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El final

Mohammed Dib
Argelia

El señor Alberto llegó completamente agitado:


–¡Se fueron, señor! ¡Todos han abandonado la finca!

Éste se olvidaba de hacer el saludo militar con el cual siempre se dirigía a


su jefe.

Al momento, Jean Brun comprendió: sus obreros se habían ido para allá
también, para las montañas, a reunirse con los otros...

–¿Pero, cómo? ¡Todos!


–¡Todos! –respondió el empleado.

Jean se arrepintió de haber hecho esa pregunta. Estaba esperando algo por
el estilo desde hacía algún tiempo; veía aumentar la amenaza. No hubiera creído,
sin embargo, que la noticia lo llegara a sorprender de tal manera. Convencido de
que su caso constituía na excepción, pensaba que ni él ni su finca serían
afectados por los problemas.
Una profunda comprensión lo ligaba a esos seres sencillos, los jornaleros, por los
cuales sentía aprecio y de los cuales tenía la impresión de que lo sentían
igualmente por él. No, no se equivocaba; no podía equivocarse. Y...

Y no sabía qué pensar; se había hecho un vacío en su cerebro; se había


quedado petrificado. Pasó un momento. Y luego se recuperó. «Vamos a ver –se
dijo–; entre nosotros hay confianza basada en años de esfuerzos comunes. No es
posible que un día para otro... A menos que todo... que todo no hay sido más que
mentiras». ¡No! A Jean Brun le entraron ganas de reír; semejante idea le parecía
ilógica. Pero, de inmediato, en su corazón sopló un viento áspero, negro, muy
diferente del que aullaba quedo sobre los campos, del viento de primavera. El
colono entrevió súbitamente el desastre.
Éste impuso silencio a sus pensamientos alarmados.
«No hay nada perdido», se dijo. «¿Qué no hay nada perdido –exclamó desde su
interior una voz que no reconoció–; ¡todo está perdido!».
Pensó: «Hay que ver cómo a la primera dificultad, me aflojo y me pongo a hacer
muevas. No hay que dejarse vencer».

La mañana pálida y cubierta por un velo avanzaba en medio de una extraña


soledad. Jean Brun examinaba el campo del que apenas empezaba a alejarse el
invierno y que éste dejaba helado. Todo, hasta donde llegaba la vista, le
pertenecía. Nada se movía dentro de toda esa bruma y esa inmensidad. Tampoco
en las alturas de los alrededores, donde la hierba se ponía áspera, donde
sobresalían muñones de roca gris, donde eran mayores los torrentes de las
cañadas. Tachonadas de minúsculas cabañas, esas lomas se animaban desde
temprano por las idas y venidas de campesinos, de grandes burros y de rebaños
de cabras. Éstas se habían quedado muertas, como si hubieran sido abandonadas
a toda prisa. Su mirada regresó y se paseó por sus tierras, erró pos los olivares
plateados, por la parda rugosidad de los labrantíos. Una hermosa propiedad:
limpia, cuidada, íntegra. El viento y ese silencio desacostumbrados lo
desconcertaban. El mismo viento anunciaba una expectación indefinible. «Todo
se arreglará –se dijo Jean Brun–; con seguridad se trata de una equivocación».
«¡Estúpido! –exclamó la otra voz–. ¿Una equivocación? ¡Imbécil! ¡Verás lo que va
a ocurrir!» La hizo callar brutalmente. «¡No va a ocurrir nada! ¡Nada de lo que
estás suponiendo! Sé lo que digo. A la primera orden, sí, a la primera orden,
regresarán a su trabajo».

Sin jactarse, podía afirmar que había podido lograr que lo quisieran. No
andaba escatimando cuando se trataba de beneficio de sus obreros, así como de
sus familias; y seguía la consigna indígena: «Haz bien y no mires a quién. Te lo
devolverán...»

La misma risa burlona resonó más allá de sus pensamientos. Jean Brun: «Sí,
¡he hecho mucho bien! ¡He sido siempre comprensivo! ¡Una equivocación, no ha
sido más que eso!» Prolongándose, la risa venenosa continuaba aguijoneándole el
corazón. «Se han negado incluso a bajar de sus madrigueras rocosas hoy por la
mañana. Has sido un gran amigo para ellos, ¡pero no han venido! Dices que no te
avergüenzan tus sentimientos, pero ten cuidado».

«Me gustaría saber –se decía Jean Brun–, me gustaría saber cómo se las van
arreglar para vivir sin el trabajo que les doy. ¿Qué bicho los habrá picado? ¿Cómo
han llegado hacer eso? ¡Es evidente!». La sangre se precipitó en su cerebro, sintió
bruscamente calor y la cara se le puso ardiente. «¡No cedeŕe! ¡Nada cambiará!
¿Cambiará...?» Se sorprendió de haber pensado eso. Un momento después, una
ola helada lo sumergía, abría las puertas de par en par hacia una comarca
entregada a la desolación. Más allá, al otro lado, la voz decía: «¡Cederemos. Ya
hemos cedido. Es demasiado tarde. Demasiado tarde!» Y la extensión estéril
desapareció, sustituida por la que le pertenecía, cuyas savias corrían bajo sus
pies, lo circundaban de una muralla viva.

Regresarán. Trabajarán. Jean Brun clavaba la mirada en la finca: oscura bajo


las olas espumosas de los olivos, le parecía muda. Sin embargo, sabía que era
dulce y pródiga, pero ese rostro adusto no se lo descubría tan sólo hoy. Sus ojos
interrogaban ávidamente esa inmovilidad, esa profundidad. Parecía que se
hubiera desvanecido de golpe todo lo que en ella había sido dominado,
domesticado. No quedaba sino su extraña hostilidad. Se imaginó, quién sabe
porqué, una mujer que uno tiene entre los brazos y que, al mismo tiempo, se ve
parada a lo lejos, inaccesible. En realidad, no había palabras que pudieran
traducir lo que pensaba, ya que, aunque complejo, era mucho más sencillo y más
llano que cualquier expresión familiar.

Se abandonó al sentimiento de seguridad que, insidiosamente, lo envolvía.


Esta tierra lo preservaría de cualquier amenaza, «¡Pero si amenaza –se respondió
con un sobresalto– procede de ella! ¡Ella misma constituye una amenaza! ¡El que
no quiera venir a trabajar voluntariamente será traído a latigazos! ¡Con esto lo
van hacer de mejor gana! ¡Van a caminar con el látigo hasta que pierdan el
aliento!». Se acordaba de las ideas del gordo Remusse. Las había manifestado
unos meses antes en la Casa del Colono. «¡Hay que tener mano dura! ¡Y bien
dura! Hay que reprimirlos, aniquilarlos. Es preciso jugarse el todo por el todo.» Y
él, Jean Brun, no había estado de acuerdo; había intentado más bien moderar su
ardor, razonar con él. «¡Qué tonto! Temo habérmelo echado de enemigo en ese
momento. Es él quien tenía razón; tuvo una visión más clara que la mía».

El viento también hablaba en un tono confidencial, con palabras rápidas,


preparadas desde hacía mucho tiempo: «Después de todo, es conveniente darles
una lección de vez en cuando, para que no se piensen que todo les está
permitido». Y la voz de Gabriel Remusse resonó nuevamente en su cabeza,
insistiendo en cada palabra: «¡Ser amigo de los campesinos es alterar el orden
público!» Vio esa población miserable como una fatalidad llevada a cuestas por
esa tierra.
–Si usted cree que lo que hacemos es criticable –decía el general, el otro
día, en una actividad social de los colonos de la región–, no nos queda más
solución que lavarnos las manos, abandonar la empresa y dejar que
ustedes mismos defiendan sus bienes y sus personas. Pero, si estamos aquí
para protegerlos, es necesario que nos ayuden, y no sólo que nos ayuden,
sino que admitan también el castigo. Es una ley inevitable. Y si se trata de
la ley, me van a perdonar, entonces no somos peores que ustedes:
debemos aplicarla estrictamente, sin concesiones y, lo repito, lo mejor que
podamos.

Al decir eso, este hombre, ya encorvado por los años, tenía una mirada
dulce, compasiva, impregnada de una especie de distracción indolente. Y fue
también él, Jean Brun, quien se había opuesto a las medidas de represión
destinadas a tranquilizar a los campesinos. «Eso no es más que paja ardiendo. Si
no la tocan, se apagará sola. Pero si se ponen a soplar, arrasará todo el país. Lo
que usted propone equivale prácticamente a incendiar esta tierra». Estaba
pronunciando estas palabras, cuando se sintió sorprendido por su forma de
expresarse. ¡Cuán diferente era del otro, del general!, ¡hasta en la forma de
expresarse! Había hablado como sus obreros, con sentencias. No sabe. ¡Ése no
sabe todo lo que se puede conseguir de los indígenas con la amistad! Nunca lo
comprenderá. No es de aquí. No se puede discutir con hombres que no conocen
este país.

Eso pensaba, en aquel momento.


Y se acordó del grupo de campesinos, reunidos, una mañana, alrededor de
una hoguera encendida entre tres enormes piedras y sobre la cual todos
extendían sus manos abiertas. Hacía mucho de eso; era en invierno. Él se detuvo
cerca de ellos:

–¡La paz sea con ustedes!


–¡Amén! –dijeron
–¿Eso es todo lo que han encontrado por hacer? –Bromeó.

No le respondieron. Ateridos, tenían el semblante rígido. Esos hombres


contemplaban, inmóviles y súbitamente embrujados, la roja hoguera que latía
como un gran corazón de piedras. El fuego proyectaba, a ratos, sobre los rostros,
un resplandor que se reflejaba en los ojos. En ese momento, una curiosa
sensación de desconcierto se apoderó de Jean Brun, pero, al mismo tiempo, ante
esas siluetas enroscadas, arrugadas, en cierto lugar de su corazón algo pequeño
había sido sorprendido, agarrado para siempre. En la neblina opaca y triste,
cantaba. Jean Brun observó los campos que, ante él, se extendían a lo lejos, en esa
fría mañana de invierno, y no oyó más que su voz. Sin embargo, ésta no se apagó
cuando dejó de mirar sus viñedos, sus trigales, sus naranjeros; en cambio, la
inseguridad inundó brusca e insoportablemente su corazón. Durante todo ese
invierno, fantásticos y temibles, los campesinos había errado como espectros
surgidos de las profundidades de la tierra, la que, inerte, se callaba.

El rudo aliento de la primavera desgarraba los campos; éste los barría sin
cesar y jugaba con los cabellos de Jean Brun. Una calvicie incipiente le daba
amplitud a su frente, que era bien formada,y bajo ella los ojos de un azul
desteñido, de mirada tranquila, revelaban una actitud obstinada. El colono
llevaba el mismo traje gris claro, un poco usado, con que se le veía todos los días.
No muy alto, de estatura mediana, conservaba, ya pasados los cincuentas, un
asombroso aspecto juvenil, sobre todo cuando el aire había frotado los pómulos
hasta sacarle sangre, como esa mañana. Su saco desabotonado se agitaba al
viento; una fina cadena de plata le brillaba sobre el chaleco. Despidió a su
empleado y se contentó con murmurar:

–Pues, ¿qué se creen...?

Él mismo se sorprendió con el desagradable sonido de su voz. Regresó a la


finca, vasta posesión formada por dos cuerpos de construcciones dispuestas en
ángulo y por un patio protegido por unos muros cubiertos en lo alto, de
fragmentos de vidrio. Recortándose sobre el cielo bajo, esos muros, con su color
rosado y el techo de tejas redondas, parecían dotados de una especie de
irradiación. En el gran patio cuadrado reinaba la animación habitual; algunos
obreros iban y venían del granero al establo, de las caballerizas al abrevadero;
unas sirvientas indígenas se dedicaban a sus ocupaciones. No había nada que
distinguiera este día de los demás. Las miradas de Jean Brun se dirigieron, en
cambio, hacia esos hombres y mujeres. Le pareció que los veía por primera vez;
su presencia se le antojó insólita. ¿Por qué se habrían quedado? ¿Serían
diferentes a los demás? ¿Sería posible que todos no fueran iguales? ¡Era posible!
Éstos se comportaban como si no se dieran cuenta de su presencia y continuaban
su trabajo. Luego se acordó de otra escena de la cual había sido, esa vez, testigo
involuntario.

El maestro del poblado colocaba sus maletas en la carreta que debía


transportarlo a la estación situada a cuatro kilómetros. Había pronunciado,
según se decía, discursos subversivos; los colonos de los alrededores habían
exigido que se fuera. Él y su vehículo fueron rodeados por un grupo de
campesinos que se habían quedado hasta ese momento esperando en las
proximidades del poblado. Un poco sorprendido, el maestro dejó lo que estaba
haciendo y, aunque no comprendiera su lengua, se dispuso a escucharlos. Con
aspecto arisco, empujaron hacia a él a un viejo que vaciló y terminó diciendo:

–Debes regresar.

Repitió varias veces seguidas «Debes regresar», señalando para el suelo con
un movimiento de la mano.

–Es necesario regresar. No somos nosotros los que te expulsamos. No


olvides, cuando estés allá, en tu país, que esperamos tu regreso.

El viejo alzó la mirada hacia el maestro de escuela y éste asentía moviendo


la cabeza. ¡Comprendía! Con los labios apretados, fijaba su mirada en ese rostro
curtido, surcado de arrugas, de barba rala.

–¡No olvides que éstos son tus hermanos!

El campesino se volvió hacia los demás, quienes escuchaban confiados, sin


decir palabra.

–Sabemos que eres un hermano para nosotros y que regresarás cuando


nuestros enemigos hayan sido vencidos...
Esperaremos, entonces, tu regreso.

Los ojos del anciano irradiaban una luz clara. Éste dijo, además:

–El que instruye a sus semejantes esparce la bendición de Diós.

Se acercó, tomó la mano del maestro y se la llevó a los labios.

Se hizo un silencio en el grupo. Los demás campesinos se separaron y


dejaron a los dos hombres juntos.

Sin detenerse por más tiempo en el patio, Jean Brun regresó a la casa y
pensó que le convendría revisar las armas que tenía en la finca.
Mohammed Dib: Nació en 1920 en Tlemcen, Argelia. Desempeñó diversos
oficios: maestro, contador, fabricante de alfombras, periodista, antes de
consagrarse a la literatura. Su triología Argelia, compuesta por las novelas La
casa grande, 1952, El incendio, 1954, y El telar, 1957, es un fresco de la vida urbana
de lxs protelariadxs y lxs campesinxs durante la Segunda Guerra Mundial, así
como la toma de conciencia de la necesidad de luchar contra los que provocan la
miseria. La guerra de liberación está presente en sus obras ulteriores: Un verano
en África, 1959; Sombra guardiana, 1961; Recuerdos del mar, 1962; El Talismán,1966; la
danza del rey, 1968; Dios en la barbarie, 1971; y El maestro de la caza, 1973.
Dib formó parte del Partido Comunista Argelino durante el proceso de rebelión.
Luego ello fue a Francia donde formó parte de la Generación del 52, un grupo de
escritores argelinos que incluían a Albert Camus y a Mouloud Feraoun.

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