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Desde Madrid

Botero
Por Domingo Varas Loli

F ernando Botero (Medellín, 1932) es un clásico vivo que a sus ochenta y ocho años sigue
pintando con la misma furiosa urgencia que al comienzo de su carrera. Su vocación se ha
mantenido incólume desde que, a los diecisiete años, le comunicó a su madre su decisión
irrevocable de dedicarse a la pintura. Pinta desde hace más de setenta años durante siete u ocho
horas diarias los siete días de la semana y ha declarado en diversas oportunidades que no concibe la
vida sin pintar, que le gustaría llegar a los 102 años pintando como Tiziano o morir pintando como
le sucedió a Pablo Picasso.

La pintura, sin embargo, no fue su primera vocación. Lo primero que quiso ser en la vida fue torero.
Tenía apenas doce años pero su tenacidad y pasión eran tan monolíticas y convincentes que su tío
Joaquín lo inscribió en una academia taurina. Solo se desilusionó de la tauromaquia cuando tuvo
que enfrentarse a un novillo y sintió que el miedo lo paralizaba. Desde entonces se entregó
literalmente en cuerpo y alma a la pintura: “Cuando pinto dejo de existir. Trabajo de pie ocho horas
al día y nunca siento cansancio. Es como si abandonara el cuerpo y me siento en éxtasis.”

En sus primeras obras - las más remotas son dibujos de toros y la acuarela de un torero- ya están
en ciernes el rasgo característico de su pintura: su interés por el volumen para construir a partir de la
desmesura de las formas una visión muy original del mundo. Desde los comienzos de su carrera
artística Fernando Botero tuvo la convicción de que la clave de su éxito consistiría en encontrar su
propia visión del mundo, su estilo. Aquello que solo le pertenecía a él y de tan raigal y profundo a la
memoria de la humanidad. Esta revelación artística la experimentó en México en 1956 cuando
pintando una mandolina en medio de una naturaleza muerta se percató que había dibujado el hueco
de la cavidad sonora muy pequeño, logrando crear una desproporción que distorsionaba la forma
de este instrumento musical. Fue entonces que se dio cuenta que esta era su percepción y visión del
mundo y que debía refundar la realidad a la medida de estas. “Mis obras-dijo alguna vez- no aspiran
a copiar la realidad sino a ofrecer un universo propio y coherente.”

¿Cuál es la razón de ser de esta inflamación de las siluetas, de este mundo en el que los seres y las
cosas han sufrido una metamorfosis en la que sus formas aparecen distorsionadas, opulentas de
carnes, luciendo apacibles su materialidad más epidérmica? Las apariencias engañan porque Botero,
en realidad, somete al mundo que retrata a una operación ontológica que consiste en instalar a sus
motivos pictóricos en una inmovilidad eterna, en una realidad fija e imperecedera extrayéndolos
“del río del tiempo, de la pesadilla de la cronología… congelados en algún instante del discurrir de
sus vidas, cuando aun estaban en la historia.” (Botero en los toros, Mario Vargas Llosa)

Creo que en esta inconsciente envidia que sentimos los espectadores por estos apacibles personajes
que viven en medio de la “eternidad” radica la poderosa fascinación que ejercen los cuadros de
Botero. Allí lucen “superiores y perfectos, comparados a nosotros, miserables mortales a quienes el
tiempo devasta poco a poco antes de aniquilar…Ellos no sufren, no piensan, no se embrollan con
reflexiones que dificulten o desnaturalicen sus conductas; ellos son acto puro, existencia sin
esencias, vida que se vive a sí misma en un goce sin límites y sin remordimientos”. (Idem). Esta
suerte de Arcadia perpetua en la que habitan sus personajes explica el porqué su obra figura en los
museos más importantes del mundo, ostenta el récord de mayor cantidad de exposiciones
individuales y ha alcanzado la popularidad a escala planetaria.

No fue fácil lograr revelarse a sí mismo su propio estilo. Debió pasar muchos avatares existenciales
y artísticos antes de vivir esta epifanía. Su ilimitada curiosidad por la obra de los grandes maestros
(incluidos Rufino Tamayo y los muralistas mexicanos Rivera, Alfaro y Orozco) y la férrea
convicción de sus propuestas estéticas lo blindaron y estimularon a marchar contra la corriente:
“siendo realista cuando las modas exigían ser abstractos, buscando sus fuentes de inspiración en la
comarca y lo local cuando era obligatorio beber las aguas cosmopolitas, atreviéndose a ser
pintoresco y decorativo cuando estas nociones parecían írritas a a la noción misma del arte y, sobre
todo, pintando para expresar su amor y contentamiento de la vida cuando los más grandes artistas
de su tiempo lo hacían para mostrar lo horrible y lo invivible que hay en ella” (Ibidem).

En estos días la pintura de Botero ha vuelto al foco de la atención pública después de la


inauguración de la muestra Botero. 60 años de pintura en la galería Centro centro de Madrid. Esta
fue la primera ciudad de Europa en la que vivió Botero, aquí estudió en la Escuela de Bellas Artes
de San Fernando y acudió todos los días a contemplar las obras de los grandes maestros de la
pintura en el Museo del Prado. Más adelante radicó en Italia donde recibió la decisiva influencia de
los pintores del Cuatrocientos italiano. Como sus ilustres antecesores del renacimiento (Tiziano,
Botticelli, Piero della Francesca) Botero no expresa en su obra pictórica alguna disidencia con el
mundo; por el contrario mediante el arte propone unos modelos y unas formas ideales a los que
debían irse acercando el hombre y la sociedad, para ser mejores y menos infelices.

La muestra consta de 67 cuadros y ha sido comisariada por su hija Lina Botero. Los cuadros están
distribuidos en siete salas en las que se exhiben los ejes temáticos que recorren su prolífica obra
calculada en más de cuatro mil cuadros. La primera está dedicada a América Latina, la segunda a la
religión, la tercera a la naturaleza muerta, la siguiente a las acuarelas, la quinta a las versiones
(recreaciones de cuadros como Las Meninas), la sexta a la corrida de toros y la última al circo .
Tuve la suerte de ser guiado por el hijo de Botero, quien contó las anécdotas detrás de la obra y
puso énfasis en la simplicidad de la pintura. Dos citas del pintor corroboran este aserto: “La forma
más simple de la naturaleza es la naranja , sin embargo es también la más difícil de pintar” y “El
estilo de un pintor se debe reconocer plenamente aún en las formas más sencillas.”

La obra de Fernando Botero no solo logra sacar de la pesadilla de la cronología a sus personajes,
también a los que contemplamos sus cuadros y nos olvidamos del discurrir del tiempo. Como me
ocurrió a mí cuando uno de los empleados de la galería me tocó el hombro para hacerme recordar
que la muestra cerraba a las ocho de la noche y que debía apurarme porque ya estaban cerrando el
local. Me desperté como si hubiera estado zambullido en un sueño, inmerso en la hipnótica
contemplación de los cuadros. Volteé a mirar y me di cuenta que la galería lucía vacía. Ya en la
avenida Alcalá en medio de la fila india de peatones que caminaban sin premura recobré el pleno
sentido de la realidad, aunque el mundo de Botero seguía acompañándome como una quimera
reconfortante.

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