Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Naima al-Sid
De nuevo, movió los pies; la cabeza, a pesar suyo, giraba también con la
máquina.
Desde hacía cuarenta años su vida era una cadena interminable de trabajos.
El único rato en el que sentía un poco de descanso era al terminar la noche, cuando
su cansando cuerpo se echaba en la cama para volver al día siguiente temprano a
mover los pies en la máquina, sacando el sustento de la familia. Desde aquel día
negro...que volvía de la escuela con su cartera, una distraída sonrisa en la boca y el
corazón cantando al amor y a la primavera de ese guapo joven que había
consagrado su vida a caminar tras ella de la escuela a la casa y de la casa a la
escuela, mientras despertaba la envidia de sus compañeras, que habían comenzado
burlonas a censurarla; he aquí que en la puerta de la casa se vio sorprendida por
mucha gente:
–¿Qué ha sucedido?– preguntó.
Desde aquel maldito día perdió la niñez y la alegría. Desde entonces estaba
sentada llevando a rastras su desánimo y moviendo los pies. Sus tres hermanas se
habían casado y tenido hijos, mientras que ella se encogía de hombros y
renunciaba a cualquier pretendiente, hasta que su hermano pequeño terminase los
estudios. Una responsabilidad a su cargo que debía asumir; ¡qué asco de
responsabilidades! Su hermano estaba en el último año de medicina y nadie había
llamado a la puerta para pedir su mano. Prestó atención; se frotó los ojos y volvió
a mover los pies. Estaba agotada. Hacía mucho calor y sus mejillas comenzaron a
sudar mucho. Entornó los ojos; el sopor la invadió y se rindió. El frío se colaba en
ella tranquilamente y provocaba en su imaginación desbocados y ambiguos sueños
en los que las imágenes se mezclaban. Había comenzado a contonearse en el
asiento tratando de coger el hilo de las asombrosas imágenes que alborotaban en
su cabeza.
2. El Sueño
Su imaginación voló de repente. La llevó a una bonita ciudad roja con sucias
y brillantes fachadas. Entró en un iluminado hotel de varios pisos. Las paredes,
decoradas con espejos, reflejaban los ramos de flores distribuidos por el espacioso
salón. En ese salón la esperaba un caballero moreno y alto. Le sonrió y ella
también, y se sonrojó. La palpó y la abrazó; ella también le abrazó.
Quiso decir algo, pero él le puso las manos en los hombros; el fuego de sus
dedos jugaba con la excitación de su cuerpo, convertido en una pura llama. La
abrazó; la estrechó. Ella no se opuso y se entregó libremente. El destruía su figura
y volvía a modelarla con la forma que le apetecía. Se quitó los zapatos de tacón
alto, mientras él seguía con las manos sobre los hombros. Su cuerpo estaba muy
hambriento. Se quitó la faja y la enagua, que cayeron libres, como hojas marchitas.
El frenesí de abrazarse se apoderaba de ellos. Ella pestañeaba, gritaba, se relajaba
y se echaba. Se lanzaba sobre ella; sus labios ardientes le besaban el cuello y se
deslizaba abiertos hasta los senos entumecidos e insensibles por el peso de su
pecho. Los cogía y los besaba. Los brazos de ella rodeaban su cabeza escondida
entre los senos. La mano de él se deslizaba por las gordas piernas, agarrando la
parte redonda del muslo, mientras que los senos caían un poco hacia los lados. Su
mano avanzaba hasta quedarse en la tranquila y lisa ladera, bajo la planta negra y
suave, haciéndole cosquillas y escarbando en su cuerpo fuentes de luz. Ella
suspiraba.
3. El paso
Pasaron unos instantes, mientras ella estaba ausente con una alegría,
satisfacción e imaginación malditas. Pasó un rato. El niño se movió, ya que
resultaba una carga pesada para su pechito. Abrió los ojos. Luego apartó la boca al
tiempo que miraba fijamente la cara que estaba sobre la suya y con la lengua
pegada. No dijo ni una palabra. Su aspecto era extraño, pues estaba desnuda sobre
él sin aliento y llorando de agonía. Se sintió incómodo. Quiso gritar, pero la mano
de ella apresuró a ocultar el grito. Intentó abrazarlo para que no se moviera de esa
forma tan desordenada, pero de una sacudida se escapó de sus brazos con asco e
irritado. De pronto, le dio una patada en la tripa y ella gritó. Se apartó sintiendo
que su tripa se desparramaba ante ella. Se puso la mano en la parte golpeada y eso
le permitió escaparse. Comenzó a correr de un rincón a otro y ella lo seguía como
loca, tratando de cogerlo. Dio un salto hacia la puerta, pero le agarró un mechón
de pelo y gritó pidiendo socorro. Las yemas de los dedos se colgaron del cerrojo
de hierro y movía los dedos con una asombrosa fuerza, tratando de buscar una
salida. Ella extendió las manos y le apretó el cuello como unas tenazas. Su
cuerpecito, que se agitaba entre los rudos dedos, trataba de escapar y soltarse, pero
ella le oprimía con fuerza. Sus gritos hicieron que le apretara aún más el cuello.
Fue perdiendo fuerzas. Se quejaba; la voz le salía quebrada y desgarrada pidiendo
ayuda. Luego sus dientecitos se ahogaron en sangre.
La luz de la mañana que llegaba del cielo a través de las nubes iluminaba la
sala de la casa; luego se filtraba en el centro de la habitación por el tragaluz
cerrado con una rejilla de hierro oxidada por la acción del tiempo.
El niño estaba tendido y desnudo; la cara, llena de sangre. Ella, echada sobre
él, lo abrazaba con fuerza gritando con una voz ahogada por las lágrimas:
–Ya he pasado esta noche; he entrado en límites difíciles. Ahí está mi
hombre desnudo ante ustedes y yo aquí, encima de él, respirando y lavándolo con
la agonía de los años extenuados y de privación.