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ALICIA H.PULEO (Ed.)

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INTRODUCCIÓN. EL CONCEPTO DE GÉNERO EN LA FILOSOFÍA, ALICIA
H.PULSO

1. Análisis crítico del sesgo de género en obras filosóficas

2. Constitución de un corpus filosófico no sexista

3. Reconocimiento de las filósofas

4. Discusión teórica de problemas actuales

5. Sobre este libro

1. DEMOCRACIA E IGUALDAD

1. EL LEGADO DE LA ILUSTRACIÓN: DE LAS IGUALES A LAS IDÉNTICAS,


CELIA AMORós

1. Ilustración, feminismo, anticolonialismo

2. Breve excursus por la postmodernidad

3. De la Ilustración a las Ilustraciones

3.1. Excursus sobre el multiculturalismo

4. Las culturas y «las idénticas»

5. «No se discuten las reglas de la tribu»

6. ¿Civilizar el conflicto de civilizaciones? Sobre Ilustración e Ilustraciones

7. Notas sobre el «feminismo islámico»

2. FEMINISMO Y DEMOCRACIA: ENTRE EL PREJUICIO Y LA EXCLUSIÓN,


FERNANDO QUESADA

1. Sentido y ubicación filosófico-políticos del feminismo

2. De la supresión de las huellas en la historia a la exclusión política de las mujeres

3. Del rapto de la memoria a la desaparición histórica de las mujeres

3. MOVIMIENTOS SOCIALES Y POLÉMICAS FEMINISTAS EN EL SIGLO

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XIX: FUNDAMENTOS IDEOLÓGICOS Y MATERIALES, ANA DE MIGUEL

1. El movimiento sufragista. La lucha por la des-naturalización de las identidades


y las relaciones entre mujeres y varones

1.1. El feminismo en la tradición utilitarista

2. La lucha contra el prejuicio

3. El movimiento socialista: la lucha contra el capitalismo y la especificidad de «la


cuestión femenina»

4. Socialismos utópicos: Flora Tristán, el giro de clase de una Ilustrada

5. Socialismo marxista

6. El movimiento anarquista

4. DESIGUALDAD Y RELACIONES DE GÉNERO EN LAS


ORGANIZACIONES: DIFERENCIAS NUMÉRICAS, ACCIÓN POSITIVA Y
PARIDAD, RAQUEL OSBORNE

1. Proporción numérica y poder social diferencial entre grupos

2. Mecanismos de creación y reproducción de la desiguti dad

3. De las «mujeres símbolo» a la masa crítica

3.1. «Tokenismo», o mujeres símbolo

3.2. La cantidad es calidad (o de cuándo se alcanza la masa crítica)

4. A modo de epílogo

5. Referencias bibliográficas

5. CAPACIDADES HUMANAS E IGUALDAD DE LAS MUJERES, MARÍA XosÉ


AGRA

1. Liberalismo político de las capacidades: la lucha por el florecimiento humano

2. Política de la diferencia: la lucha por el reconocimiento

3. Apenas unos apuntes: la lucha por la igualdad

6. MUJERES, CIUDADANÍA Y SUJETO POLÍTICO, NEUS CAMPILLO

1. La complejidad del debate en torno a género y ciudadanía

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2. Discernir una cultura crítica desde la pluralidad de los feminismos

3. La formación de una cultura crítica feminista: alternativas

4. Referencias bibliográficas

7. GÉNERO E IGUALDAD EN HABERMAS, MARÍA JOSÉ GUERRA

1. Identidad moral y esfera pública: objeciones feministas

2. A vueltas con la neutralidad liberal: lo público y lo privado

3. El feminismo como ejemplo de la dialéctica progresiva entre lo normativo y lo


fáctico

4. Debate con las feministas: justicia, igualdad y reconocimiento

5. A modo de conclusión

II. EL GÉNERO EN LA ÉTICA

1. LAS MUJERES Y EL EJERCICIO DE LA LIBERTAD, VICTORIA CAMPS

1. La libertad como no dominación

2. Las dominaciones de la mujer emancipada

Hacia una identidad sin atributos

2. GÉNERO E INDIVIDUALISMO ÉTICO, JAVIER MUGUERZA

Referencias bibliográficas

3. MUJER Y RAZÓN PRÁCTICA EN LA ILUSTRACIÓN ALEMANA,


CONCEPCIÓN ROLDÁN

1. La exclusión femenina de la esfera de la razón práctica: antecedentes y


fundamentación racional

2. Defensoras y defensores del incipiente «movimiento feminista» en Alemania: la


lucha por la igualdad

3. A modo de conclusión

4. Referencias bibliográficas

4. JUSTICIA Y CUIDADO, MARÍA TERESA LÓPEZ DE LA VIEJA

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1. La perspectiva de género

1.11 El coste de la desigualdad

2. El «cuidado». De la teoría a las prácticas

2.1. El valor del «cuidado»

2.2. El coste del «cuidado»

3. La justicia del cuidado

5. CONTRA EL GÉNERO Y CON EL GÉNERO: CRÍTICA, DECONSTRUCCIÓN,


PROLIFERACIÓN Y RESISTENCIAS DEL SUJETO EXCÉNTRICO,
CRISTINA MOLINA PETIT

1. El género como categoría de análisis crítico

2. Género y patriarcado

3. El género en reconstrucción

4. Transgresión versus vindicación

5. ¿Fuera del género?

6. Referencias bibliográficas

6. EL EXISTENCIALISMO DE SIMONE DE BEAUVOIR COMO MARCO DE


REIVINDICACIONES FEMINISTAS, TERESA LÓPEZ PARDINA

1. La filosofía existencialista es una filosofía adecuada para el feminismo

2. El existencialismo-de- Beauvoir no es el de Sartre

3. Lo que ha aportado la filosofía de Beauvoir al feminismo. Principales


conceptos: otra, opresión, situación, sujeto

3.1. La categoría de Otra

3.1.1. El referente hegeliano

3.1.2. El referente existencialista

3.1.3. El referente antropológico

3.2. Las categorías de libertad/situación

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3.3. La categoría de opresión

3.4. La categoría de sujeto y el criticado androcentrismo del sujeto beauvoireano

4. Las aportaciones filosóficas de Beauvoir

III. REFLEXIONES EN TORNO AL SEXISMO Y AL ANDROCENTRISMO

1. DAMAS, PUTAS Y PASTORAS: LAS QUE ANDAN LOS CAMINOS,


AMELIA VALCÁRCEL

1. Antes y ahora

2. Hechas para el conhorte

3. Las que andan los caminos

4. El personaje que nunca conoció mujer

2. HISTORIA DE LAS FILÓSOFAS, HISTORIA DE SU EXCLUSIÓN (SIGLOS


XV-XX), RosALÍA ROMERO

1. La crisis del concepto de «Historia»

1.1. El Sesentayochismo

1.2. El Feminismo: crítica al androcentrismo

2. Hacia la construcción de una memoria no-androcéntrica

2.1. En el intento de constitución de un sujeto Mujeres

2.2. Genealogía de la exclusión

2.2.1. Negar el acceso a los estudios

2.2.2. Pseudonimias

2.2.3. Ahistoricismo

2.2.4. Proscribir al ámbito de otras disciplinas

2.2.5. Di-famación o denigración de la fama

2.2.6. No incluirlas en las tradiciones de pensamiento ni genealogías

3. ¿Qué aporta la historia de las filósofas a la historia de la filosofía?

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3. AUTORIDAD FEMENINA Y MECANISMOS DE EXCLUSIÓN.
REFLEXIONES DESDE LA PSICOLOGÍA, CARMEN GARCÍA
COLMENARES

1. La segregación de las mujeres del conocimiento y la academia

2. Voces heréticas en psicología

3. Iguales versus idénticas, la revisión de un viejo problema desde la psicología

4. Siguiendo indicios, reconstruyendo genealogías

5. Referencias bibliográficas

4. LA EPISTEMOLOGIZACIÓN DE LA DIFERENCIA Y LA IMPUGNACIÓN


DEL PARADIGMA DE LA IGUALDAD ENTRE LOS SEXOS, LUISA
POSADA KUBISSA

1. Resignificaciones conceptuales para la consolidación de la teoría feminista

2. La quiebra de la igualdad en los supuestos de la diferencia sexual

3. Referencias bibliográficas

5. MEDIOS DE COMUNICACIÓN, DEMOCRACIA Y SUBJETIVIDAD


MASCULINA, IVÁN SAMBADE

1. Una mirada panorámica

2. La crisis del patriarcado

3. El sistema ideológico patriarcal y la identidad masculina

4. Los medios de comunicación como agentes de socialización

6. LA VIOLENCIA DE GÉNERO Y EL GÉNERO DE LA VIOLENCIA, ALICIA


H.PuLEO

1. La polémica sobre la denominación: un caso de violencia simbólica

2. La violencia de género

3. El género de la violencia

NOTA SOBRE AUTORES

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ALICIA H.PULEO

La filosofía siempre se ha presentado como un pensamiento universal, ajeno a


particularidades tales como la pertenencia de sexo. Sin embargo, en las últimas
décadas se ha abierto un campo muy fértil para la reflexión filosófica articulada en
torno a ciertos interrogantes: ¿Tienen sesgo de género las obras filosóficas? ¿La
Filosofía ha contribuido a legitimar la exclusión y subordinación de las mujeres? ¿Su
reconocida potencialidad crítica como pensamiento utópico permite avanzar hacia la
igualdad entre los sexos? ¿Podemos recuperar voces olvidadas e ignoradas en el
pasado? ¿Tienen algo que decir la Etica y la Filosofía Política con respecto a la
transformación de las relaciones sociales entre hombres y mujeres que estamos
viviendo?

He sostenido en otro lugar que el concepto de género tiene sus raíces lejanas en la
Ilustración debido a la larga polémica sobre el carácter innato o adquirido de los
rasgos femeninos y masculinos. En ese terreno favorable al surgimiento de las
ciencias sociales debido a los relatos de los viajeros que permitían la contrastación de
culturas, ilustrados de ambos sexos discutieron acerca de la naturaleza y la cultura, el
derecho natural y el positivo, lo justo y lo injusto en la organización de los papeles y
el rango de hombres y mujeres. Podemos, así, hablar de un origen filosófico del
concepto de género como constructo socio-cultural: una noción de género avant la
lettre.

En un artículo de 1955, John Money habló por primera vez de gender role para
referirse a los modos de comportamiento, forma de expresarse y moverse, y
preferencia en los temas de conversación y juego que caracterizaban la identidad
masculina y femenina. Según este investigador, la fijación de la identidad de género
se produce en torno a los dieciocho meses, como culminación de un proceso de
componentes biológicos y sociales. El impacto de sus investigaciones en las ciencias
sociales se debe a la importancia que asignó al medio, es decir, a los factores
culturales, frente a las posiciones biologicistas que veían en las diferencias, e incluso
en la desigualdad, una expresión de la naturaleza opuesta de los sexos.

Por su potencia hermenéutica, se trata de un concepto de amplio uso en las


ciencias sociales de las últimas décadas. Permite analizar la construcción
sociohistórica de las identidades masculina y femenina y la organización y
distribución de bienes y reconocimiento de acuerdo a un patrón preestablecido que no
suele ser consciente. Desde la teoría de género se afirma que entre todos los
elementos que constituyen el sistema de género - también llamado «patriarcado» por
algunas corrientes de investigación - existen discursos de legitimación sexual o
ideología sexual. Estos discursos legitiman el orden establecido, justifican la

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jerarquización de los hombres y de lo masculino y de las mujeres y lo femenino en
cada sociedad determinada. Son sistemas de creencias que especifican lo que es
característico de uno y otro sexo y, a partir de ahí, determinan los derechos, los
espacios, las actividades y las conductas propias de cada sexo'.

Hay diversos tipos de discursos de legitimación de la desigualdad de género. La


mitología, quizás el más antiguo, ha culpado a menudo a las mujeres de las desdichas
terrenales. En Grecia2, los mitos nos presentan a la primera mujer, Pandora, que
llevada por la curiosidad abrió el ánfora que encerraba todos los males del mundo,
finalizando así, la edad de oro de la humanidad. Hasta las ciencias, aspirantes a la
objetividad, han funcionado como discursos de legitimación de la desigualdad en la
sociedad3 y no puede decirse que hoy en día estén absolutamente libres de sospecha
al respecto4. Las artes y la literatura, la publicidad, los videojuegos, el cine y los
medios de comunicación son actualmente vehículos privilegiados del reforzamiento
de los estereotipos. Con respecto a la Filosofía, que es lo que aquí nos interesa,
podemos sostener que ha servido, en numerosas ocasiones a lo largo de su historia,
para justificar la desigualdad entre los sexos. Pero también afirmaré que es un
discurso capaz de impugnar, de criticar, de desestabilizar y de cambiar esta relación
injusta. En otras palabras, la Filosofía puede tener un carácter ideológico (en el
sentido de enmascaramiento de relaciones de poder ilegítimas)5 pero también es
capaz de manifestar un potencial emancipatorio que reside en su fuerza crítica y en la
vocación de diseñar horizontes regulativos que trascienden lo dado.

La Filosofía tiene un largo historial como fuerza crítica. ¿Qué se hace actualmente
desde la perspectiva de género? Diferenciaré cuatro tipos de trabajo distintos: 1)
análisis crítico del sesgo de género en obras filosóficas; 2) constitución de un corpus
filosófico no sexista, 3) reconocimiento de las filósofas, 4) examen y discusión de
problemas actuales de la sociedad.

Es evidente que esta distinción de cuatro tipos distintos de tarea es una


esquematización que simplifica lo que en la realidad del trabajo filosófico a menudo
se realiza de manera interrelacionada y mezclada, pero que, a efectos de comprender
y sistematizar, puede resultar útil.

1. ANÁLISIS CRÍTICO DEL SESGO DE GÉNERO EN OBRAS FILOSÓFICAS

En los años 70 del siglo xx, gracias a la influencia del feminismo, se dirigió una
nueva mirada crítica al discurso filosófico. Todo comenzó con una forma específica
muy rudimentaria: la recopilación de perlas de la misoginia. Se trataba de una labor
realizada generalmente por mujeres que se dedicaron a examinar los textos del corpus
filosófico y a mostrar que los filósofos que tanto admirábamos - Kant, Hegel, y
muchos más - habían afirmado cosas increíblemente peyorativas acerca del colectivo
femenino. Este trabajo constituyó una primera etapa necesaria que rápidamente fue
superada por una tarea mucho más elaborada y de mayor envergadura filosófica.

Un excelente ejemplo de la finura analítica de la nueva etapa puede encontrarse en

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la lectura que Celia Amorós realiza de Aristóteles y Hegel en Hacia una crítica de la
razón patriarcal'. El trabajo de aplicación de la perspectiva crítica de género a los
textos del corpus consagrado consiste en partir del discurso existente, analizarlo y
deconstruirlo, siguiendo su genealogía. Se muestra cómo ha surgido, cuáles son sus
implicaciones y cómo ha ido evolucionando en el tiempo. Puede elegirse uno o varios
conceptos y observar su función de legitimación de una situación social, política y
económica. Otra variante de este trabajo es centrarse en una teoría o corriente
filosófica y mostrar las incoherencias o las contradicciones internas. Desde las
corrientes postestructuralistas y postcoloniales se ha procedido también a analizar los
dualismos jerarquizados (hombre/mujer, mente/cuerpo, cultura/naturaleza, etc.).

Para señalar la importancia de este trabajo, me parecen adecuadas estas palabras


de Cristina Molina Petit: «desde la dinámica de los géneros ilumi nada por esta crítica
puede ponerse de manifiesto una de las características más llamativas del patriarcado
como forma de poder, a saber, la capacidad que tiene para asignar los espacios de lo
femenino» 7. Si nos preguntamos lo que dijeron Aristóteles, Kant o Hegel acerca de
las mujeres es por su influencia en el pensamiento y en la realidad, incluso de hoy en
día. Conozco profesores de filosofía que todavía consideran que no es relevante
saberlo. Habría que ver si realmente no tiene importancia lo que se dijo acerca de la
mitad de la humanidad, sobre todo cuando lo afirmado desde la filosofía influye en la
praxis social y política'. Y aunque la mayor parte de la gente no lea libros de
Filosofía, ésta les llega a través de los escritos de divulgación y del ambiente cultural
de una época. Por lo tanto, podemos ver que no se trata de buscar perlas de la
misoginia para un museo de curiosidades del pasado, sino de entender nuestro
presente, de comprender por qué hemos llegado adonde estamos, qué mecanismos
teorico-prácticos permiten que estemos organizados socialmente de la manera en que
lo estamos y qué tipo de discursos y de argumentaciones se han hecho al respecto
desde la filosofía.

Puesto que la filosofía es un pensamiento que influye en la organización de lo real


y de nuestra percepción de lo real, conocer lo que se dijo acerca de las mujeres nos
permitirá entender también otra cosa: cuál ha sido la autocomprensión masculina.
Como la relación entre los sexos es dialéctica (es una relación en la que la definición
de uno con sus roles y características implica la definición del otro), al conocer lo que
se dijo sobre las mujeres y lo femenino, entenderemos también su opuesto, los
hombres y lo masculino. Así, tendremos una visión más amplia de nuestra historia y
nuestro presente.

Sól~se entiende verdaderamente nuestro presente si conocemos nuestra historia.


En ese sentido, entonces, el estudio de la conceptualización del género en la filosofía
sería una parte del análisis de lo que Colette Guillaumin ha llamado la «faz simbólica
de las relaciones concretas» 10. Las relaciones de poder concretas, la distribución de
los roles y del estatus en nuestra sociedad tienen una faz simbólica, discursos que las
justifican y retroalimentan. El discurso filosófico forma parte sustancial de la red de
relaciones de poder.

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¿Qué ocurre cuando realizamos esta crítica? A menudo, observo en las estudiantes
una sensación de sorpresa e incomodidad. Descubren que el pensador tan admirado
nunca habría pensado en ellas como posibles lecto ras e interlocutoras puesto que las
adscribía a un orden más cercano a la naturaleza. La primera reacción es disculpar al
filósofo con el argumento de que «en esa época no había mujeres cultas».
Rápidamente concluyen: «si el pobre filósofo hubiera conocido mujeres inteligentes e
instruidas, no hubiera realizado afirmaciones tan sexistas. Justamente, el estudio del
discurso filosófico desde la perspectiva de género nos muestra que muchas veces -o
casi siempre - cuando hay un discurso profundamente misógino o sexista en Filosofía
es porque paralelamente, en esa misma época, existen mujeres cultas y hasta un
discurso feminista. Esto nos muestra que la historia oficial de la filosofía es como la
historia oficial de la generalidad de los acontecimientos: una historia de los
vencedores. El corpus está constituido en especial por aquellas obras que justifican el
orden que se quiere perpetuar. Por lo tanto, aquellos pensadores y pensadoras que no
han aceptado la conceptualización de lo masculino y lo femenino tal como se
presentaba son borrados de esta historia, o se omite aquella parte de su producción
que trata esa temática. Así ha ocurrido, por ejemplo, con John Stuart Mill21 que suele
ser recordado en los manuales como gran teórico de la libertad sin hacer mención
alguna a The Subjection of Women (1869)12, obra que dedicó a la igualdad entre los
sexos y que el filósofo consideraba una pieza clave de su pensamiento.

La historia oficial de la filosofía configurada por el corpus consagrado se ha


constituido con textos que no impugnan la jerarquía de los sexos. Desvelar esta
cuestión no sólo permite entender nuestro presente, sino también comprender mejor
la historia de la filosofía. Porque podremos entender mejor lo que afirmaron Kant,
Schopenhauer o Rousseau si sabemos que en esta época, o inmediatamente antes,
hubo otros pensadores y pensadoras que criticaban la desigualdad entre hombres y
mujeres y, por ello, fueron olvidados. La historia oficial sólo recuerda la respuesta
reactiva a esos pensadores críticos. Volveré sobre esta cuestión más adelante para
ejemplificarla.

Como ya he señalado, el análisis genealógico y deconstructivo en filosofía puede


consistir en rastrear la evolución de uno o varios conceptos. Por ejemplo, yo misma
he utilizado esta metodología13 cuando seguí los avatares de los conceptos de
sexualidad, mujer y naturaleza en la filosofía contemporánea y los relacioné con el
momento histórico-social y con las principales corrientes de pensamiento del
momento. Ese trabajo muestra que la importancia adjudicada al concepto de
sexualidad en la filosofía a partir del siglo xix, con Schopenhauer - relevancia que
posteriormente en el siglo xx se intensifica - tiene que ver con una dinámica
conflictiva de los sexos, con un proceso de reivindicación de derechos por parte de
las mujeres, el cual está relacionado, a su vez, con la implantación de las democracias
modernas. No puedo extenderme aquí sobre el análisis que me llevó a sostener esta
hipótesis. Sólo señalaré que me permitió concluir que el discurso sobre la sexualidad,
clave de la filosofía schopenhaueriana y, más tarde, del surrealismo y del
pensamiento de George Bataille puede entenderse, al menos en parte, como una
reacción al creciente discurso reivindicativo de las mujeres.

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Otra forma de la crítica de género a los textos consagrados es mostrar las
incoherencias o las contradicciones dentro de una misma teoría o corriente del
pensamiento. Este tipo de análisis se ha manifestado particularmente adecuado para la
Ilustración, período que comienza a finales del siglo xvii y se extiende por todo el
xviii en que la razón deja la prudente actitud cartesiana de dedicarse solamente a la
metafísica y a la ciencia y pasa, de lleno, a criticar la sociedad y sus costumbres. La
Ilustración tenía por lema conductor - como lo expresó clara y contundentemente
Kant - el sapere aude («atrévete a saber»), atrévete a pensar sin tutores. Se instaba a
asumir la autonomía, a guiarse por la propia razón, a abandonar ese mundo de
autoridades religiosas y jerarquías estamentales que limitaban el pensamiento y la
libertad y a cambiar las estructuras sociales en base al derecho natural que afirmaba la
igualdad de todos los hombres.

Ahora bien, al abordar la conceptualización de los sexos, la mayoría de los


pensadores ilustrados presenta profundas contradicciones con respecto al lema de la
autonomía. En Rousseau o en Kant, junto a la afirmación de la igualdad de todos los
hombres y de su derecho a juzgar por sí mismos, se sostiene que las mujeres deben
estar siempre sometidas y tutorizadas por los varones. Rousseau, en el libro V del
Emilio, afirma que toda la educación de las mujeres «de todos los tiempos» debe
estar limitada a sus deberes para con los hombres, especificados de la siguiente
manera: «agradarles, serles útiles, hacerse honrar y amar por ellos, criarles de
pequeños, cuidarles cuando sean ancianos, aconsejarles, consolarles, hacerles la vida
agradable y dulce»14. Rousseau es estudiado como un gran pedagogo, el pedagogo
de la autonomía, el que preconizaba dejar que los niños desarrollaran libremente sus
capacidades. Pero ese modelo es sólo para Emilio, que representa al varón y al ideal
del ciudadano15. Para Sofia, que es su modelo femenino, Rousseau plantea
practicamente lo contrario: asegura que no hay que impedir que se desarrolle
libremente, tiene que aprender la sumisión, aprender a vivir para otros en la
domesticidad, a fingir y a mantener las apariencias. En un primer momento, esta
dualidad sorprende en un pensador de la Ilustración.

Kant, pensador de la autonomía, sostiene que las mujeres son civilizadoras del
hombre, que su función es pulir las rudas maneras del varón. Pero ellas mismas,
afirma, no alcanzan la razón práctica, no son capaces de emitir ver daderos juicios
morales. Son la dulzura, el encanto que civiliza, pero nunca serán capaces de alcanzar
la autonomía moral`. Por lo tanto, lo que deben hacer es aprender normas y guiarse
por ellas. Como puede verse, el lema «atrévete a guiarte por tu propio entendimiento»
de Kant no alcanza a las mujeres. Las estudiosas de la Ilustración se han detenido en
especial en este asunto llegando a la conclusión de que, si bien se trata de la
limitación de un pensamiento que pretende ser universal, válido para todos, y hay una
contradicción entre los grandes principios proclamados y la exclusión de las mujeres,
por otro lado, habría cierta coherencia interna porque, tanto los liberales, como Kant,
o los republicanos, como Rousseau, están pensando en un modelo de sociedad
burguesa en el que las mujeres van a permanecer en el hogar asegurando la
infraestructura del varón productor que sale al mundo del trabajo asalariado y de la
política. El ámbito de lo público es considerado superior pero, secretamente, se apoya

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en un mundo doméstico en el que se ha relegado a las mujeres.

Podemos decir, entonces, que la filosofía de la modernidad ha preparado la gran


división entre el mundo de lo público y el mundo de lo doméstico, división de esferas
en la cual todavía vivimos. Esta diferenciación ya preexistía bajo otras formas pero el
desarrollo tecno-económico de la modernidad la transforma y la filosofía la ordena y
teoriza en otras claves. Hasta ese momento, el discurso religioso era el encargado de
legitimar la división de los roles de género y su jerarquización. Con la modernidad, el
discurso de legitimación se seculariza porque la justificación de la división social de
género siempre se lleva a cabo en el lenguaje y las categorías conceptuales
hegemónicas de cada época. Si en la Edad Media este discurso era fundamentalmente
religioso, en la Modernidad se hace laico, apoyándose en las ciencias y en la filosofía
de las Luces. No obstante, y a pesar de los cambios, seguimos observando una misma
justificación de dos elementos del sistema de género: los roles y el estatus. La
división sexual del trabajo establece la correlativa diferenciación de dos ámbitos (el
mundo de lo público, de la razón, de la igualdad - por lo menos ante la ley - y el
mundo de lo doméstico, que es el mundo de las necesidades corporales y afectivas
satisfechas por las tareas femeninas del cuidado. El estatus o rango de género
establece la desigual valoración de los roles del mundo público y doméstico, dificulta
el reconocimiento social a las mujeres en la actividad profesional y en la creación
intelectual y artística e introduce un importante sesgo en la cultura, determinando qué
temas merecen nuestra atención.

2. CONSTITUCIÓN DE UN CORPUS FILOSÓFICO NO SEXISTA

La filosofía no siempre ha sido un discurso de legitimación de la desigualdad.


Muy por el contrario, como pensamiento que busca trascender la realidad ha sido
capaz en muchas ocasiones de generar textos críticos, emancipatorios desde el punto
de vista de las clases, de las razas, etc. También ha producido textos emancipatorios
desde el punto de vista de los sexos. Pero ese conjunto de obras es, justamente, el que
la historia oficial no recoge.

¿Qué objetivo persigue la constitución de ese corpus no sexista? Podemos


reconocerle varias funciones. Una primera sería el establecer la continuidad de una
tradición. Ha existido una línea filosófica de reivindicación de la igualdad o, al
menos, de denuncia de la injusticia sexista. Se trataría, entonces, de recuperar esa
tradición porque con ello prevendríamos retrocesos siempre posibles, ya que los
antiguos argumentos vuelven una y otra vez bajo distintas formas. Conocer los
argumentos sobre la desigualdad y las respuestas que se han elaborado para refutarlos
es fundamental para no perder energías en antiguas discusiones ya saldadas.
Recuperar esta tradición filosófica impide empezar desde cero. El acopio de textos es
reunión y orden de los conocimientos sobre el tema.

Dentro de este corpus no sexista podemos diferenciar dos momentos; un primer


estadio histórico constituido por lo ha sido llamado «memorial de agravios»17 y
«discurso de la excelencia» y un segundo período de escritos abiertamente feministas

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que se abre con el racionalismo ilustrado.

Con el concepto de «memorial de agravios», Celia Amorós se refiere a aquellos


escritos anteriores al siglo xvü y xvüz, es decir, anteriores a la Ilustración. Se trata de
textos que se quejan de la injusticia que sufren las mujeres y reivindican la excelencia
del sexo femenino. Son obras que normalmente se inscriben dentro de la llamada
«querelle des femmes», una polémica que duró varios siglos y enfrentó a misóginos y
«defensores de las damas». Por lo general, aunque no siempre, los misóginos eran
clérigos que escribían contra las mujeres sosteniendo que por culpa de ellas existía el
pecado, que eran hipócritas, necias y lujuriosas. Los defensores de las damas salían a
la palestra dedicando a menudo sus escritos a una princesa o duquesa que oficiaba de
mecenas. Es una disputa muy larga en la que se utiliza una serie de argumentos
tópicos, algunos absurdos para nuestros ojos pero que se ajustaban a la retórica de la
época. En los escritos de ambos bandos encontramos argumentos mitológicos,
filológicos y bíblicos. Se apelaba al género de las palabras, así, por ejemplo, se aducía
que «bondad» era un sustantivo femenino y «mal» era un sustantivo masculino, lo
que probaba que las mujeres eran mejores. Entre los misóginos, eran muy frecuentes
las apelaciones a la autoridad: Aristóteles y los padres de la Iglesia eran
frecuentemente citados como eminencias que habían afirmado la inferioridad del
segundo sexo. Con ello, por lo tanto, a su juicio, dejaban zanjada la cuestión. Si los
misóginos recordaban a Eva como causante de la Caída, los defensores de las damas
respondían que no había sido Eva la primera pecadora porque Dios sólo le había dado
el mandato de no comer del árbol a Adán, y que, prueba de la buena disposición
divina hacia las mujeres, Magdalena fue la primera persona que Dios eligió para que
viera a Cristo y la Virgen fue elegida por Dios para encarnarse en ella. Asimismo,
infaltablemente se recurría a las listas de mujeres célebres por haber destacado por su
virtud o su infamia. Como podemos ver, son argumentos que hoy en día nos parecen
extraños y poco convincentes. El «memorial de agravios» entra dentro de esa larga
polémica. Quizá la obra más importante sea la de Cristina de Pizán que escribe la
Ciudad de las damas en el siglo xv. Su argumento fundamental, que la convierte en
una obra del tipo «memorial de agravios», gira en torno a la siguiente cuestión:
¿cómo es posible que los misóginos digan que las mujeres en su conjunto son
inferiores y malvadas cuando hay tantas damas virtuosas e inteligentes? Su interés
filosófico radica en su anti-esencialismo, ya que se niega la existencia de una esencia
femenina, afirmándose, por el contrario, que lo que hay son muchas mujeres distintas.
De esta forma, Cristina de Pizan rechaza la homogeneización del colectivo femenino:
no hay «la mujer», sino que hay «mujeres», unas buenas, otras malvadas, unas necias,
otras inteligentes. Pero esta autora no llega a reivindicar la igualdad. Se limita a decir
que Dios le ha dado a cada sexo su papel y que, por lo tanto, los hombres no deben
despreciar a las mujeres. Cada uno debe permanecer en ese rol prefijado,
respetándose. Por esta razón, se discute acerca de si la Ciudad de las damas puede ser
considerada una obra feminista. Según Celia Amorós, no le correspondería esa
calificación, en la medida en que no reivindica un cambio en la situación, sino que
solamente pide que se transforme la valoración de la misma18. Este debate no es una
nueva discusión bizantina, sino que tiene su importancia y su significación en el
marco actual de la polémica sobre la teoría y la práctica de los feminismos de la

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igualdad y de la diferencia. Desde el feminismo ilustrado o feminismo filosófico de la
igualdad se considera que los escritos propiamente feministas son los que reivindican
la igualdad en el acceso a todas las actividades propias de la humanidad, el acceso de
las mujeres a todos los papeles y funciones sociales sin discriminación. Por lo tanto,
para esta corriente, los escritos filosóficos propiamente feministas comienzan sólo
con la Ilustración, período en el cual, contra las divisiones jerárquicas entre nobles y
plebeyos propias de la sociedad estamental, se afirma el concepto fundamental de
igualdad de todos los hombres. ¿Pero qué significaba la igualdad de todos los
hombres para los pensadores ilustrados? La mayoría la entendió como igualdad de
todos los varones. Es el caso de Rousseau o de Kant. Una rama minoritaria y
posteriormente olvidada la pensó como la igualdad de todos los seres humanos en
base a la capacidad de razonar. En la recuperación de textos olvidados de la que
hablamos, entrarán, entonces, todos aquellos pensadores y pensadoras que
entendieron la igualdad de todos los hombres como la igualdad de todos los seres
humanos.

La lista es muy larga, nombraré aquí solamente algunos a modo de ejemplos.


Poulain de La Barre fue un cartesiano que quiso poner radicalmente en práctica la
idea de su maestro de combatir los prejuicios a través de la razón. Su obra De l'égalité
des sexes (1673) comienza con la siguiente pregunta: ¿cuál es el prejuicio más
profundo y antiguo? Y responde: el prejuicio acerca de la inferioridad de las mujeres.
Por lo tanto, continúa: si somos capaces, por medio de la razón, de superar este
prejuicio, entonces podremos superar muchos otros porque éste es el más hondo". La
marquesa de Lambert, moralista del siglo XVIII, afirmaba que la moral no tiene sexo
y que, por lo tanto, las mismas reglas deben regir a hombres y mujeres20. Para
Madame Lambert, la honestidad debía ser la misma en hombres y mujeres. Sin
embargo, todavía hoy, la moral sexual sigue mostrando un doble código.

El co-director de la Encyclopédie, D'Alembert, manifiesta ideas feministas al


polemizar con Rousseau cuando éste se encuentra escribiendo el Emilio. En una carta
dirigida al ginebrino, le reprocha tratar a las mujeres como a los pueblos vencidos a
los que se arrebatan las armas. Negarles la educación es, afirma, impedirles realizar
obras de genio; la mayor debilidad del cuerpo no indica necesariamente una
naturaleza inferior. La correspondencia epistolar nos muestra a menudo que los
filósofos que generaron teorías excluyentes no estaban limitados por una época en la
que no se podía pensar de otra manera. No eran los «pobres filósofos» de los
argumentos poco informados que suelen aducirse para defenderlos. No eran sexistas
porque «en esa época no podía pensarse de otra manera». Lo eran porque, justamente,
se oponían a las reivindicaciones de igualdad de otros pensadores y pensadoras del
momento. Sus teorías eran la reacción frente a las peticiones de cambio social. Y
agregaré un dato interesante para la reflexión: en el Antiguo Régimen previo a la
Revolución, en ese sistema feudal en que nobles y plebeyos viven en estamentos
separados que no admiten la mobilidad social, las mujeres ilustradas son las primeras
en abrir espacios democráticos - los salones literarios y filosóficos - en los que
plebeyos con mérito intelectual pueden hablar de igual a igual con los nobles. Los
primeros ámbitos de igualdad democrática fueron los salones literarios y filosóficos

20
presididos por mujeres que comienzan a instaurarse como costumbre en el siglo xvü.
Y serán esos mismos hombres plebeyos que, como Rousseau, habían logrado
influencia intelectual y política gracias a las mujeres que presidían los salones y
creaban la opinión pública de la época, quienes cierren la puerta de la igualdad tras de
sí, inaugurando lo que las mujeres de la revolución france sa denunciarán como una
«nueva aristocracia». En efecto, algunos textos de protesta que circulaban durante la
Revolución denunciaron que los hombres se habían convertido en la nueva
aristocracia, la aristocracia de los varones, que había reemplazado la jerarquía del
linaje por la del sexo.

En la convergencia de la teoría con la acción política, la figura paradigmática es la


pensadora y dramaturga Olimpia de Gouges que, en el año del Terror, en 1793, fue
guillotinada por sus ideas. En ella encontramos la frecuente unión de anti-esclavismo
y feminismo. Abogó por la liberación de los esclavos negros de las colonias francesas
del Caribe en su obra de teatro L'esclavage des Noirs y redactó una Declaración de
los Derechos de la Mujer y la Ciudadana (1790) concebida como respuesta y
complemento a la célebre Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano
(1789) que no incluía a las mujeres. En su Declaración, sostenía que dado que se
reconocía a la mujer el derecho de subir al cadalso, debía reconocérsele el de subir a
la tribuna. Desgraciadamente, los revolucionarios sólo le van a conceder el primero.

En la Ilustración española destaca Fray Benito Jerónimo Feijoo quien coincide


con Poulain de la Barre en señalar el círculo vicioso de mutua confirmación en el
prejuicio que se produce entre el vulgo y los sabios. En su Defensa de las mujeres
(1726) incluida en el Teatro Crítico Universal, afirma:

Llegamos ya al batidero mayor, que es la cuestión del entendimiento, en


la cual yo confieso, que si no me vale la razón, no tengo mucho recurso a la
autoridad; porque los Autores que tocan esta materia (salvo uno, u otro muy
raro), están tan a favor de la opinión del vulgo, que casi uniformes hablan del
entendimiento de las mujeres con desprecio2i.

Feijoo explica la aparente inferioridad intelectual de las mujeres como un


resultado de la falta de instrucción y del encierro en el hogar. En cuanto a las
virtudes, si bien se inclina por una complementaridad según la cual correspondería a
los varones la robustez, la constancia y la prudencia, y a las mujeres las cualidades de
la hermosura, la docilidad, y la sencillez, no deja de constatar que la variedad de los
individuos es muy grande y que puede observarse cualidades morales viriles en
numerosas mujeres. Sustituye, así, la dualidad del universo moral de la opinión
común por una realidad más matizada y menos esencialista.

El segundo objetivo de la recuperación de estos textos olvidados consiste en su


carácter de contrapunto que permite comprender mejor la tradición hegemónica, es
decir, el corpus de la «historia oficial». Había prometido antes ejemplificar esta
aseveración: El cartesiano feminista Poulain de La Barre es un filósofo que hoy en
día sólo conocen las y los investigadores que trabajan desde la perspectiva de género.

21
Su obra De l'égalité des sexes era muy famosa en su época. Los círculos de los
salones la discutían, las preciosas la acogieron con gran entusiasmo y algunos
ilustrados compartían sus tesis. Se ha comprobado que Rousseau poseía un ejemplar
de esta obra en su biblioteca. Si unimos todos estos datos, entenderemos mejor lo que
escribe este filósofo en el Emilio. Está intentando refutar al otrora célebre y hoy
olvidado Poulain de La Barre y a sus numerosos partidarios. En una palabra, se
comprende correctamente a los autores reconocidos por la tradición filosófica si
conocemos la otra voz, la voz que fue silenciada.

Finalmente, recordaré el tercer objetivo de la constitución de un corpus filosófico


no sexista. Un objetivo no menos importante que los dos anteriores: se trataría,
simplemente, de hacer justicia a pensadores y pensadoras que han sido capaces de
superar los prejuicios de su época y por ello han sido criticados, ignorados y
olvidados.

3. RECONOCIMIENTO DE LAS FILÓSOFAS

La tercera tarea es el reconocimiento de las pensadoras. Podemos preguntarnos en


primer lugar: ¿Ha habido filósofas? Si nos atenemos a los manuales y las historias de
la filosofía más comunes, probablemente llegaremos a la conclusión de que nunca
existieron. El corpus filosófico tradicional es totalmente masculino. Hoy, gracias al
movimiento y a la teoría feministas, se comienza a recuperar la figura de algunas
filósofas. Reconocer a las pensadoras es una forma más de terminar con la
invisibilidad de las mujeres.

En la segunda mitad del siglo xx, examinando los libros y manuales de su


disciplina, las historiadoras se preguntaron dónde estaban las mujeres. Sólo había una
historia de generales y emperadores, con algunas escasas mujeres, Cleopatra y pocas
más, generalmente pintadas como malvadas. Ante ese cuadro desolador, se
propusieron la tarea de recuperar las figuras femeninas. La forma en que se inició este
estudio varió según las tradiciones de cada país. Por ejemplo, en España, se comenzó
recuperando las figuras de las santas y de las monjas mientras que en Francia la
atención se concentró en las figuras de las favoritas y de las preciosas22. Más tarde,
se estudió la vida cotidiana de las mujeres anónimas23 a partir de fuentes no directas.

En filosofía, estamos recuperando poco a poco a las pensadoras olvidadas. Este


tercer tipo de trabajo no se centra tanto en la cuestión de la opre sión como el
primero, sino en la capacidad de creación de las mujeres24, Si bien, a mi juicio,
nunca hay que perder de vista el horizonte de la desigualdad y de las relaciones de
poder De lo contrario, rapidamente podemos caer en lo que sería una perspectiva de
género acrítica.

Es difícil recuperar el pasado filosófico femenino. Plantea dificultades similares a


las encontradas por las historiadoras porque lo que las mujeres hacían en el pasado,
por lo general, no era reconocido como valioso. Por lo tanto, no se ha conservado. No
es una casualidad si la mayor parte de los escritos de las pensadoras ha desaparecido.

22
Simplemente, no se consideraban dignos de reconocimiento. Las historiadoras de la
filosofía que tratan de dialogar con las filósofas no encuentran los textos originales y
a menudo deben conformarse con obras que cuentan lo que las filósofas sostenían.
Este problema se plantea sobre todo con las filósofas de la Antiguedad. Gracias a
Jámblico sabemos de la existencia de diecisiete discípulas destacadas de Pitágoras,
pero de estas primeras filósofas sólo nos llegan sus nombres. De Aspasta de Mileto,
amante de Pericles, sólo tenemos algunas referencias, por lo que reconstruir su figura
en un ejercicio feminista de «solidaridad anamnésica»25 requiere un estudio
detallado y difícil.

Algunos trabajos tratan de identificar una forma singular del filosofar femenino.
Partiendo de teorías de la diferencia sexual, buscan un pensamiento pre-lógico, de
carácter más intuitivo que el masculino. Esta investigación se ha orientado en
especial hacia pensadoras místicas del período medieval. Otro tipo de trabajos
privilegia aquellas autoras que reivindicaron la igualdad entre los sexos o que
tuvieron particulares obstáculos debido a su condición social femenina. Es el caso de
la ilustrada española Josefa Amar y Borbón21. Otras investigaciones restituyen
autorías negadas, por ejemplo, la de Oliva Sabuco27.

Dentro de este gran esfuerzo de recuperación de la creación cultural femenina


debemos mencionar la edición crítica de obras inaccesibles al público por no haberse
vuelto a publicar desde su aparición o no haberse traducido nunca28. En ocasiones, se
subraya alguna particular aportación original de dichas obras olvidadas. Así, Isabel
Morant señala que a diferencia del cálculo racional de los placeres de tipo proto-
utilitarista, propio del siglo xvüi, Madame du Chátelet asume la tradición libertina
francesa de la exaltación de las pasiones dándole, sin embargo, un sentido propio al
enmarcarla en su propia experiencia del amor y del ansia de saber característica de las
mujeres privilegiadas de su tiempo.

Ciertas figuras del pasado filosófico reciente han suscitado interés por presentar
rasgos originales ausentes en las tradiciones intelectuales a las que pertenecían.
Algunos trabajos han rescatado las voces femeninas y cuestionadoras de la situación
de la mujer en la tradición socialista, señalando la importancia de la obra de Flora
Tristán21 y de Alejandra Kollontay3o

Entre las filósofas del siglo xx que mayor atención han despertado, destacan
Simone Weil, crítica del totalitarismo que llevó su compromiso a trabajar como
obrera en una fábrica31, Hannah Arendt32 que sustituyó la categoría de mortalidad
privilegiada por su maestro Heidegger, reemplazándola por la de natalidad, lo cual
«implica un punto de vista nuevo que apunta hacia una implícita dignificación del
cuerpo y al mismo tiempo permite pensar la pluralidad en unos términos que van más
allá del simple pluralismo del «todo vale» 33 y María Zambrano, discípula de Xavier
Zubiri que reclamó la emergencia de una razón poética que opere como mediación
con la tierra para superar el racionalismo moderno34.

Los estudios sobre Simone de Beauvoir y otras pensadoras feministas reúnen dos

23
tipos de tareas: reconocimiento de filósofas y constitución de un corpus no sexista35.
El Segundo Sexo, publicado en 1949, fue lo que llamé en alguna ocasión «una voz en
el silencio» 36 porque escribió en un momento en el cual el sufragismo había
terminado y se había producido la vuelta a casa de las mujeres después de la Segunda
Guerra. Sin embargo, Simone de Beauvoir, desde el existencialismo, hace una
conceptualización filosófica de la feminidad para criticar la «heterodesignación»37,
esa particular condición de las mujeres de ser definidas por otros, designadas como
madres o prostitutas desde tiempos inmemoriales. Recibir la definición del ser y de
las funciones propias desde quien se autodefine como el auténtico Sujeto es el
corolario de la carencia de poder.

La antropología filosófica existencialista le brinda a Simone de Beauvoir un


marco adecuado para criticar el esencialismo tradicionalista38. En esta filosofía de
ruptura, el hombre es concebido como el que no tiene esencia sino existencia, lo cual
significa que es autoconstrucción, que no es un ser predefinido, como en el clásico
ejemplo didáctico de la mesa que tiene una definición porque ha sido diseñada para
una función. Según el existencialismo, cada ser humano se va definiendo a través de
lo que va eligiendo en su vida. Con nuestras grandes y pequeñas decisiones, en cada
momento vamos decidiendo quiénes seremos. Ese proyecto fue es el ser humano - en
el caso de las mujeres, sostiene Simone de Beauvoir, está truncado porque para poder
hacerme proyecto, para ser mi propio proyecto me tienen que dar un ámbito de
posibilidades de elección. Si no se me concede más que una posibilidad, no hay
elección, no hay libertad. Por lo tanto, Simone de Beauvoir rechaza en 1949 la
definición de «la mujer» con un único destino, el de ser esposa y madre, y reivindica
la salida de las mujeres del cerrado ámbito doméstico hacia el mundo de la creación
cultural, de la racionalidad, de la política.

Pronto a más de cien años de su nacimiento, podemos decir que la influencia de


esta pensadora en las sociedades occidentales del siglo xx fue enorme. Las líderes del
movimiento feminista que surge entre mediados de los 60 y principios de los 70 se
van a declarar «hijas de Beauvoir». Este reconocimiento es hermoso y emocionante.
Todas habían leído El Segundo Sexo y su semilla crítica había ido germinando poco a
poco. Unos años después de ser publicado produce esa gran revolución de las
costumbres que va ser el feminismo contemporáneo. Aquí tenemos un caso en el que
la filosofía determina en gran medida el movimiento social.

A pesar de la gran importancia de su pensamiento, como todo lo que concierne a


las mujeres es devaluado, hasta ahora ha sido considerada más bien una novelista a la
sombra de Sartre. Ella misma decía no ser una filósofa mientras otorgaba ese título a
su célebre compañero. Los estudios más recientes han señalado los puntos en los
cuales Simone de Beauvoir se diferencia en su teorización del existencialismo de
Sartre e incluso llegan a mostrar que Sartre cambia su noción de «situación», uno de
los conceptos-clave del autor de L'Etre et le Néant, por influencia de Beauvoir39.
Para el primer Sartre, la situación siempre podía ser reinterpretada. Según su primer
planteamiento, si estamos en una situación, sea cual sea, siempre somos libres,
podemos interpretarla de otra forma. Para Simone de Beauvoir, quizás por su

24
comprensión de los condicionamientos de la situación femenina, extre madamente
rígidos en la época en que escribía, no todas las situaciones permiten una libertad
absoluta. La filósofa ve la situación como más condicionante y, según algunos
estudios, su teorización influirá en los escritos posteriores de Sartre.

4. DISCUSIÓN TEÓRICA DE PROBLEMAS ACTUALES

Estrechamente vinculada a las tres actividades ya mencionadas de aplicación del


enfoque de género a la filosofía, se encuentra la elaboración teórica al calor de
debates que afectan particularmente a la praxis y a la organización social del presente
y del futuro. Algunas propuestas feministas han tenido su traducción en decisiones de
los Parlamentos occidentales en los últimos anos pero el déficit de ciudadanía de las
mujeres persiste. La discusión sobre las claves del problema y de su solución en las
democracias modernas es muy viva4o

Sin pretensiones de exhaustividad, podemos decir que algunas de las temáticas en


discusión más importantes son la redefinición de la ciudadanía y la democracia
paritaria, la fundamentación de la discriminación positiva, los problemas que el
multiculturalismo plantea para el respeto de los derechos humanos de las mujeres, la
fundamentación y conveniencia de las políticas de igualdad, la cuestión del sujeto, la
abolición de la prostitución versus el reconocimiento del derecho de las trabajadoras
del sexo, la ética del cuidado y las relaciones entre género, ecología y globalización.

Ciertos planteamientos feministas llegan a cuestionar conceptos clave de las


sociedades modernas. Así, la incorporación relativamente reciente del concepto de
contrato sexual a la Filosofía Política puede ser considerada como una de las
consecuencias, en el ámbito de la teoría, del lema del movimiento feminista: lo
personal es político. En su obra The Sexual Contract41, la pensadora australiana
Carole Pateman sostiene que la desigualdad entre los sexos (manifestada en salarios
más bajos, violencia de género, acoso sexual, comentarios sexistas, falta de
reconocimiento social, etc.) es un producto de la especial reorganización patriarcal de
la Modernidad. Contra el Antiguo Régimen o mundo del status en el que la cuna
diferenciaba a nobles y plebeyos, los teóricos del contrato (Hobbes, Locke, Rousseau,
Kant) preparan el advenimiento de las democracias modernas basadas en la libertad
para suscribir contratos económicos y políticos. Pero la división sexual del trabajo
delimita dos ámbitos: el público, de los ciudadanos y trabajadores, y el doméstico, de
subordinación de las mujeres. Las mujeres serán concebidas como seres más
naturales y menos racionales que los hombres, incapaces de controlar sus emociones
para lograr la imparcialidad propia del ámbito público. No se las considerará
individuos autónomos propiamente dichos aunque se afirmará su capacidad de
consentir al matrimonio, institución a través de la cual se las incluye en la sociedad
civil. Así, tras la caída de las monarquías absolutas, surgen las sociedades modernas
como resultado de un pacto entre varones libres e iguales que instituyen nuevas reglas
de acceso al cuerpo de las mujeres. La fraternidad como maridos, ciudadanos y
trabajadores compensará las asperezas de una sociedad capitalista que obliga a la
mayor parte de los varones a aceptar contratos de empleo caracterizados por la

25
explotación. Pateman señala que este aspecto del derecho civil patriarcal ha sido
descuidado por la teoría política del siglo xx que olvida el ámbito privado y acepta la
falsa neutralidad sexual de las categorías de individuo y contrato, impidiendo que se
perciba la vinculación de las esferas pública y doméstica. El trabajo asalariado o la
actividad política, con sus jornadas agotadoras, dan por supuesta la existencia de
amas de casa ocupadas en las tareas de mantenimiento de la vida. Si las mujeres
reciben menor salario es porque se las considera fundamentalmente esposas que
ganan un «complemento» al sueldo del varón proveedor, si tienden a elegir contratos
a tiempo parcial para compatibilizar trabajo doméstico y asalariado es porque tienen
conciencia de su posición en una estructura que les asigna las tareas del hogar; si
sufren acoso sexual o discriminación laboral se debe a que entran en el mercado no
como meros individuos asexuados, sino como mujeres. El contrato sería el medio a
través del que se instituyen, al tiempo que se ocultan, las relaciones de subordinación
en el patriarcado moderno. Para Pateman, la manifestación más clara de esta función
del contractualismo se daría en la concepción de la prostitución y de la maternidad
subrogada (alquiler de úteros) como simples contratos de trabajo en los que la
«identidad encarnada» de las personas no tiene relevancia.

La discusión acerca de si la prostitución puede ser considerada un contrato define


dos sectores opuestos: quienes sostienen que la prostitución ha de ser suprimida,
abolida en tanto esclavitud de las mujeres42 y se inclinan por una legislación como la
sueca, que persigue al cliente y considera a la prostituta como una víctima del
sistema; y quienes afirman que hay que regularla para que las prostitutas tengan
derechos sociales reconocidos 43

Los debates de orden ontológico mantienen estrechas conexiones con los de Ética
y Filosofía Política. La discusión sobre la naturaleza de mujeres y varones tiene
implicaciones éticas y políticas y, por lo general, se polariza en dos posiciones
opuestas. ¿Los sexos son profunda y ontológicamente diferentes o bien la diferencia
se produce culturalmente? ¿Qué significación tiene la maternidad?'. ¿La socialización
produce las diferencias entre los sexos o hay una esencia masculina y otra femenina?
¿Son producto de la biología o de la Historia? El feminismo filosófico de la igualdad
enfatiza la similitud entre hombres y mujeres45 mientras que el pensamiento de la
diferencia sexual sostiene que existe una diferencia fundamental entre los sexos y que
hay que preservarla46. Esto nos lleva a una praxis distinta. El feminismo de la
igualdad en sus distintas versiones propone políticas de acción positiva47, de
integración y acceso a los recursos y democracia paritaria48. El feminismo de la
diferencia tiende a sostener la existencia de una cultura femenina y la necesidad de
que las mujeres se centren en sí mismas, dejen de pensar en la desigualdad y
fomenten sus propios valores. La praxis del pensamiento de la diferencia sexual
tiende a desdeñar la tarea reivindicativa, lo cual le ha valido fuertes críticas desde
otros sectores feministas49. Las mujeres no tendrían, desde su perspectiva, nada que
ganar de un acceso más equitativo al poder y a los recursos. Con un título
significativo -No creas tener derechos un grupo de pensadoras italianas desaconseja
buscar la igualdad que sería, consideran, una trampa ideológica en la que las mujeres
perderían su identidad51. En su lugar, proponen un estar entre mujeres y una

26
recuperación del mundo simbólico femenino privilegiando las relaciones de la hija
con la madre y el affidamento o relación de autoridad iniciática entre una mujer
adulta y una joven. Con respecto al problema de la guerra, el feminismo de la
diferencia ha desarrollado una praxis feminista pacifista. Algunas teóricas invocan la
capacidad femenina de dar a luz que otorgaría a las mujeres una comprensión de la
importancia y de la fragilidad de la vida que los hombres no podrían alcanzar. Otras
consideran que no es la maternidad sino el cuidado de los hijos lo que confiere dicha
comprensión, por lo que se trataría de una actitud universalizable52.

El estatus ontológico del sujeto constituye otro debate importante, dadas sus
repercusiones en la praxis emancipatoria. Las teorías deconstructivas han intentado
superar la polémica en torno a la identidad del sujeto «mujer» con una noción de
sujeto fragmentado, o «nómade» como en Rosi Braidotti, definido por multiplicidad
de pertenencias. La cuestión radicaría en ser conscientes de las diferencias entre
mujeres y de nuestras múltiples determinaciones de clase, raza, etnia, etc. Estas
teóricas suelen considerar que las mujeres pueden asumir estratégicamente la
identidad de género en ciertos momentos para empoderarse. El tema del sujeto es
muy complejo y se halla relacionado con el debate Modernidad-Posmodernidad que
produjo interesantes polémicas entre Judith Butler, Sheyla Benhabib y Nancy Fraser
entre otras53. En este debate se enfrentan las que sostienen que el sujeto es
constituyente, es decir, que tenemos una parte de libertad para elegimos y aquellas
pensadoras que sostienen que estamos totalmente formados/as, constituídos/as por los
discursos dominantes y que no nos queda realmente ningún resquicio de libertad. El
problema sería entonces: ¿se puede llevar adelante una política emancipatoria si
negamos la existencia de un mínimo de libertad para autoconstituirnos?54

A partir de los 90, en el marco del pensamiento postmoderno, surgirá una nueva
interpretación del concepto de género de la mano de la teoría queer que se
autodesigna como postfeminismo. Entre sus iniciadores, se incluye a Michel
Foucault, a Judith Butler, a Monique Wittig y a teóricas del feminismo negro y
postcolonial. J.Butler, a partir de la clasificación de actos de palabra de Austin,
concibe el género como performatividad: resultado de la repetición de actos que, a la
manera de los rituales, actualizan la norma que les precede, al tiempo que ocultan su
carácter de norma inscribiéndose en los cuerpos como «naturales» 55. Para esta
teórica, no es posible construir la identidad prescindiendo de los modelos de género
porque esto supondría que existe una identidad preexistente a la subjetivación de
género. En la teoría queer, el sexo desaparece, subsumido por el género, puesto que
diferenciarlos significaría, desde los presupuestos filosóficos postmodernos, creer en
el «mito epistemológico» de una realidad que se ofrece sin previa interpretación. Por
ello, sólo propone cierto juego de representaciones (una performance transgénero)
que lleve a una proliferación paródica de los géneros disruptivos, es decir, a las
formas de identidad queer en las que sexo, género y opción sexual no coinciden de la
manera en que se espera normalmente. Como lo ha puesto de relieve Beatriz
Preciado, una de las teóricas queer más famosas actualmente, el objetivo del
movimiento queer no es la igualdad buscada por el feminismo56. El sujeto del
movimiento queer, en palabras de Virginie Despentes57, está constituido por «los

27
monstruos», «el proletariado del feminismo»: trabajador@s del sexo, inmigrantes,
transexuales, mujeres no blancas... La elección del mismo nombre queer, insulto
sexual de difícil traducción al castellano pero que a menudo se ha vertido como
«torcido» o «raro», expresa a las claras su voluntad de mantenerse ajenos a cualquier
redefinición de la normalidad y a las expectativas de integración del feminismo
mayoritario.

La globalización", y la emergencia de fundamentalismos religiosos asociados a


identidades étnicas plantean con toda su acuidad los efectos perversos de lo que
Nancy Fraser ha llamado multiculturalismo indiferencia do'9. Puesto que las
sociedades tradicionales suelen mostrar altos índices de subordinación femenina, el
respeto de toda costumbre por el hecho de serlo, implica severos recortes de la
libertad para las mujeres. ¿Cómo compatibilizar la aceptación de la diversidad
cultural y los derechos humanos de las mujeres? Cuestiones como el velo, las leyes
de la herencia, las amputaciones sexuales rituales o los matrimonios forzados dan a
este debate un carácter urgente y dramático60. También comparte ese carácter la
reflexión sobre la violencia de género que no cesa de producir víctimas, incluso en
aquellos países en los que se han arbitrado medidas específicas para erradicarla6l

En el terreno de la filosofía moral, la ética del cuidado surgida en los años 80


constituye aún una auténtica novedad. Su teórica más conocida, Carol Gilligan,
sostiene que existe una voz distinta de pensamiento moral que no corresponde a lo
que la filosofía tradicionalmente ha planteado. Las mujeres tendrían una forma de
entender la ética relacionada con el cuidado de seres dependientes, con el sentido de
la responsabilidad, mientras que en los hombres predominaría una idea de la moral
como respeto de los derechos recíprocos entre iguales y no interferencia. El modelo
masculino correspondería a un atenerse a las reglas del juego preestablecidas como
justas. Con su teoría, Gilligan recoge y reexamina algo que los éticos habían descrito
tradicionalmente y que Kohlberg había mostrado en un estudio contemporáneo de
ética descriptiva. Este estudio afirmaba que de los seis niveles de desarrollo moral -
desde el pensamiento moral más rudimentario de los niños hasta el más elevado que
se guía por principios morales abstractos (por ejemplo, el principio kantiano de nunca
utilizar a un ser humano como mero medio para un fin) - las mujeres estarían en el
estadio tres (nivel convencional de desarrollo del juicio moral en el que se pretende
agradar a los demás, cuidar de ellos, ser amable y fomentar las relaciones afectivas),
pero no llegarían a entender las relaciones morales como aplicación de principios
universales y abstractos. En respuesta a Kohlberg, Gilligan sostiene que el problema
está en la jerarquización: el pensamiento moral del cuidado ha sido inferiorizado
dentro de la tradición filosófica. En vez de distinguir niveles numerados
jerárquicamente, Gilligan propone pensar que justicia y cuidado son dos formas o,
utilizando su misma expresión, dos voces distintas dentro de la mora 162. Esta
propuesta dio lugar a una profunda polémica porque muchas feministas consideran
que Gilligan se equivoca, y que asume para las mujeres valores tradicionales nacidos
de la opresión, valores que se formaron en las tareas de servicio a los demás en el
ámbito doméstico. Dado que lo que hacemos habitualmente modela nuestra manera
de pensar y ser ¿no estaríamos confirmando a las mujeres en los roles tradicionales al

28
exaltar la ética del cuidado? La polémica sigue abierta y no faltan posiciones
intermedias que buscan compatibilizar las exigencias de justicia y la revalorización
del cuidado 63

En relación con la ética del cuidado, aunque sin reducirse a ella, debemos recordar
también los textos filosóficos del ecofeminismo o feminismo con sensibilidad
ecologista. Esta nueva corriente de pensamiento y práctica nace como preocupación
por la naturaleza entendida de dos formas: como naturaleza interna (nuestros propios
cuerpos) y como naturaleza externa (el medio ambiente y los seres vivos no
humanos). El tema es amplísimo, supone una profunda crítica al androcentrismo de la
cultura y conecta inmediatamente con la cuestión de la globalización y el modelo de
desarrollo no sostenible que Occidente exporta a todo el mundo. Desde diferentes
perspectivas filosóficas, la teoría ecofeminista denuncia una misma realidad
socioeconómica: «el mal desarrollo», un desarrollo agrícola-ganadero intensivo, un
desarrollo sostenido y no sostenible que provoca las primeras víctimas entre las
mujeres pobres y los niños del llamado Tercer Mundo, desviando la producción para
el mercado internacional y envenenando la tierra, el agua y el aire con pesticidas y
abonos que endeudan y enferman a los agricultores, eliminando la biodiversidad,
causando indecibles tormentos a los animales de los criaderos industriales,
comprometiendo la salud de los consumidores, imponiendo los transgénicos
cínicamente en nombre de la lucha contra el hambre y apoderándose de un número
cada vez mayor de riquezas naturales a través de las biopatentes en un proceso
todavía poco comprendido de privatización de lo vivo`. El encuentro de feminismo y
ecología es la afirmación de una Naturaleza revalorizada hecha por quienes fueron
consideradas como Naturaleza y despreciadas por ello. Es un cuestionamiento de los
excesos de una razón tecnológica guiada por la voluntad de dominio y de
enriquecimiento ilimitado. Sólo si cambiamos nuestra visión de la Naturaleza,
convertida con la Modernidad en mera materia prima, si aprendemos a respetar la
naturaleza no humana, podremos hacer que subsista la naturaleza humana en
condiciones dignas de ser vividas. Se trata, indudablemente, de un gran desafío para
el siglo xxi.

3. SOBRE ESTE LIBRO

Con este esbozo del panorama general, espero haber conseguido transmitir de
manera clara lo que me había propuesto: mostrar las distintas tareas abiertas a la
filosofía desde la aplicación de la teoría feminista y de género. Son estrategias y
temáticas que nos permiten descubrir senderos ocultos que enlazan el pensamiento
metafísico con la ética, la filosofía política y las opciones y estilos de vida,

Los trabajos reunidos en este libro son prueba de su interés65. Se adscriben a esas
diversas formas de incorporar el concepto crítico de género a que me he referido en
esta introducción. La primera parte, Democracia e igualdad, se abre con el análisis del
multiculturalismo y de sus efectos para las mujeres. Celia Amorós advierte de la
reificación del concepto de cultura como base del multiculturalismo. Señala que la
crítica feminista ha de ser una interpelación cultural que funcione para todas las

29
culturas, la propia y las ajenas, lo cual permitiría una mutua potenciación de la
reflexividad. La denuncia de la situación de discriminación de las mujeres en otras
culturas no puede ignorar las asignaturas pendientes de esta cuestión en el mundo
occidental, ni la crítica a los límites de la libertad del colectivo femenino en las
sociedades desarrolladas debe mitificar las relaciones entre los sexos en las culturas
pre-modernas. Las contrastaciones culturales generan procesos de Ilustración que, a
su vez, dan lugar al pensamiento feminista. El proceso no es unidireccional: la
Ilustración europea le debe a Averroes la idea de razón común a todos los hombres y
las «vetas de Ilustración» que se encuentran en los países islámicos son producto, a su
vez, del contacto con Europa.

En «Feminismo y democracia: entre el prejuicio y la exclusión», Fernando


Quesada afirma la importancia del feminismo como pensamiento filosófico-político
de nuestro tiempo y observa la sorprendente ausencia de las mujeres en la narrativa
de la democracia. Asimismo, muestra la insuficiencia del planteamiento de la mera
inclusión con la que teóricos liberales como MacPherson y Rawls pretenden resolver
el déficit de ciudadanía que afecta a esa mitad de la población. Puesto que el concepto
mismo de ciudadano nace con un claro componente de género ligado a la identidad
masculina del propietario y, más tarde, del varón trabajador y el patriota-soldado, la
inclusión de las mujeres no puede ser simplemente «concedida» por aplicación de
antiguos conceptos, sino adquirida por la participación activa en proyectos políticos
emancipatorios y a través de una profunda deconstrucción de las identidades
adscriptivas.

Ana de Miguel explora las líneas de unión y de enfrentamiento en las teorías


emancipadoras y los movimientos sociales feministas del siglo xix. La
industrialización, el capitalismo y los avances democráticos transformaron las
relaciones entre los sexos. El nuevo sistema económico incorporó masivamente a las
mujeres proletarias al trabajo industrial, pero en la burguesía, la clase social
ascendente, se dio el fenómeno contrario. Las mujeres quedaron enclaustradas en un
hogar que era, cada vez más, símbolo del estatus y éxito laboral del varón. El
feminismo sufragista y los feminismos socialistas constituyeron la respuesta teórica y
reivindicativa a estos dos contextos sociales diferentes pero fruto común de las
sólidas y profundas raíces patriarcales de la sociedad.

Un posicionamiento correcto en Filosofía Política requiere un buen conocimiento


de los mecanismos sociales que subyacen a la desigualdad. La expresión glass ceiling
se ha generalizado para referirse a ese tope invisible que parece impedir que las
mujeres progresen más allá de cierto nivel en los puestos de decisión del ámbito
público. Este techo de cristal oculta una discriminación indirecta, no reflejada en las
leyes, que se mide por los resultados diferenciales y que justificaría las acciones
positivas y la paridad. El trabajo de Raquel Osborne provee una visión sociológica de
la subrepresentación de las mujeres en puestos de decisión y de representación
política, examinando sus fenómenos asociados tales como la excesiva visibilidad, la
polarización de las diferencias, el sobreesfuerzo, el intento de asimilación y el
síndrome de la abeja reina. Osborne plantea la necesidad de una alianza entre las

30
mujeres-símbolo (o élites discriminadas) y las mujeres como grupo social minoritario
(en el sentido sociológico de grupo poseedor de menor poder) para alcanzar la masa
crítica o mínimo de presencia (30-35 %) que permite establecer una nueva dinámica
de cambio que les sea favorable en el interior de organizaciones empresariales,
políticas y sociales.

Con «Capacidades humanas e igualdad de las mujeres», María Xosé Agra se


centra en la creación filosófica de Martha C.Nussbaum e Iris Marion Young, dos
relevantes pensadoras actuales, con lo que, al reconocerlas como interlocutoras y
fuente de su reflexión, además de aportar sus observaciones críticas propias, participa
de la labor de establecimiento de una genealogía filosófica femenina. Agra examina
sus concepciones de la justicia y destaca su innegable importancia tanto para el
diseño de políticas públicas como para la labor de los movimientos emancipatorios,
las ONGs y la ciudadanía.

Neus Campillo se pregunta por las transformaciones necesarias para que las
mujeres accedan a la ciudadanía plena. Ve en el feminismo de la igualdad la mejor
opción para que se expresen todas las diferencias entre las mujeres, en tanto
permitiría la participación de todos los grupos. Apoya el proyecto de democracia
paritaria pero alerta contra la confusión con una representación sexuada. La
democracia paritaria ha de entenderse sólo como una estrategia provisional, a la
manera de otras políticas de igualdad. Pasa revista a las consideraciones sobre la
ciudadanía de Chantal Mouffe, destaca el interés de la concepción del universal como
contradicción performativa en Judith Butler y, finalmente, aborda el reto que el
multiculturalismo plantea a la filosofía feminista, evaluando positivamente el modelo
democrático deliberativo de Sheyla Benhabib.

Cerrando la primera parte, María José Guerra pasa revista a las críticas que Nancy
Fraser, Sheila Benhabib e Iris M.Young han realizado a las tesis habermasianas,
examinando a renglón seguido la recepción que dichas críticas han tenido en la obra
de este representante de la Escuela de Frankfurt y subrayando el enriquecimiento que
ha supuesto la incorporación de la temática de la opresión de las mujeres en la
dialéctica progresiva entre lo normativo y lo fáctico y en la difuminación del límite
liberal entre público y privado. Sin embargo, Guerra considera que la desconfianza
habermasiana hacia la injerencia paternalista del Estado social en el mundo de la vida
deja al colectivo femenino sin los instrumentos de cambio de las políticas de acción
positiva en una realidad que no es la democracia deliberativa ideal en la que serían,
como quiere el filósofo, las propias implicadas quienes diseñaran las medidas de
igualdad. En el creciente proceso de globalización, el Estado mínimo neoliberal nada
hace para colmar el abismo entre la igualdad formal y la desigualdad material.

La segunda parte del libro, El género en la ética comienza con una reflexión de
Victoria Camps sobre las mujeres y la libertad. Recordando el concepto de libertad
como no dominación del teórico del republicanismo Philip Pettit, la autora comienza
recordando que una de las tareas de la Filosofía Moral y Política en la actualidad ha
de consistir en develar los obstáculos que existen para el ejercicio positivo de la

31
libertad, condición de una sociedad más justa y democrática. La persistencia de los
roles de género, la escasa presencia de mujeres en puestos de responsabilidad, la
violencia de género, la maternidad vivida como obligación o la cosificación del
cuerpo femenino en la publicidad muestran que «se considera normal lo que todavía
es discriminatorio». Para entrar en la esfera pública, las mujeres han tenido que
adaptarse a identidades y estructuras forjadas por los hombres. Mientras subsistan
identidades hegemónicas no problematizadas, la libertad de las mujeres no será igual
a la de los hombres. Hasta que no se supere el androcentrismo en una
intersubjetividad incluyente guiada por el bien común, no se podrá reconocer
realmente a las identidades sin atributos.

Es también la libertad, aunque en otra perspectiva, el núcleo de la aportación de


Javier Muguerza. El autor realiza una aplicación del individualismo ético a la
temática de género. Muguerza propone considerar el género como comunidad,
advirtiendo que la imposibilidad del individualismo ontológico señalada por los
comunitaristas no es óbice para la existencia del individualismo ético. Una vez
definido el género de esta manera, procede a aplicar la diferenciación propuesta por
Will Kimlicka entre protecciones externas que garanticen derechos colectivos y
restricciones internas frente a las que debería defenderse los derechos individuales de
los miembros del grupo. El conjunto de las mujeres ha de ser apoyado contra la
opresión patriarcal pero las disidentes también han de serlo. Esta última demanda
habría sido planteada de manera radical por el movimiento queer y otras disidencias
sexuales, ain excluir el caso de las trabajadoras del sexo. A juicio de J. Muguerza, sus
demandas no deberían ser desestimadas so pena de atentar contra su derecho básico
como seres humanos que es el derecho a ser sujeto de derechos y a ser simplemente
sujetos. El texto concluye en diálogo con el nominalismo de Celia Amorós en torno a
cuestiones tales como la distinción entre individuación e individualización, junto a
otros aspectos relevantes para la problemática del individualismo ético.

.Libertad y trascendencia como elementos definidores del sujeto son los


elementos que hacen, según Teresa López Pardina, a la pertinencia de la teoría
existencialista para el feminismo. Como especialista en Beauvoir, hace un recorrido
de las principales categorías con que El Segundo Sexo analiza la situación de las
mujeres: Otra, opresión, situación, libertad y sujeto. Reivindica el reconocimiento del
rango de filósofa para Simone de Beauvoir, mostrando incluso los puntos en los que
ésta influyó en la evolución del pensamiento de Sartre. Frente a las acusaciones de
androcentrismo que recibió la obra de la existencialista francesa por parte de la crítica
feminista más reciente, la autora sostiene que los planteamientos beauvoireanos
siguen siendo válidos y de gran importancia para las mujeres.

Concha Roldán se remonta a la Ilustración alemana para mostrar que la historia de


la filosofía ha denegado el rango de sujeto de razón práctica a las mujeres. La
Ilustración alemana se colocó a la cabeza del movimiento filosófico de su época en la
reivindicación de la razón práctica, esto es, de una forma de pensamiento racional que
sirviera al género humano - más allá de las elucubraciones epistemológicas y
metafísicas - para perfeccionarse y progresar, no sólo en el campo de los avances

32
tecnocientíficos, sino también y sobre todo en las facetas ética, jurídica, pedagógica y
política de la vida. Preocupándose por la educación y emancipación de la humanidad,
las reflexiones de Christian Thomasius, Gotthold Ephraim Lessing, Moses
Mendelssohn o Inmanuel Kant, sentaron las bases especulativas de lo que la filosofía
posterior entendería por primacía de la razón práctica. Sin embargo, nos muestra
Concha Roldán, a la base de estos sistemas que enarbolaban la bandera de la
emancipación, la autonomía y la universalidad para el género humano, había una
incoherencia fundamental: la exclusión de las mujeres de la esfera ético-política y
jurídica, así como del «elevado» mundo del conocimiento.

En una obra sobre el impacto de los estudios de género en la Filosofía Moral y


Política no podía faltar un estudio sobre la innovación que significó la aparición de
las llamadas ethics of care. En un detallado panorama de las distintas versiones de la
ética del cuidado y de las consideraciones críticas que éstas han recibido, Teresa
López de la Vieja de la Torre plantea la necesidad de combinar justicia y cuidado
como dos formas de la moral que deben equilibrarse y enriquecerse mutuamente.
Centrándose en la situación de las mujeres como pacientes de la Medicina y como
agentes que asumen el setenta por ciento de los cuidados exigidos por los enfermos,
la autora destaca que es imprescindible adoptar una perspectiva de género que
visibilice la desigualdad y las creencias que afectan negativamente al colectivo
femenino en el ámbito sanitario.

Finalmente, bajo el enigmático título de «Contra el género y con el género»,


Cristina Molina Petit nos conduce por los intrincados caminos del debate sobre la
noción de género en la teoría feminista de las tres últimas dé cadas. Pasa revista a las
distintas interpretaciones de género como sistema de poder, como categoría crítica de
análisis develadora de subtextos opresivos y como performance normativa o, por el
contrario, transgresora. Estas interpretaciones son evaluadas en sus potencialidades
emancipatorias para las mujeres, diferenciando la posición estética de Judith Butler y
la ética de Celia Amorós. La autora destaca, asimismo, el interés del sujeto excéntrico
de Lauretis que, desde los márgenes, se desindentifica del género gracias al género
como instrumento crítico de cambio.

La tercera parte del libro, Reflexiones en torno al sexismo y al androcentrismo, se


inicia con una incursión literaria: Amelia Valcárcel escribe sobre el Quijote,
señalando su compleja presentación de las figuras femeninas. La imaginación del
caballero de la triste figura funcionaría como un antídoto a la misoginia y el sexismo
de la época. A las mozas del pueblo que encontraba a su paso les extrañaba por ser
muy distinto al común de los hombres. La cortesía caballeresca se acercaría, así, a esa
extraña capacidad de la filosofía y del pensamiento emancipatorio: «hacer una
realidad distinta de la que ya sabemos y se usa».

Rosalía Romero aboga por una historia de las filósofas como parte de una Historia
de la Filosofía que permanece como una tarea pendiente para la igualdad. A través de
distintos ejemplos (los casos de las españolas Oliva Sabuco y María Zambrano, de la
italiana Lucrecia Marinelli, de las francesas Mary de Gournay y Gabrielle Suchon)

33
R.Romero señala algunos de los distintos mecanismos que produjeron la exclusión o
al menos la marginalización de las mujeres del ámbito filosófico: impedimentos en el
acceso a la Academia, proscripción de su obra al ámbito de otras disciplinas,
inexplicables olvidos...

Continuando con el problema del reconocimiento del genio y la creatividad a las


mujeres, Carmen García Colmenares aborda la cuestión de la autoridad en el saber
académico a partir de un análisis de la constitución, en la Psicología, de un canon
excluyente basado en teorías de la identidad femenina y sutiles procedimientos
discriminatorios. A la luz de la contraposición entre «las idénticas y los iguales»
desarrollada por Celia Amorós, la autora examina la teoría psicológica de la
variabilidad diferencial de los sexos que fue usada como legitimación de la ausencia
de reconocimiento de mujeres eminentes en la cultura. García Colmenares aboga por
una investigación feminista que establezca genealogías femeninas en el campo del
saber.

Por su parte, Luisa Posada Kubissa señala que las aportaciones de la


epistemología feminista de las últimas décadas del siglo xx reemplazan al sujeto
privilegiado de conocimiento científico, universal y neutral por la multiplicidad de
perspectivas que deriva de la afirmación de que el conocimiento siempre es
«conocimiento situado». A partir de aquí, L.Posada aborda los discursos que, desde el
denominado pensamiento de la diferencia sexual, sostienen que la naturaleza humana
es dos y llegan a la conclusión de que hay, por tanto, dos sujetos, y no uno solo, de
conocimiento. Sin pretender establecer una relación de causa-efecto entre ambas
posiciones, este trabajo pone de manifiesto que, en ambos casos - tanto desde la
posición episte mológica como desde la más ontológica - lo que subyace es el
cuestionamiento del paradigma de la igualdad que, como reivindicación política y
también como categoría de análisis, ha presidido el pensamiento y el movimiento
feministas desde sus orígenes en la modernidad ilustrada.

Desde la perspectiva de los estudios de la masculinidad, Iván Sambade observa


que en las modernas sociedades democráticas, los varones siguen ejerciendo un
protagonismo mayoritario de conductas antisociales como la violencia física contra
las personas, la violencia sexual contra niños y la violencia de género. La
socialización masculina simultánea en valores y actitudes contradictorias, como las
prácticas de dominación y discriminación de las mujeres y los valores democráticos
de la igualdad y la libertad, provocaría un estado de frustración e inadaptación. De ahí
la importancia de las representaciones simbólicas de la virilidad transmitidas por los
media. 1. Sambade nos recuerda que, en el marco sociológico de la economía de
consumo y la revolución tecnológica de las telecomunicaciones, los medios de
comunicación como agentes socializadores serán decisivos para acercarnos al
objetivo democrático de la igualdad social entre varones y mujeres.

Cerrando la tercera y última parte, mi reflexión sobre la violencia de género


atiende a tres aspectos de la cuestión. En primer lugar, observo la violencia simbólica
ante la conceptualización del fenómeno bajo la forma de resistencias escudadas en

34
cuestiones lingüísticas. Paso después a examinar la permanencia de la violencia física
contra las mujeres como un fenómeno de negación de la autonomía que preserva el
sistema de sexo-género. Finalmente, exploro la discusión entre constructivistas y
esencialistas en cuanto al género de la violencia.

Aunque la enorme cantidad de bibliografía de los últimos años ha demostrado con


creces la fuerza de la temática de género en la Filosofía y particularmente en la Ética
y la Filosofía Política, espero que la variedad de los estudios reunidos en este libro
contribuyan a darla a conocer aún más. Por su capacidad de generar debate y de
interpelar nuestras identidades y costumbres, creo que se trata de una de las formas
más importantes de acercamiento de la filosofía a la vida cotidiana. Es una nueva
perspectiva abierta a quienes quieran explorarla. Permite que la venerable madre de
todas las ciencias recupere lo que nunca debe dejar de ser: un pensamiento en el cual
nos jugamos la vida, un pensamiento apasionado sobre nuestra existencia, nuestra
realidad y nuestro futuro común.

35
CELIA AMORÓS

36
* Este trabajo fue incluido con el título de «Feminismo y multiculturalismo» en el
volumen 3 de Teoría Feminista: de la Ilustración a la globalización, Madrid, Minerva,
2005.

1. ILUSTRACIÓN, FEMINISMO, ANTICOLONIALISMO

La historiadora tunecina Sophie Bessis ha escrito un libro, Occidente y los Otros.


Historia de una supremacía I, en el que lleva a cabo una implacable crítica de la
civilización occidental. Insiste en sus recurrentes incongruencias entre los valores
universales y los principios abstractos que proclama desde la Ilustración y las
prácticas colonialistas que ha ejercido y que, bajo otros ropajes, sigue ejerciendo. Sin
embargo, en la Introducción se plantea esta interesante pregunta: «la intrusión de
Occidente en el universo de mis antepasados, ¿no me liberó de la tiranía protectora
del grupo y me dio los atributos del individuo más o menos libre que soy? Su
modernidad ¿no libró a la humanidad de los caprichos del destino para hacerla entrar
en la era de las libertades posibles? Ya que no podemos saber qué otras vías podrían
haber existido, podemos atribuirle dichas revoluciones». Bien. Tenemos un excelente
punto de partida para aceptar sus críticas. Porque, tal como ella lo plantea, la crítica
anticolonialista y la crítica feminista a la Ilustración comparten importantes y
significativos tramos. Por una parte, y vuelvo a citar a Sophie Bessis, «la infatigable
capacidad de Occidente para separar el decir del hacer hizo que durante mucho
tiempo su modernidad fuera a la vez incomprensible e ilegítima para los que designa
como "los otros"». Por otra, como lo afirma Cristina Molina Petit en su libro
Dialéctica feminista de la Ilustración, la Ilustración «no cumple sus promesas
(universalizadoras y emancipatorias) y la mujer queda fuera de ella como aquel sector
que las luces no quieren iluminar... Sin la Sofía doméstica y servil no podría existir el
Emilio libre y autónomo». No obstante, nuestra autora estima que, en lo que a la
emancipación femenina concierne, «fuera de la Ilustración no hay más que el llanto y
el crujir de dientes». Desde esta perspectiva, la crítica anticolonialista y la crítica
feminista vendrían a converger en tanto que asumidas como críticas inmanentes a la
incoherencia del discurso ilustrado.

En este sentido, las mujeres de la Revolución Francesa resignificaban y, al hacerlo


así, radicalizaban el discurso revolucionario. Los jacobinos, bajo la influencia de
Rousseau, como lo ha estudiado Rosa Cobo3, excluían a las mujeres «por naturaleza»
de la ciudadanía. Pues bien, ellas los interpelaban autodesignándose como «el Tercer
Estado dentro del Tercer Estado». Ponían así de manifiesto una gran incoherencia
patriarcal. Pues, por una parte, los revolucionarios irracionalizaban, por su propia

37
introducción del concepto de Estado Llano, la lógica jerárquica propia de l'Ancien
Régime. El concepto mismo de ciudadanía no era sino una abstracción polémica con
respecto a la jerarquía de las identidades adscriptivas, es decir, vinculadas al
nacimiento, propias del mundo del status frente al mundo del contrato. Así, el
concepto de «ciudadanía» hacía abstracción, es decir, dejaba fuera como no
pertinentes a efectos de la inclusión en el nuevo concepto, el de «ciudadano», las
determinaciones de status sancionadas en función de la cuna. Es decir, ser noble,
villano o clérigo no era relevante para merecer la condición de ciudadano. Esta
condición se universalizaba justo en la medida en que deslegitimaba la pertenencia
adscriptiva a los distintos niveles de esta jerarquía como fuente de los diferentes
status. Sin embargo, la diferencia entre ser varón o ser mujer era promovida a la
legitimidad en orden a excluir al sexo femenino de la ciudadanía. Pues bien: mujeres
autoras de Cahiers de Doléances4, como las que aparecen en la excelente antología de
Alicia Puleo que lleva el significativo título de La Ilustración olvidada', teóricas
políticas de la talla de Olympe de Gouges, la autora de «Los Derechos de las mujer y
la ciudadana», condenada a la guillotina por Robespierre, así como varones pro-
feministas como el marqués de Condorcet estimaron que esta exclusión era
discriminatoria. Pues el ser varón o mujer, la diferencia relativa al sexo, era no menos
adscriptiva, es decir, no menos vinculada al azar del naci miento que aquella que
distinguía a los nobles de los villanos. De este modo, al excluir a las mujeres de la
ciudadanía, los varones introducían por la ventana la misma lógica jerárquica
estamental que habían expulsado por la puerta. Caían así en la incongruencia
consistente en habilitar para las mujeres un Estado Llano de segunda, pre-cívico, en
el seno de un Estado llano concebido precisamente para abolir las distinciones
jerárquicas de l'Ancien Régime. Reinstituían de este modo una lógica del privilegio
en el ámbito universalista de los derechos, el ámbito revolucionario emergente. En
función del privilegio masculino se reservaban, como lo afirma Neus Campillo, la
cuota del 100 por 100 en el momento fundacional de la democracia moderna.

Con esta pincelada sumaria tan sólo pretendemos ilustrar de qué modo el
feminismo europeo y el americano han estado vinculados a nuestra Ilustración
Occidental. Se trata sin duda de una vinculación ambigua y peculiar, ya que el
discurso ilustrado genera, por alguna de sus derivas, planteamientos feministas a la
vez que, por otras, reniega de ellos. El asunto es complejo, sin duda, y las
participantes del Seminario Permanente «Feminismo e Ilustración»6 hemos
reconstruido, en una paciente labor de años, muchos de sus recovecos. Por otra parte,
nuestros análisis del fenómeno de la postmodernidad han podido poner de manifiesto
de qué modo el feminismo encuentra en ese conspecto ideológico un acomodo
discursivo difícil, cuando no a contrapelo o incluso contra natura7.

2. BREVE EXCURSUS POR LA POSTMODERNIDAD

El feminismo es una radicalización de la Ilustración en tanto que proyecto


normativo de la modernidad, no su impugnación. Cuando se quiere tematizarlo desde
su impugnación, como han tratado de hacerlo teóricas y teóricos postmodernos, se
generan efectos discursivos erráticos en el mejor de los casos, a la vez que

38
conceptualmente disfuncionales para una teoría feminista que quiera ser, de acuerdo
con su tradición, crítica del patriarcado. Así, el discurso feminista postmoderno, en
lugar de converger, se solapa con el discurso anticolonialista deconstructor del
eurocentrismo. Se dispara entonces una dinámica conceptual de ecuaciones como la
siguiente: Occidente es a su «Otro» lo que el logocentrismo es a sus «afuera
constitutivos» y lo que el falogocentrismo es a la escritura y a la diferencia: a lo
femenino, por tanto8. Fuera de la lógica imperialista de Occidente, pues, a la vez que
constituyéndola desde su mismo estar afuera, se encuentra la retahíla de sus Otros. En
esta retahíla, subsumidos en la rúbrica de la Otredad, aparece un ámbito de «los
Otros» donde todos los gatos son pardos. Lo femenino, en tanto que dispersión y
diseminación, sería el lugar de la deconstrucción del logos occidental, que tendría
como subtexto el imperialismo del falo de impronta lacaniana. De este modo, la
crítica - feminista - al androcentrismo queda absorbida en la deconstrucción del
etnocentrismo occidental. Como efecto de esta absorción - que, dicho sea de paso, no
deja de ser también un gesto imperialista-, queda oscurecido, por lo pronto, el
funcionamiento del patriarcado en el ámbito de «lo Otro de Occidente», es decir, en
una parte nada desdeñable del mundo. El patriarcado no es, sin embargo, un subtexto
de la lógica colonial de la dominación occidental, como parece sugerirlo el
«falogocentrismo». Plantear así la cuestión es amoldar -y disolver - en los parámetros
de una crítica a la modernidad que parte de asunciones que podríamos no compartir -
la deconstrucción del falogocentrismo - tanto la crítica al androcentrismo como la
crítica al etnocentrismo. No es de extrañar, pues, que «el feminismo» que se tematiza
en estos parámetros resignifique acríticamente en clave metafórica el discurso de la
colonización10. Las formas de la dominación masculina con efectos sistémicos, pues
es a eso a lo que llamamos «patriarcado», no son desde luego una característica
específica y, todavía menos, exclusiva de la lógica occidental de poder. Es más, los
varones de los países colonizados han suscrito en muchos casos pactos patriarcales
con los colonizadores. Entendemos por «pactos patriarcales», siguiendo a Heidi
Hartmannn aquellos que traman entre sí varones de distintas clases, razas o culturas y
que les permiten en su conjunto dominar a las mujeres. Por ejemplo, los varones
hindúes (Chipko), a los que se refiere Vandana Shiva en su libro Abrazar la vida12,
se avinieron a las transformaciones de cultivos impuestas por los colonos blancos en
contra de sus mujeres, que se ataron a los troncos de los árboles para impedir lo que
percibían como una agresión a sus intereses así como una descalificación de su saber
tradicional en materia de silvicultura13

Con este breve excursus, necesariamente esquemático, por la postmodernidad,


pretendemos descartar la pertinencia del discurso de la decons trucción del
falogocentrismo para la crítica feminista. Pensamos que la articulación entre la crítica
anti-colonialista de la Ilustración y la crítica de sus incoherencias desde el feminismo
debe hacerse de otro modo. No, desde luego, declarando que la universalidad, a fin de
cuentas, no sería sino unflatus vocis, una mera emisión de la voz que no significaría
nada, sino denunciando, tanto el androcentrismo como el etnocentrismo, como dos
modalidades distintas, que no meramente superpuestas, de lo que Seyla Benhabib ha
llamado «universalidad sustitutoria». Nuestra autora hace referencia aquí a la
maniobra fraudulenta por la cual «una particularidad no examinada» se propone a sí

39
misma como «lo universal». Por nuestra parte, nos hemos referido al mismo
fenómeno de usurpación discursiva en nuestro análisis crítico de las abstracciones
incoherentes de la Ilustración, como «la ciudadanía», que se formula en términos
universalistas y se aplica luego en términos restrictivos, excluyendo a las mujeres. En
el caso del etnocentrismo, la «universalidad sustitutoria» operaría en la medida en
que la cultura occidental de la supremacía, como lo entiende Bessis, se ha
autoinstituído en lo universal, impostando y ocultando de este modo su propia
particularidad, para legitimar su dominio del mundo. Dicho en román paladino, el
etnocentrismo y el androcentrismo son universalidades sesgadas, con «bichos
dentro», como se dice cuando se convoca una plaza a concurso público y se adecúa su
perfil al muy singular de la nariz del candidato que quienes la convocan quieren que
salga. Solamente tendremos una universalidad que no sea ni importada ni impostora
si estamos dispuestas a prestar una atención crítica permanente a «las particularidades
no examinadas», a los «bichos dentro» que se nos cuelan fraudulentamente a la hora
de definir lo universal. Solamente en este proceso crítico-reflexivo será posible la
construcción de un «universalismo interactivo», de nuevo en expresión de la judía
estadounidense Seyla Benhabib, o, como lo quiere la tunecina Bessis, «de universales
que hagan honor a su nombre de una vez por todas».

3. DE LA ILUSTRACIÓN A LAS ILUSTRACIONES

3. L EXCURSUS SOBRE EL MULTICULTURALISMO

Al llegar a este punto de inflexión en nuestro discurso, nos encontramos


inevitablemente con la problemática planteada por la multiculturalidad y el
multiculturalismo. Me veo obligada a abordarla aquí de una manera muy sumaria. En
primer lugar, haré una precisión terminológica. Emplearé «multiculturalidad» para
designar el hecho sociohistórico, incrementado en la era de la globalización, de la
coexistencia de diversas culturas en los mismos ámbitos geográficos. Cuando use el
término «multiculturalismo» haré referencia a una tesis normativa acerca de cómo
deben coexistir las diferentes culturas, lo que sin duda tiene importantes
implicaciones en lo que concierne a cómo debe gestionarse políticamente el hecho de
la multiculturalidad. Pues bien, el multiculturalismo pretende que cada cultura es un
bloque monolítico, una totalidad autorreferida, homogénea y estática. Habría así una
inconmensurabilidad radical entre los parámetros propios de las distintas culturas. No
sería posible ni legítimo, de este modo, interpretar las diversas prácticas que se
ejercen en el seno de cada cultura sino exclusivamente en función de los referentes de
sentido de la cultura en cuestión. Dicho de otra forma, habría un «monismo
hermenéutico del significado», que sólo podría ser descifrado por quienes comparten
el marco simbólico propio de cada totalidad cultural. No puedo entrar aquí en un
debate pormenorizado de las asunciones normativas desde las cuales se elabora esta
concepción de la cultura ni del relativismo cultural radical que de ellas se derivar`.
Me limitaré a señalar que, desde un punto de vista empírico, esta concepción de la
cultura no se sostiene. Podemos tener alguna duda sobre si se ajusta más o menos a la
descripción de lo que habrían podido ser las culturas en un pasado más o menos
remoto. Pero, desde luego, no es en absoluto adecuada para pensar las dinámicas

40
culturales en el mundo de la globalización. Las culturas no son ni estáticas ni
homogéneas, ni, mucho menos, totalidades autorreferidas. Tan importantes como los
supuestos compartidos son en ellas los conflictos, las tensiones, los desajustes,
desgarramientos, disensos y, desde luego, el fenómeno del cambio cultural. En la era
del cyberislam, por tomar la caracterización de Fatema Mernissi de la cultura
musulmana en el universo de Internet, con antenas parabólicas en las mezquitas, no
se puede hablar de las culturas como de entidades monolíticas y prerreflexivas. Se
producen constantemente hibridaciones, préstamos, apropiaciones selectivas de
ciertos elementos de las culturas hegemónicas junto con rechazos selectivos de otros.
Nunca tiene lugar ni la total asimilación ni la total destrucción de una cultura por
otra: también las culturas hegemónicas son siempre en alguna medida penetradas por
las que no lo son. Los seres humanos no se limitan a ser agentes de la reproducción
sociocultural: lo son también de la revisión de los códigos culturales. Como lo
recordó en una conferencia sobre «Feminismo y multiculturalismo»15 la antropóloga
Virginia Maquieira, el concepto de «cultura» surgió teniendo como su referente
polémico el determinismo biológico y racial. Pero, tal como fue modulado por el
multiculturalismo, nos hizo pasar, paradójicamente, del determinismo biológico al
determinismo cultural. Ahora bien, en definitiva, la cultura no es sino el
comportamiento común aprendido de la especie. Este comportamiento común no se
limita «al aprendizaje de un repertorio fijo, estable y homogéneo de pautas referidas a
formas complejas de acción y de pensamiento»: las culturas están en un proceso
permanente de construcción y reconstrucción. No se puede, como muchas veces lo ha
hecho la antropología cultural estadounidense, no tener en cuenta la articulación de la
cultura y la economía política: la estratificación social, las desigualdades y las rela
ciones de poder no se reducen a meros rasgos culturales. El multiculturalismo, al
postular el desarrollo por separado de las culturas, sirvió para justificar el apartheid
sudafricano. Por mi parte encontré, en un reportaje publicado por El País, esta perla
polinésica: son las declaraciones de la esposa de un importante líder de los boers:

En la Biblia está la torre de Babel que, como dice Dios, es una visión de
cómo no debe ser el mundo. Dios dice que las personas deben vivir entre los
suyos. En este sentido... el Demonio es la síntesis y Dios es la antítesis. El
Demonio quiere obligar a los seres humanos a vivir juntos, y Dios los separa.
Ese es el plan de Dios para la humanidad... Por ejemplo, fíjese en los
japoneses, qué bien se les da fabricar ordenadores. Fíjese en los bosquimanos
de Kalahari, qué bien matan impalas. No me diga que Dios quiso que
japoneses y bosquimanos viviesen juntos...

En este fundamentalismo multiculturalista, por una curiosa vuelta de tuerca, nos


encontramos de nuevo con el racismo que el propio concepto de cultura venía a
deslegitimar desde la antropología como disciplina académica.

En el ámbito continental de esta disciplina, el estructuralismo antropológico de


Claude Lévi-Strauss ha mantenido la concepción según la cual las lógicas culturales
tienen una inteligibilidad inmanente que debemos reconstruir desde una perspectiva
sincrónica. Se toma aquí como modelo metodológico la lengua, entendida more

41
saussureano como un sistema en el que «tout se tient». Los sujetos, desde el enfoque
estructuralista, propiamente no hablan, «son hablados». «La lengua tiene razones que
la razón no comprende», afirma Lévi-Strauss, parafraseando a Pascal. Y, por
analogía, también las culturas tendrían razones que escapan por principio a la razón
de los seres humanos que están inmersos en ellas. Se privilegia así sistemáticamente
la sincronía sobre la diacronía, es decir, la coherencia de las interrelaciones entre los
elementos simbólicos de las culturas sobre la historia. Del mismo modo el
inconsciente, «estructurado como un lenguaje», como lo formulará el estructuralismo
psiconalítico de Lacan, prima totalmente sobre la conciencia, sobre cualquier forma
de acción intencional. Sin embargo, nuestro antropólogo, a la hora de interpretar
cómo funcionan de hecho estos modelos presuntamente cristalinos, no tiene más
remedio que hacer concesiones a los tempus, a la historia.

Toda cultura, nos dice en la «Introducción a la obra de Marcel Mauss» I6


puede ser considerada como un conjunto de sistemas simbólicos en el primer
rango de los cuales se sitúan el lenguaje, las reglas matrimoniales, las
relaciones económicas, el arte, la ciencia, la religión. Todos estos sistemas
tratan de expresar determinados aspectos de la realidad física y de la realidad
social; es más, las relaciones que estos dos tipos de realidad mantienen entre
sí y que los propios sistemas simbólicos establecen los unos con respecto a
los otros. El que no lo consigan de una forma totalmente satisfactoria y,
sobre todo, equivalente, es en primer lugar resultado de las condiciones de
Juncionamiento propias de cada sistema, además de que la historia coloca en
estos sistemas elementos extraños, al mismo tiempo que produce
transplantes de una sociedad a otra y diferencias de ritmo de evolución en
cada sistema particular.

No puede hablarse, pues, en rigor, de las culturas como totalidades autorreferidas:

La sociedad está siempre determinada por dos elementos, tiempo y


espacio, y, por lo tanto, está sometida a la incidencia de otras sociedades, así
como a sus propios estados anteriores de desarrollo; teniendo además en
cuenta que incluso en una sociedad teórica que se imagine sin relación con
las demás y sin dependencia con respecto a su propio pasado, los diferentes
sistemas de símbolos que constituyen su cultura o civilización serían
irreductibles los unos a los otros.

Con todo, el autor de Las estructuras elementales del parentesco considera que la
interrelación entre las culturas no es precisamente una buena cosa. «Debemos llorar
ante el hecho de que haya historia», escribió en una ocasión. Y en otra, cuando se
propuso a Margueritte Yourcenar como candidata a la Academia francesa de la
lengua, manifestó su oposición sentenciando «No se discuten las reglas de la tribu».
Sin duda, se le habría podido argumentar que, en nuestra tribu, después de la
Ilustración, se discuten las reglas de la tribu. En buena medida, la Ilustración europea
fue un gran debate acerca de estas reglas, que fueron así puestas en cuestión. Luego,
en realidad, al afirmar que «no se discuten las reglas de la tribu» él está, de hecho,

42
discutiéndolas y contradiciéndose de este modo.

4. LAS CULTURAS Y «LAS IDÉNTICAS»

Sin embargo, aquí debemos recordar que no todos los ilustrados querían en igual
medida que se discutieran las reglas de la tribu. Muchos eran partidarios de que se
discutieran unas sí y otras no. El debate debería interrumpirse para ellos precisamente
ante un núcleo simbólico duro en el conjunto de estas reglas: las que se referían al
estatuto de las mujeres. En el universo emergente de los individuos iguales, las
mujeres debían seguir siendo «las idénticas»17. Recordemos cómo, en el caso de la
ciudadanía, se mantenía para ellas el estatuto adscriptivo que se había eliminado, en
la deriva jacobina, para todos los varones. Ser ciudadano, al menos en la lógica
jacobina, se solapaba con ser individuo. Por definición, para Rousseau, el ciudadano
«no nace, se hace», por parafrasear a Simone de Beauvoir. Sólo en la medi da en que
el ciudadano es individuo no es sospechoso como ciudadano, como sujeto de «la
voluntad general». Individuo es aquél que se ha emancipado de las identidades
adscriptivas de l'Ancien Régime, que eran identidades facciosas, incapaces de
constituir ni de obedecer a «la voluntad general». En esta misma medida, nada se
interpone entre el individuo-ciudadano y el Estado, «la voluntad general», de tal
modo que, al obedecerla, él no obedece sino la ley que se ha dado a sí mismo.
Transpuesto en clave ética, tendríamos aquí al individuo autónomo, desvinculado de
cualquier constricción que no proceda de sí mismo. Las mujeres, sin embargo, son
readscritas a la identidad, que se concreta ahora en una feminidad normativa de nuevo
cuño. Los varones conectan directamente con lo universal en la medida misma en que
son autónomos; las mujeres quedan condenadas a la heteronomía moral18, a un
estatuto precívico por estar adscritas a una identidad que, a título de tal, no puede ser
sino prerreflexiva y facciosa, orientada a la particularidad. Rousseau destinó a Sofía,
y con ella a todas las mujeres - pues son «las idénticas», las que no tienen
propiamente principio de individuación-, a ser «el asidero natural» de la cultura
cívica republicana que los Emilios instituyen. Hegel, por su parte, elaboró esta misma
figura de lo femenino en su interpretación de Antígona, la heroína de Sófocles, tal
como la expone en su Fenomenología del Espíritu 19. Creonte, de acuerdo con Hegel,
obedece la ley escrita decretada por él mismo, hecha pública en la polis; Antígona,
por el contrario, al enterrar a su hermano Polinice transgrediendo esa ley, no hace
sino someterse a «la ley de las sombras», a la ley ancestral de su pueblo, ley no
escrita ni publicada pero no por ello menos constrictiva. Constrictiva para Antígona, a
la que Hegel le hace encarnar «la esencia de lo femenino» 2°. A ella le corresponde el
ámbito de la Sittlichkeit, de todo ese conjunto de costumbres que constituyen el
bagaje normativo irreflexivo, no tematizado ni argumentado, de un pueblo. Antígona
está adscrita, como lo diría Lévi-Strauss, a aquellas reglas de la tribu que no se
discuten; es más, que no se deben discutir. Como lo dirían nuestros multiculturalistas,
son el patrimonio constitutivo de «la identidad cultural». Habría, de este modo,
acuerdos transculturales y transhistóricos entre los varones - desde los islamistas a
nuestros filósofos, como Rousseau y Hegel, así como nuestros antropólogos, como
Lévi-Strauss - en lo concerniente a la Sittlichkeit, a la deseabilidad de que se
conserven determinadas reglas de la tribu. La «identidad cultural» es un patrimonio

43
precioso que hay que mantener a cualquier precio. Desde luego, al precio de asignar a
las mujeres el deber de la identidad, mientras los varones se reservan el derecho a la
subjetividad. La muchacha Fatema ha de llevar velo a la escuela; su padre, Alí, que
bien se podría haber llamado Manolo, viste camisa y blue jeans: tiene un amplio
margen de discrecionalidad en el manejo, siempre selectivo y discriminado por
géneros, de los referentes de identidad. El jeque árabe saudí usa la tarjeta American
Express que, al parecer, se remonta al Islam más genuino; ella ha de aparecer
embutida en su chador. «La identidad es siempre retrospectiva», afirma Rosi
Braidotti: «marca aquellos lugares donde hemos estado pero no estamos ya». Sin
embargo, las mujeres, aunque se feminicen los flujos migratorios, han de viajar con la
marca de sus lugares simbólicos como si fuera la prolongación de su propia piel. Bajo
el velo que las vuelve indiscernibles, las guardianas de la identidad han de ser, por
ello mismo, «las idénticas». Entre nosotros, referirse a una «individua» tiene todavía
un sentido peyorativo. A los individuos, en tanto que tales, se les reconoce el derecho
a desmarcarse de la Sittlichkeit como cemento normativo del grupo; las mujeres,
como expresivamente lo afirma Michéle le Doeuff, tenemos «sobrecarga de
identidad». Es así, precisamente, porque ellos tienen infracarga: es otro modo de
afirmar su derecho a la subjetividad, que, a diferencia de la identidad, es prospectiva,
connota futuro, elección. La subjetividad y la identidad tienen, pues, su respectivo
subtexto de género. Ellos pueden innovar mientras nosotras hemos de conservar
acríticamente las pautas normativas de nuestros países de origen. Parafraseando a
Kant - recordemos: conceptos sin intuición son vacíos, intuiciones sin concepto son
ciegaspodríamos decir que una subjetividad sin identidad es vacía y una identidad sin
subjetividad es ciega. Los varones emigrantes podrían llegar a ser en el límite
subjetividades sin identidad, subjetividades al precio del desarraigo; las mujeres, a
quienes se prohíbe elaborar sus referentes de identidad a través de mediaciones
crítico-reflexivas, han de encarnar estos referentes al modo de un ejemplar más de
una esencia impuesta: nunca pueden ser individuos.

5. «NO SE DISCUTEN LAS REGLAS DE LA TRIBU»

Hemos podido ver que el multiculturalismo se basa en un concepto reificado de


cultura, inadecuado normativamente e insostenible empíricamente; por otra parte,
hemos intentado poner de manifiesto que aquéllo que nos presenta como las
sacrosantas «identidades culturales» tiene un subtexto de género en el que muchas
veces no se repara. Raimundo Pániker afirma que «quien tiene miedo de perder su
identidad ya la ha perdido»... En un mundo multicultural de interrelaciones y
contrastaciones, como lo dice Albrecht Wellmer, «nadie es inocente», nadie puede
pretender de buena fe instalarse -o instalar a alguien - en identidades totalmente
prerreflexivas. Tanto las culturas como las identidades culturales están de hecho
sometidas a lo que Fernando Quesada llama la «interpelación intercultural». De
hecho, toda cultura se ve en la necesidad, más tarde o más temprano, de dar razón de
sus prácticas en términos que puedan ser traducidos a los referentes de otras culturas.
Esta permanente interpelación genera, velis nolis, efectos de reflexividad. Nos
volvemos conscientes de nuestra peculiaridad al cepillamos los dientes con un
dentífrico cuando lo hacemos ante la mirada extrañada de los mauritanos, que

44
cumplen el mismo rito higiénico haciendo uso de los palitos de una planta antiséptica.
Así, como lo pide Kambartel, hay que generar, al lado de y por encima de las
especificidades de las culturas, una «cultura de razones». ¿Acaso no se habla de una
«cultura de la tolerancia»? En la línea de esta «cultura de razones» debería estar la
construcción de una «cultura feminista».

La interpelación intercultural, sin duda, se da, y se ha dado siempre, de hecho.


Ahora bien ¿es legítima de derecho? Entendemos que habría que poner aquí una
cláusula restrictiva: es legítima siempre y cuando exista una simetría entre los que
interpelan y los que son interpelados. Dicho de otro modo, esta interpelación no
debería ser atendida si se produce siempre en la misma dirección; en toman paladino:
«donde las dan, las toman». Así, las feministas deberíamos poner en cuestión todas
las reglas de todas las tribus. Incluida la nuestra, por supuesto. Ya lo hemos hecho:
hemos ilustrado a nuestra Ilustración en sus puntos ciegos con respecto a las mujeres.

El multiculturalismo, en lo concerniente a la relación entre las culturas, propone


estrategias timoratas que se podrían enunciar así: «no tires piedras contra el tejado
ajeno cuando el tuyo es de vidrio». Las feministas deberíamos proponer una
estrategia distinta, una estrategia, no ya de mínimo común divisor sino de máximo
común múltiplo. No se trataría de acotar ámbitos sacrosantos y definirlos de una vez
por todas como lo que debe ser objeto de tolerancia por parte de ellos/ellas para
ofrecer a cambio la nuestra para lo que ellos definan como su tabla de mínimos. Ya
sabemos en qué van a consistir estos mínimos: las mujeres funcionarán, una vez más,
como «marcadoras de límites» y se considerará que los límites así estipulados no son
negociables. Nosotras, por nuestra parte, deberíamos promover y alentar «la
interpelación intercultural» en todas las direcciones. No debería haber pactos como el
que se podría formular en estos términos: no os metáis con el velo de las musulmanas
y nosotras no lo haremos con vuestras curiosas modalidades de «harén occidental» -
la talla 38, según Mernissi21-. Al contrario: debemos criticar el velo de las
musulmanas y, a la recíproca, dejar que ellas destapen todas nuestras zonas de
vulnerabilidad, todas las incoherencias que sufrimos y de las que, en alguna medida,
somos o hemos sido cómplices. Velo no, vale. Pero tampoco tacones de aguja: no se
puede sentir empowerment cuando se toca tierra de una manera tan precaria: es
nuestra versión de los pies vendados de las chinas. Dejémosles que nos lo digan por si
no habíamos reparado en ello: no siempre se tiene la deseable distancia ante las
propias prácticas. El efecto de reflexividad que se deriva de estas contrastaciones es
un efecto multiplicador: mi nivel de reflexividad es potenciado así por el nivel de
reflexividad que ha inducido en mí la otra. Y a la recíproca: el nivel de reflexividad
de la otra crece en función de las interpelaciones de las que le he hecho objeto. No se
trata de lograr un consenso, sino de discutir permanentemente. Cuanto más debate
público haya en relación con estas cuestiones, tanto mejor. Hay que visibilizar y
discutir «la sobrecarga de identidad de las mujeres». Así, echamos piedras al tejado
ajeno precisamente porque somos conscientes de que el nuestro es de vidrio.
Justamente: tenemos por doquier techos de cristal. Marisa García de Cortázar y Toña
García de León han estudiado muy bien cómo operan estos techos invisibles en las
académicas, en las profesionales del periodismo; se refieren a ellas como «élites

45
discriminadas»22; Amelia Valcárcel, en las políticas23. Repitámoslo: hay que
discutir todas las reglas de todas las tribus. Están puestas a debate, de hecho, y deben
estarlo, de derecho.

6. ¿CIVILIZAR EL CONFLICTO DE CIVILIZACIONES? SOBRE ILUSTRACIÓN


E ILUSTRACIONES

Nos hemos referido anteriormente a que las reglas de nuestra tribu generaron una
gran polémica precisamente en la Ilustración. Pero Occidente no tiene el monopolio
de esa capacidad crítico-reflexiva que emerge en esos procesos a los que se puede
llamar, en plural, Ilustraciones. Sophie Bessis nos recuerda en este sentido que, si el
Renacimiento europeo pudo realizar tan rápidamente la filiación con el mundo
griego, fue porque el Islam occidental le había preparado el terreno efectuando un
inmenso trabajo de adaptación de la filosofía griega al monoteísmo. Por nuestra parte,
podemos señalar que las tesis averroístas sobre «la doble verdad», la una, revelada, y
la otra, procedente de la razón, se deberían incluir en una genealogía del laicismo
moderno que no se empeñara en borrar todas sus huellas. También Ernst Bloch, en su
obra Avicena y la izquierda aristotélica24, se refería a que la concepción averroísta
del «intelecto agente» de Aristóteles como común a toda la especie sirvió más
adelante para que la Ilustración europea elaborara la idea de una razón universal
compartida por toda la especie humana. El prestigioso medievalista Alain de Libera,
en su prefacio a la reedición de la obra de Renan Averroes et l'averroisme, sostiene
que,

gracias a la intervención de Averroes, se pudo reconstruir una Historia


multisecular, la de la transmisión y renovación de la filosofía y la ciencia
antiguas, que comenzó en el siglo ix en el Bagdad de los califas abasíes,
continuó en el xii en la Córdoba de los almohades y siguió en la
Cristiandad... Ibn Rushd fue la pieza central del dispositivo intelectual que
permitió al pensamiento europeo la construcción de su identidad filosófica.
Su física, su psicología y su metafísica introdujeron en Europa la figura
suprema de la racionalidad que se considera hoy día occidental o griega25.

Significativamente, existen textos de Averroes, que no puedo analizar


detalladamente aquí, en los que se pone en cuestión la condición femenina existente y
se irracionaliza el mantenerla en los cánones tradicionales.

Nuestro estado social no deja ver lo que de sí pueden dar las mujeres.
Parecen destinadas exclusivamente a dar a luz y amamantar a los hijos, y
este estado de servidumbre ha destruido en ellas la facultad de las grandes
cosas. He aquí por qué no se ve entre nosotros mujer alguna dotada de
virtudes morales: su vida transcurre como la de las plantas, al cuidado de sus
propios maridos. De aquí proviene la miseria que devora nuestras ciudades
porque el número de mujeres es doble que el de hombres y no pueden
procurarse lo necesario para vivir por medio del trabajo26.

46
De forma recurrente, pues, podemos constatar que, donde hay Ilustración, hay
feminismo. Al menos como pensamiento y discurso: para que se articule como
movimiento social harán falta otras condiciones.

Podemos ver, pues, de qué modo la Ilustración europea se nutrió, por uno de sus
inputs, de la contrastación intercultural y los efectos de reflexividad que suscita. Los
descubrimientos geográficos y la colonización del Nuevo Mundo, así como las
nuevas rutas comerciales hacia el Este proporcionaron mucha información acerca de
otras culturas, a las que muchas veces se estigmatizó. Sin embargo, en muchas otras,
los «pueblos salvajes» y sus formas de vida fueron promocionados a referente
normativo para juzgar acerca de la legitimidad de nuestras propias instituciones:
recordemos las descripciones del Estado de Naturaleza con su «buena» o «buen
salvaje», de Poullain de la Barre y de Rousseau, respectivamente, las Cartas persas de
Montesquieu... Para Claude Lévi-Strauss, Rousseau fue el padre de la etnología27.

El contacto de los países islámicos con la civilización occidental en el siglo xix


generó en las tradiciones culturales de los mismos lo que en otra parte hemos llamado
«contextos de Ilustración» 28. El que estos países hayan sido o no políticamente
colonizados - todos, sin duda, lo han sido económica y culturalmente en mayor o
menor medida - imprime modulaciones diferenciales enormemente significativas en
estos encuentros. Turquía se abrió a Europa por su propia voluntad21; en cambio, la
colonización de Argelia por los franceses fue particularmente dura, cruel y dramática.
Irán sufrió «occidentalitis» con los Pahlevi, en expresión de los fundamentalistas,
mientras que Egipto soportó la colonización británica durante un período
relativamente corto. El fenómeno de la Ilustración egipcia nos ha sido narrado, entre
muchos otros autores, por la escritora Nawal al Sadawi en La cara desnuda de la
mujer árabe30. Sophie Bessis, en mi opinión más pene trante, hace referencia a lo que
llamamos la «veta de Ilustración» egipcia como un proceso relativamente autóctono
que los occidentales, en una muestra más de sus incoherencias, trataron más bien de
abortar. Pues bien, en este período aparece un discurso reformador de las mujeres con
algunos rasgos pro-feministas: el más conocido es el de Quasi Amín, a quien
podríamos llamar «el Stuart Mill egipcio» 31

¿Son estas «vetas de Ilustración» endógenas o exógenas, genuinas o importadas?


En un mundo multicultural no tiene demasiado sentido plantear así las cosas: todo es
exógeno y endógeno a la vez en alguna medida. Como lo afirma Deniz Kandiyotti32,
estos países hicieron apropiaciones selectivas de la cultura ilustrada occidental en
función de sus necesidades de hacer ajustes de cuentas con sus propios Antiguos
Regímenes.

Nos llevaría aquí demasiado lejos seguir detalladamente procesos como éste, que
en el caso de Turquía cobra especial pregnancia. En este contexto nos limitaremos a
unos breves apuntes sobre una modalidad relevante del feminismo islámico, que
ilustra precisamente la imbricación entre lo exógeno y lo endógeno a que nos hemos
referido en los fenómenos de interacción entre diferentes culturas con sus formas
particulares de rechazo y apropiación selectivos. En este sentido, la orientación

47
feminista de la escritora marroquí Fatema Mernissi viene a ejemplificar
paradigmáticamente una peculiar combinación, en la fundamentación teórico-política
de su feminismo, de elementos endógenos - que se ponen de manifiesto en su
apelación (implícita) a una forma de legitimación de tipo tradicional en el sentido de
la conocida distinción de Max Weber - y elementos exógenos, que orientan - aunque
ella no lo tematice ni lo haga explícito - la dirección que inspira su reconstrucción de
lo tradicional y que no es sino la legitimación racional en el sentido weberiano. Lo
endógeno y lo exógeno se redefinen aquí de forma no carente de tensiones
conceptuales, como difícilmente podría ser de otro modo. Con todo, la tarea de
establecer una distinción analítica entre los diversos elementos que se combinan en
esta sugerente teórica merece ser emprendida, en la medida en que arroja
clarificaciones conceptuales sumamente pertinentes para la teoría crítica y la historia
del feminismo, así como su relación con las Ilustraciones.

7. NOTAS SOBRE EL «FEMINISMO ISLÁMICO»

La escritora marroquí Fatema Mernissi, a quien han concedido el Premio Príncipe


de Asturias de las Letras 2003, lleva a cabo unas muy personales lecturas del Islam de
las que se derivaría un feminismo autóctono, al que no podrían acusar los
fundamentalistas de ser una importación de Occidente. El trabajo de Mernissi en esta
línea ilustra lo que ciertos sociólogos políticos han llamado «invención de la
tradición»: no hay tradición sin in terpretación, toda interpretación de una tradición es
selectiva y está orientada por determinados intereses vinculados a las necesidades del
presente. Desde este punto de vista, tal como ya lo hemos apuntado, la forma de
legitimación que invoca Mernissi para «vender», digamos, su versión del Islam
correspondería a lo que se entiende por legitimación tradicional en sentido weberiano,
a la vez que se inspira en los temas y los argumentos que serían propios de la llamada
por Weber forma «racional de legitimación». Quizás es pertinente recordar aquí las
distinciones de Max Weber entre legitimación tradicional del poder - un poder se
respeta porque las cosas siempre han sido así-, legitimación racional - se convalida en
la medida en que se basa en el consenso de individuos que son libres e iguales - y
legitimación carismática - se lo obedece en función de las insólitas capacidades de un
líder para atraer seguidores. Fatema Mernissi enfatiza que la subversión de las
mujeres en el Islam es especialmente grave porque, si se produce, toda la jerarquía
del edificio simbólico se tambalea. Los varones deben obedecer ciegamente la ley
divina y del mismo modo deben hacerlo las mujeres a sus maridos33. Sin embargo, la
historia del Islam, adecuadamente reconstruida mediante toda una línea de
investigación llamada nissa'ista, relativa a las mujeres, pone de manifiesto, según
nuestra autora, una nutrida tradición de rebeldías34. Pues bien, Mernissi pretende
fundamentar su feminismo en la historia del Islam (que sería así un feminismo
autóctono y no una importación occidental). Sin embargo, la interpretación de
Mernissi -y de muchas otras, como la iraní Shirín Evadí, Premio Nobel de la Paz
2003 que ha tenido la desfachatez de arrebatárselo al Vaticano - ha de competir con
las de los sectores conservadores y fundamentalistas que sostienen que las mujeres
nunca han desempeñado ningún papel en la política. Y así debe ser y así debe seguir
siendo, añadirían, porque es lo acorde con la letra y el espíritu del Islam. Para

48
articular una legitimación tradicional alternativa, Mernissi y las hermeneutas que
quieren dar pedigrí feminista al texto sagrado han de contraargumentar que ellas se
basan, fieles a la letra, en hechos comprobados y que, además, son hechos de esta
naturaleza los que se ajustan al «verdadero espíritu del Islam». Ese «verdadero
espíritu» es compatible con la democracia, con los derechos humanos, con los
derechos de las mujeres a la igualdad. Ciertamente, la separación entre el espíritu y la
letra del texto sagrado pone a las religiones, tarde o temprano, en el proceso por el
cual la religión se vuelve «vivencia religiosa». La religiosidad, como vivencia, se
subjetiviza: significativamente, Fatema Mernissi se remite de forma recurrente a la
profunda emoción que le suscita el Islam sufí, claramente místico y, en alguno de sus
registros, de inspiración universalista35. Cuando la religión se convierte en «vivencia
religiosa» en el sentido que le dio Heidegger a esta transformación36, queda un
amplio campo disponible «para la investigación histórica del mito».

Mernissi lleva a cabo esta investigación en la medida misma en que parece


convertir el Islam en última instancia en vivencia religiosa. Su investigación pretende
dotar a su religión de una memoria histórica alternativa, favorable a las mujeres.
Ahora bien: las mujeres a quienes rescata del olvido en la memoria del Islam son
nobles que, al negarse a ponerse el velo y no aceptar el papel tradicional, se instituyen
en excepciones. No existen ni pueden existir en ese contexto aristocrático más que
excepcionalidades femeninas transgresoras, pero no una lógica democratizadora para
todas las mujeres, lo que consideramos que es, con propiedad, el feminismo37. La
legitimación tradicional de Fa tema Mernissi es así paradójica: en la historia del Islam
según ella, siempre ha habido mujeres rebeldes38. Esa legitimación, sin embargo, no
surge, como ella pretende, del puro Islam originario, si es que existió alguna vez en
alguna parte. Ella estructura su lectura crítica y alternativa de la tradición islámica
con la ayuda, sea o no consciente de ello, de elementos de legitimación racional
procedentes en buena medida de su interacción con Occidente (los valores de
libertad, de igualdad frente a discriminación, etc.). Son esos elementos los que
orientan selectivamente sus interpretaciones e inciden en su magistral elaboración del
catálogo de las mujeres ilustres del Islam. Este catálogo encontraría su
pendantoccidental en Christine de Pizan39 (siglo xiv), que reúne en La cité des dames
a «las damas ilustres de bonne rennomé»; o en el mago renacentista Cornelio Agrippa
ven Nettesheim: en este caso estamos ante una tópica renacentista propia del género
De l'excellence des femmes. Agrippa, que dedicó su obra a la regente Margarita de
Austria, hacía referencia a que, de acuerdo con la Biblia, Eva era superior a Adán. El
relato bíblico nos cuenta que Dios creó a Adán del barro de la tierra y, luego, a Eva,
de una costilla de Adán. Ahora bien: es muy difícil sostener que el barro de la tierra
es un material más noble que el de la costilla del propio Adán. Por tanto, Eva es
superior a Adán. Al texto sagrado siempre se le puede dar la vuelta. Cuando se es
consciente de que es susceptible tanto de una lectura como de su contraria, entonces
lo que hay que demostrar más bien es que el texto sagrado no pone límites a aquello
que se presenta como evidente desde los criterios de la legitimación racional. Así,
afirmará Mary Wollstonecraft:

Si viniera un ángel de los cielos para decirme que la bella y poética

49
cosmogonía de Moisés y los relatos de la caída del hombre eran literal mente
ciertos40, no podría creer lo que la razón me había dicho que es injusto que
provenga del Ser Supremo. Y sin temor a enfrentarme con el Diablo, me
atrevo a llamar a todo esto una alucinación de la razón 41

Hemos pasado, pues, insensiblemente, de hablar de efectos crítico reflexivos de


las contrastaciones culturales a hablar de Ilustraciones. Si se quiere, de vetas de
Ilustración. Partimos de la hipótesis de que todas las culturas deben tenerlas en algún
momento, sobre todo en un mundo en que todas ellas interactúan. La Premio Nobel
de la Paz Shirín Evadí es sólo una punta de iceberg de un movimiento de disputa por
el monopolio de la interpretación del texto sagrado42. Podemos, así, reconstruir una
genealogía de Evadí en Irán que se remonta a la feminista iraní del período
constitucionalista, Dowlatabadi43. Hay que hacer, en suma, el canon feminista
ilustrado multicultural.

FERNANDO QUESADA

50
* Por su interés, incluimos este escrito que ya había aparecido en E.Bosch, Ferrer
y T.Riera, Una ciencia no androcentrica. Reflexiona Multidisciplinars, Universitat de
les Illes Balears, 2000. Agradecemos el permiso dado por las compiladoras.

1. SENTIDO Y UBICACIÓN FILOSÓFICO-POLÍTICOS DEL FEMINISMO

Corren tiempos de «finales» de muchos órdenes: filosóficos, políticos, culturales,


e incluso de final de la propia historia, hipotecada en lo que se considera su último
paradigma político-cultural: el liberalismo. Sin embargo, la teoría crítica feminista no
parece haberse contaminado especialmente de dichos talantes letales. Por el contrario,
y en razón de una larga historia en continua reelaboración, el feminismo ha
conseguido articular un nuevo proceso, especialmente en lo concerniente al orden de
la democracia. Este proceso, de profundo calado crítico-político, ha tenido lugar
desde hace tres décadas. Se trata de un hecho tan relevante que, más bien allende
nuestras fronteras, el feminismo ha sido asumido como una de las corrientes de
pensamiento más innovadoras y de mayor alcance filosófico-político. Es más, sus
virtualidades transformadoras y su capacidad de interpelación de la realidad socio-
política de nuestros días han sido equiparadas a las de los grandes movimientos, a las
de los sistemas políticos clásicos, desde el liberalismo al marxismo. Así, por ejemplo,
Kymlicka, en su Filosofía política contempo rdnea (1995), introduce el feminismo
dentro de las seis grandes corrientes del pensamiento actual cuya contrastación es
obligada para cualquier forma de pensamiento político que intente construir una
teoría plausible acerca de la sociedad justa, horizonte de la política desde la
modernidad.

Es difícil entender, en una primera aproximación, el alcance del reconocimiento


actual obtenido por el feminismo así como su amplia repercusión incluso en el ámbito
de la política práctica. Desde esta perspectiva, merece especial atención su presencia
en la organización de los partidos e igualmente en lo que refiere a sus demandas en la
determinación del ejercicio del poder político, pese a la persistente asimetría en la
composición de los órganos de gobierno, asimetría numérica entre hombres y mujeres
no determinada precisamente por la aleatoriedad de los procesos de selección.
Ciertamente la reestructuración hermenéutica del pensamiento de la política y la
consiguiente redefinición de la condición, la distribución y la normatividad de lo
político por parte del feminismo implican cambios, perspectivas y actitudes que no
afectan sólo a las mujeres sino que ponen en cuestión, entre otras cosas, la
«distribución» de los espacios de poder en los que se «obliga» a ubicarse a los
individuos, los grupos o las clases. No se comprendería bien, por otra parte, las

51
dimensiones del planteamiento filosófico desde una perspectiva feminista si no se
advirtiera que la naturaleza misma de su proceder está enraizada en el propio
proyecto de la modernidad. Pues este proyecto conlleva el nacimiento fundacional del
imaginario simbólico perteneciente a «una nueva aetas» de la democracia, herencia
del innovador sentido de la cultura alumbrado por el mundo griego. El feminismo
representa así, justamente, un momento especial de la modernidad, la cual estatuyó la
razón como principio universal y criterio fundante del valor y el reconocimiento de
los individuos frente al carácter estamental y discriminatorio del Ancien Régime.

La perspectiva filosófico-política del feminismo se incardina, pues, en la matriz


de pensamiento que, especialmente desde el Racionalismo y la Ilustración, estatuye la
razón como criterio de verdad y principio de legitimación política. Se abandona así la
metafísica tradicional jerarquizadora del ser y el carácter heterónomo del poder, cuya
legitimación se otorgaba a la religión. El examen de la estructura formal de la
racionalidad responde a las demandas epocales de una nueva forma de identidad la
cual, como lo afirma Kant, «sólo (lo) concede la razón a lo que puede afrontar su
examen público y libre». La Modernidad será definida, precisamente, como la salida
del hombre de su minoría de edad autoculpable. Sapere aude! Ten el valor de servirte
de tu propio entendimiento! La radicalidad de nuestra época consiste, pues, en pensar
a los individuos como legisladores autónomos. Esta apelación a la razón y a la
individualidad responsable no es el resultado de ninguna ligereza, comenta el propio
Kant en el prefacio a la Crítica de la Razón pura, sino que es fruto del «maduro juicio
de la época que no quiere seguir contentándose con un saber aparente y exige de la
razón (...) que (...) establezca un tribunal que al mismo tiempo que asegure sus
legítimas aspiraciones, rechace todas las infundadas». Se trata, pues, de una época
nueva que se abre con el proceso histórico marcado por la autoconciencia de la
autonomía de los individuos en cuanto referentes políticos y epistémicos con los
cuales ha de contrastarse todo lo que se pueda entender como conocimiento
verdadero. Los individuos se reconocen, asimismo, como legisladores de sus
estructuras y formas de vida socio-políticas, las cuales han de hacer posible la
autonomía radical de cada persona humana. Desde esta perspectiva, el «atreverse a
pensar por uno mismo» niega de suyo todo intento de racionalización absoluta. El
carácter absoluto de una racionalización tal equivaldría a totalizar la historia en una
suerte de «religiosa» reconciliación final al tiempo que permitiría «dictar» de modo
totalitario las opciones de pensamiento y de vida de los individuos. Como cara
complementaria de la revolución política en marcha, estaría la necesidad de entender
la actividad individual como la insustituible posición del hermeneuta particular,
incluso en la «negación» ejercida por un sujeto concreto contra la racionalidad
propuesta. Es esto lo que, más allá de Kant, propiamente nos permitiría suscribir su
afirmación en el prefacio citado: «Y nuestra época es la propia de la crítica, a la cual
todo ha de someterse. En vano pretendan escapar de ella la religión por santa y la
legislación por majestuosa, que excitarán entonces motivadas sospechas y no podrán
exigir el sincero respeto que sólo concede la razón a lo que puede afrontar su examen
público y libre.» De este modo, la reconstrucción del conocimiento que recorre las
obras de los filósofos no debe interpretarse como «un sistema de la ciencia» sino más
bien como el intento mismo de la razón de trascenderse para la construcción de su

52
dimensión «práctica». Deberá atenerse para ello a las conformaciones normativas de
los diversos órdenes en los que las demandas socio-políticas, las interpelaciones
valorativas de los diversos ámbitos de realidad así como el significado contenido en
la idea de «la dignidad humana», que se abren con la Modernidad, han de plasmarse.

El feminismo, en su dimensión más emancipatoria, asumió e hizo propia, de la


forma más radical, la propuesta de la modernidad, esto es, yendo a la raíz de la
misma: la demanda de la igualdad valorativa y la equipotencia de los individuos.
Igualdad en la diferencia, por otro lado, puesto que las determinaciones empíricas o
peculiares de individuos o grupos, tales como el sexo, la raza o la lengua no son
pertinentes como criterios que haya de tener en cuenta la razón, en cuanto capacidad
de abstracción universalizadora, en orden a determinar la idea y establecer el
reconocimiento de la igualdad. Pues bien, en las premisas de la adscripción de la
racionalidad universal a la competencia hermenéutica de los individuos se encuentra
incoativamente el nominalismol. El nominalismo afecta progresivamente a nuestra
sociedad: desde la reestructuración de las formas de familias a la idea de una
ciudadanía, más allá de la nacionalidad o la lengua, desde la asunción de las
diferentes formas de sexualidad a las redefiniciones de la identidad de acuerdo con
procesos constructivistas, que se están imponiendo a partir de las opciones más
particulares. Desde esta perspectiva, el feminismo ha hecho valer la necesaria
discusión «política», y no meramente social, de la diferencia, sin que dicha defensa
crítica de la diferencia implique por ello ni la hipótesis ni la necesidad de una
supuesta esencia ya definida de la cual hubieran de participar los individuos o los
grupos. Esta identidad, como en el caso de los colonizados liberados, no supone la
mera negación del otro ni, reactivamente, la vuelta a una supuesta forma de vida
preexistente, perdida, que habría que recuperar. Así se debería entender la defensa de
la igualdad y la vindicación de la ciudadanía que, desde el inicio del nuevo orden
democrático dibujado, fueron los centros de interés político planteados por el
feminismo ya desde el siglo xvii. Una de sus formulaciones más emblemáticas se
puede leer en el escrito sobre los derechos de la mujer que Olympe de Gouges
publicará en Francia, en plena efervescencia revolucionaria. El escrito se abre con la
pregunta:

Hombre... ¿quién te ha dado el soberano poder de oprimir a mi sexo?...


Sólo el hombre se fabricó la chapuza de un principio de esta excepción...
quiere mandar como un déspota sobre un sexo que recibió todas las
facultades intelectuales y pretende gozar de la revolución y reclamar sus
derechos a la igualdad, para decirlo de una vez por todas l.

Las «quejas» y «las denuncias», más propias de épocas anteriores, medievales,


aunque persistan en el tiempo, se refieren a la honra y el decoro que invisten a la
mujer como esposa y madre. Tales actitudes dejaron paso a los tiempos de «la
vindicación», de las luchas por la igualdad. De un modo ahora ya más preciso, la
igualdad preconizada por el feminismo no equivale a la «reproducción» ni a la
imitación de un modelo supuestamente valioso, en este caso el del hombre o ser
masculino. La igualdad, como lo señala Santa Cruz, no ha de ser entendida como

53
identidad, uniformidad u homogeneización. Los iguales, no los idénticos, son
aquellos que, por un lado, mantienen entre sí una semejanza recíproca establecida a
nivel horizontal: pertenecen, pues, a un mismo nivel. Por otro lado, son iguales sólo
«respecto de esa característica o características idénticas compartidas»3.

Santa Cruz resume las cuatro características que lleva consigo la idea de igualdad:
la autonomía, como posibilidad de elección y decisión independientes; la autoridad en
cuanto ejercicio real de poder; la equifonía, que equivale al uso libre de la palabra y
su toma en consideración en los procesos argumentativos que hacen plausible una
decisión; equivalencia o, lo que es lo mismo, ser reconocido y poder actuar como
quien posee un valor en posición de simetría con respecto de los demás. Desde esta
perspectiva, no se trata ya sólo de que el feminismo forme parte de la revolución
democrática moderna. Pues, si las demandas que plantea no se llevan a cabo - espe
cialmente las referidas a la igualdad en la diferencia-, sería la propia democracia la
que mostraría límites insuperables de sus principios, una insuficiente plausibilidad
teórico-práctica. Hasta el momento, las críticas feministas parecen poner en evidencia
que las persistentes relaciones asimétricas instaladas en nuestras sociedades no son
fruto de simples contingencias ni de mal-tratos remediables con una mayor extensión
de la democracia. Por el contrario, como lo argumenta Susan Mendus, la teoría
democrática, por principio, se ha comprometido con ideales y formas de relación con
el poder político que son incapaces de poner remedio a los males denunciados. La
democracia, escribe nuestra autora, «encarna ideales garantizadores de que jamás las
cumplirá (las promesas de igualdad) a menos que se emprenda un amplio examen
crítico de sus propios supuestos filosóficos»'. Así pues, en una de sus dimensiones
básicas, las demandas feministas representan «las pruebas de fe» de la democracia tal
como se ha configurado en la modernidad. Este es el sentido político y la razón
teórica que determinan la ubicación filosófico-política del feminismo en el proceso de
reescritura de la modernidad. Frente a otras derivas actuales, la perspectiva del
feminismo, en cuanto demanda de «ilustración de la Ilustración», fundamenta la
construcción de programas emancipatorios que avalen la pluralidad de formas de vida
elegidas por los individuos.

Es, de este modo, una corriente esencial para recomponer el sentido de la


«universalidad» en la diferencia y, por tanto, de la solidaridad, más allá del etnos o la
naturaleza.

2. DE LA SUPRESIÓN DE LAS HUELLAS EN LA HISTORIA A LA


EXCLUSIÓN POLÍTICA DE LAS MUJERES

En el inicio de este trabajo aludíamos a la sorprendente extensión y fuerza del


feminismo en los últimos años. Es, pues, difícil de entender cómo una corriente tan
amplia y profunda, con una presencia teórica y una práctica tan articulada a lo largo
de los tres últimos siglos como la representada por el feminismo, ha podido ser
ignorada de modo tan craso y general. Habría que atender, no obstante, al hecho de
que el propio proceso capitalista y el mundo burgués que lo lideraba, en la
transformación y en el abismo que abrieron con respecto al Ancien Régime, vinieron

54
a paralizar todo intento de traspasar el propio cambio que ellos habían propiciado.
Encontramos aquí un callejón sin salida que «lleva a la represión de lo descubierto»,
en palabras de Bloch. Se produce así, de acuerdo con el mismo autor, la hipóstasis del
mundo «llegado a ser» como si fuera un mundo ya concluso, hipóstasis propia de una
mentalidad «idealista considerativa». Para esta mentalidad, cualquier consideración
imaginativa que traspase lo dado sólo es posible como «un mundo imaginado, en el
que sólo se refleja lo efectivamente dado». Lo que Bloch estimaba como la actitud
filosófica de los grandes autores de la modernidad: la actitud considerativa, se
traducía así en el peso de lo ya sido, de lo ya realizado o acontecido. Como sucede en
la dialéctica histórica de Hegel, «lo ya sido subyuga lo que está en trance de ser, la
acumulación de lo que ha llegado a ser cierra el paso totalmente a las categorías del
futuro, del frente, del novum»5. En consecuencia, el mundo entreabierto en la
modernidad como posibilidad histórica se presenta, al mismo tiempo, como
invariable en la «ordenación» estructural de la realidad social, permanente en la
distribución de los espacios, ordenados según lo exige la nueva conceptualización de
la realidad política y sus funciones. Así ocurre, por ejemplo, en el caso de los
varones, que son reconocidos como sujetos agentes del ámbito social, en la variedad
de sus formas de interrelación, de acuerdo con la hipótesis racional de un «contrato
social». Los varones adquieren así el reconocimiento de su humanidad en una
sociedad libre, sociedad de mercado que se articula en torno a una serie de relaciones
contractuales interesadas con los demás, en términos de Macpherson. El profesor
canadiense, uno de los historiadores y teóricos de la democracia más importantes,
construye una de las narrativas más transitadas por los estudiosos de la modernidad
conformada por el liberalismo. Según nuestro autor, la sociedad moderna se
constituyó como una sociedad posesiva de mercado, cuya cohesión de intereses
egoístas se soldaba gracias a la obligación política que, por su parte, era justificada
por la existencia del voto para la elección del gobierno. Ciertamente, durante mucho
tiempo, ese derecho al voto estuvo reservado a los «propietarios». Fueron éstos
quienes administraron el equilibrio entre las fuerzas centrífugas determinadas por el
egoísmo de una sociedad, de suyo beneficiosa para unos pocos, y la «creencia» por
parte de los obreros en la obligación de mantener dicha sociedad posesiva de mercado
que había propiciado la independencia y el reconocimiento de los individuos en
cuanto propietarios de su persona. Ahora bien, el desarrollo de una nueva conciencia
de dignidad humana por parte de la clase obrera, alternativa tanto respecto a la
igualdad en la sumisión al mercado como a la minoría de edad en cuanto al derecho
de ciudadanía activa, serían para Macpherson las causas de la crisis surgida en la
primera sociedad moderna. Esta crisis, aunque apunta a órdenes de realidad que
superan la unilateralidad de la focalización en el problema de la extensión del voto, se
intentó salvar con el recurso al sufragio general, más exactamente, sufragio
«limitado» ya que no abarcaba la totalidad de la sociedad, dada la exclusión de las
mujeres. La crisis de cohesión social fue refrenada, pues, en parte, por la extensión
del derecho de ciudadanía a instancias de las luchas y las exigencias de la clase obrera
industrial. Más tarde, hasta las primeras décadas de nuestro siglo, la necesaria
rearticulación social tuvo un nuevo medio para taponar los centros hemorrágicos de
una crisis sin cerrar: las guerras. Pues «en nuestro propio siglo la guerra, a veces, ha

55
proporcionado un sucedáneo temporal para la cohesión antigua» 6. De modo que, si
los obreros conquistaron el reconocimiento de su individualidad dentro de las reglas
de mercado, en función del contrato social firmado con los propietarios, ello se debió
a que estos obreros, convertidos ahora en guerreros, en soldados defensores de la
patria, vinieron a adquirir un nuevo estatus de ciudadanía más activa y de mayor
compromiso con esa entidad generada que fue la nación, recambio de la deteriorada
unidad limitada a y por el mercado.

Ahora bien, si la «sociedad de mercado», esa mixtura entre capitalismo y


liberalismo, no parece compadecerse con la libertad y la igualdad de los seres
humanos, el estado de guerra, paliativo temporal de la crisis por su función inclusiva
de «nuevos ciudadanos» (en cuanto guerreros) y por su virtualidad para servir de
amalgama de una sociedad atomizada, no puede extenderse ni mantenerse
indefinidamente. Es más, dado el progreso y el cambio tecnológicos, con la nueva
capacidad de destrucción masiva del planeta, hemos desembocado en «una nueva
igualdad de inseguridad entre todos los individuos; y no simplemente dentro de la
nación sino en todo el mundo»7.

Macpherson, en cuanto defensor crítico del liberalismo, ha de afrontar así su


propia paradoja: la de seguir apostando por los principios del liberalismo a la vez que
reconoce la crisis de legitimación del mismo y la situación de «inseguridad mundial»
a la que se ve abocada la sociedad moderna8. Esta «igualdad en la inseguridad»,
frente a la primera propuesta de igualdad en la humanidad, generada por el
liberalismo, sitúa a nuestro autor ante una aparente contradicción. Se trata de una
paradoja teórica referida a la democracia y de una contradicción política que guardan
una estrecha relación con la hermenéutica utilizada por él para el estudio de los
procesos históricos a través de los cuales se constituyeron los conceptos que
alumbraron el nuevo sentido de la política. Pues bien, creemos que nuestra línea de
análisis de la hermenéutica utilizada no sólo por Macpherson, sino por una gran parte
de los liberales actuales para interpretar a los clásicos y para asumir los orígenes
socio-culturales del liberalismo, cobra una especial relevancia a la hora de determinar
la estructura profunda sobre la que se asienta la democracia actual, el modo de hablar
y de entender el sentido de la política. Es justamente la «narrativa» construida por
estos teóricos, referente al significado y la interpretación de la genealogía de la
democracia actual, la que obliga a plantearse el lugar de las mujeres en este tipo de
democracia. Y ello porque, si nos tomamos en serio la tesis de Susan Mendus, la
democracia establecida desde la fundamentación conceptual a que hemos hecho
referencia, conllevaría, en base a sus propios principios, la imposibilidad de integrar
en pie de igualdad a más de la mitad de la población, concretamente al colectivo de
las mujeres. A su vez, la teoría de la democracia, tal como la conocemos, habría de
ser rechazada al entrar en contradicción con sus propios principios. Pues no habría
hecho un uso correcto ni pertinente de la idea de universalidad en la igualdad a la que
obligaba el lugar central, de criterio epistemológico y práctico, en que situó a la razón
frente al absolutismo y la arbitrariedad de los fundamentos del poder político en el
Antiguo régimen. En efecto: en el imaginario social construido en la modernidad,
articulado especialmente en torno a la idea de contrato, la razón tiene un puesto

56
central que debe normativizar el uso. Así, el uso coherente de la abstracción
conllevaba el rechazo de los elementos «no pertinentes» a efectos del reconocimiento
de la ciudadanía, como lo serían, en el caso que nos ocupa, los datos absolutamente
aleatorios relativos al sexo-género. Pues la igualdad, la idea más propia y definitoria
de la política, se refiere y determina a los iguales, valga la redundancia, en función de
las características anteriormente citadas: la autonomía, la autoridad, la equifonía y la
equivalencia.

La filosofía política, así como la sociología histórica de los conceptos políticos


adquieren aquí una dimensión especial, en la medida en que el sentido de la política
y, con ella, la estructura y el significado de la democracia se juegan en esa demanda
de una ilustración de la Ilustración, que asuma a la mitad de los sujetos humanos. De
este modo, la «narración» de la modernidad que han construido una gran parte de los
teóricos de la democracia, y que está aún vigente, habría de ser interrumpida y
reelaborada en función de este hecho central: la «invisibilización» de las mujeres
como agentes políticos. Nuestro interés al respecto, en este momento, se centra en la
tradición de pensamiento que ha configurado constitucionalmente nuestras
democracias actuales, las cuales son el referente crítico de las teóricas feministas al
hablar de la pérdida de «fe en la democracia». Concretamente, vamos a destacar las
construcciones epistemológicas y prácticas que, a través de la formulación del
contrato social elaborada por Locke, han determinado las bases legitimatorias de la
democracia establecida así como su formulación institucional. Lo hacemos así en la
medida en que entendemos que el origen marca las señas de identidad de los que son
verdaderamente sujetos políticos y configura la red conceptual que permite escribir la
historia, un tipo concreto de historia. Esta red conceptual, en definitiva, es lo que
posibilita «ver» la realidad, las personas o las cosas que son relevantes tanto en el
orden de los significados como en los aspectos normativos. Aquello que no se somete
o no cabe en esta retícula conceptual, construida a partir de las exigencias teóricas
que habrían de legitimar la organización socio-política derivada del «originario»
contrato social, no cobra relevancia a efectos de ser tenido en cuenta y, por ello
mismo, puede «no aparecer» histórica y socialmente, aunque posea existencia reate.
Desde este enfoque: ¿qué ha sucedido con las mujeres en el proceso político
constitutivo de la modernidad? ¿Dónde se sitúan históricamente las mujeres en esta
narrativa? ¿Cuál ha sido su aportación a los problemas de las crisis sociales de
legitimación? ¿Cuál es su puesto en el nuevo orden socio-político advenido? ¿Por
qué, a la postre, han sido excluidas como teóricas y agentes prácticos en la
configuración de la ciudadanía y la democracia modernas?

Las respuestas a las cuestiones anteriores pueden encontrarse en el propio


Macpherson. La elección de este autor como guía en nuestro trabajo se debe a que
reúne la doble condición de ser un historiador del pensamiento político y un teórico
de la democracia. Es más: su toma de partido por el liberalismo así como su
pretensión de «completarlo» con una concepción de la democracia directa,
participativa y una reducción drástica de la desigualdad social y económica actual
invitan a ver en él uno de los mejores exponentes del universalismo ético-político. En
esta misma línea, podría considerarse que incluye y todavía va más allá de todos los

57
intentos «éticos» realizados por los autores liberales de nuestros días.

3. DEL RAPTO DE LA MEMORIA A LA DESAPARICIÓN HISTÓRICA


DE LAS MUJERES

En primer lugar, debemos atender directamente a la tematización histórica de que


se ha hecho objeto a esa mitad de la población que ha perdido la fe en una
democracia cuyos principios se han mostrado hasta ahora incapaces de asumir
políticamente la igualdad en la diferencia que conlleva el ser mujer frente al hombre.

En este sentido, la supresión de las huellas de las mujeres en la conformación de


la sociedad política moderna hasta nuestros días plantea un interesante problema
teórico relativo a la acción, por lo demás constante a lo largo de la historia, por la
cual los que pretenden o detentan el poder se apoderan de la memoria colectiva
privatizándola en favor de sus intereses. Es común, por otra parte, que los deseos de
legitimación de estos grupos frente a otros lleven a los interesados en dicha operación
a la creación de genealogías específicas para justificar su dominio10. La confiscación
de la memoria de un grupo o grupos sociales a favor de una élite, mediante
genealogías manipuladas, fue lo que motivó que Ranger propusiera, en el caso de
África, «desarrollar investigaciones sobre la memoria del "hombre común"... (sobre)
todo aquel vasto complejo de conocimientos no oficiales, no institucionalizados...,
contraponiéndose a un conocimiento privado y monopolizado por grupos precisos en
defensa de intereses constituidos»11. Le Goff, quien me ha servido de fuente de los
escritos de Ranger, se hace eco, igualmente, de los estudios de Mansuelli según los
cuales la desaparición de la nación etrusca estaría ligada al hecho de que su
aristocracia había convertido en patrimonio propio y singular la memoria y las
historias nacionales. De este modo, cuando la nación etrusca «cesó de existir como
nación autónoma, los etruscos perdieron, parece, la consciencia de su pasado, esto es,
de sí mismos»12.

En paralelo con la situación de los etruscos, el problema de las mujeres, si


atendemos a historiadores y teóricos de la democracia, radicaría justamente en su
imposibilidad de identificarse como grupo, puesto que han sido privadas de la
memoria que habrían tejido a lo largo de las últimas centurias. No deja de ser
sintomático que, en la primera de sus obras citadas, Macpherson no aluda a la
existencia de las mujeres ni siquiera en forma crítico-negativa. De este modo, la
«narrativa» de la modernidad a la que nos hemos referido se escribe y se construye
como una historia sin mujeres. Más precisamente en el caso del autor canadiense, el
silencio absoluto sobre la existencia de las mujeres en su obra más histórica da paso a
una consideración de las mismas como no pertenecientes a la sociedad de una única
clase de acuerdo con su tesis, que cobra relevancia entre el xvii y el xix, los
asalariados. En su trabajo La democracia liberal y su época, además de los verdaderos
actores del momento constituyente, esto es, los propietarios, cobra relevancia
histórica únicamente la clase de los asalariados libres, varones. Las mujeres son
citadas ahora como un grupo que

58
no formaba una clase conforme a ese criterio (la relación salarial, una
relación estricta de mercado). Claro que estaban explotadas por la sociedad
dominada por los hombres... sin más compensación que la subsistencia. Pero
se las obligaba a ello mediante unas disposiciones jurídicas más parecidas a
una relación feudal (o incluso esclavista) que a una relación de mercado13

La forma de aparición de las mujeres en el relato de la modernidad podría


explicar uno de los aspectos más significativos de esa falta de fe en la democracia
actual por parte de las teóricas feministas. Efectivamente, en los principios históricos
originarios que han regido la democracia moderna no tienen cabida las mujeres sino
que son explícitamente excluidas como grupo no pertinente a la sociedad. Menos aún
son tenidas en cuenta en los principios que rigen las instituciones gubernamentales.
El colectivo de las mujeres, en cuanto a su consideración social, permanece, según
Macpherson, anclado bien en las reglas del feudalismo ya superado o bien en las de la
esclavitud. Así pues, las mujeres, sin dimensiones jurídicas ni políticas de
reconocimiento personal, no figuran dentro de la red conceptual, de sentido y de
significado, que está en la base de la «narración» de la modernidad. En concordancia
con esta exclusión radical, los historiadores de la teoría democrática pueden
establecer las normas racionalizadoras del régimen político sin tener que hacer
mención a ese grupo que no tiene historia, puesto que le ha sido usurpada, ni
tradición que pueda hacer hoy mismo relevante su presencia en las instituciones.
Quizás se encuentre aquí la clave de una de las situaciones más paradójicas del
presente. Si bien hoy las mujeres han conseguido la introducción de su existencia en
los órdenes jurídicos y políticos, todavía en un exiguo número de naciones, sus
problemas no tienen resonancia en la vida diaria. Ello es así porque aunque este
colectivo pueda plantear demandas a la sociedad y a los estamentos políticos, las
respuestas posibles están cercenadas de raíz: tanto la historia reconocida como la vida
diaria, la tradición de formas de vida, etc. ya han establecido las reglas del
comportamiento a seguir con ellas. Esta anómala situación remite a uno de los
estratos más profundos de la democracia: la desigualdad sexual está inserta en la
propia gramática profunda del pensamiento de los teóricos modernos.

El rapto de la memoria común no puede, pues, trascenderse ni superarse con la


respuesta más corriente dada por muchos de los liberales actuales. Estos liberales
aplauden y apoyan las posiciones de antidiscriminación que fomentan el desarrollo
personal y llevan al éxito individual. Los problemas de identidad y reconstrucción de
la autonomía de los miembros de un grupo, sin embargo, no pueden ser interpretados
ni resueltos con «tratarlos simplemente como personas» (Anne Phillips). Algunos
españoles exilados, como Sánchez Vázquez, hablan de sí mismos como
«trasterrados» para intentar representar el esfuerzo de todo tipo que supone el
inventarse una nueva patria, una nueva familia y nuevos tipos de relaciones sociales
fuera de las formas de vida en las que naces y te educas. Los que lo consiguen son
pocos. Los más viven en un mundo desiderativo, hecho de sombras chinescas, que
representan el mundo perdido y el nunca alcanzado. Por ello mismo, y de modo
análogo a los trasterrados, no puede plantearse el problema de la incorporación de las
mujeres, más allá de su representación política, como si se tratara

59
de maltrato previo, que juzgaba y desechaba a las personas porque se habían
desviado de alguna forma prejuiciada... El canon liberal insiste en que las
diferencias entre nosotros no deberían importar, pero en sociedades
conducidas por intereses de grupo, es deshonesto pretender que somos lo
mismo. La política se ha de reconceptualizar sin los prejuicios de género, y
la democracia debe repensarse con ambos sexos incluidos en ella. Los viejos
conceptos se han de reconfigurar14

La necesidad de reescribir la historia y reconceptualizar el campo de la política


guarda una estrecha relación, a su vez, con la continuada asociación que establecen
los teóricos de la democracia entre el grupo de las mujeres y el de los negros,
esclavos. Los grandes excluidos de la democracia han protagonizado una dramática
historia de relaciones y desencuentros entre ellos en su lucha por el reconocimiento
de la ciudadanía. Como es sabido, las mujeres participaron en la lucha de los grupos
antiesclavistas de las primeras décadas del xix. Ahora bien, el paso de ese apoyo a
favor de la abolición de la esclavitud, especialmente en EE.UU., al campo de las
actividades y presiones en el Congreso marcó ya el límite de acción de las mujeres.
Es más, cuando tuvo lugar la Convención antiesclavista de 1840, en Londres, las
representantes de los movimientos feministas fueron excluidas. Estos movimientos
estuvieron, igualmente, en la base de la defensa de la Unión, en la guerra civil,
apoyando el reconocimiento de los derechos de los negros esclavos. Sin embargo, la
propuesta, por parte de las mujeres, de una petición conjunta, con los esclavos
liberados del derecho al voto no fue tenida en cuenta por el movimiento
antiesclavista. Por el contrario, tanto este último como el partido Republicano, que
había asumido la misión de realizar las enmiendas necesarias para obtener el derecho
al voto a favor de los esclavos varones liberados, se negaron a atender las peticiones
de las feministas, pese al compromiso y a la lucha de estas últimas en apoyo de las
leyes antiesclavistas. Una vez más, la unión entre las mujeres y los esclavos se
saldaba traumáticamente y a favor de los últimos.

Experiencia dolorosa se repite en los años 60 en la nueva lucha por los derechos
civiles1'. En uno de los estudios más penetrantes sobre la dramática relación entre
raza y sexo, especialmente en EE.UU., su autora, Shulamith Firestone, hace preceder
su trabajo con un párrafo de la carta de Argelina Grimké: «Es posible liberar a los
esclavos y dejar a la mujer en el estado en que se encuentra; lo c~ue no es posible es
liberar a las mujeres y dejar a los esclavos en su estado»1

El afrontamiento de estos problemas en la democracia no puede saldarse con


supuestos imperativos democráticos generales de inclusión, como lo hace Dahl: «El
demos debe incluir a todos los miembros adultos de la asociación» 17. El profesor
emérito de Yale se hace cargo, ciertamente, de una de las consecuencias de la
exclusión de los negros y las mujeres: quedan letalmente debilitados en lo tocante a la
defensa de sus intereses; «y es poco probable que un demos excluyente proteja los
intereses de aquellos a quienes ha excluido... Tal vez la prueba más convincente sea
la exclusión de los negros sureños de la vida política en Estados Unidos hasta fines de
la década de 1960»18. Sin embargo, en la propia reflexión de nuestro autor se dejan

60
sentir los límites internos de este imperativo de la inclusión, sin que él lo advierta.
Pues las mujeres, efectivamente, serán admitidas como «mujeres», es decir, como un
colectivo que no tiene más herencia cultural que la del sometimiento al varón y su
función reproductora. De esta forma se obliteran los problemas de construcción de
identidad más allá de las funciones ads critas tradicionalmente; se vuelve a
invisibilizar el problema de la valoración social de estos colectivos; no se atiende al
rechazo social mostrado en orden a reconocer a los individuos de tales colectivos la
capacidad y la autonomía para afrontar la construcción de sus diferencias en igualdad
de condiciones; se oculta que muchas de las consecuencias de la minusvaloración se
deben, igualmente, a que tales grupos no se han insertado y continúan teniendo trabas
para participar en pie de igualdad en el campo de las relaciones económicas; no hay
una igualdad de oportunidades en la promoción política, etc. De este modo, la simple
inclusión o la posición de antidiscriminación no responden a la reconceptualización
de la política que se hace necesaria para superar los defectos de inclusión en el
proceso constituyente de la democracia moderna. Tampoco asume la necesidad de
someter a análisis «el conjunto de relaciones y compromisos estructurados de acuerdo
con el poder, en virtud de los cuales un grupo de personas queda bajo el control de
otro grupo»19.

En relación con este problema de definición cultural y reconceptualización de las


relaciones económicas y de poder, resulta verdaderamente significativo el intento por
parte de los negros ex-esclavos de EE.UU., una y otra vez fracasado, para normalizar
sus señas de identidad. Se despliega en este intento todo un abanico: por una parte,
las demandas de Lutero King, por otra desde los énfasis en la identidad de Malcom X
a las formas de lucha de las Panteras negras o los actos de violencia reactivos de los
años 60 y posteriores hasta la especial mixtura religioso-cultural introducida por los
Hermanos musulmanes. Si tenemos en cuenta estos problemas, no es de sorprender la
marcha de un millón de hombres negros frente al Capitolio, a finales de los años 95.
Si tal demostración pública es la expresión más clara de la permanencia de las
categorías de exclusión con respecto a los que antaño sufrieron ese estigma social,
constituye, por otra parte, toda una muestra de reacción mimética de los explotados o
colonizados. Efectivamente, los hombres negros, en un afán de imitar las relaciones
familiares de los blancos, condenan a sus mujeres a un papel de segundo plano, de
subordinación, sin permitirles participar en una denuncia de la continuada actitud
racista de la sociedad norteamericana y de muchos de sus líderes políticos. La
persistencia de las marcas acuñadas en el origen de las genealogías y su traducción en
las formas narrativas socio-políticas de identificación se mantienen en las políticas de
mera inclusión.

El problema planteado a la democracia por el feminismo no responde, pues,


únicamente a problemas de desigualdad, sino que afecta a la determinación política
de situar, de adscribir a las mujeres a relaciones de dependencia y subordinación, al
tiempo que les marca políticamente un ubi situado fuera de la ordenación y de la
organización de la vida social y política. De ahí que, como críticamente lo destaca
Michéle Le Doeuff a propósito de la obra de Tocqueville, La democracia en América,
la concesión de los derechos de igualdad a las mujeres produce tal quiebra en el

61
imaginario político que muchos (hombres) interpretan la igualdad de derechos como
una «mezcla», incluso una «mezcolanza grosera» y un indebido intento de convertir a
las mujeres no sólo en iguales sino, incluso, en «parecidas» a los hombres20. Queda
claro, pues, que la no inclusión de las mujeres en el proceso político constituyente y
en la organización del gobierno no implica sólo un problema de extensión de
derechos. Produce, además, formas de identificación personal y de grupo por parte de
los excluidos que afectan tanto a los problemas de valor personal y de autonomía,
como a su relación con las posibilidades económicas de desarrollo igual de
oportunidades, y, de este modo acaba por connotar imposibilidad «natural» e
incapacidad «de género» para participar políticamente. Desde esta perspectiva resulta
altamente significativo el testimonio y la valoración ofrecidos por Tocqueville
cuando presenta el modelo de vida americano como el más apropiado a la
«naturaleza» de los géneros y a la especificidad de la política. En oposición al
objetivo de igualdad que persiguen los europeos y las consiguientes deformaciones
socio-políticas a que da lugar la mezcolanza grosera de individuos y grupos, nuestro
autor traza la línea divisoria de la igualdad democrática a partir de la forma de vida en
EE.UU.:

Tampoco han imaginado nunca los americanos que la consecuencia de


los principios democráticos consistiera en derrocar el poder conyugal e
introducir la confusión de autoridades en la familia. Han pensado que toda
asociación debe tener un jefe para ser eficaz y que el jefe natural de la
asociación conyugal era el hombre... creen que el objeto de la democracia
consiste, en la pequeña sociedad de marido y mujer, lo mismo que en la gran
sociedad pública, en regular y legitimar los poderes necesarios, y no acabar
con todo poder21.

Es, ciertamente, llamativa la enfatización de la desigualdad entre los géneros en


función de un supuesto «orden natural». Pues implica una contradicción el suponer
que un orden tal escapa a la virtualidad irracionalizadora de la razón moderna, base
de la nueva democracia, de todo aquello que se pretende imponer de forma
heterónoma a los propios principios «críticos» de la razón. Pero aún es más
significativa la clara conciencia de que la igual dad de los géneros, en el ámbito social
y en el político, conllevaría todo un proceso de reconceptualización de la política y
una reorganización de las relaciones de poder tales que pondrían en crisis la
democracia establecida. Pues, precisamente, los órdenes de ser y de estar que se
articulan en torno a las pequeñas sociedades como la familia, las labores sociales y la
dirección de las mismas, así como las reglas del espacio público y sus agentes,
forman un conjunto de espacios y actividades perfectamente delimitados en cuanto a
sus funciones y sus sujetos. El conjunto así constituido, considerado como la
amalgama natural de la vida de los hombres, ha cobrado legitimación y valor gracias
al tipo de articulación política excluyente a que ha dado lugar la democracia liberal
dominante. Es, también, esa organización de círculos de identidad y de espacios bien
delimitados políticamente lo que impide atender y asumir las diferencias ínsitas en el
tipo mismo consagrado de las familias, las diferencias provenientes de las clases y los
problemas originados por la exclusión ligada a la cultura o a la raza. Ha existido,

62
pues, una indiferencia ante las demandas de la diferencia. «Nosotros tenemos ahora
casi dos siglos de perspectiva para juzgarla» - se ha manifestado constantemente
respecto a las minorías en las democracias, y en este punto las sociedades llamadas
liberales no difieren de las del Antiguo Régimen. No se trata, sin embargo, de incoar
el proceso a las democracias sino de reconocer que la promesa democrática hasta
ahora no ha tenido por finalidad primordial ser el espacio en el que todos vivirían
juntos con sus diferencias, diferencias que se desean múltiples y no planificadas por
nadie (...) «Vivir juntos con nuestras diferencias» no es un proyecto pensable en este
sistema, en el que el agrupamiento se funda en la similitud» 22.

La falta de atención a los problemas de raza y género, colectivos excluidos si se


tiene en cuenta los principios que informan originalmente las teorías de la
democracia, se relacionan íntimamente con la consideración acrítica de los problemas
de la identidad. Desde esta perspectiva, es difícil aceptar que las necesidades y los
intereses de los sujetos estén dados de forma inmediata y, por tanto, la democracia
estribe en el derecho al voto y en el modo de mantener el orden existente, posición
común entre los teóricos liberales de la democracia. Solamente desde la desatención
de los principios históricamente conformados de las democracias puede entenderse
esa especie de autocomplacencia de los teóricos que, como Rawls, se enfrentan a las
demandas provenientes de los grupos «raciales, étnicos y de género». A la hora de
construir su teoría filosófico-política de una sociedad democrática justa, nuestro autor
advierte que «podría parecer que éstos son problemas de naturaleza muy distinta que
requiere principios de justicia distintos de los discutidos por la Teoría»3. El
acriticismo y el ahistoricismo de sus propuestas pueden colegirse por el modo como
plantea los problemas a los que hemos hecho referencia: «Creo que es cuestión de
entender qué viejos prin cipios requieren las circunstancias actuales y de insistir en
que sean respetados por las instituciones existentes» 24. Esta argumentación que
responde a su idea de que, una vez adquiridos las concepciones y los principios
«correctos» para enfrentarnos a las cuestiones básicas, «esas concepciones y esos
principios deberían poder aplicarse ampliamente a nuestros propios problemas».
Pasamos por alto aquí su concepción objetivista de la cultura, que conduce al
ahistoricismo al que hemos hecho referencia. Pero es que, además Rawls presupone
que su posición moral le otorga una especie de salvoconducto que le permitiría
prescindir del necesario conocimiento de las estructuras sociales y de las realidades
políticas implantadas. Concretamente, los problemas de la desigualdad sexual en su
primera instancia, la familia, son resueltos, desde la apelación a ciertos principios
morales, con una afirmación tan acrítica sociológicamente como inapropiada
políticamente. Nuestro autor viene a confundir así el orden de los derechos de los
individuos con el mundo de los afectos y con las opciones de convivencia con otra
persona, sea fuere la institucionalización que ello pueda conllevar. De este modo,
escribe: «de alguna manera presumo que la familia es justa»25. Es difícil situar esta
afirmación en un contexto familiar como el de EE.UU. y, de modo similar, con los
tipos plurales de familia en Europa ¿A qué tipo de familia se refiere? ¿Con qué clase
de relaciones familiares se identifica? ¿Cómo afronta los problemas evidentes de
asimetría sexual en los ámbitos familiares? Esta indefinición y la acrítica
consideración de la sociedad en la que vive no dejan de inquietar a Moller Okin, una

63
de los autores liberales más cercanos al profesor de Harvard. Nuestra autora destaca
los datos más conocidos de esas supuestas familias justas: un cincuenta por ciento de
los matrimonios acaba en divorcio; casi una cuarta parte de los niños/as viven en
hogares monoparentales; hay conformados núcleos familiares de personas de un
mismo sexo con niños a su cargo; la feminización de la pobreza, especialmente en la
minoría negra, es un dato alarmante... ¿Qué clase de justicia establece y presupone,
pues, en esta variedad de formas de vida? El deseo de que formas específicas de
solidaridad y amor guíen los comportamientos de los miembros de una familia no
empece para que se defiendan los derechos de justicia que corresponden a sus
miembros en cuanto individuos. Epecialmente, cuando se conocen las situaciones de
disimetría que se dan en tales uniones y las consecuencias graves para algunos de sus
componentes cuando suceden casos de separación, divorcio, malos tratos etc... Este
acriticismo sociológico hunde sus raíces en una suplantación de la política, cuya
realidad práctica e institucional se difumina, debido en gran parte a la falta de un
adecuado conocimiento de la misma, y responde, igualmente, a la ausencia de una
valoración pertinente de las propias prácticas políticas. Resulta realmente difícil de
entender la detallada atención que el autor presta, desde el punto de vista filosófico-
político, a los principios doctrinales de al gunas de las iglesias implantadas en los
EE.UU.26 frente a la total insuficiencia de la misma respecto de los problemas
políticos, de derechos sociales y culturales de colectivos como el de las mujeres o los
negros. De este modo, cuando se conoce la historia de ambos colectivos y el papel
que han jugado en su país, resulta hiriente al tiempo que im-pertinente, desde el punto
de vista político, su enfatización de los principios del pasado como «correctores» de
los mal-tratos recibidos por estos. Sin embargo, Rawls sentencia: «La misma
igualdad de la Declaración de Independencia que Lincoln invocó para condenar la
esclavitud puede invocarse para condenar la desigualdad y la opresión sufrida por las
mujeres»27.

La propia autora liberal rawlsiana antes citada, Susan Moller Okin, se ve obligada
a puntualizar que las leyes surgidas de la Reconstrucción (las enmiendas de la guerra
civil) decretaban la legalidad de la igualdad formal de los antiguos esclavos/as.
«Naturalmente aun si la medimos por este rasero, la Reconstrucción falló», escribe,
haciéndose eco de la afirmación del historiador Foner, quien estudia la
Reconstrucción como «una catástrofe para los negros/as en Estados Unidos». De este
modo, la supuesta igualdad con la que Rawls pretende emancipar ahora a las mujeres
no resiste la más mínima confrontación con la realidad, como, por otra parte, puede
colegirse del significado y de la inmediatez de las reivindicaciones que alegó el
millón de hombres negros que desfilaron ante la Casa Blanca en los días finales de
1995.

Si se hubiera podido predecir que las mujeres estaríamos en la misma


situación en la que se encuentran actualmente los negroslas estadounidenses
(en la que, F.Q.), están ciento treinta años después de que se hubiera
solucionado la desigualdad que padecían, podríamos afirmar sin duda alguna
que estaríamos bastante mejor si no se nos hubiera aplicado ninguna
solución28.

64
En su intento por asumir y completar el liberalismo, Macpherson sitúa los límites
del pensamiento liberal, por lo que a la democracia se refiere, en el solapamiento de
dicho pensamiento con la sociedad capitalista de mercado, especialmente por lo que
se refiere a los siglos xvii y xviii y a sus padres fundadores. Si bien el carácter
humanista y la dimensión ética del liberalis mo, desde mediados del siglo xix a la
mitad del siglo xx, vinieron a instaurar sus elementos más propiamente democráticos,
no deja de ser cierto que la persistencia de una economía de la escasez hizo que el
demócrata liberal tuviera que seguir aceptando la vinculación entre sociedad de
mercado y objetivos democráticos-liberales.

Pero ese vínculo ya no es necesario; es decir, no es necesario si


suponemos que ya hemos llegado a un nivel tecnológico de productividad
que permite una vida cómoda para todos sin depender de incentivos
capitalistas. Claro que cabe poner en tela de juicio esta hipótesis. Pero si se
niega ésta, entonces no parece existir ninguna posibilidad de ningún modelo
de sociedad democrática29.

La radicalidad de la tesis enunciada estriba en su afirmación de la inevitabilidad


del pensamiento liberal que, en una mixtura harto difícil de justificar, ha de asumir,
no obstante, la dimensión marxiana de una economía post-capitalista que signifique el
fin de las clases sociales. Independientemente de la valoración que cada cual pueda
hacer de su postura, lo significativo de esta hipótesis tan fuerte - «si se niega ésta,
entonces no parece existir posibilidad de ningún modelo de sociedad democrática» -
es la conjunción entre un eticismo universalista y la inmediatez de una utopía - la
sociedad sin clases - que se presenta al alcance de la mano. Pues bien, desde el punto
de vista ético, diversas feministas han llamado la atención acerca de estas éticas
universalistas en las que se presupone que todos podemos ponernos en el lugar del
otro para recibir, entender y atender sus demandas. En todo caso, gracias al
universalismo ético, siempre tendríamos la posibilidad de poder zanjar los conflictos
y realizar una distribución justa en atención a las necesidades presentadas. Sin
embargo, esta perspectiva universalista conlleva, generalmente, la imagen de la
autonomía del sujeto como la correspondiente a un individuo independiente, el yo
masculino del obrero y del guerrero, desarraigado de todo contexto, absuelto de los
ámbitos familiares - adscritos a las mujeres, que no son objeto de pensamiento ni de
reflexión. De este modo, se han podido construir muchas de las actuales teorías en
torno al sujeto ético y al político. Dichas teorías no se articulan, desde el
universalismo moral supuesto, en función de la proyección que un determinado sujeto
hace de sus propias características y necesidades, consideradas comunes, como el
núcleo de la identidad de cualquier otro sujeto. En el nuevo universalismo dominante,
de clara influencia kantiana, el «otro», en cuanto sujeto, viene a constituirse a partir
«de la total abstracción de su identidad. No es que se nieguen las diferencias; son
irrelevantes» 30 Desde la perspectiva del «otro generalizado» quedarían fuera de la
consideración moral todos los elementos contextualizadores de la determinación de
los fines así como las condiciones de las elecciones concretas y particulares. Pero con
esta interpretación acerca de la configuración de la identidad personal y de grupo
vuelven a eludirse los problemas que más directamente afectan a las mujeres. El

65
mundo de los varones iguales, cuyas diferencias se estiman irrelevantes, conforma un
mundo sin mujeres. Estas, una vez más, quedan fuera de los canales de actividad en la
vida pública, ya que se encuentran ubicadas en espacios ahistóricos, no sometidos a
revisión crítica. Desde estas premisas, Benhabib insiste, por una parte, en la
necesidad de «instar a un análisis de lo no pensado para impedir la apropiación del
discurso de la universalidad por parte de alguna particularidad», para evitar la
colonización de amplios sectores de la vida moral y política en favor de grupos
dominantes ideológicamente; por otra parte, en función de una postura crítica, no
prescriptiva, que apunta a desvelar los límites de ciertos discursos universalistas y
mostrar la «realidad» de lo «no pensado, lo no visto y lo no oído de esas teorías», la
autora propone una teoría de «la constitución de nuestra naturaleza en términos
relacionales» 31 (Se trata aquí de «el otro concreto»). En definitiva, frente a la tesis
indefinidamente universalista de Machperson, según la cual la democracia liberal,
para ser viable, ha de «contener (o dar por descontando) un modelo de hombre»32,
las teóricas feministas insisten en recuperar las dimensiones contingentes, concretas,
particulares, la historia de las voces calladas, la contextualización de necesidades,
emociones y fantasías que, al ser propios de las mujeres y su no-espacio social, no se
han tenido en cuenta, hasta ahora, como componentes de los sujetos autónomos
políticos. Estos elementos de la experiencia y las prácticas sociales marcarían, a la
postre, diferencias insuperables entre hombres y mujeres en la discusión a realizar
dentro del espacio público.

La dimensión, empero, más relevante en la tesis de Macpherson se refiere a la


superación de la sociedad de clases, gracias al «nivel tecnológico de productividad
que permite una vida cómoda para todos sin depender de incentivos capitalistas».
Esta situación de desarrollo permitiría llevar a cabo la acción emancipadora del
liberalismo en cuanto que el individuo se vería libre «de las limitaciones anticuadas
de las instituciones establecidas hacía mucho tiempo... (dando lugar a) la liberación
de todos los individuos por igual, y de liberarlos para utilizar y desarrollar
plenamente sus capacidades humanas»".

Por un lado, pues, resulta difícil de establecer como sujeto moral y político el
constructo humano derivado de una «identidad definicional» (Benhabib), que ignora
la contingencia, la particularidad y la pluralidad de las identidades propias de
diferentes sujetos. Por otro, no menos complicado y comprometido es concebir que la
igualdad económica, de realizarse, acabaría por zanjar todos los problemas sociales y
políticos. Esto es, no sólo los problemas que atañen a la explotación y la marginación
económicas sino, igualmente, los problemas relacionados con la injusticia cultural o
simbólica, aquéllos que se relacionan con las prácticas representativas y de
comunicación, con la falta de autoestima individual o de grupo, con la problemática
de género y de raza. Hace ya tiempo, Heidi 1. Hartmann escribió acerca de «Un
matrimonio mal avenido» para referirse a los intentos de identificar el marxismo y el
feminismo como si fueran una sola cosa34. Desde esta misma perspectiva, los
intentos por hacer depender los problemas de identidad, de reconocimiento, culturales
y, más concretamente, de género, del cambio de las estructuras socio-económicas
tropezarían con lo que algunos postmodernos han llamado el «metarrelato». Pues en

66
el relato originario fundacional de la modernidad se asume implícitamente que «los
varones que (se dice que) hacen el contrato original son blancos, y su pacto fraternal
tiene tres aspectos: el contrato social, el contrato sexual y el contrato de la esclavitud
que legitima el gobierno del blanco sobre el negro»35. En lo que concierne al
contrato sexual, insiste Pateman, la crítica más reconocida de las teorías liberales del
contrato social, no se discutía el carácter humano de las mujeres: se asumía que su
diferencia sexual implica, de modo natural, su situación de subordinación y
dependencia, al igual que impedía reconocerla como sujeto libre y autónomo con
capacidad de decidir políticamente. Por ello el problema, propiamente, no estriba en
otorgar a la mujer las oportunidades de acceso a un trabajo no doméstico, con ser ello
importante. Donde se juega la posibilidad de la emancipación, propiamente, es en el
ámbito del poder que decide quién trabaja en un sitio o en otro, quién ocupa unas
posiciones u otras, qué remuneraciones reciben unos u otras. En este sentido, el
problema es ya político y ético-político y no sólo económico. Es más, el verdadero
problema estriba en cómo debe expresarse políticamente la diferencia, puesto que la
diferencia sexual es el producto social de una determinación política.

La construcción política que permitió unir a la mujer con el trabajo doméstico


tiene poco que ver con la idea de conservar su «aspecto delicado y unas maneras
siempre femeninas», de que hablaba Tocqueville. Más bien, se relaciona con la
eufemística consideración del mismo autor relativa a que «si la americana no puede
traspasar el apacible círculo de las ocupaciones domésticas, tampoco se la obliga a
salir de él». Pues la construcción social de «La mujer», sin realidad humana
particular, personal, se relaciona claramente con las posiciones de supremacía que
ostenta el varón y que ella ha de mantener y legitimar continuamente, no traspasando
el «apacible círculo» de una privacidad neutralizada respecto a los órdenes de valor
social y político. Este subordinación estructural de la mujer, más allá del propio
capitalismo y frente a las tesis de autores como Macpherson, confiere su sentido
propio a la definición de «sociedad patriarcal». Así pues, «podemos definir el
patriarcado como un conjunto de relaciones sociales entre los hombres que tiene una
base material y que, si bien son jerárquicas, establecen o crean una interdependencia
y solidaridad entre los hombres que les permite dominar a las mujeres» 36. Son estas
relaciones de asimetría jerárquica y de predominio las que caracterizan a una
sociedad patriarcal, independientemente del sistema económico establecido.

Desde esta perspectiva, la consideración de la familia como una unidad social,


sustentada económicamente, de modo fundamental, por el hombre, facilita la
permanencia de las relaciones de dominio por parte de este último. En esta misma
línea de perpetuar un sistema de jerarquía a favor del hombre, cobra especial
importancia la posición económica de las mujeres en cuanto que realizan trabajos de
media jornada, perciben un salario sensiblemente inferior al de su compañero, etc.
Todo ello las sitúa en una relación continua de dependencia y precariedad que
refuerza su asimetría con respecto a los hombres. Esta división sexual del trabajo, que
coloca a las mujeres, incluso, en una posición débil con respecto a las luchas
reivindicativas dentro del capitalismo, pone de manifiesto que «el patriarcado
legitima el control capitalista al tiempo que ilegitima ciertas formas de lucha contra el

67
capital»37. De ahí que hacer depender la suerte de las mujeres de su relación con una
sociedad de clases o sin ellas invisibiliza la autonomía de los elementos que
conforman los lazos «patriarcales» de dependencia. Elimina además las experiencias
de lucha que se han desarrollado a partir de la diferencia sexual, como tampoco
atiende al papel que juegan ciertas habilidades para ejercer el poder que se valoran
especialmente en la sociedades desarrolladas y que, tradicionalmente, son patrimonio
de los hombres por su «especial» autonomía con respecto a las servidumbres del
trabajo doméstico3. «La posición de igualdad de las mujeres, escribe Pateman, debe
ser aceptada como expresión de la libertad de las mujeres en cuanto mujeres, y no
considerarla como una indicación de que las mujeres deben ser precisamente como
los varones»39.

Una de las dificultades mayores para la consideración de la democracia desde una


perspectiva feminista actual, tal como lo hemos venido apuntando, deriva de la
interpretación que se hace comúnmente del derecho al voto como si ello conllevara,
de forma automática, la instauración de los individuos en un orden de autonomía
personal. Se supone, implícita o explícitamente, por parte de muchos teóricos de la
democracia, que la constitución del individuo se realiza al margen de la conformación
política y sin una inextricable relación con la economía política. En la historia
moderna de la democracia, la autonomía del sujeto autolegislador, en principio, fue
reservada a los «propietarios», aunque acabó cediendo a favor de la inclusión de los
asalariados como actores políticos de pleno derecho. Es cierto, sin embargo, que, a
pesar de la extensión a los varones del derecho al voto, se si guió interpretando que la
situación de dependencia económica de los asalariados era fruto de una cierta
depravación moral, cuya responsabilidad la tenían los propios agentes. Asimismo,
esta dependencia conllevaba la desigualdad en la competencia del juicio, la diferencia
en la capacidad del uso de la razón, diferencia que no sería inherente a los hombres
sino fruto de las posiciones económicas alcanzadas por cada uno40. La ciudadanía, a
raíz de las presiones reivindicativas ejercidas, quedó ligada, finalmente, a los
hombres en cuanto trabajadores, participantes de las leyes del mercado, proveedores
de la familia. La constitución ciudadana y la autonomía autolegisladora de los
varones se vería refrendada, más tarde, en razón de su actuación como soldados
defensores de la patria. En todo ese tiempo, la autonomía exigida para ser un
ciudadano cabal, tal como acaba de ser expuesta, implicaba que sus beneficiarios no
tuvieran que emplear su tiempo en labores referidas a los cuidados del hogar, de la
familia. De este modo, en esta narra ción contextualizadora de la democracia
moderna, las mujeres no sólo resultan ajenas a todo el proceso constitutivo sino que,
«situadas» en el ámbito de lo privado, de lo familiar, no participan en la «historia» de
la emancipación política, ni en el diseño de sus instituciones y mecanismos. La
ahistoricidad en que se sitúa el trabajo y el reconocimiento de las mujeres, adscritas a
una actividad ajena a las relaciones de mercado y relegadas al ámbito del «cuidado»,
hace difícil que el mero imperativo de la inclusión pueda situarlas en la condición de
ciudadanas autónomas autolegisladoras. Y ello porque la salida de la minoría de edad
a la que habían sido sometidas no permite la identificación, sin mediación alguna, con
la específica actividad de la ciudadanía, de una ciudadanía plural en sus campos y
órdenes de ser. El salto cualitativo a la nueva época marcada por la idea de la razón,

68
como razón crítica en cuanto que no se atiene ya a la costumbre, a la tradición o al
mero ejemplo sino al «conocimiento cierto», usando «en todo mi razón,
proponiéndome «no admitir jamás nada por verdadero que yo no conociera que
evidentemente era tal»41 implica una redefinición del sentido de la identidad y
autonomía propias. Ejercicio que, por lo que atañe al sujeto político, encuentra su
ámbito de formación en el espacio público. Esta redefinición práctica del sujeto,
independientemente de razas o género, apunta a «proyectos» de emancipación. No se
trata de volver a «ningún lugar», ni de recuperar algo perdido o abandonado, ni de
identificarse con algo ya dado como una esencia o una realidad natural. La hipótesis
de una autonomía «otorgada» a ciertos individuos, negros/as esclavizados o mujeres,
sin la participación en los procesos constitutivos y contextualizadores de un
imaginario social compartido, no puede producir el surgimiento de ciudadanos
activos. Los dilemas de la lucha feminista por constituir la igualdad en la diferencia
se encuentran, justamente, en la especial situación de «enajenación» histórica de las
mujeres. Pues este colectivo, como analógicamente les viene sucediendo a los negros
estadounidenses, parece que no puede remitirse a un tiempo pasado ni al cuadro de
significaciones culturales heredado, socialmente dominante. El proceso de
construcción de su identidad pasaría por la configuración de proyectos
emancipatorios de justicia, de fuerte pregnancia política, al tiempo que la
deconstrucción de estereotipos culturales tendría que apuntar más a espacios virtuales
de valores que a modelos originarios. Todo ello implica tomar una distancia tal de las
formas otorgadas de identidad en el presente que resulta una tarea ardua de realizar
así como no fácil de admitir de forma generalizada. Sin embargo, en el difícil
problema referido a la identidad, las mujeres han promovido ya la necesaria
reconstrucción de la legitimación contractual sobre la que la política moderna
fundamentó su definición de la democracia. En este sentido, la construcción de un
contrato nuevo así como la necesaria reconceptualización de los sujetos y las reglas
pertinentes obliga por igual a todos.

ANA DE MIGUEL ALVAREZ

69
Para contextualizar estos movimientos sociales es necesario hacer referencia a los
dos grandes acontecimientos que pusieron fin a la sociedad del Antiguo Régimen: la
Revolución Francesa y la puesta en marcha de las democracias burguesas, la
Revolución Industrial y el desarrollo del sistema industrial y capitalista. Estas dos
revoluciones generaron grandes expectativas respecto al progreso de la humanidad.
Por un lado, el desarrollo de las democracias censitarias extendió las demandas de
igualdad y libertad a todos los seres humanos, por otro, la industria hizo pensar que el
fin de la escasez material estaba cercano. Sin embargo, estas esperanzas chocaron
frontalmente con la realidad. A las mujeres se les negaban los derechos civiles y
políticos más básicos, segando de sus vidas cualquier atisbo de autonomía personal.
Por otro lado, el proletariado quedaba totalmente al margen de la riqueza producida
por la industria y su situación de degradación y miseria se convirtió en uno de los
hechos más sangrantes del nuevo orden social. Estas contradicciones fueron el caldo
de cultivo de las teorías emancipadoras y los movimientos sociales del xix.

1. EL MOVIMIENTO SUFRAGISTA. LA LUCHA POR LA DES-


NATURALIZACIÓN DE LAS IDENTIDADES Y LAS RELACIONES ENTRE
MUJERES Y VARONES

La industrialización y el capitalismo transformaron las relaciones entre los sexo-


géneros. El nuevo sistema económico incorporó masivamente a las mujeres
proletarias al trabajo industrial, pero en la burguesía, la clase social ascendente, se dio
el fenómeno contrario. Las mujeres quedaron enclaustradas en un hogar que era, cada
vez más, símbolo del estatus y éxito laboral del varón. Las mujeres, en especial las de
la burguesía media, experimentaban con creciente indignación su situación de
propiedad legal de sus maridos y su exclusión de de la educación superior y de las
profesiones liberales, marginación que en muchas ocasiones las conducía
inevitablemente - si no contraían matrimonio - a la pobreza.

En este contexto, las mujeres comenzaron a organizarse en torno a la


reivindicación del derecho al sufragio, lo que explica su denominación como
sufragistas. Esto no debe entenderse en el sentido de que ésa fuese su única
reivindicación. Muy al contrario, las sufragistas luchaban por la igualdad en todos los
terrenos, apelando a la auténtica universalización de los valores democráticos y
liberales. Sin embargo, desde un punto de vista estratégico, consideraban que una vez
conseguido el voto y el acceso al parlamento podrían comenzar a cambiar las leyes e
instituciones. Además, el voto era un medio de unir a mujeres de opiniones políticas

70
muy diferentes. Su movimiento era de carácter interclasista, pues consideraban que
todas las mujeres sufrían en cuanto mujeres, e independientemente de su clase social,
discriminaciones semejantes. En los Estados Unidos, el movimiento sufragista estuvo
inicialmente muy relacionado con el movimiento abolicionista. Gran número de
mujeres unieron sus fuerzas para combatir en la lucha contra la esclavitud y, como
señala Sheila Robotham, no sólo aprendieron a organizarse sino a observar las
similitudes de su situación con la de esclavitud'. En 1848, en el Estado de Nueva
York, Elisabeth Cady Stanton y Lucrecia Mott organizaron una convención con la
que culminaba la campaña a favor de los derechos de propiedad de las mujeres
casadas. En ella se aprobó la Declaración de Seneca Falls, uno de los textos
fundacionales del sufragismo. Los argumentos que se utilizan para vindicar la
igualdad de los sexos son los siguientes: la apelación a la ley natural como fuente de
derechos para toda la especie humana, la apelación a la razón y al buen sentido de la
humanidad en la lucha contra el prejuicio y la costumbre. También cabe señalar la
importancia del trasfondo individualista de la religión protestante. Como ha señalado
Richard J.Evans: «La creencia protestante en el derecho de todos los hombres y
mujeres a trabajar individualmente por su propia salvación proporcionaría una
seguridad indispensable, y a menudo una auténtica inspiración, a muchas, si no a
todas las luchadoras de las campañas feministas del siglo xrx»2. En Europa, el
movimiento sufragista inglés fue el más potente y radical. Desde 1866, en que se
presentó la primera petición a favor del voto femenino en el Parlamento, no dejaron
de sucederse iniciativas políticas. Como ejemplo de sus actuaciones, recordemos que
en 1908 las sufragistas se encadenaron a las verjas del número 10 de Downing Street.
Sin embargo, los esfuerzos dirigidos a convencer y persuadir a los políticos de la
legitimidad de los derechos políticos de las mujeres provocaban burlas e indiferencia.
Por ello, el movimiento sufragista dirigió su estrategia a acciones más radicales. En
1910, durante una manifestación, fueron arrestadas 119 sufragistas y muchas
resultaron heridas. Como ha destacado también Robotham: «las tácticas militantes de
la Unión habían nacido de la desesperación, después de años de paciente
constitucionalismo». A partir de 191 1 y hasta el comienzo de la Primera Guerra
Mundial, en Inglaterra la Unión Social y Política de las Mujeres ya no se limitó a una
resistencia pasiva como la de negarse a pagar impuestos sino que pasó a la acción
violenta a gran escala. Esta nunca generó víctimas pero produjo importantes pérdidas
materiales con incendios provocados (entre otros, de vagones de ferrocarril) y rotura
de escaparates. Las sufragistas detenidas mantenían huelga de hambre y eran
alimentadas a la fuerza. Pero tendría que pasar la Primera Guerra para que las mujeres
inglesas pudiesen votar en igualdad de condiciones.

Uno de los grandes desafíos teóricos del feminismo del diecinueve fue el de
desarticular la ideología de la naturaleza diferente y complementaria de los sexos. La
tarea no era fácil, ni mucho menos. Significaba enfrentarse a la autoridad de algunos
de los más grandes filósofos de la Ilustración, y a lo que se percibía como un hecho
de sentido común indiscutible: las grandes diferencias entre las capacidades y
aspiraciones de varones y mujeres. Significaba, también, dar cuenta de por qué tantas
mujeres aceptaban la tesis de su inferioridad y asentían a su destino sexual como si
fuera fruto de su inclinación personal. Es decir, había que clarificar y mostrar

71
prácticamente todo, desde que existía un sistema de dominación donde lo que se
percibía era consentimiento, hasta los beneficios que podían esperarse de cambiar una
concepción del orden social que venía estando legitimada por la divinidad, la
tradición y, salvo excepciones, la mismísima filosofía moderna3. De hecho, la lucha
de las sufragistas fue, en buena medida, la lucha por desactivar los ancestrales
prejuicios que pesaban sobre la condición femenina y conseguir redefinirla como una
condición humana. Este desafío teórico fue asumido por John Stuart Mill en The
Subjection of Women, una de las obras que más y mejor contribuyeron a clarificar la
auténtica maraña ideológica patriarcal de la sociedad decimonónica, a mirar con ojos
nuevos y lograr ver a través del gran chorro de tinta de calamar que oscurecía la
condición real de las mujeres y se sintetizaba en la apelación final a «la naturaleza de
la mujer». El autor de Sobre la libertad reformuló algunos de los argumentos que ya
formaban parte de la tradición teórica feminista y desarrolló otros nuevos procedentes
de su filosofía moral y política. La obra fue publicada veinte años después de la
Declaración de Seneca Falls y tuvo la virtud de llegar a un público más amplio, ya
agitado por la militancia feminista y seguramente ansioso por encontrar una
formulación rigurosa, sistemática y combativa de la causa que ya habían abrazado.

A este respecto es imprescindible comenzar poniendo de relieve la extraordinaria


significación histórica de la obra que vamos a analizar. Y para ello recurriremos a dos
textos bastante elocuentes, de los que no necesitan comentarios. El primero está
escrito por el ya citado historiador Richard J. Evans y detalla la influencia de esta
obra en el movimiento feminista:

El ensayo de Mill, The Subjection of Women, publicado en 1869, fue la


biblia de las feministas. Es difícil exagerar la enorme impresión que causó en
la mentalidad de las mujeres cultas de todo el mundo. En el mismo año en
que se publicó en Inglaterra y Norteamérica, Australia y Nueva Zelanda,
también apareció traducido en Francia, Alemania, Austria, Suecia y
Dinamarca. En 1870 fue publicado en polaco e italiano, y también las
estudiantes de San Petersburgo hablaban de éste con entusiasmo. Hacia
1883, la traducción sueca dio lugar a un debate entre un grupo de mujeres de
Helsinki que fundaron el movimiento femenino finlandés tan pronto como
terminaron de leer el libro. Desde toda Europa llegaron testimonios
impresionantes del impacto inmediato y profundo que ejerció el opúsculo de
Mill; su publicación coincidió con la fundación de movimientos feministas
no sólo en Finlandia, sino también en Francia y Alemania y muy
posiblemente en otros países4.

El segundo texto fue escrito por Elizabeth Cady Stanton, una de las líderes del
movimiento sufragista norteamericano, y forma parte de la carta que escribió a John
Stuart Mill cuando terminó de leer su obra. Dice así: «Terminé el libro con una paz y
una alegría que nunca antes había sentido. Se trata, en efecto, de la primera respuesta
de un hombre que se muestra capaz de ver y sentir todos los sutiles matices y grados
de los agravios hechos a la mujer, y el núcleo de su debilidad y degradación»5.

72
1. 1. EL FEMINISMO EN LA TRADICIÓN UTILITARISTA

John Stuart Mill era hijo de James Mill, uno de los fundadores del utilitarismo
como filosofía política. James Mill y su gran amigo y maestro Jeremy Bentham
concibieron, desde el principio, planes para la vida del joven Mill. Desde los tres años
y con su padre como exigente tutor disfrutó de una peculiar y sistemática educación
encaminada a convertirle en líder del utilitarismo filosófico y el radicalismo político.
El Principio de Utilidad, como principio axiológico, mantiene que la felicidad es el
único valor que es un fin en sí mismo, a partir de ahí cualquier medida legal o
política, cualquier acción humana será considerada justa y buena si contribuye a
aumentar la mayor felicidad del mayor número de personas. La filosofía utilitarista,
para evitar caer en posturas elitistas o subjetivistas es explícitamente individualista: la
felicidad de cada individuo cuenta lo mismo y cada individuo cuenta igual en esta
especie de cómputo felicitarlo. El principio de Utilidad se convirtió en un poderoso
instrumento para reivindicar el sufragio universal: cada individuo tiene el derecho a
defender su felicidad, es decir sus intereses y por tanto sus intereses tienen que estar
representados por el voto. De estos claros y sencillos principios parece que debía
seguirse con naturalidad el apoyo al voto femenino, pero la verdad es que no fue
exactamente así.

En un contexto social y político que se encaminaba hacia las actuales democracias


parlamentarias James Mill escribió Sobre el Gobierno con el fin de fundamentar los
derechos políticos y reivindicar la ampliación del sufragio a todas las clases sociales.
En su defensa de la democracia representativa utiliza vehementemente el argumento
de protección, el que afirma que sólo se tienen en cuenta los intereses de aquellos que
cuentan con representación política, pero este argumento tendrá como excepciones a
los niños y a las mujeres. A los niños transitoriamente, pues como dice el párrafo
excluyente:

Una cosa está bien clara, que todos los individuos cuyos intereses están
indiscutiblemente incluidos en los de otros individuos pueden ser excluidos
de los derechos políticos sin inconveniente alguno. Desde esta perspectiva
pueden considerarse a todos los niños, hasta una cierta edad, cuyos intereses
están incluidos en los de sus padres. Y también respecto a las mujeres puede
considerarse que los intereses de casi todas ellas están incluidos o bien en los
de sus padres o bien en los de sus esposos.

Esta argumentación excluyente desencadenó la aparición de una obra que, desde


dentro de la tradición utilitarista fustigó sin piedad la inconsistencia de Mill padre con
sus propios planteamientos. Nos referimos a la obra de William Thompson y Anna
Wheeler La demanda de la mitad de la raza humana, las mujeres. El objetivo explícito
de La demanda es poner de relieve la falacia, la incoherencia, la hipocresía y la
miseria de la tesis de la inclusión de intereses, según algunos de los calificativos, y no
son los más duros, que dirigen los autores a los varones sexistas en general y a James
Mill en particular. Sus argumentos se dirigen contra la excepción femenina - como
ironizan estos irlandeses «sólo en manos de un filósofo inglés, una excepción de la

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mitad no afecta a la regla» - y no contra la filosofía general del ensayo de James Mill.
De hecho, lo que defienden es la auténtica universalización de los principios
utilitaristas. Y, en consecuencia se sitúan claramente en la tradición del feminismo de
raíz ilustrada, en continuidad con la obra de Wollstonecraft a la que citan y reconocen
como obra pionera; y también como un claro precedente de la célebre e influyente
obra de John Stuart Mill. Hasta tal punto es clara esta última relación que se ha
llegado a escribir que Mill, inconscientemente, repite los argumentos de La Demanda.

Sin negar la influencia de La Demanda, y de toda la tradición feminista sufragista,


hay que reconocer que la influencia más importante en el feminismo de nuestro autor
fue la de Harriett Taylor Mill, una intelectual feminista y socialista con la que
compartió su vida y con la que llegaría a casarse. En su Autobiografa detalla las obras
de las que Taylor es prácticamente coautora pero entre ellas no figura La sujeción.
Efectivamente, cuando Mill termina el primer borrador de la misma, su esposa ya
había muerto. Sin embargo estamos de acuerdo con quienes sostienen que sin la
influencia de Taylor esta obra nunca hubiese sido escrita. Mill señala también en su
Autobiografla que cuando conoció a Taylor ya era feminista y que esa fue, en
principio, la razón que les unió. Pero también afirma que sin su influencia el
feminismo no hubiera llegado a ocupar un lugar central en su teoría po- lítica:
«...habría tenido una percepción muy insuficiente del modo en que las consecuencias
de la situación de inferioridad de las mujeres se enlazan a todos los males de la
sociedad en su estado actual, y con todas las dificultades que entorpecen el progreso
del género humano».

2. LA LUCHA CONTRA EL PREJUICIO

John Stuart Mill comienza La sujeción... - subrayando que el objetivo de la obra


es fundamentar una opinión que ha mantenido desde su juventud, y en la que no ha
hecho sino afianzarse con el progreso de su experiencia y reflexión. Esta opinión es la
siguiente: «que el principio que regula las actuales relaciones entre los dos sexos, - la
subordinación legal de un sexo al otro - es injusto en sí mismo y es actualmente uno
de los principales obstáculos para el progreso de la humanidad»7. Para Mill, las
instituciones patriarcales - es decir, todas aquéllas relacionadas de un modo u otro
con la opresión de las mujeres - son un hecho aislado en el mundo moderno. El
carácter distintivo de la modernidad es, frente al mundo anterior, que la vida de los
hombres ya no está indisolublemente ligada a su nacimiento. Las instituciones
feudales han sido definitivamente abolidas por un principio superior, el que afirma
que aquello que concierne directamente al individuo debe dejarse a su libre juicio, y
que la intervención coactiva de la autoridad es perjudicial salvo para la protección de
los derechos ajenos. Sin embargo, las mujeres se constituyen en el único caso - con la
excepción de la realeza y una vez abolida la esclavitud - en que las leyes e
instituciones deciden a priori, y en virtud de la «fatalidad de nacimiento», a qué han
de dedicar su vida. Así, las leyes no sólo prohíben explícitamente su acceso a la
educación superior, a la mayor parte de los trabajos no proletarizados y a cualquier
tipo de actividad política, sino que también reglamentan su régimen de casi to tal
sumisión a la otra parte contratante del casi único contrato que se les permite firmar:

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el matrimonial. Además de con el principio de libertad, el patriarcado - el sistema de
relaciones que institucionaliza y legitima la dominación de un género-sexo sobre el
otro - está en contradicción con el otro gran principio en que se basan las
instituciones modernas: el de justicia. La evolución de la humanidad, su progreso, se
puede medir por el hecho de que ya no se reconoce el derecho del fuerte a oprimir al
débil. La ley de la fuerza se ha cambiado por la ley de la justicia, según la cual, todos
tienen los mismos derechos en función de su condición de seres humanos. A partir de
esta igualdad social originaria, sólo lo que el hombre hace, su esfuerzo y su mérito,
pueden llevarle a ocupar legítimamente posiciones de poder u autoridad, tanto en la
vida pública como en la que se considera privada.

Libertad e igualdad son los dos principios que presiden las instituciones modernas
y en los que se funda el progreso de la humanidad. Ahora bien, el patriarcado no sólo
viola flagrantemente ambos principios sino que imposibilita que éstos se cumplan
efectivamente en el resto de las instituciones sociales. Para Mill, la solución a este
problema aparece con la claridad y distinción propios de una idea cartesiana para
todos aquellos que no estén cegados por la costumbre y el prejuicio: hasta que la
relación humana «más universal y que todo lo penetra», como es la relación entre
hombres y mujeres, no deje de basarse en la injusticia, es difícil, por no decir
imposible, que el resto de las relaciones sociales sean justas y libres. Sin embargo, el
propio Mill es consciente de la inutilidad del razonamiento anterior; de la inutilidad
de limitarse a señalar como una contradicción insoportable a la razón el hecho de
proclamar la igualdad de todos los seres humanos, y dejar fuera de esta igualdad a la
mitad de la especie. Efectivamente, los grandes pensadores ilustrados - Hume,
Rousseau, Kant - no vieron incoherencia alguna en que la universalidad de sus
principios quedase ceñida a los varones. ¿Cómo es posible tal desatino filosófico?
Mill dará una respuesta similar a la que ya mantuviese en el siglo xvii el cartesiano
Poullain de la Barre. Para este autor francés, la desigualdad de lo sexos es el prejuicio
de los prejuicios: «...tan viejo como el mundo, tan extendido y amplio como la propia
tierra y tan universal como el género humano»8. Mill afirma que, además de ser el
prejuicio más universal, es el más interesado ya que es el único que no concede poder
a una minoría o a una élite sino a la mitad de la especie. Todos los varones,
independientemente de la clase social o la raza a la que pertenezcan,
independientemente de sus cualidades físicas, intelectuales o morales disfrutan de una
relación de privilegio respecto a las mujeres. Efectivamente, ¿cómo irracionalizar
desde la sola razón un juicio que se sustenta en una mezcla de intereses, sentimiento y
costumbre, y que ha sido «racionalizado» por buena parte de los filósofos ilustrados?
Mill observa con lucidez dos dificultades a las que se enfrenta el filósofo en casos
como éste. La primera es de índole psicológica; consiste en el paradójico hecho de
que cuanto más incisivos y contundentes son los argumentos racionales contra el pre
juicio combatido, más parece éste ganar en estabilidad. El razonamiento sofístico
subyacente puede quedar debilitado, pero esto no hace sino convencer a los hombres
de que su sentimiento debe estar anclado en alguna razón tan profunda, que ni tan
siquiera los argumentos la alcanzan. Ergo, no cambian un ápice su posición. Por otro
lado, señala Mill, en estos casos, la forma de la argumentación es totalmente opuesta
a la habitual. En general, la obligación de probar o la carga de la prueba, recae

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siempre sobre quien afirma algo; máxime si lo que se afirma es una excepción a un
principio universal. Es quien acusa quien ha de aportar evidencias y argumentos que
justifiquen su acusación, y no el inocente quien tiene que amontonar pruebas de su
inocencia. Sin embargo, en este caso, y contra toda lógica, son las mujeres quienes
tienen que aportar pruebas para mostrar «su inocencia», es decir, que no son
inferiores o que tienen los mismos derechos.

En definitiva, Mill termina aislando lo que es a su juicio el problema central en


torno al prejuicio patriarcal: el hecho de que la dominación de un sexo sobre otro
aparece como algo natural, y algo a lo que las mujeres consienten. Para Mill esto no
es un caso excepcional: todas las dominaciones han parecido naturales a quienes las
ejercían. Así, pensadores tan preclaros como Aristóteles no dudaron en afirmar que se
nace esclavo u hombre libre, y que la esclavitud es natural. El problema reside, tal y
como ya lo había señalado en Sobre la libertad, en que la sociedad, y muchas veces
los propios filósofos, consideran antinatural lo desacostumbrado. Respecto a la
objeción de que las propias mujeres asienten complacidas a su estado, sencillamente
la niega: las mujeres ya se han organizado para solicitar sus derechos y son los
varones quienes se los niegan. Aún considerando falsa la objeción, emplea dos
argumentos contra ella. Por un lado, Mill considera una ley política general el que los
oprimidos no comiencen nunca por oponerse al poder en sí sino sólo a su ejercicio
despótico. Y las mujeres siempre se han quejado de los malos tratos de sus maridos,
aún a riesgo de que estos se endureciesen. El siguiente paso lógico es el de cuestionar
la relación de poder que posibilita los malos tratos. Por otro lado, el caso de las
mujeres es diferente al de cualquier otra clase sometida, lo que hace muy difícil una
rebelión colectiva de éstas contra los varones. La peculiaridad consiste en que sus
amos no quieren sólo sus servicios o su obediencia, quieren además sus sentimientos,
«no una esclava forzada, sino voluntaria». Para lograr este objetivo han encaminado
toda la fuerza de la educación a esclavizar su espíritu: «Así, todas las mujeres son
educadas desde su niñez en la creencia de que el ideal de su carácter es absolutamente
opuesto al del hombre: se les enseña a no tener iniciativa y a no conducirse según su
voluntad consciente, sino a someterse y a consentir en la voluntad de los demás.
Todos los principios del buen comportamiento les dicen que el deber de la mujer es
vivir para los demás; y el sentimentalismo corriente, que su naturaleza así lo requiere:
debe negarse completamente a sí misma y no vivir más que para sus afectos»9.

El proceso educativo de las mujeres es radicalmente diferente al de los varones y,


posteriormente, también lo son sus trabajos y posiciones sociales. Las mujeres
desarrollan su vida en el ámbito privado, los hombres en el mundo público. A juicio
de Mill, estas circunstancias generan tales diferencias en sus respectivos caracteres
que casi cualquiera puede considerarlos producto de naturalezas diferentes. Sin
embargo, proceder así es confundir el efecto con la causa.

3. EL MOVIMIENTO SOCIALISTA: LA LUCHA CONTRA EL CAPITALISMO Y


LA ESPECIFICIDAD DE «LA CUESTIÓN FEMENINA»

En el nuevo sistema económico, las mujeres de las clases media y alta quedaron

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enclaustradas en un hogar que era, cada vez más, una propiedad y un símbolo del
estatus social de los varones. Pero, en el proletariado, se estaba dando el fenómeno
contrario, ya que el sistema fabril estaba incorporando en masa y sin contemplaciones
a las mujeres al trabajo industrial, mano de obra más barata y sumisa que los varones.
Las diferentes formulaciones del socialismo decimonónico, en su contundente
respuesta a la creciente situación de miseria de los trabajadores, siempre tuvieron en
cuenta la situación de las mujeres, tanto en el momento de analizar la sociedad como
de proyectar su futuro. Con el socialismo se inaugura, pues, una nueva corriente de
pensamiento dentro del feminismo. Y es importante tener presente que la articulación
de la llamada «cuestión femenina» en el socialismo, no tiene sólo como horizonte
reflexivo el hecho de la subordinación de las mujeres, sino la teoría feminista ya
consolidada, a la que se enfrenta polémicamente y se presenta como alternativa.
Aunque existe una lógica continuidad en el tratamiento de algunos temas, puede
hablarse también de un auténtico giro copernicano respecto al feminismo de raíz
ilustrada. Este giro quedará patente en las diferentes respuestas que darán estas dos
tradiciones a cuestiones teóricas, en aquellos momentos tan cruciales, como cuál es el
origen de la opresión, la posibilidad de aunar los intereses de todas las mujeres y la
estrategia correcta para lograr la emancipación.

4. SOCIALISMOS UTÓPICOS: FLORA TRISTÁN, EL GIRO DE CLASE DE


UNA ILUSTRADA

Durante la primera mitad del siglo diecinueve surgen una serie de pensadores que,
a pesar de las discrepancias, coinciden en sus propuestas de transformación radical
del orden de la sociedad. Son los «socialistas utópicos», entre los que destacan Henri
de Saint-Simon, Charles Fourier y Flora Tristán en Francia y Robert Owen y William
Thompson en Inglaterra. La denominación de «utópicos» procede tanto del
romanticismo comunitarista que tiñe a veces sus escritos como de la propia evolución
del socialismo posterior hacia análisis más rigurosos y realistas de las posibilidades
de cambio social. En general, proponen la vuelta a pequeñas comunidades en que
pueda existir cierta autogestión - los falansterios de Fourier - y se desarrolle la
cooperación humana en un régimen de igualdad que afecte también a los sexos. Sin
embargo, y a pesar de reconocer la necesidad de independencia económica de las
mujeres, en ocasiones no fueron suficientemente críticos con la división sexual del
trabajo. Aun así, su rechazo de la sujeción de las mujeres tuvo gran impacto social y
la tesis de Fourier de que la situación de las mujeres era un indicador del nivel de
civilización de la sociedad fue literalmente asumida por el socialismo posterior.

Dentro de la relevancia que esta corriente concede a la educación como factor de


reforma moral destacan las tesis de Flora Tristán, que trataremos de forma específica.
Para Tristán, la educación de las mujeres, debido a la incidencia que tienen éstas
sobre los hijos, era crucial para el progreso de las clases trabajadoras. Desde otro
punto de vista, entre los seguidores de SaintSimon y Owen cundió la idea de que el
poder espiritual de los varones se había agotado y la salvación de la sociedad sólo
podía proceder de «lo femenino». En algunos grupos incluso se inició la búsqueda de
un nuevo mesías femenino. Por último, su visión de una nueva sociedad y una nueva

77
moral concedía gran importancia a la transformación de la institución familiar.
También condenaban la doble moral y consideraban el celibato y el matrimonio
indisoluble como instituciones represoras y causa de injusticia e infelicidad. De
hecho, como señalara en su día el propio John Stuart Mill, a ellos cabe el honor de
haber abordado sin prejuicios temas con los que no se atrevían otros reformadores
sociales de la época.

Flora Tristán ha sido tradicionalmente enmarcada en esta corriente del socialismo


pero en el contexto de este capítulo vamos a interpretar su obra como la de una figura
de transición entre el feminismo de raíz ilustrada y el feminismo de clase. Flora
Tristán es autora de diferentes escritos de ensayo y de carácter autobiográfico, pero
destaca especialmente por su obra Unión Obrera, publicada en 1843. Esta obra tiene
como objetivo «el mejoramiento de la situación de miseria e ignorancia de los
trabajadores», a los que denomina, en clara reminiscencia saint-simoniana la parte
más viva, más numerosa y más útil de la humanidad. Nos interesa analizar el capítulo
titulado «Por qué menciono a las mujeres», capítulo en el que desarrolla la tesis de
que «todas las desgracias del mundo provienen del olvido y el desprecio que hasta
hoy se ha hecho de los derechos naturales e imprescriptibles del ser mujer»10

Para Tristán la situación de las mujeres se deriva de la aceptación del falso


principio que afirma la inferioridad de la naturaleza femenina. Este discurso
ideológico, hecho desde la ley, la ciencia y la religión causa y justifica la exclusión de
las mujeres de la educación racional y su destino de esclavas de los hombres. Hasta
aquí su planteamiento es similar al del sufra gismo, pero el giro de clase comienza a
producirse cuando señala que negar la educación a las mujeres está en relación con su
explotación económica: no se envía a las niñas a la escuela «porque se le saca mejor
partido en las tareas de la casa, ya sea para acunar a los niños, hacer recados, cuidar la
comida, etc.», y luego «A los doce años se le coloca de aprendiza: allí continúa
siendo explotada por la patrona y a menudo también maltratada como cuando estaba
en casa de sus padres» 11. Tristán dirige su discurso al análisis de las mujeres del
pueblo, de las obreras. Y su juicio no puede ser más contundente: el trato injusto y
vejatorio que sufren estas mujeres desde que nacen, unido a su nula educación y la
obligada servidumbre al varón, genera en ellas un carácter brutal e incluso malvado.
Pues bien, para Flora Tristán, esta degradación moral reviste la mayor importancia,
ya que las mujeres, en sus múltiples funciones de madres, amantes, esposas, hijas,
etc. «lo son todo en la vida del obrero», influyen a lo largo de toda su vida. Esta
situación «central» de la mujer no tiene su equivalente en la clase alta, donde el
dinero puede proporcionar educadores y sirvientes profesionales y otro tipo de
estímulos y distracciones. En consecuencia, educar bien a las mujeres (obreras)
supone el principio de la mejora intelectual, moral y material de la clase trabajadora.
Tristán, como buena «utópica», confía enormemente en el poder de la educación, y
como feminista reclama la educación de las mujeres; además, sostiene que de la
educación racional de las mujeres depende también el bienestar de los varones y la
construcción de una sociedad más justa. De la educación femenina se siguen tres
resultados benéficos que son, embrionariamente, los tres argumentos que John Stuart
Mill desarrollará cuando se plantee en qué beneficia a la humanidad la emancipación

78
de las mujeres12. Primero esgrime el argumento de la competencia instrumental: al
educar a las mujeres la sociedad no desperdiciaría por más tiempo «su inteligencia y
su trabajo»; en segundo lugar, desarrolla el argumento de la competencia moral: las
obreras, bien educadas y bien pagadas, podrán educar a sus hijos como conviene a los
«hombres libres», a los ciudadanos; en tercer y último lugar, el que denominábamos
el argumento de la compañera, argumento según el cual los varones se benefician de
la emancipación de las mujeres en cuanto que éstas dejan de ser sus meras siervas y
pasan a ser auténticas compañeras: «porque nada es más grato, más suave para el
corazón del hombre, que la conversación con las mujeres cuando son instruidas,
buenas y charlan con discernimiento y benevolencia»13.

El discurso de Tristán apela, de manera similar a como lo hiciera el de


Wollstonecraft medio siglo antes, al buen sentido de la humanidad en general y de los
varones en particular, como únicos beneficiarios del poder y la razón, para que
accedan a cambiar una situación que, a su juicio, acaba volviéndose también contra
ellos. Además, en clara sintonía con Wollstone craft, defiende un feminismo de la
igualdad que contrasta claramente con el discurso sobre la excelencia de las mujeres
defendido por los saint-simonianos, Fourier y otros utópicos14. Tristán que conoció
muy bien y de primera mano la vida de las mujeres proletarias, tanto en su Francia
natal como en su célebre estancia en Inglaterra15, no parece haber encontrado en
ellas cualidades y virtudes excepcionales. Más bien todo lo contrario, los defectos que
son producto de la miseria, la explotación y la ignorancia; de ahí su racional y
apasionada defensa de sus «derechos naturales e imprescriptibles», de su derecho a
una educación igualitaria, al trabajo asalariado y a la dignidad o lo que hoy
denominaríamos el reconocimiento.

Resumiendo, podemos señalar que los elementos más ilustrados de Tristán se


encuentran en el poder causal que otorga a la ideología y, en correspondencia, la
importancia clave que asigna a la educación como fuente de perfectibilidad humana y
motor del cambio social. Sin embargo, es muy notable el giro de clase que imprime a
estos argumentos en cuanto que su referente son las mujeres obreras. Como colofón,
transcribimos su arenga a los proletarios, en la que se puede observar que, al igual
que los socialistas utópicos confiaban en la posibilidad de colaboración entre
burgueses y proletarios, ella confía en la colaboración de ambos sexos para
desprenderse de sus cadenas: «La ley que esclaviza a la mujer y la priva de
instrucción, os oprime también a vosotros, hombres proletarios. (...) En nombre de
vuestro propio interés, hombres; en nombre de vuestra mejora, la vuestra, hombres;
en fin, en nombre del bienestar universal de todos y de todas os comprometo a
reclamar los derechos para la mujer»"

5. SOCIALISMO MARXISTA

A mediados del siglo xix, las propuestas más o menos utópicas del socialismo
anterior fueron perdiendo fuerza. Esto se debió en buena medida a la aparición de
análisis más rigurosos de la economía capitalista y de un nue vo proyecto de
transformación social. La obra de Karl Marx fue decisiva en la configuración del

79
nuevo socialismo desde el que diferentes autores - que se han calificado como
marxistas - analizaron la situación de las mujeres. En la tradición marxista, el
proletariado aparece como la clase social destinada a acabar con la explotación del
hombre por el hombre y a crear una sociedad nueva. La socialización de los medios
de producción es el principio de la futura sociedad comunista, una sociedad sin
clases, basada tanto en la solidaridad como en la realización de las diferentes
facultades del ser humano.

El marxismo articuló la llamada «cuestión femenina» en su teoría general de la


historia y ofreció una nueva explicación del origen de la opresión de las mujeres y
una nueva estrategia para su emancipación. Este análisis por el que se apoyaba la
incorporación de las mujeres a la producción no dejó de tener numerosos detractores
en el propio ámbito socialista. Se utilizaban diferentes argumentos para oponerse al
trabajo asalariado de las mujeres: la necesidad de proteger a las obreras de la
sobreexplotación de la que eran objeto, el elevado índice de abortos y mortalidad
infantil, el aumento del desempleo masculino, el descenso de los salarios. Pero, como
señalara el alemán August Bebel en su célebre libro La mujer y el socialismo (obra
publicada en 1879 y que conoció 53 ediciones entre esa fecha y 1913), también se
debía a que, a pesar de la teoría, no todos los socialistas apoyaban la igualdad entre
los sexos: «No se crea que todos los socialistas sean emancipadores de la mujer; los
hay para quienes la mujer emancipada es tan antipática como el socialismo para los
capitalistas» i7.

Aunque la obra de August Bebel La mujer y el socialismo constituyó un


importante hito - además de un éxito editorial - en la articulación de la cuestión
femenina en el socialismo científico, más relevante para la futura ortodoxia socialista
fue la aportación de Engels en su conocida obra El origen de la familia, la propiedad
privada y el estado, publicada en 1884. Engels, en clara polémica con el ahora
denominado «feminismo burgués», ofrecerá una nueva interpretación de la historia de
las mujeres: «Una de las ideas más absurdas que nos ha transmitido la filosofía del
siglo xviii, es que en el origen de la sociedad, la mujer fue la esclava del hombre»18.
Efectivamente, en la tradición ilustrada, la historia de la humanidad es la historia de
un continuado progreso social y moral, es (o debe ser) la historia de la sustitución de
la ley de la fuerza por la ley de la justicia, y, en un determinado momento de esta
evolución las mujeres piden también justicia, el reconocimiento de sus derechos
humanos, civiles y políticos. Pues bien, contra esta valoración positiva de la
evolución social para las mujeres, Engels, de acuerdo con algunos trabajos
antropológicos de la épocal9, expone la conocida tesis de que en el origen no era la
fuerza, sino el comunismo primitivo, en el que la división sexual del trabajo, que sí
existía, no implicaba diferencia alguna de estatus. Esta idílica situación finalizó con la
aparición de la propiedad privada. Los varones experimentaron la necesidad de
perpetuar su herencia y para ello de someter sexualmente a las mujeres a través del
matrimonio monogámico (para ellas). El sometimiento de las mujeres se logró a costa
de su segregación del proceso de producción y su confinamiento en la esfera privada-
doméstica; la dependencia material generaría con el tiempo la dependencia
«espiritual» y la sumisión completa a los hombres. De este brevísimo relato sobre los

80
orígenes de la situación de las mujeres se desprenden dos importantes consecuencias.
En primer lugar, en consonancia con las tesis del materialismo histórico, se destierra
cualquier tipo de argumentación biológica o naturalista - una supuesta debilidad
física, la capacidad reproductora como minusvalía - para explicar una desigualdad
social. El origen de la desigualdad sexual, como el de cualquier otro tipo de
desigualdad, es social, en concreto económico. En segundo lugar, Engels extraerá
importantes consecuencias estratégicas del razonamiento anterior. Si la desigualdad
sexual tiene su origen en la propiedad privada y en la separación de las mujeres del
trabajo productivo, abolir la propiedad privada de los medios de producción y la
incorporación masiva de las mujeres a la producción, supondrá, en buena lógica
histórica, el fin de la desigualdad sexual.

Desde el feminismo contemporáneo se ha reconocido la aportación crucial del


análisis económico de la subordinación de las mujeres, pero también se ha señalado el
peligroso reduccionismo que subyace en el fondo del argumento de Engels: las
mujeres no necesitan una lucha específica contra su opresión. En una nueva
modalidad de la teoría de la «armonía preestablecida» leibniziana se concluye que su
lucha es la misma que la del proletariado: acabar con la propiedad privada de los
medios de producción. Diferentes estudiosas han puesto de relieve esta falta de
especificidad de la lucha feminista en la tradición socialista y su subsunción en una
causa más amplia e importante: la lucha contra la sociedad clasista. Simone de
Beauvoir criticó las insuficiencias del «monismo económico» marxista20 y la
feminista socialista Heidi Hartmann en su influyente artículo «Un matrimonio mal
avenido: hacia una unión más progresiva entre marxismo y feminismo» juzgó el caso
aún con mayor dureza. Según sus palabras, las categorías analíticas del marxismo son
ciegas al sexo y la "cuestión femenina" no fue nunca la «cuestión feminista». En
definitiva, y como mínimo, la cuestión femenina se convirtió en la causa siempre
aplazada... hasta el triunfo del socialismo21.

Por otro lado, el socialismo insistía en las diferencias que separaban a las mujeres
de las distintas clases sociales. Así, aunque las socialistas apoyaban las demandas de
las sufragistas, también las consideraban enemigas de clase y las acusaban de olvidar
la situación de las proletarias, lo que provocaba tensiones y enfrentamientos entre los
movimientos. Sin embargo, existen numerosos testimonios del dilema que se les
presentaba a las mujeres socialistas: aunque suscribían la tesis de que la
emancipación de las mujeres era imposible en el capitalismo - debido a la explotación
laboral, la doble jornada, etc.-, eran conscientes de que para sus compañeros o para la
dirección del partido «la cuestión femenina» no era precisamente prioritaria.

Las mujeres socialistas se organizaron dentro de sus propios partidos. Se reunían


para discutir sus problemas específicos y crearon diferentes organizaciones
femeninas. Las bases de un movimiento socialista femenino realmente fuerte fueron
puestas por la alemana Clara Zetkin, quien dirigió la revista femenina Die Gliechheit
(Igualdad) y llegó a organizar una Conferencia Internacional de Mujeres. Por último,
hay que señalar que el socialismo marxista también prestó atención a la crítica de la
familia y de la doble moral (una para hombres y otra para mujeres, en particular en lo

81
referente al sexo) y relacionó la explotación económica y sexual de las mujeres. En
este sentido, es imprescindible remitirse a la obra que la rusa Alejandra Kollontai
escribe ya a principios del siglo xx. Kollontai puso en un primer plano la cuestión de
la igualdad sexual y trató de demostrar su interrelación con el triunfo de la revolución
socialista22.

6. EL MOVIMIENTO ANARQUISTA

El anarquismo no articuló la problemática de la igualdad de los sexos con tanta


precisión teórica como el socialismo. Sin embargo, el anarquismo como movimiento
social contó con numerosas mujeres que contribuyeron a la lucha por la igualdad.
Una de las ideas recurrentes entre las anarquistas, en consonancia con la centralidad
que otorgan al sujeto individual, era la de que las mujeres sólo se liberarían gracias a
su propia fuerza y esfuerzo individuales. Esta es, por ejemplo, la tesis sostenida por
Emma Goldman (18691940) y desde la que llega a cuestionar la idea más o menos
mecanicista de que el acceso al trabajo asalariado trae consigo una mujer libre. Para
Goldman poco ha de servir el acceso al trabajo asalariado u otros derechos si las
mujeres no son capaces de vencer el peso de la ideología tradicional en su interior:
«Su desarrollo, su libertad, su independencia deben surgir de ella misma. Primero
afirmándose como persona y no como mercancía sexual. Segundo, rechazando el
derecho que cualquiera pretenda ejercer sobre su cuerpo; negándose a engendrar hijos
a menos que los desee; negándose a ser la sierva de Dios, del Estado, del esposo,
etc.»23. Interesantes palabras, sin duda, las de Goldman, pero seguramente
insuficientes para enfrentarse al sistema de dominación más longevo y universal de
los existentes. Como ha señalado Osborne, «no acaba de verse claro cómo, con
semejante estrategia, podrían enfrentarse las mujeres a las barreras institucionales, no
por externas menos importantes, que obstaculizan su emancipación» 24. Sin
embargo, si el anarquismo no ofrece un análisis ni una estrategia política accesible a
todas las mujeres sí aporta la conciencia de que el feminismo es, también, una
elección y un camino personal que implica, necesariamente, una manera nueva de
mirar y de vivir. El anarquismo aportará el énfasis en el imperativo de la coherencia
personal, en la importancia de vivir de acuerdo con las propias convicciones. Este
imperativo moral, unido a la firme creencia en la igualdad de todas las personas
propició auténticas revoluciones en la vida cotidiana de mujeres que, orgullosas, se
autodesignaban como «mujeres libres», tanto por su desafío a la moral sexual
tradicional como al resto de las limitaciones en la vida pública. Las anarquistas, a
pesar del probable coste personal que esta práctica tenía en sus vidas, se empeñaron
en ser libres en un mundo que no lo era en absoluto, y menos para las mujeres. Y
como ha sido frecuente en la historia del feminismo también tuvieron que soportar la
incomprensión de algunos de sus teóricos emblemáticos, como fuera el caso de
Proudhon. A este notable y audaz revolucionario - «la propiedad es un robo», escribía
- cuanto más pensaba en ello más raro se le hacía el proyecto de las mujeres de salir
del confinamiento en la esfera privada: «Por mi parte, puedo decir que cuanto más
pienso en ello, menos me explico el destino de la mujer fuera de la familia y del
hogar. Cortesana o ama de llaves (ama de llaves digo, y no criada), yo no veo término
medio»25.

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La desconfianza frente al Estado y las instituciones les llevaba, por un lado y
frente a las sufragistas, a minimizar la importancia del voto y de las reformas
institucionales; por otro, veían como un peligro enorme lo que a su juicio proponían
los socialistas: la regulación por parte del Estado de la procreación, la educación y el
cuidado de los niños. Por ultimo, hay que señalar que debido a su crítica radical del
camino tomado por la destructiva y alienante civilización productivista, algunas
anarquistas llegaron a sostener posturas que les convierten en precursoras de algunos
planteamientos cercanos al ecologismo y la búsqueda de formas alternativas de vida
para todos. En palabras de Lily Wilkinson «...en la vida comunal libre se descubrirá,
no que las mujeres deban emanciparse convirtiéndose en abogados, médicos, etc.,
sino que los hombres tendrán que emanciparse retirándose de ocupaciones tan
anormales para retornar a su hogar, su jardín y su parcela, que constituyen la
auténtica parcela de la vida humana» 26.

RAQUEL OSBORNE

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* Este trabajo fue publicado con anterioridad en Raquel Osborne, «Desigualdad y
relaciones de género en las organizaciones: diferencias numéricas, acción positiva y
paridad», Política y Sociedad, vol. 42, núm. 2, 2005, págs. 163-180.

En las democracias occidentales contemporáneas nos encontramos con una


situación que podríamos calificar como de igualdad formal, de igualdad en las leyes.
En España, donde hemos llegado con retraso a causa de las circunstancias que
imperaban bajo la dictadura franquista, hemos recorrido en estos 25 años de
democracia un camino muy apretado, diríamos, hacia dicha igualdad. Sin embargo, se
constata que nos hallamos muy lejos de la igualdad real entre mujeres y varones. Por
citar sólo algunos ejemplos, en nuestro país las mujeres han dado un salto enorme,
pero todavía insuficiente: nunca se ha logrado un porcentaje mayor de participación
en las esferas del poder político como en la presente legislatura (2004-2008), pues la
mitad del gobierno está compuesta por mujeres, y en las Cortes Generales hemos
pasado de un 28,30 por 100 de diputadas al 36 por 100, aunque el porcentaje de
senadoras ha permanecido prácticamente igual, alrededor del 25 por 100. Con todo, si
bien las mujeres son ya mayoría como funcionarias de carrera (el 52,16 por 100), en
el año 2003 sólo un 25 por 100 llegaba al nivel A, y las directivas de la
Administración Pública y de empresas con más de 10 asalariados no alcanzaban el 20
por 100 (un 18,50 por 100); en cuanto a las tasas de ocupación, las mujeres
representan sólo un 37,72 por 100 frente al 62,17 por 100 de hombres, ganando
además un 30 por 100 menos (Instituto de la Mujer, 2004). La presencia más
numerosa de mujeres en la política ha sido posible gracias a las cuotas primero, y a la
aplicación del principio de paridad por parte de algunos partidos a partir de los años
90, pero el resto de indicadores acusa una desigualdad de hecho entre los sexos,
resultado de una discriminación latente puesto que su justificación no está escrita ya
en ninguna parte como sucedía en épocas anteriores. Esto es lo que sigue dando su
sentido a los movimientos actuales de mujeres y a las políticas públicas que en todos
los países «avanzados» se siguen llevando a cabo, vía los Institutos de la Mujer o
ministerios ad hoc y los sucesivos planes de igualdad de oportunidades. Al examen de
algunos de los mecanismos por los que se mantiene la desigualdad en las
instituciones y organizaciones, sean éstas políticas o del mundo de la empresa; al
significado que, en este marco, cobran las proporciones numéricas entre mujeres y
hombres entendidos como grupos sociales, y a la oportunidad de ciertas medidas
correctoras de los subsecuentes desfases entre ambos sexos, como han sido las
acciones positivas e intentan, con otro enfoque, los planteamientos que adoptan la
paridad, dedicaremos este trabajo.

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1. PROPORCIÓN NUMÉRICA Y PODER SOCIAL DIFERENCIAL ENTRE
GRUPOS

En democracia, los números cuentan. Que existe un déficit cuantitativo en lo


relativo al número de mujeres que participa en los órganos de poder político y
administrativo o en las más altas jerarquías del mundo del trabajo y de la empresa,
resulta obvio. Lo que ya no parece tan conocido es que a partir de una cantidad o
proporción dada la cantidad produce formas cualitativas nuevas, es decir, es capaz de
producir cambios significativos en toda organización social.

Un clásico de la sociología, Georg Simmel, resaltó la forma en que el tamaño de


un grupo determina su dinámica interna. En forma complementaria, destacó asimismo
cómo el tamaño de los grupos influye en la dinámica social (Simmel, 1977). Pero
Simmel se refirió a números absolutos, a grupos grandes o grupos pequeños en
relación con el todo social. No examinó la interacción presente entre grupos de
diferente tamaño. En esta tarea se concentraron numerosos sociólogos (Homans,
1974; Blau, 1977) y/o especialistas en investigación sobre relaciones en torno a la
raza (Allport, 1954; Blalock, 1967; Marden y Meyer, 1973; Frisbie y Neidert, 1977;
Giles, 1977.) Pero el análisis que nos interesará comentar aquí es el de la socióloga
estadounidense Rosabeth Moss Kanter, en cuyo relevante trabajo analizaba esta
interacción entre hombres y mujeres en el mundo organizativo de la empresa (1977a
y 1977b).

Contemporáneamente, se ha acuñado el término de el techo de cristal, es decir, «el


tope invisible que impide a las mujeres llegar a donde están los hombres» (Gallego,
1994: 21); o, dicho de otra manera, los obstáculos que no permiten la participación de
las mujeres en pie de igualdad con los varones. En palabras de Amelia Valcárcel,
«con la expresión "techo de cristal" se designa todo el conjunto de prácticas y
maniobras que dan como resultado que las mujeres sean desestimadas por los
sistemas de cooptación» (Valcárcel, 1997: 98). Existen dos mecanismos principales
de acceso, tanto a la trama organizativa del poder como a la administración pública y
al mundo laboral en general: el de la libre concurrencia, donde el acceso se hace a
través de una selección objetiva; y el que Valcárcel denomina de cooptación, es decir,
«cuando la promoción depende, en cambio, de la designación» (Gallego, 1994: 23).
Aunque la discriminación resulta más manifiesta en el segundo de los casos, también
la supuesta «libre concurrencia» comporta problemas de lo que se ha dado en
denominar discriminación indirecta. De hecho, bajo el techo de cristal lo que se
oculta es una discriminación de este tipo, la más frecuente y la que nos resulta de
mayor interés puesto que la directa está prohibida por la Constitución y las leyes y
resulta, en consecuencia, de más fácil denuncia, jurídicamente hablando. La
discriminación indirecta se mide sobre todo por los resultados diferenciales del tipo
de los señalados más arriba. Sobre estos últimos se sustenta la presunción de dicha
discriminación, y ésta sería la base jurídica para el planteamiento de las acciones
positivasl.

La conciencia de la importancia de la proporción de los números entre miembros

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de grupos con diferente poder social condujo, en un primer momento y en el seno de
los partidos políticos, al planteamiento de las cuotas2. Dado que, de entre los factores
que entran en juego, se achaca al sistema de cooptación existente buena parte de lo
inaccesible de la entrada de las mujeres a los lugares de decisión, las acciones
positivas y su concreción más llamativa, las cuotas, se proponían como medios para
lograr el objetivo de introducir controles dentro de los sistemas de cooptación a fin de
lograr su desmasculinización (Valcárcel, 1997: 110-111). En un segundo momento se
llegó a la idea de democracia paritaria como un derecho más de ciudadanía, el
derecho a la igualdad, a fin de eliminar el llamado «déficit democrático». Se trata de
conseguir un reparto equilibrado del poder público y político entre mujeres y hombres
(en proporción del 40-60 por 100 indis tintamente) como elemento fundamental para
resolver este problema que aqueja a nuestras sociedades. Para ello se habla de
«cambiar la estructura de los procesos de decisión con el fin de asegurar la igualdad
en la práctica» (Declaración de Atenas, 1993)3, es decir, de elevar a cifras igualitarias
con los hombres la participación política femenina para, a partir de ahí, transformar la
práctica política, feminizándola4.

Cuando se discuten las razones, o la justeza de las mismas, por las que las mujeres
-y algunos varones - exigen una democracia paritaria, o, en sentido más amplio, la
participación en condiciones de igualdad con los hombres en todos los ámbitos de la
vida en sociedad, se suelen esgrimir, por lo general, tres tipos de argumentos. De una
parte, el de una cuestión de estricta justicia democrática - pues de otra forma, se
afirma, el sistema democrático no estará legitimado-. Se sostiene que lo importante es
cambiar la representación y, si eso se logra, se está ya cambiando el mundo. Es decir,
hay un decantamiento por un argumento ético5. El segundo conjunto de razones es de
corte utilitarista o pragmático: se habla del desperdicio en recursos humanos que
supone no contar con la aportación de las mujeres, de la mayor sensibilidad de éstas
ante ciertos problemas resultado de su experiencia vital, de la imagen de modernidad
que aportan a los partidos o del efecto dominó sobre los otros partidos en cuanto uno
de ellos incrementa su oferta femenina de representación (Lovenduski, 2001)6. En
tercer lugar, se esgrime el argumento de la «diferencia» que las mujeres aportan al
mundo generizado de las instituciones, tradicionalmente masculinas: «la
inadecuación del mundo político a las mujeres se resuelve por la cantidad» porque, se
afirma, «la cantidad es calidad cuando se alcanza una masa crítica»7. Con todo,
Drude Dahlerup (1993) no considera que un cierto número de personas constituya per
se una masa crítica, entendiendo por masa crítica la que es capaz de cambiar los
modos de la política para que sea favorable a las mujeres, siendo conditio sine qua
non que medie voluntad y alianzas políticas para ello.

Cuando se habla de acciones positivas y, más recientemente, de paridad, se está


pensando que las políticas tradicionales conducentes a la igualdad de oportunidades,
cuyo objetivo es la igualdad de condiciones del punto de partida, resultan
insuficientes en situaciones o grupos en los que se parte de una desigualdad real
sustantiva, por más que la igualdad formal se haya conseguido. De hecho se
comprueba que si se aplica simplemente la igualdad de oportunidades, la diferencia
entre los dos grupos aumentará con el transcurso del tiempo. En el caso de la

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democracia representativa, si la variable de sexo-género - el ser hombre o mujer - no
tuviera relevancia, la proporción de personas elegidas oscilaría entre un 60 por 100 y
un 40 por 100 por la aleatoriedad del sistema de elección, pero como es de sobra
sabido, la realidad discurre por cauces muy distintos.

2. MECANISMOS DE CREACIÓN Y REPRODUCCIÓN DE LA


DESIGUALDAD

¿A qué nos referimos con desigualdad real sustantiva? A las diferencias


importantes que existen entre dos grupos que compiten por un mismo bien,
diferencias relativas a:

1) el acceso a los recursos, 2) el poder de los amigos, 3) el tiempo disponible y 4)


los modelos de socialización; por mencionar algunos factores relevantes pero no los
únicos. Como consecuencia de todo ello, el grupo más fuerte ganará inevitablemente
la competición de que se trate (As, 1990: 3).

1) El acceso a los recursos. Hay dos condiciones para que el poder sea realmente
poder y no «mera» influencia: que sea explícito y que sea legítimo. Estas dos
circunstancias concurren en grado óptimo en el poder político, el más excelencia
público y visible que existe, por lo que se le considera el analogado por (Valcárcel,
1997: 115; Gallego, 1994: 21; Jónasdóttir, 1992: 56). Las mujeres han tenido a lo
largo de la historia «influencia», qué duda cabe, pero sin reunir las condiciones de
explicitud y/o legitimidad a que acabamos de aludir, situación que se sigue repitiendo
en la actualidad, si bien algo más atenuada.

Persiste una diferencia de estatus simbólica entre los sexos, por lo cual los
varones gozan de un excedente de valoración por el mero hecho de serlo, mientras
que las mujeres necesitan sobrecualificarse, demostrar, de una parte, que son más que
lo que se espera de ellas y, de otra, que no son eso que al mismo tiempo se espera de
ellas. Nos explicamos. Como indica María Antonia García de León (2002), las
mujeres tienen una legitimación interina y precaria; esto ha sucedido con las élites
femeninas españolas, que han podido acceder a los puestos profesionales como
pioneras al haber ocupado puestos de primogenitura, inicialmente previstos para hijos
mayores que nunca existieron, y/o haber contado con un apoyo explícito y extra de
los maridos, ya previamente bien colocados. Es decir, sólo circunstancias ex
cepcionales han predispuesto a estas mujeres a hallarse mejor situadas, más apoyadas,
cualificadas y relacionadas que la media de su generación - años 50 y 60 del pasado
siglo-, todas ellas cuestiones habitualmente garantizadas para el varón. Si estas
mujeres fueron «las herederas», en terminología de García de León, también lo
lograron contra viento y marca algunas otras, minoritarias entre la minoría - «las
heridas» como ella las denomina-, sin los apoyos previos comentados, pero a costa en
buena medida de demostrar que no eran lo que se esperaba de ellas - ni madres ni, a
veces, esposas.

Una consecuencia de esta falta de legitimidad es la dificultad para poder investir a

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otras mujeres, para que el propio poder pueda reproducirse, transmitirse: se necesita
la ratificación masculina de nuestras decisiones (Amorós, 2004). De ahí que, aunque
muchas mujeres prefieran ser promocionadas por otras mujeres para, entre otras
cuestiones, no ser tachadas de «florero», sin embargo se saben más solidamente
reconocidas si las elige un jefe (Verdú, 2004)S.

Un requisito imprescindible para la consecución de una igualdad real de


oportunidades, la igualdad de condiciones del punto de partida, no se cumple en las
mujeres que, con el mismo nivel de estudios (que los varones) acceden,
mayoritariamente, a grupos profesionales de nivel inferior. Un interesante trabajo de
Dair L.Gillespie hacía hincapié en un fenómeno parecido en un terreno menos
explorado: el del reparto del poder en el seno de la familia; según esta autora, para
que las mujeres lograran tener un poder equiparable al de los varones era necesario,
no ya que desarrollaran una actividad laboral remunerada, sino que ésta fuera de
rango superior a la de su cónyuge (Gillespie, 1971). Es lo que se denomina hipogamia
(mujer que dispone de recursos superiores a su pareja), tendencia minoritaria pero
significativa en España entre parejas que han cohabitado y que propicia una mayor
igualdad en el seno de la pareja (Flaquer, 1999: 48 y 53). Por otra parte, un estudio
realizado en Suecia demostraba que las mujeres lograban menos becas de
investigación por razones ajenas a la cualificación: a pesar de su mejor formación
científica, las mujeres tenían que ser 2,5 veces más eficaces que un aspirante
masculino para obtener la misma puntuación por su competencia. En los tribunales
evaluadores sólo había 5 mujeres frente a 55 varones. Si bien las autoras del estudio
no se atrevieron a pronunciarse sobre una relación de causa-efecto en torno a este
particular, sí quedó demostrado que los candidatos relacionados con algún miembro
del tribunal lograban mejores notas (Wennerás y Wold, 1997). En España, en la
Administración Pública, donde acceden a puestos directivos más mujeres que en la
empresa privada, posiblemente por el sistema de libre concurrencia del acceso que
permite pruebas de más clara objetivación, un varón tiene, sin embargo, más del
doble de posibilidades que una mujer de ser director o jefe (Callejo y otros, 2004:
39).

Este tipo de reflexiones desmitifica el tema de los méritos, defendido como el


único criterio aceptable, méritos supuestamente rebajados por la paridad según
argumentan sus detractores. Elena Beltrán, en una línea en la que abunda Iris Young,
comenta los factores que, cuando se habla de méritos, actúan en este caso y que
sobrepasan el control del individuo: el talento personal, la educación recibida, el
medio económico familiar... (Beltrán, 2001: 236; Young, 2000). Del mismo modo,
Gallego Méndez (2000: 393) y Beltrán resaltan la falsedad de la creencia en que las
mujeres acceden por cuota mientras que los hombres lo hacen siempre por mérito.
Como señalaba Lada Daavoey, Ministra de la Infancia y la Familia de Noruega, tras
proponer que en los consejos de administración participara obligatoriamente una
cuota mínima de mujeres, «no habrá igualdad... hasta que no haya mujeres
incompetentes en el consejo de administración» (ElPaís, 28 de septiembre de 2003).
Cabría deducir que, para los sectores contrarios al principio de la paridad, como el
Partido Popular español, que durante su mandato presentó recurso de

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inconstitucionalidad contra las leyes de paridad aprobadas por los Parlamentos de
Castilla-La Mancha y de las Islas Baleares, la presencia de la mujer en la vida política
está, pues, vinculada a la voluntad «privada» de un dirigente político (Gallego-Díaz,
2004). Ello nos conduce directamente al segundo apartado.

2) Elpoder de los amigos, interpretando el término «amigos» en el sentido amplio


de «grupo juramentado» que le confiere Amorós al observar que los varones actúan
como grupo de iguales o afines frente al conjunto de las mujeres, que en este caso
seríamos las «otras», las diferentes, las que se quedan fuera y frente a las que los
varones se agrupan como si fueran una piña (Amorós, 1987 y 1992).

Al menos dos vertientes aparecen en este apartado:

a) La selección entre iguales o afines, relacionada con la forma en que la


percepción del mérito fluctúa con el estatus de la persona a ser evaluada, es decir, con
su encuadre en algún grupo, a nuestros efectos el de los hombres o el de las mujeres.
Como es bien sabido, «toda élite suele admitir en su seno fundamentalmente a
individuos de sus mismas características», siquiera sea por pura inercia (Gallego,
1994: 24), siendo frecuente que quienes se encuentran en condiciones de definir la
política de una empresa o la constitución de una élite cualquiera sean varones que ya
pertenecen a ella. En España, además, para los altos cargos a la empresa se recurre
muy escasamente a baremos objetivables, que suelen provenir de la selección
estandarizada de empresas de cazatalentos que no cubren más del 25 por 100 de estos
puestos, siendo sus ejecutivos siempre varones (Callejo y otros, 2004: 44). Como
declarara María Jesús Prieto, Presidenta del Colectivo de Ingenieros de España,
«cuando se va a designar a alguien en el consejo de administración de una empresa se
piensa en una persona de confianza, y el amigo de un señor suele ser, normalmente,
otro señor» (El País, 23 de abril de 2000). Según otra alta profesional, en este caso
del periodismo, «si ellos ven que no compites con ellos te toleran, no te diré que te
aceptan porque no te consideran nunca un igual» (García de León, 2002: 206. En
cursivas en el original). En el estudio sueco citado con anterioridad, las
investigadoras llegaron a la conclusión de que el sistema se inclinaba a favor de una
élite de investigadores jóvenes de sexo masculino que tenían además algún tipo de
relación con los miembros del tribunal, en su casi totalidad varones (Wennerás y
Wold, 1997). Por lo demás, hay trabajos que demuestran aversiones y
desvalorizaciones inconscientes hacia una variada gama de minorías, no sólo de las
mujeres sino también de las personas lesbigays, de color, discapacitadas o mayores.
A igualdad de credenciales se ha comprobado una superior valoración de gente
blanca frente a candidatos negros por parte de calificadores blancos, al igual que de
hombres frente a mujeres en el caso de baremos de un mismo curriculum presentado
alternativamente con nombre de hombre y con nombre de mujer (cit. por Young,
2000: 345-346). Una posible explicación puede ser a la que recurre García de León
en cuanto a que las escasas mujeres que llegan a los altos cargos se convierten en
testigos incómodos, tanto de la falacia presente en la forma en que a menudo se
organizan los trabajos - «no hacen falta tantas secretarias, ni tantos metros cuadrados
de moquetas, ni tanto coche fantástico, ni tanta reunión fuera de la empresa, ni tanta

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tarjeta visa, ni tanto viajar en primera, ni nada de eso», declara una alta profesional
del periodismo - como de las relaciones informales, orientadas hacia la fratría - en el
sentido dado al término por Amorós-, que rigen tales encuentros, como lo muestra el
siguiente titular: «"La cumbre europea de Laeken concluyó con un diálogos entre los
líderes sobre el jamón dulce y las modelos", El País, 18-XII-01» (en García de León,
2002: 205).

b) La relativa a las redes informales, envés de las relaciones formales en las


organizaciones, de manera que las mujeres suelen, por lo general, estar excluidas de
esas redes informales, esgrimiéndose habitualmente su falta de tiempo, en alusión a la
doble jornada laboral de la que los varones se hallan muy a menudo exentos. De ello
hablaremos a continuación. Pero otro motivo menos tangible subyace a esta
exclusión, a saber, que entre varones y mujeres no se conciben relaciones de amistad
(Valcárcel, 1997: 130). Ello es fruto de un esmerado proceso de socialización, cuyo
texto no escrito formula, de una parte, que entre mujeres y hombres sólo se pueden
producir, real o potencialmente, relaciones de sexo; y, de otra, que entre los varones
se generan fuertes lazos de amistad mientras que a las mujeres se les fomentan las
relaciones de competencia... por un hombre. ¡Cuánta energía invertida en conseguir y
mantener un marido, rivalizando con otras mujeres por atraer la atención masculina!,
comenta Alborch en su libro Malas (2002). El feminismo y los movimientos de
mujeres estimularon por primera vez los conceptos de amistad y solidaridad entre las
féminas en el terreno de lo público. Pero da la casualidad de que los varones tienen
más poder, colectivamente hablando, que las mujeres, que compiten por unos
recursos escasos para ellas. Con estos antecedentes pueden entenderse mejor los
resultados de un sondeo realizado en 2004 por Internet a 700 mujeres en el que el 88
por 100 de las mujeres declara su preferencia por trabajar para un hombre debido a la
rivalidad femenina vivida en la empresa (Isalariat, 2004).

Por lo demás, y como bien y abundantemente se ha tratado en la literatura


anglosajona, la creación y utilización de las redes informales masculinas proviene,
con todo sentido, de un anterior mundo segregado, en el que los sexos se educaban
por separado, con todas las afinidades y contactos que esto crea. Nada más natural
que recurrir a viejos colegas y amigos para nombramientos y cargos. Esto no se
corresponde con el mundo actual en el que las mujeres participan en todos los
terrenos educativos con los varones, a veces en superior número. Es por ello que
resulta anacrónico en todo este entramado, pero eficaz para sus partícipes, las
relaciones informales entre «iguales» - labor de pasillo, comidas, tomar copas, hacer
deporte, o incluso «irse de alterne juntos», relativamente frecuentes en los viajes de
trabajo, congresos etc.-, que proporcionan «acceso» al poder, relaciones, de las que
las mujeres suelen estar ausentes (Valcárcel, 1997: 206). La situación de
marginación, soledad y aislamiento se puede ver acrecentada «por la falta de modelos
femeninos de referencia y el apoyo de otras mujeres que actúen como mentoras»,
actitud que puede resultar sospechosa y que no abunda, por otra parte, entre las
mujeres por el «síndrome de la abeja reina» (Callejo y otros, 2004: 44), término
aplicado a quienes consideran que han llegado ahí por sus propios méritos y, en
consecuencia, se desvinculan del resto de las mujeres que «no lo han logrado». Por

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otra parte, un estudio conjunto de la Universidad Autónoma de Barcelona y de
CC.OO. señalaba «varias razones del estancamiento de la mujer en los puestos
medios. La principal era que los hombres parecen tener mejores condiciones para
participar en actividades informales con la clientela. Es decir, que asumen sin reparos
cenar o tomar copas como parte del trabajo, mientras que las mujeres son más reacias.
Por otra parte, las propias mujeres, según ese texto, renuncian a veces a sus
aspiraciones, al tener más obligaciones domésticas y familiares que sus compañeros»
(El País, 23 de junio de 2000). Todo esto enlaza con:

3) El tiempo disponible: como es bien sabido, se observa, estudio tras estudio, que
el reparto de las tareas domésticas sigue siendo muy desfavorable para las mujeres,
sean éstas amas de casa o asalariadas`. En otros países, los datos no son más
alentadores: en conjunto, los padres pasan cuatro veces menos tiempo con sus hijos
que las madres «y ni tan siquiera se sienten obligados con respecto a ellos», tal y
como relata Elisabeth Badinter, quien cita seis de los libros más relevantes publicados
en los EE.UU. e Inglaterra en los años 80 (Badinter, 1993: 204). Con todo, se pueden
hacer algunos matices: si bien el sexo es lo que determina quién realiza el trabajo
doméstico, el nivel de estudios contribuye eficazmente a suavizar la división sexual
del trabajo en el hogar (Izquierdo, 1988), pero la variable más decisiva no es tanto la
categoría del marido como la de la mujer (Alberdi, 1995: 201): sólo la hipogamia de
la mujer le permite contar con un mayor poder de negociación en el seno de la pareja
y lograr así alguna distribución más equitativa de las tareas domésticas.

Aún en países con un desarrollado estado de bienestar y a pesar de los


contrastados avances de las mujeres nórdicas, los estudios acerca de las que se
dedican a la política siguen mostrando que, mientras que para los varones en parecida
situación la familia parece ser un apoyo, para las mujeres políticas la familia continúa
siendo una carga extra, por muy gozosamente que se vivan las relaciones afectivas.
Por ejemplo, en cuanto las mujeres nórdicas lograron feminizar la política tendieron a
suprimir las comidas de trabajo y las reuniones de todo tipo, formales o informales,
en horarios incompatibles con las obligaciones familiares (Dahlerup, 1993).

Un índice de la difícil compaginación entre ambas esferas parece desprenderse, al


menos en el caso español, del predominio de mujeres solteras o separadas, así como
de mujeres sin hijos, entre las que, al menos hace algunos años, se dedicaban a la
política. Por el contrario, la inmensa mayoría de los varones tenía hijos por muy
extensa que fuera su dedicación a los asuntos públicos (Nevado, 1993: 26). Como
señala Anna Freixas, la familia tradicional ha sido el soporte necesario para el acceso
masculino a las esferas del poder - la mujer, o trabajaba en el ámbito doméstico o, en
el mejor de los casos, subordinaba su carrera a las necesidades del marido - (Freixas,
2004). El contar con el firme soporte del cónyuge - en este caso en el ámbito
profesional - ha constituido, a su vez, y como ya hemos comentado, una ventaja para
las mujeres españolas pioneras en las lides profesionales o de la política. Pero lo más
frecuente es no contar con este apoyo, como bien ha quedado reflejado en la
composición del nuevo gobierno de la nación constituido paritariamente tras el
triunfo socialista de marzo de 2004: mientras que todos los ministros menos uno

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están casados y tienen hijos (que van desde uno a cinco hijos, hasta un total de
veintidós), de las ocho ministras, tres están solteras, dos han estado casadas pero ya
no lo están y las tres restantes se hallan actualmente en ese estado. De entre las
casadas antes o ahora sólo suman cinco hijos (Arce García, 2004). De este modo, y
frente al modelo tradicional encarnado por el varón, las ministras citadas representan
la modernidad, los nuevos modelos de vida y de familia de nuestro país que esconden
tras de sí con demasiada frecuencia la incompatibilidad entre familia y función
pública para las mujeres (Freixas, 2004).

Con esto queremos señalar que, con harta frecuencia, la que ha llegado al umbral
del puesto directivo ya presenta un perfil de disponibilidad temporal que le permite
una dedicación importante a la empresa, demostrada ya normalmente en su
trayectoria anterior. Sin embargo, el discurso dominante por parte de los colegas
masculinos sostiene lo contrario, poniendo por delante la supuesta falta de tiempo de
las mujeres, discurso que por dominante aparece como de sentido común aunque la
realidad desmienta el dato. De la supuesta falta de compromiso con la empresa se
achaca, por extensión, una especial dificultad para generar confianza en los colegas y
respeto en los empleados, pero ello no parece sino ocultar, por inconfesable, lo que
subyace a esta desenfocada percepción: la no aceptación del mando femenino
(Callejo y otros, 2004: 46).

En cualquier caso, solteras o casadas, las mujeres se ven envueltas en relaciones


de «doble vínculo». Según cuentan Callejo y Martín Rojo en un trabajo en el que se
recogen las opiniones de altos ejecutivos sobre el acceso de las mujeres a los altos
cargos en la empresa, las «promocionables» o «que llegan» - las mujeres no madres:
las solteras, divorciadas, viudas - son las que provocan la mayor agresividad -
tachadas de feas, antipáticas, putas, solitarias - porque cuestionan los dominios
tradicionales del hogar presidido por la mujer y del trabajo presidido por el varón; las
«no promocionables» y que «no llegan» porque se «autoexcluyen» «son a menudo
ridiculizadas (...), pero son en realidad las que se prefieren puesto que no cuestionan
la división tradicional del espacio, por mantener un lugar central en el hogar y
"ayudar" al varón con su sueldo» (Callejo y Martín Rojo, 1994-1995: 66-68).

4) Los modelos de socialización.

a) Se suele decir que las mujeres no han sido socializadas en el poder, que el
poder no es una meta para ellas. Gallego (1994: 22 y sigs.) comenta críticamente las
conclusiones de estudios pre-feministas sobre la participación política, en los que se
obtenía como resultado un supuesto desinterés de las mujeres por este terreno de la
actividad humana. Con posterioridad, trabajos de investigación realizados con una
óptica feminista pusieron de manifiesto que el aparente desinterés por la participación
política o el posicionamiento ideológico no tenían que ver específicamente con el
sexo femenino sino más bien con las condiciones de vida de las personas, condiciones
relacionadas con la edad, el nivel de estudios o el empleo. Estos resultados enlazan
con la corriente de la sociología feminista que apunta a que los intereses de las
personas responden más bien a su experiencia y a su ubicación en el mundo". Se

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observa, pues, que ha sido esta experiencia la que ha hecho a las mujeres rechazar en
buena medida la política al uso, que han entendido como unas formas de hacer desde
las que se escamotea su propia vida, sus propios intereses, siendo así percibido este
ámbito como un locus que las ha ignorado tradicionalmente.

En este contexto cobran su pleno sentido las respuestas a un estudio realizado


hace algún tiempo (1987) por el Instituto de la Mujer en el que se preguntaba a las
mujeres por sus motivaciones para participar en la política: sólo un 3 por 100 aspiraba
a un cargo público, mientras que un 50 por 100 se interesaba por la política en la
medida en que les posibilitara hacer algo concreto que resultara útil; subyacía la
socialización de las mujeres hacia valores como el afecto, el cuidado, la preocupación
por las necesidades de los otros. Según se concluye en el estudio, el obstáculo real
sería, en este caso, la falta de parecida motivación por parte de los varones (Ortiz
Corulla, 1987, citada por Gallego, 1994). Cuando las mujeres han cambiado su
ubicación social a causa de su mayor incorporación a lo público su interés por la
política ha aumentado asimismo: cuando el PSOE aprobó en 1988 la famosa cuota
del 25 por 100, se triplicó la afiliación femenina (Lafuente, 2003: 299-301). Ver
aproximarse situaciones de poder sin tantos obstáculos por delante posee el efecto de
un imán hacia el que las mujeres se sienten atraídas. Es decir, no es sólo la
socialización hacia el «no poder» lo que disuade del mismo; las mujeres saben que
«el poder llama al poder», que por el hecho de ser mujeres parten de una situación
previa de menor poder, tanto individual como colectivamente, y como esto las sitúa
en desventaja de antemano, provoca su retraimiento.

b) Que las mujeres no «quieran» participar directamente en la política es


respondido por la socióloga Kanter - si trasponemos los resultados de su trabajo en
una gran empresa al mundo de la participación política (Kanter, 1977a)-, por las
dificultades, atisbadas o sabidas por las demás, con que se encuentran las que Kanter
denomina token women, traducido como «mujeres símbolo» por Dahlerup (1993),
mujeres que se hallan solas en un mundo de hombres. Como abundaré en breve sobre
este aspecto de la cuestión no me explayo aquí; simplemente mencionaré que es tal el
esfuerzo que muchas de estas mujeres tienen que efectuar para adaptarse a un mundo
de varones, sin acabar finalmente siendo una más, que no es extraño que sirvan como
antimodelo para muchas otras.

En este contexto cobra todo su sentido el reverso de la pregunta que muy


inteligentemente realiza García de León: en vez de preguntar por qué las mujeres se
interesan menos por la política - a lo cual se puede responder con diversos
argumentos, como hemos efectuado-, se plantea el siguiente interrogante: ¿qué tiene
la política que no gusta a las mujeres?, desculpabilizándolas de este modo por este
aparente desinterés. Nuestra autora responde que el modelo cultural masculino, bajo
el que se entiende la vida de una forma estrictamente unidimensional en términos de
poder, trabajo, ambición etc., no deja espacio para otras dimensiones y crea un
entorno en el que las mujeres, o no pueden cumplir con este modelo o no se sienten
cómodas por la actitud de los varones, plenos de resistencias ante el acceso de las
mujeres a estas posiciones (García de León, 2002: 67).

93
3. DE LAS «MUJERES SÍMBOLO» A LA MASA CRÍTICA

Para entender un poco más qué significan o por qué se piden las acciones
positivas, no es ocioso aclarar cuán significativas son las proporciones entre grupos
con diferente estatus en las organizaciones de todo tipo y en la vida social en general.
Ello ayudará a comprender qué significa estar en minoría tanto en lo que respecta a la
dinámica entre las personas que componen los grupos como en cuanto a las
posibilidades de ejecución de ciertas políticas o de tomar determinadas iniciativas.

Como consecuencia del valor heurístico del trabajo de Kanter, que supuso un
importante punto de partida para numerosas investigaciones posteriores, su obra ha
sido examinada exhaustivamente. Kanter sostiene la existencia de unas situaciones
estructurales - el hallarse en minoría numérica - como determinante de las relaciones
de subordinación para las personas implicadas. Lynn Zimmer (1988) apunta como
deficiencia en su planteamiento el haber tratado de crear unas categorías neutrales
respecto del género; así, ser hombre o mujer no supondría una diferencia a la hora de
encontrarse en situación de minoría numérica, cosa que los resultados de numerosos
estudios desmienten: no basta con constatar la desproporción numérica si no tenemos
en cuenta la disparidad de poder social realmente existente. Como señalan Begoña
Pernas y Juan Andrés Ligero, un grupo de trabajadores puede, en un entorno
masculino, hostigar a la nueva mujer jefa para castigarla por su autoridad, que no
acepta, mientras que en un entorno muy feminizado un jefe puede hacer chantaje a
una trabajadora y abusar de su jefatura para ligar con ella (Pernas y Ligero, 2003:
131). Quienes se comportan con el «síndrome de la abeja reina», están teniendo en
cuenta esa percepción del desigual poder real. Con todo, el enfoque de Kanter
introducía una gran novedad respecto de tratamientos anteriores: intentar
desindividualizar el problema, tradicionalmente achacado a deficiencias de
socialización y educativas en general, para de esta manera «desculpabilizar» a las
mujeres por «no estar a la altura» de lo exigido por la situación. Como contrapartida
indeseada se desculpabilizó, no obstante, a los varones de la creación de las
dificultosas situaciones en que trabajan muchas mujeres.

Por todo ello nos interesará examinar someramente, en primer lugar, qué sucede
cuando las mujeres, un grupo con menor poder que los hombres en todos los órdenes,
forman una minoría exigua, para, en segundo lugar, analizar algunas de las
posibilidades que se abren cuando las mujeres componen una minoría más amplia
que, a partir del 30-35 por 100, constituye una masa crítica. Se podrán romper de esta
manera algunos mitos o especulaciones relativas a si las mujeres en el poder o en
altos cargos se asimilan a la dinámica existente sin más transformaciones - como si
ello dependiera de una mera decisión voluntarista-, al igual que se comprenderán los
costes que, tan a menudo, supone el estar en minoría absoluta en un lugar donde la
casi totalidad de personas son varones.

3.1. «TOKENISMO», O MUJERES SÍMBOLO

Cuando en un grupo se produce una mayoría casi total de varones y una minoría

94
casi total de mujeres tiene lugar una dinámica determinada entre aquellos que
dominan numéricamente y las que Kanter denomina token women, «mujeres
símbolo», y que García de León ha estudiado en el caso de las pioneras profesionales
en España bajo la denominación de «élites discriminadas»: con ello alude a las
primeras mujeres que ingresaron en la cúspide de las profesiones, minoritariamente, a
partir de los años 60 del pasado siglo. Cuando dos grupos con diferente bagaje entre
sí interactúan socialmente se produce inevitablemente un fenómeno de aculturación,
por el que el grupo con menor poder se incorpora, se «suma» inevitablemente a la
cultura del grupo con mayor poder (García de León, 2002).

Ya Simmel (1938, 1961) habló en su momento de la «cultura femenina» en


referencia a las cualidades distintivas que poseían las mujeres12. No mencionaba la
«cultura masculina» pues lo masculino era lo universal, y lo que se diferenciaba del
modelo era la forma de estar y hacer de las mujeres. Simmel, haciéndose eco de lo
que acontecía a su alrededor - el movimiento sufragista-, manifestaba que si bien las
cualidades femeninas las hacían diferentes a los varones, no por ello eran inferiores.
Es decir, el tema del poder se hallaba implícito en sus escritos, si bien Simmel podía
ser tan caballeroso en su época porque nunca planteó la posibilidad de que las
mujeres pudieran atravesar la barrera del mundo masculino y dejaran de ser tan
diferentes; es decir, el mundo de las relaciones intersexuales iba a ser apenas
transformado después de todo. Actualmente, la situación ha cambiado: en primer
lugar, las mujeres se han incorporado, por la vía de la inserción profesional, al mundo
masculino; en segundo lugar, y por una cuestión de carencia de poder, deberán
adaptarse indefectiblemente a dicho mundo; por último, y dadas ciertas condiciones -
de número, por ejemplo-, la cultura «superior» - relativa al grupo más poderoso -
acabará «contaminada» por la cultura de los dominados, sólo que en mucha menor
medida a corto plazo y de manera mucho más asistemática que a la inversa. Es decir,
la contemporánea asimetría de poder, traducida normalmente en términos numéricos -
aunque no siempre (véase el ejemplo colonial)-, produce permeabilidad entre los dos
modelos culturales si bien en condiciones desfavorables para los miembros del grupo
dominado, esto es, también minoritario.

Podemos clasificar en•dos grandes sectores la respuesta de las mujeres ante esta
difícil situación: el de quienes se comportan con el ya citado «síndrome de la abeja
reina», y cuya conducta responde a lo que Amorós deno mina, de forma más barroca,
«síndrome del becario desclasado»13, desmarcándose del resto de las mujeres que
(aún) no ha llegado; y el de quienes adoptan una postura solidaria, crean conciencia
social y contribuyen a que se llegue a la masa crítica. Conviene recordar que la élite
femenina se encuentra aislada, tanto de la élite masculina, de quien depende su
legitimación interina y precaria, como de la masa femenina, que no ha podido
incorporarse a esas parcelas de poder (García de León, 2002), dinámica que se crea a
partir de la interacción de grupos compuestos por personas que encarnan sexos con
una diferente categoría social o estatus14

Kanter (1977b) destaca tres fenómenos asociados a las «mujeres símbolo»:

95
a) la visibilidad: las mujeres atraen una atención desproporcionada sobre sí
mismas sin proponérselo; b) la polarización: las diferencias entre las unas y los otros
son exageradas por ellos, y c) la asimilación: los atributos de la minoría se
distorsionan para que encajen en las ideas preconcebidas acerca de su sexo.

Estos tres fenómenos generan, a su vez, diversas actuaciones o percepciones por


parte de las mujeres.

a)La visibilidad produce una presión en su actuación ya que:

siemprese sienten observadas;

sabenque lo que hagan va a ser tomado como una señal de lo que «hacen todas las
mujeres», lo cual genera la «sobrecarga de identidad» de que hablaba Michele
le Doeuff (cit. por Amorós, 2004) o la «sobrerrepresentación» a que se refiere
García de León;

notanque se da demasiada importancia a su apariencia física;

percibenque si lo hacen demasiado bien pueden dejar en evidencia a algunos de


los dominantes15.

Respuestas típicas a estas situaciones son:

lanecesidad de mostrar la excelencia: el superlogro, la necesidad del


sobrerrendimiento, mientras que es posible para un hombre mediocre alcanzar
un éxito mayor;

ellosupone tener que estar siempre en la cresta de la ola, denotando una fortaleza
psíquica extraordinaria y constante. En suma, no poder aparecer como débiles;

elsobreesfuerzo en el trabajo para contrarrestar el excesivo interés por su


apariencia física;

elintento de limitar la propia visibilidad: hacia ese fin se encaminan los esfuerzos
por pasar inadvertidas, por ejemplo, en la vestimenta, masculinizándola lo más
posible, señal de la necesidad de adaptación a un mundo predominantemente
masculino (de Diego, 1992);

almismo tiempo, la pretensión de minimizar los éxitos para no parecer que


compiten ni destacan más que ellos. Estas reflexiones nos ayudan, de paso, a
rebatir el estereotipo del «miedo al éxito» por parte de las mujeres, que mejor
traduciríamos como temor a destacar (frente a los varones) porque conocen
que eso les puede acarrear problemas (Komarovsky, 1946).

b) La polarización produce un estrechamiento de los lazos entre los dominantes,


que utilizan todos los pretextos para recordar a la mujer símbolo que es diferente, que

96
no es una de ellos, que es una extraña. Porque no es una de ellos se la deja fuera de
ciertas redes informales16, según hemos tenido ocasión de comprobar.

Como en estas situaciones las mujeres son demasiado pocas no pueden crear una
subcultura que contrarreste estos fenómenos, así que se ven limitadas a responder:

bienen forma de aislamiento: repetimos que las mujeres, en posiciones de


liderazgo, se hallan a menudo aisladas de la élite masculina al igual que de la
masa de las mujeres;

bien,en un intento de ser aceptadas por los dominantes, mostrándoles lealtad por
medio de dejar pasar o incluso participando en los comentarios o chistes que
reflejan prejuicio hacia las propias mujeres;

bienpretendiendo integrarse por la vía de ser consideradas excepciones a su sexo,


lo cual aporta luz al síndrome de la abeja reina, mostrando, de nuevo,
prejuicios hacia otras mujeres.

No obstante, sea cual sea la respuesta adaptativa de las mujeres, aparecerán de


nuevo las relaciones de doble vínculo: los únicos valores aceptados son los asociados
típicamente con la masculinidad - asertividad, competitividad, orientación al logro o
autopropaganda-, rechazándose los catalogados de femeninos como pueden ser la
expresión de emociones y circunstancias personales. Si la mujer adopta los primeros
valores, malo, y si se «conforma» con el rol atribuido a las mujeres, malo también.
Del mismo modo, en su labor directiva serán tachadas ya sea de duras - las que «se
pasan» porque trabajan demasiado o se muestran demasiado fuertes - y por tanto
serán catalogadas de viriles o poco femeninas, ya sea de blandas - las que «no
llegan», carentes de autoridad y de capacidades de mando-, quedando su imagen
entonces designada como hiperfemenina, lo que conduce a un déficit simbólico muy
dificil de superar (Callejo y otros, 2004: 48 y 51)17.

c) La asimilación, finalmente, conduce a diversas trampas de rol como


consecuencia de los estereotipos que se aplican a las mujeres. Amorós cuenta cómo
cuando sacó la cátedra en la Complutense, primera mujer en conseguir ese rango en
su área, se sintió explícitamente «adoptada» por diversos colegas masculinos titulares
como si fuera una especie de mascota. Es decir, al no aceptarla plenamente en el
rango jerárquicamente superior que le correspondía, la rebajaban cariñosamente a ese
otro lugar en el que colocamos símbolos que nos hacen gracia para que nos
representen (Amorós, 2004). La asimilación conduce, pues, a ciertos estereotipos
asignados a algunas mujeres, lo cual facilita la adopción de respuestas típicas por
parte de algunas de ellas: la adopción del papel de madre, de seductora, de mascota o
de damas de hierro - el caso de Margaret Thatcher en la Europa de hace unos años fue
paradigmático-, los únicos permitidos, que en ningún caso responden al de las
mujeres como individuos puesto que la individuación se la autoatribuyen los varones.

3.2. LA CANTIDAD ES CALIDAD (O DE CUÁNDO SE ALCANZA LA MASA

97
CRÍTICA)

¿Qué se entiende por masa crítica? Se define, como ya hemos indicado, no sólo
por un incremento en la cantidad relativa de mujeres. Implica, y esto es más
importante, «un cambio cualitativo en las relaciones de poder que permite por
primera vez a la minoría utilizar los recursos de la organización o de la institución
para mejorar su propia situación y la del grupo al que pertenece» (Valcárcel, 1997:
176). Más aún: con la incorporación de las mujeres a las instituciones y
organizaciones tradicionalmente masculinas, se ha acabado poniendo en cuestión la
masculinidad de dichas entidades. A esta situación ha tratado de dar respuesta el
planteamiento de la paridad, más allá del que se desprende de la consideración de las
mujeres como un grupo minoritario en un marco dominante. Si se sigue esta última
lógica, tal y como se ha hecho con los esclavos, los negros, los inmigrantes etc. en
tanto que miembros de un grupo discriminado, criterio en el que se basa la mayoría
de las legislaciones que promueven la igualdad, se aplica un planteamiento
antidiscriminatorio de igualdad formal cuya instrumentación se aplica por medio de
las acciones positivas. Con este modelo, la carga de la prueba recae en el grupo que
se siente discriminado. En el mejor de los casos, se mejora la igualdad de
oportunidades de las mujeres y se consiguen iniciativas puntuales, de difícil
continuidad, y la lógica profunda del sistema -la desigualdad sustantiva de hombres y
mujeres - permanece incuestionada.

No se trata meramente de incorporarse gradualmente a un mundo masculino y


masculinizado. Desde la perspectiva de la paridad se sostiene que los hombres y las
mujeres no son grupos humanos separados sino la base constitutiva de la especie
humana, «son la sociedad humana, y la sexualidad humana trasciende todas las
clases, categorías y grupos humanos» (Vogel-Polsky, 2001: 103). La relación de
interdependencia establecida estructuralmente ha de dar lugar a una posición de
equivalencia entre los sexos, estableciendo la paridad entre mujeres y hombres «como
una prioridad política, que emana de los principios fundamentales y constitutivos de
la ciudadanía, del mismo modo que el sufragio universal o la separación de poderes»
(Vogel-Polsky, 2001: 100). Si bien el locus de la representación política es el
analogado por excelencia, el objetivo de este cambio de paradigma es la consecución
de la igualdad para ambos sexos en todas las esferas de la vida social.

¿Qué diferencias acarrea el constituirse en una masa crítica? Pasar a ser una
minoría menos minoritaria - para situarse en torno al 30-35 por 100 - va a permitir
comenzar a influir en la cultura del grupo y lograr el establecimiento de alianzas entre
los partícipes del grupo menos numeroso. De esta forma, sus miembros podrán
empezar a cambiar la estructura de poder y, por añadidura, el propio estatus como
minoría para, a partir de ahí, poder reproducirse y crecer (Dahlerup, 1993: 176-177).
Todo ello estará relacionado, no obstante, con el apoyo externo con que cuente esa
minoría, formado en este caso por el movimiento de mujeres en general y todas
aquellas redes y recursos que existen a su alrededor o por su inspiración.

Dahlerup, en su trabajo en el terreno de la participación política, ha analizado los

98
resultados de constituirse en amplia minoría en los países escandinavos con
posterioridad a que el fuerte movimiento de mujeres, en alianza con una importante
política de Estado, impulsara un tipo de iniciativas encaminadas a ampliar la
participación laboral y política de las mujeres en aquellos países. Divide sus
conclusiones en dos apartados. En primer lugar, señala algunas ventajas de
convertirse en una gran minoría, que podrían resumirse de la siguiente forma:

disminuciónde los estereotipos femeninos, sin abolirlos en su totalidad";

creaciónde nuevos roles y modelos para las mujeres, jóvenes o no;

finde la resistencia abierta contra las mujeres que se dedican a la política;

cambioen las actitudes negativas de los electores ante la posibilidad de verse


representados por mujeres;

aperturade espacios para las mujeres en la política.

En todos los casos las mujeres en la política sienten que con su incorporación
semimasiva se ha creado un mejor ambiente en el seno de las instituciones políticas.
Por contra, siempre que las mujeres políticas tienen hijos y familia que atender lo
viven como un problema, a diferencia de los varones, que ya comentamos que lo
percibían como un apoyo.

La sola presencia de una mujer en un foro hasta ese momento exclusivamente


masculino es percibida por los varones como amenazadora y subversiva, generando
con toda seguridad algún tipo de resistencia. Pero para que pueda producirse un
cambio duradero debe estar al menos presente una minoría significativa de mujeres
(Lovenduski, 2001: 130). A este fenómeno se refiere la segunda parte del análisis de
Dahlerup cuando comenta que la minoría como masa crítica se diferencia de la
situación de «tokenismo» por ese salto cualitativo que se mencionaba en la definición
de masa crítica y que implicaba la capacidad para «movilizar los recursos de las
organizaciones o instituciones para acelerar su incremento numérico y mejorar su
posición en general» (Dahlerup, 1993: 205-206).

Otros cambios se producen con el aumento de la presencia de las mujeres en la


política. Se habla de cambios institucionales y de procedimiento, por los que se
consigue cambiar la naturaleza de las instituciones y que las mujeres tengan cabida en
ellas. Al mismo tiempo se acaba haciendo repercutir en la legislación los asuntos de
las mujeres, haciéndola sensible al impacto de género, al igual que se dan los pasos
necesarios para favorecer el acceso continuado de las mujeres a la política y que deje
de ser una actividad fragmentaria19. Se ha alterado, asimismo, el discurso de la
política, tanto en lo relativo a los mores y el estilo masculinos propios de unas
instituciones con una ausencia pertinaz de mujeres como en cuanto a las agendas
políticas, que incluyen temas que hace poco tiempo se hubieran considerado pro píos
del mundo de «lo privado». Un ejemplo de esto último lo tenemos en España tras el
triunfo de los socialistas en 2004 y la aprobación como primera ley de la nueva

99
legislatura la concerniente a la violencia de género. Asimismo se va logrando que
todo partido que se precie tenga un amplio número de mujeres en sus listas
electorales, del mismo modo que la presencia de mujeres en altos cargos va siendo
considerada un signo de distinción, cuando no de modernidad (Lovenduski, 2001).

Dahlerup afirmaba en 1993 que, en la política escandinava, las mujeres sólo


formaban coaliciones en los temas que se refieren a la ampliación de su
representación política, una meta común a las mujeres de todos los partidos, siendo
esto un indicador de su presencia como masa crítica. En el resto de las cuestiones
tendían a seguir las disciplinas de sus respectivos partidos. Años después la dinámica
parecía ser la misma: incluso en un tema, la penalización de la compra de servicios
sexuales (una política prohibicionista de hecho en torno a la prostitución), al que
Suecia dio tanta importancia en cuanto a la singularidad de su política y que tuvo una
importante repercusión mediática internacional alrededor del año 2000, las mujeres,
contra lo que hubiera podido pensarse dada la cuestión de que se trataba, siguieron
una disciplina partidista (Kulick, 2004). Significación diferente tendría la presión
ejercida dentro de sus propios grupos políticos para impulsar cierto tipo de iniciativas
- como por ejemplo, en España, la ampliación de los supuestos del derecho al aborto,
pretendida por las mujeres del PSOE pero no apoyada por dicho partido cuando aún
gobernaba en 1996, es de suponer que, entre otros factores, porque no habían logrado
formar una masa crítica.

Tuvimos ocasión de comprobar, gracias a Pernas y Ligero (2003) en relación al


acoso sexual, cómo un mismo hecho - hallarse en posición de jefatura de hombres o
de mujeres - puede conducir a resultados opuestos según que sea una mujer o un
hombre quien manda aunque la proporción numérica de ambos sea similar. Ello nos
estaría indicando que, mutatis mutandis, en situación numérica más favorable, para
lograr cambios cualitativos resulta imprescindible el apoyo y la mutua conexión entre
las mujeres que participan activamente en las políticas partidistas y aquéllas que,
desde fuera de estas organizaciones, militan en todo tipo de movimientos y laboran
por conseguir las vindicaciones de las mujeres. Es lo que, sin necesidad de
organización explícita alguna, han hecho siempre los hombres a través de la ya
mencionada fratría o grupo juramentado. La relación es biunívoca en cualquier caso:
las reivindicaciones del movimiento de mujeres, unidas a la presión de las mujeres en
los partidos políticos, son las que han hecho posible el inicio de las políticas de la
paridad en España. Pero añadamos una última cuestión. Las ocho ministras del
gobierno Zapatero de 2004 no sólo tienen la obligación de ser buenas ministras y
gestoras: «puesto que encarnan el principio de la paridad tienen, también, la
obligación de trabajar para hacer avanzar la condición de las mujeres en su conjunto»
(Gallego-Díaz, 2004). Conciencia de masa crítica que conduce, inevitablemente, a un
nuevo surmenage para las mujeres en tanto que sujetos de su propio cambio pero
lejos aún de la normalización de su presencia en todas las esferas de la vida en
sociedad.

4. A MODO DE EPÍLOGO

100
Como hemos señalado en otros trabajos anteriores (Osborne, 1996 y 1997), la
acción positiva no se aplica exclusiva, ni tan siquiera centralmente, a las mujeres.
Medidas de este tipo fueron arbitradas en primer lugar para la minoría de los negros
en los Estados Unidos, tras un período de duros enfrentamientos a comienzos de los
60 durante el movimiento a favor de las libertades civiles. Cuando fueron planteadas
por la Administración Johnson contaban con un amplio respaldo social a la hora de
reconocer, por parte de la sociedad estadounidense, la retahíla de agravios que
enturbiaban las relaciones entre negros y blancos a lo largo de su tormentosa historia.
Pero las mujeres lograron un reconocimiento tardío de similar derecho porque «la
carga de la prueba» cayó sobre sus hombros mientras que la discriminación por
motivos de raza cayó en descrédito, al menos formalmente hablando.

Hemos partido enceste trabajo de la existencia de la igualdad formal entre mujeres


y varones pero de su desigualdad real. Para ello hemos explorado algunos de los
mecanismos mediante los que se mantiene la desigualdad en las organizaciones, el
significado de las proporciones numéricas entre mujeres y varones que pertenecen a
grupos con diferente estatus y el papel que para paliar estas situaciones pueden jugar
las medidas de acción positiva y la paridad. Que las mujeres necesitan una
sobrecualificación en todos los órdenes para lograr posiciones similares a las de los
varones resulta difícilmente soslayable: al estudio de Mirra Komarovsky, discípula de
Parsons, que en 1949 afirmaba que las jóvenes se tenían que hacer las tontas porque,
de lo contrario, los chicos no se interesaban por ellas (Komarovsky, 1949), podemos
añadir el ya clásico de Philip Goldberg, que mostraba que ante un mismo texto pero
firmado alternativamente por una mujer y un varón, el segundo recibía todos los
parabienes y la primera era calificada sin pena ni gloria (Goldberg, 1968).

Un artículo de principios de los 70 de la estadounidense Margaret Polatnick se


titulaba: «Por qué los hombres no cuidan a los niños?» Tras sesudas investigaciones
nuestra autora respondía lisa y llanamente: porque no quieren. Toda desigualdad
encierra un desequilibrio de poder, y al poder, ya se sabe, no se renuncia así como así.
Quien lo detenta posee el privilegio de determinar las preguntas «relevantes» para la
ciencia. Polatnik se quejaba de que la pregunta con la que encabezaba su artículo
nunca era formulada como un problema a investigar, consagrándose de esta forma el
principio de «que los niños son cuidados por las madres, y punto» (Polatnik, 1973:
49-50).

El techo de cristal, la discriminación indirecta, el déficit democrático, la


democracia paritaria, etc. no son conceptos gratuitos sino que permiten desvelar los
sutiles mecanismos por los que discurre la desigualdad. Desde nuevas posiciones de
sujeto han sido creados y convertidos en herramientas para formular las preguntas
deseadas: ¿por qué no hay igualdad, más allá de la igualdad formal? La paridad entre
mujeres y hombres en los distintos ámbitos de la vida no se consigue por sí sola,
porque hablamos de desigualdad de poder y de privilegios. Las mujeres en minoría
(las token women, mujeres símbolo) y la minoría de las mujeres en tanto que grupo
con menor poder necesitan aliarse mutuamente para conseguir logros en la larga
marcha hacia la igualdad. De forma voluntarista, y en minoría, parece imposible

101
cambiar nada - más bien se cambia a las mujeres y de mala manera, como hemos
visto en el análisis del «tokenismo»-. Dicho de otra manera: las mujeres, cuando son
pocas, difícilmente pueden cambiar las cosas. Sólo las alianzas entre ellas y el dejar
de ser minoría pueden transformar los ámbitos del poder. Para ello las acciones
positivas y, sobre todo la paridad, pueden jugar un papel relevante.

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MARÍA XosÉ AGRA ROMERO

106
La igualdad de las mujeres es una vieja cuestión, inseparable de la de la libertad.
Ahora bien, libertad e igualdad, como es sabido, son valores en conflicto, y si cabe lo
son aún más ante el auge del neoliberalismo y de la globalización económica. En este
contexto la articulación de la libertad e igualdad de las mujeres requiere una especial
atención, esto es, introducir la perspectiva de la justicia social y política, poner de
manifiesto la necesidad de condiciones materiales e institucionales que permitan
afrontar aquellas desigualdades económicas, sociales y políticas que cercenan el
ejercicio de la libertad de las mujeres y que apuntan al sentido y dirección de una
profundización en la igualdad. En el debate filosófico político de los últimos años la
revisión o renovación del lenguaje de la ciudadanía y la irrupción de las demandas
multiculturalistas han puesto el centro de reflexión en la igualdad política y en la
inclusión democrática'. Las exigencias de justicia y pertenencia irían en esta línea,
mientras que las cuestiones de igualdad y redistribución económica parecen quedar
relegadas o minimizadas. No obstante, muchas son las llamadas de atención sobre el
crecimiento de las desigualdades y de la pobreza a nivel mundial, es decir, tanto en
los países desarrollados como en los empobrecidos. Asimismo se incide en que el
crecimiento de las desigualdades y el empobrecimiento tienen un impacto enorme en
las vidas de las mujeres. Por supuesto podemos advertir que esto no es algo realmente
nuevo, sin embargo sí podemos convenir en que es necesario volver a dar un lugar
prioritario, no relegar, estas cuestiones2.

Partiendo de este contexto y de acuerdo con A.Sen en que «una observación de


desigualdad puede producir un diagnóstico de injusticia solo mediante alguna teoría
de la justicia (o varias)» mi objetivo en lo que sigue será examinar algunos aspectos
de las concepciones de la justicia propuestas por Martha C.Nussbaum e Iris Marion
Young en tanto que ambas conceden gran importancia al desarrollo de las
capacidades. La primera se inscribe en la denominada «corriente de las capacidades»
que combina con el liberalismo político4; la segunda, cercana a algunas de las tesis
de dicha corriente, pero defensora de la justicia y la política de la diferencia y de la
democracia comunicativa. Desde esta aproximación al pensamiento de ambas autoras
se trata de ver cómo la combinación o interrelación de capacidades y necesidades
permanece como una cuestión abierta e importante5, bien que se exprese como
libertad e igualdad, derechos y libertades negativas/derechos y libertades positivas,
bien desde la independencia/dependencia, o intentando salvar la disyuntiva apelando
a la dignidad y las bases sociales de la dignidad. La forma de abordar el problema de
las capacidades y las necesidades en unos casos lleva a orientarse hacia la ciudadanía,
en otros a la justicia y/o la democracia, aunque muchas veces sea difícil trazar
claramente una línea. De la mano de Nussbaum y Young nos situamos en el terreno
de la justicia social y política y de sus implicaciones a la hora de abordar la igualdad
de las mujeres.

107
1. LIBERALISMO POLÍTICO DE LAS CAPACIDADES: LA LUCHA
POR EL FLORECIMIENTO HUMANO

No podemos examinar aquí las modificaciones que se producen en el pensamiento


de Martha Nussbaum desde la publicación de «Aristotelian Social Democracy»
(1990) hasta sus escritos más recientes en los que defiende lo que denomina un
«liberalismo político de las capacidades» 6. No obstante, el núcleo fundamental de su
concepción se mantiene, esto es, el intento de basar la corriente de las capacidades en
la idea aristotélica-marxiana de funcionamiento verdaderamente humano, al igual que
sigue siendo su objetivo el abordar los graves y urgentes problemas de las sociedades
actuales y de manera especial los de las mujeres. Nussbaum no elabora una teoría de
la ciudadanía sino una teoría de la justicia social y política parcial, no completa,
acorde con el fin político que se plantea: que los ciudadanos libres e iguales vivan
bien. Para ello se requiere una concepción del florecimiento humano, elemento
imprescindible y previo para determinar si un ordenamiento político es bueno. Dicho
de otro modo, las modificaciones en su pensamiento no afectan a su interés en dar
soporte filosófico, normativo, al diseño de las instituciones básicas de la sociedad o,
mejor, a los principios constitucionales básicos que, nos dice, deberían ser respetados
e implementados por los gobiernos de todas las naciones como el mínimo justo o
mínimo social básico que demanda el respeto por la dignidad humana. Ese mínimo
social básico lo constituye, a su entender, las capacidades humanas centrales, lo que
realmente la gente es capaz de hacer y de ser, respondiendo a la intuición de lo que es
una vida merecedora de la dignidad del ser humano.

Sumariamente, Nussbaum suscribe la idea de Aristóteles de que «el régimen


mejor será aquel cuya organización permita a cualquier ciudadano prosperar más y
llevar una vida feliz» (Política, 1324a: 23-25). Para determinar si un ordenamiento
político es bueno es necesario disponer de una concepción del bien, de la vida buena,
previa a la selección de la estructura y la distribución políticas. En sus primeros
escritos denomina a su interpretación de Aristóteles «concepción distributiva». La
tarea de la política es distributiva, su fin que todos y cada uno de los miembros de la
comunidad dispongan de las condiciones básicas necesarias para que pueda ser
elegida una vida humana buena y plena. El fin político es producir las capacidades
para funcionar. Así, no se trata de distribuir recursos, bienes u oficios. Se opone
abiertamente al utilitarismo y a la concepción distributiva de los bienes primarios de
Rawls7. La cuestión radica en que riqueza, posesiones o dinero son bienes
instrumentales, no buenos en sí mismos, de donde se deduce que más de estos bienes
no siempre es mejor. De acuerdo con Sen, sostiene que la idea de desarrollo es
normativa; con Aristóteles y el Marx de los Manuscritos de 1844 afirma la
importancia de las condiciones materiales e institucionales, necesarias para que los
ciudadanos puedan elegir una vida humana buena y plena. Esta idea tiene una
expresión básica en la utilización de la afirmación de Aristóteles de que «a ningún
ciudadano debería faltarle el sustento». La tarea política consiste en remover los
obstáculos e intervenir para lograr que la gente sea capaz de elegir y funcionar.

Nussbaum quiere hacer compatible su idea aristotélico-marxiana del florecimiento

108
humano con el liberalismo, dando cabida a la elección y a los derechos y libertades.
El problema que suscita el liberalismo tiene que ver con la igualdad, con las
condiciones materiales e institucionales, no con la libertad. De ahí que insista en que
el fin distributivo político debe ser definido en términos de capacidades, no de
funcionamiento real, y que la capacidad de elección sea la capacidad central a que ha
de atenderse en cada área de la vida, haciendo hincapié en que la elección - lo que
sería esencial al liberalismo - ni es pura espontaneidad ni es independiente de las
condiciones sociales y materiales. No obstante, tiene que reconocer que aunque
Aristóteles concede cierto papel a la elección, no es suficiente, lo que le lleva a
asumir la idea liberal de que el ciudadano, en tanto que libre y con dignidad, es un
«hacedor de elecciones». Teniendo en cuenta esta combinación, la tarea urgente que
corresponde a la política es la de proporcionar a los ciudadanos lo que necesitan,
tanto para poder realizar las elecciones como para tener posibilidades reales de
ejercer sus funciones más valiosas. Las libertades, los derechos políticos, coincide
con Sen, son fundamentales no sólo para la satisfacción de las necesidades sino sobre
todo para poder formularlas. Ahora bien, el fin político es la capacidad, no el
funcionamiento. Los ciudadanos serán libres de elegir los funcionamientos y cómo
usarlos. La autonomía, el respeto por la elección, constituye una de las piezas
arquitectó nicas de su propuesta, forma parte de la razón práctica. Pero asimismo se
requiere cuidar de la forma de vida que la sustenta.

Las preguntas que están en la base de la concepción de esta autora son ¿qué
funciones humanas son importantes?, ¿qué precisa una vida humana buena?, ¿qué
elementos de nuestra experiencia nos parecen tan importantes para nosotros que son
parte de quienes somos?'. La concepción aristotélica parte de la idea intuitiva de que
los seres humanos no son dioses ni bestias, sino seres caracterizados por ciertos
poderes básicos y por una «asombrosa necesidad». Con Aristóteles y Marx como
referentes, destaca la complejidad de las relaciones humanas, unas relaciones de
dependencia e interdependencia, de los seres humanos entre sí y en relación con el
mundo natural. Esto es importante a la hora de perseguir el bien, por ello la tarea de
la política debe ser imaginar formas de interdependencia que sean humanas y no
serviles, así como forjar, en la medida de lo posible estas circunstancias'. Si la razón
práctica es una de las piezas arquitectónicas de su concepción, la sociabilidad o la
afiliación es la otra. En sus últimos escritos la idea intuitiva sigue siendo ésta, aunque
se hace más hincapié en la dignidad. Los seres humanos son seres con dignidad y
necesitados, vulnerables e incompletos, limitados y capaces, animales políticos que
no pueden sustraerse a los envites de la fortuna, ni a las tragedias, es decir, no pueden
sustraerse a los riesgos y exigencias de su experiencia mundana, terrenal, variable y
diversa histórica y culturalmentelo

Defendiendo una concepción matizadamente esencialista de la naturaleza humana,


universalista pero sensible al pluralismo y a las diferencias culturales, humanista, que
apuesta por la construcción normativa, va a identificar una lista de capacidades
humanas básicas que, en el contexto del liberalismo político, pueden ser objeto de un
«consenso entrecruzado». Es decir, de un consenso entre quienes tienen diferentes
concepciones comprehensivas del bien. Además de presentar la lista de capacidades

109
humanas centrales, recientemente formula un principio político: el principio de cada
persona como fin, que va a redenominar «el principio de la capacidad de cada
persona»11, queriendo incidir en que las capacidades deben ser perseguidas para
todas y cada una de las personas, tratándolas como un fin y nunca como un medio. De
igual modo insiste en que las capacidades centrales no pueden ser violadas para
conseguir otros tipos de ventaja social.

Uno de los elementos más relevantes ce la corriente de las capacidades lo


constituye su crítica de aquellas concepciones que se basan en los recur sos, en este
sentido, como señalamos, es criticada la concepción rawlsiana. El atender a los
recursos supone olvidar un hecho importante de la vida humana, a saber, que las
necesidades de recursos y las capacidades para convertir los recursos en
funcionamientos valiosos varían enormemente según los individuos. Desde una
aproximación basada en recursos no se tienen en cuenta suficientemente los
obstáculos que pueden darse incluso cuando los recursos parecen estar
adecuadamente extendidos, lo que significa que, si operamos sólo con un índice de
recursos, con frecuencia se reforzarán las desigualdades. En este sentido, sostiene
Nussbaum, la concepción rawlsiana no respeta de forma suficiente la lucha por el
florecimiento de todos y cada uno de los individuos. Hay, pues, que conocer los
obstáculos y tener en cuenta el contexto social en el que se desarrollan las luchas por
el florecimiento de todas y cada una de las personas. Esta aproximación trata a cada
persona como un fin y como una fuente de agencia y valor por derecho propio, de ahí
que no se centre en la satisfacción o en la presencia de recursos, sino en lo que los
individuos son capaces de hacer y de ser12. Lo que lleva a afirmar que «sólo un
amplio interés por el funcionamiento y la capacidad puede hacer justicia a las
complejas interrelaciones entre los esfuerzos humanos y su contexto material y
social»13.

La lista de capacidades humanas centrales que Nussbaum identifica, parte de la


idea intuitiva de que ciertas funciones son centrales en la vida humana, esto es, que su
presencia o ausencia se comprende como marca de la presencia o ausencia de vida
humana. Y, al mismo tiempo, se entiende que hay algo que hace que estas funciones
tengan una forma realmente humana, en la línea en que Marx, siguiendo a Aristóteles,
lo expresa. La lista, difiere de los bienes primarios de Rawls, sin embargo comparte
el mismo espíritu político-liberal, es la base moral de las garantías constitucionales.
Nussbaum insiste una y otra vez que lo que importa son las capacidades no los
funcionamientos reales y que una lista tal como esta deja lugar y protege los espacios
de modo que la gente pueda perseguir aquellas funciones que valoran, inclusive si son
erradas, contradictorias. De lo que se trata es de disponer de unas bases para
establecer un mínimo social decente en una variedad de áreas, mínimo que debe ser
asegurado para todos los ciudadanos, aunque haya desacuerdo en el papel a
desempeñar por el gobierno y la planificación pública en su promoción.

Merecen destacarse dos aspectos. En primer lugar, su defensa liberal se sitúa en el


valor de la libertad, en la libertad de cada persona para elegir en cuestiones
fundamentales. La libertad de elección tiene, como decíamos, precondiciones

110
materiales e institucionales, no es solo una cuestión de tener derechos sobre el papel,
sino de estar en posición de ejercerlos, de ahí la necesidad de atender a los recursos
materiales e institucionales, tanto para la formación de las capacidades como para su
expresión. Con otras palabras, las libertades y oportunidades reconocidas en su lista
no son puramente formales, coincidiendo con Rawls en que responden al «igual valor
de la libertad» y a una «realmente equitativa igualdad de oportunidades». En segundo
lugar, la búsqueda y propuesta de un mínimo social decente - las capacidades como
fines sociales - remite a la provisión de un «umbral de capacidad». Así pues, en lo
que respecta a la igualdad Nussbaum deja abiertas las posibilidades de articulación
distributiva, el umbral de capacidad apunta a la suficiencia. No entra en el debate
sobre los niveles de igualdad, sobre las propuestas igualitaristas o el principio de la
diferencia, etc., indicando que esto se debe abordar cuando las diferencias sean
significativas en la práctica14. Puntualiza, eso sí, que por igualdad entiende la no
discriminación por razón de raza, sexo, etc. y que, en lo que respecta a la igualdad
material, son necesarias políticas redistributivas, pero no aborda cuestiones
económicas. Al presentar una teoría parcial de la justicia también quedan fuera otras
cuestiones que siendo importantes han de esperar a posteriores desarrollos. Propone
aplazar estas cuestiones hasta que todos los ciudadanos estén por encima del umbral,
algo todavía no realizado. Por una parte, en línea con su defensa de la lista de
capacidades, quiere dejar abierta la posibilidad de distintas formas de distribución.
Por otra, no descarta que se produzcan conflictos trágicos a la hora de decidir entre
niveles de capacidades, sobre todo si consideramos las situaciones de graves
privaciones que aquejan a los países en desarrollo. Lo fundamental es que la igualdad
de capacidad no se vincula necesariamente con la igualdad de recursos, dependerá de
cómo los recursos afecten una vez que rebasamos el nivel del umbral de capacidad.
Basta aquí recordar que más no siempre es mejor.

La idea orientadora de la lista es que una vida realmente humana es una vida que
está determinada por los poderes humanos de la razón práctica y la sociabilidad. Su
objetivo es lograr un consenso entrecruzado, en el sentido rawlsiano. Comporta una
concepción moral como un punto de vista independiente (freestanding), es decir que
no se deduce de la teología natural, de la metafísica o de cualquier otra fuente moral.
Entiende que, según su interpretación, esto está en la explicación de Aristóteles del
funcionamiento humano, no obstante ella suscribe una concepción parcial, no
totalmente comprehensiva de la vida buena. Parcial, como es sabido, porque es una
concepción moral únicamente para los principios políticos. Veamos la lista:

Capacidades humanas centrales:

1.Vida. Poder vivir una vida humana completa de duración normal; no morir
prematuramente o antes de que la vida de uno sea tan limitada que no merezca
la pena vivirla.

2.Salud corporal e integridad Poder disfrutar de buena salud; alimentarse


adecuadamente; disponer de alojamiento adecuado; te ner la oportunidad de
satisfacción sexual y de elegir en cuestiones de reproducción; poder moverse

111
de un lugar a otro; protegerse frente a ataques violentos, incluyendo el acoso
sexual, la violación dentro del matrimonio y la violencia doméstica en general.

3.Placer y Dolor. Poder evitar aflicciones innecesarias y perjudiciales en la


medida de lo posible, y disfrutar de experiencias satisfactorias.

4.Sentidos. Imaginación. Pensamiento. Poder usar los sentidos; ser capaz de


imaginar, pensar, razonar -y de hacerlo de forma informada y cultivada
mediante una adecuada educación, incluyendo, pero nunca limitándose a la
alfabetización y la formación matemática y científica básica. Poder utilizar la
imaginación y el pensamiento en relación con la experimentación y
producción de materiales enriquecedores espiritualmente y con
acontecimientos fruto de la propia elección (religiosos, literarios, musicales,
etc.). Ser capaz de utilizar la propia mente en formas protegidas por garantías
de libertad de expresión tanto respecto al discurso político como a la expresión
artística y la libertad de culto religioso.

5.Emociones. Poder tener apego a objetos y personas fuera de nosotros mismos.


Amar a aquellos que nos aman y se preocupan por nosotros. Entristecernos por
su ausencia; y en general, amar, afligirse, experimentar nostalgia, gratitud e ira
justificada. Sustentar esta capacidad significa apoyar aquellas formas de
asociación humana que se muestran cruciales en el desarrollo de dichas
emociones.

6.Razón práctica. Poder formar una concepción del bien y tomar parte en
reflexiones críticas sobre la planificación de la propia vida. Esto incluye, hoy
en día, poder buscar empleo fuera del hogar familiar (en un régimen que
proteja la libre elección de ocupación) y participar en la vida política.

7.Afiliación. Poder vivir para y por otros, reconocer y mostrar preocupación por
otros seres humanos, participar en varias formas de interacción social. Ser
capaz de imaginar la situación de otro y tener compasión por tal situación.
Tener capacidad para la justicia y la amistad. Proteger esta capacidad
significa, una vez más, proteger las instituciones que constituyen esas formas
de afiliación y también proteger las libertades de reunión y expresión política.

8.Otras especies. Poder vivir interesándose y en relación con los animales, plantas
y el mundo de la naturaleza.

9.Juego. Poder reír, jugar y disfrutar de actividades recreativas.

10.Capacidad de separación (Separateness). Poder vivir la propia vida y no la de


ningún otro. Esto implica tener ciertas garantías de no interferencia en ciertas
decisiones que son especialmente personales y propias de uno mismo tales
como matrimonio, hijos, expresión sexual, habla y trabajo.

10a.Capacidad de separación fuerte (Strong Separateness).

112
Poder vivir la vida en el propio entorno y contexto. Esto significa tener garantías
de libertad de asociación y libertad frente a acciones de busca y captura injustificadas.
También significa cierto tipo de garantía de integridad respecto de la propiedad
personal, aunque esta garantía pueda estar limitada de varias formas por las demandas
de igualdad social; y está siempre sujeta a negociación en relación con la
interpretación de las otras capacidades15.

Una de las características importantes es que es una lista de capacidades


combinadas. Nussbaum distingue entre: 1) Las capacidades básicas: el equipamiento
innato de los individuos que son las bases necesarias para desarrollar las capacidades
más avanzadas y una base de interés moral. 2) Las capacidades internas: estados
desarrollados de la persona que son condiciones suficientes para el ejercicio de las
funciones. A diferencia de las capacidades básicas, estos estados son condiciones
maduras. 3) Las capacidades combinadas: la gente puede haber desarrollado un poder
normalmente, indica, con bastante soporte del mundo social y material, pero puede
ser que no funcione de acuerdo con él. De ahí las capacidades combinadas, es decir,
las capacidades internas combinadas con adecuadas condiciones externas para el
ejercicio de la función16. Una vez más, el fin político es la producción de
capacidades combinadas, las circunstancias materiales y sociales son imprescindibles
para el desarrollo y posibilidades de expresión de las capacidades. Frente al
perfeccionismo, frente a una política asistencial o paternalista, el fin político
apropiado a ciudadanos adultos es la capacidad y no el funcionamiento.

La lista, entonces, es una lista de capacidades combinadas, los items de la lista


tienen que ser llevados a cabo para los ciudadanos de un Estado-nación de forma que
se promuevan sus poderes o capacidades internas en un medioambiente adecuado.
Limitando una aspiración anterior más internacionalista, Nussbaum sitúa ahora el
centro en el Estado-nación. Entiende que su idea puede ser empleada en programas de
agencias internacionales y organizaciones no gubernamentales, y puede servir de base
a tratados internacionales y a otros documentos o a leyes internacionales y
nacionales. Pero, en todo caso, en su implementación el Estado-nación tiene un papel
decisivo, pasarlo por alto supondría una prescripción de tiranía. Sería deseable que la
comunidad de naciones alcanzase también un «consenso entrecruzado transnacional»
sobre la lista de las capacidades, como un conjunto de fines para la acción
cooperativa internacional y para cada nación. Esto lleva ría consigo, asimismo,
afrontar la transferencia de riquezas entre países. Alude nuestra autora a los
problemas derivados de la globalización, aboga por un globalismo moral, pero aún
así, recalca, se necesitan los Estados-nación. La razón de esta insistencia tiene que ver
con los problemas que aquejan a las estructuras transnacionales: básicamente, los
problemas de responsabilidad o rendición de cuentas (accountability) y de
representación. Por consiguiente, la implementación práctica descansará en el trabajo
de los ciudadanos de cada nación.

En relación con la cuestión de la pertenencia a la comunidad y con el papel que


juega el Estado-nación, Nussbaum complementa su concepción con una versión del
cosmopolitismo, basada en su lectura de los Estoicos y de Kant, y de los deberes para

113
con la humanidad. Su defensa de la ciudadanía mundial no supone la creación de un
Estado mundial, ni tampoco renunciar a los apegos e identificaciones particulares. Se
opone al patriotismo, quiere incidir en la interdependencia de todos los seres y
comunidades humanas, respetando la individualidad y la elección. Asimismo,
defiende la ciudadanía mundial, más que la democrática o nacional, como núcleo de
la educación cívica. No obstante, en lo que respecta a la justicia, nos dice, los lugares
más manejables para luchar por ella son los Estado-nación y su entramado
institucional. El objetivo es conseguir una estructura institucional justa y, desde esta
perspectiva, los deberes para con la humanidad no son deberes personales, implican
hacer lo que se pueda para que tales estructuras sean posibles. La tarea de las
instituciones políticas consiste en asegurar los bienes básicos de la vida para todos17.

Por otra parte, la lista de capacidades humanas centrales tiene una estrecha
relación con los Derechos Humanos. A juicio de nuestra autora, la lista cubre el
terreno tanto de los derechos de primera generación (libertades civiles y políticas)
como los de segunda generación (derechos sociales y económicos); viene a jugar el
mismo papel. Ahora bien, elabora una defensa del lenguaje de las capacidades frente
al de los derechos humanos, apelando a que comporta más claridad y no está
vinculado a una cultura particular o a una tradición histórica, es decir, de Occidente,
de lo que se habla es de lo que la gente es capaz de hacer y de ser. Por último,
dejando a un lado, por nuestra parte, los problemas de justificación de la concepción
moral - básicamente responde al esquema de Rawls: equilibrio reflexivo, estabilidad
por las correctas razones-, Nussbaum quiere salir al paso de posibles objeciones y
defender las virtualidades de su concepción universalista sensible al pluralismo y a
las diferencias culturales, por eso indica que lo que caracteriza a su lista es: su
múltiple realizabilidad, el fin que persigue es la capacidad, el valor de las libertades y
de la razón práctica, el liberalismo político y los constreñimientos que acompañan a
la implementación. Estos cinco elementos permiten, dice, superar los problemas del
universalismo18.

De lo dicho hasta aquí se desprende que los ciudadanos libres y con dignidad son
aquellos que pertenecen al Estado-nación, concediendo un valor importante a las
instituciones y organizaciones internacionales, complementándose con un ideal de
ciudadanía cosmopolita que puede ser en muchos casos, dice Nussbaum, una empresa
solitaria. De su argumentación nos interesa resaltar que el ciudadano es un individuo
profundamente conectado con la libertad de elección, acepta la idea de autonomía
liberal pero, asimismo, reconoce la dependencia e interdependencia, la vulnerabilidad
y necesidades de los seres humanos y su dignidad. Esto le lleva a sostener que las
capacidades, no los recursos, son el asunto prioritario de la justicia, los individuos
necesitan diferentes recursos para lograr el desarrollo de sus capacidades. Desde esta
perspectiva, la explotación es la manifestación de la subordinación de los fines de
unos individuos a los de otros, el tratar a una persona como un mero objeto de uso
para otros, así, reformula el principio de cada persona un fin en el principio de la
capacidad de cada persona. Las capacidades no se persiguen para la familia, el
Estado, los grupos o corporaciones, sino para el individuo. El liberalismo político
garantiza el ámbito de la elección humana y es, además, una forma de universalismo

114
que tiene posibilidades de ser persuasivo en el mundo moderno.

El otro aspecto a tener en consideración es su crítica del utilitarismo y de todas


aquellas corrientes basadas en las preferencias. Sin poder entrar en ello, quisiéramos
incidir en que realiza un análisis de las preferencias y el deseo para defender la idea
de la «deformación de las preferencias», por un lado y, por otro, para establecer el
papel que juega el deseo en la justificación de una concepción sustantiva, no
procedimental del bien, en su propuesta normativa19. Lo que a este respecto hay que
apuntar es que Nussbaum sostiene que las preferencias no son fiables en la medida en
que pueden estar deformadas por la tradición y la opresión, de forma que en
condiciones de injusticia básica pueden, dicho con otras palabras, ser fruto de una
falsa conciencia. Por eso hay que someter a escrutinio crítico las preferencias. Ahora
bien esto plantea un problema, como ha señalado A.Phillips, cómo encajar el análisis
social de la formación de las preferencias con el énfasis liberal en la elección, clave
en su articulación, cómo distinguir entre deseos razonables e irracionales. Esta
tensión conduce a Nussbaum a una suerte de «liberalismo iliberal»: de un lado se
afirma la separación de los seres humanos, la elección y la autonomía pero, por otro,
«tiene que rechazar muchas de estas elecciones como productos de un poder social
injusto»20. Se decanta, no sin problemas, por la elección, la libertad, la autonomía,
no por la igualdad. En tanto que se dirige a las cuestiones urgentes y graves, opta por
la suficiencia y alcanzar un umbral de capacidad, la pobreza desplaza a las
desigualdades. Mas, como indica Phillips, la igualdad es relacional: «puedes tener
todo lo que necesites para vivir una existencia humana decente, pero seremos aún
desiguales si yo tengo diez veces más de tiempo»21, por lo que propone como
alternativa sustituir la autonomía por la igualdad y abordar desde este interés
fundamental los problemas de los diferenciales de poderes y de capacidades. La
cuestión radica no en si los individuos tienen el mínimo necesario para la elección,
sino si su posición en las jerarquías sociales determinan sus elecciones en formas
desigual CS22.

2. POLÍTICA DE LA DIFERENCIA: LA LUCHA POR EL RECONOCIMIENTO

En términos generales podemos decir que Nussbaum y Young comparten la idea


de que la justicia es la virtud básica de la ciudadanía, ambas inciden en la conexión
entre los valores de la vida buena y la justicia y en el valor de la libertad humana. Se
oponen a una definición fuerte de naturaleza humana pero incorporan, en tanto que
desarrollan una concepción normativa, unos valores que respeten las diferencias y la
pluralidad de las definiciones de lo bueno. Evidentemente hay diferencias
significativas en la articulación que ambas llevan a cabo de estas ideas, en el caso de
Nussbaum determinado por su concepción aristotélico-marxiana del funcionamiento
o florecimiento humano, compatible con su defensa del liberalismo político, en el de
Young por su incardinación en la teoría crítica y la ética comunicativa23. Una toma
como objetivo lo que los seres humanos son capaces de hacer y de ser, la otra ofrece
una imagen de la gente como personas que hacen cosas y actúan. Asimismo
defienden un universalismo, con matices diferentes, y ambas dan un valor
fundamental a la imaginación y a la narratividad. Las dos ven la necesidad de la

115
reflexión normativa y de su contextualización histórica, social y cultural, si bien
Nussbaum la concreta en una teoría de la justicia parcial, mientras que Young no
construye una teoría de la justicia sino que ofrece un ideal de justicia general o
abstracto. La distancia crítica, la crítica social situada y las posibilidades normativas
no realizadas pero latentes en la realidad social dada, junto con el interés
emancipador y la libertad, constituyen los ejes de su reflexión racional, normativa
sobre la justicia. Un punto fuerte de coincidencia se refiere a que la justicia social
tiene que ver con las condiciones institucionales, no con las preferen cías o formas de
vida de los individuos o de los grupos, aspecto este que nos interesa especialmente
aquí. También comparten la crítica a las corrientes basadas en recursos, no obstante
Young va a elaborar una crítica más contundente de lo que denomina «paradigma
distributivo». Aunque, como decimos, hay un parecido de familia - similar quizás al
que habría entre Rawls y Habermas - las diferencias son aún importantes. Veamos las
líneas fundamentales de la propuesta de la justicia y la política de la diferencia de
Young.

Antes indicábamos que el lenguaje de la ciudadanía venía a sustituir al de la


liberación, no es el caso de Young, quien explícitamente asume este lenguaje de
acuerdo con los nuevos movimientos sociales. Su ideal de justicia, frente a otras
propuestas, lo que persigue es la liberación y no la equidad. En Justice and The
Politics of Difference (1990)24 establece que la igualdad básica para todas las
personas es un valor moral; que hay profundas injusticias en nuestra sociedad que
reclaman cambios institucionales y que las estructuras de dominación impregnan
injustamente nuestra sociedad. Partiendo de esto, plantea una crítica del paradigma
distributivo que, a su juicio, suscriben la casi totalidad de las teorías de la justicia
contemporáneas. El paradigma distributivo es aquel que:

define la justicia social como la distribución moralmente correcta de


beneficios y cargas sociales entre los miembros de la sociedad. Los más
importantes de estos beneficios son la riqueza, el ingreso y otros recursos
materiales. La definición distributiva de la justicia a menudo incluye, sin
embargo, bienes sociales no materiales tales como derechos, oportunidades,
poder y autoestima. Lo que marca el paradigma distributivo es una tendencia
a concebir la justicia social y la distribución como conceptos
coextensivos25.

Young considera que además de hacer coextensiva la justicia y la distribución, las


teorías actuales de la justicia sustentan el atomismo social, se centran en la asignación
de bienes a individuos y en las comparaciones de porciones de los mismos
distribuidos entre individuos. Comportan un modelo estático de sociedad y una
ontología social incompleta o errada. Su análisis contempla dos problemas
fundamentales: el paradigma distributivo ig nora u oculta el contexto institucional
que determina la distribución material pero que, por otra parte, lo presupone; y, la
lógica de la distribución no es adecuada cuando se aplica a bienes y recursos no
materiales26. La crítica al paradigma distributivo se sitúa, es importante tenerlo en
cuenta, en el contexto de la sociedad estadounidense. La distribución de bienes

116
materiales, de bienes básicos para los que sufren graves privaciones es una cuestión
prioritaria para toda teoría o programa de justicia, pero las demandas de justicia en la
sociedad estadounidense afectan a problemas que, en general, remiten a tres
categorías de cuestiones no distributivas que se tienden a ignorar: las relativas a las
estructuras y procesos de la toma de decisiones, la división del trabajo y la cultura
(entendiendo por ésta, símbolos, imágenes, significados y comportamientos
habituales y todo aquello a través de lo cual la gente expresa sus experiencias y se
comunica).

En principio acepta la crítica marxista a la distribución pero no basta, dice, para


dar cuenta de los problemas de justicia. Tampoco se deduce de ella que haya que
abandonar el concepto de justicia, por el contrario, ha de ampliarse su alcance. Desde
esta óptica, el contexto institucional es más amplio que el concepto de «modo de
producción», e incluye «todas las estructuras y prácticas, las reglas y las normas que
las guían, y el lenguaje y símbolos que median las interacciones sociales dentro de
dichas estructuras y prácticas, en instituciones tales como el Estado, la familia y la
sociedad civil, así como en el trabajo. Todos estos factores son relevantes al momento
de realizar evaluaciones sobre la justicia, en la medida en que condicionan la aptitud
de la gente para participar en la determinación de sus acciones y su aptitud para
desarrollar y ejercer sus capacidades» 27.

El contexto institucional amplia o restringe las posibilidades de hacer cosas, luego


hay que someter a evaluación a las estructuras institucionales. Las cuestiones no
distributivas demandan la atención de la justicia ahora, en ellas radican las injusticias.
Por ello, se ocupa de tres bienes no materiales: derechos, oportunidades y autoestima,
que en el paradigma distributivo se asimilan a las posesiones. Para Young los
derechos son relaciones, no cosas, remiten al hacer y no al tener, a relaciones
sociales. Lo mismo se aplica a las oportunidades, estas son condiciones de posibilidad
que implican «una configuración de reglas y relaciones sociales, así como una cierta
autopercepción y unas determinadas capacidades del individuo». Las oportunidades
ni han de entenderse como «ocasiones», ni son bienes individualizables: «el concepto
de oportunidad se refiere a la capacidad más que a la posesión; da cuenta del hacer
más que del tener»28. Al igual que con los derechos, no tiene sentido tratarlas como
cosas que se poseen. La auto-estima se analiza, en términos similares, como una
función de la cultura. En los tres casos se cuestiona la «reificación» de los bienes no
materiales. Se requiere un marco normativo más amplio que el de las teorías
distributivas, en el que las identidades y las capacidades individuales sean
comprendidas como producto de procesos y relaciones sociales, ya que «la lógica
distributiva no deja lugar para concebir la capacidad o incapacidad de las personas
como una función de las relaciones entre ellas». Frente a un modelo estático y una
ontología social atomista se concede peso a los procesos, las relaciones y los grupos
sociales, así como a la evaluación de la producción y reproducción de modelos
distributivos.

La distribución del poder se ve afectada igualmente por la posesión y la


reificación, el poder no se ve de forma relacional. Pero sobre todo, la lógica

117
distributiva ignora u oculta la dominación estructural o sistemática que impide a la
gente participar en la determinación de sus acciones o de las condiciones de sus
acciones. La propuesta de esta autora supone una ampliación del concepto de justicia
que viene a coincidir con la política, la justicia requiere que todas las personas
participen efectivamente, que ejerzan su libertad y que sean capaces de expresar sus
necesidades: «como personas que hacemos cosas y actuamos, intentamos promover
muchos valores de justicia social además de la equidad en la distribución de los
bienes; aprender y utilizar capacidades satisfactorias y expansivas en contextos
socialmente reconocidos; participar en la formación y gestión de las instituciones y
recibir un reconocimiento por tal participación; actuar y comunicarnos con las demás
personas y expresar nuestras experiencias, sentimientos y perspectiva sobre la vida
social en contextos en los que otras personas puedan escucharnos»29.

Conecta los valores de la vida buena con la justicia, pero no funde ambas. Así, la
justicia tiene que ver con el grado en que una sociedad contiene y sustenta las
condiciones institucionales necesarias para la realización de los valores de la vida
buena, valores que son dos, muy generales pero universalistas en la medida en que
presuponen el igual valor moral de todas las personas, estos valores son: «(1)
desarrollar y ejercer nuestras capacidades y expresar nuestra experiencia, y (2)
participar en la determinación de nuestra acción y de las condiciones de nuestra
acción». Son los valores de autodesarrollo y autodeterminación que la justicia exige
que sean garantizados a todos30. La injusticia se define como opresión y como
dominación si se ponen impedimentos institucionales a dichos valores. Young es muy
explícita en la definición de ambos conceptos, así: «la opresión consiste en procesos
institucionales sistemáticos que impiden a alguna gente aprender y usar ha bilidades
satisfactorias y expansivas en medios socialmente reconocidos, o procesos sociales
institucionalizados que anulan la capacidad de las personas para expresar sus
sentimientos y perspectiva sobre la vida social en contextos donde otras personas
puedan escucharlas. Las condiciones sociales de la opresión a menudo incluyen la
privación de bienes materiales o su incorrecta distribución pero conllevan también
cuestiones que van más allá de la distribución»; y: «La dominación consiste en la
presencia de condiciones institucionales que impiden a la gente participar en la
determinación de sus acciones o de las condiciones de sus acciones. Las personas
viven dentro de estructuras de dominación si otras personas o grupos pueden
determinar sin relación de reciprocidad las condiciones de sus acciones, sea
directamente o en virtud de las consecuencias estructurales de sus acciones. La
democracia social y política en su expresión más completa es el opuesto de la
dominación»".

Young identifica cinco formas de injusticia u opresión: la explotación, la


marginación, la carencia de poder, el imperialismo cultural y la violencia, cuya
sistematización responde a la reflexión sobre las condiciones de los grupos oprimidos
en Estados Unidos, siguiendo a los movimientos sociales. Parte de que, en efecto,
todos los grupos oprimidos comparten una condición común, esto es, sufren «alguna
limitación en sus facultades para desarrollar y ejercer sus capacidades y expresar sus
necesidades, pensamientos y sentimientos», pero es necesario un sentido más

118
específico de opresión, por ello propone la pluralización de dicha categoría, dado que
no puede reducirse a un único criterio o causa. Se trata de no caer en reduccionismos
o en exclusiones, mas no es una teoría completa de la opresión. La opresión es
estructural, fruto de los procesos normales de la vida cotidiana, no de un poder
tiránico en el sentido tradicional. Dicho de otro modo, a un grupo oprimido no le
corresponde un grupo opresor. No es una opresión consciente e intencional. La
caracterización del grupo social deviene decisiva, su especificidad viene marcada por
el sentido de identidad que tienen las personas, por la identificación con una categoría
social, una historia común y la autoidentificación. Los grupos son reales, son formas
de relaciones sociales, constituyen a los individuos. La diferenciación de grupo en sí
misma no es opresiva y no supone una esencia o naturaleza común. Son fluidos y
heterogéneos, las personas tienen identificaciones grupales múltiples.

Se entiende fácilmente la importancia de las cinco categorías que especifica


Young, pero no podemos detenernos en ellas. Hay que apuntar, sin embargo, que la
explotación no se contempla solo desde la perspectiva de la clase sino también del
género y de la raza. Así, la explotación tiene lugar «a través de un proceso sostenido
de transferencia de los resultados del trabajo de un grupo social en beneficio de otro»
32. La marginación es vista como la forma más peligrosa de opresión, bloquea las
oportunidades de ejercer las capacidades, aludiendo entre otros al «salario social»
como un posible elemento para paliarla. En general, Young sostiene, siguiendo las
aportaciones de la teoría feminista, que la dependencia no es necesariamente
opresiva, sí lo es si supone la suspensión de los derechos básicos a la privacidad, el
respeto y la elección individual. Quiere esto decir que se desmarca claramente del
modelo de ciudadanía liberal, de la idea de ciudadano autónomo e independiente. La
carencia de poder se refiere a la forma de opresión que sufren las personas no
profesionales, no disponen de autoridad, de poder real, carecen de autonomía laboral,
de pocas oportunidades para la creatividad, no tienen conocimientos técnicos y
tampoco «respetabilidad». Esta injusticia deriva de la división del trabajo. Estas tres
categorías de injusticias requieren cambios institucionales, se refieren a relaciones
estructurales e institucionales que delimitan la vida material de las personas,
determinando los recursos y las oportunidades a que tienen o no acceso: «son una
cuestión de poder concreto en relación con las demás personas, es decir, una cuestión
de quien se beneficia a costa de quien y quien es prescindible» 33

1 A partir de los movimientos de liberación, entiende el imperialismo cultural


como una forma de invisibilizar la perspectiva particular dominante en la sociedad,
proyectando sus propias experiencias como representativas de la humanidad,
estereotipando y construyendo las diferencias de algunos grupos como carencia y
negación: «los otros». De aquí que puedan desprenderse usos opresivos de la
utilización del lenguaje de la universalidad o de la neutralidad y que abogue por dar
un sentido positivo a la diferencia de grupo. Por último, la violencia no sólo es una
acción individual moralmente mala, es sobre todo un fenómeno sistemático, una
práctica social y, en determinadas expresiones (violencia xenófoba, contra las
mujeres) su irracionalidad implica la presencia de procesos inconscientes (temores,
odio).

119
La crítica de la sociedad de bienestar capitalista le lleva a defender, ante las
nuevas formas de opresión y dominación, una repolitización de la vida pública, en la
que la función crítica de la cultura, la política y la revolución cultural, como han
venido haciendo los nuevos movimientos sociales, considerados de insurrección, son
los elementos clave. El objetivo es la democratización, la participación activa de las
personas. Justicia y democracia están estrechamente relacionadas, la democracia es
una condición y un elemento de la justicia social. Esto le va a permitir desarrollar la
idea de libertad como autodeterminación, de minimización o eliminación de la
dominación. La participación democrática es valiosa porque aporta medios
fundamentales para el desarrollo y ejercicio de las capacidades. La democracia, no
obstante, debe ser siempre constitucional; la democratización tampoco requiere
necesariamente la descentralización y la autonomía local. Lo que sí requiere la
conexión de democracia y justicia es la redistribución de la riqueza y una
reestructuración del control sobre el capital y los recursos. Lo cual no significa que
haya que esperar a lograr la igualdad material, la justi cia distributiva para
institucionalizar los procesos participativos, para dar voz a los excluidos u oprimidos.
Young más bien sostiene que una mayor participación es una condición para una
mayor equidad distributiva: «la igualación económica y la democratización se
impulsan mutuamente y deberían ocurrir conjuntamente para promover la justicia
social» 34

Como ya venía desarrollando en escritos anteriores, las críticas a la justicia


afectan al nivel de abstracción y de generalidad, al ideal de imparcialidad, pues
excluyen las voces o perspectivas de los grupos marginados, siguiendo un ideal
asimilacionista. La justicia demanda estructuras de participación real, la creación de
espacios públicos en los que la diferencia de grupo, la representación de las distintas
voces sea reconocida. Su propuesta se concreta así en la idea de «ciudadanía
diferenciada» y en un «público heterogéneo» 35. Critica tanto al liberalismo como al
comunitarismo, se opone al ideal de justicia que define la liberación como la
trascendencia de la diferencia de grupo. Argumenta a favor de una versión de la
política de la diferencia que intenta superar los peligros del esencialismo y, al mismo
tiempo, reconceptualiza la igualdad para garantizar la participación e inclusión de
todos los grupos, introduciendo la necesidad del trato diferencial y de organizaciones
separadas, de grupos autónomos, a pesar de sus riesgos. La justicia y la política de la
diferencia responden, pues, a la necesidad de reconocimiento y reclaman la
representación específica de los grupos sociales oprimidos, para lo que hay
proporcionar medios institucionales ya que las injusticias son también institucionales.
Se propone un principio de representación de grupo, para garantizar la representación
y reconocimiento efectivo de las distintas voces y perspectivas que están en
desventaja u oprimidos, que cuente con mecanismos institucionales y recursos
públicos en apoyo de tres actividades: autoorganización, análisis y expresión de cómo
le afectan las políticas públicas y tener «poder de veto» para las políticas que le
afecten específicamente. Es importante señalar que para Young los problemas no se
resuelven a priori, ni tampoco desde la argumentación filosófica, sino en el proceso
político mismo3b. Su versión del reconocimiento de las diferencias grupales afecta a
capacidades, necesidades, cultura y estilos cognitivos y va unido a un «sistema dual

120
de derechos». Sigue siendo necesario un sistema general de derechos iguales para
todos, además de los derechos y políticas específicas de grupo37.

La justicia tiene, pues, como cometido proteger a los vulnerables y dar poder al
débil, un proceso necesario para la consecución de una sociedad en la que de hecho
dejen de ser vulnerables, la liberación es su ideal último. A la justicia social le
concierne el grado en que una sociedad sustenta las condiciones institucionales
requeridas para que todos sus miembros desarrollen y ejerzan sus capacidades,
expresen sus experiencias y participen en la determinación de sus acciones. Desde
esta perspectiva, una teoría de la justicia no necesita ser comprehensiva ni ofrecer
principios, ni fundirse con la vida buena, busca la realización de aquellos dos ideales
de la justicia social: el autodesarrollo y la autodeterminación. En relación con la
autodeterminación indica - en Inclusión and Democracy - que recoge la formulación
de Ph. Pettit de la idea de libertad como no-dominación, en el sentido de que una
persona es libre si es capaz de perseguir su vida a su manera. Esta visión está en
desacuerdo con una interpretación de la autonomía como no-interferencia, hace
hincapié en las relaciones institucionales de dominación. La libertad real significa
ausencia de dichas relaciones, las instituciones deben promover y preservar la no
dominación para todos, esto supone que deben regular e interferir en las acciones para
restringir la dominación del poder y promover la cooperación. Young añade un
elemento más, la participación en las regulaciones colectivas diseñadas para prevenir
la dominación. La democracia está vinculada con la autodeterminación, ahora bien, el
valor de la autodeterminación no se agota o reduce a la participación democrática.

Por último, en el texto de 1990, se refiere a la justicia internacional, reconociendo


que en este ámbito apenas se está comenzando a reflexionar. Aquí los problemas de
distribución de riquezas y recursos, de redistribución entre naciones ricas y pobres,
son más importantes, son un imperativo moral. Esto no implica el abandono de la
crítica al paradigma distributivo, al contrario, en este contexto adquiere más fuerza.
Las categorías de opresión y dominación se aplican a las relaciones entre naciones o
Estados. Aunque considera que los cinco criterios de opresión son un buen punto de
partida, deja abierta la posibilidad de su revisión y de incorporación de categorías
adicionales38. En Inclusion and Democracy va a desarrollar la idea normativa de
autodeterminación como no dominación, de autonomía relacional, frente a la no-
interferencia, así como el ideal de solidaridad diferenciada, para aplicarlo a los
pueblos. Para Young las cuestiones de justicia son globales, requieren instituciones
de gobierno global, tanto como local o regional, frente a los que consideran que el
alcance de las obligaciones de justicia remite al Estado-nación. No aboga por una
ciudadanía mundial en el sentido cosmopolita fuerte, configura una propuesta basada
en el reconocimiento de los pueblos - no en el nacionalismo-, en el federalismo y la
democracia global, y demanda la reforma urgente de Naciones Unidas.

Muchas son las cuestiones que suscita la concepción de Young y que han sido
objeto de importantes objeciones - su propuesta de ciudadanía di ferenciada y de
representación de grupos ha generado un buen debate-, algunas de ellas explican los
cambios de matiz o modificaciones que aparecen en sus últimos escritos. Mas de ellas

121
nos interesa, en particular, la crítica de N. Fraser39, quien afirma que la justicia ha de
atender a la economía y a la cultura, es decir, ha de tener un enfoque bipolar que
permita salir del falso dilema de redistribución/reconocimiento. Coincide con Young
en que en las teorías de la justicia contemporáneas prevalece la concepción
distributiva que tiende a ignorar la política de la identidad tras el argumento de que
representa una forma de «falsa conciencia». Los teóricos del reconocimiento, a su
vez, tienden a ignorar la distribución como si la problemática de la diferencia cultural
no tuviese nada que ver con la igualdad social. Young sería, a su juicio, una de las
primeras en dar cabida a ambos enfoques, pero objeta que en su propuesta acaba
prevaleciendo el paradigma cultural. Para Fraser, el problema está en poder
identificar y defender aquellas versiones de las políticas culturales de la diferencia
que se puedan sintetizar con la política social de la igualdad, integrar los ideales del
paradigma de la distribución y lo que hay de genuinamente emancipatorio en el
reconocimiento, este es una cuestión de justicia, no de autorrealización. Young está
de acuerdo con este enfoque doble de la justicia, no obstante cuestiona la polaridad
reconocimiento/redistribución, prefiere mantener la pluralización de las categorías de
la opresión. Fraser, por su parte, defenderá el socialismo en la economía y la
desconstrucción en la cultura.

En efecto, Young parece dar mayor preponderancia al reconocimiento, a la


cultura, aunque, como hemos visto, trataba de poner de manifiesto aquello que ignora
u oculta el paradigma distributivo y atender a las demandas propias de la sociedad
estadounidense. En Inclusion, va a centrarse en la cuestión de la inclusión política, en
los problemas de exclusión y marginación política, sin abandonar la política de la
diferencia. Sigue defendiendo que no hay que trascender las diferencias sociales, que
la diferencia social, no significa identidad, es un recurso y no un obstáculo para la
comunicación democrática que apunta a la justicia. Distingue entre grupos sociales
culturales y estructurales. Estos últimos son los más importantes para la mayoría de
las demandas de justicia, se refieren a las relaciones estructurales de poder, a la
asignación de recursos y a la hegemonía discursiva40. La desigualdad estructural se
define, entonces, como las limitaciones con las que se encuentra la gente tanto
respecto de su libertad como de su bienestar material. Marcando distancias en
relación con la política de la identidad y del multiculturalismo, mantiene que la
política del reconocimiento no puede verse independientemente de otras formas de
desigualdad u opresión. Admite que el desacuerdo generado por el pluralismo cultural
ha dado lugar a un abandono del otro foco de conflicto profundo, el conflicto
estructural de interés. Ahora bien, Young incide en que el fin que ha de perseguir la
discusión y toma de decisiones democrática debe ser promover la justicia, esto
requiere, a su modo de ver, inclusión en un sentido fuerte, no simplemente la
igualdad abstracta y formal de todos en tanto que ciudadanos, reconociendo las
diferenciaciones sociales, dando voz a los grupos situados diferentemente para
expresar sus necesidades, intereses y perspectiva «en formas que cumplan las
condiciones de razonabilidad y publicidad», aún a sabiendas de que esto puede dar
lugar a una mayor complejidad y ponga de manifiesto conflictos de intereses que solo
pueden resolverse cambiando las relaciones estructurales 41

122
3. APENAS UNOS APUNTES: LA LUCHA POR LA IGUALDAD

Quizás sea oportuno, en un momento como el actual y ante los últimos


acontecimientos, detenerse a reflexionar, con Nussbaum y Young, sobre la
vulnerabilidad de los seres humanos, sobre la dependencia e interdependencia, sobre
el desarrollo y el ejercicio de las capacidades y la expresión de las necesidades, es
decir, sobre qué significa ser vulnerables, limitados pero capaces de hacer cosas, de
actuar, de ser. Las exigencias de justicia social y política que demanda un ideal de
ciudadanía que descansa en el reconocimiento de las personas como iguales, con
igual valor o dignidad, de igualdad humana ante la indignación, la humillación o la
dominación, remite a una comprensión de las capacidades y de las necesidades como
diferenciales, tanto en lo que atañe a la dotación natural como a las contingencias
sociales. Esto implica remover los obstáculos y poner las bases materiales e
institucionales para que se puedan ejercer y expresar capacidades y necesidades. En
gran parte demanda una redistribución a nivel de los Estados-nación y a escala
internacional. Ahora bien, es evidente que llevar a cabo esto no solo es una ardua
tarea sino que además, teniendo claro el problema, nos plantea cuestiones difíciles de
resolver.

Una aproximación como la de Nussbaum da prioridad a la justicia básica, a la


igualdad humana básica que conlleva el reconocimiento de lo que significa ser un ser
humano, a las pre-condiciones materiales y a las libertades básicas que han de
asegurar las instituciones políticas para que los ciudadanos tengan un acceso igual,
partiendo de un mínimo social decente, para llevar a cabo sus elecciones. Su
preocupación por los urgentes problemas de pobreza y fuertes privaciones en los
países en desarrollo explicarían en gran medida su posición. Aunque esta concepción
comporta un cierto grado de redistribución para alcanzar un nivel suficiente, el
mínimo social decente, no se vincula con una concepción de la igualdad. Aún cuando
el impulso igualitarista se deja sentir de forma considerable y conviniendo en que
lograr ese mínimo sería algo extraordinario, no obstante queda abierta la posibilidad
de que el principio de la capacidad de cada uno pueda ser compatible con
desigualdades económicas y de poder importantes. El énfasis en la libertad como
elección y el pluralismo cultural, da lugar a tensiones no resueltas en su articulación
de libertad e igualdad. Nussbaum es consciente de las dificultades, pero considera una
mejor solución establecer un consenso sobre las capacidades como fines sociales y
mantener discrepancias o desacuerdos respecto de los niveles de desigualdad
material. En este sentido creemos que tiene una visión de la igualdad como
igualitarismo económico o igualdad de recursos y, coincidimos con ella, en que más
no siempre es mejor, pero si es así, habría que conceder también que la igualdad es
relacional, que las desigualdades son comparativas. No se puede hacer abstracción de
las relaciones sociales y de dominación, como ella, por otra parte, constata. La lucha
por el florecimiento humano, una vez logrado el mínimo, no puede verse únicamente
como un ejercicio de la capacidad de elección.

Una aproximación como la de Young tiene un fuerte compromiso con la igualdad,


pone énfasis en la libertad como no-dominación, en la acción y participación política,

123
en la lucha por la igualdad política y el reconocimiento de la diferencia social que no
tiene su origen exclusivamente en las desigualdades económicas. Sabemos que en su
análisis de la opresión y la dominación el contexto es determinante y, dado que su
contexto es el estadounidense, aconseja cierta precaución a la hora de generalizar. Sin
embargo, y atendiendo a ello, son pertinentes las puntualizaciones de Fraser o de
Phillips respecto a los desplazamientos de los problemas económicos y sociales, de
redistribución, en aras del reconocimiento cultural y de la igualdad política desde el
convencimiento de que la lucha por la ciudadanía y la inclusión política promoverán
una mayor igualdad social. Ahora bien, una concepción pluralista, mas que
diferenciada, e igualitaria de la ciudadanía tiene que, cuando menos, pensar los
límites, no los mínimos, de la desigualdad económica y su relevancia para la igualdad
social y política. Dicho de otro modo, de acuerdo con Phillips: «los ideales de
ciudadanía igual no pueden sobrevivir incólumes a los grandes diferenciales de renta
y riqueza, cuando la brecha entre ricos y pobres se abre demasiado, carece de sentido
pretender que hemos reconocido a todos los adultos como iguales»42. Una última
reflexión, con las propuestas normativas y políticas de Nussbaum y Young, a pesar de
los problemas y dificultades, constatamos, más que el escepticismo o el agotamiento
de las energías utópicas, la posibilidad de una alternativa al neoliberalismo y de un
ideal de ciudadanía que no refuerze su lado excluyente, que los problemas de justicia
no son personales sino estructurales e institucionales, que el conflicto entre libertad e
igualdad no está resuelto.

NEUS CAMPILLO

124
1. LA COMPLEJIDAD DEL DEBATE EN TORNO A GÉNERO Y CIUDADANÍA

La pluralidad de opciones desde el feminismo filosófico para buscar alternativas


al concepto de ciudadanía proporcionó, en la década de los 90, un complejo debate en
torno a la identidad de las mujeres y al sujeto político. Esa complejidad proviene de
las dificultades para definir la especificidad de lo político desde un ámbito autónomo
feminista. La crítica a la noción de una identidad sexual como una noción predefinida
de «la mujeres» proporcionó una plataforma desde la que replantearse la viabilidad de
diferentes formas de entenderlo.

Hay que decir que los clásicos del feminismo definieron de forma clara y
contundente el grupo desde el que se hablaba para poder argumentar contra la
exclusión de las mujeres: «voy a hablar en nombre de las de mi sexo», afirmó Mary
Wollstonecraft para vindicar los «derechos de las mujeres». Pero esa misma claridad
introdujo la dificultad de tener que definir ese nuevo sujeto de derechos. El límite de
una ciudadanía excluyente hizo necesario tener que definir una nueva identidad: la de
«las de mi sexo», las mujeres. Una resignificación que generó un movimiento
vindicativo y emancipador y al mismo tiempo la necesidad de definir la identidad
desde el sexo.

Esa exclusión tenía un componente fundamental como era la relación de dominio


de los hombres sobre las mujeres componente que hacía que las «cambiantes
relaciones de poder entre los sexos» lo fueran sólo en un único sentido: el del
mantenimiento estructural del dominio masculino. De ahí a que este dominio se
considere un «transcendental histórico privado de historicidad», como se puede
concluir del análisis de P.Bourdieu de la «dominación masculina» U.Álvarez Varela
y E Uría, 1997), sólo hay un paso.

Sin embargo, defendería que, como afirmaba Hannah Arendt, la capacidad de lo


político desde la acción y el discurso - desde la libertad - para generar lo nuevo es una
opción posible para la acción humana en la pluralidad. No es de extrañar, pues, que
hayamos asistido durante los últimos doscientos años a una constante resignificación
del sujeto del feminismo y, en consecuencia, que se presenten distintas alternativas
desde las que se propone eliminar el dominio y afirmar la libertad de las mujeres.

Si intentamos hacer un diagnóstico de nuestro presente se aprecia una perplejidad


delante de la actualidad que muestra que las mujeres han ido constituyendo uno de los
grupos más activos socialmente hablando, que ha habido un vuelco importante en lo
que se refiere a las pautas tradicionales que las reducían al ámbito de lo privado, pero

125
que, a pesar de ello, las mujeres aún carecen de capital económico y de poder
político. De manera que su presencia pública no impide, sin embargo, que ocupen una
posición de dependencia. Se aprecia una gran sensibilidad social por lo que se refiere
a la discriminación salarial-laboral, a la violencia contra las mujeres, pero no hay
sensibilidad respecto del reconocimiento de las mujeres como iguales a nivel de
ciudadanía.

Uno de los problemas al respecto es la dificultad de definir la política feminista en


relación a la ciudadanía y a la política democrática. En el feminismo se canalizan los
debates generales en torno al liberalismo, la democracia deliberativa, la democracia
radical, el comunitarismo y el multiculturalismo, además del debate específico
feminista al proponer la paridad.

Mi argumentación en torno a esta tríada de mujeres, ciudadanía y sujeto político


se centra en la necesidad de generar una esfera pública en la que la participación de
las mujeres lo sea desde la pluralidad de puntos de vista y demandas. Los diferentes
debates en torno a la paridad o al multiculturalismo, etc. tienen un excesivo sesgo de
excluyentes pero no tendría porqué ser necesariamente así. Entiendo que no hay ni
que generalizar las alternativas ni excluir ninguna de ellas en el debate. Ahora bien,
defender un pluralismo no es situarse en una postura ecléctica, sino generar
posibilidades de debate en un «diálogo intercultural complejo», como afirma Seyla
Benhabib, cuya característica sea la formación de una cultura crítica.

Al proponer la elaboración de una «cultura crítica» se entiende que la crítica de la


cultura que el feminismo, entre otros movimientos sociales, protagonizó en los
setenta es sólo «una» entre las posibilidades, pero que no es suficiente para
radicalizar la crítica. Entiendo que esa radicalización no puede hacerse al margen de
pensar los problemas que atañen a las mujeres en su inserción. Una cultura femenina
o al margen de la elaboración de una cultura crítica conlleva una determinada idea del
bien y de la comunidad desde las mujeres. Una cultura feminista representará el punto
de vista de las que hablan «en nombre de las de mi sexo» con lo que ello acarrea.
Ambas hacen posible una crítica de la cultura - esa cultura que excluye esa idea de
bien desde lo femenino - o que excluye el punto de vista de las de mi sexo. La
elaboración de una cultura crítica, sin embargo, supone un riesgo mayor frente a la
seguridad doctrinal o la justificación ideológica y, desde luego supone asumir el
feminismo como crítica filosófica. Sólo desde la necesidad del comprender, de la
búsqueda del sentido, y de la afirmación de libertad y la elaboración del juicio es
posible proponer una «actitud» que vaya más allá del humanismo entendido éste en
sentido doctrinal. En definitiva, una cultura crítica elaborada desde el feminismo ha
de significar un contrapunto al «simulacro cultural» que se crea desde el orden
femenino U.Lorite Mena, 1987).

Feminismo y ciudadanía, desde ahí, adquieren un carácter distinto del que aparece
cuando las propuestas se realizan, sin más, como determinadas ideas de bien o como
ideologías.

126
La cuestión a clarificar en el diálogo entre los feminismos es que no tiene porqué
haber una alternativa feminista que sea excluyente de otras. El feminismo como
crítica lo posibilita. No es una afirmación de eclecticismo, sino desde la libertad de
las mujeres que el feminismo de la igualdad propone. Las prácticas de los grupos de
mujeres conllevan estrategias diversas de su afirmación de libertad y lo relevante es
que ocupen el espacio público. Si el feminismo es interclasista e interétnico e
interideológico eso conlleva lo que acabo de afirmar. Sin embargo, a partir de ahí se
presentan nuevos problemas. Porque nos encontraremos con la necesidad de asumir
esas nuevas formas de ser individuo por parte de las mujeres. Así como nuevas
formas de solidaridad y pactos entre ellas. Pactos, que han de significar la
deconstrucción del «espacio de las idénticas» y la construcción del «espacio de las
iguales» (C.Amorós, 1987). «Espacio de los iguales» que es condición de posibilidad
de la individualidad y, viceversa. La afirmación de individualidad hará posible las
relaciones de solidaridad de las mujeres entre ellas, hará posible la igualdad. Hay
unos límites ideológicos, que entrarían en contradicción con los propias asunciones
feministas y que impedirían la solidaridad con «todas» las mujeres. «Es la práctica de
la solidaridad la que justamente les impide a las mujeres hacer discurso»
(A.Valcárcel, 1996: 57). El problema es recurrente. La paradoja de que si no había
que conceder el voto a las mujeres porque votarían conservador y entonces no habría
logros para las mujeres parece volver a plantearse en otros términos. Se afirma que no
hemos luchado para que ahora estén en el poder mujeres que actúan de forma
contraria a las propias propuestas feministas. Y no encuentro otra respuesta que
matizar la situación porque sólo es aparentemente paradójica. Ya que al luchar para
que las mujeres pudieran ejercer su libertad también se ha luchado para que esas
mujeres tengan poder, participación ciudadana, estén en el espacio público y puedan
elegir. Ahora bien, el problema está en «admitir la continuidad genérica sin fisuras»
(A.Valcárcel, 1996: 58). A mi entender, el límite ideológico no habría que plantearlo
como concluyente, sino como abierto en el sentido de que serían posibles pactos en
aquellos aspec tos que representaran posiciones comunes. Más bien el feminismo
debería plantear propuestas que, como la escalera del Tractatus de Wittgenstein, se
puede echar una vez se ha subido por ella. Es lo que ocurre cuando se plantea la
paridad, por ejemplo, como una forma de representación que se propone como
medida para paliar el déficit de representación de las mujeres en los órganos de
decisión política. Eso no quiere decir que no pueda haber otras alternativas de
diferentes prácticas feministas. Por lo tanto, la pluralidad ha de ser condición de
posibilidad de todas esas alternativas con las que a su vez se podrá estar o no estar de
acuerdo porque ha de ser viable el feminismo también desde el conflicto.

2. DISCERNIR UNA CULTURA CRÍTICA DESDE LA PLURALIDAD DE LOS


FEMINISMOS

Universalismo y Género, Consenso y Disenso, Libertad y Determinismo, Sí-


mismo (Identidad) y Alteridad son dicotomías que se presentan en la crítica feminista
actual, que recogen y van más allá, al mismo tiempo, de las polémicas en torno a la
igualdad-diferencia, de los años 80. En cierta medida, surgen de esa polémica y la

127
redefinen en otros términos.

Universalismo-género es una dicotomía que aparece en el debate en torno a la


paridad y recoge los argumentos que estaban ya presentes en relación a la igualdad-
diferencia. La «querelle des femmes» en el feminismo del fin de siglo (loan W.Scott,
2000) responde a la cuestión de las características de la ciudadanía en relación al
sexo. ¿Es o no relevante el sexo para la ciudadanía? La afirmación de algunos
feminismos de que no lo sea, la neutralidad sexual de la ciudadanía (Shulamith
Firestone, Chantal Mouffe, Donna Haraway) parecería echar abajo la petición de la
paridad de que hubiera en los órganos de representación una paridad entre mujeres y
hombres: «Es paradójico, pero interesante argumentar que fue el universalismo el que
mejor mantuvo la sexualización del poder, y que la paridad aspira, por contraste, a
desexualizar el poder extendiéndolo a los dos sexos. La paridad sería el verdadero
universalismo» (Francoise Collin, 1995).

Pienso que la paridad es una estrategia en la representación política para lograr


que las mujeres puedan superar el llamada «techo de cristal» en la participación
política y en la política representativa. Sin embargo, hay el peligro de que se entienda
no como una formula estratégica sino como la necesidad de representación por la
diferencia sexual y precisamente para representarla. Lo cual significa entender la
ciudadanía excesivamente en términos de representación. Pero si el concepto de
ciudadanía recoge, aunque sea a ese nivel estratégico, el género, eso puede conllevar
determinados problemas, como son los de marcar la identidad genérica de forma tal
que sí que constituya un lastre para la misma representación. La cuestión es
paradójica en sí misma puesto que parece que se propone justo lo que se intenta
subvertir, o sea, que el sexo no sea pertinente para la ciudadanía; que si la ciudadanía
ha estado marcada en masculino pierda ese carácter genérico. La universalidad
significaría exactamente la neutralidad respecto del sexo. Sin embargo, ese ideal a
alcanzar no forma parte de la realidad a gestionar en absoluto. Por lo que se hace
necesaria la defensa de la paridad como estrategia de la misma manera como se
pueden defender los planes de igualdad: ambas estrategias son escaleras que se
podrían echar una vez se haya subido por ellas.

La ciudadanía y el sujeto político desde el feminismo, en este momento, han de


redefinirse a partir de lo que las prácticas han representado desde la multiculturalidad,
la asunción del conflicto como inherente a lo político, el disenso, por lo tanto, como
ineludible, pero asumiendo la necesidad de un «diálogo intercultural complejo».

Las alternativas que representan el feminismo ilustrado y nominalista, la


alternativa de la democracia multicultural-deliberativa, la democracia radical, y la
democracia paritaria se están dando desde las propuestas feministas. Hasta el
feminismo conservador y el cibernético tienen propuestas sobre modelos de mujer y
de relaciones entre los sexos para debatir en el espacio público. Eso significa que
estamos lejos de la imposición de un único modelo. Ahora bien, discreparía de que
por ello no tengamos que ser capaces de discernir una cultura crítica feminista y
establecer desde ella los diálogos y los pactos posibles.

128
Fsta pluralidad de propuestas del feminismo, sin duda, se traduce en pluralismo o
no, dependiendo de las alternativas. Defendería que una cultura crítica feminista ha
de traducir la pluralidad en pluralismo de manera que se puedan articular diferentes
propuestas. Qué se entienda por lo político y por ciudadanía están en juego aquí y la
misma idea de democracia. Los distintos feminismos abogan por distintas formas de
entender lo político y la ciudadanía.

3. LA FORMACIÓN DE UNA CULTURA CRÍTICA FEMINISTA:


ALTERNATIVAS

Si el par universalismo-género nos enfrentaba, entre otros, con el debate de la


paridad, el de consenso-disenso nos enfrenta con el debate que una política
democrática radical propone para entender el feminismo. El «retorno de lo político»
(Chantal Mouffe) desde una «política democrática radical» conlleva una crítica del
sujeto político concebido desde la identidad. La crítica al esencialismo de las
identidades puede proporcionar un espacio común de diálogo entre aquellos
feminismos que abogan por concebir la acción desde las prácticas.

La concepción de Chantal Mouffe de que la ciudadanía es «un principio


articulador que afecta a las diferentes posiciones de sujeto del agente social al tiempo
que permite una pluralidad de lealtades específicas y el respeto de la libertad
individual» (Mouffe, 1996: 14) es, sin duda, una propuesta con ventajas para el
feminismo. Lo es sobre todo en el sentido de que defiende la libertad, la igualdad y
los principios de una democracia pluralista moderna y, a la vez, permite que se
construya la dicotomía público-privado de manera tal que cada situación sea un
encuentro entre lo privado y lo público. La alternativa de «democracia política
radical» respecto de la política feminista se define claramente como crítica de las
políticas «generizadas» o de identidad. Su propuesta es abandonar esa idea de un
sujeto del feminismo con una identidad «las mujeres» definido previamente y
abandonar a su vez las bases de una política específica estrictamente feminista»
(Mouffe, 1996: 9). La crítica a la identidad como base para la persecución de
objetivos va acompañada de una propuesta feminista. Mouffe piensa que aunque las
«metas feministas pueden ser construidas de muy diferentes maneras» desde la
pluralidad de los discursos liberal, marxista, conservador etc. se podrá definir, sin
embargo, de forma específica como: «la transformación de todos los discursos,
prácticas y relaciones sociales donde la categoría «mujer» esté construida de manera
que implique subordinación» (Mouffe, 1996: 19). Pienso que ese punto común a
todos los feminismos supone una asunción de que hay que subvertir las prácticas de
relaciones de género que producen el dominio de lo masculino. Precisamente, si éste
no se entiende - el dominio de lo masculino - como un trascendental histórico, sino
como generado a partir de prácticas y discursos de determinadas relaciones de poder
entre los sexos será susceptible de ser subvertido.

La pregunta que interesaría hacer desde ahí es la de cómo una política


democrática radical puede contribuir a la formación de una cultura crítica feminista.
Por una parte, Chantal Mouffe critica la necesidad de la solidaridad como requisito

129
básico entre las mujeres y aboga por establecer pactos limitados o relaciones de
equivalencia entre todos los grupos de mujeres que buscan subvertir y transformar los
discursos que implican su discriminación. Sin embargo, ella insiste en que el
feminismo es la lucha de las mujeres por la igualdad y, en ese sentido, hay que
entender que la propuesta puede contribuir a una cultura crítica aunque no sea
equivalente al feminismo de la igualdad-ilustrado.

La crítica de Judith Butler al sexo como una identidad naturalizada desenmascará


la política de la identidad del feminismo al mostrar que esa política cerraba justo
aquellos aspectos que el feminismo debía abrir. Entender las identidades como
construidas no significa negar la capacidad de acción. Lo que Butler defiende es que
la tarea del feminismo no ha de estar más allá de las identidades construidas: «la tarea
central, más bien, consiste en ubicar las estrategias de repetición subversiva
posibilitadas por esas construcciones, afirmar las posibilidades locales de
intervención precisamente mediante la participación en esas prácticas de repetición
que constituyen la identidad y, por lo tanto, presentan la posibilidad inmanente de
impugnarlas» (J.Butler, 2001: 178).

En lugar de una representación de la identidad se aboga por «la subversión de la


identidad». Con lo cual, la tarea del feminismo sería una tarea múltiple de
impugnación de las prácticas y confluye así con la de la «política democrática
radical», de manera que se propone la pluralidad de metas feministas a la vez que se
articula con otras demandas. Pero no se propone una definición de «ciudadanía». Las
reservas de Butler con la «universali dad» imposibilitan que se pueda hablar tan
siquiera de «una identidad» como la propuesta por Mouffe para la ciudadanía que es
únicamente «articulación» de posiciones. Esa articulación de posiciones está
marcando un sentido normativo que Butler rechazaría. Lo cual no quiere decir, sin
embargo, que la universalidad no pueda aún tener un sentido estratégico, muy
matizado: «En el libro tiendo a concebir el reclamo de «universalidad» como una
forma de exclusividad negativa y excluyente; sin embargo, me di cuenta de que ese
término tiene un uso estratégico importante precisamente como una categoría no
sustancial y abierta» (Butler, 1999: 18). Butler asume aquí el malentendido recurrente
sobre la universalidad - pero luego lo rectifica dándole un uso estratégico.

Sin embargo, habría que decir que la universalidad nunca ha sido una categoría
sustancial aunque fuera utilizada como tal desde definiciones identitarias de
determinados sujetos históricos: «la burguesía», «el proletariado», «las mujeres», etc.
Butler busca desde su crítica a las identidades predefinidas subsanar esas
utilizaciones de la universalidad, de manera que se reutilizan sus posibilidades para la
crítica de sujetos identitarios, para la subversión de la identidad: «la afirmación de la
universalidad puede ser proléptica y performativa, conjura una realidad que ya no
existe, y descarta la posibilidad de una convergencia de horizontes culturales que aún
no se han encontrado. Así llegué a un segundo punto de vista de la universalidad,
según el cual se define como una labor de traducción cultural orientada al futuro»
(Butler, 2001: 18).

130
Ese recurso a la universalidad como una forma de crítica de las identidades
predefinidas la ha clarificado Butler al hablar del universal como una «contradicción
performativa»: «Considerar, por ejemplo, que la situación en la que sujetos que han
sido excluidos de la liberación por convenciones que gobiernan la definición
excluyente del universal toma el lenguaje de la liberación y pone en movimiento una
«contradicción performativa», reivindicando (reclamando, demandando) ser cubiertos
por el universal, en consecuencia exponiendo el carácter contradictorio de las
formulaciones convencionales previas de éste» U.Butler, 1997: 89).

En definitiva, lo que constituiría su esencialidad sería, precisamente su no


realización: «Reivindicar que lo universal no ha sido todavía articulado es insistir en
que ese "todavía no" es propio para una comprensión del universal mismo, que lo que
permanece "sin realizar" por el universal constituye su esencialidad» (Butler, 1997:
90). Dicho de otra manera, «el universal sólo puede ser articulado en respuesta a un
reto desde su propio afuera» (Butler, 1997: 90).

Es precisamente esta idea la que va a marcar que su posibilidad se encuentre en no


darlo como definido previamente. Desde la perspectiva del consenso, sin embargo, se
cortocircuitan sus posibilidades reales al dar una definición previa del mismo. De
manera que la tarea, según la concepción de Butler, no sería la de definir previamente
los términos del consenso sino «forjar un consenso universal desde múltiples lugares
culturales: «La universalidad anticipada, para la que no tenemos preparado un
concepto, es aque lla cuya articulación se seguiría, si lo hiciera, desde un
cuestionamiento de la universalidad en sus fronteras ya imaginadas» (Butler, 1997:
91). Es ese sentido «no cerrado» de entender el consenso lo que le lleva a proponer la
participación política de distinta manera a como puede entenderse desde un
presupuesto de «comunidad ideal de habla» (Habermas). El participante desde el
discurso de la exclusión o desde el discurso que cuestiona la exclusión participa en
las fronteras de la universalidad. Desde ahí surge lo que Butler llama «la escena
contemporánea de la traducción cultural» que es una tarea necesaria cuando tiene
lugar esa «contradicción performativa del universal» y ocurre desde el momento en
que se produce la contestación, el cuestionamiento de aquel que no tiene autoridad
para hablar desde el universal y que, sin embargo, lo hace: «estando autorizado y no
autorizado» (Butler, 1997: 91). Desde ahí se entiende la exclusión también como una
forma de participación, desde la alteridad que hace posible la norma, lo que pone de
relieve la «ambivalencia de la norma».

Pienso que el feminismo contemporáneo no puede dejar de lado esa idea de


consenso y de entender la universalidad que ha sido, en definitiva, la que estuvo en el
origen del feminismo clásico. «Voy a hablar en nombre de las de mi sexo» como
clamaba Mary Wollstonecraft era en definitiva cuestionar un discurso universalista
que no era tal. Si entendemos la universalidad como una contradicción performativa
al estilo de Butler lo único que se está diciendo es que con el derecho al sufragio de
las mujeres no se produce una realización de la universalidad ni se realiza el consenso
predefinido. El feminismo, al denunciar los distintos discursos de la exclusión de las
mujeres (pornografía, violación, violencia contra las mujeres, etc.) es una constante

131
ejemplificación de que la participación de los distintos grupos de mujeres
representara un cuestionamiento de la universalidad que, paradójicamente, hará
posible su realización como articulación de discursos plurales.

El concepto de ciudadanía (y el de democracia) está entonces en la encrucijada de


las diferentes alternativas feministas de cuestionamiento y realización de la
universalidad. Mencionaba antes la «paridad» (democracia paritaria) como un
ejemplo de cómo se entiende la participación política de las mujeres desde una
alternativa de representación que paradójicamente apela al dualismo de género para
hacer posible la universalidad. El debate feminista contemporáneo al respecto es
amplio y propende a buscar formulas que no sólo vayan más allá de la polémica
igualdad-diferencia, sino que entendiendo que el feminismo «sólo tiene paradojas que
ofrecer» («only paradoxes to offer», Joan K.Scott) propende a hacer fructíferas las
paradojas para su discurso de vindicación.

Es en ese sentido en el que entiendo que el feminismo como «cultura crítica»


representa señalar la necesidad de una esfera pública en la que el paradójico debate
contemporáneo del propio feminismo incida en la participación política. O, dicho de
otra manera: al concebir lo político no sólo desde el nivel de la representación, sino
desde el de la formación de una esfera pública se enfatiza la relevancia de los
discursos feministas en la formación de la misma.

Tanto si se habla de que las mujeres constituimos un «colectivo bi-unívoco», es


decir un colectivo en el que las demandas lo son tanto de justicia distributiva como de
reconocimiento (Nancy Fraser); como si se analiza el género desde la «serialidad»
como un colectivo (Iris M.Young), en última instancia, lo que se está poniendo de
relieve «son las demandas de la pluralidad sin dejar de lado las de igualdad y la
justicia» (M.J.Agra, 2000: 229). Lo cual hace necesario contemplar la crítica de la
identidad fija «las mujeres» como un reto que más que estar en contra de las
vindicaciones feministas las posibilita en tanto que incide en la participación de «las
mujeres» en la esfera pceblica.

Es obvio que no es patrimonio exclusivo del feminismo esa constatación de la


pluralidad y la diversidad y, por lo tanto, tampoco lo ha sido el desconcierto y la
perplejidad que entrañan tanto la pluralidad identitaria como la crítica a las
identidades predefinidas. La filosofía contemporánea es buena muestra de ello y la
filosofía política contemporánea casi tiene sus razón de ser desde esa constatación. La
reflexión sobre nuestro presente se hace en torno a esa ineludible pluralidad y, al
hacerlo, se señala «un imaginario político nuevo que impulsa cuestiones de identidad
cultural en un amplio sentido hacia la vanguardia del discurso político» (S.Benhabib,
2001: viii).

Seyla Benhabib alegaba como perspectiva feminista para los años 90 del siglo
pasado un «feminismo social». La búsqueda de «solidaridades colectivas con
identidades pluralmente constituidas» (S.Benhabib, 1994: 42). Ese alegato llevaba
tras de sí una amplia crítica de las políticas de identidad-diferencia y de la idea de que

132
el género era una categoría susceptible de «congelar» la identidad de las mujeres, por
ejemplo, en el papel de víctima o en el maternal, etc.

La perspectiva de «solidaridad y civilidad» se insertaba en un amplio debate, del


que he reseñado dos posturas relevantes, la de Judith Butler y la de Chantal Mouffe.
Pero se insertaba también en una crítica del concepto de ciudadanía en los Estados de
Bienestar. Crítica que produjo una serie de alternativas feministas que hicieron
hincapié en la participación política de las mujeres. Podría decirse de forma resumida
que desde la ciudadanía social se iba hacia la ciudadanía participativa. La ciudadanía
como participación llevaba implícita la idea de que el «interés» de las mujeres no
puede ser conocido al margen de su participación en la política. No sólo el orden
simbólico del discurso es importante para construir la identidad sino que se entiende
que «las estrategias discursivas de un grupo no pueden estar divorciadas de la
formación del electorado o de las oportunidades políticas a que se enfrentan»
(Barbara Hobson, 1996: 67).

El debate actual, por lo tanto, incide en la ciudadanía participativa desde el


feminismo como una alternativa que, aún recogiendo las propuestas de la diversidad
cultural y genérica, sin embargo, intenta evitar la «reificación de los grupos» y el
«excesivo normativismo». En esa alternativa se encuentra la propuesta de Seyla
Benhabib. Se trata de vincular el «universalismo interactivo» y la «democracia
deliberativa» desde la interrogación sobre el significado de la identidad cultural:
«Propongo un modelo democrático delibe rativo que permita un máximo de
contestación cultural en la esfera pública, en y a través de las instituciones y
asociaciones de la sociedad civil. Al mismo tiempo que defiendo el universalismo
legal y constitucional al nivel de la política, también argumento que ciertas clases del
pluralismo legal y del poder institucional a través de los parlamentos locales y
regionales son perfectamente compatibles con la democracia deliberativa»
(S.Benhabib, 2002: ix).

Hay dos aspectos importantes en la nueva concepción de Seyla Benhabib de la


ciudadanía que inciden en las relaciones del feminismo con el multiculturalismo. Por
una parte, ella entiende que el problema del multiculturalismo se traduce, a partir de
lo reseñado, en cómo es posible la diversidad cultural y la igualdad democrática. Y,
por otra parte, afirma que: «los varios componentes de la ciudadanía, como la
identidad colectiva, los derechos políticos, y el derecho a los beneficios sociales, se
están rompiendo». Lo cual va a conllevar un cambio «desde las instituciones de la
ciudadanía unitaria y la soberanía hacia una «ciudadanía flexible» y una «soberanía
dispersa» (S. Benhabib, 2001: xiii).

El problema del feminismo en tal situación es que se polariza en exceso.


Benhabib no comparte el planteamiento de que el multiculturalismo es «malo» para
las mujeres como defiende Susan Moller Okin porque entiende que el reconocimiento
de las identidades culturales puede ser visto como una cuestión de justicia universal
como defiende Nancy Fraser y, en el feminismo español María Xosé Agra
(M.X.Agra, 2000). Sin embargo, eso no significa que no se constaten los conflictos

133
de las mujeres y los niños como más vulnerables en el interior de las culturas
minoritarias de los grupos de inmigrantes, por ejemplo. Pero ello no tiene que
llevarnos a una postura de «liberalismo defensivo» que situaría los problemas del
multiculturalismo en la esfera privada (Benhabib, 2001: 101). Las diferencias de
género y la diversidad cultural son retos que se tienen que abordar de manera tal que
no sean irreconciliables con la autonomía.

Una aproximación epistemológica respecto de las culturas al entenderlas como


cerradas en sí mismas condiciona esa falta de entendimiento. Por lo que desde una
nueva perspectiva de «diálogo multicultural complejo», Benhabib se pregunta si no
seríamos capaces de hacer justicia a ambas demandas: las aspiraciones de libertad e
igualdad de las mujeres y la legítima pluralidad de las culturas humanas (Benhabib,
2002: 101).

Al proponer un modelo democrático deliberativo con un máximo de contestación


cultural en la esfera pública defiende la «creación y expansión de espacios
discursivos deliberativos multiculturales» junto a un modelo de pluralismo legal que
defendiera los principios de: «reciprocidad igualitaria, voluntaria autoascripción, y
libertad de salida y asociación» (Benhabib, 2002: 102). Las tensiones que la
diversidad de culturas representa para el feminismo necesita de una concepción de la
ciudadanía desde el modelo de la democracia deliberativa de doble vía: que enfatice
el papel de las instituciones legales, políticas y judiciales en la sociedad civil al
mismo tiempo que se enfatiza el papel de los ciudadanos mediante las asociaciones
no gubernamentales. A mi entender, el modelo de democracia deliberativa en el senti
do propuesto que contempla la diversidad cultural y la igualdad democrática confluye
claramente con una concepción del feminismo como cultura crítica.

4. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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134
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obstáculos», en Elena Beltrán y Cristina Sánchez (eds.), Las Ciudadanas y lo
Político, Madrid, Instituto Universitario de Estudios de la Mujer, UAM, 1996.

MARÍA JOSÉ GUERRA PALMERO

135
* Este trabajo se enmarca en el Proyecto SEC2002-02906 del Ministerio de
Ciencia y Tecnología.

¿Seguimos teniendo miedo a la igualdad tal como nos sugería Amelia Valcárcel?'.
No lo creo, al menos, la producción feminista sobre el tema no deja de incrementarse
y las exigencias expresadas por las políticas de igualdad de oportunidades, a pesar de
la retracción del Estado del Bienestar debido a la pujanza del credo neoliberal, no
dejan de plantearse. A este respecto, sin embargo, no quiero dejar de aludir a la
paradoja de hablar de igualdad y género teniendo como telón de fondo el incremento
de la precariedad laboral y vivencial, sobre todo, para las generaciones más jóvenes,
las que están ahora en torno a los veinte y treinta años2. La fijación feminista por la
igualdad no tiene, en este momento histórico, un contexto favorable. Un síntoma de
esto va a ser el cuestionamiento de la acción afirmativa de la que el mismo Habermas
se hará eco.

En esta presentación nos centraremos, específicamente, en el análisis de la


dialéctica entre la igualdad jurídica y la igualdad fáctica que ofrece Habermas en
Facticidad y validez, la obra que se publicó en alemán en 1992, hace ya más de diez
años, y que consagró en su trayectoria intelectual lo que se ha denominado el «giro
jurídico» 3. La triangulación en la que se insertan los discursos prácticos, y que tiene
en uno de sus vértices a la ética dis cursiva, se completaba aquí con la atención al
derecho y a la política desde una fundamentación basada en el mismo principio
discursivo. Este principio remite a la idea del procedimiento deliberativo en el que se
presentan y sopesan los mejores argumentos por parte de todos los afectados situados
simétrica y recíprocamente. El principio discursivo es, en consecuencia, la única
forma de otorgar validez normativa a los acuerdos tomados. La democracia
deliberativa encarnada en el principio discursivo, el respeto a los derechos humanos
fue garantiza la autonomía privada - y la soberanía popular, entendida como
autonomía pública, es la propuesta normativa de Habermas. De esta manera, nuestro
autor no se contenta ya con morar en un cielo ideal, al modo de la ética discursiva,
sino que asume las fricciones entre la facticidad social y la validez normativa que es
la que otorga legitimación - otra vieja preocupación habermasiana ante el malestar
democrático de las sociedades del bienestar4 - a la política y al derecho.

En este contexto se sitúa el interés de Habermas por el sistema jurídico. A decir de


Juan Carlos Velasco, el derecho juega el papel de bisagra con la función de mediar
institucionalmente entre la validez y la vigencia social con el fin de integrar
normativamente a una sociedad. El derecho, que garantiza el sistema político
democrático del que forma parte, se atribuye legitimidad en cuanto que, en
consonancia con las tradiciones destiladas por la modernidad jurídica y tomando

136
distancia del iusnaturalismo, se fundamenta en la validez normativa que sólo puede
emanar de la fuerza moral que las normas mismas adquieren a través de la
argumentación práctica.

La valoración de las tradiciones jurídicas modernas no significa, pues, postular la


autosuficiencia del derecho, sino su engarce necesario, incluso su
complementariedad, con la ética. El principio discursivo, modulando la tensión entre
la positivación de las normas y la fundamentación moral, es, pues, el criterio válido
para la esfera de la praxis, tanto en su expresión jurídica como moral o política. De
hecho, debemos señalar, al hilo de lo anterior, que la gran contribución de FV es la
explicitación del modelo habermasiano de democracia deliberativa, una modalidad de
democracia participativa que «vincula la resolución racional de conflictos políticos a
prácticas argumentativas o discursivas en diferentes espacios públicos. De alguna
manera, es la institucionalización de una teoría de la argumentación pública a través
de un sistema de derechos que asegure a cualquier persona una participación
equitativa en el proceso legislativo»'.

Anoto estas ideas para pasar a lo que ahora nos interesa que es la discusión que
Habermas hace del mandato del trato igual que, como vemos, es un requisito esencial
de su propuesta y que se contextualiza en la discusión contemporánea acerca de cómo
hacer posible la igualdad normativa a partir de un estado de cosas social que consagra
desigualdades. La traducción prác tica de este mandato va a expresar, en
consecuencia, la tensión entre la igualdad jurídica -la igual aplicación del derecho a
todos, la vieja isonomía - y las desigualdades fácticas. A este respecto, las críticas
feministas a las ideas de igualdad y justicia que se han manejado desde las políticas
del Estado liberal y desde el Estado social van a ser tenidas en cuenta por nuestro
autor que responde, así, al embate que durante los años 80 le dirigió, en diversos
frentes, el feminismo6. Va a hacerse eco, también, de las polémicas desatadas por
opción de la discriminación o acción positiva. A este respecto, recordemos en Europa
la resonancia pública del caso Kalanke-Glismann, y en Estados Unidos, con el avance
de la derecha neoliberal, el recorte de las políticas de igualdad de oportunidades.
Valga como ejemplo de esto último la retirada de los colleges de las cuotas para las
minorías raciales al que nos referiremos más tarde.

Antes de seguir atendiendo a la comprensión de las modulaciones de la igualdad


desde la perspectiva de género en la obra del último Habermas, me gustaría recordar,
brevemente y como paso previo, dos consideraciones críticas, para mí las más
importantes, hechas a Habermas por la crítica feminista. Me refiero, en concreto, a las
dirigidas contra sus modelos de identidad moral y de esfera pública. Posteriormente,
desarrollaré, primero, cómo Habermas se desmarca de la idea de la neutralidad liberal
flexibilizando el corte entre lo público y lo privado, para, después, en segundo lugar,
estimar el lugar de la igualdad en la dialéctica entre lo normativo y lo fáctico en
relación al género y con especial atención a sus reparos ante la acción positiva. En
tercer lugar, pasaré a abordar su visión del aprendizaje moral y jurídico que ha
supuesto la lucha feminista concebida en los términos de lucha por el reconocimiento
que ha propuesto, entre otros, Axel Honneth7. En cuarto lugar, ahondaré en el debate

137
que establece con las feministas en el contexto de la relación entre igualdad, justicia y
reconocimiento. Finalmente, de modo tentativo, aventuraré un balance crítico de su
aproximación al tema que nos ocupa, género e igualdad, como ejemplo de tensión
máxima entre lo normativo y lo fáctico.

1. IDENTIDAD MORAL Y ESFERA PÚBLICA: OBJECIONES FEMINISTAS

La noción de sujeto excesivamente formal y abstracto, calcada al talle del «otro


generalizado», ha sido criticada desde la perspectiva del «otro concreto». Esta es la
vía que ha explorado Benhabib a partir de la obra de Carol Gilligan centrada en la
experiencia moral de las mujeres8. Aspectos como la narratividad, la corporalidad,
los vínculos interhumanos y la importancia de lo contextual para el razonamiento
moral se han opuesto al modelo de identidad habermasiana, especialmente desde las
objeciones metodológicas y sustantivas que se han hecho a la psicología moral
kohlbergiana, que, no lo olvidemos, ha sido la guía que Habermas siguió para
explicar la ontogénesis moral del individuo. Autoras como Benhabib, Fraser y Young
han sido especialmente corrosivas mostrando el sesgo genérico masculino de la
identidad moral habermasiana. Los excesos ideales, trascendentalistas y abstractivos
de la ética del discurso han sido reconvenidos, también, en las críticas al principio de
universalización y a la misma metodología social-crítica habermasiana.

No obstante, por abundar algo más en lo anterior, S.Benhabib, partícipe, por otra
parte, del proyecto de la teoría crítica y desde la crítica interna, conmina a que se
abandonen los supuestos idealizantes, abstractivos, formalistas e hiperracionalistas de
la ética discursiva. Estos presupuestos descarnados arruinan el que podamos
reconocer en el modelo de identidad moral habermasiana a un ser humano que no
reniegue de su procedencia y que atienda a la contingencia que mora en los contextos
concretos en los que nos socializamos y actuamos. La estela del «hongo hobbesiano»
- la seta venenosa según expresión de Celia Amorós10 - y del artificio hipotético
llamado «estado de naturaleza» - reconvertido y puesto al día como «situación ideal
de habla» - conspiran para que no podamos hacernos cargo de los verdaderos rasgos
del sujeto moral, impidiéndonos ajustar cuentas con su sesgada genealogía
masculinista. Benhabib, tras el impacto de la ética del cuidado de Gilligan, va a
ofrecer una definición alternativa del sujeto moral:

... el sujeto de razón es un infante humano cuyo cuerpo sólo puede ser
mantenido vivo, cuyas necesidades pueden sólo ser satisfechas, y cuyo yo
sólo puede desarrollarse en la comunidad humana en la que ha nacido. El
infante humano deviene un self, un ser capaz de habla y acción, sólo al
aprender a interactuar en una comunidad humana. El yo deviene un
individuo en la medida en que se convierte en un «ser social» capaz de
lenguaje, interacción y cognición. La identidad del yo está constituida por
una unidad narrativa, la cual integra lo que «yo» puedo hacer, he hecho y
haré con lo que tu esperas de mí'

Habermas, no obstante, y sobre todo, de forma explícita, a partir de FV y en los

138
últimos trabajos, ha sido sensible a estas críticas concediéndoles parte de razón y
flexibilizando sus categorías12 a la luz de la discusión del paradigma del
reconocimiento 13 en el que las demandas de igualdad del feminismo son
protagonistas 14

En segundo lugar, las modificaciones efectuadas en su concepción, idealizada en


exceso, de la esfera pública ha sido uno de los rendimientos más interesantes, como
decíamos, de la crítica feminista15. Habermas ha debilitado su principio de
neutralidad liberal y ha aceptado, en alguna medida, la difuminación del corte abrupto
entre justicia y vida buena. En consonancia con lo anterior ha aceptado que el tajo
liberal entre lo público y lo privado no es inamovible, sino que la misma delimitación
es objeto de debate y negociación social en cada momento. De la mano del principio
discursivo afirma que los temas no pueden estar prefijados de antemano sino abiertos
a la deliberación pública que es la que debe acordar la agenda política.

Nancy Fraser, recordemos, desde su instalación filosófica


«pragmáticofalibilística», hacía responsable a Habermas de sancionar el orden
institucional moderno, escindido entre lo público y lo privado, que excluyó a las
mujeres16. Su tratamiento sociológico diferenciado prestaba tintes idílicos al mundo
de la vida y a la familia - institución clave en el mantenimiento de la opresión de la
mujer-, y desconocía el «subtexto de género» de los roles que articulan las
mediaciones entre sistema y mundo de la vida: trabajador y ciudadano,
fundamentalmente articulados como roles públicos mientras que ama de casa y
consumidora son considerados como roles privados. Los apuntes de Fraser sobre la
esfera pública, el paternalismo del Estado social que afianza la dependencia de las
mujeres, y la necesidad de una elucidación pública de la interpretación de las
necesidades dejarán huella, como veremos, en el último Habermas.

Por último, I.M.Young objetará la concepción de la justicia del liberalismo por no


tener en cuenta la opresión social y sus formas. Así, propondrá no sólo la necesidad
de una política del reconocimiento, sino, también, la recusación de las trampas de la
imparcialidad. Esta autora desconfía del horizonte de la comunidad ideal para apostar
por un público heterogéneo y apela a las pragmáticas reales17. Como vamos a ver, La
justicia y la política de la diferencia de Young18 será, en FV, el libro interlocutor de
Habermas en lo que se refiere a la comprensión de la opresión que inhabilita la
igualdad.

La insistencia de la crítica feminista, de las que las tres autoras aludidas -


Benhabib, Fraser19 y Young - son un botón de muestra, ha supuesto que nuestro
autor comience a incorporar, haciendo gala de su talante autocrítico, las objeciones y
a darles respuesta incluso, como ya adelantábamos, modificando o flexibilizando sus
posiciones. Un ejemplo de esto ha sido la discusión en torno al principio de
universalización. Facticidad y validez, en suma, es la obra más indicada para mostrar
los resultados de la controversia que desde hace ya más de una década se sigue
manteniendo.

139
Hasta finales de los 80 y principios de los años 90, el pecado habermasiano era no
haber pasado por el tamiz crítico del «subtexto de género» a las «tradiciones» -
psicológicas (Mead, Kohlberg), sociológicas (Durkheim, Weber, Marx, Parsons),
morales (Kant, Hegel) y/o filosóficas (la hermenéutica, el pragmatismo americano y
la herencia de la Escuela de Frankfurt)de las que se «apropia» para integrarlas
modificadas en su propia sistematización. En esta incorporación de materiales
diversos, los dispositivos que prestan invisibilidad al vector de dominación sexo-
genérico, que actúa sistemáticamente contra de las mujeres consignando lo que
llamamos la opresión patriarcal, se perpetúan en la obra habermasiana. La «ceguera»
habermasiana frente al género me permitía en Mujer, identidad y reconocimiento.
Habermas y la crítica feminista, diagnosticar un déficit crítico-feminista en su obra.
Nuestro análisis llegaba justo hasta los textos del año 91 y 92 y aun que
incorporábamos algunas conferencias y artículos que Habermas estaba produciendo
en aquel momento y que presagiaban mayor atención a los puntos críticos señalados
por el feminismo no pudimos dar cuenta de la incidencia del «giro jurídico» para el
feminismo2°. Esta es la tarea que iniciamos ahora.

2. A VUELTAS CON LA NEUTRALIDAD LIBERAL: LO


PÚBLICO Y LO PRIVADO

Habermas, frente al prejuicio liberal de la neutralidad, concede a las feministas


que una versión rígida de tal principio supondría «mantener lejos del orden del día
precisamente aquellos asuntos que conforme a las ideas habituales vienen
considerándose asuntos "privados"» (FV, 390). El ejemplo que elige para ilustrar esto
es el que suministra Nancy Fraser acerca de la violencia doméstica, que, de ser un
asunto privado, ha pasado a ser un tema público de primer orden expresado en el
lenguaje de los derechos humanos: la defensa de la integridad y la vida de las
mujeres. Habermas despeja la objeción liberal de la acotación fija y precisa de lo
público y lo privado aplicando el principio discursivo de manera irrestricta a los
temas susceptibles de discusión: los asuntos relativos a cuestiones éticas de la vida
buena, de la identidad colectiva y de la interpretación de las necesidades pueden ser
incluidos en el debate público si así se acuerda por todos:

La tematización y tratamiento público de tal materia (la violencia


matrimonial), en su proceso de conversión en tipo legal, no significa todavía
una interferencia en los derechos subjetivos. Pues la distinción entre asuntos
privados y asuntos públicos hemos de efectuarla a su vez bajo dos aspectos,
a saber, el de la accesibilidad y tematización, y el de la regulación de
competencias y responsabilidades. El hablar sobre algo no es lo mismo que
inmiscuirse en los asuntos del prójimo. Ciertamente, el ámbito de la
intimidad ha de permanecer protegido contra impertinencias y miradas
críticas de extraños; pero no todo lo que queda reservado a las decisiones de
las personas privadas, queda también sustraído a la tematización pública y
protegido contra la crítica (FV, 391).

Rescato esta cita porque me sirve para engarzar con la respuesta de Habermas a la

140
crítica feminista respecto del tema que nos convoca aquí: la igualdad y el género. Al
debilitar la distinción público/privado y aceptar el debate argumentativo en torno a
sus límites a partir de problemas concretos - además de la violencia de género,
podemos hablar de derechos reproductivos, de la pornografía, la prostitución, etc.-,
Habermas desbloquea el prejuicio liberal que impide ver la opresión de las mujeres
sita en el ámbito privado y/o ligada a la familia, la reproducción y la sexualidad que,
además, tiene como consecuencia el obstaculizar - dado este handicap en sus
condiciones de partida - su acceso a la misma participación pública como ciudadanas
de pleno derecho.

Lo que está en cuestión en el contexto ya señalado es, en suma, la articulación del


mandato de trato igual que, a la luz de las tensiones entre la igualdad formal y la
desigualdad fáctica se ha formulado de la siguiente manera:

loigual en todos los aspectos relevantes ha de ser tratado de forma igual,

lodesigual en aspectos relevantes debe ser tratado de forma desigual con el fin de
lograr como resultado la igualdad.

Si damos por supuesto la aceptación de esta fórmula, el problema quedará


radicado en qué entendemos por aspectos relevantes. Habermas hace uso del
principio discursivo para solucionar este asunto de la relevancia: serán pertinentes
aquellos aspectos aceptables para el público de los ciudadanos como autores del
orden jurídico. El señalar como crucial a la autonomía pública de la ciudadanía le
permite remitir a ella la delimitación de criterios para el trato igual.

Habermas, tal como pensaba en su primera obra de 1962, Historia y critica de la


opinión pública`, sigue manteniendo que la autonomía pública «emerge» de la
concurrencia de las autonomías privadas con lo que garantizar unos derechos
subjetivos determinados a todo ciudadano es un requisito imprescindible de la
democracia. Derechos humanos y soberanía popular son las dos caras de la misma
moneda de la fundamentación de la democracia deliberativa. Esto es, al mismo
tiempo, y desde los ámbitos de decisión legitimados democráticamente, se deben
proponer y garantizar los derechos que permitan que los ciudadanos y ciudadanas
ejerzan activamente su condición de soberanos. Las restricciones de hecho de los
derechos subjetivos de las mujeres, ya que no tienen las mismas oportunidades que
los hombres de ejercerlos y actualizarlos, es un grave handicap para el modelo
universalista de participación pública y Habermas, motivado por su celo democrático
radical, accede al fin a prestar visibilidad al género como vector de dominación
social. Esto último se une, como hemos visto, a su flexibilización del corte
público/privado. En sus propias palabras: «La relación correcta entre igualdad fáctica
e igualdad jurídica no puede determinarse atendiendo solamente a derechos privados
subjetivos. Bajo la premisa de la cooriginalidad de la autonomía privada y de la
autonomía pública esa relación sólo puede ser determinada en última instancia por los
ciudadanos mismos» (FV, 497).

141
Al tratar de la dialéctica entre igualdad jurídica e igualdad fáctica, Habermas, en
concreto, enfrenta las versiones liberal y social de la igualdad y sus limitaciones. Los
criterios respecto, a igual trato, caso por caso, son siempre controvertibles. No
obstante, desde la perspectiva social se ha criticado a la cualidad meramente nominal
de los derechos liberales al no ofrecer la posibilidad, sino a unos pocos privilegiados,
de ejercerlos. Podemos consignar, por ejemplo, en los textos constitucionales, el
derecho a la libre expresión, pero si no garantizamos educación para toda la
ciudadanía y el analfabetismo es un hecho social, el acceso al ejercicio de ese derecho
estará claramente en cuestión. Desde las posiciones (neo) liberales se argumentará,
como en el caso del debate en torno al sistema de salud en EE.UU.22, que cada cual
es responsable de lograr los recursos propios para sanarse e, incluso, para educarse.
Desde el punto de vista social, esta responsabilidad deberá ser asumida por el Estado
en orden a garantizar el ejercicio de los derechos constitucionales, que si no es así,
para una amplia parte de la población quedarán en papel mojado23. Los derechos
sociales se predican así en soporte y basamento de los derechos liberales. En palabras
de Habermas: «Por otro lado, repugnan al mandato de igual trato jurídico aquellas
desigualdades fácticas que discriminan a determinadas personas o grupos al
mermarles de hecho las oportunidades de hacer uso de las libertades subjetivas de
acción, que jurídicamente están distribuidas de forma igual» (FV, 499).

Se justifican así las prestaciones y compensaciones del Estado social que se ponen
al servicio de la igualdad jurídica, esto es, de erosionar, con su intervención, la
desigualdad fáctica. No obstante, y teniendo en cuenta las medidas intervencionistas
del estado social a lo largo de su implantación histórica, se constata que en muchas
ocasiones no han servido a su fin, sino que han interferido en la autonomía privada de
los individuos fijándolos a dependencias asistenciales más que dándoles la
oportunidad de cultivar su propia autonomía. El feminismo, al analizar el trato dado
por el Estado social a las mujeres avala este hecho. Esta constatación remite a la ya
famosa tesis de Habermas de la colonización del mundo de la vida por el sistema, en
este caso, representado por la burocratizada intervención social. Las injerencias
normalizadoras son aquí objetadas puesto que tienen el efecto contrario al que se
buscaba: se coarta la libertad sin lograr la igualdad con lo que, casi parece, que el
remedio es peor que la enfermedad. Lo que se generan son nuevas tutelas reñidas con
la doble naturaleza pública y privada de la autonomía: «lo que tendría que ser una
autorización para hacer uso de la libertad queda convertido en tratamiento
asistencial» (FV, 500).

¿Anula esta afirmación recogida con justicia de los hechos mismos, tal como
Nancy Fraser y Linda Gordon` ponían de manifiesto al señalar el deslizamiento de la
justicia a la caridad como elemento del paternalismo del Estado social, la necesidad
de compensar «las circunstancias vitales y posicionales de poder fácticamente
desiguales»? En absoluto. No obstante, lo que se desprende de lo anterior es la
necesidad de que las medidas de compensación estén dirigidas a «cualificar
suficientemente a las personas privadas para ejercer su papel de ciudadanos» (FV,
500). Y para que esto suceda, Habermas insiste en que los aportes espontáneos del
mundo de la vida deben ser preservados y protegidos25.

142
El objetivo, pues, para nuestro autor es el de desactivar el paternalismo del Estado
Social que es una perversión más de la injerencia sistémica en la autonomía privada.
Es oportuno este toque de atención sobre todo en cuanto al diseño de políticas de
igualdad de oportunidades. De hecho, en el caso de las mujeres, la literatura feminista
aporta interesantes análisis y propuestas basadas en la recuperación de la autoestima y
el autorrespeto puesto que las condiciones de socialización de las mujeres las
depotencian y limitan psico-socialmente al generar identidades deterioradas por falta
de reconocimiento social. El empoderamiento es así una estrategia a sumar a las
políticas de igualdad de oportunidades para cualificarlas. Especialmente interesante a
este respecto, y sólo lo apunto, son las reflexiones sobre mujeres y desarrollo que
analizan la situación de éstas en el Tercer Mundo y diseñan direcciones en donde la
potenciación de la autonomía es la clave. Un ejemplo es la práctica de los
microcréditos concedidos a mujeres. El libro de M.Nussbaum titulado Las mujeres y
el desarrollo humano" sirve de referencia a este tema fuera del ámbito habermasiano
circunscrito en FV al Primer Mundo.

Pero volvamos a Habermas, que aún detectando los fallos de las políticas sociales
de igualdad compensatoria, afirma lo siguiente: «...la dialéctica entre igualdad
jurídica e igualdad fáctica se convierte en un motor de la evolución jurídica, contra la
que normativamente no cabe formular reserva alguna» (FV, 499).

De lo que tendremos que asegurarnos, en consecuencia, siendo celosos vigilantes,


es de que las buenas intenciones de las políticas de igualdad de oportunidades, en la
práctica concreta, no se «tuerzan». Esto es especialmente relevante en el caso de las
mujeres, y de otros sectores discriminados, puesto que los prejuicios sociales las
consideran pasivas, dependientes, inca paces e irresponsables, esto es, privadas de las
determinaciones activas y competenciales que han sido predicadas de la masculinidad
asociada al trabajo y a la ciudadanía. Un ejemplo reciente de afirmaciones de este tipo
las ha proferido Rocco Butiglione, por fin ya alejado del puesto de Comisario
Europeo de Libertades e Igualdad por la determinación del Parlamento Europeo. El
affaire Butiglione muestra lo delicado que es el tema que tratamos: la igualdad de
género puede ser erosionada firmemente por los prejuicios sexistas que obstaculicen
o «tuerzan» las políticas de igualdad de oportunidades.

Recapitulemos, pues, la crítica de Habermas a la acción afirmativa27 e intentemos


responder a ella. La acción positiva, en el marco de las políticas de igualdad de
oportunidades, ha sido algo bien intencionado, concede, pero de consecuencias
negativas. No discuto que toda medida compensatoria - tratar desigualmente a los
desiguales - genere efectos ambivalentes puesto que el contexto social en el que la
medida opera puede muy bien «engullirla» y/o neutralizarla. No obstante, la
retracción de la medida puede traer más mal que bien como ilustra Dworkin al hablar
de cómo la eliminación de la discriminación positiva en determinados colleges
norteamericanos se ha resuelto en que ahora no ingresa ningún alumno negro o sólo
muy pocos. A este respecto, en mi opinión, Habermas se precipita y no es
enteramente coherente con las premisas ya expuestas acerca de la dialéctica entre lo
normativo y lo fáctico en el ámbito de la política y el derecho. El miedo a la

143
injerencia del «sistema» en el «mundo de la vida» vuelve a servirle de coartada para
no apostar por lo que considero más sensato: evaluar las políticas de igualdad de
oportunidades en el sentido de propiciar sus efectos positivos y minimizar los
negativos como puede ser la adscripción fijista de identidades a los beneficiarios o el
llamado efecto «gueto». Frente a la secuela del resentimiento que deja su aplicación
entre los que otrora eran privilegiados y se amparaban en el mito del mérito -
magistralmente destruido por 1. M.Young en su libro del año 90-, no encuentro otra
estrategia valida que airear los datos evidentes de la silenciosa y tristemente
normalizada discriminación social.

La acción positiva no es una panacea, pero, remienda y palia situaciones


intolerables de marginación dando oportunidades y capacitación a los desiguales.
Habermas titubea al enfrentar las consecuencias de su dictamen de tratar
desigualmente a los desiguales para lograr mayores cotas de igualdad. Esta tibieza
nos hace plantearnos la duda de si su esfuerzo por integrar y digerir las claves
feministas de análisis social y político ha sido exitoso. La alternativa que se me
ocurre para contrarrestar esta tendencia a torcerse de las políticas de igualdad
dirigidas a las mujeres es la vigilancia feminista y la exigencia de que se diseñen y
corrijan, siguiendo la inspiración habermasiana, teniendo como criterio normativo la
potenciación de la autonomía privada de las mujeres así como la incitación a la
participación pública con el fin de restarles el sello paternalista. Habermas tiene razón
al señalar que ante toda «regulación» debemos evaluar si favorece la autonomía o la
merma. La autodeterminación individual corre paralela a la autodeterminación
pública.

Por último, y a la luz del debate anterior, me parece digno de atención el énfasis
habermasiano en la «calidad», aquí inspirándose en Ulrich Preuss28. La democracia
deliberativa para asegurar la «calidad» de la deliberación y de las decisiones tomadas,
necesita de ciudadanos cualificados: informados adecuadamente, con capacidad de
análisis y reflexión, con habilidades para tener en cuenta los intereses de los otros y
estimar, incluso, las consecuencias para las generaciones futuras. El estándar de
competencia comunicativa que fundamenta la competencia cívica para la
participación discursiva es un punto fuerte de la programática habermasiana que me
devuelve, otra vez, a Historia y crítica de la opinión pública, y a su lamento por la
pérdida de la idealizada esfera pública burguesa - con el problema añadido de su
homogeneidad masculina - y a su denuncia del declive de la racionalidad pública a
manos de la incidencia manipuladora y empobrecedora de los medios de
comunicación y sus estrategias protagonizadas por la desinformación, el marketing y
la propaganda. En suma, la desigualdad fáctica es un mal para Habermas en cuanto
disminuye la calidad de la competencia ciudadana necesaria para que la autonomía
pública se concrete en las mejores decisiones colectivas posibles. Nuestro autor
concluye que la política de compensación de las desigualdades es, por tanto, una
política cualificadora de la ciudadanía. Esta es toda la justificación que se necesita. La
radicalidad de su propuesta de democracia deliberativa, su pasión igualitarista y la
apuesta por la excelencia ciudadana, son, por tanto, los argumentos decisivos a favor
de las políticas de igualdad. Este mismo criterio, la autonomía pública dependiente de

144
la privada, tal como veíamos, debe ser el criterio evaluativo de la adecuación de tales
políticas concretas - las acciones positivas - al objetivo de garantizar la igualdad para
sostener el mayor grado de libertad posible, una libertad al servicio de una
democracia participativa.

3. EL FEMINISMO COMO EJEMPLO DE LA DIALÉCTICA PROGRESIVA


ENTRE LO NORMATIVO Y LO FÁCTICO

Hasta aquí, en el texto habermasiano que estoy siguiendo y comentando, se han


entrecruzado dos acepciones de la igualdad: - la igualdad jurídica o de derechos, y - la
igualdad como distribución de recursos en el sentido que sin tales recursos, no sólo
dinero como soporte material de la existencia, sino otros como educación y salud, no
se puede acceder al ejerci cio de la ciudadanía29. Estas dos acepciones de la igualdad
configuran la tensión antes explicada entre lo normativo y lo fáctico. No obstante, la
respuesta a las objeciones feministas por parte de Habermas le impulsa a una
interpretación de la dinámica de lucha de las mujeres. ¿Qué decir de la historia de la
lucha feminista vindicando igualdad, derechos y justicia? Habermas la describe para
ejemplificar la dialéctica entre la igualdad jurídica y normativa y se convierte así en
un caso más de la lucha por el reconocimiento tal como la concibe Honneth. En ocho
páginas30 Habermas resume su hacerse cargo de la historia del feminismo en las que,
al hilo de sus demandas, se documenta un proceso de aprendizaje moral colectivo que
ha redundado en la comprensión del desarrollo del derecho y de sus evoluciones
jurídicas. Habermas, además, llega a la conclusión de que las distintas agendas del
feminismo siguen abiertas. Anotemos sus conclusiones:

La agenda libera't centrada en la participación democrática, el ejercicio de la


ciudadanía, el acceso a la educación, etc. que pretendía la inclusión de las mujeres en
la sociedad y en la esfera pública no ha sido completada.

La agenda social sigue más que abierta ante el fenómeno creciente de la


feminización de la pobreza y la vulnerabilidad incrementada que muestra la
población femenina ante los vertiginosos cambios sociales del presente. Integrándola
en esta agenda, Habermas abre un apartado que podríamos llamar la agenda
«diferencialista» -la que exije medidas de compensación frente a las desventajas
naturales (bajas de maternidad, lactancia y atención a los hijos, etc.) - que con su
proteccionismo, según Habermas, nos han hecho más vulnerables al ser menos
atractivas para el mercado de trabajo. A este respecto, Habermas no deja de recalcar
las ambivalencias y el hecho de que los programas de intervención social y jurídica
no se salden con éxito, esto es, que no hayan logrado la efectiva igualdad laboral o
política de las mujeres.

Finalmente, tal como ha señalado el feminismo radical las «clasificaciones


sobregeneralizadoras» y los estereotipos genéricos negativos aplicados a las mujeres
lastran todas las medidas y políticas en direcciones no deseadas.

La conclusión de este, más que apresurado, recorrido de la historia del feminismo,

145
que yo, y creo que muchas otras, no suscribiría en su totalidad31, coincide con la
posición formulada por el feminismo radical desde los años 60 de que «...la igualdad
de derecho de los géneros no puede conseguirse dentro del marco institucional
existente y dentro de una cultura definida y dominada por los hombres» (FV, 507).

La conclusión de Habermas está prefigurada desde el principio, al ensartar su


particular historia del feminismo, y la sanciona citando a Rhode: «Tenemos que
insistir no tanto en un trato igual, como en que las mujeres sean tratadas como
iguales. Tal estrategia exigirá cambios sustanciales en nuestros paradigmas
jurídicos...» (FV, 508).

Habermas se apunta a deslegitimar las políticas de igualdad por integrarse y


«colocarse» en lo que hay, porque lo que existe es un mundo cortado al talle de la
«normalidad» que han definido los hombres. Parece, pues, congeniar con un
utopismo feminista transvalorador de los valores que, sin embargo, no identifica
claramente - se le queda en el tintero la polémica feminista entre igualdad y
diferencia con todas sus complicaciones y matices-. El planteamiento de Habermas
puede ser bien intencionado en la discusión abstracta y teórica, pero nos deja inermes
frente a lo que hay. Carga las tintas en las consecuencias negativas de la sobrecarga
de la doble jornada, o en la obvia desventaja de las mujeres en el mercado laboral,
pero su alternativa teórica, seguir incidiendo en una teoría de los derechos concebida
relacionalmente, aunque correcta en lo normativo, desprecia las ambivalentes
ganancias del marco del Estado social en el plano fáctico, y puede arrojarnos a un
retroceso importante respecto a la igualdad. Habermas, opta por la igualdad por
arriba, ligada a la excelencia moral, contrariando aquel manifiesto que Amelia
Valcárcel escribió en 1980 titulado «El derecho al mal» y que nos daba licencia para
ser igualmente incompetentes que los varones32. En este punto, nos volvemos a
encontrar con el optimismo socio-evolutivo de Habermas acerca del aprendizaje
moral, político y, ahora, legal, de las sociedades. En la historia progresiva del
feminismo que traza Habermas no se presta atención a los retrocesos, a las marchas
atrás, a las frustraciones que han ido punteando la historia del feminismo occidental
del siglo xix y xx y que ahora, con la redefinición global del mismo feminismo3, nos
muestra una situación de violencia, marginación y esclavitud respecto a las mujeres
en las más distintas partes del planeta. Esta última constatación ha llevado incluso al
activismo proderechos humanos a priorizar las intervenciones referidas al desarrollo,
la igualdad y la protección de la integridad física de las mujeres en un notable cambio
de orientación.

4. DEBATE CON LAS FEMINISTAS: JUSTICIA, IGUALDAD Y


RECONOCIMIENTO

El arranque de la intervención de Habermas sobre la igualdad en la que incorpora


intelecciones feministas cuestiona, sin embargo, la restricción del significado de
igualdad a mera redistribución. Relaciona así la idea de igualdad con la de justicia y
acepta, en textos posteriores34, tal como han propuesto, con matices distintos, Young
y Fraser35, una ampliación de la significación del término justicia de manera que el

146
reconocimiento sea un componente de ésta. No obstante, Habermas apuesta por
establecer distingos y la lucha por el reconocimiento del feminismo no se puede
equiparar con los casos de las comunidades culturales, la lucha anticolonial o la
reivindicación nacionalista, aunque compartan la carga de desprecio y marginación
que puede entremezclar, aunque no siempre, la marginación económica, el
silenciamiento político o la humillación institucionalizada. A este respecto, Habermas
sentencia:

Por ello, la lucha política por el reconocimiento se inicia como una lucha
por la interpretación de las aportaciones e intereses específicos de las
mujeres. En la medida en que esa lucha tiene éxito, cambia junto con la
identidad colectiva de las mujeres también la relación entre los sexos y acaba
directamente afectada la comprensión que los varones tiene de sí mismos. El
catálogo de valores de la sociedad en su totalidad se pone en discusión; las
consecuencias de esta problematización penetran hasta la esfera privada y
afectan también a los límites establecidos entre las esferas pública y
privada3l

El párrafo citado da muestras de que Habermas invalida las objeciones que se han
hecho tanto a la posición original rawlsiana y su velo de la ignorancia como a la
misma situación ideal de habla habermasiana instalada en la contrafacticidad ideal.
Asume la radicalidad normativa de la lucha feminista como un revulsivo social
fáctico. Sin embargo, no se trata de renunciar a la imparcialidad y al trato igual, sino
de considerar la valiosa inflexión contextualista del feminismo que ha indicado que
tales constructos ideales no son demasiado útiles para detectar las opresiones sociales
concretas. Sirven como horizontes normativos para señalar distancias entre lo real y
lo ideal, pero se necesitan otros instrumentos, sensibles al poder social y a los
vectores de opresión, para afrontar las pragmáticas contextuales, reales, atravesadas
por la dominación que las lentes liberales, que sirven para ver sólo individuos,
invisibilizan, tal como apunta 1. M.Young.

Detectar las opresiones que sufren determinados grupos sociales requiere refinar
la noción de justicia para que vaya más allá de la mera redistribución. El pertenecer a
un colectivo marginado o el ser estigmatizado con una identidad social devaluada es
una situación que debe anularse para acceder al reconocimiento de la ciudadanía que
garantice el efectivo ejercicio de los derechos. Nos aparece aquí de nuevo el leitmotiv
habermasiano: el ejercicio al que nos referimos no es otro que la participación activa
de la ciudadanía y esto suma a la redistribución, la dimensión del reconocimiento
explícito de aquellos individuos, que por ser pobres, mujeres, negros, homosexuales,
o lo que sea, se ven disminuidos en cuanto ciudadanos. Habermas no utiliza en
demasía la palabra «reconocimiento» en el texto de FV, pero al hablar, siguiendo a
Young, de los derechos no como bienes sino como relaciones, al referirlos al hacer, y
al poder hacer, está aceptando, al menos, el mínimo de reconocimiento expreso de los
derechos de ciudadanía a quienes les han sido sustraídos por estar en situaciones
variadas de desigualdad y opresión. No olvidemos que Young determina cinco rostros
de la opresión - explotación, marginación, carencia de poder, imperialismo cultural y

147
violencia-. El caso es que la «igual distribución» de derechos sólo se puede entender
como reconocimiento de todos en cuantos miembros iguales y libres y esto no es
posible si existen constricciones inhabilitadoras, a saber, la opresión y la dominación.
Eliminar estas restricciones incapacitantes es la dirección adecuada para un concepto
de justicia que vaya más allá de la mera redistribución de bienes.

Creo que es sumamente importante esta noción relacional de los derechos porque,
tal como Young pretende, visibiliza el par opresor-oprimido con lo que se gana en
realismo a la hora de abordar las desigualdades. En mi opinión, y Habermas no sigue
hasta aquí tal como le permitiría la guía de Young, el problema no es sólo la pobreza,
sino el escándalo de la riqueza sobredimensionada de unos pocos, no es sólo la
discriminación que sufren las mujeres, sino los privilegios de los que disfrutan los
hombres, no es sólo la marginación y explotación que sufren los inmigrantes, sino las
prácticas excluyentes y esclavizadoras que imponen los nacionales en la política, la
economía, etc. En este asunto, detecto una cierta falta de radicalidad en el
planteamiento habermasiano. Nuestro autor se conforma, en FV, con citar a Young y
aceptar la definición relacional de los derechos y la justicia con lo que se señala la
opresión, pero no se continúa profundizando en esta dirección en la que la tensión
entre lo normativo y lo fáctico se dispara y se hace difícilmente controlable.
Habermas predica la igualdad relacional, pero no analiza cómo conseguirla. Su
igualación es de todos hacia arriba, hacia la competencia autónoma de la ciudadanía,
cuando, en consonancia con esta dimensión relacional de la igualdad, habría que
reequilibrar todas las relaciones sociales - de género, sexuales, laborales, culturales,
etc. - comprometidas con opresiones para acceder a conciliar lo fáctico y lo
normativo.

Quedaría el plantear, además, la tarea de discutir la igualdad desde el punto de


vista de las capacidades tal como han propuesto Sen y Nussbaum37 - de hecho
Habermas dice que los derechos «capacitan», pero se podría entender, también, al
revés como que necesitamos capacitación para ejercer nuevas actividades ligadas a
derechos-. Creo que sería, también, ilustrativo comparar el planteamiento de
Habermas con los últimos análisis de Dworkin sobre las distintas acepciones de la
igualdad - de recursos o de bienestar - en Virtud tema, y los análisis comparativos que
exigiría, requerirían de otro trabajo para situar de manera más precisa la posición de
Habermas en el contexto del debate contemporáneo sobre la igualdad que, como
hemos visto, se ha complejizado con la irrupción de las demandas del reconocimiento
y la necesidad de vincular más estrechamente que lo que planteaba el ideario liberal
las exigencias de igual- dad y justicia. Por otra parte, la producción feminista a este
respecto no cesa de incrementarse tras haber ajustado cuentas con las aportaciones
habermasianas y rawlsianas39 y queda ahora contextualizada en diversos frentes
relativos a la exigencia de la plena ciudadanía política vía democracia paritaria, las
políticas del multiculturalismo y la defensa de los derechos de las mujeres, la
denuncia de las consecuencias negativas de la dinámica globalizadora para las
mujeres, la revisión de las relaciones entre igualdad y libertad personal40, etc.

En conclusión, Habermas acepta las críticas feministas a las asimetrías de poder,

148
de participación en el trabajo productivo y reproductivo, y en el desigual trato
axiológico que la cultura da a mujeres y hombres. A Habermas le interesa, pues, el
logro de la autonomía privada de las mujeres para garantizar su participación en la
autonomía pública. De nuevo su leitmotiv. La opresión vulnera la dignidad y la
integridad personal de las mujeres. La democracia deliberativa no podría constituirse
sin el igual concurso de las mujeres. El remedio a esta situación viene de la mano de
la participación: sólo las afectadas pueden aclarar la relevancia de los aspectos
referidos a la igualdad. De lo que se trata es de no reprimir las voces de quienes
deben actualizar la doble faz de la autonomía: privada y pública, pública y privada.

5. A MODO DE CONCLUSIÓN

El horizonte moral y político al que nos arroja Habermas es el puramente


deliberativo: los aspectos relevantes en torno a trato igual o desigual de los desiguales
debe ser discutido en la esfera pública por todos los afectados. Mi pregunta aquí es la
siguiente: ¿cómo erradicar de la esfera pública la relación de opresión, en este caso,
de mujeres y hombres para discutir de la pertinencia de las políticas públicas de
igualdad de oportunidades en términos de equipotencia? ¿No es difícil creer que la
esfera pública en la que acontece la deliberación se haya previamente desvinculado
de toda relación de opresión, y, en especial, de los arraigados prejuicios sexistas a la
hora de tratar de la conveniencia o no de promover acciones positivas?

I.M.Young, en su obra posterior, me refiero a Intersecting Voices y a Inclusion


and Democracy41, abordará justamente este tema y nos propondrá una modificación
al modelo habermasiano que ella llamará democracia comunicativa y que se
fundamentará en articular condiciones de diálogo que reconozcan los ejes de
dominación y opresión. ¿Se le puede pedir al que queda del lado de los opresores
ponerse en el lugar de la oprimida? ¿Al revés? Las condiciones de asimetría
comunicativa no son fácilmente superables. El asunto es mucho más difícil y
comprometida de lo que Habermas muestra. Por otra parte, Nancy Fraser planteaba
dilemas similares al criticar a la idealizada esfera pública habermasiana y proponía
contra-esferas públicas que desafiaran el statu-quo42 en las que las demandas de los
excluidos pueden hacerse fuertes retando las premisas de la esfera pública real que no
ideal.

A modo de recapitulación de lo dicho, quiero hacer un pequeño balance


provisional de este encuentro entre Habermas y el feminismo en torno a la igualdad.
Del lado de las ganancias me parece fundamental que nuestro autor haya incorporado
que el ámbito deliberativo asuma la discusión en torno a la opresión patriarcal y a la
interpretación de las necesidades desde el desafío al establishment, que siempre ha
planteado, de distintas maneras, el feminismo. La flexibilización del corte entre lo
público y lo privado sea bienvenida frente a las rigideces liberales a las que se opuso
la proclama radical de «lo personal es político». Sea bienvenida, también, la
indicación del protagonismo de las afectadas en cuanto a la participación en el diseño
de políticas públicas de la mano de la propuesta de una democracia deliberativa.

149
Del lado de lo negativo, debemos reprender a Habermas por despreciar de manera
tan poco matizada la acción positiva «real» y las políticas compensatorias del Estado
social. Que reconozcamos el sesgo paternalista y asis tencial de muchas de estas
políticas no significa que abominemos de su filosofía originaria que es el enfrentar
desde la intervención institucional la desigualdad. Lo que debemos es apostar por
políticas que capaciten a la vez que compensen. Ahora bien, mientras el principio
discursivo no se haga presente en la tierra para implementarse en políticas adecuadas,
justas y racionales, me gustaría que no se dejase a las mujeres abandonadas al vacío
neoliberal en el que la igualdad ya ni siquiera es un problema. Frente al descrédito
que Habermas siembra frente a la acción afirmativa, me pongo del lado de Dworkin:
«De acuerdo con la que constituye la mejor evidencia disponible, por tanto, la
discriminación positiva no resulta contraproducente. Al contrario, parece tener un
éxito extraordinario. Tampoco es injusta, ya que no viola ningún derecho individual
ni compromete ningún principio moral»43.

En un momento histórico en el que se vislumbra el ocaso del modelo del Estado


social, instrumento de redistribución, Habermas se excede en su utopismo: la
solución habermasiana al problema de las políticas de igualdad es que el Estado
social debería ser sustituido por el Estado «deliberativo» en el que las medidas de
igualdad fueran diseñadas con la participación de las afectadas para propiciar lo que
en lenguaje feminista se llama «empoderamiento» y capacitaran para el ejercicio
pleno de la ciudadanía. Nada que objetar, lo vuelvo a reiterar una vez más. El
problema es que Habermas descarta demasiado pronto el Estado social - presionado
por su desconfianza ante el sistema y su injerencia en el mundo de la vida - y, antes
de que nazca la promisoria democracia deliberativa, nos quedamos, como de hecho
está pasando, en puro Estado neoliberal y, por lo tanto, con una desprotección
máxima de los vulnerables, entre ellos, muy especialmente, las mujeres. No es hacia
otro sitio hacia donde apuntan las tendencias actuales de incremento de la
desigualdad en esta era de la globalización.

No quiero con lo dicho cerrar en falso un debate necesario y difícil que habrá que
seguir y perseguir al hilo de los cambios sociales venideros. No obstante, sí quiero
advertir que, respecto a las políticas de igualdad de género, Habermas no resuelve
satisfactoriamente las tensiones entre la igualdad normativa y las desigualdades
fácticas. La fascinación por el ideal normativo de la democracia deliberativa le hace
perder pie en la realidad social y despreciar los efectos emancipadores, aunque
ambivalentes, de la acción afirmativa. Este es un lujo que las feministas
comprometidas con la igualdad nunca nos hemos podido permitir. Esa es al menos mi
modesta opinión.

150
VICTORIA CAMMIPS

151
La libertad no es otra cosa que la moral en la política, MME. DE STAEL

1. LA LIBERTAD COMO NO DOMINACIÓN

Voy a tomar como punto de partida un supuesto que creo indiscutible. En nuestro
tiempo, y en las democracias que llamamos avanzadas, el ciudadano debe limitarse a
reivindicar más libertad. La libertad es, sin duda, el valor y el derecho más
conseguido y más consagrado. Más que luchar por ella, lo que le toca hacer al
individuo, sobre todo, es disponerse a ejercer la libertad de la que goza. La tradición
liberal, que es la de la libertad negativa, nos ha acostumbrado a pensar que la libertad
es sólo la ausencia de interferencias externas, especialmente jurídicas o políticas, que
limitan la acción de la persona. Pero la concepción moral de la libertad - la autonomía
- es algo más que esa libertad negativa. Es ausencia de interferencias para elegir la
forma de vida que cada cual prefiera, en efecto, pero actuar libremente es, además,
luchar por una forma de vida que hay que vivir en común, que ha de ser compatible
con las vidas de los demás, y debe ir dirigida a conseguir una sociedad más justa y
democrática. La libertad, en un sentido plenamente moral, es una libertad ejercida
responsablemente. Pienso, al respecto, que determinar los modos en que la libertad
debe ejercerse, empezando por poner de manifiesto los obstáculos reales que hacen
difícil el ejercicio positivo de la libertad es una de las tareas que le corresponde
desarrollar a la filosofía moral y política de nuestro tiempo.

Puesto que estamos en un contexto de filosofía feminista, lo que me voy a


plantear aquí no es el ejercicio de la libertad en general, sino el ejercicio de la libertad
por parte de las mujeres. Es decir, el ejercicio de la libertad por parte de unos
individuos que no gozan aún de las condiciones necesarias para ser libres de las que
sí gozan los hombres. Las mujeres aún están y se sienten dominadas por unas
circunstancias que no está sólo en su mano transformar. Las mujeres ven difícil el
ejercicio de la libertad en un mundo que fue hecho para que los hombres, sólo ellos,
fueran realmente libres. Ahora bien, puesto que sí que están jurídicamente
reconocidos los derechos fundamentales, por el procedimiento incluso de proponer
acciones positivas que ayuden a salir a la mujer de su marginación ancestral, puesto
que las mujeres, en los estados de derecho, tienen acceso a la educación y al mundo
laboral formalmente en igualdad de condiciones que los hombres, pienso que la
reclamación de más condiciones para la libertad tiene que ser más sutil por nuestra
parte. Hay que empezar por nombrar todos aquellos obstáculos que no nos permiten
ejercer del todo la libertad que teóricamente tenemos.

Mi punto de partida para ello va a ser la tesis del republicano Philip Pettit sobre lo
que él llama la «libertad como no dominación». En su crítica al liberalismo para

152
apostar por un republicanismo de nuevo cuño, Pettit pone de manifiesto que, en las
democracias liberales, existen una serie de dominaciones que son impedimentos
reales para la libertad. Empezaré explicando brevemente la teoría de Pettit, para
llevarla en seguida a nuestro terreno y plantearme la siguiente pregunta: ¿de qué
forma están siendo dominadas las mujeres en el siglo xxi? ¿qué impide a las mujeres
el ejercicio de la libertad en el sentido más pleno del término?

Tanto en su conocido texto sobre el republicanismo, como en un libro posterior


que trata específicamente de la libertad (A Theory of Freedom)i, Pettit explica que lo
que él llama «dominación» consiste en una serie de interferencias arbitrarias o no
justificadas que actúan sobre el individuo. ¿Por qué arbitrarias o injustificadas?
Porque no lo son aquellas interferencias o limitaciones que todo estado de derecho
establece con el fin de defender los intereses de los ciudadanos. Que las libertades no
son un derecho absoluto no es algo que haya que explicar ahora. Para que cada
individuo pueda ser libre, cada individuo debe ver limitada su libertad. O, dicho al
modo kantiano: mi libertad empieza donde acaba la libertad de los demás. Damos por
supuesto que el estado protege la libertad de los individuos jurídicamente,
coaccionándoles con normas de obligado cumplimiento. A partir de tal supuesto, lo
que queremos preguntarnos es si realmente podemos ejercer la libertad que creemos
tener y, en el caso de que la respuesta sea negativa, qué impide que podamos hacerlo
debidamente.

Para ello conviene que nos detengamos antes en analizar qué entendemos por
libertad. Un agente libre es, por definición, un agente dueño de sus acciones. Una
condición, sin embargo, que - como explica Pettit - se muestra sobre todo en la
«acción discursiva». Es a través del lenguaje y del discurso como podemos mostrar
que somos libres y ejercer la libertad. Lo cual presupone a su vez que exista una
relación interpersonal «sin coerciones», puesto que nadie es dueño de lo que dice si le
censuran o si, de un modo u otro, le impiden hablar y expresarse con libertad. La
ausencia de coerción para la acción discursiva es, pues, condición necesaria de la
libertad.

Un paso más, todavía siguiendo a Pettit. La libertad, o el disfrute del «control


discursivo», tiene algo que ver con la construcción de la propia identidad. Para
construir la propia identidad se necesitan dos condiciones: a) poseer o hacer propio el
legado que constituye la historia personal de cada uno; b) conseguir vivir de acuerdo
con tal legado. Ser capaz o que sea posible narrar la propia historia para vivir de
acuerdo con dicha narración es, así, el fin de la libertad. Nos viene inevitablemente a
la memoria esa ideal de fidelidad a sí mismo que pedía Píndaro con el «llega a ser el
que eres». Dos problemas destaca Pettit como impedimentos claros de la búsqueda y
reconocimiento de la propia identidad. Dos problemas característicos de las personas
dominadas por algo o por alguien. El primero de ellos es la «elusividad», el querer
huir de una misma; el segundo es la «debilidad», esa flaqueza que le impide al
individuo ser coherente consigo mismo. Para retomar lo dicho al principio, a
propósito de la acción discursiva como el espacio de la libertad, habrá que concluir
que es precisamente el ser elusivo y débil el que vive al margen de tal acción

153
discursiva. El ser elusivo y débil no puede entablar un diálogo con nadie ni siquiera
consigo mismo. Por el contrario, el yo fuerte es capaz no sólo de hacerse oír, sino de
hacerlo para disentir de la racionalidad colectiva.

A partir de ahora, la pregunta que quiero plantearme es la siguiente: ¿está la mujer


en condiciones de crear su propia identidad, ese yo fuerte? ¿Está en condiciones de
vivir en coherencia consigo misma y, en consecuencia, ser una parte activa, disidente
si hace falta, de la racionalidad colectiva?

Basta mirar los titulares y las imágenes de los periódicos y de los informativos de
la televisión un día tras otro para darse cuenta de que la mujer no es todavía una parte
notable y protagonista de la racionalidad colectiva. Sólo las tragedias, que
desgraciadamente son un elemento constante de lo noticiable, se reparten
equitativamente entre hombres y mujeres, castigando, sin embargo, casi
exclusivamente al género femenino cuando se trata de ese tipo de tragedias que han
tenido que ser llamadas, por su especial carácter, «de género». No ocurre lo mismo
con los cargos de responsabilidad, sean privados o públicos. La mujer en ellos es casi
invisible. Razón de la que es fácil deducir que tal vez su identidad no sea muy
satisfactoria para ella misma. Si la mujer aparece poco en las noticias
«identificables», es decir, notorias, parece inevitable deducir que la mujer se
encuentra poco referenciada en ese mundo que sistemáticamente no la ve. Por la
razón que sea, ese 50 por 100 de mujeres que habitan en las sociedades de hoy están
escondidas. O nadie se interesa por lo que hacen o lo que hacen carece de todo
interés. ¿No es la prueba más palpable de que no forman parte activa del discurso
público?

Al hablar de dominaciones, Pettit las distingue de aquellas interferencia -


generalmente jurídicas - que se justifican por defender los intereses de los
ciudadanos. Sin duda, la primera crítica referente a la situación de debilidad e
invisibilidad de la mujer, debe empezar por ahí, denunciando a las políticas que no
defienden con suficiente contundencia los intereses de las mujeres. Dado que el
interés de los ciudadanos, ese interés mal llamado «general», ha sido definido por los
hombres secularmente, las interferencias del estado, aun cuando están justificadas, no
acaban de proteger los intereses de las mujeres. La primera medida, pues, es la de las
reformas legislativas y políticas públicas destinadas a establecer las condiciones que
harán más libres a las mujeres. Ahora bien, no olvidemos que no estamos en la
primera fase de revolución feminista. El siglo xx fue, a todos los efectos, el siglo de
las mujeres. Fue el siglo en el que se produjeron cambios más revolucionarios.
Cambios que, primero, deben extenderse al mundo que aún no los ha vivido, y,
segundo, han de ampliarse a fin de que se logre una igualdad más satisfactoria. El
siglo xxi tiene que ser el siglo de las mujeres en otro sentido: tenemos que conseguir
la plena emancipación de la mujer. El siglo xxi debería ser el del fin del feminismo.

Los cambios que hay que emprender han de ser más sutiles. Han de empezar por
poner de manifiesto aquellas realidades que impiden a la mujer emancipada ejercer la
libertad en igualdad de condiciones con respecto al hombre. Las mujeres somos aún

154
víctimas de distintas dominaciones que no nos dejan construir esa identidad que ha de
sustentar la vida y el discurso de un individuo libre.

Aun cuando Philip Pettit no entra para nada en este aspecto ni se pregunta en
ningún momento qué impide a las mujeres -o a otros sectores sociales oprimidos -
ejercer su libertad, sí señala de paso algo que roza la cuestión. Señala que Bentham
podía haber ido más allá que Hobbes en la definición de libertad, pero no lo hizo
porque, para defender una libertad como no dominación, tenía que ser demasiado
radical y acabar con la relación amo-esclavo que es el fundamento de la familia. Dado
que Bentham consideraba a la familia como una institución absolutamente necesaria,
no podía arriesgarse a deslegitimarla de un plumazo con el objeto de ser más
generoso con la idea de libertad. Así pues, la familia debía mantenerse, dominando a
la mujer y sometiéndola a funciones que no sólo le otorgaban una identidad que de
ningún modo la satisfacía, sino que le impedían, al mismo tiempo, tener una parte
esencial en el discurso público que regulaba y organizaba la vida en común.

Ejemplos como el anterior llevan a nuestro autor a concluir que, de acuerdo con la
doctrina republicana, que propugna una libertad como no dominación, el estado
debería empeñarse en acabar con las dominaciones existentes, para lo cual, debería
ejercer un control «editorial», a la manera como los periódicos, por ejemplo, editan
las noticias que llegan al diario decidiendo y seleccionando el orden e importancia de
cada una de ellas. De igual modo, el estado debería proponerse no servir a los
intereses de la élite o las clases dominantes ni a los intereses de la mayoría, pues ni
los unos ni los otros pueden identificarse con los intereses de todos los ciudadanos.
En tresacar y descubrir, más allá de las voces más audibles y los intereses
dominantes, aquellas voces y aquellos intereses que apenas se oyen porque, en
muchas ocasiones, no pueden expresarse, no saben hacerlo ni saben qué tienen que
decir, ésa es la función de un estado si de verdad quiere propiciar la libertad de todos
como no dominación. Marx había dicho que, mientras no se transformaran la
estructura económica y las relaciones de producción existentes, no dejarían de
sentirse invariablemente, a través de todas las manifestaciones supraestructurales, los
intereses de la clase dominante. Pues bien, a Marx ya se le cita poco, pero los
intereses dominantes siguen siendo los únicos o los que más se oyen, por lo que no
podemos decir que la administración del estado sea justa. Sin necesidad de volver a
Marx y a sus propuestas radicales, no debemos, sin embargo, dejar de plantearnos
dónde están las injusticias, qué impide que todas las libertades puedan expresarse, en
el mundo llamado «libre», con la misma intensidad.

2. LAS DOMINACIONES DE LA MUJER EMANCIPADA

En los inicios del siglo xxz, y en las sociedades democráticas y económicamente


desarrolladas - no dejaré de subrayarlo-, la mujer es sujeto de un proceso hacia la
emancipación que debería ser una vía sin retorno. No cabe duda de que la revolución
de la mujer mencionada hace un momento ha tenido consecuencias altamente
positivas. Sería absurdo negarlo, absurdo y contraproducente, si tratamos de analizar
qué ha funcionado mal en el proceso de emancipación, qué errores se han cometido,

155
qué circunstancias se olvidaron o no se tuvieron en cuenta, y, en definitiva, qué falta
por conseguir. Por eso conviene no bajar la guardia y estar alerta porque la
emancipación dista aún de ser satisfactoria. En todas las sociedades liberales, con
estados de derecho y legislaciones dirigidas a evitar las discriminaciones y los
comportamientos vejatorios contra la mujer, siguen manifiestos los estereotipos y un
tratamiento que margina y se interpone en el movimiento hacia la plena igualdad
entre el hombre y la mujer. Así, los roles llamados «de género» no han desaparecido
de la vida real, y se exhiben en la ficción televisiva con una apariencia de total
normalidad. La publicidad es un ejemplo de que el cuerpo de la mujer sigue siendo
utilizada como objeto y de que son las mujeres las que se ocupan del trabajo
doméstico y del cuidado de los niños. Con más matices o picardía que antes, los
anuncios siguen diciendo lo mismo y perpetuando los roles de siempre. Por otro lado,
la mujer sigue siendo invisible a otros efectos que contribuirían a poner de relieve su
igualdad con el hombre: se la cita menos, se la menciona poco, no se piensa en ella
para puestos de responsabilidad, no se cuenta con ella salvo para llenar una cuota de
representación femenina. Tampoco se ha avanzado mucho en la superación de una
ancestral represión sexual, como no se consigue que la mayoría de las mujeres,
incluidas las más jóvenes, se liberen del sentimiento de culpa por no llegar a ser
madres o por no disponer del tiempo que consideran que sus hijos necesitan.

La libertad de las mujeres, en definitiva, no es la misma que la de los hombres,


tienen más obstáculos para ejercitarla, el principal de los cuales consiste, a mi juicio,
en haber llegado a una situación en la que se considera «normal» lo que todavía es
discriminatorio. Un repaso, sucinto y no exhaustivo, a una serie de estudios recientes,
pone de relieve que las correcciones necesarias para equiparar a los dos géneros
tienen por delante aún un largo recorrido, puesto que existen aún muchas
«dominaciones», para seguir utilizando el término de Pettit, que están encubiertas
bajo una apariencia de naturalidad y normalidad.

Iris Marion Young, en un excelente libro sobre la justicia, establece los


fundamentos filosóficos de la cuestión interrogándose sobre la supuesta imparcialidad
y neutralidad del estado desde la que se propugna la justicia distributiva. Una teoría
de la justicia como la de John Rawls es, a su juicio, una perspectiva falsa, que
convierte lo particular en universal, haciendo que lo que sólo vale o existe para unos
pocos se tome como si existiera ya para todos. Así quedan ocultas muchas
dominaciones, bajo la apariencia de cambios sustanciales a favor de la libertad y la
igualdad. Es lo que Young llama el «ideal de la razón normativa», esa supuesta razón
imparcial que no es sino la razón del grupo dominante, el cual define las normas de la
humanidad, de la profesionalidad y de todas las identidades, en definitiva, a las que
nos acogemos como individuos. Esas normas se establecen como universales siendo
como son particulares. Dicho en términos más concretos: a la mujer se le acaba
exigiendo que asimile las normas y las identidades masculinas.

La misma Iris M.Young utiliza la expresión «jerarquización de los cuerpos» para


referirse al hecho de que las mismas aptitudes merecen juicios distintos si el sujeto
que las posee es un hombre o una mujer. Habida cuenta que la norma la determina el

156
hombre - blanco, burgués y joven, para más datos-, todo lo que cae fuera de esa
norma será «anormal» y merecerá reprobación o, por lo menos, extrañeza. El cuerpo
femenino es objeto, mientras no lo es el masculino, por ejemplo. Lo cual provoca
toda una serie de «juicios inconscientes» por parte tanto de los hombres como de las
mujeres. Si nos fijamos en la publicidad, especialmente la que se emite en televisión,
que es la que más impacto tiene, nos daremos cuenta de que la imagen de la mujer
sigue siendo utilizado sin motivo alguno que tenga que ver con el contenido del
anuncio en cuestión, sólo para llamar la atención sobre una marca. Tan habituados
estamos, mujeres y hombres, a verlo así, que el problema quizá más grave es que no
nos sorprende. Pero la imagen ahí está, e influye en el imaginario social, familiar y
cultural. Aunque no es este el único efecto derivado de la «jerarquización de los
cuerpos». Si, por una parte, produce una aceptación acrítica de la discriminación y del
estereotipo, debido a que estamos muy habituados a verlo así, por otra, la misma
jerarquización, que coloca a cada cual en su sitio, produce reacciones de extrañeza y
estupor cuando una mujer aparece donde supuestamente no le toca. No sólo las
mujeres, todos los miembros de grupos oprimidos, experimentan esa distancia,
silencio, la fijación excesiva en detalles externos, que provocan sus cuerpos cuando
se muestran fuera de la normalidad que se les atribuye y se espera de ellos. Simone de
Beauvoir dejó escrito la cantidad de veces que le preguntaron si no se sentía mal por
no haber sido madre. Nunca se lo preguntaron a Sartre.

Dos ámbitos en los que la preponderancia del modelo masculino y de las normas
que genera son evidentes son el del trabajo y el de la enseñanza, hasta el punto de que
las mismas mujeres han tenido que adaptarse a él sin más antes de verse excluidas o
perecer en el intento de integración. En el caso del trabajo remunerado, todo está
hecho a la medida masculina: los horarios, los hábitos, las costumbres, incluso la
indumentaria. La mujer se ve obligada a hacer equilibrios - que, además, no confiesa
por temor a ser marginada - para compatibilizar el horario laboral y el familiar, dado
que el horario laboral lo diseñaron los hombres sobre la base de que su horario
familiar carecía de obligaciones y costumbres. Todo es contingente en el quehacer
humano, y son contingentes también los horarios laborales, los cuales tienen que ver
con costumbres y hábitos de trabajo totalmente prescindibles - ano lo son muchas
reuniones, funciones de representación, desplazamientos inútiles?-. Si se han
impuesto y se mantienen es porque no estorban para nada las formas de vida
masculinas. Hasta tal punto ha sido completa la adaptación de la mujer a la forma de
trabajar de los hombres que se impuso rápidamente el traje pantalón, el más parecido
a la indumentaria masculina. No había más remedio que copiar lo establecido, por lo
menos, de entrada, era la única forma de facilitar la incorporación de la mujer a
lugares donde jamás estuvo3.

Más grave quizá es el caso de la educación, donde el objetivo de coeducar ha sido


emblemático y tiene años de rodaje. Lo resume de maravilla el siguiente texto de dos
conocedoras del tema: «La unificación curricular y de criterios de formación no se ha
hecho por fusión de los estereotipos masculino y femenino, sino por extensión de los
primeros al conjunto de los individuos (...). El orden dominante es un orden
masculino»4. Aunque el escrito citado tiene casi veinte años, dudo que, desde

157
entonces, hayamos cambiado y mejorado mucho. La educación es, salvo excepciones,
mixta, es decir, niños y niñas mezclados. Pero estamos lejos de la coeducación, de
pensar en una educación que acabe con los estereotipos y los modelos sesgados, en
lugar de seguirlos fomentando porque ni siquiera se repara en ellos. El ejemplo citado
más arriba referente a la publicidad sexista parece no tener remedio. Como parece no
tenerlo la diferenciación de juguetes para niños y para niñas. Se mezclan los sexos,
pero no las funciones, ni se mez clan ni se intercambian, por mucho que esté
mejorando el reparto del trabajo doméstico, sobre todo en el caso de las parejas más
jóvenes.

Quiero referirme a un último punto para explicar las dominaciones de la mujer en


el siglo xxi, un punto que tiene que ver con la función de la familia. Algunos
sociólogos constatan la ambivalencia de nuestro tiempo con respecto a la institución
familiar. Hablan incluso del «auge del apego a la familia», a pesar de la crisis de la
familia. Pues es cierto que existen nuevos modelos de familia dispuestos a corregir y
subsanar muchas disfunciones y contradicciones. Es cierto, por lo tanto, que la
familia nuclear tradicional está en crisis con respecto al crecimiento de familias
monoparentales, familias de homosexuales, niños adoptados, niños con varias
familias, niños nacidos gracias a la reproducción artificial en todas sus modalidades
permitidas. Parece que no hay normas ni definición canónica de familia. No obstante
la familia sigue siendo ne cesaria, y las nuevas formas de unión familiar, que han
surgido para resolver muchas contradicciones, están creando contradicciones de
nuevo orden. Una de las consecuencias del derecho de la mujer a elegir su forma de
vida es, por ejemplo, el aumento del número de niños de padre desconocido (en
Cataluña son setecientos cada año). «La opción es revolucionaria, pero la realidad es
muy dura: no es fácil ser madre soltera», leemos en un estudio reciente de avezadas
feministas'. La renuncia de un buen número de mujeres jóvenes a ser madres, o la
tendencia a posponer al máximo la maternidad, es un síntoma de esa dificultad y de
las analizadas en los apartados anteriores.

La «jerarquización de los cuerpos», la preponderancia de lo masculino en el


mundo laboral y educativo y las contradicciones inherentes a las nuevas formas de
organización familiar dan cuenta, en conclusión, de las muchas dominaciones que las
mujeres aún padecen. Las mujeres emancipadas, tengámoslo en cuenta, porque no
estamos hablando de lo que ocurre en Marruecos o en Tailandia. Estamos hablando
del mundo desarrollado, ese mundo que supuestamente reconoce a las mujeres, les
otorga todos los derechos, les ofrece igualdad de oportunidades. Si es cierto que, a
pesar de todo, se dan una serie de dominaciones veladas y ocultas, ignoradas incluso
por las mismas que las padecen, es evidente deducir que esas mujeres dominadas no
son tan libres como lo son los hombres que, aparentemente, están en igualdad de
condiciones con ellas. Ni son tan libres ni pueden desarrollar esa identidad discursiva
que es prueba del disfrute de la libertad.

De las varias dominaciones detectadas se desprende que la identidad de género no


desaparece a pesar de las políticas de igualdad y de la incorporación de la mujer a la
educación, al trabajo, a la política, incluso a lo que más cuesta: a cargos directivos.

158
La mujer emancipada sigue siendo, en palabras de E Ortega, «el ama de casa que
trabaja» 6. La doble jornada laboral, la so brecarga física y afectiva, la privacidad de
las emociones, son fenómenos que han experimentado pocas transformaciones
significativas. Es decir, sigue existiendo un ámbito privado en el que las políticas no
interfieren porque se supone que es libre. Pero es ahí precisamente donde las
dominaciones se producen con fuerza. Con tal fuerza que es ese también el escenario
de los tremendos malos tratos que se conocen como «violencia de género». Nadie
entiende que las mentalidades y las actitudes hayan perseverado - o se hayan
agudizado - hasta el punto de subyugar moral y físicamente a la mujer hasta
destruirla. Nadie entiende que eso pueda seguir ocurriendo, con la intensidad con que
ocurre, en pleno siglo xxi. Pero así es. Todo lo cual viene a poner de manifiesto lo
que decía hace un rato: que incluso las interferencias públicas legítimas de que
hablaba Pettit, para distinguirlas de las arbitrarias o no justificadas, las interferencias
legítimas, es decir, aquellas que teóricamente van dirigidas a servir el interés común
de los ciudadanos, tampoco están sirviendo el interés de todos y todas. La nueva ley
contra la violencia de género viene a demostrar que hay que intervenir más
decididamente, y a favor de los intereses no de todos, sino de las mujeres, porque son
esos intereses, y no todos, los que están específicamente desprotegidos.

La conclusión afila que habíamos llegado, pues, tras analizar algunas de las
dominaciones de que son víctimas las mujeres del siglo xxi, es que la identidad de
género subsiste y que no se ha producido la deseada «fusión de identidades», para
decirlo con una expresión de Gadamer. Prueba de ello es la identidad de los jóvenes,
una identidad calificada como «identidad flotante». Pero también el descontento de la
mujer madura y emancipada con la identidad que va construyendo a duras penas. Al
mismo tiempo, también el hombre está viendo debilitada su identidad, de padre, de
esposo y de dirigente en general7. Nadie está satisfecho con lo que es. Todos sienten
haber perdido algo o no haber alcanzado lo que se les prometía. ¿Será posible superar
esa condición?

3. HACIA UNA IDENTIDAD SIN ATRIBUTOS

Decíamos que el agente libre es el que es capaz de forjarse una identidad fuerte,
un yo que no sucumba a la elusividad ni a la debilidad. La falta de autoestima lleva a
las personas a evitarse a sí mismas y a no poder pensar en su propia vida como algo
susceptible de ser narrado con una mínima coherencia interna.

Las explicaciones de Pettit llevan a una concepción de la identidad similar a la de


autenticidad. Por mi parte, siempre he pensado que la autenticidad como ideal es un
concepto tramposo. Una cosa es auténtica si es lo que debe ser, para lo cual hace falta
un arquetipo que indique desde dónde hay que medir la autenticidad. El mundo de las
ideas de Platón proveía de tales arquetipos. Pero, en el mundo real y sin arquetipos de
contraste consensuados o establecidos, es imposible decidir en qué consiste la
auténtica belleza, la justicia auténtica o la auténtica humanidad. La máxima de
Píndaro antes citada, «llega a ser el que eres», no sé qué sentido pueda tener en un
mundo que ha liberado al individuo para que elija individualmente su forma de ser y

159
de vivir. Lo más cercano a la autenticidad que pueda servirnos hoy es la autonomía
kantiana como condición de la persona moral. Es ésta, la persona moral, la que puede
forjarse una identidad fuerte, precisamente porque lo que la define es la libertad para
hacerlo.

La conclusión a la que he querido llegar es la que diría que la mayoría de las


mujeres, que viven en sociedades avanzadas, carecen aún de condiciones suficientes
para poder vivir libremente o para poder ser autónomas. Lo que, a partir de tal
conclusión hay que plantearse es de qué modo podrá conseguirse aumentar las
condiciones de libertad para las mujeres. Hasta ahora, los instrumentos más utilizados
han sido las declaraciones formales de principios, el recordatorio frecuente de que las
mujeres también son sujetos de los derechos universales, y un desarrollo legislativo y
una serie de medidas políticas dirigidas a potenciar una igualdad aún no realizada.
Vemos que todo ello es insuficiente, que no acaba con el cúmulo de dominaciones o
servidumbres ancestrales y ejercidas, eso sí, de formas cada vez más sutiles y
encubiertas por lo que se hace más complicado denunciarlas. Conviene - lo he dicho
otras veces - que las costumbres se transformen y lo hagan asimismo las mentalidades
y los comportamientos de todos sin excepción. Ya no se trata tanto de seguir
reivindicando libertades abstractas - libertad de acceso a la educación, de formar
familia, libertad de movimiento, de integración en el mundo laboral-, como de
potenciar el ejercicio real de la libertad en ámbitos que nunca han contado con la
presencia de mujeres. En el momento en que las mujeres que tienen una profesión y
la ejercen con supuesta libertad tengan las mismas condiciones para hacerlo que sus
homólogos varones, tendrán asimismo las condiciones para forjarse la identidad
fuerte que reclamamos.

Pienso que esa igualdad de condiciones para ser libre ha de venir dada por el
hecho de que dejen de existir identidades hegemónicas, es decir, maneras de ser que
se conviertan en los arquetipos de lo que realmente vale o es normal. Destruir las
identidades hegemónicas es algo que no vendrá dado solamente a través del empeño
en cumplir el imperativo de la igualdad. No es el Kant del imperativo categórico el
que puede servirnos a tal propósito, sino el Kant del juicio del gusto que, lejos de
basarse en una concepción abstracta de la acción moral, tiene en cuenta que las
dimensiones morales de las acciones son distintas en contextos humanos diferentes.
El juicio del gusto, en efecto, se produce desde la subjetividad, es un juicio particular,
pero cuya justificación tiene una naturaleza social. Nos exige ponernos en el lugar del
otro, un «modo de pensar amplio», un «pensar desde el punto de vista de cualquier
otro».

Mientras el sujeto que reproduce la identidad hegemónica no sepa verse a sí


mismo desde tal perspectiva y, desde ella, autocriticarse para que el otro - la otra, en
este caso - quepa también en un mundo que ha de ser común, las identidades
hegemónicas se mantendrán intocadas y estorbando cualquier intento de introducir
aspectos inéditos. Las mujeres ya han pasado por el proceso de pensarse desde el
punto de vista del hombre, han tenido que hacerlo para equipararse con él. Pero esa
equiparación no ha llegado a ser completa porque a las mujeres les faltan ciertas

160
condiciones para hacer un uso de la libertad sin trabas, similar al uso que pueden
hacer los hombres. Mientras la mujer a la que se le ofrece la posibilidad de ocupar un
alto cargo tenga que poner reparos al mismo apoyándose en sus obligaciones
familiares, o incluso en su deseo de atender a sus hijos; mientras esos mismos reparos
no se universalicen, de forma que no sean siempre las mujeres las que tropiezan con
ellos, sino algunos individuos - hombres o mujeres-, movidos por circunstancias o
maneras de ser sólo calificables como individuales, mientras eso no ocurra, no
podemos proclamar sin reticencias el logro de la emancipación femenina. La
identidad hegemónica se ha impuesto ahogando la expresión de otras identidades que
no se ajustan o no caben en ella.

Pero el objetivo no puede ser crear otra identidad, la de la mujer, paralela o


alternativa a la hegemónica e incluso contra ella. El objetivo ha de ser crear un
mundo común, mediante un lenguaje y una acción discursiva que nos nombre a unos
y otras y en el que estemos mujeres y hombres en igualdad de condiciones. En
filosofía, la razón abstracta sobre la que se fundaron las teorías de la modernidad se
ha desplazado al lenguaje -o a la acción comunicativa - buscando en el discurso, o en
sus condiciones de posibilidad, el principio de la normatividad ética. De esta forma se
ha querido evitar ese pensamiento unilateral encubierto por una idea de razón que
teóricamente comprendía a todos los individuos. En el uso del lenguaje se descubren
más fácilmente las diferencias así como las lagunas que ponen de manifiesto que los
nombrados pertenecen sólo a un género y no a los dos. Es sintomático que uno de los
cambios más aceptados por la sociedad en general haya sido el de la corrección del
lenguaje de género: todos y todas, ciudadanos y ciudadanas, vascos y vascas.
Volviendo al tema de fondo: si Pettit entiende que la acción libre consiste en tener el
control discursivo, para ello hace falta que los distintos sujetos lingüísticos sientan
que el lenguaje común también les pertenece y habla de su mundo particular. Dicho
de otra forma, el universal debe ampliarse a partir de lo que no estaba previsto ni
cabía en unas abstracciones que, de hecho, nunca reflejaron las necesidades y los
intereses de las mujeres.

Pero si no vale oponer una identidad genérica a otra, habrá que aceptar que la
forja de identidades individuales fuertes se asiente en la intersubjetividad propiciada
por una comunicación simétrica y dispuesta a escuchar y a que se oigan todas las
voces. Una intersubjetividad que reconozca lo que nos une y que no desemboque en
esa fragmentación cultural de sectores endogámicos y encerrados en sus propias
necesidades, quejas y obsesiones. La construcción de identidades excluyentes ha sido,
en muchas ocasiones, el modo más fácil de defenderse frente a un mundo a su vez
excluyente y hos til. Ese mundo cuya coartada han sido los derechos universales y los
valores liberales ha traído los lodos de la reivindicación de comunidades varias,
ensimismadas en sus diferencias y tan cerradas al mundo exterior como lo fue el
universo dominante al que se oponen. Muchos de los problemas con que nos
encontramos tienen que ver con la difícil articulación de las diferencias en un mundo
que tiene que ser común, porque, a fin de cuentas, los problemas más graves que
tenemos son problemas comunes, que nos afectan a todos. No hay un solo problema
de los que suelen denominarse «problemas de la mujer» que no tenga que remitir,

161
para su solución, a una estructuración y organización distinta de la relación entre
hombres y mujeres, de la mutua asignación de funciones y división del trabajo, y a
una revisión general de las mentalidades y las costumbres. Las diferencias se
convierten en problemáticas cuando unos excluyen a otros, por lo que la única forma
de resolverlas es evitando la exclusión o el desinterés de unos por otros.

Una de las pruebas de que sigue habiendo sentimientos excluyentes y diferencias


discriminadoras es la persistencia de los estereotipos llamados «de género», a los que
ya me he referido y que son tan visibles aún en la publicidad y en los medios de
comunicación de las sociedades democráticas. El sexismo existe, aunque ha dejado
de ser tan manifiesto como lo fue en otros tiempos. Hoy es más sutil, pero sigue
estando ahí, en formas de expresión y representaciones de la realidad que no abdican
de los modelos tradicionales. Es cierto que la desnudez de la mujer y la del hombre se
exhiben en igualdad de condiciones, pero a las mujeres siguen destinados los
mensajes que las sitúan en el hogar y al cuidado de los hijos como su espacio natural,
o que les recuerdan su poca habilidad para ciertos menesteres de los que siempre se
hicieron cargo los hombres.

Un magnífico estudio dirigido por Juana Gallego sobre la prensa8 pone de relieve
que, en los medios de comunicación, se observa actualmente una cierta indiferencia
con respecto a los problemas que afectan más a las mujeres. No es que no se hayan
producido cambios importantes y explícitos a favor de una mayor visibilidad
femenina. Las redacciones de los periódicos cuentan con guías de buenas prácticas,
de corrección lingüística referida al género. Se es consciente, además, de que no hay
que someter a las mujeres a preguntas «diferenciales»: sobre su familia, sus hijos, su
vestuario, las dificultades de conciliar horarios, etc., preguntas, en definitiva, a las
que nunca ha tenido que enfrentarse un hombre. Se considera, por ejemplo, que
cualquier rasgo que subraye la condición de mujer - del estilo: «Una mujer ha sido
elegida presidenta» - es por sí mismo discriminatorio. Hay que acogerse a lo
universal y lo neutro. Conseguirlo ha constituido, en efecto, una cierta terapia con
resultados positivos. Ahora bien, no todo han sido logros, ya que, por la vía de no
distinguir a nadie, los contenidos informativos, uni versales y neutros dejan de
mencionar y de poner en evidencia una serie de problemas que no han desaparecido.
El miedo a discriminar con un cierto lenguaje ha llevado al encubrimiento de una
realidad que está lejos de ser satisfactoria.

Para combatir dicha indiferencia, las autoras del estudio citado proponen
introducir lo que ellas llaman «la perspectiva de género», y tratar los temas desde tal
perspectiva. No hay que dar por supuesto, de entrada, que la representación de la
realidad por parte de las mujeres es idéntica a la de los hombres. Si la perspectiva
masculina incurría demasiado a menudo en poner de relieve detalles ridículos, como
el de fijarse en la forma de vestir o en el número de hijos de una mujer distinguida
con un cargo público, tal vez la perspectiva femenina descubra aspectos que el
hombre es incapaz de ver porque nunca le han afectado. Como dice al propósito
Marcela Lagarde9: «La mirada a través de la perspectiva de género feminista nombra
de otras maneras las cosas conocidas, hace evidentes hechos ocultos y les otorga otros

162
significados.» Para que esto ocurra, sin embargo, conviene que las mujeres
emancipadas y liberadas, las mujeres que - tomando la expresión utilizada a lo largo
de este trabajo - quieren llegar a «controlar su discurso», no desechen ni descarten,
sino hagan manifiestas sus visiones peculiares de la realidad y de los problemas. La
mirada puede ser distinta no precisamente porque sea femenina - cada mujer tendrá
su mirada-, sino porque ciertos fenómenos han pasado desapercibidos para quienes no
han tenido ningún contacto con ellos.

No se trata, en definitiva, si entiendo bien lo de la perspectiva de género, que los


hombres asuman un punto de vista y las mujeres otro. Eso es lo que ha ocurrido
tradicionalmente y se trata de cambiarlo. La perspectiva, para entendernos,
«masculina» es la visión androcéntrica que, inevitablemente, se ha ido construyendo
e imponiendo a los largo de los siglos. Poner de manifiesto otras visiones no es
derrumbar de un plumazo la visión tradicional sino enriquecerla, procurando como
objetivo que la realidad en la que vivimos sea de todos y de todas y no de unos
cuantos. Quizá ésta sería la manera de cambiar la premisa indiscutida que dice que
«lo que interesa a los hombres tiene que interesar también a las mujeres, mientras que
lo que interesa a las mujeres no tiene por qué ser de interés para los hombres». Sólo
cuando los intereses se mezclen en nombre de un interés común, podremos reconocer
realmente la existencia de identidades sin atributos, identidades individuales.

JAVIER MUGUERZA

163
* El texto que sigue recoge mi intervención en las jornadas sobre Igualdad y
Género organizadas por la Universidad de Valladolid, bajo la dirección de Alicia
Puleo, en noviembre del 2003. Soy perfectamente consciente de que la copiosa
bibliografa sobre el particular producida desde entonces habría hecho quizás
aconsejable una revisión a fondo del mismo. Pero, fiel en todo caso a la consigna de
que scripta manent pese al transcurrir del tiempo, he preferido reproducirlo aquí tal
cual fue dado a conocer en su versión originaria, dejando para mejor ocasión la
posibilidad de una nueva aproximación al tema por mi parte.

La oportunidad de participar en estas jornadas es tanto más de agradecer -y tanto


más intimidante, para acabar de decirlo todo - cuanto que se trata en ellas de hablar,
como uno de los escasos varones invitados a hacerlo, ante la plana mayor del
feminismo filosófico patrio congregada en esta aula. Eso me lleva a preguntarme qué
ha cambiado en el conjunto de nuestro feminismo filosófico desde los tiempos de la
confección del número 6 de la revista Isegoría, pioneramente dedicado al tema de
Feminismo y ética y a propósito del cual fuí comisionado por su Consejo de
Redacción para dirigirme a la editora del volumen (nuestra compañera Celia Amorós
aquí presente), así como al colectivo que representaba, con el encargo de averiguar si
la iniciativa de dejar enteramente en sus manos la tarea - sin colaboración alguna de
varón - la tomarían o bien como un alarde de paternalismo machista o bien como un
acto de discriminación positiva, ante lo que, tras deliberar entre ellas, decidieron que
la asumían como una muestra de lo segundo y le daban la bienvenida, de modo que
quienes hacíamos la revista nos limitamos exclusivamente por esa vez a reservarles el
color violeta del encabezamiento de portada. ¿Se sienten - ésta era la pregunta que me
hacía- nuestras filósofas feministas más seguras hoy día, así como nosotros sus
colegas varones menos tímidos, hasta el punto de hacer posible la presente
cohabitación?

Dejando a un lado a los varones (yo al menos persisto, por lo pronto, instalado en
la timidez), se diría que a nuestras compañeras les sobran las razones para semejante
seguridad, pues lo cierto es que, a lo largo de los casi tres lustros que nos separan de
aquel número monográfico de Isegoría, el feminismo filosófico de nuestro país no ha
hecho más que consolidarse de forma arrolladora y sólo algún endémico palurdo ele
esos que nunca faltan, si es que no proliferan, en las academias - se negaría a
reconocerlo así.

Pero lo que sucede es que el feminismo, incluído el filosófico, no es sólo un


movimiento académico sino un movimiento social (y no precisamente «nuevo»,
contra lo que parecen creer quienes lo catalogan entre los ya no tan nuevos «nuevos
movimientos sociales», como el ecologismo o el pacifismo), esto es, un movimiento

164
social a escala global y no tan sólo nacional... que por razones de estricta
supervivencia quizás hiciera bien morigerando, con suspicacia provechosamente
crítica, cualquier exceso de seguridad en sí mismo.

Por ejemplo, no sobran desde luego las cautelas a la hora de convencerse, con
argumentos mejores o peores, de estar entrando en la era del posifeminismo,
convencimiento que ciertamente no daría para suscitar ninguna euforia si pensamos
en algunas de las no demasiado halagüeñas connotaciones del «postmodernismo», el
«postsocialismo» y otros «postismos» por el estilo; y ni siquiera el hecho de que la
revolución de las mujeres haya sido la única revolución no digo que triunfante, pero
sí por lo menos no fracasada dentro de ese «siglo de revoluciones fracasadas» en que
vino a parar el siglo xx, daría pie a proclamar que dicho siglo merezca ser recordado
como «el siglo de las mujeres», lo que ha llevado a Victoria Camps a desplazar al
nuestro la expectativa de tal honor y preguntarse ¿Será el siglo XXI el siglo de las
mujeres?; y tampoco, otro ejemplo, sé muy bien si, al igual que la noción de clase en
su campo, la noción de genéro ha perdido en el suyo acuidad como categoría de
análisis social, pero de lo que no me caben dudas es de que, de la misma manera que
estamos lejos de avizorar al día de hoy la posibilidad ni remotísima de asistir al
advenimiento de una «sociedad sin clases», es difícil creer por el momento en la
inminencia no ya de una sociedad sin géneros - quién sabe si, y en qué términos,
deseable o indeseable - sino apenas en la de una sociedad donde los géneros hayan
dejado de constituir un factor de discriminación social, esto es, hayan dejado de
constituir un factor de desigualdad.

Lejos, pues, de encontrarnos en situación de licenciar al feminismo por la vía de


hacerle «morir de éxito», se diría que la teoría feminista tiene -y en buena hora -
trabajo asegurado para rato...

Y, en cuanto a mí concierne, me propongo - si me es permitida la intrusión -


aproximarme a la llamada «problemática del género» desde la perspectiva de lo que
me gustaría poder llamar el «individualismo ético», que será consiguientemente la
cuestión por la que habremos de comenzar. El «individuo» del individualismo ético
es lo que suele conocerse de ordinario por un «sujeto moral». Y lo primero que
tendríamos que decir a tal respecto es que un sujeto moral es siempre un individuo,
aun cuando no todo individuo sea, obviamente, un sujeto moral. Pero si no es lo
mismo «individuo» que «sujeto», ¿qué será, pues, un individuo, dejando a un lado de
momento al individualismo ético? Procedamos, por tanto, a aclararnos sobre lo que
hayamos de entender por «individuo» para - al cabo de una somera exploración de su
vocabulario derivado, es decir, de vocablos como, entre otros, «individuación» e
«individualización», amén de «individualismos» varios - enfrentarnos por fin a lo que
hayamos de entender por «género».

En nuestro idioma, nosotros propendemos a identificar nuestro uso del término


«individuo» con nuestro uso de la expresión «un ser humano» o expresiones
similares. Pero no hay, en rigor, razón para hacerlo así, puesto que nada hay de
incorrecto en considerar individuos lo mismo a un individuo de número de la

165
Academia de la Lengua que a un espécimen de escarabajo pelotero. Y, de hecho, ése
era el empleo tradicional de la noción de individuo en la historia de la lógica, donde
los individuos venían a ser sencillamente el escalón más bajo (las infimae species) de
una clasificación como la llevada a cabo en el celebérrimo «árbol de Porfirio», dentro
del cual una especie momo la especie humana, esto es, «el hombre» como ánthropos
en cuanto diferente del anér u hombre como varón - sería definida por su género (el
género animal) y su diferencia específica (la supuesta racionalidad) en orden a
obtener la optimista definición del ser humano como «animal racional»; y los
individuos (id átoma, como Porfirio los llamaba) constituían sin más aquellas
«especies ínfimas» que ya no se dejan definir por géneros ni diferencias específicas,
como vendría a ocurrir en la especie humana con el individuo Sócrates. Pero, así
entendida la noción de individuo, tan individuo sería Sócrates como, dentro de la
especie equina, vendría a serlo el caballo Bucéfalo. Y en definitiva ése es el uso del
término «individuo» que continúan haciendo hoy los biólogos en sus taxonomías al
aplicar tal término a los miembros de una determinada «población» de bacterias o de
aves acuáticas.

En cuanto a los filósofos, los ha llegado a haber - como ocurrió con el filósofo
analítico Peter Strawson en un libro ya clásico del siglo pasado, a saber, Individuals
(1959) - que fueron aún más lejos, pues incluso las manchas de color o los sonidos
serían no menos individuos que los seres humanos, de los que - en tanto que
individuos - únicamente se distinguirían por la mayor o menor complejidad de los
procesos por medio de los cuales los «identificamos», dado que la identificación de
un sonido en la escala tonal - al menos para alguien ligeramente más dotado en
materia de música que yo - y no digamos la de una mancha roja en la pared para
quienquiera que no sea daltónico parece, desde luego, bastante más simple que la
identificación de Fulano en cuanto diferente de Mengano o de Zutano, para lo que no
basta distinguirlos por su tono de voz o a simple vista sino que, en tanto que
humanos, encierran un notable caudal de diferencias (y merece en este sentido la pena
recordar que el libro de Strawson generó en España, entre nuestros filósofos
analíticos de la época, una abundante literatura sobre el tema de la «identificación de
los individuos», de la que alguien pudo decir con sorna que emulaba a las actividades
de nuestra Dirección General de Seguridad, febrilmente afanada en semejantes tareas
de identificación durante aquellos infaustos años de la dictadura franquista).

De modo que hay usos del término «individuo» que no refieren exclusivamente a
los seres humanos, como también los hay que - incluso si así lo hicieran - darían idea
de un ser humano, digamos, venido a menos, como cuando alguien es
despectivamente designado como «un individuo», «ese individuo» o «menudo
individuo»... y mejor no pensarlo si, en lugar de «individuos», hablásemos de
«individuas».

Pero, en fin, concentrémonos en aquel uso filosóficamente respetable de la


«noción de individuo» - uso sobrevenido, digámoslo ya de entrada, con la
Modernidad - que la torna aplicable a los sujetos morales aun cuando no se agote
exactamente en ellos. Y añado esta última precisión porque, cuando hoy se habla del

166
«auge del individualismo», de lo que en realidad se habla con frecuencia no es tanto
del sujeto moral, del homo moralis, cuanto de ese rival suyo que resultó ser, ya desde
los albores de la Modernidad, el homo oeconomicus. A todo lo largo de esta última -
y, por lo pronto, en ese punto culminante de la misma representado por la Ilustración
- se han venido contraponiendo, y siguen hoy contraponiéndose, dos concepciones
del individuo y del individualismo o, si se prefiere decir así, de la «acción
individual», tras de las que se esconden dos distintos conceptos de racionalidad o de
acción racional.

Desde el punto de vista de una concepción teleológica (de télos, «fin») de la


acción humana, se podría en efecto sostener que dicha acción es una «acción
racional» cuando el agente pone en obra los medios más adecuados para la obtención
de aquel fin, cualquiera que éste sea, perseguido con su acción, caracterización que
sería válida lo mismo da que el fin en cuestión sea un fin moralmente aceptable
(como lograr el propio bienestar sin detrimento del bienestar ajeno) o un fin
moralmente inaceptable (como lograr tal bienestar a costa del bienestar de los
demás). Y es a la vista de semejante «indiferencia ante los fines» por lo que he
propuesto alguna vez que la racionalidad desplegada en este género de acciones
debiera ser llamada racionalidad mesológica (de méson, «medio») más bien que
«teleológica», puesto que en realidad consiste sólo en la racionalidad de los (fines que
son) medios (para la consecución de otros fines) y se ocupa exclusivamente de tales
medios, dejando a un lado la evaluación y, por lo pronto, la evaluación moral de los
fines mismos. La actividad económica regida por la pura y simple lógica del
beneficio se acomodaría a ese modelo de acción racional emparentado con lo que
Crawford Macpherson bautizara como «individualismo posesivo» o de los
propietarios, teorizado en su día por Hobbes y Locke y heredado más tarde por el
utilitarismo, para el que no en vano podría ser compatible - en algunas de sus
versiones cuando menos - el bienestar del mayor número de los potenciales
usufructuarios con la contribución a dicho bienestar de la explotación como mano de
obra de una minoría esclava. La «racionalidad mesológica» de la acción vendría, así,
a reducirse - desde esta perspectiva - o bien a racionalidad instrumental (pues los
medios no son sino «instrumentos» al servicio de la consecución de fines, lo que no
excluye, como acaba de decirse, la posible instrumentalización a esos efectos de los
seres humanos mismos) o bien, cuando los fines ajenos no pueden ser
desconsiderados y han de ser tenidos en cuenta (como en el caso, por ejemplo, de la
competencia en el mercado), aquella racionalidad vendría ahora a convertirse en
racionalidad estratégica, esto es, en un diseño o cálculo de la «interacción» en que los
fines de los demás tan sólo contarían para el mejor éxito y la prevalencia de los fines
propios (ya sea a través de la cooperación interesada, ya sea través de una lucha de
intereses que no excluye la aniquilación de los intereses antagónicos). Y no necesito
añadir, o al menos eso espero, que una concepción como ésa del «individualismo» no
tiene nada que ver con el individualismo ético que estoy tratando aquí de propugnar.

Pero si la he traído a colación en este punto es porque creo que ella es la


responsable de la resistencia hoy en boga a identificar sujeto (en el sentido de sujeto
moral) e individuo, resistencia alentada desde hace algunos años por Alain Renaut en

167
su libro L'ére de l'individu (1989) - cuyo subtitulo reza, por cierto, «Contribución a
una historia de la subjetividad»-, un libro de veras estimable pero lamentablemente
empeñado en reducir todo individualismo a aquella concepción mesológica,
instrumental y/o estratégica, del mismo que lo acaba convirtiendo en una variante del
viejo e indeseable individualismo posesivo de la tradición hobbesiana, lockeana y
utilitarista.

Frente a dicha tradición, otro ilustrado como Kant - quien en su filosofía de la


historia llegó a coquetear con una concepción mesológica o teleológica de la acción
humana (el curso de la historia se encargaría, en su opinión, de asegurar el progreso
de la humanidad como especie a partir del antagonismo entre los seres humanos
individuales, preludiando de esta manera con su idea de «la insociable Sociabilidad»
lo que Hegel llamará luego «la astucia de la Razón» y antes había llamado Adam
Smith «la Mano invisible») - le opuso, no obstante, en su filosofía moral una
concepción deontológica (de déon, «deber») de semejante acción humana según la
cual la razón práctica no se limita ya a ser una mera aplicación de la razón teórica
(esto es, su aplicación, como veíamos, a la determinación de los medios conducentes
a la consecución de este o aquel fin) sino que ha de abrirse a la consideración, la
consideración moral, de los fines mismos. Y ése era el sentido, por ejemplo, de la
respuesta a la pregunta «Qué fines son deberes?», a la que contestaría Kant que son a
un tiempo fines y deberes «la propia perfección y la felicidad ajena», advirtiéndonos
a continuación contra la tentación más usual de interesarnos a la inversa por la propia
felicidad y la perfección ajena, que es lo que haría el homo oeconomicus cuando
busca extraer un máximo de «felicidad», esto es, de beneficio propio a partir de la
«perfección» o la eficiencia de quienes trabajan para él. Por el contrario, para el homo
moralis no es un deber la búsqueda de la «propia» felicidad (que es algo que todos los
seres humanos buscan por naturaleza, sin necesidad de que nadie se lo prescriba por
medio de un mandato o imperativo ético), como tampoco es un deber la procuración
de la perfección «ajena» (que no es asunto suyo de terminar en qué consiste, sino
asunto de la conciencia moral de cada cual), mientras que, en cambio, la búsqueda de
la propia perfección y la felicidad ajena conduce ni más ni menos que a la superación
del egoísmo rapaz e insolidario del individualismo posesivo que antes veíamos.

Y es por eso por lo que la racionalidad práctica de la acción deontológica


proscribe la instrumentalización de los demás o su reducción a simples piezas de un
cálculo estratégico, puesto que - en la ética de Kant - los seres humanos no deben
nunca ser tomados meramente como medios, sino que han de serlo a la vez como
fines en sí mismos de acuerdo con una bien conocida formulación del imperativo
categórico kantiano.

La posición de Kant entraña, pues, un paso decisivo en la moderna configuración


del sujeto moral, pero no está del todo claro todavía que tal sujeto moral kantiano
coincida ya sin más con el individuo del individualismo ético. Para empezar, el sujeto
de Kant es un sujeto metafísico (o, como Kant lo llamaría, un sujeto «nouménico»)
más bien que un individuo de carne y hueso, es decir, un sujeto empírico (o, como lo
llamaría Kant, un sujeto «fenoménico»). El sujeto de Kant entronca, así, con la

168
genealogía de ese «yo substancial» que Descartes identificaba con la res cogitans,
esto es, el «sujeto pensante» cartesiano que - pese a su modernidad - continúa siendo
una substancia, ya sea que se la entienda como algo sotopuesto al individuo (lo que
los griegos llamaban un hypokeímenon y tradujeron los latinos por subiectum), ya sea
que se la entienda como algo superpuesto al individuo (lo que los griegos llamaban
una hypóstasis y los latinos tradujeron por persona). Pero Kant daría un paso más
sobre el sujeto cartesiano, procediendo a desubstancializarlo si así puede decirse y
erigiendo al «yo pienso»o cogito de Descartes en fundamento último de la razón tanto
teórica como práctica - esto es, en fundamento de los principios supremos de la
ciencia y de la moral-, fundamento que Kant haría consistir en la constitución de un
sujeto hipotético (lo que diera en llamar «el sujeto trascendental») destinado en
definitiva a servir de modelo al conocimiento o la acción de los sujetos reales en la
medida en que estos últimos se esfuercen por conocer o actuar como seres
efectivamente «racionales». Por ejemplo, la racionalidad del conocimiento y, en
concreto, la «razón teórica» plasmada en el conocimiento científico de aquellos
sujetos reales sólo podría quedar asegurada por la fidelidad con que dicho
conocimiento reproduzca la estructura cognoscente del sujeto hipotético, estructura
que para Kant venía a coincidir punto por punto con la estructuración de los
supuestos que informaban la mecánica newtoniana de su época, desde el espacio y el
tiempo conformadores de nuestra sensibilidad a los principios del entendimiento -
como el principio de causalidad - en tanto que condiciones de posibilidad del hecho
mismo de la ciencia. A la luz de este ejemplo, alguien podría dar en pensar que
semejante «fundamentación» trascendentalista de la ciencia peca de circular y coloca,
de hecho, la carreta delante de los bueyes, puesto que - lejos de servir de «modelo» a
los sujetos reales - el sujeto hipotético de Kant vendría más bien a resultar una
«idealización» de la capacidad cognoscitiva de aquéllos, los cuales eran ya por su
cuenta newtonianos en tanto que contemporáneos de Kant (y de ahí que la ciencia
posterior a Kant pudiera abrir a la razón teórica otras vías que las de la mecánica
newtoniana, o la geometría euclídea, o la lógica aristotélica, tenidas en cambio todas
ellas por paradigmas insuperables de racionalidad desde los condicionamientos
históricos del punto de vista kantiano). Y, de manera parecida, tampoco la
racionalidad de la acción moral o «razón práctica» tendría por qué considerar
insuperable el paradigma representado para Kant por esa mezcla de Cristianismo e
Ilustración en la cual se sintetizaban la moral pietista heredada de sus virtuosos
padres y la mentalidad republicano-liberal de los cultos comensales que invitaba a
almorzar de vez en cuando en su casa. Por lo demás, Kant no veía al parecer
problema alguno en conciliar la aspiración a la universalidad de la ley moral con la
exigencia de autonomía de los sujetos morales, esto es, la pretensión de que dicha
legislación moral alcanzase a todos esos sujetos y de que al mismo tiempo cada uno
de ellos fuese un legislador. Y para asegurar tal cosa echaba mano nuevamente del
sujeto trascendental o hipotético que - en cuanto encarnación de la razón - vendría a
expresar de modo un tanto tautológico la identificación típicamente kantiana de
voluntad (racional) y racionalidad (práctica) de los sujetos reales, sujetos éstos
autónomamente coincidentes según Kant en la propuesta y la aceptación de una
moralidad que por definición se extendería universalmente a todos los seres humanos,

169
esto es, a todos los seres de este mundo dotados de razón y voluntad. Y lo menos que
se podría decir de semejante construcción es que, además de su indesmentido aroma a
tautología, peca de artificiosa y se halla lejos (cualquier cosa que sea lo que suceda
con el fantasmagórico sujeto hipotético o trascendental) de garantizar que el
enfrentamiento, esto es, el conflicto entre una serie de voluntades autónomas se salde
con un consenso racional de la totalidad de los sujetos reales implicados. Y ello por
no hacer hincapié en la circunstancia de que la presunta unidad del género humano se
hallaba ya en tiempos de Kant lo suficientemente cuarteada como para que se pudiese
estar al tanto de la división existente entre burgueses y asalariados, entre varones y
mujeres o entre europeos ilustrados y pueblos sin civilizar...

Cuando Kant recoge en su Crítica de la razón práctica, reformulándola, su


recomendación de que «cada cual obre de manera que la máxima de su conducta
pueda valer como principio de una legislación universal», esto es, su previa
formulación en otra obra del así llamado «principio de universalización, no parecía
entrever la posibilidad de que sujetos morales diferentes tratasen de universalizar no
sólo máximas asímismo diferentes sino incluso contrapuestas entre sí. Pero esa
posibilidad es muy real y, como han visto bien contemporáneamente los cultivadores
neokantianos de la ética comunicativa o discursiva, la única vía disponible para tratar
de concordar en semejante propuesta de universalización ha de pasar ineludiblemente
por el «diálogo» entre los interesados. Que es lo que se halla a la base de una nueva
reformulación del principio kantiano de universalización debida a Thomas McCarthy
y hecha suya por Jürgen Habermas: «En lugar de considerar como válida para todos
los demás cualquier máxima que quieras ver convertida en ley universal, somete tu
máxima a la consideración de todos los demás con el fin de hacer valer
discursivamente su pretensión de universalidad.,

La reformulación de McCarthy es innegablemente interesante, pero sólo mejora


hasta cierto punto la originaria formulación kantiana, toda vez que el adverbio
«discursivamente» no garantizaría tampoco el acuerdo unánime más que si
procediésemos a remplazar al sujeto o «yo» trascendental de Kant por un «nosotros»
asímismo trascendental, un trascendentalismo éste residual claramente apreciable en
pensadores como Karl-Otto Apel, pero del que también se aprecian rastros en pasadas
etapas del pensamiento habermasiano: el trascendentalismo de ese consensus
hominum universalis tan criticado por aquellos colectivos que no se sienten
integrados o que se resisten a dejarse integrar forzadamente en él, como es
señaladamente el caso del feminismo y se echa de ver en la actitud reticente de no
pocas teóricas del mismo, comenzando por las simpatizantes - o, en cualquier caso,
no antipatizantes - de la posición de Habermas (para citar tan sólo un par de nombres
significativos, ahí están los de Seyla Benhabib o Nancy Fraser, bien estudiadas en
nuestra lengua por Neus Campillo, María José Guerra, María Herrera, Nora
Rabotnikof o Cristina Sánchez entre otras colegas).

Alguna vez se ha sugerido la conveniencia de sustituir el adverbio


«discursivamente» de la fórmula de McCarthy («... somete tu máxima a la
consideración de todos los demás con el fin de hacer valer discursivamente su

170
pretensión de universalidad») por el adverbio «democráticamente», en cuyo caso se
estaría paladinamente resolviendo el principio de universalización en la bastante más
prosaica regla democrática de la mayoría. Nada habría de malo en ello, pero siempre
que se sea bien consciente de que el recurso a dicha regla tan sólo garantiza la
legalidad democrática del acuerdo resultante, pero no necesariamente, en cambio,
algo tan decisivo para lo que se halla aquí en juego como su moralidad. Al fin y al
cabo, la decisión de una mayoría pudiera ser injusta, como sucedería en el caso que
antes veíamos de que una mayoría decidiese oprimir a una minoría esclava o, por
citar otro caso no precisamente desconocido a lo largo de la historia, condenar a un
inocente como en el proceso de Sócrates o la crucifixión de jesús de Nazaret. No
estoy con eso denigrando a los llamados «consensos fácticos», ni mucho menos
pretendo sostener que tales consensos, en tanto que consensos reales, necesiten
fundamentarse en algún consenso ideal elaborado en las condiciones asímismo
ideales de una «comunidad ideal de comunicación» o de diálogo. Para decirlo en dos
palabras, nada más lejos de mi ánimo que defender un fundamentalismo ético. Pero si
la pregunta por los fundamentos de dichos consensos no creo que revista demasiado
interés, sí me parece interesante, y a decir verdad mucho, preguntarnos dónde está sus
límites, los límites de cualquier consenso. Por ejemplo, ningún consenso podría, por
democrático que fuera, legitimar que un ser humano se vea desposeído de esa su
condición de tal ni serviría para acallar la voz de la conciencia individual que
protestase ante semejante desposesión. De modo que los fueros de la huma nidad,
esto es, la salvaguardia de la condición humana, y los fueros de la conciencia
individual (puesto que sólo los individuos se hallarían autorizados a usufructuar la
perspectiva de la humanidad y decidir cuándo se ha cometido un atentado contra la
condición humana) constituyen, en consecuencia, dos límites irrebasables, el uno por
arriba y por abajo el otro, contra los que ningún consenso podría hacerse valer.

Y de ahí que de todas las formulaciones del imperativo categórico kantiano, las
considerara o no Kant equivalentes, me parezca la más interesante la que en la
Fundamentación de la metafísica de las costumbres viene a rezar «Obra de modo tal
que tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre
como un fin al mismo tiempo y nunca meramente como un medio». Para poner en
práctica este precepto, si nos fijamos bien, no necesitamos llegar a ningún acuerdo
colectivo ni mucho menos a un consenso que roce la unanimidad. Cuando queramos
impedir que un ser humano sea tomado como un medio -ya se trate de su opresión
política, su explotación económica o su abuso sexual - bastará con que cada uno de
nosotros decida decir que no ante cualquier inclinación propia o cualquier incitación
ajena a atropellar su dignidad humana, así como no dejarnos tampoco atropellar la
nuestra. Y es que, como Kant viera bien, el ser humano en tanto que un fin en sí no es
un fin más de cuantos nos podamos proponer conseguir con nuestros actos, sino un
fin a conseguir de modo puramente negativo, a saber, como algo contra lo que no
debe obrarse en ningún caso. Por eso a la prescripción que nos impone «la negativa a
atentar contra la dignidad humana» le he llamado alguna vez el imperativo de la
disidencia.

Cuanto se acaba de exponer vendría a constituir la pars destruens del argumento

171
que estoy tratando de pergeñar. Pero habría que dar un paso más allá de esta última
sobre la base de un ejercicio de la razón por medio del diálogo que no pierda de vista
la humildad de sus orígenes socráticos, esto es, que no pierda de vista que razonar o
«dar razón» (lógon didónai) no es hablar en nombre de una Razón con mayúscula ni
tampoco aspirar a tener razón, puesto que la razón no «se tiene» sino que únicamente
«se ejercita», que es en lo que consiste la pars construens de nuestro argumento. Y de
ella habría de desprenderse una concepción de la convivencia social como concordia
discorde o, tanto da, discordia concorde, donde cualquier disenso pudiera ser
canalizado a través del diálogo, pero también donde ningún consenso supusiera la
uniformación totalitaria de la sociedad ni impidiera, en rigor, aquel disenso
individual.

Algo que Kant - el Kant ahora de la Crítica de la razón pura (y, muy
concretamente, el de la sección de «La disciplina de la razón pura» en que se atiende
al «uso polémico de la razón») - supo ver, con mayor perspicacia que ninguno de sus
continuadores neokantianos de hoy en día, cuando escribió que «... la razón carece de
autoridad dictatorial y su dictado nunca es sino el consenso de ciudadanos libres, cada
uno de los cuales, y precisamente por serlo, ha de poder expresar sus objeciones e
incluso su veto», esto es, diríamos, su disenso.

Pero va siendo ya hora de atender al otro ingrediente - el género - de la titulación


de nuestro texto, pues lo cierto es que la historia de la emer gencia del individualismo
ético que se acaba de relatar no ha tenido en cuenta hasta ahora los que cabría llamar
«obstáculos genéricos» que a lo largo de aquel proceso se han opuesto a la
individuación o, más exactamente, la individualización de las mujeres. Como más de
una vez ha sido señalado, y así lo hizo entre nosotros Cristina Molina en su ya clásica
Dialéctica feminista de la Ilustración, las «Luces de la Ilustración» iluminaron
desigualmente a varones y mujeres, deparando una suerte muy distinta al Emilio de
Rousseau que a su Sofía y enderezando respectivamente, desde la más primaria y
elemental pedagogía, a los géneros masculino y femenino o bien a su instalación en la
esfera pública como en el primer caso o bien, como en el segundo, a su reclusión en
la esfera privada. Tanto Rousseau como Kant, que en esto como en tantas otras cosas
fué su continuador, supieron acertadamente distinguir frente a Hobbes entre un
«pacto de sumisión» (pactum subiectionis) y un auténtico pacto previo y básico, o
«pacto de asociación» (pactum societatis), que sería el «contrato social» firmado por
individuos libres e iguales, los cuales se constituían de este modo en ciudadanos e
ingresaban como miembros de pleno derecho en la sociedad política. Y semejante
pacto o contrato sería «el único legítimo» para Rousseau «con exclusión de cualquier
otro», puesto que - a diferencia del contrato social rousseauniano - el pseudocontrato
hobbesiano se contradiría al admitir la sumisión o «sujeción», algo que ningún sujeto
podría nunca pactar, esto es, nunca podría pactar jurídicamente la renuncia a su
condición de tal puesto que ello equivaldría, según Rousseau, a «enajenar su
soberanía». Pero esto vino a ser, en cambio, lo que se forzó a hacer a las mujeres a
través de lo que Carol Pateman ha llamado «el contrato sexual» que, en el seno de la
familia patriarcal, no sólo privaría a las mujeres de la ciudadanía, sino también de la
individualidad entendida como el pleno ejercicio de su autonomía y el desarrollo

172
igualmente pleno de su capacidad de autorrealización.

Por lo demás, las mujeres no serían ciertamente las únicas excluídas del Contrato
Social instaurado en el mundo occidental por esas grandes revoluciones modernas
que fueron la Revolución Norteamericana o la Francesa (las cuales excluyeron
asímismo a la población negra esclava en el primero de ambos casos y a la clase
trabajadora, campesina y obrera, en el segundo), pero las mujeres de color o las
mujeres proletarias añadirían, en cualquier caso, la asunción de la exclusión
«genérica» o por razón de género a sus respectivas exclusiones por razón de su
condición racial o por razón de su condición social. Y en cuanto a alguna mujer
burguesa y blanca como Olympe de Gouges, autora de una intolerable «Declaración
de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana» en paralelo a la de los varones, la
guillotina la privó del «privilegio» de verse excluída sólo a título genérico. Un
privilegio entre comillas del que el resto de sus compatriotas francesas no se liberaría
hasta 1944 cuando, tras el final de la ocupación alemana durante la Segunda Guerra
Mundial, los derechos civiles y políticos reclamados en vano por las mujeres desde el
siglo xviii les serían plenamente concedidos, comenzando por su derecho al voto, en
buena parte como premio por su contribución al esfuerzo bélico (en España, gracias a
Clara Campoamor y a la Segunda Re pública, las mujeres habían ya visto satisfecha
tal reivindicación sufragista una decena de años antes, pero para volver a perder ese
derecho y otros muchos con él al comenzar la larga noche del franquismo) y,
comoquiera que ello sea, lo cierto es que el siglo xx no ha transcurrido en vano para
las mujeres según reconocíamos al principio.

Y, aun cuando la conquista de nuevos derechos que sumar a los ya conseguidos


derechos civiles y políticos (como los derechos económicos y sociales) se vea todavía
obstaculizada en muchos sitios por la perpetuación del patriarcado (ahí está sin ir más
lejos la desigual manera como las barreras de género obstaculizan - si ya no el acceso
de la mujer a la salud o la educación - al menos sí su acceso al trabajo en situaciones
como la generada por la crisis actual del Estado de Bienestar), no se puede negar que
las mujeres han alcanzado, en Occidente al menos y siquiera hasta un cierto punto, la
plenitud de su condición de individuos y sujetos (o de individuas y sujetas si se
prefiere, por más que a mí ambas expresiones me resulten horripilantes).

Pero, puesto que nuestro propósito no es otro que el de abordar la problemática


del género desde la perspectiva del individualismo ético, me veo obligado a intercalar
en este punto un breve inciso con el fin de advertir qué es lo que no es, ni lo pretende
ser, dicho individualismo o por lo menos qué es lo que no deseo dar a entender por tal
en el presente contexto.

Como en alguna que otra ocasión he tratado de aclararlo, por individualismo


«ético» no hay que entender lo mismo que por individualismo «metodológico» ni
tampoco lo mismo que por individualismo «ontológico». El individualismo
metodológico, para empezar por él, vendría a representar aquella posición que
sostiene que la metodología de las ciencias humanas y sociales hará bien
prescindiendo de toda categorización abstracta - como la de «clase» (supongamos, la

173
burguesía dentro del sistema actual de división de la sociedad en clases) o la de
«género» (supongamos, el género de los varones en tanto que facción dentro del
sistema actual del patriarcado) - que no resulte exhaustivamente reducible a
individuos concretos o agrupaciones de los mismos en cuyo seno tan sólo se
mantengan relaciones de carácter interindividual. Personalmente ignoro si es posible,
ni mucho ni menos suficiente, traducir «ideología burguesa» por «justificación
pretendidamente teórica de la inclinación generalizada a la codicia por parte de
individuos y grupos de individuos económicamente prepotentes dentro de
determinados sectores de la sociedad» o traducir «dominación patriarcal» por
«organización de la sociedad caracterizada por la propensión de los individuos y
grupos de individuos de sexo masculino a acaparar para sí un acceso preferencial al
control de los órganos de decisión con el fin de preservar su hegemonía frente a los
individuos y grupos de individuos de sexo femenino». Quizás estas traducciones de
sencillos conceptos acuñados por la teoría social convencional (como «ideología
burguesa» o «dominación patriarcal») mediante largas retahílas de descripciones
psicologizantes no hagan entera justicia - como sin duda no la hacen - a las
potencialidades del «individualismo metodológico». Mas, tanto si la hicieran como si
no, el individualismo ético no tendría nada que objetar a la manera como los metodó
logos de las ciencias humanas y sociales adheridos al individualismo metodológico
deseen llevar a cabo su trabajo, limitándose a apuntar que lo que éstos entienden por
«individualismo» no acostumbra a coincidir con lo que entienden por tal los filósofos
morales que se declaran individualistas éticos.

Más complejo, y también más interesante para nuestros efectos, resulta ser el caso
del individualismo ontológico. En tanto que se trata de una posición filosófica, este
último no se interesa por la posible utilidad metodológica de categorías representadas
por conceptos abstractos como los de clase social o género antropológico, sino que
dejándose llevar de la desaforada ambición propia del gremio de los filósofos - lo que
le interesa averiguar es nada menos que si existen o no existen las correspondientes
entidades abstractas a que apuntan tales conceptos, esto es, si existen o no existen las
clases o los géneros. Por lo que se refería al individualismo metodológico, y dada su
escasa relevancia para lo que aquí y ahora estamos discutiendo, he preferido no
aducir ningún ejemplo de representantes del mismo, ni popperianos a lo Watkins o
Jarvie ni marxistas analíticos a lo Elster o seguidores suyos. Pero, en cuanto al
«individualismo ontológico», he comentado alguna vez -y quisiera traerla ahora a
colación - la curiosa posición del filósofo político Robert Paul Wolff, cuya defensa
del anarquismo estriba en suponer que - dado que los individuos son, en rigor, lo
único que existe - cualquier entidad supraindividual como el Estado, supuestamente
por encima de los mismos, tendría que reducirse a un mero flatus vocis o
verbalización carente de trasunto en la realidad. Tengo para mí, sin embargo, que
precisamente la realidad se encarga por sí sola de desmentir esa estrafalaria muestra
de «nominalismo político» en la que se sustancia el individualismo ontológico de
Wolff; y, en orden a hacerlo ver así, la refutación más aplastante que se me ocurre de
su tesis es el no excesivamente sutil argumento con que el filósofo materialista
Georges Politzer gustaba de refutar, en mi lejana juventud, el idealismo subjetivo del
obispo Berkeley: «Póngase Vd., amigo, delante del camión y ya me dirá si su ser

174
consiste en ser percibido...» Trasladando a la tesis de Wolff la refutación del esse est
percipi berkeleyano, el argumento rezaría ahora: «Enfréntese Vd. al Estado, pero de
veras y no tan sólo de boquilla, y ya me dirá si el Estado existe o no.» Pero si he
traído a colación aquella tesis no ha sido por su ingenuidad, sino por la implicación
de la misma que llevaba a Wolff a transitar del individualismo ontológico a un cierto
nominalismo. Y es que dicha implicación podría ser asímismo recorrida en un sentido
inverso de idéntica dirección, esto es, desde el nominalismo al individualismo
ontológico, tal y como se ha hecho dentro de otra tradición filosófica - nada ingenua
esta vez por cierto, sino curtida y avisada - que discurre desde Jean Paul Sartre,
pasando por Simone de Beauvoir, hasta llegar a Celia Amorós entre nosotros. Y, tal y
como esta última la concibe, aquella tradición se remonta bastantes siglos más atrás,
hasta empalmar con el árbol de Porfirio del comienzo y especialmente con las
vicisitudes de lo que cabría llamar el género porfiriano en la famosa cuestión
medieval de los universales.

Como nos recuerda Celia Amorós en su plaidoyer «Por un sujeto verosímil» con
que se abre Tiempo de feminismo, el nominalismo medieval trataba de dar una
respuesta - desde «un punto de vista semántico», diríamos hoy - a la pregunta acerca
del significado de los términos genéricos, ya sea que los tomemos distributivamente
(como cuando se habla de «la mujer» o de «lo blanco», esto es, de la extensión de
dichos términos que nos permite aplicarlos a la totalidad de las mujeres o a la
totalidad de las cosas blancas), ya sea que los tomemos en su formalidad abstracta
(como cuando se habla de la «feminidad» o la «blancura», esto es, de la intensión de
los términos en cuestión). A lo que los nominalistas radicales responderían que todas
estas expresiones nada designan en la realidad y por consiguiente carecen de
significación propiamente dicha, reduciéndose a etiquetas que nos resultan cómodas
para referirnos a colectivos cuyos miembros guardan los unos con los otros alguna
semejanza más o menos vaga, esto es, un «aire de familia» para decirlo
wittgensteinianamente. Pero, por lo demás, el nominalismo semántico de que
hablamos se acompaña desde la Antigüedad de una dimensión gnoseológica, como
cuando sostiene que tenemos un conocimiento intuitivo e inmediato de lo individual y
se opone a la abstracción como expediente cognoscitivo (así, el sofista Antístenes,
quien criticaba en términos «nominalistas» la teoría «realista» de las ideas platónicas
diciendo «Veo, oh Platón, ese caballo, pero no alcanzo a ver la equinidad»); y
asímismo se acompaña semejante nominalismo de una dimensión ontológica, como la
que contemporáneamente ha llevado a la ontología de Quine a preferir los «paisajes
desérticos» y sostener que «lo que hay» son solamente entidades individuales y
concretas, sin que quepa decir en ningún caso que las haya abstractas ni
supraindividuales. Pero puesto que en Quine serían tan entidades individuales los
conejos de una madriguera como los miembros del conjunto de los número naturales,
no creo que el suyo constituya un buen ejemplo de «individualismo ontológico» en el
sentido que aquí nos interesa, es decir, el de Sartre o Celia Amorós. Un
individualismo cuyos orígenes ubica ésta, de acuerdo con Ernst Bloch (el Bloch
metido a historiador de la filosofía, cosa que supo hacer de manera incisiva y
peculiar), en la Baja Edad Media de finales del siglo xiii y comienzos del xiv, en la
que los nominalistas sostendrían - siguiendo en esto a Aristóteles - que únicamente

175
existen «substancias primeras», esto es, entidades denotadas por un nombre propio
(«Fulano»), un pronombre («él», refiriéndose a Fulano) o un adjetivo demostrativo
(«este señor», refiriéndose a él), lo que se aplica especialmente a los individuos
humanos cuya singularización no viene dada tanto por un «principio de
individuación» que distingue numéricamente a un individuo de otro basándose en la
cantidad material, sino por un proceso de subjetivación que no los individúa sino los
individualiza, remitiendo a ese último reducto de la individualidad que los convierte
en sujetos y al que Duns Escoto le asignaría la tan bella como enigmática
denominación de ultima solitudo (fórmula que delata, en resumidas cuentas, el
superior refinamiento de la tradición filosófica franciscana en la Edad Media - tan
justicieramente popularizado por Umberto Eco en su estupenda novela El nombre de
la rosa- frente al grosero tomismo de los dominicos, a uno de cuyos representantes
contemporáneos le oí una vez ubicar el principio de individuación como materia
signa ta quantitate nada menos que en nuestras posaderas, lo que quedaba atestiguado
según él por la numeración de los asientos en las gradas de los estadios deportivos).

Pero, dejando a un lado ahora al «género porfiriano» (o, más exactamente, dando
un paso ontológico adelante sobre él), ¿qué hay del género, o los géneros, del llamado
«sistema de sexo-género»? Si el individualismo ontológico estuviera en lo cierto y
únicamente existen individuos concretos, está claro que dichos «géneros» no podrían
«existir» salvo como «abstracciones» tan sólo permisibles a título metodológico (y
ello en contra de la opinión, como sabemos, del individualismo de esta última
apellidación); mas el asunto no es tan simple ni muchísimo menos, a juzgar por la
pormenorizada y penetrante atención que le prodiga Celia Amorós en un capítulo
ulterior del libro antes citado. El capítulo, a saber, precisamente titulado «De usos y
abusos de las abstracciones» (y, dentro de él, el apartado dedicado a las «Triquiñuelas
de las abstracciones»).

Inspirándose en la sartriana «teoría de los conjuntos prácticos» y su descripción


de la experiencia del nosotros, Celia Amorós nos recuerda que esa experiencia «se
produce por interiorización de la designación conjunta que lleva a cabo un tercero al
subsumienos en un grupo; en este sentido, siempre le precede un "vosotros", al que
corresponde un "nosotros-objeto" como correlato de la mirada totalizadora de quien
está en la posición de sujeto, es decir, del que mira y nombra». Para seguirle dejando
a ella la palabra:

(Este) «nosotros-objeto» es previo y condición del «nosotros-sujeto», que


mantiene precariamente su tensión sintética en función de la presión que
ejerce la actividad designadora de los otros, los cuales, justamente por ello,
quedan fuera. En determinadas circunstancias, los designadores son
totalizados de rebote por el propio «nosotros-sujeto» que ellos han
constituido y se vuelven, a su vez, otro «nosotros-sujeto». Así, por ejemplo,
las mujeres somos un «nosotros-objeto» como conjunto práctico correlativo
a las prácticas de hetero-designación de los varones... (que) se pone de
manifiesto paradigmáticamente en esa totalización sumaria de la que somos
objeto cuando ellos dicen «la Mujer...». Sólo cuando los discursos y las

176
prácticas emancipatorias de los movimientos feministas han hecho posible
que las mujeres interiorizáramos - en diversos grados y niveles de tensión
sintética, por supuesto - críticamente esas designaciones, nos hemos vuelto
un «nosotros-sujeto» que designa a su vez al conjunto de los varones
generando sobre ellos un discurso que en alguna medida empieza a volverse
socialmente relevante... y ante el que los varones reaccionan a su vez
constituyéndose en un «nosotros-sujeto» de segundo grado. Pero la recíproca
constitución-exclusión de cada «nosotros-sujeto» por el otro sólo puede ser
percibida como tal por una mirada designadora externa que lleve a cabo la
totalización «ellos» (pongamos por caso, la mirada de los homosexuales
podría percibir con distanciamiento esa recíproca designación, subsumiendo
los «nosotros-sujeto» así respectivamente constituídos bajo la denominación
de «ellos, los heteros»). A su vez, esta mirada designadora que se ha
quedado fuera puede ser integrada en un «ellos» por parte de uno de los
«nosotros-sujeto» que se instituya a su vez en mi rada designadora... (el cual)
hará en tal caso la operación de construir por totalización un nuevo «ellos»
con el nosotros-sujeto con el que estaba en reciprocidad y el «ellos» que les
había designado. Este sería el caso si, a su vez, los varones heterosexuales,
antes subsumidos como «heteros»,..., designaran ahora conjuntamente a las
mujeres y a los homosexuales como «ellos», con la connotación de
«minoría» en sentido sociológico, o de ámbito de alteridad con respecto a su
autodesignación como la norma canónica, etc. Y así giratoria y
sucesivamente.

Como Celia Amorós remata en conclusión:

De este modo, ninguna abstracción, en tanto que por ella se constituye un


conjunto por selección de ciertas características como relevantes y
desestimación de otras como no relevantes a los efectos por los que la
abstracción se lleva a cabo, es posible sin un «afuera constitutivo». Ello es
así, sencillamente, porque, como dice Sartre, «la totalidad humana está
destotalizada»; es una «totalidad en curso» que permanentemente se hace y
se deshace; sólo sería una totalidad para la mirada de Dios, pero como esta
mirada no la vemos, nuestras totalizaciones son necesariamente inestables. Y
nuestras abstracciones, por la misma razón, también.

Con todo, Celia Amorós concede que las abstracciones con mayor «capacidad
totalizadora» continúan siendo las ilustradas (como, por ejemplo, la llamada a
asegurar la vigencia universal de los derechos humanos), una vez canceladas las
«exclusiones ilegítimas» -y entre ellas, en primerísimo lugar, la de las propias
mujeres - con las que históricamente transigió la Ilustración, si bien con la salvedad
de que, incluso en ese caso, la universalidad sólo podría ser asintótica, constituyendo
un ideal permanentemente desplazado y, en suma, una tarea infinita. Pero uno se
preguntaría si - sin perjuicio de la lucha de los individuos por aproximarse a ese ideal
de la común humanidad donde «todos» y «todas» cupieran por igual, tras haber sido
superadas las barreras de género con sus correspondientes discriminaciones sexuales

177
y demás - los diversos «nosotros» aludidos, «heterodesignados» por medio y a través
de algún «afuera constitutivo», no podrían basar al mismo tiempo su propia
«autodesignación» en algo así como un «adentro constitutivo». Esto es, en algo así
como la voluntaria aceptación de su «membrecía» por parte de los integrantes de cada
uno de los conjuntos prácticos respectivos (o sea, la voluntaria aceptación de su
consciente pertenencia al conjunto genérico de marras, entendido ahora en tanto que
«comunidad»), todo lo provisional e inestablemente que se quiera, puesto que a los
individuos siempre habría de estarles dada la posibilidad de abandonar cualquiera de
esos conjuntos y pasar a integrarse en uno nuevo, pero asímismo con la suficiente
entidad como para permitirnos atribuir a dichos conjuntos una consistencia ontológica
mayor que la de «simples abstracciones».

En cualquier caso -y puesto que lo que nos interesa es retornar una vez más, tras
de cuanto llevamos visto, al individualismo ético-, sería oportuno señalar que lo que
al individualismo ético le acucia, a diferencia en este punto del individualismo
ontológico, no es preguntarse «si los géneros exis ten o no existen», sino si debieran o
no existir, una pregunta que sólo los individuos concernidos se hallarían en rigor
autorizados a contestar. Y ésta es una cuestión en la que, como es bien sabido, el
feminismo contemporáneo parece dividirse entre el rechazo del género (esto es, del
género fruto de la heterodesignación, que se arriesga a excluir a las mujeres de su
acceso a la plenitud del genérico humano en virtud de una errada interpretación de las
«diferencias» en que se basa esa exclusión) y la aceptación del género (esto es, del
género autodesignado por quienes - una vez interpretadas por su cuenta las
diferencias que juzguen relevantes para el caso - consideren a tal genérico como la
cifra de su «identidad», ya sea en tanto que mujeres, ya sea en tanto que un nuevo
genérico pendiente de delimitación y de articulación respecto del genérico originario,
como en el caso, por ejemplo, del feminismo lesbiano). Y lo que pasaría a
continuación a preguntarme es si la interpretación que propongo del género como
comunidad - obviamente inspirada en, aun si no exactamente coincidente con, la de
las mujeres como un «grupo» o «colectivo» social por parte de Iris M.Young - no se
podría beneficiar de cuanto hasta la fecha nos ofrece, sea para bien o para mal, el ya
añejo debate en torno al comunitarismo.

En conexión con este último, y pidiendo perdón por la autorreferencia, me


gustaría dejar de entrada en claro algo que considero una exigencia para un correcto
entendimiento del individualismo ético. El individualismo ético, o por lo menos mi
manera de entenderlo, ha sido malinterpretado alguna vez hasta el extremo de
reducirlo a una especie de «robinsonismo moral». A lo que hube de responder que, en
mi opinión, los problemas morales de Robinson Crusoe no comenzaron en la isla
hasta la aparición de Viernes, si se me permitía dejar a un lado los problemas de
dicha índole que pudieran haberle planteado con anterioridad sus relaciones con la
cabra y demás animales del entorno. Como diría entre nosotros Pablo Ródenas, el
«individuo» es siempre éticamente un «individuo en relación» y, por lo tanto,
invariablemente «situado» dentro de una comunidad. Y lo que implica semejante
afirmación acaso sea, en último término, el reconocimiento de la imposibilidad de un
individualismo ontológico en sentido estricto, razón ésta que constituye una nueva

178
razón y, por supuesto, una buena razón para no confundirlo con el individualismo
ético.

Para expresarlo con la acertada fórmula de Carlos Thiebaut en su libro Los límites
de la comunidad, de la que he echado mano, haciéndola mía, en alguna ocasión: «El
que no quepa concebir un yo sin atributos, sin vínculos ni ataduras... (un yo que elige
fuera del mundo y con desconocimiento de su lugar en ese mundo)... no anula la
pregunta que los individuos, y en especial los disidentes, puedan hacerse acerca de la
validez de las normas vigentes en una comunidad dada.» Los comunitaristas podrían,
así, tener razón al reprochar a un cierto individualismo - como el sustentado por el
liberalismo político de inspiración conservadora - el error de deslizarse
inadvertidamente desde el individualismo ético al individualismo ontológico de una
sociedad atomizada, concluyendo a partir del carácter individual de las decisiones
morales de sus miembros la «inexistencia de una comuni dad» que los integre. Pero a
su vez el comunitarismo, o por lo menos un cierto comunitarismo de inspiración
también conservadora, propende a operar un deslizamiento inverso desde el
comunitarismo ontológico al comunitarismo ético, puesto que la existencia de
comunidades en las cuales se integran los individuos parece erróneamente darle pie a
concluir que el sujeto de la moralidad es en rigor «una entidad comunitaria» distinta
de, y anterior a, los individuos, los cuales sólo por derivación adquirían entonces
alguna relevancia ética. Para decirlo en dos palabras - a modo de resumen de ambos
errores contrapuestos-, ni la individualidad del sujeto moral autónomo tendría por qué
excluir que ese sujeto se dé «en el seno de una comunidad», ni la realidad social de
esa comunidad tendría por qué condenar a los individuos a la «heteronomía moral»
en su interior. Individualismo y comunitarismo no tendrían, en conclusión, por qué
colisionar si cada una de ambas posiciones se mantuviera dentro de sus respectivos
ámbitos, a saber, el de la ética para el «individualismo» y el de la ontología para el
«comunitarismo», sin que sea ahora el momento de entrar en averiguaciones acerca
de si los clásicos del comunitarismo, como Aristóteles o Hegel, respetaron de hecho
las fronteras entre aquellos ámbitos y por más que no deje de ser cierto que a muchos
neoaristotélicos (que son también a veces neotomistas, como sucede con Alasdair
MacIntyre) y a no pocos neohegelianos (entre los que no falta algún ex-marxista fósil
de este país pasado por Ramiro Ledesma Ramos) les traen completamente sin
cuidado aquellos distingos, por lo que no vacilan en alzaprimar el éthos o la
Sittlichkeit comunitaristas de sus respectivos mentores sobre la kantiana Moralitüt
individual.

Para nuestros propósitos, en cualquier caso, todo lo que interesaba remachar a este
respecto es que los individuos - disidentes o no - se hallan siempre
«comunitariamente» enraizados sin merma de su «individualismo» en lugar de
flotando en el vacío, de suerte que sus particulares puntos de vista morales habrán de
confrontarse en todo momento, sea para coincidir o para discrepar de ella, con la
moralidad establecida en la comunidad de turno, que es lo que torna pertinente la
pregunta que nos hacíamos antes sobre el partido a extraer del debate comunitarista -
y de debates asociados a él, como el relativo al «multiculturalismo» - para la
discusión que nos traemos entre manos acerca de los géneros.

179
Por empezar tratando de desligar el género del sexo dentro del llamado «sistema
de sexo-género», hay que señalar que este último dista de ser un totum revolutum,
pero tampoco basta con aducir que la distinción entre ambos elementos coincide sin
más con la existente entre lo natural y lo cultural, puesto que tanto el uno como el
otro pudieran reputarse a la vez de naturales y de culturales, hallándose como se
hallan el sexo generizado y el género sexualizado. Mas si, a pesar de ello,
insistiéramos en distinguir entre sexo y género, cabría decir que si alguien quiere
cambiar de sexo (en un sentido real y no tan sólo figurado, como en el caso de los
travestismos, incluído el hermafroditismo con sus diversas variantes intersexo,
masculina y femenina) tendrá que someter su cuerpo a tratamiento médico, bien por
la vía hormonal y similares o recurriendo a alguna intervención quirúrgica. Mien tras
que, si lo que persigue fuera cambiar de género, todo lo tendrá que hacer es «cambiar
de comunidad» con el oportuno refrendo legal en caso de necesitarlo, como ocurriría
con la transexualidad, o limitarse a insertar la suya en una comunidad «más amplia»
(según vendría a ocurrir con el lesbianismo y el género femenino, inserción que no es
automática en opinión de Monique Wittig) si es que no subsumirla en una comunidad
«más restringida» (según vendría a ocurrir con el género femenino y las comunidades
feministas negras o hispanas en Usamérica).

Y de lo que se trataría a continuación es de aplicar al género, entendido en tanto


que comunidad, una interesante sugerencia introducida por Will Kymlicka (un
comunitarista razonable, como le corresponde serlo a un politólogo liberal de mente
abierta y no un neoaristotélico o un neohegeliano narrow-minded) a propósito de
otras comunidades, como sería el caso, su pongamos, de las comunidades étnicas y en
general de las comunidades consideradas «minorías» en un sentido sociológico y no
puramente estadístico del término, como sin ir más lejos lo han sido en ocasiones las
mujeres. Lo que sugiere Kymlicka en tales casos es la conveniencia de atender por
igual a lo que llama las «protecciones externas» o intergrupales de los derechos
colectivos de la comunidad en cuestión que hayan de ser garantizados (supongamos,
los de la etnia gitana en un país como el nuestro) y las «restricciones internas» de los
derechos individuales de sus miembros (supongamos, los de las mujeres gitanas),
restricciones que habían de ser intragrupalmente canceladas en beneficio de tales
individuos, dado que la salvaguardia de sus derechos individuales (por ejemplo, el
derecho de esas mujeres a casarse libremente con la pareja de su elección frente a la
imposición matrimonial dictada por el clan familiar) ha de prevalecer en cualquier
caso sobre la de los colectivos. De acuerdo, pues, con Kymlicka, ello equivaldría a
conjugar la primacía ad extra de la comunidad con la primacía ad intra de los
individuos, un «modelo» este último cuya aplicación a nuestro caso permitiría ahora
la conjugación por un lado de la solidaridad de género (es decir, la solidaridad de las
mujeres frente al patriarcado) y de la disidencia dentro del género por el otro (la
disidencia, por ejemplo, de los miembros de la colectividad femenina homosexual
frente a la hegemonía de la heterosexual, pero también la de las mujeres bisexuales
frente a la hegemonía de las homosexuales, etcétera, etcétera, etcétera).

El movimiento que ha llevado a sus últimas consecuencias el registro de todos


esos posibles etcéteras no es otro que el bautizado como «movimiento queer»,

180
denominación que prefiero a la demasiado presuntuosa de «teoría queer» o la
excesivamente pintoresca de «nación queer» que le asigna Lisa Duggan en su popular
caracterización Making it perfectly queer, donde - tras invocar, con más o menos
pertinencia, el patrocinio (supongo que se dice así y no «matrocinio») de Teresa de
Lauretis, Judith Butler y Donna Haraway - aprovecha la similitud fonética de aquella
expresión con Making it perfectly clear para esclarecer qué sea queer, un adjetivo que
podríamos traducir por «singular» tanto en el sentido de «excéntrico», «raro» o
«marginal» (como siempre lo vendría a ser el «disidente sexual») cuanto asímismo en
el sentido del «sujeto singular» y, por ende, «individual» (puesto que, como ya
sabemos, la subjetividad trasciende la singularidad numérica y no sólo «individúa»
sino «individualiza»). Como apunta María Luisa Femeninas a propósito de Judith
Butler, ha sido esta última la que mayor provecho ha extraído de aquella anfibología
al presentarla como un caso ejemplar de «re-significación» positiva de un término
anteriormente revestido de connotaciones peyorativas. Pero, aplicándonos al caso de
la disidencia sexual, la anfibología en cuestión permitiría englobar bajo lo queer
cualquier intento de los individuos (y, ¿por qué no?, las «individuas», palabra como
dijimos malsonante pero que tal vez resulte asímismo susceptible de re-significación)
por convertirse en tanto que sujetos y, rindámonos ya también aquí, «sujetas» - nada
menos que en «lo que querían ser», que es como cada uno y cada una cobraría el
carácter de sujeto(a) agente de quien se apresta a construir su subjetividad (el
hincapié de Butler en la agency o «agencia» parece ir por ahí) en lugar de aceptar
como sujeto(a) paciente la subjetividad que le es impuesta desde una instancia ajena y
se traduce en sujeción (como diría Foucault, no en vano un clásico de Judith Butler).

La cascada de posibles disidencias sexuales, acompañadas de las correspondientes


re-significaciones que las reivindican, vendría ahora a coincidir con ese (des)
encadenamiento de emanaciones -y, claro está, degradaciones - cuasi-plotinianas con
que Gayle Rubin describió un día la jerarquía que rige en nuestras sociedades en
relación con la sexualidad. En la cúspide de la misma figuraría la sexualidad marital
reproductiva y monógama, que sería la más valorada, y a partir de ahí se sucederían
en orden decreciente las parejas heterosexuales no casadas, los o las heterosexuales
promiscuos o promiscuas, las sexualidades consideradas anormales o perversas como
la homosexualidad (gays y lesbianas) y, en los escalones más bajos, los transexuales,
los sadomasoquistas y finalmente quienes practican la prostitución. Por descontado,
no figura en la lista la pederastia, que por definición no es susceptible de ser
interpretada como una relación consentida entre sujetos adultos y consiguientemente
autónomos, reduciéndose pura y simplemente a un abuso sexual y, por lo pronto, al
más intolerable de los abusos sexuales concebibles. (Lo que sin duda lleva a
cuestionar la autoridad que la Iglesia Católica se atribuye para impartir lecciones de
moralidad sexual, cuando ni tan siquiera se ha mostrado capaz de extirpar de su seno
semejante lacra o por lo menos condenarla tajante e inequívocamente, pidiendo
perdón por ella en vez de tratar de disimularla y prometiendo hacerle frente de
manera convincente con la adopción de medidas como la supresión del celibato
obligatorio entre otras instituciones aberrantes.) Pero, retornando a la lista de Rubin y
por ceñirnos sólo al caso tenido por más escandaloso, a saber, el de quienes practican
la prostitución, uno se pregunta asímismo en nombre de qué ortodoxia feminista,

181
como no sea la del feminismo gazmoño y puritano protagonizado por féminas
bienpensantes que parecen haber salido de la película de John Ford La diligencia, se
les podría negar, amparándose hipócritamente en la dignidad de la mujer, sus
derechos humanos a las prostitutas cuando éstas reivindican su condición de
trabajadoras sexuales y con ella un status laboral que les garantice sindicalmente el
disfrute de la seguridad social, desde la atención médica a la percepción de pensiones
y retiros, en lugar de ver añadida a la estigmatización de que son objeto su
indefensión ante la explotación actual a manos de proxenetas y organizaciones
mafiosas o ante la enfermedad y la indigencia en la vejez futura. En términos de
Kymlicka, las restricciones internas de los derechos individuales de esos u otros
miembros de un subgrupo dentro de la comunidad genérica podrían comprometer
gravemente las protecciones externas de los derechos colectivos reclamados por esta
última en su conjunto. Y, desde el punto de vista del individualismo ético,
desacreditarían moralmente dicha reclamación por atentar contra el primero y más
fundamental de los derechos humanos de las mujeres discriminadas... que no es otro -
de acuerdo con la bien conocida formulación de Hannah Arendt - que su derecho a
ser sujetos(as) de derechos y, por ende, su derecho sin más a ser sujetos(as).

En una tesis doctoral excelente, dirigida por Celia Amorós, de cuyo tribunal tuve
recientemente el honor de formar parte - la tesis de María Asunción Oliva Críticas al
sujeto de la Modernidad en el feminismofilosófico de finales del siglo XX, que
espero ver pronto publicada-, su autora proclamaba que la alianza indestructible
sellada entre la Ética y el Feminismo (o, tanto da, ente el Feminismo y la Ética)
descansa en la necesidad que tienen tanto el uno como la otra de «invocar al sujeto
moral». Y lo que el individualismo ético nos recuerda es que, a la base de cualquier
sujeto colectivo, se hallan ineludiblemente sujetos individuales. De modo que, si
concebimos a la comunidad en la que se resuelve el genérico femenino «al modo
deliberativo» de Seyla Benhabib, es decir, si la concebimos como una comunidad de
comunicación, la condición indispensable para que esos sujetos individuales puedan
pertenecer a la comunidad es que a ninguno de ellos se le impida hablar ni nadie sea
obligado a decir lo que no quiere. Por lo demás, soy bien consciente de que la
corriente queer u otras corrientes similares, a las que se acostumbra a agrupar bajo el
signo del postmodernismo, son vistas a veces por el feminismo del que uno se sentiría
más cercano - el feminismo que se autoconcibe como heredero de la Ilustración, cuyo
legado trata de universalizar defacto y no sólo de iure - con una desconfianza no del
todo injustificada en base al riesgo que a primera vista entrañan de disgregación de la
lucha feminista en pro de la emancipación de las mujeres. Pero la unidad de esa lucha
no hay que buscarla exactamente, me parece, en el interior o hacia dentro del
movimiento feminista en su conjunto donde quizás sea provechoso, además de
inevitable, que proliferen las corrientes y las tendencias (así como los propios
«géneros») y que lo hagan sin restricciones en el sentido kymlickiano de la
expresión-, sino habría más bien que buscarla, y procurarla, hacia fuera, esto es,
frente a las asechanzas exteriores de las que necesita protegerse (de nuevo en el
sentido de las protecciones kymlickianas), como sucede por lo pronto con el
secuestro del género o los géneros y su transformación esencialista por el poder
patriarcal, un peligro que Celia Amorós no se cansa de denunciar entre nosotros

182
(otras).

En cuanto al sujeto mismo que se halla envuelto en todo esto, sabemos por cuanto
llevamos visto que no puede tratarse del robusto sujeto de la Modernidad y que no es,
en particular, ni la res cogitans cartesiana ni esa interpretación dada por Kant al
cogito de Descartes que la acababa convirtiendo en el sujeto trascendental. La
cuestión ha dado pie a una enconada polémica en el seno de la filosofía
contemporánea (de la cual se han hecho eco otros filósofos, Habermas entre ellos)
que tiene por protagonistas principales a Ernst Tugendhat y su crítica de la llamada
Escuela de Heidelberg capitaneada por Dieter Henrich, a quien cabría considerar el-o
cuando menos un - último representante de la moderna «filosofía de la conciencia».
Como es bien sabido, la moderna filosofía de la conciencia ha venido siendo desde
Descartes una filosofía de la autoconciencia (nadie podría decir «yo pienso» sin
saberse «yo») entendida como autoconocimiento (puesto que tampoco nadie podría
decir «yo pienso» sin poder decir «yo me conozco»). De ahí el título de la obra de
Manfred Frank, discípulo de Henrich, «Autoconciencia y autoconocimiento»
(Selbstbewusstsein und Selbsterkenntnis, 1971), para la que aquélla vendría
básicamente a consistir en éste. Y a ello se reduce la tesis central de la fllosofía de la
conciencia contra la que arremete Tugendhat desde su instalación en la filosofía del
lenguaje, es decir, desde su instalación en el «giro lingüístico» de la filosofía
contemporánea. Para Tugendhat, la «relación de autoconocimiento» de que continúan
hablando Henrich y sus seguidores descansa en un modelo hoy obsoleto de relación
cognoscitiva, a saber, la concepción del conocimiento como una relación entre un
sujeto y un objeto. Frente a lo cual sostiene Tugendhat que, lejos de reducirse a una
«relación sujeto-objeto», el conocimiento habría de ser concebido como una relación
entre sujetos, puesto que según Hegel ya advirtió (y lo repetiría después George
Herbert Mead, el padre de la sociología interaccionista), la autoconciencia tampoco se
reduce a «autoconocimiento» sino que pasa siempre por el «reconocimiento» de los
otros, reconocimiento no sólo interesante desde el punto de vista gnoseológico o
relativo a la teoría del conocimiento sino, muy especialmente, desde el punto de vista
práctico o relativo a la filosofía moral, esto es, a la ética.

Pero, a mayor abundamiento, tampoco es acertado concebir el acto de «conocer»


como un conocer «algo», de acuerdo con el modo de proceder de la fenomenología
clásica - otra filosofía, claro es, de la conciencia - cuando describía la intencionalidad
de esta última diciendo que la conciencia, toda conciencia, es conciencia «de» algo,
lo que podría dar a entender que dicho algo es una «cosa» (Sache), caracterización
que autorizaba a Husserl a invitarnos a ir «a las cosas» (2u den Sachen). Por el
contrario, lo que Tugendhat nos recuerda es que cuando yo digo que «conozco (o sé)
algo», lo que conozco no es una cosa, sino un «estado de cosas» (un Sachverhalt),
esto es, un «hecho» (una Tatsache), pues el algo en cuestión requiere invariablemente
ser expresado mediante una oración enunciativa o un enunciado (por ejemplo,
«Conozco (o sé) que hoy es miércoles») y ello incluso aunque ese «algo» pueda
abreviadamente expresarse por medio de un nombre propio, como cuando alguien nos
dice que «conoce Valladolid» dando a entender de esa manera que «conoce (o sabe)
que el Pisuerga pasa por la ciudad y, ya de paso, que la casa de Cervantes, el parque

183
de Zorrilla o el palacio de Santa Cruz se encuentran ubicados en tales o cuales barrios
de la misma», es decir, una serie de hechos relativos a Valladolid. Y otro tanto
sucederá cuando se diga, no ya «Conozco algo», sino «Conozco a alguien
(supongamos, a Fulano)», en cuyo caso querrá decirse «Conozco (o sé) que Fulano
vive acá o allá, que está casado o no lo está, que ha hecho esto o lo otro, etc.», es
decir, una serie de hechos relativos a la vida y las circunstancias de Fulano. Lo que
aún es más, eso será también lo que suceda cuando alguien diga «Yo me conozco»,
puesto que tampoco se trata de que yo, un sujeto, conozca a un objeto que resulto ser
yo mismo, sino que semejante frase oficia de nuevo ahora a modo de una abreviatura
o un compendio de hechos o acontecimientos relativos a mí mismo, a saber, los
hechos o acontecimientos - pasados, presentes o futuros - que me han sobrevenido a
lo largo de mi experiencia y constituyen lo que he sido o creo haber sido, lo que soy o
creo ser o quiero ser, lo que seré si puedo, quiero y creo que debo serlo, y así
sucesivamente. Algo bastante complicado, como se echa de ver, puesto que nadie dijo
nunca que fuera cosa fácil obedecer el mandato del oráculo de Delfos que impera a
cada quien gnóthi seautón, nosce te ipsum, conócete a ti mismo.

Prosiguiendo en esa vena, habría a continuación que reparar en que dicho


mandato no se refiere solamente, ni preferentemente, al conocimiento teórico, por así
decirlo, de nosotros mismos, sino envuelve una dimensión práctica insoslayable, toda
vez que «los sucedidos de mi vida» - o, por lo menos, aquellos de los que no puedo
dejar de responsabilizarme - no son otra cosa que mis acciones (incluídas,
naturalmente, dentro de ellas también mis omisiones). Lo que nos ordena el oráculo
de Delfos no es sólo ni principalmente que nos conozcamos desde un punto de vista
biológico - por ejemplo, desde un punto de vista clínico o médico, en cuyo caso nadie
habría más obediente a su mandato que el hipocondríaco - sino que nos conozcamos,
según nos corresponde en cuanto humanos, biográficamente, de suerte que, al
conocernos mejor, seamos también más dueños de esa nuestra vida, esto es, la
gobernemos desde un punto de vista moral, o sea, nos autogobernemos. Dicho de otra
manera, lo que aquí se halla en juego no es tan sólo un problema de «autoconciencia»
(por lo menos si eso quiere decir lo mismo que «autoconocimiento» o autognósis),
sino también, y aun ante todo, un problema de autonomía moral o más exactamente
de «autodeterminación». Y hasta cabría decir que, para Tugendhat, la autoconciencia
pasa por la autodeterminación. De hecho, eso es lo que parece dar a entender ya desde
el título la obra suya a la que me vengo refiriendo - «Autoconciencia y
autodeterminación» (Selbstbewusstsein und Selbstbestimmung 1979)-, donde la
intersección entre unay otra marcaría el tránsito desde la simple conciencia
(Bewusstsein en alemán) a la conciencia moral (en alemán Gewissen). Aunque
distinta de ella, la autodeterminación de que habla Tugendhat tiene que ver no poco
con el concepto kantiano de «autonomía» antes mencionado, según el cual cada
sujeto ha de ser su propio legislador o autolegislador, si bien nuestro autor no tiene
más remedio que mitigar la robustez que Kant atribuía al protagonista de tal hazaña.
Para Kant, en efecto, dicha legislación o autolegislación no era producto del mero
«arbitrio» de la voluntad (lo que llamaba Kant la Willkür) sino de la «voluntad
racional» que vimos páginas atrás (lo que llamaba Kant el Wille) y que, en tanto que
racional, habría sin duda de aspirar - como también veíamos - a que sus leyes fueran

184
eo ipso «universalizables», esto es, habría de aspirar a una legislación moral
universal. Pero esto es algo que, tras el ocaso de lo que Max Weber diera en llamar el
monoteísmo o monismo valorativo premoderno (todavía vivo en el moderno Kant
gracias a la residual impronta cristiana de su pensamiento ilustrado), entraría en
profunda crisis con el advenimiento del pluralismo valorativo o «politeísmo»
consecuencia de la «muerte de Dios» característica de la Modernidad. Una situación
ésta en la que cada cual pasaría a obedecer a su dios con minúscula, o acaso a su
demonio, dando lugar al remplazamiento postmoderno de la voluntad racional
supuestamente universal por el arbitrio idiosincrásico de la voluntad individual regida
simplemente por la ley del deseo bajo cualquiera de sus variantes. Y Tugendhat, de
hecho, oscila en este punto entre un «racionalismo» de inspiración kantiana y un
«decisionismo» inspirado en la tradición existencialista para la que, en última
instancia, todo lo que cabría pedir al sujeto moral autolegislador es que - al adoptar
una decisión moral, cualquiera que ésta sea - comprometa en ella su vida, ponga en
juego su identidad procurando ante todo la fidelidad a sí mismo y busque, en suma, la
autenticidad, la Eigentlichkeit heideggeriana, por encima de todo otro valor (una
«autenticidad» ya criticada un día por Adorno pero reivindicada hoy desde otra
perspectiva por Charles Taylor y, antes que ningún otro, por nuestro Ortega cuando,
en su curso En torno a Galileo, definía la «verdad» en su sentido práctico o moral
como «la coincidencia del hombre (esto es, de cada ser humano individual) consigo
mismo»).

La afirmación tugendhatiana de que la autoconciencia se resuelve en la


autodeterminación - configurándose mediante y a través de ella e invirtiendo el
adagio clásico Operari sequitur esse hasta hacerle decir Esse sequitur operari - no
sería, en mi opinión, sino otra forma de expresar lo que Sartre quería decir cuando
afirmaba que «la existencia precede a la esencia» y, por ende, a nuestro conocimiento
de lo que somos. O, para el caso, lo que Simone de Beauvoir expresaba diciendo que
«la mujer no nace sino se hace» o, como tal vez fuera más exacto expresarlo, que «las
mujeres no nacen sino se hacen», pues su afirmación valdría tanto a título genérico
cuanto a título individual. Un individualismo el suyo radical - como corresponde al
nominalismo de cuño sartriano que antes veíamos, el cual ni tan siquiera retrocedería
ante el adagio no menos clásico Individuum ineffabile est, pues la individualidad
sobrepasa a cualesquiera de sus determinaciones, incluídas las de género - que no
resulta incompatible en modo alguno con la igualdad a la que hemos venido
refiriéndonos, esto es, aquélla que haciendo «iguales» a las mujeres, entre sí y
respecto de los varones, no tendría por qué convertirlas en «idénticas», como Celia
Amorós ha insistido en recordarnos desde siempre.

Por lo que a mí respecta, yo no sabría argumentar en pro de la tesis de que la


igualdad sólo es posible desde la individualidad mejor de lo que Amelia Valcárcel lo
ha hecho, abundando en aquel recordatorio desde las pági nas de su libro El miedo a
la igualdad, donde - a propósito del dictum de Herman Schoeck, para quien «las
condiciones mínimas de la igualdad las pone siempre la justicia, pero las condiciones
máximas son obra de la envidia» - escribe lo siguiente:

185
...Aunque vivamos eso que da en llamarse la pérdida del sujeto, a todos
nos constan, desde la dimensión subjetiva de la igualdad, algunas cosas...
(como) que nadie quiere ser otro. Quiere quizás ocupar el lugar de otro, tener
lo que tiene otro, pero convertirse en ese otro, dejarse cubrir por otra piel,
querer ser precisamente ese otro, eso no constituye aspiración humana
alguna... Por alguna razón -y en ello el estoicismo estaba en lo cierto - el más
humillando o maltratado de los seres humanos quiere seguir siendo él
mismo, pero sin humillaciones ni malos tratos. Puede sentir envidia de
cualquier cosa, mas no del ser de otro, porque considerará que todo lo que le
apetece del otro son sus posesiones, es decir, elementos adventicios a los que
cree tener un derecho igual. (Pero) la igualdad nunca se ha resuelto en
identidad, cosa que la transformaría en demasiado repugnante...

Como se nos advierte en el texto precedente, vivimos tiempos hoy de «pérdida del
sujeto», de acuerdo con el agorero balance de ese bon mot francés que rezaba «Dios
ha muerto, el hombre ha muerto y, si quiere Vd. que le sea franco, yo tampoco me
encuentro demasiado bien». Pero aun cuando el sujeto moral no sea ya lo que fué y
acaso hoy se reduzca a un «muñón de subjetividad» - tal y como los personajes de las
obras de Samuel Beckett se reducen a muñones de personajes-, incluso un muñón así
de subjetividad (ala agency de Judith Butler?) precisa constituirse en un autós si
quiere ser de hecho «un sujeto moral» medianamente digno de semejante
consideración. Algo que hasta su maestro Foucault parece haber acabado
reconociendo cuando, tras haber expedido él mismo en tiempos su certificado de
defunción de tal sujeto, terminó sus días dedicado al cultivo de una «hermenéutica del
sujeto» de la que ha podido decirse que constituye, siquiera sea embrionariamente,
una «ética del sujeto» bajo la forma, por ejemplo, del souci de sol.

Y así como veíamos que la individualidad de los sujetos no era óbice para su
aspiración a la «igualdad», tampoco habría de serlo para la aspiración a la
«universalidad» de una legislación moral por todos compartida y llamada a respaldar
éticamente la vigencia jurídica de los derechos humanos a escala planetaria. Ahora
bien, esa universalidad no habría de ser la «universalidad abstracta» del Hombre con
mayúscula del trascendentalismo kantiano o neokantiano, sino la «universalidad
concreta» que agrupe a la totalidad de los seres humanos - con su carga de diferencias
étnicas, nacionales, lingüísticas, ideológicas, culturales, etc., así como, por
descontado, diferencias genéricas - sobre la cubierta de la «Aeronave Espacial
Tierra» (la Spaceship Earth de Kenneth Boulding) entendida como una comunidad
(de comunicación) de (comunidades de) comunicación, donde «individualismo» y
«comunitarismo» vendrían a resolver su contraposición en un omniabarcante
«cosmopolitismo» (puesto que ningún individuo ni ninguna comunidad quedarían
fuera de una auténtica Cosmópolis). Pero con ello entramos en un nuevo y distinto
tema, rotulémoslo «Género y universalismo ético», que no encuentra aquí y ahora ni
el lugar ni el momento para ser abordado dentro de esta ya demasiado larga
exposición.

186
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CONCEPCIÓN ROLDÁN

190
* Este trabajo se ha realizado en el marco del Proyecto de investigación que dirijo
en la actualidad en el Instituto de Filosofía del CSIC titulado «Una nueva filosofía de
la historia para una nueva Europa» (HUM2005-02006/FISO), continuación del
anterior, «La idea de Europa en la época de la Ilustración» (BFF 2001-3835). Las
referencias completas de la Bibliografía básica se encuentran al final del texto.

A mi hija Andrea

La Ilustración alemana se colocó a la cabeza del movimiento filosófico de su


época en la reivindicación de la razón práctica, esto es, de una forma de pensamiento
racional que sirviera al género humano - más allá de las elucubraciones
epistemológicas y metafísicas - para perfeccionarse y progresar, no sólo en el campo
de los avances tecnocientíficos, sino también y sobre todo en las facetas ética,
jurídica, pedagógica y política de la vida. Preocupados por la educación y
emancipación de la humanidad, las reflexiones de Christian Thomasius, Gotthold
Ephraim Lessing, Moses Mendelssohn o Inmanuel Kant, sentaban las bases
especulativas de lo que la filosofía posterior entendería por primacía de la razón
práctica. No olvidemos que Kant es conocido en las historias de la filosofía como «el
padre de la ética moderna».

Sin embargo, a la base de estos sistemas, que enarbolaban la bandera de la


emancipación, la autonomía y la universalidad para el género humano, había una
incoherencia fundamental: la exclusión de las mujeres (más de la mitad de esa
humanidad) de la esfera ético-política y jurídica, así como del «más elevado» mundo
del conocimiento. Por eso, al prolongarse la influencia subrepticia de los mismos en
las filosofías tanto del idealismo, como del romanticismo y del materialismo a lo
largo de toda la modernidad, se ha extendido también hasta nuestros días la
convicción, de hecho patriarcal e irracional, acerca de la mayor incapacidad de las
mujeres para acceder a determinados tipos de saberes, así como para tomar decisiones
éticas, esto es, basadas en principios, lo que a su vez les coloca en situación de
inferioridad a la hora de participar en pie de igualdad con los varones en los asuntos
públicos, como ciudadanas de pleno derecho y, por ende, ocupar posiciones de
mando.

Es en este sentido en el que afirmo que la «razón práctica» fue falaz en sus
orígenes, olvidándose del concepto de igualdad en el giro ético, político y jurídico
que quería imprimir a la reflexión filosófica - centrada en el concepto de libertad - y
por el que la filosofía escolástica anterior se había granjeado sus feroces críticas. A la
filosofía moderna no le interesa el pensamiento teórico por sí mismo, si no tiende un

191
puente con la práctica', si no conduce a la emancipación del género humano2. Sin
embargo, la filosofía ilustrada en su conjunto se olvidó de esa aplicación práctica al
colectivo de las mujeres - a la mitad de la humanidad-, porque les costaba renunciar
al arraigado prejuicio - convertido en convicción teórica a-crítica y sustentado en una
concepción patriarcal de la historia3-, de la «natural» inferioridad femenina, por la
que quedaban excluidas las mujeres del mundo de la cultura, reservado a los varones,
y se perpetraban, además, estos prejuicios en las leyes cívicas. Las contradicciones en
las que se veían inmersos aquellos precursores ilustrados se debían, sin duda, a que
no pretendían contravenir el orden establecido, sino que - más bien al contrario - lo
defendían y continuaron pensando y viviendo, como si a ellos mismos les faltara la
«razón crítica» que tanto promulgaban4.

En este trabajo se intenta poner de manifiesto que las arraigadas costumbres de


exclusión y tratamiento de inferioridad a las mujeres en nuestras sociedades
occidentales fueron reforzadas por la aceptación y transmisión acrítica del orden
establecido por parte de aquellos que enarbolaban la bandera de la libertad y la
emancipación. Con otras palabras, mi intención es analizar, por una parte, los
mecanismos viciados y contradictorios de la ilustración alemana, mostrando cómo
estos grandes pensadores perdieron su capacidad crítica (lo que en el caso de Kant, el
autor de las tres Críticas, es notable) al enfrentarse a la llamada «cuestión de género»,
justificando con sus concepciones filosóficas, sin cuestionarlo, el orden establecido,
el cual reducía a las mujeres a las tareas domésticas en el ámbito privado, oficiando
como máquinas reproductoras y propiciando que el varón se dedicase a tareas más
elevadas y a la participación en la vida pública. Por otra parte, se presentará el
incipiente movimiento de defensa de las mujeres, que tiene lugar paralelamente en
Alemania contra esa exclusión masculina, y que se ha dado a conocer recientemente -
por ósmosis con el más pujante movimiento francés - como querelle des femmes5.

1. LA EXCLUSIÓN FEMENINA DE LA ESFERA DE LA RAZÓN PRÁCTICA:


ANTECEDENTES Y FUNDAMENTACIÓN RACIONAL

Una de las características de los orígenes de la denominada Modernidad son sus


«revoluciones científicas». Ahora bien, mientras que campos como la física o la
astronomía sufren una verdadera sacudida en sus principios básicos, hay que recordar
que la biología y la medicina continuaron durante mucho tiempo (y hasta bien
avanzado el siglo xx) ancladas a las teorías tradicionales, de herencia aristotélica, que
reforzaban la construcción de lo femenino como inferior. Más que investigar
sirviéndose de los nuevos medios tecnológicos, las teorías biomédicas dominantes se
encargaban de presentar justificaciones ad hoc del orden establecido, el cual -
subrayando las diferencias biológicas del sexo femenino - reducía a la mujer a las
tareas domésticas en el ámbito privado, oficiando como máquina reproductora y
propiciando que el varón - liberado de esas responsabilidades - se dedicase a tareas
públicas más elevadas.

Estas tesis biologicistas fueron asumidas también por las reflexiones filosóficas
sin mucho cuestionamiento. Parecería que la filosofía, con su estatuto de disciplina

192
crítica y, sobre todo, con su lucha abierta contra el prejuicio desde épocas ilustradas,
hubiera debido enfrentarse al problema con otro talante. Por el contrario, lo que
observamos es que esta rama del saber, que reclamara para sí el estatuto de ciencia,
no ha tratado al colectivo femenino de manera muy diferente a lo largo del período
ilustrado. No perdamos de vista que en los comienzos de la Modernidad se está
llevando a cabo en Europa un proceso de secularización creciente: la filosofía va
emancipándose poco a poco de la teología, volviéndose analítica, luchando contra los
prejuicios. Sin embargo, pocos indagan los motivos que convierten a la mujer en un
ser humano de segunda clase, y mucho menos se cuestionan si estos motivos son
lícitos. Los varones están asentados en su cota de poder y no quieren arriesgarse a
perderla concediendo a las mujeres acceso a las tareas públicas o a la participación
política, ni mucho menos ese escalón previo que es el estudio de las ciencias. Hay
intereses creados' - o al menos cómodas rutinas - en consagrar la polaridad sexual, la
complementariedad, repartiendo los papeles de tal manera que sólo los varones
ejerzan de protagonistas de la historia y la cultura, mientras las mujeres quedan
relegadas al ámbito doméstico. Y los mismos varones se encargarán de transmitir a
través de la educación esas convicciones, que antes se entendían como designios
divinos de la creación y que en este incipiente período ilustrado se convierten en
«fines de la naturaleza».

En este sentido, la Ilustración insistió en la educación diferenciada por sexos, en


la que el pietismo alemán jugó un papel muy importante - recordemos el Gynaceum
de Francke (1698)-, así como la recepción de Didactica Magna (1657) de Comenius y
de Tratado para la educación de las niñas (1687) de Fenelón. Sin embargo, y en honor
de la verdad, hay que recordar que esta escolarización diferenciada para las niñas
supuso un paso adelante frente a la ausencia absoluta de educación en la etapa
anterior, en la que sólo las niñas de buenas familias aprendían aquello que captaban al
vuelo de las enseñanzas que los preceptores impartían a sus hermanos varones, pues
tampoco para ellos se habían creado escuelas y liceos. La educación que comenzaron
a recibir las niñas, de acuerdo con las directrices de Fenelón - coincidentes en todo
con las de Luis Vives - se reducía a la enseñanza del catecismo, un poco de leer,
escribir y contar (lo justo para poder llevar una casa), e instrucción de cómo cuidar a
los niños y a la servidumbre; convicciones estas que se reflejan con muy pocas
variaciones en el capítulo dedicado a la educación de Sofía en el Emilio del ilustrado
Rousseau. Por eso los filósofos ilustrados alemanes, siguiendo su principio de
universalización del conocimiento, y para paliar el problema de la accesibilidad a la
educación idearon dos formas de popularización del saber: la «filosofía cortesana» y
la «filosofía para damas»8. Además del aludido Emilio de Rousseau pertenece a esta
especie de escritos pedagógicos de la época uno que puede considerase sin duda
como representativo de la «filosofía para damas». Me refiero al libro de Carl
Friedrich Troeltsch titulado Escuela de mujeres o principios morales para la
educación del bello sexo, un libro que juega de nuevo con la autoría de una mujer
ficticia y que sitúa su trama en el entorno de las revistas femeninas morales de
periodicidad semanal`, pretendiendo transmitir el mensaje de que tanto la virtud como
la moralización de la sociedad se transmite por medio de las mujeres adiestradas para
la honestidad. Las mujeres debían conservar «su propia naturaleza», pero al mismo

193
tiempo poseer erudición y «razonabilidad» en pequeñas dosis, para contribuir a que
se conservara la especie y pudiera progresar la civilización. En mi opinión -y contra
lo que sostiene U.P.Jauch (1990)-, las filosofías para damas contribuyeron con su
granito de arena a aumentar la convicción generalizada de la inferioridad intelectual
de las mujeres.

Más aún, los pensadores ilustrados llegan a buscar fundamentos racionales para
apuntalar las diferencias biológicas cristalizadas en las costumbre. Así, los filósofos
«prácticos» se sirven de descripciones antropológicas, que no hacen sino reflejar
cómo son las cosas, para propugnar que deben seguir siendo así. En los escritos de
Thomasius y Wolff podemos preguntarnos todavía hasta qué punto son las mujeres
referentes de una ética que, ante todo, se ha querido proclamar independiente de la
teología. En Kant, por el contrario, aparece reflejada de manera paradigmática esa
relación entre la ética y la antropología, en tanto que otorga a la antropología un
importante papel como fundamento de la ética: sin la antropología sería para él la
moral una mera escolástica y no tendría ninguna aplicación en el mundo". Pero
mientras la ética kantiana toma los derroteros del formalismo, cuyas piedras
angulares serían la universalidad y la autonomía, su antropología reparte estos
principios de manera desigual entre la humanidad, hurtándoles a las mujeres esa
«mayoría de edad» que en su ensayo ¿Qué es Ilustración? convir tiera en «divisa de la
Ilustración». El «antropólogo pragmático» no se conforma con una descripción
objetiva de un estado de cosas, sino que también prescribe cómo deber ser un estado
de cosas, y con ello deja a las mujeres en el lado oscuro de la pasión-naturaleza
impidiéndoles con ello el acceso tanto a la erudición como a cualquier participación
de pleno derecho en la vida cívica, hasta el punto que la antropología y la educación
constituyen un frente común para que continúe manteniéndose la polaridad sexual
que fuera instituida por la naturaleza: para Kant deben permanecer las mujeres («lo
bello») en el ámbito doméstico, para que los varones («lo sublime») puedan perseguir
sus intereses en la vida pública 12. De esta manera, encontramos en las Lecciones
sobre Ética y Antropología kantianas - que fueron dictadas a la par escribiera sus
Críticas- un contenido sociohistórico que elimina de un plumazo la pretensión de
neutralidad del formalismo, permitiendo entre otras cosas que se pueda distinguir
entre un estatuto ético para varones - o ética racional de principios - y uno pre-ético
lpar mujeres - o estética del bien (el «bello sexo»elige el bien por su belleza) a
manera que sólo los varones podían tener virtudes auténticas, mientras que las de las
mujeres eran adoptadas 14. Esta permanencia en la antesala de la moral es lo que
impide a su vez al género femenino emanciparse de sus tutores varones; sólo a ellos
les corresponde la prerrogativa de autolegislarse moralmente, mientras el «bello
sexo» queda relegado a la asunción de una heteronomía15 que por definición
incapacita a los individuos para dotar de verdadero sentido ético a sus acciones y, por
ende, para la participación política". Mientras a los niños varones les era permitido
entrar en el mundo de la autonomía ético-política al crecer, las niñas, las mujeres
permanecían el resto de sus días como «niños grandes»17 que precisaban de la
supervisión de un tutor, fuera éste su padre, su hermano o su esposo.

Aquí es donde aparecen manifiestas las contradicciones ilustradas. La Ilustración

194
alemana se había colocado a la cabeza del movimiento filosófico de su época en la
reivindicación de la razón práctica, esto es, de una forma de pensamiento racional que
sirviera al género humano - más allá de las elucubraciones epistemológicas y
metafísicas - para perfeccionarse y progresar, no sólo en el campo de los avances
tecnocientíficos, sino también y sobre todo en las disciplinas que tenían una
influencia práctica en la vida (ética, derecho, pedagogía y política; así como arte en
general). Mientras que los franceses se ocupaban más de la divulgación de un
determinado «espíritu» ilustrado y los ingleses hacían más hincapié en las cuestiones
pragmáticas, las reflexiones de los filósofos alemanes sentaban las bases
especulativas de lo que la filosofía posterior entendería por «primacía de la razón
práctica». Una primacía que entraría con el farolillo rojo de la ilustración española,
tan reacia por su experiencia histórica a la influencia francesa y más permeable a la
alemana.

Ahora bien, lo que las historias de la filosofía silencian, escondiéndolo detrás de


un lenguaje abstracto que suena a universalidad - lo que Sheyla Benhabib denominara
«universalidad sustitutoria»18-, es que la gesta del individuo moderno fue también
una historia de privilegios y exclusiones. Ni el «yo pensante» cartesiano, ni la «razón
pura» kantiana que se prolonga en el idealismo, son individuos neutros o abstractos,
sino que tienen su referente en varones de una clase acomodada. Por otra parte, el
individuo kantiano que alcanza su mayoría de edad bajo las divisas de la
universalidad y autonomía éticas, no es un «alguien» distinto del yo liberal lockiano,
que es libre en relación directamente proporcional a su condición de propietario.
Unos pocos individuos ejercitaban su libertad de acción y expresión dentro del
espacio conquistado a la naturaleza y al Estado, y una gran mayoría de «don nadies»
posibilitaba que estos «alguien» se convirtieran en individuos autónomos, dueños de
su propio destinol9. Arduo fue el camino hacia la ciudadanía para la mayoría de los
varones en una sociedad en la que libertad rimaba con propiedad, pero más lo fue
para la mitad femenina del género humano sobre la que los varones hicieron confluir
todo tipo de determinismos naturales que les impedían ser sujetos políticos y de
derecho. Más larga y tortuosa fue (y sigue siendo) la senda hacia la igualdad para las
mujeres, plagada de hitos en que se les recordaba su inferioridad o su
excepcionalidad. De las divisas de la Revolución Francesa, la libertad fue durante
siglos la niña mimada y la fraternidad sólo sirvió para que la igualdad empezara a
aplicarse paulatinamente en el colectivo de varones. Se explica así, como ha
subrayado Celia Amorós, que el contrato social original se presente como un pacto
fraternal. Un pacto que seccionará la Modernidad en dos partes bien diferenciadas: el
espacio político (público, convencional) y la familia (espacio privado, natural),
primando la esfera pública y considerando irrelevante la esfera privada. A pesar del
creciente proceso de secularización y de la racionalización ilustrada, las mujeres
continuaban habiendo sido «creadas para permanecer bajo el conveniente dominio del
varón y asumir las tareas domésticas»20.

Pero esta palmaria injusticia perpetrada por los detractores del género femenino
fue también combatida desde sus orígenes por esas mismas mujeres «excepcionales»
y por algunos varones convertidos en sus defensores.

195
2. DEFENSORAS Y DEFENSORES DEL INCIPIENTE «MOVIMIENTO
FEMINISTA» EN ALEMANIA: LA LUCHA POR LA IGUALDAD

Durante el siglo xvii surgen en Alemania los primeros escritos «feministas»


reivindicando la igualdad entre los sexos y defendiendo las aptitudes intelectuales de
las mujeres para poder dedicarse al estudio de las ciencias y, en algunos casos,
justificando tímidamente el derecho de las mujeres a participar en la vida pública.
Entre los más decididos podemos citar, en la línea del escrito paradigmático de la
francesa Mdrie de Gournay Egalité des hommes et des femmes (1622), el de la
alemana - afincada en Holanda - Anna Mdria von Schurmann De capacitate ingenii
mulieris ad scientias (1638). Ya con anterioridad había habido mujeres
«excepcionales» que habían destacado en algún campo del saber, pero hay que
subrayar este aspecto de excepcionali dad que se opone tanto a la consecución de la
igualdad como la consideración de inferioridad, haciendo que las mujeres fueran
consideradas «musas», «niñas prodigio», «monstruos de la naturaleza» o «espíritus
masculinos en cuerpos femeninos». Esta última metáfora, que inspirara a Kant para
afirmar que «A una mujer con la cabeza llena de griego, como la señora Dacier, o que
sostiene sobre mecánica discusiones fundamentales, como la marquesa de Chátelet,
parece que no les hace falta más que una buena barba» es muy importante, pues pone
de manifiesto cómo las mujeres que abandonaban los límites consuetudinarios, lo
hacían a costa de su propia identidad como mujeres22 o, cuando menos, con pérdida
de su honor23. Así las cosas, a estas pensadoras de familias acomodadas - que habían
tenido el privilegio de seguir las clases que en sus hogares recibían sus hermanos
varones o de devorar autodidactamente las bibliotecas de sus padres: «el saber
robado» 2`* - les parecía necesario sacar a la discusión un tema que tan
profundamente les atañía, esto es, que las mujeres no sufrían de ninguna incapacidad
natural por la que no pudieran dedicarse al estudio: Gournay subraya que «el ser
humano no es ni varón ni mujer» (recurriendo a la distinción escolástica de que la
sexualidad es «secundum quid») y Schurmann afirma que «la inteligencia no tiene
sexo»; expresiones en las que podemos rastrear una influencia del dualismo
cartesiano, como ha subrayado Celia Amorós en algunos de sus trabajos25. Ahora
bien, tanto Gournay como Schurmann, todavía inmersas en la cultura religiosa de la
época, utilizan además estos argumentos para convencer al auditorio masculino de
que el estudio no conducía a las mujeres ni a la impiedad ni a la pérdida del decoro;
así, dice expresamente Gournay que «para la Biblia cuentan igual varones que
mujeres» y Schurman apostilla que «ninguna ley divina prohíbe a las mujeres
desarrollar su inteligencia»26.

Los escritos que defienden la causa de la mujer se emplean en demostrar que no


existe una incapacidad natural que impida a las mujeres dedicarse a la adquisición de
conocimientos y a los asuntos públicos, sino que esa imposibilidad procede de las
leyes convencionales que los varones han querido establecer. Sin embargo, estas
autoras del siglo xvii, y los autores que con ellas dialogan27, no dan el salto entre la
posibilidad, e incluso la conveniencia, de la erudición femenina y el hecho de que la
adquisición de conocimientos deba contribuir a abrir a las mujeres las puertas de las
carreras, las cátedras, los cargos públicos o las dignidades de la Iglesia.

196
Gustave Reynier comenzaba su libro sobre La mujer en el siglo XVII• sus
enemigos y defensores con la observación de que en todos los tiempos y en todos los
lugares ha habido una «disputa de las mujeres», en la que las mujeres denuncian la
limitación arbitraria de su campo de actuación y los varones, con sarcasmo y
juramentaciones de grupo, intentan encorsetarlas en el marco fijo y tradicional de «la
costumbre»28. Pero la reconstrucción de la genealogía de las mujeres, llevada a cabo
durante el siglo pasado, ha mostrado que entre los denominados «defensores de las
mujeres» en la modernidad temprana se encontraban también muchos reconocidos
pensadores: algunos con tímidas defensas (Jacob y Christian Thomasius, Leibniz o
Wolff), otros más decididas (Poullain de la Barre, Condorcet, Theodor von Hippel),
cuyas teorías contribuyeron a construir el camino de la igualdad de varones y mujeres
de la mano de aquellas pensadoras que en la época lucharon en solitario, como Marie
de Gournay, Anna Maria van Schurmann, Olympe de Gouges, Dorothea Ch. Leporin,
Mary Wollstonecraft o Amalia Holst. Acaso no sea superfluo recordar en este punto
que no todos los escritos de mujeres en los orígenes de la modernidad pueden
suscribirse entre los que hemos denominado «defensores de las mujeres», pues
justamente la literatura sobre la superioridad o excelencia29 de las mujeres se opone
tanto a la consecución de la igualdad como la consideración de inferioridad, al
postular una situación de «excepción» (recordemos los catálogos de mujeres célebres)
que a la postre es utilizada contra la inclusión de las mujeres en el ámbito «oficial» de
los derechos cívicos, esto es, como ciudadanas de pleno derecho en la sociedad.

Acaso sea necesario comenzar por mencionar que para promover la igualdad de
las mujeres, primero hubo que demostrar - hablamos de finales del siglo xvi - que las
mujeres eran seres humanos, aspecto que querían poner en duda algunos anónimos de
la época, como el que circulaba por Alemania a comienzos de 1595 bajo el título
Nueva disputa contra las mujeres, en la que se prueba que no son seres humanos y
contra el que inmediatamente reaccionó Simon Gedicke publicando uno En defensa
de las mujeres30. Este primer paso hacia la igualdad llevaba la divisa que había de
acompañar a la lucha «feminista» durante toda su andadura, y que la tiñe de
ilustración: «actuar contra la razón, significa actuar contradictoriamente». Por ello,
los escritos de los defensores de las mujeres se dirigirán sobre todo a la crítica de las
contradicciones internas de la opresión del género femenino, sobre todo cuando las
mismas proceden de supuestas reflexiones filosóficas. Y ésta es también la lógica
inherente al ensayo que dio el paso definitivo hacia la demanda de los derechos
cívicos de las mujeres, alentado por el espíritu de la Revolución Francesa, que a pesar
de sus deseos de igualdad dejaba fuera a la mitad del género humano; me refiero a la
Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana (1791) de Olympe de
Gouges, quien antes de ser decapitada el 4 de noviembre de 1793, escribió: «Si la
mujer tiene el derecho de subir al cadalso, también ha de concedérsele al derecho de
subirse a hablar a la tribuna pública...» Y este fue también el discurso de sus
predecesoras Marie de Gournay y Anna Maria ven Schurmann, cuando demostraron
en sus escritos que las mujeres tienen las mismas capacidades que los varones para
dedicarse al estudio o para el desempeño de empleos y dignidades públicas.

Ahora bien, no hay que perder de vista lo recortadas que fueron estas primeras

197
reivindicaciones decimonónicas, sobre todo entre los defensores varones de las
mujeres. Por una parte, por hallarse estas tibias reclamaciones inmersas en un
ambiente clasista e incapaces por ello de defender una verdadera universalidad para
todas las mujeres; por otra, sin un decidido empeño por dar el paso entre la igualdad
de capacidades (en la adquisición de saberes teóricos) entre hombres y mujeres, y la
clara defensa de la participación pública de las mujeres en la vida académica y
política. En este sentido, encontramos en la correspondencia de André Rivet con
Anna Maria von Schurmann afirmaciones del tipo: «El soberano autor de la
naturaleza ha formado los dos sexos diferentes con la finalidad de introducir una
diferencia en sus funciones, destinando a los varones a una cosa y a las mujeres a otra
(...). Respecto a la cuestión de los estudios, es suficiente con que algunas, impulsadas
por una inclinación particular se eleven por encima de todas las de su sexo y se
muestren capaces de las más altas ciencias (...). Pues no es falta de ingenio o de juicio
lo que aparta a la mayoría de las mujeres del saber, sino el hecho de que tienen otros
propósitos o designios, o la necesidad de ocuparse de asuntos intrascendentes. Por lo
que no es necesario que muchas elijan esta forma de vida, sino que es suficiente con
que algunas - impulsadas por un extraordinario celo vocacional - sobresalgan entre la
mayoría, sobre todo en estos tiempos en que los jóvenes varones aparentan que
estudian, más bien que se dedican a ello con seriedad»31; y Schur mann se repliega
en sus pretensiones, no vaya a ser que pierda el privilegio de acudir como oyente a las
clases de teología del pietista Voetius - hecho que la convierte en la primera oyente
mujer de teología protestante-, oculta tras una celosía para no distraer con su
presencia la atención de sus condiscípulos varones32...

Los «defensores de las mujeres» en Alemania cifrarán sus esfuerzos durante todo
el siglo xvii en demostrar la igualdad racional de los sexos - frente a las teorías
imperantes que consideraban a las mujeres inferiores e incluso próximas a los
animales en la cadena de los seres33-, de ahí que la mayor parte de sus escritos giren
en torno al tema de la erudición femenina, esto es, la discusión en torno a la cuestión
de si la mujer tiene capacidades para el estudio y en qué medida conviene a su
honestidad dedicarse al mismo, desatendiendo «las labores propias de su sexo». En
este sentido, ningún ensayo alcanzará en estas latitudes la repercusión que obtuvo La
igualdad de hombres y mujeres (1622) de M. de Gournay en la Francia que un siglo
después será cuna de la Revolución. En Centroeuropa se dejará de lado - o incluso se
combatirá - una igualdad de los sexos que pueda tener repercusiones prácticas: ni los
más avezados pondrán en cuestión la autoridad del Edicto de Ulpiano, por el que a las
mujeres les estaba vedado el desempeño de un cargo público, aunque demostraran
capacidades para ello. La polaridad de los sexos se presenta como una finalidad
natural o divina innata a los mismos, caracterizada por una diversidad de funciones
que para la mujer se convierten en barrera infranqueable ante el acceso a puestos de
responsabilidad civil, religiosa o política. Las afirmaciones de Jacob Thomasius, con
todo defensor de la igualdad de capacidades intelectuales de las mujeres, son
taxativas respecto a su participación en los «ministerios» públicos: «La razón
aconseja que las mujeres acomodadas, relevadas de las tareas domésticas, dediquen
su ocio al estudio mejor que a otros quehaceres, siempre que muestren una especial
inclinación al estudio. (...) Sin embargo, cabe preguntarse para qué es útil el cultivo

198
de la erudición femenina, si les está negada su participación en los empleos y cargos
públicos» 34. Ni una palabra para cuestionar o criticar la exclusión de las mujeres de
la vida pública; únicamente la constatación de que «la naturaleza no se opone a la
instrucción de las mujeres» - «permitiéndola» como excepción, no «prescribiéndola»,
como en el caso de los varones - y de que «las costumbres y estatutos de los pueblos
destinan regularmente a los varones y no a las mujeres para una formación erudita»
35. Las mujeres, educadoras «por naturaleza» de los hijos, sólo podían actuar como
mediadoras para el acceso al estadio de la cultura por parte de los varones, pero
siempre quedándose ellas en la antesala de la misma.

Será ya el siglo xviii en su transcurso el que traiga al entorno germánico las


reivindicaciones más políticas de las mujeres, de la mano de los ecos de la
Revolución francesa, a la vez que se seguía construyendo en Europa una imagen de
«mujer culta» que aunque distaba mucho de la «mujer académica y universitaria» sí
que contribuía a alejar a la mujer dedicada a las ciencias y al saber de la imagen de
«bruja» o «maga»; sólo como dato curioso recordaré aquí que la última quema
pública de brujas tuvo lugar en Alemania en 177536. Acaso las figuras más
representativa en este punto sean la francesa Olympe de Gouges (Droits de la femme
et de la citoyenne, 1791) y la inglesa Mary Wollstonecraft (Vindication of the Rights
of Woman, 1792). Estas autoras ya no sólo reivindican su igual capacidad para
adquirir «el saber», sino «tener derechos» para aprender y, además, derechos que
garanticen la igualdad de contenidos en la educación de varones y mujeres, y el
derecho a trabajar poniendo en práctica estos conocimientos. El punto de partida de
sus escritos es que todos los seres humanos (sean varones o mujeres) nacen con el
inalienable derecho a la igualdad, la independencia y la libertad. Había que combatir
la educación exclusiva de las mujeres «para sus labores», que se guiaba por los
tratados mencionados en el apartado anterior. Los esfuerzos por cambiar las leyes
referentes al matrimonio y por conseguir una igualdad en la educación tuvieron que ir
de consuno: no en vano las hijas pasaban de la dependencia de sus padres (quienes
decidían si debían ir a los liceos de señoritas o no) a la de sus maridos (las leyes
civiles consideraban a la mujer como menor de edad cuando estaba casada, vicio que
permaneció -y aún permanece - en las costumbres después de ser derogadas esas
leyes).

No hay parangón dieciochesco femenino en Alemania de Olympe de Gouges y


Mary Wollstonecraft, ni por la difusión de sus escritos, ni por el empeño en una
defensa «pragmática» de las mujeres para que fueran ciudadanas de pleno derecho,
iguales a los varones, también en el desempeño de funciones públicas. Las pocas
alemanas que destacan en la denominada «cuestión femenina», siguen teniendo que
demostrar en sus escritos que el estudio de las ciencias no va en contra de su
«naturaleza», y esto es así debi do a la fuerte tendencia que se desarrolló en
Alemanaza a finales del siglo xviü contra la educación superior de las mujeres. Cabe
destacar los escritos de Dorotea Christiane Erxleben/Leporin: Investigación
exhaustiva de las causas que apartan a las mujeres del estudio37 (1742) y de Amalia
Holst: Sobre la determinación de las mujeres para una formación intelectual
superior38 (1802). Y pocos son los pensadores varones que en la época dedicaron sus

199
esfuerzos a indagar los motivos que convertían a la mujer en un ser humano de
segunda clase, y muchos menos los que se cuestionaron si estos motivos eran lícitos.
Los varones estaban asentados en su cota de poder y no querían arriesgarse a perderla
concediendo al género femenino acceso a las tareas públicas o participación política,
ni mucho menos ese escalón previo que es el estudio de las ciencias. Es un hecho
comprobado que durante siglos la mayoría de los grandes pensadores perdieron su
capacidad crítica al enfrentarse a temas referentes al «otro» género, contribuyendo
incluso con sus teorías a la marginación sistemática de la mujer de la vida intelectual
y, con ello, de su proyección pública, hasta bien entrado el siglo xx, con las secuelas
que han quedado grabadas a fuego en las costumbres hasta nuestros días. El alemán
Theodor von Hippel puede ser mencionado junto a otras honrosas excepciones
europeas de la época (Poullain de la Barre, Condorcet, o John Stuart Mill, por
nombrar a los más conocidos).

Como hemos visto en el apartado anterior, mientras que su coetáneo y habitual


comensal Kant abandona los cauces lógicos de reflexión para dar paso a una
racionalidad diferente regida por categorías e intereses patriarcales - como muy bien
ha mostrado Celia Amorós en sus trabajosa'-, Theodor von Hippel publica (hay que
decir en su contra que lo hace anónimamente) el ensayo Sobre el perfeccionamiento
de los derechos cívicos de la mujer40 (1793). Hippel parte en su escrito de una crítica
a la Revolución francesa por no haber aportado nada a la igualdad jurídica de las
mujeres y en su desarrollo intenta demostrar, por medio de diferentes argumentos,
que la desigualdad entre los sexos no procede de la naturaleza, sino que hay que
buscarla en la división del trabajo, la cual originó una posición de poder en los
varones que apenas cambió con la introducción del derecho civil. La causa de esta
desventaja en que se encuentran las mujeres en las leyes es critas por los varones
reside, según Hippel, en el miedo de éstos ante un posible dominio de las mujeres y,
pone de manifiesto - como hace Olympe de Gouges, quien fue decapitada el mismo
año que Hippel publica su textola incoherencia de unas leyes que, por un lado,
condenan a las mujeres de por vida a la minoría de edad, mientras por el otro son
castigadas por la ley con la misma dureza que los varones. La propuesta de Hippel
para conseguir el perfeccionamiento de los derechos cívicos de las mujeres se centra
en la consecución de igualdad para ambos sexos, algo que en su opinión sólo podría
alcanzarse por medio de una educación igualitaria; defiende una educación igual para
los dos sexos hasta cumplir los doce años, aunque luego las mujeres deban recibir una
educación especial en aquello que deben saber como madres y amas de casa. El punto
débil de su propuesta reside en que supone en las mujeres unas cualidades
«naturales» que van mucho más allá de la diferencia biológica y hacen que las
mujeres sean más «adecuadas» para determinadas profesiones (maestras, enfermeras,
peluqueras o modistas).

1 Con todo, las reflexiones de Theodor von Hippel distan mucho de su coetáneo
Kant, quien - como ya vimos en el apartado anterior - dejó a la mitad de la humanidad
al margen de lo que constituye los dos pilares fundamentales de su ética: la
universalidad y la autonomía, considerando a las mujeres incapaces de actuar por
principios, excluyéndolas del acceso a la categoría de ciudadanas por su «minoría de

200
edad civil» 41 y convirtiéndolas de por vida en dependientes de sus «tutores
naturales» - primero el padre, luego el marido, con quien constituye una única
«persona moral» en el matrimonio42. Suelen disculparse las incoherencias kantianas
por ser «hijo de su tiempo», pero no puede olvidarse que por la misma época que
Kant está publicando sus Críticas, su Metafísica de las costumbres y su Antropología,
Mary Wollstonecraft publica su Vindicación de los derechos de la mujer y de la
ciudadana (1792), donde insiste en que lo que eleva a los seres por encima de los
animales es su capacidad racional y apela a la responsabilidad de los individuos para
actuar y educar de acuerdo con la racionalidad, contribuyendo con ello a mejorar la
sociedad; si las instituciones y las prácticas sociales dominantes representan un
obstáculo para poner en práctica la racionalidad, es que necesitan ser reformadas.
Kant tenía en su filosofía todas las claves para haberse convertido en adalid de la
igualdad de las mujeres; prue ba de ello es que durante mucho tiempo se sospechó
que él era el autor de las obras que Theodor ven Hippel publicara anónimamente41.
Pero no supo dar ese paso, que hubiera sido lógico.

Aún tuvieron que pasar casi dos siglos para que las Universidades alemanas
permitieran que las mujeres se matricularan en ellas y para que tuvieran derecho a
votar como ciudadanas lo mismo que los varones. Antes de bien entrado el siglo xx
algunas mujeres consiguieron - como «excepción» - asistir como oyentes a clases en
la Universidad u obtener el grado de doctoras: tal fue el caso de Anna Maria van
Schurmann, que antes mencionamos, o el de Dorothea Christiane Leporin que pudo
obtener el doctorado en medicina en la Universidad de Halle en 1754, con permiso de
las autoridades pertinentes. También a Marie Winkelmann von Kirch «se le permitió»
seguir trabajando como astrónoma en la Academia de Berlin, fundada en 1700, a la
muerte de su esposo Gottfried Kirch, quien fuera el primer astrónomo de la misma, en
1710, pero sin reconocerle el rango del trabajo que realizaba: sólo a partir de 1945
pudieron las mujeres devenir miembros regulares de las Academias científicas.

3. A MODO DE CONCLUSIÓN

Si nos ha interesado analizar, desde un punto de vista filosófico, la exclusión de


las mujeres del mundo del conocimiento (saber), de la obtención de derechos cívicos
(tener: ciudadanía, voto, etc.) y de su participación activa en las actividades que
dirigen la vida pública (poder: - cargos políticos, empresariales o académicos), es,
más allá de los datos aportados, en cuanto que estos tres aspectos están profunda e
íntimamente ligados con una cuestión filosófica fundamental que el pensamiento
feminista quiere dilucidar en la actualidad: ¿en qué medida han conseguido ser las
mujeres a comienzo del siglo xxi sujetos éticos, sujetos de derechos, sujetos de la
historia (o, mejor, de las historias: de la ciencia, de la filosofía, etc.)? ¿hasta qué
punto son consideradas por la sociedad como individuos autónomos? El «reto de la
igualdad» - a que alude el título de este volumen y que aún seguimos afrontando - se
cifra en la consecución de la autonomía individual, de la participación pública y de
una verdadera emancipación para todo el colectivo femenino, aspectos sin los que
tampoco se podrán erradicar males tan arraigados en todas las sociedades - de manera
aún más sangrante si cabe en el llamado primer mundo - como son la feminización de

201
la pobreza o la violencia de género.

Según la Hannah Arendt de La condición humana, tres elementos caracterizan,


fundamentalmente, al «sujeto moderno»: la palabra la acción y la presencia en el
espacio plural de lo público. «Quién es un quien, quién es alguien?» - se plantea
Frangois Collin comentando a Hannah Arendt - «la respuesta - continúa - es
aparentemente simple: ciertamente no es él o la que se consagra a la única labor de la
satisfacción de las necesidades, sino aquel que se manifiesta por la palabra y la
acción, apareciendo en el espacio plural de lo público»". Si tomamos estas
definiciones en sentido estricto y la aplicamos a los orígenes de la Modernidad,
descubrimos que no todos los seres humanos eran alguien (los siervos) y que la mitad
de la humanidad (las mujeres) ni siquiera podía optar a serlo, pues, por el azar de su
nacimiento habían sido destinadas únicamente al ámbito de lo privado. Y si miramos
a nuestro alrededor en nuestro mundo «globalizado» y «postmoderno» comprobamos
que una gran parte de la humanidad, en su mayoría mujeres, continúan sin poder ser
sujetos libres y autónomos. No hay justicia sin igualdad45

4. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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MARÍA TERESA LÓPEZ DE LA VIEJA DE LA TORRE

206
Más de la mitad de los jóvenes, menores de veinticinco años, que han contraído el
virus VIH son mujeres. Un 60 por 100, aproximadamente, según el Informe de
Onusidal. En la Conferencia Mundial del Sida, que tuvo lugar en julio de 2004, en
Bangkok, se presentaron datos contundentes sobre la incidencia de la enfermedad
entre la población femenina. La mayoría de los enfermos son mujeres, ellas se
encuentran en una posición más vulnerable ante la violencia sexual y las prácticas de
riesgo. Por otro lado, tienen menos oportunidades para acceder a medios preventivos,
así como para controlar su sexualidad o para recibir el tratamiento adecuado, una vez
han contraído el virus VIH. Mujeres embarazadas transmiten a sus hijos la
enfermedad. Son, en cambio, quienes se hacen cargo casi siempre de otros pacientes
afectados por el virus. La situación es especialmente aguda en los países de África -
veintiséis millones de afectados - y de Asia, allí donde la pobreza y la violencia
tienen enorme incidencia en las vidas de los más marginadosz. Entre ellos, y en
primer lugar, las mujeres. Las circunstancias resultan menos dramáticas para los
ciudadanos de los países desarrollados, pese a la gravedad de la epidemia. Sólo que la
diferencia de género continúa siendo significativa, al igual que sucede en otras
enfermedades. Incluso aquellos países en los que la salud es entendida como un bien
público, y el respeto por los derechos individuales forma parte de la cultura política,
la atención sanitaria no es exactamente igual para hombres y mujeres. A modo de
ejemplo, según las encuestas del INE-, entre el año 1999 al 2001 la estancia media en
hospitales españoles fue más elevada en hombres que en mujeres. Desde los quince a
los setenta y cinco años, ellas acuden menos que ellos a los centros hospitalarios para
recibir tratamiento. La situación se invierte, sin embargo, hacia los setenta y cinco o
los ochenta y cinco: en la tercera edad, la estancia media es más elevada entre las
mujeres. ¿Qué hacen ellas entre los quince y los setenta y cinco años? Las mujeres
padecen enfermedades - los datos sobre la incidencia del Sida entre mujeres jóvenes
son llamativos-, al mismo tiempo son responsables de la salud y del bienestar de otras
personas. Cuidan de otras personas, de ahí que su comportamiento como pacientes no
sea exactamente igual que el de los hombres. Ellas atienden a los hijos, a los
familiares enfermos, a las personas de su entorno, ancianas o personas dependientes.
La salud es, sin duda, un espacio privilegiado para observar de cerca las relaciones de
género. Los problemas de salud y el modo de atenderlos ponen en evidencia, cada
día, la distribución asimétrica de los cuidados básicos. Lo más llamativo es, sin
embargo, el papel de las mujeres como cuidadoras. La enfermedad y las situaciones
de dependencia muestran que, efectivamente, la organización social y política es poco
equitativa, ya que mantiene distintos papeles y distintas cargas para hombres y para
mujeres. Esta situación tiene consecuencias relevantes, incluso para el desarrollo de
los países4. Resulta significativo que, durante una prolongada etapa de la vida, la
mayoría de los pacientes hospitalizados sean «los pacientes». Y la mayoría de los

207
cuidadores primarios sean «las cuidadoras». El artículo señala este problema, la
distribución injusta de las tareas de cuidado, proponiendo mayor equilibrio entre la
responsabilidad hacia los demás - el «cuidado», según la Ética feminista - y el reparto
de la atención informal a la salud y el bienestar. Informal o no remunerada.

1) La salud y la enfermedad prueban cada día hasta dónde llega la desigualdad en


las relaciones de género. También son desiguales las prácticas, en la organización de
las instituciones influyen más de lo que se quiere reconocer los prejuicios de género.
Las deficiencias son más acusadas cuando esta en juego la salud: el sesgo de género
se evidencia en el modo de tratar la salud sexual y reproductiva. A pesar de que los
países de la Unión Europea cuentan con más recursos y con sistemas sanitarios de
calidad, existe todavía escasa sensibilidad hacia las diferentes necesidades de los
ciudadanos. Esta ceguera se traduce, por ejemplo, en medidas insuficientes para
prevenir embarazos no deseados en menores de edad. Se traduce asimismo en
servicios sociales que están muy por debajo de las necesidades de la población en
situación de dependencia, enfermos o ancianos. ¿Quiénes se hacen cargo de tales
necesidades? ¿Con qué costes? Pese a los esfuerzos realizados en este ámbito, la
mayoría de los países de la Unión aún no cuentan con las políticas sociales y
sanitarias a la altura del problema: el envejecimiento de la ciudadanía. Ni siquiera hay
datos suficientes sobre la atención informal o no remunerada. ¿Quién cuida ahora a
las personas de avanzada edad o dependientes? ¿Cómo afectan las responsabilidades
a su propia salud y su bienestar?

2) Las teorías feministas han denunciado con insistencia la ceguera teórica -y


práctica - ante las desigualdades de género. Un problema sin nombre. En los 80, la
Ética feminista rescataba el principio del «cuidado» defendido a finales de los 70 por
C.Gilligan. Era un enfoque alternativo al punto de vista moral y al principio de
justicia, dominantes en la Filosofía moral. Décadas más tarde, la enfermedad sigue
siendo piedra de toque para evaluar el compromiso de hombres y de mujeres con el
bienestar de los demás. Un compromiso asumido de forma distinta. De un lado, pocas
situaciones como ésta para comprobar las ventajas del «cuidado», entendido como
responsabilidad con las necesidades de otras personas. Pero, de otro, ¿quién asume
este compromiso? Los datos son elocuentes. La división del trabajo responde todavía
a un modelo sexista y «androcéntrico». La teoría especializada ha insistido en los
aspectos positivos del «cuidado», desde su primera formulación por parte de
C.Gilligan hasta las aportaciones recientes sobre el equilibrio entre varios principios.
Ahora bien, «cuidado» no es - no debe ser - lo mismo que sacrificio, dedicación sin
condiciones. Ha de ser compatible con el desarrollo personal, con el ejercicio de la
autonomía. Por esta razón, conviene tener en cuenta los aspectos positivos y, a la vez,
los aspectos menos favorables del principio moral del «cuidado». Sus costes.

3) La circunstancia de que la atención informal tenga lugar en la esfera privada,


en el ámbito familiar, refuerza la estructura tradicional: pues el cuidado suele ser
asignado a las mujeres. Hoy como ayer. Este hecho debería alertar sobre los
inconvenientes de la generosidad y de las responsabilidades sin límites claros. ¿Cómo
queda el proyecto personal de quienes cuidan de los demás? ¿Cómo mantener la

208
autonomía y, a la vez, actuar responsablemente ante las necesidades ajenas? La
perspectiva de género ayuda a entender en toda su amplitud este problema,
«invisible» durante mucho tiempo. Sirve también para marcar las distancias entre
responsabilidad como actitud meritoria y responsabilidad como una obligación, o
como una expectativa que recae sobre las mujeres. En conclusión, el reparto de los
recursos y de las cargas sigue siendo muy desigual, como indican las estadísticas
sobre la salud en los países de la Unión Europea. Ni siquiera las sociedades
avanzadas han puesto remedio a una situación injusta. E invisible, en la medida en
que afecta, sobre todo, a las mujeres. No tiene sentido pensar en relaciones
equilibradas entre enfermos y cuidadores, tampoco entre los menores y los adultos,
responsables de su bienestar. Menos aún, entre ancianos o personas dependientes y
quienes se ocupan de ellos. Han de existir, no obstante, políticas sanitarias y sociales
que neutralicen la división tradicional de pape les. Por tanto, la atención informal
habrá de ser cuantificada, y distribuida de otra manera. Esto es, es deseable cierto
equilibrio entre «cuidado» y justicia. Para que el bienestar de los pacientes no
dependa de una estructura desigual, ni de la generosidad de las mujeres.

1. LA PERSPECTIVA DE GÉNERO

En el año 2000, un informe del Parlamento Europeos señalaba ya que, hacia el


2020, la población mayor de sesenta años aumentará en un 37 por 100 en los países
de la Unión. El crecimiento de las expectativas de vida corre en paralelo, sin
embargo, con el descenso de la natalidad. Por tanto, la Unión ha de apoyar programas
que garanticen la solidaridad entre las distintas generaciones, así como la plena
integración de los ancianos en la sociedad. Puesto que las condiciones actuales no se
van a mantener. Apoyándose en el Tratado de Ámsterdam, la Comisión europea' ha
diseñado programas para la atención de las necesidades de este sector de la población,
cada vez más importante y numeroso. Se trata de establecer medidas coordinadas en
los países de la Unión, a fin de garantizar las pensiones, atención sanitaria,
solucionando asimismo problemas de exclusión, de pobreza, que afectan a los más
ancianos. El Informe 2002, elaborado por el IMSERSO, señalaba que España ocupa
el quinto lugar entre los países europeos, según las estadísticas sobre envejecimiento
de la población. En el 2010, los mayores de sesenta y cinco años serán el 16 por
1007. Es probable que en el 2050 éste sea uno de los países más envejecidos del
mundo - un 48 por 100 de la población tendrá más de sesenta y cinco años-, de
continuar la actual tendencia, con tasas bajas de natalidad'. En la actualidad, un
elevado porcentaje de la población - un 26 por 100 de este grupo - en edad avanzada
se encuentra en situación de dependencia. Pues bien, un significativo número de
personas que atienden a ancianos y enfermos dependientes son mujeres. Un 83 por
100, según el Informe del Defensor del Pueblo. Mujeres que cuidan de otras personas
en el ámbito doméstico. Gracias a la solidaridad familiar - en realidad, la solidaridad
de las mujeres-, los costes de la atención a los ancianos y a personas dependientes no
son asumidos por las instituciones. ¿Por cuánto tiempo se podrá contar con esta
cultura familiar? ¿Por qué han de asumir las mujeres la atención de los enfermos? La
situación vuelve a ser desfavorable para las mujeres, cuando ellas son usua rías del
sistema sanitario. El Informe10 del Parlamento Europeo sobre salud sexual y

209
reproductiva, del año 2002, demostraba que sus necesidades siguen sin ser una
prioridad en los países de la Unión.

-Según la Organización Mundial de la Salud, varios elementos, somáticos,


emocionales, sociales, intelectuales, forman parte de la salud sexual. Por principio,
los ciudadanos tienen derecho a contar con información adecuada sobre los procesos
y funciones reproductivas. No obstante, los datos recientes sobre el uso de
anticonceptivos, sobre embarazos no deseados, salud sexual de los adolescentes, y
temas parecidos, indican que los derechos y las políticas no van al mismo ritmo. Lo
cierto es que los países de la Unión Europa ni siquiera tienen una política sanitaria
común. Los derechos son los mismos para todos, la situación es bastante distinta en
cada país. Por esta razón, el Informe de 2002 hacía un llamamiento a los Estados
europeos, a fin de que tomaran conciencia de estos temas. Así, por ejemplo, no está
garantizado todavía en muchos países de la Unión el acceso equitativo a los servicios
de planificación familiar. El coste de estos servicios varía considerablemente, lo
mismo se puede afirmar de la situación del personal especializado o de cómo se ha
planteado la anticoncepción de emergencia". Los embarazos no deseados en menores
de edad constituyen un problema importante, relacionado con lo anterior, los
problemas detectados en los servicios de planificación y en la educación sexual.
Dadas las cifras actuales de embarazos en adolescentes, el Informe recomendaba
tanto el asesoramiento de calidad como, de otro lado, la despenalización del aborto.
No como método de planificación, sino para eliminar los riesgos de las prácticas
ilegales.

-La situación de las mujeres como pacientes indica que los sistemas sanitarios han
crecido, en efecto, aunque lo han hecho de forma poco equilibrada. De un lado, se
considera que la salud es un derecho básico. Por lo mismo, los Estados han de
establecer políticas adecuadas a fin de responder a este compromiso12 con el
bienestar de la ciudadanía. Incluso en las sociedades en las que el mercado tiene
cierto peso en el ámbito sanitario, la atención básica ha de estar garantizada para
todos los ciudadanos por un sistema público. La equidad, y no sólo la eficacia, es, por
tanto, un principio de actuación para los sistemas de salud, precisamente porque son
diferentes las necesidades de cada paciente13. De otro lado, las prácticas y los
mecanismos reales para distribuir los bienes intervienen en sentido contrario.
Inclusive un bien básico, como es la salud. Los datos de los últimos años sobre el uso
de los servicios hospitalarios en España14 demuestran que, como mínimo, existen
desequilibrios de género. Esta situación se hace más evidente aun cuando las mujeres
son cuidadoras, no sólo pacientes. Hasta hace muy poco, en España apenas se ha
tenido en cuenta el peso que tiene esta actividad, porque está asociada a las
actividades que se realizan en el ámbito doméstico. Sus costes son importantes, pero
continúan siendo aún «invisibles»15 - como los ha denominado A.Durán-, ya que
están fuera del mercado. Y los realizan, en su mayoría, mujeres.

1. 1. EL COSTE DE LA DESIGUALDAD

Los cuidados no remunerados de la salud tienen importantes consecuencias

210
económicas, precisamente porque no son considerados como «trabajo» y, por tanto,
no generan derechos ni tienen reglamentación clara. Como sucede, por otra parte, con
la actividad doméstica, que no está retribuida, no es contabilizada, apenas ha sido
analizada` en toda su complejidad. Tampoco es considerada un «trabajo productivo».
En ambos casos - cuidado de la salud, trabajo en el hogar-, la actividad suele estar
distribuida de forma desigual, ya que corresponde casi siempre a las mujeres la
ejecución de estas tareas. Se da entonces la paradoja de que los sistemas sanitarios
han avanzado de forma espectacular, desde el punto de vista técnico y organizativo.
Requieren cada vez más recursos, mayor especialización, competencias profesionales,
tal como se ha señalado en muchas ocasiones. Al tiempo, la salud es cada vez más
apreciada como bien fundamental, a proteger, a garantizar. Sin embargo, la atención o
cuidado informal tiene mayor peso que los servicios prestados desde el sistema
sanitario'7. Y no hay que olvidar un hecho, que el sistema informal sigue aún el
modelo del trabajo doméstico: sin remuneración, sin derechos, sin costes visibles.

-Sólo un 12 por 100 de los cuidados sanitarios son remunerados o formales18. A


pesar de su influencia sobre el bienestar de enfermos, niños, ancianos, personas
dependientes. El resto de la atención sanitaria suele ser responsabilidad del entorno
familiar. De las mujeres. Que los costes de su dedicación sean todavía «invisibles» -
están fuera del mercado-, no impide que aquellos sean altos para los cuidadores. Para
las cuidadoras. Esto indica que la división de papeles19 sigue siendo estricta, tal vez
más estricta que en otros ámbitos. Motivo por el cual las tareas de cuidado están poco
valoradas. No son «productivas» y, además, son asunto de mujeres. Al margen de la
valoración que se realice en cada caso, el hecho general es que el cuidado de ancianos
o de enfermos es transferido aún hoy al sistema doméstico, de manera similar a como
se venía haciendo en épocas anteriores. En tal sentido, apenas han influido los
cambios experimentados en la institución familiar20 y en el reparto tradicional de
papeles21.

-Gracias a esta solución, los sistemaslde salud no tienen que asumir el coste de la
atención informal. Que son elevados, cada vez más elevados. Pero éstos no
desaparecen, sino que pasan a la esfera privada22. No suelen ser contabilizados. A
pesar de que ahí se transforman en costes difíciles de recuperar: en proyectos
personales que serán aplazados, olvidados tal vez, en tiempo escaso2 - para los
cuidadores, en renuncias importantes, todas las energías dedicadas a la atención que
requieren las personas dependientes o enfermas. La solución no es que éstas dejen de
ser atendidas, ni qué decir tiene. La cuestión es quiénes han de asumir las necesidades
de otros como algo propio. Quiénes han de asumir seriamente ese compromiso. Hoy,
en Europa, siguen dedicando más tiempo las mujeres que los hombres al trabajo no
remunerado, aquel que se realiza sobre todo en la esfera doméstica`. Con
independencia del tiempo que ellas y ellos dediquen al trabajo remunerado o externo.
Los datos parecen claros a este respecto.

-El reparto tradicional se realiza de forma quizás menos tosca, pero igualmente
eficaz en el ámbito profesional. En las Ciencias de la salud, se valoran las actitudes
compasivas, la sensibilidad, las múltiples y complejas tareas de cuidado. Los valores

211
asociados a la cultura femenina son considerados positivos para la consecución del
objetivo fundamental, la salud y el bienestar de los pacientes. El cuidado es una
síntesis de las actitudes y de las actividades que contribuyen a ello, dado que se presta
a mantener la cercanía con respecto a las necesidades, a tener en cuenta las
situaciones y personas concretas, los matices. En tal sentido, equivale a
responsabilidad, a interés genuino por los demás. Crea o mantiene aquellas relaciones
que son fundamentales para la recuperación de la salud. En fin, las ventajas son
numerosas en el ámbito sanitario. Sólo que el discurso del «cuidado» aparece casi en
exclusiva al tratar de Enfermería25, y no de Medicina.

Los cuidados profesionales y no profesionales son, por lo tanto, motivo de interés


y, a la vez, producen consecuencias ambivalentes. ¿Contribuyen a la emancipación o
refuerzan los papeles tradicionales, la subordinación de las mujeres? El problema
estriba sobre todo en la distribución de las responsabilidades ante situaciones de
enfermedad o de dependencia. Quiénes asumen de hecho aquellas tareas que tan
beneficiosas resultan para el mantenimiento, o recuperación de la salud, de personas
que carecen de autonomía. De forma circunstancial o de forma permanente. Veremos
ahora el significado de la noción de «cuidado» y, también, algunas de sus paradojas.
En la rehabilitación de este concepto, así como en las críticas a una versión reducida
o tradicional, han tenido un papel determinante las teorías feministas. Teorías que, en
los últimos años, reclaman también una Bioética26 y una Ética médica más abierta a
la perspectiva de género en el ámbito de la salud.

2. EL «CUIDADO». DE LA TEORÍA A LAS PRÁCTICAS

En 1963 aparecía el libro de B. Friedan27, que terminaría marcando un hito en la


evolución del Feminismo. Pues expresaba con claridad la insatisfacción de las
ciudadanas americanas. Descontentas con el papel tradicional, esposas y madres,
siempre en el hogar. La independencia, el control de sus vidas eran objetivos
incompatibles con la ideología o «mística» de la feminidad. Un complejo problema
que, hasta entonces, había carecido de nombre propio. La cultura americana de
posguerra no solo había recuperado a las mujeres para la esfera privada - la esfera
doméstica - sino que, además había dejado a éstas sin los recursos simbólicos,
necesarios para dar nombre a sus dificultades. En la siguiente década, en 1977, C.
Gilligan28 se interesaba por el punto de vista de las mujeres sobre la moralidad.
Rescataba de este modo la voz silenciada por las teorías y por la costumbre. «Otra
voz» moral.

Como se recordará, la teoría del desarrollo de L.Kohlberg había definido un


modelo que, en una secuencia de etapas, presentaba la evolución de la conciencia
moral. Desde la primera fase hasta la madurez, esto es, hasta la autonomía en los
juicios morales. Sólo que, a la vista de los resultados de los test, la teoría no había
recogido la experiencia de las mujeres. Ellas tenían resultados inferiores, con mayor
dificultad para alcanzar el estadio moral del adulto. ¿Por qué tal discrepancia entre la
perspectiva femenina sobre lo real y, de otro lado, la moralidad de nivel superior? Los
datos sobre el juicio moral posconvencional y las respuestas que, por lo general,

212
aportaban las adolescentes persuadieron a C.Gilligan de que había que revisar la
teoría. No se trataba tan sólo de analizar la construcción femenina de la realidad, con
sus peculiaridades, sino de explicar que los juicios contextuales - con preferencia
sobre los juicios en términos universalistas-, la valoración de las relaciones, todo ello
corresponde a un punto de vista moral distinto. Una voz diferente para hablar y para
solucionar los problemas de índole moral. Por tanto, los test no revelaban
deficiencias, sino diferencias. Otra comprensión, social y moral. ¿Cómo reconciliar,
entonces, la condición de adulto y la condición de mujer? Las teorías, incluso las
teorías modernas, han subrayado el valor de la autonomía y de la justicia. Una
concepción masculina, en último término. Pues las mujeres tienen mucho más en
cuenta las necesidades de los demás, valoran las relaciones, lo concreto.

-Según esto, habrá que atender a otro punto de vista y a otro principio: el
«cuidado». Es decir, la responsabilidad o solidaridad hacia los demás. Esta voz moral
- «la otra voz» - se hace realmente eco de las necesidades ajenas. Por lo mismo, la
conducta se orienta hacia las relaciones, en una clara actitud de ayuda y de interés por
el bienestar ajeno. En consecuencia, el mapa mora12' ha de ser definido de nuevo. En
términos alternativos, a fin de incluir esta perspectiva. El «cuidado» responde a otra
manera de percibir las situaciones - una diferencia cognitiva - y de valorar los
compromisos, relaciones, obligaciones. Responde a un punto de vista.

-Es, además, un valorly un principio. Distintos, sin duda, de la imparcialidad y de


la universalidad que caracterizan a otros principios morales, como sucede con la
justicia. Ahora bien, siendo esto cierto, la influencia del contexto y de los aspectos
concretos no ha de impedir que el «cuidado» tenga también pretensiones de
universalidad. Para ser un principio moral realmente inclusivo. C. Gilligan30 aclaraba
que se trata de pensar la moralidad en términos no simplistas, de manera que
coexistan ambas orientaciones, la justicia y el «cuidado». Para ofrecer soluciones
flexibles. En suma, existen en la práctica dos orientaciones distintas, existen
asimismo dos estrategias de razonamiento moral. Incluso los lenguajes son diferentes
en cada uno de los enfoques. Pero ninguno ha de ser considerado superior al otro. El
cuidado responde a una actitud valiosa para la solución de problemas. Al mismo
tiempo, es un principio moral.

-El reto consistía en mostrar que esta perspectiva ampliada forma parte de la
conciencia moral madura. Que responde a relaciones auténticas, no inferiores ni
menos estimables que las obligaciones. Y, en segundo lugar, que ofrece soluciones
adaptadas a la complejidad de las necesidades y de relaciones. «Cuidado» - «care»31
- indica disposición a escuchar, a percibir y a hacerse cargo de la vulnerabilidad de
las personas. Por eso va más allá de las buenas intenciones y de los sentimientos. Es
básicamente una forma de percibir lo real, así como una forma bien definida de
organizar los juicios 12 prácticos. Responsabilidad, Pese a lo cual, su desarrollo
teórico ha sido menor que el tratamiento de los derechos y de la justicia. En parte por
el escaso interés mostrado por la Teoría moral en la experiencia de las mujeres. No en
vano la «voz patriarcal» 33 se ha impuesto de manera general sobre la voz de las
relaciones. De ahí procede, quizás, la dificultad para integrar la Ética del «cuidado»

213
en la teoría estándar sobre el desarrollo de la conciencia y sobre la moralidad. Se
desprende de esto que, en lo teórico, el «cuidado» introduce cambios sustanciales, no
sólo cuestiona el paradigma patriarcal o los prejuicios. En lo práctico, este principio
es la síntesis de las actividades no formales -y no remuneradas - que han sido
tradicionalmente atribuidas a las mujeres. Motivo suficiente para que tales
actividades no hayan sido demasiado estimadas por parte de las teorías.

2.1. EL VALOR DEL «CUIDADO»

Ahora bien, la Ética del «cuidado» no pretende revalorizar los estereotipos


femeninos. Al contrario. Pues «cuidado» no significa sacrificio. El universo de las
relaciones no tendría que ser principal ocupación -y obligación - de las mujeres. Para
obviar la versión tradicional, C.Gilligan distinguía claramente entre «Ética femenina»
y «Ética feminista»34. En su opinión, existen considerables diferencias entre las
relaciones, entendidas como una especial obligación y que llevan a sacrificios
personales o a la perdida de autonomía, y por otro lado, las relaciones como punto de
partida para otro tipo de moralidad. «Cuidado» se refiere a lo segundo, como es
obvio. Por eso no debería ser una trampa para las mujeres, ni psicológica ni política.
La Ética del «cuidado» ha de ser compatible con la moralidad de la justicia:
reciprocidad o equidad entre los agentes y, a la vez, preocupación por el bienestar de
los demás. Según esto, el juicio moral consistirá en algo más que «tener razones» o
en identificar las respuesta más correctas para cada uno de los problemas - tal como
precisaba N. Lyons35-; el juicio pretende dar respuesta al sufrimiento de otras
personas. En los términos que cada uno indique. Por tales razones, el desarrollo moral
ha de ir en ambas direcciones, justicia y «cuidado».

-Cierto es, sin embargo, que en la cultura femenina domina aún la perspectiva de
las relaciones. Apenas se hace notar en la de los derechos y la de la igualdad. Tal
circunstancia tiene efectos nada desdeñables sobre el modo en que las mujeres se
perciben a sí mismas, y cómo se sitúan en la realidad. Tanto es así que se puede
afirmar - como hacía N. Lyons36 - que existen dos tipos de agente moral. Está, en
primer lugar, el «yo separado», objetivo. Este enfoca las relaciones con otros desde la
reciprocidad, su regla de conducta será la equidad, en su rol dominarán las
obligaciones y compromisos adquiridos. De otra parte, está el «yo conectado», que
intentará responder a las demandas de otros, orientando sus actividades hacia el
cuidado. Según esto, se pensará a si mismo en términos de interdependencia. Por su
influencia, el «cuidado» es - además de un principio y un valoruna forma de
organizar las relaciones y de construir el mundo. No es casual, entonces, que el
bienestar ajeno represente más que una obligación. El «cuidado» es una orientación
básica37, aunque haya estado eclipsado todo tiempo por el discurso de los derechos y
de la justicia.

-Como es bien conocido, uno de los principales objetivos de la Ética del


«cuidado» es demostrar que la moralidad incluye las relaciones y las actividades
orientadas hacia el bienestar de los otros. Sólo por esta razón, autonomía e igualdad,
aun siendo irrenunciables, tendrían que dejar espacio suficiente a la voz de las

214
relaciones. La síntesis de ambas perspectivas sería, por lo demás, una vía abierta
hacia una definición más completa de la moralidad. Pensada para los agentes, tal y
como son, tal y como viven sus problemas. De no ser así, de mantenerse la consabida
disyuntiva entre justicia y «cuidado», existe el riesgo -ya mencionado por C.Gilligan
- de que las actividades beneficiosas para los demás se transformen en una autentica
carga para quien asume esa responsabilidad. Sentir con otro, optar por actitudes
responsables, estar interesado en preservar las relaciones, todo ello es importante.
Ahora bien, el valor del cuidado reside en el bienestar que puede aportar. De esta
forma, muestra las carencias de un modelo asentado tan sólo en la reciprocidad y la
igualdad. Pero el «cuidado» no ha de desligarse de la actitud reflexiva. Con objeto de
poner cier ta distancia - aspecto que ha sido señalado por N. Noddings38 - entre las
actitudes y las decisiones.

-~Es necesaria esta distancia? Lo es, en la medida que hay varias formas de
entender el «cuidado». Este no significa lo mismo cuando se orienta sólo hacia
personas determinadas y, por otro lado, cuando «cuidado» se refiere a una atención
hacia otros o interés de tipo más impersonal. El primero se hace cargo de las
necesidades de las personas que están más cerca. Tal como sucede en la relación entre
madre e hijo. El otro estilo de «cuidado» mira más allá del propio entorno. No es una
responsabilidad ilimitada, universal - sería imposible atender a todos-; aún así la
solicitud hacia otros se expande hacia círculos más amplios. Por tal razón, sí se puede
afirmar que «cuidado» es un ideal ético. Su singularidad consiste en que pone en
primer lugar las relaciones entre los agentes, o el «yo relacional». Por último, esta
versión elaborada del «cuidado» garantiza que la conducta desprendida o altruista
nunca se confunda con las virtudes tradicionales. De manera general, se puede decir
que introduce cambios significativos en la manera de entender la madurez de la
conciencia y el valor auténtico de los principios universales. Así se expresa la otra
voz moral.

-Por razones similares, varias autoras han expresado su desacuerdo con la versión
tradicional del «cuidado» y, en general, con la Ética estándar. S. L. Hoagland39, por
ejemplo, señalaba que las virtudes asociadas al sacrificio personal, a la
vulnerabilidad, al altruismo sin condiciones, corresponden a un ideal de dependencia,
que es negativo. Y que aún subsiste. Lo mismo sucede con el modelo heterosexual,
cuya influencia se extiende a las teorías. Tampoco sería correcto identificar la actitud
del «cuidado» con las relaciones entre madre e hijo. Por idéntico motivo: sigue las
pautas de un mundo patriarcal. En tal sentido, el elogio del «cuidado» podría reforzar
instituciones que han sido y son opresivas para las mujeres. Se trataría, en cambio, de
situar el «cuidado» en otro contexto, sin manipulación y con cierta amplitud de miras.
A fin de que sea posible llevar el «cuidado» hacia los extraños, contando así con el
marco político, no sólo con la esfera privada. Las críticas hacia la versión simple del
«cuidado» se repiten también en los trabajos de M. Friedman40. Según esta autora, la
primera interpretación responde a los estereotipos de género. Con otra interpretación,
ni siquiera haría falta optar por uno u otro principio, justicia o «cuidado». Pues
atender a otro implica, en buena medida, respetar sus derechos. En consecuencia,
tampoco sería necesario separar tipos de normas morales, ni hablar de puntos de vista

215
incompatibles. ¿Qué son entonces? Según esta autora, se trata de dos tipos de
compromiso. ¿Cómo ignorar que las relaciones personales son im portantes en la
justicia? La responsabilidad también se ajusta a ciertas reglas morales. En opinión de
M.Friedman, carece de sentido el tópico de la separación o división del trabajo moral.
A modo de ejemplo, indica esta autora que en los test sobre el desarrollo moral
deberían aparecer personajes femeninos activos. En los trabajos sobre el desarrollo
moral, el «dilema de Heinz» es un clásico; sin embargo ¿por qué no hablar más bien
del «dilema de Heidi»?4I ¿Por qué no usar como test dilemas reales, con datos
contextuales?

-Visto desde este ángulo, el «cuidado» sería decisivo para alcanzar un orden
social más estable y cooperativo, tal como proponen A.Carse y H. Lindemann42. Su
tesis es que este principio no tendría que reflejar únicamente la experiencia de las
mujeres. Puesto que la cercanía, la dedicación a los demás, las virtudes asociadas a
los papeles femeninos mantienen la subordinación, en último término. Mientras las
relaciones se identifiquen tan sólo con los afectos y, sobre todo, con la actitud de la
madre hacia sus hijos, existirá, sin duda, el riesgo de explotación para quien adopte
actitudes generosas. En tal sentido, el «cuidado» se convertirá en algo destructivo
para los agentes más concienciados. La solución pasa por integrar las propias
necesidades - el «auto-cuidado»-, así el bienestar de otros no generará, a la larga,
dependencias ni pérdida de respeto. Según estas autoras, la clave no está en celebrar
las relaciones asimétricas como si fueran modélicas, sino en ir más allá de tales
situaciones para que no se produzcan abusos ni arbitrariedades. La alternativa sería,
entonces, una «justicia relacional»43, en la cual la preocupación y el apoyo a los
demás no merman el respeto hacia quien ponga afecto y dedicación en las relaciones
con los otros. En definitiva, la justicia - lo mismo podría aplicarse al principio de
autonomía, como hacen C. Mackenzie y N. Stoljar44 - viene a poner límites a una
modalidad demasiado expansiva, destructiva, del «cuidado».

2.2. EL COSTE DEL «CUIDADO»

La emergencia de otra voz moral sigue siendo considerada una novedad en la


Filosofía moral. A pesar de las décadas transcurridas desde la primera formulación
técnica, la de C.Gilligan. La lenta asimilación de las teorías feministas por parte de
las teorías estándar ha impedido apreciar los matices y la evolución de la misma Ética
del cuidado45. Esta ha empezado a ser bas tante visible a partir de la década de los
8046. Lo mismo cabe decir de la Bioética47 y de la Ética médica, poco abiertas, por
lo común, a lo que significa la perspectiva de género48. A pesar de esto, a pesar de
una recepción muy desigual, los comentarios sobre los riesgos de la versión
«femenina» -y no «feminista»49 - han terminado en una versión muy crítica hacia las
relaciones asimétricas. Y hacia las prácticas altruistas sin un límite claro. Porque
refuerzan las desventajas asociadas al género. A pesar de que comparten una
valoración idéntica de este problema, se distinguen claramente varias tendencias
dentro del pensamiento feminista. En torno al «cuidado» ha cristalizado, por ejemplo,
el «pensamiento maternal» de S. Ruddick50. Su propuesta enfatiza el estilo cognitivo,
ligado al enfoque de género. Reivindica la moralidad de los afectos, suponiendo que

216
éstos ofrecen recursos para oponerse a la violencia y a las guerras. Reivindica una
actitud de entrega, la fuerte vinculación con los demás, las responsabilidades que
surgen en la relación madre-hijo. Es más, las estrategias puestas en marcha dentro de
esta esfera privilegiada podrían ser un punto de partida para cambiar de manera
completa las relaciones. El acento estaría en las responsabilidades, y no en el poder.

-Lejos de esta versión51, lecturas más políticas del «cuidado» denuncian


abiertamente el peso que aún tienen las estructuras tradicionales y, por lo mismo, la
ambivalencia de las responsabilidades limitadas al entorno más cercano. Los
argumentos expuestos por J. Tronto52 van en esta dirección: no todo «cuidado» tiene
valor moral. Dependerá del objetivo, del contexto, del entorno inmediato. Tampoco
considera positivas las relaciones desiguales, ya que son un factor de dependencia y,
por otro lado, reducen la autonomía. Por eso, esta autora distingue entre el «cuidado»
que se orienta hacia algo o alguien en concreto (caring for) y, en otro sentido, el
«cuidado» que responde a un compromiso más general (caring about). Aunque la
línea divisoria suele ser borrosa, se puede apreciar no obstante que son positivas
aquellas responsabilidades que se extienden más allá del entorno familiar, los
allegados, los amigos, etc. Adquieren así una dimensión política. Ni las prácticas
atribuidas a las mujeres son automáticamente virtudes, ni todas las relaciones
merecen ser conservadas. Pensando, entre otras cosas, en el tiempo y el esfuerzo que
exigen. Sin olvidar que las personas que cuidan necesitan asimismo cuidados, tienen
intereses propios5 -. crítica parecida ha sido formulada por A. Jaggar54. Admite que
el «cuidado» es una orientación moral distinta a la justicia. Sin embargo, hay
necesidades que están justificadas y otras que, en cambio, carecen de verdadera
justificación moral. A veces ni siquiera se trata de necesidades, sino de simples
deseos. Según esto, en cada situación será preciso considerar todos los aspectos que
sean moralmente relevantes. No sólo la necesidad ajena. En conclusión, la justicia
puede ser el marco adecuado para desarrollar las relaciones de «cuidado».

-Penélope en el hogar. Pocas figuras ejemplifican mejor los valores de lo privado


y, al mismo tiempo, sus riesgos. Tal vez hoy resulta más difícil que antes la renuncia
a los propios proyectos. La imagen de Penélope en el hogar ya no es atractiva. En
opinión de 1. M.Young" existen suficientes motivos para cuestionar la visión
romántica del trabajo en el hogar y de las relaciones. En especial, el «cuidado» debe
ser analizado de nuevo. Si se tiene en cuenta la división del trabajo, la estructura de la
familia, las situaciones de dependencia y aspectos similares, la conclusión sería que
no puede considerarse como una virtud liberal. Entre otras razones, porque el
«cuidado» - así entendido - deja en un segundo plano la autonomía personal56. En
este caso, la neutralidad y, en general, el modelo liberal no dejan mucho espacio para
actitudes desprendidas. Tampoco se dan en el «cuidado» las condiciones para la
reciprocidad ni para el respeto moral. ¿Cómo evitar estos inconvenientes? Es obvio
que algunas relaciones no pueden ser simétricas, a veces resulta difícil adoptar el
punto de vista de los demás. Ante circunstancias de este tipo, 1. M.Young' propone
una alternativa, la «reciprocidad asimétrica». Responde a modo de comunicación que
no exige identificarse con otros, tampoco requiere imparcialidad. Contribuye más
bien a que las diferencias e intereses sean tenidas en cuenta, favoreciendo el

217
aprendizaje mutuo, la aceptación de perspectivas que son únicas, irremplazables.

-Si fuera viable que el «cuidado» - como principio con pretensiones universalistas
- formase parte de un marco moral más amplio, entonces dejaría de ser un problema
la compatibilidad con otros principios. Justicia y «cuidado» orientarían la acción, tal
como ha defendido V. Held5s. En opinión de esta autora, por un lado se encontraría
el marco general, definido por la justicia, la igualdad, las libertades, los derechos.
Además o junto a esto, estaría una red amplia de relaciones, en las cuales priman la
confianza y el «cuidado». Por tanto, serán necesarios ambos enfoques en la
moralidad. Incluso sería bastante positivo que las relaciones cercanas -V. Held
menciona a la familia - se organizaran alguna vez mediante el principio de justicia.
Con objeto de evitar abusos o violencia en la esfera privada. De la misma forma, el
«cuidado» aportaría a la esfera pública un genuino interés por el bienestar de los
ciudadanos. Con esta síntesis, no sólo se ganaría en responsabilidad social, sino que,
además, se convertirían en asunto político las intervenciones o programas de atención
a las necesidades educativas o sanitarias. Este último ejemplo resulta especialmente
oportuno pues, como V. Held recordaba también, la atención a los enfermos, a los
niños y ancianos sigue siendo en lo fundamental una actividad no remunerada. Lo
cual reforzaría su principal tesis, que el «cuidado» se debería universalizar5`9. Con
apoyo de las instituciones y del Estado. Pues se trata de un asunto de relevancia
cívica. Una cuestión de justicia.

3. LA JUSTICIA DEL CUIDADO

Las consideraciones teóricas sobre el deseable equilibrio entre los principios, así
como las tipologías del «cuidado», adquieren toda su relevancia práctica al entrar en
el ámbito de la salud. Así es, las cautelas sobre el uso convencional de este principio,
expresadas en varias ocasiones6' y desde varios ángulos, están más motivadas, si
cabe, en situaciones de enfermedad o de dependencia. Por decirlo en breve: el
«cuidado» resulta muy valioso en Medicina. Desde el lado de las políticas sanitarias,
la actividad no remunerada de las mujeres-cuidadoras resulta altamente interesante,
no cabe duda. Sólo que las condiciones para la realización de estas tareas han
cambiado de forma significativa en los últimos años. Al menos en determinados
países. No se trata únicamente de condiciones externas, que dificultan los cuidados no
profesionales, una vez que se ha producido la integración de las mujeres en el ámbito
profesional. Se trata principalmente de señalar un reparto muy poco equitativo de
esas tareas. Tareas que, por lo demás, siguen siendo necesarias. La pregunta es ¿quién
cuida? Las situaciones de mayor gravedad o vulnerabilidad demuestran que las
costumbres siguen pesando en las decisiones de los agentes, así como en el uso que
dan a su tiempo, en el grado de dedicación a otros. En su opción por el altruismo.

-Con la mirada de género, la mayoría de los cuidados y tratamientos médicos


adquieren otra perspectiva. Valga como ejemplo lo que esta sucediendo en algunos
países con los transplantes de órganos. Estos son casi la única solución para ciertos
casos graves. En los últimos años, por lo menos entre 1988 y el 2000, el desequilibrio
de género arrojaba resultados llamativos al respecto. Durante 1999, en Alemania,

218
entre los receptores de órganos había más varones, un 64 por 100. más de la mitad de
los donantes - el 58 por 100, según los datos analizados por N.Biller - Andorno61 -
eran, sin embargo, mujeres. Las donantes. Madres, hijas, esposas, hermanas,
dispuestas a ayudar a personas en situación de emergencia. Aún a riesgo de su propia
salud o de su vida. Estos hechos ejemplifican la forma en la que están organizadas las
relaciones. Todo tipo de relaciones. Demuestran que los estereotipos62 siguen
activos. Y, también muestran el precio de cuidado, entendido como sacrificio. La
perspectiva de género contribuye, por tanto, a llamar la atención sobre actitudes y
comportamientos solidarios, generosos. Y sobre los límites del «cuidado».

-Tal vez sea más clara la línea divisoria entre el compromiso con el bienestar de
otros y, por otro lado, aquellas expectativas de conducta solidaria o generosa, que
pesan fundamentalmente sobre las mujeres. La diferencia está entre el altruismo,
libremente asumido, y un altruismo obligatorio, por así decirlo. Es obvio que este
último carece de sentido, incluso desde el punto de vista conceptual. Es mas, en
interés de los propios agentes, tampoco parece aconsejable que las situaciones de
emergencia dependan de la buena voluntad de otros. Sólo de esto. La donación de
sangre es un buen ejemplo del enfoque apropiado, pues está regulada en la mayoría
de los países. Tal vez no lo suficiente, aunque sí responde a un tipo de «altruismo
impersonal» 63, cuyos beneficios se extienden más allá de las personas cercanas. Esto
significa que el interés por las necesidades ajenas no está vinculado a roles
convencionales ni a relaciones de proximidad. Sólo así será posible que la actitud
favorable64 hacia otros no esté ligada a lazos o rasgos particulares, sexo, etnia, edad,
etc.

-Por el momento, sí lo está, dificultando la extensión de la conducta altruista o,


cuanto menos, de la buena voluntad hacia personas enfermas o dependientes. Uno de
los propósitos de la Critica feminista ha sido el de alertar sobre los prejuicios sexistas
que aún gravitan sobre el ámbito de la Medicina. Por esta razón, hace falta otro
marco65 para analizar las nuevas dimensiones de la enfermedad, de la salud, de la
reproducción. Un marco teórico, un marco moral y político también. Sobre este
último aspecto, bastantes autoras66 han expresado sus reservas sobre el tratamiento
práctico de la diferencia en temas de salud. ¿Hasta que punto se han tenido en cuenta
los riesgos y molestias que padecen las mujeres en los tratamientos de reproducción
asistida? El argumento más frecuente es que la experiencia femenina67 apenas ha
contado en la práctica clínica y en la investigación. ¿Han tomado realmente en serio
la percepción femenina del cuerpoj68. De manera general, carencias e
incomprensiones no sólo afectan al modo de enfocar las técnicas de reproducción,
también al estilo de las relaciones medico-paciente69, a los programas de
investigación, a las instituciones sanitarias que aun siguen manteniendo un sesgo
paternalista70 y, con demasiada frecuencia, sexista.

Quién cuida? Es significativo, sin duda, que el modelo del «cuidado» apenas
tenga peso en el campo de la investigación. Lo cual parece un síntoma evidente de
que las prioridades siguen estando en el lado «androcéntrico» de la ciencia y, en
forma especial, de la Medicina. A pesar de que las tareas que favorecen la salud y el

219
bienestar, aunque no sean como otras terapias, presentan cada vez mayor interés.
Como sucede con los cuidados intensivos7l y con los cuidados paliativos. Pero hay
algo más allá de las críticas72 sobre la invisibilidad de la experiencia de las mujeres.
El enfoque de género es positivo puesto que mira lo relacionado con la salud con
«otras gafas», según la expresión de R. Tong73. ¿Qué significa? Para empezar, el
principio de «cuidado» introduce una perspectiva diferente en el ámbito moral.
Siempre y cuando no refuerce los papeles tradicionales74. Por eso, la crítica feminista
ha insistido en este aspecto, en la perspectiva «feminista» y no «femenina». Lo que,
en la práctica, significaría que «cuidado»75 no es, sin más, sacrificio de los propios
intereses en beneficio de los de los demás. El reto consiste, entonces, en tomar en
serio las necesidades de otros y, a la vez, reclamar una distribución más equitativa de
los cuidados. Desde el punto de vista teórico, es deseable el equilibrio entre los
principios - en este caso, entre justicia y «cuidado»-; desde el punto de vista practico,
es importante que el género ya no sea un criterio a la hora de atribuir
responsabilidades. Los cuidados informales han de ser repartidos de modo justo. En
cuanto a los cuidados profesionales, habrá que dedicar mayor atención -y más
recursos, no cabe duda - a las políticas sociales y sanitarias.

El cuidado de la salud es, en definitiva, uno de los ejemplos más claros de que lo
personal es político. Como han venido afirmando las teorías feministas76. Esto es, las
cuestiones que afectan a la esfera privada, a la existencia cotidiana, son asunto
también de la esfera pública. Por ello, el enfoque de género permite evaluar las
políticas públicas77. Las mujeres como pacientes78 evidencian las deficiencias del
modelo en el que se ha cimentado la Medicina tradicional, sobre todo en los temas de
salud sexual y reproductiva. Y las mujeres como cuidadoras desempeñan una función
apenas reconocida y apenas valorada. Ni siquiera desde el punto de vista económico.
Según esto, las políticas sanitarias79 resultan deficientes, incluso en zonas
desarrolladas como es la Unión Europea. Por esta razón, el hecho de que el «cuidado»
sea hoy más visible que antes no es suficiente80. Como principio, ensancha la
perspectiva moral, estimulando conductas altruistas y solidarias. Ahora bien, las
prácticas del cuidado reflejan aún la división tradicional de papeles. Con costes
altísimos para el desarrollo personal de las mujeres. En conclusión, es deseable el
equilibrio entre ambos principios, «cuidado» y justicia. Al mismo tiempo, hacen falta
cambios sustanciales en la atención sanitaria y en las políticas públicas.

CRISTINA MOLINA PETIT

220
Hoy apenas se oye hablar de «patriarcado»; no se habla de luchar contra un
«sistema patriarcal» o contra «actitudes patriarcales» - términos que ahora casi nos
parecen «carrozas» trasnochadas del ayer-. En el feminismo, hoy hacemos análisis de
los «sistemas de género», críticas a los «estereotipos de género»; y lo hacemos desde
«visiones de género» en los «estudios de género»; Se habla de prácticas
contragenéricas o transgenéricas para referirnos a ciertas acciones críticas al género...
(y, así, empiezan a brotar en los textos feministas extraños «palabros», neologismos
inverosímiles como «generizar» o «desgenerizar», «generizado», «transgenérico» que
resuenan en un contexto de ciencia ficción...).

¿Por qué esta versión de la teoría feminista en términos de género de manera que
parece desplazar al mismo concepto, no ya de «patriarcado» - cuyo análisis parece
que era el objeto de esa teoría y práctica del feminismo - sino al propio «feminismo»
(véanse, si no, los contenidos de los «estudios de género»)?

~A qué responde esta sustitución o usurpación de términos? ¿Se trata de un


aggiornamento necesario, una puesta al día por parte del feminismo? ¿Añade algo el
género al concepto de patriarcado; afina los análisis de la situación de las mujeres?
¿Corrige la teoría o la ilumina, quizá, en puntos ciegos? ¿Conviene, en fin, a la
práctica feminista? O, por el contrario, ¿confunde la teoría y más bien complica la
práctica?

Algunos de estos interrogantes marcarán las líneas de reflexión que pretendemos


seguir aquí. Y vamos a valorar o criticar las posturas en torno al gé nero, a la luz de
un criterio claro hacia los intereses feministas. Este criterio de valoración se
expresaría en lo que Celia Amorós denomina el «test de Fraser» en alusión a los
principios pragmatistas de Nancy Fraser. Fraser sostiene que es necesario que la
teoría visibilice y explique la situación de las mujeres (no de un grupo de mujeres) y
ofrezca estrategias razonables de emancipación.

Desde este punto de vista y con estos intereses, se abordarán los temas de
reflexión en torno a lo que género ha sido capaz de explicar y las prácticas de
emancipación que puede promover; y al mismo tiempo, se señalarán las
complicaciones y confusiones a que puede dar lugar el tomar el género como
explanans universal de la opresión de las mujeres.

De entrada, puede decirse que el término «género», se adopta muchas veces por

221
una conveniencia estratégica en estos tiempos de reacción y de ciertas actitudes
postfeministas: «género» es menos fuerte que «feminismo», asusta menos, no
despierta tantas suspicacias sobre el contenido ni sobre las «sujetas» de acción
(parece neutralizar a las salvajes de antaño, encerrándolas en los marcos educados de
la academia). El «género», así, puede ser asimilado tranquilamente, e incluso,
promovido, por instituciones que serían reacias a suscribir programas que se
anunciaran como feministas o antipatriarcales (por cierto, que a Celia Amorós no le
asustó cuando le puso nombre al Instituto de Investigaciones Feministas de la
Universidad Complutense de Madrid y quiso adjetivar las investigaciones que llevaba
a cabo de «feministas» y no «de género»).

Detengámonos un poco en el surgimiento y en los avatares del género que le


llevaron a su protagonismo casi absoluto en la teoría feminista.

1. EL GÉNERO COMO CATEGORÍA DE ANÁLISIS CRÍTICO

El género, en la teoría feminista, fue adoptado, en principio, como una categoría


analítica esencial para estudiar cualquiera de las ciencias humanas, categoría más
afinada que las de «clase» o «raza», que así enriquecería los análisis clásicos de las
ideologías implícitas en los textos. Todas las disciplinas podían enfocarse, ahora,
desde el punto de vista del género, lo que significaba someter sus discursos a un
análisis desde el quien habla (sujeto hombre o mujer) y del para quién habla, o para
qué se habla desde donde tomarían sentido los textos en cuestión y desde donde se
explicitarían muchos intereses de poder.

Así, los estudios de la mujer - de género - pretendían demostrar, no tanto la


presencia femenina olvidada en una historia escrita por hombres, sino ante todo, la
parcialidad de unos relatos en los que las relaciones de género no estaban
contempladas como relaciones de poder. El género, pues, fue considerado desde el
principio como «una categoría útil para el análisis histórico» (Scott, 1986).

El término «categoría analítica» viene de la filosofía de la ciencia y es una suerte


de herramienta heurística que puede realizar una función positiva y negativa en un
programa de investigación (Lakatos, 1970). En su función positiva, el género como
categoría analítica, identifica nuevos temas de interés, ofre ce unas nuevas claves de
entendimiento en un área de investigación determinada y provee un marco teórico
para dicha investigación (como en el caso de la historia de los oprimidos a la que la
clave de género aporta un eje importante de exploración y clarificación). La función
negativa del género como categoría analítica se resuelve en un poner en cuestión
ciertas construcciones que se asumen como «naturales», de modo que «el uso del
género, entonces (..) está íntimamente ligado con el desafilo a la actitud natural»
(Hawkesworth, 1 997).

La actitud natural ante el género (Garfinkel, 1967) implica una serie de creencias
como las siguientes: existen sólo dos géneros (masculino y femenino); el sexo
corporal-genital es el signo esencial del género; la dicotomía macho-hembra es

222
«natural»; todos los individuos pueden (y deben) ser clasificados como masculinos o
femeninos y cualquier desviación al respecto, puede ser calificada como juego o
como patología (Hawkesworth, 1997).

Las feministas van a poner en cuestión esta «actitud natural» ante el género,
analizando por separado las categorías de «género», «sexo» y «cuerpo», por el
procedimiento de situarlas en el contexto histórico de su aparición, en orden a
desvelar los supuestos epistemológicos y los intereses ideológicos en la construcción
de esas categorías y en la identificación de unas con otras.

A la crítica feminista le interesa enormemente enfatizar la distinción entre sexo-


género, biología-cultura (dicotomías que se enmarcan en el paradigma más amplio
del par naturaleza-cultura), por su empeño, siempre presente, de sacar a las mujeres
de la categoría de naturaleza para colocarlas en la cultura como seres sociales que
construyen también discursos. Así el género fue útil para mostrar el carácter
esencialmente construido de lo femenino como un producto de la cultura, que no
tiene nada de natural o necesario - que no tiene que ver con la biología del sexo-. El
concepto de género combatía el determinismo biológico y los esencialismos
acostumbrados cuando se hablaba de La Mujer, el eterno femenino, la naturaleza
femenina y conceptos parecidos, trasmitidos desde la escuela o la casa, idealizados
por el cine, normativizados por los discursos morales y literarios. Estas
conceptualizaciones de «lo femenino», eran contestadas desde el género que
explicaba cómo se habían construido, como se había mistificado la feminidad en sus
diversas (aunque limitadas) versiones. Por fin La Mujer, esa imagen tan opresiva para
casi todas las mujeres - a veces cercana a lo angélico, a veces «puerta del Infierno -
podía ser estudiada, no solo en la Historia, sino en las historias de su proceso de
invención. Parecía que se había dado con la clave precisa.

Desde su primera formulación por Gayle Rubin, («The Traffic in Women», 1975)
desde sus estudios antropológicos, que tuvieron a Lévi-Strauss como referente
polémico, se llamó «género» al producto de representaciones, espacios,
características, prácticas y expectativas que se asignan a los hombres y (sobre todo) a
las mujeres a partir de su diferencia sexual y como si fuera algo que derivara
naturalmente del hecho biológico-del sexo.

Los trabajos antropológicos enseñaron cómo todas las sociedades estaban


organizadas a partir de esta primaria división por género. Pero las antropólogas
feministas (con aquella «visión de género») constataban que en esta división, las
hembras del grupo, llevaban siempre la peor parte en esta división donde se les
asignan los espacios menos valorados socialmente, y no sólo en el sentido simbólico,
sino real y cotidiano. En cualquier grupo humano estudiado, ellas realizan los trabajos
peores considerados, no importa lo que quiera que hagan: ya sea criar niños o
encargarse del sustento ordinario; ya fuera vestir muñecas o acarrear pesados fardos,
como constataba M.Mead en los años 40. Hicieran lo que hicieran, en esta división de
trabajos por género, lo de ellos siempre estaría mejor considerado y más prestigiado.
Es decir, la cuestión de valoración se decidía no tanto por lo que se hiciera o con lo

223
que se colaborara a la vida comunal, sino por el quién lo hiciera. Todo lo que tuviera
que ver con las mujeres y lo femenino era considerado inferior, así como lo
masculino se definía por el prestigio, el valor asignado y el poder.

V Desde los estudios antropológicos, el género, entonces, se presentaba como una


estructura social jerárquica. Entonces ya no se trata solo de una herramienta de
análisis: es un sistema que prima lo masculino y con ello - o por ello - mantiene a los
varones en espacios de poder. Se ha ontologizado el género, por decirlo así.

Pero ¿qué añade esta concepción del género al patriarcado que se define,
precisamente, como la primacía que cualquier sociedad da a lo masculino y a los
varones? Convengo con Celia Amorós en que muy poco.

l Pero las partidarias del género ven una ventaja clara a la hora de deci- dirse por
el género, en la medida en que lo teorizan desde un marco constructivista-
antiesencialista; y es que así subrayan este carácter construido del género desde
condiciones históricas precisas, cosa que no está tan manifiesta en el concepto de
patriarcado, que a primera vista, parece que se tratara de un sistema universal,
transcultural, y ahistórico como si fuera una constante o una especie de trascendental
de la propia cultura (y en el peor de los casos, una condición de posibilidad del propio
proceso de aculturación).

Ahora bien, el feminismo no sólo está interesado en la vertiente antropológica y


social del género, en el modo en que se organizan las relaciones de poder entre lo
masculino y lo femenino, sino en el efecto que tiene este sisterna de organización
jerárquica en la práctica de las mujeres, en la construcción de su subjetividad, en
cómo las mujeres viven su identidad de género; es decir, el interés feminista se centra
también en el género como apropiación genérica, en analizar cómo las personas «se
generizan» (cómo los hombres y las mujeres se convierten en masculinas o
femeninas).

Si se considera así el género, como una apropiación de normativas (de lo que es


ser femenino o masculino), entonces ofrece otras ventajas, sobre el patriarcado, a la
hora de explicar cómo se aprende el género, cómo se transmite, cómo se socializa o
como se representan los roles genéricos. Porque en este caso, las explicaciones se van
a estructurar desde el género pensado ya, como una producción discursiva, un
discurso que dice algo y de alguna manera particular sobre lo que es y representa para
alguien ese ser definido como masculino o como femenino. El género en esta su
vertiente subjetiva, funciona como una narrativa que nos cuenta algo, que escribe una
suerte de «guión» para lo femenino, un historia escrita que nos encontramos, un texto,
un lenguaje, al fin. Desde aquí es capaz de explicar las identidades genéricas en la
apropiación de esa historia o texto o discurso que es el género; da cuenta de los roles
genéricos - que pueden corresponderse o no con las identidades de género-, permite
las resistencias individuales posibles hacia ese texto que es el género (en la forma de
resignificación o crítica). Y además, a través del género como texto o narración, se
instala la teoría feminista, por derecho propio, en el nuevo giro lingüístico de la

224
postmodernidad (que más que giro, ya es bucle).

En sus versiones subjetivas, el género ha dado un gran rendimiento explicativo


pero también ha complicado y confundido.

En general, podemos decir que a la entusiasta acogida que tuvo el género en la


teoría feminista de los 80, como si fuera la respuesta a la situación de las mujeres, el
explanan universal de su opresión, se ha seguido una creciente desilusión que
manifiestan muchas teóricas feministas respecto a la utilidad del género. Hasta los
títulos de escritos recientes revelan esta situación que Bordo calificaba como
«escepticismo del género» (Bordo, 1993). Véanse, por ejemplo «Géneros y Malestar»
(Flax, 1990); «Conflictos de Género» (Butler, 1990), «Confundiendo el Género»
(Hawskesworth, 1997).

Y es que pronto, empiezan a descubrirse y problematizarse, por parte de las


teóricas, muchos supuestos ocultos en la misma noción de «género»; en primer lugar,
la misma oposición binaria entre sexo y género que fundamentaba el carácter cultural
del género frente al natural - biológico - del sexo. Porque ¿hasta qué punto podía
afirmarse que el cuerpo es sólo fisis sin significados culturales escritos? Y ¿no está el
sexo y la sexualidad también construida, dirigida y en cierta manera «generizada?
¿Puede considerarse el género como una relación de poder o más bien como los
efectos en nosotras de una normativa para nuestra identidad subjetiva? ¿Cómo opera
el género? ¿Se trata de un producto de la socialización o de la atribución? El género
¿será sólo un efecto del lenguaje o un modo de percepción?

Como punto de partida, el género se construía sobre el «sexo» que era el dato
biológico y cromosómico. Pero «sexo» también puede significar sexualidad o
prácticas sexuales. Muchas feministas están de acuerdo en que existen importantes
diferencias conceptuales entre sexualidad como conducta erótica; identidad sexual
definida por la elección del objeto de deseo (heterosexual, bisexual, homosexual...);
identidad genérica como el sentimiento psicológico que tiene uno mismo como
«hombre» o «mujer»; rol (o papel) sexual como una serie de prescripciones culturales
y de expectativas acerca de lo que es apropiado para un hombre y una mujer e
identidad de rol genérico que indica el punto en que una persona está de acuerdo y
participa en los sentimientos y comportamientos que, culturalmente, se han
normativizado como género. Usar el género como categoría analítica significa
establecer estas distinciones conceptuales y después preguntarse de qué modo se
relacionan unas con otras (Hawkesworth, 1997).

De lo que no cabe duda, es de la importancia del género en su dimensión de


categoría de análisis, que aporta esa «visión de género» capaz de descubrir, en
cualquier disciplina unos «subtextos genéricos» que decía Fraser, ese leer entre
líneas, esa sospecha de que los textos u opiniones o representa ciones que, a primera
vista, parecen neutros, tienen significación muy distinta si se refieren a hombres que a
mujeres (como la guerra, o la pobreza, o lo sexy...) como el propio lenguaje. Ese
entrenamiento en la visión de género, es, precisamente la actitud que caracteriza, de

225
entrada, a una feminista y el primer ingrediente en la construcción de un sujeto
feminista.

2. GÉNERO Y PATRIARCADO

Más allá de esta visión de género, de esta consideración del género como una
categoría de análisis, que defendemos como la indispensable actitud crítica feminista,
he señalado dos versiones del género, dos maneras de pensar el género en la teoría
feminista: la una que considero coextensiva al patriarcado insiste en el poder; la otra,
se centra en la representación del género, en su vertiente de apropiación de esos
papeles sexuales que son las normas genéricas.

Insisto en que esta primera versión, al modo de Gayle Rubin, no añade nada al
concepto de patriarcado. En efecto, si el género es un sistema que organiza las
sociedades en jerarquías donde prima lo masculino porque son los hombres los que
detentan el poder, estamos hablando de lo que siempre se ha entendido por
patriarcado. Decíamos que el género le añadía este carácter histórico en la medida en
que centraba en las condiciones de su construcción. Ahora bien, es cierto que en sus
enunciados primeros, el patriarcado aparecería como un fenómeno universal y
ahistórico como se desprendería de las definiciones más clásicas (donde se declara
llanamente que «todas las sociedades son y han sido patriarcales») pero en sus
formulaciones más modernas, se insiste en el carácter histórico del patriarcado con
sus modulaciones en interacción con otros sistemas (por ejemplo, con el capitalismo
o/y la Iglesia...).

1 La lucha feminista, entre las partidarias de esta concepción del género que
llamaré «fuerte», sería como la lucha contra el patriarcado, es decir una lucha
necesaria contra un sistema de poder jerárquico de lo masculino: lo que se busca es
destruir la jerarquía, las relaciones de poder y, consiguientemente, el género. El fin
perseguido sería un fin ético en la igualdad que dibujaría una sociedad de individuos
sin adscripciones genéricas, seres en los que no se produzca la «marca» de género.
Los referentes serían individualizados. Es el ideal de un feminismo nominalista como
el que propone Celia Amorós (Amorós, 1985, 1997, 2000). Para ello se necesita un
sujeto-agente «verosímil» en su capacidad crítica para desmarcarse de sus identidades
genéricas adscriptivas y capaz de articular estrategias de lucha contra el sistema
exterior; un sujeto que pueda construirse como un colectivo, al menos
estratégicamente, en vistas a las necesidades de lucha del momento.

Y cómo se articularía la necesaria lucha feminista desde la versión subjetiva del


género que lo entienden como un producto discursivo, desde su carácter de
representación, de guión escrito del que nadie puede eximirse? ¿Qué formas y lugares
de acción son posibles contra este poderoso y omni presente aparato de designación
que es el género? ¿Qué subjetividad femenina posibilita, si ésta habría de hacerse
contra el mismo género que la constituye y, al tiempo, la oprime? ¿Qué tipo de
estrategias contra el género se promueven con tan escaso margen?

226
3. EL GÉNERO EN DECONSTRUCCIÓN

Detengámonos, en el caso de Judith Butler que es paradigmático, al respecto. Para


Butler, el género no es una relación de poder que organice sistemas jerárquicos, ni
una atribución que las personas puedan hacerse como identidad, sino «un marco
regulativo»(o normativo) discursivamente producido que sujeta (y obliga) a
actuaciones repetidas, de modo que produce la apariencia de una necesidad natural
(Butler, 1990: 33). El género, pues, es constituido por las mismas actuaciones
genéricas (se actúa según lo que se considere adecuado con «lo femenino» o «lo
masculino»), no tiene una sustancia más allá de las propias actuaciones o
representaciones (performances) repetidas.

Desde un entendimiento foucaultiano y desde marcos postmodernos, para Butler


no hay realidad ontológica alguna previa al discurso - a la narración, al texto, a la
forma en que se cuentan las cosas - en la medida en que todo se vierte y se media por
el lenguaje. Lo pertinente en los discursos no es preguntarse por la intención del que
habla sino descubrir las prohibiciones que regulan esos discursos determinando quién
puede hablar y con qué condiciones. Así, el género no tiene ningún estatuto
ontológico aparte de los actos que lo constituyen desde las prohibiciones, y las
exclusiones que definen el marco regulativo (las normativas) discursivamente
producidas. No puede nadie situarse fuera del género, desde los presupuestos de
Butler porque no puede haber ningún sujeto no constituido desde las prácticas de
género.

¿Cómo puede, pues, articularse una lucha contra el género desde estos
presupuestos? La respuesta la encuentra Butler en las estrategias derrideanas de la de-
construcción y en la noción postmoderna de «parodia», ilustrada con las prácticas
transgenéricas y transexuales en auge.

Las estrategias de de-construcción implican la operación previa de la


construcción, metáforas arquitectónicas ambas a las que se acude para referirse a «lo
cultural» contingente y producido frente al factum de «lo natural» necesario. Se trata,
en los dos casos, de operaciones analíticas pero de-construir es algo más que analizar
pues el análisis descompone los elementos de un todo para luego reconstruir ese todo,
mientras que de-construir es más bien desbaratar, desmantelar, no en orden a
reconstruir el original - una vez examinado - sino para poner las piezas desplazadas
dentro del sistema con el fin de dislocar su orden, alterar su arquitectura, subvertir, en
fin, su jerarquía.

De E Jameson, teórico de la Arquitectura, que estudia el pastiche como estilo


arquitectónico del tardo-capitalismo, toma Butler sugerencias para definir la
«parodia» como modo de subversión posible contra las normas genéricas. Para
Jameson, la desaparición de los grandes maestros de la arqui tectura moderna que
imponían un lenguaje y un estilo, da paso a una hetererogeneidad de estilos sin
normas fijas donde el propio lenguaje es sustituido por el pastiche, imitación de
estilos (antaño) peculiares, máscaras lingüísticas, palabras pronunciadas en lenguajes

227
ya muertos. Para Jameson, el pastiche sería una parodia sin impulso satírico porque
su interés no es la mofa (ya que sabe que detrás de la imitación no hay nada). Butler
aprovecha el contenido conceptual de pastiche como «imitación sin original» y se lo
asigna al de «parodia» con el fin de asumir, también, su dimensión irónica para las
representaciones (performances) de género.

Así, si para Butler el género es producido discursivamente desde prácticas de


exclusión, «lo femenino» por ejemplo, significa, fundamentalmente, que no se puede
o debe hacer - o ser - X, restrictiva). Entonces, aquí, la lucha feminista (que es) contra
el género se articula, entonces, como inclusión, de todos los discursos posibles sobre
el sexo y el género. Prácticas culturales donde se entrecrucen las normativas de sexo,
género, identidad sexual, roles sexuales, etc., serán subversivas respecto al género en
la medida en que lo muestran en su auténtica cara como «ficción reguladora», detrás
de la cual no hay ninguna realidad estable sino el poder masculino y la ideología de la
heterosexualidad obligatoria (Butler, 1990: 141).

Si detrás del género no hay nada ni existe algo así como una identidad genérica, la
proliferación de géneros, las prácticas de entrecruzamientos entre género, sexo, roles
sexuales y demás «ficciones» serán representaciones sin original, parodias estilísticas
que se burlan de la propia noción de «original» y que tendrán como objetivo
desestabilizar el género, confundir su binarismo, desplazar sus normativas y exponer
su fundamental «innaturalidad» (unnaturalness) (Butler, 1990: 149).

Se busca, entonces, romper la normativa para lograr la inclusión a través de


microprácticas que traspasen las fronteras de lo permitido en cada género. Se rompen
las adscripciones de género por confusión entre sexo, género, roles sexuales, roles
genéricos, etc. Como en un juego de espejos paralelos. Como la magnífica aparición
de Rita Hayworth en La Dama de Shangai. ¿A quién va a disparar el ofendido marido
si los espejos multiplican hasta el infinito la imagen de la malvada dama?

El fin buscado aquí no sería tanto la supresión de los géneros - como en la que he
llamado «versión fuerte»-, sino la destrucción del binarismo excluyente, la
desestabilización de las categorías genéricas, la igualdad de valor para cada género,
para cada sexo, para cada máscara, para cada juego. No se quiere romper el juego,
sino que ese juego no sea «the only game on the city» como diría el vaquero del
poblado del Oeste al forastero que se asoma al saloon. Lo que avisa el vaquero es el
monopolio del grupo dominante de los forajidos: hay que pasar por el aro, por el
único aro, por el único juego. En cambio, la consigna liberadora sería «juguemos
todos y dejadnos jugar en paz»; en ningún caso se pretendería romper el juego, como
no se podría romper el género que nos constituye al tiempo de subjetivarnos.

Cuando se piensa, como aquí, que no se tiene salida (del marco genérico), porque
hasta el mismo sujeto es constituido, es hablado por el género, se tiene que acudir a
un guiño: en vez de desmantelar se ponen espejos. Se desplaza lo real, como en la
estética postmoderna, por el simulacro. Las metáforas estéticas y lúdicas encuentran
aquí su asiento: el juego, el teatro, la máscara, el carnaval. Estas metáforas expresan

228
el horizonte emancipatorio de estas estrategias de inclusión en todos los espacios, el
diseño de la identidad según el deseo autónomo de cada cual para apuntarse o
representar cualquier papel.

El entendimiento de Butler da un gran rendimiento teórico a la hora de explicar la


identidad genérica, pero no las relaciones de poder. Y es que quizá, el poder genérico
interese menos a nuestra autora porque la fundamental opresión que quiere combatir,
está en el eje del sexo, de la identidad sexual y de las prácticas de sexo. Sus
estrategias se centran en microprácticas de poder al estilo foucaultiano.

Butler habla para las que ya tienen poder como ella. Se dirige, sin duda a una élite
de mujeres con cierta autoridad, para quienes sus contraprácticas de género puedan
ser posibles (y no las maten por ello, por supuesto) y sean capaces de sentar
precedentes. Mujeres que ya tengan cierto poder para imponer otras imágenes de La
Mujer como se impone una moda que, aunque sea para llevar harapos, sólo la pueden
dictar las modelos, o las poderosas, en ningún caso las mendigas. Como María
Antonieta cuando se disfrazaba de pastorcilla en los jardines de Versalles y llegó a
imponer una moda pastoril, cosa que no pudieron hacer, evidentemente, las
verdaderas pastoras.

Así, las imágenes o discursos de disidencia sobre lo que sea lo femenino, se


aceptan o imponen cuando se puede, no sólo cuando se quiere, cuando se está en
cierta posición de poder. De otro modo, no pasaría de ser un ejercicio de
voluntarismo tan narcisista como inútil.

Butler habla, entonces, para las que ya pueden «jugar en paz» de modo que sus
propuestas no podrían ser tomadas en cuenta, ni resultar emancipadoras para la
mayoría de las mujeres sino para ciertos grupos de élite.

4. TRANSGRESIÓN VERSUS VINDICACIÓN

Es importante entender las distintas estrategias de lucha contra el género a la luz


de las posiciones y los intereses de quienes están hablando en los discursos
feministas. Así, mientras que el horizonte normativo de Celia Amorós, por ejemplo,
desde un entendimiento del género que hemos llamado «fuerte», sería la justicia por
medio de la igualdad, el de Butler - si pudiera hablarse de normativa - sería la
libertada través de las deconstrucciones del deseo. Por eso promueve la transgresión
mientras que Celia Amorós es partidaria de la vindicación. La una habla en clave
estética, la otra en clave ética.

El referente polémico de Celia Ámorós - a lo que está contestando, a lo que está


haciendo frente - sería la falsa igualdad sustitutoria, el solapamiento tramposo de la
humanidad con lo masculino y la injusticia que ello conlleva. El referente de Butler,
contra lo que ella quiere alzarse, son las constricciones que marcan el actuar de las
mujeres, los roles femeninos de género orientados a la vicariedad de un «ser para
otros» a partir de la ideología de la heterosexualidad obligatoria.

229
En su propuesta de proliferación de géneros, Butler no puede marcar un criterio
normativo de cuál sea la mejor máscara, porque el «bien» estaría ya en la propia
proliferación donde no actuara un poder constrictor ni normativo. «Déjennos jugar en
paz a cualquier juego» podría ser la consigna. Pero todos los juegos serían igual de
válidos. Todas las resignificaciones valdrían lo mismo. El caso es jugar muchos
juegos, representar diversos papeles con distintas máscaras; o re-significar en
distintas versiones los mismos discursos.

¿Cómo conciliar esta visión con la vocación ética y crítica del feminismo?

Quizá Butler busque, en principio y al menos, «igualar por abajo». Multiplicar las
opciones, llenar el mercado (como en la huelga «a la japonesa»). Quizá busque el
devaluar todas las máscaras al mismo nivel que las ya devaluadas para dar cabida a
todas las identidades, los roles y las prácticas genéricas. Después ya se verá quién y
qué máscara hace su «campaña electoral» para darse más valor.

Pero ¿quiénes - qué máscaras - podrán hacerse valer? ¿Quién gana, al fin las
campañas? ¿No es quien tenga más dinero o más recursos o más poder?

Butler obvia el poder y si es cierto que esta interpretación del género en términos
de su producción discursiva arroja un rendimiento importante a la hora de dar cuenta
de la identidad sexual y del deseo subjetivo no puede explicar los efectos del género
en las instituciones políticas, sociales o económicas. Las principales críticas a Butler
se articulan en esta línea (Fraser, 1995; Hawkesworth, 1997). En efecto, el grave
olvido, de estas versiones sería el olvido del poder, de la base material del género,
podríamos decir.

Olvido del poder, es olvidarse de que habla o resignifica quien puede, no quien
quiere. Este sujeto capaz de construir su identidad por apropiación de cualquier texto
sobre género, excluye a las que no tienen poder para resignificarse y que su
resignificación signifique algo. Y propicia, frente a la necesaria revolución de
siempre, contraprácticas individuales de resistencia o de protesta y, a lo más,
revoluciones interiores, o resistencias individuales, que aún representando un
esfuerzo loable en la línea de perfeccionarse cada una a sí misma por la vía de
descolocarse o desidentificarse de los lugares y normas genéricas, no cuestionan el
poder que hay detrás y que hace posible esa situación general para todas las mujeres.
Sin poder, no se cambian las imágenes opresivas de La Mujer para todas las mujeres.
Al igual que sin poder, las pastorcillas no impusieron la moda pastoril, ni los pobres
hicieron «arte povera», ni los incultos impulsaron la contracultura.

Si el olvido del poder que hay detrás del género, es el principal pecado que
cometen estas versiones discursivas, las versiones que hemos llamado «fuertes»,
suelen cometer otro olvido que es el olvido del cuerpo, del sexo como sexualidad y
del deseo.

El género, considerado como un sistema de poder, en efecto, resume la historia de

230
la opresión de las mujeres en el eje de la diferencia hombre-mujer, el eje de una
diferencia sexual, donde las mujeres serán objetos (de in tercambio, o de valor) Pero
las mujeres son objetos de intercambio porque han sido primero objetos de deseo. Lo
femenino se definirá desde el poder de lo masculino, ante todo, como lo sexualmente
apetecible y lo sexualmente disponible. No se puede obviar que las características de
«lo femenino» (como lo pasivo, y lo receptor) derivan de la metáfora maestra del acto
sexual coital y de la metáfora maternal («lo femenino» como el cuidado y lo
nutriente) y que ambos, evidentemente, presuponen la heterosexualidad.

El análisis feminista se había fundado desde la consideración de las relaciones


entre los sexos como «política sexual», es decir, como unas relaciones de poder
claramente jerárquicas. Se definieron así, unas relaciones de sentido único entre
opresor y oprimida y se dio menos importancia a las ideologías y complicidades en la
otra dirección. Se obviaba también el deseo que generaba el género, el deseo de ellos
que generaba, a fin de cuentas, «lo femenino». El género, por tanto, como sistema
organizado de poder de lo masculino, tenía una matriz de heterosexualidad (como es
la tesis de Rubin, Me Kinnon, Butler y Lauretis, entre otras). Para estas y otras
autoras, el feminismo ha sido reacio a un tratamiento de la sexualidad que pusiera en
cuestión esta «heterosexualidad obligatoria» (Rich).

La contestación, por tanto, había de producirse desde las feministas lesbianas


quienes decían situarse fuera de la economía heterosexual y cuya particular situación
de opresión, no se daba tanto en el eje del género, cuanto en la sexualidad. Desde
aquí se va a considerar el sexo como otro vector de opresión. Otro sistema jerárquico.

Gayle Rubin, en un artículo de 1984, Reflexionando sobre el Sexo («Thinking


Sex»), posterior a su clásico e influyente estudio antropológico, trata de construir una
teoría política del sexo donde «se identifique, se describa, se explique y se denuncie
la injusticia erótica y la opresión sexual» (Rubin, 1989: 130). Su denuncia parte del
hecho de que muchas conductas sexuales - que no agreden a nadie, porque están
definidas desde el consensoson reprimidas e incluso, perseguidas en nombre de
ciertos principios (religiosos, psiquiátricos, médicos, morales...) que se presentan
como indiscutibles. Rubin asume que la sexualidad es construida en la sociedad y en
la historia y no biológicamente determinada y, así, puede asumir formas variadas. Lo
que llama la atención en la construcción de la sexualidad es la carga de significación
que se le da al sexo en nuestra cultura: las diferencias en los comportamientos
sexuales son experimentadas, a veces, como «un desafío cósmico» - dice Rubin-. Y
es que las sociedades occidentales modernas toman las actividades sexuales de
acuerdo a un sistema de valores sociales. El sexo «está organizado en sistemas de
poder que premia y promueve algunas actividades e individuos mientras castiga y
suprime otros» (Rubin, 1989: 187). En la cúspide de este sistema jerárquico que
describe Rubin, está la sexualidad marital reproductiva monógama que es el
comportamiento más valorado y el considerado más normal, sano e incluso «santo».
Bajando en la escala de valoración, estarán las parejas heterosexuales no casadas; más
abajo, los heterosexuales promiscuos; gays y lesbianas ocuparán puestos más bajos en
la escala de consideración y valoración social en una sexualidad ya tachada de mala,

231
perversa, anormal y pecaminosa para concluir con los que Rubin llama «trabajadores
del sexo» (prostitutas, travestis...) situados en el lugar inferior de este sistema.

Este sistema jerárquico es coercitivo - no sólo en el sentido moral, apoyando una


ideología del «buen sexo» desde la religión, la psiquiatría y los media - sino
refrendando la peligrosidad de ciertos comportamientos por leyes civiles y
criminalizando ciertas conductas inocuas al representarlas como amenazantes para la
salud pública, para la familia y para la misma civilización. De este modo, la libre
elección de la sexualidad se convierte en un problema y, a veces, en una cuestión de
heroicidad o de una decisión de automarginación.

Para Rubin, la sexualidad es un vector de opresión específico que cruza otros


sistemas de desigualdad social, como la clase, la raza, o el género. Es cierto que la
clase, la raza y el género más valorado - varón, rico, de raza blanca - mitiga los
efectos de una estratificación sexual (este gay estará más valorado y menos
criminalizado que una mujer, pobre, negra y lesbiana) pero Rubin afirma que son
sistemas distintos porque está empeñada en construir una teoría específica de la
opresión sexual.

Muchas feministas lesbianas denuncian que el feminismo, que no duda en


deconstruir el género, no pone en cuestión el sexo-sexualidad. Piensan que no se
atreven a deconstruir el deseo en la medida en que si se acepta que es dirigido o
construido en la heterosexualidad como norma, no van a poder eximir de
responsabilidad a sus compañeros, en la opresión y en los beneficios que les reporta.
Así podrán hablar de género como poder de ellos sobre ellas, pero no se cuestionan el
poder a través de la construcción y constricción del deseo sexual. De este modo, sólo
una crítica al sexo-sexualidad, pondría de manifiesto cómo la imagen de La Mujer se
construye en relación al deseo de ellos. Las feministas lesbianas sostienen que no se
podría deconstruir esta imagen, esta representación, sin apelación a un sujeto fuera de
la economía heterosexual, el cual, justamente, no se definiera en relación al deseo
masculino.

Quizá por todo ello y por cierta incomprensión por parte del feminismo hacia los
planteamientos radicales de estas militantes, muchas lesbianas se separan del
movimiento feminista para entrar a formar parte de un movimiento gay que apoya
una subjetividad queer.

Lo queer - lo raro - reivindica una diferencia no normativa, reivindica esa


diferencia en la identidad y las práctica sexuales que está socialmente estigmatizada.
Trata de resignificar la conducta desviada - lo desviado de las normas heterosexuales-
, adscribiéndole a esta resignificación un valor, fundamentalmente, el valor de la
osadía para contestar los modos y maneras dominantes, el cara a cara, por medio de la
provocación; y lo hacen desde una actitud lúdica (que no esconde una lucha digna
contra la homofobia).

Queer es un término sexual, no genérico. Se supone que pretende destruir el

232
mismo binarismo de los géneros y hasta la idea de que pueda haber grupos de
intereses como el género: lo queer insiste en lo individual en esa particular
apropiación paródica de cualquier rol o identidad sexual, lo que diseña subjetividades
infinitamente variadas e indeterminadas.

Hay pues, una clara diferencia de estilo, de tácticas, además de ideología con las
teorías y versiones del género.

Con esta política orientada siempre como una contra-normativa, la acción de las
mujeres en el movimiento queer, se une al de los varones gay, como si no hubiera
diferencias; Pero, de hecho, son ellos quienes suelen ostentar el poder y marcar los
modelos. La Drag Queen, en efecto, ha sido la metáfora y la imagen queer por
excelencia y no olvidemos que la Drag es un hombre que representa un papel de
mujer, que puede tener una decidida identidad femenina, incluso un rol sexual
femenino, pero que siempre será más «femenino» que cualquier mujer (como
siempre, en caso de valorarse «lo femenino», automáticamente, se excluye a las
mujeres. Díganme si eso no es poder).

Lo queer es teorizado como si estuviera más allá del género, en una suerte de
trascendencia que deconstruye los límites de cada género y las oposiciones hombre-
mujer; Y así vuelven a olvidar el poder y la situación contrafáctica de que, por mucho
que representen, no son tratados iguales ellos que ellas y que en el movimiento queer
los hombres gay representan la mayoría, el modelo y el poder.

Algunas interesadas en principio en el movimiento queer, lo han detectado y han


temido por la disolución de una identidad lesbiana en un genérico queer, que solapa
en lo neutro la identidad gay masculina. Y la solución que proponen entonces, es una
vuelta al género, a un concepto de género, si bien ampliado, expandido y complicado,
ya no solo con los cruces de clase o raza, sino con la sexualidad.

Se va perfilando entonces una subjetividad femenina, anclada en otros ejes


además del género y además de la clase (que habían teorizado las socialistas) y la raza
(que añadían las feministas de color). El sexo como sexualidad y deseo se convierte
en otro eje de subjetivización.

5. AFUERA DEL GÉNERO?

El sujeto feminista definido, en principio, desde la oposición y la lucha contra el


género dobla ahora el sentido de aquella hetero-designación que caracterizaba al
género: la hetero-designación se va a referir a la designación ajena en las
adscripciones y normativas genéricas que hablan de «lo femenino» de las que hay que
desidentificarse para ser auténticos sujetos; pero también es designación hetero (-
sexista) que predefine el deseo de las mujeres, según el deseo de ellos.

Contra el género, entonces, como poder de asignar los espacios de las mujeres, se
va delineando un sujeto con suficiente distancia crítica para revisar los discursos

233
sobre «lo femenino», para ejercer la protesta o la disidencia; un sujeto que, aunque
determinado por los discursos y normativas de género, pueda resistirlas y tenga
capacidad para resignificarlas y suficiente poder para oponer contraprácticas a las
normativas de género, a los deseos hetero-dirigidos. Pero para ello es necesario
aliarse con el género como categoría de análisis crítico, que nos permite esta visión
(circunstancia que olvida lo queer).

Desde el feminismo, se nos ofrece la posibilidad de construir esa subjetividad


femenina, contra el género pero sin obviar nuestro saber situado, sabiendo que nos
encontramos con un material ya generizado, que hemos adquirido nuestra experiencia
de vida desde el género, desde unos textos normativos sobre lo que debe ser «lo
femenino» y el deseo que deben tener las mujeres. Este actuar contra el género, lo
protagoniza, entonces, un sujeto que sigue estando dentro del género. De este modo,
estaríamos dentro y fuera del género, en una situación de «sujeto excéntrico»
(Lauretis, 1999), que ocuparía ese espacio fuera del encuadre de la escena (será por
ello lo ob-sceno?), ese «space off» del fotograma; un sujeto que se constituye a los
márgenes del discurso, que se encuentra en los discursos no contados sobre «lo
femenino».

Así, el sujeto feminista se va a ir caracterizando a través de las metáforas de un


«afuera» como el sujeto nómada (Braidotti, 2000) que pone acento en la acción y que
se constituye como lo otro de lo que la han nombrado-, a través de muchos ejes en los
que se va identificando-desidentificando en su experiencia de vida

El «sujeto excéntrico», es un afuera también; afuera del centro del género, en los
resquicios de resistencia al género, lo cual significa que, siendo mujer, se pueda
criticar y oponerse a La Mujer y sus representaciones y pueda ese sujeto, en última
instancia, interrogarse sobre sus complicidades y querencias con la ideología de «lo
femenino». La situación en un afuera es necesaria también para que un sujeto pueda
cuestionarse su deseo, el deseo de las mujeres por si fuera construido desde intereses
ajenos a ellas. Porque el deseo sea quizá lo que al fin, genere las narraciones - como
diría Lauretis - sobre lo que sea lo masculino y lo femenino, sobre las historias y los
textos de la feminidad.

Contra el género, pues, pero no desde un imposible «afuera» del todo, como si
tuviéramos un milagroso punto de Arquímedes para remover este uni-verso del
género. Un afuera-dentro en esos espacios - resquicios que permiten la protesta, la
disidencia, la contra-práctica.

Alejadas del centro, estas sujetas excéntricas, pierden «su casa» (como dice
Lauretis), es decir, pierden las referencias seguras y «políticamente correctas» que les
marcaría el género y que le señala el deseo adecuado. Fuera de la casa, el sujeto
feminista excéntrico, sabe que no hay otra casa tan segura como la del amo, que se ha
«salido del plato» que va a ser nómada - arrojado fuera de las puertas de la ciudad-;
que no es que cambie de sitio ni de grupo, sino que va a ser considerado ob-sceno
(abyecto?) porque se sitúa fuera de la escena prevista por el guión escrito del género,

234
donde se genera el deseo permitido por el guión. Pero estas des-identificaciones, este
alejamiento del centro, esta crítica a las mismas complicidades e ideologías que nos
sujetaban al género, solo pueden hacerse desde esa visión de género, es decir, con el
género.

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TERESA LÓPEZ PARDINA

236
1. LA FILOSOFÍA EXISTENCIALISTA ES UNA FILOSOFÍA ADECUADA
PARA EL FEMINISMO

A pesar de que algunas filósofas feministas como Michéle LeDoeuff han puesto
en cuestión las posibilidades de la filosofía existencialista para vehicular las
reivindicaciones del feminismo, mi postura se suma a la de quienes, como Celia
Amorós y Ofelia Schutte, han afirmado lo contrario.

Creo, en efecto, que el existencialismo es una filosofía muy propicia al


feminismo, en primer lugar porque, siendo una filosofía del sujeto, posibilita una
reivindicación como la feminista, que se hace desde el sujeto. El feminismo era en
1949 - año en que Beauvoir publica El segundo sexo - y es hoy una reivindicación de
igualdad por parte de las mujeres; reivindicación de igualdad en dignidad, libertad y
derechos que hay que hacer también desde el sujeto. La otra vertiente del feminismo -
como bien vio Simone de Beauvoir - es la de la lucha colectiva, complemento
imprescindible para hacernos visibles y efectivas en la vida social.

En segundo término, porque además de ser una filosofía del sujeto, es una
filosofía que concibe al sujeto como libertad y trascendencia. Si fuera una filosofía
del «interior» del individuo, cuya problemática se planteara y se dirimiese en el
mundo interior de cada cual, como el estoicismo, o una filosofía cuya problemática se
centrara sólo en cuestiones epistemológicas y de lenguaje, como la filosofía analítica,
no sería una filosofía adecuada. Porque el feminismo, como pensamiento filosófico y
social que es, reclama una transformación de la mujer como individuo en una
individua libre y autónoma, y de las mujeres, como grupo social, en un grupo con los
mismos derechos que el resto de los humanos, esto es, con los mismos derechos que
los varones. Y esta proyección al exterior no la tienen todas las filosofías, no la tienen
las filosofías sin repercusión o proyección en la acción.

El existencialismo es una filosofía de la acción, del ser humano como ser-en-el-


mundo - como había dicho Heidegger - y como proyecto de ser. Si somos proyectos
de ser, tendremos que realizar nuestros proyectos. Y ser proyecto de ser implica,
además, libertad. Implica ser libre de realizar los proyectos que proyectamos.

En el existencialismo de Sartre y de Beauvoir - en este punto coinciden - si no se


realizan nuestros proyectos, nos degradamos como seres, porque somos seres
trascendentes, seres cuyo hacerse su ser, cuyo realizar sus proyectos, consiste en
superar lo que se es, en trascenderse. Los humanos somos - en la ontología sartreana
que Beauvoir adopta - seres parasí, seres atravesados por la nada, seres cuya textura

237
está mordida por la nada, por la libertad de hacernos como queramos ser; pero una
libertad que no podemos soslayar; tenemos continuamente que hacernos ser y que
elegir nuestro ser.

V Según la ontología existencial sartreana, que Beauvoir hace suya, los dos tipos
de seres existentes son el ser en sí que corresponde a las cosas (y a los animales), un
tipo de ser que se caracteriza por su opacidad, su acabamiento, su estar cerrado sobre
sí mismo, su carencia de libertad; y el ser para sí, que corresponde a los seres
humanos, un tipo de ser caracterizado por su estar atravesado por la nada, «mordido»
por la nada - como Sartre lo expresaba - por su ser inacabado, por su apertura hacia el
mundo, por su insoslayable libertad: no podemos dejar de ser libres, estamos
condenados a ser libres. Pero, al mismo tiempo, esta libertad nos permite hacer
nuestros proyectos, ir construyendo nuestro ser, hacernos lo que queremos ser.

Si nos comportamos como seres inmanentes, nos degradamos a la categoría de


cosa; nos degradamos ontológicamente, y también moralmente. El que no ejerce su
libertad porque no quiere responsabilizarse, con ello ya está eligiendo no realizarse en
su ser, rebajarse a la categoría de las cosas, que no pueden elegir. Y si no ejerce su
libertad, no se comporta como el ser constitutivamente moral que es, por decirlo con
la expresión de Aranguren. Pero no podemos renegar de nuestra libertad porque
somos libertad. Tenemos ese agujero de nada en nuestro ser - según la expresión de
Sartre - que tiene que ser cumplido, hecho ser con nuestra acción, si queremos
mantenernos en nuestro nivel ontológico.

Estas ideas las comparte Beauvoir con Sartre. Ella es también existencialista y
está, en su pensamiento como existencialista, más cercana a Sartre que a Heidegger o
Kierkegaard, quienes, como a Sartre, le sirven de fuente de inspiración y son sus
antecedentes teóricos.

Pero, ¿por qué era existencialista Beauvoir y no filósofa analítica, por ejemplo?
En la segunda parte de sus Memorias nos dice:

Si me pareció tan natural adherirme al pensamiento de Kierkegaard o al


de Sartre y hacerme existencialista fue porque mi historia personal me había
preparado para ello. Desde la infancia, mi carácter me había llevado a dar
crédito a mis deseos y a mis expectativas. Entre las teorías que me habían
formado intelectualmente había elegido las que fortalecían esta disposición.
A los diecinueve años ya estaba convencida de que corresponde
exclusivamente al ser humano dar un sentido a su vida y que ello la colmaí.

Es decir, desde muy temprano se había adherido a la orientación filosófica


existencialista orientación que asumió e hizo suya por razones de afinidad intelectual
y personal. Estaba convencida de que sólo los propios seres humanos son capaces de
dar sentido a su vida, porque lo había experimentado en sí misma. Y esta convicción
fundamentará en Beauvoir un humanismo que, andando el tiempo, cuando se interese
por el problema de las mujeres, resultará ser una base muy adecuada para el

238
feminismo como pensamiento emancipatorio.

2. EL EXISTENCIALISMO DE BEAUVOIR NO ES EL DE
SARTRE

En este punto es obligado afirmar el estatuto de filósofa de Beauvoir. Porque ella


siempre se definía como escritora y concretando más, como escritora de literatura.
Esto lo repitió así por lo menos hasta los años 80, cuando, en las entrevistas que
concedió a la periodista y feminista alemana Alice Schwarzer2, ya se declara filósofa.
Aunque, a mi modo de ver, es mejor ensayista que escritora literaria, fue desde luego,
una importante escritora de literatura, de reconocido prestigio y éxito en la literatura
francesa, que fue galardonada con el premio Goncourt en 1958.

Buena prueba de ello son sus Memorias, que relatan la historia de su vida en
cuatro volúmenes y que se complementan con su homenaje de despedida a Sartre,
titulado La ceremonia del adiós, un excelente fresco de la Francia de su tiempo y de
la atmósfera intelectual de este país desde el período de entre guerras hasta los años
80, visto desde la perspectiva de una filósofa existencialista y comprometida.

Sus novelas tienen siempre la impronta filosófica en los problemas que plantean y
en los conflictos que se presentan entre sus protagonistas: Todos los hombres son
mortales analiza lo que se seguiría si se cumpliese el deseo de inmortalidad en los
humanos, La Invitada presenta las relaciones humanas como una lucha entre
conciencias, La mujer rota nos muestra las relaciones de dependencia de una mujer
con los demás, con su ex-compañero en especial, Bellas imágenes analiza formas de
vivir inauténticas, etc.

Pero, durante casi toda su vida, ella no se definió como filósofa, sino como
escritora. Y eso porque, según explicaba, filósofo es quien, como Sartre, crea un
sistema, y ella no era creadora en filosofía. Al contrario, explica su capacidad para
comprender y captar los textos filosóficos como una falta de creatividad que, sin
embargo, sí poseía Sartre, a quien le costaba más penetrar en los textos de otros
porque tenía sobre la realidad sus propias apreciaciones. E incluso, cuando le
interrogaban sobre los presupuestos de sus obras filosóficas, declaraba que eran los
de la filosofía sartreana; así lo hizo a Margaret Simons en 1972 y en 1979 al ser
preguntada por la filosofía de El segundo sexo. Hasta 1982, en una entrevista con
Alice Schwarzer, que yo sepa, no reconoce explícitamente que sus libros de filosofía
- en ese momento habla de El segundo sexo - son creación propia y original. Pero, en
conjunto, sus propias afirmaciones hicieron que muchos, la mayoría de la gente y la
mayoría de las feministas hasta la década de los 90, como veremos, la creyesen una
epígona de Sartre.

La historia y la crítica filosófica han tenido que liberar a Beauvoir, pues, de sus
propias afirmaciones. Y esto está ocurriendo paulatinamente desde la década de los
90. La definición que ella daba de «filósofo» era demasiado restrictiva y también
inexacta, porque hay filósofos importantes que no han creado un sistema metafísico y

239
que, sin embargo, han influido en su época y después en la historia del pensamiento:
Voltaire, Rousseau, Montaigne, Husserl, por poner algunos ejemplos, han sido
importantísimos filósofos. Lo cierto es que, a pesar de sus declaraciones, a pesar de
no considerarse filósofa en ese restringido sentido del término, fue una gran filósofa.

Fue una importante filósofa moral y una importantísima filósofa feminista. Como
filósofa moral escribió dos pequeños tratados: ¿Para qué la acción? (Pyrrhus et
Cinéas es su título en francés) y Para una moral de la ambigüedad. En el primero,
plantea y discute algunos temas morales básicos desde bases existencialistas, en el
segundo dota de contenido a la moral existencial, cosa que no había llegado a hacer
Sartre, aunque fue uno de sus objetivos truncados en la inacabada obra Cahiers pour
une morale. Es la única existencialista francesa que desarrolló una moral sistemática
y hoy sus tratados son piezas clásicas e imprescindibles para el estudio de los
investigadores en este campo de la filosofía. Además, en cuanto a su estilo y
preocupaciones, Beauvoir como filósofa moral se sitúa en la orientación de la
filosofía moral francesa que va del humanismo de Montaigne a Voltaire pasando por
La Rochefoucauld. También desde una perspectiva moral escribió su ensayo sobre la
vejez, un libro pionero en su tiempo que escribe, según dice, porque «el problema
está allí, no lo he inventado yo»; pero es una de las primeras en denunciarlo,
ejerciendo el oficio de pensadora del que hablaba al comienzo de este taller. En el año
70, cuando nadie hablaba de los viejos, ella denuncia el escándalo y pone sobre el
tapete el problema.

Su legado al feminismo podríamos decir que es de tipo totalizador, en el sentido


en que la perspectiva desde la que abordó la cuestión de las mujeres incluye todos los
ángulos: el metafísico, el psicológico, el biológico-científico, el histórico, el
sociológico, etc. Su feminismo es global, como se dijo en el Seminario «Pensadoras
del siglo xx», celebrado en Sevilla bajo la dirección de Amelia Valcárcel y Rosalía
Romero en la Universidad Menéndez Pelayo. Y es que se plantea el feminismo desde
una perspectiva filosófica. La génesis de El segundo sexo explica bien este enfoque;
el libro tuvo su origen en una motivación personal que sintió su autora en un
momento dado de su vida, precisamente al llegar a la cuarentena. Tras haber
observado que muchas de sus amigas y conocidas, a esa edad, comenzaban a notar
que su vida no tenía sentido, Beauvoir se pregunta qué es para ella su vida y a esta
pregunta se superpone la pregunta crucial: ¿qué ha significado para mí el hecho de ser
mujer? Y la filósofa que hay tras la escritora generaliza la pregunta y la convierte en
una pregunta universal: ¿qué significa ser mujer en este mundo en que vivimos? La
respuesta a esta pregunta le llevará un tiempo asombrosamente corto, poco más de
dieciséis meses de investigación, interrumpidos por su primer viaje a América y la
escritura de sus impresiones del viaje (América día tras día), pero ocupará dos tomos
que suman más de mil páginas y constituirá el relanzamiento del feminismo del siglo
xx, además de una obra de consulta indispensable para todo el feminismo posterior.

3. LO QUE HA APORTADO LA FILOSOFÍA DE BEAUVOIR AL FEMINISMO.


PRINCIPALES CONCEPTOS: OTRA, OPRESIÓN, SITUACIÓN, SUJETO.

240
3.1. LA CATEGORÍA DE OTRA

Esta es la categoría central de El segundo sexo, según la cual la mujer en la


cultura occidental - cultura que focaliza la atención de Beauvoir en este ensayo - es,
en relación con el varón, la «Otra» y, por ende, la «segunda», de ahí el título del libro.
Es ésta una categoría que Beauvoir toma de Hegel - igual que Sartre - pero dándole
un juego propio y original. En Beauvoir la categoría de Otra aplicada a las mujeres
tiene tres referentes: el hegeliano, el existencialista y el de la antropología.

3.1.1. El referente hegeliano

Como es sabido, en Hegel el Otro está representado por la figura del esclavo en la
dialéctica de la autoconciencia, ese momento que atraviesa el Espíritu en su recorrido
autocognoscitivo y autorreproductivo antes de alcanzar el saber Absoluto. Según
Hegel, la plenitud de la autoconciencia no se logra hasta que consigue ser conciencia
de sí y para sí. Lo primero es la conciencia en el momento de su emergencia en el
seno de la vida animal; pero lo segundo (para sí) sólo lo será cuando sea reconocida
por otra autoconciencia, por otro yo, por otro ser humano.

Ahora bien, alcanzar ese estadio pasa por arriesgar la vida biológica. Así se pasa
de la vida animal a la vida humana, la lucha de unos contra otros, homo homini lupus,
es una lucha por el reconocimiento, por ser reconocido. Pero solamente arriesgando la
vida se conserva la libertad. En esta lucha por el reconocimiento pasa la conciencia
por la experiencia de las relaciones de desigualdad en el reconocimiento, la
experiencia de la dominación y de la servidumbre, ejemplificada en las figuras
históricas del amo y el esclavo: al arriesgar la vida, la conciencia experimenta que la
vida es para ella tan esencial como la pura autoconciencia (ser conciencia de y para sí
misma) y su experiencia la lleva a desdoblarse en dos posiciones ante la vida, que
Hegel ejemplifica en dos figuras el mundo histórico: amo/esclavo. El amo lo es
porque ha arriesgado la vida en el combate, ha preferido la libertad a la vida. El
esclavo lo es porque teme la muerte, porque la vida es para él tan esencial como la
autoconciencia y porque elige la esclavitud frente a la libertad.

El amo se reconoce como amo y como conciencia en la conciencia servil del


esclavo. Su relación con las cosas está mediatizada por el esclavo que es quien las
trabaja, quien transforma la materia, quien conoce su resistencia. La conciencia del
esclavo es la del amo, mira al amo como su ideal. Depende del amo para reconocerse
como ser humano.

En esta descripción fenomenológica hegeliana entre amo y esclavo hay un


reconocimiento unilateral y desigual, porque están en diferentes planos. Uno en el
plano superior del dominador; otro en el plano inferior del dominado. No es una
relación de reciprocidad: el esclavo depende del amo. Y, es este aspecto descriptivo
el que Beauvoir toma de Hegel, comparando la mujer con el siervo de la dialéctica de
la autoconciencia: porque, lo mismo que el siervo, la mujer se reconoce en el varón,
como dependiente de él: su estatus le viene del marido - como esposa-, del padre -

241
como hija-, del jefe - como secretaria-, etc. la mujer tradicionalmente vive a la
sombra del marido, se identifica con sus intereses en la medida en que es la «mujer»
de su «marido». Su identidad, en cualquier caso, le viene dada en cuanto «vasalla»
del hombre, no sólo por el par semántico marido/mujer, sino por muchos otros tales
como: dependiente/vendedora, jefe/secretaria, médico/enfermera, etc. La mujer está
siempre en relación de asimetría con los hombres: está en las «cosas cotidianas», se
ocupa de la casa, de los niños, de la intendencia. El hombre, de su profesión
solamente, de lo no cotidiano; su relación con lo cotidiano está mediatizada por la
mujer.

¿Cómo superar esta asimetría? En Hegel, la superación de la dialéctica de la


autoconciencia se produce cuando triunfa la subjetividad en el mundo antiguo
(estoicismo, escepticismo, cristianismo). Para la mujer, habría que establecer cauces.

3.1.2. El referente existencialista

En la versión sartreana, la superación de la asimetría viene con el reconocimiento


de la otra autoconciencia como igual a la mía, lo cual está expuesto por Sartre en el
pasaje de la fenomenología de la mirada de Elsery la nada. Tal superación de la
asimetría es el comportamiento auténtico, onto lógicamente hablando. En las mujeres,
Beauvoir no encuentra que nunca se haya superado esta asimetría y esta dependencia
de los varones.

Beauvoir piensa como Hegel, como Sartre, y a diferencia de Heidegger, que el


medio humano es tensión, esto es, que las relaciones humanas son constitutivamente
conflictivas. Pero, ¿por qué las otras somos siempre las mujeres? Porque los varones
nos han constituido en seres intermedios entre los iguales a ellos - los otros varones -
y la naturaleza.

3.1.3. El referente antropológico

Lévi-Strauss establece en sus Estructuras elementales del parentesco, libro que


Beauvoir manejó cuando escribía su ensayo sobre las mujeres y antes de que fuera
publicado (era la Tesis doctoral del antropólogo amigo) que, en cuanto aparece la
cultura en los grupos humanos, aparecen categorías duales y una de ellas es la de
Otro/a. Tal categoría es como un apriori de la especie.

En la Introducción que precede al primer tomo de su ensayo escribe:

La categoría de Otro es tan originaria como la misma conciencia. En las


sociedades más primitivas, en las mitologías más antiguas, encontramos
siempre una dualidad que es la de lo Mismo y lo Otro; esta división no se
situó en un principio bajo el signo de la división de los sexos, no depende de
ningún dato empírico (...). [Ahora bien] ningún colectivo se define nunca
como Uno sin enunciar inmediatamente al Otro frente a sí. Basta que tres
viajeros se reúnan por azar en un mismo compartimento para que el resto de

242
los viajeros se conviertan en «otros» vagamente hostiles (...) para el nativo
de un país, los habitantes de países que no son el suyo aparecen como
«extranjeros»; los judíos son «otros» para el antisemita, los negros para los
racistas norteamericanos, los indígenas para los colonos, los proletarios para
las clases pudientes. (...) Estos fenómenos no se comprenderían si la realidad
humana fuese exclusivamente un mitsein basado en la solidaridad y en la
amistad. Pero se aclaran inmediatamente si, siguiendo a Hegel, descubrimos
en la propia conciencia una hostilidad fundamental respecto a cualquier otra
conciencia. El sujeto no se afirma sino oponiéndose; pretende afirmarse
como esencial y hacer del otro lo inesencial, un objeto. Sin embargo, la otra
conciencia le plantea una pretensión recíproca. En los viajes, los nativos
advierten escandalizados que en los países vecinos hay nativos que los miran
como extranjeros; entre pueblos, clanes, naciones, clases hay guerras,
potlatchs, mercados, tratados, luchas que despojan a la idea de Otro de su
sentido absoluto y ponen al descubierto su relatividad. ¿Qué ocurre entonces
entre los sexos para que nunca se haya planteado reciprocidad alguna?,
¿cómo es que uno de los términos se ha erigido como el único esencial,
negando toda relatividad a su correlativo, definiéndolo como alteridad pura?
¿Por qué las mujeres no cuestionan la soberanía masculina?3.

Es decir que los pueblos primitivos usan la categoría de Otro para designar a otras
tribus o pueblos, pero con la connotación de reciprocidad. Y Beauvoir se pregunta,
¿por qué las mujeres somos otras sin reciprocidad? Esta connotación de la
reciprocidad en el uso de la categoría entre grupos humanos le sirve para explicar la
opresión. Porque, y esta es la característica fundamental de las mujeres como otras en
las culturas patriarcales, la condición de otra lleva aparejada en la mujer la condición
de oprimida, condición que las mujeres sufren como individuos y como colectivo.

Pero, antes de abordar la noción'de opresión en Beauvoir, hemos de explicar otras


dos categorías: libertad y situación.

3.2. LAS CATEGORÍAS DE LIBERTAD/SITUACIÓN

Para demostrar que las mujeres están oprimidas pone Beauvoir en juego las
categorías de la moral existencial, un poco más adelante del texto citado en el
apartado anterior:

La perspectiva que adoptamos es la de la moral existencialista. Todo


sujeto se afirma en concreto como trascendencia a través de sus proyectos;
no alcanza su libertad sino en cuanto perpetuamente la supera hacia otras
libertades. No hay otra justificación de la existencia presente que su
expansión hacia un futuro indefinidamente abierto. Cada vez que la
trascendencia recae en la inmanencia hay una degradación de la existencia en
«en sí», de la libertad en facticidad; esta caída es una falta moral si es
consentida por el sujeto, si le es infligida, toma la figura de la frustración y
de la opresión. En ambos casos es un mal absoluto.

243
Todo aquel que se cuide de justificar su existencia, la vive como una
necesidad indefinida de trascenderse. Ahora bien, lo que define de forma
específica la situación de la mujer es que, siendo como todo ser humano una
libertad autónoma, se descubre y se elige en un mundo en el que los hombres
le imponen asumirse como la Otra (...) El drama de la mujer es este conflicto
entre la reivindicación fundamental de todo sujeto, que se afirma siempre
como lo esencial, y las exigencias de una situación que la constituye como
inesencial4.

En este texto se utilizan las categorías de inmanencia/trascendencia y de


libertad/situación, categorías capitales de la filosofía existencialista de Beauvoir. El
primer par de ellas, el de inmanencia/trascendencia distingue a los seres humanos de
las cosas y de los animales. Frente a animales y cosas, que son seres iguales a sí
mismos, carentes de libertad, los seres humanos, por ser seres inacabados, mordidos
por la nada, como anunciábamos al principio, tienen que «hacerse» su ser lo cual
consiste en trascender continuamente su modo de ser actual mediante proyectos de
futuro cuya realización supone una superación de nuestro modo de ser presente. Así,
el ser humano se pue de definir como proyecto de ser, o como ser continuamente en
proyecto. Porque, en efecto, en cuanto no proyectamos, nos asemejamos a los seres
inmanentes, pero nuestra constitutiva libertad que es precisamente una nada, pura
carencia de ser, es lo que nos permite hacernos libremente nuestro ser, realizar
nuestros proyectos en libertad.

El segundo par de categorías, el par libertad/situación es absolutamente clave en


Beauvoir para comprender su teoría feminista. Para Beauvoir, como para Sartre,
somos seres libres, constitutiva y absolutamente libres. Pero nuestra libertad se
encarna siempre en una situación, de manera que no hay libertad sin situación y no
hay situación sino por la libertad. Ahora bien, la noción de situación no es entendida
del mismo modo por Sartre y por Beauvoir. Para el primero, la absoluta libertad no
queda menoscabada por la situación: somos absolutamente libres y la situación es
siempre redefinida por el proyecto. De modo que si quiero escalar una montaña de
dificultad media y soy asmático, seré absolutamente libre de decidir la escalada y de
llevarla a cabo porque «cargaré» con la dificultad, de manera que, en cualquier caso
realizaré mi proyecto libremente, tan libremente como el veterano escalador que ha
hecho de la escalada su profesión y ha culminado los picos más altos del mundo.
Sartre lo explica diciendo que el «coeficiente de adversidad» es definido desde el
proyecto o, lo que es lo mismo, la situación siempre es redefinida por el proyecto. Sin
embargo, para Beauvoir, la situación es el «afuera» de la libertad, el marco en que
ésta tiene que realizarse. Y tal marco puede brindar muchas o pocas posibilidades de
realizarnos como los seres libres que somos hasta el punto de que, según el grado de
libertad que permiten realizar a los humanos, las situaciones se jerarquizan; se puede
establecer una jerarquía entre las situaciones, tal como lo había indicado nuestra
autora en una obra anterior, la Moral de la ambigüedad.

La noción de situación, pues, tiene en Beauvoir un significado diferente que en


Sartre. Es una de las variaciones de su existencialismo en relación con él. La

244
situación no es redefinida por el proyecto, como en Sartre, sino que es el contexto en
el que se ejerce la libertad. Para Beauvoir, la libertad constitutiva del sujeto, la
libertad sin más, no tiene límites, es infinita; pero las posibilidades concretas que se le
ofrecen para su cumplimiento son finitas y se pueden aumentar o disminuir desde
fuera: este es el punto en el que los otros inciden en la libertad del sujeto, pueden
favorecerla o coartarla; luego, de hecho, nunca es la libertad absoluta.

Los otros pueden incidir con su actitud en la configuración de la situación de un


sujeto, lo cual condiciona desde el exterior el alcance de sus fines. La situación es el
«afuera» de la libertad, el contexto donde ésta ha de ejercerse. De acuerdo con esta
interpretación, el sentido moral de mis acciones en relación con los otros estribará en
ser una apertura a su libertad, de modo que la moralidad de una acción de un sujeto
vendrá dada por la cuantía en que libere la libertad de los otros. Si yo permito al otro
ejercer en mayor medida su libertad, mi acción es, en ese plus, moral. Y viceversa, en
la medida en que mi acción coaccione su libertad, mi acción será inmoral.

Las situaciones se jerarquizan: no es la misma la situación de la mujer europea en


el siglo xx que la de la mujer musulmana en el harén en el siglo xix; no es la misma la
situación del colono que la del colonizado ante la educación: el primero tiene mucha
mayor libertad de adquirir una educación superior, etc. Las mujeres se conocen y se
eligen no en tanto que existentes para sí o en tanto seres para sí, sino en tanto que
otras, en función de cómo las definen los varones. Según lo expresa en El segundo
sexo, ejercemos la libertad a partir de lo que han hecho de nosotras la biología, la
cultura, la sociedad, los hombres, y todo ello constituye nuestra situación. En el
primer volumen de su ensayo, el primer capítulo titulado «Los datos de la biología»
considera al cuerpo de la mujer como parte de su situación, y en el segundo volumen,
el primer capítulo denominado «Infancia» dice así:

(...) la pasividad que caracterizará esencialmente a la mujer «femenina» es


un rasgo que se desarrolla en ella desde sus primeros años. Pero es falso
considerarlo como un factor biológico; la verdad es que es una fatalidad
impuesta por sus educadores y por la sociedad (...) en la mujer existe al
comienzo un conflicto entre su existencia autónoma y su «ser-otra»; se le
enseña que para gustar hay que intentar gustar, hay que hacerse objeto, de
modo que debe renunciar a su autonomía. Se la trata como a una muñeca
viviente y se le retira la libertad. Así que se forma un círculo vicioso, pues
cuanto menos ejerza su libertad para comprender, captar y descubrir el
mundo que le rodea, menos recursos encontrará en él y menos intentará
afirmarse como sujeto. Si se la animase a ello, podría manifestar la misma
exuberancia vital, la misma curiosidad, el mismo espíritu de iniciativa, la
misma audacia que un chicos.

3.3. LA CATEGORÍA DE OPRESIÓN

Esta categoría, estrechamente relacionada con las de libertad/situación, es


introducida por Beauvoir también en el pasaje citado más arriba; las mujeres no

245
pueden realizar su trascendencia, ser seres humanos plenos, a causa de la opresión:
«Cada vez que la trascendencia recae en la inmanencia hay una degradación de la
existencia en en sí, de la libertad en facticidad; esta caída es una falta moral si es
consentida por el sujeto, si le es infligida, toma la figura de la frustración y de la
opresión. En ambos casos es un mal absoluto» 6.

A las mujeres les es impedido el ejercicio de la trascendencia en una sociedad y


una cultura que priman el valor de lo masculino y en la que los varones dominan; les
es infligida la recaída en la inmanencia. Y a esto Beauvoir lo llama opresión.

La otra posibilidad mencionada en este pasaje es la siguiente: «Esta caída es una


falta moral si es consentida por el sujeto.» Esta posibilidad es lo que en el
existencialismo sartreano se llama «mala fe», concepto que Beau voir toma de Sartre
y usa en el mismo sentido que él. Cuando no queremos ejercer la trascendencia,
actividad que ontológicamente nos corresponde como seres humanos, obramos como
seres no libres, como cosas, (Sartre y Beauvoir no citan nunca a los animales como
seres no libres, simplemente los ignoran). Para Sartre, la libertad envuelve todas
nuestras acciones: si no queremos ser libres, es por mala fe o por opresión, pero hasta
en la opresión hay un consentimiento del sujeto a ser oprimido. Para Beauvoir,
opresión y situación tienen un sentido más fuerte que en Sartre y no dependen del
agente. Si el sujeto consiente en la opresión o no quiere ejercer su libertad porque la
situación ofrece mucha resistencia o porque lo prefiere, su conducta es de mala fe.
Pero hay situaciones que no permiten ejercer la libertad y tipos de opresión de los que
resulta muy difícil salir. Por eso, las mujeres se reivindican como sujetos mucho
menos que los hombres y Beauvoir da tres razones de que no lo hagan: «La mujer no
se reivindica como sujeto: porque no tiene los medios concretos para hacerlo; porque
siente una ligazón de necesidad que la ata al hombre; porque muchas veces se
complace en su papel de Otra»7.

De estas tres dificultades, solamente la tercera podría ser tipificada como falta
moral en la moral beauvoireana, ya que en la segunda no se nos especifica por qué la
mujer no plantea ante el hombre su reciprocidad, y nos queda la incógnita sobre el
tipo de barrera en que se concreta su situación.

Algunas autoras, como Geneviéve Lloyd, han interpretado que la opresión de la


mujer que Beauvoir describe equivale a un estado permanente de mala fe sartreana.
Pero no creo que sea la interpretación correcta porque eso supone que leen El
segundo sexo como exclusivamente basado en El ser y la nada. Y esto que Beauvoir
mantuvo hasta finales de los años 70, sabemos que no es verdad por el significado
diferente en uno y otra de la noción de situación.

De igual modo, creo que es desacertada la afirmación de que la analogía que


establece entre la falta moral y la opresión parece dramatizar esta última, como
afirma Michéle LeDoeuff, porque parece también remitir la opresión a la mala fe. Por
no leer correctamente la diferencia, LeDoeuff afirma a renglón seguido que Beauvoir
lleva la filosofía de Sartre más allá de sus posibilidades. ¡Pero es que no es la

246
filosofía de Sartre, sino la propia, la suya! ¿Por qué empeñarse en considerar que la
filosofía de Beauvoir tiene que ser la de Sartrej8.

En la misma línea se sitúan las interpretaciones de las feministas anglosajonas


Mary Evans y Judith Okely9. La segunda, afirmando que la otredad de la mujer la
condena a un perpetuo estatus de esclava, la primera señalando que ve a las mujeres
en un estado natural de mala fe.

3.4. LA CATEGORÍA DE SUJETO Y EL CRITICADO ANDROCENTRISMO DEL


SUJETO BEAUVOIREANO

Así, pues, el sujeto, en el existencialismo de Beauvoir es un sujeto libre y


autónomo en la medida en que se lo permita la situación. No un sujeto absolutamente
libre, como en Sartre, que redefine las situaciones en función de sus propios
proyectos, sino un sujeto situado para el cual las cosas y los otros sujetos constituyen
la situación.

Algunas autoras, como Toril Mol, que no es filósofa, han afirmado que Beauvoir
incorpora elementos sociológicos en el marco de su moral, cuando, en realidad, lo
que ocurre es que la categoría de situación en Beauvoir, que es una categoría
ontológica, limita la libertad del sujeto y, por tanto, el sujeto de Beauvoir no es
absolutamente libre. Pero no porque introduzca elementos sociológicos en su moral,
sino porque entiende el sujeto como situado en su propia estructura ontológica. Y la
situación puede ser un obstáculo, en ciertos casos insalvable, para actuar como ser
libre, como el ser libre que es todo sujeto humano. Si las mujeres, como tantas veces
y por tantas feministas se ha dicho, son consideradas eternas menores en las
sociedades patriarcales, esta reducción de seres adultos a seres inmaduros en la moral
de Beauvoir es una opresión que se les inflige.

En la década de los 80, sin embargo, no se entendió correctamente lo que es el


sujeto en la filosofía de Beauvoir, debido fundamentalmente a que no se la
consideraba en el terreno de la filosofía más que una epígona del sartrismo.

Las anglosajonas Evans y Okely interpretaron que Beauvoir tenía un modelo


demasiado masculino de la trascendencia, hasta el punto de que valorar la insistencia
de nuestra autora en la importancia de la independencia para las mujeres lo tachan de
«caída» en la ideología patriarcal y consecuencia de la influencia que sobre ella
ejercieron las figuras masculinas de su padre y de Sartre. Evans llega a afirmar que
sus argumentos están construidos desde modelos y hábitos mentales patriarcales «que
ahora las feministas ponen en cuestión y condenan». En la misma línea enjuicia los
análisis de Beauvoir de los condicionamientos biológicos y fisiológicos de las
mujeres, tachándolos de viriloides. Finalmente opina que el modelo de emancipación
que propone Beauvoir es burgués, inadecuado e irrealizable para la mayoría de las
mujeres, dados los condicionamientos económicos, morales y sexuales de las
mujeres. En este punto habría que objetarle a Evans que, evidentemente, lo que
propone Beauvoir es superar los condicionamientos que nos oprimen.

247
Ambas autoras, Evans y Okely, la acusaron de biologicismo, de reduccionismo
biológico señalando que para Beauvoir la primera causa de la subordinación es la
biológica. No admitieron la observación de nuestra autora de que «reproducir la vida
no es crear».

Según Okely, antropóloga de profesión, las descripciones de las servidumbres


biológicas están influidas por su propia cultura judeo-cristiana y por las apreciaciones
de Sartre sobre el cuerpo femenino, mientras que idealiza las cualidades fisiológicas
masculinas.

A partir de la década de los 90 han ido cambiando las apreciaciones en el sentido


de que ha empezado a destacarse la originalidad de Beauvoir y sus aportaciones en
positivo. Las estudiosas de su obra han sido más rigurosas. Se van poniendo de
manifiesto las diferencias filosóficas con Sartre; se descubre el propio existencialismo
de Beauvoir.

Así Ofelia Schütte ha destacado que su rechazo de la feminidad normativa es un


potencial revolucionario para el pensamiento feminista. Eva Lundgren-Gothlin10 ha
considerado como cualidades positivas del sujeto moral beauvoireano la autonomía y
la interdependencia con respecto a los otros sujetos (rasgo este último que era
irrelevante en el sujeto sartreano).

4. LAS APORTACIONES FILOSÓFICAS DE BEAUVOIR

Beauvoir, pues, desarrolló su propio existencialismo al aplicarse a iluminar la


realidad y explicar los problemas, actividad que constituye la tarea del intelectual, del
pensador. Sartre era creador de sistema y ella no.

No obstante, aunque Beauvoir no fue creadora de un sistema metafísico, como


muchos otros filósofos, sí que contribuyó a abrir nuevos caminos de comprensión de
la realidad desde la perspectiva existencialista. Aportó algunos hallazgos de suma
importancia: un método propio, el método regresivo-progresivo, el método que Sartre
utilizará en Crítica de la razón dialéctica y en El idiota de la familia, expuesto
brillantemente por él como introducción del primero de estos libros con el título
Cuestiones de método. Beauvoir lo utilizó en El segundo sexo, sin explicar en
absoluto sus fundamentos epistemológicos. Otra aportación es el descubrimiento de
la opresión como infligida, concepción que no es de Sartre, como he expuesto más
arriba. Finalmente en nuestra autora hay una concepción distinta del sujeto: un sujeto
situado y más «postmoderno» que el sartreano que influirá en las últimas obras de
Sartre, como señala Sonia Kruks. Ello se hace patente confrontando textos y
reparando en las fechas de publicación. Si lo hacemos así, observaremos la influencia
de Beauvoir en Sartre.

Por ejemplo, Beauvoir define así el modo cómo construyen su ser las mujeres en
El segundo sexo (1949): «La mujer sabe lo que ella es a través de lo que los hombres
la hacen ser y tiene que hacer su aprendizaje del mundo por ideología interpuesta

248
descubriendo que su ser no es el ser que los otros pretenden que es.» Sartre
incorporará esta dimensión del pour autrui que no estaba contemplada en su ensayo
de ontología fenomenológica, años después, en la descripción de cómo construyen su
personalidad los protagonistas de San Genet comediante y mártir (1952) y El idiota
de la familia (1972): con la fórmula «somos a partir de lo que los otros han hecho de
nosotros», lo cual indica la influencia de Beauvoir en su concepción de la libertad.

249
AMELIA VALCÁRCEL

250
Imagino a menudo a Cervantes -y me gusta - tirado por las villas y caminos de las
Castillas - vieja, nueva y novísima-, coleccionando giros, expresiones, refranes, de
vez en vez alguna palabra. Nadie puede escribir como él sin haberlo hecho. Tiene que
tener el creador el gusto por el genio del idioma. Tiene que gustarle el oír hablar
como el rezo anima al santo, el morapio llama al borrachín y el sal a la vaca. O más.
Un día don Miguel recoge un refrán que después soltará Sancho; antes, un cultismo
de Alcalá, «rosado» o «rosicler», que ya se verá. Aquello diralo Dorotea o la sobrina.
Lo otro, el cura. Ello sin contar lo que bien lleva en su memoria de mediterráneo y
algarabía, que ya dará a quien lo colgar. Dispone de un arcón profundo lleno de sones
con que poder usar y componer.

Lo imagino también leyendo para sí y a veces en alto alguno de los fastuosos


proemios que encuadran los azares de sus historias, como el que dice:

En esto ya comenzaron a gorjear en los árboles mil suertes de pintados


pajarillos y en sus diversos y alegres cantos parecía que daban la norabuena
y saludaban a la fresca aurora, que ya por las puertas y balcones del oriente
iba descubriendo la hermosura de su rostro, sacudiendo de sus cabellos un
número infinito de líquidas perlas, en cuyo suave licor bañándose las yerbas,
parecía asimesmo que ellas brotaban y llovían blanco y menudo aljófar; los
sauces destilaban maná sabroso, reíanse las fuentes, murmuraban los
arroyos, alegrábanse las selvas y enriquecíanse los prados con su venida (ed.
cit. pág. 992).

A menudo clava en sus varios escritos alguno de estos párrafos virgilianos, pero
son los de El Quijote los más memorables. «Pintados pajarillos», «balcones de la
aurora», «líquidos cristales» caen por los «prados amenísimos» tanto que hasta
menudean, aunque no falten tampoco en la Galatea y el Persiles. Pero creo que en
esta novela más Cervantes lo disfrutaba, el componerlos y clavarlos, porque podía
hacerlo, porque aquel no era libro serio y prosopopéyico, de estilo y linajudo, sino
lanzado y un poco canalla, para dar en él, como un andresillo de los libros.

En el Quijote se podía bromear de lo lindo. Y poner y quitar cosas y cambiar


asuntos.Lo que un autor puede cumplidamente hacer lo da a entender Cervantes y lo
refleja en el Persiles.

Contad Señor lo que quisiéredes y con las menudencias que quisiéredes,


que muchas veces el contarlas suele acrecentar gravedad al cuento; que no
parece mal estar en la mesa de un banquete, junto a un faisán bien aderezado,

251
un plato de una fresca, verde y sabrosa ensalada. La salsa de los cuentos es la
propiedad del lenguaje en cualquier cosa que se diga. Así que Señor, seguid
vuestra historia, contad de Alonso y de Martina, acocead a vuestro gusto a
Luisa, casadla o no la caseis, sease ella libre y desenvuelta como un
cernícalo, que el toque no está en sus desenvolturas, sino en sus sucesos,
según lo hallo yo en mi astrología (Persiles, pág. 322, ed. cit.).

Cervantes usa los giros del idioma, los revuelve, los inventa. llama «caterva» -y él
mismo se pregunta si se puede hablar en esos términos-, a la serie completa de los
antiguos reyes y emperadores; confecciona adjetivos con desinencias de su invención,
como «escuderil», «chinesca» y otros ciento. Nada de extraño tiene que sepa además
lo que hace, como cuando en unos versos recuerda que ha dado a la castellana lengua
el esplendor que ahora tiene. Es así que como nadie viste él de palabras lo que
primero ha concebido en el traslado de la imaginación. La música del idioma añadida
al ritmo de los sucedidos. El puede, porque puede, «mostrar con propiedad un
desatino». Un gran monto de invenciones que en su caso son palabras - si bien menos
que Úbeda en la Pícara-, procedimientos, refranes, frases, pero también modismos,
insensateces y parodias. El gusto por la lengua y el genio del idioma, pero que ha de
usarse para vestir algo.

'Los hijos de la imaginación no lo son tanto que no tengan trasunto. El mundo de


Cervantes era amplio, porque le tocó el destino primero de la corona hispánica, que
era andar el Mediterráneo y Berbería. Para quienes saben queda dirimir qué hay en su
escritura de las lenguas oídas por quien tenía gusto en hacerlo. De dos de las
peninsulares dice que son las más dulces, la portuguesa y la de Valencia. Recursos
todos los tenía. Pero su experiencia del mundo, dilatada en los mapas, debía ser más
estrecha en las gentes. Vivía un mundo lleno de espacios inaccesibles.

1. ANTES Y AHORA

Tiempo y espacio no sólo son los a priori de la sensibilidad, sino buenas medidas
del poder y particularmente rasgos de empleo claro en las socieda des jerárquicas.
Los espacios del poder se ven por fuera. En el Antiguo Régimen vige la ley de los
espacios inaccesibles. De qué nos habla todavía quien viaja por países especialmente
desiguales: de templos, posadas y mercados. Y aún menos, de mercadillos, porque en
algunos los palacios son, como siempre del Déspota y los templos del clero. Todo lo
que no sea calle y trapicheo está vedado. Museos no hay. Y así era en el mundo del
Quijote. El fasto es la obligación de los grandes, pero no tienen ninguna de mostrar
los interiores, sino que están justamente reservados. Se oye, las músicas por ejemplo,
pero la fiesta no se ve; se ve el desfile, la pompa, las sillas, los carruajes, el resto se
adivina. El teatro de vez en cuando lo muestra.

Una de las ironías que más le cuadra estampar a propósito de las novelas
caballerescas tiene que ver con el conocimiento de sus autores de castillos, palacios,
salones, paramentos, usos y dichos de la gente principal. En todas esas novelas
sucede que un caballero se entra por un lago hirviente y, sin mediar más palabra, así

252
como pisa con denuedo la lava llameante o se embarca en esquife que no lleva vela ni
timón, se encuentra en un paraje donde todo son prados, fuentes, amenas frondas y
arroyos espejeantes, hasta que descubre siempre un castillo.. Pero mejor será darle a
él la palabra

o vistoso alcázar, cuyas murallas son de macizo oro; las almenas de


diamantes; las puertas de jacintos; finalmente él es de tan admirable
compostura, que, con ser la materia con que está formado no menos que de
diamantes, de carbunclos, de rubíes, de perlas, de oro y de esmeraldas, es
más de estimación su hechura (818).

Pero, como parece que no basta, Cervantes se recrea

Y ¿hay más que ver, después de haber visto esto, que ver salir por la
puerta del castillo un buen número de doncellas, cuyos galanos y vistosos
trajes, si yo me pusiese ahora a decirlos como las historias nos lo cuentan
sería nunca acabar, y tomar luego la que parecía principal de todas por la
mano al atrevido caballero y llevarle, sin hablarle palabra dentro del rico
alcázar o castillo y hacerle desnudar, como su madre le parió, y bañarle con
templadas aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos y vestirle una
camisa de cendal delgadísimo, toda olorosa y perfumada y acudir otra
doncella y echarle un mantón sobre los hombros que por lo menos, menos,
dicen que suele valer una ciudad y aún más? (818).

Y esto lo cuenta un autorcete por decirlo, que puede que todo lo que haya visto
sean iglesias, de lo que va por grande, pero habitar, lo que por habitar se entiende, en
lo que no sea su estrecha casa se ha conformado y conforma con las ventas de
camino. Pues a lo duro, parodia, y hablemos de lo que conocemos. El caballero es de
la Mancha, donde los linajes no es que abunden. Los castillos y palacios por el mismo
compás. Pero caminantes hay de sobra - que la corona dilata sus estados y esto mueve
mucha gente-, y ventas y posadas para ellos, mal acomodadas en general. Cervantes
pasó hartos días de los suyos tirado por ventas y mesones; hasta en el Persiles, que va
de elevado, coloca algunas de las imaginaciones que de su desvalido caballe ro le
sobraron. Las ventas y caminos son lo suyo. Lo suyo y lo de los demás. Pero el genio
no se sujeta a la parodia.

De la misma manera que debió largo tiempo coleccionar voces y giros, en su vida
de soldado y de asentador, en la vida del camino, en aquel pasar el tiempo,
probablemente largo, que pesa y no pasa, debió imaginar para solaz propio y quizá
ajeno, que parece generoso en eso, vidas y hechos a cada caminante, viajero, huésped,
quitando a los cuadrilleros de la Santa Hermandad, que ninguno es sino gente de
bastos mal acondicionada. Debió hacer Cervantes muchas veces lo que el hijo de su
fantasía, Don Quijote hace tantas veces también, dejarla volar.

asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros


sobre dos dromedarios; que no eran más pequeñas dos mulas en que venían.

253
Traían sus antojos de camino y sus quitasoles. Detrás de ellos venía un coche
con cuatro o cinco de a caballo que le acompañaban, y dos mozos de mulas a
pie» Viene gente principal, a algún sitio van, a tomar un empleo, aceptar una
encomienda, o vienen de la corte... todo eso se nos ocurre a todos porque la
mente proyecta sin pausa. Pero quien tiene el gusto, imagina, pone sucesos,
finge vidas, ya los vio, les habló, le respondieron, con ellos fuese, amigos sin
embargo los perdió por un acaso, una mentira urdida... aquellos son... unos
amigos que perdí dentro de un lustro. De ver lo mismo donde nada o poco
hay, Don Quijote, que es imaginativo, pero monomaníaco, infiere:

«Aquellos bultos negros que allí parecen deben ser y son sin duda
algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche»,
pues eso mimo debió hacer su autor ingentes veces, que no de otra manera se
explica su facilidad. Y así, porque como asentador conoce ventas y pocos
palacios debió gustar por dentro, encuentra lo que los caminos producen:
Damas que no lo son tanto; venteras con ambiciones. Criadas con rango de
putas. Putas de las que hace Damas. Moras y cristianas que buscan acomodo.
Dueñas simplorras. Pastoras de extrema belleza y consumada retórica.
Muchachas huidas. Aldeanas decididas. Hijas de la casualidad del camino,
de su imaginación y de la fortuna. Monjas no salen, porque no andan, sino
que se están quedas en sus monasterios, aunque alguna, como la Santa Juana
de Cubas, se lo habría merecido.

2. HECHAS PARA EL CONHORTE

La mención de la santa de Cubas me lleva otra vez a la novedad de Cervantes. El


Quijote es un libro paródico, quizá ni siquiera muy ambicioso y no me cabe duda de
que uno de sus mayores atractivos cuando fue publicado y que explica su temprano
éxito fue su, digamos, realismo. En el Quijote, como en el Mateo Alemán pasaban
cosas «normales», lo que no ocurría en las novelas de caballerías ni en las pastoriles.
Y lo normal es lo que uno conoce.

Bajar a tierra las fúlgidas aventuras es un buen recurso, pero no habría bastado. El
gran atractivo del libro es su cristalino mundo: nadie que se ponga en camino sueña
con encontrar las variadas gentes que Cervantes pone en nuestros mapas. La realidad
parece más plana y más sórdida. Pero no en esa novela, donde cada cosa vulgar toma
tintes de belleza: los pícaros, las ventas, los galeotes, los comediantes apresurados,
los falsos peregrinos, las gentes grandes que van a recibir empleos, los que montan
bodas...

cualquiera parte que se lea de cualquiera historia de caballero andante ha de


causar gusto y maravilla a cualquiera que la leyere. Y vuestra merced
créame, y, como otra vez le ha dicho, lea estos libros y verá como le
destierran la melancolía que tuviere y le mejoran la condición, si acaso la
tiene mala (821).

254
Sólo esta reflexión ya prueba que Cervantes nunca se limita a la actitud paródica,
porque ni puede, ni sabe. El Quijote es también un libro del que su autor dice que
quita la melancolía. Es un libro de caballerías, aunque tenga un caballero loco y un
escudero charlatán. La parodia la he mentado antes, la usa y por largo, en el ya dicho
descubrimiento del castillo encantado bajo el lago hirviente. Pero la fantasía del
Quijote sobrepasa a la parodia, ese es el otro genio con el que acompaña al del
idioma.

Cervantes no desprecia a los hijos de la imaginación por serlo, sino por


previsibles, repetitivos y, sobre todo esto, imposibles. Él imagina de otra manera.
Posee otra habilidad fantástica: usa la suya para hacer una realidad más clara. Tiene
los recursos de las dos partes, palabras y sucedidos, probablemente guardados ambos
en una milagrosa memoria y de vez en cuando entregados a notas. Porque en cuanto
escribe trasciende que Cervantes «se estaba atento». Tenía una imaginación capaz de
volver a la realidad interesante, que no lo es en toda ocasión. A eso lo llamo «dulzura
en el pensar». Eso que dicen que da el ser, que pensar, Cervantes lo hacía con lo que
veía, de ahí que su imaginación sea tan límpida como inteligente: «Que ya yo se que
los montes crían letrados y las cabañas de los pastores encierran filósofos.» Y busco y
espigo un ejemplo.

Los caminantes se están tomando un refrigerio a la redonda en un ameno prado,


bajo un árbol fresco y espeso, cuando aparece un cabrero persigue a su cabra huída, a
la que habla como a moza caprichosa. Hasta ahí todo es bien normal. La imaginación
no ha tenido más entrada que la estrecha puerta de la memoria. Todos hemos visto a
gentes que hablan a sus animales como a racionales. Cervantes de ahí columbra la
historia entera Leandra y Vicente de la Roca, el soldado glorioso de pueblo, que se
pone galas de ingenio, toca la guitarra a lo rasgado, compone romances de legua y
media y acaba por enamorar a la hermosísima. Engañada, raptada, robada, en una
cueva acaba la que quería que la llevaran a Nápoles. La niña termina en un
monasterio, de por vida o hasta que la gente se olvide de la aventura y su padre la
saque a casar. «Los pocos años de Leandra sirvieron de disculpa de su culpa, a lo
menos con aquellos que no les iba ningún interés en que ella fuese mala o buena; pero
los que conocían su discreción y mucho entendimiento no atribuyeron a ignorancia su
pecado, sino a su desenvoltura, y a la natural inclinación de las mujeres, que por la
mayor parte suele ser desatinada y mal compuesta» (831).

Hay dos escenas que la imaginación ha unido, una la parada amena en el camino,
la otra, cercana, las historias que entonces se cuentan de lo que de notable pase en los
alrededores, por ejemplo la huída de una chicuela con un soldado que la dejó en
camisa. Hasta aquí el suceso puede ser notable, pero ruin. Una moza más seducida,
que jura que el galán no le llevó la joya más preciada.

Pero no, porque el amor por Leandra en la novela ha crecido y convertido los
montes en una pastoril Arcadia, llena de pastores y apriscos «y no hay parte de él
donde no se oiga el nombre de la hermosa Leandra. Este la maldice y la llama
antojadiza, varia y deshonesta; aquél la condena por fácil y ligera; tal la absuelve y

255
perdona y tal la justicia y vitupera; uno celebra su hermosura, otro reniega de su
condición y, en fin, todos la deshonran y todos la adoran, y de todos se extiende a
tanto la locura que hay quien se queje de desdén sin haberla jamás hablado y aun
quien se lamente y sienta la rabiosa enfermedad de los celos, que ella jamás dio a
nadie porque, como ya tengo dicho, antes se supo su pecado que su deseo» (832).
Esta Leandra es una Galatea, u otra Marcela, o quizá la misma Marcela, pero en otro
avatar. De la pobre chica seducida a la hermosa soñada que a nadie se sujeta. De
Aldonza a Dulcinea. Con ida y vuelta, algunas veces, porque la parodia lo exige.
Poniendo blanco sobre negro la hipótesis posterior y stendhaliana del amor como
cristalización. Pero también como recurso que afina el alma y nos hace mejores, que
no en vano Don Quijote, que de muchas maneras alaba la andante caballería, tiene
como la mejor de ellas decir

De mí sé decir que, después que soy caballero andante soy valiente,


comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente,
sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos; y aunque ha tan poco que me
vi encerrado en una jaula como loco, pienso, por el valor de mi brazo,
favoreciéndome el cielo, y no me siendo contraria la fortuna, en pocos días
verme rey de algún reino, adonde pueda mostrar el agradecimiento y
liberalidad que mi pecho encierra; que mía fe, señor, el pobre está
inhabilitado de poder mostrar la virtud de liberalidad con ninguno, aunque en
sumo grado la posea... Por esto querría que la fortuna me ofreciese presto
alguna ocasión donde me hiciese emperador, por mostrar mi pecho haciendo
bien a mis amigos, especialmente a este pobre de Sancho Panza, mi
escudero, que es el mejor hombre del mundo.

3. LAS QUE ANDAN LOS CAMINOS

Cervantes, caminante, conoce sobre todo ventas y alguna casa de mediano pasar
donde se haya albergado por calidad propia. En la primera parte de su novela ello es
particularmente notorio. Y nos gusta y gusta porque en eso se parece todavía bastante
a todos nosotros. Y como conoce ventas, conoce lo que por ellas discurre: hijas de
venteros, que en la Ejemplares trasmuta, mozas que hacen a lo que salga, encubiertas,
alguna timadora, puticas del común. De partido a varias mete a damas. Un par arma a
Don Quijote. Y eso podría ha ber sido sin más una crueldad. Como lo es poner a
Dulcinea de rústica por parte de Sancho, que bien lo acaban pagando sus posaderas.

En la segunda parte, con su propio mundo un poco ampliado, Cervantes mete


doncellas, alguna algo de temer como la de la redonda pella de jabón napolitano, y
otras tan faltas de ánimo como la pobre hija de doña Ramírez. La duquesa, que es
verosímil, asegura su conocimiento cierto de gente principal. Y es de verse el genial
capítulo que dedica al entretenimiento que el gineceo duquesil lleva con el escudero
del caballero y el coloquio que se traen sobre la verosimilitud de Dulcinea.

También hay damas aventureras, moras más o menos fingidas, jovencitas en


hábito varonil y algún bello mancebo trasvestido en fermosa doncella. Cervantes es

256
un imaginador con dedicación que trasluce muchas horas de camino y de ellas las
más, pasadas a la fresca, imaginando vidas. No milagro, sino «industria, industria». Y
aún quedan las hijas directas de la fantasía, las ya mentadas galateas. Vuelvo por una
de ellas, ya citada. Leandra es alguien que tiene devotos que no la conocen. Un monte
entero de ellos que la llaman y la glosan. Es extraño, porque más recuerda ese monte
a un convento de ermitaños obsesionados con la virgen que a cualquier otra cosa. Y
más extraño que, como si hubiera un vínculo en la propia imaginación de Cervantes,
la virgen acabe apareciendo a renglón seguido.

Recordemos que Don Quijote y el cabrero acaban a coces, jaleados y azuzados


por la compañía, lo cual es harto verista, «dos aporreantes que se carpían» hasta que
de nuevo la fantasía se introduce: Una trompeta triste suena y el caballero pide el cese
temporal de la pendencia.

De nuevo el acaso es harto corriente, una rogativa para pedir lluvia, con sus
disciplinantes y todo. «Don Quijote, que vio los extraños trajes de los disciplinantes,
sin pasarle por la memoria las muchas veces que los había de haber visto, se imaginó
que era cosa de aventura y que a él solo tocaba, como caballero andante, el
acometerla.» Quiere librar a la Virgen de su procesión. Y esto es más gordo que el
acometer rebaños, porque lo sigue siendo al día de hoy. Supongámonos que alguno
estimara que a la Macarena la llevan presa sus devotos. No es fácil imaginar ese tipo
de cosas. Es una extraña inteligencia de las situaciones, no locura como Cervantes
desea que creamos. Porque quien supone es Cervantes, no su loco caballero, por más
que diga. Hay que dispersar a los ensabanados y liberar a la señora enlutada. Los
curas que van cantando las letanías advierten

«Señor hermano, si nos quiere decir algo dígalo presto, porque se van
estos hermanos abriendo las carnes» y le piden que resuelva en dos palabras.
A lo que Don Quijote replica «En una lo diré... y es esta: que luego al punto
dejéis libre a esa hermosa señora cuyas lágrimas y triste semblante dan claras
muestras que la lleváis contra su voluntad y que algún notorio desaguisado le
habedes fecho: y yo, que nací en el mundo para desfacer semejantes
agravios, no consentiré que un solo paso adelante pase sin darle la deseada
libertad que merece» (837).

Puede que Don Quijote sea defensor de mujeres por necesidad del guión, aunque
en esto algunos caballeros no tenían muy estricta observan cia; y puede que quizás lo
haga loco que las defiende a todas, no sólo a las que por cuna lo merecen. Al fin,
como parte de la parodia, ha sido armado caballero con la ayuda y protocolo de dos
mozas suripantas. Don Quijote no encuentra más damas que las que van en coche,
que son pocas, y la duquesa, que ya le recibe por famoso. Las otras las inventa. Y lo
hace, queda dicho, con los mimbres que los caminos dan: criadas de venta,
campesinas asnales, puticas, ricas labradoras, alguna encubierta. Y de ellas hace
moras enamoradas, reinas destronadas, inteligentísimas doncellas. Cervantes hace un
friso aún mayor en el que entran las dueñas, las venteras y sus hijas, las doncellas
agraviadas de verdad y las simples, sin olvidar un repaso a las mujeres encantadas,

257
que también llevan su parte, porque a estas las sacrifica al crudo realismo para
aumentar la parodia, como le sucede a la encantada de Montesinos. Parodia es que su
escudero vaya en asno «como un patriarca» y, en general, todos los casos y acasos
corrientes que, como el llevar alforjas, dineros y camisas para cambiarse, las novelas
de ensueños nunca citan. Parodia es la lengua que el caballero habla. La parodia hace
ridícula la situación. Y quizá la mucha cortesía de Don Quijote con todas, insisto,
toda clase de mujeres, sea para que riamos. Pero, como inexplicablemente no lo
logra, será que hay algo más oculto, porque bien sabía Cervantes usar la lengua para
hacer llegar a donde deseaba a los pensamientos. Parodia, pero con un algo
verdadero, eso que impresionó a los románticos alemanes y dio a esta novela su
segunda y dilatada vida, lo que ellos entendieron como cierto aliento trágico. Que el
mundo no se rija por los buenos. Así pasó con Schopenhauer, Schlegel. Y sobre todo,
el más dulce, Heine.

4. EL PERSONAJE QUE NUNCA CONOCIÓ MUJER

Y puede también que la castidad de Don Quijote sea ridícula, y ello trate de
subrayar en rojo la historia de Maritornes. La escena es chusca y paródica, tanto
cuando el caballero se representa si podrá defender su virtud, cuanto el cómo se
dirige a una mujer tan baja que ni siquiera lo que le dice entiende. La misma defensa
está en la base de la comicidad de la escena paralela en la que Don Quijote - como si
dijéramos Don Cascote, que hasta su nombre es parodia-, pasando de nuevo por la
dicha venta, queda colgado de una mano hasta el alba, por gracia de la hija de la
ventera, «muchacha y de muy buen parecer». Ama y criada son, en este caso, tratadas
directamente de «semidoncellas» y, las tales, salen al hueco del pajar por ver los
amorosos suspiros que el caballero dedica a su dama que en la profunda noche de
vela. Mientras, el perfecto enamorado invoca a la luna y al sol y se pregunta si su
amada hará en el instante lo mismo. «Lástima os tengo fermosa señora de que
hayades puesto vuestras amorosas mientes en parte donde no es posible
corresponderos conforme merece vuestro gran valor y gentileza; de lo que no debéis
dar culpa a este miserable andante caballero, a quien tiene amor imposibilitado de
poder entregar su voluntad a otra que aquella que, en el punto que sus ojos la vieron,
la hizo señora absoluta de su alma.»

Pero, aun con burlas, a todas las que encuentra no les parece de principio loco el
caballero, sino como a las dichas «parecíales otro hombre de los que se usaban» y con
ello da muestras de la verdad de la cortesía que es ésta, hacer una realidad distinta de
la que ya sabemos y se usa. Así es como amor cortés manda.

Cervantes es como cuenta. Por el camino, precediendo al que narra, va un


chicuelo. Alguien que viste de color el mundo a medida que lo anda.

ROSALÍA ROMERO

A Carlos Portillo, in memoriam

258
259
En este trabajo trato la importancia de conocer e incorporar a nuestra comprensión
del conocimiento y de la cultura el legado de las filósofas, así como la exclusión, que
les ha afectado y afecta, de la historia de la filosofía hegemónica. Es ésta una tarea
que deriva, en parte, de la crisis del concepto de «historia» acaecida en el siglo que
más violencia conoció, el xx, pensado y revisado por movimientos de masa como el
sesentayochismo y el feminismo. De este último brota la revitalización y el desarrollo
del pensamiento crítico no-androcéntrico. Este concepto tiene una larga historia. La
palabra es más joven que su correlato extralingüístico. Y ambos - el significante y el
significado - han sido obviados por intereses ajenos a la reconstrucción de la historia
de las mujeres.

1. LA CRISIS DEL CONCEPTO DE «HISTORIA»

1.1. EL SESENTAYOCHISMO

El 68 es una fecha clave para el siglo xx y, también, para la historia del


pensamiento crítico. Para comprender, al menos en parte, lo que ha significado el
sesentayochismo tenemos que situarnos en la ruptura que realiza con el pasado
inmediato: políticas hegemónicas que incluían reiterados clichés de un pasado aún
más lejano. Ante esta ruptura se asume lo que ocurrió para pasar a explicarlo; y el
resultado es una renovación de las categorías explicativas, así como una
resignificación de las distintas comprensiones disciplinarias. Aquí está la historia. En
este contexto se revisan y se saldan cuentas con las comprensiones que habían
constituido los referentes de todo el desarrollo del pensamiento crítico.

A Hegel le debemos la comprensión de la historia como devenir, como proceso


dialéctico, pero ahora se le objeta el carácter progresivo de ese proceso, se cuestiona
la dialéctica como único recurso explicativo. A ello sumado que contra Hegel se
afirma que con la burguesía no termina la historia, afirmación que conlleva una
repulsa a los totalitarismos, legitimados por el último Hegel en su comprensión de la
Filosofía del Derecho. Es también objeto de crítica a su filosofía la ausencia de un
Sujeto que se autoconstituye mediante la voluntad. La filosofía marxista no vino a
solucionar esa deficiencia. Si bien el proletariado es un Sujeto humano, no un
Absoluto, no una Idea, éste se niega en las primeras décadas del siglo pasado a
desempeñar su rol histórico. Tal renuncia estuvo acompañada de otros muchos
acontecimientos que produjeron en los filósofos críticos un pesimismo cuya herida
impregnó, de forma notable, a quienes se vieron obligados a explicar ese tiempo,
entre quienes destaca la Primera Generación de la Escuela de Francfortl; el
proletariado no sólo renunció a liberar a la humanidad, sino que posibilitó el poder de

260
Hitler y se hizo cómplice y parte activa de la violencia vertida sobre tanta vida
humana desaparecida. Todo ello, sumado a otros muchos comportamientos
regresivos, provocó un cuestionamiento profundo de la idea de progreso y una crisis
de la «historia» que vino a tocar los pilares más primitivos de la misma: la
concepción lineal y providencialista del tiempo y de la historia que yace en la cuna de
la cultura judeo-cristiana. La concepción lineal judeocristiana del tiempo, del devenir,
abarca hasta las comprensiones más laicas como es la marxista.

No es de extrañar, después de todo lo dicho, que saliera a la palestra para ser


releído y repensado el crítico más demoledor de la cultura judeo-cristiana: Nietzsche.
Desde 1965 a 1970, Michel Foucault realizó una lectura sistemática del fundador del
método genealógico. Por ello bebía en su fuente cuando en 1973 en Río de Janeiro
diferenciaba entre una historia interna de la verdad y una historia externa de la
misma. Mientras que la primera hace referencia al modelo de la historia de la ciencia,
es decir, la que se autocorrige según sus propios principios de regulación, la segunda
pretende innovar los fundamentos de la disciplina. Foucault se define heredero de la
comprensión de la historia externa de la verdad.

Según Foucault, Nietzsche aporta una obra que registra un análisis de la


formación histórica del sujeto y un análisis de la formación histórica del saber. En el
texto «Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral»2 su autor defiende que no
existen condiciones que preexistan a las prácticas so cíales, ni siquiera el espacio y el
tiempo. El conocimiento pertenece al orden de la invención, no tiene origen, no está
inscrito en la naturaleza humana. El propio conocimiento implica relación de poder,
por ello forma parte de una historia externa de la verdad, porque ésta se ocupa de la
genealogía de la verdad, es decir, analizar el conjunto de prácticas que permiten los
dominios del saber. El filósofo francés del siglo xx valora que el filósofo alemán del
xix realiza una doble ruptura con la tradición occidental: la primera afecta a la teoría
del conocimiento con la teología. La segunda es la desaparición del sujeto en su
unidad y soberanía3.

Si bien la genealogía aporta el aspecto clave que constituye la práctica social, por
otro lado otorga un lugar privilegiado a la interpretación - Todo es interpretación de
un Sujeto que no existe, que no es Uno-, y ello tiene claras limitaciones para el
pensamiento que se ocupa de estudiar las relaciones de poder entre los sexos. El
sesentayochismo contaba con una obra, El Segundo Sexo de Simone de Beauvoir,
que muestra la Unidad-continuidad del sujeto de la dominación así como del sujeto
de conocimiento. El sujeto del conocimiento hegemónico, del saber transmitido con
el apoyo de las herramientas del poder político, es un sujeto varón. Por eso, a través
del análisis de los discursos de las ciencias empíricas, tanto sociales como naturales,
Beauvoir demuestra que el sujeto de los discursos hegemónicos excluye al segundo
sexo de su ámbito, quedando éste relegado a «lo otro». Beauvoir responde4 a la
pregunta de por qué las sociedades humanas son de dominación masculina: la
reproducción biológica forma parte del orden de la repetición, y es percibido no como
una acción, no como una actividad humana, sino como una función natural. Por el
contrario, los varones desde los propios orígenes de lo humano excluyeron a las

261
mujeres de las expediciones guerreras, creando el valor del «riesgo», pues ellos
arriesgaban continuamente la vida. En esta interpretación se otorgó más valor al
riesgo que a la repetición, por eso se valora más matar que dar la vida. Como
podemos advertir una lectura moderada de la genealogía de Nietzsche no es
incompatible con los orígenes de lo humano en Beauvoir: se trata de una serie de
prácticas que no tienen ningún lazo necesario con el instinto, sino que son claramente
el resultado de una práctica homologable a una relación de poder.

1.2. EL FEMINISMO: CRÍTICA AL ANDROCENTRISMO

El Segundo Sexo de Beauvoir es una obra de importancia capital en la historia del


siglo xx: su influencia ha alcanzado a todas las disciplinas que abordó; en todas ellas
se ha continuado con la crítica al androcentrismo. El lugar que el Feminismo ocupa
en la obra de Beauvoir es comparable al que ocupa la Metafísica en la obra de
Aristóteles: la Metafísica es «la ciencia de todas las ciencias»; en Beauvoir el
Feminismo es «el saber de todos los saberes». Aunque publicada en el 49 su
influencia no se hizo palpable hasta vistos los resultados del sesentayochismo. Como
Lidia Cirillo expresa: «Sin el 68 no se hubiera producido el feminismo como
fenómeno de masas, como movimiento de lucha»5. Y sin la dimensión de fenómeno
de masas, el feminismo hubiera quedado en círculos muy restringidos, en élites que ni
siquiera hubieran alcanzado el surgimiento del feminismo académico, novum de la
última ola, dentro de su carácter extensivo. Es precisamente aquí donde cobra sentido
y donde tiene lugar este trabajo: historiar a quienes habiendo producido importantes
tratados y aportaciones ineludibles al conjunto de la sociedad, están excluidas de la
memoria, e investigar y sacar a la luz los segmentos de historia no conocidos. Parece
que no hay filósofas, pero no es cierto: hay muchas. Mary Ellen Waithe lo demuestra
con la edición de la obra en tres volúmenes A History of Women Philosophers6.

El presente trabajo es una aproximación a la historia de las filósofas, a sus


aportaciones al saber y a los modos de exclusión que han caracterizado su lugar
marginal o inexistente en la historia de la filosofía hegemónica, impartida y
transmitida en el mundo de las instituciones educativas, tanto en sus diferentes
niveles como en el espacio propio de la academia. No cabe obviar que existen dos
datos de sumo interés que pueden dar mucha luz acerca de los mecanismos de
exclusión: a partir del siglo xv surge el fenómeno de la mujer erudita y en el mundo
de las artes y de las ciencias las mujeres son pensadas como posibles partícipes; por
otro lado, el xx es el siglo que vio a las mujeres acceder a todos los niveles
educativos, llegando a ser éste un fenómeno masivo, lo que nos permite la
comparación y la evaluación del carácter de las exclusiones.

Me parece que podemos trabajar con la hipótesis de que existe una prehistoria del
término «androcentrismo», es decir, que aunque no existía el término, se encuentran
voces que critican el no-reconocimiento y la noasunción de las aportaciones de las
mujeres. Y creo que se puede decir que se habla de ello como de una cuestión moral.
Así, Marie de Gournay, en Grief des dames7 (1626), se queja de las autoridades
masculinas de la tradición que desprecian las obras de las mujeres sin haberlas leído.

262
A finales del mismo siglo, encontramos la palabra de quien habla explícitamente de la
perspectiva masculina de los historiadores: la filósofa Mary Astell (16661731). Esta
autora, que publicó con el filósofo neoplatónico John Norris su epistolario, retrató a
través de sus propias palabras, la resistencia por parte de los historiadores a
reconocer, siquiera, las «grandes y nobles» aportaciones realizadas por mujeres. Dice
así: «Dado que los historiadores pertenecen al sexo masculino, rara vez se dignan a
registrar las grandes y nobles acciones realizadas por las mujeres; y cuando de ellas
dan noticia, lo hacen añadiendo esta sabia observación: aquellas mujeres han actuado
situándose por encima de su propio sexo. Y con esto podemos intuir aquello que
quieren hacer entender a sus lectores: ¡las grandes acciones no fueron mujeres
quienes las realizaron, sino hombres con falda!»8.

Gilman y Beauvoir son los dos referentes básicos para el uso de la crítica a la
comprensión androcéntrica. La crítica al androcentrismo suele estar regida por dos
ejes: lo femenino o lo genéricamente humano. Defender la excelencia o dignidad de
lo femenino, o analizar los mecanismos de exclusión de las mujeres de todo lo que es
considerado como lo genéricamente humano, son dos puntos de partida muy
diferentes de los feminismos filosóficos. El primer planteamiento es característico de
los feminismos de la diferencia y su referente puede ser fijado en Gilman; el segundo,
de los feminismos de la igualdad y su referente es Beauvoir.

Charlotte Perkins Gilman fue la primera que utilizó el término en el título de su


obra The Man Made Word or Our Androcentric Culture9 (1911). Los referentes
teóricos de Gilman son el darwinismo social y las ideas anarquistas de Kropotkin: en
sus escritos defiende la argumentación de que el androcentrismo es una fuerza
destructiva en la historia y podría ser reemplazado por un mundo «madre-céntrico»;
creía en el poder de la energía maternal como una fuerza social cohesionadora. La
visión matriarcal es expresada en su utopía Herland 1° (1915) y en The Home11
(1903).

La crítica de Beauvoir al androcentrismo es la comprensión sistematizada que ha


supuesto desenraizar los discursos concretos que han operado e influido en el
desarrollo de las existencias humanas, a las que más tarde se llamarán generizadas.
Cómo se construye «lo mujer» y cómo se construyen los discursos será la clave que
Beauvoir aporta al pensamiento crítico, derivando de ello una nueva metodología
adoptada en las distintas ciencias empíricas. Se puede estar más de acuerdo con la
propuesta de futuro de Gilman, pero no se puede negar que se está bajo la influencia
de la obra de Beauvoir. La autora de El segundo sexo demuestra magistralmente
cómo los discursos de la biología, del psicoanálisis, del marxismo, de la historia, de la
mitología, son construidos desde la perspectiva interesada de los varones. Realmente
es a partir de Beauvoir donde se encuentran las claves para ir deconstruyendo el
androcentrismo: en un primer momento, tener la pauta para investigar desde el punto
de vista - desde los puntos de vista - de las mujeres. La crítica y superación del
androcentrismo supone un cambio tan profundo que todavía no lo vemos en toda su
dimensión, porque somos partícipes del proceso que ha empezado. Distintas voces,
recogidas por Victoria Sau y también por Maggie Humm, han expresado la magnitud

263
del hecho de la superación del androcentrismo por analogía con las heridas que
supusieron para el narcisismo occidental Copérnico, Darwin y Freud12.

En este contexto, el feminismo se esfuerza por recuperar las aportaciones de las


mujeres a la historia. El feminismo filosófico ha abordado, en paralelo con otras
disciplinas, un quehacer caracterizado por distintos momentos:

1.La búsqueda de las perlas de la misoginia: consiste en sistematizar lo que los


filósofos de la historia de la filosofía hegemónica han dicho sobre «lo
mujer»13.

2.Trabajo arqueológico, que consiste en la búsqueda de los escritos de las mujeres


a lo largo de la historia.

3.Trabajo genealógico, que consiste en una ordenación de los textos y autoras. El


quehacer genealógico en el feminismo filosófico se aborda desde dos
perspectivas básicas: la primera forma es la que entiende por genealogía la
búsqueda de la ascendencia histórica para reconocerla como genealogía
femenina. El eje de referencia es lo femenino y su motivación es re-componer
la familia de las mujeres que, a lo largo de la historia, han participado en algún
tipo de polémica a favor del sexo femenino, a través de sus escritos. La
segunda forma de hacer genealogía es analizando el conjunto de prácticas que
han inducido y mantenido el estado de exclusión del sexo femenino de los
espacios concebidos como lo genéricamente humano, del mundo público. Un
tipo de práctica es el discurso filosófico.

2. HACIA LA CONSTRUCCIÓN DE UNA MEMORIA NO-


ANDROCÉNTRICA

2. 1. EN EL INTENTO DE CONSTITUCIÓN DE UN SUJETO MUJERES

En las fases de búsqueda de las perlas de la misoginia y arqueológica, a partir del


siglo xv, en Europa, encontramos un tipo de escritura y de debate público en torno a
lo que los clásicos han dicho sobre «lo mujer». Aristóteles y la Biblia eran objeto de
relectura y de réplica. La misoginia y el vituperio contra la mujer partían de la
creencia en las dos identificaciones tradicionales: como ser inferior, y como ser que
naturalmente tiende al mal14. El hecho de que existiera esta polémica es en sí mismo
positivo, pues a la misoginia y al sexismo se le dan respuestas que siempre pueden
constituirse en críticas de la experiencia y desde la experiencia. Pero ahora queremos
llamar la atención de lo que ocurría en Europa durante estos siglos: la Caza de Brujas.
Este fenómeno abarca desde el siglo xiv hasta el xvii, ambos inclusive. Su
localización geográfica se registra fundamentalmente en España, Francia, Italia,
Alemania e Inglaterra. Entre finales del siglo xv y principios del xvi se llevaron a
cabo muchos millares de ejecuciones. Este recrudecimiento de la política contra las
mujeres puede entenderse también como una reacción en contra de la Querelle des
femmes, inaugurada por Christine de Pizan. La última obra de esta autora fue una

264
apología de Juana de Arco15, quien dos años más tarde sería llevada a la hoguera, en
Ruán, bajo la acusación de bruja y hechicera, después de un largo proceso instigado
por la Universidad de París. Pizan comienza La cité des dames afirmando que
«filósofos, poetas, moralistas, todos -y la lista sería demasiado larga - parecen hablar
con la misma voz para llegar a la conclusión de que la mujer, mala por esencia y
naturaleza, siempre se inclina hacia el vicio»16. Pizan se pregunta cuáles podrían ser
las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, y
por qué no hay texto que esté exento de misoginia. Es a partir de la introducción de
estas cuestiones en la Querelle de la rose, comenzada recién nacido el siglo xv, que se
inaugura la Querelle des femmes, debate público en el que participarán ilustres
filósofas. Sus discursos están en clara contraposición con los argumentos vertidos en
el Malleus Maleficarum. Las filósofas de la Querelle se oponen a la lectura misógina
de la tradición y buscan otras tradiciones distintas: resignifican textos clásicos como
la Biblia o la obra de Aristóteles. Rechazan la realidad presente y utilizan como una
de sus armas la resignificación del pasado. Rechazan la tradición reconociendo otras
tradiciones.

Frente a los discursos que enfatizaban la identificación de mujer y mal, o


consideraban a la mujer como un ser inferior al hombre, emergen los denominados
«discursos de la excelencia», que responden a los argumentos de la maldad y de la
inferiorización y exaltan las virtudes femeninas. Christine de Pizan (1364-1430)
establece una cesura con los discursos de la excelencia porque adopta, en su
concepción de las mujeres, un punto de vista nominalista, es decir, no admite que
haya atributos que puedan ser adjudicados a todas las mujeres. Su obra La ciudad de
las damas (1405) tiene un lugar propio en el ámbito de los Womens Studies. Esta
filósofa y literata era de origen veneciano, pero sus padres se asientan en París,
motivo que permitió que a los quince años fuera casada con el señor que ejercía de
secretario de Carlos V de Valois. Pizan es la primera mujer que llega a vivir de los
libros que escribía después de enviudar a los veintiséis años. Su obra se compone
fundamentalmente de textos históricos y políticos - de instrucción moral, civil y
jurídica. Obviamente el lugar de Pizan era privilegiado; ello no desmerece la
versatilidad de su obra escrita, sino que la explica.

Pizan arremete contra la misoginia de Mateolo, Meung y también contra Ovidio,


que a su juicio tanto daño causó con su obra Ars amandi; contra Catón de Utica,
quien dijo que «con la mujer pasa lo mismo que con la rosa, que es agradable a la
vista, pero pincha con sus espinas escondidas». Aristóteles había sido traducido al
francés en la segunda mitad del siglo xiv (1374) por Nicolás de Oresme. La línea de
la autora de La ciudad de las damas se mantiene en una postura antiescolástica y se
enfrenta a la teoría aristotélica sobre los sexos, teoría que defendieron Alberto Magno
y Tomás de Aquino, y cuya influencia, en el siglo xiii, fue tan grande que supuso un
refuerzo importantísimo para quienes defendían las creencias misóginas y
paternalistas tradicionales. Aristóteles explicaba y legitimaba el orden social
jerárquico por analogía con el mundo natural. De este modo, la conducta de la mujer
era ordenada y definida por analogía con las hembras animales. Así, la mujer es más
blanda, más débil, más pequeña, menos musculosa, de cerebro más pequeño, menos

265
agresiva y tiene menos capacidad para defenderse, «y, en general, la hembra tiene
menos iniciativa que el macho y es de menos comida»17. En el modelo organicista
aristotélico se asigna un lugar al colectivo femenino (el oikos) y se prescribe una
política paternalista a causa de la presupuesta inferioridad de las mujeres y, como
consecuencia de ésta, su mayor vulnerabilidad. En el discurso ontológico aristotélico
la oposición materia/forma corresponde a los dualismos mujer/hombre,
naturaleza/razón. De este modo, el varón queda identificado con la forma y con la
razón, y la mujer con la materia y la naturaleza. Cabe destacar la preeminencia que en
la filosofía de Aristóteles tiene la causa formal sobre la causa material. La defensa de
la teoría monoseminal frente a la concepción biseminal, defendida por filósofos
presocráticos como Parménides o Empédocles, tiene en el Estagirita una función
política: «las mujeres son a-genealógicas, no transmiten la forma, son sólo un
accidente necesario para la procreación (...) Consecuentemente, su lugar en la polis es
secundario, no son auténticos sujetos»18.

Entre las mujeres vinculadas al Humanismo que participaron en la Querelle des


femmes destacaremos la figura de Isotta Nogarola (1418-1466). Esta humanista de la
Iltalia septentrional nos legó una obra en la que se oponía a la identificación de mujer
y mal, defendida por los teólogos que basaban sus argumentaciones en la Eva
pecadora presentada en el Génesis. Nogarola se opone a la interpretación hegemónica
de la teología y rebate la tesis que atribuía el origen del mal en el mundo humano -
dícese también el origen del trabajo, del sufrimiento y de la muerte - a la mujer. De
parí aut impari Evas atque Adae Peccatoi9 es un tratado que está construido en forma
de diálogo epistolar, contituyendo la reproducción del debate personal que su autora
mantuvo con Ludovico Foscarini, asumiendo cada uno de ellos, respectivamente, la
defensa de Eva y Adán. La discusión se articula mediante el recurso a las ideas
vertidas en la Biblia, en las obras de Aristóteles, Ambrosio, Agustín de Hipona,
Isidoro de Sevilla, Gregorio Magno, Pedro Lombardo y Tomás de Aquino. Percy
Gothein sostiene que, aunque la obra de Nogarola es una diatriba de las ideas
hegemónicas en la historia de la teología, es más pertinente catalogarla como una
especulación acerca de las relaciones entre hombres y mujeres que como un tratado
de teología20. Nogarola defendió su idea de la mayor responsabilidad de Adán, del
varón, en la Caída de la Humanidad, reinterpretando lo dado, es decir, invirtiendo la
lógica del esquema inferioridad-superioridad de los sexos. No se trata de negar lo
afirmado sino de construir un razonamiento deductivo distinto, para llegar a
conclusiones opuestas. Podemos decir que hay una aceptación de la idea primera pero
se invierte el razonamiento. En el siglo posterior encontraremos, en Lucrecia
Marinelli, una estrategia similar, y acompañada a la inversión del razonamiento se
encuentra una inversión en la valoración.

Lucrecia Marinelli (Venecia, 1571-1653)2' en su obra La nobiltck e l'eccellenza


delle donne codifetti et mancamenti degli nomini (1601) se confronta con la tradición
y con la historia desde la óptica y el espacio de una mujer usufructuaria del
Humanismo y del Renacimiento, así como de la realidad reactiva postridentina.
Platón y Plutarco serán autores muy bien considerados en su obra, mientras que hacia
Aristóteles manifiesta una ambivalencia que invierte la lógica de la valoración del

266
Estagirita. El mito matriarcal y guerrero de las amazonas es esgrimido por Marinelli
para defender la nobleza de la mujer. Además, recoge la herencia de los siglos xv y
xvi: la aportada por el mero hecho de la existencia del fenómeno de la mujer erudita,
por un lado, y la abundancia de elogios a la nobleza y dignidad de las mujeres, por
otro; para esto último fue muy recurrente la rememoración de las mujeres ilustres
habidas en la historia conocida. La propia dialéctica histórica dará luz, o mejor dicho,
mostrará sus sombras, con la aparición de fenómenos reactivos: en el caso que ahora
nos ocupa nos estamos refiriendo a Giuseppe Pass¡. Fue este autor un influyente
representante de la tradición misógina de la vituperatio mulierum. En su libro Los
defectos de las mujeres quedan expuestas diversas perlas misóginas. Su exacerbada
misoginia restaba credibilidad a aquellos modelos de mujer que habían servido de
estereotipo al continuismo patriarcal. Así, por ejemplo, Penélope pasa de ser símbolo
de castidad a ser una mujer infiel y corrupta. No cabe obviar que también esta
hiperexacerbación de la misoginia tuvo sus precedentes en la Antigüedad: el poeta
alejandrino, autor de tragedias, Licofrón de Calcis, utilizó para Penélope el apelativo
de «fornicadora» - arma ésta de degradación de una mujer muy recurrente en la
historia del patriarcado: la sexualidad percibida como degradación y no como
expresión de la libertad. A Passi no le faltaron antecedentes; pero tampoco le faltaron
a Lucrecia Marinelli y éste es el dato que queremos que sirva como un objeto
profundo del pensamiento, como un dato que ahora más que nunca tenemos que tener
en cuenta.

Plutarco, el autor de Mulierum Virtutes,1obra más conocida como De claris


mulieribus, es un referente clave para todos los tratados del llamado género «mujeres
ilustres»; la obra que lleva el mismo título de Boccaccio es un ejemplo de ello. Del
mismo modo es un referente ejemplar para las autoras que participaron en la Querelle
des femmes, como es el caso de Marinelli, que se enfrentó a la ferocidad de Passi. La
capacidad retórica de Lucrecia Marinelli fue enorme; en parte puede comprenderse en
la utilidad que extrae del aristotelismo para defender sus ideas. Marinelli cuestiona no
los hechos descritos y prescriptos por Aristóteles, sino la valoración que hace de
ellos. Según el filósofo, la virtud propia del sexo femenino es cuidar y su cometido es
conservar, el cometido de los varones es adquirir: mientras que lo primero está
asociado a la pasividad, lo segundo va unido a la actividad. Marine111 invierte la
valoración de la función femenina y sostiene que conservar es una actividad positiva
que no cabe considerarla inferior al arte de adquirir. Por otra parte, destacaremos que
Marinelli utilizó la argumentación a nomine para rebatir a su adversario
contemporáneo: este tipo de argumentación atribuye a las palabras capacidad para
significar. Esta idea y práctica marinelliana debe ser explicada por el contexto
histórico, en el cual la polémica etimológica sirvió como fuente de argumentaciones y
contraargumentaciones. Faltaría algún tiempo todavía para que la lingüística nos
enseñara que la relación entre el significante y el significado es meramente arbitraria.
Mejor suerte prospectiva ha corrido su osada inversión valorativa. En este contexto
hemos de recordar que tales argumentaciones son muy similares a las defendidas en
los feminismos contemporáneos por Carol Gilligan en su Ética del Cuidado o
Victoria Camps en su Ética de la Dignidad.

267
2.2. GENEALOGÍA DE LA EXCLUSIÓN

La exclusión es una práctica que tiene carácter multiforme y se da en diferentes


órdenes y ámbitos de la realidad social, política, simbólica y psicológica. En el primer
orden que se da la exclusión de las mujeres en la histo ria de la filosofía es en la
fundamentación de los sistemas filosóficos; es una exclusión que se ejerce
traicionando los principios de la filosofía propia. Así, podemos recordar a Rousseau,
teórico del Contrato Social, a quien Mary Wollstonecraft22 le critica la contradicción
en la que incurre cuando excluye a las mujeres del derecho al pacto. Del mismo
modo, observamos cómo bajo la rúbrica de la misoginia romántica23 entran a formar
parte pensadores de distintas filiaciones filosóficas que coinciden, exactamente, en
cambiar sus parámetros de lo humano - bien naturalizando el sexo femenino, bien
mediante otras distorsiones - cuando se trata de hablar de las mujeres. Es en los
discursos filosóficos aludidos donde se proscribe y se prescribe roles a la mujer: se
defiende en ellos un patriarcado que divide sus espacios generizadamente en privados
y públicos. Son discursos construidos para legitimar un orden social, reforzarlo o
refundarlo. La rigidez de los espacios ha permitido que la exclusión más brutal de las
filósofas en la historia sea negándoles la entrada en las instituciones educativas o en
el mundo de la academia; una vez que algunas mujeres han accedido a lo público y
han tenido un lugar sobresaliente, se les ha impedido la realización de estudios o se
han visto obligadas a llevar una vida solitaria, con lo cual la transmisión de sus
pensamientos y obras es aún más dificultosa. Muchas de ellas han sido objeto de
duras críticas, infundadas, pero sobre todo delatadoras de la continuidad y la vigencia
de muchas de las heterodesignaciones, como diría Amelia Valcárcel, que ya estaban
en la Grecia antigua.

A pesar de ello ha habido filósofas. ¿Cómo se han presentado a sus


contemporáneos? En bastantes ocasiones, mediante un pseudónimo; y cuando han
publicado con sus propios nombres nos encontramos con fuertes resistencias para el
reconocimiento, apelando a argumentos naturalistas para justificar la incredulidad
ante la autoría femenina. Además, como figuras históricas, se las muestra
incompletamente: son proscritas a otras disciplinas. Éstas son algunas de las
exclusiones que se encuentran; pero queremos llamar la atención de que la evolución
y el desarrollo que ha experimentado el feminismo, así como los Women's Studies,
no han fisurado, en el grado que sería razonable, el monoseminalismo cultural. La
exclusión puede llegar a ser semi-intencional o inconsciente, pero el resultado es que
ni en el ámbito de los Estudios de Género se ha integrado lo que las grandes filósofas
han aportado al saber humano. Me refiero, obviamente, a las conocidas, a las
contemporáneas. Veamos a continuación algunas modalidades de exclusión de las
filósofas habidas entre los siglos xv y xx.

2.2.1. Negar el acceso a los estudios

En el marco del fenómeno de «las mujeres eruditas», acaecido en Italia en el siglo


xv y expandido por Europa occidental durante el siglo xvi y parte del xvii, se
encuentran flagrantes restricciones formativas para ellas. Tales restricciones no se

268
concretan siempre en prohibiciones directas, pero la velada animadversión por parte
de los varones hacia la integración de las mujeres cultas en sus espacios, tiene iguales
consecuencias que la prohibición coercitiva. Éste es el caso encontrado entre los
humanistas del siglo xv; la hostilidad subliminal, en muchos de los casos, hacia las
mujeres eruditas fue la causa de que insignes pensadoras fueran relegadas al retiro, en
el mejor de los casos, prematuro y no producto del ejercicio de su libertad. Se trata de
apartar a las mujeres cultas de los caminos de la preparación en cuestiones que se
muestran y ejercen en el mundo de lo público. La no aceptación de las mujeres
pensadoras en el mundo público es argumentada en el siglo xv de la misma manera
que lo había sido desde el mundo griego. Así Leonardo Bruni en el diseño de su
currículo, en 1405, argumenta la prohibición de la Retórica a las mujeres, de la
misma manera que se hacía en la Grecia clásica, pasando por Roma y el cristianismo
eclesiástico; en todo caso el silencio, el estar callada, era un gran adorno. De la
exclusión del estudio de la Retórica en el currículo de Bruni fue objeto la pensadora
humanista Isotta Nogarola, estudiada por Rosa Rius.

2.2.2. Pseudonimias

Se conocen prácticamente casos de pseudonimias en todas las disciplinas del


saber; pero parece que en filosofía se expresa significativamente la resistencia a
mostrar el nombre propio cuando se trata de filosofía y sujetomujer. No por
casualidad la considerada primera obra explícitamente filosófica escrita por una
mujer pertenece a una religiosa dominica que optó por una vida que no fue ni el
matrimonio ni el convento. Abandonó los hábitos y se dedicó a la lectura y la
escritura. Se trata del Tratado de la moral y de la política (1693)24, de la filósofa de
la libertad del siglo xvii, Gabrielle Suchon (Semur-en-Auxois, 1631-1703), publicada
con el pseudónimo G. S.Aristophile. Séverine Auffret nos presenta25 a Suchon más
como una filósofa del Siglo de las Luces que del Siglo Barroco; para ello establece
una analogía entre Suchon y Locke, quien en su Tratado del gobierno civil aborda la
cuestión de la diferencia sexual, a favor de las mujeres, en contra del patriarcalista
Filmer. Frente a la defensa que éste hacía del «derecho de los padres», Locke
homologa el «derecho de las madres» sobre los hijos al primero, aunque no
contempla ni el derecho de la hija, ni el de la mujer sola, considerada más allá de su
rol reproductor en el espacio familiar. Esta fisura lockeana será resuelta en la obra de
Gabrielle Suchon, a quien le debemos fecundas ideas con una gran influencia en el
mundo contemporáneo, a juzgar por el estado de la cuestión: Tratado del celibato
voluntario (1700). En ella reivindica la puesta en marcha de un estatuto autónomo de
«celibato voluntario», exterior a cualquiera de las alternativas ofrecidas a las mujeres
en aquella época: el estado de matrimonio y el estado religioso2C. Se encuentra una
figura coherente en pensamiento y vida: desobedeció una sentencia del Parlamento de
Dijon que la obligaba a volver al convento. La obra de esta filósofa se ha recuperado
gracias a que se encontró un libro de un historiador de la región en la que había
nacido y vivido: Diccionario de los autores de Borgoña, publicado después de la
muerte de su autor, el Abad Philibert Papillon (1745). La recuperación de la obra data
de 1975 y se debe al trabajo de investigadores e investigadoras feministas 27

269
Todavía en el siglo xrx encontramos pseudonimias en mujeres que han estudiado
en la Universidad y que fueron contemporáneas de los filósofos de la misoginia
decadentista: un caso paradigmático es Lou Salomé. Esta pensadora publicó su
primera novela filosófica, En busca de Dios (1885), con el pseudónimo de Herni Lou.
Posteriormente publicará Ruth, obra en la que desvela su propio nombre.

2.2.3. Ahistoricismo

Con esta calificación voy a referirme al caso Sabuco: apellido de Miguel Sabuco
y de su hija, Oliva Sabuco de Nantes y Barrera. Esta mujer fue la autora de la obra
Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, publicada en Madrid en 1587, bajo el
reinado de Felipe II. Escrito de gran impacto entre sus contemporáneos (en 1622
contaba con cuatro ediciones), ha sido más valorado en la historia de la medicina que
en la historia de la filosofía. Benito Jerónimo Feijoo la leyó y admiró, pero la edición
que hizo el Dr. Martín Martínez (1728) en vida del fraile benedictino feminista tuvo
que dedicar, en su prólogo, algunas páginas para combatir a quienes negaban que una
mujer pudiera haber escrito el libro al que nos referimos. El hecho de que haya sido
más valorada en medicina que en filosofía puede deberse también a que su
comprensión del ser humano no pertenece a la corriente de pensamiento que se
impondrá después: es monista, frente al dualismo desarrollado en la filosofía
cartesiana. La exclusión definitiva de la historia de la filosofía se debe a la fidelidad
acrítica de quienes se han tomado al pie de la letra el documento encontrado en 1903
por el registrador de la propiedad de Alcaraz, en el cual expresaba Miguel Sabuco ser
él el autor del libro y no su hija, a quien había cedido la autoría para darle la honra.
Los fieles a este documento no se han preguntado qué motivaciones ocultas pudo
haber para la realización de este hecho; no han tenido en cuenta que la honra -
tradúzcase fama - no era lo mejor que se le podía atribuir a una mujer, en una etapa en
la que las participantes en la «Querelle des femmes», en Europa, ponían todas sus
energías en desactivar las identificaciones milenarias de mujeres y mal, habida cuenta
de que era un potente argumento para los inquisidores. Mary Ellen Whaite sostiene la
tesis de que dicho documento no prueba la veracidad de lo expresado28, tesis
mantenida en la edición reciente en lengua inglesa. Por mi parte, me parece que hay
que trabajar en la hipótesis de que dicho poder notarial fuera escrito con la intención
de proteger a Oliva, ante la posibilidad de ser acusada de brujería29.

2.2.4. Proscribir al ámbito de otras disciplinas

En la historia de la filosofía, la ausencia de mujeres filósofas a menudo se debe a


que las pensadoras han sido expresamente proscritas al ámbito de la literatura; y este
destierro se aplica a sus obras filosóficas. Nos encontramos en la actualidad con el
fenómeno que ya denunciara Marie de Gournay en el siglo xvii: el desprecio de las
autoridades masculinas de la tradición hacia las obras de las mujeres, sin haberlas
leído. Este desprecio puede presentarse bajo diversas formas, es decir, tiene carácter
histórico: nombrar no implica necesariamente reconocer, autorizar. Así, por ejemplo,
un libro de texto que ha circulado hasta hace muy poco tiempo en los institutos de
Enseñanza Media (ahora Secundaria) se refería a El Segundo Sexo de Simone de

270
Beauvoir, una de las mejores obras filosóficas del siglo xx, de la siguiente forma:
Simone de Beauvoir, la compañera de Sartre, es la autora de una obra de literatura, El
segundo sexo. Observemos que el libro de texto al que aludo no es un manual de
literatura, sino de filosofía. Los otros casos a los que vamos a referirnos también
pertenecen a autoras en lengua francesa: Christine de Pizan y Marie de Gournay,
siglos xv y xvii respectivamente. Pizan es la fundadora de la Querelle des femmes. En
la actualidad está presente en historias del feminismo. En lo que se refiere a la
historia de la filosofía, se omite su legado, lo cual obstaculiza la construcción de una
sinopsis completa del siglo xv, así como de las relaciones entre la ética y la política
en el paso de la Edad Media a la Edad Moderna. Entre los escritos políticos de C.De
Pizan destacaremos los publicados en primer lugar, al mismo tiempo prácticamente
que La Cité des Dames: Lettre á Isabelle de Baviére y Le livre du corps de policie. La
regencia de Isabel de Baviera se debió a la imposibilidad de sucesión de Carlos VI a
la muerte de su homónimo predecesor, en un contexto histórico en el que las guerras
de Orleans y de Borgoña se sumaban a toda la problemática arrastrada por «la gran
depresión» que supusieron la peste, el hambre y la guerra a lo largo del transcurso del
siglo xiv. El Livre du corps de policie es un tratado que, por la temática que aborda y
cómo la aborda, sitúa a Pizan en un lugar privilegiado en la historia del pensamiento
político de Occidente: tratado de moral política y social dirigido a colectivos distintos
según sus tres partes: la primera es dirigida a los príncipes, la segunda, a nobles y
caballeros y la tercera a todo el pueblo, donde están incluidos sabios, clérigos,
ganaderos, mercaderes y labradores. Se estima que con esta obra de Pizan nos
encontramos ante un tipo de tratado político que llega a su máximo auge durante el
Humanismo, sirviendo de precedente de lo que será una tarea clave para los ideólogos
del Renacimiento: la concepción de una ética aplicada a la política imperial30. En
esta autora se trata de una ética política basada en la ética aristotélica: Pizan sostiene
que «debe amar(se) el bien público y el cumplimiento del mismo más que del suyo
propio, según la doctrina de Aristóteles en su libro De Política» 3i

Marie de Gournay, discípula de Montaigne, ha sido relegada al «Olvido» durante


mucho más de tres siglos; sus obras Égalité des hommes et des femmes (1622) y
Grief des dames (1626) han permanecido guardadas hasta nuestros días en la reserva
de la Bibliothéque Nationale de París. Marie de Gournay participó en la vida de los
salones que en el siglo xvii dieron lugar al movimiento conocido historiográficamente
como el Preciosismo32. Gournay tematiza en Griefdes dames, como ya antes lo había
hecho en Égalité des hommes et des femmes, la igual capacidad intelectual de
mujeres y hombres. En su obra se encuentra una denuncia de la falta de libertad, de la
imposibilidad de ejercer cualquier tipo de poder y de la privación de acceso al saber,
estados de existencia que definen la vida de las mujeres; expresa explícitamente su
concepto de igualdad de la siguiente forma: «Me contento con igualarlas a los
hombres: la Naturaleza se opone también en este aspecto, tanto a la superioridad
como a la inferioridad.»

La relación de las mujeres y el poder lo enfoca M. de Gournay a partir de la crítica


a la Ley Sálica. Aborda el conocido argumento de que el sexo femenino tiene «un
cuerpo verosímilmente menos apropiado para las armas, por la necesidad del

271
embarazo y de la crianza de las criaturas». Además, Gournay se pregunta cuánto
tiempo haría que el Estado, en Francia, se hubiera desmoronado si no hubieran
inventado las regentes, como equivalentes a los Reyes durante la minoría de edad33;
rebate el argumento de la fuerza física para explicar la discriminación de las mujeres.
Dice así: «Las fuerzas corporales son en última instancia unas virtudes tan bajas, que
la bestia tiene más por encima del hombre que el hombre por encima de la mujer»34.
La igualdad de los sexos, en Gournay, es argumentada a partir de la autoridad de
Dios, de la Biblia y de la Iglesia: invierte toda una lógica, pero no se desmarca de
explicaciones basadas en la autoridad de los textos sagrados, como fidedigna
representante de la querelle des femmes.

Como podemos observar importantes pensadoras se encuentran incluidas en el


campo de la literatura y no en el de la filosofía. Cabe pensar que esta resistencia a
incluirlas en el corpus filosófico se debe, al menos en parte, al carácter más
directamente político de esta última y, por tanto, con más capacidad de influir en la
realidad social. Quedan así recogidas en el mundo de la literatura, en el ámbito de las
artes, donde el papel de la imaginación tiene más legitimidad; pero claro, también
ello presupone una más fácil deslegitimación de la crítica a lo real.

2.2.5. Difamación o denigración de la fama

La exclusión de lo digno, de lo loable, afecta a las filósofas por su condición de


mujeres, una vez más, de forma contrapuesta a los varones; o dicho de otro modo: la
percepción colectiva diferencial de varones y mujeres y los prejuicios arcaicos que
ello conlleva actúan en detrimento de la emancipación del colectivo femenino; aquí
nos vamos a referir a los obstáculos que ello puede reforzar contra la relevancia y
normalizada integración de las mujeres en el mundo público. Es éste un problema con
raíces arcaicas, con orígenes en la cuna de la cultura: en el caso de Occidente, en la
mitología y en la sociedad griega. No en vano Esquilo creó a Clitemnestra,
presentada de acuerdo a cómo eran percibidas en el siglo v a.C. las mujeres cultas: la
actividad intelectual en la mujer era vista como transgresión acompañada, en la
mayoría de los casos, «de otra transgresión o excepcionalidad en el terreno sexual» 3s

En la historia del patriarcado el brillo público de insignes filósofas se ha visto


minado o entorpecido por la difamación a través de asuntos relacionados con su vida
íntima. No está de más recordar, en este momento, que en escritos clásicos,
pertenecientes al Feminismo Radical, se afirma que un rasgo definitorio de los
sistemas patriarcales es el control de la sexualidad de las mujeres. En el caso de las
filósofas este hecho ha afectado, por ejemplo, a Issota Nogarola y a Flora Tristán.

En torno a Nogarola se fabricó una calumnia que afirmaba que había tenido
relaciones sexuales con sus dos hermanos. El calumniador resaltaba, además, que la
«excepcional erudición» de esta filósofa estaba en sintonía con su «excepcional
sexualidad». Cuatrocientos años más tarde, también Flora Tristán sufría un intento de
denigración. Esta mujer, autora de Paseos en Londres (1840) y Unión Obrera (1843),
fue objeto de violencia por parte del abogado republicano que defendió a los canuts

272
de los disturbios de Lyon de 1834; el abogado defensor del movimiento obrero, en
complicidad con el homicida y ex-marido de Tristán usó, en la defensa que ejercía,
pasajes de las novelas de esta pensadora socialista y feminista para condenarla por su
«inmoralidad» 3I

2.2.6. No incluirlas en las tradiciones de pensamiento ni genealogías

Este tipo de exclusión pertenece a tradiciones enmarcadas dentro de la crítica


revolucionaria, en círculos academicistas del siglo xx y, por último, en el
pensamiento no androcéntrico contemporáneo. Se trata de una modalidad de
exclusión muy compleja en lo que se refiere tanto a su constante y polimorfa
reproducción como a su abolición.

El primer caso que queremos dar a conocer es la existencia del significado de


plus-valía37 en la obra de Flora Tristán (1803-1844), concepto utilizado por Engels38
para situar a Marx como el filósofo que inaugura el socialismo científico, frente a los
socialistas utópicos, porque da en la clave de cómo se ejerce la explotación en el
sistema capitalista, es decir, la explicación del mecanismo. Flora Tristán no utilizó
ese término, pero, como sabemos, la relación entre significado y significante no es de
necesidad, sino pura contingencia, incluso tratándose de raíces etimológicas: de
cualquier modo, el significante está separado desde el origen del correlato
extralingüístico; el que une es el sujeto. Flora Tristán no es asumida en la tradición
socialista por las aportaciones que hizo, que fueron muchas, sino por lo que cabe en
el reducido imaginario masculino sobre las mujeres. En ningún momento se ha
abordado que la clásica aportación debida al padre del marxismo, se encontraba ya en
una pensadora y militante política inmediatamente anterior: la socialista Flora
Tristán, que también diseñó lo que serían los sindicatos y partidos obreros.

Si nos trasladamos en el tiempo, un siglo después, nos encontramos con la escuela


de Ortega y Gasset, donde se encontraba María Zambrano. Esta filósofa que estuvo
cuarenta y cinco años exiliada de España, pensaba que hubiera llegado a Catedrática
de Universidad si no hubiera tenido que partir. Discípula de Ortega y Gasset y de
Zubiri descubrió la esperanza «bajo la hermosa distinción de "ideas" y "creencias" de
Ortega», hecho que fue muy exitoso entre algunos otros discípulos y colegas de la
filósofa española del siglo xx. En el exilio, María Zambrano llegó a conocer la
publicación de La espera y la esperanza de Laín Entralgo sin que fuese citada por este
autor en una sola línea, como ella misma relató en un texto inédito 9 .

Medio siglo más tarde, en el contexto de las investigaciones no androcéntricas,


seguimos encontrándonos con un significativo desconocimiento de las aportaciones
de las filósofas al saber. Marvin Harris40, en su obra Nuestra especie, cincuenta años
después de que Simone de Beauvoir publicara El segundo sexo, expone la misma
explicación que la filósofa francesa a la pregunta por qué las sociedades humanas son
patriarcales y no matriarcales: la razón estriba en el hecho decisivo de la exclusión de
las mujeres de las expediciones guerreras. Los trabajos de este antropólogo están
citados en numerosísimas notas a pie de página de los estudios de género,

273
precisamente, por ser un investigador que ha operado con la variable sexo en sus
investigaciones antropológicas, y tener una obra detrás, verdaderamente,
extraordinaria. Este tipo de ausencias no podemos catalogarlas como resultado de una
voluntad intencionada, sino como efecto metaestable del sistema de conocimiento de
dominación masculina, delatador de la profunda incrustación de la memoria
androcéntrica, de la que no cabe esperar que sea minada solamente por el paso del
tiempo, sino que necesita de otro tipo de estrategias en las que tenemos que ir
pensando. Se trata de incidir en el inconsciente colectivo simbólico, pero ello requiere
de un sinnúmero de prácticas y de un grado tal de abstracción y de voluntad política
que necesita de muchas pensadoras y pensadores solidarios.

3. ¿QUÉ APORTA LA HISTORIA DE LAS FILÓSOFAS A LA HISTORIA DE LA


FILOSOFÍA?

Las aportaciones del feminismo a la historia de la filosofía, en una medida


considerable, son las mismas que han generado una crisis de paradigmas en las
ciencias humanas: no sólo ha cambiado el objeto de estudio sino también la
metodología, cuestionando, en palabras de Sheyla Benhabib, «la supuesta neutralidad
de su terminología teórica o las pretensiones de universalidad de sus modelos y
metáforas»41. Asimismo, el feminismo ha im pugnado al sujeto del discurso
filosófico, sobre todo por su ilegitimidad. Tal ilegitimidad viene generada por la
aludida pretensión de neutralidad cuando, en realidad, tal imparcialidad es una ficción
delatadora de una historia de la filosofía hegemónica, en virtud de que el sujeto de
ésta es un sujeto privilegiado, con una mirada de la realidad y de la historia sesgada
por su propio interés. Celia Amorós sostiene que no se puede decir, sin
puntualización, que el varón sea el sujeto del discurso filosófico en la medida en que
no todos los varones tienen el mismo poder o los mismos privilegios; ahora bien, sí
que son éstos los destinatarios, en tanto que identificados como el género son
percibidos como los sujetos - el sujeto - con capacidad de elevarse a la
autoconciencia42. La autora de Hacia una crítica de la razón patriarcal, refiriéndose al
discurso filosófico hegemónico, afirma que éste es un discurso patriarcal «elaborado
desde la perspectiva privilegiada a la vez que distorsionada del varón».

Historiar a las filósofas, sus aportaciones al saber y su contribución a la mejora de


las condiciones de vida de muchos seres humanos, y del mundo en general, es una
tarea feminista. Una tarea feminista con implicaciones en diferentes órdenes: moral,
político, epistemológico, histórico y estético. En lo moral, porque se hace justicia
contra la exclusión del «otro», se reconoce y asume la existencia de su espacio,
poniéndonos en su lugar y constituyéndolo como un sujeto hablante y un sujeto que
ha actuado, en la medida en que su aportación está en nuestras vidas. En lo político,
porque se visualiza que la exclusión es homologable a un tipo de ejercicio del poder
patriarcal. Epistemológico, porque reconocer o aprender el legado de sus escritos y de
sus vidas induce a reorganizar el conjunto de conocimientos; esta reorganización de
conocimientos tiene sus implicaciones en lo histórico: afecta a las periodizaciones de
la historia de la filosofía. Así, Alicia Puleo43 sugiere que el pensamiento de la
sospecha no nace históricamente en el siglo xix; en el siglo xv se observa cómo se

274
fundamentan el contenido y las quejas vertidas en La ciudad de las damas: Pizan
introduce la sospecha en el sujeto de conocimiento, en la relación interesada del
sujeto con el contenido del discurso.

Quisiera ahora distinguir entre historiar a las filósofas y lo que Genevieve Lloyd
llama hacer una historia feminista de la filosofía. Me parece que historiar a las
mujeres filósofas y a sus contribuciones es una parte de la historia feminista de la
filosofía. Lloyd se refiere a la utilidad que encuentra en el debate Foucault-Habermas
sobre la filosofía kantiana; aunque entre ambos hay conocidas diferencias, existe el
importante acuerdo de que en Kant se da la convergencia de lo filosófico y lo
político. En Kant hallan un modelo de filosofía que involucra al sujeto a «implicarse
políticamente en un presente único»44. Un presente acuciado por problemas sociales
y políticos en el que el filósofo está desafiado a intervenir, a posicionarse. Por lo
tanto, no es un sujeto que se sitúa fuera del tiempo, sino que se involucra en su
tiempo porque su presente es distinto a otros momentos históricos. Creo que Lloyd
acierta al identificar la tarea feminista de re-historiar la filosofía a partir de la
profunda convicción de la convergencia de lo filosófico y lo político. En este sentido
sí que es útil el denominador común de Foucault y Habermas, pero hay claves para
una historia feminista de la filosofía que sólo pueden surgir del propio pensamiento
feminista.

La historización de la exclusión muestra constantes cuyas hipótesis explicativas


son de difícil localización. Se requiere un gran esfuerzo de abstracción y de praxis
política. Hemos tenido la oportunidad de saber que desde el siglo xv hay un trabajo
ininterrumpido de valoración del legado de las mujeres, pero también hay una
práctica ininterrumpida de exclusión de todos los espacios desde donde se transmiten
los Saberes con trascendencia en la totalidad de lo real. El conocimiento de las
aportaciones de las filósofas a la historia plantea una serie de reestructuraciones
importantes en los propios fundamentos de la historia de la filosofía,
reestructuraciones que vienen exigidas por la renovación conceptual. En este contexto
hemos de advertir la importancia de diferenciar impacto e influencia. Existen
importantes obras de filósofas que no han tenido impacto, pero su influencia posterior
ha sido enorme. Como ejemplo de ello tenemos El segundo sexo de Simone de
Beauvoir45, el Tratado del celibato voluntario de Gabrielle Suchon. Necesitamos
conocer estas obras para interpretar el presente; es decir, que no sólo nos ayudan a
comprender la sociedad en la que vivieron sus autoras, sino las raíces e inquietudes
de muchos de los aspectos que caracterizan hoy nuestro mundo. Y es que el legado
real de nuestro mundo es biseminal; ni siquiera la exclusión sistemática ha hecho
posible la inexistencia de escritos filosóficos de mujeres. El problema es cómo se
integra la aceptación de que nuestro mundo no es el resultado monoseminal de
producción de una cultura: la resistencia es contundente; como mínimo sabemos que
se activó ya en tiempos de Plutarco y que ni siquiera en el intento de la construcción
de un sujeto mujeres ha sido posible. Queda mucho para que la presentación
monoseminal de nuestro mundo se vea fea, poco estética. Y aquí llegamos a las
implicaciones que historiar a las filósofas tiene en el orden estético: no sólo es
necesario integrar las aportaciones de las mujeres a esta disciplina, sino conseguir que

275
la reproducción del monoseminalismo cultural llegue a verse ridícula. Quizás quede
mucho por pensar para que la humanidad llegue a un periodo biseminal de
comprensión de la cultura, pero de entrada es el momento de plantear la necesidad de
que en los planes de estudio de la Licenciatura de Filosofía haya una asignatura
obligatoria sobre la Historia de las Filósofas, así como introducir a las mujeres
filósofas en las programacio nes de las asignaturas del Bachillerato. Las
problemáticas históricas pueden comenzar a solucionarse si muchas voluntades se
hacen cómplices, complicidad que tiene que nutrirse del apoyo de los poderes
políticos. Han sido estos poderes los que han obstaculizado, en muchas ocasiones, la
visibilización de las pensadoras. ¿Pasará el siglo xxi a la historia como el alba de una
planetaria comprensión biseminal de la cultura?

CARMEN GARCÍA COLMENARES

276
1. LA SEGREGACIÓN DE LAS MUJERES DEL CONOCIMIENTO Y LA
ACADEMIA

Desde hace algunos años, a través de los denominados Women's Studies,


asentados en el ámbito universitario, se viene revisando la construcción androcéntrica
de las diferentes disciplinas académicas, siendo las más expuestas a la crítica las
pertenecientes al campo de las humanidades y ciencias sociales, aunque existe ya una
cierta tradición en el cuestionamiento de las denominadas ciencias experimentales y
tecnológicas. Asimismo, si bien la psicología feminista anglosajona tiene una cierta
tradición universitaria, en nuestro país es más reciente y todavía existen resistencias y
reticencias al análisis del comportamiento humano bajo el prisma de la perspectiva
critica de género (Barberá, 1998; Jayme y Sau, 1996).

No pretendemos en este artículo hacer un análisis en profundidad del


androcentrismo en el ámbito académico de la psicología actual, lo cual excedería los
límites que nos hemos dado. Nuestros esfuerzos van a encaminarse a cuestionar los
planteamientos sesgados de la disciplina con relación al género, desde sus inicios,
destacando la invisibilidad de las aportaciones de las psicólogas pioneras y las
barreras que tuvieron que superar (impedimentos para acceder a los estudios
universitarios, falta de reconocimiento...).

A la hora de revisar las aportaciones de las mujeres en el ámbito del conocimiento


y la cultura, es necesario realizar un doble ejercicio deconstructi vo-reconstructivo tal
como propone Rosa María Rodríguez Magda (1997). Deconstructivo en relación a la
universalidad de los modelos históricos que han desarrollado las disciplinas que
invisibilizan y excluyen a las mujeres. Y reconstructivo, al permitir fijar las bases
para rastrear y construir una genealogía de mujeres. Para ello intentaré a lo largo de
estas líneas: - indagar la concepción de autoridad, y su relación con la creación de
genealogías femeninas, lo que conllevaría la revisión del canon textual y académico; -
analizar el papel jugado por diferentes teorías (filosóficas y médicas, entre otras) en la
consideración de las diferencias de carácter intelectual y moral que se han plasmado
en el ámbito de la psicología a la hora de legitimar las diferencias entre mujeres y
hombres; y rescatar las voces emergentes de mujeres que cuestionaron los
planteamientos androcéntricos de la disciplina.

Con relación al término de autoridad debemos atenernos, en primer lugar, a su


etimología latina (augere) que significa capacidad para hacer crecer, en lugar de la
acepción más usual relacionada con el poder, que justifica el saber en función del
poder que se detenta. Esta última concepción ha llevado a oponer autoridad frente a

277
crianza, dando el papel de creadoras de vida para las mujeres y asignando el
intelectual a los varones (Gore, 1 996). Una acepción más reciente plantea la relación
de autoría y autenticidad, que destacaría el posicionamiento firme ante las propias
experiencias (empowerment).

El análisis de la autoridad femenina se puede entender por tanto como: «...una


reflexión sobre las formas de mediación simbólica que hace referencia a las mujeres
que han dejado huella de su pensamiento y de su acción en diversos campos de la
ciencia. La autoridad como categoría de análisis permite reflexionar con mayor
complejidad sobre el papel de las científicas y el trabajo de recuperación de las
aportaciones que ellas hicieron al conocimiento a lo largo de la historia» (Solsona,
2001: 101).

Pero, como señala Pilar Ballarín: «Quién confiere la autoridad ¿Cómo se accede a
ella? ¿Qué mecanismos existen para ser reconocido/a como tal? No voy a negar la
formación y la capacidad intelectual de muchos grandes maestros, pero tampoco
podemos obviar que esa autoridad se alcanza a través de mecanismos precisos que
llevan al reconocimiento universitario y social, y que se traduce en su entrada en el
mundo de los iguales, los que influyen y controlan el mundo universitario» (Ballarín,
2001: 267).

Para esta autora, algunos de estos mecanismos de reconocimiento académico


tendrían que ver, en primer lugar, con la pertenencia a una escuela, grupo o red bien
situado, con capacidades de conexión y recursos. En segundo lugar, con la
planificación de la carrera ya que es de vital importancia el partir de objetivos claros
que faciliten la entrada a una determinada escuela o grupo de poder. Otro de los
mecanismos citados por Ballarín hace referencia al control de equipos de
investigación donde la rentabilidad de los trabajos es más fácil al contar con personas
reconocidas y con buenas relaciones con otros departamentos y universidades. Y por
último total liberación de cargas familiares, contando con apoyo de otras personas
que resuelvan las cuestiones relativas al ámbito privado doméstico. Hay que tener en
cuenta de que estamos hablando de dos instituciones voraces: el trabajo y la familia
(Acker, 1995). Quienes tienen responsabilidades familiares están en desventaja si es
la carrera de dos personas (Acker, 1995). No es necesario estar casada o tener una
pareja estable para tener responsabilidades familiares (pensemos en el cuidado de
personas ancianas, por ejemplo) que los varones con apoyo de miembros femeninos
no suelen tener.

La autoridad femenina, en principio, aparece por tanto como anomalía, las felices
anomalías que comenta Enrichetta Susi (1998), pero que históricamente la psicología
se encargó de convertir en patologías. Así, podemos ver cómo bien entrado el siglo
xx, se habla de la correlación entre alta capacidad intelectual y el encogimiento de
ovarios (Hare Mustick y Marecek, 1994) como consecuencia de lo que podríamos
denominar la estela de Huarte de San Juan (1529-~ 1588?), patrón de la psicología
diferencial y defensor de la teoría de los humores que niega a las mujeres la
posibilidad de desarrollar una capacidad intelectual igual que los varones, basándose

278
en las diferencias de carácter biológico'.

Algunas psicólogas tuvieron desavenencias con la psicología oficial, como Letta


Hollingworth (1886-1939) por su decidido empeño contra la discriminación de las
mujeres, pero muchas otras mantuvieron un conflicto a veces no explícito sobre su
forma de hacer ciencia y su condición de mujeres. Salvo unas pocas, no dejaron
mucha obra escrita y cuando lo hicieron ésta se encuentra muy dispersa en textos de
uso menos accesible (discursos, conferencias, manuscritos...), convirtiéndose en
textos que podríamos caracterizar de literatura gris.

Nos encontraríamos, por tanto, con una situación de doble marginalidad de los
discursos de las mujeres. Por un lado, son textos periféricos al canon científico, ya
que surgen fuera de la academia al estar las mujeres excluidas; y por otro, no están
integrados en el discurso oficial por su carga crítica en clara referencia a la situación
de discriminación que padecían. Si a ello añadimos, que una parte importante de la
vida de estas psicólogas estaba dedicada también a la ética del cuidado (Gilligan,
1985), las dificultades se acrecientan mucho más.

Ahora bien, el rescatar del olvido las aportaciones de las mujeres a la psicología
no supone una acción meramente sumativa de añadir mujeres a la lista, sino que se
parte de una concepción de genealogía multidimensional: - como método
deconstructor; - como análisis de la forma de transmisión del poder/saber basada en
el esquema patriarcal; - como recuperación de las aportaciones de mujeres,
reales/ficticias, feministas o no; y - como memoria colectiva en su contribución a la
igualdad (Rodríguez Magda, 1997). Todo ello permitirá, en palabras de esta autora,
indagar y redefinir la construcción genérica del sujeto femenino.

El esfuerzo genealógico deconstructivo nos lleva a adentrarnos en el curso de la


construcción de la psicología como disciplina, que hunde sus raíces en el prejuicio y
el estereotipo, más allá de su consolidación como ciencia a comienzos del siglo xx
(Bosch, Ferrer y Gilli, 1999; Femenías, 1992). Ello nos permitirá excavar y sacar a la
luz el resistente entramado construido acerca de las supuestas diferencias entre
mujeres y hombres (cognitivas, afectivas, y morales) que, pese a su falta de
consistencia empírica, sigue manteniéndose en el ámbito de la psicología, y que
reaparece con ropajes aparentemente nuevos y camuflados como la vuelta de los
discursos de la maternidad, por poner un ejemplo (De la Concha y Osborne, 2004)
que en el fondo recuperan el modelo de esposa y madre, que nunca se había ido,
penalizando el modelo de mujer superflua o redundante como se denominaba a las
mujeres solteras sin descendencia en el siglo xix (Harding, 1996).

Pero debemos tener en cuenta el contexto histórico y social para no caer en una
recuperación estrecha y unidireccional:

En la historia debemos proceder a la búsqueda de múltiples formas de


resistencia, de complicidad solapada y de transgresiones menores pero
significativas. Desde esta perspectiva se puede plantear que tampoco habría

279
que analizar y evaluar el feminismo forzosamente desde una perspectiva
rupturista de abierta confrontación con el sistema patriarcal. (...) quisiera
argumentar la posibilidad de conceptualizar el feminismo histórico como un
proceso social de renegociación de los términos del contrato social de
género, es decir, de modificación y de reajuste de las bases de dominación de
género establecidas por la sociedad. De igual modo que no se da una
descalificación del obrerismo por su falta de voluntad política o
revolucionaria, habría que valorar la necesidad de rescatar como feminismo
actuaciones, experiencias e iniciativas encaminadas al cambio social de las
relaciones de género sin la implicación necesaria de su cuestionamiento
abierto y global de una sociedad patriarcal (Nash, 1998: 62).

Así, pues, nos interesa resaltar los claroscuros, las luces y las sombras de las
aportaciones de las mujeres en las diferentes disciplinas, las conquistas y logros pero
también los vericuetos y argucias que debieron utilizar. Estas otras miradas de las
historia nos permitirán sacar a la luz aspectos nuevos que van a reestructurar la visión
establecida hasta ese momento de una determinada área de conocimiento, ya que:
«Cuando las mujeres entran a formar parte del cuadro, ya sea como objetos de la
investigación o como investigadoras, se tambalean los paradigmas establecidos. Se
cuestionan la definición de ámbito de objeto del paradigma de investigación, así
como sus unidades de medida, sus métodos de medida, la supuesta neutralidad de su
terminología teórica o las pretensiones de universalidad de sus modelos y metáforas»
(Benhabib, 1992: 38).

2. VOCES HERÉTICAS EN PSICOLOGÍA

Superadas, al menos de manera formal, las barreras institucionales de prohibición


para que las mujeres estudien en la universidad, nos encontramos con que perviven
aún en la actualidad mecanismos que impiden la plena incorporación de las mujeres
al ámbito académico y de la ciencia (Acker, 1995; García de Cortazar y García de
León, 1997; Alario y García Colmenares, 2003). Podríamos hablar, al menos de tres
tipos de mecanismos que hemos denominado exclusión ideológica, exclusión
académica y autoexclusión, ésta última consecuencia de las dos anteriores2.

La exclusión ideológica parte del pensamiento misógino que considera a las


mujeres faltas de capacidad intelectual, lo que justificaría la invisibilidad de las
mismas en cuanto a la producción científica. En los comienzos de la psicología de
finales del xix y principios del xx, se concreta en las teorías de Darwin, Gall,
Galton,... deudoras y dependientes de lo que anteriormente hemos denominado la
estela de Huarte de San Juan. Estos planteamientos se van a reforzar, a su vez, con las
barreras institucionales que impedían el acceso de las mujeres a la universidad, que
en nuestro país no se superan hasta el año 1910, siendo necesario con antelación a
esta fecha una serie de permisos y condiciones especiales que disuadían hasta a las
más decididas3.

Algunas obtienen el título de psicólogas y ejercen en las diferentes universidades,

280
no sin oposición de sus colegas masculinos4, lo que no impidió a alguna de ellas ser
consideradas en su época como muy prolíficas en la investigación y difusión
psicológica. Estamos hablando de Mary Whiton Calkins (1863-1930) y Margaret
Washburn (1871-1939), entre otras muchas, primeras mujeres doctoras en psicología,
además de presidentas de la APA (American Psychology Association), mujeres
destacadas en su época y pertenecientes a fuertes colegios invisibles (Tortosa y otros,
1987), pero que la falta de transmisión posterior (Birulés, 1997), en citas y
referencias, las ha ocultado, por lo que sus compañeros masculinos, muchos de ellos
peor considerados, les han sobrevivido y son referencias continuas en los textos y
programas académicos. En 1987, Scarborough y Furumoto rastrean los trabajos de
algunas de estas pioneras y encuentran dos problemas básicos, que en la actualidad
siguen afectando a las académicas actuales, con independencia del área de
conocimiento. Por un lado, el conflicto entre los lazos familiares y la carrera y por
otro la falta de oportunidades.

La falta de transmisión de las aportaciones de las psicólogas pioneras se


manifiesta claramente a través de la invisibilidad de las mismas en el canon textual
que actúa como filtro empobrecedor. «Los cánones pueden ser entendidos (...) como
el fundamento retrospectivamente legitimante de una identidad cultural y política,
una narrativa de origen consolidada, confiriendo autoridad a textos seleccionados
para naturalizar esta función. Canonicidad refiere tanto la supuesta cualidad de un
texto incluido como al status que adquiere un texto por pertenecer a una colección
autorizada» (Pollock, 2002: 29).

El canon se va a convertir en lo más representativo del discurso científico


académico y va a imponer sus normas acerca de lo que es considerado valioso,
dejando de lado aquellos temas que no lo son. El canon se va ir almacenando en el
imaginario colectivo al servir de referencia legitimadora, seleccionando a quienes se
consideran auténticos depositarios del conocimiento. Valga un ejemplo, durante el
mes de agosto de 2004 se ha recordado en la prensa la muerte de Francis Crick y su
descubrimiento del ADN, mientras el papel de Rosalind Flankin en el mismo está
siendo recientemente cuestionado.

La revisión del canon va a permitir rescatar una serie de voces heréticas (Hardy,
1986), así como dar lugar a la reflexión acerca de los mecanismos utilizados para
excluir a las y los otros (no varones, no blancos, no heterosexuales). «La mujer... se
vuelve una profanación, una voz herética desde el desierto que amenaza el patrius
semo - la Palabra canónica, ortodoxa, pública-, con toda la fuerza de otra lengua - una
lengua madre - la lingua materna que para aquellos que todavía se hallan en los
confines del viejo orden debe permanecer indecible» (Hardy, 1986: 297)

Sin embargo, esta autora nos previene acerca de la tentación de construir una
genealogía femenina, ya que se puede producir el efecto contrario y, en lugar de
debilitar y cuestionar el canon existente, reforzarlo, por lo que propone la
construcción de un polylogo, que sería: «...el interjuego de muchas voces, una suerte
de "barbarie" creativa que pudiera desbaratar las vías monológicas, colonizantes,

281
céntricas, de la "civilización". Tal visión vive, como nos lo ha enseñado Adriane
Rich, en una revisión: una relectura excéntrica, re-descubriendo lo que el manto
sacerdotal del canon debería ocultar: la imbricación de toda literatura con la dinámica
del poder en la cultura» (Hardy, 1986: 298).

La crítica al canon debe ir, por tanto, más allá de la mera la oposición entre para
no buscar el efecto contrario, permitiendo la cristalización, si cabe más fuerte, del
canon normalizado frente a lo que los propios ortodoxos denominan la escuela del
resentimiento (Bloom, 1994) y que seguiría, de nuevo, reproduciendo la segregación.
Para autoras como Teresa de Lauretis la dicotomía dentro-fuera, tendría que ser
superada, desplazando dicho análisis por otro que permitiese «una visión desde otro
lugar»: «... este otro lugar no es un pasado mítico o distante, o una utópica historia
futura es el otro lugar del discurso aquí y ahora, el punto ciego, el fuera de campo de
sus representaciones. Me lo imagino como espacios a los márgenes de los discursos
dominantes, espacios sociales enclavados en los intersticios de las instituciones, en
las fisuras y en las grietas de los aparatos del poder saber. En estos espacios pueden
ponerse los términos de una construcción distinta del género, términos que tienen
efecto y se afianzan en el nivel de la subjetividad y de la autorrepresentación: esto es,
las prácticas micropolíticas de la vida diaria y de las resistencias cotidianas, de las
que derivan tanto la capacidad de obrar como las fuentes del poder y las inversiones
que otorga el poder; y también en la producción cultural de las mujeres, feministas,
que traduce el movimiento dentro y fuera de la ideología en un continuo atravesar los
confines( y los límites de la/s diferencias sexual/es (Lauretis, 2000a: 62).

La cuestión no es ir de espacios de representación a otros más allá de ellos, no es


ir a espacios fuera del discurso, sino que el movimiento debe ir desde los espacios de
representación hacia el espacio no representado pero que está implicado, aunque no
haya sido visto en ellos anteriormente; en una suerte de lectura entre líneas,
conviviendo con la tensión de la contradicción.

Por lo que respecta a la exclusión académica, se podría hablar, al menos, de tres


tipos de segregación (VV.AA., 2001): horizontal que hace referencia a la situación de
las mujeres en aquellas carreras y especialidades consideradas de menor importancia
o menor mercado; vertical, que relega a las mujeres a puestos más precarios y de
menor relevancia; y temporal, impidiendo la promoción de las mujeres o haciéndola
más lenta que la de los varones. Ejemplo de lo anterior lo encontramos en la situación
actual de las profesoras universitarias en el Estado Español (García de León, 2002;
García Colmenares y Anguita, 2003).

Con relación a la segregación horizontal, debemos comentar que no es nueva; y


por lo que respecta a la psicología nos encontramos que desde los comienzos de la
misma se procuró que en aquellas áreas de conocimiento consideradas de mayor
relevancia la docencia no fuese impartida por mujeres, siendo éstas orientadas hacía
la práctica clínica, fuera de la universidad. Uno de los mecanismos de reconocimiento
para los varones, que actuaba de exclusión para las mujeres, era la necesidad de
poseer el título de doctor, algo que estaba prohibido a las mujeres en determinadas

282
universidades norteamericanas y especialidades en los primeros años del siglo xx.
Los varones controlaban así la ciencia básica, estando ellas relegadas a la aplicada
(Rossiter, 1982). Se empieza a apuntar la meritocracia como elemento legitimador
neutral de las diferencias, y no la discriminación de las mujeres, al trabajar la mayoría
de las mismas en centros de cuidado de la infancia, institutos psicológicos, consultas
privadas, etc. alejadas del los centros de poder y decisión (Scarborough y Furumoto,
1987).

Él rechazo al acceso a la educación de las mujeres fue puesto de manifiesto por


autores como Stanley Hall, quien afirmó a principios del siglo pasado que las mujeres
con altas capacidades que compitiesen con los varones en cuestiones de tipo
intelectual causarían el suicidio de la raza puesto que descuidarían sus funciones
maternales (Shields, 1975). Otro caso bien documentado fue el de Boring, reconocido
psicólogo experimental que impedía el acceso de las mujeres al laboratorio de
psicología de la Universidad de Harvard, situación que Mildred Michell (1903-1983)
relató en su autobiografía. En los departamentos universitarios las mujeres
aparecerán, con las dificultades que hemos señalado, en aquellas áreas más
congruentes con los estereotipos de género como psicología de la infancia, psicología
de la educación, o diferencial, entre otras.

Entre los años 20 y 30, aumenta en Estados Unidos el número de psicólogas y así
entre 1921 y 1938 la relación era de 1/5, aunque la proporción en la APA
(Association Psychology American) y en AAAP (American Association for Aplied
Psychology) era de 1/3. Mientras estas asociaciones fueron pequeñas, las mujeres
tuvieron una cierta relevancia, pero al cobrar importancia, un grupo de psicólogos
encabezados por Boring, cambiará la ley electoral de la APA en 1925, impidiendo
votar a los socios más jóvenes, que eran principalmente mujeres. En los años 40, a
pesar del crecimiento de la APA con más de 3000 miembros, las posibilidades de las
mujeres disminuyeron (Rossiter, 1982). Solamente Mary Calkins, en 1905, y
Margaret Washburns, en 1921, consiguieron ser presidentas de la APA, teniendo que
pasar varias décadas para que pudieran aparecer, eso sí, a cuenta gotas, otras mujeres
(Furumoto, 1980; Goodman, 1980).

La exclusión de carácter individual hace referencia a las barreras personales,


resultado de las anteriores exclusiones de tipo simbólico y estructural (Harding,
1995); sin embargo, es la que tiene mayor peso en psicología, fruto de una
concepción idealista de la construcción de la identidad personal, sin referencia a la
incidencia de las prácticas culturales en un determinado contexto de aprendizaje: «Es
importante que no consideremos las percepciones y los conocimientos acerca del
sexo y los roles sexuales como fenómenos de carácter individual. Las personas no
pueden alterar a voluntad sus enfoques inadecuados o no apropiados acerca del
mundo. También es importante que no menospreciemos el papel que desempeña el
marco social. Todas estas advertencias son importantes si se tiene en cuenta la
inclinación de los psicólogos a conceptualizar los problemas humanos a nivel
personal» (Unger, 1994: 157).

283
Con relación a la autoexclusión, como consecuencia de los mecanismos
anteriormente descritos, Paula Nicolson (1997) señala tres etapas relacionadas con la
visibilidad de la discriminación dentro de las organizaciones: a) el choque o la
conmoción que supone entrar en una institución, en nuestro caso la universidad, en la
que después de una etapa de estudiante con éxito escolar, se comienza a detectar el
sexismo imperante. Esta situación da lugar a manifestaciones de rabia y protesta
desarrollando b) estrategias de aguante o de aceptación de la situación. Surge la idea
de abandonar el trabajo, de centrarse más en la familia, o trabajar media jornada. Para
más tarde llegar a c) la interiorización de valores de la cultura patriarcal a través de
dos formas: abandonando aspiraciones legítimas de promoción dentro del trabajo o
con virtiéndose en abejas reinas que se ven como excepción, que consideran que, si
las mujeres no obtienen altos puestos, se debe a su falta de esfuerzo e interés.

3. IGUALES VERSUS IDÉNTICAS, LA REVISIÓN DE UN VIEJO PROBLEMA


DESDE LA PSICOLOGÍA

Los trabajos de Darwin, Galton, y Gall, entre otros, contribuyeron a considerar la


inferioridad de las mujeres en psicología (Bosch y otros, 1999). Si bien se pensaba
que algunas mujeres excepcionales podían manifestar altas capacidades intelectuales,
se creía que ello podría entrañar graves problemas en su fisiología. La idea de la
relación entre cerebro y fisiología solamente para el caso de las mujeres, no es nueva
y la encontramos ya en el Libro de los Ingenios de Huarte de San Juan, al que hemos
aludido antes. Esta relación se va a plasmar de manera científica, a principios del
siglo xx por medio de la teoría de la variabilidad de la inteligencia para los varones, y
la escasa variabilidad intelectual de las mujeres. La teoría o hipótesis de la
variabilidad está basaba en las ideas de Darwin, quién en 1871 había observado que
los machos de muchas especies tenían mayor variación de caracteres sexuales
secundarios en comparación con las hembras. Al considerar que dicha variación era
un signo de evolución, se pasa a afirmar la superioridad de lo masculino sobre lo
femenino. Esta interpretación fue rápidamente aceptada en el ámbito de la psicología
y fue defendida a comienzos del siglo xx por los padres fundadores como
E.L.Thorndike, quien justificaba de esta manera el papel predominante de los varones
en el mundo de lo público. Aunque a través de los tests psicológicos hombres y
mujeres diferían poco en las medidas de tendencia central, que tienen que ver con la
inteligencia media, el hecho de que ellas estuviesen infrarrepresentadas en el campo
de las ciencias, las artes o la política, hizo que se buscasen explicaciones de carácter
esencialista, con lo cual la teoría de la variabilidad de los varones frente a no
variabilidad de las mujeres sirvió de coartada para la discriminación.

La diferencia trivial entre la tendencia central de los hombres y la de las


mujeres que es el hallazgo común de los tests psicológicos y la experiencia
escolar puede parecer que está en desacuerdo con el hecho patente de que en
los grandes logros del mundo de la ciencia, del arte, la invención y la
gestión, las mujeres han sido ampliamente excedidas por los varones.
Cualquiera que acepte la igualdad de los representantes típicos de ambos
sexos debe asumir la carga de la explicación de esta gran diferencia en las

284
gamas más altas de estos logros. La probablemente verdadera explicación
debe ser buscada en la mayor variabilidad dentro del sexo masculino. En
particular, si los hombres difieren en inteligencia y energía por extremos más
amplios que los de las mujeres, la eminencia y el liderazgo de los asuntos del
mundo de cualquier clase inevitablemente pertenecerán más a menudo a los
hombres. Ellos se los merecerán más a menudo (Thorndike, 1910: 35).

La variabilidad intelectual de los varones, si bien implicaba la posibilidad de


obtener altas puntuaciones al situarse en el extremo superior de la campana de Gauss,
también implicaba cotas no despreciables en el extremo opuesto, relacionado con la
debilidad mental. La falta de variabilidad agrupaba a las mujeres en las zonas
centrales de la campana de Gauss, y si bien les alejaba de las puntuaciones más bajas,
también les impedía las más elevadas, agrupándolas en posiciones medianas
(centrales). La explicación científica del momento se apoyaba en el escaso número de
mujeres excepcionales y en las pocas mujeres que estaban acogidas en centros
asistenciales, frente al mayor número de población masculina.

La teoría de la variabilidad diferencial entre los sexos guarda relación con la


percepción de los varones como iguales en derechos pero con diferenciaciones
individuales, frente a las mujeres que han sido incluidas dentro del espacio de las
idénticas, sin diferenciación tal como señala Celia Amorós, en 1985. Esta autora nos
explica cómo, históricamente, los varones se han visto como iguales, entendiendo la
igualdad como homologación y situación en el mismo nivel pero teniendo presentes
diferencias claramente discernibles: «Todo derecho a la diferencia presupone,
obviamente, la igualdad; de otro modo mi diferencia no se vería reconocida, es decir,
ponderada como digna del mismo respeto que la del otro (...) En contraposición, pues,
con los enunciados de identidad, aquellos en los que se expresa igualdad implican la
discernibilidad de los términos que homologan (...) Querríamos poner de manifiesto
cómo la igualdad se ha venido solapando históricamente con la fraternidad entendida
como fratría de los varones, mientras que la identidad tendría en el genérico femenino
su supremo analogante» (Amorós 1985: 31-32).

Ya que, cuando dos personas son idénticas, presentan las mismas características y
cualidades, volviéndose indiscernibles como sujetos. Sus marcas de referencia tienen
un carácter grupal y no individual. En este sentido estaríamos hablando de la Mujer
como esencia, lo que ha permitido que hayan sido excluidas del contrato social al no
ser definidas como sujetos. Los pactos de sujeción o servidumbre son considerados
inicuos si se relacionan con los varones pero no para las mujeres. Las mujeres serán
tratadas como idénticas, indiscernibles, todas dentro de un bloque ontológico
compacto. En este sentido, Carole Pateman (1995), analiza esta situación poniendo de
manifiesto que las ideas de sujeto e igualdad tienen un sesgo masculino, lo que lleva a
la consecución de derechos civiles como el voto para los varones en la Revolución
Francesa, mientras que las mujeres no lo consiguen como idénticas.

Pero hay que señalar que no es cuestión de que una se vea como individuo si las y
los demás nos ven como indiferenciadas. Para tener reconocimiento ontológico, hay

285
que tenerlo también de manera política. Por ello, para Celia Amorós, esa negación del
reconocimiento de la individualidad de las mujeres conlleva la negación del poder a
las mismas. Las mujeres son esencias naturales y ahistóricas, consideradas multitudes
indefinidas, sin individualidad, y sin poder.

Será una discípula de Thorndike, quien rebatirá estas ideas e intentará desmontar
los prejuicios inherentes en dicha teoría. Hablamos de Letta Hollingworth (1886-
1939), pionera en el estudio de la superdotación y la crítica androcéntrica a la
psicología (Silverman, 1999). A pesar de haber realizado sus estudios en literatura y
lengua en la Universidad de Nebraska, encuentra grandes dificultades para trabajar.
Linda Silverman, una de sus mejores biógrafas, nos recuerda: «Una mañana del otoño
de 1910, se puso a despotricar con Harry (su marido) sobre la injusticia de su
situación, se echó a llorar y después decidió hacer algo para cambiarla - no sólo para
sí misma, sino para todas las mujeres que estuvieran presas en su mismo apuro. Fue a
la biblioteca de la universidad y se puso a devorar todo lo que cayó en sus manos
sobre por qué se les negaba a las mujeres el acceso al trabajo y a las oportunidades
educativas. Pertrechada con las teorías y la «investigación» de su tiempo, comenzó a
desacreditar todas las afirmaciones sobre la inferioridad natural de las mujeres»
(Silverman, 1999: 40. La cursiva es nuestra).

Al año siguiente, comienza los estudios de postgrado en la Universidad de


Columbia y obtiene el Master en Educación en 1913 con la tesis sobre la
«Periodicidad Funcional» donde atacaba la idea de que las mujeres durante la
menstruación eran menos productivas que los varones, poniendo en entredicho la
variable biológica como coartada para negarles trabajo o pagarles menos. Al poco
tiempo va al Clearing House for Defectives Mental de Nueva York, donde continúa
sus investigaciones sobre las mujeres; en 1914 consigue el puesto de psicóloga en la
ciudad de New York y realiza sus primeras publicaciones. En 1916 obtiene su
doctorado en Educación y comienza a trabajar como profesora de Psicología de la
Educación en la Universidad de Columbia. Letta Hollingworth estudió la hipótesis de
la variabilidad que, como hemos comentado, consideraba a las mujeres incapacitadas
para desarrollar altas capacidades intelectuales. Para demostrar que las mujeres
podían, igual que los hombres, tener altas capacidades tuvo que indagar por qué las
mujeres discapacitadas no aparecían en centros asistenciales o lo hacían en menor
medida que los hombres. Constató que si bien los varones jóvenes discapacitados
eran más numerosos en centros especiales, ello se debía más a factores sociales que
intelectuales, puesto que las mujeres, aún con deficiencias, eran socialmente valiosas
para el trabajo doméstico y el cuidado de la infancia: «El chico que no puede
competir mentalmente es investigado, se convierte en la edad más temprana en objeto
de preocupación para sus parientes, es ingresado en Clearing House, y dirigido hacia
una institución. La chica que no puede competir mentalmente no es a menudo
reconocida como definitivamente discapacitada, comoquiera que no es antinatural
para ella quedarse en el aislamiento de la casa donde puede «cuidar de» los niños
pequeños, pelar patatas, etc. Si es físicamente pasable, como a menudo es el caso, se
puede casar y asegurarse así el apoyo económico, o se puede convertir en prostituta
para conseguir soporte económico, para lo cual su mentalidad débil no es una

286
barrera» (Hollingwoth, 1914: 516-517).

Así, pues, a través del artificio estadístico de la campana de Gauss se justificaban


las diferencias en función de una supuesta meritocracia por parte de los varones,
olvidando la incidencia de una serie de variables como la etnia, la clase social o el
sexo/género, en el desarrollo intelectual. A las mujeres, se les excluía de la
imbecilidad profunda a costa de no reconocerles la genialidad, englobándolas en las
medianías mentales. Los varones, al contrario, podían ser excepcionales, justificando
así su participación en la vida económica política. Mientras el espacio de las mujeres
se configura más homogéneo, se puede permitir considerarlas más una colectividad
indiferenciada que como sujetos de pleno derecho.

Letta Hollingworth fue una mujer comprometida por los derechos humanos y
activista del movimiento feminista. Querrá demostrar la existencia de mujeres con
altas capacidades al menos en igual número que los varones, pero intentando
distinguir entre alta capacidad y eminencia, enfrentándose a Galton, quien
consideraba que la eminencia era signo de alta capacidad:

Parece indudable que un gran número de mujeres de talento intelectual,


enfrentadas a la elección entre «carrera» y «felicidad doméstica», han
elegido, tanto consciente como inconscientemente, la última. Y debemos
recordar que la misma opción de elegir ha existido sólo recientemente, que
durante casi todo el curso de la historia, las mujeres fueron predestinadas al
trabajo doméstico. No se sabe y no se puede saber qué grado y en qué
cantidad el potencial de liderazgo ha sido desviado a los canales de
absorción de energía donde la eminencia es imposible. Las tareas domésticas
y el cuidado de los hijos, aunque mucho se encomendó a las mujeres como
ámbitos apropiados para la explotación de sus talentos, no son,
desgraciadamente por su gama, los ámbitos en los que se puede encontrar la
eminencia (Hollingworth, 1914: 527).

4. SIGUIENDO INDICIOS, RECONSTRUYENDO GENEALOGÍAS

Todo lo apuntado anteriormente plantea la necesidad de realizar una profunda


revisión del corpus teórico de la psicología a lo largo de su constitución como
disciplina científica. Uno de los aspectos en el que nos hemos embarcado tiene que
ver con la recuperación de la genealogía de las psicólogas en los inicios de la
disciplina. La intención no es, como ya apuntamos anteriormente, recuperar un
ramillete de mujeres, sino evidenciar, a través de la vida de algunas psicólogas, las
resistencias, recovecos o intersticios a través de los cuales pudieron sortear
impedimentos y barreras fuertemente custodiadas por el sistema androcéntrico. La
recuperación de las aportaciones de estas psicólogas nos permitirá iluminar e
interpretar con un encuadre más preciso y nítido los mecanismos de exclusión
utilizados desde la academia para ocultar los saberes de las mujeres. En dicha
construcción habrá que utilizar la hermenéutica de la sospecha como herramienta
metodológica que ponga en entredicho la historia que nos han contado.

287
Posteriormente, y siguiendo la propuesta de Teresa de Lauretis (2000) debemos
empezar a mirar desde otro lugar, buscando las aportaciones de las mujeres
psicólogas para que nos digan quiénes eran o quiénes son, tal como han hecho
algunas autoras en la filosofía (Birulés, 1996; Puleo, 2000), apartándonos de los
caminos trillados del canon académico y textual.

Tendremos que comenzar dicha búsqueda rastreando indicios, la mayoría de las


veces a través de textos menores, olvidados, y en algunos casos, con la autoría
atribuida a otros. Habrá, por tanto, que utilizar un método interpretativo basado en lo
irrelevante, lo desechado, en términos freudianos, basándonos en los síntomas y en
los indicios, como propone Carlos Ginzbur (1989). Las conjeturas, indicios, hipótesis,
los intersticios o, como Virginia Woolf decía, «los pequeños corchos nos indican la
presencias de la red calada» (Woolf, 1982: 170). Estos corchos a los que alude son,
en su mayoría, textos ex-céntricos, como ex-céntricas fueron sus autoras.

En este sentido, tendríamos que recuperar la perspectiva denominada segunda


psicología, que desde postulados críticos con el positivismo imperante en el ámbito
académico, intenta estudiar la conducta humana desde un prisma más cualitativo y
menos lineal (Bruner, 1997; Cole, 1999). Junto a ello, habría que continuar la línea ya
emprendida por diferentes psicólogas feministas de otros países, y rescatar esa
genealogía de psicólogas en nuestro país.

Investigar desde este posicionamiento supone evidentemente una exclusión


consciente de aquellas personas que indagamos en esta línea, puesto que: «...dejar o
renunciar a un lugar que es seguro, que es casa en todos los sentidos - socio-
geográfico, afectivo, lingüístico, epistemológico - por otro lugar desconocido en el
que se corre el riesgo no solo afectivo sino también conceptual; un lugar desde el cual
hablar y pensar son inciertos, inseguros, no garantizados, (aunque marcharse es
necesario, porque en el otro lugar, de todas formas, no se podía seguir viviendo»
(Lauretis, 2000b: 138).

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291
LUISA POSADA KUBISSA

292
1. RESIGNIFICACIONES CONCEPTUALES PARA LA CONSOLIDACIÓN DE
LA TEORÍA FEMINISTA

Cuando ya en el siglo xx, en unos países antes que otros, se va conquistando en


Europa y Norteamérica el voto femenino, la tarea feminista se transforma. Si bien
nunca dejará de tener un carácter reivindicativo, pasará a ocuparse más
detenidamente del trabajo teórico, del trabajo consistente en elaborar una nueva
comprensión de la realidad desde sus propios parámetros de análisis.

Es en el neo-feminismo norteamericano de los años 60 y 70 cuando encontramos


las más elaboradas y brillantes aportaciones y teorizaciones desde el feminismo,
aportaciones que arrancan ya de El segundo sexo (1949) de Simone de Beauvoir. En
Estados Unidos, y tras el impacto del pensamiento de Beauvoir, destacan los trabajos
de Betty Friedan con La mística de la feminidad, de Shulamith Firestone con su
Dialéctica del sexo o de Kate Millet con Política sexual, en los que no voy a entrar
más en detalle aquí: recordaré tan sólo que de este neofeminismo contemporáneo se
habilitan conceptos tan importantes para la teoría feminista como el concepto de
género o el de patriarcado. En particular el concepto de género se formulará en el
pensamiento feminista contemporáneo como esa construcción social de lo fe menino
y de lo masculino que va más allá de la frontera puramente biológica entre los sexos.
Y este concepto jugará un papel central en la intersección de la perspectiva feminista
con otros ámbitos de conocimiento y, en particular, con el de la epistemología.

De la diversidad de orientaciones en el feminismo contemporáneo nos van a


interesar en particular dos direcciones: a) en primer lugar, lo que son las
contribuciones desde la teoría feminista al campo de la epistemología, cosa que
fundamentalmente se da entre los años 80 y 90 y en particular en la órbita
angloamericana; b) y, en segundo lugar, dedicaré un apartado especial al pensamiento
de la diferencia sexual, que se da también entre esos años 80 y 90 y que pueden leerse
como el resultado de las transformaciones que se dan en el ámbito de estudio
feminista y, en particular, en las que se corresponden con los desarrollos más
epistemológicos.

En cuanto a las relaciones del feminismo contemporáneo y de la epistemologías,


hay que decir que la introducción de la variable de género en el ámbito que reflexiona
sobre la ciencia hace que se pueda hablar de una epistemología feminista que, sin ser
homogénea, viene a coincidir con aquellas corrientes en filosofía y sociología de la

293
ciencia, que quieren poner de manifiesto los aspectos ideológicos de la construcción
del conocimiento. Desde ahí, la perspectiva feminista sobre la epistemología
reflexiona sobre quién es el sujeto del conocimiento, sobre si el género puede o no
influir en los métodos de la ciencia, sobre cuál ha de ser el modelo de método
científico, sobre que entendemos por ciencia, si ésta puede ser realmente neutral y
objetiva, o incluso sobre si es o no posible una ciencia feminista.

En este punto es obligado hacerse cargo de las contribuciones relevantes que se


han hecho desde el pensamiento feminista en el campo de la epistemología. Y en ese
sentido cabe seleccionar para su tratamiento las aportaciones de Sandra Harding, de
Evelyn Fox Keller y de Donna Haraway. Me referiré lo más brevemente posible a las
mismas, para que sea posible establecer la pertinencia de referirse a ellas.

En su obra titulada Ciencia y Feminismo (de 1993)2, Harding habla de la


perspectiva epistemológica feminista y entiende que ésta, al hilo de la diversidad de
discursos de la propia teoría feminista actual, puede dividirse en tres: el empirismo
feminista; la teoría del punto de vista feminista; y las tendencias postmodernas.

En cuanto al empirismo feminista, Harding entiende por tal una estrategia


epistemológica reformista para la que el sexismo y el androcentrismo de las ciencias
tienen su origen en prejuicios sociales que dan lugar a una «mala ciencia». Esta
perspectiva parte de que se puede lograr un empirismo mejor. En general, dentro de
las epistemologías del empirismo feminista no se acepta que sea posible una ciencia
feminista entendida como expresión de un temperamento cognitivo netamente
femenino, pues las mujeres son demasiado diversas para producir un único marco
cognitivo. Pero sí se reconoce que, para alcanzar una ciencia más humana en general,
sería necesario incorporar un mayor número de mujeres y de feministas, ya que se
aboga por una ciencia y una práctica científica que admitan las influencias de factores
sociales y de las experiencias subjetivas de los individuos en la generación del
conocimiento.

La teoría del punto de vista feminista parte, para Harding, de que lo que está
socialmente situado no son las opiniones individuales, sino las creencias colectivas
mejor fundadas y que esto configura lo que tenemos por conocimiento. De modo que
los sesgos individuales podrían ser eliminados, aplicando rigurosamente métodos y
normas científicas al uso. Para esta perspectiva sólo una epistemología comprometida
social y políticamente pondría de manifiesto que en una sociedad estratificada por el
género hay diferentes patrones posibles de evidencia y que las mujeres como grupo
están oprimidas en posiciones epistémicas marginales.

En cuanto a las tendencias postmodernas feministas, Harding señala que éstas


comparten los principios teóricos del postmodernismo en general, como es el
escepticismo respecto a toda teoría universal. Parte esta tendencia de la concepción
fragmentada de las subjetividades, lo cual exige en epistemología tomar en cuenta las
particularidades de los sujetos de conocimiento. También el objeto, no sólo el sujeto,
del conocimiento científico es fragmentario contra la idea clásica de las

294
epistemologías realistas. Esta opción postmoderna hace ser cautelosas a muchas
epistemólogas feministas, porque también en el campo de la epistemología (como en
el de la ética y en el de la política) se revelan incoherencias: de hecho, desde esta
posición resulta imposible justificar la preeminencia del feminismo para impugnar
desde él el androcentrismo y el sexismo propios del conocimiento.

La relación entre estas epistemologías feministas que Harding agrupa no pretende,


sin embargo, entenderlas como si fueran corrientes excluyentes, sino más bien como
orientaciones que señalan problemas diferentes y cumplen funciones diferentes para
audiencias también diferentes. Por ejemplo, Harding apunta cómo el empirismo
feminista pone el acento en la continuidad que necesariamente se ha de dar entre la
investigación convencional y la feminista. Por su parte, la epistemología del punto de
vista feminista proporciona el aparato categorial pertinente para ejercer una crítica en
profundidad y sacar a la luz los aspectos ideológicos de la ciencia dominante. Y el
feminismo postmoderno enriquece los debates al poner de manifiesto la pluralidad y
la diferencia existentes de puntos de vista.

Otra contribución relevante en el ámbito de la teoría feminista que se dedica a la


epistemología es la que realiza en 1985 Evelyn Fox Keller3 en su libro titulado
Reflexiones sobre género y ciencia. Keller se pregunta en qué medida está ligada la
naturaleza de la ciencia a la idea de masculinidad y qué podría significar que la
ciencia fuera de manera distinta.

En su trabajo, Keller conjuga los estudios sociales de la ciencia con la teoría


crítica feminista. Partiendo de los estudios sociales de la ciencia, Keller entiende que
hay que situar el desarrollo de la ciencia en su contexto social y político. Y siguiendo
los supuestos teóricos de Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas de
1962 analiza el género como jerarquía en la construcción de las relaciones sociales
entre lo masculino y lo femenino. Keller interpreta kuhnianamente que en ciencia lo
femenino también es una construcción social y propone utilizar el pensamiento
feminista, no como tema sustantivo, sino como método de análisis y de conocimiento
aplicado al caso de la ciencia.

En un segundo momento de su trabajo, Keller se dedica a hacer una


reconstrucción histórica de los antecedentes de la constitución de la ciencia moderna
en el siglo xvii. Analiza con ello la situación de exclusión de las mujeres en lo que
llama el imaginario platónico, la ciencia baconiana y la consolidación de la ciencia
moderna, para concluir que, aun cuando la ciencia no fue la causa de la instauración
del modelo de relación desigualitaria entre los sexos, sí contribuyó al polarizar
tajantemente mente y naturaleza, razón y sentimiento, objetivo y subjetivo,
atribuyendo estas polaridades a lo masculino y lo femenino, respectivamente. En
resumen, Keller habla de la metáfora de la dominación como históricamente
dominante en el lenguaje científico.

Notable impacto han tenido las tesis de Donna Haraway4 en su obra Ciencia,
cyborgs y mujeres, que publica en 1991. Haraway parte aquí del rechazo al

295
organicismo en biología y de aceptar el hecho de la tecnociencia

La metáfora central de su pensamiento es la figura del Cyborg que define como un


organismo, un híbrido de máquina y organismo, una criatura de realidad social tanto
de ficción. Piensa Haraway que las mujeres y, ahora, los cyborgs son extrañas
criaturas fronterizas que han ocupado el lugar desestabilizador en las grandes
narrativas biológicas, tecnológicas y evolucionistas occidentales. El cyborg es, pues,
una metáfora, una figuración, una ficción; es «una criatura en un mundo post-
género». Figura útil para el análisis de la historia de la ciencia y para la teoría
feminista, porque permite superar las dicotomías ya desmanteladas de la
postmodernidad.

Haraway tiene indudablemente influencia de Foucault, pero quiere ir más allá:


acepta de Foucault su rechazo al humanismo y su concepción de la materialidad
corporal, pero piensa que las ideas de Foucault estaban moderadas por la perspectiva
de un mundo en el que el sistema de producción era prácticamente decimonónico y en
el que las nuevas tecnologías no habían hecho su aparición: en este sentido, nociones
como el «biopoder» foucaltiano se han quedado obsoletas. Si en Foucault son las
técnicas disciplinarias del cuerpo y la mente las que ayudan a constituir el sujeto
moderno, en Haraway, en cambio, son las tecnologías cibernéticas en las
telecomunicaciones, la biología y la medicina las que invaden los cuerpos y generan
nuevos tipos de subjetividades. Haraway apoya su análisis sobre la mujer en esa
reflexión sobre el proceso postindustrial de producción.

Haraway es bióloga y, como Keller, parte de la lectura de Kuhn: así, habla de


conocimientos situados, pero no quiere ser partícipe por ello del relativismo, porque
entiende que el relativismo es la perfecta imagen especular de la visión totalizadora:
se trataría en el relativismo de la visión, no desde todas las posiciones, sino desde
ningún lugar, con lo que niega la localización y el incardinamiento. Pero, para
Haraway, la única perspectiva posible es el conocimiento situado.

Haraway sostiene su postura de «conocimientos situados» y de «objetividad


fuerte» como contrarios a cualquier dualismo de los muchos que configuran el
pensamiento logocéntrico. Porque un esquema dicotómico opera siempre con una
distorsión: la ilusión de simetría que hace que cada posición aparezca primero como
alternativa y luego como excluyente de la otra. Frente a los mapas dicotómicos
Haraway propone una imagen de red que sugiera la profusión de espacios e
identidades y la permeabilidad de las fronteras tanto en el cuerpo «general» como en
lo «político».

Todas las dicotomías como las de yo-otro, mente-cuerpo, cultura-naturaleza,


hombre-mujer, civilizado-primitivo, realidad-apariencia, privado-público, todo-parte,
Dios-hombre, entre otras, han contribuido a la dominación sistemática de todos
aquellos que fueron constituidos como «otros», cuya tarea era únicamente la de hacer
de espejos del yo.

296
Para Haraway la cultura de la alta tecnología desafía estos dualismos: en la
relación entre lo humano y la máquina no está claro quién construye y quién es
construido; no está claro qué es la mente y qué es el cuerpo en máquinas que se
adentran en prácticas codificadas. Las máquinas pueden ser artefactos proteicos,
componentes íntimos, partes amigables de nosotros mismos.

El único yo posible hoy sería «the split self» (el yo dividido), el yo fragmentario,
el yo contradictorio. Es el único que puede interpelar los otros posicionamientos, al
estar él mismo posicionado. Pero, además, este sujeto dividido tiene una doble visión:
un científico busca la posición de objetividad del sujeto, no la de identidad y la
posición de objetividad es conexión parcial. Por tanto, la nueva forma de visión surge
de la división, la fractura, pero también del conocimiento situado y de la objetividad
fuerte: todo ello son imágenes privilegiadas para las epistemologías feministas del
conocimiento científico, sostiene Haraway, porque excluyen lo que ella llama «el
punto de vista del cíclope» o único.

Como ha señalado Fernando García Selgas5, la figuración de Haraway deja de ser


solamente feminista (aunque lo sea principalmente) y pasa a expresar los «nuevos
agentes sociales». La figuración del cyborg como figuración mítica hecha desde el
feminismo hace que finalmente el cyborg sirva para pasar la llamada posición sujeto
en general, es decir, nos ayuda a reconstruir y detectar posibles agentes sociales.

Cuando analiza el concepto de género, Haraway se sitúa de nuevo en la


perspectiva de ir más allá de los dualismos. Achaca el origen del género a la
afirmación de Simone de Beauvoir, según la cual la mujer no hace sino que se hace.
Y a partir de aquí, en los años 60, se consolida el concepto de identidad de género,
que implica una distinción entre biología y cultura y vuelve, así, a uno de los
dualismos tradicionales. Se extendió el constructivismo social en el feminismo.
Reconoce que la oposición binaria que engendró el concepto de sistema de sexo-
género sirvió para cuestionar lo que suele entenderse por mujer y para problematizar
lo que se habría dado por supuesto. Y de este modo, dará lugar a la implosión dentro
del feminismo de teorías de la incardinación (embodiment), articulados,
diferenciados, responsables, localizados y consecuentes, en los que nunca más la
naturaleza, el sexo o el género serán concebidos ni imaginados como recursos para la
cultura.

Una de las características más relevantes del pensamiento de Haraway será su


utilización de las figuraciones, las metáforas y los tropos como una nueva forma de
hacer teoría feminista. Como se ha visto, utiliza la figura del cyborg, pero abre la
puerta a la posibilidad de muchas más. Haraway sostiene que su énfasis en la
figuración pretende poner de relieve las características de los procesos semióticos-
materiales que son producto de la tecnociencia.

Hasta aquí, las posiciones epistemológicas desde la perspectiva feminista. A partir


de aquí, aquellos discursos que también se proponen en nuestra actualidad sustituir el
paradigma de análisis feminista y hablan de la diferencia. De este modo, la transición

297
desde el pensamiento feminista como filosofía política que reclama la igualdad entre
los sexos, por vía de una vía de epistemologización, pasa a ser pensamiento que toma
como paradigma la diferencia femenina, en un sentido ya no epistemológico sino
incluso ontológico.

2. LA QUIEBRA DE LA IGUALDAD EN LOS SUPUESTOS DE LA


DIFERENCIA SEXUAL

La noción de género, de cuño contemporáneo, ha impactado en el campo del


pensamiento feminista y ha llevado, por lo que ya se ha visto aquí sumariamente, a
diversos desarrollos epistemológicos. Pero esa misma noción ha tenido también un
impacto muy otro dentro del pensamiento feminista: así, mientras el feminismo de la
diferencia reclama esta división genérica de la humanidad y la entiende como algo no
meramente cultural, el feminismo de la igualdad, de raíz ilustrada, aboga por la
superación de los géneros en una comprensión unitaria de lo humano y, por lo mismo,
en una sociedad nopatriarcal de individuos. Habrá que situar las coordenadas del
llamado pensamiento de la diferencia sexual, en tanto que posición teórica que, en el
contexto de la postmodernidad, viene a impugnar la tradicional consigna de la
igualdad ilustrada y a querer situar con ello el pensamiento feminista mismo fuera de
las coordenadas de la filosofía política.

El concepto de diferencia ha ido ligado a la diferencia de género en los discursos


patriarcales y androcéntricos, que entienden lo diferente como sinónimo de lo inferior
(así, y sin ir más lejos, es el caso de reputadísimos pensadores, como el de Kant o
Rousseau, empeñados en la consigna ilustrada de la igualdad, siempre que no se
hiciera extensión de la misma a las mujeres). A finales del siglo xx algunas
pensadoras provenientes del ámbito feminista vienen a proponer la superación de ese
concepto negativo de la diferencia, para dotarlo de un valor positivo para sus posturas
teóricas. En Francia, Luce Irigaray, retoma la noción de diferencia de la filosofía
post-estructuralista francesa reclamar desde ahí que lo femenino es lo diferente, lo no-
idéntico, lo otro, pero no lo inferior. Desde una utilización no ortodoxa, pero sí
recurrente, del psicoanálisis de Lacan, Irigaray se propone analizar cómo la mujer ha
quedado siempre relegada a los márgenes del simbólico masculino, en tanto que
simbólico de lo mismo que excluye a lo otro. Y, partiendo de aquí, defiende que lo
femenino es la diferencia por antonomasia, que nunca ha sido reductible al orden de
esa razón dominante (logocéntrica), que en realidad es razón masculina dominante
(logo-falo-céntrica). Así en su obra Speculum. Espejo del otro sexo, que publicó en
1978 (tesis que leyó en 1974), hasta sus publicaciones más recientes en los años 90
(como Yo, tú ellas o Amo a ti).

Pueden resumirse los supuestos de este primer pensamiento de la diferencia


sexual al menos en cuatro negaciones:

queno hay una naturaleza humana, sino dos (la masculina y la femenina);

queno hay un solo orden simbólico, sino dos (el masculino y el femenino);

298
queno hay una sociedad y una cultura completas sin esa dualidad genérica (lo
masculino y lo femenino)

queno hay un orden genérico dual porque sea cultural o construido, ni tampoco
por el mero dimorfismo biológico de la especie, sino que este orden responde
al orden mismo de las cosas (Ser masculino-Ser femenino).

En el panorama de la teoría feminista actual ha cundido el mensaje de la


diferencia. En esta línea están los trabajos de la filósofa italiana Luisa Muraro, como
es su libro sobre El orden simbólico de la madre. Desde supuestos afines al
feminismo de la diferencia de Luce Irigaray, las feministas italianas de la diferencia,
con Muraro a la cabeza, entienden que hoy la lucha de las mujeres no pasa por el
camino de la igualdad. Por lo mismo, consideran la reivindicación feminista de la
igualdad como un capítulo a cerrar, para concentrarse en la diferencia femenina. Estas
pensadoras reclaman que la mujer se abstenga de participar en el orden simbólico-
político masculino imperante y proponen una tópica del discurso feminista en la que
aparecen figuras como la madre simbólica o como el reconocimiento de la autoridad
entre mujeres (lo que llaman affidamento). También como Irigaray reclaman la
necesidad de establecer una genealogía del pensamiento en femenino, que contuviera
incluso una relectura de las figuras femeninas en las religiones y una relación de
diosas también femeninas.

En la línea de radicalizar los supuestos de la diferencia en el pensamiento


feminista, el grupo de filósofas de la Universidad de Verona llamado Diotima elabora
en 1992 un trabajo colectivo que ha de guiarnos en el camino de las consecuencias
epistemológicas del pensamiento de la diferencia. La obra, sin traducir, lleva por
título Il pensiero della diferencia sessuale6.

En ella estas filósofas se plantean revisar la pretendida universalidad de los


conceptos filosóficos, para mostrar que éstos son sexuados. Así, Adriana Cavarero
dedica su trabajo, Per una teoria della differenza sessuale, al concepto de sujeto y
concluye que la subjetividad siempre es subjetividad de género, masculina o
femenina. Y que, en ese sentido, no existe el sujeto neutral que los discursos
filosóficos pretenden, porque, nos dice, la sexualidad es tan inesquivable como la
muerte. Otra contribución en esta obra es la de Wanda Tomassi. Tomassi La
tentazione del neutro en defiende que hay una subjetividad femenina específica y
distinta de la masculina. Pero para recuperar esa subjetividad femenina perdida en los
márgenes de lo simbólico, Tomassi entiende que las mujeres deben retornar a sus
representaciones comunes, como son las relaciones preedípicas y originarias con la
madre. Se reconoce aquí la impronta heideggeriana por la cual se argumenta ahora
que la relación originaria es la relación superior a cualquier otra, de tal manera que la
relación con la madre, al ser entendida como relación originaria, viene a predicarse en
efecto como relación superior a toda otra posible para el ser femenino. En este título
(El ser humano es dos) Gianinna Longobardi escribe en Donne e potere sobre la
necesidad de reconocimiento de autoridad entre las mujeres y habla de la necesidad
de affidamento o de relación entre las mujeres para su mediación entre ellas y el

299
mundo. Longobardi defiende que el sentimiento femenino en el orden simbólico
masculino imperante es lo que llama la estraneitck que cabe traducir como extrañeza,
extranjería o alienación. Este sentimiento se refleja para ella particularmente en el
orden de los discursos científicos y filosóficos. Y vuelve sobre la idea de la diferencia
italiana de las relaciones de affidamento para resolver tal sentimiento de estraneitck
femenina. Una contribución más de esta obra de las filósofas italia nas es la Elvira
Franco, quien en L'affidamento nel rapporto pedagogico se propone situar la práctica
del affidamento o la mediación femenina en el ámbito de la pedagogía. En realidad la
aportación de Franco puede leerse como una crítica al sexismo en las relaciones
escolares y la consiguiente llamada de atención sobre la necesidad de crear un orden
de pensamiento y de lenguaje, un orden simbólico, femenino.

En un contexto que algunas teóricas feministas han llamado post-feminista, como


por ejemplo la filósofa norteamericana Judith Butler, estas líneas precedentes se
proponen entender la quiebra del paradigma igualitario de análisis a la luz, no tanto
desde los fenómenos sociales y políticos que sin duda lo enmarcan, cuanto a la luz del
recorrido interno de las propias ideas del pensamiento feminista. Como se intenta
mostrar aquí, dicho recorrido pasa del discurso de la filosofía política a otros
desarrollos en el campo de la epistemología. A partir de aquí, el discurso de la
diferencia sexual, que impugna la consigna de igualdad entre los sexos, puede leerse,
como aquí se propone, como el discurso de la despolitización de un feminismo que,
aprovechando la senda abierta al pensamiento feminista desde su epistemologización,
toma a partir de ahí su particular bifurcación hacia una renovada ontologización de la
diferencia sexual.

3. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Feminismos, 2005.

-Tiempo de feminismo. Sobre feminismo, proyecto ilustrado y posmodernidad,


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Madrid, Biblioteca Nueva, 2005, 3 vols.

DioTuvis, Traer el mundo al mundo, Barcelona, Icaria, 1996.

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300
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(trad., No creas tener derechos, Madrid, Horas y Horas, 1991).

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LoNZI, Carla, Sputiamo su Hegel, Scritti di Rivolta Femminile (ed.), 1970 (trad.,
Escupamos sobre Hegel. La mujer clitórica y la mujer vaginal, Barcelona,
Anagrama, 1981).

MURARO, Luisa, Le ordine simbolico della madre, Riuniti (ed.), Turín, 1991 (El
orden simbólico de la madre, trad. de B.Albertini, corrección de Mireia Bofia,
revisión de M.-M. Rivera, Madrid, Horas y Horas, 1994).

-«Sobre la autoridad femenina», en Filos fa y género. Identidades femeninas, Fina


Birulés (comp.), Pamplona, Pamiela, 1992.

PÉREZ SEDEÑO, E. y ALCALÁ CORTIJO, P. (coords.), Ciencia y Género, Madrid,


Editorial Complutense, 2001; en particular, «V.Críticas epistemológicas de la
ciencia».

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esencialismos heredados, Madrid, Horas y Horas, 1998.

UREA, Paloma, «Igualdad y diferencia en la historia del pensamiento feminista», en


Viento Sur, núm. 4, Madrid, agosto de 1992.

IVÁN SAMBADE

301
1. UNA MIRADA PANORÁMICA

La igualdad política y social entre varones y mujeres sigue constituyendo una


asignatura pendiente del proceso de democratización de las sociedades occidentales.
La sociología empírica ha confirmado la realidad del «techo de cristal» como
instancia limitadora del acceso de las mujeres a los espacios de decisión del poder y,
en este sentido, nuestras sociedades continúan siendo aún sociedades patriarcales. En
este marco social, los varones occidentales seguimos asumiendo y desarrollando, de
forma consciente o inconsciente y a través de nuestra conducta cotidiana, prácticas de
coacción y discriminación de las mujeres concretas. Estas prácticas alcanzan su límite
superior en la cruda y desgarradora realidad de la violencia de género.

Esta situación tampoco parece generar un estado de bienestar y felicidad en los


varones occidentales, sino más bien lo contrario, un campo potencial de crisis y
angustia existencial. El significativo incremento del suicidio de varonesl en las
sociedades europeas durante los últimos treinta años puede ser un manifiesto
indicador de esta realidad. Por lo tanto, desde esta perspectiva, nos parece acuciante
la necesidad de realizar una crítica deconstructiva de la identidad masculina, con el
doble objetivo de favorecer el proceso de emancipación de las mujeres y de
liberarnos a nosotros mismos, los varones, de la «normalización» patriarcal.

Este proceso debe partir del análisis del estado del sistema patriarcal en nuestras
sociedades, así como de su función de construcción social del varón. Y, en este punto,
se pondrá de manifiesto la relevancia de los medios de comunicación como
transmisores de elementos constitutivos de la identidad masculina.

En lo relativo al estado del sistema patriarcal en las sociedades occidentales,


podemos hablar de la «crisis del patriarcado»2. He comenzado este escrito afirmando
que nuestras sociedades, todavía en la actualidad, son sociedades patriarcales. Ahora
bien, el ritmo vertiginoso en que acontecieron los cambios socioeconómicos durante
el siglo pasado, consecuencia del desarrollo globalizado de la sociedad de mercado y
del proceso de democratización, ha generado un estado de crisis en el sistema de
dominación masculina. Una de las características notables de esta crisis es la
desestructuración ideológica del patriarcado. Efectivamente, hoy en día, el discurso
de la superioridad masculina es entendido por la opinión pública como un discurso
políticamente incorrecto. Pero que este discurso haya sido desarticulado no quiere
decir que haya desaparecido. Como veremos, el inconsciente cultural continúa
plagado de representaciones ideológicas que predisponen a los varones a ejercer
prácticas de dominación y discriminación de las mujeres concretas. En la sociedad de

302
la información, los medios de comunicación se han convertido en transmisores
constantes y fundamentales de modelos, imágenes y estereotipos de masculinidad y
de femineidad. Por lo tanto, la deconstrucción de la identidad masculina, cuyos
objetivos apuntan a contribuir al proceso de la democratización de nuestras
sociedades de un modo real y efectivo, no puede prescindir en caso alguno del
análisis crítico de los modelos de masculinidad transmitidos en los mass media y de
su función en el proceso de la construcción social de la subjetividad masculina.

2. LA CRISIS DEL PATRIARCADO

En primer lugar, debemos advertir que hacer referencia al estado de crisis en que
se encuentra el patriarcado no implica que éste haya desaparecido. En toda sociedad
existente, los puestos clave del poder (político, económico, religioso y militar) siguen
estando en manos de los varones, por lo que, en consecuencia, podemos afirmar que
toda sociedad conocida, del pasado y del presente, es patriarcal3. Ahora bien, la
evolución de la sociedad capitalista hacia la sociedad de consumo y la acción política
del movimiento feminista produjeron durante la segunda mitad del siglo xx, un
vertiginoso conjunto de cambios sociales en Occidente que conllevaron el recono
cimiento explícito del estatus de ciudadanía de las mujeres y correlativamente, una
mejora paulatina de sus libertades sociales y sus condiciones efectivas de vida. Desde
esta perspectiva, podemos hablar de crisis del patriarcado, una crisis que se
caracteriza fundamentalmente por estos dos aspectos:

1.El detrimento de las instituciones patriarcales más básicas y primarias: La citada


evolución de la sociedad capitalista hacia la sociedad de consumo (demanda
de mano de obra y demanda de consumidores, la mitad de la población no es
suficiente para satisfacer estas demandas) y el proceso de democratización de
la misma (proceso al que contribuye notablemente el movimiento feminista)
han deteriorado en cierta medida la estricta división sexual de funciones y,
simultáneamente, la propiedad exclusivamente masculina de la esfera social
pública.

2.La desestructuración del discurso ideológico patriarcal: El detrimento de la


división sexual del trabajo y de la propiedad masculina de la esfera social
pública ha debilitado las formas más tradicionales y rudas del patriarcado. De
este modo, las prácticas de dominación han dado paso a formas más sutiles de
discriminación y de represión, y el discurso ideológico patriarcal se ha
desestructurado4.

Efectivamente, la ideología patriarcal se ha desestructurado. El discurso de la


superioridad masculina es objeto de la crítica social y de un manifiesto rechazo de la
opinión pública. Pero, aun deshilvanada, la ideología patriarcal se ha perpetuado
enmascarada en la adopción del discurso democrático5. El discurso democrático ha
sido asumido como propio por la mayoría de los varones occidentales. Ahora bien,
este discurso está constituido por una serie de principios abstractos (libertad,
igualdad, fraternidad) que todavía no se han materializado plenamente en pautas

303
normativas de conducta, dada la relativa juventud de las democracias modernas, sino
que, más bien, precisan de una reflexión pragmática en cada uno de los distintos
momentos conflictivos que puedan acontecer en la vida social. Simultáneamente, tal
y como acabamos de comentar, la ideología patriarcal es políticamente incorrecta,
pero el discurso sobre la superioridad masculina no ha desaparecido, sino que
desestructurado, ha adoptado una nueva forma en el discurso de la diferencia. No se
afirma la superioridad de los hombres, pero sí su diferencia respecto de las mujeres.
Consecuencia del androcentrismo propio de toda sociedad patriarcal, esta diferencia
sigue siendo entendida por los hombres como una determinación biológica y no
cultural. Por lo tanto, latente bajo la nueva ideología democrática, agrupado en el
discurso de la diferencia, pervive en el inconsciente cultural un conjunto
multidimensional, fraccionado y generalmente incongruente de representaciones
ideológicas de género que originan pautas normativas de conducta al varón, tanto en
relación con su pertenencia al colectivo masculino y el trato con sus iguales, como en
relación con el trato con las «otras».

De este modo, las prácticas de dominación masculina no desaparecen, sino que se


debilitan, a la vez que sutilizan, dando lugar generalmente a prácticas de
discriminación. Ahora bien, estas prácticas sustentan una realidad social desigual
entre hombres y mujeres y por lo tanto, en su conjunto, perpetúan estados de
dominación de las mujeres en la sociedad7. Y en este contexto, resurgen de nuevo las
prácticas rudas y primitivas de la masculinidad profunda. Me refiero, por supuesto, a
la preocupante realidad de la violencia de género.

La violencia contra las mujeres es un elemento estructural del sistema patriarcal,


constituye el límite superior regulativo desde donde se socializa a las mujeres8. Pero
me atrevo a afirmar rotundamente que en la actualidad de las sociedades
democráticas, la violencia contra las mujeres significa un estado crítico en lo relativo
ya no al sistema de dominación masculina, sino a la experiencia vital de los varones
socializados en el mismo. Podemos hablar de crisis de la masculinidad en dos
sentidos:

1.Respecto de los principios de la sociedad democrática: Cuando la violencia de


género acontece actualmente en sociedades constituidas a partir de los
principios y valores democráticos, valores que fueron asumidos como propios
y originales del colectivo masculino, los varones entramos en una especie de
esquizofrenia; asumimos un discurso y somos incapaces de actuar
coherentemente con el mismo, predicamos unos valores y los contradecimos
con nuestras conductas, perpetuando, de este modo, la desigualdad de género.

2.Respecto de las propias prácticas de discriminación y coacción: Las nuevas


estrategias de represión se caracterizan por su sutileza y complejidad. Son
menos llamativas, pero con una acción constante y destructiva (violencia
psicológica). En este marco, la violencia física extrema, el rostro desnudo del
poder, aparece en aquellas circunstancias en que los varones se ven incapaces
de someter a las mujeres e incapaces de asumir esta realidad. Esto explicaría el

304
creciente número de mujeres que mueren a manos de sus parejas cuando han
iniciado los trámites del divorcio o han manifestado su deseo de finalizar la
relación.

Por lo tanto, la violencia de género hace manifiesta la crisis existencial que


atraviesan los varones socializados en el sistema patriarcah. Inseguridad,
dependencia, inadaptación al nuevo marco de valores y la subsiguiente violencia de
género son algunos de los factores que describen esta situación de crisis. Pero, como
ya he apuntado, esta crisis se hace aún más patente tras observar el alarmante
incremento del suicidio masculino en los países occidentales durante los últimos
treinta años. De nuevo, la angustia experimentada por los suicidas halla su origen en
la pérdida de espacios monopolizados por el colectivo masculino, espacios donde
tradicionalmente el varón adquiría su identidad de género.

1 En resumen, los alarmantes datos referidos a la conducta de los varones tanto en


lo relativo al ejercicio de la violencia como al incremento del suicidio, ponen de
manifiesto la crisis de la masculinidad10. En consecuencia, se presenta imperiosa la
necesidad de examinar las identidades masculinas con la doble intención de
contribuir al proceso de emancipación de las mujeres, y simultáneamente, de
liberarnos a nosotros mismos, los varones, de la normalización patriarcal y de sus
penosas consecuencias para la integridad del sujeto masculino'

3. EL SISTEMA IDEOLÓGICO PATRIARCAL Y LA IDENTIDAD MASCULINA

En el segundo apartado, de una forma esquemática, he definido el patriarcado


cómo sistema de dominación masculina. Probablemente, debería ahondar más en esta
definición aludiendo a sus características y su naturaleza, pero, en este caso, de
acuerdo con nuestros objetivos, nos bastará con determinarlo como un sistema de
poder a través del cual los varones ejercen consciente o inconscientemente la
dominación/discriminación de las mujeres12. A continuación, me centraré en el
análisis de alguno de sus dispositivos de poder, en particular, de su sistema
ideológico y de la función que éste desempeña en la constitución de la identidad
masculina.

1 En el punto precedente, referido a la crisis del patriarcado, ya he avanzado


alguna de las peculiaridades de su discurso ideológico. En concreto, su
desestructuración y su recomposición a partir de representaciones ideológicas
incongruentes. A continuación, intentaré exponer más detalladamente las
características de este sistema y su funcionalidad en la construcción de la identidad
masculina.

En primer lugar, es obligado hacer referencia a la perspectiva desde la que


entendemos el concepto de «ideología». Aunque Michel Foucault criticó esta noción
por considerar que presuponía una verdad que podría oponérsele y la sustituyó por
«episteme», partiré del conjunto de teorías que este filósofo desarrolla respecto de la
naturaleza del poder13. Con el concepto de «ideología» haré referencia a todo

305
producto sociocultural vertebrado por una relación de poder que simultáneamente
enmascara y perpetúa un estado de dominación.

Sin perder de vista esta posición teórica, entenderé que el sistema patriarcal de
representaciones ideológicas está compuesto por diversos productos socioculturales
que defienden, tácita o explícitamente, una «verdad» sustantiva del varón que lo
diferencia respecto de la mujer en función de su sexo como determinante biológico.
Por lo tanto, el sistema patriarcal de representaciones ideológicas estará compuesto
también por los estereotipos e imágenes de la femineidad que encarnan las
«verdades» sustantivas de la mujer, en cuanto contraria o diferente del varón. En
nuestras sociedades, múltiples saberes y discursos se encuentran vertebrados por la
ideología patriarcal: el discurso moral, la mitología clásica, la literatura
contemporánea, el saber histórico, el discurso científico o al menos alguno de sus
productos, etc.; pero también, las creencias y mitos sociales, desde los más efímeros y
coyunturales, hasta aquellos que se perpetúan milenariamente en la tradición. Los
medios de comunicación no son en sí mismos un producto ideológico, pero en cuanto
se han instituido cómo el principal transmisor de información, juegan un papel
fundamental en la representación ideológica y la inducción de conductas
estereotipadas.

Como decíamos, las representaciones ideológicas transmiten una «verdad»


sustantiva sobre el varón, es decir, modos de ser y actuar propios de todo varón. Por
lo tanto, las representaciones ideológicas no sólo nos confieren un conjunto de
imágenes sobre lo que es un varón, sino también un conjunto de prácticas propias de
un varón.

Pueden diferenciarse fundamentalmente dos tipos de prácticas masculinas14:


Prácticas masculinas específicas y prácticas respecto del Otro-mujer. Con las
primeras se hace referencia a un conjunto de prácticas respecto de sí mismo y de los
demás varones a través de las cuales se alcanza la identificación con el colectivo
masculino, es decir, se adquiere la identidad masculina. Pero, la identidad masculina
se configura respecto de otro colectivo concreto, el femenino, y en este sentido, las
prácticas de relación entre varones difieren de las prácticas en relación con las
mujeres. Estas últimas son prácticas de dominación o discriminación.

Fácilmente, podemos observar que las representaciones ideológicas poseen una


dimensión normativa. Es decir, los modos de ser y actuar propios de todo varón,
implican, respecto de la subjetividad individual, el deber de ser y actuar como un
hombre es y actúa. ¿Por qué acepta el individuo este conjunto de normas que en
cierto sentido son coercitivas para él mismo? Como he explicado, parto del hecho de
que las representaciones ideológicas enmascaran la realidad del poder. Las prácticas
que el sujeto desarrolla están contenidas en una supuesta verdad sobre el ser humano,
por lo tanto, el sujeto no percibe que se le estén imponiendo ciertas normas de
conducta a través de las prácticas que realiza, puesto que estas prácticas son
legitimadas por la «verdad» representada en cuanto conductas «normales» o
«naturales» de todo individuo humano. Pongamos un breve pero significativo

306
ejemplo: en el siglo xix el discurso médico definió la feminidad como debilidad y
enfermedad, y la masculinidad como fortaleza y salud. Esta caracterización legitimó
la división sexual de funciones y la propiedad masculina de la esfera pública, al
mismo tiempo que justificaba el conjunto de prácticas de control de los varones sobre
las mujeres, a través de su confinamiento en el espacio privado. Como decíamos, las
conductas masculinas suelen gozar del estatus de la normalidad en la sociedad y la
cultura donde el individuo desarrolla su subjetividad. Pero además, son adquiridas a
través del proceso de socialización en aquellas instituciones sociales a las cuales el
individuo pertenece (escuela, familia, pandilla, etc.). Luego, el individuo no sólo
recibe una representación cognitiva de lo que es «normal», sino que lo siente y
experimenta emocionalmente a través de su adaptación e integración en el grupo
social. Nótese, que la no-adquisición de la norma implica la marginalidad del sujeto
en cuanto «no normal». Por lo tanto, más que de aceptación reflexiva y voluntaria,
estamos hablando de interiorización de las normas o «normalización del individuo».

Pero los sujetos (varones, en este caso) no somos conscientes de la forma


coercitiva en que se desarrolla nuestra subjetividad. El sistema de representaciones
ideológicas constituye el inconsciente culturall5, el conjunto de normas en el que nos
encontramos encerrados sin saberlo y desarrollamos mecánicamente. En
consecuencia, estas conductas se efectúan sin concien cia de su origen o razón en las
más diversas circunstancias, lo que hace que el sujeto las considere asumidas con
propiedad y reflexivamente.

Como anticipamos, el sistema es múltiple y se encuentra fraccionado, alberga


valores y conductas contradictorias en su seno, pero siempre responde al interés del
mismo colectivo. No existe una racionalidad específica del sistema articulada en
torno a un discurso ideológico; el discurso de la superioridad del hombre sobre la
mujer, pero sí múltiples racionalizaciones que en conjunto sustentan un discurso
sobre la diferencia «constitutiva» de todo varón respecto de toda mujer. Además, su
carácter fraccionario facilita la interiorización de conductas contrarias y paradójicas
en toda la experiencia vital del individuo, sin que éste manifieste contradicción
alguna entre los modos de ser y actuar relativos a las diversas parcelas de su
experiencia vital. Por ejemplo, un hombre puede actuar de un modo imparcial en su
vida pública con las mujeres y simultáneamente manifestar conductas agresivas en
sus encuentros sexuales conforme a la satisfacción de la expectativa patriarcal de
control sobre el Otro-mujer. Su actitud en la vida pública y el reconocimiento social
que recibirá como consecuencia de la misma conllevan la interiorización de la noción
de justicia en su autoconcepto. Es decir, el individuo en cuestión se autoconcibe
como un varón justo. Y a su vez, su autoconcepto constituye un refuerzo positivo que
impide que desarrolle una conciencia negativa respecto de sus conductas sexuales.

En conjunto, podemos afirmar que el sistema patriarcal de representaciones


ideológicas propone (impone) un conjunto de rasgos de identidad de género. ¿Cómo?
Reduciendo las diferencias potenciales de personalidad entre individuos varones y
potenciando las diferencias personales de todo varón respecto de toda mujer a través
de las representaciones ideológicas de femineidad y masculinidad. Por lo tanto, la

307
identidad de género no sólo hace que nos entendamos diferentes, sino que, por medio
de las prácticas masculinas dispuestas por la sociedad patriarcal, induce la
experiencia vital de que somos desiguales. En definitiva, la identidad masculina
produce una distorsión en la manera de ver, juzgar y actuar de los hombres que
perpetúa la situación de discriminación que experimentan las mujeres'

Acabamos de afirmar que todo varón configura su subjetividad a través de un


proceso de socialización (normalización) ejercido bajo el prisma de un conjunto de
representaciones de identidad de género que lo hace miembro del colectivo
masculino. Teniendo en cuenta que esta identidad es común para todos los varones y
que los procesos de socialización son análogos, es difícil no concederle pertinencia a
la pregunta acerca de la homogeneidad de los varones: ¿Son todos los hombres
idénticos? La respuesta obvia es que no. La interiorización de los patrones
normativos se encuentra condicionada por las circunstancias sociales, psicológicas y
biográficas en las que se produce el proceso de socialización'7. En este sentido, cada
varón tiene una personalidad única, pero además, es importante señalar que este
proceso no siempre resulta exitoso, sino que se producen desviaciones respecto de la
normalización patriarcal. Existen varones sensibles, poco competitivos, o gustosos de
cooperar con las mujeres. Pero, por otro lado, es difícil que un varón se desvíe
absolutamente de los patrones normativos patriarcales. Además, la desviación
respecto de la condición masculina no implica una discrepancia activa contra el
sistema patriarcal. Las razones de este hecho son manifiestas; el varón desviado o no,
tiene una situación de ventaja sobre las mujeres en el sistema patriarcal, y en
cualquier caso, aunque sea en los aspectos más superficiales, el varón se siente parte
integrante del colectivo masculino.

Podríamos aseverar que si a lo largo del siglo xx hubiera existido un varón


prototípico, entonces habría poseído estos atributos: fuerza física, templanza,
racionalidad, disciplina, firmeza, independencia e iniciativa. Si además tenemos en
cuenta los atributos entendidos como opuestos o contrarios; fragilidad, debilidad,
vulnerabilidad, emotividad, impulsividad, dependencia, es decir, los atributos de la
femineidad tradicional, entonces se hace manifiesto que frente a este estereotipo, a lo
largo del siglo xx, la masculinidad ha representado la fortaleza física y mental.
Probablemente, ambos estereotipos tienen un origen común, milenario en lo relativo a
algunos de los atributos, en los mitos y creencias populares de la sociedad occidental.
Pero, sin duda alguna, merece un comentario aparte el modo en que a lo largo del
siglo xix el discurso médico incorporó a su doctrina los prejuicios socioculturales
sobre la femineidad, dotándolos en consecuencia, del carácter objetivo que a dicho
discurso se le atribuye18. Son muchos los modelos causales que explicaban la
debilidad femenina, pero prácticamente todos se centraban en las funciones sexuales
de la mujer; el hecho de tener una menstruación cada veintiocho días, de poseer
ovarios o de poder quedar embarazada, hacía de la mujer un sujeto cuya racionalidad
quedaba mermada por las vicisitudes de su «naturaleza»19. En consecuencia, la
mujer era concebida como un ser vulnerable, emocionalmente inestable y fácilmente
irritable (histérica), en suma, la debilidad encarnada. Y frente a este estereotipo, el
modelo masculino aparecía como su contrario positivo. Es decir, el mero hecho

308
biológico de ser varón significaba fortaleza física y mental.

¿Cuál es el origen de esta racionalización? ¿Qué razón mueve al colectivo


científico a extremar y objetivar la imagen tradicional de la femineidad? El hecho de
que la comunidad científica estuviera en su conjunto constituida por varones puede
suponer un indicio en lo relativo a estas cuestiones. De hecho, esta racionalización de
la femineidad y la masculinidad implicaba simultáneamente una justificación de y un
instrumento para la división sexual del trabajo y el correlativo monopolio masculino
de la esfera pública, quedando las mujeres confinadas en la esfera privada. En la
construcción patriarcal de sexo-género, las mujeres no podían votar, formar parte de
una investigación científica, dirigir una empresa o desempeñar función alguna de
carácter intelectual. Estas actividades serían perniciosas tanto para su salud y sus
«funciones propias», como para la sociedad, dada la imposibilidad de obtener un
adecuado rendimiento. Consecuentemente, todas las funciones y privilegios de la
esfera pública eran monopolizadas por los varones, quienes en función de su sexo se
encontraban biológicamente capacitados para realizar dichas funciones. Véase cómo
el conjunto de atributos masculinos citados anteriormente presupone otros dos
atributos de segundo orden; competitividad y autoridad. La competitividad es el
requisito fundamental para el trabajo en la vida pública; y la autoridad es un atributo
propio de los dirigentes, del gobernador. Es necesario enfatizar el carácter de
requisito, expectativa o demanda que posee el factor competitividad. Efectivamente, a
todo varón se le supone apriori, en virtud de su sexo, un carácter competitivo. Pero,
este carácter no es sólo una suposición sino también una exigencia20. Éste es el
precio que todos los varones tienen que pagar por los privilegios de la esfera pública.
Un hombre se define por lo que hace, no por lo que es. El varón se realiza en la vida
pública, halla su identidad en su trabajo. Por lo tanto, la subjetividad masculina se
constituye en el mundo público. No es éste un coste bajo. Pero en todo caso, este
coste implica la posibilidad de mantener un estado de dominación del colectivo
masculino sobre el femenino, estado que a su vez, permite «disfrutar» las
posibilidades de la vida pública y otorga a todo varón un espacio donde ejercer su
competencia como gobernador: el hogar. Tal y como sucede con la competitividad, la
autoridad es otro de los factores que al varón se le suponen por el mero hecho de ser
varón. Ahora bien, si la autoridad es también un requisito o una expectativa, el propio
sistema deberá de proveer a los varones un lugar donde desarrollar esa capacidad (de
otra manera el sistema produciría sujetos deficientes, frustrados por una expectativa
ilusoria). Por otro lado, en la vida pública no todos los varones son dirigentes, más
bien la mayoría se encuentran subordinados tanto en su trabajo como en el orden
político, mientras que sólo unos pocos desempeñen funciones directivas. Pero todos
ellos poseen al menos un espacio donde ejercer su autoridad; el espacio de la
intimidad, el hogar, donde el varón se sitúa en la faceta del patriarca21. Por lo tanto,
ni siquiera en el lugar que se les reserva, las mujeres disponen de completa iniciativa,
su función específica y previamente determinada, consiste en crear un apacible
refugio para el guerrero que retorna al hogar.

Es importante resaltar el marco socioeconómico en el que se dio lugar a esta


nueva y estricta división sexual de funciones. En el siglo xix, las sociedades europeas

309
se encuentran en pleno desarrollo del capitalismo industrial, y en este marco, la
institución de la familia experimenta una serie de transformaciones que
fundamentalmente tienden a fortalecer la intimidad del núcleo familiar, a demarcar la
esfera de lo privado22: la unión emocional entre el padre, la madre y los hijos se
intensifica; el núcleo familiar desarrolla un fuerte sentimiento de autonomía; se
reivindica el derecho a la libertad como pilar básico de la busca de la felicidad; existe
una menor vinculación del pecado al placer; y por último, un deseo progresivo de
intimidad física. Durante el desarrollo del capitalismo industrial en las sociedades
occidentales, la familia moderna aparece como un estadio favorable para la división
sexual de funciones a partir de dos fenómenos socioeconómicos: el desarrollo
tecnológico del hogar, lo que se tradujo en la exigencia de un trabajo exclusivo para
el mismo, y su separación del lugar del trabajo.

Volviendo a la división sexual de funciones23 y a la monopolización de la esfera


pública como señas de la identidad masculina, numerosas conductas tradicionalmente
masculinas están determinadas por un conjunto de prácticas que denominaré «la
pragmática del control». Para sobrevivir en el competitivo mundo público, para poder
sostenerse en el duro terreno de la vida laboral, artística, intelectual... y sobre todo,
para ser un dirigente político, el varón precisa desarrollar al máximo una serie de
estrategias y técnicas de control. Los orígenes de esta pragmática se remontan a los
pilares de nuestra cultura occidental. Ya en la filosofía clásica, se postula la necesidad
del autogobierno, del gobierno de los propios impulsos, como premisa indispensable
para el gobierno de los otros2. A este respecto, las técnicas de autocontrol constituyen
una condición necesaria para el «buen» gobierno de los otros. Pero lo cierto, es que
independientemente de la preexistencia o no de una orientación ética de dicha praxis,
la técnica del autocontrol posee una impecable efectividad para el control de los
otros. En la modernidad, la pragmática masculina del control va a conllevar la
comprensión del propio cuerpo y de la emotividad como mecanos que se deben
controlar desde el núcleo racional. Esta instrumentalización del propio cuerpo y de la
emotividad halla su justificación en el paradigma epistemológico de la ciencia
moderna y en la cosmovisión mecanicista de la realidad que le subyace. Con el
desarrollo de la ciencia moderna, y más en concreto de las ciencias de la mente como
la psicología o la psiquiatría, las prácticas de autocontrol no son ya concebidas como
una condición política que los «ciudadanos» pueden desarrollar de acuerdo a la
finalidad de la excelencia del gobierno, sino leyes naturales (normas) que todo sujeto
(masculino) debe desarrollar de acuerdo a su naturaleza humana. Simultáneamente,
de modo complementario, otros discursos desempeñaron la función de exclusión de
las mujeres de la plenitud de la condición humana. Acabamos de ver, en este sentido,
la legitimación de los prejuicios socioculturales que llevó a cabo el discurso médico
del siglo xix. Pero la extensión de estas prácticas de autocontrol a la inmensa mayoría
de la población masculina no se debe exclusivamente al carácter universalista de la
ciencia moderna. Como señala Michel Foucault, el desarrollo de ciencias como la
psiquiatría y la pedagogía y la paralela generalización de las prácticas de encierro
(escuelas, fabricas-hogares, manicomios, prisiones...) constituyeron un dispositivo de
poder basado en la inclusión-marginación social que posibilitó la socialización-
normalización del cuerpo social en su conjunto2. Por otro lado, la dramática escisión

310
dualista espíritu-cuerpo (emociones) se intensifica con la cosmovisión mecanicista de
la realidad, que explica todo lo real como producto de dos categorías ontológicas: la
extensión y el movimiento; la materia y la causa u origen del movimiento.

La primera de las consecuencias en lo relativo a la subjetividad masculina de la


moderna pragmática del control, se materializa en un hondo recelo de la intimidad, la
afectividad y una fuerte disposición a la represión de la emotividad. En efecto, el
varón medio experimenta un profundo recelo a la hora de exteriorizar sus emociones.
Oculta sus intenciones, miedos y sentimientos, para expresar aquellas emociones que
debería tener de acuerdo con las expectativas convencionales de la identidad
masculina`. La consecuencia inmediata de esta materialización es una marcada
superficialidad en el carácter del sujeto masculino medio27.

La sexualidad masculina representa otro ámbito de la experiencia vital del varón


donde la pragmática del control deja una profunda y lastimosa huella28. Se puede
considerar un caso paradigmático, ya que alber ga tanto la cuestión del autocontrol
como la del control del Otro-mujer. La sexualidad es entendida desde la identidad
masculina como una cuestión de control, pero no de control sobre el propio apetito
sexual, que el varón considera imprevisible y caprichoso, sino sobre la funcionalidad
eréctil del pene. El pene, símbolo del poder y la diferencia masculinas, constituye el
instrumento que se ha de controlar (autocontrol) para ejercer el control definitivo
sobre el otro. De este modo, la excitación de la mujer en cuestión, entendida como
pérdida de control sobre sí misma, se atribuye a la capacidad instrumental del varón,
sinónimo de su superioridad y poder fálico. Esta especie de narcisismo fálico tiene
una serie de implicaciones negativas para la sexualidad de los varones. En primer
lugar, implica la reducción de la sexualidad a genitalidad. Y en segundo lugar, la
vivencia de la sexualidad como confirmación o demostración de la masculinidad, con
la consiguiente reducción de las mujeres a terreno donde se desarrolla esta
confirmación 21. Este hecho, junto con la afectividad negativa hacia las mujeres que
el sistema patriarcal induce a través de las imágenes míticas de la femineidad,
constituye un estadio germinal de la violencia sexual contra las mujeres. La
pornografía, con sus fantasías de violación, flagelación y dominación, encarna una
manifestación explícita de esta tendencia.

4. LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN COMO AGENTES


DE SOCIALIZACIÓN

El alcance de la función socializadora de los medios de comunicación ha sido


objeto de un amplio debate. Por mi parte, considero que los medios de comunicación
poseen un enorme poder de representación simbólica, y por lo tanto, de construcción
de identidades culturales, entre ellas la identidad masculina.

En lo relativo al proceso de socialización, los mass media constituyen grupos de


referencia, frente a grupos como la pandilla de amigos, la familia o la iglesia que son
propiamente grupos de pertenencia. Ahora bien, dado su alcance público, en los
media se entrecruzan intereses y contenidos propios de los agentes de socialización

311
de pertenencia. En este sentido, los media reducen los ámbitos de privacidad donde
los grupos de pertenencia ejercían su acción socializadora, lo que por otro lado,
conlleva una difusión masiva de las representaciones simbólicas de estos grupos30.
Por lo tanto, los medios de comunicación se han convertido en los principales
transmisores de las representaciones ideológicas constitutivas del inconsciente
cultural de las sociedades occidentales.

Los mass media construyen representaciones de la realidad, modelos de realidad o


realidades posibles. Pero estas representaciones no son meras construcciones
mentales imaginarias, sino que poseen un trasfondo político en tanto que configuran
un nuevo entorno con una dinámica de poder propia31. De este modo, las realidades
posibles se encuentran cargadas de representaciones ideológicas. Este hecho se hace
patente en su constante uso de estereotipos y modelos. El discurso publicitario se
puede considerar un ejemplo significativo a este respecto, ya que sus contenidos se
representan fundamentalmente a través de estereotipos. Estereotipos, que tal y como
señalaba en el punto precedente, gozan del estatus de lo «normal» o «natural» e
influyen en el conjunto de la población, especialmente en los sujetos que se
encuentran en la infancia y la adolescencia, etapas fundamentales del proceso de
socialización.

La propagación del estereotipo en los media responde a diversos motivos. La


limitación de espacio y tiempo propia del medio junto con el propósito de obtener un
alcance masivo entre los consumidores determina la necesidad de imágenes
esquemáticas y accesibles a cualquier capacidad de comprensión32. Además, las
audiencias, en cuanto consumidoras, son preferentemente emotivas. De ahí, que los
mensajes publicitarios estén dotados de un contexto emocional que favorece las
convicciones previas frente al ejercicio reflexivo de la crítica33.

Por lo tanto, si bien los estereotipos surgen en el subsuelo social, los medios de
comunicación tienen la capacidad de difundirlos, reforzarlos, perpetuarlos e incluso
modificarlos, contribuyendo así, de modo notable, a la construcción de las
identidades colectivas. Por ello, toda sociedad que pretenda evolucionar en su
proceso de democratización debe integrar el análisis crítico de los medios de
comunicación en el contexto educativo, con el objetivo de que su función
socializadora sea encauzada a través de una actitud crítica y reflexiva.

En relación con los roles sociales de género, los estereotipos presentes en los
medios de comunicación reproducen la idea de la superioridad de los varones
respecto de las mujeres34. De este modo, en conjunto, los estereotipos empleados por
los medios de comunicación operan la función tradicional del discurso ideológico
patriarcal.

Una observación reflexiva del discurso publicitario nos muestra que la inmensa
mayoría de la publicidad relacionada con la esfera social pública está dirigida
fundamentalmente hacia los varones, mientras que la publicidad relativa al ámbito
doméstico sigue apuntando a las mujeres. Véase, por ejemplo, la tendencia

312
predominante en la publicidad del automóvil, donde la estética y las características
técnicas del vehículo se convierten en símbolos de la identidad de distintos colectivos
de varones: nos encontramos de este modo, con turismos para varones jóvenes e
impetuosos, para «hombres de negocios» que son caracterizados por su
determinación e iniciativa (recordemos el famoso eslogan «jóvenes pero
sobradamente preparados»), para racionales padres de familia que priman la
seguridad y el confort sobre el resto de las ventajas del automóvil, etc. En definitiva,
el estereotipo del varón redunda en un sujeto de atributos connaturales que lo
disponen hacia la esfera pública. Otro estereotipo de masculinidad frecuente es el que
define al varón como un sujeto capaz de provocar el descontrol sexual de las mujeres
en virtud de sus encantos viriles. Esta tendencia se encuentra de modo paradigmático
en la publicidad de la industria del perfume. Asimismo, en la publicidad de las
industrias de lo que vulgarmente denominamos «comida basura» podemos observar
la vigencia de la imagen de un varón primario y esencialmente antisocial.

Una mención aparte merece la publicidad que explota la imagen pública de


deportistas de élite varones. Estos spots emplean la imagen del varón deportista como
símbolo de la perfección técnica de los diversos artefactos que promocionan. Subyace
a esta tendencia la concepción moderna del hombre-máquina; la noción del ser
humano (masculino) que logra la automatización de una técnica física mediante el
autogobierno disciplinario de su cuerpo y el valor estoico de la auto-superación. Las
características concretas de cada técnica particular estarán funcionalmente
determinadas por la finalidad de la práctica para la que se dispone dicha técnica, y la
práctica tradicional e institucional para la que los varones de toda cultura y sociedad
conocida han sido preparados es la guerra. Así, en la actualidad, el deporte moderno
se convierte en un símbolo subliminal de la guerra al que trascienden sus valores35, y
el varón deportista en un nuevo modelo de héroe36 Esta imagen se puede observar en
la publicidad de los propios clubs deportivos, en la que se representa la competición
como un enfrentamiento bélico entre grupos masculinos que persiguen el honor. Pero
no sólo en la publicidad dirigida hacia la auto-financiación, sino también en la
relativa a un amplio espectro de productos de consumo. De hecho, una conocida
firma de refrescos de cola escenificaba un combate entre romanos y bárbaros en uno
de sus recientes spots, donde los integrantes de ambos ejércitos eran representados
por futbolistas de élite.

En íntima conexión con la concepción del hombre-máquina aparece la


representación del cuerpo masculino en el discurso publicitario. La estética masculina
hegemónica de la actualidad está representada por los cuerpos de los deportistas y
modelos varones que trabajan en publicidad, cuerpos dotados de una fuerte
complexión atlética que simbolizan el vigor «esencial» de la masculinidad. A su vez,
los protagonistas masculinos son situados en contextos dinámicos donde prevalece su
carácter activo, siendo presentados así como sujetos plenos de la acción. Un signo
opuesto posee la representación altamente sexualizada del cuerpo de la mujer: las
modelos publicitarias que encarnan el ideal estético de femineidad son mujeres de
aspecto juvenil, extremadamente delgadas y con una cadera y un pecho exuberantes.
Estas mujeres aparecen representadas con una actitud pasiva en contextos cálidos y

313
estimulantes, lo que hace que tomen la apariencia de seres débiles y vulnerables que
constituyen el objeto del deseo sexual masculino. Esta sobrerrepresentación de las
mujeres como víctimas y objetos del deseo sexual masculino hace manifiesta la
norma patriarcal desde la que se construye la femineidad estereotípica, ya que, como
señala Pilar López, «sin ellas, los personajes masculinos no podrían derrochar todas
las características que se asocian a la masculinidad: la protección y la salvación de los
personajes femeninos» 37.

Si bien he centrado este análisis en el discurso publicitario por su inclinación al


empleo de estereotipos, cabe afirmar, de nuevo, que los media en general, son
pródigos en ellos. Por lo tanto, los estereotipos de masculinidad mencionados en el
párrafo precedente son comunes también en el cine, los cómics, la programación
infantil, etc.38.

En definitiva, a pesar de la reciente y escasa presencia de estereotipos de mujeres


que desarrollan actividades tradicionalmente consideradas masculinas, los mass
media siguen representando a las mujeres como sujetos inactivos, dóciles y
dependientes que se dedican fundamentalmente al cuidado de sus hijos y de su esposo
y al trabajo doméstico. Por el contrario, definen el modelo de masculinidad como un
sujeto activo, agresivo, autónomo y con liderazgo que se dedica al disfrute de la
esfera social pública en todas sus expresiones. De este modo, los medios de
comunicación inducen una socialización diferente en función del sexo; a los varones
se les socializa en la iniciativa libre y autónoma, y a las mujeres en el miedo, la
inseguridad y la dependencia. Al mismo tiempo, los medios transmiten la imagen
patriarcal de la superioridad del hombre respecto de la mujer, lo que estimula en los
varones expectativas de dominación sobre las mujeres, y en ellas resignación frente a
la sumisión y la servidumbre. Este hecho junto con la representa ción de la violencia
contra las mujeres que realizan los media contribuyen tanto a la perpetuación de la
violencia masculina contra las mujeres como a la desigualdad social y política entre
hombres y mujeres donde ésta echa sus raíces3.

Pilar López ha apuntado la necesidad de que los medios de comunicación amplíen


el campo de representación de las mujeres para abandonar definitivamente los
estereotipos patriarcales de femineidad40. Las mujeres son las víctimas de la
violencia de género y así deben ser representadas. Es más, los media deberían
informar al conjunto de la sociedad acerca de la discriminación social y política que
origina las prácticas violentas de dominación de las mujeres. Pero, a lo largo del siglo
xx, las mujeres occidentales han constituido uno de los principales sujetos de
emancipación, y esta realidad también debe ser representada por los medios de
comunicación. De este modo, se evitará una nueva victimización social de las
mujeres.

Simultáneamente, el final de la sobrerrepresentación de las mujeres como


víctimas debería conllevar el término de la representación de los varones como
héroes, con el correlativo desgaste de las conductas violentas y agresivas que el sujeto
varón tiene que dominar para constituirse como héroe. Existen varones sensibles, no

314
competitivos, gustosos de cooperar con las mujeres, reacios a la prostitución y que
practican el deporte de forma lúdica y saludable. Estos modelos masculinos también
deberían tener cabida en el imaginario de los media, porque las prácticas de
dominación y discriminación de las mujeres no son sólo un «problema de mujeres»,
sino que inducen a los varones hacia una rígida auto-represión física y emocional que
les lleva a un estado potencial de crisis e infelicidad.

Un análisis filosófico-político tanto de las relaciones sociales entre hombres y


mujeres como de su representación en los medios de comunicación evidencia la
necesidad de introducir la perspectiva crítica de género de los estudios de género en
todos los niveles del sistema educativo. Si las dinámicas de poder que configuran el
nuevo entorno de los media no se democratizan y avanzan hacia la igualdad entre los
sexos, al menos podemos exigir que las personas que están inmersas en el proceso de
socialización reciban las herramientas necesarias para un distanciamiento crítico
respecto de estereotipos que potencian la desigualdad social entre hombres y mujeres.

ALICIA H.PULEO

315
* Una primera versión de este trabajo fue presentada en el XIV Congreso de la
Asociación Española de Etica y Filosofia Política: La violencia: un análisis ético
político.

En estas líneas me propongo examinar las relaciones entre género y violencia


desde tres perspectivas distintas. La primera entiende la violencia en un sentido
amplio como violencia simbólica que favorece, sin proponérselo, la permanencia de
la violencia física. La segunda aborda la violencia de género fundamentalmente como
violencia física contra las mujeres, fenómeno que los organismos internaciones han
comenzado desde hace unos años a considerar un crimen y un problema social de
dimensiones insospechadas y de características específicas. La tercera perspectiva
adoptada esboza una reflexión sobre las complejas causas de la violencia.

1. LA POLÉMICA SOBRE LA DENOMINACIÓN: UN CASO DE VIOLENCIA


SIMBÓLICA

A través de los medios de comunicación, nuestra sociedad ha asistido a lo largo


del año 2004 a una viva polémica en torno a la propiedad o impropiedad de las
expresiones violencia doméstica y violencia de género para referirse a esa violencia
sufrida por las mujeres «por su pertenencia al sexo femenino»1. La Real Academia
Española emitió incluso un informe el 13 de mayo de 2004 instando al gobierno a
utilizar, en la denominación de la ley integral en curso de preparación, la primera de
las expresiones y abandonar la segunda.

Sostengo que dicha polémica no es de carácter meramente lingüístico. Se inscribe,


para decirlo en las conocidas categorías de Bourdieu, en la red de violencia simbólica
que impide la lucha cognitiva capaz de alcanzar la autoconciencia y la autonomía del
grupo oprimido. Sin que sus agentes sean conscientes de ello, en nombre de las
normas lingüísticas, aceptadas por todo/a hablante culto/a, mantiene el orden
androcéntrico dominante al obstaculizar la creación de instrumentos conceptuales
capaces de desafiar la relación de dominio y, en este caso, su manifestación en la
violencia física. Proponer sexo o naturaleza, como hizo hace ya algún tiempo
Fernando Lázaro Carreter en El País, en vez de género para referirse a los aspectos
culturales de las relaciones entre hombres y mujeres, o violencia doméstica en vez de
violencia de género, como el Informe de la Real Academia de 2004, no es inocuo ni
se limita a las razones lingüísticas aducidas. Tampoco es casualidad si algunos
articulistas han incluido en sus escritos abundantes insultos contra quienes ensayaban
un lenguaje «políticamente correcto». Es una resistencia inconsciente que trata de

316
privar de significantes y significados adecuados a quienes intentan transformar las
relaciones sociales.

Pero antes de continuar, me gustaría hacer un brevísimo inciso sobre Pierre


Bourdieu. Si el capital simbólico se relaciona con el reconocimiento, este mismo
pensador se ha apropiado indebidamente de él en La domination masculine2. Al no
citar adecuadamente los análisis feministas precedentes de los que es deudor3, este
libro es un ejercicio de lo que voy a denominar denuncia paradójica, mecanismo por
el que se realiza en el ámbito del concepto una explotación y dominación iguales o
similares a las que supuestamente se denuncia.

Volviendo ahora al caso que nos ocupa, podemos decir que la limitación a los
significantes cargados de significados preexistentes obliga a la sociedad a pensar, y
pensarse, con categorías que son el producto de las mismas relaciones de dominación
que se pretende superar. En otras palabras, la campaña contra el género se debe a una
profunda negación de la existencia de razones estructurales que induzcan los actos
violentos y a un intento de deslegitimación de toda teoría que desvele el entramado
causal del fenómeno.

El término género no es aceptado por todas las pensadoras feministas. Sería


demasiado extenso exponer aquí sus diversas y fundamentadas razones. Pero esta
reticencia frente a una conceptualización considerada a menudo como despolitizada o
defensivamente académica no tiene nada que ver con la batalla llevada en nombre de
la defensa de la lengua española frente a lo que sería «una mala traducción del
inglés».

El argumento de la Real Academia reposa en que uno de los significados de


gender en inglés era ya sex antes de que surgieran los Gender Studies y le asignaran
la significación de sexo social, construido, cultural, frente al sexo biológico.

En efecto, en el uso común de los angloparlantes, se puede preguntar por el


gender de una persona que no conocemos para saber si se trata de un hombre o de una
mujer. En cambio, en la lengua española, señala el Informe de la Real Academia,
género designa un «conjunto de seres establecido en función de características
comunes» y «clase o tipo», no hay referencia al sexo.

Ahora bien, resulta muy interesante apuntar que una resistencia similar al uso
constructivista de gender se ha dado, y todavía tiene lugar, en el mundo anglosajón
justamente en base a que ese término es sinónimo de sexo biológico y no de
características culturales del sexo. De este dato poco conocido, podemos extraer dos
conclusiones. La primera es que el concepto de construcción socio-cultural del sexo
suscita resistencias negadas y ocultadas bajo argumentos lingüísticos en ambas
culturas. Estamos ante una política de resistencia a la articulación y desvelamiento en
el logos del entramado de opresión. Si no tenemos palabras para nombrar, o nos
ofrecen términos que dificultan la comprensión de las causas y de la amplitud del
fenómeno e insisten en los estereotipos encerrando a la mujer en lo que se considera

317
su espacio propio, el doméstico, nos hallamos ante una violencia simbólica.

Como se ha señalado desde los grupos de mujeres, violencia doméstica es una


expresión inadecuada para la ley integral que se está pidiendo, tanto porque designa
sólo una subclase de la violencia de género como porque algunas de sus víctimas
pueden ser varones (niños, ancianos, discapacitados).

La segunda de las conclusiones que podemos extraer de la oposición que suscitó


también el uso de gender en la lengua inglesa es un tanto inesperada para quienes,
tanto en francés (el denostado genre) como en castellano, venimos defendiendo lo
que ha sido calificado de «mala traducción». El argumento de la Real Academia
Española y de algunos intelectuales convertidos súbitamente al purismo lingüístico ad
hoc daría una razón más para el uso del término género: ya que no significaba, como
en inglés, sexo biológico, sino conjunto de seres de características comunes o clase,
resulta ser más adecuado aún que en inglés. No ha menester estar explicando que no
se refiere a la naturaleza, sino a la construcción de un grupo social de rasgos
similares.

2. LA VIOLENCIA DE GÉNERO

¿Por qué la insistencia en hablar de violencia de género? Para subrayar su carácter


aprendido (por lo tanto, susceptible de ser transformado), estructural e ideológico. Es
una violencia que se apoya en desigualdades de acceso a los recursos y en un rango
simbólico más bajo que el masculino. La situación del colectivo femenino requiere
políticas de redistribución y políticas de reconocimiento, como bien ha sostenido
Nancy Fraser5. Es indispensable examinar los elementos simbólicos que invisibilizan
la sujeción. Son parte del suelo nutricio de la violencia y sin su desmantelamiento no
hay lugar para la esperanza de crear una cultura de respeto, libertad y paz. Como
muestran los estudios especializados, los modelos explicativos de la violencia contra
las mujeres han ido evolucionando desde una perspectiva que sólo veía individuos
perturbados a otra de carácter comprehensivo, que atiende a numerosos factores
causales combinados.

La violencia como una de las caras de la opresión señaladas por Iris Marion
Young7 consiste no sólo en los actos en sí, sino en la amenaza continua bajo la que
viven ciertos grupos sociales por razón de su sexo, su raza o su opción sexual. En el
caso de las mujeres, el temor a la violación forma parte de la necesaria educación
preventiva de las niñas (y no de los niños). La conciencia de tal amenaza restringe el
espacio de libertad de las mujeres. Por ello, numerosas manifestaciones se realizaban
al caer la noche, como afirmación del derecho de salir a la calle, espacio de lo
público, sin temor a la agresión. Limita también los gestos permitidos, la dirección de
la mirada y las palabras que se pronuncian. Como demostrara el ya clásico estudio de
Susan Brownmiller Against our will8, vista desde sus consecuencias la violencia
sexual funciona como una política que determina lo permitido y lo prohibido al grupo
sometido. Este aspecto ha llevado también a algunas especialistas de la violencia
sufrida por las mujeres en el hogar a hablar de terrorismo patriarcal y de terrorismo

318
misógino.

La violencia de género es una injusticia social porque no consiste en acciones


aisladas explicables por patologías individuales, se trata de una violencia sistemática,
pautada, en ocasiones realizada por el grupo de pares, y en mayor o menor medida
disculpada por la sociedad. Algunos historiadores han señalado la indiferencia y
aceptación social que hacían posible la impunidad de los actos de violencia contra las
mujeres en el pasado. Georges Duby, por ejemplo, destaca que en la Edad Media las
mismas reinas llegaban a recibir golpes de su marido en público9. Georges Vigarello
muestra que en un universo de violencia como el de la Francia del Antiguo Régimen,
la violación, raramente denunciada debido al estigma que caía sobre la víctima, tendía
a ser tratada con benevolencia por los jueces"`. Como todos sabemos, en numerosos
países no occidentales (Jordania es un caso particularmente dramático) nos hallamos
todavía ante esta situación, hasta el punto de que la familia condena a muerte a la
víctima por «haber perdido el honor». El abandono de la esposa por parte del marido
y de la familia cuando ha sido violada por los grupos armados en conflicto en el
Congo es otra de sus manifestaciones actuales. No hay una muestra más patente de la
identificación de la mujer con la sexualidad y el cuerpo en su pasiva materialidad. No
importa su voluntad de evitar el hecho. Ella no es conciencia que decide, niega o
afirma, sino cuerpo mancillado y, por lo tanto, impuro.

En las sociedades occidentales, nos hallamos actualmente en un proceso de


cambio a nivel social e institucional por el que rechazamos conductas antiguamente
aceptadas, al menos en ciertas condiciones, como el mal llamado «maltrato» (si la
esposa era una «fierecilla» que debía ser «domada», observemos de paso el papel
legitimador de la literatura), la violación (si la víctima no era una mujer «honesta» o
si se arriesgaba a salir sola al espacio público en horas inconvenientes" y el acoso
sexual (justificado como respuesta lógica a las maniobras de seducción femenina). La
teoría y la práctica feministas han tenido y tienen un lugar fundamental en esta gran
transformación sociocultural de Occidente. En países que no han pasado por ese
particular test de la Ilustración que, en palabras de Celia Amorós, es el feminismo12,
a las ya nombradas formas de violencia de género hay que sumar las amputaciones
sexuales rituales, el infanticidio femenino, las agresiones con ácido con el objeto de
desfigurar a la víctima, el rapto, etc. Sirva esto como respuesta a las voces de sectores
conservadores que sostienen que la violencia contra las mujeres proviene del
abandono de las estructuras tradicionales por la influencia del individualismo liberal.

La situación privilegiada de las occidentales no es un rasgo que pueda explicarse


sin hacer referencia al feminismo. Luisa Posada Kubissa ha mostrado que la violencia
contra las mujeres está incluida como referente normativo tanto en el discurso de la
modernidad constituyente de la propia norma como en el que transgrede dicha
norma13. Las recomendaciones pedagógicas extremadamente represivas de Rousseau
para conseguir una Sophie sumisa, adaptada a su papel social de auxiliar del
ciudadano propiamen te dicho y las exclamaciones de placer de los personajes
libertinos de Sade al torturar a la madre puritana aparecen como paradigmas de
ambos discursos, diametralmente opuestos pero unidos en la opresión de las mujeres.

319
Como bien ha apuntado Amelia Valcárcel, Simone de Beauvoir fue «la primera en
hacer fenomenología de lo mujer tal como ha sido pensado por el varón (...) La
primera en hacer filosofía tomando así entre las manos un logos que siempre mantuvo
a la conciencia mujer en la heteronomía» 14. Las figuras de la heterodesignación
(esposa, madre, prostituta, femme-enfant...) tematizadas en El segundo sexo y sus
descendientes hasta las variantes del ciberespacio actuales conforman un ámbito de
normas, costumbres, distribución desigual de los recursos, así como sentimientos de
odio y amor, deseo y repulsión que juegan un importante papel causal de la violencia
de género entendida como política, en el sentido amplio del término. Por ello, uno de
los primeros pasos del feminismo como filosofía política ha sido el análisis crítico de
estas figuras, teniendo como horizonte regulativo la libertad de elección que
caracterizaría a la existencia humana. El objetivo no era descubrir la «verdadera
naturaleza» de la mujer y recuperar su «esencia» perdida, sino de una «redefinición
práctica del sujeto que, independientemente de razas o género, apunta a proyectos de
emancipación»15.

Celia Amorós ha definido el feminismo como el particular momento de


autoconciencia en el que las mujeres deciden autoconstruirse, accediendo a la
individuación y a la autonomía. Con ello, con este sapere aude no deseado por
Kantl6, se produce la salida de las mujeres del mundo de «las idénticas»17 para
alcanzar el estatus de individuo propio del ámbito de «los iguales». La falta de un
reconocimiento pleno como individuos funciona en perversa relación de
retroalimentación como causa y efecto de numerosos aspectos desfavorables de la
situación actual de las mujeres. Estos aspectos desfavorables incluyen tanto el glass
ceiling (desestimar y desaprovechar la excelencia profesional por atender al estatus de
género) como la violencia de género en sus diversas formas. Todavía, incluso en las
sociedades desarrolladas occidentales, el déficit de reconocimiento de la
individualidad y de la autonomía de las mujeres es la clave explicativa de numerosos
asesinatos, violaciones, amenazas y agresiones (La maté porque era mía ha sido
justamente la acertada traducción del título de una comedia francesa misógina cuyo
nombre original era Tango y que obtuvo un notable éxito hace unos pocos años de
uno y otro lado de los Pirineos). Gran parte de los homicidios que caen bajo la
denominación de violencia de género en nuestra sociedad son cometidos por maridos,
compañeros sentimentales y novios que no soportan la decisión de ruptura de su
pareja femenina.

La violencia contra la mujer ha sido definida y positivamente connotada por


Georges Bataille como «la negación de los límites del ser determinado»18 que
permite al hombre alcanzar la soberanía. Se devuelve, así, según el teórico del
erotismo transgresivo, el individuo sacrificado a la indiferenciación de la naturaleza,
al fluir del devenir que no reconoce discontinuidad. Y la individuación es una
discontinuidad temporal. La decisión de muchas mujeres de afirmarse como
individuos autónomos es, indudablemente, uno de los motivos (no el único) del
aumento, en la sociedad en tiempos de paz, de los casos de violencia de género que
alarman a los organismos expertos desde los años 90. La voluntad social y política de
dotarse de instrumentos legales para detener esta violencia es una de las

320
manifestaciones más claras de que se nos reconoce y respeta como individuos19.

3. EL GÉNERO DE LA VIOLENCIA

El filósofo renacentista Agrippa de Nettesheim llamaba la atención sobre el hecho


de que la inmensa mayoría de los responsables de crímenes violentos eran varones.
Las cárceles están llenos de ellos, observaba; para concluir, en su defensa de las
mujeres, que éstas son por naturaleza más pacíficas.

Casi cinco siglos más tarde, es sorprendente que la perspectiva de análisis de


género continúe ausente en el tratamiento de la violencia en la casi totalidad de los
diccionarios y manuales de Etica y Filosofía Política. Se discute si la violencia forma
parte de la «naturaleza humana» sin dedicar una sola línea a la marcada diferencia
que existe entre los sexos en el ejercicio de la violencia.

Por el contrario, esta diferencia es subrayada y, por lo general, totalmente


naturalizada en los documentales de vulgarización sociobiológica con títulos tan
sugestivos como el de «Guerra de sexos». Lejos de las matizaciones sobre la
interrelación entre herencia genética y aprendizaje cultural de Edward Wilson o de
Irineus Eibl-Eibesfedlt, estas realizaciones audiovisuales exponen la teoría de la
agresividad innata masculina y la tendencia al cuidado de la vida femenina con una
perspectiva reduccionista, simplista y maniquea que opaca el innegable interés que la
observación etológica y las teorías sociobiológicas pueden tener para el estudio de la
violencia. Desde este biologicismo, los pacifistas y las feministas serían extraños
personajes intersexuales, errores de la naturaleza. El previsible resultado es el
alejamiento y el rechazo de las personas formadas en la filosofía y las ciencias
sociales con respecto a cualquier explicación que incluya referencias a cualquier
tendencia natural. En una palabra, para muchos, confirman las sospechas de
conservadurismo que habían recaído sobre la sociobiología, razón por la que termina
por preferirse un constructivismo que renuncie a cualquier referencia a cuerpos
poseedores de una herencia genética que influya en la conducta.

Entre el discurso filosófico que habla de la violencia de un ser neutro y abstracto,


el esencialismo biologicista que subraya la diferencia de los sexos mientras
permanece ciego a las relaciones históricas de poder y el constructivismo radical que
reduce la realidad a discurso ignorando la existencia de organismos vivos producto de
una filogenia, queda una tierra de nadie que es, sin embargo, intelectualmente la más
prometedora. ¿Cómo podemos adentrarnos en ella? Creo que la perspectiva de género
es un buen comienzo para encontrar el sendero.

1 Algunas formas del llamado «feminismo de la diferencia» 2° han tendido a


aserciones similares a las de Agrippa de Nettesheim, culpando a la naturaleza
masculina de la tensión bélica y del estallido y desarrollo de las guerras21. Los
conceptos de género y de violencia de género introducen, en cambio, una perspectiva
no esencialista que, no obstante, puede atender también a factores orgánicos.

321
Así, se ha analizado la mística de la masculinidad22 como un factor cultural
determinante que opera sobre un potencial biológico preexistente construyendo la
identidad violenta. Según Miedziam, la predisposición no consistiría más que en una
mayor irritabilidad e impulsividad y menor tolerancia a la frustración en los niños
varones. La violencia, en cambio, sería aprendida, por lo que sería necesario redoblar
esfuerzos en una educación no sexista y no androcéntrica. La expresión mística de la
masculinidad, fraguada en la tradición de crítica que animaba la mística de la
feminidad de Betty Friedan, alude a aquellas creencias en torno a la virilidad que
actúan como modelos y normas en la construcción de la identidad de los varones,
particularmente en su niñez y juventud. Como apuntaba agudamente Celia Amorós,
puesto que la virilidad es una «idea-fantasma reguladora del comportamiento de los
varones» requiere una confirmación en los pares y consiste en una «imagen alterada y
alienada» pero siempre sumamente valorada23.

La mística de la masculinidad tiene, como algunos roles y rasgos de la identidad


sexuada femenina, cierta notable continuidad en el tiempo y el espacio. La
antropología nos muestra que existe una fuerte correlación entre patriarcados de
coerción y práctica de la guerra trival intensiva. Como es sabido, en sociedades
etnológicas de ese tipo encontramos un fuerte sexismo acompañado de infanticidio
femenino, generalmente por descuido sistemático, y, lo que es particularmente
interesante, crueles ritos de iniciación masculina como «segundo nacimiento» para
crear hombres duros que repriman sus sentimientos de temor, empatía o compasión.
Como ejemplo paradigmático de este tipo de sociedades, podemos citar ciertos
pueblos melanesios24 en los que, todavía a principios del siglo xx, la caza de cabezas
formaba parte de la autodefmición jerarquizada de los varones como dadores de
muerte frente a las mujeres heterodesignadas como dadoras de vida.

Constatar cierta continuidad no significa, sin embargo, afirmar que las relaciones
de la violencia con la mística de la masculinidad son intemporales o ajenas al
entramado político-económico de cada período histórico. Así, por ejemplo, Nancy
Hartsock ha interpretado el desprecio por la vida contenido en el extremo dualismo
platónico espíritu/materia como una ideología del varón libre funcional para una
sociedad esclavista como la griega que necesitaba continuas guerras de sujeción25.
Con mayor razón podemos imaginar una clara funcionalidad a la mística del guerrero
salvador del mundo que ofrece gran parte de la ficción cinematográfica
norteamericana actual. La exaltación de la violencia y su identificación con la
masculinidad es el necesario correlato discursivo de ciertos proyectos políticos en
marcha.

En el escenario de la guerra, vistas a través del prisma de la mística de la


masculinidad, las mujeres aparecen bajo dos formas principales: como criaturas que
hay que defender frente al enemigo o como botín que aumenta el atractivo de los
esfuerzos bélicos. La violencia sexual en situación bélica sólo recientemente y por
influencia de los movimientos de mujeres ha sido reconocida como crimen de guerra.
Como destaca Raquel Osborne, su función es, además de provocar el terror y
eventualmente la limpieza étnica, emitir un mensaje intermasculino destinado a

322
provocar una crisis de identidad en quienes no han sido capaces de defender a «sus»
mujeres26.

1 El rango de génerolno puede ser desvinculado de la tradicional relación de los


hombres con las armas. Basta observar las crónicas de mujeres asesinadas
recientemente para advertir que, a menudo, la afición a la caza del marido o
compañero ha facilitado la comisión del crimen. El colectivo femenino no ha tenido
un fácil acceso a ellas. En general le han sido prohibidas salvo casos especiales de
privilegio, de revolución o de particular necesidad para el mantenimiento del propio
sistema social. Algunas feministas de la diferencia han afirmado que la propia
«sabiduría femenina» nos ha mantenido alejadas de ellas. Me temo que no todas
somos tan sabias. Las armas confieren poder y su manejo es un aspecto de la división
sexual del trabajo que funciona en retroalimentación con el estatus de género. Los
hombres han adquirido un rango superior por su relación con la actividad bélica y, a
su vez, ésta se ha beneficiado de la superioridad de rango masculina. El concepto de
trascendencia y de verdadera humanidad como desprecio de la fragilidad de la propia
vida se forjó con un claro sesgo de género que la misma Simone de Beauvoir no supo
ver en su obra pionera de 1949, fecha muy cercana a la mayor catástrofe bélica de
toda la Historia, al menos hasta el momento. Así, la filósofa explica la posición
subordinada de las mujeres en la historia de la humanidad valiéndose de la dialéctica
del amo y del esclavo de Hegel y afirma: «La peor maldición que pesa sobre la mujer
es estar excluida de estas expediciones guerreras; si el hombre se eleva por encima
del animal no es dando la vida, sino arriesgándola; por esta razón, en la humanidad la
superioridad no la tiene el sexo que engendra sino el que mata» 27.

Esta explicación de la subordinación femenina asume acríticamente la ideología


producida por la misma institución (el patriarcado) cuyos orígenes pretende
descubrir. En ese sentido, la sencilla genealogía de Poulain de la Barre me parece más
acertada: «cuando examinamos con sinceridad los asuntos humanos en el pasado y en
el presente, encontramos que todos se parecen en un punto: que la razón siempre ha
sido la más débil (...) y que desde que los hombres existen siempre ha prevalecido la
fuerza (...) Esta conducta es visible en todas las sociedades, y si los hombres se
comportan así con sus semejantes, parece fuertemente probable que cada uno lo haya
hecho primero con la mujer»28.

Superando en esta cuestión la división mente/cuerpo de su maestro, este


cartesiano feminista del siglo xvii ve en la fuerza física un factor importante en la
construcción de las jerarquías patriarcales: «Como el deseo de dominar se había
convertido en una de las pasiones más fuertes y sólo podía ser satisfecho por la
violencia y la injusticia, no es de extrañar que, puesto que los varones eran sus únicos
instrumentos, se los haya preferido antes que a las mujeres»29.

Si la anteriormente citada afirmación beauvoireana ha de ser revisada a la luz de


sus presupuestos androcéntricos30 y éticos, en cambio su lema On ne naít pas femme,
on le devient puede ser aplicado al estudio de la masculinidad con gran provecho.
Gracias a los estudios feministas y de género, se ha iniciado un proceso por el que la

323
identidad masculina deja de ser el tradicional sinónimo de excelencia humana
asexuada, neutra, sin ser explicada tampoco por un determinismo biologicista que
apela a una supuesta «naturaleza» no afectada por la cultura. Como nos recuerda
Sheyla Benhabib: «El sistema género-sexo es la red mediante la cual el selfdesarrolla
una identidad incardinada, determinada forma de estar en el propio cuerpo y de vivir
el cuerpo»31. No hay cuerpos totalmente independientes de la mente, de la
organización social y del universo simbólico y sus normas. Tampoco hay «espíritus
puros» que no necesiten realizar algún tipo de esfuerzo crítico por distanciarse y
examinar sus determinaciones de sexo y género.

La polémica sobre el concepto de género con la que iniciaba este trabajo nos
obliga en ocasiones a una defensa hiperconstructivista que esquematiza
excesivamente la complejidad de los fenómenos. Una estricta división entre sexo y
género es, en realidad, una ficción operacional que nos permite descubrir los
poderosos elementos culturales que siempre tienden a ser naturalizados32. En
realidad, como ya he apuntado, no hay fenómenos humanos en los que no estén
implicadas tanto la naturaleza como la cultura. De ahí el interés y la importancia de
los estudios etológicos y de la sociobiología. Pero la cultura tiene un peso
absolutamente predominante. Hablar del género de la violencia significa, pues, que
ser varón ni es únicamente un dato biológico ni es tampoco un sinónimo de identidad
humana universal. Hablar de violencia de género es pensar a hombres y mujeres de
manera relaciona) y como fruto de un proceso dialéctico en el que puede intervenir la
razón crítica como mediación liberadora; es abrir la puerta a la ética y a la filosofía
política para comprender y transformar una realidad en la que, todavía demasiado a
menudo, la violencia tiene la última palabra.

324
María Xosé Agra Romero es Doctora en Filosofía y Catedrática de Filosofía Moral y
Política de la Universidad de Santiago de Compostela. Sus líneas de investigación se
desarrollan sobre Filosofía política, teorías de la justicia y teoría crítica feminista.
Autora de j. Rawls: el sentido de justicia en una sociedad democrática (1985); (ed.),
Corpo de Muller. Discurso. Poder. Cultura (1997); (comp.), Ecología y Feminismo
(1997); otras publicaciones: «Animales políticos, capacidades humanas y búsqueda
del bien, de Martha C.Nussbaum» (2001); «Multiculturalismo, justicia y genero»
(2000); «Ciudadanía: el debate feminista» (2002); «Justicia y género: la agenda del
feminismo global» (2002); «Liberalismo político y feminismo» (2003); «Antes y
después de Rawls: la filosofía política en la brecha» (2004); «Martha C.Nussbaum:
defensa y cultivo de la humanidad» (2006); «Ciudadanía, feminismo y globalización»
(2006) y «Cultura, diversidad cultural y política: Apuntes para una reflexión
feminista» (2007).

Celia Amorós Puente es filósofa, valenciana, Catedrática de Filosofía Moral y


Política de la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Es autora, entre otros
libros, de: Hacia una crítica de la razón patriarcal (3.a ed., Anthropos, 1991); Tiempo
de feminismo. Sobre Ilustración, proyecto ilustrado y postmodernidad (Cátedra,
1997); Feminismo: Igualdad y diferencia (PUEG, Universidad Autónoma de México,
Reimpreso, 2001), La gran diferencia y sus pequeñas consecuencias... para la lucha
de las mujeres (Madrid, Cátedra, 2005, Premio Nacional de Ensayo). También se ha
especializado en el pensamiento ético-político de Jean Paul Sartre en su segundo
período y obras póstumas, así como en la historia del existencialismo. En este campo
destacan sus obras Sóren Kierkegaard o la subjetividad del caballero (Anthropos,
1987) o Diáspora y Apocalipsis. Ensayos sobre el nominalismo de jean Paul Sartre
(Alfons el Magnánim, 2001). Es editora entre otros libros de: Feminismo y Filosofía
(Madrid, Edit. Síntesis, 2000), y junto con Ana de Miguel (eds.) de Teoría feminista:
de la Ilustración a la globalización (3 vols.), (Madrid, Biblioteca Nueva, 2005).

Neus Campillo Iborra es Profesora Titular de Filosofía en el Departamento de


Filosofía de la Universidad de Valencia e investigadora del Instituto Universitario de
Estudios de la Mujer de esta misma Universidad. Es autora de El Feminisme com a
Crítica, (Valencia, Tandem Edicions, 1997), El Descrédit de la Modernitat
(Publicacions de la Universitat de Valencia, 2001). Coautora con Margarita Boladeras
de Filosofía Social (Madrid, Síntesis, 2000), Género, Ciudadanía y Sujeto Político:
En torno a las Políticas de la Igualdad (Publicaciones de la Universitat de Valencia,
2002), y de diversos artículos sobre John Stuart Mill, Kant y Hannah Arendt. Sus
actuales líneas de investigación versan sobre feminismo y teoría crítica y el problema
del sujeto en la filosofía contemporánea. Ha sido Directora del Instituto Universitario
de Estudios de la Mujer de la Universitat de Valencia (1992-1996), Directora del
programa de Doctorado Género, Conocimiento, Subjetividad y Cultura y Visitor
Scholar en el Center for European Studies en la Harvard University.

325
Victoria Camps es filósofa, Catedrática de Filosofía Moral y Política en la
Universidad Autónoma de Barcelona. Fue senadora independiente por el PSC-PSOE,
de 1993 a 1996. En ese período presidió la Comisión de contenidos televisivos.
Actualmente preside la Fundación Víctor Grifols i Lucas, dedicada a la investigación
y promoción de la bioética. Es consejera del Consejo Audiovisual de Cataluña desde
2002. Entre sus libros, destacan Virtudes públicas (Espasa-Calpe), Paradojas del
individualismo (Crítica), El malestar de la vida pública (Grij albo), El siglo de las
mujeres (Cátedra), Una vida de calidad (Crítica), La voluntad de vivir (Ariel). Ha
coordinado Historia de la ética en tres volúmenes (Crítica).

Ana de Miguel Álvarez es Profesora Titular de Filosofía Moral y Política la


Universidad Rey Juan Carlos. Ha publicado libros sobre autores clásicos del
feminismo como John Stuart Mill y Alejandra Kollontai y ha editado la obra de
William Thompson y Anna Wheeler La demanda de la mitad de la raza humana, las
mujeres. También ha coeditado una selección de las obras de Flora Tristán. Una
selección de sus trabajos ha sido traducida al portugués bajo el título O feminismo
Ontem e Hoje (2002). En la actualidad está trabajando sobre el feminismo como
movimiento social y la construcción del marco teórico de la violencia de género.
Otras publicaciones: «El movimiento feminista y la construcción de marcos de
interpretación: el caso de la violencia contra las mujeres» (2003), «Hacia un nuevo
Contrato Social: políticas de redefinición y políticas reivindicativas en la lucha
feminista» (2002) y «The Feminist Movement and Redefinition of Reality» (2005).
Junto a Celia Amorós ha coeditado la obra colectiva Teoría Feminista. De la
Ilustración a la globalización (2005).

Carmen García Colmenares es Doctora en Psicología y Profesora Titular de


Psicología Evolutiva y de la Educación en la Universidad de Valladolid. Es
Responsable, desde su creación en 1992, del Seminario Universitario de Educación
No Sexista (SUENS) de la Universidad de Valladolid y miembro fundador de la
Cátedra de Estudios de Género de la misma Universidad. Es codirectora del
Postgrado Agentes de Igualdad de Oportunidades entre Mujeres y Hombres (Fondo
Social Europeo, Junta de Castilla y León y Universidad de Valladolid). Colabora con
diferentes instituciones nacionales e internacionales en temas de psicología, género y
educación, impartiendo cursos y conferencia (Unesco, Consejo de Europa). Tiene
publicados libros y artículos sobre el tema (Persona, Genero y Educación (Amarú),
«Identidad e identidades de género: de la exclusión a la complejidad», entre otros).
Sus actuales líneas de investigación están relacionadas con la reconstrucción
biográfica de las primeras psicólogas españolas.

María José Guerra Palmero es Doctora en Filosofía y Profesora Titular de Filosofía


Moral de la Universidad de La Laguna. En la actualidad, dirige el Master en Estudios
Feministas, Políticas de Igualdad y Violencia de Género de la ULL. Ha publicado los
siguientes libros: Mujer, identidad y reconocimiento. Habermas y la crítica feminista
(Sta. Cruz de Tenerife, Instituto Canario de la Mujer, 1998), Teoría feminista
contemporánea. Una aproximación desde la ética (Madrid, Editorial Complutense,
2001), Breve introducción a la ética ecológica (Madrid, Antonio Machado Libros,

326
2001) e Intervenciones feministas. Derechos, mujeres y sociedad (Sta. Cruz de
Tenerife, Idea Press, 2004). Junto a María Eugenia Monzón ha editado el volumen
colectivo Mujeres, espacio y tiempo (Sta. Cruz de Tenerife, Instituto Canario de la
Mujer, 1999), con Concepción Ortega ha coordinado Globalización y neoliberalismo:
¿un futuro inevitable? (Oviedo, Nobel, 2002), con Ana Hardisson 20 Pensadoras del
siglo XX (Oviedo, Nobel, 2006) y con Roberto R.Aramayo, Los laberintos de la
responsabilidad (Madrid, Plaza y Valdés, 2007). Ha realizado estancias de estudio en
la New School of Social Research (1997, New York University), el Center for
European Studies (1998, Harvard University) y el Institute for Environment,
Philosophy and Public Policy (2005-2006, Lancaster University). Sus líneas de
investigación incluyen la teoría ética y política contemporánea, la teoría feminista y
la ética aplicada, especialmente, la bioética y la ética y política ecológica.

María Teresa López de la Vieja de la Torre es Catedrática del Departamento de


Historia del Derecho, Filosofía jurídica, Moral y Política de la Universidad de
Salamanca. Entre sus publicaciones recientes, citaremos Principios morales y casos
prácticos, Tecnos, 2000, T. (cd.), Feminismo: del pasado a lpresente, Publicaciones
de la Universidad de Salamanca, Salamanca, 2000; «Ética y género», en J.M.a García
Gómez-Heras (ed.), Dignidad de la vida y manipulación genética, Madrid, Biblioteca
Nueva, 2001, págs. 141-173; «Feminismo como crítica», en J.Rubio Carracedo,
J.M.Rosales y M.Toscano, Retos pendientes en Ética y Política, Madrid, Trotta, 2002,
págs. 179-187; «La diferencia y los derechos», Leviatán, 85-86, 2001; «Fronteras de
la diferencia», en O.Barrios (ed.), Realidad y representación de la violencia,
Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2002, Ética y Literatura, Madrid,
Tecnos, 2003; «Ética ambiental, sociedad civil», Contrastes, Suplemento 8, 2003,
págs. 263-282; «Justicia entre especies y entre ciudadanos», J.M.García Gómez-
Heras y C.Velayos, Tomarse en serio la naturaleza, Madrid, Biblioteca Nueva, 2003;
«El punto de vista feminista», Estudios multidisciplinares de género, 1, 2004, págs.
211-225; La mitad del mundo. Ética y critica feminista, Salamanca, Publicaciones
Universidad de Salamanca, 2004; «Salud y genero», J.M.García Gomez-Heras y
C.Velayos, Bioética, Madrid, Tecnos, 2005, págs. 70-94; «Autonomía en la
reproducción», Estudios multidisciplinares de género, 2, 2005.

Teresa López Pardina es Doctora en Filosofía y miembro del Instituto Investigaciones


Feministas de la Universidad Complutense de Madrid. Ha codirigido en el citado
Instituto las jornadas celebradas en 2002 tituladas «Una lectura feminista del
psicoanálisis y de la filosofía», de las que surgió el libro Crítica feminista al
psicoanálisis y a la filosofía en colaboración con Asunción Oliva (Ed. Complutense,
2003) y el curso interdisciplinar El multiculturalismo y las mujeres, en el Círculo de
Bellas Artes de Madrid. Es autora de los libros Simone de Beauvoir, una filósofa del
siglo XX, Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 1998 y Simone de Beauvoir,
Ediciones del Orto, Biblioteca filosófica, 1999, del prólogo a la edición española de
El segundo sexo, de S. de Beauvoir (Cátedra, 1999) y de los capítulos dedicados a
esta filósofa francesa en La Filosofía contemporánea desde una perspectiva no
androcéntrica (coord. Alicia Puleo, Madrid, Ministerio de Educación y Ciencia,
1993), Filosofía y feminismo (ed. C.Amorós, Madrid, Síntesis, 2000), Pensadoras del

327
siglo XX (eds. Amelia Valcárcel y Rosalía Romero Sevilla, 2001), Teoría feminista:
de la Ilustración a la globalización (eds. Celia Amorós y Ana de Miguel, Madrid,
Biblioteca Nueva, 2005). Es coeditora (junto con Asunción Oliva Portolés) del libro
Crítica feminista al psicoanálisis y a la filosofía (Madrid, Editorial Complutense,
2003). Ha publicado diversos artículos en numerosas revistas (Arenal, Simone de
Beauvoir Studies, Isegoría, Mora, Chiméres, Mujeres, Festa da Palabra Silenciada, y
otras).

Cristina Molina Petit es Doctora en Filosofía por la Universidad Complutense de


Madrid y tiene estudios de postgrado en la Universidad de Columbia (Nueva York).
Pertenece al Instituto de Investigaciones Feministas de la Complutense y al Consejo
Rector del Aula de la Mujer de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. En
solitario ha publicado Dialéctica Feminista de la Ilustración (1993) y La igualdad no
resuelta. Mujer y participación política (1996). Entre sus artículos, destacan «Lo
femenino como metáfora en la racionalidad postmoderna» (1992) y «Género y
poder» (2003). Es autora de dos obras teatrales. Además de la investigación y la
docencia en las áreas del feminismo y la teoría estética, ha tenido experiencias de
gestión política como asesora del Instituto Canario de la Mujer.

Javier Muguerza es Doctor en Filosofía por la Universidad de Madrid, Catedrático de


Ética en las Universidades de La Laguna (Tenerife), Universidad Autónoma de
Barcelona y Universidad Nacional de Educación a Distancia (Madrid). Es Fellow del
National Humanities Center (Research Triangle Park, North Carolina) y ha sido
profesor visitante en numerosas Universidades europeas y americanas. Ha sido el
primer director del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones
Científicas de Madrid tras su refundación en 1986, así como de su revista Isegoría,
que codirige en la actualidad. Entre sus publicaciones destacan los libros La razón sin
esperanza. (Siete trabajos y un problema de ética), Madrid, 1974 (reediciones 1979,
1986, nueva edición en prensa); The Alternative of Dissent (The Tanner Lectures on
Human Values, vol. X, Cambridge, 1987); El fundamento de los derechos humanos
(En torno a «La alternativa del disenso»), Madrid, 1989; Ethik der Ungewissheit,
Friburgo-Munich, 1990; Desde la perplejidad (Ensayos sobre la ética, la razón y el
diálogo), México-Madrid-Buenos Aires, 1990 (reeds. 1994, 1996, 2006); Ethik aus
Unbehagen, Friburgo-Munich, 1992; Etica, disenso y derechos humanos (En
conversación con Ernesto Garzón Valdés), Madrid 1996 (reeds. 1998, 2000); El
puesto del hombre en la cosmópolis, Madrid, 2000 (nueva edición en prensa);
Creencia e increencia: un debate en la frontera, Santander-Madrid, 2002; Ethics and
Perplexity: toward a Critique of Dialogical Reason, ed. J.R.Welch, Ámsterdam-
Nueva York, 2005; La aventura de la moralidad (paradigmas, fronteras y problemas
de la ética), Madrid, 2007, coedición con C.Gómez.

Raquel Osborne es Doctora en Sociología (UCM) y Master of Philosophy (M.Ph.)


por la Universidad de Nueva York. Es Profesora Titular en Sociología del Género en
el Departamento de Sociología 111 de la Universidad Nacional de Educación a
Distancia (UNED). Sus investigaciones giran sobre todo en torno a la sociología del
género y la sociología de la sexualidad. Actualmente está trabajando en la

328
conceptualización y las cifras de la violencia de género, con especial atención a la
ampliación de su significado y su extensión a la temática de la prostitución. Entre sus
últimas publicaciones podemos destacar: (Coordinadora): La violencia contra las
mujeres. Realidad social y políticas públicas, Madrid, UNED, 2001 (comp. junto con
Oscar Guasch): Sociología de la sexualidad, Madrid, CIS, 2003; (Compiladora):
Trabajador@s del sexo. Derechos, tráfico y migraciones en el siglo XXI, Barcelona,
Bellaterra, 2004.

Luisa Posada Kubissa (Madrid, 1957) es Doctora en Filosofía y Profesora de la


Universidad Complutense de Madrid en el departamento de Filosofía IV. Es autora de
los libros Sexo y esencia: de esencialismos encubiertos y esencialismos heredados
(Madrid, Horas y Horas, 1998) y Celia Amorós (Madrid, editorial del Orto, 2000). De
próxima aparición es su libro Razón y conocimiento en Kant (en prensa, Madrid,
Biblioteca Nueva). Ha publicado numerosos artículos y capítulos en trabajos
colectivos. Formó parte del Seminario Permanente Feminismo e Ilustración desde sus
inicios en 1988, así como de Proyectos de Investigación bajo la dirección de la Dra.
Amorós. Pertenece al Consejo del Instituto de Investigaciones Feministas de la
Universidad Complutense de Madrid en cuyo marco ha participado en diversas
actividades docentes, como el curso de Historia de la Teoría Feminista o el Postgrado
de Intervención social ante la violencia contra las mujeres, entre otros. En la
actualidad es directora del Título Propio de la UCM Magíster en Estudios de las
Mujeres y experta del Observatorio Estatal de Violencia de Género.

Alicia H.Puleo es Doctora en Filosofía, directora de la Cátedra de Estudios de Género


de la Universidad de Valladolid y Profesora Titular de Filosofía Moral y Política de
esta misma Universidad. Sus principales líneas de trabajo son la Ilustración francesa,
la relación entre género y ética ecológica y la conceptualización de las mujeres, el
género y la sexualidad en la filosofía contemporánea. Es autora de diversos libros,
entre los que se cuentan Cómo leer a Schopenhauer (1991), La Ilustración olvidada:
La polémica de los sexos en el siglo XVIII (1993), La Filosofía contemporánea desde
una perspectiva no androcéntrica (1994), Figuras del Otro en la Ilustración francesa
(1996), Filosofía, Género y pensamiento crítico (2000). Es coautora del libro Mujeres
y Ecología. Historia, Pensamiento, Sociedad (2005). Entre sus numerosos artículos,
publicados en España, Estados Unidos, Portugal, Alemania, Brasil y otros países de
América y Europa, recordaremos: «Philosophy, Politics and Sexuality» (2007), «De
la exclusión a la participación: democracia e igualdad» (2006), «Un parcours
philosophique: du désenchantement du monde á la compasión» (2006), «Gender,
Nature and Death» (2005), «Los dualismos opresivos y la educación ambiental»
(2005), «Género, naturaleza y ética» (2004), y «Philosophie und Geschlecht in
Spanien» (2002).

Fernando Quesada es Catedrático de Filosofía Política en la UNED y Director de la


Revista Internacional de Filosofía Política. Trabaja, especialmente, los temas
relacionados con la naturaleza de la filosofía política, los problemas de una nueva
redefinición de la democracia así como las dimensiones filosófico-políticas de los
movimientos sociales. Entre sus últimas publicaciones pueden citarse: Siglo XXI.-

329
¿un nuevo paradigma de la política? (2004) ; Entre la religión y la moral. - el
neofundamentalismo político en EE. UU. (2004); La nueva configuración del «otro»
como enemigo. El enfrentamiento entre civilizaciones (2005); Democracia y virtudes
públicas (2005); Entrevista: en torno a los límites de la Modernidad (2006), Estado
plurinacional y ciudadanía. Constitucionalismo y cuestión nacional (2003, 2007
nueva versión) ; Sendas de democracia: entre la violencia y la globalización, ed.
Homo Sapiens. Rosario Argentina (2006) ; Ética y política: sobre la relación entre
Filosofía moral y Filosofía política. Una aproximación histórico-conceptual. (2007);
Sendas de democracia: entre la violencia y la globalización (Nueva edición
aumentada, ed. Trotta, 2008).

Concha Roldán Panadero es Profesora de Investigación en el Instituto de Filosofía


(www.ifs.csic.es) del Consejo Superior de Investigaciones Científí cas (CSIC), del
que es actualmente Directora, y Presidenta desde 2001 de la «Sociedad Española
Leibniz para estudios del Barroco y la Ilustración» (www.leibnizsociedad.org). Con
estudios de doctorado en Madrid, Berlín, Hannover y Münster, ha sido becaria
Humboldt y profesora invitada en las Universidades de Mainz (1991), Technische
Universitát de Berlín (19981999) y Ludwig-Maximilian Universitát de Munich
(2004-2005). Tiene numerosas publicaciones sobre filosofía moderna e Ilustración,
filosofía de la historia y teoría feminista, entre las que destaca su libro Entre Casandra
y Clío. Una historia de la filosofía de la historia (Madrid, Akal, 1997, 2.a ed., 2005).
Entre sus ediciones de textos clásicos y volúmenes colectivos, mencionaremos como
botón de muestra: I Kant. Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y
otros escritos sobre filosofía de la historia (Tecnos, 1987), G.W.Leibniz. Escritos en
torno a la libertad, el azar y el destino (Tecnos, 1990), La paz y el ideal cosmopolita
de la Ilustración (Tecnos, 1995), Guerra y paz. En nombre de la política (El rapto de
Europa, 2004) y Ciencia, Tecnología y Género en Iberoamérica (CSIC, 2006).

Rosalía Romero Pérez es Doctora en Filosofía, profesora de Enseñanza Secundaria y


está vinculada como investigadora a la Universidad de Sevilla, donde imparte cursos
de doctorado desde 1999. Es autora de Michel Foucault y la Teoría Feminista
(Madrid, ed. Universidad Complutense, formato CD-ROM, 2002), Amelia Valcárcel
(Madrid, eds. del Orto, 2003) y Oliva Sabuco. Filósofa del Renacimiento, prólogo de
A.Puleo (eds. Almud, 2008). Es coeditora y coautora de los siguientes libros: Los
desafíos del feminismo ante el siglo XXI (Sevilla, ed. IAM, col. Hypatia, 2000),
Pensadoras del siglo XX (Sevilla, ed. IAM, col. Hypatia, 200 1) y de la obra de Flora
Tristán Feminismo y Socialismo (Madrid, eds. La Catarata, 2003). Pertenece a la
Asociación Andaluza de Filosofía.

Iván Sambade es miembro del Grupo de Investigación Reconocido (GIR) Cátedra de


Estudios de Género de la Universidad de Valladolid. Especializado en los estudios de
la masculinidad y la perspectiva foucaultiana de las relaciones de poder y
subjetivación, imparte docencia sobre estos temas en el Postgrado Agente de Igualdad
de Oportunidades entre Mujeres y Hombres de la citada Universidad. Ha realizado
diversos estudios e informes sobre el papel de los estereotipos en el fenómeno de la
violencia de género.

330
Amela Valcárcel es Consejera de Estado, Catedrática de Filosofía Moral y Política de
la UNED, Vicepresidenta del Real Patronato del Museo del Prado, Patrona de la
Biblioteca Nacional y Patrona de la UIMP Autora de una decena de libros, cincuenta
capítulos en obras colectivas y más de cien artículos, ha sido dos veces finalista del
Premio Nacional de Ensayo con los libros Hegel y la Etica (1987) y Del miedo a la
Igualdad (1993). Editora de El Concepto de Igualdad (1995), ha publicado Sexo Y
Filosofía (1991, 93, 95 y 97), La Política de las Mujeres (1997, 98, 2004), Etica
contra Estética (Brasil, 1998), Perspectiva, 2005), Los desafíos del Feminismo ante el
Siglo XXI (2000), del que es Editora, Rebeldes (2000), Pensadoras del Siglo XX
(2001), del que es también Coordinadora y Editora. Sus últimas obras son El Sentido
de la Libertad (2001), Ética para un mundo global (2002) y Hablemos de Dios,
escrito en colaboración con Victoria Camps. Ha presidido y dirigido múltiples cursos
y seminarios, nacionales e internacionales, y colaborado en doctorados de
universidades españolas e hispanoamericanas, la UIMP, el Centro de Estudios
Constitucionales y el Consejo General del Poder Judicial. Es Consultora para
Naciones Unidas en Políticas de Género.

331
ÚLTIMOS TÍTULOS PUBLICADOS

38. - El problema de la libertad en el pensamiento de Marx, Ángel Prior Olmos.

39. - Emancipación frustrada. Sobre el concepto de historia en Marx, Ciro Mesa


Moreno.

40. - Círculos viciosos. El pensamiento de jacques Derrida sobre estética, Julián


Santos Guerrero.

41. - Las identidades morales y políticas en la obra de j. Habermas, José Lorenzo


Tomé.

42. - Poder y política en Max Weber, Joaquín Abellán.

43. - La mente en sus máscaras. Ensayos de filosofía de la psicología, Mariano


Rodríguez González (Ecl.).

44. - Aproximaciones a la obra de William james. La formulación del pragmatismo,


Jaime de Salas y Félix Martín (Eds.).

45. - Sartre en la encrucijada. Los póstumos de los años 40, Juan Manuel Aragüés.

46. - Lo íntimo y lo público: una tensión de la cultura política europea, JoséMiguel


Marinas (Coord.).

47. - Mirar al dios. El Teatro como camino de conocimiento, María Fernan da


Santiago Bolaños.

48. - El cristal y sus reflexiones. Nueve intérpretes españoles de Ortega y Gasset,


Tzvi Medin.

49. - La historia perdida de Kierkegaard y Adorno. Cómo leer a Kierkegaard y


Adorno, Asunción Herrera Guevara.

50. - El valor de los otros. Más allá de la violencia intercultural, Grabriel Bello.

51. - Las razones de los demás. La filosofla social de john C.Harsanyi, Julia Barragán
y Damián Salcedo (Eds.).

52. - La modernidad cansada y otras fatigas, Patxi Lanceros.

53. - El cristal y sus reflexiones. Nueve intérpretes españoles de Ortega y Gasset,

332
Tzvi Medin.

54. - Los mitos del Gran Tiempo y elsentido de la vida (Filosofía del tiempo), jesús
Avelino de la Pienda.

55. - Spinoza y el libro de la vida. Libertad y redención en la ética, Steven B. Smith.

56. - Caminos de la hermenéutica, Jacobo Muñoz y Ángel Manuel Faerna (Eds.).

57. - Hacia una hermenéutica crítica. Gadamer, Habermas, Apel, Vattimo, Rorty,
Derrida y Ricoeur, Javier Recas Bayón.

58. - El legado filosófico de Hannah Arend, Hauke Brunskhorst.

59. - La aventura intelectual de Kant. Sobre la fundamentación de la metafisica y de


la ley moral, Ilia Colón Rodríguez.

60. - Introducción a la filosofía islámica, Massimo Campanini.

61. - Crítica de la razón postmoderna, José Luis Rodríguez García.

62. - Elpensamiento reaccionario español (1812-1975), Jorge Novella Suárez.

64. - El nacimiento de la bioética, Diego losé García Capilla.

66. - De animales y hombres. Studia philosophica, Asunción Herrera Guevara (Ed.).

67. - El reto de la igualdad de género. Nuevas perspectivas en Ética y Filosofía


Política, Alicia H.Puleo (Ed.).

5 Para una revisión del concepto de ideología desde distintas perspectivas críticas,
véase S1avoj Zizek (ed.), Mappingldeology, New Left Review, 1994.

2 Mercedes Madrid, La misoginia en Grecia, Madrid, Cátedra, 1999.

3 Recordemos el caso de la exclusión de las mujeres de la ciudadanía en el


momento de instauración de las democracias modernas: célebres médicos-filósofos
como Cabanis fundamentaron el no reconocimiento de los derechos políticos como el
voto con su teoría de la debilidad cerebral de la mujer y con los preceptos de la
Higiene que le recomendaban dedicarse por completo a la maternidad (véase
Geneviéve Fraisse, Musa de la razón, Alicia Puleo (trad.), Madrid, Cátedra, 1991).

1 Janet Salzsman, Equidad y género. Una teoría integrada de estabilidad y


cambio, María Coy (trad.), Madrid, Cátedra, 1992.

Véase, entre otros, Eulalia Pérez Sedeño y Paloma Alcalá Cortijo (coords.),
Ciencia y Género, Universidad Complutense de Madrid, 2001; Ana Sánchez, «La

333
masculinidad en el discurso científico: aspectos epistemológico-ideológicos», en Lola
Luna (comp.), Mujeres y sociedad, Universidad de Barcelona ,1990; para el caso de
la Antropología, Aurelia Martín Casares, Antropología del Género. Culturas, mitos y
estereotipos sexuales, Madrid, Cátedra, 2006.

7 Cristina Molina Petit, Dialéctica feminista de la Ilustración, Barcelona,


Anthropos, 1994, pág. 24.

6 Celia Amorós, Hacia una crítica de la razón patriarcal, Barcelona, Anthropos,


1985, 2.a ed., 1991.

10 Colette Guillaumin, Sexe, Race et Pratique du Pouvoir. L'idée de Nature, París,


Cótéfemmes, 1992.

12 La traducción más reciente en castellano: El sometimiento de las mujeres,


prólogo de Ana de Miguel, Madrid, Biblioteca Edad, 2005 (trad. Alejandro Pareja).

s Teresa López Pardina y Asunción Oliva Portolés (eds.), Crítica feminista al


psicoanálisis y a lafilosofia, Instituto de Investigaciones Feministas de la Universidad
Complutense de Madrid, 2003.

9 De hecho, la reflexión actualmente en curso sobre la identidad masculina es


resultado de esta dialéctica. Entre otros, véase Marta Segarra y Angels Carabí (eds.),
Nuevas masculinidades, Barcelona, Icaria, 2000.

13 Alicia Puleo, Dialéctica de la sexualidad. Género y sexo en la Filosofía


Contemporánea, Madrid, Cátedra, 1992.

"Ana de Miguel Álvarez, Cómo leer a john Stuart Mill, Gijón/Madrid, Júcar,
1994.

14 Ángeles Jiménez Perona, «Sobre incoherencias ilustradas: una fisura


sintomática en la universalidad», en Célia Amorós, Actas del Seminario Feminismo e
Ilustración, Universidad Complutense de Madrid, 1992, págs. 235-243.

Rosa Cobo, Fundamentosrdel patriarcado moderno. Jean-Jacques Rousseau,


Madrid, Cátedra, 1995.

16 Concha Roldán, «El reino de los fines y su gineceo: las limitaciones del
universalismo kantiano a la luz de sus concepciones antropológicas», en Roberto
Aramayo, Javier Muguerza y Antonio Valdecantos (comps.), El individuo y la
historia. Antinomias de la herencia moderna, Barcelona, Paidós, 1995. De la misma
autora: «Acerca del derecho personal de carácter real. Implicaciones éticas», en Julián
Carvajal Cordón, Moral, Derecho y Política en ImmanuelKant, Ediciones de la
Universidad de Castilla-La Mancha, 1999.

17 Celia Amorós, Tiempo de feminismo. Sobre feminismo, proyecto ilustrado y

334
postmodernidad, Madrid, Cátedra, 1997.

18 C.Amorós, ob. cit., 1997.

20 Alicia H.Puleo (ed.), La Ilustración olvidada. La polémica de los sexos en el


siglo XVIII, presentación de Célia Amorós, Barcelona, Anthropos, 1993.

19 Poulain de la Barre en A.Puleo, Figuras del Otro en la Ilustración francesa.


Dideroty otros autores (introducción, selección de textos, traducción y comentarios de
Alicia H.Puleo), Madrid, Escuela Libre Editorial, Fundación Once, 1996.

21 En Teatro crítico universal. Discursos varios en todo género de materias, para


desengaño de errores comunes. Tomo I.Discurso 16, 1X, 57, Biblioteca Feijoniana,
Proyecto Filosofía en español (http://www.filosofia.org/bjf/bjftl 16.htm, consultado
en febrero de 2008). Para un estudio de Feijoo en su contexto, véase Oliva Blanco
Corujo, «La Ilustración deficiente. Aproximación a la polémica feminista en la
España del siglo xviii», en Celia Amorós y Ana de Miguel (eds.), Historia de la teoría
feminista. De la Ilustración a la globalización, vol. 1, Madrid, Minerva, 2005, págs.
145-173.

22 Isabel Morant, «Feminismo, historia de las mujeres e interpelaciones a la


historia», en Deva, núm. 1, enero de 1995, Consejería de Educación, Cultura,
Deportes y Juventud del Principado de Asturias.

24 Magda Rodríguez (ed.), Mujeres en la historia del pensamiento, Barcelona, An


thropos, 1997; Alicia Puleo, «Pensadoras españolas», apéndice a Giulio de Martino y
Marina Bruzzese, Las filósofas. Las mujeres protagonistas de la historia del
pensamiento, Madrid, Cátedra, 1996; A. Puleo, «Las pensadoras», en Alicia Gil y
Dora Sales, Mujeres: Mediar para reconocer otros mundos en este mundo, Proyecto
Now, 2000, págs. 109-127.

---- ---------- 23 Así, por ejempo, Lisa Vollendorf recurre a los documentos de
procesos inquisitoriales para conocer la vida de las mujeres de la época (The Lives
ofWomen. A New History ofInquisitional Spain, Nashville, Vanderbilt University
Press, 2005). El estudio más extenso sobre España y América Latina es el dirigido
por Isabel Morant: Historia de las mujeres en España y América Latina, Cátedra,
2005.

25 Amalia González Suárez, Aspasia, Madrid, Biblioteca de Mujeres, Ediciones


del Orto, 1997, pág. 74.

27r Véase Rosalía Romero, Oliva Sabuco. Filosofía del Renacimiento, Madrid,
Almud, 2008; Ricardo González, El enigma Sabuco, Albacete,2008.

28 Isabel Morant Deusa, «La felicidad de Madame du Chátelet: vida y estilo del
siglo xvni», en Madame du Chátelet, Discurso sobre la felicidad, Madrid, Cátedra,
1996, págs. 7-88.

335
26 M a Victoria López Cordón, Condición femeninay razón ilustrada:
JosefaAmary Borbón, Zaragoza, Logi, 2005; Virginia Trueba Mira, El claroscuro de
las Luces. Escritoras de la Ilustración española, Barcelona, Montesinos, 2005.

31 Véase, entre otros, los trabajos de Renau, Fernández Buez, Miyares y Pinto, en
Amelia Valcárcel y Rosalía Romero (eds.), Pensadoras del siglo XX, Sevilla,
Instituto Andaluz de la Mujer, Colección Hypatia, 2001; Carmen Revilla (ed.),
Simone Weil• descifrar el silencio del mundo, Madrid, Trotta, 1995.

32 Cristina Sánchez, Hannah Arendt. El espacio de la política, Centro de Estudios


Políticos y Constitucionales, 2003; Fina Birulés, Una herencia sin testamento:
Hannah Arendt, Barcelona, Herder, 2007; Fina Birulés y Manuel Cruz (eds.), En
torno a Hannah Arendt, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1 995; Cruz
Birulés y Sánchez Muñoz en Amelia Valcárcel y Rosalía Romero (eds.), Pensadoras
del siglo XX, ed. cit.

35 Rosalía Romero, «La familia filosófica de Simone de Beauvoiro, en Amelia


Valcárcel y Rosalía Romero (eds.), Pensadoras del siglo XX, ed. cit., págs. 73-86.

29 Ana de Miguel y Rosalía Romero (eds.), Feminismo y socialismo. Antología


de Flora Tristán, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2003.

30 Alejandra Kollontai, Madrid, Biblioteca de Mujeres, Ediciones del Orto, 2000.

----- --------- 37 Amelia Valcárcel, Sexo y Filosofía, Barcelona, Anthropos, 1991.

-- ------- ---- ---- -- 36 A.Puleo, «Feminismo», en José María Mardones (dir.), 10


palabras clave sobre Movimientos sociales, Estela, Verbo Divino, 1995.

33 Fina Birulés, El género de la memoria, Pamplona, Pamiela, 1995, pág. 14.

---- --- ------------ 3`' Véase estudios de Cortada y Cobos Navidad en Amelia
Valcárcel y Rosalía Romero (eds.), Pensadoras del siglo XX, ed. cit.; VV.AA., en
Asparkía. Monográfic María Zambrano, Castellón, Publicacions de la Universitat
Jaume 1, 1992.

38 Teresa López Pardina, Simone de Beauvoir. Una filósofa del siglo XX


Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 1998. De la misma autora: Simone de
Beauvoir (1908-1986), Madrid, Biblioteca Filosófica, Ediciones del Orto, 1999.

39 Teresa López Pardina, Simone de Beauvoir. Una filósofa del siglo XX, ed. cit.

41 Publicada originalmente en Cambridge/Oxford en 1988. Versión española:


Carole Pateman, El contrato sexual, introd. María-Xosé Agra, trad. M.L.Femenías,
revisión de M. X. Agra, Barcelona, Anthropos, 1995.

40 María-Xosé Agra, «Ciudadanía: el debate feminista», en Fernando Quesada

336
(dir.), Naturaleza y sentido de la ciudadanía hoy, Madrid, UNED, 2002, págs. 129-
160. De la misma autora: «Feminismo y justicia: en torno a los derechos humanos»,
en Da Silva y Acilio Estanqueiro Rocha, Justica e direitos humanos, Braga,
Universidad do Minho-Centro do Estudos Humanisticos, 2001, págs. 133-1 56;
Victoria Camps, El siglo de las mujeres, Madrid, Cátedra, 1998; Victoria Camps,
«Derechos de la mujer y derechos humanos», en J.Rubio Carracedo, Rosales y
M.Toscano Méndez (eds.), Retos pendientes en ética y política, Número especial de
Contrastes. Revista Interdisciplinar de Filosofia (2000), págs. 137-148; Soledad
Murillo, El mito de la Vida Privada: de la entrega al tiempo propio, Madrid, Siglo
XXI, 1996, 2.a ed., 2006; A. Valcárcel, La política de las mujeres, Madrid, Cátedra,
1997 y «Las filosofas políticas en pre- sencia del feminismo», en Célia Amorós (dir.),
Filosofía y feminismo, Madrid, Síntesis, 2000, págs. 115-132; M.a Antonia García de
León, Elites discriminadas (Sobre el poder de las mujeres), Barcelona, Anthropos,
2000; Neus Campillo (coord.), Ciudadanía, Género y Sujeto Político. En torno a las
Políticas de igualdad, Valencia, Instituto Universitario de Estudios de la Mujer de la
Universidad de Valencia, Colección Quaderns Feministes, 2002; Alicia Miyares,
Democracia feminista, Madrid, Cátedra, 2003; Fernando Quesada (ed.), «Feminismo
y democracia, entre el prejuicio y la exclusión», en E.Bosch, V.Ferrer y T.Riera, Una
ciencia no androcéntrica. Reflexions Multidisciplinars, Universitat de les Illes
Balears, 2000, págs. 235-255; Ana Rubio, Feminismo y ciudadanía, Sevilla, Instituto
Andaluz de la Mujer, 1997; María José Guerra, Intervenciones feministas. Derechos,
mujeres y sociedad, Sta. Cruz de Tenerife, Idea Press, 2004; Helena Costa Araujo,
«Democracia e representacáo das mulheres», en Ex aequo. Revista da As Portuguesa
de Estudos sobre as Mulheres, núm. 13, 2006, págs. 59-65. Para un panorama de las
distintas corrientes en Filosofía Política, consultar la ya clásica compilación de Carme
Castells, Perspectivas feministas en teoría política, Barcelona, Paidós, 1996.

42 Kathleen Barry, «Teoría del feminismo radical: Política de la explotación


sexual <, en Celia Amorós y Ana de Miguel (eds.), Teoría feminista. De la Ilustración
a la globalización, vol. 2, Madrid, Minerva, 2005, págs. 89-210.

51 Con el título aún más explícito de El fraude de la igualdad (Barcelona, Planeta,


1997) MilaIros Rivera mantiene esta misma tesis.

45 Celia Amorós, Tiempo de feminismo. Sobre feminismo, proyecto ilustrado y


postmodernidad, ed. cit., A.Valcárcel, La política de las mujeres, ed. cit.

46 Luisa Muraro, El orden simbólico de la madre, Madrid, Horas y Horas, 1994;


Milagros Rivera, Nombrar el mundo en femenino. Pensamiento de las mujeres y
teoría feminista, Barcelona, Icaria, 1994; El fraude de la igualdad, Barcelona, Planeta,
1997; Mujeres en relación. Feminismo 1970-2000, Barcelona, Icaria, 2001.

47 M.A.Barrére Unzueta, «Problemas del Derecho antidiscriminatorio:


Subordinación versus discriminación y acción positiva versus igualdad de
oportunidades», en Revista Vasca de Administración Pública, núm. 60, 2001.

337
49 Celia Amorós, La gran diferencia y sus pequeñas consecuencias... para las
luchas de las mujeres, Madrid, Cátedra, 2005; Luisa Posada Kubissa, Sexo y esencia,
Madrid, Horas y Horas, 1998. De la misma autora: «De discursos estéticos,
sustituciones categoriales y otras operaciones simbólicas: en torno a la filosofía del
feminismo de la diferencia», en Célia Amorós (dir.), Filosofía y feminismo, Madrid,
Síntesis, 2000, págs. 231-253; Lidia Cirillo, Mejor huérfanas. Por una crítica
feminista al pensamiento de la diferencia, prólogo de Luisa Posada Kubissa, trad. del
italiano Pepa Linares, Anthropos, Barcelona, 2002.

43 Raquel Osborne (ed.), Trabajador@s del sexo. Derechos, migraciones y tráfico


en el siglo XXI, Barcelona, Bellaterra, 2004.

`n Silvia Caporale Bizzini, Discursos teóricos en torno a la(s) maternidad(es),


Madrid, Entinema, 2005; A.Puleo, «Perfiles filosóficos de la maternidad», en
Ángeles de la Concha y Raquel Osborne, Discursos de la maternidad, Barcelona,
Icaria, 2004, págs. 23-42.

--- 48 Angela Sierra González y M.a del Pino de la Nuez Ruiz, Democracia
paritaria (aportaciones para un debate), Barcelona, Laertes, 2007.

54 Celia Amorós, Tiempo de feminismo. Sobre feminismo, proyecto ilustrado y


postmodernidad, ed. cit.

55 Judith Butler, Gender Trouble, New York, Routlegde, 1990.

56 Beatriz Preciado, Manifesté contra-sexuel, París, Balland, 2000.

57 Virginie Despentes, King Kong Théorie, París, Grasset, 2006.

50 Librería de Mujeres de Milán, No creas tener derechos, Madrid, Horas y


Horas, 1991.

1 -a 53 Véase al respecto Praxis International, vol. 11, núm. 2, julio de 1991;


Célia Amorós, «Presentación (que intenta ser un esbozo del status questionis)», en
Célia Amorós (dir.), Filosofla yfeminismo, Madrid, Síntesis, 2000, págs. 9-112;
María Luisa Femenías, Sobre sujeto y género. Lecturas feministas desde Beauvoir a
Buter, Buenos Aires, Catálogos, 2000.

5 Carmen Magallón, Mujeres en pie de paz, Madrid, Siglo XXI, 2006.

58 Paloma Villota (ed.), Globalización y género, Madrid, Síntesis, 1999; Célia


Amorós, «Globalización y orden de género» y Rosa Cobo, «Globalización y nuevas
servidumbres de las mujeres», en Célia Amorós y Ana de Miguel (eds.), Historia de
la teoría feminista. De la Ilustración a la globalización, vol. 3, Madrid, Minerva,
2005, págs. 301-332 y págs. 215-264 respectivamente.

60 Celia Amorós, «Crítica de la identidad pura», Debats, núm. 89, 2005, págs. 62-

338
72 y «Fundamentalismo e «invención de la tradición: las apropiaciones selectivas»,
Debats, núm. 93, 2006, págs. 99-1 10; Rosa Cobo (ed.), Interculturalidad,feminismo
y educación, epílogo de Celia Amorós, Secretaría General Técnica del Ministerio de
Educación y Ciencia y Ediciones de la Catarata, 2006; M.a Luisa Femenías, El
género del multiculturalismo, Universidad Nacional de Quilmes Editorial, 2007.

59 M., Xosé Agra, «Multiculturalismo, justicia y género», en Cé1ia Amorós


(dir.), Filosofía y feminismo, Madrid, Síntesis, 2000, págs. 135-164.

62 C.Gilligan, La rnoraly la teoría. Psicología del desarrollo femenino, trad.


J.J.Utrilla, México, F.C.E., 1985.

bi Celia Amorós, «Violencia contra las mujeres y pactos patriarcales», en


V.Maquieira y C.Sánchez, Violencia y sociedad patriarcal, Madrid, Pablo Iglesias,
1990; Ana de Miguel, «El movimiento feminista y la construcción de marcos de
interpretación: el caso de la violencia contra las mujeres», Revista Internacional de
Sociología RIS, núm. 35, mayo-agosto de 2003, págs. 7-30; Luisa Posada, Las hijas
deben siempre sumisas (Rousseau). Discurso patriarcal y violencia contra las
mujeres: reflexiones desde la teoría feminista», en Asun Bernárdez (ed.), Violencia
de género y sociedad - una cuestión de poder, Madrid, Instituto de Investigaciones
Feministas de la UCM/Ayuntamiento de Madrid, 200, págs. 13-34; Lidia Falcón, La
violencia que no cesa, Madrid, Vindicación Feminista publicaciones, 2003;
Esperanza Bosh, Victoria Ferrer y Aina Alzamora, El laberinto patriarcal.
Reflexiones teórico prácticas sobre la violencia contra las mujeres, Barcelona,
Anthropos, 2006.

------- ---- --- --- 64 Karen Warren (ed.), Ecological Feminist Philosophies,
Bloomington & Indianapolis, Indiana University Press, Hypatia Book, 1 999;
Vandana Shiva, Abrazar la vida. Mujer, ecología y desarrollo, trad. Instituto del
Tercer Mundo de Montevideo (Uruguay), Cuadernos inacabados 18, Madrid, Horas y
Horas, 1 995; V.Shiva, Manifiesto para una democracia de la Tierra. justicia,
sostenibilidad y paz, Barcelona, Paidós, 2006; Alicia H.Puleo, «Género, naturaleza y
ética», en José María García Gómez-Heras y Carmen Velayos Castelo, Tomarse en
serio la naturaleza. - ética ambientaldesde una perspectiva multidisciplinar, Madrid,
Biblioteca Nueva, 2004, págs. 97-114; María Luisa Cavana, Alicia Puleo y Cristina
Segura, Mujeres y Ecología. Historia, Pensamiento, Sociedad, Madrid, Almudayna,
2004; A.Puleo, «Del ecofeminismo clásico al deconstructivo: principales corrientes
de un pensamiento poco conocido», en Celia Amorós y Ana de Miguel (eds.), Teoría
feminista. De la Ilustración a la globalización, vol. 3, Madrid, Minerva, 2005, págs.
121-152; A.Puleo, «Medio ambiente y naturaleza desde la perspectiva de género», en
F.Garrido, M.González de Molina, J. L Serrano y J.L.Solana (eds.), Elparadzgma
ecológico en las ciencias sociales, Antrazyt, Icaria, 2007, págs. 227-252; Carmen
Velayos, Olga Barrios, Ángela Figueruelo y Teresa López (eds.), Feminismo
ecológico, Estudios multidisciplinares de género, Universidad de Salamanca, 2007.

63 Victoria Camps, El siglo de las mujeres, Madrid, Cátedra, 1998; Teresa López

339
de la Vieja, la mitad del mundo. Ética y crítica feminista, Universidad de Salamanca,
2004.

65 Quiero manifestar mi agradecimiento al Departamento de Filosofía y a la


Cátedra de Estudios de Género de la Universidad de Valladolid por el apoyo que han
prestado a esta compilación.

1 Sophie Bessis, Occidente y los Otros. Historia de una supremacía, Madrid,


Alianza, 2002.

3 Rosa Cobo, Fundamentos del patriarcado moderno. Jean jacques Rousseau,


Madrid, Cátedra, Colección Feminismos, 1995.

4 Cuadernos de quejas.

2 Cristina Molina Petit, Dialéctica feminista de la Ilustración, Barcelona,


Anthropos, 1994.

5 Cfr. Alicia H.Puleo, La Ilustración olvidada, Barcelona, Anthropos y


Comunidad de Madrid, 1993.

6 Cfr. Celia Amorós (dir.), Actas del Seminario Permanente Feminismo e


Ilustración 19881992, Madrid, Instituto de Investigaciones Feministas de la
Universidad Complutense de Madrid y Dirección General de la Mujer de la
Comunidad de Madrid, 1 992; Rosa Cobo, Fundamentos del patriarcado moderno.
Jean Jacques Rousseau, Madrid, Cátedra, Colección Feminismos, 1995; Cristina
Molina, Dialéctica feminista de la Ilustración, Barcelona, Anthropos, 1994; Alicia
H.Puleo, Dialéctica de la sexualidad, Madrid, Cátedra, 1992; Ana de Miguel, Cómo
leer a john StuartMill, Gijón/Madrid, Júcar, 1994; Celia Amorós, Tiempo de
feminismo, Madrid, Cátedra, Colección Feminismos, 1997.

8 Pido excusas por lo sumario de esta reconstrucción. Las cosas son siempre más
complejas pero no puedo entrar aquí a detallar esa complejidad.

10 Cfr. Celia Amorós, «Debates feministas. A vueltas con la igualdad y con la


diferencia sexual», Viento Sur, Madrid, noviembre de 2001.

12 Vandana Shiva, Abrazar la vida, Madrid, Horas y horas, 1995.

13 De igual modo, el tráfico sexual internacional de mujeres y niños goza de


patentes de corso transculturales.

Cfr. Celia Amorós, ob. cit., capítulo VII; Cristina Molina, «Lo femenino como
metáfora en la racionalidad postmoderna y su (escasa) utilidad para la teoría
feminista», en Celia Amorós (dir.), Feminismo y ética, Isegorla, núm. 6, Madrid,
CSIC, 1992.

340
9 Estas premisas se remitirían tanto a la asunción de la diferencia ontológica
heideggeriana y su crítica al pensamiento representativo como a las concepciones,
aun retorcidas por Luce Irigaray, del psicoanálisis estructuralista lacaniano. Cfr. Celia
Amorós, ob. cit., capítulo V y apéndice I.

11 Cfr. Heidi Hartmann, «El desdichado matrimonio de marxismo y feminismo»,


en Zona Abierta, núm. 24, marzo-abril de 1980.

15 Pronunciada en el Ilustre Colegio de Licenciados y Doctores de Madrid en


noviembre de 2002.

14 Mucho menos en una discusión detallada de las distintas teorías antropológicas


y filosóficas que se han elaborado acerca de las culturas.

16 Claude Lévi-Strauss, «Introducción a la obra de Marcel Mauss», en Marcel


Mauss, «Sobre los dones y sobre la obligación de hacer regalos», en Sociología y
antropología, Madrid, Tecnos.

I8 Cfr. Mary Wollstonecraft se refiere al uso de la razón «de segunda mano» en su


Vindicación de los derechos de la Mujer, Isabel Burdiel (ed.), Madrid, Cátedra,
Colección Feminismos, 1996.

19 G.W.F.Hegel, Fenomenología del espíritu, México D.F., FCE, 1966,


BB.VLA.a.

I7 Cfr. Celia Amorós, «Igualdad e identidad», en Amelia Valcárcel (ed.), El


concepto de igualdad, Madrid, Pablo Iglesias, 1994.

20 Cfr. Celia Amorós, Crítica de la razón patriarcal, Barcelona, Anthropos, 1985,


págs. II-7.

22 Cfr. María Antonia García de León y María Luisa García de Cortázar


(codirectoras), Las académicas, Madrid, Instituto de la Mujer, 2001.

23 Cfr. Amelia Valcárcel, La política de las mujeres, Madrid, Cátedra, Colección


Feminismos, 1997.

21 Fatema Mernissi, El harén occidental, Madrid, Espasa-Calpe, 2000.

24 Ernst Bloch, Avicenay la izquierda aristotélica, Madrid, Ciencia Nueva, 1966.

25 Un autor marroquí contemporáneo, Mohammed A1-Yabri, está escribiendo


una obra que lleva el prometedor título de Crítica de la razón árabe. Cfr. Celia
Amorós, «Por una Ilustración multiculturab>, en Quaderns de Filosofía y Ciéncia,
núm. 34, Societat de Filosofía del País Valencia, 34, págs. 67-79.

26 Averroes, en «Disertaciones y opúsculos», tomo 1, pág. 348. En J.L.Martín,

341
Historia de España 3, Alta Edad Media, Madrid, 1980, pág. 78.

27 Cfr. Claude Lévi-Strauss y otros, Presencia de Rousseau, Buenos Aires, Nueva


Visión, 1972.

28 Cfr. Celia Amorós, «A vueltas con la igualdad y la diferencia sexual», en


Viento Sur, núm. 59, año X, noviembre de 2001.

30 Nawal al Sadawi, La cara desnuda de la mujer árabe, Madrid, Horas y Horas,


2001.

zs No entraremos aquí en todos los matices pertinentes.

32 Cfr. Deniz Kandiyotti en Leila Abu-Lughod, ob. cit., 3.a parte, Epílogo.

36 Cfr. Celia Amorós, Tiempo de feminismo, Madrid, Cátedra, Colección


Feminismos, 1997.

33 Lo que nos explica Fatema Mernissi no es, en definitiva, tan radicalmente


diferente de lo que afirmaba Milton en Elparaíso perdido: él, para Dios; ella, para
Dios en el hombre.

34 Desde Sakina y Aischa, rebeldes fundacionales, por decirlo así.

35 De acuerdo con su interpretación. Parece darse aquí un curioso eclecticismo:


habría que contrastar esta interpretación con la de Yabri, el autor de la Crítica de la
razón árabe, a quien nos hemos referido.

31 Cfr. Leila Abu-Lughod, Feminismo y modernidad en Oriente Próximo,


Madrid, Cátedra, Colección Feminismos, 2002, cap. VII.

37 Cfr. Celia Amorós, ob. cit.

38 Cfr. Fatema Mernissi, El poder olvidado, Barcelona, Icaria, 1995.

40 Feminismo y hermenéutica bíblica ilustrada.

Cfr. Celia Amorós, ob. cit. Nos encontramos aquí con un feminismo racionalista
que se alía con la hermenéutica bíblica ilustrada. Un paradigma de género será la obra
de las líderes sufragistas E.Cady Stanton y L.Stone que lleva el significativo título de
La Biblia de la mujer (cfr. Elizabeth Cady Stanton (ed.), La Biblia de la mujer,
prólogo de Alicia Miyares, traducción de J.Teresa Padilla y M.Victoria López,
Madrid, Cátedra, Colección Feminismos, 1997).

42 Ha habido, por otra parte, cambios significativos introducidos por el rey de


Marruecos en el Código de Familia, aunque éstos son más timoratos y ambiguos.

43 Cfr. Zohreh Sullivan en Leila Abu-Lughod, ob. cit., cap. 6.

342
41 Mary Wolstonecraft, ob. cit.

1 El nominalismo no ha sido entendido ni adecuadamente analizado por el post-


modernismo.

3 Isabel Santa Cruz, «Sobre el concepto de igualdad: algunas observaciones», en


Isegoría, núm. 6, 1992, pág. 146.

2 Cito por la excelente antología editada por Alicia H.Puleo: La Ilustración


olvidada, Barcelona, Anthropos, 1993, págs. 154-155.

6 C.B.Macpherson, La teoría política del individualismo posesivo, Barcelona,


Fontanella, 1979, pág. 234.

5 E.Bloch, El principio esperanza, Madrid, Aguilar, 1977, pág. XVI.

a S.Mendus, «La pérdida de la fe: feminismo y democracia», en J.Dunn (dir.),


Democracia, Barcelona, Tusquest, 1995, pág. 223.

7 Ób. cit., pág. 235.

8 Para una valoración crítica de algunas de las paradojas a las que conduce la
teoría democrática de nuestro autor puede verse mi trabajo: «C.B.Macpherson: de la
teoría política del individualismo posesivo a la democracia participativa», en
J.M.García y F.Quesada, Teorías de la democracia, Barcelona, Anthropos, 2.a ed.,
1991, págs. 267-310.

9 He de dejar constancia de la clara influencia por parte de la sociología histórica


de la formación de conceptos sobre mis últimas líneas y en el tipo de análisis
estructural al que apunto. De modo especial, deseo hacer mención a mi interés por los
trabajos de Margaret R.Somers. Sin embargo, al no estar realizando una aplicación
«canónica» de los métodos seguidos por tal sociología sino un uso libre de algunos de
sus elementos, he obviado la referencia a afiliaciones puesto que podrían inducir a
error.

12 Le Goff, ob. cit., pág. 182.

10 Cfr. G.Balandier, Antropología política, Barcelona, Península, 1976.

11 Citado por J.Le Goff, El orden de la memoria, Barcelona, 1991, pág. 183.

13 Ob. cit., pág. 31.

14 A.Phillips, Género y teoría democrática, México, 1996, págs. 147, 149 y 14.

19 K Millet, Política sexual, Madrid, 1975, pág. 32.

17 R A. Dah1, La democracia y sus críticos, Barcelona, 1992, pág. 158.

343
18 Ob. cit., pág. 158.

15 Cfr. A.Migares, «El sufragismo», en Célia Amorós y Ana de Miguel (eds.),


Teoría feminista: de la Ilustración a la globalización, vol. 1, Madrid, Minerva, 2005,
págs. 245-293. Asimismo, S.Firestone, La dialéctica delsexo, Barcelona, 1976,
especialmente el capítulo 2, «El feminismo americano».

16 Ob. cit., pág. 133.

20 El texto de Tocqueville, correspondiente al tomo II, capítulo XII, dice así: «En
Europa, mucha gente, confundiendo los diversos atributos de los sexos, pretenden
hacer del hombre y de la mujer seres no sólo iguales, sino semejantes... les imponen
los mismos deberes y les conceden los mismos derechos; los confunden en todas las
cosas, trabajos, placeres y negocios. Es fácilmente comprensible que al esforzarse en
igualar así un sexo al otro, se degrade a ambos, ya que esa grosera confusión de las
obras de la naturaleza no puede producir sino hombres débiles y mujeres
deshonestas... América es el país del mundo donde se ha puesto más atención en
señalar a los dos sexos respectivas líneas de acción netamente separadas, procurando
que los dos marchen al mismo paso pero por caminos siempre distintos. Si la
americana no puede traspasar el apacible círculo de las ocupaciones domésticas,
tampoco se la obliga a salir de él», cito por la edición castellana de Dolores Sánchez
de Aleu, Madrid, 1980, pág. 180. El subrayado es mío.

21 Ob. cit., págs. 180-181.

22 M.Le Doeuff, El estudio y la rueca, Madrid, 1993, págs. 468 y 464-465.

26 Dejamos aquí al margen el papel que juegan las iglesias como «instituciones
intermedias» de cohesión social.

24 Ob. cit., pág. 25.

25 Ob. cit., pág. 24.

23 J.Rawls, El liberalismo político, Barcelona, 1996, pág. 24 (cito por la


traducción de Toni Doménech).

28 S.Moller Okin, «Liberalismo político, justicia y género», en C.Castells,


Perspectivas feministas en teoría política, Barcelona, 1996, pág. 144.

----- -- --------- -- 27 Ob. cit., pág. 25. Dejo aparte, en este momento, las
contradicciones internas, manifiestas en la misma obra, en cuanto supone que la
familia es el núcleo primario de su concepción política de una sociedad democrática
justa, para afirmar, páginas más adelante, por ejemplo, que «lo asociacional, lo
personal y lo familiar son meramente tres ejemplos de lo no político; hay otros», ob.
cit., pág. 169. Por otra parte, esta consideración de Rawls parece toda una respuesta al
lema, procedente del feminismo, utilizado en las luchas por los derechos civiles: «lo

344
personal es político», así como el contrapunto a las consideraciones políticas de los
problemas raciales y a la crítica feminista en torno a la consideración política de la
estructura de poder que remite al patriarcado.

29 La democracia liberaly su época, pág. 33.

32 C.B.Macpherson, ob. cit., pág. 16.

30 S.Benhabib, «El otro generalizado y el otro concreto», en S.Benhabib y


D.Cornella, Teoría feminista y teoría crítica, Valencia, 1990, pág. 139.

34 H.Hartmann, «Un matrimonio mal avenido: hacia una unión más progresiva
entre marxismo y feminismo», Zona Abierta, 24, 1980.

35 C.Pateman, El contrato sexual, Barcelona 1995, pág. 302.

31 S.Benhabib, ob. cit., págs. 144 y 146.

33 Ob. cit., pág. 33.

36 H. 1. Hartmann, art. cit., págs. 94-95.

37 H.I.Hartmann, ibíd., pág. 104. El subrayado es mío.

41 R Descartes, Discurso del método.

40 Con un tipo de hermenéutica que no se compadece adecuadamente con el


estudio histórico de las prácticas sociales, aunque no puedo argumentar ahora mi
crítica, y que es expresión de la concepción objetivista de la cultura que mantiene,
Macpherson apostilla que «estas ideas eran hasta tal punto predominantes en tiempos
de Locke que "resultaría sorprendente que no las compartiera"», La teoría política del
individualismo posesivo, pág. 191. El subrayado es mío. Las ideas a que se refiere
Macpherson son, por un lado, el supuesto de que los trabajadores no son miembros
con pleno derecho del cuerpo político y no tienen título ninguno para ello. En
segundo lugar que la clase trabajadora no vive ni puede vivir una vida plenamente
racional. Y afortiori ello vale para el caso de las mujeres.

Destaco este modo de «comprensión < de las posturas adoptadas en un momento


histórico dado porque se suelen tildar de «ahistóricas» algunas críticas a las teorías de
autores del pasado. Ciertamente, tal puede ser el caso en ocasiones. Pero no menos
frecuente es que estas críticas de ahistoricismo descansen, por su parte, en la
ignorancia de las fuentes escritas y de las acciones sociales correspondientes a los
momentos históricos considerados. En nuestro caso concreto, resulta verdaderamente
inaceptable que se hable sin más de «prejuicios insalvables» en lo que atañe a la
situación de subordinación y exclusión de las mujeres, especialmente a partir del xvii.
A partir de mediados de dicho siglo, la abundancia de escritos feministas, la
proliferación de ámbitos específicos de discusión ampliamente conocidos y

345
difundidos, la contraposición enfrentada de autores/as en torno a la exigencia de la
igualdad, así como las discusiones políticas que giran en torno al tema son tan
amplias que no puede justificarse adecuadamente como «prejuicios insalvables» lo
que era una toma de posición ideológica clara frente a otras argumentaciones y
demandas contrapuestas en aquellos mismos momentos. Más aún cuando, como he
insistido en el texto, el momento de la modernidad tiene como criterio epistemológico
y de orientación práctica la búsqueda de la episteme, la superación de los prejuicios
por la contraposición libre de explicaciones teóricas de los hechos a partir del
expresivo lema «atrévete a pensar por ti mismo». El encubrimiento de la historia sólo
puede entenderse como una grave toma de postura ideológica interesada. Y ello es
importante porque, hasta hoy, tanto los historiadores del pensamiento filosófico y
político como los teóricos de la democracia con mayor sensibilidad etico-política
hacia los planteamientos feministas acaban justificando las posiciones liberales de la
exclusión como fruto de prejuicios de la época. En este sentido, lo sintomático es que
Macpherson sancione la teorización de exclusión, referida tanto a los obreros como a
las mujeres, como resultado de insuperables prejuicios, hablando incluso de
«deducciones honestas» a partir de ciertos postulados sostenidos. Y sigue siendo
práctica común que una problemática como la de la igualdad referida a la mitad de la
población sea considerada como algo adjetivo, llegando incluso a justificarse
académicamente la ignorancia de la historia y de las tematizaciones feministas como
un campo de realidad y conocimiento del que se puede prescindir a la hora de asumir
un legado fundamental para conformar la conciencia de una época, la de la
modernidad, que es tanto como decir la conciencia de nosotros mismos.

31 Ob. cit., pág. 315.

38 Cfr. C.A.MacKinnon, Hacia una teoría feminista del Estado, Valencia, 1995,
especialmente cap. 2.

2 Richard J.Evans, Las fenainis is, Madrid, Siglo XXI, 1980, pág. 15.

1 Sheila Robotham, La mujer ignorada por la historia, Madrid, Debate, 1980.

3 Para la complicada relación entre el feminismo y la filosofía moderna véase,


entre otros, Celia Amorós, Feminismo y Filosofía, Madrid, Síntesis, 2000. Cristina
Molina, Dialéctica feminista de la Ilustración, Barcelona, Anthropos, 1994 y Alicia
Puleo (ed.), La Ilustración olvidada, Barcelona, Anthropos, 1993.

4 Richard J.Evans, Las Feministas, Madrid, Siglo XXI, 1980, págs. 15-16. En
España fue traducido y publicado por Emilia Pardo Bazán.

Citado en Alice S.Rossi, «Sentimiento e intelecto. La historia de John Stuart Mill


y Harriet Taylor Mill <, en John Stuart Mill y Harriet Taylor Mill, Ensayos sobre la
igualdad sexual, Barcelona, Península, 1973.

6 El título completo de la obra es La demanda de la mitad de la raza humana, las


mujeres, contra la pretensión de la otra mitad, los hombres, de mantenerlas en la

346
esclavitud política, y en consecuencia, civil y doméstica. Cfr. William Thompson y
Anna Wheeler, La demanda de la mitad de la raza humana, las mujeres...,
introducción de Ana de Miguel, Granada, Comares, 2000.

7 John Stuart Mill, La sujeción de la mujer, ob. cit., pág. 155.

8 Poullain de la Barre, De l'égaliité des deux sexes, París, Fayard, 1984, pág. 9.

9 John Stuart Mill, ob. cit., pág. 173-174.

10 Flora Tristán, Feminismo y Socialismo. Antología, edición e introducción de


Ana de Miguel y Rosalía Romero, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2003, pág. 61.

13 Flora Tristán, ob. cit., pág. 63.

14 Cfr. los trabajos de Neus Campillo, «El discurso de la excelencia: Comte y


Sansimonianos», en A.Puleo (coord.), La filosofia contemporánea desde una
perspectiva no androcéntrica Madrid, Secretaría de Estado de Educación, Ministerio
de Educación y Ciencia, 1993 y «Las sansimonianas: un grupo feminista
paradigmático», en C.Amorós (coord.), Feminismo e Ilustración, Madrid, Instituto de
Investigaciones Feministas/Universidad Complutense de Madrid, 1992. Para Fourier,
el artículo de Arantza Campos, «Charles Fourier: la diferencia de sexos y las teorías
utópicas», en A. Campos y L.Méndez (dirs.), Teoría feminista: identidad, género y
política. El estado de la cuestión, Servicio Editorial Universidad del País Vasco,
1993, págs. 99-1 16.

15 Tristán es también la autora de Paseos en Londres, una extraordinaria e


injustamente olvidada obra en la que se encuentra un minucioso y amargo retrato de
la convivencia entre opulencia y miseria que ha caracterizado a la sociedad industrial
capitalista desde sus comienzos. Los barrios obreros y las fábricas, pero también las
calles y los locales de prostitutas, las prisiones, los psiquiátricos y los suburbios en
que malviven minorías como los irlandeses y los judíos, fueron visitados y retratados
por esta mujer, tan decidida a enfrentarse directamente a la miseria humana como a
erradicarla.

Ibíd., pág. 54.

z Véase el prólogo de Ana de Miguel, «Un clásico del feminismo, un clásico del
pensamiento social y político», en J.S.Mill, El sometimiento de las mujeres, Madrid,
Edaf, 2005.

16 Flora Tristán, Feminismo y socialismo, ob. cit., págs. 65 y 66.

1s Friedrich Engels, El origen de la familia, de la propiedad privada y del estado,


Madrid, Ayuso, pág. 47.

17 Auguste Bebel, La mujery el socialismo, Madrid, Júcar, 1980, pág. 117.

347
19 Nos referimos a las obras El derecho materno (Hipótesis sobre el matriarcado
en la antigua Grecia) y La sociedad primitiva (investigaciones sobre las líneas
delprogreso humano desde el estado salvaje a través de la barbarie hasta la
civilización), de J.J.Bachofen y L H.Morgan respectivamente.

20 Simone de Beauvoir, El segundo sexo,

21 Heidi Hartmann, «Un matrimonio mal avenido: hacia una unión más
progresiva entre marxismo y feminismo», en Zona Abierta, núm. 24, 1980, págs. 85-
113.

22 Cfr. Ana de Miguel, Alejandra Kollontai, Madrid, Eds. del Orto, 2000.

24 Ibíd., pág. 200.

25 Pierre J.Proudhon, Sistema de las contradicciones económicas o filosofia de la


miseria, vol. 2, Madrid, Júcar, 1974, pág. 175.

23 Emma Goldman, citado en Raquel Osborne, Las mujeres en la encrucijada de


la sexualidad, Barcelona, La Sal, 1989, pág. 200.

26 Citado en S.Robotham, La mujer ignorada por la historia, Madrid, Debate,


1980, pág. 137. Para una ampliación de este tema véanse los trabajos recientes de
Alicia Puleo sobre la reconstrucción del tema de la naturaleza y el ecologismo desde
el feminismo. Entre otros Alicia H. Puleo, «Ecofeminismo: hacia una redefinición
filosófico-política de Naturaleza y ser humano», en Celia Amorós (ed.), Feminismo y
Filosofía, Madrid, Síntesis, 2000, págs. 165-190.

2 Sobre algunos avatares en la aplicación de las cuotas en los partidos políticos en


España véase, por ejemplo, «Parir la paridad», en Lafuente (2003), o Sevilla Merino
(2004).

1 Para utilizar esta denominación sigo el razonamiento de Elena Beltrán (2001,


págs. 231-234) de utilizar el término más cercano a las políticas de Affirrnative
Action con las se que iniciaron en los Estados Unidos las medidas paliativas de la
situación de desigualdad social en 1964. Otros términos utilizados son los de
«tratamiento preferente» y el de «discriminación inversa», así como el de
«discriminación positiva», este último el preferido en Europa. Si bien
«discriminación inversa» se asocia más con cuotas, tampoco su uso se ha unificado y
el concepto de «discriminación» viene acompañado siempre de una carga negativa
que no creo necesario poner en primer plano. A diferencia de Beltrán, sin embargo,
prefiero emplear en este artículo el término «acción positiva», traducción más
habitual en castellano que el de «acción afirmativa».

7 «Resumen de Algunas Intervenciones del Debate» en torno a la ponencia de


Nevado (1993, pág. 30).

348
Con estos últimos argumentos, de corte utilitarista, parece que la principal
justificación para su participación es aquello que de diferente puedan aportar a la
política en función de que son mujeres; cabría deducir implícitamente que, en caso
contrario, no se justificaría la inclusión-de las mismas en estas esferas.

3 «Declaración de Atenas», en Mujeres al Poder (1993, págs. 85-88). En la


Cumbre de Atenas de 1992, que reunió a lo más granado del movimiento europeo a
favor de la igualdad de oportunidades entre los sexos, se acuñó el término de
democracia paritaria.

Para una revision de la transposición española de las directivas comunitarias de


igualdad, véase Lombardo (2004).

w s En esta línea se expresa Celia Amorós, si bien ciñéndolo a otro terreno en el


que las mujeres han visto tradicionalmente recortada su participación: «El ejército,
(...), como lo recuerda Benhabib, es en muchas sociedades "una poderosa agencia de
redistribución" de bienes sociales, dinero, poder y status. Se quedará, sin duda,
encantado si homosexuales y mujeres procedemos a su crítica radical por
androcéntrico y homofóbico y nos marginamos de él. Creo que aquéllas y aquéllos a
quienes esa carrera les tiente y quieran reorientarla en base a valores diferentes de los
que han constituido su tradición deben hacer ambas cosas: vindicar el ingreso y
criticar el androcentrismo. Pero no lo podrán hacer a la vez», Amorós (1997, págs.
300-301).

8 En la columna de referencia titulada «Malas y malísimas», Vicente Verdú


menciona que esto último es así por la asunción por parte de las mujeres de las
valoraciones patriarcales. Vemos así la carga valorativa que alguien como Verdú
aporta por su parte al dato que, desde otra óptica, interpretamos no simplemente
porque las mujeres sean tan malas - esto es, patriarcales-, que lo pueden ser, como
bien sabemos (Alborch, 2002), sino porque actuar de esta determinada manera
responde a datos reales de saberse menos legitimadas si son nominadas por mujeres.

Esto sucedía porque, entre otras cuestiones, se aplicaba a las mujeres estos raseros
para el ámbito de lo privado, de las relaciones personales; en el ámbito de lo público
no tenían consideración ni papel alguno.

1o Desde los años 80 contamos en España con numerosos trabajos. A título de


muestra véanse las sucesivas Encuestas del Instituto de la Mujer, las diversas
Encuestas Metropolitanas de Barcelona - la de 1986 fue la base del estudio de
Izquierdo y otros (1988)-, el libro de Ramos Torres (1990), el Informe de la
Fundación Encuentro de 1999 o la Encuesta de Empleo del Tiempo 2002-2003
realizada por el INE.

11 Destacamos aquí sobre todo las aportaciones de Dorothy Smith, en particular


su trabajo «A Sociology for Womem> (1979).

12 Simmel publicó originariamente estos trabajos en su libro Philosophische

349
Kultur (Leipzig, Werner Kinkhardt) en 1911. Tres de los cuatro ensayos que se
incluyen en el libro de Simmel citado fueron publicados por primera vez en español
en la Revista de Occidente entre los años 1923 y 1925.

13 Celia Amorós, mencionado en Nevado, «Pensar la Mujer como Sujetos


Políticos (2.a parte: Resumen de Algunas Intervenciones del Debate)», Forum..., ob.
cit., págs. 30-31, idea que en Nevado se desarrolla de la siguiente guisa: «Si, gracias a
una beca, un obrero está solo en una clase de cincuenta burgueses, hará todo lo
posible por pasar desapercibido porque es imposible soportar la tensión de ser
continuamente percibido como diferente. Entonces, el grupo que representa no está
realmente representado por él ya que necesita mimetizarse. Una mujer no puede estar
continuamente recordando a los demás políticos "Las mujeres pensamos,
necesitamos, etc.". Hasta que las mujeres no alcanzan el 30 por ciento de presencia
política (masa crítica) no actúan según sus propias referencias como mujeres porque
tienen que gastar una parte muy importante de sus energías en encajar las reglas de
juego para poder sobrevivir en ese medio.»

14 Como ejemplos de la diferente consideración social por género ante personas


que detentan algún tipo de poder político Valcárcel menciona, no sin una buena dosis
de humor, los «tres votos» clásicos que públicamente se exigen a las mujeres -
pobreza, castidad y obediencia-, que no tienen parangón con lo exigido a los
hombres. Por ejemplo, pobre de una mujer con responsabilidad política a la que se le
conozca una pluralidad de relaciones íntimas, o como Pilar Miró, que cargue a cuenta
del erario público algunos vestidos de los utilizados para el cargo, como al parecer
era uso y costumbre en la casa televisiva. Valcárcel (1997, págs. 119-125).

15 Comentaba Rosa Montero a propósito de la forzada retirada de la torera


Cristina Sánchez: «el machismo feroz de los toreros (y, sobre todo, el temor a quedar
peor que una mujer en el ruedo) ha conseguido acabar con su carrera. Salvo honrosas
excepciones, como Esplá o Emilio Muñoz, los matadores se han negado a compartir
cartel con ella» (Montero, 1999; cursiva nuestra).

16 Como ya señalábamos más arriba, ¿qué hacer con una mujer cuando hay un
viaje de trabajo y llega la hora de las copas, el compadreo y el alterne, tal y como nos
indica Valcárcel? (1997, pág. 206).

17 Esta doble representación puede verse actualmente (abril de 2005) en la


caracterización que se hace en los muñecos del guiñol de Canal Plus de la
Vicepresidenta del Gobierno, M.a Teresa Fernández de la Vega de una parte, y la
ministra de Cultura, Carmen Calvo, de otra.

19 El 10 de mayo de 2004, apenas dos meses después del triunfo socialista en las
elecciones del 11 de marzo, la vicepresidenta primera del Gobierno, Teresa
Fernández de la Vega, se comprometió a reformar la Ley Orgánica del Régimen
Electoral General para, entre otras cuestiones, «aplicar el principio de paridad entre
hombre y mujer en la formación de las candidaturas electorales» (El País, 11 de mayo

350
de 2004).

I8 Estar en minoría provoca lo que Marisol Casado, secretaria general de la


Federación Española de Triatlón y miembro del Comité Ejecutivo de la Internacional
pero única mujer entre los 24 jefes de expedición españoles en Sidney, declaraba ante
los Juegos Olímpicos de 2000: «Muchas veces, cuando llamo por teléfono, dan por
sentado que soy la secretaria personal del presidente» (El País, 16 de septiembre de
2000).

2 Según A.Sen, la investigación empírica de los últimos años no deja lugar a


dudas sobre las desigualdades de género, sobre las posiciones desaventajadas que
ocupan las mujeres en las estructuras económicas y sociales tradicionales. Estas
desigualdades, dice, son profundas y llegan a afectar a cuestiones de enfermedad y
mortandad, de vida y muerte, sobre todo en las mujeres del Tercer Mundo. Véase
Amartya Sen, «Desigualdad de género y teorías de la justicia», en Mora. Revista del
Insituto Interdisciplinario de Estudios de Género, 6, 2000, págs. 4-18.

1 Véase W.Kymlicka y W.Norman, «Return of The Citizen: A Survey of Recent


Work en Citizenship Theory», Ethics, núm. 14, 1994, págs. 257-289 (vers. casi., «El
retorno del ciudadano. Una revisión de la producción reciente en teoría de la
ciudadanía», La Política, 3, 1995, pág. 5).

4 Como es sabido, el representante más destacado de la «corriente de las


capacidades» es Amartya Sen, junto con el que Nussbaum participa en proyectos
sobre ética y desarrollo, ética y economía, en relación con la medida de la calidad de
vida en los países en desarrollo, durante su colaboración en el World Institute for
Development Ethics Research (WIDER) en Helsinki de 1986 a 1993. Las diferencias
entre ambos pueden verse en D.A.Crocker, «Functioning and Capability: The
Foundations of Sen's and Nussbaum's Development Ethic», en M. C.Nussbaum y
J.Glover (ed.), Women, Culture and Development, Oxford, Clarendon Press, 1995,
págs. 153-198 y M.C.Nussbaum, Women and Human Development, Cambridge,
Cambridge University Press, 2000, págs. 1 1-15.

5 Y, en un momento de debate y reflexión centrado en la igualdad política, resulta


cuando menos curioso comprobar las continuas citas de la máxima de Marx: «De
cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades.» Tras la común
coincidencia en que está pensada para una sociedad comunista, de la abundancia y,
por consiguiente, más allá de la justicia, dicha máxima es objeto de atención en tanto
que orienta la posibilidad de ciertas articulaciones de las capacidades y de las
necesidades. Sin entrar en detalles aquí, véase Kymlicka y Norman, art. cit., pág. 11,
y A.Maclntyre (1999), vers. casi., Animales racionales y dependientes, Barcelona,
Paidós, 2001, págs. 153-154.

Ibíd., pág. 5.

G Véase, para una introducción general M.X.Agra, «Animales políticos y

351
búsqueda del bien de M.C.Nussbaum», en R.Máiz (coord.), Teorías políticas
contemporáneas, Valencia, Tirant lo blanch, 200 1, págs. 335-363. De algunos de las
modificaciones nos hemos ocupado en «Internacionalismo, feminismo y justicia. La
filosofía política de M.C.Nussbaum», en F. Quesada (ed.), Siglo XXL• ¿un nuevo
paradigma de la política.', Barcelona, Anthropos, 2004. De su extensa producción
destacamos: The Fragility ofGoodness: Luck and Ethics in Greek Tragedy and
Philosophy, Cambridge University Pres, Cambridge, 1986; «Nature, Function, and
Capability: Aristotle on Political Distribution», en Oxford Studies in Ancient
Philosophy, suppl. vol. 1, 1988, págs. 145-184; «Aristotelian Social Democracy», en
R.Bruce Douglas, G. M. Mara y H.S.Richardson (comps.), Liberalism and The Good,
Nueva York, Routledge, 1990. «Human Functioning and Social Justice: In Defense of
Aristotelian Essentialistrt,>, en Política¡ Theory, 20, 1992, págs. 202-246; «Non
Relative Virtues: An Aristotelian Approach», en M. C. Nussbaum y A.Sen (eds.), The
Quality ofLife, Oxford, Clarendon Press, 1993 (vers. cast., La calidad de vida,
México, F.C.E., 1996). «Aristotle on Human Nature and the Foundations of Ethics,
en E.J.Altham y H.Ross (eds.), World Mind, and Ethics: Essays on the Ethical
Philosophy of Bernard Williams, Cambridge, Cambridge University Press, 1995.
«The Good As Discipline, The Good As Freedom», en D.C.Crocker y T.Linden
(eds.), Ethics of Consumption. The Good Life, Justice and Global Stewarship, Nueva
York/Oxford, Rowman & Littlefield Pubis. Inc., 1998. Sex and Social justice,
Oxford, Oxford University Press, 1999.

La concepción distributiva se opone también a una definición del bien en términos


de opulencia o de medida del desarrollo económico según el P. 1. B.La razón no es
otra que la de que no se puede tratar como un fin lo que es un medio.

11 Véase Women and Human Development, ob. cit., págs. 5 y 74.

13 Ibíd., pág. 70.

$La calidad de vida, ob. cit., pág. 348.

«Aristotelian», art. cit., pág. 243. El liberalismo rawlsiano, sin embargo, tiene otra
idea intuitiva. Para el constructivismo kantiano la persona se caracteriza por los dos
poderes o facultades morales, no por sus necesidades o vulnerabilidades y, aunque
empírico, indica Nussbaum, sigue concibiendo la personalidad moral como creadora
de un reino moral propio, distinto e independiente del natural.

10 Véase «Political Animals: Luck, Love and Dignity», en Metaphilosophy, vol.


29, núm. 4, 1998, págs. 273-287..

14 Ibíd., pág. 86.

Ibíd., págs. 68-70.

15 Desde sus primeras versiones la lista ha ido revisándose. La aquí citada


corresponde a la versión de «Good as Discipline», art. cit., págs. 318-319 (trad. n.).

352
En Women and Human Developmznt, y, en parte, como resultado de sus
investigaciones en la India, introduce matizaciones en algunos items (2, 7, 10 y 10.a).
Da ahora mayor énfasis a la integridad personal y al control sobre el medioambiente
propio de cada uno (incluyendo derechos de propiedad y oportunidades de empleo)
así como a la dignidad y la no humillación.

Por ejemplo, indica, una mujer que no está mutilada genitalmente pero que tiene
que estar recluida en casa, tiene la capacidad interna pero no la capacidad combinada
que le permita su expresión sexual y demás.

17 «Political Animals», art. cit., págs. 281. También «Lawyer for Humanity:
Theory and Practique in Ancient Political Thought», en Nomos, vol. 87, 1995; «Kant
and Stoic Cosmopolitanism», en The journal ofPolitical Philosophy, vol. 5, núm. 1,
1997; M.C.Nussbaumy J. Cohen (eds.), For Love of Country, Boston, Beacon Press,
1996 (vers. casi., Los límites del patriotismo. Identidad, pertenencia y ciudadanía
mundial, Barcelona, Paidós, 1 999).

18 Nussbaum aclara que la lista de capacidades no está pensada para la medida de


la calidad de vida, aunque pueda ser utilizada para ello. Lo que le preocupa es lo que
los ciudadanos tienen derecho a demandar de sus gobiernos. Sobre la justificación
política, véase, Wornen and Human Development, págs. 101-105.

21 Ibíd., pág. 259.

22 Ibíd., pág. 264.

19 Ibíd., cap. 2.

20 A.Phillips, «Feminism and Liberalism Revisited: Has Martha Nussbaum Got it


Right?», en Constellations, vol. 8, núm. 2, 2001, pág. 264.

23 Young es crítica con algunos aspectos de la versión de Habermas. También


incorpora en su teoría crítica los análisis de la diferencia de autores postmodernos
como Derrida, Lyotard, Foucault y Kristeva.

24 Princenton University Press, Princenton. Vers. casi., La justicia y la política de


la diferencia, Madrid, Cátedra, 2000. Young también tiene una extensa producción de
la que destacamos: «Impartiality and The Civic Public: Some Implications of
Feminist Critiques of Moral Political Theory», en S.Benhabib y D.Cornell (eds.),
Feminism as Critique, Oxford, Polity Press, 1987; «Polity and Group Difference: A
Critique of the Ideal of Universal Citizenship», en Ethics, 99, 1989, págs. 205-274;
«Rawls's Political Liberalism», en journal ofPolitical Philosophy, 372, 1995, págs.
181-190; «Together in Difference: Tansforming the Logic of Group», en
W.Kymlicka (ed.), The Rights ofMinority Cultures, Oxford, Oxford University Press,
1995; Intersecting Voices: Dilemas of Gender, Political Philosophy and Polity,
Princenton, Princenton University Press, 1997; «Justice, Inclusion and Deliberative
Democracy», en S.Macedo (ed.), Deliberative Politics: Fssays on Democracy and

353
Disagreement, Oxford, Oxford University Press, 1 999; Inclusion and Democracy,
Oxford, Oxford University Press, 2000.

26 Ibíd., pág. 36.

zs «Justicia y Política...», ob. cit., págs. 33-34.

27 Ibíd., pág. 42.

28 Ibíd., pág. 49. La comprensión de las oportunidades como capacidades va en la


misma línea de Sen o Nussbaum. Sen comenzó utilizando «oportunidades», luego las
sustituye por capacidades. No obstante, para Nussbaum las capacidades son poderes
personales, mientras que para Young tienen un carácter relacional.

29 Ibíd., págs. 67. Siguiendo a Lyotard, Young sostiene que el sentido de justicia
surge de escuchar, no de mirar, pág. 14.

30 En Inclusión andDernocracy (2000), denomina a estos valores «ideales de


justicia social <. Indica ahora que el valor del auto-desarrollo es interpretado de modo
similar a lo que Sen entiende por «igualdad como capacidades». Afirma coincidir con
su crítica de la justicia limitada a distribución de bienes o riquezas per se. De nuevo,
aunque sean importantes para el valor del auto-desarrollo, no se puede ignorar la
organización del poder, el estatus y la comunicación que no son reducibles a
distribuciones, págs. 31-32.

32 Ibíd., pág. 88.

Ibíd., pág. 68.

` Ibíd., pág. 102.

35 El concepto de `público heterogéneo' implica dos principios políticos: a) que


ninguna persona, acción o aspecto de la vida de una persona debería ser forzada a la
privacidad y b) que ninguna práctica social o institucional debería ser excluida a
priori como un tema propio de expresión y discusión pública. Ibíd., pág. 120.

37 En Inclusión, pueden verse las matizaciones que hace respecto de la


representación de grupos.

34 Ibíd., págs. 162-163.

36 Sobre su propuesta de democracia comunicativa y su visión agonística, véase


Inclusión, ob. cit., págs. 50-51.

38 Dado que, como sabemos, su concepción está situada en el contexto de Estados


Unidos y en la experiencia de los grupos oprimidos de dicho país, no contempla, por
ejemplo, dice, un grupo social muy importante en otros países, sobre todo en el

354
hemisferio sur, como es el campesinado.

39 Véase N.Fraser, Justice Interruptus: Critical Reflection on the Postsocialist


Condition', Nueva York/Londres, Routledge, 1997. Referencias a la dicusión entre
ambas: 1. M.Young, «Unruly Categories: A Critique of Nancy Fraser's Dual
Systems», en New Left Review, núm. 233, 1997, págs. 126-129; N.Fraser, «A
Rejoinder to Iris Young», en New LeftReview, núm. 233, 1997, págs. 126-129.

r -a 40 Para ver como entiende el grupo estructural, véase Inclusion, ob. cit., págs.
97-98. Nótese la importancia tanto de las relaciones interactivas como de las
institucionales en el condicionamiento de las oportunidades y proyectos de vida.

41 Inclusión, pág. 119.

42 A.Phillips, Which Equalities Matter? Oxford, Polity Press, pág. 131.

2 AA.VV., Precarias a la deriva, Madrid, Traficantes de sueños, 2004.

4 J.Habermas, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, Buenos Aires,


Amorrotu, 1975.

3 J.Habermas, Facticidady validez, Madrid, Trotta, 1998. En adelante FV.

A.Valcárcel, El miedo ala igualdad, Barcelona, Crítica, 1993.

6 Valga como botón de muestra la colección de artículos reunidos por J.Meehan


(ed.), Feminssts read Habermas. Gendering the Subject of Discourse, Nueva York,
Routledge, 1995 y M.J.Guerra, Mujer, identidady reconocimiento. Habermas y la
crítica feminista, Sta. Cruz de Tenerife, Instituto Canario de la Mujer, 1998.

5 J.C.Velasco, Para leer a Habermas, Madrid, Alianza, 2003, pág. 172.

7 Taylor en el año 1992, desde su comunitarismo neohegeliano, enfrentando la


espinosa cuestión de los derechos colectivos, acuña la formulación «política del
reconocimiento». El mismo año en Alemania Axel Honneth publica La lucha por el
reconocimiento, obra en la que ensaya una nueva reconstrucción de la moral desde las
premisas del giro intersubjetivo en las que la misma individualización y la integridad
personal se sostienen sobre la trama de amor, respeto y solidaridad que nos prodigan
los otros. Cfr. A.Honneth, «Reconocimiento y obligaciones morales», en Revista
Internacional de Filosofía Política, núm. 8, diciembre de 1996; «Integridad y
desprecio. Motivos básicos de una concepción de la moral desde la teoría del
reconocimiento», en Isegoría, núm. 5, mayo de 1992, y sobre todo, La lucha por el
reconocimiento, Barcelona, Crítica, 1997. Sobre este tema cfr. M.J.Guerra,
«Reconocimiento: perfiles éticopolíticos de una categoría en proceso de
redefinición», en J.Rubio Carracedo, J.M.Rosales y M. y Toscano (eds.), Retos
pendientes en ética y política, Madrid, Trotta, 2002, págs. 321-329.

355
8 S.Benhabib, «El otro generalizado y el otro concreto: la controversia Kohlberg-
Gilligan y la teoría feminista», en S.Benhabib y D.Cornell, Teoría feminista y teoría
critica, Valencia, Alfons el Magnanim, 1990.

10 C.Amoros, «Hongos hobbesianos, setas venenosas», en Mientras tanto, núm.


48, enero-febrero de 1992.

9 Cfr. M.J.Guerra, «La disputa en torno a la comunidad o la deriva


antifundamentalista del continente habermasiano», en Isegoría. Revista de Filosofía
Moral y Política. Sujeto y comunidad, mayo de 1999, págs. 67-88.

12 Especialmente, J.Habermas, La inclusión del otro. Estudios de teoría política,


Barcelona, Paidós, 1999.

15 He sistematizado este tema en M.J.Guerra, «Mujer, identidad y espacio


público», en Contrastes. Revista Interdisciplinar de Filosofía, IV, Málaga, 1999, págs.
45-64.

16 N.Fraser, «Qué tiene de crítica la teoría crítica? Habermas y la cuestión del


género», en S.Benhabib y D.Cornell, Teoría feminista y teoría crítica, ob. cit., pág.
115; N.Fraser, «Women, Welfare, and the Politics of Need Interpretation» y
«Struggle over Needs: Outline of a Socialist-Feminist Critical Theory of Late
Capitalis Political Culture», en Unruly Practices. Power, Discourse and Gender in
Contemporary Social Theory, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1989,
págs. 144-160, 161-191 y N.Fraser y L.Gordon, «Contrato versus caridad: una
reconsideración de la relación entre ciudadanía civil y ciudadanía social>, en
Isegoría, núm. 6, Madrid, 1992, págs. 65-82.

S.Benhabib, Situating the Self Nueva York, Routledge, 1992, pág. 5.

3 Cfr. Ch. Taylor, «The politics of recognition», en A.Gutmann (ed.),


Multiculturalism, Princeton University Press, 1994.

Tal como lo formula en «La lucha por el reconocimiento en el Estado», Habermas


interpreta las demandas feministas tanto en clave normativa - la exclusión de la
igualdad de derechos - como en clave axiológica - una cultura dominante que denigra
a las mujeres-. J. Habermas, ob. cit., pág. 198.

17 M.J.Guerra, «Propuestas pragmáticas. Sobre respeto moral y democracia


comunicativa», Laguna. Revista de Filosofía, núm. 9, julio de 2001 , págs. 87-98.
Obras fundamentales a este respecto son 1. M.Young, Intersecting Loices. Moral
Dilemmas of Gender, Political Philosophy, and Policy, Princeton University Press, 1
997; «Difference as a Resource for Democratic Communication <, en J.Bohman y
W.Rehg (eds.), Deliberative Democracy. Essays on Reason and Politics, Cambridge,
Mass., MIT Press, 1997, págs. 383-406, y Inclusion and Democracy, Oxford
University Press, 2000.

356
18 L M.Young, La justicia y la política de la diferencia, Madrid, Cátedra, 2000.

19 Cfr. C.Sánchez, «Seyla Benhabib: hacia una universalismo interactivo» y


M.J.Guerra, «Nancy Fraser. La justicia como redistribución y reconocimiento», en
R.Máiz (ed.), Teorías políticas contemporáneas, Valencia, Tirant lo Blanch, 2001.

20 La respuesta de Habermas al feminismo queda ligada a su «giro jurídico», en


FV, Habermas acoge las demandas feministas de las políticas de igualdad y discute la
discriminación positiva como medio de ligar el aseguramiento de la autonomía
privada con el de la autonomía pública. Las tesis que se defendían en su conferencia
«Über den internen Zusammenhang von Rechtsstaat und Demokratie» - que tuvimos
ocasión de escuchar en Agosto del 94, en El Escorial - quedaban ejemplificadas con
el ejemplo de la acción afirmativa. Conferencia recogida en La inclusión del otro, ob.
cit., págs. 247-258.

21 Barcelona, Gustavo Gil¡, 1982.

22 Se estima que en la actualidad 45 millones de estadounidenses no disponen de


cobertura sanitaria.

23 Para profundizar en esta perspectiva, cfr. P.Baker (comp.), Vivir correo


iguales. Apología de la justicia social, Barcelona, Paidós, 2000 con colaboraciones de
A.Sen, R Dworkin, A. Hirschman y otros.

25 Apunto, tan sólo, y no puedo desarrollarlo, que siempre me ha producido una


cierta incomodidad la «inocencia» que Habermas predica del mundo de la vida, ese
horizonte prerreflexivo del que emerge el sentido, pues en él se asientan de manera
incontestable, entre otros muchos prejuicios, los de naturaleza sexista. Habermas ha
flexibilizado el corte liberal entre lo público y lo privado adecuadamente al someterlo
a la discursividad, pero no ha hecho lo mismo en la dirección de mostrar una cierta
desconfianza crítica del citado «mundo de la vida» que se desprende, igualmente, de
la perspectiva feminista.

24 N.Fraser y L.Gordon, «Contrato versus caridad: una reconsideración de la


relación entre ciudadanía civil y ciudadanía social <, en Lego ría, núm. 6, Madrid,
1992, págs. 65-82.

--°r- -b__ -- -- r 26 Barcelona, Herder, 2002.

27 Cfr. A.Ruiz Miguel, «Discriminación inversa e igualdad», en A.Valcárcel


(ed.), El concepto de igualdad, Madrid, Pablo Iglesias, 1994 y E.Beltrán, «Las
dificultades de la igualdad y la teoría jurídica contemporánea», en M.Ortega y otros
(ed.), Género y ciudadanía, Madrid, UAM, 1999.

28 Cfr. FV, pág. 502.

29 Los debates sobre la ciudadanía y las mujeres llevan tiempo analizando la

357
adscripción privada de éstas y oscilan, dependiendo en muchos de los contextos
políticos reales, entre la demanda radicalizada de participación política, como la
exigencia de democracia paritaria que busca normalizar la participación de las
mujeres, o la politización misma de los roles privados de madre, hermana y esposa -
las nuevas Antígonas - en procesos tan tortuosos como los que generaron las
dictaduras del Cono Sur americano y que representan, por ejemplo, las madres de la
Plaza de Mayo en defensa de los derechos humanos. Cfr. M.Ortega, C.Sánchez y
C.Valiente (eds.), Género y ciudadanía, Madrid, UAM, 1999 y J.C.Gorlier y K
Guzik, La política de género en América Latina, La Plata, Al Margen, 2002.

X30 J.Habermas, FV, págs. 505-512.

31 Cfr. M.J.Guerra, rTeorla feminista contemporánea. Una aproximación desde la


ética, Madrid, Ed. Complutense, 2001.

32 A.Valcárcel, «El derecho al mal» reeditado en Sexo y filosofia. Sobre «mujer»


y «poder», Madrid, Anthropos, 1994. Entresaco esta breve cita a modo de sucinto
recordatorio: «...sólo queda una vía abierta al par universalidad-igualdad: que las
mujeres hagan suyo el actual código de los varones, por cierto, casi completamente
señalable en la cuestión de los contenidos. Universalicemos definitivamente,
contribuyamos al bien haciendo el mal», pág. 164.

33 M.J.Guerra, «Apostar por el feminismo global», en Leviatán,mnúm. 80, 2000,


págs. 101-116.

34 El ya citado «La lucha por el reconocimiento en el Estado democrático de


derecho», en La inclusión del otro, ob. cit.

35 N.Fraser, Justice Interruptus. Critical Reflections on the «Postsocialist»


Condition, Nueva York, Routledge, 1997.

36 J.Habermas, ob. cit., pág. 198.

39 Cfr. la obra de la recientemente fallecida Susan Moller Okin, Justice, Gender


and the Family, Nueva York, Basic Books, 1989, y de M.X.Agra, «Justicia y género.
Algunas cuestiones relevantes acerca de la teoría de la justicia de John Rawls», en
Anales de la Cátedra Francisco Suárez, núm. 31, 1994.

40 Para una visión de conjunto de algunos de estos temas, cfr. E.Beltrán y


V.Maquieira (eds.), Feminismos. Debates teóricos contemporáneos, Madrid, Alianza,
2001 y M. J.Guerra, Intervenciones feministas. Derechos, mujeres y sociedad, Sta.
Cruz de Tenerife, Idea Press, 2004.

31 M.X.Agra, «Justicia y género: la agenda del feminismo global», en C.Ortega y


M. J. Guerra (eds.), Globalización y neoliberalismo: ¿un futuro inevitable?, Oviedo,
Nobel, 2002 y «Animales políticos, capacidades humanas y búsqueda del bien de
M.C.Nussbaum», en R. Máiz (ed.), ob. cit.

358
3S R Dworkin, Virtud soberana. Teoría y práctica de la igualdad, Paidós,
Barcelona, 2003.

41 Obras ya citadas.

42 N.Fraser, «Rethinking the Public Sphere: A Contribution to the Critique of


Actually Existing Democracy», en Social Text, núms. 25-26, 1990.

43 R.Dworkin, Virtud soberana. Teoría y práctica de la igualdad, Barcelona,


Paidós, 2003, pág. 446.

1 Philip Pettit, Republicanismo, Barcelona, Paidós, 1999; A Theory ofFreedom.


From the Psychology to the Politics ofAgency, Oxford University Press, 2001.

2 Iris M.Young, La justicia y la política de la diferencia, Madrid, Cátedra, 2000.

3 M.a Antonia García de León lo explica muy bien en un libro con un título
esclarecedor: Herederas y heridas. Sobre las élites profesionales femeninas, Cátedra,
2002.

Marina Subirats y Cristina Brullet, en Félix Ortega (ed.), Manual de Sociología de


la educación, Visor, 1987.

6 Félix Ortega y otros, La flotante identidad sexual. La construcción de genero en


la vida cotidiana de la juventud, Dirección General de la Mujer e Instituto de
Investigaciones Feministas de la UCM, 1993.

5 Pilar Escario, Inés Alberdi y Natalia Matas, Les dones joves a Espanya,
Barcelona, Fundació La Caixa, 2000.

7 Véase el libro de Lluís Flaquer, La estrella menguante delpadre, Barcelona,


Ariel, 1999.

8 Juana Gallego (dir.), La prensa diaria por dentro. Mecanismos de transmisión de


estereotipos masculinos y femeninos en la prensa de información en general,
Barcelona, Los Libros de la Frontera, 2002.

9 Marcela Lagarde, Género y feminismo. Desarrollo humano y democracia,


Madrid, Horas y Horas, 1996.

2 No otro sentido es el del «Sapere ande!» que entona Kant en su ensayo


Respuesta a la pregunta: Qué es la Ilustración (1784, Ak. VIII 33-42: vesión casi. de
R RAramayo en loc. cit., nota 2).

3 Como ha puesto Celia Amorós de manifiesto en sus escritos; cfr. Tiempo de


feminismo. Sobre feminismo, proyecto ilustrado y postmodernidad (1997), cap. II.

4 Como botón de muestra de escritos en los que aparecen desarrolladas estas

359
cuestiones, cfr., Luisa Posada Kubissa, «Kant: de la dualidad teórica a la desigualdad
práctica» (1992a) y «Cuando la razón práctica no es tan pura» (1992b); Ángeles
Jiménez Perona, «Sobre incoherencias ilustradas: una fisura sintomática en la
universalidad» (1992); Alicia Puleo, La ilustración olvidada. La polémica de los
sexos en el siglo XVIII (1993); o Concha Roldán, «El reino de los fines y su gineceo:
las limitaciones del universalismo kantiano a la luz de sus concepciones
antropológicas» (1995).

5 He desarrollado estos aspectos en C.Roldán, «Transmisión y exclusión del


conocimiento en la Ilustración: Filosofa para damas y Querelle des femmes» (2008a).
Sobre querelle des femmes, cfr. Oliva Blanco, «La "querelle féministe" en el siglo
xvii. La ambigüedad de un término: del elogio al vituperio» (1992) y Gisele Bock y
Margarete Zimmermann, (1997): «Die Querelle des Femmes in Europa.»

1 No en vano Leibniz adoptó como lema de su filosofía el de Theoria cum Praxi,


que luego diera título al opúsculo de Kant, En torno al tópico: Tal vez eso sea
correcto en teoría, pero no sirve para la práctica (1793, Ak. VIII 275-277: vesión casi.
de R R.Aramayo y M.F.Pérez López, en ¿Qué es la Ilustración.?, Madrid, Alianza
Editorial, 2004). Theoria curo Praxi da también nombre a la colección que,
auspiciada por la Editorial Plaza y Valdés y el Servicio de Publicaciones del CSIC,
dirijo desde 2005 junto a R.R.Aramayo y Tx. Ausín.

6 Cfr. al respecto el libro de María Luisa Femenías, Inferioridady exclusión


(1996).

En esta perspectiva insistió el denominado «pensamiento de la sospecha» de


inspiración foucaultiana.

s La «filosofa para damas» debe su denominación al hecho de que algunos


conocidos autores del siglo xvii comenzaron a divulgar sus teorías a través de
Diálogos mantenidos con mujeres, por lo general ficticias y siempre pertenecientes a
la nobleza. Hasta entonces había sido habitual dedicar a damas de la alta sociedad
escritos filosóficos, tal es el caso de Descartes o Leibniz, quienes escribieron sus
Principios de filosofia y su Teodicea para las princesas Elisabeth y Sofía Carlota,
respectivamente. Pero ahora de lo que se trata es de recrear un diálogo con las damas
en cuestión, como lo hacen Bernard de Fontenelle con su Entretiene sur la Pluralité
des mondes (1686) o Francesco Algarotti con su Il Newtonianismo per le Dame
Ovvero Dialoghi supra la Luce e i colorí (1737), por mencionar dos de los más
famosos. En principio, el sentido de esa filosofía para damas era simplificar los
conceptos complicados y abstractos y exponerlo todo de la manera más corta posible,
puesto que ya se sabía que las mujeres no pueden mantener durante mucho tiempo su
atención. Desarrollo estos aspectos en mi artículo ya mencionado (2008a).

17 «Las mujeres no dejan de ser algo así como niños grandes, es decir, son
incapaces de persistir en fin alguno, sino que van de uno a otro sin discriminar su
importancia, misión que compete únicamente al varón», Kant, Anweisung zur

360
Menschen - und Weltkenntniss, 1790-1791 (reimpresión en Olms, 1976), pág. 71. La
caracterización de la mujer como «niño grande» se la debe Kant a Rousseau.

12 «La inteligencia bella elige por objetos suyos los más análogos a los
sentimientos delicados y abandona las especulaciones abstractas o los conocimientos
útiles, pero áridos, a la inteligencia aplicada, fundamental y profunda», Kant,
Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, 1764, Ak. II, 230 (hay
versión casi. de Luis Jiménez Moreno, Madrid, Alianza Editorial, 1990).

4 «El principio de la moral masculina es la virtud, el de la femenina el honor (...)


y entre las cualidades morales sólo la verdadera virtud es sublime» (Kant,
Menschenkunde oler philosophische Antropologze, 1787-1788, reimpr. Olms, 1976,
pág. 361).

15 «La mujer es declarada civilmente incapaz a todas las edades, siendo el marido
su curador - tutor - natural; puesto que, si bien la mujer tiene por naturaleza de su
género capacidad suficiente para representarse a sí misma, lo cierto es que, como no
conviene a su sexo ir a la guerra, tampoco puede defender personalmente sus
derechos, ni llevar negocios civiles por sí misma, sino sólo por un representante»,
Kant, Antropología en sentido pragmático, 1798, Ak. VII, 209 (versión casi. de
J.Gaos, Madrid, Alianza Editorial, 1991).

9 Die Frauenzimrnerschule oler Sittliche Grundsdtze zum Unterricht des schonen


Geschlechts (1766).

10 Un ejemplo representativo de esos semanarios para mujeres fue Die


vernünftigen Tadlerinnen (algo así como «las criticonas - o censuradoras -
racionales»), fundado en 1725 y la primera en su género que se dirigiera
especialmente a un público femenino; supuestamente estaba editada por mujeres,
pero en realidad tras los nombres/seudónimos de las redactoras se ocultaba el
preceptor Johann Christoph Gottsched (de nuevo aparece aquí la autoría ficticia de las
mujeres), quien marcaba desde allí los fines y los límites de la erudición femenina, a
través del fárrago de consejos, recomendaciones, reglamentos y máximas que
proporcionaba a sus lectoras.

Cfr. al respecto la Introducción de R.R.Aramayo a su edición castellana de 1.


Kant. Antropología pragmática, Madrid, Técnos, 1990.

16 Cfr. Kant, Teoría y práctica, Ak. VIII, 295 (versión cast. citada en nota 2):
«Aquel que tiene derecho a voto en esta legislación se llama ciudadano; la única
cualidad exigida por ello, aparte de la cualidad natural (no ser niño ni mujer), es ésta:
que uno sea su propio señor y, por tanto, que tenga alguna propiedad que le
mantenga.» Esta marginación política del género femenino por parte de Kant, la
exclusión de las mujeres de la ciudadanía «por naturaleza», ha sido puesta de
manifisto por A.Jiménez (1992).

13 «La virtud de la mujer es una virtud bella, en tanto que la del género masculino

361
debe ser una virtud noble» (Kant, Observaciones, Ak. II, 231; mis subrayados). Estos
argumentos aparecen desarrollados en mis artículos (1995) (1999a) y (1999b).

20 Cfr. Jakob Thomasius y Johannes Sauerbrei (1671), Diatriba academica de


foeuiinaruui eruditione, 111 & 22; en E.Góssmann (1984), vol. 1, pág. 109.

~$ Cfr. S.Benhabib, «The Generalized» and the Concrete Other: The Kohlberg-
Gilligan Controversy and Feminist Theory», 1987.

19 «Quiero que mi vida y mis decisiones dependan de mí mismo, y no de fuerzas


exteriores, sean éstas del tipo que sean. Quiero ser el instrumento de mí mismo y no
de los actos de voluntad de otros hombres. Quiero ser sujeto y no objeto, ser movido
por razones y por propósitos conscientes que son míos, y no por causas que me
afectan, por así decirlo, desde fuera. Quiero ser alguien, no nadie; quiero actuar,
decidir, no que decidan por mí; dirigirme a mí mismo y no ser movido por la
naturaleza exterior o por otros hombres como si fuera una cosa, un animal o un
esclavo incapaz de representar un papel humano; es decir, concebir fines y me dios
propios y realizarlos. Esto es, por lo menos, parte de lo que quiero decir cuando digo
que soy racionaly que mi razón es lo que me distingue como ser humano del resto del
mundo. Sobre todo, quiero ser consciente de mí mismo como ser activo que piensa y
que quiere, que tiene responsabilidad de sus propias decisiones y que es capaz de
explicarlas en función de sus propias ideas y propósitos», decía 1. Berlin en «Dos
conceptos de libertad», Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid, Alianza
Universidad, 1988, págs. 201-202.

22 Cfr. C.Roldán, «Ana Maria von Schurmann: heteronomía y autodestrucción»


(2001).

23 En este sentido escribe Kant: «Denominamos debilidades a los rasgos


femeninos que un varón posee, pero los aspectos viriles en la mujer son siempre algo
indecoroso» (Menschenkunde, pág. 359). ... ~.

25 Cfr. C.Amorós (1992): «Cartesianismo y feminismo. Olvidos de la razón,


razones de los olvidos». Cartesiano su¡ generis - como subraya Amorós pág. 95 - es
Poullain de la Barre, quien escribiera el ensayo titulado De l'Egalité des deux sexes
(1673).

26 El texto continúa: «La inteligencia no tiene sexo y ninguna ley divina prohibe
a las mujeres desarrollar la suya, pues... si la ciencia debiera estarnos prohibida, ¿por
qué habría puesto la naturaleza en nosotras el deseo ardiente de saber?» (A. M. von
Schurmann, De capacitate ingen¡¡ muliebris adscientias, 1638, en E.Góssmann, 1984,
vol. 1, pág. 36).

21 L Kant, Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (1764, Ak


II, 229).

24 Cfr. C.Roldán (1997): «Crimen y castigo: la aniquilación del saber robado (El

362
caso de Anna Maria von Schurman» y (2008b): «La escritura robada: literatura
filosófica contra las "malas costumbres".»

29 Textos del estilo de Lucrezia Marinella, Le Nobilta et Eccellenze delle Donne:


et i e Mancamznti degli Huomini, Venecia, 1600; o Charles Étienne, Que l'Excellence
de la Femme est plus grande que celle de l'Hommz, 1554.

30 El título original de este anónimo, muy extendido, era: Disputatio nova contra
mulleres, Qua probatur eas Homines non esse, y el del que publicara Simon Gedicke
en febrero de 1595 en Leipzig: Defensio sexus muliebris, opposita fvtili'ssimae
dispvtationi recens editae, qva suppresso autoris e'r typographi nomine, blasphemé
contenditur, Mulleres homines non esse. Sobre la disputa en cuestión es interesante
consultar el artículo de Magdalena Drex1 «Die Disputatio nova contra mulieres, Qua
probatur eas Homines non esse und ihre Gegner <, en Engel (2004), págs. 122-135.

32 Fue el mismo Voetius quien en 1636 pidió a A. M. von Schurmann que se


encargara de la ceremonia de apertura de la Universidad - un honor para cualquier
intelectual en aquellos tiempos - lo que ella hizo con unos hermosos versos latinos
que consiguieron que se extendiera su fama cuando sólo tenía 29 años, provocando
que la visitaran personajes ilustres como Descartes, Gassendi o María de Gonzaga.
Puede encontrarse una descripción pormenorizada de la biografía de Anna Maria von
Schurmann, así como de su producción intelectual y de la correspondencia con
A.Rivet en mis artículos (1997) y (2001); cfr. también Rullmann (1998), vol. 1, págs.
166-171. El hecho de que Schurmann accediera en esa ocasión a la palestra pública,
subraya la excepcionalidad («monstruo de la naturaleza») con que era considerada.

a31 Carta de A.Rivet a A. M. van Schurmann (1938), en E.Góssmann, 1994, vol.


1, págs. 43-44.

35 Ibíd., págs. 100 y 111. En opinión de Elisabeth Góssmann, el texto (dedicado a


dos eruditas: Henrietta Catharina von Friesen y Margaretha Sibylla Loeser) no
resultaba ofensivo para las mujeres de la época.

33 Cfr. el anónimo antes mencionado. Recordemos que el mismo Kant, en su


Antropología llega a decir que, entre los animales domésticos, la mujer es el primero.

J.Thomasius y J.Sauerbrei (1671), loc. cit. nota 21, en Góssmann, (1994) pág.
114.

36 Chrlstian Thomasius influyó mucho con sus ensayos (De crirrtina rrtagiae,
1701, Dissertation über die Folter, 1705, y De origine ac Progressu Inquisitorii contra
sagas, 1712) para que en 1714 Federico Guillermo 1 proclamara un Edicto que
acabara con la persecución de brujas en Prusia.

38 Título original: Uber die Bestimrnung des Weibes zur hóheren Geistesbildung.
Sobre Amalia Holst cfr. María Luisa P.Cavan (1992), págs. 260-265.

363
41 Über die bürgerliche Verbesserung der Weiber. Th. Von Hippel estudió
Teología en Kónigsberg, donde llegó a desempeñar altos cargos en la administración;
pertenecía al círculo de Kant y Hamann y llevaba en secreto su profesión de escritor,
apareciendo sus obras anónimamente; aparte de la obra mencionada había escrito en
1774 otra titulada Sobre el matrimonio (Uber die Ehe). Sobre von Hippel cfr. María
Luisa P.Cavana (1992), págs. 255-260.

3' El título original es Gründla'che Untersuchung der Ursachen, die das weibliche
Geschlecht vom Studieren abhalten; cfr. Góssmann (1985), págs. 217-244. Sobre
D.Ch. Erxleben/Leporin cfr. Rullmannn (1998), vol. 1, págs. 216-220.

39 Por mencionar uno de los primeros y uno de los últimos, su libro Hacia una
crítica de la razón patriarcal (Barcelona, Anthropos, 1985) es ya un clásico en la
materia y La gran diferencia y sus pequeñas consecuencias... para las luchas de las
mujeres (Madrid, Cátedra, 2005, Premio Nacional de Ensayo, 2007).

42 Kant dice textualmente: «El matrimonio constituye una "persona moral única"
(...) regida por la inteligencia del varón y animada por el gusto de la mujer»
(Observaciones, Ak. II, 242); o «Siguiendo esta ley (permisiva natural), la
adquisición es triple según el objeto: el varón adquiere una mujer, la pareja adquiere
hijos y la familia, criados (...) Todo esto que puede adquirirse es a la vez inalienable y
el derecho del poseedor de estos objetos es el más personal de todos» (Kant,
Metafísica de las costumbres, 1798, Ak. VI, 277, trad. de A.Cortina, Tecnos, pág.
97). Cfr. al respecto mi artículo «Acerca del derecho personal de carácter real.
Implicaciones éticas», en Moral, derecho y política en Inmanuel Kant, J.Carvajal
(coord.), Estudios, Univ. de CastillaLa Mancha, 1999, págs. 209-226.

41 Cfr. Metafísica de las costumbres, & 46 (Ak. VI, 314; versión casi. de
A.Cortina en Tecnos, 1989).

43 En 1796, ya muerto Hippel de una afección pulmonar, aparece en el


Harnburgischen Unparteyschen Korrespondenten la noticia de que Kant era el autor
de Uber die Ehe, Uber die Verbeserung..., etc. A instancias de Georg August
Flemming escribirá Kant el 6 de diciembre del mismo año en ese periódico una
«Aclaración acerca de las obras de Hippel <, donde Kant, a la vez que declara no ser
el autor, reconoce que refleja muchas ideas suyas. En la Correspondencia Hamann-
Herder (1779-1781) se refleja también la sospecha de plagio de Kant por parte de
Hippel.

44 Cfr. F.Collin, «Hannah Arendt: la acción y lo dado» (1992), en Fina Birulés»


(1992), pág. 25.

15 Cfr. al respecto C.Roldán, «Quién le cuelga la responsabilidad a la justicia?»


(2004).

4 V.Navarro comentaba la relación directa entre desarrollo del Estado del


bienestar, integración de la mujer en el ámbito laboral y desarrollo social y

364
económico, «Mujer, política y desarrollo», El País, 24 de julio de 2004, pág. 12.

2 K Matsuura, «Una alianza mundial <, El País, 12 de julio de 2004, pág. 25.

1 La prensa se hizo eco de algunas de las conclusiones e informes, presentados


durante la Conferencia Mundial de Bangkok, «El sida reduce la esperanza de vida de
ocho países del sur de África a menos de 40 años», El País, 15 de julio de 2004, pág.
28.

s Según los datos publicados por el Instituto de la Mujer, elaborados a partir de la


Encuesta de Morbilidad Hospitalaria, INE, 1999-2001.

7 «El reto del cuidado a los ancianos», El País, 20 de abril de 2003, pág. 26.

5 European Parliament Fact Sheets, 4.8.8, Disabled Persons, the Elderly and the
Excluded, 17/10/2000

6 Commission, «Toward a Europe for All Ages» (COM(99) 0221).

s Este tema es abordado en ocasiones por los medios de comunicación: «Mas


viejos y más dependientes», El País, 4 de noviembre de 2003, pág. 34.

Denominado a veces «la cuarta edad», como recogía el reportaje publicado en El


País, domingo 25 de julio de 2004, págs. 1-3.

14 Según los datos ya mencionados, publicados por el Instituto de la Mujer, INE,


1999-2001.

15 M., A.Duran, «La nueva división del trabajo en el cuidado de la salud»,


Política y Sociedad, 35, 2000, págs. 9-30.

12 H.M.Sass ha analizado la salud como derecho básico en las sociedades


pluralistas. Estas mantienen el criterio de libre elección y, a la vez, la solidaridad
social, pues la salud es la condición previa para el acceso a otros bienes, «National
Health Care Systems: Concurring Conflicts», H.M.Sass y R Massey, Health Care
Systems, Dordrecht, Kluwer, 1988, págs. 15-36.

13 A.Buchanan ha señalado que, al menos en el caso de Estados Unidos, no se


podría cumplir el objetivo de igualdad en el ámbito de la sanidad, debido a las
necesidades diferentes. Pero sí se puede hablar de criterios universales mínimos, «An
Ethical Evaluation of Health Care in the United States», H.M.Sass y R.Massey,
Health Care Systems, págs. 39-58.

1o Informe sobre salud sexualy reproductiva y los derechos en esta materia


(2001/2128(INI)) de 6 de junio, 2002, Ponente A. E. van Lancker.

Informe sobre salud sexual y reproductiva y los derechos en esta materia

365
(2001/2128(INI)).

19 M.A.Durán, «La nueva división del trabajo en el cuidado de la salud», Política


y Sociedad, 35, 2000, pág. 12; «Un desafío colosal», El País, 5 de septiembre de
2004, pág. 15.

21 La contradicción entre estructuras familiares tradicionales devaluadas y, por


otro lado, la resistencia a aceptar de forma plena a las mujeres como individuos ya
había sido examinada por A.Puleo, Dialéctica de la sexualidad Género y sexo en la
filosofía contemporánea, Madrid, Cátedra, 1992.

a_ 18 En el estudio realizado por, M.a A.Durán: «Introducción», Los costes


invisibles de la enfermedad, Madrid, Fundación BBVA, 2002, págs. 19-24.

17 Esta diferencia entre sistema doméstico y sistema sanitario, así como la


posición en estos de hombre y mujeres han sido examinadas por M.A.Durán desde
hace algunos años, «Salud y enfermedad en España», Desigualdad social y
enfermedad, Madrid, Tecnos, 1983, págs. 59-100.

16 C.Berzosa'se ha ocupado del trabajo doméstico como trabajo no retribuido,


«Trabajo productivo e improductivo en el pensamiento económico», P.Villota, Las
mujeres y la ciudadanía en el umbral del siglo XXI, Madrid, Editorial Complutense,
1998, págs. 93-98.

22 S.Murillo ha explicado las dificultades del cuidado en el ámbito de la


privacidad, «La invisibilidad el cuidado en la familia y los sistemas sanitarios»,
Política y Sociedad, 35, 2000, págs. 7-80.

25 S.Fry, «The Role of Caring in a Theory of Nursing Ethics», Hypatia, 4, 1989,


págs. 88-103.

2° El papel económico de la familia ha sido analizado por esta misma autora,


M.A.Durán, «La transformación de necesidades en demandas: el papel de los hogares
y de la opinión publica», Los costes invisibles de la enfermedad, págs. 51-89.

"24 Los datos estadísticos de los últimos años han sido comentados por
C.H.Aliaga y K.Winvist, «How Women and Men Spend Their Time», Statistic in
Focus, 3, 12, 2003, págs. 1-7.

r -a-- 23 La cuestión del tiempo ha sido analizada por S.Murillo, «Entre lo privado
y lo doméstico: la autonomía del tiempo», El mito de la vida privada, Madrid,
Cátedra, 1996, págs. 17-29.

"26 M.J.Guerra, «Bioética y género: problemas y controversias», Theorla, 14/3,


1999, págs. 527-549; «Cultural Diversity, Human Inequality and Women: A Feminist
Bioethics Concern», Paper, 2004; M.T.López de la Vieja, «Ética y género», en
J.M.García Gómez-Heras, Dignidad d la vida y manipulación genética, Madrid,

366
Biblioteca Nueva, 2002, págs. 141-173

27 B.Friedan, «The Problem That Has No Name», The Feminine Mystique,


Nueva York, Norton, 2001, págs. 15-32.

28 C.Gilligan, «In a Different Voice: Women's Conceptions of Self and of


Morality», Harvard Educational Review, 17, 1977, págs. 481-517.

30 C.Gilligan, «Preface», C.Gilligany V.Ward, Mapping the Moral Domain, págs.


VI-? XXIX

29 C.Gilligan, «Remapping the Moral Domain: New Images of Self in


Relationship», C. Gilligan y V.Ward, Mapping the Moral Domain, Cambridge,
Harvard University Press, 1988, págs. 3-19.

31 C.Gilligan, «Preface», C.Gilligan y V.Ward, Mapping the Moral Domain,


págs. I-V.

35 N.P.Lyons, «Two Perspectives: On Self, Relationships, and Morality»,


C.Gilligan y V.Ward, Mapping the Moral Dornain, págs. 21-110.

32 C.Gilligan, «Moral Orientation and Moral Development <, D.F.Kittay y


D.Meyers, Women and Moral Theory, Nueva York, Rowrnan a Littlefield, 1987,
págs. 19-33.

3` En el artículo citado, «Hearing the Difference: Theorizing Connection»,


Hypatia, 10, 1995, pág. 122.

33 El cambio de modelo - de la voz patriarcal, a la «voz relacional-1 y sus


consecuencias era señalado por C.Gilligan, «Hearing the Difference: Theorizing
Connection», Hypatia, 10, 1995, págs. 120,127.

36 En el mismo trabajo, «Two Persptives: On Self, Relationships, and Morality»,


C.Gilligan y V.Ward, Mapping the Moral Domain, pág. 24.

37 N.Lyons, «Ways of Knowing, Learning and Making Moral Choices»,


M.Brabeck, Who Cares? Nueva York, Paeger, 1989, págs. 103-126.

38 N.Noddings, «Preface to the Second Edition», Caring, A Ferninine Approach


to Ethics erMoral Education, Berkeley, University of California Press, 2003, págs.
XIII-XVI.

39 S.L.Hoagland, «Some Thoughts about "Caring"», C.Card, Feminist Ethics,


Lawrence, University Press of Kansas, 1991, págs. 246-263.

4o M.Friedman, «Beyond Caring: The De-Moralization of Genden>, Canadian


Journal of Philosophy, Supplementary Volume, 13, 1987, págs. 87-137.

367
42 A.Carse y H.Lindemann, «Rehabilitating Care», Kennedy Institute ofEthics
journal, 6, 1996, págs. 19-35.

46 V.Held presentaba un panorama general sobre la Moral del «cuidado»,


«Introduction», V.Held, Justice and Care, Boulder, Westview, 1995, págs. 1-3.

47 R Cook propone un acercamiento feminista a los principios que han sido


adoptados habitualmente en Bioética, respeto, autonomía, beneficencia, no
maleficencia, justicia, «Feminism and the Four Principles», B.Gillon y A.Lloyd,
Principles ofHealth Care Ethics, Wiley and Sons, 1994, págs. 193-206.

M.T.López de la Vieja, «Ética y diferencia», La mitad del Mundo. Etica y Crítica


feminista, Salamanca, Universidad de Salamanca, 2004, págs. 39-58.

41 M.Friedman, «Care and Context in Moral Reasoning», D.F.Kittay y D.Meyers,


Women and Moral Theory, Nueva York, Rowmann & Littlefield, 1987, págs. 190-
204.

-1 1 43 A.Carse y H.Lindemann, «Rehabilitating Care», Kennedy Institute


ofEthics journal, 6, 1996, pág. 23.

-1 r -- n C.Mackenzie y N.Stoljar, «Introduction: Autonomy Refigured»,


C.Mackenzie y N. Stoljar, Relational Autonorny, Nueva York, Oxford University
Press, 2000, págs. 3-31.

54 A.Jaggar, «Caring as a Feminist Practice of Moral Reason», V.Held,Justice


and Care, págs. 179-202.

51 A.Puleo ha analizado la mística de la maternidad en el contexto del Estado


moderno, «Breve historia de un instinto», Dialéctica de la sexualidad, Madrid,
Cátedra, 1992, págs. 51-59.

52 J.Tronto, «What Can Feminist Learn about Morality from Caring», J.Sterba,
Ethics: The Big Questions, págs. 346-356.

so S.Ruddick, «Remarks en the Sexual Politics of Reason», D.F.Kittay y


D.Meyers, Women and Moral Theory, págs. 237-260.

4s Sobre la noción de género, M.J.Guerra, «Género: debates feministas en torno a


una categuoría», Arenal, 7, 2000, págs. 207-230.

A.Jaggar entiende que el pensamiento «feminista» es compatible con la igualdad


y con la equidad, «Toward a Feminist Conception of Moral Reasoning», J.Sterba,
Ethics: The Big Questions, Oxford, Blackwell, 1998, págs. 356-374.

56 I.M.Young, «Mothers, Citizenship, and Independence: A Critique of Pure


Family Values», Intersecting Voices, págs. 114-133.

368
a a 57 L M.Young, «Asymmetrical Reciprocity: On Moral Respect, Wonder, and
Enlarged Thought», Intersecting Voices, págs. 38-59.

53 J.Tronto, «Women and Caring: What Can Feminist Learn about Morality form
Caring?», V.Held, Justice and Care, págs. 101-115.

"1. M.Young, «House and Home: Feminist Variations on a Theme», Intersecting


Voices, Princeton, Princeton University Press, 1997, págs. 134-164.

58 V.Held, «The Meshing of Care and Justice», Hypatia, 1995, págs. 128-132.

60 M.T.López de la Vieja, «Ética de la diferencia, política de la igualdad»,


M.T.López de la Vieja (ed.), Feminismo: del pasado al presente, Salamanca,
Universidad de Salamanca, 2000, págs. 51-76.

59 V.Held, «Care And Justice in the Global Conexo», Ratio juris, 17, 2004, págs.
141-155.

61 N.Biller-Andorno, «Gender Imbalance in Living Organ Donation», Medicine,


Health Ca re and Philosophy, 5, 2002, págs. 199-204.

62 Los estereotipos sobre el «cuidado» en Medicina han sido señalados por


E.Conradi, N. Biller-Andorno y M.Boos, «Gender in Medical Ethics. Re-examining
the Conceptual Basis of Empirical Research», Medicine, Health Care and Philosophy,
6, 2003, págs. 51.58.

63 La donación de sangre Es el ejemplo comentado por T.H.Murray, «Altruism


and Health Care: What Community Shall We Be?», A.Nordgren y C.-G. Westrin,
Altruisrry Society, Health Care, Uppsala, Uppsala University Press, 1998, págs. 67-
78.

64 P.F.Hjort analizaba la solidaridad y los sentimientos positivos hacia otros que


benefician a toda la comunidad, «Altruims, Society, and Health Care: Summary and
Refections», A. Nordgren y C.-G. Westrin, Altruimm, Society, Health Care, págs. 79-
88.

65 L.M.Purdy reclamaba un marco de análisis distinto para la Ética aplicada, a fin


de evitar que las mujeres signa ocupando una posición subordinada, «A Call to Heal
Ethics, H.Bequaert y L.Purdy, Feminist Perspectives in Medical Ethics, Bloomington,
Indiana University Press, 1992, págs. 9-13.

66 Entre ellas, S.Sherwin, «Feministische Ethik und In-vitro-Fertilization <,


H.Nagl-Docekal y H.Pauer-Studer, jenseits der Geschlechtmoral, Frankfurt, Fischer,
1993, págs. 219-239. Ene ste mismo sentido se pronunciaba E. von Thadden, «Ohne
Frauen kein Embryo», Die Zeit, 2112001.

67 S.Sherwin argumentaba que la experiencia y los detalles contextuales

369
favorecen el análisis de dilemas y el estudio de casos reales, «Feminist and Medical
Ethics: Two Different Approaches to Contextual Ethics», H.Bequaert y L.Purdy,
Ferrtinist Perspectives in Medical Etbics,xágs. 18-31. -

69 'Las relaciones de dominio en la instituciones sanitarias habían sido ya


criticadas desde la Bioética en los años 70, como en el trabajo de M.T.Notman y
C.Nadelson, «Women and Biomedicine: Women as Patients and Experimental
Subjects», W.Reich, Enciclopedia ofBioethics, Londres, The Free Press, 1978, págs.
1704-1711.

70 La perspectiva masculina en el ámbito sanitario, con la competencia por el


poder, la autoridad, era criticada por V.Warren, «Feminist Directions in Medical
Ethics», H.Bequaert y L.Purdy, Feminist Perspectives in Medical Ethics, págs. 32-45.

73 R Tong, «Feminist Approaches to Bioethics», S.Wolf, Feminism and


Bioethics: Beyond Reproduction, Nueva York, Oxford University Press, 1996, págs.
67-94.

74 C.Amorós ya comentaba los peligros de los valores femeninos, «Notas para


una ética feminista», Hacia una critica de la razón patriarcal Barcelona, Anthropos,
1985, págs. 107-131.

75 R Tong advertía - en el trabajo citado antes - que el «cuidado» puede llegar a


ser una trampa para las mujeres, «FeministApproaches to Bioethics», S.Wolf,
Feminum and Bioethics: Beyond Reproduction, pág. 72.

72 El enfoque de género permite «iluminar la opresión», como ha indicado


S.Sherwin, «Understanding Feminism», No Longer Patient, Filadelfia, Temple
University Press, 1992, págs. 13-34.

71 Á.Duff y A.Campbell ya mencionaban a p ncipio de los setenta la importancia


de los cuidados intensivos para recién nacidos, «Moral and Ethical Problems in
Special-Care Nursing», New England journal ofMedicine, 279, 1973, págs. 890-894.

M.Rawlinson señalaba este aspecto, la experiencia del cuerpo y de los aspectos


asicos, materiales, «The Concept of a Feminist Bioethics», Journal of Medicine and
Philosophy, 26, 2001, págs. 405. 416.

S0 A.Valcárcel se ha ocupado de la invisibilidad de las mujeres, Sexo y Filosofza,


Barcelona, Anthropos, 1991, pág. 149.

76 S.Mooller Okin y J.Mansridge, «Feminism», R Goodin y Ph. Pettit, A


Companion to Contemporary Political Philosophy, Londres, Blackwell, 1993, págs.
269-290.

77 La reforma de las políticas sanitarias como un objetivo de la Ética feminista se


encuentra en el articulo de S.Sevenhuijsen, «Feminist Ethics and Public Health Care

370
Policies», P. di Quinzio e I.M.Young, Feminist Ethics e'r Social Policy, Bloomington,
Indiana University Press, 1997, págs. 49-76.

79 S.Sherwin ha propuesto que la Bioética cuente con las críticas del Feminismo,
a fin de cambiar los patrones existente sy, ante todo, para cambiar las prioridades
sociales y políticas. «Feminism and Bioethics», No Longer Patient, págs. 47-66.

s J.Crosthwaite recordaba las deficiencias en el trato y en la información que se


ofrece a las mujeres en el ámbito sanitario, y no sólo cuando se trata de su salud
sexual y reproductiva, «Gender and Bioethcis», H.Kuhse y P.Singer, A Cornpanion to
Bioethics, Oxford, Blackwell, 2002, págs. 32-40.

2 A.Schwarzer, Simone de Beauvoir. Six entretiene, París, Mercure de France,


1984.

1 La force de l'dge, II, París, Gallimard, Folio, 1963, pág. 629. Esta cita y todas
las que se toman de Simone de Beauvoir son traducciones mías de sus versiones
originales en francés.

3 Le Deuxiéme Sexe, introducción, París, Gallimard, NRF, 1949, págs. 16-17.

a Ibíd., pág. 31.

6 Ibíd., pág. 31.

7 Ibíd., pág. 21.

5 Ibíd., págs. 26-27.

9 M.Evans, Simone de Beauvoir. A feminist mandarin, Londres, Tavistock,


1985J. Okely, Simone de Beauvoir. A re-reading, Londres, Virago pioneers, 1986.

s M.LeDoeuff El estudio y la rueca, Madrid, Cátedra, Colección Feminismos,


1998.

10 E.Lundgren Gothlin, Sex and existence. Sirnone de Beauvoir's The Second


Sex, Londres, Athlone Press, 1996; O.Schutte, «A critic of normative heterosexuality:
Identity, Embodiment and Sexual Difference in Beauvoir and Irigaray, en Hypatia,
vol. XII, Winter, 1997.

3 Michel Foucault, La verdad y las formas jurídicas, trad. de Enrique Lynch,


Madrid, Gedisa, 1980, págs. 25.

2 Friedrich Nietzsche, «Sobre la verdad y la mentira en sentido extramorab>, en


Joan B.Llinares Chover (ed.), Nietzsche, Barcelona, Península, 1988.

I Cfr. C.Thiebaut, «La Escuela de Frankfurt<, en V.Camps (ed.), Historia de la


ética, vol. III, Barcelona, Crítica, 1989.

371
5 Lidia Cirillo, «Una mujer en el 68. Entrevista a Lidia Cirillo», en Inprecor, núm.
61, 1988, pág. 35.

6 Mary Ellen Waithe (ed.), A History ofWornen Philosophers, Netherlands,


Kluwer Academic Publishers, 1989.

Simone de Beauvoir, El Segundo Sexo, trad. casi. de Pablo Palant, Buenos Aires,
Siglo XX, 1987, págs. 87-88.

8 MaryAstell, The Christian Religión. Asprofessd by a Daughter ofthe Church


ofEngland, citado en G. de Martino y M.Bruzzese, Las filósofas. Las mujeres
protagonistas en la historia del pensamiento, trad. casi. de Mónica Poole, Madrid,
Cátedra, 1996, pág. 122.

7 Marie de Gournay, Égalité des Hommes et des Femmes. Griefdes lames,


prefacio de Milagros Palma, París, Coté-Femmes, 1989, págs. 108-131.

9 Charlotee Perkins Gilman, The Man Made Word or Our Androcentric Culture,
Londres, Fisher Unwin, 1911.

12 Victoria Sau, Diccionario ideológico feminista, vol. 1, Barcelona, Icaria, 2000,


págs. 46-47; Mag e Humm, The Dictionary ofFeminist Theory, Columbus, Ohio State
University Press, 1995.

10 Charlotte Perkins Gilman, Herland, Nueva York, Pantheon, 1979.

Charlotte Perkins Gilman, The Home, Londres, Heinemann, 1903.

14 Puede verse Rosalía Romero, «Las mujeres y el mal: retrospectivas desde el


feminismo filosófico», en M.Palma Ceballos y E.Parra Membrives (eds.), Las
mujeres y el mal, Sevilla, Padilla, 2002, págs. 241-266.

16 Christine de Pizan, La ciudad de Gas damas, ob. cit., pág. 64.

Cfr. Amalia González Suárez, «De cómo los amantes de Sofía aman alas
mujeres», Alfa, núm. 11, Úbeda, Asociación Andaluza de Filosofía, 2002.

ís Christine de Pizan, Le Ditié de jeanne dArc, 55, núm. 404, Henri Gautier (ed.),
París.

17 Aristóteles, Historia de los animales, trad. casi. de José Vara Donado, Madrid,
Akal, 1990, pág. IX.

20 Citado en Rosa Rius Gatell, «Isotta Nogarola: una voz inquieta del
Renacimiento», en F.Birulés (comp.), Filosofiay género. Identidades femeninas,
Pamplona, Pamiela, 1992, pág. 88.

372
Al cia Puleo, Filosofía, género y pensamiento crítico, Publicaciones de la
Universidad de Valladolid, 2000, pág. 66. Para un análisis del Estagirita desde la
perspectiva de género y feminista puede verse Femenías, M.a Luisa, Inferioridady
exclusión. Un modelo para desarmar, Buenos Aires, Nuevo hacer, 1997.

19 Trad. inglesa de Margaret King y Albert Rabil, Her Immaculate Hand,


Selected Works By and About The Women Humanists of Quattrocento Italy,
Medieval & Renaissance Texts & Studies, Binghamton, Nueva York, 1983.

21 Puede verse Rosa Rius, «De las mujeres "Memorables" en Lucrecia Marinelli:
"Nobleza" y "Excelencia" en la Venecia de 1600», en R.M.Rodríguez Magda (ed.),
Mujeres en la historia del pensamiento, Barcelona, Anthropos, 1997, págs. 113-144.

22 Mary Wollstonecraft, Vindicación de los Derechos de la Mujer, Isabel Burdiel


(ed.), Madrid, Cátedra, Col. «Feminismos», 1996.

23 Amelia Valcárcel, La política de las mujeres, Madrid, Cátedra, Col.


«Feminismos», 1997, págs. 21-52.

24 Séverine Auffret, «Gabrielle Suchon, una filósofa feminista de la libertad en el


siglo xvII», en C.Amorós (coord.), Actas del Seminario Permanente Feminismo e
Ilustración, Instituto de Investigaciones Feministas de la Universidad Complutense de
Madrid, 1992, pág. 107.

25 ídem'

28 Mary Ellen Waithe, «Oliva Sabuco de Nan tes Barrera», en A History of


Women Philosophers, ob. cit., págs. 261-284.

29 Rosalía Romero, «Las filósofas: Oliva Sabuco, pensadora del Renacimiento


español», en Mujeres Pioneras. La historia no contada, vol. II, Albacete, Municipal,
2005.

27 Ídem, pág 107.

16 Ídem., pág. 106.

30 Lola Esteva de Llobet, Christine de Pizan, Madrid, Eds. del Orto, Col.
«Biblioteca de Mujeres», 1999, pág. 27.

32 Cfr. Oliva Blanco, «La "querelle féministe" en el siglo xvii: la ambigüedad de


un término: del elogio al vituperio», en Actas del Seminario Permanente Feminismo e
Ilustración (19881992), ob. cit., págs. 73-84.

33 Mercé Otero, «Christine de Pizan y Marie de Gournay. Las mujeres excelentes


y la excelencia de las mujeres», en R.M.Rodríguez Magda, Mujeres en la historia del
pensamiento, ob. cit., pág. 87.

373
~31 Ídem., pág. 26.

35 Montserrat Jufresa, «Clitemnestra y la justicia», en R.M.Rodríguez Magda


(ed.), Mujeres en la historia del pensamiento, ob. cit., pág. 73.

Íbíd.

37 ídem, pág. 36 y sigs.

38 Friedrich Engels, «Del socialismo utópico al socialismo científico», en K.Marx


y F.Engels, Obras escogidas, t. III, Moscú, Progreso, 1981, pág. 123.

36 Ana de Miguel y Rosalía Romero, «Flora Tristán: hacia la articulación de


feminismo y socialismo en el siglo x x», en F.Tristán., Feminismo y Socialismo.
Antología, A. de Miguel y R Romero (eds.), Madrid, La Catarata, 2003, págs. 16-17.

42 Celia Amorós, Hacia una crítica de la razón patriarcal, Barcelona Anthropos,


1985, pág. 25 y sigs.

41 Sheyla Benhabib, «Una revisión del debate sobre las mujeres y la teoría
moral», en C.Amorós (dir.), FeminismoyÉtica, Isegoría, núm. 6, Madrid, CSIC,
Instituto de Filosofa, 1992, pág. 38.

39 María Cobos Navidad, «Persona y democracia en María Zambrano», en


A.Valcárcel y R.Romero (eds.), Pensadoras del siglo XX, Sevilla, Instituto Andaluz
de la Mujer, Col. Hypatia, 2001, pág. 299.

41 Marvin Harris, Nuestra especie, Salamanca, Alianza, 1999, págs. 295-296.

43 Alicia Puleo, Filosofía, género y pensamiento crítico, ob. cit. págs. 27-28. 11 n.
r 1 1 rv 1.. 1 i 1 1 11 - 1. 1 1

`n Geneviéve Lloyd, «El feminismo en la historia de la filosofa: la apropiación del


pasado», en M.Fricker y J.Hornsby (dirs.), Feminismo y Filosofia. Un compendio,
trad. casi. de Olga Fernández Prat, Barcelona, Idea Books, 2001, pág. 270.

45 Puede verse Teresa López Pardina, Sirnone de Beauvoir, Madrid, Eds. del
Orto, 1999. Esta autora nos recuerda que la influencia de Simone de Beauvoir se dejó
sentir entre las feministas estadounidenses antes que en el mundo filosófico francés.

1 Para una visión más amplia de la figura y las aportaciones de Huarte de San
Juan propongo la lectura «ciega al género» de Luis García Vega Juan Huarte de San
Juan, en Milagros y Dolores Saiz, Personajes para una historia de la Psicología en
España, Madrid, Piramide, 1996, págs. 115-132 y compararla con el articulo de M.a
Luisa Femenías, Juan de Huarte y la mujer sin ingenio en el Examen de los Ingenios,
Actas del Seminario Permanente, Feminismo e ilustración 1988-1992, Instituto de
Investigaciones Feministas, Universidad Complutense de Madrid, Dirección General

374
de la Mujer de la Comunidad de Madrid, 1992, págs. 115-127.

2 Esta clasificación es deudora de los planteamientos de Sandra Harding relativos


a la conceptualización teórica del género simbólico, estructural e individual que la
autora analiza en su obra Genciay Feminismo, Madrid, Morata, 1996, pág. 47 y sigs.

3 A pesar de ello, nos encontramos con mujeres como Concepción Arenal que
realiza sus estudios de derecho, teniéndose que disfrazarse de hombre para pasar
desapercibida en las aulas universitarias.

a Es notoria y reconocida la misoginia de S.Hall, Boring, y E.B.Titchener, además


de un largo etcétera de padres de la psicología científica. Baste como ejemplo la
prohibición de la Asociación de Psicología Experimental en la admisión de las
mujeres hasta después de la muerte de su fundador que era precisamente Titchener,
en 1929 (L.Furumoto, «Shared knowledge: The experimentalists (1904-1929)», en
J.Morawski (dir.), The rise ofexperimzntation in American Psychology, New Haven,
Yale University Press, 1988, págs. 94-113.

2 Harding, Ciencia y feminismo, Madrid, Morata, 1996.

1 R Bleier, Science and Gender, Nueva York, Pergamon Press, 1984; J.Flax,
«Gender as social Problem: in and for Feminist Theory», en American
Studies/Amerika Studien, 1996; Haraway, Ciencia, cyborgs y mujeres,
Madrid/Valencia, Cátedra, 1 991; Harding, Ciencia y feminismo, Madrid, Morata, 1
996; Harstock, «The Feminist Standpoint: Developing the ground for a Specifically
Feminist Historical Materialism», en S.Harding y M.B.Hintikka (eds.), Discovering
Reality: Feminist Perspectives on Epistemology, Methodology and Philosophy
ofScience, Dordrecht Reidel, 1983; E.F.Keller, Reflexiones sobre género y ciencia,
Valencia, Ediciones Alfons el Magnánim, 1991; H.Longino, Science as Social
Knowledge, Princeton University Press, 1990. También Eulalia Pérez Sedeño y
Paloma Alcalá Cortijo (coords.), Ciencia y Género, Madrid, Editorial Complutense,
2001 ; en particular, «Críticas epistemológicas de la ciencia».

D.Haraway, Ciencia, cyborgs y mujeres, Madrid/Valencia, Cátedra, 1991. Véase


en particular el trabajo de Celia Amorós: «Sujetos emergentes y nuevas alianzas
políticas en el "paradigma informacionalista"», en C.Amorós y A. de Miguel (eds.),
Teoría feminista: de la Ilustración a la globalización, tomo 3, Madrid, Minerva
Ediciones, 2005, págs. 333-373.

s Keller, Reflexiones sobre género y ciencia, trad. casi., Valencia, Ediciones


Alfons el Magnánim, 1989; Reflections on Gender and Science, Yale, University
Press, 1985.

5 F.García Selgas, «El Cyborg como reconstrucción del agente social <, en
Política y Sociedad, núm. 30, UCM, 1999, págs. 165-191.

6 Diotima, Il pensiero della differenza sessuale, La Tartaruga, 2003.

375
i Anthony Clare, La masculinidad en crisis, Madrid, Taurus, 2002, págs. 119-123.

3 Marvin Harris, Introducción a la antropología general, Madrid, Alianza, 1981.

z Josep Vicent Marqués y Raquel Osborne, Sexualidady sexismo, Madrid, UNED,


1991.

4 Alicia Puleo ha distinguido entre patriarcados de coerción y patriarcados de


consentimiento. Mientras que en los primeros las normas consuetudinarias instituidas
como ley moral restringen explícitamente la libertad de las mujeres, los segundos
incitan, convencen y persuaden a través de diversos mecanismos de seducción para
que las propias mujeres deseen identificarse con los modelos femeninos culturales
propuestos en los mass media. Puleo, Alicia, «Patriarcado», en Célia Amorós, 10
palabras clave sobre mujer, Estrella, Verbo Divino, 1995, págs. 21-54.

Iris Marion Young ha argumentado que el ideal de ciudadanía universal en sus


dos significaciones universalistas (generalidad e igual trato), lejos de favorecer el
logro de la inclusión y la igualdad de los ciudadanos, tiende a perpetuar la exclusión y
la opresión de los grupos sociales discriminados. 1. M.Young, «Vida política y
diferencia de Grupo: Una crítica del ideal de ciudadanía universal <, en Carme
Castells (comp.), Perspectivas feministas en teoría política, Barcelona, Paidós, 1996,
págs. 99-126.

7 Luis Bonino, Micromachismos, la violencia invisible, Madrid, Cecom, 1998.

8 Ana de Miguel Álvarez, «El movimiento feminista y la construcción de marcos


de interpretación: el caso de la violencia contra las mujeres», Revista Internacional de
Sociología RIS, núm. 35, mayo-agosto de 2003, págs. 7-30; Susan Brownmiller,
Contra nuestra voluntad, Barcelona, Planeta, 1981.

6 J.V.Marques y R.Osborne, ob. cit.

I2 Célia Amorós, «Para una teoría nominalista del patriarcado», en Célia Amorós,
La gran diferencia y sus pequeñas consecuencias... para las luchas de las mujeres,
Madrid, Cátedra, 2005, págs. 111-135; Kate Millett, Política sexual, Madrid, Cátedra,
1 975; Alicia Puleo, «Patriarcado», en Célia Amorós, 10 palabras clave sobre mujer,
ed. cit., págs. 21-54; Janet Saltzman, Equidad y género. Una teoría integrada de
estabilidady cambio, Madrid, Cátedra, 1992.

Luis Bonino, Varones, Género y Salud mental. Deconstruyendo la normalidad


masculina, Barcelona, Icaria, 2000.

° Luis Bonino, «La identidad masculina a debate. Teorías y prácticas sobre el


malestar de los varones», Area 3, núm. 4, 1996, págs. 16-20; E.Gil Calvo, El nuevo
sexo débil, Madrid, Temas de hoy, 1997; Anthony Clare, La masculinidad en crisis,
ed. cit.; Vincent Fisas, El sexo de la violencia, Barcelona, Icaria, 1998.

376
9 Célia Amorós, Sóren Kierkegaard o La subjetividad del caballero: un estudio a
la luz de las paradojas del patriarcado, Barcelona, Anthropos, 1987.

13 Michel Foucault, Obras esenciales: Estrategias de poder, Barcelona, Paidós,


1999.

14 Josep Vicent Marqués y Raquel Osborne, ob. cit.

15 Michel Foucault, «Conversación con Michel Foucault, en Michel Foucault,


Obras esenciales: Estrategias de poder, ed. cit., págs. 27-39.

17 Íbíd.

J.V.Marqués y R Osborne, ob. cit.

18 Geneviéve Fraisse, Musa de la razón. La democracia excluyente y la diferencia


de los sexos, trad. Alicia Puleo, Madrid, Cátedra, 1991; Eulalia Pérez Sedeño, «La
deseabilidad epistémica de la equidad en ciencia», en Vicky Ruiz Frías, Las mujeres
ante la ciencia del siglo xxr, Universidad Complutense de Madrid, 2001, págs. 17-38.

19 Alicia Puteo considera esta conceptualización del cuerpo de la mujer un


elemento sistémico de lo que Michel Foucault ha denominado dispositivo de
sexualidad. Alicia H.Puleo, Filosofza, Género y Pensamiento crítico, Servicio de
Publicaciones de la Universidad de Valladolid, 2000.

20 J.V.Marqués y R.Osborne, ob. cit.

zi Amorós nos ofrece, entre otras, la siguiente descripción del patriarcado: «el pa-
triarcado es así un sistema de implantación de espacios cada vez más amplios de
iguales en cuanto cabezas de familia, es decir, en cuanto que controlan en conjunto a
las mujeres, a la vez que de desiguales jerarquizados en tanto que, para ejercer tal
control, dependen los unos de los otros». Amorós, Célia, «Para una teoría nominalista
del patriarcado», en Célia Amorós, La gran diferencia y sus pequeñas
consecuencias... para las luchas de las mujeres, ed. cit., pág. 114 . Asimis- mo, en
«Espacios de los iguales, espacios de las idénticas, sobre poder y principio de indivi-
duación», Cé1ia Amorós explica que los varones admiten su subordinación porque a
partir del pacto patriarcal entre varones y de las prácticas de reconocimiento-terror, si
bien no todo varón detenta posiciones de poder, a todo varón se le reconoce como
posible candidato al poder en tanto que miembro del colectivo que ejerce el poder, lo
que genera la ilusión de que en un momento futuro les llegará su turno, de que
pueden poder, en Célia Amorós, La gran diferencia y sus equeñas consecuencias...
para las luchas de las mujeres, ed. cit, págs. 87-109.

23 Janet Saltzman considera la división sexual del trabajo como una base
coercitiva de la desigualdad social y política de los sexos frente a las bases
voluntarias de la misma, en Saltzman, Janet, Equidady género. Una teoría integrada
de estabilidady cambio, ed. cit.

377
24 Michel Foucault, Hermenéutica del Sujeto, Madrid, La Piqueta, 1994.

Ánthony Clare, ob. cit., págs. 183-186.

27 Anthony Clare, ob. cit.

28 Luis Bovino, Varones, Género y Salud mental Deconstruyendo la normalidad


masculina, ed. cit.

26 E.Gil Calvo, Mascaras Masculinas. Héroes, Patriarcas y Monstruos, Barcelona,


Anagrama, 2006.

25 Michel Foucault, «Curso del 14 de enero de 1976, en Michel Foucault,


Microfisica del poder, Madrid, La Piqueta, 1978, págs. 139-152; Michel Foucault,
«La verdad y las formas jurídicas», en Michel Foucault, Obras esenciales: Estrategias
de poder, ed. cit., págs. 169-281.

30 J.Vera, «Medios de comunicación y socialización juvenil, en Revista de


estudios de juventud, núm. 68, marzo de 2005, págs. 19-32.

29 J.V.Marques y R.Osborne, ob. cit.

31 J.Echeverría, Los señores del aire: Telépolis y el tercer entorno, Barcelona,


Destino, 1999.

32 B.Gómez, «Disfunciones de la socialización a través de los medios de


comunicación», Razón y Palabra, núm. 44, abril-mayo de 2005.

33 R.Correa; M.D.Guzmán y J.L.Aguaded, La mujer invisible, Huelva, Grupo


Comunicar, 2000.

34 V.Allende, Visiones del Islam en los medios de comunicación, Madrid,


UNED, 1997.

35 N.Y.Elías y E.Dunning, Deporte y ocio en elproceso de la civilización,


México, F.C.E., 1992.

36 E.Gil Calvo, Máscaras masculinas, ed. cit.

37 P.López Díez, M.Bengoechea, M.J.Díaz-Aguado y L.Falcón, «Representación,


estereotipos y roles de género en la programación infantil 1», en Infancia, televisión y
género. Guía para la elaboración de contenidos no sexistas en programas infantiles de
televisión, Madrid, IORTVE/ Instituto de la Mujer, 2005.

38 En el informe de la investigación, Representación de género en los


informativos de radio y televisión, Instituto Oficial de Radio y Televisión (RTVE)
/Instituto de la Mujer (MTAS), 2006, dirigido por Pilar López Díez, se llega a la

378
conclusión, a partir de una amplia muestra estadística, de que, incluso en este marco
realista, las mujeres son mencionadas por su estatus vicario en una proporción
superior a los varones y sobrerrepresentadas como víctimas, mientras que los
varones, representados en total en una proporción superior respecto de las mujeres de
tres a uno, aparecen en los informativos en función de su actividad en la esfera
pública, siendo los futbolistas y los políticos varones los dos colectivos más
representados.

40 P.López Díez, Representación de género en los informativos de radio y


'televisión, Instituto Oficial de Radio y Televisión (RTVE) /Instituto de la Mujer
(MTAS), 2006.

39 P.López Díez, M.Bengoechea, M.J.Díaz-Aguado y L.Falcón, «Representación,


estereotipos y roles de género en la programación infantil 1», en Infancia, televisión y
género. Guía para la elaboración de contenidos no sexistas en programas infantiles de
televisión, ed. cit.

-- 1 1 Artículo primero de la Declaración sobre la eliminación de la violencia


contra la mujer aprobada por Naciones Unidas en su Asamblea General de diciembre
de 1993.

2 Pierre Bourdieu, La dornination masculine, París, Seuil, 1998.

3 Sobre las teorías silenciadas en esta obra, véase Nicole-Claude Mathieu,


«Bourdieu ou le pouvoir auto-hypnotique de la domination masculine», en Les
Temps Modernes, núm. 604, mayo-junio julio de 1999, págs. 286-324.

4 Otro de los argumentos de los detractores era el uso poco frecuente del término.
A finales del verano de 2004, a través de Google se encontraban en Internet 273.000
referencias al término violencia de género. Muchas se debían a la polémica pero otras
muchas, simplemente, a la generalización de su uso en los estudios de género, en los
documentos hispanoamericanos y en las redes de asociaciones de mujeres de uno y
otro lado del océano.

5 Nancy Fraser, «Redistribución y reconocimiento: Hacia una visión integrada de


justicia del énero», Revista Internacional de Filosofia Política, núm. 8, 1996, págs.
18-40.

7 Iris Marion Young, La justicia y la política de la diferencia, Madrid, Cátedra,


2000.

9 Georges Duby, Le chevalier, la dame et le prétre. Le mariage dans la France


féodale, París, Hachette, 1981.

'Esperanza Bosch y Victoria Ferrer, La voz de las invisibles. Las víctimas de un


mal amor que mata, Madrid, Cátedra, 2002.

379
s Susan Brownmiller, Against our will, Nueva York, Bantam Books, 1975.

13 Luisa Posada, «Las hijas deben ser siempre sumisas (Rousseau). Discurso
patriarcal y violencia contra las mujeres: reflexiones desde la teoría feminista», en
Bernárdez, Asun (ed.), Violencia de género y sociedad: una cuestión de poder,
Ayuntamiento de Madrid/Instituto de Investigaciones Feministas de la Universidad
Complutense de Madrid, 2001, págs. 13-34.

I° Georges Vigarello, Historia de la violación. Siglos XVI--XX, Madrid, Cátedra,


1999.

Z---- J --Z' J --------' -- - 12 Cdia Amorós, Tiempo de feminismo. Sobre


feminismo, proyecto ilustrado y postmodernidad, Madrid, Cátedra, 1997.

Ver ejemplos de sentencias favorables al violador y su correspondiente análisis en


Joseph Vicent Marqués y Raquel Osborne, Sexualidady sexismo, UNED, 1991.

14 Amelia Valcárcel, Sexo y Filosofía. Sobre «Mujer» y «Poder», Barcelona,


Anthropos, 1991, pág. 108.

16 Concha Roldán, «El reino de los fines y su gineceo: las limitaciones del
universalismo kantiano a la luz de sus concepciones antropológicas», en Roberto
Aramayo, Javier Muguerza y Antonio Valdecantos (comps.), El individuo y la
historia. Antinomias de la herencia moderna, Barcelona, Paidós, 1995.

Célia Amorós, «Espacio de los iguales, espacio de las idénticas. Notas sobre
poder y principio de individuación», en Arbor, núms. 503-504, 1987, págs. 113-127.

is F.Quesada, «Feminismo y democracia: entre el prejuicio y la exclusión», en


Esperanza Bosch, Victoria Ferrer y Teresa Riera (comps.), Una ciéncia no
androcéntrica, Universitat de les Illes Balears, 2000, págs. 235-255.

18 George Bataille, L'érotisme, París, Seuil, 1957.

19 Alicia Pu1eo, «Moral de la transgresión, vigencia de un antiguo orden», en


Isegoría. Revista de Filosofía Moraly Política, núm. 28, julio de 2003, págs. 245-251.

21 Agrippa de Nettesheim, De l'excellence et de la supériorité de la femrne, París,


Chez Louis, Libraire, 1801.

22 Myriam Miedzian, Chicos son, hombres serán. Cómo romper los lazos entre
masculinidady violencia, prólogo de Marina Subirats, trad. de Miguel Martínez,
Horas y Horas, Cuadernos inacabados, 1995.

23 Celia Amorós, Violencia contra las mujeres y pactos patriarcales, en Maquieira


y Sánchez (comps.), Violencia y sociedad patriarcal, Madrid, Pablo Iglesias, 1990.

380
24 Gilbert Herdt (ed.), Homosexualidad ritual en Melanesia, UNED, Fundación
Universidad Empresa, 1993.

20 Mary Daly, Gyn/Ecology. The Metaethics of Radical Feminism, Boston,


Beacon Press, 1978.

25 Nancy Hartsock, Money, Sex and Power, Boston, Northeastern University


Press, 1985.

26 Raquel Osborne y Cristina Justo Suárez, «Ser mujer en la guerra», en Concha


Roldán, Txetsu Ausín y Reyes Mate (eds.), Guerra y paz. En nombre de la política,
ed. cit., págs. 175-192.

27 Simone Beauvoir, El Segundo Sexo, vol. 1, prólogo de Teresa López Pardina,


trad. de Alicia Martorell, Cátedra, 1998, pág. 128.

28 Poulain de la Barre, «Sobre la igualdad de los sexos», en A.Puleo (ed.),


Figuras del Otro en la Ilustración francesa. Dideroty otros autores, Madrid, Escuela
Libre Editorial, 1996, pág. 143.

31 Seyla Benhabib, «El Otro generalizado y el Otro concreto», en Teoría


feminista y Teoría crítica. Ensayos sobre la política de género en las sociedades de
capitalismo tardío, Generalitat Valenciana, Edicions Alfons El Magnánim, 1990, pág.
125.

30 Y éticos, si consideramos, como lo hace Javier Muguerza, que no se puede


hablar nunca de guerra justa sino, en todo caso, de «guerra como mal necesario» dada
la instrumentalización del ser humano que se da en toda guerra (Javier Muguerza,
«De Bello Mesopotámico o ¿qué hace una chica como tú en un sitio como éste? (La
ética ante la guerra de Irak)», en Concha Roldán, Txetsu Ausín y Reyes Mate (eds.),
Guerra y paz. En nombre de la política, ed. cit., págs. 167-173.

Ibíd., pág. 145.

32 Sobre el prejuicio como naturalización de los rasgos de género y de las


potencialidades emancipatorias de la razón, véase Célia Amorós, «A vueltas sobre
feminismo e Ilustración: David Hume y la identidad personal <, Teresa López
Pardina, Oliva, Asunción Portolés (eds.), Crítica feminista alpsicoanálisisy a la
filosofía, Instituto de Investigaciones Feministas de la Universidad Complutense de
Madrid, 2003, págs. 117-159.

27 Como el teólogo protestante André Rivet en su correspondencia con A. M. van


Schurmann (Num foeminae christianae conveniat studium litterarum? 1641), o Jalcob
Thomasius (maestro de Leibniz y padre de Christian Thomasius) en su texto ya citado
Diatriba academi- ca de foeminarum eruditione (116711-11676).

381
21 Cfr. La Femme au XVII siécle: Ses ennemis et ses défenseurs, París, 1929,
pág. 3.

382
Índice
INTRODUCCIÓN. EL CONCEPTO DE GÉNERO EN LA
12
FILOSOFÍA, ALICIA H.PULSO
1. Análisis crítico del sesgo de género en obras filosóficas 14
2. Constitución de un corpus filosófico no sexista 18
3. Reconocimiento de las filósofas 22
4. Discusión teórica de problemas actuales 25
5. Sobre este libro 29
1. EL LEGADO DE LA ILUSTRACIÓN: DE LAS IGUALES A
36
LAS IDÉNTICAS, CELIA AMORós
2. Breve excursus por la postmodernidad 38
3. De la Ilustración a las Ilustraciones 40
4. Las culturas y «las idénticas» 42
5. «No se discuten las reglas de la tribu» 44
6. ¿Civilizar el conflicto de civilizaciones? Sobre Ilustración e
46
Ilustraciones
7. Notas sobre el «feminismo islámico» 47
2. FEMINISMO Y DEMOCRACIA: ENTRE EL PREJUICIO Y
50
LA EXCLUSIÓN, FERNANDO QUESADA
2. De la supresión de las huellas en la historia a la exclusión
54
política de las mujeres
3. Del rapto de la memoria a la desaparición histórica de las
57
mujeres
3. MOVIMIENTOS SOCIALES Y POLÉMICAS FEMINISTAS
EN EL SIGLO XIX: FUNDAMENTOS IDEOLÓGICOS Y 69
MATERIALES
1.1. El feminismo en la tradición utilitarista 72
2. La lucha contra el prejuicio 74
3. El movimiento socialista: la lucha contra el capitalismo y la
76
especificidad de «la cuestión femen
5. Socialismo marxista 79
6. El movimiento anarquista 81
4. DESIGUALDAD Y RELACIONES DE GÉNERO EN LAS

383
ORGANIZACIONES: DIFERENCIAS NUMÉRICAS, 83
ACCIÓN POSITIVA
1. Proporción numérica y poder social diferencial entre grupos 85
2. Mecanismos de creación y reproducción de la desiguti dad 86
3. De las «mujeres símbolo» a la masa crítica 94
3.1. «Tokenismo», o mujeres símbolo 94
3.2. La cantidad es calidad (o de cuándo se alcanza la masa
97
crítica)
4. A modo de epílogo 100
5. Referencias bibliográficas 102
5. CAPACIDADES HUMANAS E IGUALDAD DE LAS
106
MUJERES, MARÍA XosÉ AGRA
1. Liberalismo político de las capacidades: la lucha por el
108
florecimiento humano
2. Política de la diferencia: la lucha por el reconocimiento 115
3. Apenas unos apuntes: la lucha por la igualdad 122
6. MUJERES, CIUDADANÍA Y SUJETO POLÍTICO, NEUS
124
CAMPILLO
2. Discernir una cultura crítica desde la pluralidad de los
127
feminismos
3. La formación de una cultura crítica feminista: alternativas 128
4. Referencias bibliográficas 134
7. GÉNERO E IGUALDAD EN HABERMAS, MARÍA JOSÉ
135
GUERRA
1. Identidad moral y esfera pública: objeciones feministas 138
2. A vueltas con la neutralidad liberal: lo público y lo privado 140
3. El feminismo como ejemplo de la dialéctica progresiva entre
144
lo normativo y lo fáctico
4. Debate con las feministas: justicia, igualdad y reconocimiento 146
5. A modo de conclusión 149
1. LAS MUJERES Y EL EJERCICIO DE LA LIBERTAD,
151
VICTORIA CAMPS
2. Las dominaciones de la mujer emancipada 155
Hacia una identidad sin atributos 159

384
2. GÉNERO E INDIVIDUALISMO ÉTICO, JAVIER 163
MUGUERZA
Referencias bibliográficas 186
3. MUJER Y RAZÓN PRÁCTICA EN LA ILUSTRACIÓN
190
ALEMANA, CONCEPCIÓN ROLDÁN

385

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