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Música y escena

Músicos italianos en la España del xviii


Por José Ramón Ripoll
Resulta imposible concebir la tradición musical española sin enmarcarla en el amplio contexto
europeo, donde las influencias provenientes de distintas direcciones dan como resultante un
espectro sonoro variado, sostenido, eso sí, por el tronco que surge de la música popular, que
tampoco es una, sino el crisol de voces pertenecientes a pueblos y costumbres diferentes. Desde el
Renacimiento, el continuo ir y venir de los músicos castellanos, aragoneses, catalanes, napolitanos y
flamencos fue abriendo un abanico de posibilidades estilísticas para la futura música española. Así,
Tomás Luis de Victoria, Cristóbal de Morales o Francisco Guerrero no pueden desligarse de la
escritura polifónica de Palestrina o Josquin Desprez. Pero es durante todo el siglo xviii cuando se
dan cita en España una serie de músicos italianos y franceses que modifican el rumbo de nuestra
tradición, incrementando el gusto por la melodía, el canto y las nuevas combinaciones
instrumentales que tuvieron lugar en la etapa de transición del barroco al clasicismo.
La llegada al trono del primer Borbón, bajo el nombre de Felipe V, al morir sin descendencia Carlos
II —último de los Austrias españoles—, abrió las fronteras a una serie de artistas franceses que
encontraron en el nuevo Estado un territorio propicio para propagar sus ideales y gustos. Sus dos
esposas, María Luisa Gabriela de Saboya e Isabel de Farnesio —ambas italianas— contribuyeron
sucesivamente a imponer el género operístico por encima de cualquier tendencia o gusto particular.
El crítico y musicólogo Adolfo Salazar en su libro La música en España habla incluso de invasión
para referirse a la vida musical madrileña, plagada de teatros, donde se representaban óperas
italianas, a veces retocadas por los propios autores e intérpretes, para así achicarlas o adaptarlas a la
medida de un público acostumbrado a la zarzuela, la tonadilla escénica o el sainete.
Fernando VI, sucesor del rey Felipe, continuó ejerciendo la moda italiana, de la mano de su esposa,
Bárbara de Braganza, para quien Domenico Scarlatti había compuesto una gran cantidad de piezas
para teclado en Portugal. La reina no dudó en llevar consigo al compositor a la corte española.
Scarlatti, experimentado ya en el mundo de la sonata, aún como derivación de la suite, no dudó en
mezclar su acento napolitano con los rasgueos de las guitarras y el son de las canciones populares
españolas, dando así lugar a un nuevo florecimiento en las ramas de la tradición, que abrió un
camino importante en el campo de la música instrumental hispánica.
Scarlatti desarrolló la parte más importante de su carrera en Madrid, ciudad donde murió, al igual
que Gaetano Brunetti, Filippo Manfredi o Luigi Boccherini. Este último fue nombrado
violonchelista y compositor de la capilla real del infante don Luis, ya en 1776, al que sigue en su
retiro de Arenas de San Pedro y Boadilla del Monte. Boccherini, considerado como uno de los
grandes del quinteto de cuerda en toda Europa, escribe una interesante producción donde también
ensambla su natural condición italiana con el espíritu musical de las plazas españolas, como
muestra el célebre Quinteto 6, 30, subtitulado La música nocturna de las calles de Madrid.
El público reclamaba la presencia de músicos italianos, y estos satisfacían su gusto con espectáculos
que, antes de denominarse óperas, se presentaban bajo el término de «dramma per música» o
«dramma giocoso», en contraposición al «dramma serio». Francesco Corradini, por ejemplo, fue
uno de los compositores napolitanos que mejor supo adaptar su pluma a temas, historias y
costumbres hispanas, siendo considerado hoy día como una de las personas más influyentes en el
melodrama español. Colaboró con José de Cañizares en obras como La boba discreta, Con amor no
hay libertad, El ser noble es obrar bien, La Briseida o la zarzuela Milagro es hallar verdad, entre
otras muchas obras.
De notoria importancia es Francesco Corselli, que llegó a España en 1733 y pasó más de treinta
años como maestro de la capilla real de Madrid. Combinó la música instrumental con la teatral,
género en el que colaboró con Metastasio para estrenar un buen número de obras en el Buen Retiro
o en el Teatro de los Caños del Peral, convertido más tarde en Teatro Real, gracias al patrocinio e
intervención del duque de Parma, Aníbal Scotti.
El arte de la prosodia y la poesía de Metastasio, como uno de los libretistas de ópera más cotizados
de la época, se impuso entre el público más refinado de la España del siglo xviii. El compositor
Nicola Conforto dio buena muestra del perfecto ensamblaje entre letra y música con melodramas
estrenados en Madrid, como Le cinesi, Siroe, Nitteti o Alcide al bivio, a los que habría que sumar
otras comedias y serenatas basadas en libretos de otros autores. Pero, sin duda, uno de los músicos
italianos más ligados al poeta y que más reconocimiento obtendría en la corte de Felipe V fue
Carlos Broschi, el castrato conocido como Farinelli. El cantor, ya de fama internacional, se siente
atraído por los agasajos de la reina Isabel de Farnesio, obstinada en llevarlo al palacio de La Granja,
pero él prefiere quedarse en Madrid con el rey, que le colma de lujosos regalos y caprichos.
Abandonando sus compromisos en Londres, donde tenía firmados varios contratos, Farinelli entró
en España en 1737 y permaneció hasta 1760, obteniendo incluso el nombramiento de caballero de la
Orden de Calatrava. El castrato se adecuó perfectamente a la demanda estética del público y, en un
gesto de populismo, hizo que el propio Metastasio aligerara sus dramas para obtener más clamor
por parte de una afición que, aunque encarrilada ya en el canon italiano, no dejaba de ser madrileña
y castiza. Incluso se permitió el atrevimiento de utilizar músicas de óperas con otros argumentos y
viceversa. El especial registro, su personalidad y su técnica lo permitían todo.
Son numerosos los ejemplos de cruzamiento, influencias, préstamos de ida y vuelta e incluso
simbiosis de la música italiana con la española durante el siglo xviii, de la misma manera que en la
segunda mitad de la centuria se despertaría el gusto por el aire ilustrado que llegaba de Francia. La
música, como la pintura —mucho más que la literatura—, se benefició de otros sones externos que
a la larga hizo suyos.

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