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club de autob iógrafos anóni mos

alacra ña
club de
autobiógrafos
anónimos

panamá + alacraña
Autobiógrafas
anónimas
César Tejeda

Todo comenzó cuando Abril Castillo me invitó a


impartir un curso de escritura autobiográfica en su
estudio. La propuesta me halagó porque hay pocas
sensaciones más felices que el reconocimiento de
una colega, pero al mismo tiempo —y mientras que
Abril me decía cómo se imaginaba que podía ser el
curso— comencé a preguntarme si yo tenía las apti-
tudes, la trayectoria o la autoridad —por más desa-
gradable que suene esta palabra— para cumplir con
el encargo halagüeño. Si la enseñanza de la escritura
creativa ya es polémica, ¿se puede enseñar a escribir
autobiografía? Le dije que sí, tal vez porque llevaba
casi un año sin pararme frente a un salón de clases o
tal vez porque era enero y me pareció un buen augu-
rio o nada más porque me sentí halagado y una afir-
mación era lo que correspondía con mi sentimiento.
Sugerí que no aceptáramos a más de diez autores

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para que pudiéramos dedicar espacio suficiente a
sus trabajos; quería un auditorio pequeño por si el
experimento —vamos a decirle así— fallaba. Abril
estuvo de acuerdo. Comenzaríamos en marzo. El ta-
ller se llamaría La compulsión autobiográfica.

***

En los días siguientes dediqué una buena parte de


mi tiempo a justificar el taller. Decidí que lo mejor
que se puede hacer con cualquier persona que es-
cribe autobiografía es proteger su proyecto; afirmar
el impulso porque en el mundo literario existen
muchas personas que cuestionan la autobiografía
como si no escribiéramos sólo aquello que pode-
mos escribir. Es un género que se juzga como ca-
rente de imaginación, como un medio inapropiado
para representar al mundo simbólicamente, como
una moda, como un producto del individualismo
exacerbado de nuestros tiempos, como un capricho
editorial pasajero, un acto de exhibicionismo, una
terapia expuesta al mundo o una confesión; como
un género cruel e insensible —un argumento que,
por cierto, me gusta—.

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El asunto es que vamos escribirla inclusive des-
pués de asumir que todo lo anterior es verdad, y por
ello me gusta subvertir el viejo consejo de Rilke: si
una persona siente que puede vivir sin escribir no
debería escribir en absoluto. Mi versión es que si un
escritor siente que no puede vivir sin escribir auto-
biografía no debería escribirla en absoluto. Una vez
asumidos los agravios, resulta más fácil ordenar la
discusión.

***

Cuando un amigo periodista, junto al que empecé


mi carrera literaria, se enteró del curso me preguntó
si podía inscribirse y le dije que podía hacerlo sólo
bajo su propio riesgo: estaba dirigido a veinteañeros
entusiastas o personas más grandes que quisieran
desempolvar el propósito de escribir sus memorias.
Mi amigo agradeció que fuera honesto con él y de-
sistió persuadido por mis argumentos, sin refutarlos
ni tratar de convencerme de lo contrario. Un día an-
tes de que comenzara el taller hablé con Abril para
preguntarle quiénes se habían registrado y nombró a
un grupo de autoras —ocho mujeres y un hombre—

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que yo conocía de lejos, a quienes había leído y a
quienes admiraba, y sentí un inmenso temor porque
tampoco tenía nada que enseñarles a ellas. Era muy
tarde, habían pagado la cuota de inscripción, según
Abril. En la primera clase me paré frente al pequeño
pizarrón blanco y les dije que, la verdad, yo había pla-
neado el curso para otro tipo de audiencia, pero ni
modo que me rajara. Era, según yo, una carta de pre-
sentación honesta y un buen chiste al mismo tiempo;
algunas de las escritoras, según recuerdo, se rieron.

***

¿Quiénes eran ellas?, ¿puedo revelar sus nombres a


pesar del título de mi texto?

***

Me gustaba hablar del reto como docente y encon-


traba la manera de forzar el tema en cualquier con-
versación. Un día hablaba con dos amigos acerca
de la demandante vida en la Ciudad de México, de
cómo resulta difícil hacernos un tiempo para de-
dicarnos a lo que nos gusta en medio del aluvión

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capitalista, y les dije que, por ejemplo, ya no tenía
tiempo ni para escribir aquel largo ensayo sobre au-
tobiografía que había comenzado el año anterior.
Uno de ellos me preguntó por qué y respondí que,
paradójicamente, debido a un curso de autobio-
grafía que había comenzado a impartir en los días
previos. Quería decirles cómo preparaba las clases
con esmero antes de cada sesión y las reflexiones
que aquella situación me había suscitado. Uno
de ellos interrumpió los planes de conversación a
través de una mirada escéptica y la pregunta: “¿Se
puede enseñar a escribir autobiografía?”. Supongo
que él ignoraba de qué manera atinaba con su duda
en el centro de mis inquietudes profesionales. Bien
vista, pensé en silencio, era una empresa absurda.
Bien visto, y si retomábamos el tema original de la
conversación sobre la Ciudad de México y el capita-
lismo salvaje, yo tenía una agenda ocupada y a la vez
desperdiciaba el tiempo.

***

Las mesas y las sillas estaban dispuestas en forma de


herradura. Puedo imaginar a cada una de las escritoras

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en el lugar que eligió desde la primera sesión. El estu-
dio estaba en un departamento de la colonia Narvar-
te. Abril nos ofrecía café y galletas, como suele hacerse
en los talleres literarios, como suele hacerse en Alco-
hólicos Anónimos.

***

En marzo de 2019 comenzó en Twitter un movimien-


to que iba a cambiar las reglas de nuestro gremio, y
era en parte un privilegio, y en parte algo que me
llenaba de asombro, que La compulsión autobio-
gráfica se desarrollara a la vez, porque dejaba de ser
un curso de escritura para convertirse en otra cosa
que todavía me cuesta definir. En esos días se discu-
tió, entre otros muchos temas, la forma tradicional
como se relacionan los escritores y las escritoras en
los talleres literarios, cómo se desenvuelven las re-
laciones de poder cuando se comentan los textos
de las demás. Una vieja falacia del gremio dicta que
los autores deben permanecer incólumes cuando se
critican sus textos. La distinción resulta ciega a un
hecho evidente: las personas y los textos en proceso
se encuentran igualmente vivos y, en cuanto vivos,

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son seres vulnerables. Aquella semana me pregun-
té varias veces si valía la pena que discutiéramos
nuestras relaciones en el taller, y también si propi-
ciar aquella discusión suponía protagonismo de mi
parte; de una u otra forma dedicaba todos mis pen-
samientos a lo que pudiera ocurrir en el taller. Era, a
fin de cuentas, lo más sensato que hacía en mucho
tiempo, también lo más absurdo y lo más capricho-
so y algo que me hacía inexplicablemente feliz.

***

Había preparado el temario del curso desde un


ensayo que escribí algunos meses antes, en el que
me preguntaba por qué comencé a escribir auto-
biografía y me mantuve escribiéndola de forma re-
iterada, casi compulsiva, a lo largo de diez años. En
ese texto había llegado a la conclusión de que era
culpa de mis padres, o no tanto de mis padres como
de su tendencia a hablar de sí mismos a la menor
provocación, o no sólo de su tendencia a hablar de
sí mismos, sino de la manera articulada en que po-
dían hacerlo ordenando sus vidas alrededor de su
enfermedad alcohólica. En Alcohólicos Anónimos,

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el lugar donde se conocieron, ellos habían aprendi-
do a compartir sus historias de manera honesta, his-
triónica y persuasiva, lo que resultaba indispensable
para alcanzar la sobriedad según el Programa de los
Doce Pasos. Entonces concluí que mis tendencias
autobiográficas se debían a ese aprendizaje, pero,
lo más importante, era que, si bien yo había podi-
do adquirir esas tendencias en otro lado, al asumir
que había sido por Alcohólicos Anónimos y a través
de mis padres había terminado construyendo una
premisa autobiográfica. No importaba que fuera
una premisa verdadera —¿de qué manera podría
comprobar algo así?— siempre y cuando resultara
honesta, a su manera histriónica y, desde luego, per-
suasiva. Con ese ejemplo personal trataría de orien-
tar a los alumnos en la búsqueda de sus respectivas
premisas autobiográficas.
En una sesión decidí compartir una entrevista
que le había hecho a mi madre algunos años atrás; en-
tonces, cuando la transcribí, noté que ella era induda-
blemente hábil para hablar de su pasado, para narrar
los eventos transmitiendo un mensaje entre líneas.
En el fragmento que elegí, mi madre cuenta las dudas
que tuvo antes de comenzar una relación con mi pa-

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dre. Es un texto que me gusta porque aloja todas las
veces en las que estuve cerca de no existir; me pareció
pertinente leerlo en voz alta porque era una forma de
ejemplificar mi teoría exponiéndome de paso. Tengo
la sensación de que en un taller de autobiografía to-
dos deben quedar expuestos de algún modo.

***

He olvidado, de manera muy conveniente, quién pro-


puso la discusión al final. Con fines narrativos podría
decir que fui yo, pero mentiría. Recuerdo en cambio
que antes de que comenzara la sesión me encontré
con una compañera afuera del edificio. Habíamos
llegado temprano y caminamos al café de la equina
mientras esperábamos al resto. Ella no tenía muchas
ganas de hablar conmigo o, debo decirlo —de mane-
ra menos egocéntrica— que ella sencillamente no
tenía muchas ganas de hablar, y que parecía diluir su
mirada a través de mí y que sonreía a cuenta gotas
para evitar que estuviéramos incómodos. “Ha sido
una semana horrible para mí”, dijo, y yo asentí.
Regresamos al estudio y nos encontramos con
las demás que permanecían más o menos silenciosas,

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ocupamos nuestros lugares y comenzó la discusión,
digamos, de manera orgánica, podría decirse que co-
ral. Estábamos apunto de compartir textos personales
y debíamos encontrar la forma de tenernos confianza
a pesar de que las sesiones hubieran comenzado la
semana anterior. Si nuestro taller iba a tener alguna
regla, además de tratarnos con respeto, era la discre-
ción. Cuando un texto es publicado ya no podemos
hacer nada con las opiniones de las demás personas,
pero, mientras que permanezcan inéditos, no es así.
Valía la pena abstenernos de hablar sobre lo que se
leyera en La compulsión autobiográfica, teniendo en
cuenta que los relatos, ensayos y novelas tenían una
carga personal y emotiva insoslayable. Así de fácil, así
de contundente. Sería nuestra sutil contribución a la
defensa del anonimato.

***

Todas ellas, no puedo decir quiénes, escribían na-


rraciones cautivadoras, precisas y tristes, y luego yo
regresaba a mi casa por las noches contagiado por el
ritmo de sus textos, un ritmo que marcaba el paso
del pensamiento sobre mi propia escritura hasta la

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semana siguiente, cuando otros ritmos me conta-
giaban sustituyendo a los anteriores.
Una de ellas escribía sobre su vida nómada en
la niñez: “El primer temblor lo sentí en el cerro. Esa
casa estaba rodeada de maleza y siempre se aso-
maban caballos salvajes. También había vacas, hor-
migas y un neumático colgado de un árbol. Mamá
fumaba escondida en el baño”.
Una de ellas escribía sobre una amistad de la
adolescencia: “Me encantaba mi bronceado y la co-
lección de anillos que cubrían mis dedos, pero odia-
ba todo lo demás de mí”.
Una de ellas escribía sobre la relación de una
madre y su hija: “Durante muchas noches esperé a
que mi hermana se quedara dormida primero, para
vigilar que su cuerpo estuviera quieto. Alguna vez,
por si acaso ella temblaba, amarré a su tobillo un
cordón con un cascabel que saqué de los adornos
navideños, pero mi madre me ordenó que se lo
quitara”.
Una de ellas escribía sobre su mejor amigo que
había fallecido: “Una respuesta común del cerebro
ante la muerte es la imperiosa necesidad de volver
el tiempo, la repetición frenética de un ejercicio que

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consiste en recorrer cada segundo previo a la trage-
dia para modificar algo y restablecer el orden ‘natu-
ral’ de las cosas”.

***

Llegaban puntuales y hacíamos algunas bromas an-


tes de que comenzara la sesión. Tenían distintos
estilos para comentarse entre sí; una era contun-
dente, pero tenía un sentido del humor profundo
e impredecible que matizaba su contundencia, que
convertía sus críticas —que dejábamos siempre
para el final— en comentarios agradables y hospi-
talarios. Cuando terminábamos se iban a cenar o a
tomar cervezas, pero yo, por motivos azarosos, no
podía acompañarlas, y me preguntaban si en reali-
dad quería establecer alguna especie de distancia
como coordinador del taller; les contestaba, desde
luego, que no. Algunas estaban más dispuestas a di-
sentir con mis teorías que otras, pero de todas ma-
neras terminaba enterándome de su disentimiento,
como aquella vez que una le dijo a otra: “Ya sé que
no estás de acuerdo con lo que dice César, pero…”.
En aquella charla se referían, nada más y nada menos,

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que a la base de mi teoría autobiográfica, por lo que
interpreto que la compañera no había refutado mis
argumentos, en realidad, como un acto de compa-
ñerismo.

***

Abril había tenido que dejar su antiguo estudio y


durante la mudanza, una compañera ofreció su de-
partamento como una sede provisional. Se acercaba
el final del curso, habrá sido a inicios de mayo, y yo
quería que habláramos sobre los límites de la auto-
biografía asumiendo que los hay. Nos sentamos en
la mesa del comedor mientras que unos gatos pasea-
ban debajo de nuestros pies. Comenzó a llover —eso
lo recuerdo con singular nitidez— y me abstraje de la
discusión pensando en algo tan egocéntrico que hoy
me avergüenza, pero que debo relatar debido a lo que
ocurrió. Estaba, pues, abstraído en la lluvia y en mis
pensamientos que giraban en torno a lo inoportuna
e irrelevante que puede resultar mi autobiografía en
estos días, partiendo del hecho de que soy un hom-
bre blanco de clase media. Los textos de mis compa-
ñeras reconfiguraban el mundo; yo podía admirarlos

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en silencio, como lector, en una de esas como editor,
a lo sumo. Una de ellas me descubrió distraído, me
preguntó qué pensaba y se lo dije: “¿De alguna for-
ma podía reconfigurar mi escritura autorreferencial
desde el privilegio de hombre blanco?”. Ella me miró
con detenimiento y dijo, con suma seriedad, algo que
nunca olvidaré: “Creo que tú no eres tan blanco”, y lo
dijo, comprendí, para incluirme solidariamente en el
debate, a través de una precisión pictórica que resul-
taba tan entrañable como generosa.

***

Una de ellas escribía sobre la enfermedad de su


pareja: “Tal vez fue esa noche que Ache no podía
hablar de la angustia y se le atragantaron todos los
días que extrañaba, cuando todo parecía más senci-
llo en la vida. Dijo que tenía miedo a que lo nuestro
se rompiera por algo que ya había visto muchas ve-
ces: una cama de hospital y la muerte”.
Uno de ellos escribía sobre los años que vivió
en Inglaterra: “Por algunos minutos de esa noche,
el lenguaje dejó de ser para mí esa fallida búsqueda
de significados, esa suma correcta y concatenada de

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palabras, quizá porque comencé a sentir una carga
de otros sentidos y otras formas que no se nom-
bran, y que escapan al mejor traductor de experien-
cias que es uno mismo”.
Una de ellas escribía una novela elíptica sobre el
cabello y la infancia: “Esa noche tomé la maquinita y
me paré frente al espejo. No había nadie detrás de mí.
Tracé una tira de silencio de la frente a mi nuca. Cuan-
do me di cuenta de que ya no había marcha atrás, me
saltaron las lágrimas, pero me empecé a carcajear”.
Una de ellas escribía pequeños relatos genealó-
gicos: “Mi familia sigue debajo del quiosco tomando
limonada y leyendo con sus lentes de sol y mi her-
mano, acurrucado, hace huevitos de arena. Les hago
señas a lo lejos para que se den cuenta de que volví
y me siento cerca del mar. Pienso que tal vez, en este
lugar, las oportunidades se pierden como las olas”.

***

En aquella conversación con mis dos amigos sobre el


capitalismo y los tiempos de traslado en la Ciudad de
México, que yo había forzado hacia La compulsión
autobiográfica, de alguna forma logré convencer al

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amigo escéptico de que tal vez no era posible la en-
señanza de la escritura autorreferencial; era posible,
en cambio, ordenar la discusión para que derivara
en algunas premisas, en algunos debates, en algunas
diferencias que terminarían mejorando los procesos
creativos de quienes asistíamos al curso. Les conté
que el taller me había servido para cuestionar mi
proyecto literario de hombre privilegiado, y les con-
té cómo una de ellas, luego de escucharme, había
entrecerrado los ojos para decir que yo, al final del
día, no era tan blanco. El otro amigo, que había per-
manecido en silencio hasta entonces, dijo: “Lo que
ella quiso decir es que tú no eres tan hombre”, y lue-
go una carcajada sonora para acompañar la risa del
amigo escéptico, y yo también me reí, porque de esa
forma se encajan las bromas en este lado del mun-
do. Pienso con frecuencia en la ineludible asimetría
que existe entre los dos comentarios. En que ese
desequilibrio resulta, a su manera, perfecto.

***

Después de la última sesión, fueron seis en total, pro-


metimos que íbamos a reunirnos pasados algunos

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meses para que tuvieran tiempo de trabajar con sus
proyectos, la mayoría de largo aliento. Era octubre,
el estudio de Abril se había mudado al Centro y re-
sultó difícil encontrar un horario conveniente para
todo el grupo; dos compañeras nos dijeron que ellas
no podrían regresar a la segunda temporada de La
compulsión autobiográfica; las demás hicieron
grandes esfuerzos para coincidir en algunas sesio-
nes, pero no pudimos terminar con el calendario
que nos habíamos propuesto. Concluimos que era
culpa del aluvión capitalista, ya tendríamos tiem-
po de coincidir más adelante. Cuando recuerdo el
curso, ha pasado un año desde la primera sesión,
pienso que algunos espacios permanecen habita-
bles aunque sólo existan en la memoria.

***

Escribo este ensayo mientras repaso las notas que


tomaba luego de leer el trabajo de mis compañe-
ras. Pienso en lo que se dice sobre los maestros,
asumiendo que yo fungía como tal: que aprenden
más de sus alumnos —en este caso alumnas— de
lo que estos aprenden de él. Me gusta de manera

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particular esta nota que escribí luego de una lectu-
ra que resultó inspiradora. “La autobiografía es una
reivindicación, no del autor, sino del punto de vista.
Es decir que para la historia es importante quién
la cuenta, en contrasentido de la literatura oral, en
donde quién contaba las historias era irrelevante.
No es una reivindicación moral del autor ni mu-
cho menos, sino que, para fines de la metáfora, del
significado último de la obra, es importante que se
estipule quién cuenta la historia y desde dónde”. Si
asumimos que es una buena premisa sobre la escri-
tura autobiográfica, es necesario atribuirla a la con-
ciencia colectiva del taller.

***

Algunos meses después de que concluyera el curso


me encontré con el novio de una de las escritoras y
me contó que ella no le había dicho nada sobre el
trabajo de las demás, “ni una palabra”, fue la expre-
sión que utilizó, porque ella se había tomado a pie
juntillas lo que nos habíamos prometido como regla
ineludible del taller. Era un grupo de autobiógrafas,
pero anónimas al mismo tiempo. Quedé estupefacto

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ante la resonancia que aquella paradoja tenía en mi
propia vida.

***

Tal vez podríamos reunirnos de nuevo aunque fue-


ra en un fanzine. Tal vez la premisa que homologara
ese fanzine podría ser nuestra inexcusable compul-
sión autobiográfica.

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Espejo
María José Ramírez

Tendría ocho o nueve años cuando descubrí el efec-


to de una sencilla práctica que consistía en pararme
frente al espejo y observarlo fijamente hasta desco-
nocerme. El resultado era preciso, lo cual me provo-
caba una mezcla de morbo y asombro. Más adelante,
en la pubertad, mi amiga Daniela me aconsejó que
apagara la luz y encendiera una vela roja cerca del es-
pejo. Si quieres que se te aparezca el Diablo, tiene
que ser roja.
Encontré un cirio en el viejo trastero de mis pa-
pás, un mueble pequeño de madera repleto de los
viniles que mi papá no había alcanzado a llevarse
en el divorcio o no se había querido llevar. Se llevó a
Bach, dejó a Donna Summer.
La vela estaba cubierta de polvo y tenía el pabi-
lo muy corto, pero era roja. Aproveché uno de esos
escasos momentos en los que no había nadie en la
casa para pararme frente al tocador de mi mamá

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con las luces apagadas. Coloqué la vela en la posi-
ción descrita por Daniela y tomé asiento a una cor-
ta distancia. Al principio no pasó nada, pero luego
pasó lo de siempre. A fuerza de mirarme fijamente
conseguía la percepción de no ser yo, sino alguien
viendo a alguien. Una sombra frente a una adoles-
cente de doce años. Qué morbo borrar por unos mi-
nutos la conciencia de ser yo. Qué curioso el engaño
momentáneo de la parte del cerebro que convierte
al espejo en una corroboración, y casi nunca en un
descubrimiento. La luz de la veladora me derretía
monstruosamente las facciones.
Yo no pensaba nada de esto como lo hago aho-
ra, a los 36 años. A los 8 o a los 12 sólo sentía el
deseo de jugar a desconocerme y, aunque ni Da-
niela ni yo teníamos una idea muy clara de quién
era el Diablo, pues en nuestra escuela de monjas
rara vez se hacía mención de este personaje, nos
gustaban las historias de aparecidos, de fantasmas
que se develan accidentalmente en cuerpo ajeno,
en una foto o en una película, Ghost, Tres hombres
y un bebé. El Diablo debía ser algo así, una presen-
cia invisible que podía ser invocada mediante una
veladora roja.

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La cara se vuelve una cosa absurda, rara. Tan
arbitraria. Podríamos tener tres ojos y dos bocas.
Podríamos tener la cara llena de pelo y llamarnos
tigre, y nombrar de otro modo el mundo.
Había algo satánico en descubrir la delgada línea
entre ser una u otra persona, con otro nombre, otra
familia, otra dirección postal. ¿Así se sentirán todos?
En un libro de texto de inglés leí la historia de
una mujer que había recordado su vida anterior. En
su vida presente, la mujer descubría pistas, sueños
recurrentes, lugares, sensaciones que intuitivamente
le señalaban una existencia pasada. Mi mamá decía
que Jesús, después de resucitar, no había ascendi-
do, sino que se había ido a vivir con María Magda-
lena. Jesús no había resucitado para subir al Cielo,
sino para tener otra vida, para ser otro, uno distin-
to al hijo de Dios que, supongo, se aburriría sólo de
imaginarse eternamente sentado a la derecha de su
padre. Mejor esa otra vida, del otro lado del espejo.
Después de todo, Jesús había resucitado para ser él
mismo. Como reencarnar en tu verdadero ser y no
en lo que Dios escribió para ti. ¿Habría olvidado
Jesús su vida pasada, se habría olvidado del fervor
con el que iba por ahí predicando la palabra de su

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padre? Después de estar muerto tres días, ¿recor-
daría únicamente a María Magdalena y el amor que
sentía por ella? ¿Recordaría también a José y a Ma-
ría? Mi mamá no me dijo todo eso, sólo dijo que Je-
sús había tenido hijos con María Magdalena y había
vivido una vida común, como el resto. No vayan a
decir esto en la escuela, agregaba.
La idea de reencarnar me parecía menos atrac-
tiva que la de resucitar. Aunque yo no lograra asir
lo suficiente al personaje del otro lado del espejo,
su vida sí me pertenecía. Mis hermanos, mi mamá,
todos los perros que habían vivido y muerto en el
jardín, la casa en la que crecí, con los tapices de los
setenta medio desprendidos y la fachada cayéndose
a pedazos. Todo eso era mío y vivía protegido por
una estructura física.
Empecé a escribir en esa casa. Algo tuvo que ver
mi papá. Él, que se fue cuando yo tenía 4 años, volvía
siempre en forma de palabra, de cuento, de canción.
Se iba, pero volvía para arrullarme y sacarme de la
casa a ver las estrellas. Se iba, y volvía para leerme el
cuento del hada Bolita, que no podía volar de tanto
chocolate que había comido. Se iba y regresaba para
cantarme una canción que yo siempre imaginé que

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era sólo para mí porque terminaba diciendo: “la di-
cha de ser un menor”, y yo siempre la transformaba
en: “la dicha de ser el menor”. Tú eres Bolita, decía él.
Tú eres Hormiguita, decía cuando me veía reorde-
nando afanosamente los cajones que mi mamá me
daba permiso de vaciar para volver a llenar de nuevo.
Me gustaba que mi papá me nombrara como nadie
más lo hacía, con un lenguaje sacado de los cuentos.
Con ello posibilitó en mí, sin saberlo, otra identidad,
una emparentada con los personajes de los libros,
más allá del drama familiar.
Junto con Donna Summer, mi papá dejó en la
casa donde crecí casi toda su biblioteca. Los libros
eran un tema de conflicto entre mis papás, un sím-
bolo de su situación permanentemente irresuelta.
Esos libros eran la presencia de él en donde ya no
estaba. Un fantasma amigable que definió mi amor
por las letras y la afición de mi hermano Francisco a
la lectura. Hay un camino directo al corazón de mi
papá en donde podemos movernos libremente mi
hermano y yo. Ese camino es una biblioteca.
Yo recorría los títulos de los libros constante-
mente. Los de química eran de mi mamá, los de me-
talurgia, de mi papá. Sus libros universitarios.

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Luego estaba la época roja de mi padre: ciencia fic-
ción rusa, Marx, Nietzsche, los clásicos y hasta Mao. La
historia de la masonería, la historia de México,
la historia de la masonería en México. Clásicos de la
literatura europea. Clásicos americanos. Lecturas
mexicanas. Ahí estaba mi papá, que de vez en cuan-
do preguntaba con cierta indignación: “Ahí está
mi libro tal, ¿verdad?”. O: “Yo dejé ahí la colección
fulanita, ahí debe de estar”. Algunos libros se per-
dieron. Otros los tengo yo y otros, mi hermano. Mi
papá nunca se llevó su biblioteca, aunque mi mamá
le pidió que lo hiciera en numerosas ocasiones. En
esa casa en la que empecé a escribir, todavía hay li-
bros con su nombre, porque así marcaba él los que
compraba. A veces, junto a su nombre, también está
el año en el que adquirió el libro, casi siempre 1965,
1970, 1971, nunca 1980. Como si después de algún
tiempo hubiera decidido dejar de marcar los libros
como suyos, del estudiante que fue, como si hubie-
ra adivinado que en un futuro habría de dejar algo
atrás para nosotros, un regalo no dicho.
Empecé a escribir en la secundaria porque en-
contré en un librero La noche de Tlatelolco. Francis-
co Ramírez Márquez, 1971. En ese momento, no tenía

28
claro por qué me obsesionaban las fechas, saber en
dónde habían estado mis papás el 2 de octubre de
1968. Yo quería, inconscientemente, insertarlos en
un relato, saber si ellos habían formado parte de ese
universo narrado en el libro, quería distinguir su
rastro, verlos como actores de una historia en la que
eran ellos, Gloria y Francisco, y no mis papás, dos
personajes borrosos que siendo jóvenes vivieron
de cerca el movimiento estudiantil. Los interrogué,
pero no escribí lo que me contaron, sino unos
poemas de “corte social” inspirados en el horror que
me causó el hecho histórico.
Si la literatura es lo que pasa del otro lado del
espejo, en el desconocimiento de los reflejos y el
subsecuente asombro, yo sólo podía ver el lado opa-
co o, a lo mucho, la superficie lisa en donde 1+1 es
siempre 2.
Después escribí diarios, que funcionaban
como receptáculos de deseos, de tristezas adoles-
centes. En uno de ellos me dirigía a Ana Frank, por-
que había leído el suyo y quería devolverle el favor.
Luego escribí cuentos (fallidos) de amor y me sentía
muy soberbia y satisfecha cuando la maestra de Es-
pañol celebraba mis trabajos. Ya más grande, en la

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universidad, escribí poemas existenciales y poemas
de amor, también fallidos.
Mi identidad estuvo sujeta a la casa en la que
crecí y que se transformó con el paso del tiempo, cu-
yos pisos mi mamá pulió con sus propias manos,
cuyas paredes también pintó ella sola. Mi mamá
transformó nuestra casa, que dejó de ser vieja y
perdió en el camino todos los tapices y muebles
con los que la habían decorado en 1974. La casa
cambió y todos los que habitábamos en ella tam-
bién. Luego me fui.
Retomé la escritura en una oficina de Polanco
en la que me moría de aburrimiento. Mi jefa era
una persona nefasta y me vengaba de su maldad
escribiendo cuentos en donde ella era una princesa
caprichosa y fea. Entonces se abrió de nuevo una es-
pecie de portal hacia el otro lado.
Si pensamos en la transformación de la escritu-
ra como un animal que nos acompaña a lo largo de
nuestra vida de escritores, diría que el animal que se
solazaba con las alabanzas de la maestra de Español
en los noventa, había mudado ya de pelo y se le ha-
bían afilado los colmillos en 2008. Ya no se trataba
de reconocimiento, sino de algo más, de una llama

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innata que podía o no aumentar su intensidad y ta-
maño, una posibilidad que dependía de su propia
inteligencia. Vi pasar por el espejo las rayas de un
tigre y ese descubrimiento me llevó a retomar mi
obsesión por los hechos históricos. Esta vez, tampo-
co voltee la mirada sobre mí misma, no era yo el ob-
jeto, sino el sujeto, el vampiro sin reflejo. Era voyeur
del pasado, coleccionista de datos, de fotos, de ligas
de internet que me llevaban a conocer la historia de
un asesino serial que fue sentenciado a la pena de
muerte el mismo año de mi nacimiento, o la historia
de un hombre que se coló en el Palacio de Buckin-
gham y se sentó por unos minutos en la cama de la
reina para charlar, también en 1982. Era como ver el
filo del espejo e intermitentemente sospechar de lo
que se encontraba del lado reflejante, pero sin dar
el paso definitivo. Yo quería saber qué hacía el resto
de la humanidad en 1982. Eso me llevó a pensar en
la Historia como en una colección de historias con-
tadas desde distintos ángulos. Si eso era así, enton-
ces yo podía hacer con ella cualquier cosa, dentro
de un margen arbitrario dado por las etiquetas de
las fechas. Inconscientemente, en uno de los relatos
que escribí en esa época, hice aparecer un tigre en

31
las páginas centrales de una National Geographic
cuya mirada era esquivada por un narrador cobarde
que cerraba de golpe la revista entre sus manos.
No fue sino hasta que nació mi hija que recuperé
el espejo en el que nos mostrábamos el Diablo y yo. La
ficción y yo. La del otro lado. En 2013 me revolcó una ola
grande. Con ella se fue mi amigo José (que murió el 4
de marzo en el mar) y con ella llegamos al mundo Lucía
y yo. Todo lo que yo era dejó de algún modo de existir.
Hay en la maternidad una muerte. La muerte
de la niña para que nazca la adulta que habrá de cui-
dar al bebé. (Los niños son padres de hijos perdidos
que buscarán permanentemente las raíces despren-
didas del suelo, el límite que los contiene.) Yo de-
cidí ser un adulto, intentarlo al menos, aunque no
tuviera idea del dolor que ello implicaría, ni las re-
sistencias que enfrentaría conmigo y con los demás.
El nacimiento de Lucía me hizo nacer a la par
como María José mamá. Y también me devolvió el
espejo en el que me vi y me desconocí a los 8 o 9
años, a más de veinte del hallazgo. Porque un hijo
es un eco de uno mismo. Un hijo es mímica e in-
vento a título personal. Tener un hijo es también
una oportunidad para abrazar a la niña que fuimos,

32
o para maltratarla más, porque los hijos heredan
también lo que había de tierno en nosotros y que
creíamos perdido, la verdadera vulnerabilidad, y nos
ponen la corona de autoridad que nuestros inexper-
tos padres llevaban puesta cuando nos hablaron,
cuando se fueron, cuando gritaron, cuando nos pe-
garon, cuando volvieron con palabras o con cuen-
tos, o cuando reconstruyeron un hogar para que pu-
diéramos decir: esta es mi casa. Nunca he sido más
compasiva conmigo misma que como lo soy a través
de los ojos de Lucía. Nunca vi más nítidamente a
mis padres, con un nombre propio, con sus dolores
e historias propias. De algún modo, junto con mi
hija, también mis papás nacieron como personas.
En 2013 dejé de existir casi por completo. Entre
el duelo por mi amigo José y el desvelo permanente,
poco me interesaba ya mi colección de 1982. Quería
ser un animal y lo fui. El cuerpo me pedía morirme
como persona, como entidad independiente due-
ña de un yo. La lactancia me hacía una con Lucía y
me entregaba como recompensa un amor constan-
te que iniciaba en oxitocina y terminaba con la in-
descriptible satisfacción de verla dormir, por fin. Al
atravesar la puerta de su cuarto, todas las noches,

33
durante el lapso de un año, lloré desconsolada por
la muerte, por la falta de rumbo. Como si mi nuevo
cuerpo me concediera un poco de vida propia des-
pués (y sólo después) de checar el tarjetón de mis
funciones como madre. La maternidad también es
solitaria y cruel. Lucía era el faro, el bote salvavidas
y, al mismo tiempo, la vida que se sobreponía a la
mía, hundiéndola en soledad.
En algún lado leí que durante los primeros años
de la maternidad el tiempo se vuelve insoportable-
mente eterno (intenten pasar 24 horas, 7 días de la
semana, con un bebé de dos años que tira un núme-
ro infinito de veces el mismo juguete en la misma
dirección sin propósito evidente alguno) y, a la vez,
increíblemente fugaz. Si me preguntan qué estuve
haciendo los últimos seis años, les diré el número
de veces que Lucía cambió de talla, toda la destreza
que ha adquirido, como es que un día dejé la escla-
vitud de los pañales para iniciar la esclavitud de la
persecución de una niña-duende que parece encon-
trarse (como todos los humanoides de su edad) en
un estado alterado de la conciencia a causa de algu-
na sustancia, a cuyo consumo sólo ella tiene acceso,
mientras yo me derrito de impaciencia y me pregunto

34
cómo es que mis padres decidieron tener cuatro
hijos, cómo es que cualquiera decide tener un hijo,
cómo es que la humanidad tiene el estúpido arrojo
de reproducirse. De 2013 para acá, me destruí por
completo, primero por la maternidad y, luego, por la
necesidad personal e inconsciente de tocar fondo, un
fondo. Tuve que cruzar yo sola un túnel y sólo en ab-
soluta oscuridad pude volver a ver las rayas del tigre.
Cuando el año pasado comencé a ir a psicotera-
pia, mi terapeuta me pedía que le pusiera un nombre
a las sesiones cuando terminaban. Algunos nombres
eran: Camión de basura, Pastel, Umbral, Distancia.
Pero un día apareció Espejo y se repitió una, dos, tres,
cuatro veces. Ya podía volver a ver a María José, al Dia-
blo, al Monstruo. Escribir se convirtió desde entonces
en una mirada frontal de cara al espejo. Ya podía ver-
me y ver a otra a voluntad. La ficción, la literatura, la
magia autobiográfica sólo es posible para mí en ese
desconocimiento. Yo tardé varios años en desconocer-
me como personaje, para verme a la distancia y acep-
tar con docilidad la inventiva inherente tanto al acto
de recordar como al de decir “yo”. Volví a 1982 para
inventar libremente a una persona [arbitraria] frente a
un espejo, [arbitrariamente] llamada María José.

35
Nuestra casa no era
muy grande
Iván Eliab

La casa donde crecí no tenía muchos libros, tenía al-


gunos, la mayoría eran de texto. Mis hermanos ma-
yores los habían usado años antes. Al hojearlos po-
dían verse ejercicios inconclusos y juegos de gato.
Además, teníamos otros libros, bastante más viejos,
forrados con plástico cristal para evitar que sus ho-
jas se desprendieran. Eran de mi papá, quien los
había comprado durante su época como estudiante
en una secundaria nocturna para trabajadores. Mi
papá trabajaba y estudiaba mientras que mi mamá,
en casa, trabajaba. Eran otros tiempos. Yo todavía
no nacía, por lo que no fui testigo de cómo llegaron
todos esos libros. Supongo que lo hicieron de forma
paulatina, con ese ritmo caprichoso con el que se
construyen las pequeñas bibliotecas. Recuerdo las
portadas y los colores.

37
Había un libro azul de historia universal que
años después yo utilizaría para hacer mis acordeo-
nes. Estaban los Sepan cuántos de Porrúa, en varios
tomos, rojos, verdes, y amarillos. Además, un par de
libros negros con un nombre inolvidable: El galano
arte de leer, volumen I y volumen II. Con ellos mi
padre y yo tratábamos de hacer aquella actividad
obligatoria que me pedían en la escuela. Consistía
en leer 15 minutos diarios en voz alta, debidamente
certificados con la firma de nuestros tutores. No ten-
go claro por qué mi mamá delegaba esa tarea, pese
a que ella solía hacerlas conmigo. En cualquier caso,
mi padre era quien se acercaba al librero pequeño y
se ponía a examinar el material con cautela. Aunque
siempre sacaba alguno de los dos volúmenes de El
galano arte de leer, solía decir orgulloso: “Este título
nos servirá”. Así, el primer día de mes, el segundo y a
veces hasta el tercero cumplíamos con el cometido.
Yo leía durante 15 minutos fragmentos incompren-
sibles de no recuerdo qué. Después algo pasaba y
dejábamos de hacer la tarea. El problema no era gra-
ve, así lo pensaba yo, hasta que llegaba fin de mes y
tenía que entregar la hoja con las firmas de cada uno
de los días. Como a mi mamá tampoco le gustaba

38
firmar documentos de la escuela, me tocaba esperar
a que mi papá regresara del trabajo para pedirle que
mintiéramos juntos, que me firmara la hoja como
si hubiera leído todos los días del mes, incluyendo
sábados y domingos. Luego de escuchar mi petición
se mostraba molesto pero condescendiente. Decía:
“Leer es importante, deberías ser más disciplinado”,
y comenzaba a firmar mientras yo aguardaba con
paciencia, mirando cómo se iban acumulando sus
firmas en esa hoja que la maestra nos había dado,
haciendo con cada una un juego de escalerita. Que-
ría decírselo: “Te estás yendo chueco”, pero tampoco
quería interrumpirlo, porque, en el fondo, disfrutaba
de la engañosa calma con que lo hacía.
La biblioteca de la casa se hizo más grande al-
gunos años después. Fue gracias a que mi mamá
compró varias enciclopedias. Por ese entonces, al
igual que mi papá, mi mamá trabaja fuera de casa.
Regresaba diario alrededor de las cinco de la tarde.
En ocasiones, yo solía esperarla desde la ventana
que daba a la calle cuando el cielo adquiría un color
blanquecino turbio. Tuvo que haber sido una de esas
tardes cuando un señor que vendía libros tocó en la
puerta y preguntó por mi mamá. Eran otros tiempos:

39
los encuentros no debían programarse siempre y
había mayor espacio para las sorpresas. El señor se
presentó diciendo que un tío, primo de mi papá,
había recomendado a mi madre como una posible
compradora de las nuevas enciclopedias. Que yo re-
cuerde, por esa época en mi casa no había muchas
visitas, así que la de aquel vendedor me entretuvo
bastante. Escuché, junto a mi mamá, la descripción
pormenorizada de sus novedades. Insistía en que
su enciclopedia era casi tan buena como la Británi-
ca, pero resultaba incluso mejor si se consideraba la
diferencia de precio. Lo que más me emocionó fue
escuchar la promoción del día: obtendríamos una
segunda enciclopedia científica, más pequeña, ade-
más de dos diccionarios y un libro de efemérides de
la historia de México si hacíamos la compra justo
ese día. La verdad es que no sé cómo cerró el vende-
dor aquella negociación, sólo que, al despedirnos de
él, sentí una emoción secreta y compartida con mi
mamá por no haber desatendido aquella grandiosa
oferta. Comencé a leer con una de las dos enciclo-
pedias que ella compró esa tarde. Antes ya lo hacía,
es cierto, pero a partir de entonces leer significó algo
distinto. Era una búsqueda intencional.

40
Ahí averigüé lo mismo las palabras con las que
se describían los volcanes como las que explicaban
esos diagramas que diseccionaban la tierra en gajos,
como si fuera una naranja.
Tiempo más tarde llegaron otros libros. Hoy se
diría que son libros necesarios. Recuerdo Pedro Pá-
ramo, La metamorfosis, Lecturas de Historia Mexi-
cana, El lobo estepario, algunos ensayos de Carlos
Monsiváis y otro que narraba los viajes de Humbol-
dt a través de México. El proveedor de estos libros
era mi hermano o, para ser más precisos, el mejor
amigo de mi hermano, a quien conocíamos por su
apodo, el Lobo. Recuerdo esos libros sobre la mesa
de la sala como objetos de un museo. Mi hermano,
entonces adolescente, era celoso de sus objetos y
aun más cuando se trataban de los objetos que el
Lobo le había prestado. Si me veía husmear en al-
guno de esos libros, me retaba con una pregunta
directa: “¿Quién te lo prestó?”. Entre su mundo y el
mío había una barrera invisible. Yo tocaba sus obje-
tos como tratando de entenderlo. Lo mismo podían
ser libros que discos. Lo hacía mientras no estaba en
casa, por supuesto, y una ventaja a mi favor era que
por las tardes siempre salía. Cuando terminábamos

41
de comer una piedrita golpeaba la ventana una, dos
o hasta tres veces. No hacía falta que nos asomára-
mos. Sabíamos siempre que era alguno de sus ami-
gos. Mi hermano jamás decía adiós, lo veíamos irse
emocionado. Yo tenían por entonces unos 10 años.
Intenté leer La metamorfosis una tarde, pero no
entendí nada. Recuerdo con mejor suerte haberme
entretenido con las descripciones de los viajes de
Humboldt.
Si cuento que aprendí a leer dos veces, es por-
que intento, busco, aprender a escribir de nuevo.
Leer no por obligación sino por mi propia cuenta
me llevó a escoger amigos, escuela y hasta elegir sin
demasiado dilema una carrera. No estudié Letras
porque la consideraba entonces como carrera poco
desafiante. Estaba equivocado, pero en esos días de
post-adolescente tenía una sobredosis de activismo
de banqueta. Después vinieron en cascada episo-
dios múltiples que se resumen cada uno con una
etiqueta: los seminarios, las teorías, lo ensayos, las
prácticas de campo, las tesis (con sus previos bo-
rradores), las ponencias, los congresos, hasta llegar
al punto que describe lo que hago ahora: escribir
artículos para revistas arbitradas (de entre ocho a

42
diez mil palabras). Durante ese largo, monótono y
persistente camino, comencé a acumular libros. Lo
mismo teóricos que poéticos, de ficción y de historia
del rock. Aquello que no tenía que leer por obliga-
ción, se volvió lectura de convicción. Aquello que
no tenía que escribir por mandato del trabajo se
convirtió en escritura libre de atascos.
¿Por qué escribo autobiografía? No lo tengo
claro. Creo que es atractiva para aprender a escribir
de nuevo. El género es algo más que un ejercicio te-
rapéutico. Es hacer ficción a partir de los recuerdos;
escribir con el material más cercano que tenemos
a la mano, como los castillos que se hacen con la
arena y el agua de playa. Aunque, también, el relato
autobiográfico es algo más que acomodar las expe-
riencias del pasado, es admitir que los vacíos de la
memoria pueden recrearse. La escritura autobiográ-
fica responde a la pulsión de reinventar el pasado.
En esa pulsión hay una búsqueda enigmática, subje-
tiva, que selecciona los fragmentos que indican que
algo es digno de ser contado. Sentir esa pulsión es
lo que me ha llevado a explorar el relato autobiográ-
fico. Es un lienzo mucho más amable que el de las
diez mil palabras aproximadas.

43
Una imagen vale más
que mil silencios
Alejandra Céspedes Cárdenas

Toda fotografía es una ficción


que se presenta como
verdadera.
—Joan Fontcuberta

Cuando se acababan los temas banales sobre los cua-


les conversar en las reuniones familiares de los sába-
dos, se instalaba un silencio incómodo en la mesa. El
simple carraspeo de mi abuelo cuando no sabía qué
más decir daba inicio a una competencia por quién
terminaba su plato de fríjoles primero. Mi abuela se
inventaba algo que traer de la cocina y mi tío empeza-
ba a recoger las bandejas vacías. Mi tía Adelaida a ve-
ces estaba ahí y a veces se quedaba encerrada: tema
del que no se hablaba, obviamente.

45
Una veintena de años. 365 entre 7 es igual a
52.14, por 20 es igual a 1042. Alrededor de treinta
y cuatro meses, sin sumar los días de vacaciones,
de tiempo compartido con ellos y no puedo decir
que conociera a mis familiares. Por eso cuando me
mudé a vivir con el abuelo a la casa donde pasaba
los sábados de mi infancia, le dediqué mi tiempo a
intentar conocerlos. En ese entonces el silencio in-
cómodo ya era un estado permanente, pero la casa
me hablaba; desde los portarretratos, los armarios
y los baúles, las historias mudas de las fotografías,
cartas y otras imágenes me gritaban.
Con esos fragmentos que fui encontrando in-
tenté reconstruir y entender el pasado de mi fami-
lia. Las fotografías y documentos se convirtieron en
pequeñas piedras que me permitieron pasar un lago
en penumbra e intenté, a través de ellas, darle for-
ma a una realidad que conocía solo a medias, pero
sobre todo busqué comprenderla.
Construí un relato, pero entre las imágenes
quedaron umbrales por donde se coló la interpreta-
ción, la imaginación y la ficción. Poco a poco lo que
quiso ser un relato autobiográfico se convirtió en
fantasía, en ficción. Mi ficción.

46
En las fotos de la familia de los años sesenta
siempre estaba mi tía Elisa: pequeña, acurrucada, casi
inexistente. Me pregunté si se había vuelto invisible
con el tiempo pues nadie hablaba de ella y por eso
había desaparecido de las fotos, pero todavía juga-
ba debajo de las mesas. Mis fotos favoritas de mi tía
Adelaida son de cuando está en el agua. En una cha-
potea sonriente en una piscina agarrada de un neu-
mático. La otra es una foto submarina que siempre
me ha sorprendido, pues en los setenta no era tan
fácil tomarlas, en ella está sumergida con un snorkel
y un traje de baño rojo en el océano, su cuerpo exten-
dido como en una danza. Pensé que de pronto era
como el personaje de Big Fish que en realidad es un
pez y se empieza a ahogar cuando está lejos del agua.
Pensé que se había vuelto infeliz por estar tan lejos
del mar y que un día dejó de encontrar soslayo en su
colección de corales, moluscos, peces y esponjas.
En tu armario bajo llave tenías una foto de ti
en vestido de baño al lado de una piscina. Estabas
rodeado de mujeres que parecían pin-ups, muy a
lo Hugh Hefner. Detrás había otra foto en la que
caminabas con una de ellas tomado de la mano por
la calle. Con razón nunca fuiste feliz con mi abuela.

47
—¿Hay alguien aquí con nosotros?
La planchita arrastra sus dedos al yes de la
ouija. Mi abuela y mi bisabuela se ríen entre ner-
viosas y divertidas.
—¿Quién eres?
G-E
Se miran a los ojos.
R
—¡Eres tú mamá! Me quieres asustar.
—No soy yo, te lo juro. Mi bisabuela quita los
dedos del visor y este se empieza mover más lento.
Llega a la M.
—Pon los dedos otra vez, mamá, por favor.
A-N
Las dos sueltan la planchita en forma de cora-
zón al tiempo y mi abuela se levanta de su silla y
dice con voz entrecortada:
—¿A alguien le gustaría jugar Rummikub?

Todos mis sueños ocurren en la casa de mis


abuelos. Parece que al demolerla cada espacio se re-
construyó dentro mí. El telón de fondo donde ocu-
rren las obras oníricas sobre mi futuro, mi presente
y mi pasado.

48
Mnémosine
Rosalba Mackenzie

To think only about oneself


is to think of death.
—Susan Sontag

Casi todo lo que sé de mi pasado lo sé gracias a lo


que he escrito, por las cartas que he recibido o por
lo que otros escribieron sobre mí. Mis papás, por
ejemplo, un tiempo coleccionaron las estrellitas que
me ponían en la guardería y por eso sé qué días comí
bien y del día que mi mamá pensó que yo era chida.

***

Creo que empecé a describir mis días en algún pun-


to de la secundaria, seguro que en hojas sueltas. A
mi amigovio de ese tiempo se le hizo costumbre
regalarme chocolates en cajas tamaño hoja carta
y, tras devorarlos, las cajas se rellenaban con hojas
plagadas de los bichos a los que se parece mi letra.

51
En esas hojas practiqué describir al detalle alguna
conversación o cualquier cosa que me pareciera re-
levante, siempre inmediatamente después de que
sucedía.
No sé si desde entonces desconfiaba de mi me-
moria o si el recelo vino a partir de la relectura de
esas hojas.

***

Me gustaba releer las líneas que escribía. Hurgar,


averiguar, confirmar. Me gustaban las epifanías, las
cosas que me sorprendía entendiendo de cualquier
circunstancia: de comentarios que los más grandes
de la familia habían hecho o de algún rumor que no
se me escapó. (Por otro lado, aún lamento mucho
no haber registrado lo que me contó mi abuela so-
bre su delirante mocedad en un pueblo de la costa
de Guerrero.)
Varias veces tuve arranques de pena ajena con
mi yo del pasado y trituré las hojas sueltas que de
esos días sobrevivían. Ya olvidé lo que contenían.
Me borré. Lo que me queda de esa época son olores
vagos, recuerdos de gestos, lejanas risas con amigos

52
a la puerta de mi casa o en las escaleras del edificio,
la sensación de que todo eso sucedió en otra vida.
En términos prácticos, es tan poco lo que recuerdo
de entonces que a esa versión de mí ya la podemos
dar por muerta.
Con todo, el daño ya estaba hecho: sabía que
si quería olvidar, no debía escribir. Y viceversa. So-
bre todo viceversa. Comencé a escribir en agendas y
luego en cuadernos de hojas recicladas. Se me hizo
costumbre cargar con papel y pluma a todos lados,
y ahora tengo libretas para viajes, para notas men-
tales, un bloc de sueños garabateados y gran parte
de mi vida —es decir, cosas leídas, esbozos, apuntes
tácticos1, revelaciones, etcéteras— está minuciosa-
mente ordenada y contenida en cuadernos digitales
a los que me gusta volver cuando me norteo.
Ani dice que uno siempre escribe para otro, y
que ese otro puede ser alguien que no existe o uno
mismo en el futuro. Pero que siempre es para otro.

1 Esta sección es tan variada que tendría que escribir otro ensayo
al respecto. Para los fines de éste, baste decir que en mi memoria
digital hay huellas de lo mucho que he aprendido de mi carrera y
de mis colegas, de mi breve paso por el psicólogo y, por supuesto, de
charlas con la gente que quiero.

53
Cuando vuelvo a mis libretas me parece que leo
a otra persona y esa sensación me gusta. No porque
piense que he progresado, sino porque la relectura
me suspende en el tiempo, me ayuda a distanciarme
de quien fui y a darle un nuevo sentido a ciertos
episodios. Puedo, por ejemplo, encontrar cartas que
mi mamá escribió sin saber que terminarían en mis
manos y mucho menos que se quedarían conmigo
todo este tiempo, y con cada nueva lectura nos en-
tiendo mejor, nos perdono, nos abrazo.
Allí está la prehistoria de las amistades que lle-
garon para quedarse y de las muchas que se fueron;
de los días que empezaba a conocer a Héctor, sin
saber que íbamos a terminar casándonos. Son los
vestigios de mi juventud recién descubierta, una ex-
plicación sobre cosas que de otra forma no sé cómo
entendería ahora, o si siquiera recordaría.

***

Mis sueños son lo que más gusta releer. Tuve una


época en la que estaba convencida de que yo misma
me revelaba cosas en ellos. De modo que si soñaba
que alguien me estaba mintiendo, de seguro era verdad:

54
lo escribía como podía, en la penumbra, y en la maña-
na pedía explicaciones. Y si soñaba que había estado
con alguien a quien tenía mucho tiempo sin ver, era
porque cósmicamente nos habíamos reunido. Escri-
birlo se traducía en repetir al infinito esa sensación,
en tener la posibilidad de recrear ese encuentro las
veces que quisiera y a la hora que quisiera.
Mi papá, que murió hace más de 20 años, vive
en muchas de esas transcripciones oníricas.

***

A veces tengo flashazos de la vida con mamá antes


de que nos rompiéramos. La otra vez, por ejemplo, de
súbito, recordé que un día en el mercado la conven-
cieron de comprar una pareja de pajaritos, con su jau-
la y su comida. El del pico naranja según era japonés
y demandaba cuidados especiales. No sé si ella se
animó porque la persuadieron de darse una opor-
tunidad de tener algo vivo —aparte de sus hijos— o
si nomás llegó un punto en el que ya no supo cómo
decir que no.
El recuerdo habría pasado desapercibido, de no
ser por la certeza de que mi mamá nunca ha sabido

55
tener mascotas. Cuando éramos niños intentó que
tuviéramos perro al menos cuatro veces, pero nun-
ca los aguantó más de un mes. Uno de mis reclamos
favoritos era que le regaló mi primera gata a una prima
con la que no me llevaba bien: con los perros al me-
nos no alcanzamos a encariñarnos, en cambio, mi
gata y yo éramos tan cercanas que ya teníamos un
ritual antes de dormir.
Quise saber cuánto tiempo duraron los pájaros
con nosotros, quién los alimentaba, qué tenía de es-
pecial el japonés, pero ella no se acuerda de ellos. Y
no hay fotos. Tampoco escribí al respecto. ¿Sí existie-
ron? Mi hermano dice que los recuerda muy vaga-
mente, sin detalles y, aunque la creencia generalizada
es que él tiene una excelente memoria, ¿cómo con-
fiar en el único de los tres que sostiene que mi mamá
un día nos sirvió un platillo quemado?
El inexplicable recuerdo de estos pájaros venía
acompañado de la reminiscencia de su muerte: prime-
ro falleció la canaria y luego, no sé si de tristeza, de frío,
o de qué, el japonés. Yo vi cómo mi mamá envolvió en
un periódico su cadáver ya frío, igualito que a mis hám-
steres, Gus y Loli, años después. ¿O tal vez sólo vi cómo
los envolvió a ellos? No lo sé, no escribí sobre eso.

56
Quiero escribir, pero me distraigo con lo que escri-
ben los demás.
He leído muchísimas veces que los que escri-
ben lo hacen porque no pueden evitarlo, porque lo
necesitan. Yo aún no sé inventar o recrear mundos
que no he habitado. Por eso a veces creo que escribir
es transcribir. Otras, que no hay nada sin decir, pero
que sí hay cosas que necesitan ser dichas muchas
veces, de diferente forma, en distintos idiomas. Y
me dan ganas de sumar mis palabras.
Por ahora, escribo para reconocerme, para vol-
ver a mí y a los que quiero, para no olvidar de dónde
vengo y, sobre todo, para entender.

***

Constantemente me pregunto a dónde se va todo


lo que no podemos recordar. Gabriela dice en su
película La danza del hipocampo que el presente
de las cosas idas es la memoria, que allí el recuerdo
no tiene cabida. O sea, que es como si la memoria
tuviera su propio plano de existencia, en la que lo vi-
vido nunca se va, donde no hay olvido, porque todo
está sucediendo todo el tiempo.

57
Yo, en cambio, pienso que los recuerdos suplen
los espacios de las ausencias; que llenan los huecos.

***

Recordar es un ejercicio consciente. Es tratar de ex-


traer de la memoria, de recrear. Etimológicamente,
es pasar de nuevo por el corazón porque, como tam-
bién dice Gabriela, con la memoria no basta.
Creo que es mejor vaciar los recuerdos en algún
lado, porque así no se desgastan tan rápido como
en la memoria. Al describirlos podemos despreo-
cuparnos por olvidar: se convierten en una especie
de verdad histórica, en un pasado irrefutable. Claro,
el problema con la escritura es que, una vez que se
han plasmado las palabras, el texto está vulnerable a
interpretaciones. Aun así, yo prefiero vaciarme para
poder olvidar con tranquilidad, casi deliberadamen-
te. Y para que, entre las inquietudes que no me de-
jan dormir algunas temporadas, no esté el perder
recuerdos que me importan.

58
Autoaprendizaje
Julie Morse

No me gusta hablar de mí misma. Prefiero hacer


muchas preguntas, como mi mamá y mis amigas
judías más cercanas. Tal vez es nuestra forma de
forzar conexiones con quien se encuentra en nues-
tro camino, o tal vez lo hacemos sólo para cumplir
con nuestro estereotipo. Estoy obsesionada con la
situación de mis finanzas también, así que tendría
sentido.
En México se me hace más difícil no hablar de
mí misma. Los desconocidos siempre quieren saber
cosas sobre la extranjera: ¿De dónde eres? ¿Vienes
de visita? ¿Te gusta la comida mexicana? ¿Por qué
decidiste vivir acá?
Solía odiar estas preguntas, pero ahora me doy
cuenta de lo importante que son para la recolección
de datos: construyen una imagen en su mente sobre
la perversa vecina del norte. ¿En realidad es perversa?
Estas preguntas soporíferas me hicieron darme
cuenta de que está bien hablar de una misma. No

61
encuentro motivos para avergonzarme de mi vida
que ha sido igualmente fascinante y aburrida.
Cuando cuentas o escribes una historia sobre
tu vida tienes que hacerlo bien. Nadie quiere es-
cuchar o leer un monólogo interior desordenando.
De hecho, creo que algunas personas sí gustan de
ese tipo de relatos, pero yo, al haber crecido en una
cultura que glorifica el valor del mercado, aprendí
que la literatura experimental suele tener un me-
nor público. Cuando comparto mis historias éstas
deben ser concretas, perfectamente meditadas,
unidas por una suave línea que las atraviesa de un
evento a otro.
Cuando tenía unos catorce o quince años, tomé
un taller de narración de historias en el summer
camp. El maestro me enseñó a contar perfectamen-
te la historia de la vez que un hombre defecó en-
frente de mí y de mis amigos en un restaurante de
Connecticut. Creo que todavía puedo recitarla con
todas las pausas y bromas.
Se requiere inlcuso más cuidado para contar
una historia en un idioma que aún tratas de hacer
tuyo. Es como dibujar un mapa de memoria: algu-
nos países quedarán demasiado pequeños, otros

62
exageradamente grandes y otros, simplemente, se-
rán puestos en el lugar equivocado.
La gente no entiende mis motivos: la necesidad
de dominar un idioma que ha estado tan cerca de
mí desde que nací y, sin embargo, nunca ha sido
alcanzable. Estar dentro de un idioma diferente es
verte a ti misma en otro prisma. Me pregunto por
qué trato de hacerlo, siendo que mi idioma natal
domina todo lo que es elegante y precioso en esta
sociedad moderna. Creo que siempre he querido lo
que está casi a mi alcance.

63
Fue Blancanieves
Alejandra Moffat

Me bauticé a los ocho años en una iglesia del sur


de Chile. Mis papás por varias semanas intentaron
convencerme de que bautizarme sería el primer
gran error de mi vida y que ellos por ningún motivo
entrarían a la iglesia. A mí me gustaba ir a las clases
donde me explicaban con dibujos lo que era el cielo
y el infierno mientras me servían un gran plato de
tallarines con salsa de tomate. Siempre me gusta-
ron los cuentos. Sobre todo los cuentos ilustrados
de los hermanos Grimm que había en la biblioteca de
mi primera escuela. Como quedaría libre de pecado,
me ofrecieron hacer la primera comunión el mismo
día de mi bautizo. No tenía que confesarme ni nada.
Acepté el trato sin contarle a mis papás. Tenía que
aprenderme el padrenuestro en una semana. Como
ya sabía escribir, lo anoté varias veces en un cua-
derno. El avemaría no alcancé. Tampoco leí la ver-
sión infantil de la Biblia, con fondo celeste y letras
doradas, que me regalaron. Era requisito que mis

65
papás fueran a una reunión en la iglesia, pero como
yo sabía que mi papá no estaba bautizado y que mi
mamá sólo iba a la iglesia si tenía alguna obligación
extraordinaria, inventé que estaban de viaje visitan-
do a mi abuela. El día del acontecimiento estaba ro-
deada de bebés vestidos de blanco que chillaban a
todo pulmón mientras les salpicaban agua bendita.
Le pedí a dos familiares que fueran mi madrina y
padrino. Ellos se emocionaron y me regalaron una
cruz de plata para que la llevara en el cuello y unas
tarjetas para que recordara ese día. Me vestí con
una jardinera verde y mis lentes grandes. Papá se
asomó por un segundo a la iglesia con los dientes
apretados. Después me contó que el cura que me
bautizó era un torturador famoso de la región. Mis
tíos ahora no entran a la iglesia. He comulgado dos
veces en veintiocho años. Y viví otros ocho en el pe-
cado original. Todavía tengo esa cruz guardada en
una bodega en Chile.
Empecé a usar lentes desde los seis años y la
miopía fue creciendo conmigo. Tanto así, que si
ahora no ando con los lentes de contacto puestos,
soy incapaz de parar una micro o ver el semáforo de
la esquina para cruzar la calle. Menos las facciones

66
de la persona que tengo al frente. Tengo miopía gra-
ve, en el ojo derecho -7 y en el izquierdo -6. No pue-
do distinguir con nitidez las imágenes y objetos que
están a más de 30 centímetros de mis ojos. Cuando
era chica disfrutaba ver las casas donde vivía sin len-
tes porque las cosas se transformaban en otras. La
tela de una cortina era una vieja sentada. El pliegue
de la sábana, una nariz gigante. Era parecido a tener
un diario de sueños. Cuando ahora me saco los len-
tes en las noches puedo hacer casi todo mecánica-
mente sin ponerme en peligro.
A los quince años me regalaron una cámara fo-
tográfica usada de una marca rusa. Me sorprendió
mucho porque en mi casa nunca se regalaban ese
tipo de cosas. La cámara resultó ser mi regalo favori-
to. Compraba rollos y me iba a pasear. Durante la in-
fancia tuve muchos momentos de espera mientras
mis papás hacían sus cosas. Me gustaba salir por el
cerro, la playa, el centro, la laguna y el bosque con
la cámara. Vivía en una ciudad universitaria donde
todo eso quedaba a la mano. Para pagar los rollos,
las impresiones y las micros empecé a trabajar de
cliente oculto en centros comerciales, de mesera en
un café y en un local de empanadas fritas que habría

67
sólo de noche. También sacaba fotos en esos luga-
res, a los clientes, a la cocina, a los probadores de las
tiendas. La fotografía me emociona todavía.
Un verano mi papá nos llevó a una cabaña a la
orilla del mar. Desde la terraza se veía una casa en
forma de L que tenía conchas de mar incrustadas
en las paredes. Nos contó que él había estado allí
con sus amigos cuando era universitario y que una
noche había terminado echando la cerca de madera
al fuego para mantener la fogata prendida.1 Cuando
viajé yo, la orilla de la playa estaba llena de algas.
También habían pañales con caca y hippies tocan-
do guitarra. Barcos y pescadores. Con mi hermana
salíamos a trotar hasta llegar a una playa nudista.
Teníamos que trotar treinta minutos. Nos gustaba
ir a trotar, desnudarnos, nadar y volver a desayunar.
En la playa nudista iban hombres de la edad de mis
papás a leer el periódico. Una noche entraron dos
hombres a robar a nuestra cabaña; cuando con mi
hermana despertamos a papá, él reaccionó como si
fuera protagonista de una película de acción. Se le-
1 Esta oración resulta poco clara, creo que principalmente porque
un enrejado, por lo menos en México, no suele ser de madera,
también porque pueden confundirse la casa de donde tomaron
las rejas y la cabaña.

68
vantó rápido, nos hizo seña de que nos calláramos y
nos indicó que nos pusiéramos tras él. Sacó un palo
que había en la pared, empezó a subir las escaleras
de lado y cuando llegó a la mitad gritó con voz firme:
“Salgan que tengo un revolver”. Parecía un actor de
Hollywood. Nosotras nos miramos nerviosas. Los
hombres corrieron. Mi papá los escuchó salir y ter-
minó de subir las escaleras como si nada. Tranquilo
y sonriendo. Siempre me he preguntado qué hu-
biera pasado si los hombres no hubieran escapado.
Probablemente habría descubierto que mi papá sa-
bía karate, que era cinturón negro.
Viví con mis papás hasta los 21 años y duran-
te ese tiempo nos cambiamos muchas veces de
casa. Éramos expertos en armar y desarmar. Hubo
tres cajas que resistieron todos los recorridos, una
caja con muchos vinilos, otra con un tocadiscos y
otra con dos parlantes. Entre los discos había una
colección de los cuentos de los hermanos Grimm.
La primera vez que los descubrí, prendí el tocadis-
cos emocionada y puse el disco de Blancanieves y
los siete enanitos. De repente empezó a sonar una
voz ronca y cubana que hablaba de revolución. Paré
el tocadiscos y lo miré pero no había nada raro en

69
él. Puse el de Hansel y Gretel, y la voz pausada de
Allende afloró desde el parlante. Imaginé que den-
tro del tocadiscos había una central de inteligen-
cia socialista-comunista que cambiaba los buenos
cuentos por discursos. Después supe que los par-
lantes del tocadiscos les servían a mis papás para
guardar y transportar armas. En las cañerías viejas
también guardaban cosas. Y en las paredes del hor-
no. Eran expertos en desarmar muebles y esconder
cosas en ellos. En esos años me puse a escribir obras
de teatro. Mi favorita se llama Buffalito que camina
con jeans apretados y chaqueta de cuero. Es una
historia de venganza. Está un loro, Buffalito y Lauri-
ta la del frentito que sólo quiere llegar al mar. Antes
escribía poesía y se la mostraba en los recreos a mi
profesor de castellano. Recuerdo perfecto su delan-
tal, su barba y pelo negro, pero no logro recordar su
nombre. Mientras estuvimos en esa cabaña a la ori-
lla del mar hubo dos asesinatos. El vecino nos dijo
que uno por celos y otro por borrachera.
La segunda vez que comulgué fue con mi abue-
la. A ella le caía mal el cura y lo pelaba cada vez que
podía, decía que se robaba la plata de las limosnas
para cambiar sus autos. También que miraba más

70
de la cuenta a las mujeres y que era un borracho.
Como vivía en un pueblo pequeño donde todos se
conocían, mi abuela iba sagradamente los domin-
gos a esa casa de madera pintada de blanco con una
cruz de fierro en el techo. El cura estacionaba al me-
diodía su camioneta último modelo y la saludaba
con un leve movimiento de cabeza. Un día ella me
pidió que la acompañara y, mientras la gente se for-
maba para comulgar, me pegó un codazo. Era una
mujer autoritaria a la que nunca me atreví a con-
tradecir. Se quedó parada mientras yo me acercaba
al cura para que me diera el cuerpo de cristo. Ella
sonreía entre feliz y con aires de venganza. El cura
sabía que mi papá no estaba bautizado y que mi
mamá sólo pisaba una iglesia en casos de obligación
extraordinaria. Era casi imposible que esa nieta tu-
viera derecho a comulgar.
En mi escuela había unos libros de historia ho-
rrorosos, con listados de fechas y nombres de batallas
que uno debía memorizar a toda costa. Me aburrían
y me iba mal en las calificaciones. Tan mal, que reci-
bí un aplauso de todo el curso cuando me saqué un
5.8. La nota máxima en Chile es un 7. Era experta en
copiar y en fabricación de torpedos. Llegaba antes y

71
escribía en mi mesa pistas con lápiz grafito. Siempre
voy a recordar a la profesora que entró por primera
vez al salón y dijo: “¿Ustedes saben porqué usaba pa-
tillas Napoleón?”. Después, en vez de respondernos,
nos contó que los dientes llenos de caries eran señal
de alta alcurnia, que comer azúcar era muy exclusivo
en otros tiempos. Entre más picaduras en los dientes,
mayor estatus. Yo era adolescente y esa profesora era,
además, mi mamá. Yo conocía poco de su historia y
me sorprendió su habilidad de contar otras que no
fueran la suya. Cómo se las apropiaba. Parecía que
había sido vecina de Cristóbal Colón y hermana de
Juana de Arco.
Una vez fui a un taller donde me pidieron que
escribiera un texto sobre escritura autobiográfica.
Me pareció el ejercicio más difícil de hacer en esos
meses, mucho más difícil que escribir la escena de
un guión o el final de un cuento. Como una pelí-
cula que al mismo tiempo habla de la construcción
cinematográfica. Todos los jueves nos juntábamos
con otros compañeros, casi todas de la misma edad,
y un maestro que usaba camisa y lentes. Su nom-
bre era César y cada vez que lo escuchaba nombrar
me acordaba de esa canción de 31 minutos donde

72
bailan sin cesar. La mesa era rectangular y había un
pizarrón chico que se iba llenando de pistas durante
las sesiones. En ese texto escribí que mis escenas
favoritas de muertos en el cine son las del director
tailandés Apichatpong, quien los hace aparecer y
desaparecer sin preámbulo. No creo poder resuci-
tar a mi abuela a través de la escritura, ni creo que
la veré en el departamento de al lado mientras toma
un helado, ni que vaya a soñar que se me aparece
con un mensaje profundo que cambiará mi vida por
siempre. El juego consiste en hacer que los tiempos
aparezcan y desaparezcan.
Uno se trasforma en un personaje que es ca-
paz de reinterpretar las acciones de esos personajes
con los que se cruzó alguna vez. Tendría que pre-
guntarle al cura que me bautizó si esa es una forma
de resucitar. No recurro a la infancia por nostalgia,
menos por melancolía. Es por aventura. Por las ex-
plicaciones brutas. Las relaciones que están lejos de
las buenas costumbres. Para escribir mi primera no-
vela me refugié en el segundo piso de una bibliote-
ca pública de Chile. Siempre he tenido que trabajar
mucho para ver los textos. Ese fue mi rincón secreto
por tres años en jornadas de 15 o 25 horas semanales.

73
En ese tiempo era impensable estar en un taller de
escritura autobiográfica. Sobre todo por la idea de
que de un momento a otro, y si dabas demasiada
información, podías poner en peligro a tu familia, y
que el peligro era tortura y muerte o tortura y des-
aparición. Ese fue el regalo dictatorial de Augusto
y la junta militar. Nombrar con simpleza: miedo a
dar un punto de vista. La autobiografía es un acto
subversivo. Una vez estaba con mi papá a la salida
de una casa en el sur de Argentina, sentados en dos
sillas plásticas. Cuando terminó de leer la última
página impresa de mi novela recién terminada, me
miró de reojo con la misma sonrisa de mi abuela,
esa que había puesto después de pegarme el codazo
en la iglesia. Como si yo fuera la venganza de una
familia que vivía en distintas casas de un país eter-
namente silencioso. O como si fuera una traición
posible, aceptable. La autobiografía está lejos de la
conmiseración, de la autoflagelación, de la compe-
tencia del dolor y requiere mucho más técnica de lo
que algunos sospechan. Requiere cortes precisos. Y
nunca es ingenua.
Si fuera hombre, me llamaría Max Moffat. Sería
M&M. Gozo escribir esto como gozo tener un plato

74
de tallarines con salsa de tomates al frente o como
gozo ver que una sábana se transforma en una na-
riz gigante. Creo que si se entiende todo, pierde la
gracia. Si todo es discurso, no hay naturaleza. Si se
intenta reflexionar demasiado, dejas de percibir. Sin
percepción no existe la sorpresa. Para mí la sorpresa
es muy importante. Mi abuelo se comía las empana-
das de queso crudas. Otros abuelos eran masones.
Mi abuelo, el de las empanadas, usaba un seudóni-
mo para escribir en un diario local donde hablaba
de su pasado marino todas las semanas. Mi segun-
do nombre es Isidora y me gusta escribir esto de la
autobiografía. En la perspectiva, está la política. De
tanto esperar y temer de chica, ahora me gusta apro-
vechar el tiempo.

75
Pensar con la voz
Elvira Liceaga

1.
Quién diría que luego de tantos años acostada en
un diván capitonado —con la mirada atrapada en-
tre el techo blanco y las ramas de bugambilias que
el viento asomaba por los cristales— durante una
hora a la semana; que ahí, boca arriba, quitándo-
me y poniéndome los anillos mientras decía —sin
pensarlo— lo primero que se me ocurriera; que en
todas esas sesiones pagadas para que alguien me
guiara por mis propios pensamientos, aprendería a
hablar.
En retrospectiva, cuestiono, y con cierto rencor,
el método psicoanalítico: el silencioso terapeuta
que te refleja como un espejo, la continua invoca-
ción del inconsciente como a un fantasma que se
manifiesta en el lenguaje indisciplinado. Pero, más
que los límites del lenguaje ante la experiencia, más que
la memoria traicionera, más que el artificio del dis-
curso indentitario, critico sobre todo el encierro

77
constante: el adentro sin tiempo, en contraste con
el afuera donde sucede la vida.
Sin embargo, esas horas de caída libre dentro
de uno mismo, ese descenso a las tinieblas propias,
vomitando palabra tras palabra, acomodando ideas,
articulando quejas, lamentos, reabriendo heridas,
desenterrando traumas y también de vez en cuan-
do alegrías —esas horas organizando la vida con esa
búsqueda verbal que prometía curas paulatinas—
algunos años después fueron útiles frente a un mi-
crófono.

2.
El radio, a su manera, es otra separación entre el
interior y el exterior: otra manera de existir escon-
diéndose sin saber jamás a ciencia cierta quién está
al otro lado.
Primero para presentar canciones, después
para dar opiniones no solicitadas y finalmente para
hacer preguntas —el lugar donde hasta la fecha me
siento más cómoda—. Para pasar de hablar en pri-
vado en el análisis a hablar en público en el radio
fue necesario otro angustiante rito de paso: arre-
mangarme y sentarme a escuchar las grabaciones de

78
mis programas como si fuera alguien más. Respirar
hondo y aguantarme las náuseas para evaluarme e
identificar problemas. Un desencuentro propio, no
tan lejano a un lapsus que, durante la terapia, revela
información personal que una mismo desconocía.

3.
No sé quién dijo alguna vez que un escritor pasa
la vida entera tratando de buscar su propia voz y,
cuando la encuentra, descubre que es la voz de al-
guien más.
La escritura para mí tuvo falsas contracciones
con una novela sobre un doctor y una enfermera en
la periferia chilanga. Cada una de esas voces termi-
naba irremediablemente sonando a mí, sin importar
qué pensaran o qué sintieran, sus palabras eran las
mías. Sus muletillas y sus silencios me pertenecían,
y ante mi obvio desdoblamiento renuncié, a la vez
aconsejada por quienes siempre están dispuestos a
opinar con clichés: ¿Por qué no escribes de lo que
sí sabes? Como si de veras una fuera experta en sí
misma.
Así que, indagando en diarios y anotaciones, en
libretas y en mis correos electrónicos (suelo mandarme

79
mails a mí misma con ideas o frases que se me ocu-
rren o le robo a alguien más, con preguntas de todas
las categorías, preguntas que me permito contestar
después, en un correo de vuelta: una conversación
que guardo bajo llave porque supone un paso vo-
luntario a una especie de esquizofrenia), encontré
entradas y cartas escritas por alguien dolido pero
desencajado, que sin ánimos trascendentales ni
pretensiones literarias detallaba una cena con una
amiga, un recorrido en auto por la ciudad con su
papá, una incómoda mañana en una cama ajena,
una variedad de funerales; recuerdos alegres y trau-
máticos que por mera costumbre de exteriorizar es-
cribí sin verguenza, de donde germinó algo parecido
a la literatura.

4.
La autobiografía, esa organización de la vida que se
despide de los hechos que la componen para inter-
pretarla, comenzó con la práctica narrativa de articu-
lar pensamientos destinados a lo privado —intuicio-
nes, sentimientos, causas y efectos incómodos en el
diván— y se desplazó por el radio hacia la escritura
de ficción, dos paradas necesarias pero no suficien-

80
tes, para terminar en la escritura del yo, donde aque-
llo tan privado sería más útil que saber hablar.
En la escritura autobiográfica el adentro es el
verdadero afuera. No sabía que haber pasado tanto
tiempo tratando de descontaminar la vida adentro
para poder vivirla afuera sería un proyecto intermi-
nable desplazado a la escritura.

81
Escribir
(no) es (siempre)
terapéutico
Abril Castillo Cabrera

Lunes 13 de mayo de 2019


11:08 am
El primer día que llegué y me senté frente a mi psi-
coanalista, ella se quedó en silencio. Tuve que co-
menzar a tejer por mi cuenta un relato que partió
de cualquier lugar por casualidad y que no tenía
idea de a dónde llegaría. Quizá mi primera clave au-
tobiográfica me la dio el psicoanálisis. Y aunque eso
aún no era escritura, sí me mostró un posible orden
del mundo a partir de un relato.
El silencio se parecía a la hoja en blanco y cada
vez me importaba menos enfrentarme a él. Si al
principio me intimidaba elegir sobre qué hablar tan-
to como ver a mi psicoanalista esperarme con una

83
mueca neutra, con el tiempo empecé a romper ese
silencio a lo loco. Igual que mancha uno un papel
sólo para hacer ruido. Nada es para tanto. Un día
soñé que mi psicoanalista estaba sentada frente a
mí en silencio, pero en el piso, y que tenía el pelo
suelto y le flotaba hacia arriba, como si estuviéra-
mos adentro de una alberca. En la vida real, ella
siempre traía el cabello amarrado en un chongo.
En las siguientes sesiones rompí silencios con
cada vez menos preocupación. Podía dar varios ba-
tazos sin saber bien hacia dónde tirar. Divagar un
rato hasta encontrar el tema de lo que realmente
estaba hablando. No se habla de lo que realmente
se habla, y eso es claro sobre todo en las adivinanzas
o en la poesía. O lo aceptamos sobre todo ahí. Pero
en realidad, esto ocurre en todo: en cualquier con-
versación, pelea, novela, canción.
Mi detonante para romper el silencio en psi-
coanálisis muchas veces es nombrar algo que me
generó angustia esa semana. Mis pistas son esos
temas que me tocan algún nervio que me provoca
querer alejarme. Diría que para curar esa caries sen-
sible me tengo que quedar ahí, hacerle frente a ese
malestar, descarga eléctrica, incomodidad. Cerrar el

84
dolor depende de que no me vaya de ahí. Luego re-
cuerdo que no soy dentista.
A veces parece que el dolor como materia pri-
ma para el arte es sólo regodearse en él. No se cura
nada, sólo se habita en un infierno. No entiendo
bien para qué. A veces callar no es resistencia, sino
autocuidado. A veces hay que irse de ahí.
Pero quizá no. Menos si digo que mi punto de
partida es el psicoanálisis. Quizá sí estoy buscando
con la escritura una cura de algo. Un aliviar el nervio,
quitar la caries, liberar algún fantasma. Lo que pasa
(para no evadir la posibilidad anterior como forma
de meta-resistencia) es que en el propedéutico de la
maestría en dibujo que tomé esta semana se habló
de la posibilidad de que la autobiografía en el arte,
más que algo terapéutico, pueda ser algo destructi-
vo para el artista, aunque el receptor lo vea de otro
modo. El arte no necesariamente busca curar nada.
En mi caso creo que sí existe una búsqueda
abiertamente terapéutica. Y yo empecé a escribir tal
vez por la misma razón por la que empecé a ir (y por
la que sigo yendo) a psicoanálisis. En ese lugar or-
deno mi caos presente y pasado. Trato de curar esa
angustia o duelo, aunque el camino sea doloroso;

85
busco los hilos de lo que es esencial y aún no veo,
persigo pistas falsas y a veces encuentro algún teso-
ro que sumo a mi colección. Colecciono descargas
eléctricas pero también su contraparte: eso que lo-
gra que algo se alivie, no que lo destruya. Pero para
eso hay que llegar al final. Cruzar el bosque oscuro,
que le llaman.
De niña, como antecedente, creo que mi pri-
mera escritura en forma y con disciplina tuvo lugar
en los diarios.

Domingo 19 de mayo
9:55 am
En una terapia corporal a la que fui en febrero, uno
de los ejercicios consistía en explorar el espacio con
los ojos cerrados. La manera más sencilla de hacerlo
era acostada boca arriba. Acercarme a los límites es-
tirando las extremidades.
En el dibujo hago un poco lo mismo. Y al na-
dar boca arriba. En el dibujo se trata de entender el
interior desde lo externo que lo contiene. Lo llamo
dibujo desparramado: tratar de abarcar toda la su-
perficie con un cuerpo que no soy yo, sino mi trazo,
y bordearla. Esa frase me la decía mucho una maestra

86
de pintura. Un día me dijo: “Todos estos años ha-
bías estado bordeando la forma y ahora al fin la has
encontrado”. Eso porque quizá una figura humana
al fin era reconocible.
Con el nado es algo parecido, pero se trata de
estirar brazos y piernas a cambio de cerrar los ojos
para no golpearte contra el borde de la alberca o
contra otro nadador. En el mar este problema no
existe, así que me estiro por el mero placer de sentir
todo el cuerpo con el del océano mismo (inabarca-
bles los dos para adentro o para afuera) y cerrar los
ojos para sentir el calor sin que me ciegue su brillo.
He de decir que este ejercicio a mar abierto fun-
ciona también de noche, si bien cerrar así los ojos
con el cuerpo extendido puede ser peligroso. En ese
caso es mejor abrazarse de alguien en la profundi-
dad del agua. Ahí los extremos y límites son otros y
la exploración no busca la paz, sino la vida. Nadar
puede ser meditación o algo delicioso.

Domingo 19 de mayo de 2019


10:25 am
Me gusta la idea de la divagación porque parte del
hecho de que uno no sabe qué está buscando hasta

87
que lo encuentra. Un partir en camino hacia el in-
consciente.
Durante dos años los temas principales para
mí eran el azar y la memoria. Tal vez porque sobre
eso estaba haciendo mi tesis y veía los temas en to-
das partes. O quizá, más bien hice mi tesis de eso
porque esos temas me gustaban.
En Rayuela, Oliveira sale en busca de La Maga
y espera encontrarla a la vuelta de cualquier esqui-
na, como ocurrió alguna vez sin planearlo. La magia
no ocurre porque sea mágica sino por dos razones
que tienen más que ver con mecanismos de la me-
moria: la invocación y la evocación. La evocación es
un sabor que detona una emoción física corporal y
total, que nos coloca otra vez en ese espacio y tiem-
po lejanos donde fuimos otros. La invocación es ese
ritual mágico donde buscamos encontrar ese teso-
ro perdido. Ésta es voluntaria, la otra involuntaria.
La evocación sin duda es más rica, pero menos fre-
cuente y más casual. Nos invade, nos arropa o nos
desgarra sin que la veamos venir. La invocación es
conducida por uno mismo, es un ejercicio, como la
escritura. Pero eso no quiere decir que en medio de
ella no se cuelen momentos de evocación, esencia

88
pura de lo que realmente buscamos y que es ya in-
accesible en realidad.
No debo olvidar, como sea, que nos engañan
los recuerdos. También que nunca nada se experi-
menta igual que la primera vez. Eso dicen del primer
amor y de la heroína. Así que podemos invocar todo
lo que queramos, pero la sensación pura ya nunca
volverá. Lo más cerca que estaremos de esa esencia
será quizá gracias a una evocación.
Sólo somos aproximaciones, sólo revivimos
ecos.

Jueves 23 de mayo de 2019


8:05 am
Escribir no es terapéutico.
Escribir es siempre terapéutico.
Creo en los primeros impulsos y en que no exis-
te una verdad universal, sino versiones. Pero sí me
parece que existe una verdad presente o en tiem-
po presente. Y ésa es la que busco desentrañar con
cada camino de la escritura. Por eso no es lo mismo
lo que escribo un día que lo que escribo otro. Pero si
es que existe una verdad más grande, mía, siempre
mía, ha de estar en la repetición de un tema. Como

89
un dibujo que siempre es de otro modo el mismo
por algo, pero también cada vez, en cada aproxima-
ción, me muestra algo diferente. Y en ese puente
constante y en ese vacío variable, aparece algo cier-
to. Aunque las certezas no existan.
Durante cuatro años dibujé por lo menos una
vez a la semana una sobremesa. Si iba de viaje era
casi diario. Si traía ganas, podían ser dos en un día.
Las obsesiones me dan muestra de quién soy. De
dónde estoy atorada. Del espacio donde anhelo la
perfección y acepto que nunca la tendré.
Por años me fui convenciendo de que escribir
era reparador.
Cuando empecé a dar clases, le pregunté a mi
hermano, que es psicólogo, si no podría sin querer
dañar a alguien por sugerir una ruta que los con-
dujera a algún infierno personal. Si no era irrespon-
sable. Él me dijo: Sólo haz un cierre, no los dejes
abiertos; un cirujano no te opera y te deja con la
tripa al aire.
A veces pienso que escribir en sí mismo no es
reparador, pero que sí debería haber una intención
reparadora en la escritura, si quiero salvarme como
artista, lectora y persona.

90
Y esa intención reparadora quizá pueda apare-
cer más bien en la forma. En un ritmo que sea como
una canción.
O en decidir abiertamente cerrar heridas, no
tocarlas. Como escuché decir al escritor español
Eliacer Cancino en una conferencia que dio en un
congreso de literatura infantil y juvenil: En los libros
para niños, como narradores debemos asomarnos
al infierno, pero jamás habitarlo.
Y luego me digo que qué más da. Que hay que
hacerlo. Habitar otra vez esos infiernos, porque
como dicen: ganar sin riesgo es triunfar sin gloria.

3:33 pm
No escribas en segunda persona. La autobiografía
se escribe en primera. Me tengo que hacer respon-
sable. (Toda esta última parte, la había escrito origi-
nalmente en segunda persona.)

91
contenido

Autobiógrafas anónimas . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3
César Tejeda

Espejo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
María José Ramírez

Nuestra casa no era muy grande . . . . . . . . . . 37


Iván Eliab

Una imagen vale más que mil silencios . . . 45


Alejandra Céspedes Cárdenas

Mnémosine . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
Rosalba Mackenzie
Autoaprendizaje . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
Julie Morse

Fue Blancanieves. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65
Alejandra Moffat

Pensar con la voz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77


Elvira Liceaga

Escribir (no) es (siempre) terapéutico . . . . 83


Abril Castillo Cabrera
El fanzine
Club de Autobiógrafos Anónimos
se gestó de 2019 a 2020.
Se escribió por César Tejeda, María José Ramírez, Iván
Eliab, Alejandra Céspedes, Rosalba Mackenzie, Julie Morse,
Alejandra Moffat, Elvira Liceaga y Abril Castillo.
Se editó por César. Se diseñó por Abril.
El taller La compulsión autobiográfica tuvo lugar primero
en Cuarto para las 3, luego en casa de Ale Céspedes,
y finalmente en Panamá.
Se imprimirá en cuanto pase la pandemia del covid-19,
diosmediante en algún mes veraniego de 2020.
Para su composición se utilizó
la fuente Reforma 1918 diseñada por PampaType.
panam á 2020

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