un relato que trascendía la opinión mundial. Tal vez la más interesante
de todas esas producciones -dirigidas a lograr un mirada favorable con respecto al papel
personal jugado por el líder opositor durante la descolonización- era la autobiografía. Un
género literario de autoafirmación. Las ahora figuras históricas familiares de Ghandi, Nehru y
Sukarno, y las no tanto como Patrice Lumumba de la República del Congo, se sintetizaban a sí
mismas en las publicaciones; y lo mismo hizo Nelson Mandela. Estos volúmenes era
explicaciones y justificaciones del papel jugado por sus autores en la evolución política de su
propio país y las autobiografías indirectamente mostraban la importancia de la figura
carismática en el desarrollo del Estado moderno en el mundo colonial donde las instituciones
nacionales eran pocas y las lealtades se encontraban divididas. Kwame Nkrumah,
previamente primer ministro y después presidente de Ghana, produjo un trabajo con el título
Ghana. La autobiografía de Kwame Nkrumah, el que fue publicado, bastante apropiadamente,
en 1957, el año de la independencia de Ghana. Más tarde, Nkrumah sería denunciado por
desarrollar un “culto a la personalidad”, pero el título de su autobiografía es solo exagerado,
no totalmente incorrecto.
Sin embargo, era la expresión colectiva de la protesta escrita la más formativa. En la
forma de manifestos, resoluciones, declaraciones y principios, africanos y asiáticos
presentaban su posición ante “el tribunal de la opinión mundial”. Nehru, en un discurso
dirigido al Congreso Nacional Indio en 1929, dijo: “Apelo al Parlamento y a la conciencia del
mundo” para responder a la forzada posición política subordinada de la India. Las expresiones
colectivas de tal descontento eran numerosas a principios del siglo XX. La primera de muchas
Conferencias Panafricanas tuvo lugar en Londres en 1900; un importante encuentro l, la
Conferencia Internacional Contra el Imperialismo y la Opresión Colonial, se celebró en
Bruselas en 1927 y contó con la presencia de Nehru y Senghor, entre otros. En Nueva York, en
1943, un estudiante nigeriano graduado de la Universidad de Columbia, K. O. Mbadiwe, fundó
la Academia Africana de Artes e Investigación que ofreció conferencias, publicó artículos y
envió su propio observador a la Conferencia de las Naciones Unidas de San Francisco en 1945,
donde publicó un memorándum planteando que el nuevo cuerpo internacional debía
recomendar que los poderes coloniales establecieran un cronograma para dar la libertad a sus
colonias 4 . Algunos grupos africanos que tenían entonces su base en Londres, el mejor
conocido de los cuales era la Unión de Estudiantes del África Occidental, presentaron un
declaración conjunta con un requerimiento similar ante las Naciones Unidas en 1945.
En los años finales del imperialismo, se celebraron varias conferencias internacionales,
frecuentemente vistas por sus organizadores como complementarias de las actividades de las
Naciones Unidas y representativas de los ideales que circulaban retóricamente en los pasillos
del edificio de las Naciones Unidas de Nueva York. En cierto modo, una comunidad articulada
de los oprimidos se desarrolló en esos años. Lo que nadie esperaba inicialmente y lo que
todos saben ahora es esto: las Naciones Unidas se transformaron en el foro internacional más
importante, dentro del cual las naciones más pequeñas y las medianas luchando entre las
fuerzas de atracción de los Estados Unidos y la Unión Soviética (la llamada bipolarización del
mundo) podían presentar sus puntos de vista e influir en otros asuntos. Con 51 naciones
iniciales, entre las cuales 4 habían tenido recientemente un status colonial, las Naciones
Unidas vieron crecer su lista de miembros a 122 en 1967, luego de haberse sumado 49
antiguas colonias, ahora Estados. El peso crítico de este número era significativo. En 1961, por
ejemplo, una resolución que llamaba a la inmediata descolonización de los territorios
remanentes del mundo fue presentada por 26 países asiáticos y africanos y apoyada por un
total de 89 representantes. Tal vez más impresionante fue la resolución de 1973 presentada
por 65 Estados y votada favorablemente por 92 que denunciaba la “ilegal ocupación de la
república de Guinea-Bissau” por Portugal, que la consideraba parte integral de su nación.
Finalmente, la elección de U Thant de Birmania como secretario general de las Naciones
Unidas en 1962 es un muestra más del peso crítico que los antiguos territorios coloniales
ejercían como Estados soberanos en el contexto mundial.
En las deliberaciones de casi dos docenas de importantes conferencias celebradas en
ese entonces en diferentes lugares del mundo, cuatro intereses principales era expresados
regularmente: primero, la eliminación del colonialismo y del imperialismo; segundo, el
desarrollo económico; tercero, el respeto por la soberanía del Estado individual; cuarto, el
establecimiento de un orden mundial pacífico en el que las naciones poderosas respetarían a
las pequeñas y medianas. Comenzando con la tercera Conferencia Panafricana, que tuvo lugar
en Manchester, Inglaterra, en 1945, estas conferencias internacionalizaron la cuestión
colonial y pronto aseguraron que el imperialismo se correspondiera solamente con una
connotación, la de opresión. En la década de 1970 la idea de los “dos imperialismos”, el de
Estados Unidos y el de la Unión Soviética, estaba siendo discutido acaloradamente, mientras
que la idea del “Tercer Mundo” que se encontraba entre los dos superpoderes, fue
ampliamente aceptada.
Si hubo un hecho que marcó tal cambio de actitud en sus orígenes lo fue la
convocatoria a la Conferencia Internacional en la ciudad indonesia de Bandung en 1955. Esta
conferencia se distinguió de otras, en primer lugar, por su alcance geográfico, con delegados
procedentes de veintinueve Estados de Asia y África que representaban alrededor del 56 por
ciento de la población mundial. El presidente Sukarno dijo en su discurso de bienvenida que
“estamos unidos por un odio común al colonialismo, en cualquier forma en que aparezca”. La
subsecuente Declaración de Bandung sostuvo los principios de la soberanía nacional, el
respeto por los derechos humanos y la igualdad entre naciones y pueblos.
De proporciones globales como ninguna otra conferencia anterior y con
representación ministerial única, Bandung tuvo lugar en tiempos en que la Guerra Fría había
llegado más allá de los confines de Europa y Medio Oriente para alcanzar proporciones
globales. Los Estados Unidos, persiguiendo una política de contención, habían impulsado la
Guerra de Corea en 1950 y apoyado a los franceses con equipamiento militar en Indochina al
mismo tiempo. Quienes se reunieron en Bandung, donde la China comunista tuvo un papel
significativo, buscaron un lugar entre las dos superpotencias, los Estados Unidos y la Unión
Soviética.
La noción de “Tercer Mundo”, un reordenamiento de la política internacional través de
nuevas divisiones, emergió de esta conferencia. Esta nueva triangulación fue una simple
geometría de protesta contra la división Este-Oeste del mundo capitalista y del mundo
comunista, uno con su polo magnético en Washington y el otro en Moscú, de lo cual surgió el
popular término “bipolarización”. Mientras pasaban del estatuto colonial a la condición de
Estados-nación, los países más pequeños y los medianos desearon evitar alianzas y
alineamientos con un poder dominante. Habib Bourguiba, presidente de Túnez, escribió en su
artículo de 1957 a sus compatriotas: “Ellos no desean ser llevados a un conflicto armado ni
encontrar a su país una vez más como un campo de batalla por cuestiones que interesan
principalmente a las grandes potencias”.
Incluyendo originariamente Estados que habían sentido recientemente los efectos del
imperialismo en forma directa o indirecta –de ahí la aparición de China en la Conferencia de
Bandung-, el Tercer Mundo se expandió más tarde para incluir a América Latina que había
dejado de estar en una condición colonial hacia un siglo y medio y que era vista ahora como
una víctima permanente del imperialismo económico, en especial aquel ejercido
indirectamente por las corporaciones norteamericanas.
La política internacional se encontraba fuertemente triangulada. En este nuevo
esquema, el mundo estaba compuesto por una gran masa de naciones “subdesarrolladas” con
una gran concentración de población sobre la cual existía una cima dividida integrada por las
naciones “desarrolladas” (muy industrializadas), fuera del lado de los Estados Unidos o de la
Unión Soviética.
El evento que marcó este cambio en la geografía política fue la primera Conferencia de
Países No Alineados que tuvo lugar en 1961 en Belgrado, Yugoslavia, y no en una ciudad
colonial, un año después que muchas de las colonias británicas y francesas del África
occidental obtuvieran su independencia. Con base en el precedente de Bandung, cinco líderes
nacionales –Nehru de India; Sukarno de Indonesia; Nkrumah de Ghana; Gamal Nasser ,
presidente de la República Árabe Unida, y Tito (Josip Broz), presidente de Yugoslavia-
enviaron invitaciones para la conferencia que tenía una intención expresa guardar distancia
con respecto a los efectos congelantes de la Guerra Fría. Veinticinco estados participaron de la
ella y, más significativamente, se hicieron presentes representantes de diecinueve
movimientos de liberación. La Declaración Final de la conferencia llamó a una convivencia
pacífica, reducción de la tensión Este-Oeste y respeto por la independencia y la integridad de
todos los estados. Catorce de las veintisiete cláusulas de la declaración estuvieron dirigidas
contra el imperialismo y el colonialismo. Siguieron a esta siete conferencias más de países no
alineados, hasta 1986, con cien naciones participantes en la última.
La importancia de estas conferencias internacionales con respecto a la descolonización
es difícil de determinar, fácil de ignorar. Pocos académicos les prestan hoy mucha atención
porque no eran instrumentales al cambio. Sin embargo, proporcionaron un foro en el cual los
reclamos pudieron ser expresados en voz alta; sirvieron para generar una comunidad de
intereses comunes. E informaron a sus participantes, que llegaron de diferentes partes del
mundo, que el imperialismo era un problema compartido. “Nuestra presencia”, decía Amílcar
Cabral en la primera Conferencia Tricontinental que tuvo lugar en La Habana en 1966, “es en
sí misma un grito de condena al imperialismo y una prueba de solidaridad con respecto a
todos los pueblos que quieren erradicar de sus países el yugo imperialista”.
Si la premisa subyacente y el factor vinculante de todas estas conferencias
internacionales era negativo –el antiimperialismo-, cada una también implicó el nacimiento de
un espíritu cooperativo y buscó una ideología trascendente que las unificara. Las dos
ideologías predominantes era el panafricanismo y la neutralidad.
El panafricanismo se remonta al siglo XIX, cuando autores caribeños hablaron sobre los
orígenes comunes y las malas condiciones comunes de los negros a ambos lados del Atlántico.
A comienzos del siglo XX, sin embargo, el movimiento adquirió forma y dirección,
primeramente de enérgico liderazgo del académico y crítico estadounidense W.E.B. Du Bois.
Fue él quien organizó lo que se etiquetó y fue de hecho el primer Congreso Panafricano en
París en ocasión de las negociaciones de paz que siguieron a la Primera Guerra Mundial.
Cincuenta y cinco representantes del Caribe, los Estados Unidos y África participaron y
discutieron amplios temas, como la reforma política –pero sin discusiones sobre la
independencia- y el desarrollo económico, que estaban dirigidos a beneficiar a los africanos, a
los negros en todo el mundo.
Dirigida y dominada por afroamericanos, la importancia de esta conferencia fue
trascendida por la quinta Conferencia Panafricana que tuvo lugar en Manchester en 1945,
aquella en que los africanos, en especial Nkrumah y Jomo Kenyatta de Kenia, jugaron roles
importantes. La organización y la dirección de la conferencia eran primeramente africanas
más que afroamericanas. El reclamo principal de los participantes era la independencia de
África. Sin embargo, también se expresó un fuerte interés en enmarcar la independencia en
una federación de África occidental.
La conferencia de 1956 resaltó las dificultades subyacentes en la ideología del
panafricanismo. Una respuesta al racismo blanco y a las condiciones impuestas sobre los
negros en todas partes, el panafricanismo fue en primer término un movimiento dirigido a
corregir los abusos socioeconómicos que los negros sufrían. También se abordó en la
conferencia el tema de la unificación, la idea de unir las dispares colonias de África en algo
similar a un Estado federal. Nadie fue entonces tan audaz como Marcus Garvey, el jamaiquino
que impulsó el movimiento de 1920 “De regreso al África” y se declaró a sí mismo presidente
de los Estados Unidos de África. El principio federal se desvaneció rápidamente, aunque
hombres como Nkrumah y Kenyatta regresaron a su tierra de origen y lucharon diferentes
batallas contra el status colonial de estos territorios separados y, en el transcurso del proceso,
se convirtieron en jefes de Estado que no aceptarían voluntariamente renunciar al poder que
habían luchado para obtener.
En la discusión académica del panafricanismo, la ideología fue analizada como política,
económica y cultural. La independencia, el desarrollo económico y la búsqueda de lo que era
definido como “la personalidad africana” fueron todos temas propuestos y discutidos. Sin
embargo, la Conferencia Panafricana de Manchester fue la última en cargar con esa
denominación y ningún otro encuentro amplio de pueblos africanos tuvo lugar hasta 1958,
cuando Nkrumah fue el anfitrión de la Conferencia de Todos los Pueblos Africanos, en tiempos
en que era jefe de Estado en Ghana.
A la neutralidad no le fue mucho mejor. Como ideología del no-alineamiento, promovía
un espíritu de cooperación internacional en el seno de las naciones del Tercer Mundo,
haciendo hincapié en su oposición a la política de las potencias y al conflicto internacional.
Oficialmente, también le restó importancia al nacionalismo como fuerza divisiva y disruptiva
al interpretarlo como un medio de cooperación y de ayuda mutua. El Estado-nación fue visto
como el protector de la cultura y el opositor al imperialismo cultural, pero también se
consideró como la base de “la autosuficiencia colectiva”. Esta última noción emergió de la
Cuarta Conferencia de Países No-Alineados que tuvo lugar en Argel en 1973. Adoptando un
“Programa de Acción para la Cooperación Económica”, los delegados apoyaron la idea de un
nuevo orden económico en el que los Estados participantes proporcionarían apoyo a los
menos “desarrollados” y necesitados de ayuda económica.
Críticas posteriores argumentarían que la noción de “desarrollo” se convirtió en tan
eurocéntrica como lo había sido el imperialismo y que el modelo occidental se adaptó a
condiciones desfavorables para tener éxito. El número de aeropuertos internacionales alteró
el antiguo paisaje colonial y el número de nuevas aerolíneas nacionales que salían y llegaban a
esos aeropuertos internacionales es solamente una de las pruebas de ello. Críticos mundiales
famosos, como el autor sueco Gunnar Myrdal, se quejaron de los inicios falseados del mundo
descolonizado: el esfuerzo por construir una economía industrial donde una base agraria
significativa todavía no se había establecido. Análisis referidos a la necesidad de una
“revolución verde” fueron reiteradamente publicados en la década de 1970.
La conclusión a la que se debe arribar tras examinar esta intensa y difundida
manifestación de insatisfacción es evidente: las expresiones de protesta de las décadas de
1960 y 1970 eran fuertes, difundidas y tenían un impacto considerable. Comprendían mucha
de la fuerza que llevó al primer ministro Harold Macmillan a reconocer la presencia de “un
viento de cambio” en una discurso pronunciado en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, en 1960.

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