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Mario Henao
14 de septiembre de 2020
Una de las oposiciones que no deja de actualizarse es la de naturaleza y cultura. Del lado
racional (y hablante); del lado de la cultura se encuentra todo lo que la inteligencia humana ha
logrado crear, lo que, de alguna manera, indica que la cultura es la manifestación de esa
inteligencia (no solo los seres humanos son los que pueblan la cultura, también hacen parte de
esta las criaturas que proyectan una mejoría humana, como los dioses).
La llegada de los europeos a lo que hoy conocemos como América reprodujo esa
oposición y dio la oportunidad de evidenciar las inmensas y notable diferencias entre lo humano
y lo natural (que, en realidad, sería más exacto nombrar como no-humano). El resultado de esa
mirada dual europea manifiesta una serie de dificultades que parece son inherentes a ese
específica oposición.
Tomadas cada una de forma independiente no es difícil definir qué es la naturaleza y qué
es la cultura. El problema se evidencia más cuando se ponen en relación, pues no siempre las
distinciones entre ambos conceptos son tan claras. Parece ser que lo natural es que haya cultura; y
cultura es creer que esta es natural. Esta referencialidad dependiente en el concepto opuesto hace
que la relación entre naturaleza y cultura se complejice, pues es una especie de inclusión que
Lo natural es la tendencia a la cultura, lo que supondría que todo ser humano está en un
enfrentaba a un dilema: si lo definía como natural tenía que extraerle lo humano, lo que implicaba
que ese otro no era semejante, pues de ser humano tendería a la cultura (definida esta última
como única y en posesión de los europeos); pero al mismo tiempo, para el español el
natural de las Indias en el capítulo LI en donde se describe a un indígena que tiene una relación
de semejanza con los cerdos que lo acompañan a quienes, además, enseñó a comportarse de una
forma no correspondiente con su especie, es decir, de una forma no natural. Fernández de Oviedo
afirma que en ese ejemplo se evidencia la desviación del curso natural y de la organización que
resulta de ese curso según la cual hay animales sin inteligencia y hay humanos (inteligentes),
pues “seyendo los puercos para ser monteados, se convirtieron con la costumbre, en ser monteros
e hacer el oficio que no les competía, e el indio, siendo animal racional e humano hombre, se
convertía en puerco, o hacía su vida bestial” (222). En este ejemplo nadie se comporta
Una de las palabras clave en ese fragmento es “costumbre”, pues indica que la repetición
constante de un acto puede modificar la naturaleza de quien realiza esos actos y eso pone en duda
la noción misma de naturaleza, pues si acto y agente dejan de coincidir de forma precisa, eso
significa que no hay espontaneidad de los actos realizados y que todo, por medio de la costumbre,
puede ser modificado. Pero esto, al mismo tiempo, confirma la noción de que lo natural es la
cultura, porque lo que parece quedar demostrado con el ejemplo del indígena y sus puercos es
que hay una tendencia hacia la repetición que constituye una práctica que puede tener muchos
orígenes y que instituye formas de actuación; lo natural vendría a ser esa necesidad de repetición
época de la conquista es la dificultad de encontrar una forma de distinguir claramente entre una y
otra, tal vez porque lo que se ha sugerido como necesario en realidad no lo sea (separar una de la
otra). Distinguir lo que nos hace cultura de la naturaleza puede que no sea tan sencillo, y el
motivo de esto puede ser que esa distinción no es lo importante. Más que buscar evidencias que
demuestren que de un lado hay seres salvajes (sin razón) y, del otro, seres intelectuales, sería
mejor concentrarse en encontrar las permeabilidades entre esas dos zonas, reconocer que la