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BELLEZA DE LAS IDEAS, IDEAS DE LA BELLEZA

(DIALÉCTICAS Y ANALOGÍAS IV)

Juan Antonio Negrete Alcudia


www.dialecticayanalogia.blogspot.com

Julio 2013

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ÍNDICE

Prólogo, 3
La música de las Ideas, 4
La belleza de lo feo, 8
La libertad del artista, 12
El lenguaje de la música, 16
La música, lenguaje universal (como todo (el) lenguaje), 16
Qué significa significar, una vez más, 18
Arte, significado y realidad, 22
El significado de la música, 23
Inteligencia y gusto, 28
Lo bello y lo bueno, 33
La libertad del artista, una vez más, 38
La naturaleza de lo bello y la belleza de lo natural, 41
Evolución musical, 46
Una experiencia ¿musical? 49

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PRÓLOGO

En este cuarto volumen de recopilación de los artículos que he publicado los


últimos tres años en el blog www.dialecticayanalogia.blogspot.com, reúno los que
tratan de los asuntos de la belleza, el arte, la música, y temas relacionados. Se trata,
como en los otros casos, de escritos ocasionales, con diferentes pretensiones de
profundidad y exhaustividad, y que no representan, necesariamente, mi concepción
última (ni siquiera en el momento en que los escribí) de esos asuntos. Su destino
principal era promover el debate. Algunos de ellos, efectivamente, dieron lugar a
cientos y cientos de comentarios, que llenarían miles de páginas, gracias a comentaristas
entusiastas como Jesús Zamora, Héctor Meda o Maxwell, entre otros. Les doy las
gracias por ello.

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LA MÚSICA DE LAS IDEAS

Escucho una de las varias versiones de El Arte de la Fuga de Bach. O, mejor


dicho, escucho una concreta reproducción de esa versión en el lector de CDs. Una obra
musical, como cualquier cosa, es algo abstracto. Pensamos que podemos escuchar
varias veces, en varios sitios y momentos, la misma obra. Pensamos, incluso, que
interpretaciones muy diferentes en carácter, son interpretaciones de la misma obra. Una
obra musical, como cualquier cosa, es una entidad abstracta. Pero ¿cuánto de
abstracta? ¿Qué tiene que conservarse para que podamos hablar de la misma obra, de El
Arte de la Fuga, por ejemplo?

¿Es la misma obra la que, escrita para violín y piano, se interpreta en una
trascripción para violoncello y piano, o para flauta y guitarra? Solemos creer que sí.
Bach no especificó para qué instrumentos componía El Arte de la Fuga. Quizás lo hizo
así porque concebía su obra como una obra abstracta, que podía ser interpretada por
múltiples instrumentos o combinaciones tímbricas (lo que era habitual en la música
barroca y prebarroca, por otra parte): en cierto modo, los timbres no importarían, serían
algo accidental, casi anecdótico, para esa obra. Quizás pensó que no necesitaba siquiera
ser interpretada…

Tal vez sea fácil considerar anecdótico el timbre (sobre todo para composiciones
sesudas y poco impresionista) y, dentro de ciertos márgenes, el tempo… Pero ¿y las
proporciones tonales y sus relaciones armónicas? Supongamos una civilización distinta,
donde en vez de una escala dodecafónica, cuentan con solo una división decafónica del
ámbito de la octava, o que no dividen el ámbito sonoro en octavas iguales, sino que,
pongamos por caso, a medida que se asciende en la escala, las distancias entre sonidos
considerados distintos se alargan, de manera proporcional simple o compleja; o
supongamos una raza (en otro planeta) cuyo oído tiene un ámbito de escucha
“desplazado” hacia los graves respecto del nuestro, es decir, que toda nuestra música les
sonaría muy aguda y hasta dolorosa, o incluso inaudible; o supongamos un universo

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diferente al nuestro, con unas leyes físicas diferentes, pero con algo análogo al tiempo y
a la energía, en el que se puede definir algo análogo al sonido de nuestro universo y
algo análogo a nuestra inteligencia y facultad estética… ¿Podemos considerar (una mera
trascripción de) El Arte de la Fuga, la que la traduzca a los parámetros decafónicos, o
decrecientes, o la que la transporte dos octavas hacia abajo, o la que lo “traduzca” a las
características de otro universo (dando lugar así a melodías y armonías solo
análogamente semejantes a las que conocemos y apreciamos)? ¿Trasladado Bach al otro
universo en un ultraviaje, aceptaría que aquello que se estaba “escuchando” allí era su
obra, El Arte de la Fuga (estaría “Bach” “allí”)? ¿Podría encontrarse una trascripción
de El Arte de la Fuga a un solo sonido, temporalmente instantáneo, pero complejísimo
y organizadísimo (con una organización isomorfa a la de la obra tal como la
conocemos)?

Dando un paso más (quizá mortal), ¿es una obra musical algo que requiera
esencialmente ser oído o audible? ¿No podría Bach haber considerado El Arte de la
Fuga como un objeto independiente de esta o aquella forma de materialización, sea en
sonidos, sea en algún otro tipo de eventos físicos que implementen la misma estructura?
Imaginemos un mundo donde no hay sonidos. ¿Podría encontrar Bach allí una
“trascripción” o “traducción” adecuada de su Arte de la Fuga? (ha habido artistas
dedicados a investigar “cómo suena una manzana”) ¿No era, aquello a lo que apuntaba
Bach, aquello que pensaba haber descubierto, algo independiente de esta o aquella
materialización, una Idea de la que su encarnación sonora es eso: un mero avatar?

Todo esto plantea profundas preguntas sobre la identidad e individualidad de las


personas, los sonidos, las obras musicales… Si nos ponemos muy estrictos con las
exigencias requeridas para identificar e individualizar (es decir, no toleramos ninguna o
casi ninguna variación de la misma cosa), nadie ni nada podría viajar, ni ir más allá del
inaprensible instante. Es obvio que no es así como escuchamos, identificamos, y
disfrutamos y valoramos músicas y personas. Si, en cambio, exigimos solo una
identidad relativa, lo más flexible posible, permitimos que una cosa se manifieste de
muchísimas maneras y en muchos lugares, o incluso que todas las cosas sean
manifestación de una sola y única cosa. En un lugar intermedio, el mundo de Ideas es
uno, y a la vez formado por múltiples partes o aspectos suyos, pero se manifiesta en

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tantos mundos materiales como implementen, cada uno a su modo, la misma estructura
de las Ideas. Pero volvamos a la música.

Muchos filósofos (el último representante importante que conozco, y cuya


lectura me ha incitado, indirectamente, a volver a estas reflexiones ontológico-estéticas,
es Nick Zangwill1) afirman que, obviamente, el sonido es algo esencial en la música. No
podría, por ejemplo, darse una descripción verbal de una obra musical. Esto significa
que, cuando decimos que una obra musical es elegante, profunda, meditativa,
nostálgica, etc., sin que eso deje de ser de alguna manera cierto y estar basado en la
realidad (Zangwill defiende el realismo estético: la belleza es una propiedad real,
superveniente a otras propiedades naturales), es una expresión metafórica.

Seguramente es verdad, en un sentido, que el sonido es algo esencial a una obra


musical (aunque no, quizá, a la Idea a la que la obra musical quería servir de expresión).
Pero ¿no es el propio sonido una materialización provinciana (propia de nuestro mundo)
de una cualidad más abstracta, que podría realizarse de diversas formas, de manera que
podamos hablar de análogos del sonido en otros universos? Puesto que consideramos
científicamente el sonido como algo bastante epifenoménico (no una “cualidad
primaria”), captado por oídos concretos como los nuestros, ¿es la música algo tan
anecdótico, una categoría puramente antropocéntrica, coyuntural? ¿Qué hay, entonces,
de la armonía de las esferas, o de la música de las Ideas?

La teoría metaforicista tiene todos los problemas que tienen las metáforas. Si
creemos que tiene que haber alguna traducción no metafórica de una metáfora, entonces
la metáfora no nos sirve para nada. Si creemos que la metáfora es intraducible, nos
encontramos con el problema de la inefabilidad. Por eso, creo yo, no hay que aceptar la
metáfora más que en el último extremo, que es el principal: la Analogía. Mientras tanto
es bueno, metodológicamente, intentar no “preservar ámbitos de impunidad”, que diría
un tertuliano político.

¿Podríamos decir, entonces, que Bach expresó, en el lenguaje material que mejor
conocía, el de los sonidos, una Idea (un complejo ideal) muy importante, que podría

1
Entre sus varios artículos dedicados a la estética, que pueden encontrarse en su página web, “Music,
Essential Metaphor, and private Language, American Philosophical Quarterly, 48, 2011,

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haberse expresado de indefinidas maneras y en indefinidos otros lenguajes, siempre que
se conservase la estructura ideal (“matemática” -en sentido pitagórico, no galileano-), y
que es nuestra captación de esa implementación de esa estructura ideal importante la
que nos provoca el profundo sentimiento de belleza? Esto es, seguramente, en líneas
generales, lo que creía Bach.

(Dicho sea entre paréntesis: estas reflexiones “contrafácticas” lo que menos


abonan es alguna forma de relativismo, obviamente. Que fuera posible trascribir,
adaptar, traducir… una obra a los parámetros físicos, culturales, etc., de cada uno,
implicaría la invariancia no solo de la obra (El Arte de la Fuga) sino de los propios
criterios estéticos. El problema se desplazaría a la física y a la cultura, pero si se podía
demostrar que tales condiciones físicas son la traducción “lógica” o estructural de los
principios ontológicos esenciales, a las condiciones básicas de tal o cual mundo, y que
la cultura de tal o cual civilización es traducción lógica de los mismos invariantes
antropológicos a las circunstancias concretas en que a esos humanos les ha tocado vivir,
no habría el más mínimo lugar a relativismos ontológicos ni antropológicos).

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LA BELLEZA DE LO FEO

Los que, contra los tiempos, defendemos que el arte (en el sentido estético, no en
el sentido amplio, artesanal, que tuvo en griego tékhne, o, en latín, ars) es esencialmente
búsqueda y (re)producción de belleza (de la Belleza), tenemos que hacer frente a una
objeción importante: ¿qué pasa con el arte feo? ¿Cómo explicar, por ejemplo, la época
“terrorista” de Goya (como le oí un día a un muchacho)?

El arte clásico, se nos dice, intentaba expresar materialmente la proporción y la


unidad que definirían, según el idealismo de aquellos ingenuos tiempos, a la Belleza (y
a la Bondad y a la Verdad). Llamemos “teoría kalética” a la teoría estética que dice
que el arte es esencialmente búsqueda de Belleza (kalé). Esto, desde luego, no hay que
interpretarlo de manera superficial:

- Como se ha dicho muchas veces, bello no es lo mismo que bonito. Para algunos
es incluso su contrario. La tragedia, por ejemplo, no expresa nada bonito (o
bello, en el lenguaje kantiano), pero expresa algo sublime (o bello, en un sentido
profundo, propio de pitagóricos y platónicos): expresa, quizá, la grandeza del
alma humana cuando elige lo que su razón moral le prescribe, frente a lo que su
“naturaleza inferior” le tienta a escoger. Esto no es ningún problema para la
teoría kalética: la belleza del alma es belleza también, y más que la de los
cuerpos.

- Tampoco es un problema el hecho de que ciertas obras artísticas resulten, al


principio (hasta que son asimiladas por el público), feas o no manifiestamente
bellas. Esto se explica porque manifiestan una belleza más compleja que la
habitual. La armonía no manifiesta, superior a la manifiesta (que dijo Heráclito).

Pero ¿qué hay de las obras artísticas que buscan, descaradamente, lo feo? Y no
existen solo en la modernidad. Ya antes del terrorismo de Goya, algunos pintores

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barrocos, por ejemplo, o, más atrás, ciertos artistas de época helenística, se habían
dedicado a pintar lo feo, sin sublimidades. En la modernidad conocemos, desde luego,
muchos casos exacerbados, tanto en las artes plásticas como en la música o el cine. (Lo
que no conocemos es tanto arte bello). Este hecho es uno de los que ha abonado el
tópico de los últimos ciento y pico años según el cual el arte no busca necesariamente la
belleza: eso sería solo una parcialidad e incluso una simpleza de los clásicos. Parece
que, con el arte feo, se intenta conmover al espectador, provocar en él sentimientos
fuertes y poco habituales, sin atender a si estos son en sí “bellos” o remiten a belleza
alguna. O quizás incluso contra toda belleza… ¿Cómo puede un pitagórico, un
partidario de la teoría kalética, responder a esto?

Mi respuesta preferida creo que me la inspiró la lectura de textos de filosofía


neoplatónica medieval (Escoto Erígena, sobre todo –pero él lo tomó de Dionisio
Areopagita y este, indirectamente, del Parménides de Platón-). En estos textos se insiste
en que existen dos vías completamente diversas pero (o, más bien, “y por eso”)
complementarias para llegar al conocimiento de Dios. La vía positiva (katafática)
consiste en predicar de Dios todo lo que en este mundo encontramos como positivo,
multiplicándolo por infinito, por así decir, atribuyéndole un sentido super-eminente. Si
creemos que saber es bueno, digamos que Dios es absolutamente omnisciente; si nos
parece que tener barba y ser varón es importante, digamos que a Dios padre la barba le
llega a los pies. Ahora bien, no tenemos que perder de vista (como hacen los adoradores
de imágenes) que cualquier atributo finito es intrínsecamente inadecuado para expresar
lo infinito, porque de alguna manera infinito y finito, perfecto e imperfecto, absoluto y
relativo…, son inconmensurables (aunque, no obstante y por eso mismo, en otro sentido
son conmensurables o relacionables, y esto es lo que olvidan los iconoclastas). La vía
negativa (apofática), entonces, debe complementar a la otra, a la positiva, y para
algunos místicos es incluso superior a ella. Esta vía consiste en negar de Dios todo
predicado. Cualquier cosa, por perfecta que sea, no es nada comparada con Dios y, por
tanto, de toda cosa hay que negar que expresa lo divino. Los más sensatos y lúcidos
piensan que, como decía, las dos vías se complementan, y que cada una por sí sola lleva
a la ruina teológica.

¿Qué tiene que ver esto con el Arte y la Belleza? Con la expresión o
“producción” de la Belleza ocurre algo análogo a lo que ocurre con la expresión de la

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Perfección perfecta o Dios (porque la Belleza no es más que ese análogo). Es lo que
todo arte quiere expresar, pero existen dos vías, inversas pero complementarias. Hay un
camino positivo, directo, que consiste en intentar expresar la Belleza mediante aquellas
propiedades naturales que encontramos que mejor la encarnan. Este sería el camino
tomado por los griegos en su época clásica, y en general por todo arte que busque
manifiestamente expresar belleza natural, como expresión de la Belleza ideal. Es el arte
de la armonía, el orden, la luminosidad… porque nadie niega que estos son signos de
belleza. Este arte es un arte de la Metáfora: lo dicho remite, como “representación”, a lo
real-ideal.

Pero, sintiendo la inadecuación que siempre hay entre cualquier signo y lo ideal
que ese signo intenta significar, el artista puede, y debe, también “intentar” (sin él
saberlo) llevarnos a la vivencia de la Belleza de una manera negativa, indirecta, por
contraposición. Este artista nos mostrará lo feo, lo deforme, lo que niega el ideal. Ello
provocará en nosotros, inmediatamente, un dolor, un dis-gusto. Pero, mediatamente, la
mente se moverá en sentido inverso, y sentirá sin percibir, representará sin imagen,
presentirá sin presencia y contra la presencia, el sentido de lo bello.

¿Por qué me duele la contemplación de lo feo? Evidentemente, porque tengo en


mí un modelo ideal de Belleza, que me sirve de criterio axiológico, y con el que no
encaja lo que veo. Esto que veo, lo feo (lo deforme, lo contrahecho, lo “doloroso”), me
despierta, negativamente, la intuición de ese ideal de Belleza, con el que mido la fealdad
(es también este el “mecanismo” mental que opera en la Comedia y en toda
ridiculización). Quien no tuviese, en su fuero interno y esencial, el ideal de belleza, ante
la contemplación de lo “feo” simplemente tendría que quedar impertérrito.

Por supuesto, es propio de gente optimista preferir la vía clásica y positiva. Y es


de gente más bien deprimida, burguesa, decadente… lo contrario. Yo, personalmente,
prefiero la vía clásica, aunque no deja de gustarme esa vía indirecta y negativa de arte
que es el arte de lo feo: hasta él nos sirve para buscar la belleza, como el dolor
sintomático nos sirve para buscar la salud. Pero ¿quién es capaz de hacer, hoy por hoy,
un arte que guste siendo bello y optimista? ¿Quién no sabe que si quieres hoy triunfar
como poeta tienes necesariamente que ser un llorón?

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Los tiempos modernos, quizás no de manera despreciable influidos por el
espíritu judeo-protestante, espíritu del desierto, ven como una “tentación” y una
soberbia hacer explícito el espíritu, según lo expresó Wittgenstein. El Espíritu es
aquello de lo que no se puede hablar directamente, cuyo nombre no se puede ni
pronunciar. Solo podemos decir que no lo podemos decir. Esto se considera una manera
muy elevada de hablar de lo sagrado, de la Belleza (aunque el propio concepto de
Belleza es ofensivo, desde esta vivencia de lo sagrado, porque no deja de tener
connotaciones carnales e imaginales), de ese Otro inescrutable que rechaza, ante todo, la
idolatría. No es extraño que este pensamiento crezca en el ánimo de quien vive en un
desierto, sea el desierto real o sea el desierto que él mismo fabrica cuando ve a toda la
naturaleza, incluidos los cuerpos humanos, como una mera cosa inerte que se puede
cortar y vender (la vida desnuda, de la que habla Agamben, aunque con una intención
contraria a la que él cree, seguramente). Pero quienes, como los griegos, tuvieron y
tenemos, en cambio, la suerte de encontrar, o hacernos a nuestra medida, un mundo
fértil y luminoso, rodeado de mar y viñedos, no hay por qué aceptar aquella tristeza.

Hay quizás una tentación peor a la de querer hacer explícito el Espíritu: la de


separar en tal medida a la Naturaleza, del Espíritu, que aquella no valga nada ni
represente nada. No: entre Naturaleza y Espíritu, entre Signo y Sentido, entre Arte y
Belleza, no hay una separación esquizofrénica, sino dialéctica y analogía.

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LA LIBERTAD DEL ARTISTA

Los expertos en estética, o en esta o aquella área de la estética, se preguntan qué


tiene que tener algo para ser bello. Creen, en general, que hay buenos y malos artistas,
personas más capaces que otras de descubrir y recrear lo bello. Pero ¿en qué sentido
puede explicarse lo estético? ¿Qué es lo Bello? Esta es la cuestión más fundamental de
la estética, o sea, de la Filosofía de lo Bello. Sin embargo, ahora me gustaría tratar un
asunto preliminar a ese, y que puede ayudarnos a evitar ciertas confusiones: ¿puede la
Belleza (y el arte como dedicado a ella) ser “reducido” a otra cosa (a la Utilidad, al
Bien, a la Verdad…), o es autónomo y tiene sus propias leyes, irreducibles a, e
inexplicables en términos de, otro ámbito de nociones?

Parece que cuando nos preguntamos en qué consiste lo bello estamos intentando
explicarlo a partir de otra cosa, reducirlo. Pero, en un sentido muy esencial
(exactamente el punto de vista del artista), es posible y más que apropiado decir: “lo
bello es lo bello, punto”. ¿Ganarían algo los artistas sabiendo que aquellas cosas que
solemos considerar bellas resultan ser muy adaptativas biológicamente, o muy
“verdaderas” (muy heurísticas para buscar la verdad, como han creído tantos científicos
–“esta teoría es demasiado fea como para que sea buena teoría”-), o muy enaltecedoras
del ansia de Justicia? No ganarían nada. De ciertas cosas se predican propiedades
estéticas, y, en un sentido fundamental, estas propiedades son irreducibles: si las
reducimos, nos cargamos la estética.

Igual que es una falacia en el ámbito de la moral decir “esto es adaptativo, por
tanto es bueno” (pues ya se presupone ahí que, con carácter a priori y normativo, es
bueno sobrevivir) o “esto es adaptativo, luego es verdadero” (pues ya se presupone ahí
que necesariamente la verdad es útil), es una falacia decir “esto es adaptativo, luego
tiene que ser bello”, o “esto es heurísticamente rentable, luego tiene que ser bello”. Ello
no impide que, en verdad, todo lo bello sea adaptativo y heurístico. Pero no es un
criterio que el artista, en cuanto artista, pueda utilizar, ni es un ingrediente que

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aumentará el desfrute estético de la obra. En esto consiste la autonomía del artista, de la
actividad estética: tiene sus propios criterios.

Por tanto, en un cierto sentido, lo bello es lo bello, y es autónomo. Pero, por otro
lado, esto no impide, sino todo lo contrario, que se pueda y deba relacionar lo bello con
otras cosas, con lo bueno (y útil), y con lo verdadero. Esto es lo que quería significar la
tradicional teoría de las propiedades trascendentales del ser (“trascendental” no en el
uso kantiano, sino significando que se trata de algo tras-categorial, que inunda todas las
categorías del ser y de la realidad). Lo bello se “convierte” con (se solapa
completamente, o, por usar un término más de moda, “superviene” a) lo bueno y lo
verdadero, aunque lo bello es lo bello, y no se reduce a lo verdadero ni a lo bueno. De la
misma manera que lo bueno, aunque fuese cierto que se convierte con (o superviene a)
lo verdadero-ideal (es decir, que lo bueno se corresponde con las propiedades formales
esenciales de un ser, con su entelequia), lo bueno es lo bueno, un ámbito relativamente
irreducible a lo real.

Ahora bien, precisamente en estas irreducibilidades se asienta, erróneamente,


todo antirrealismo moral o estético, todo subjetivismo y relativismo. Es fundamental
aclarar este malentendido. El razonamiento antirrealista es algo como esto: puesto que
no hay una conexión analítica (tautológica, no negable sin contradicción) entre lo bello
y lo bueno, o entre lo bueno y lo esencial, o entre lo bello y lo esencial, entonces lo
bello (y lo bueno, en su caso) pueden desconectarse de lo esencial.

Esto es un error, por una importante razón (entre otras). ¿Cuán interesante es la
distinción entre lo analítico (tautológico) y lo sintético? Y ¿qué relación tiene eso con lo
necesario o contingente? Desde la antigua dialéctica de los griegos se sabe (y ha sido
recuperado por Frege y luego por Wittgenstein) que la única verdadera tautología, si
acaso, es a = a. Ni siquiera una mínima ecuación informativa de la más formal de las
ciencias (como a = b.c) se salva del hecho de que los dos lados de la ecuación son
diferentes, lo que obliga a distinguir entre Referencia y Sentido, Extensión e Intensión,
etc. No hay, en realidad, puras tautologías. (Recuérdese la paradoja de "lo que la tortuga
le dijo a Aquiles", de Carroll: la propia deducción que en cada momento se lleva a cabo,
depende de que, intuitivamente, aceptemos su validez). Pero, como vio Kant, esto no es
lo mismo que la distinción entre Necesario y Contingente, o que Universal y

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Particular. Es una mera falacia decir que todo lo que no es tautológico puro es
puramente “hipotético”, es decir, contingente. Necesario es todo aquello que no puedo
concebir de otra forma, ya sea de manera directa (por ejemplo, las nociones
axiomáticas, de las que no se puede dar una demostración pero no se puede ponerlas en
duda) ya sea que está necesariamente implicado en cualquier cosa que uno cree como
indudable (los auténticos “postulados”). Por ejemplo, un físico no puede demostrar (el
postulado o axioma de) la regularidad de la naturaleza, o la conservación de la energía,
pero es una premisa (implícita) en cualquiera de sus conclusiones. Un científico, del
tipo que sea, no puede dudar del método científico, porque lo presupondría para ponerlo
en cuestión.

Por más que no sea una mera tautología (insisto, en el caso de que exista algo
así) que, por ejemplo, “lo que podemos comprobar empíricamente, es conocimiento
válido”, por más que el escéptico pudiera decir siempre: “en todo caso, no hay
necesidad lógica de creer que lo que me represento es cierto”, el científico tiene que
presuponer la necesidad de ese axioma o postulado. Esto, que vale en el ámbito teórico,
vale igual en todo ámbito normativo, aunque el absurdo del intento de poner en duda los
principios no sea tan directo en la moral y la estética como lo es en el ámbito teorético.
Por tanto, la (relativa) autonomía de lo estético, no apoya lo más mínimo el
subjetivismo o el relativismo, o siquiera el contingentismo estético.

* * *

Hay dos aspectos en que lo Bello, en su aspecto normativo (la normatividad


estética, la Kalética Trascendental, digamos), es independiente y autónomo:

- Es independiente, primero, de otras normatividades, como la ética o la teorética.


Aunque pueda demostrarse la convertibilidad necesaria y hasta la dependencia
de lo estético respecto de, por ejemplo, lo ético, la normatividad estética es
autónoma para todo (y solo) lo estético. El artista no tiene por qué “saber”
(consciente y reflexivamente) nada de lo moral o científicamente útil que resulta
su arte.

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- Es independiente, segundo, respecto de los fenómenos estéticos. Igual que
ninguna teoría científica concreta puede falsar los criterios epistemológicos,
porque son estos los que determinan a priori qué es ciencia y qué no lo es, y lo
mismo que ninguna legislación positiva o establecida, pone en cuestión la ley
natural y a priori con la que somos capaces de juzgar lo correcto o incorrecto de
las leyes positivas, de la misma manera ningún juicio estético particular, sea
privado o colectivo, ni ninguna costumbre, moda o tendencia, reduce a la
estética trascendental. Cuando uno emite un juicio estético (“esto es bello”, “esto
es feo”) está implícitamente implicando que hay criterios no dependientes de
sujetos privados. Tan absurdo como decir “Dos más dos son cuatro, aunque no
hay nada más verdadero que falso” lo es decir “El Partenón es bello, aunque no
hay nada objetivamente más bello que nada”.

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EL LENGUAJE DE LA MÚSICA

Se dice que la música (o cualquier otro arte) es un lenguaje, pero a menudo no


pensamos seriamente qué significa eso. Significa que la música significa. Todo lenguaje
expresa algo, tiene significado. Pero ¿cómo puede la música (o cualquier otro arte) tener
significado? ¿De qué manera vehicula el significado? ¿Qué (tipo de) significado puede
portar?

La música, lenguaje universal (como todo (el) lenguaje)

Antes de discutir directamente el problema de la significatividad del arte, voy a


mencionar brevemente el asunto de la universalidad del lenguaje musical (o plástico,
etc.). No me refiero a que la música sea un universal cultural. Quiero decir que hay
universales musicales. Y es así necesariamente, porque esos universales son
constitutivos de lo que es música, precisamente porque la música expresa o significa, y
un lenguaje no puede ser arbitrario. Como todo (el) Lenguaje, la música adoptará muy
diversas formas según el contexto material (en sentido amplio, incluyendo lo social) en
que se encarne, pero todas esas formas diversas serán modos de una misma forma, y las
razones por las que adoptará esta o aquella forma dependerán fundamental y
objetivamente de las características contextuales, análogamente a como la misma luz
produce reflejos diferentes de acuerdo con las características de la superficie en que
incide. Desde luego, la gran distancia de contextos podría hacer muy difícil reconocer
esos patrones universales, hasta el punto de que dejaríamos de reconocer algo como
música, o incluso como signo de algo (como Lenguaje). En los contextos en que nos
movemos los humanos (y demás animales) no hay tanta diferencia como para que sea
imposible buscar y reconocer algunos de esos universales, esa gramática musical
terrestre.

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Todo el mundo reconocería, en principio, si un determinado canto puede o no ser
una nana (y no un canto guerrero), o un lamento por un difunto (y no una celebración de
llegada de la primavera), o una plegaria a los dioses (¿y no música ambiental de un
congreso ateo?). A mi hija de tres años, que no ha estudiado música, cuando se pone a
jugar con el teclado le pido que toque, por ejemplo, una música alegre; una música
triste; una música primaveral; una de duendes saltando por el bosque que de pronto se
detienen asustados ante la aparición del zorro… Todo el mundo puede imaginar que lo
que ella improvisa es diferente en un caso y en otro, y expresa o intenta expresar,
mediante sonidos, ciertos rasgos formales que “representan” o son-algo-similar-a lo que
le he pedido. Por supuesto, ella ha oído música desde antes de nacer. Según se sabe, ya
allí, en el vientre materno, se emocionaba con una canción alegre, o se calmaba con una
canción tranquila, de la misma manera en que se estimulaba con la llegada de glucosa y
se adormecía con el vaivén suave. ¿Se puede decir que ya allí ha “sufrido” la influencia
cultural concreta de sus padres y entorno? Ha oído, es cierto, determinadas escalas,
determinadas cadencias, etc.

Se puede decir que sí, que desde el principio viene aprendiendo nuestra música,
como nuestras costumbres en general. Pero esto tiene límites, como implica el
mero hecho que he mencionado: ella sabe “reconocer” canciones tranquilizadoras,
alegres..., como sabe reconocer otros muchos signos o información en general. Si no
tuviese la capacidad de reconocer algo como música, no podría aprender música. Se
puede educar la capacidad musical, pero no se puede generar de la nada: la música es, y
no puede no ser, “innata” y eterna, o más bien, atemporal, como la Gramática y como
cualquier capacidad normativa. El Lenguaje, cualquier lenguaje, es esencialmente
ingenerable.

Tenemos, diríamos entonces, un lenguaje completamente a priori (nuestro


“programa”, según una conocida metáfora). Ese lenguaje es abstracto, es decir, puede
ser llevado a la materia de diversas maneras, siempre que salven una relación de
homeomorfismo (usando este término en sentido laxo, no meramente topológico). Uno
aprende luego a hablar en alemán o en castellano, pero no aprende a hablar: aprende a
ejercitar la capacidad innata del habla. El Lenguaje no podría aprenderse sin lenguaje.
Exactamente lo mismo pasa con la música, porque la música es parte del Lenguaje, uno

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de los aspectos o realizaciones del Lenguaje con mayúsculas. Uno puede aprender a
expresarse musicalmente en el sistema temperado occidental, o en una afinación
“natural”; puede aprender los modos occidentales, o en el sistema de ragas de la India...
Pero eso son “solo” diferentes realizaciones del mismo lenguaje abstracto, la música,
como el chino mandarín y el sánscrito son “solo” diferentes realizaciones del Lenguaje.
De la misma manera en que podemos traducir la Lógica, la Matemática y, con tiempo,
cualquier cosa, de una lengua a otra, podemos entender como música (o el arte que sea)
cualquier manifestación musical (o artística en general) de cualquier cultura.

Es más, esos universales estéticos se dan también entre los otros animales (entre
muchos de ellos, al menos), es decir, que los (o, al menos, esos) animales tienen
experiencias estéticas. No solo a un nivel básico pueden perfectamente discriminar entre
lo que sabe mal o bien (lo que es ya una forma básica del gusto y su gramática), sino
que, a niveles superiores, son capaces de apreciar formas bellas. Hay pájaros (aves del
paraíso) que, para su cortejo, bailan ante las hembras después de haber preparado un
escenario con objetos vistosos. Muchas especies han desarrollado rasgos, y capacidad
de apreciarlos, cuya más evidente virtud es la belleza, en forma de expresión de orden y
armonía. La pretensión, habitual entre los aficionados a la divulgación científica débil,
de reducir esto a algo “inferior” (el vulgar “no es más que química”) es, además de una
muestra de especismo (¡cuánto más coherentes son, en ese sentido, los que también
intentan rebajar y desilusionar al propio hombre!), una muestra de ese espíritu suspicaz,
envidioso y empobrecedor propio del oscurantismo ilustrado (que Nietzsche denunció
en los moralistas ingleses -parecen, dice en La genealogía de la moral, disfrutar
encontrando que el hombre es mucho menos de lo que creía ser-, pero que el propio
Nietzsche practicó en sus momentos más positivistas).

Qué significa significar, una vez más

El Requiem de Penderecky expresa una tristeza profunda y apenas consolable,


aunque también una casi imposible esperanza; La Flauta Mágica rebosa vitalidad… Las
obras musicales, como los vinos y como cualquier obra artística, expresan o significan

18
cosas. La respuesta intelectual y sentimental del oyente es la correcta si es sensible a ese
significado. Admiramos a los que son más capaces de percibir los verdaderos matices
del significado de una obra musical compleja, y admiramos aún más al genio que sabe
expresar, en sonidos, significados y verdades profundos. Es más, para algunas personas,
lo que expresan o significan las obras artísticas, al menos en ciertos aspectos o
contextos, no puede expresarse “con palabras”, es decir, en un lenguaje verbal. Aunque,
desde luego, casi todo el mundo cree que, también a la inversa, hay muchas cosas
significables con el “lenguaje verbal” que no puede expresar ningún arte. Por ejemplo,
una teoría.

¿Cómo puede, ese juego con los sonidos que es la música, ser significativo? ¿En
qué consiste el significado de una obra musical? ¿Hasta dónde llegan sus posibilidades
semióticas? Respecto de la primera pregunta, lo extraño sería, más bien, que una
combinación voluntaria de sonidos careciese de significado. Es más, ¿puede, una acción
voluntaria (valga la redundancia) habitar fuera del mundo del significado? Dando por
supuesto que la música, como cualquier lenguaje, significa, empecemos
preguntándonos cómo significa el Lenguaje en general, para ver luego cómo se concreta
esto en el lenguaje musical (o artístico en general).

¿En qué consiste el significado?, ¿qué es el significar del Lenguaje? Una


viejísima respuesta dice que el lenguaje “representa” la realidad. Esto es fácil creerlo
con ejemplos simples: una interjección como “¡ay!”, representa el (o al) dolor, una
gráfica representa un movimiento… Pero, aparte de que hay cosas que no se ve
fácilmente cómo y qué pueden representar (como, por ejemplo, “y”, “no”, etc.) hay una
paradoja esencial en el representacionismo. El “¡ay!” representa dolor, pero el dolor es
también una representación nuestra, en el sentido de que es algo interno al lenguaje,
algo “lingüístico”, no algo ajeno al Lenguaje y la significatividad. ¿Cómo saber lo que
representa el Lenguaje, en general, si no podemos salir de él? La idea de representación
parece suponer la posibilidad de comparar el modelo con la copia, la realidad o cosa en
sí con su representación. Pero eso no podemos hacerlo: solo los ingenuos creen en los
datos puros, sean naturales o ideales. No hay un acceso no-mediado a las cosas, si es
que hay cosas. A lo sumo, podremos comparar unas representaciones con otras, y quizás
unas sean representaciones de representaciones, y otras sean representaciones de primer
orden. ¿Será, el Lenguaje, solo representación de representación?

19
Supongamos que, de alguna manera, es correcta la crítica al representacionismo
lingüístico: no hay manera de escapar a la representación, una vez nos situamos dentro
de ella. Pero tampoco queremos “salirnos por la tangente” y solucionar la cosa con
pragmatismos, o sea, intentando reducir el significado al uso o alguna otra noción
pragmática. ¿Cómo explicar el significado del Lenguaje desde dentro, sin presuponer
algo a lo que representaría? ¿Cómo explicar que, cuando oímos o vemos un signo o una
ristra de ellos, entendamos algo?

El propio Lenguaje (empezando por el Lenguaje mental) tiene que tener algún
mecanismo organizador, significativo, discriminatorio. El significado es, al menos en
parte, el hecho de que ciertas estructuras del Lenguaje son correctas y otras no. Si
buscamos los criterios de corrección y significatividad, encontraremos dos muy
abstractos, y subespecies de ellos: por un lado, está la exigencia de identidad,
coherencia, unidad…, o sea, la Lógica. No hay lenguaje sin lógica. Un discurso ilógico
o caótico o incoherente es, en la misma medida, asignificativo, y un lenguaje es, en
cambio más significativo, cuanto más coherencia tiene. Pero no basta con la coherencia.
El otro principio es el viejo requerimiento de “salvar los fenómenos”, es decir, hacer
que toda la pluralidad de experiencias dadas, o la mayor cantidad posible de ellas,
encajen en un mismo sistema de coherencia, o de la mayor coherencia posible. Un
lenguaje es más significativo cuanto más lógicamente (unitaria y organizadamente) trata
los fenómenos (lo dado, múltiple, cambiante, contingente)2.

¿Hay que abandonar del todo, entonces, el concepto de representación? En


absoluto. Para empezar, en un sentido inocente (no comprometido con o contra el
idealismo) podemos llamar representaciones a todo lo que el Lenguaje (empezando por
el mental) contiene, sea en su lado más material o en el más formal, en la semántica o la
sintáctica. Tenemos derecho a hablar así desde que el sujeto es consciente de los
contenidos de su conciencia, o sea, cuando tiene conciencia. En algún sentido es verdad
que somos espectadores de nuestros contenidos de conciencia, y el yo acompaña, como
decía Kant, a todos nuestros juicios. Pero, además, puesto que algunas de estas

2
Como se ve, no nos hemos acogido a las teorías anti-representacionalistas puestas de moda por D.
Davidson, H. Putnam y otros, en la medida en que pretenden eliminar el problema por medio de la
socialización o “externalización” intersubjetiva del significado. No creo que la intersubjetividad nos lleve
más allá de la subjetividad, ni más allá de la representación. Pero no discutiré esto ahora.

20
representaciones son más incorrectas que otras, damos por supuesto algo externo al
Lenguaje, una cosa en sí, que justifica o fundamenta el hecho de la discriminación. Sin
eso, caeríamos en el lingüicismo absoluto.

La conciencia es intencional, es decir, se refiere a algo. Y esto es tan esencial


para el concepto de significado como el hecho de que haya una estructura del Lenguaje.
Podemos decir que, cuanto más significativo y verdadero es el lenguaje, más se acerca a
lo que realmente es (o existe o hay…) El lenguaje, o la conciencia, solo puede adoptar,
desde un punto de vista lógico, dos relaciones con su referente intencional: o difiere o
coincide. Y, desde un punto de vista práctico, el sujeto titular de la representación o
bien es activo o bien es pasivo (el pragmatismo del significado, se basa en la idea de
que lo más correcto produce actividad: utilidad. operari sequitur esse, decían los
escolásticos, siguiendo a los filósofos griegos).

En resumen: que el lenguaje es significativo significa que está estructurado


discriminativamente según los criterios de la mayor unidad de lo diverso, y, también,
que representa lo real externo a él (al propio lenguaje). El ‘también’ une las teorías de
la coherencia y de la correspondencia acerca del significado y la verdad. Ambos lados
del ‘también’ son necesarios: el Lenguaje está estructurado (es el ámbito de la esencia),
pero remite a lo en sí (la sustancia, lo existente en sí mismo).

Esto vale lo mismo para el lenguaje musical y artístico en general. La


significatividad del lenguaje musical consiste, estructuralmente, en la posibilidad de
organizar todo el mundo sonoro de diversas maneras, con diversas proporciones de
orden (entendiendo “sonoro” en un sentido tan abstracto como hiciera falta). Pero, a la
vez y por lo mismo, el lenguaje musical, al significar, refiere; y referir es referir a la
realidad. El referente último de la música son las cosas (no solo y quizá de ninguna
manera importante los sentimientos –según discutiré en otro momento-), y lo hace
expresando la estructura de esas cosas (o, más bien, un análogo de ella) mediante la
estructuración de sus elementos (del propio lenguaje musical). Es más, lo hace de
acuerdo con los mismos criterios que el Lenguaje en general y que el lenguaje “verbal”
en particular, o sea, buscando la mayor unidad para la mayor multiplicidad de
fenómenos a significar, pero adaptados o especificados a lo que es el Lenguaje artístico
y, más en concreto, el Lenguaje musical.

21
Arte, significado y realidad

Aquí aparece otro problema fundamental, al que me referiré ahora solo muy
brevemente, esperando que lo que voy a decir no resulte muy oscuro. Si sostengo, según
acabo de hacer, que el lenguaje de la música, como todo lenguaje en general, refiere a la
realidad, ¿cómo casar esto con que digamos, en otros momentos, que el arte busca
expresar la Belleza ideal? Algunos ven aquí dos teorías incompatibles: o bien el arte
busca lo ideal, pero entonces escapa de la realidad, o bien el arte expresa o imita la
realidad, pero entonces no se explica como búsqueda de ideal.

La respuesta es que lo ideal no es menos real que lo dado, sino más. El arte
nunca pretende “describir” el fenómeno dado. Ni siquiera cuando cree pretenderlo (que
es ya una postura filosófica, ideal, y que no puede dejar de seleccionar qué es lo que va
a fotografiar). Siempre, en algún u otro grado, busca la realidad ideal, es decir, la que
organiza con mayor unidad la mayor cantidad de mundo. Algunas formas de arte, es
cierto, se mueven a un nivel muy poco alejado de lo cotidiano: son el arte más vulgar.

Pero, entonces, ¿no es en esto diferente el arte (buscando lo ideal) de la ciencia


(pretendiendo describir lo real)? No. La actividad más puramente teórica no es toda del
mismo nivel, como no lo es todo arte. Hay descripciones de casi a ras de tierra y
especulaciones filosóficas sobre el todo. Hablando específicamente de la Ciencia, si
bien pretende describir el mundo, intenta hacerlo según los patrones más ideales
posibles. Más allá, va la Metafísica. También en el arte hay un arte metafísico y un arte
más apegado a lo natural.

Hasta aquí lo que quería decir brevemente sobre el arte, su significado y la


realidad. Pero, para seguir donde lo había dejado: ¿qué es, específicamente, el lenguaje
artístico? ¿En qué estriba la diferencia respecto del Lenguaje en general? Y ¿cuál es la
diferencia entre el lenguaje verbal (con el que expresamos todo tipo de cosas, desde
nuestros conocimientos filosóficos y científicos hasta nuestras emociones, aunque unas
con más facilidad y éxito que otras) y el lenguaje artístico (con el que, según parece,

22
podemos expresar profundamente ciertas cosas, pero nos es imposible o casi imposible
expresar otras)?

El significado de la música

El lenguaje de la música, como todo lenguaje, “imita a la naturaleza”, es decir,


representa o significa a las (propiedades auténticas de) las cosas. Pero ¿cómo lo
hace? ¿En qué se diferencia del lenguaje “verbal” o teórico?

Aquí mi tesis preferida vuelve a ser la recuperación de una viejísima idea, que
creo que es mayoritariamente compartida por los expertos en estética: el lenguaje, decía,
es, en general, estructura, organización, síntesis de forma (lógica, sintaxis) y materia
(“semántica”), de identidad y pluralidad; pero el lenguaje verbal es fundamentalmente
conceptual mientra que el lenguaje artístico es figurativo. Se trata, entonces, de definir
y contrastar lo mejor posible lo Conceptual y lo Figurativo. En añejos términos
gnoseológico-psicológicos, esto equivale a la distinción entre Entendimiento e
Imaginación.

Unas precisiones terminológicas, antes de nada:

- En la noción de Conceptual incluyo no solo lo que se entiende específicamente


por concepto (como opuesto a juicio, teoría, etc.) sino todo lo que forma parte
del ámbito de la teoría. El elemento atómico del ámbito conceptual es el término
o concepto, y el elemento completo, holístico, es la teoría (el conjunto –o, más
bien, sistema u orden- de todas las teorías).

- En la noción de Figurativo incluyo todo aquello que es elemento de la


Imaginación o Fantasía. Aunque los términos “imagen”, “fantasía”…, remiten al
campo semántico de lo visual, hay que entenderlo como aplicable, no
metafóricamente, sino bastante literalmente (todo lo que lo permite el carácter
analógico del lenguaje, sobre todo el filosófico), a cualquier campo sensitivo

23
(imágenes acústicas, fantasías acústicas) e incluso a un campo abstracto
figurativo (algo así como las condiciones de posibilidad de toda figuración).

Pero ¿qué es una figura, por oposición a un concepto? Es muy difícil, no ya


definir, sino aclarar estos conceptos. Son constitutivos de lo que pensamos y decimos en
todo momento, pero, pese a eso y a la vez por eso, como le pasaba a Agustín con el
tiempo, tenemos de ellos un concepto menos claro y explícito de lo que creíamos y
querríamos (son nuestros impensados).

Todos podemos entender y figurarnos la diferencia entre entender el concepto de


triángulo, de viento o de justicia, por un lado, e imaginar una figura triangular, una
figuración (acústica, por ejemplo) del viento o una figuración de la justicia, por otro.
Aunque la imaginación siempre acompaña inextricablemente a nuestra actividad
cognitiva más abstracta (hasta el punto de que pensadores como Berkeley, Hume y
otros, llegaron a confundir una cosa con la otra), los conceptos son, realmente,
inimaginables o infigurables. No podemos, literalmente, imaginar una línea matemática,
que es algo inextenso e incoloro. No podemos, literalmente, imaginar las nociones de
justicia, verdad, amor, etc. No podemos imaginar ningún concepto en cuanto tal. Un
concepto y una imagen son dos cosas completamente diferentes, aunque tan
correlativas como alma y cuerpo.

Pero ¿en qué consiste que algo sea o no imaginable? Si tanto un concepto como
una figura son entidades complejas, síntesis de principalmente dos elementos (la unidad
del todo, y las partes), entonces se puede decir que las partes de una figura guardan
entre sí una relación “extensiva” o “material”, es decir, son partes, en un aspecto
esencial, cuantitativamente heterogéneas (distintas solo numero, como lo eran
aristotélicamente los individuos de una misma especie: no conceptual o formalmente
distinguibles), mientras que las partes de un concepto tienen entre sí solo o
fundamentalmente relaciones formales o intensionales.

Una manera más tangible de decirlo es esta: todo lo imaginable es, por muy
orgánico que sea, “cuerpo” (visual, acústico… incluso abstracto, pero cuerpo), es decir,
un todo formado por partes extensas, por espacio. En cambio, lo conceptual es
“incorpóreo”, irrepresentable mediante una figura formada por partes extensas,

24
inespacial. La articulación de lo conceptual es más abstracta y a la vez esencial o ideal
que la de lo figurativo.

La distinción entre Conceptual y Figurativo puede concebirse como una


distinción radical o gradual. Ambas vías tienen su necesidad y sus aporías: ¿hay
concepto puro, sin cuerpo?, ¿hay imagen pura, sin concepto? Desde la concepción
dialéctico-analógica, debe ser concebida simultáneamente como ambas cosas, pero
asimétricamente inclinada la relación hacia lo conceptual. No me detendré en esto.

A esa diferencia, entre Conceptual y Figurativo, es a la que se alude,


erróneamente, cuando se dice que el lenguaje “verbal” (es decir, conceptual) es
“convencional”, es decir, que no guarda una relación figurativa con su significado,
mientras que el lenguaje figurativo (o “icónico”) es más “natural”, porque guarda una
relación de semejanza con su significado (con lo fenoménico, se quiere decir). Así, un
jeroglífico estaría a medio camino entre una representación “natural” y una
“convencional”. Esta manera de entender las cosas es propia, obviamente, del
naturalismo filosófico (y también del modo de andar por casa), para el que lo no
figurable corpóreamente es convencional, artificial, ficticio. La verdad, a mi parecer, es
lo siguiente: el lenguaje figurativo representa a las cosas como solo puede hacerlo,
mediante imágenes, mediante representaciones corporeomorfas. Por supuesto, esto es
más posible cuando se trata de representar fenómenos naturales (figurar plásticamente
un paisaje, o figurar acústicamente el canto de un pájaro o el sonido del viento), pero se
vuelve muy difícil cuando se trata de representar nociones abstractas o ideales (en la
Matemática, y más aún en la Lógica, y, de otro modo, en la Metafísica, pero también en
la Ética y la Estética, en su parte ideal). Por tanto, el lenguaje figurativo solo es más
“natural” si entendemos 'natural' en el sentido físico. Pero lo opuesto a eso no es lo
convencional: lo opuesto a eso es lo ideal. El lenguaje “verbal” no es menos natural, o
más artificial, sino más ideal.

De todo eso se pueden deducir la virtud y los límites del lenguaje artístico,
musical por ejemplo. El lenguaje figurativo tiene un mayor poder expresivo para todo lo
que está más “cerca” de los fenómenos naturales y psicológicos más contingentes, para
todo lo que tiene en sí figura (aunque precisamente por eso le resulta más banal
entregarse a esa tarea “pictográfica”), mientras que solo con mucho trabajo de

25
sublimación y analogía es capaz el lenguaje figurativo (acústico, plástico) de expresar
ideas muy universales y esenciales (pero este es, precisamente, el reto del artista, y lo
que hace maravilloso su logro). El lenguaje conceptual o “verbal”, en cambio, expresa
más toscamente lo fenoménico, pues se ha ido formando mediante la abstracción de
todo lo figurativo. Por eso es capaz de expresar mejor lo abstracto. En el seno del
lenguaje figurativo es prácticamente imposible expresar el suficiente metalenguaje
como para tener “teoría” (: aserciones lógicas, demostraciones, etc.), tal como con un
lenguaje “verbal” o conceptual es muy difícil expresar las sutilezas de las emociones
más concretas.

Esto suele interpretarse como que el lenguaje figurativo o artístico es incapaz de


la verdad. Sería más correcto decir que el lenguaje figurativo trata de la verdad (y la
argumentación) de forma implícita, como implícito está el concepto en la imagen. Solo
una interpretación en un lenguaje no figurativo, conceptual, verbal, puede explicitar la
teoría veritativa implícita en la imagen. Por eso se ha dicho que una imagen necesita ser
interpretada. Por eso dijo Platón que el arte es imitación de imitación.

El lenguaje artístico o figurativo, no obstante, lo cubre todo, como el lenguaje


conceptual o “verbal” y como cualquier otro lenguaje, por simple que sea. Pero, como
decía, cubre mejor (aunque menos interesantemente) lo que es más intrínsecamente
figurativo o material, y con más dificultad, pero más interesantemente, lo que es más
ideal e inextenso.

En un interesante artículo, titulado “Explaining Musical Experience” (alojado en


su web) Paul Boghossian, tras rechazar, con toda la razón, cualquier explicación
psicologista y naturalista del significado musical (porque, dice, no salvan lo importante:
la racionalidad de las emociones estéticas), y la teoría metafórica de Scruton, explica el
significado en la música así:

“Un pasaje P es expresión de E en el caso en que P suena de la manera en que


una persona suena cuando expresa vocalmente E, o suena en la manera en que
una persona se manifestaría si expresase gestualmente E”.

26
Aunque, a primera vista, suena un poco tosco (¿la música es una imitación del
canturreo o el gesto de las personas al hablar?), estirando las ideas lo suficiente, me
parece un camino que está en camino a lo correcto. El concepto que más hay que estirar
es el de Gesto. Si por Gesto entendemos la figura que “naturalmente” (es decir,
idealmente) le corresponde a una idea o complejo de ideas, la Música (como cualquier
arte: la danza, la pintura…) puede entenderse, entonces, como una gesticulación sonora
(corporal, plástica…) que pretende representar la realidad ideal de las cosas mismas.

Queda por hacer al menos una puntualización muy importante, acerca del
lenguaje verbal. Si la Poesía (la escritura artística en general) es parte del lenguaje
“verbal”, y usa los términos abstractos propios de lo verbal, ¿cómo puede ser un
lenguaje estético o figurativo, como lo son la música o la plástica, que no usan lo
verbal? En realidad, la Poesía no es menos figurativa que las otras artes: usa el lenguaje
verbal (incluso cuando recurre a términos muy abstractos) en su aspecto más figurativo,
no en su aspecto conceptual.

27
INTELIGENCIA Y GUSTO

Es un lugar común que, de entre los diversos aspectos de ese holograma u


“holosema” que es el alma, el destinatario principal de las obras de arte bello es el
Gusto. ¿Es esto así, y en qué modo o medida lo es?

El arte, se dice, expresa emociones y, sobre todo, tiene como finalidad principal
suscitarlas. Placer desinteresado, dice Kant, es la belleza. Sin embargo, el gusto, aquí
como en todos los temas (por ejemplo, en el ámbito de la verdad –la fruición
contemplativa- o en el ámbito moral –la felicidad o satisfacción-) depende de las
características de aquellas cosas que lo suscitan. No ocurre misteriosa y aleatoriamente
que sentimos gusto por esto igual que por lo otro. Así que alguna relación esencial tiene
que haber entre el placer estético y lo que lo causa.

Hemos situado el lado “objetivo” de la relación sujeto-objeto estética, en los


rasgos figurativos de las cosas. Ahora podríamos plantearnos, ¿qué lugar ocupan, en el
arte y en la experiencia estética, por un lado el Gusto (el aspecto emocional) y, por
otro, la Imaginación y el Intelecto, que se hacen cargo de la Forma-Figura? ¿Podría
hablarse de belleza donde no hubiese una experiencia de gusto? ¿Puede alguien calificar
de bello algo que le deja emocionalmente indiferente? Me gustaría, para aclarar un poco
este asunto, comparar el caso de la Estética con el de la Teorética y con el de la Ética.

En el hecho teórico hay que suponer ciertas propiedades del objeto (propiedades
“reales”), y ciertas capacidades del sujeto (de comprender, juzgar y argumentar), y,
juntas esas propiedades y capacidades, dan lugar a la experiencia teórica o creencia (en
sentido amplio, no como opuesta a “saber” sino incluyéndolo). Para una concepción
pulcramente racionalista, bastará con esto. Ahora bien, las demás facultades psíquicas,
como la volición o la emotividad, no están en absoluto ausentes de ninguna experiencia
teórica. Parece imposible, por ejemplo, en ciertos aspectos al menos, separar la
comprensión de una proposición (tenida por) verdadera, del sentimiento de gusto por
esa comprensión y esa “sensación de verdad”. Las dudas suscitan desasosiego, y las

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decepciones teóricas (descubrir, por ejemplo, que cierta hipótesis creída cierta, es falsa)
suscitan, en un primer momento, dolor junto a la satisfacción intrínseca a cualquier
descubrimiento. ¿Podría darse actividad teórica sin las emociones que la acompañan? Es
fácil creer que no. Es más (se planteará el suspicaz), ¿no será, al fin y al cabo, que la
convicción de verdad no es nada más que el efecto necesario de lo que nos gusta creer?
¿No depende, todo el “saber”, de la certeza, y no será la certeza más que un sentimiento
muy vivo y gustoso? Aquí se habría consumado el sentimentalismo teorético. Por
supuesto, pocos se atreven a tanto. Esa “teoría” reduce toda teoría a pura ilusión
emocional. Pero, entonces, ¿cómo sabemos, de hecho, qué emociones sentimos, si
también esto son creencias? Y ¿cómo podemos justificar nuestra teoría sentimentalista,
si toda la “justificación” de una teoría estriba en que me guste o no? Tenemos buenas
razones para rechazar este reduccionismo-a-lo-peor. Diremos, más bien, que la
emotividad acompaña siempre a la intelección, a la actividad teórica más abstracta, pero
no como causa, sino como efecto o como necesario "bien colateral" (o de forma
sincronizada, como el alma y el cuerpo de Leibniz). Aceptamos que un teórico se deje
guiar por el olfato de su gusto, pero no admitiremos eso como justificación de sus tesis.
No confundiremos el síntoma con la etiología.

Pasando al hecho moral, aunque desde un punto de vista autónomamente moral


lo que legitima una elección son ciertos criterios morales, es tan inconcebible como en
el caso anterior, o más, una actividad moral que no vaya necesariamente acompañada de
una experiencia sentimental. Una elección que creemos correcta va acompañada de
satisfacción (y de autosatisfacción), y una mala elección produce dolor. Por eso, todavía
más que en el caso de la actividad cognoscitiva, hay quienes cifran el origen o
fundamento de toda elección en el motivo sentimental. Nuevamente, esta teoría
sentimentalista convierte a la libertad y a la moral en una ilusión. Pero nuevamente es,
creo yo, una falacia. Como señaló Kant, una cosa es que la felicidad siga siempre (si es
que lo hace) a la (considerada) buena elección, y otra muy diferente, que la expectativa
de felicidad sea la causa de la elección. Todos sabemos que es una inferencia, no ya
injustificada sino imposible, la que va de “esto me produce felicidad” a “esto es
correcto”. Normalmente elegimos algo sin siquiera especular sobre cuánta felicidad nos
reportará, sino por otras razones. El sentimentalismo moral, como el teorético, incurre
en la falacia naturalista (en su versión psicologista) o confusión de géneros o metábasis,
pretendiendo extraer normatividad volitiva a partir de hechos emotivos. Incluso para

29
aquellos que anteponen a toda otra cosa la persecución de su felicidad, lo hacen ya
desde una elección moral autónoma, que ha identificado la felicidad como lo correcto.
No es lo mismo “esto me gusta” que “esto lo quiero porque quiero lo que me gusta”.
Otra vez, haremos bien en considerar a las emociones como la respuesta adecuada y
necesaria (el síntoma) de la elección correcta, pero no su causa.

Algo análogo podría empezar por decirse de la Estética, aunque aquí es aún más
difícil verlo, y con razón. En la experiencia estética, el sujeto contempla unas
determinadas propiedades de las cosas y las valora como bellas, de acuerdo a criterios
estéticos (generalmente inconscientes –como por lo demás pasa en el caso de la
actividad cognitiva y de la actividad volitiva-). Esta apreciación tiene un momento
indudablemente intelectual, que hemos localizado fundamentalmente en la capacidad de
figuración, pero que no puede funcionar sin las otras capacidades intelectuales
(memoria, razonamiento…). A un ser inteligente no le pueden gustar cosas “estúpidas”,
y un ser de poca inteligencia no puede tener gustos “elevados”. El nivel de complejidad
de las obras de arte que una época o un individuo aprecian es coherente con el nivel de
complejidad que en otros ámbitos, en el del conocimiento y en el de lo político-moral
por ejemplo, han alcanzado esa época o ese individuo. Cuando los críticos de arte o los
artistas hablan de las propiedades valiosas de una obra, no mencionan directamente los
sentimientos que suscita, sino las propiedades formales de la obra y, en todo caso, los
sentimientos que “expresa”, pero incluso en ese caso se aprecia más la maestría o
genialidad con que los expresa (o “representa”) que a los sentimientos mismos así
expresados.

Desde luego, es prácticamente inconcebible separar la (valoración de) belleza de


una cosa, de su poder para suscitar sentimientos, los sentimientos estéticos. Las obras
bellas despiertan placer, y las obras feas, desagrado o, en el mejor de los casos,
indiferencia. Incluso quizá pueda decirse que las emociones que nos causan las obras de
arte (y esto es especialmente llamativo en el caso de la música) son, en algún aspecto,
más intensas que las que nos causa una actividad intelectual (comprender la
demostración de un teorema) o hasta las que nos causan los hechos morales y políticos
(al menos los cotidianos). Aquí, más que en ningún sitio, existe la tentación, en la que
se ha caído muchas veces, de tomar a este placer estético por causa y fin de la obra de
arte. Pero ¿no habría que, trasladando a lo estético el movimiento moral kantiano (y

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platónico), advertirnos de no confundir la causa con el efecto? El placer estético es,
seguramente, la respuesta emocional adecuada y necesaria (el síntoma) de la percepción
de belleza, pero la (percepción de) belleza consiste, antes (etiológicamente antes) en las
propiedades figurativas del objeto y de su manifestación en la imaginación.

Si todo eso es así, podemos entonces entender de la siguiente manera en qué


consiste la educación del gusto (lo que, en otro caso, es un misterio completo): la forma
de educar el gusto es capacitar al sujeto para que “sepa” ver y discriminar las
propiedades figurativas en toda su complejidad. A quien reciba esta educación, el gusto
se le dará por añadidura, porque va necesariamente unido a la percepción correcta de las
formas (“correcta” en el sentido emocionalmente aséptico, es decir, correcta desde el
punto de vista puramente intelectual). Por supuesto, siempre puede darse una educación
sentimentalista, que se base en la coacción emocional del sujeto, dándole a entender,
ante diversos modelos, cómo se espera que responda emocionalmente a cada uno de
ellos. El sujeto puede, sometido a tal adiestramiento, o bien rechazar esos modelos (“a
mí no me gusta eso”), o bien, dado que es expuesto a modelos en verdad canónicos,
puede casualmente encontrar, de manera más o menos consciente, las propiedades
formales objetivas que deben suscitar esta o aquella respuesta. Aquí pasa como con
cualquier educación. Uno puede aprender algo o bien de oídas (repitiendo lo que sabe
que satisfará a los que tienen en sus manos satisfacerle a él), o bien comprendiendo ese
algo. Pero solo puede hablarse de verdadera educación cuando uno comprende que eso
(y por qué eso) es verdadero, bueno y bello.

No obstante, parece que en la captación y vivencia de la Belleza, la capacidad


emotiva tiene una más estrecha relación que en la experiencia teórica e incluso en la
ética. De alguna manera, creo, lo que la Imaginación o capacidad figurativa es a la
Inteligencia, lo es el Gusto a la Psique en general. Es decir, Imaginación y Gusto
ocuparían lugares del todo análogos, cada uno en su ámbito propio, el Gusto entre las
facultades psíquicas generales (con la Inteligencia, la Volición, la Sensibilidad) y la
Imaginación entre las facultades específicamente intelectivas (junto a la Memoria, el
Razonamiento, la Intuición…). Esto requeriría un desarrollo mucho más detenido, que
dejo para otra ocasión.

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LO BELLO Y LO BUENO

¿Qué relación hay entre bondad y belleza? ¿Puede algo bueno ser feo, y algo
bello, malo? (¡Claro que puede haber lo bueno feo y lo malo bello -se dirá-: es lo que
vemos en todo momento!) Y, en ese caso, ¿cuál es la autonomía del artista, otra vez?

En Septiembre de 2001, Karlheinz Stockhausen, considerado un genio de la


música contemporánea, escandalizó a “todo el mundo” al calificar el entonces recién
ocurrido suceso de las Torres Gemelas como la mayor obra de arte. "Lo que sucedió allí
-y ahora todos ustedes tienen que cambiar de chip- es la mayor obra de arte que haya
existido jamás", dijo en una rueda de prensa durante el Festival de Música de
Hamburgo. "Que unos espíritus hayan conseguido realizar, en un solo acto, algo con lo
que ni siquiera podemos soñar en la música; que personas ensayen como locos durante
diez años, totalmente fanáticos, para un solo concierto y luego morir... Es la mayor obra
de arte que existe en todo el cosmos. Yo no podría. Comparado con esto, los
compositores no somos nada".

Como se puede imaginar, la gente no tuvo paciencia con esto (dejemos a un lado
cuánta hipocresía o inconsciencia de lo que pasa en el mundo había en esas ofendidas
reacciones). Se suspendieron conciertos y hubo “todo tipo de declaraciones” (en
realidad, solo un tipo de declaraciones). Hasta el compositor Gyorgy Ligeti dijo que, si
realmente había dicho eso, era para encerrarlo en un manicomio. Stockhausen intentó
matizar enseguida (aunque con poco éxito), diciendo que se refería a la mayor obra de
arte de Lucifer, y al papel de la destrucción en el mundo… Con toda seguridad, era eso
lo que quiso decir desde el principio. Pero el asunto quedará como una de esas feas
excentricidades que parecen connaturales a ciertos grandes artistas.

Pero ¿por qué, esto? ¿Qué había de incorrecto en la opinión de Stockhausen?


¿Qué tenía de malo, o de equivocado, lo que dijo? Él solo quiso hablar de aquel suceso
desde el punto de vista estético. ¿Es que una obra de arte es menos bella, incluso menos
valorable, porque la haya hecho Lucifer? ¿No podía emitir él un juicio meramente

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artístico, sin tener en cuenta el contenido moral de ese acto? Obviamente ofendió, no
que Stockhausen emitiese un juicio estético equivocado, ni siquiera (aunque algunos
pudieran creer otra cosa) que se emitiese un juicio equivocadamente estético (es decir,
que se considerase perteneciente a la categoría “obra de arte” lo que no lo era de
ninguna manera), sino, antes que nada, que alguien se atreviese a emitir un juicio
estético sobre cierto acto haciendo abstracción del carácter moral de ese acto. Como si
donde se da un mal moral no hubiese sitio para la estética, como si la belleza estuviese
subordinada a la bondad. Ya otras veces se ha jugado con la patología de esa situación.
Por ejemplo, en El perfume, de Patrick Suskind. Parece, pues, que solemos creer dos
cosas: una, que lo bello puede no coincidir con lo bueno. Otra, que lo bello es menos
importante que, y está subordinado a, lo bueno.

Schelling dijo que los dioses, como expresiones materiales o “reales” de lo


infinito que son, constituyen la materia del arte (cosa en la que podría haber convenido
Stockhausen, quien era –como muchos otros artistas- bastante “esotérico”), y, por eso,
están más allá del bien y del mal, ya que el conflicto moral solo tiene sentido para seres
finitos que se enfrentan a la llamada de lo infinito. Almas de espíritu nietzscheano
estarían de acuerdo en el fondo. Sin embargo, prácticamente nadie más acepta que lo
estético no tenga ningún tipo de compromiso moral. Desde la antigüedad filosófica se
ha dicho:

- por una parte, que la educación estética es parte esencial de la educación del
ciudadano (además, en la mayoría de los casos los artistas han expresado en
figuras lo que los pensadores expresaban en conceptos y los políticos en
acciones).

- pero, por otra parte, que los poetas pintan a los dioses de una manera inaceptable
(“mienten mucho”, dijo Aristóteles), y hay que tenerles siempre bajo control o
incluso, idealmente, expulsarles del Estado si no están dispuestos a atenerse a
los dictados morales.

¿Tiene, o no, lo bello, implicaciones morales? Y, de ser así, ¿depende lo bello de


lo bueno? ¿De qué manera? Ante una pregunta como esta, es sensato acudir a Platón y
su Sócrates. Pero, cuando uno le pregunta a Platón qué opina él de la belleza y su

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relación con el bien, se encuentra con la misma dialéctica. El más artista de entre los
filósofos, dice que el arte es una copia de tercera mano. Parece una contradicción. Por
una parte (si creemos a Diótima, la iniciadora de Sócrates en los misterios del amor) la
idea de lo Bello es Dios mismo, al menos cuando se la busca más allá de sus
manifestaciones superficiales. Por otra parte, las bellas apariencias engañan. El Sócrates
de Platón, aunque nacido para el Amor y la Belleza (“yo solo entiendo de amores”, dice
y se le dice a veces), es el personaje más feo de Atenas. Ante el tribunal, como ante
cualquier diálogo, advierte de que no sabe decir palabras bonitas, aunque sí veraces. Si
tiene alguna belleza, no es visible y exterior, sino escondida dentro de la caja de sileno
flautista que es por fuera, según el elogio de Alcibíades en El banquete.

Todo lo que en Platón parece una contradicción, es una ironía, es decir, una
profundidad. Es necesario interpretar esta dialéctica. La respuesta más verosímil me
parece la siguiente: La Belleza, como la Bondad y la Verdad, es una propiedad de lo
ideal, de la Idea misma. Las propias cualidades que hacen teóricamente ideal a una cosa
(o sea, la Unidad -y su hijo, el Orden- y la Autonomía -y su hija la Ley-) son las que la
hacen idealmente buena y deseable, y bella y placentera. Realidad, Bien y Belleza son
diversas caras de lo mismo, de la Idea absoluta. Pero esta coincidencia o
correspondencia completa, esta identidad absoluta, solo existe en el plano ideal o
absoluto, en el límite infinito al que las cosas finitas o manifestaciones no pueden más
que tender y converger. En el ámbito de lo relativo, de la manifestación y la
representación, se producen, necesariamente, desajustes perspectivos: puesto que no
conocemos perfectamente las cosas, ni nuestras facultades están igual de desarrolladas,
podemos ver como bueno lo falso y lo feo, y bello lo que, en verdad, es falso y malo.
Este desajuste afecta solo a un margen, porque es algo patológico, y lo patológico no
puede ser mayor que lo normal. Pero en ese margen es donde se dan las falsas
apariencias de falta de correspondencia entre los diferentes aspectos de lo Ideal. Así
surge la discordancia entre la belleza aparente y la real, entre lo exterior y lo interior.
Sócrates es un sileno por fuera, pero su interior es encantador, según el bello pero
interiormente muy necesitado de educación Alcibíades.

Los criterios estéticos son, en sí, autónomos. Es decir: qué es bello (qué tiene la
figura más ideal) es algo que se dirime esencialmente en el campo de la Imaginación
trascendental y el gusto. Ninguna ley política, ninguna teoría filosófica o científica,

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podrá prescribir jamás al artista, “desde fuera”, lo que es bello. Solo él, si desarrolla
adecuadamente su capacidad estética, podrá “legislar” sobre lo bello, o, más bien, lo
amará sin necesidad de, y sobre toda, ley. Aunque también es una verdad que lo bello
(lo que tiene la figura ideal) debe corresponderse con lo idealmente bueno y con lo
idealmente verdadero. Es imposible, metafísicamente imposible, que una persona
obtusa y malvada (o sea, obtusa), tenga “buen gusto” (o sea, que no sea obtusa por
tercera vez). Eso significaría que la belleza no tendría ningún anclaje ni importe
ontológico y metafísico, que no supervendría a nada, sino a cualquier cosa.

Pero, tomando en cuenta la vida integral de una persona, dada la natural


descoordinación que, marginal pero realmente va a darse, hasta el final de los tiempos,
entre Imaginación e Razón, entre Intelección y Gusto, etc., lo obligado es atender a los
criterios estéticos solo después de satisfechos los políticos y los teóricos, puesto que la
Imaginación y el Gusto (que son los implicados en la percepción de la belleza) son
facultades inferiores a la Voluntad y a la Racionalidad, como lo más material y
extensional es inferior a lo más espiritual e intencional.

En un Estado no se trata de preservar la absoluta autonomía del artista, sino de


preservar la autonomía completa, la autonomía de la verdad y la justicia, antes que nada.
Platón no expulsó del Estado a los poetas, expulsó a aquellos que fuesen a maleducar, es
decir, aquellos que representarían con bellas figuras lo que no es auténticamente bello,
lo que, sin embargo, por falta de educación, muchos podrían creer bello. Platón creía
(acertadamente, a mi juicio) que hay una relación necesaria entre los modos musicales y
los caracteres morales. Pero el uso de la estética tenía que estar sometido al criterio
político, como este tenía que estarlo, para un intelectualista como Platón, al criterio
cognoscitivo.

Esto, realmente, no se lo puede ahorrar ni la más democrática de las sociedades.


¿Se permitirá alguna vez, por ejemplo, que la mera justificación estética sirva para
programar contenidos televisivos moralmente inaceptables (sobre todo para las personas
a las que se considere en edad de educación)? Si lo bello entra, por las contingencias del
mundo, en contradicción con lo bueno, hay que sacrificar lo bello. Pero hay que
“trabajar con la hipótesis” de que lo bello y lo justo tienden a converger, y también hay
que ser lo más tolerante posible con las manifestaciones de la Imaginación, porque la

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educación no puede nunca consistir en la proscripción. Las medidas de Platón en su
polis ideal nos tienen que parecer, tomadas literalmente, absurdamente tiránicas.
Aunque una censura de lo bello por parte de lo bueno, en tanto lo primero no se concilia
con lo segundo, será una prescripción eterna de la moral.

Sería, por otra parte, interesante preguntarse a quién habría que expulsar antes: si
al que diga verdades perjudiciales, o al que nos consiga un bienestar basado en la
falsedad. Desde luego, también esto es, en el fondo, una falsa dicotomía: es imposible,
en el fondo, que una falsedad resulte buena. Pero nuestras acciones no ocurren en el
fondo, fondo, sino en un terreno relativamente relativo y no absoluto, donde, tan posible
como es que la belleza aparente esconda una maldad, lo es que haya coyunturales
mentiras útiles y verdades difíciles de encajar.

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LA LIBERTAD DEL ARTISTA, UNA VEZ MÁS

¿Quién no ha oído alguna vez que “el arte es el reino de la libertad”? Aunque
esto puede dar cobertura a algunas simplezas (como que el arte no tiene compromiso
con la verdad, o que es amoral, etc.), hay un sentido, desde luego, en que eso es
completamente cierto: toda actividad humana, por ser actividad, es el reino de la
libertad. Lo que no es libre no es activo, sino pasivo. El artista, tanto en su momento
receptivo (cuando intuye o contempla, y valora la belleza de algo) como en su momento
“creativo” (cuando trae al mundo una “obra” de arte), ejerce la libertad. En este
sentido, el artista es siempre original. Incluso si uno crea en el estilo que ya inventó
otro, mientras lo haga porque así lo quiere, es libre y original: el origen de su obra está
en él. Desde luego, quien además inventa o descubre nuevos estilos o maneras, hasta
ahora no vistos, es más original, y su libertad vuela más alto. El único que no es
artísticamente libre, es el que copia obras por otra razón que la estética. Puede ser libre
en otros sentidos (moralmente ha decidido ganarse la vida así, quizás), pero no como
artista. Por tanto, sí, el arte (como también la moral y el conocimiento) es el reino de la
libertad.

Ahora bien, ¿qué es la libertad? Este es el problema. Hay muchas maneras de


entenderla mal. La libertad, en un sentido básico, es ausencia de coacción. Y ¿qué es
coacción? La coacción es la influencia o incluso determinación de los actos de un
agente contra su voluntad o su naturaleza propia. Pero ¿qué es un agente? ¿Qué es
actuar, ser activo? Aquí se acaba el camino para la mayoría de la filosofía moderna: no
tiene recursos para explicar el Acto y la Acción, una vez que ha prescindido o
arrinconado a la metafísica. El concepto más básico y pobre de libertad, se convierte,
entonces, en el único para muchas mentes. ¿Cómo? La “historia” es la siguiente.

Los pobres griegos y los teólogos medievales que les siguieron creían que las
cosas tienen una naturaleza propia, o esencia, o entelequia. Todo se podía explicar con
alguna forma o virtud. Si el hombre razona, es en virtud de su racionalidad; si duerme,
en virtud de su dormitividad (si es dormido por una planta, en virtud de la virtud

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dormitiva de esa planta). La libertad era, entonces, la realización de la energeia, de lo
que uno es. Como dirá Hegel (quien, dentro de los tiempos modernos, es quien más
cerca está del profundo concepto antiguo de libertad), “la máxima libertad es la máxima
necesidad”. Sin embargo, el “nacimiento” de la “Ciencia” (o, más bien, el espíritu que
acompañó y estímulo ese nacimiento, yendo más allá de sus límites) encontró casi todas
las esencias como algo no apto para el consumo inteligente. No se pueden medir, pesar
y comprar con precisión. Digo “casi todas las esencias” porque es un gran error creer
que la Ciencia, o su espíritu galileano acompañante, prescindió de toda noción de
“características intrínsecas” de las cosas. Lo que hizo fue prescindir de toda
característica intrínseca que no fuera “matemática” en el sentido de formalizable
aritmética y geométricamente. Lo que no pudiese expresarse en ese lenguaje, formaría
parte del mundo de las brujas y los sacerdotes. Se proscribió las formas (cualitativas)
pero no las fórmulas o formillas (cuantitativas).

¿Qué queda del sujeto, de la libertad y, en general, de la acción en ese ámbito de


ideas modernas? La Acción es un concepto que le viene enorme a la ciencia. Una acción
es algo imposible de entender mecánicamente. Aunque los físicos han manejado
diversas nociones de acción (acción a distancia, acción y reacción, fuerza electro-
magnética, fuerzas cuánticas…), lo único que se puede poner en las fórmulas
matemáticas son cualidades inertes, tales como dimensiones, tamaños, relaciones de
contención, etc. Y, desde luego, cualquier tipo de acción intelectual, tan remotamente
lejana a pesos y tamaños, es absolutamente ininteligible. Así es como se sanciona la
irracionalidad intrínseca de la moral y la estética, por ejemplo.

La cosmovisión mecánica y estrecha, según han señalado recientemente varios


autores, ha producido un vaciado del sujeto. Y con él, obviamente, de la libertad. ¿Qué
puede ser la libertad de acción en una entidad mecánica (o en un montón, más o menos
organizado, de entidades mecánicas)? Solo aleatoriedad. Como ha dicho H. Frankfurt (y
otros antes) en la medida en que se identifica libertad con indeterminación, el sujeto se
vuelve más vacuo, y se vuelve más irracional y aleatorio qué puede y debe elegir.

En la medida en que el arte moderno ha creído que la libertad es


indeterminación, aleatoriedad, imprevisibilidad, algo imposible e innecesario de
justificar, se ha ido viendo caer en la vacuidad de que cualquier cosa vale. Pero el artista

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sabe, en el fondo, que no es así. Él “sabe” que, cuando se enfrenta a su obra, la libertad
significa necesidad, es decir, una complicidad ineludible con el ámbito estricto de su
arte, donde es posible hacer las cosas bien o mal, y donde espontaneidad implica
necesariamente armonía:

“Solamente cuando pierdo contacto con la tela el resultado es un desastre. De


otro modo, se establece un estado de pura armonía, de espontaneidad recíproca,
y la obra sale bien” (Jackson Pollock The New American Painting, pp. 66-67,
citado por G. Dorfles Últimas tendencias del arte de hoy Labor, p. 181).

¿Quién podría hacer las cosas bien o mal donde la libertad es indeterminación o
aleatoriedad?

El arte tiene que prescindir completamente de todo cientificismo y todo


reduccionismo. La libertad del artista es auténtica libertad, es decir, realización de la
verdadera naturaleza del artista y de la verdadera naturaleza de la naturaleza, naturaleza
que es, primero, ideal, y que tiene que ser descubierta, apreciada justamente, y traída al
mundo. Solo así el artista (como el político o el científico) estará en condiciones de ser
verdaderamente original, es decir, de descubrir lo que aún no se había dado y debía
darse, y podrá dar sentido a la idea de progreso de la humanidad:

“El concepto corriente, que hace del artista una expresión de su tiempo, es
ingenua porque lo degrada hasta convertirlo en su cronista. El artista reacciona a
su tiempo; pero su reacción es creadora en el sentido de que su actividad
formadora se refiere más al futuro que al presente. Todo arte tiene, lo mismo hoy
que en cualquier otro tiempo, su lado moral. El ideal platónico de que lo Bello
sea también lo Bueno y lo Verdadero no ha sido olvidado.” Otto Piene Konkrete
Kunst, p 55., citado por G. Dorfle)

39
LA NATURALEZA DE LO BELLO Y LA BELLEZA DE LO NATURAL

Encontramos belleza en la naturaleza, y encontramos bellas algunas creaciones


humanas (y animales). En ambos casos apreciamos, en el fondo, lo mismo: una Imagen
portadora de orden y unidad, y, por tanto, de una Verdad ideal. Pero ¿qué relación hay
entre las cosas bellas de la naturaleza y las que fabrican el hombre o el ave del paraíso?

Una definición clásica dice que el arte es la imitación de la Naturaleza. Esto, que
no puede ser más cierto, a mi juicio, ha sido, comprensiblemente, malentendido muchas
veces, sobre todo en los últimos siglos, dada la devaluación a la que ha sido sometida el
concepto de “naturaleza”. Por supuesto, ningún artista (tampoco el artista clásico) ha
imitado o copiado nunca la naturaleza, tal cual se presenta, y, menos aún, cualquier
naturaleza material, indiscriminadamente. Ni siquiera el conocimiento científico-natural
hace esto, o sea, atenerse a lo dado: el conocimiento, incluso el que tiene por objeto a la
propia naturaleza material, idealiza los fenómenos, y los somete a conceptos y normas
que la razón humana encuentra en su madre la Razón. No se conforma con lo dado.

De la misma manera, el artista, que es un buscador de la verdad ideal mediante


la imaginación, siempre ha imitado (directa o indirectamente) la naturaleza ideal.
Cuando ha imitado y en la medida (nunca fiel) en que ha imitado a la naturaleza
material, ha sido cuando ha encontrado en ella alguna manera, más o menos directa, de
conducirnos a la belleza y verdad ideales. Solo en las épocas en que la cultura ha
descreído de la naturaleza ideal (las épocas de decadencia y senectud) el artista ha
pretendido y se ha creído ver a sí mismo imitando lo que ve. Los cuerpos helenísticos, o
la música concreta serían modos de esa imposible e inútil pretensión. En verdad, siguen
idealizando, a veces de manera negativa o por contraposición. Sabemos que no hay
fotografía neutral.

El arte es imitación de la Naturaleza. La propia Naturaleza material es imitación


de la Naturaleza en sí o ideal. Ahora bien, el problema que querría discutir ahora es el

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siguiente: ¿dónde está expresada de mejor manera la belleza, la unidad y armonía, el
orden: en los objetos naturales, o en las creaciones humanas?

Hegel, y algunos con él (o pese a él), creen que la belleza de una obra de arte
humana es superior a la de cualquier objeto natural. A favor de esto, el argumento
filosófico (es decir, no estético –estéticamente el argumento es y no puede dejar de ser
más que la vivencia estética misma-) dice que las obras humanas son creaciones del
Espíritu, que ha puesto en ellas sus ideas, en el momento de evolución o
desenvolvimiento en que se encuentra. Puesto que nosotros somos más inteligentes que
una piedra, una flor, o un gato, nuestras obras son más perfectas… que ellos (… ¿que
ellos?).

La prueba “fáctica” podría ser la siguiente: supongamos que un ayuntamiento


tiene que dedicar sus efectivos a una de dos cosas: o bien puede salvar, por ejemplo, el
derrumbe (sin daños personales) de una catedral (o la destrucción de un cuadro de
Velázquez), o bien puede salvar la vida de un gato. ¿Alguien cree que se lo pensarían un
momento? ¡Si nos comemos a seres superiores a los gatos! Podría pensarse que la gente
estaría de acuerdo en que, como cuestión estética, sería una pérdida mayor la
desaparición de El arte de la fuga de Bach que la de incluso toda una especie de
animales; que, desde luego, vale mucho más la protección de un cuadro que la vida de
un caballo. No voy a preguntar si se elegiría entre una catedral y una persona…

Eso son, de todas maneras, pruebas indirectas. Yendo a la propia experiencia


estética, quizá todo el mundo, especialmente los expertos en belleza (que son los que
tienen más autoridad), convendrían en que es más bella y produce más conmoción, una
fuga de Bach que un gato. Hay tratados sobre la belleza en la música o la pintura, pero
poco sobre la belleza en la naturaleza. Uno quizá podría vivir indistintamente en la
Tierra o en Marte, pero la vida sería muy distinta sin las obras de arte humanas o con
ellas.

Parece, pues, a la vista de estos argumentos, que la belleza está más presente en
las obras de arte humanas que en las cosas naturales. Sin embargo, voy a sostener
que esto no es así, sino que la Naturaleza es (muchísimo, infinitamente) más bella que
cualquier obra humana, y que un gato, por ejemplo, es algo infinitamente más perfecto,

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estéticamente hablando, que la mayor de las creaciones humanas. Para ello, voy a
evaluar y rechazar los tres argumentos que acabo de presentar a favor de la presunta
superioridad de las obras de arte humanas.

El primer argumento, o sea, la teoría filosófica expresada por Hegel (entre otros)
de que las obras humanas son “creación del espíritu” (una prueba indirecta, pero ni
mucho menos vacua), me parece equivocado, y me parece equivocado incluso desde la
perspectiva del pensamiento del propio Hegel (el lector dirá a esto: ¿y a mí, qué?). ¿Son
las obras de arte humanas más perfectas, porque serían intencionales u obra de seres
espirituales?

Lo primero que habría que decir es que, el que hayan sido hechas por un sujeto
o por la casualidad, no les añade ningún valor estético. Puede que nosotros no sepamos
si una escultura ha sido obra de un artista humano, o efecto de una especie de termitas o
de una erosión química, pero eso no le resta ninguna belleza intrínseca al objeto: el
objeto será bello o feo por sus propiedades objetivas, independientemente del modo en
que haya llegado a la existencia. Desde luego, sería como mínimo una enorme
casualidad que causas mecánicas y no inteligentes dieran lugar a algo similar, en grado
de orden y perfección, a lo que puede diseñar una inteligencia como la humana (aunque
también hay que contar con que la casualidad cuenta con muchísimo más tiempo que
nosotros). Y quizá sea lo más razonable inferir una inteligencia a partir de las cualidades
de una obra, pero aquí la inferencia irá siempre de las características del producto a las
del artista. Por tanto, el que sepamos o no si una obra ha sido hecha por un artífice no le
añade nada de belleza.

Sería, decía, un “milagro” que surgiese algo muy complejo por solo la
naturaleza. Pero, ¿es que de hecho no se ha producido ya esa casualidad, ese milagro?
¿No es la vida, incluso la propia naturaleza, por inerte que sea, un objeto (un tipo de
objetos) con una grado de orden muchísimo mayor que el de cualquier catedral o
pintura en un lienzo? Creo que Hegel comete un paralogismo. Dice que las obras de arte
humanas son fruto del espíritu. Pero resulta que todo es fruto del Espíritu, según Hegel,
e incluso de un Espíritu mayor que el del Hombre. ¿No es, según él, fruto del Espíritu
también la propia naturaleza, la que incluye entre sus frutos al hombre? La Naturaleza
es la exteriorización del Espíritu, de la Conciencia. Esa exteriorización sigue un

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desarrollo, en los niveles más bajos del cual están los seres inertes; después sucede una
especie de despertar, con el surgimiento de la vida, y después la conciencia animal,
hasta llegar, de momento y que sepamos, hasta la bastante más despierta conciencia
humana. Si esto es verdad (como lo es, para mí), el humano es, sí, una realización más
perfecta del Espíritu que la que lo es un caballo. Pero eso no significa que las obras
humanas sean tan perfectas como lo es el humano mismo. Las obras humanas son
obras humanas (del espíritu humano), y la naturaleza, por ejemplo el gato, es obra del
Espíritu (absoluto), sin mediación humana. Porque ¿quién ha hecho a los gatos, y al
propio hombre? Habría que decir que todo eso es “obra” de esos diosecillos que pone
Timeo construyendo a los animales y las plantas, e incluso al hombre. Por tanto, si
hemos de valorar las obras del Espíritu, y más la de mayores espíritus, hemos de valorar
más al gato que a las creaciones humanas, aunque hemos de valorar menos las
creaciones gatunas que las humanas.

Pasando al segundo argumento, claro que sacrificaríamos la vida de un gato


antes que una catedral. Pero aquí se juntan (al menos) dos cosas: la primera es que
confiamos en la repetibilidad natural (sin nuestro concurso) de una entidad natural,
mientras que una catedral no se hará sola. Y no porque la catedral sea más “improbable”
racionalmente que un gato (al fin y al cabo una catedral es un montón de piedras muy
organizadas, pero una simple célula del gato tiene mucho más orden que una catedral),
sino porque una catedral es algo, desde el punto de vista natural, más anecdótico, ya que
es una creación humana entre muchas posibles para expresar como se pueda una idea
(ella sí, necesaria). Es precisamente porque la catedral es más contingente y casual, por
lo que la valoramos, como se valora lo escaso, de manera relativamente independiente
de su valor.

Lo segundo que nos lleva a valorar más (estéticamente) una catedral que un
gato, es que nuestra capacidad de interpretar la información completa contenida en un
gato, de manera que pudiéramos apreciarla estéticamente en toda su complejidad, es
ínfima: una catedral, siendo algo más tosco que un gato, está más a nuestra altura. A
medida que profundizamos en el conocimiento de la vida, y no digamos de un gato, nos
sorprende cada vez más la sutileza, el orden y el milagro del movimiento teleológico
que encontramos ahí.

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Y yendo a la prueba directa, o sea, a la de la experiencia estética, sobre todo la
de los grandes expertos en belleza, la de los artistas, dudo mucho que Bach o cualquier
otra artista considerase sus obras (o las de cualquier otro músico, pintor, poeta o lo que
sea) comparables en belleza a las “obras” de la Naturaleza. Al contrario, los artistas
siempre se han visto pequeños y toscos imitadores de la naturaleza. Simplemente una
cosa tan “despreciable” como una célula, decíamos, contiene infinitamente mayor orden
e “información”, y mayor belleza objetiva (incluso según los criterios normativos
humanos), que todo el conjunto de las obras de arte humanas. Y solo por una razón muy
sencilla: una vulgar célula es un ser vivo, una estructura dinámica y negentrópica, o sea,
que se mueve, y se mueve, por si fuera poco, hacia el orden. Una obra de arte humana,
es un ser inerte; muy bien compuesto, sí, pero incapaz de ir más allá, e incluso de evitar
degradarse. Hasta un cristal, o un electrón, tiene algo que le falta a cualquier obra de
arte: es algo natural, que tiene su propio principio de movimiento o entelequia. Ninguna
obra de arte tiene ese carácter orgánico. Como decía Aristóteles, de la madera nace
madera, pero de una mesa no nace otra mesa. Una obra de arte humana es el apaño de
objetos naturales para que intenten significar una idea. Pero los seres naturales las
significan directamente. El arte, como decía Platón, es un imitador de tercera mano.

Aquí hay que tener mucho cuidado con distinguir entre la obra de arte producida
por el artista, y la idea que el artista quería plasmar en esa obra. Esa idea es una entidad
superior incluso a la mente particular del artista que la ha vislumbrado en su “mundo
dos”, y superior, no solo a un gato natural, sino a la esencia inmaterial o idea de un gato.
Pero eso no llega jamás a producirlo el ser humano. Es más, hay actividades (como cree
el propio Hegel) donde el hombre expresa todavía mejor que en el arte, su carácter
ideal: en la política y en el conocimiento (en la filosofía, sobre todo).

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EVOLUCIÓN MUSICAL

El arte es la actividad de descubrimiento y plasmación de lo bello, esto es, de lo


ideal en su aspecto figurativo o “imaginal”, es decir, de la unidad y el orden expresable
figurativamente (en sentido amplio). Se trata, en términos abstractos, de lograr la mayor
síntesis de completitud y unidad, lo que implica el mayor grado de jerarquía. De
acuerdo con ese criterio puede establecerse los rasgos generales de lo que es, a priori,
evolución artística.

En esto no hay mayor misterio que en el hablar de una evolución moral y


política, o una evolución científica, de la humanidad a lo largo de la historia. En todos
los casos se presuponen criterios a priori de lo que es evolución moral o evolución
científica, y se mide con ellos lo sucedido. Así podemos calificar de “primitivos”,
“decadentes”, etc., políticamente o científicamente, a tales o cuales estadios culturales
de tal o cual civilización, si, por ejemplo, en ellos está más o menos protegidos los
derechos de las personas y la equidad, o si en ellos prolifera o no la producción de
teorías, arte, etc.

La evolución, en el arte como en todo, consistirá, pues, en un camino hacia dos


rasgos antitéticos pero mutuamente implicados (dialécticos): la universalidad y la
discriminación o diferenciación. Esto es la evolución lógica, o, más bien, la lógica de la
evolución. Lo contrario (tender a representaciones con un valor y sentido menos
universal, y a la confusión de los elementos) es involución. Sencillamente, la evolución
es orgánica, como la que observamos en la vida: tendencia al orden, a la universalidad y
la diferenciación.

El arte tenderá a expresar algo cada vez más universal y de un modo más
universal, y lo hará distinguiendo los elementos que estaban confundidos o mezclados
indiscriminada o inconscientemente. Dentro de esta forma general caben, desde luego,
muchas variaciones, dependiendo, por ejemplo, de aquellos elementos históricos o

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contextuales de los cuales parte el artista, de sus concepciones filosóficas o ideológicas,
etc. Esto podemos, luego, “constatarlo” en la historia. En realidad, es una constatación
en el inocente sentido de que comprobamos que ciertos procesos culturales responden a
lo que, a priori es evolución; igual que constatamos que tal o cual sociedad está más
evolucionada política o científicamente.

En una fase primitiva, todas las actividades intelectuales están confundidas.


Religión, ciencia, arte, política… todo es lo mismo. La misma idea se expresa mediante
una amalgama de elementos figurativos, conceptuales, prácticos… que, en fases
posteriores, se verán como separables. Hay una connivencia inconsciente y una simpatía
de todos esos elementos, que el pensamiento primitivo no sabe discriminar. Las
primeras lenguas, o los primeros estadios del lenguaje, son, en lo que se refiere al
sonido, tonales (es decir, no distinguen canto de prosodia), semánticamente figurativos
(los conceptos no están separados como elementos abstractos).

En la evolución del arte pasa lo mismo. Al principio todas las formas artísticas
estaban mezcladas, sobre todo, obviamente, las que atañían al mismo medio sensible
(por ejemplo, las artes musicales). La historia de la evolución del arte supone la
progresiva discriminación de aspectos, y la jerarquización progresiva de lo antes
indistinto.

En el ámbito concreto de la música, la evolución ha significado, a la vez que una


universalización de los elementos esenciales, una simultánea separación de aspectos:
separación de voz e instrumentos, separación de tiempo, melodía, timbre… En todos los
casos acabamos reconociendo, como distintos, aspectos que antes no se era capaz de
separar.

Un caso ejemplar en la evolución de la música es el descubrimiento de la


polifonía y el contrapunto (que tiene su análogo plástico en la perspectiva). Las formas
primitivas son esencialmente monódicas. Supone un auténtico descubrimiento
desenvolver y hacer explícito lo que en cada nota estaba implícito en forma de
armónicos. El oído percibía inconscientemente la complejidad de la nota, pero no
distinguía en ello lo tímbrico de lo melódico de lo armónico. Un paso intermedio en el
descubrimiento de la armonía lo constituyen los instrumentos con dispositivos para

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producir espontáneamente los armónicos de la nota que se está ejecutando (por ejemplo,
cuerdas resonantes por simpatía, como en uno de mis instrumentos preferidos, el sarangi
indio). Como se sabe, otro paso primitivo en la armonía es el canto de voces paralelas, o
simplemente simultáneas consistiendo una de ellas, por lo general, en una nota “pedal”
o bordón. En varias tradiciones populares de todo el mundo se encuentra este fenómeno.
Pero el descubrimiento consciente y pleno de la armonía sucede en Europa a fines de la
Edad Media.

¿Ha ocurrido, después de eso, en la música una evolución cualitativamente


comparable al descubrimiento de la armonía? Desde luego, el serialismo no lo es. El uso
de los doce tonos, o incluso de microtonos, me parece más un ahondamiento en lo ya
existente. Lo que es cierto es que no podemos imaginar lo que supondría un
descubrimiento cualitativo. Si pudiéramos imaginarlo, lo habríamos creado en ese
momento. Solo los genios lo consiguen. Pero, cuando lo descubren, en poco tiempo las
generaciones siguientes saben reconocerlo como lo más natural del mundo.

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UNA EXPERIENCIA ¿MUSICAL?

A veces he tenido en el campo (sobre todo en los campos de Extremadura, al


atardecer) una experiencia musical casi estremecedora, y que provoca (al menos en
mí) una gran tranquilidad y una serena melancolía.

Al principio el campo está silencioso, con ese silencio espeso del atardecer que
apenas los pájaros se atreven a quebrar. De pronto, en la lejanía se oye, al principio
casi imperceptiblemente, pero poco a poco con más entidad, una música muy difícil de
describir. Primero es como un continuo sonoro, ondulando levemente en diferentes
aspectos, pero conservando siempre una densa masa sonora. De vez en cuando se
dejan distinguir complicados juegos rítmicos, cuasi-regulares o “minimalistas”, a
veces llenos de síncopas, pero sobre un tranquilo río sonoro de un timbre a la vez
metálico y opaco. En algún momento un coro de voces nasales se persiguen sin prisas,
en una especie de deshilvanado y polirrítmico canon monosilábico, siempre sobre las
tranquilas ondas del sonido orquestal, hasta alcanzar el máximo de volumen. Poco a
poco, de nuevo, todo empieza a sumirse otra vez en el silencio, como si el horizonte se
tragase a la fantasmal orquesta y a los espectrales cantantes. Al rato, vuelve el silencio
y, con un poco de suerte, se ha hecho de noche.

Es el paso de un rebaño a lo lejos.

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