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LA EDUCACIÓN DE LA GENEROSIDAD

Por David Isaacs, en "La educación en las virtudes humanas", Eunsa, Pamplona
«Actúa en favor de otras personas desinteresadamente, y con alegría, teniendo en cuenta la
utilidad y la necesidad de la aportación para esas personas, aunque le cueste un esfuerzo.»
La generosidad es una virtud que difícilmente se puede apreciar en los demás con objetividad. En
en el momento de juzgar los actos de otras personas estaremos, normalmente, centrando la
atención en el que recibe o en las características de la aportación. Por ejemplo, si nos enteramos
de que alguna persona sin problemas económicos ha regalado una cantidad de dinero a algún
pariente suyo con necesidades, es lógico que le llamemos «generoso». Sin embargo, esa
aportación seguramente no le ha costado ningún esfuerzo. Desconocemos el motivo del acto: ¿ha
sido por reconocer la necesidad de su pariente o por no sentirse culpable, etc. Es decir, podemos
identificar distintos medios o maneras para poder llevar a cabo un acto de generosidad, pero un
acto será muestra de generosidad o no, de acuerdo con la intensidad con que se viva la virtud y la
rectitud de los motivos.
Hacer algo a favor de otras personas puede significar muchas cosas distintas: por ejemplo, dar
cosas, dar tiempo, prestar posesiones, perdonar, escuchar (dar atención), saludar, recibir, etc., y
todos estos actos suponen una decisión en algún momento dado. La voluntad, sabemos, tiende
por naturaleza, hacía el bien. Sin embargo, la generosidad supone utilizar la voluntad para
acercarse al bien. Se trata de una entrega, una decisión libre de entregar lo que uno tiene. No se
trata de repartir lo que uno posee de cualquier modo, de abandonarlo.
Valorar lo que se tiene
Por eso podemos indicar que una de las facetas básicas de la generosidad es la apreciación del
valor de lo que poseemos. En ocasiones, la dificultad radicará en una confusión superficial, de no
saber identificar adecuadamente nuestras posesiones o nuestras posibilidades. Se nota claramente
en expresiones. del tipo «no, sería capaz de ... », «no tengo tiempo para ... », «no sabría hacerlo ...
», etc., cuando muchas veces el problema no está en la capacidad, en el tiempo, en el saber hacer,
sino en la falta de confianza en las propias posibilidades o en la falta de apreciación de lo que
realmente uno es capaz de hacer. Por otra parte, un problema muy común se encuentra en el valor
que se da a cada una de las posesiones. ¿Qué «vale» más, un juguete caro o dos horas de mi
tiempo? Para contestar a esta pregunta habría que establecer unos criterios de valoración. Si un
criterio fuera «la alegría de un hijo» seguramente «las horas de tiempo» son más valiosas.
Precisamente porque la valoración de lo que tenemos se ha hecho problemático vamos a
considerar algunos aspectos con más detalle. En lo que se refiere a las posesiones tangibles,
dinero y objetos es evidente que podemos dar, regalar, prestar, etcétera. Sin embargo, una
tendencia es dar lo que sobra y no dar de acuerdo con la necesidad de las otras personas.
Conviene aclarar que tampoco se trata de llegar al otro extremo. Es decir, repartir todos los bienes
propios de tal suerte que la familia no tenga lo suficiente para vivir dignamente. La primera
responsabilidad del padre de familia es hacía su mujer y hacia sus hijos. Luego, deberá atender a
los demás.
Otro peligro consiste en dar objetos tangibles como un mal menor. Por no tener que molestarse en
dar algo que cueste mayor esfuerzo. Un ejemplo sería un padre que regalase muchas cosas a sus
hijos en compensación por no pasar tiempo con ellos.

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También, decimos, se puede dar tiempo. De hecho se podría definir la disponibilidad como
«generosidad del propio tiempo». Y ser generoso con el tiempo significa estar dispuesto a
sacrificar para el bien de los demás algo que se guarde para la propia utilización. Por ejemplo,
estar dispuesto a dejar de leer el periódico cuando un hijo necesita alguien para escucharle;
organizarse mejor para poder estar con la mujer en un ambiente tranquilo algún rato; atender a un
amigo, etc. Las personas suelen valorar el tiempo por su rentabilidad, por los resultados que
pueden ver claramente a corto plazo y, en consecuencia, establecen criterios de poco valor
intrínseco. Es decir, valoran el tiempo por la cantidad de dinero que pueden ganar o por el
número de contactos profesionales que pueden conseguir. Y ello en lugar de pensar que un
tiempo bien utilizado podría ser ese en que se había conseguido dos sonrisas de un hijo que
estaba triste o disgustado, por ejemplo.
Podemos ser generosos con el tiempo llenándolo de actividad o creando un ambiente propicio
para aumentar un sentimiento de hogar, de sosiego, de tranquilidad, de seguridad; de unidad. En
este sentido, podemos hablar del valor de la presencia, especialmente en este caso, del padre en
su casa.
Se notará una actitud generosa en una persona que esté dispuesta a esforzarse para hacer la vida
agradable a los demás, saludando a alguien que en principio le molesta y atendiendo a una serie
de detalles que se sabe van a agradar a otra persona.
Pero no se trata sólo de dar. Se puede acusar una falta de generosidad en una persona que no está
dispuesta a recibir, que no deja a los demás ser generosos con ella. En este sentida, se observa
que algunas madres de familia se exceden en su atención para con sus hijos. No permiten a los
hijos esforzarse en bien de la familia y les centran, únicamente, en el éxito personal o en el
bienestar. Aunque puede parecer que este tipo de persona está actuando por motivos buenos,
después de reconocer la necesidad que tiene la persona de salir de sí, de entregarse a los demás,
veremos que de hecho es perjudicial. Matizando esta dificultad, veremos que también es más
fácil, en muchas ocasiones, realizar una serie de tareas nosotros mismos que orientar a los hijos
para que lo hagan ellos. De hecho existirá una sustitución innecesaria y estaremos restringiendo
las oportunidades que tienen los hijos de adquirir un hábito bueno operativo en torno a la
generosidad.
Hemos centrado estas consideraciones en torno a distintos actos generosos que pueden realizar
los padres y los hijos en una familia, y hemos visto cómo todos van a costar algún esfuerzo. Sin
embargo, hay un acto generoso que suele costar, incluso más esfuerzo que los previamente
mencionados. Se trata de la posibilidad de «perdonar», y para perdonar hace falta tener una gran
seguridad interior y un gran deseo de servir a. los demás. No se trata de quitar importancia de lo
que las otras personas nos pueden haber hecho ni de ser ingenuo, sino de reconocer la necesidad
de esa persona a recibir amor, a recibir nuestra generosidad (por algo en que nos haya ofendido),
esforzándonos en mostrar al otro que no le hemos rechazado por lo que ha hecho. Es mostrarle
que, aunque nos ha hecho tal cosa, le aceptamos, confiamos en sus posibilidades de mejora.
Motivos para ser generoso
Por todo lo que hemos dicho, es evidente que la persona necesita motivos para esforzarse a ser
generoso. Tiene que utilizar su voluntad en serio y orientarlo con su razonamiento. Pero vamos a
concretar más considerando otros aspectos de la definición inicial. Dijimos «actúa en favor de
otra persona desinteresadamente».

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En los niños pequeños no se suele encontrar una generosidad muy desarrollada, porque el niño no
reconoce el valor de lo que tiene ni la necesidad de los demás. Tampoco, normalmente, es capaz
de esforzarse mucho. El resultado es que llega a tener un sentido de posesión altamente
desarrollado y no quiere que los demás participen en sus posesiones. O es desprendido, dando sus
posesiones al azar sin pensar en la necesidad de los demás. Unas situaciones típicas que se
encuentran no sólo en los niños, sino también en otras edades son las siguientes:
los actos «generosos», únicamente cuando existe una relación afectiva desarrolla los actos
«generosos», pero buscando contraprestación; los actos «generosos» interesados.
Vamos a considerarlos por partes.
Es mucho más fácil actuar en favor de otra persona cuando esa persona es simpática. Por tanto, se
verá cómo los niños (e incluso los mayores) tienden a actuar en favor de algún hermano, de algún
amigo, etc., pero no en favor de otros. Si es normal encontrar esta situación en los niños pequeños
también lo es en la adolescencia. La diferencia mayor en lo que se refiere al adolescente es que
ahora los hijos tienden a ver todo en blanco y negro: juzgan a las personas sin matizar. Son
buenos o malos. Son simpáticos o antipáticos. Y sus actos generosos ya, intencionalmente, se
dirigen hacia los primeros.
Es indudable que la persona generosa no es esa que únicamente se esfuerza con las personas que
denomina «simpáticos», sino esa que, de acuerdo con una jerarquía de valores, presta su atención
a los que más lo necesitan.
Por otra parte, es evidente que no se puede lograr este grado de desarrollo desde pequeño. En
principio, el niño tendrá que aprender a esforzarse en relación con las personas que le son
simpáticas, buscando, en principio, agradarles. Por eso se puede decir que una de las
motivaciones reales para ser generoso es ver el resultado positivo en la otra persona. Si los padres
sonríen o agradecen entusiásticamente pequeños esfuerzos por parte de sus hijos, les estarán
motivando a seguir con estos actos con ellos, mismos, y luego con los demás.
La segunda situación se refería al «acto generos6, pero buscando la contraprestación». Otra vez
se puede notar cómo un niño que tiene algo que necesita un compañero se lo deja, pero sabiendo
que, al día siguiente, cuando él necesite algo el compañero tiene la obligación de contraprestar.
La motivación, en este caso, es la misma contraprestación y no hay nada de malo en ello para el
niño pequeño. No podemos pedir a los pequeños que se esfuercen más de lo que realmente les es
posible. En este sentido, se trata de proporcionar posibilidades, muchas posibilidades, para que
los niños puedan llegar a esforzarse por motivos que parecen, en -principio, insuficientes. Así,
adquirirán un hábito de dar, de perdonar, etc., y luego se tratará de cimentar la rectitud de
motivos, y desarrollar la intensidad con que se vive la virtud.
Quizá una anécdota podría aclarar la cuestión. Al llegar la fiestas de Navidad un niño de siete
años recibe una caja de bombones. El día de Navidad, llegan a casa doce parientes y su madre le
dice: « ¿por qué no ofreces un bombón a todo el mundo?» El sabe que hay quince bombones y,
calculando rápidamente, ve que se va a quedar con tres. No le convence esta posibilidad y
contesta a su madre: «no quiero». Luego la madre se enfada con él. Recoge la caja de bombones
y les ofrece ella misma, diciendo a su hijo: «así aprenderás a ser generoso». Evidentemente el
niño piensa «si esto es la generosidad, no es para mí. No me gusta».
En esta situación, la madre podría haber sugerido que ofreciese un bombón a los primos (sólo hay
cinco), y si el esfuerzo para el hijo todavía es demasiado grande, debería aceptar la situación con

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tranquilidad, explicándole al hijo -en todo caso- los motivos. Hubiera sido agradable que
ofreciese los bombones, y esperar otra ocasión para estimular al hijo de nuevo.
El dar interesado es muy diferente. No suele conducir al desarrollo de la virtud de la generosidad.
Significa que la persona está pensando, en primer lugar, en las consecuencias para él, y en
segundo lugar, muy en segundo lugar, en las consecuencias para la otra persona. El dar interesado
conduce más bien al egoísmo. Por otra parte, el niño tiende a ser egocéntrico. El mundo gira
alrededor suyo. Este egocentrismo no constituye un problema con tal de que cuando descubra que
hay otras personas que le necesitan no siga centrado en sí.
Hemos visto que los motivos para ser generoso son: agradar a otra persona por simpatía o la
contraprestación.
Los padres, sin embargo, pueden abrir nuevos horizontes para sus hijos sugiriéndoles otros actos
que pueden llegar a ser realmente una muestra de generosidad o explicándoles la necesidad que
tiene alguna persona de recibir, para que se esfuercen y desarrollen un hábito de actuar en favor
de los demás. Indudablemente, será mucho más fácil conseguir este desarrollo si existe, en los
padres, un ejemplo en este sentido y, en consecuencia, un ambiente de participación y de servicio
en la familia. Precisamente por eso los llamados «encargos» tienen sentido. También los padres
pueden enseñar a, sus hijos el valor de lo que poseen, el dinero, objetos tangibles, su posibilidad
de perdonar, su tiempo, etc.
Así los hijos pueden llegar a adquirir un hábito de dar, basado en una apreciación del valor de lo
que poseen y de sus posibilidades. Sin embargo, esta educación no sería completa sin aclarar lo
que significan «las necesidades de los demás».
Las necesidades de los demás
La generosidad nunca nos debe llevar a satisfacer los caprichos de los demás. Y por eso se trata
de actuar prudentemente. Ya sabemos que ninguna virtud tiene sentido sin el apoyo de la
prudencia. En este caso, se trata de una actitud de servicio, pero un servicio llevado a cabo
mediante decisiones prudentes. Hace falta una información adecuada sobre nuestra propia
situación y sobre la de la otra persona. Hace falta saber lo que se persigue y decidir y actuar
congruentemente.
Y aquí podemos centrar la atención más en los adolescentes. Los hijos de trece años en adelante
ya sabrán por su propia experiencia cómo se puede actuar en favor de otras personas, aunque los
padres nunca hayan llegado a ayudarles sistemáticamente. Sin embargo, los motivos que tienen
pueden ser erróneos o poco desarrolladoS.
Uno de los problemas principales de los adolescentes es que no ponen límite a sus posibilidades
de ser generosos. Están preocupados por los demás, por la gente que se está muriendo de hambre
en la India, por ejemplo, pero no saben relacionar sus propias posibilidades con esta realidad.
Reconocen la necesidad de los demás en general, en términos abstractos, pero no se dan cuenta
de que sus padres les necesitan o que las personas que tienen al lado les necesitan. Como hemos
dicho antes, tienden a clasificar a las personas y así reducen su atención real a un grupo de
amigos, mientras hablan de servicio hacia un mundo lejano.
Por otra parte, el adolescente necesita experiencias: necesita comprobar su posibilidad de actuar
autónomamente. Y si los padres no encuentran unos cauces para estas inquietudes es posible que
se despisten encontrando la «solución», por ejemplo, en las drogas, en el sexo, etc.

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Precisamente por eso, conviene reconocer que la labor principal de los padres consiste en dar a
sus hijos un conocimiento profundo de los criterios que deberán regir en sus vidas y luego
dejarles actuar, encauzando su actividad cuando haga falta.
En lo que se refiere a la generosidad, habrá que encauzarles desde antes para que sigan actuando,
con más iniciativa personal, en favor de los demás. Por eso, la generosidad desarrollada necesita
de la fortaleza: la capacidad de acometer y luchar para algo que se sabe vale la pena.
Otro problema es la facilidad con que los adolescentes confunden las necesidades de los demás y
los caprichos personales. Es decir, llegan a identificar las necesidades de los demás que más
relacionan con sus propios gustos, pero no se esfuerzan por entregar lo que realmente es valioso a
las personas que más derecho tienen de- recibir, o sea su familia y sus compañeros. En la
adolescencia habrá que razonar con los hijos, no exhaustivamente, sino dando una información
clara y luego cambiando de tema. Si hemos dicho que el desarrollo de la virtud depende de la
intensidad con que se vive y de. la rectitud de los motivos, está claro que la razón tiene un papel
importante.
Dar y darse
Es imprescindible que los actos de generosidad no queden aislados de la intencionalidad de la
persona. Es decir, llegue a haber una rutina basada en unos actos superficialmente «generosos».
El sentido del esfuerzo, de apoyar los actos con la voluntad, es lo que evitará este peligro. Pero
realmente hemos de ir más al fondo de la cuestión. La persona que únicamente piensa en lo que
puede hacer, planificando su generosidad conscientemente, encontrará que se cansa rápidamente.
Si, en el fondo, la persona no vive la generosidad por una convicción profunda de que los demás
tienen el derecho de recibir su servicio, de que Dios le ha creado para servir, difícilmente existirá
una generosidad permanente en desarrollo.
Por eso, es más importante el concepto de «darse» que el de dar. Se puede dar, como vimos antes,
sin identificarse con lo dado, sin simpatizar con la otra persona. El acto queda así como una señal
visible a los demás, pero que, a la vez, engaña. Lo que buscamos es un dar incondicional, que es
lo mismo que decir «darse».
Pero para darse hace falta saber lo que uno es y autoposeerse en cierto grado. Se confunde
muchas veces los dos conceptos «darse» y «abandonarse». No se trata de dar cualquier cosa a
cualquier persona en cualquier momento. Eso es abandonarse, dar sin criterio o, mejor dicho,
dejarse robar sin valorar las propias posesiones. Veremos qué sentido tiene eso si pensamos en el
cuerpo. Si no se entiende el valor y la dignidad del cuerpo, es posible que se llegue a una
situación de abandono, incluso justificándolo en términos de «así se da placer a otro». Un
profesional no cedería su puesto de trabajo a un vagabundo aunque le diese «placer». Mucha más
razón de guardar el cuerpo para poder entregarlo con generosidad en una relación bendecida por
Dios, es decir, en el matrimonio, cuando la otra persona reconozca la grandeza de la entrega y la
respete.
La generosidad y el amor
Sin entrar propiamente en la educación para el amor, habrá quedado patente que, al hablar de la
generosidad, estamos hablando de una manifestación del amor. Se puede entender el amor como
radical vibración del ser hacia el bien. Y como dice Hervada «si bien es cierto que todo amor
tiene unos rasgos comunes, no todos los amores son iguales. No existe un mismo tipo de amor
que se aplique a los distintos objetos, porque el amor nace en una preexistente relación entre la

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persona y el bien; a bienes de distinto valor y en distinta posición con respecto a la persona,
corresponden relaciones distintas y, por tanto, amores de características diversas».
La generosidad, como virtud, permite a la persona transferir la posibilidad radical de amar en
unos actos de servicio. Los motivos que tiene la persona en cada momento serán diferentes pero
como «Dios es Amor» es lógico que el motivo final tiene que ser por amor de Dios. En la vida
cotidiana nosotros mismos y nuestros hijos necesitamos ayuda para actuar congruentemente con
lo que sabemos que es nuestro fin último. Estas ayudas permiten a la persona recoger la
«vibración radical del ser hacia el bien» y ponerlo por obra.
Educar en la generosidad en este sentido no es opcional. Es fundamental para que la persona
llegue a su plenitud, para que se autoposea y para que sirva mejor a Dios y a los demás.
El egoísmo fomentado por la sociedad de consumo, por la comodidad y por el abandono debe ser
contrarrestado por la fortaleza y por la entrega incondicional, de aquellas personas que actúan
responsable y generosamente como hijos de Dios.

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