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Mohammed Dib
Argelia
Al momento, Jean Brun comprendió: sus obreros se habían ido para allá
también, para las montañas, a reunirse con los otros...
Jean se arrepintió de haber hecho esa pregunta. Estaba esperando algo por
el estilo desde hacía algún tiempo; veía aumentar la amenaza. No hubiera creído,
sin embargo, que la noticia lo llegara a sorprender de tal manera. Convencido de
que su caso constituía na excepción, pensaba que ni él ni su finca serían
afectados por los problemas.
Una profunda comprensión lo ligaba a esos seres sencillos, los jornaleros, por los
cuales sentía aprecio y de los cuales tenía la impresión de que lo sentían
igualmente por él. No, no se equivocaba; no podía equivocarse. Y...
Sin jactarse, podía afirmar que había podido lograr que lo quisieran. No
andaba escatimando cuando se trataba de beneficio de sus obreros, así como de
sus familias; y seguía la consigna indígena: «Haz bien y no mires a quién. Te lo
devolverán...»
La misma risa burlona resonó más allá de sus pensamientos. Jean Brun: «Sí,
¡he hecho mucho bien! ¡He sido siempre comprensivo! ¡Una equivocación, no ha
sido más que eso!» Prolongándose, la risa venenosa continuaba aguijoneándole el
corazón. «Se han negado incluso a bajar de sus madrigueras rocosas hoy por la
mañana. Has sido un gran amigo para ellos, ¡pero no han venido! Dices que no te
avergüenzan tus sentimientos, pero ten cuidado».
«Me gustaría saber –se decía Jean Brun–, me gustaría saber cómo se las van
arreglar para vivir sin el trabajo que les doy. ¿Qué bicho los habrá picado? ¿Cómo
han llegado hacer eso? ¡Es evidente!». La sangre se precipitó en su cerebro, sintió
bruscamente calor y la cara se le puso ardiente. «¡No cedeŕe! ¡Nada cambiará!
¿Cambiará...?» Se sorprendió de haber pensado eso. Un momento después, una
ola helada lo sumergía, abría las puertas de par en par hacia una comarca
entregada a la desolación. Más allá, al otro lado, la voz decía: «¡Cederemos. Ya
hemos cedido. Es demasiado tarde. Demasiado tarde!» Y la extensión estéril
desapareció, sustituida por la que le pertenecía, cuyas savias corrían bajo sus
pies, lo circundaban de una muralla viva.
Al decir eso, este hombre, ya encorvado por los años, tenía una mirada
dulce, compasiva, impregnada de una especie de distracción indolente. Y fue
también él, Jean Brun, quien se había opuesto a las medidas de represión
destinadas a tranquilizar a los campesinos. «Eso no es más que paja ardiendo. Si
no la tocan, se apagará sola. Pero si se ponen a soplar, arrasará todo el país. Lo
que usted propone equivale prácticamente a incendiar esta tierra». Estaba
pronunciando estas palabras, cuando se sintió sorprendido por su forma de
expresarse. ¡Cuán diferente era del otro, del general!, ¡hasta en la forma de
expresarse! Había hablado como sus obreros, con sentencias. No sabe. ¡Ése no
sabe todo lo que se puede conseguir de los indígenas con la amistad! Nunca lo
comprenderá. No es de aquí. No se puede discutir con hombres que no conocen
este país.
El rudo aliento de la primavera desgarraba los campos; éste los barría sin
cesar y jugaba con los cabellos de Jean Brun. Una calvicie incipiente le daba
amplitud a su frente, que era bien formada,y bajo ella los ojos de un azul
desteñido, de mirada tranquila, revelaban una actitud obstinada. El colono
llevaba el mismo traje gris claro, un poco usado, con que se le veía todos los días.
No muy alto, de estatura mediana, conservaba, ya pasados los cincuentas, un
asombroso aspecto juvenil, sobre todo cuando el aire había frotado los pómulos
hasta sacarle sangre, como esa mañana. Su saco desabotonado se agitaba al
viento; una fina cadena de plata le brillaba sobre el chaleco. Despidió a su
empleado y se contentó con murmurar:
–Debes regresar.
Repitió varias veces seguidas «Debes regresar», señalando para el suelo con
un movimiento de la mano.
Los ojos del anciano irradiaban una luz clara. Éste dijo, además:
Sin detenerse por más tiempo en el patio, Jean Brun regresó a la casa y
pensó que le convendría revisar las armas que tenía en la finca.
Mohammed Dib: Nació en 1920 en Tlemcen, Argelia. Desempeñó diversos
oficios: maestro, contador, fabricante de alfombras, periodista, antes de
consagrarse a la literatura. Su triología Argelia, compuesta por las novelas La
casa grande, 1952, El incendio, 1954, y El telar, 1957, es un fresco de la vida urbana
de lxs protelariadxs y lxs campesinxs durante la Segunda Guerra Mundial, así
como la toma de conciencia de la necesidad de luchar contra los que provocan la
miseria. La guerra de liberación está presente en sus obras ulteriores: Un verano
en África, 1959; Sombra guardiana, 1961; Recuerdos del mar, 1962; El Talismán,1966; la
danza del rey, 1968; Dios en la barbarie, 1971; y El maestro de la caza, 1973.
Dib formó parte del Partido Comunista Argelino durante el proceso de rebelión.
Luego ello fue a Francia donde formó parte de la Generación del 52, un grupo de
escritores argelinos que incluían a Albert Camus y a Mouloud Feraoun.