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El Paso

Naima al-Sid

1. Atrapar una chispa del pasado

Anochecía, el sol estaba a punto de ponerse. Allí en día pasaba tan


rápidamente como los anteriores; pero los años... cuarenta años acurrucada y
entumecida en la silla. Durante esos años su obesidad había aumentado, las nalgas
se le habían hinchado aún más y le resultaba difícil girar la silla en la que se
sentaba. Sudaba por todas las partes hinchadas del cuerpo al mover los pies en la
máquina de coser. La máquina emitía un sonido tan monótono que había llegado a
formar parte de su vida. La máquina giraba y su cabeza también.

«Ha sido extraordinariamente bella. La imagen de mi bonito rostro sirvió de


modelo al fotógrafo del barrio, que lo expuso en un gran cuadro en el escaparate.
Esto hizo que los jóvenes compitiesen por conseguir complacerme. ¡Ah!, pero
ahora los chicos me miran con asco cuando salgo, lo que rara vez hago. Mi aspecto
exterior tampoco despierta ya ninguna atención: mi pelo rizado, los mechones
pegados uno con otro me caen por la frente como abrojos silvestres. ¡Y mis ojos!,
¿que les pasa?, no... nada».

Rápidamente alargó la mano al cajón del mueble de la máquina y comenzó a


buscar algo. Sacó unos trozos de espejo de un bolso ya viejo, del que no se
distinguía bien el color; ¿era marrón oscuro o negro?

Se miró en el espejo y comenzó a contemplarse su triste rostro. Le aturdió el


aspecto de sus ojos, tan saltones como los de una rata. Tiró el espejo y murmuró:
¿Por que pensar en esto? No, sólo debo ocuparme de trabajar.

Cogió las tijeras. Cortó el hilo de la blusa ya terminada y luego comenzó a


coser otra. Un gran vacío en las entrañas le mordía por dentro y se prolongaba por
todas las articulaciones, hasta posarse en los ojos y formar una nube de inquietud
que le impedía ver. Un grito se extendía interiormente y se quebraba en la
garganta, y salió de su boca un irritado y confuso balbuceo. De nuevo giraba la
máquina y su cabeza también. De pronto, con la máquina parada y la cabeza entre
las manos dijo en voz alta: «Años, largos años hace que coso blusas de novia. Vivo
su alegrías, pero ¿cuándo viviré la mía?» Prestó atención. Se volvió con angustia y
miedo, pensando que alguien la hubiera podido oír. Se sintió aliviada al ver los
rincones de la habitación vacíos. Recordó que su madre había ido a ver a su
hermana pequeña, quien se había casado y había tenido hijos y estaba embarazada
del cuarto. Sin embargo, ella había enterrado en esa espantosa máquina su vida, su
juventud, su corazón y su esperanza como hembra.

De nuevo, movió los pies; la cabeza, a pesar suyo, giraba también con la
máquina.

Desde hacía cuarenta años su vida era una cadena interminable de trabajos.
El único rato en el que sentía un poco de descanso era al terminar la noche, cuando
su cansando cuerpo se echaba en la cama para volver al día siguiente temprano a
mover los pies en la máquina, sacando el sustento de la familia. Desde aquel día
negro...que volvía de la escuela con su cartera, una distraída sonrisa en la boca y el
corazón cantando al amor y a la primavera de ese guapo joven que había
consagrado su vida a caminar tras ella de la escuela a la casa y de la casa a la
escuela, mientras despertaba la envidia de sus compañeras, que habían comenzado
burlonas a censurarla; he aquí que en la puerta de la casa se vio sorprendida por
mucha gente:
–¿Qué ha sucedido?– preguntó.

Se acercó al interior. Quiso entrar al dormitorio, pero las mujeres se lo


impidieron. Miró a su padre inerte sobre una alfombra en medio de la habitación y
envuelto en una sábana blanca.
–¿Qué ha pasado?
– Nada.

Su padre había ido a trabajar y había vuelto quieto, a hombros de sus


compañeros. Dijeron: «Las piernas tropezaron con la escalera mientras trabajaba
afanosamente, reparando la avería de unas farolas. Cayó desde lo alto y se golpeó
la cabeza con el bordillo de la acera». Una hemorragia interna acabó con su vida
antes de llegar al hospital. Cuando terminó el funeral, la madre se sentó con ella
diciendo:
El que nos alimenta ha muerto. Eres la mayor y quiero que crezcas de una
vez y para siempre.

Desde aquel maldito día perdió la niñez y la alegría. Desde entonces estaba
sentada llevando a rastras su desánimo y moviendo los pies. Sus tres hermanas se
habían casado y tenido hijos, mientras que ella se encogía de hombros y
renunciaba a cualquier pretendiente, hasta que su hermano pequeño terminase los
estudios. Una responsabilidad a su cargo que debía asumir; ¡qué asco de
responsabilidades! Su hermano estaba en el último año de medicina y nadie había
llamado a la puerta para pedir su mano. Prestó atención; se frotó los ojos y volvió
a mover los pies. Estaba agotada. Hacía mucho calor y sus mejillas comenzaron a
sudar mucho. Entornó los ojos; el sopor la invadió y se rindió. El frío se colaba en
ella tranquilamente y provocaba en su imaginación desbocados y ambiguos sueños
en los que las imágenes se mezclaban. Había comenzado a contonearse en el
asiento tratando de coger el hilo de las asombrosas imágenes que alborotaban en
su cabeza.

2. El Sueño

Su imaginación voló de repente. La llevó a una bonita ciudad roja con sucias
y brillantes fachadas. Entró en un iluminado hotel de varios pisos. Las paredes,
decoradas con espejos, reflejaban los ramos de flores distribuidos por el espacioso
salón. En ese salón la esperaba un caballero moreno y alto. Le sonrió y ella
también, y se sonrojó. La palpó y la abrazó; ella también le abrazó.

Llegaron al ascensor. El apretó uno de los botones; el ascensor se movió y se


levó. En la ligera penumbra del ascensor, ella tocó su cara y él la estrechó con
fuerza entre sus brazos. El ascensor se paró y los lanzó a una de las muchas
plantas, antes de que intercambiasen su pasión en un beso. Se detuvieron en la
puerta de la habitación; sacó la llave del bolsillo y entraron.

La habitación era amplia. En el centro había una cama grande y cómoda. Su


cuerpo estaba excitado por la espera. Ella, ávida, se acercó más a él y olió su
perfume. El se arrimó más, oliendo su pelo. Ella oía su rápida respiración la cara le
ardía y susurró:
¿Por qué has tardado tanto tiempo?

Quiso decir algo, pero él le puso las manos en los hombros; el fuego de sus
dedos jugaba con la excitación de su cuerpo, convertido en una pura llama. La
abrazó; la estrechó. Ella no se opuso y se entregó libremente. El destruía su figura
y volvía a modelarla con la forma que le apetecía. Se quitó los zapatos de tacón
alto, mientras él seguía con las manos sobre los hombros. Su cuerpo estaba muy
hambriento. Se quitó la faja y la enagua, que cayeron libres, como hojas marchitas.
El frenesí de abrazarse se apoderaba de ellos. Ella pestañeaba, gritaba, se relajaba
y se echaba. Se lanzaba sobre ella; sus labios ardientes le besaban el cuello y se
deslizaba abiertos hasta los senos entumecidos e insensibles por el peso de su
pecho. Los cogía y los besaba. Los brazos de ella rodeaban su cabeza escondida
entre los senos. La mano de él se deslizaba por las gordas piernas, agarrando la
parte redonda del muslo, mientras que los senos caían un poco hacia los lados. Su
mano avanzaba hasta quedarse en la tranquila y lisa ladera, bajo la planta negra y
suave, haciéndole cosquillas y escarbando en su cuerpo fuentes de luz. Ella
suspiraba.

El silencio desplegado por la habitación se cortaba de vez en cuando por el


maullido de una gata que parecía pedir socorro. La amargura se filtraba en ella. No
se preguntaba por qué sufría, sólo que conocía el olor del hambre que se
condensaba y se transformaba en una nube enjuta y despiadada en el cielo de la
privación.

Ella casi sin aliento, murmuró:


Mi cuerpo ha adquirido una existencia propia.

3. El paso

De pronto sonó el timbre de la puerta. Sonó mientras ella estaba ausente en


el placer del sueño. Sonó... y voló el caballero. Se perdieron todas esas imágenes
tan placenteras que había fabricado su pensamiento y su fantasía. Sonó el timbre.
Se estremeció; sintió que su cuerpo seguía poseído por unos diabólicos deseos. Se
flotó los párpados con las manos negándose a despertar. Se levantó con serenidad
e intentó recuperar la imagen, retenerla, pero se alejó. Sonó el timbre, sonó en su
cabeza y le desgarró los tímpanos. No lo soportó y se liberó de todas las trabas. Su
gran cuerpo se puso de pie de un salto y salió de la habitación. Abrió la puerta.
Tras ella apareció su sobrino con la vista clavada en la entrada. Por un momento lo
miró con ojos apagados y trató de averiguar qué le traía a esa hora tan tardía, pero
pasó el umbral de la puerta y entró en la casa, diciendo:
–Mi padre me ha traído antes de irse a trabajar. Esta noche dormiré en tu
casa porque la abuela se va a quedar con mi madre, que está enferma.

En su rostro se veían muestras de inquietud y temor; la inquietud y el miedo


de que a su madre le sucediera alguna desgracia, pues él era el mayor y sólo tenía
siete años.
–Ven– Le dijo ella mientras le cogía la mano.

El niño caminaba tranquilo a su lado, ocultando su tristeza y con la manita


en aquella mano tan grande, fofa, tierna y sudorosa.

Llegaron a la habitación. Ella cerró la puerta se quedaron a oscuras. Sintió


que el miedo le invadía y permaneció rígido en el lugar mientras le apretaban la
mano. Le dio al interruptor de la lámpara y se encendió una tenue luz rojiza. Le
puso una chocolatina en la boca. El se relajó y se dejó llevar. Lo acostó diciendo:
–Duerme.

Se tranquilizó al mirarla con la cara pegada en la fofa axila.


Pasó sus gordos dedos por el pelo del niño. Los párpados se le cerraron. Sintió que
la felicidad le invadía mientras seguía tocándole la cabecita y se quedó como
ausente. La chocolatina se deshacía en la boca y le caía la baba sobre la almohada.
Todo estaba en silencio y en calma. Su tranquila respiración se elevaba
ordenadamente del pecho relajado bajo sus brazos, mientras procuraba no mover
los brazos para así continuar pegada al cuerpo extendido en la cama.

Sus entrañas empezaron a retorcerse en un espantoso vacío. Las facciones de


la cara se le arrugaron. Miró a su alrededor. Permaneció con la vista clavada en el
pantalón abierto y unas imágenes muy atrayentes se apoderaron de su
imaginación.
–¿Qué pasaría si tocase suavemente lo que hay dentro de la apertura?
¡Duerme y no me sentirá!

Su garganta segregaba una líquida y sedienta saliva. Se levantó y desechó la


idea. Desconcertada, se paró en medio de la habitación. Se encontró ante el espejo
y, sin querer, se quitó la ropa y la dejó en el suelo. Se acarició la carne fofa, se iba
excitando cada vez más y se lanzó sobre él. Sus labios eran dos esmeraldas con el
brillo de la mora encendida que la llamaban insistentes. Un sentimiento de
aventura le dominó. Tenía que vencer su represión. ¡No perdería esa maravillosa
oportunidad!

Se secó las gotas de sudor de la frente. Pensó irrumpir en mundos ocultos.


En ella había un extraño amor por el olor del macho, pero su situación no
contribuía a esa pasión. Esa noche se libraría de esa escisión. Lo miró aún más y
se le dilataron las pupilas.

Un hombre, aquí conmigo. Sentiré yo, y él también, el rostro de la alegría. El


olor de los hombres se sembrará en mis poros. Mi cama echará hojas y todo
enverdecerá.

Movida por el placer, alargó el cuello con decisión. Acercó su boca a la de


él. Chupó sus labios y pegajosa y cálida boca. Su respiración era entrecortada. Sus
ojos se llenaron de gritos al recolectar flores de fuego de los labios del niño. Los
glóbulos que flotaban en la sangre bailaban de deseo y placer por la cohesión y
unión que en ellos producía la carencia. Rasgó los pantalones con unas uñas de
acero y se lanzó sobre él. Su cuerpo desnudo sobre el de él se convirtió en un reino
plateado en cuyo cielo revoloteaban pájaros con alas rojas púrpuras, donde de la
arena brotaban flores silvestres de colores maravillosos, diabólicas plantas y verde
hierba.

Pasaron unos instantes, mientras ella estaba ausente con una alegría,
satisfacción e imaginación malditas. Pasó un rato. El niño se movió, ya que
resultaba una carga pesada para su pechito. Abrió los ojos. Luego apartó la boca al
tiempo que miraba fijamente la cara que estaba sobre la suya y con la lengua
pegada. No dijo ni una palabra. Su aspecto era extraño, pues estaba desnuda sobre
él sin aliento y llorando de agonía. Se sintió incómodo. Quiso gritar, pero la mano
de ella apresuró a ocultar el grito. Intentó abrazarlo para que no se moviera de esa
forma tan desordenada, pero de una sacudida se escapó de sus brazos con asco e
irritado. De pronto, le dio una patada en la tripa y ella gritó. Se apartó sintiendo
que su tripa se desparramaba ante ella. Se puso la mano en la parte golpeada y eso
le permitió escaparse. Comenzó a correr de un rincón a otro y ella lo seguía como
loca, tratando de cogerlo. Dio un salto hacia la puerta, pero le agarró un mechón
de pelo y gritó pidiendo socorro. Las yemas de los dedos se colgaron del cerrojo
de hierro y movía los dedos con una asombrosa fuerza, tratando de buscar una
salida. Ella extendió las manos y le apretó el cuello como unas tenazas. Su
cuerpecito, que se agitaba entre los rudos dedos, trataba de escapar y soltarse, pero
ella le oprimía con fuerza. Sus gritos hicieron que le apretara aún más el cuello.
Fue perdiendo fuerzas. Se quejaba; la voz le salía quebrada y desgarrada pidiendo
ayuda. Luego sus dientecitos se ahogaron en sangre.

La luz de la mañana que llegaba del cielo a través de las nubes iluminaba la
sala de la casa; luego se filtraba en el centro de la habitación por el tragaluz
cerrado con una rejilla de hierro oxidada por la acción del tiempo.
El niño estaba tendido y desnudo; la cara, llena de sangre. Ella, echada sobre
él, lo abrazaba con fuerza gritando con una voz ahogada por las lágrimas:
–Ya he pasado esta noche; he entrado en límites difíciles. Ahí está mi
hombre desnudo ante ustedes y yo aquí, encima de él, respirando y lavándolo con
la agonía de los años extenuados y de privación.

Sacudía el cuerpo con las manos rígidas y meneaba el cadáver diciendo:


–Te amaré mucho más, mi hombre. Sólo serás para mí. Mataré a todo aquel
que te rodee. Todos son perros rabiosos. ¡Quédate conmigo, te guardaré! ¡Quédate
conmigo y, si no, te destrozaré! ¡No me dejes, no te vayas con ellos, no, no!

Las voces se elevaron con fuerza. La voz de la madre llegaba entrecortada


por el llanto; le suplicaba que abriera, pero no se levantó. No oía.

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