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Sal Terrae

Colección «PROYECTO»

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JAVIER BURÓN OREJAS

Apariencias,
miedos disfrazados
y autenticidad

Análisis psicológico

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Imprimatur:
✠ Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
11-02-2019

Diseño de cubierta:
Magui Casanova

Impreso en España. Printed in Spain


ISBN: 978-84-293-2850-9

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Índice

Prólogo

PRIMERA PARTE
EL TEATRO DE LA VIDA

1. Visión teatral de la vida


1. La representación teatral y la vida
2. Roles
2.1. Normas que definen las conductas apropiadas de un rol
2.2. Expectativas de cumplimiento de los roles
3. Visión teatral, cinismo y relativismo moral
4. Roles difusos y sociedad líquida
Bibliografía

2. La propia imagen: ser y parecer


1. Autopresentación
2. La imagen del espejo
3. El yo público y el yo privado
4. Importancia de saber presentarse
5. Diferencias individuales
Bibliografía

SEGUNDA PARTE
GLORIFICACIÓN Y PROTECCIÓN DEL YO

3. Autoengrandecimiento y protección del yo


SECCIÓN A: AUTOENGRANDECIMIENTO
1. Definición de autoengrandecimiento
2. Rasgos del autoengrandecimiento
3. Narcisismo: la extraña autoglorificación
SECCIÓN B: LA AUTOPROTECCIÓN
1. Mecanismos de defensa

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2. Sistema psicológico de inmunidad
Bibliografía

4. Orgullo: disfraz de la pequeñez


1. Qué es orgullo
1.1. Orgullo auténtico
1.2. Orgullo hubrístico
2. Origen del orgullo
3. El orgullo del yo idealizado
4. El orgullo como autodefensa
4.1. Consenso defensivo
4.2. Autoestima y convencimiento defensivo: dos caras del orgullo
autodefensivo
5. Creencias religiosas defensivas
Bibliografía

5. Excusas: intentos de autoprotección


1. Definición y función de las excusas
2. Ventajas y desventajas de las excusas
2.a. Ventajas y utilidad de las excusas
2.b. Desventajas de las excusas
3. Excusas, engaño y autoengaño
4. Desvanecimiento moral
5. Desvinculación moral
6. ¿Quién usa más las excusas?
Bibliografía

TERCERA PARTE
RESTAURACIÓN DE LA FACHADA MORAL

6. Derogación
1. Derogación interpersonal (entre personas)
2. Derogación intragrupal (dentro del grupo)
3. Derogación intergrupal (entre grupos)
3.1. Deshumanización del otro
3.2. Legitimización de la injusticia y autoprotección
Bibliografía

7. Autocastigo
1. Castigo y sufrimiento

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2. Autocastigo y masoquismo moral
Bibliografía

8. Licencia moral
Bibliografía

CUARTA PARTE
OBJETIVO: LA SENCILLA NORMALIDAD

9. Autenticidad
1. ¿Qué es la autenticidad?
2. Dificultades de la autenticidad
3. ¿Es posible la autenticidad?
Punto final
Bibliografía

10. Autoaceptación
1. Qué es la autoaceptación
2. Estudio psicológico de la autoaceptación
2.1. Carl Rogers y la autoaceptación
2.2. Albert Ellis y la autoaceptación
3. Idolatría de las obras: el obstáculo de la autoaceptación
3.1. Fariseísmo
3.2. Perfeccionismo
Bibliografía
Apéndice: Paul Tillich y la autoaceptación

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Prólogo

La comparación entre el teatro y la vida es ya muy antigua. En el escenario de los teatros


se representan personajes, roles o papeles, y en la antigüedad los actores solían cubrirse
la cara con máscaras de los personajes que representaban. En el gran teatro del mundo,
todos somos actores y representamos muchos roles (rol de hombre, rol de madre, rol de
adulto, rol de juez…), y conviene hacerlo bien; como dicta y espera la audiencia (los
demás), para convencer y ganar su aplauso: aprobación, reconocimiento, respeto,
prestigio, admiración… Si logramos demostrar que realizamos bien esos roles, que
cumplimos lo que se espera de nosotros como madres, adultos, hombres casados,
profesionales, amigos, etc., y todos nos aprueban y aplauden, acabamos convencidos de
que realmente somos buenas personas y, con el tiempo, llegamos también a
convencernos de que las representaciones y las apariencias (los personajes o roles
representados) son tan importantes como la persona misma: confundimos nuestras caras
y nuestras caretas.
En una sociedad en la que las imitaciones (de cuero, de madera, de marcas, de
diseños, de joyas, etc.) y las apariencias (conseguidas por cirugía estética, productos de
maquillaje, etc.) son una de las industrias más rentables, fruto de una cultura en la que el
aspecto es sumamente importante, en la que el embalaje representa la calidad del
contenido y en la que parecer es tan importante como ser, no debe extrañarnos que
sobreabunde la incongruencia entre lo que nos pide nuestro yo interior y lo que
aparentamos.
En nosotros hay como dos realidades: el ser interior, que solo nosotros conocemos, y
el ser exterior, que observan los demás. Ambas realidades están lejos de coincidir
siempre: comprobamos, por ejemplo, que los demás nos atribuyen intenciones que nunca
cruzaron por nuestra mente, o que nos interpretan de forma que a nosotros mismos nos
sorprende, pues no nos vemos así. Comprobamos, además, que la influencia de los
escaparates del gran teatro del mundo nos arrastra por avenidas no preferidas por nuestro
yo interior. Esto nos hace ver que los demás nos juzgan principalmente por las
apariencias y que, consecuentemente, debemos cuidarlas (es parte de la educación), para
ser bien valorados y recibir su estima, aprobación y ayuda. Nos vemos presionados para
presentar ante la sociedad una imagen en la que brillen méritos, logros, poder y buenas
cualidades (agrandadas, retocadas y hasta inventadas). Es el autoengrandecimiento. Pero
esta misma dependencia de la valoración de los demás hace que seamos muy cautos y
muy miedosos, para poder evitar que nuestra imagen resulte dañada si salen a la
superficie fracasos, limitaciones o debilidades personales o, simplemente, para evitar

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falsas interpretaciones. Es la autoprotección. Nos protegemos por miedo al rechazo, la
infravaloración, el desprecio, la indiferencia, la humillación… Tenemos miedo a que se
exponga lo que interpretamos como «nuestra pequeñez» (nuestra propia realidad) e
intentamos mostrar una imagen positiva aparentando poseer lo que aplaude la sociedad.
Cubrimos nuestro verdadero rostro con las caretas de las apariencias (tal vez por miedo,
más que por hipocresía moral). Y por la rutina de la costumbre, nosotros mismos
acabamos no distinguiendo con claridad nuestra persona de los personajes que
representamos. Si nuestras apariencias hacen ver a la mayoría que somos personas
amables, por ejemplo, acabamos creyendo que lo somos; pues nos convencemos
fácilmente de lo que nos conviene. Es inevitable y, de algún modo, saludable. Hasta
cierto punto, tal vez hasta demasiado lejos, los demás definen cómo somos.
Para sentirse bien, el individuo necesita tener una visión positiva de sí mismo y que
los demás le estimen y valoren bien. Estas dos necesidades le impulsan a manipular las
apariencias de forma propicia para lograr el autoengrandecimiento y la autoprotección.
Pero las representaciones, en el teatro como en la vida, tienen que ser creíbles. Las
manifestaciones de grandeza que carecen de naturalidad (orgullo, arrogancia,
pretensiones…) son intentos de ocultar las propias pequeñeces y, cuanto más se
exageran, más miedo manifiestan; los que se ofenden notoriamente por las críticas
muestran sin querer su vulnerabilidad; quien hace muchos esfuerzos por parecer
superior, sin querer pone en evidencia su pequeñez… El que se protege con el escudo de
las apariencias es porque tiene miedo; quien está seguro no necesita esa protección
(capítulo 3). Solo los humildes (los fuertes) son capaces de reconocer sus debilidades y
por ello no tienen miedo excesivo a las valoraciones ajenas.
En el capítulo 4 se analiza la máscara más universal en el teatro del mundo: el
orgullo. El orgullo tiene muchas caras, y algunas hasta parecen virtudes. La prudencia,
por ejemplo, puede ser, más que nada, miedo a equivocarse; la sumisión y la
condescendencia pueden ser formas de ganar afectos y de reducir el miedo a que se
descubran las limitaciones personales; el perfeccionismo, más que sentido de
responsabilidad, refleja incapacidad de aceptar errores en la propia acción; la defensa
dogmática y exagerada de las propias convicciones, más que firmeza de convencimiento,
expresa necesidad de sentir seguridad y de alejar la amenaza de la duda; la
intransigencia, más que convicción profunda, suele ser una señal de miedo a la
incertidumbre. Toda exageración esconde una debilidad. El orgullo oculta
vulnerabilidad.
¿Y cómo podemos restaurar nuestra propia imagen si nos ha fallado la
autoprotección? Hay algunos recursos que son tan antiguos como el ser humano: las
excusas, por ejemplo (capítulo 5). Con las excusas se admite el error cuando no se puede
ocultar; pero al mismo tiempo se busca negar o disminuir la propia responsabilidad,
aduciendo causas o razones (excusas) que suele ser difícil probar que no sean ciertas.
Los niños aprenden muy pronto a usar excusas. Y deben aprenderlo bien, pues las
excusas de los adultos todavía suelen tener ciertos rasgos de puerilidad.
Hay excusas porque hay errores y no nos gusta que los demás descubran nuestros

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fallos. Son un engaño, pero con las excusas, más que engañar, buscamos protegernos.
Generalmente, emanan del miedo más que de la falta de ética, y por ello son toleradas
con cierta condescendencia, si no son exageradas. Y a veces se usan incluso para no herir
a alguien diciendo la verdad hiriente y amarga, o para salir de algún apuro propio, pues
no es fácil la convivencia sin ocultar alguna vez pensamientos y sentimientos. Educar es
también enseñar a ocultar; al menos, mientras no aceptemos con naturalidad nuestras
limitaciones y nuestros errores… Lo que daña seriamente la convivencia es el uso
excesivo e innecesario de las excusas, pues crean desconfianza, reducen el sentido de
culpabilidad y la necesidad de asumir las consecuencias de los propios errores y, casi
imperceptiblemente, llevan a cierto desvanecimiento ético y a manipulaciones de la
verdad. Abren así la puerta a la corrupción moral.
Las apariencias de moralidad también importan. Y no poco. A nadie le gusta que su
nombre se asocie con las etiquetas de ladrón, violador o sinvergüenza, pues representan
conductas que rechaza la sociedad y por ello el individuo las evita, para proteger su
imagen. En la parte III se examinan tres formas de autoprotección moral más
investigadas y que ilustran particularmente bien procesos de autoprotección, ocultos tras
las cortinas de apariencias morales.
En el capítulo 6 se hace un análisis de la derogación, que es el proceso de rebajar la
dignidad humana para restar gravedad a la propia conducta, no ética ni estética. Cuando
se realiza una acción que es llamativamente vejatoria y denigrante contra una persona, en
vez de asumir el desprestigio personal es más fácil rebajar a la víctima para hacer ver
que lo merecía. Así se diluye la propia culpabilidad; y la conducta, si no justa, al menos
parece menos humillante. Una vez que a la víctima se la rebaja y se hace ver que es un
gusano, un desperdicio o pura basura, cualquier acción contra ella parece que está
justificada, y queda reparada la propia imagen. Exagerando la pequeñez de las víctimas
se oculta la pequeñez propia. Los que carecen de recursos para mostrar superioridad
encuentran en el desprecio un medio fácil de aparentarla.
El autocastigo (capítulo 7) es mostrar una buena faceta del propio ser expresando
arrepentimiento y el deseo de reparar las propias culpas, con el fin de lavar la cara y
restaurar así el daño que haya sufrido nuestra imagen. Freud observó que algunos de sus
pacientes querían seguir sufriendo su enfermedad y que se enfadaban cuando les decía
que iban mejorando. A esta satisfacción de seguir con el rol de enfermos la llamó
masoquismo, y en el terreno moral habló de masoquismo moral, que es sentir
satisfacción aceptando o imponiéndose sufrimientos para rebajar el sentido de
culpabilidad. Se suelen poner como ejemplos de masoquismo de la vida diaria
comportamientos que producen cierta admiración social, como los ayunos, las
flagelaciones, caminar descalzos o de rodillas, etc., cuyo objetivo final es compensar los
errores o pecados y disminuir los sentimientos de culpa. ¿Y a quién se compensa por los
pecados internos que no hacen daño a nadie? Parece que esos sacrificios son intentos de
agradar a algún dios, aplacar su enfado o disminuir la propia culpabilidad. Los seres
humanos lo han hecho siempre y en todas las culturas, como si a los dioses se les
complaciera igual que a los hombres. En el ser humano parece incorregible la tendencia

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a fabricar dioses a su imagen y semejanza. Así cree tenerlos a su disposición en
momentos de angustia o culpabilidad.
En el capítulo 8 se expone un tema que es por lo menos intrigante: la licencia moral o
permiso para pecar que el individuo se otorga a sí mismo. Todos queremos mostrar una
buena imagen moral, pero hay que pagar los derechos de imagen. Si observamos que hay
personas a las que parece no importarles demasiado su imagen y que obtienen,
descaradamente, pingües beneficios realizando actividades éticamente más que dudosas
pero asequibles, es difícil resistir la tentación de hacer lo mismo por seguir manteniendo
una buena imagen moral. ¿Qué opción se toma: obtener beneficios económicos o
quedarse con la buena imagen moral? La investigación psicológica sobre la licencia
moral indica que, en general, el individuo busca mantener una imagen moral cómoda. Ni
muy elevada ni tampoco deplorable. Cuando una persona cree que supera con creces el
promedio de bondad porque hace muchos donativos para los pobres, coopera algo con
alguna entidad caritativa de alto prestigio, etc., es fácil que se crea con «derecho» a
permitirse (licencia) algún «desliz» que no dañe notoriamente su imagen, si ello le aporta
un buen beneficio económico o social. Por ejemplo, usar el poder de influir para que se
dé un puesto de trabajo, injustamente, a un amigo o pariente que no lo merece; copiar en
un examen muy importante, con la excusa de tener más tiempo en verano para dedicarse
a actividades benéficas, etc. Ser bueno, a veces, impide ser mejor. Ser héroe no es fácil.
La mayoría prefiere la comodidad del promedio: no renunciar a beneficios atractivos ni
tampoco dañar de forma seria la propia imagen de honradez. Cuando hacer el bien
supone renunciar a conseguir un botín importante, pronto se ponen límites a la
honestidad y se buscan justificaciones no demasiado convincentes, como estas: «Me
gusta ser bueno, pero no tonto», «Es que si das la mano, te toman el brazo entero»,
«Todo tiene un límite», etc. La vía más «razonable» parece ser una combinación de
cierta dosis de deshonestidad, para no perder ganancias codiciadas, y de precaución, para
que no se lesione significativamente la imagen positiva ya conseguida con el buen hacer.
Sentirse superior moralmente quita el miedo a parecer algo pequeño cometiendo algún
«pecadillo», prefiriendo las trampas a la virtud y abriendo la ventana (si no la puerta) a
la hipocresía.
Y después de ver tantos disfraces del miedo en el ser humano, en el que nada es
blanco o negro, sino gris y con una mezcla de tonalidades de colores, en la última parte
del libro se abren dos ventanas de luz y de esperanza para el desarrollo de la fidelidad a
uno mismo, que se traducen en sencillez y transparencia, reflejo de la coherencia entre lo
de dentro y lo de fuera de nuestro ser; y que, además, son dos pilares de la salud y del
bienestar psicológico: la autenticidad y la autoaceptación (capítulos 9 y 10,
respectivamente).
La autenticidad es la coherencia entre lo de dentro y lo de fuera en nosotros; entre lo
que se piensa y se siente en el interior y lo que se manifiesta o aparenta al exterior.
Cuanto menor es la discrepancia entre el yo que aparentamos y el yo interior, más
auténticos somos. Este objetivo requiere el logro de independencia psicológica y
afectiva: madurez personal. Siendo más independientes, se tiene menos miedo a las

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valoraciones de los demás y es menor la necesidad de recurrir a la autoprotección. Se
recuperan así sinceridad, transparencia, sencillez e inocencia… Somos más lo que
deseamos ser: nosotros mismos. Se rompen máscaras de grandeza, usadas para ocultar
nuestra pequeñez, y también escudos de protección, porque es menor el miedo. Pero es
preciso dar un paso más y alcanzar la autoaceptación.
En psicología actualmente se entiende que la humildad es el reconocimiento de
nuestra realidad: nuestra verdad. Si la sobrevaloramos, incurrimos en el orgullo; si la
infravaloramos, nos faltamos al respeto a nosotros mismos. Creo que la autoaceptación
da un paso más: además de reconocer nuestra realidad (humildad), exige que la
aceptemos, que estemos contentos con ella: que nos queramos a nosotros mismos como
somos. La autoaceptación es la capacidad de aceptar lo que somos y como somos; lo
cual no quiere decir que nos guste todo lo que hay en nosotros. Una madre quiere a su
hijo aunque tal vez hubiera preferido que fuera rubio y no pelirrojo, más alto, más guapo,
más tranquilo… Aceptarnos es algo así: querernos como somos, aunque no habría estado
mal tener alguna cualidad mejor, pero sin avergonzarnos de tener una voz un tanto
chillona; de nuestro físico, no demasiado atlético, etc. Y tampoco nos preocupamos
demasiado por esconder lo que somos. Quien no tiene miedo no se oculta. Según
Nietzsche, «el que no se quiere a sí mismo miente siempre»; miente para ocultar lo que
no le gusta.
Extrañamente, al ser humano le resulta más fácil sobrevalorarse (orgullo) o
despreciarse (infravaloración) que aceptarse como es. Se adora o se desprecia, pero
raramente se quiere profundamente tal como le ha hecho la naturaleza. La mayor parte
de los seres humanos aceptamos de nosotros lo que aceptan los demás (talento, éxito,
poder, belleza…) y sufrimos si carecemos de algo que es deseado y envidiado por
muchos. Hasta para querernos dependemos de los deseos de los demás. El miedo a la
valoración ajena impide que seamos capaces de dejar de existir para satisfacer lo que
esperan de nosotros y ser, en cambio, más nosotros mismos aceptando nuestra realidad y
persiguiendo nuestro destino, definido lo más posible por nuestros propios
convencimientos y menos por adoctrinamientos teledirigidos.

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PRIMERA PARTE

EL TEATRO DE LA VIDA

Desde la niñez hemos comprobado que, para recibir aprobación y alabanzas, como
niños, adultos, padres o cualquier otro rol social, hemos de representar y realizar bien
esos roles; que cuanto mejor cumplamos lo que se espera de nosotros en cada rol, más
nos aplauden y reconocen los demás. Consecuentemente, si el entorno social aprueba
nuestra conducta deducimos que somos buenos padres, buenos ciudadanos adultos o
buenos alcaldes (autoridad), y esto es motivación para seguir actuando así, con el fin de
recibir el premio de la aprobación. Y si nos desaprueban, es también poderosa la presión
para que evitemos el castigo social de la censura o del rechazo. De esta forma, el deseo
de conseguir el premio de la aprobación y el miedo al castigo de la desaprobación se
convierten, sin darnos cuenta, en fuerzas de motivación tan poderosas como las propias
convicciones; creyendo, además, que nos guiamos por criterios propios. Y es que la
costumbre se convierte en automatismo inconsciente en el modo de pensar y de actuar.
Lo mismo que hablamos y, generalmente, no somos conscientes de que lo hacemos. Las
actuaciones teatrales son representaciones, y lo sabemos. Los roles sociales que guían
nuestra conducta son también representaciones, pero no lo sabemos. Los hemos
automatizado con la repetición de la costumbre y confundimos nuestra cara (lo que
somos) con nuestras caretas (lo que parecemos y representamos).
Pero los roles sociales, debido a la masiva influencia de los medios de comunicación,
ahora cambian, se difuminan y se transforman tanto y con tal rapidez que no es fácil
asimilarlos y menos aún automatizarlos. Consecuentemente, han dejado de ser normas
de conducta tan claras y duraderas como solían serlo, especialmente en entornos rurales.
La diversidad de influencias externas, variadas y hasta extrañas a la cultura propia
pueden enriquecer, ser fructíferas y ofrecer oportunidades para que cada persona forje su
propio destino, pero también pueden desconcertar a algunos y llevar a otros a copiar de
esas culturas casi exclusivamente lo que más se acomoda al corto plazo de los deseos
inmediatos.

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Visión teatral de la vida

1. La representación teatral y la vida

En la literatura clásica griega, varios siglos antes de Cristo, al hacer las representaciones
teatrales los actores se cubrían la cara con las máscaras de los personajes que
representaban. Si el actor representaba el papel o rol de rey, se cubría con la máscara de
rey y se esperaba que hablara y actuara como tal. Si representaba el rol de bufón, se
cubría la cara con una máscara de bufón, y actuaba como tal.
Máscara en latín se decía persona y, con el tiempo, persona llegó a significar no el
papel o rol que uno representa, sino lo que uno es; y hoy, si decimos de alguien que es,
por ejemplo, una persona honesta, no queremos decir que hace una representación de la
honestidad en el teatro de la vida, sino que calificamos cómo es realmente su
personalidad, su comportamiento característico.
En el teatro siempre se ha querido representar los dramas, las tragedias, las comedias
o las tragicomedias de la vida humana: amores, odios, venganzas, envidias, alianzas,
amistades, ternura, compasión… Y generalmente con una intención moralizante, crítica
y de censura, o también jocosa, para reírse de los aspectos cómicos de nuestras vidas. Si
la máscara pasó de significar no la apariencia, sino la esencia misma de la persona, la
idea de teatro, como representación, pasó también en la literatura a significar lo que es la
vida realmente, y se generalizó la idea de que la vida es un teatro. Es el gran teatro del
mundo en el que actuamos todos, representando papeles o roles muy diversos.
Recordemos que una de las obras más importantes de Calderón de la Barca se titula El
gran teatro del mundo. En ese gran teatro, hacemos representaciones de todos nuestros
roles en la vida.
La comparación entre la vida humana y el escenario teatral es muy antigua en la
literatura universal. Platón (siglo IV a.C.) ya había dicho que la vida es como un
escenario teatral en el que los hilos que mueven a los muñecos humanos están
manipulados por los dioses. Quiero señalar, sin embargo, una diferencia esencial entre el
teatro y la vida: el teatro es una representación y sabemos que lo es; la vida tiene

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también mucho de representación, pero no nos damos cuenta de ello.
El análisis minucioso de la interacción social como representación, de las máscaras
que nos ponemos para realizarla y de los roles que representamos ante las distintas
audiencias y situaciones, lo inició E. Goffman en 1959, en su obra La presentación de la
persona en la vida cotidiana. Su análisis de la representación teatral en nuestras vidas
nos ayuda a descubrir lo que parecen obviedades en nosotros mismos, a quitar máscaras
que ocultan nuestra identidad y a desmaquillar nuestras apariencias. En el estudio
psicológico a veces da la impresión de que hay que estudiar mucho para descubrir lo
obvio; para tomar consciencia de la inconsciencia.

2. Roles

En el escenario del mundo, todos los días somos actores que representamos múltiples
roles o papeles, siguiendo el guion que dictan la cultura y la sociedad en que actuamos; y
los espectadores, los demás, esperan que lo hagamos lo mejor posible si queremos ganar
su aplauso; es decir, su aceptación, aprobación, reconocimiento, admiración, respeto,
amistad, etc. Para que los demás nos consideren personas socialmente bien adaptadas,
hemos de representar bien los múltiples roles que nos exige la vida: rol de madre o
padre, hijo o hija, hombre o mujer, abogado, maestro, alcalde, amigo, cuñado,
adolescente, anciano, etc. Cada rol tiene sus exigencias propias. El rol de casado, por
ejemplo, obliga a comportarse de una forma determinada, que no es exactamente igual
que el comportamiento que se puede permitir un individuo soltero. El rol de adulto exige
un modo de pensar, hablar, sentir y actuar distinto del rol de quien todavía es un
adolescente; el rol de mujer no es igual que el de hombre, y una mujer no será bien vista
si se expresa y actúa como un hombre; si, en vez de seguir las normas sociales que dictan
cómo debe vestir, hablar, gesticular y actuar una mujer, sigue las normas de conducta
dictadas para el hombre. De un obrero que se sabe que tiene poca cultura se espera un
lenguaje propio de la formación recibida, y sería objeto de burla por parte de otros de su
nivel cultural si usara alguna palabra muy técnica o casi exclusiva de intelectuales; de un
personaje importante y poderoso no se espera que vaya al trabajo en un coche de tercera
mano y mil veces parcheado. Los roles sirven también para diferenciar las clases sociales
y se consideraría extraño, por lo menos, que el presidente del Tribunal Supremo de
Justicia se expresara como un delincuente analfabeto y marginado. Cada rol tiene sus
exigencias, pues las apariencias importan. La sociedad ha establecido una serie de
normas, generalmente no escritas, que definen el comportamiento propio de cada rol, y
se espera que el individuo las cumpla. Los roles implican, por tanto, estos dos elementos
esenciales de la vida en sociedad:
– Un conjunto de normas de conducta.
– Expectativas de su cumplimiento.

2.1. Normas que definen las conductas apropiadas de un rol

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Por lo que hemos visto, este aspecto parece suficientemente claro; pero engendra
muchos conflictos, puesto que todos, todos los días, hemos de representar múltiples
roles, y las normas de unos roles pueden entrar en conflicto con las normas de otros.
Conviene, pues, que analicemos al menos estos puntos:
I. Conflicto de roles. Con frecuencia tenemos que representar roles que tienen
exigencias contrarias e incompatibles. Un ejemplo claro: una mujer, como hija,
tiene ciertas obligaciones para con sus padres, las cuales tal vez no estén
siempre en consonancia con sus exigencias como esposa, madre o amiga. Un
juez que tuviera que juzgar por un delito grave a su propio hijo se encontraría
entre la obligación de actuar como juez y los sentimientos que le pueden
arrastrar a no ser imparcial. Todos nos hemos encontrado en situaciones
parecidas de mayor o menor importancia y no creo que sea preciso describir
más las dificultades que pueden engendrar los roles conflictivos entre sí.
II. Concepto difuso del rol. Diferentes personas pueden esperar conductas dispares
de un mismo rol. Por ejemplo, del profesor de adolescentes unos padres pueden
esperar «mano dura» que ayude a doblegar lo que entienden por rebeldía en los
adolescentes; y otros padres, por el contrario, pueden pensar que la
comprensión, la empatía, el diálogo y pasar por alto «pequeños desmanes» es la
mejor forma de ayudar a los adolescentes a desarrollar convencimientos
personales. Los roles tradicionales ya no son tan claros en muchos casos. Se han
difuminado. Consecuentemente, algunos pueden pensar que se han liberado de
las presiones de la tradición, pero al precio, no pocas veces, de no saber cómo
actuar en muchas circunstancias. Tal vez se pueda afirmar que la rigidez de los
roles aporta claridad pero resta libertad; mientras que la elasticidad de los
mismos puede liberar, pero al precio de dejar al individuo sin saber cómo actuar
en ciertas circunstancias. La libertad es más exigente que la rutina.
III. Los roles se complementan. Generalmente los roles son complementarios. Si
hay un rol de hijo es porque otra persona tiene el rol de madre/padre. Si en una
pareja una parte adopta el rol de sujeto servil, contribuye con ello a que la otra
adopte el rol de persona abusiva. La sumisión de uno potencia el autoritarismo
de algún otro. Si un «famoso» se endiosa es porque hay otros muchos
seguidores que lo adoran. Si una madre es criada de sus hijos, está educando
«señoritos» acostumbrados a verla como criada y sirvienta (generalmente sin
tener consciencia de ello; la costumbre entorpece el análisis). De algún modo,
somos responsables del comportamiento de los demás hacia nosotros. Una sola
persona no puede desarrollar complementariedad, lo mismo que «dos no riñen si
uno quiere».
IV. Utilidad y variedad de las normas sociales. Los roles representan las normas
consensuadas por la mayoría de la sociedad e indican los comportamientos que
se consideran idóneos para ser personas socialmente adaptadas. Son guías de
conducta que evitan el desconcierto que experimentamos cuando no sabemos
cómo actuar. Pero esas normas, además de cambiar con los tiempos, pueden

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variar de una cultura a otra, y es posible que lo que es recomendable en una
cultura (por ejemplo, el saludo dándose tres besos los presidentes árabes) resulte
llamativo o insultante en otra cultura distinta, y que gestos que nosotros
consideramos signos de pulcritud y de educación refinada causen repugnancia
en otras culturas. Por ello, adaptarse exige actuar de acuerdo con las normas de
los roles establecidas por una sociedad. Las normas restringen, pero restringe
aún más no tener guías de conducta y no saber cómo actuar ante los demás, no
saber qué esperan de nosotros, actuar con torpeza y ser por ello objeto de burla.
Las normas atan, pero también nos permiten actuar con soltura y sin miedo a ser
objeto de burlas.

2.2. Expectativas de cumplimiento de los roles


Como he insistido, las normas sociales que llevan consigo los roles son pautas de
conducta normalizadas por la sociedad, y esperamos que los demás las sigan. Si las leyes
exigen que, al comprar, paguemos con billetes válidos, todos esperamos que se siga esta
norma y aceptamos los billetes dando por supuesto que son genuinos. En las relaciones
sociales no existe esta rigidez jurídica y el no cumplimiento de las normas sociales
generalmente no generan un delito; pero, al ser consensuadas por la mayoría, en el grupo
en que vivimos y avaladas por la costumbre y la tradición, pueden implicar una
obligación social, a veces moralmente tan profunda como la obligación jurídica.
La influencia en nosotros de las expectativas de los demás es mucho más poderosa y
extensa de lo que solemos sospechar. Una propiedad de los roles es que, sin darnos
cuenta, los asimilamos poco a poco y llegan a ser hábitos en nuestra forma de pensar y
de actuar; creyendo, además, que nuestros pensamientos son propios y originales.
Cuando empezamos un nuevo rol (por ejemplo, el primer día de clase de un profesor),
realizamos el nuevo rol conscientemente, prestando atención a mil detalles; pero esa
consciencia va desapareciendo con la costumbre; el rol y sus conductas se automatizan:
lo que empezó pareciendo algo artificial o nuevo pasa a ser parte de nuestra realidad
personal. Lo que se espera de nosotros pasa a ser algo nuestro: las expectativas de los
demás, lo que esperan de nosotros, son como profecías que tienden a cumplirse. Este
cuento clásico lo ilustra claramente:
«Un hombre encontró un huevo de águila. Lo llevó a casa y lo colocó en el nido de
una gallina. Del huevo nació un aguilucho y creció con la nidada de pollos.
Durante toda su vida, hizo lo mismo que hacían los pollos, creyendo que era un
pollo. Escarbaba la tierra en busca de gusanos e insectos, piando y cacareando.
Incluso sacudía las alas y volaba unos metros por el aire. Después de todo, ¿no es así
como vuelan los pollos? En el reino de los pollos, ¿no es eso lo que se dice volar
bien?
Pasaron los años y el águila se hizo vieja. Un día divisó, en el cielo azul, una
magnífica ave que flotaba elegante y majestuosamente por las corrientes del aire,
apenas moviendo sus poderosas alas doradas.

18
La vieja águila miraba asombrada hacia arriba. “¿Qué es eso?”, preguntó a una
gallina que estaba junto a ella. “Es el águila, el rey de las aves”, respondió la gallina.
“Pero no pienses en ello. Tú y yo somos diferentes”.
De manera que el águila no volvió a pensar en ello. Y murió creyendo que era
una gallina de corral».

Los demás nos definen. Nos dan una serie de roles (hombre torpe, persona servil,
persona de paz, etc.); nos dicen qué somos y cómo somos. Esperan que actuemos según
esos roles y acabamos por creer que somos lo que dicen, y que debemos actuar como se
espera de nosotros. Si a un individuo se le da el rol de rebelde, se espera que siga siendo
rebelde, pero si un día, y otro, y otro… actúa con llamativa docilidad, los demás
empezarán a preguntarse qué le pasa, si tendrá algún problema serio. Y a lo mejor se le
aconseja que consulte a un psicólogo. Romper los moldes, contrariar las expectativas, no
confirmar lo que los demás esperan de nosotros no siempre es tan fácil como puede
parecer. Ni siquiera para mejorar.
Un conocido experimento psicológico, ya clásico, llevado a cabo por el psicólogo
social P. Zimbardo (1977), prueba el hondo poder de las expectativas. Zimbardo, en los
bajos de la Facultad de Psicología de la Universidad de Stanford (EE.UU.), construyó
una especie de prisión para observar los efectos de los roles en el comportamiento. El
experimento lo realizó con universitarios que se prestaron voluntarios a participar (a
cambio de unos 6 euros diarios). Eligiendo al azar, a la mitad se les dio el rol de
funcionarios de prisiones (con su uniforme, gorra, porra, silbato, etc.) y a la otra mitad el
rol de prisioneros, a los cuales se vistió como prisioneros reales y se encerró en celdas
frías y desnudas, como las celdas de una cárcel americana. Los «funcionarios» tenían la
misión de hacer que los «prisioneros» se sometieran a la disciplina típica de una cárcel,
recurriendo al castigo si no lo hacían.
El experimento se inició con la idea de que durara quince días, pero hubo de
interrumpirse a los seis días, pues se observaron cambios dramáticos en la conducta de
los participantes en el experimento: los que hacían de «funcionarios» habían llegado a
actuar con crueldad desmedida; los «prisioneros» se rebelaban, pero eran sometidos
implacablemente.
Todos los estudiantes sabían que era un experimento, que los «prisioneros» eran
estudiantes elegidos al azar para hacer de prisioneros… Sin embargo, dice Zimbardo,
«nos horrorizó ver que algunos individuos trataban a los “prisioneros” como si fueran
animales despreciables y disfrutaban de la crueldad, y ver a “prisioneros” reaccionar
servilmente, como robots que solo buscaban sobrevivir y escapar del odio de quienes
hacían de funcionarios».
En tan solo una semana pareció venirse abajo el aprendizaje de unos valores
humanos inculcados durante toda la vida y aparecieron los aspectos más ruines de la
naturaleza humana. Tanto los «funcionarios» como los «prisioneros» se identificaron
con el rol que se les dio y actuaban como creían que se esperaba de ellos; pero se
excedieron. Y podemos preguntarnos: si esto sucedió en un experimento, que duró unos

19
días, con universitarios voluntarios que sabían que simplemente participaban en un
experimento, ¿qué efecto podrá ejercer el rol en la persona que durante toda su vida está
sometida al rol de siervo o señor, esclavo o tirano, dictador o súbdito, pobre o
explotador…, si tenemos en cuenta que el rol prolongado y avalado por el entorno (el rol
de mujer, por ejemplo) se convierte en forma de ser?
Si a un niño, desde pequeño, se le da el rol de «torpe», se espera que actúe como tal y
se le hace creer que realmente es así (aunque no lo sea), su convencimiento limitará sus
aspiraciones y probablemente él terminará por no conseguir lo que puede, porque ni
siquiera cree que esté a su alcance. El efecto de las expectativas en el autoconcepto y la
autoestima de una persona es lo que en psicología se llama efecto Pigmalión, o profecía
que se autocumple, ampliamente estudiado en psicología (en un libro anterior, de 1994,
capítulo 5, hice una exposición amplia de este fenómeno).
Como se sabe, en la literatura clásica griega se nos dice que Pigmalión esculpió una
imagen de mujer tan bella que se enamoró de ella, y tanto deseó que fuera una mujer real
que un día los dioses la convirtieron en una mujer de carne y hueso. El deseo de
Pigmalión se había hecho realidad. Desde entonces, los sueños que se realizan ha sido un
tema literario repetido a lo largo de los siglos. Un ejemplo más cercano en el tiempo es
el de Eliza Doolittle, personaje de una obra de Bernard Shaw, la cual pasa de ser una
florista semianalfabeta a encarnar los refinamientos de la buena educación inglesa.
Gracias a un profesor que deposita en ella grandes esperanzas y se dedica a educarla
según las normas de la más exquisita sofisticación, Eliza Doolittle llega a creer en sí
misma y ser una dama de refinada elegancia.
Rosenthal y Jacobson realizaron en 1968 un importante estudio sobre el poderoso
alcance del efecto Pigmalión en las aulas escolares, y desde entonces se ha confirmado
en cientos de investigaciones que las expectativas de los profesores tienen una fuerte
influencia en el desarrollo y rendimiento de los alumnos. Si en un aula escolar el
profesor cree que los niños asiáticos, por ejemplo, aprenden las matemáticas mejor que
los niños de color, su profecía (sus expectativas) tiende a cumplirse. Si en otra aula la
profesora cree que las niñas aprenden a leer antes que los niños, estos tardan más tiempo
en aprender a leer. Y si a un profesor se le hace saber que, según pruebas muy fiables
realizadas, unos alumnos (escogidos al azar) llegarán con el tiempo a destacar en unas
tareas determinadas, es muy probable que destaquen más que si no se hubiera dicho nada
al profesor. Las expectativas, positivas o negativas, de alguna forma, se comunican, con
palabras o sin ellas, y tienen una influencia poderosa. Cuando creemos en las
posibilidades de alguien, sin darnos cuenta lo transmitimos, influye en él, cree más en sí
mismo, aumenta su motivación, se esfuerza más y se acerca más al logro de lo que
esperaba: se acerca al logro de sus sueños. De la misma forma, se cumplen los temores al
fracaso en las aulas, en la vida, en la escuela, en el taller, en la familia, en la empresa, en
las relaciones internacionales: si una nación teme (espera) ser agredida por otra nación
vecina, o no vecina, responde incrementando su defensa bélica; otros países pensarán
que se arma para atacar y también incrementan su defensa: es la escalada armamentística
que todos conocemos; un gasto inmenso en armas que quedan desfasadas en pocos años

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y para renovar las cuales hay que volver a gastar dinero. Y todo por el ideal
«trascendental» o pretexto de la defensa nacional. La Guerra Fría es el resultado de una
colisión de expectativas recíprocas…
Es difícil que una persona crea que es guapa si nadie se lo ha expresado de alguna
forma. En una familia, al hijo que ha adquirido el rol de «el sensato de la familia» no le
resulta tan fácil salirse del rol con alguna «alegría» que es normal en otro hijo que ha
adquirido la fama (el rol) de gustarle la jarana. Hasta cierto punto, todos somos el reflejo
de lo que los demás han esperado y siguen esperando de nosotros. Como decían los
psicólogos del interaccionismo simbólico de las primeras décadas del siglo pasado
(Cooley, Mead, etc.), para ver cómo somos nos miramos en el espejo de los demás,
observando cómo creen que somos: si una y otra vez, con palabras o sin ellas (gestos,
silencios, olvido, indiferencia, poca atención, etc.), percibimos en ellos que nos miran
con simpatía, acabamos creyendo que somos agradables; si nos dicen que somos
inteligentes, es fácil que acabemos creyéndolo.
La sociedad, al clasificarnos como hombre/mujer, hermano, hija, médico,
adolescente, gracioso, responsable, etc., espera de nosotros un modo específico de
comportamiento que condiciona no solo nuestra conducta, sino también nuestro modo de
pensar y de sentir. De un niño se espera que piense como niño y no como una niña, y si
piensa y actúa como niña será castigado por los demás siendo objeto de risa y burla. En
buena medida todos actuamos como lo hacemos porque los demás esperan que así lo
hagamos, y porque nos castigan si los defraudamos. Más aún, hemos llegado a pensar
que debe ser así. Quien acepta un rol, voluntariamente o por imposición, acaba siendo
moldeado por el mismo.

3. Visión teatral, cinismo y relativismo moral

Tras un enfrentamiento bronco e insultante en el Parlamento, entre adversarios políticos


y en el que a veces parece que todo vale, los ciudadanos, que ya creen estar curados de
espantos, se sorprenden al oír al día siguiente que alguno de los más destacados en la
refriega comenta algo así: «Bueno, esas son cosas que se dicen en el debate o en las
campañas electorales; pero, después, nos llevamos bien y el trato de cada día es cordial».
Hasta la farsa se institucionaliza y se acepta casi como conducta normal en la vida
pública (que pronto pasa a la vida privada, por imitación y contagio). Pero el problema
adquiere una dimensión aún más profunda, puesto que los ciudadanos, que nos
sorprendemos y a veces nos alteramos al presenciar ese espectáculo entre los políticos,
participamos en ese show y, además, no nos damos cuenta. Las contradicciones también
se normalizan en la vida privada de los individuos y, por ser ya costumbre, no tenemos
consciencia de ello. El anonimato dentro de la masa y del gentío (las máscaras de los
carnavales, por ejemplo) permite expresar y desenmascarar deseos reprimidos por las
exigencias de los roles y de la «buena educación». El anonimato delata las máscaras de
la vida diaria y pone de manifiesto nuestras contradicciones: llamamos convicción al
miedo al juicio ajeno, y, cuando la máscara quita el miedo, la convicción se desvanece.

21
La metáfora de la vida como un teatro o un show, que en la década de 1950 empezó
más bien como una explicación de aspectos de la vida social, en la que todos
representamos roles para acomodarnos a las expectativas de la audiencia (los demás),
últimamente ha adquirido dimensiones más profundas, señalando que la interpretación
de la vida como representación afecta a nuestros propios criterios. Si todo es una
comedia, uno puede preguntarse, por ejemplo, hasta qué punto todo es arbitrario; hasta
qué punto son transitorias las normas éticas y sociales que hoy nos exige la sociedad y
que puede cambiar o abandonar mañana, como ocurre con las modas; hasta qué punto la
vida individual y las propias creencias son algo transitorio, y hasta qué punto merecen la
pena el esfuerzo y el trabajo por conseguir metas que hoy anhelamos de forma
imperativa y que parecen esenciales si tal vez dentro de veinte o treinta años no las
valore la sociedad. La visión teatral no es una simple comparación entre la vida y el
escenario del teatro. Es un modo de ver el mundo: filosofía de la vida.
En términos abstractos y globales, la gente sabe que la vida tiene mucho de teatro, y
algún autor (Kövecses, 2005) llega a afirmar que en EE.UU. es dominante la idea de que
la vida es un espectáculo (un show), sin ser conscientes de que estas creencias, ya
automatizadas, condicionan los criterios personales y llevan a creer que el cambio de
escenario exige cambio de roles, los cuales a su vez justifican comportamientos
«anómalos»; conductas que tal vez no estén justificadas ni sean «decorosas» en
circunstancias (escenarios) normales, pero que se ven justificadas en escenarios
especiales (es llamativo que en los últimos años se abuse tanto de la palabra escenario en
el discurso político; generalmente para justificar cambios que no tienen una base racional
coherente). He aquí algunos ejemplos que todos hemos oído: «Me pasé en la bebida
porque estábamos celebrando una despedida de soltero y es lo que había que hacer» (= lo
pedían el rol y el escenario); «En mi colegio todos los de mi curso fuman “porros” y yo
no voy a ser distinto, ¿no?»; «Es lo que toca» (= las circunstancias mandan)… Si
mandan la audiencia y las circunstancias, puede verse como aceptable y hasta ingenioso
mentir a un desconocido a la hora de vender un coche de segunda mano con graves
deficiencias ocultas; algo que se vería como despreciable si se hiciera con un amigo
íntimo. Ante distinto escenario y distinta audiencia, distinta conducta.
La visión teatral de la vida facilita la flexibilidad moral, poniendo en práctica la
habilidad de justificar moralmente la propia conducta. Los cambios de conducta y de
criterios se atribuyen fácilmente a los cambios de escenario. El «todo vale» (el fin
justifica los medios) da permiso para mentir y engañar en una campaña electoral, por la
buena causa de ganar votos. Y en este juego entran la connivencia y la pasividad del
electorado que tolera esa «praxis» común. La facilidad de aducir circunstancias para
justificar o atenuar conductas antisociales es igualmente visible en el escenario de la
educación, abriendo el camino al recurso fácil de buscar excusas para justificar esas
conductas y para convencer a otros de que no representan al verdadero yo interior, sino
que han sido debidas a presiones de fuerzas externas, a las exigencias del guion, etc. Y
no tener en cuenta la necesidad de cambios razonables sirve igualmente para justificar la
creencia cómoda y conveniente de que no cambiar es signo de fidelidad a los propios

22
principios.
En tiempos pasados, las tradiciones, las creencias, la definición clara de los roles, las
costumbres, etc., decían con bastante claridad qué se esperaba de los individuos para que
recibieran la aprobación del grupo. Ahora, para bien y para mal, es todo más difuso,
contradictorio, gaseoso… y es el individuo quien tiene que escribir el guion de su propia
vida, y realizarlo. Detrás de la aparente liberación de las imposiciones de las costumbres,
a veces se esconde una grande y sutil imposición: «la tiranía de la libertad», que exige
decidir quién quiero ser, qué quiero hacer, cómo educar a los hijos, si se les ha de
enseñar a ser ellos mismos, si se les ha de enseñar a resistir (y hasta qué punto) las
imposiciones y presiones del entorno que se oponen a los intereses personales y a la
fidelidad a uno mismo.
La erosión de las certezas tradicionales deja un hueco que, según Walkerdine y
Bansel (2010), tiene estos dos efectos básicos: vacío y desconcierto, por una parte, y, por
otra, oportunidad para diseñar el propio destino con mayor libertad, y para elegir
opciones y prioridades. Esto exige del individuo un yo fuerte, con convencimientos
personales sólidos pero abiertos a explicaciones alternativas, y capacidad para resistir la
manipulación.
Una investigación de Sullivan y su equipo (2014) confirmó que los individuos que
más claramente y con mayor convencimiento ven la vida como una representación
teatral son los que consideran más necesario cambiar su actuación o representación
según lo exijan las circunstancias. Y son también los que muestran más estas
características ideológicas que coinciden con rasgos de la llamada modernidad:
– Individualismo: el individuo desafía las normas ético-sociales y desarrolla una
visión de sí mismo como alguien que tiene múltiples facetas personales y hace uso
de unas u otras según lo requieren las circunstancias (escenario) y los demás
(audiencia). Es, pues, un individualismo en el que la persona es flexible y elástica y
se adapta a los cambios… Cambia con los cambios, como si su conducta fuera
dirigida por el ambiente, más que por sus propias convicciones.
– Secularización: el individuo se cuestiona las normas sociales y se pregunta si las
creencias que dirigen la vida moral tienen un fundamento divino y si son
inmutables. Con estos planteamientos se abren las puertas a las perspectivas
relativistas, que marginan las verdades absolutas: si nada es absoluto, podemos
implantar otras normas de conducta; nada es inmutable.
– Materialismo: se resalta la importancia de los bienes materiales y se abandonan las
creencias que puedan impedir el bienestar económico. Con ello, el dinero se
convierte en «poderoso caballero» (Quevedo) y un ídolo de oro. Es ético lo que es
globalmente conveniente. El fin justifica los medios empleados.

La visión teatral de la vida invita a este relativismo: las normas y los roles sociales no
son nada absoluto, sino simplemente convenciones y acuerdos de conveniencia de la
sociedad, solo temporalmente útiles. Si todo es relativo, si la coherencia lleva a tomar

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decisiones anómalas, si se disminuye la culpabilidad y si, además, es una tendencia
generalizada, ya no se corre tanto el peligro de ser calificado de inmoral (Rai y Holyoak,
2013). Ser fiel a uno mismo, en contra de la corriente, no es precisamente fácil ni
cómodo (Cohen y Taylor, 1978). Parafraseando a Machado, no es fácil subir cuando
todos bajan. Erosionar las certezas de la tradición es fácil; lo difícil es desarrollar
convicciones alternativas coherentes y mejores.
Considerar la vida como si fuera una representación teatral es colocarse en el peligro
de desarrollar el cinismo, pues no se cree ni en lo que se dice ni en lo que se hace.

4. Roles difusos y sociedad líquida

Todos entendemos que un juego no puede considerarse como tal si no se respetan sus
reglas o cada uno las entiende de forma muy dispar, con demasiada elasticidad o
contradictoriamente. Pues lo mismo es aplicable a la interacción de las relaciones
interpersonales y a la vida social. Para que esta discurra con fluidez, sin colisiones ni
enfrentamientos disonantes, ha de haber unas normas claras que regulen la convivencia,
que sean entendidas de la misma forma por la mayoría y que, finalmente, se cumplan.
Esas normas pueden estar escritas en códigos jurídicos (código civil, penal, de tráfico,
etc.) o no escritas pero establecidas por la tradición, las costumbres y las culturas locales,
como es el caso de los roles sociales.
Los roles, como hemos visto, implican unas normas de conducta establecidas por la
sociedad. Pero esas normas, que inicialmente se establecieron para definir las conductas
correctas en cada rol, también pueden ser origen de conflictos si los ciudadanos, con el
paso del tiempo y los cambios culturales, dejan de estar de acuerdo en su utilidad o si los
cambios culturales suceden con tanta rapidez que los ciudadanos dejan de verlas como
guías personales de conducta en las circunstancias actuales, quedando en la
incertidumbre y con interrogantes que no saben contestar. Por ejemplo, «¿Qué exige,
hoy día, el rol de padre/madre para ejercer apropiadamente la autoridad con los hijos?»,
«¿Qué obligaciones siguen vigentes con respecto a los derechos y cuidados de las
personas mayores?», «¿Qué derechos de la mujer siguen sin ser reconocidos
jurídicamente ni en la convivencia diaria?», «¿A qué edad se debe esperar que el niño
deje el rol de niño y el adolescente el rol de adolescente y que el joven asuma el rol de
adulto independiente?».
Los roles, por indicar pautas de conducta consolidadas por el tiempo, las tradiciones,
la rutina y las costumbres, son objeto fácil de crítica negativa, sobre todo si son
obstáculo para satisfacer los deseos compulsivos inmediatos. Se puede decir que son
propios de mentes reaccionarias, cómodas o indecisas; rutinas conservadoras y
convenientes para mantener privilegios; justificantes de costumbres de clases sociales
privilegiadas, etc. Objeciones estas, provenientes principalmente de la juventud de todos
los tiempos que, si se generalizan, pueden llegar a difuminar y desdibujar la claridad de
las definiciones de los mismos roles; a dudar de su utilidad y de la conveniencia de sus
normas de conducta, lo cual nos lleva a hablar de la «sociedad líquida», nítidamente

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descrita por Bauman. Por ello conviene pararse a considerar brevemente la utilidad de
las normas y rutinas que sustentan lo permanente (lo sólido, según la terminología de
Bauman). Es más interesante hablar de creatividad, innovación, etc., pero no debemos
desdeñar fácilmente la repetición sin comprender su importancia.
La repetición, y con ella el hábito y la rutina, son esenciales para aprender, para
socializarse y desarrollar habilidades y destrezas físicas y mentales que, además de
aumentar el rendimiento reduciendo el esfuerzo, ayudan a predecir el futuro y ganar así
seguridad. Por experiencia sabemos que es muy difícil mantener una relación estable y
profunda con una persona que no es predecible y, por tanto, nunca sabemos cómo va a
reaccionar ante nuestras palabras, consejos o insinuaciones. La repetición crea hábitos y
costumbres, y aumenta así la posibilidad de predecir y prevenir, y también la seguridad.
Gran parte de la educación del niño requiere enseñarle modos de actuar que en los
adultos, debido a la repetición, ya son hábitos y rutinas establecidas en el entorno social,
porque la experiencia les ha hecho ver su utilidad. Pensemos en rutinas como saludar,
dar las gracias, pedir perdón, los modales de la «buena educación» (buenos porque son
costumbre), los modos de hablar (sin gritar), de reír, de felicitar, de expresar
condolencias, etc. Son fórmulas que a fuerza de repetirlas se automatizan y se convierten
en costumbre y rutinas. Tienen el inconveniente de que no expresan debidamente los
sentimientos, dando la sensación de ser algo rutinario (en sentido peyorativo), de puro
compromiso, falso.
A los roles, las fórmulas, los clichés, las etiquetas o hablar del tiempo porque no se
dispone de otros recursos se les puede aplicar casi todos los calificativos despectivos del
diccionario y alguno más de propia creación; pero hay que reconocer que facilitan los
encuentros inmediatos e inesperados. Y, en todo caso, siempre se puede añadir
autenticidad si esas rutinas se practican con cierta empatía, con verdadero interés por el
otro y con alguna aportación individual que convierta la rutina en encuentro
personalizado.
Las acciones repetidas y convertidas en hábitos evitan que tengamos que partir
siempre de cero y actuar con la torpeza del aprendiz, de quien empieza a aprender: es la
torpeza de quien está aprendiendo a escribir a máquina, comparada con la rapidez y
precisión de la mecanógrafa profesional; la torpeza de quien está aprendiendo a conducir
un automóvil, en comparación con la precisión automática del conductor experto; es la
limitación de quien no se desenvuelve bien en sociedad, en comparación con la
naturalidad y espontaneidad de quien está acostumbrado a las relaciones públicas… El
lector puede comprobar la utilidad de las rutinas que nos parecen tediosas prescindiendo
de ellas solo unas horas durante unos días. Para ello, en vez de hablar del tiempo u otro
tópico trillado, que improvise otros temas más profundos e interesantes: en vez de decir
«gracias» a los que le hacen algún favor (abrirle una puerta, cederle el paso, etc.), que
use otras formas para expresar el agradecimiento; en vez de decir «buenos días» al
cruzarse con conocidos, que invente una forma nueva para cada uno. Y lo mismo puede
hacer para sustituir otros saludos como «Hola», «Adiós», «¿Qué tal?», etc. Entonces
comprobará que, si ya resulta a veces embarazoso no saber qué decir teniendo

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disponibles fórmulas y respuestas ya «prefabricadas», lo es mucho más si tiene que
improvisarlas. Las rutinas son necesarias para vivir los años que vivimos, pues ahorran
una tensión psíquica incalculable.
Los roles crean rutinas, pero ¿qué sucede cuando se desdibujan, se vuelven ambiguos
o indefinidos, porque la sociedad ha cambiado rápidamente, ya no sirve lo que era válido
hasta hace muy poco y todavía no se han desarrollado cánones nuevos paras sustituir las
normas antiguas? Las consecuencias se observan ya en la sociedad: muchos padres no
saben cómo ejercer la autoridad con sus hijos pequeños o adolescentes cuando estos se
rebelan contra ellos o incluso les insultan; el autoritarismo de antes ya no sirve; si miran
alrededor no encuentran pautas de conducta que les guíen, pues unos padres darán una
respuesta y otros, la contraria; hallarán que con frecuencia se confunde la firmeza con el
autoritarismo, el diálogo con falta de autoridad, la libertad con el libertinaje, el respeto
con la sumisión, permitir opinar con dar la razón…Cuando las ideas no son
razonablemente claras ni sólidas, los roles se difuminan como la niebla, y la solidez de lo
tradicional se vuelve líquido: sociedad líquida, pensamiento líquido, amor líquido, ética
líquida… Estos son los términos que usa Bauman para describir la sociedad moderna y
que coinciden con lo que ya despunta en la investigación sociológica actual sobre los
roles.
El sociólogo e insigne pensador polaco Zygmunt Bauman (1925-2017), profesor de
la Universidad de Leeds (Inglaterra), entre otras, premio Príncipe de Asturias en 2010 y
con otros numerosos galardones, ha sido uno de los escritores más influyentes en las
últimas décadas, debido a su análisis hondo y lúcido de la sociedad actual. Desde los
inicios del presente siglo ha publicado una serie de libros, en cuyo título se repite la
palabra líquido: Modernidad líquida (1999), Amor líquido (2005), Vida líquida (2006),
Miedo líquido (2007), Tiempos líquidos (2007).
Bauman hace una comparación entre la sociedad sólida y la sociedad líquida, que
resumo a continuación.
– Sociedad sólida. En términos muy generales y expresión popular, diríamos que es
«la de antes» (de hace 50-80 años para atrás, digamos), la tradicional. La anterior a
la era actual de las nuevas tecnologías y redes sociales. Una sociedad en la que los
cambios eran limitados y lentos. Las estructuras sociales (jerarquías, clases
sociales, núcleo familiar, roles…) eran estables; las tradiciones y costumbres se
mantenían sin cambios importantes; los valores que regían las conductas seguían
siendo los mismos; los compromisos verbales importantes perduraban como si se
hubieran escrito; los vínculos familiares se extendían manifiestamente hasta la
tercera o cuarta generación; los matrimonios eran compromisos «para siempre»,
etc. Sin embargo, Bauman dice que ahora la sociedad es líquida, inestable,
cambiante, efímera, impredecible…, como el agua. El agua no tiene forma, toma la
forma del recipiente que la contiene; pero esta forma es tan inestable que basta
inclinar un poco el vaso para que el agua cambie de forma. El agua discurre sin
previsión por donde puede; no tiene el objetivo de llegar a un punto concreto;

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simplemente discurre según se lo permitan los obstáculos que encuentre por el
camino; si no puede seguir adelante, va subiendo hasta encontrar una salida… Es
la metáfora de Bauman para describir la sociedad moderna.
– Sociedad líquida. En su libro Vida líquida (2006), Bauman dice que la sociedad
moderna es líquida: aquella en la que las condiciones de actuación de sus
miembros cambian antes de que las formas de actuar se consoliden en hábitos y
rutinas determinadas. En la sociedad líquida cambia todo tan rápidamente que las
personas no tienen tiempo para asimilar esos cambios y convertirlos en hábitos y
formas rutinarias de actuación. La vida líquida es un cambio continuo y rápido que
exige de las personas una adaptación también continua, pues nada es duradero.

Esta realidad me recuerda el problema que observé al analizar las dificultades que
algunos niños pequeños tenían para comprender y asimilar los conceptos matemáticos.
Aparte de otros obstáculos (por ejemplo, el lenguaje poco apropiado que se usaba para
explicarlos), comprobé que a niños de unos siete años se les enseñaba a sumar, y cuando
apenas habían aprendido la mecánica de hacer sumas, y sin haber realizado ejercicios
múltiples y variados para consolidar la comprensión, se empezaba a enseñarles a restar.
Cuando ya parecía que habían aprendido la mecánica de hacer restas, se les ponían
problemas mezclados de suma y resta (sustracción), y era relativamente frecuente que
algunos niños preguntaran a la profesora si eran problemas de sumar o de restar, lo cual
indicaba que habían realizado un aprendizaje mecánico de hacer sumas y restas, pero no
tenían claro qué significaba sumar y restar, y, por tanto, no sabían aplicar la mecánica
aprendida. Y como estos mismos niños tenían que aprender en tres años (entre los siete y
los diez años, más o menos) las cuatro operaciones básicas (suma, resta, multiplicación y
división de números enteros y decimales), la prisa les impedía la asimilación de los
conceptos y el uso de los mismos.
La prisa, tener que resolver problemas y situaciones sin haber asimilado los
conceptos básicos, previos y necesarios, crea incertidumbre, inseguridad, miedo. La
sociedad líquida es volátil, en cambio continuo, y esto impide desarrollar criterios y
convencimientos sólidos. Justo cuando el individuo acaba de familiarizarse con nuevas
ideas, nuevos modos de ver la vida o nuevos instrumentos tecnológicos, ya llegan
nuevos sistemas, nuevas exigencias, nuevos aprendizajes o nuevos métodos de
producción. El último producto informático del mercado queda anticuado en pocos años.
Hacer unos estudios que garanticen un trabajo permanente es ya algo del pasado, propio
de la sociedad sólida. Los métodos y hábitos laborales aprendidos tras años de
experiencia, que daban como resultado la maestría del experto, ya no tienen la validez de
antes. La vida líquida es un continuo volver a empezar. En una entrevista publicada hace
años por Juventud Obrera se preguntaba a un joven: «¿Tienes algún proyecto cara al
futuro?». La respuesta fue: «No preguntes chorradas»[1]. Con ello venía a decir que no
se puede hacer proyectos sin saber qué va a exigir el futuro.
Si predomina la idea de que todo es efímero, mutable e imprevisible, es de esperar
que la incertidumbre invada las mentes humanas. Si la sociedad es líquida y va tomando

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la forma de los recipientes, hemos de pensar que, de algún modo, también nuestro
pensamiento ha de ir tomando la forma de los moldes (modelos, ideologías,
prioridades…) que nos presentan repetidamente; pero por poco tiempo, para evitar que
sea algo duradero. Como las modas, y para hacer que todo sea moda fugaz. Creemos que
somos libres porque elegimos libremente lo que nos gusta, pero son otros los que dirigen
nuestros gustos; los que hacen que nos guste lo que decimos que nos gusta. El
pensamiento líquido puede darnos la sensación de que somos más libres porque rompe
con ataduras de la sociedad sólida, pero también nos hace más impotentes para cambiar
lo que no nos gusta.
Lo efímero que parece ser todo, según el pensamiento líquido, y la ruptura con las
guías tradicionales, obligan al individuo a decidir por sí mismo cómo quiere que sea su
vida; como ciudadano del mundo, sin echar raíces, puesto que todo es cambiante y
transitorio. Todo esto lleva, a largo plazo, a la inseguridad, al miedo líquido. Un miedo
que se acrecienta lenta pero inexorablemente. Que parece venir de no se sabe dónde, sin
causa conocida y que, por tanto, no se puede atajar.
Echar raíces ata a la tierra, a la patria, a la familia, a los amigos, a lugares. A las
costumbres del pasado… Y las ataduras, tarde o temprano, implican obligaciones y
restricciones de libertad, es cierto: pero no tener raíces ni apegos significa también
carencia de apoyo afectivo y social, lo cual es igual a soledad. Soledad líquida.
Actualmente en psicología se está investigando ampliamente sobre la teoría del apego
afectivo, desarrollada por el psiquiatra inglés John Bowlby, que hace ver la importancia
fundamental del desarrollo de vínculos afectivos estables y profundos con algunas
personas en la infancia, para poder conseguir estabilidad y madurez emocional. Y no
parece que esto sea fácil con unos padres que no han echado raíces profundas ellos
mismos. La importancia de desarrollar un autoconcepto seguro y positivo es tal vez la
dimensión del ser humano que más se ha destacado en la investigación del último medio
siglo; pero la propia identidad queda también difuminada por el pensamiento líquido,
que hace dudar poderosamente de las propias convicciones y de los mismos roles. La
duda y el miedo son dos motores poderosos del desarrollo de la inteligencia, si esta se
fundamenta en alguna certeza subjetiva, pero llevan al desconcierto si el individuo no
sabe a qué asirse; si no ha desarrollado criterios propios.
La inestabilidad crea ansiedad y hace que se añore cierta tranquilidad de la sociedad
sólida, al mismo tiempo que se incurre en la contradicción de desecharla. Según un dicho
inglés, «no se puede comer el pastel y dejarlo entero». Shakespeare ya había advertido:
«En nuestros locos intentos renunciamos a lo que tenemos por lo que deseamos tener».
Es la voracidad del consumismo de la sociedad líquida: el deseo de adquirir y de
comprar impide disfrutar de lo que ya se tiene. La sociedad líquida carece de reposo,
todo es fugaz, y esto crea impaciencia. Hoy ya no se tiene serenidad para detenerse a
realizar el antiguo ritual reposado de liar un cigarrillo; ya se compran listos para el
consumo inmediato o, si no, se usa una maquinita para liarlos; tampoco parece que valga
la pena pelar una manzana para comerla: es más rápido tomar un zumo. Esperar un
autobús que ya se retrasa diez minutos resulta enojoso y estresante… La sociedad líquida

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padece el síndrome de la impaciencia. Esperar requiere haber adquirido la capacidad de
soportar lo desagradable pudiendo rehuirlo. En la sociedad líquida ya no se entiende que
vivamos sin prisa. La paciencia ya no es, ciertamente, una virtud de moda. Recuerdo
haber leído hace tiempo que estaban dos amigos contemplando una catedral gótica; uno
era un intelectual notable y el otro un arquitecto. Este, después de un largo rato
contemplando las maravillas de la catedral, dijo: «Hoy día ya no se pueden hacer obras
como esta». El intelectual replicó: «¡Cómo que no, con toda la tecnología que hoy
tenemos!». El arquitecto respondió: «Sí, pero no tenemos paciencia». Y podríamos
añadir: «Ni esperanza de que la obra la terminen las generaciones venideras». Los que
iniciaron la obra de la catedral posiblemente sabían que no iban a verla concluida, pero
confiaban en que su ilusión sería la misma en sus hijos y sus nietos… La paciencia es
una cara de la esperanza. Es saber esperar.
En la sociedad líquida poco parece fijo, no hay tiempo para la reflexión, para asumir
e interiorizar con consistencia un modo relativamente propio de pensar. Incluso las
relaciones afectivas son líquidas y transitorias. El amor es líquido, se tiene miedo a
compromisos que aten y restrinjan la libertad que conviene; las parejas pueden unirse
con esperanzas de que la unión dure siempre, y el número de separaciones no parece
disuadir demasiado[2]. El compromiso duradero y permanente precisa paciencia y
tolerancia, algo incompatible con el «derecho» a no tener que tolerar voluntariamente la
frustración y a no dejar de disfrutar de las oportunidades que se presentan. La fidelidad,
lealtad y solidez de los compromisos son algo propio de la sociedad sólida del pasado.
En las relaciones líquidas se imponen el relativismo, lo fugaz, la impaciencia. Bauman
insiste en las consecuencias de la ética líquida; en la pérdida de rumbo moral y la
ausencia de principios éticos que aporten solidez a la sociedad. Los principios éticos
inseguros y la carencia de creencias sólidas hacen que los vínculos humanos sean
también precarios, provisionales. Nietzsche (ateo confeso) decía que prescindir de Dios
(él decía «matar a Dios») es fácil; lo difícil es sustituirlo por algo mejor. De la ruptura
con todo lo que daba estabilidad al ser humano y que la sociedad líquida quiere
consumar quizá podamos decir lo mismo. Cambiar el inmovilismo es progreso, pero solo
si la innovación es para mejor.
La vida líquida se sustenta en un pensamiento que es igualmente líquido. Si al
estudiar psicológicamente el pensamiento humano se ha dicho siempre que la mente
tiende a ser conservadora, por su resistencia al cambio y por la tendencia a creer que
nuestra opinión es «la verdad» y no necesitamos cambiarla (dogmatismo), la sociedad
líquida parece mantener lo contrario: de ese conservadurismo se está pasando a la
ambigüedad ideológica sin pudor, a la inconsistencia en el razonamiento y al cinismo de
decir abiertamente hoy una cosa, en una campaña electoral o en público, y mañana, lo
contrario, sin que las audiencias parezcan inmutarse por la mentira y el engaño: es la
connivencia de la sociedad líquida, que llama tolerancia y libertad de expresión a ese
cinismo, y también una renuncia a la honestidad intelectual. Y la máxima expresión de
esto es lo que últimamente se llama posverdad, o mentira disfrazada.
Posverdad. El prefijo pos- significa que la verdad ya ha pasado, que ya no es algo

29
actual, lo mismo que decimos posguerra para indicar un periodo que es posterior a la
guerra, y que esta pertenece ya a otra época. La posverdad hoy está de moda; la verdad,
es ya algo del pasado. Como la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo. En las campañas
políticas preelectorales ya no importa tanto decir la verdad como elegir bien unas
cuantas posverdades; es decir, un conjunto de medias (o enteras) mentiras o verdades
falseadas y tergiversadas convenientemente; útiles para el momento (ad hoc). (Ahora
parece que surge otro criterio de autenticidad o de verdad: «Decir con lenguaje vulgar y
hasta soez lo que piensan algunos pero no se atreven a decir». Decirlo vulgarmente, sin
adornos ni camuflaje, es un criterio de autenticidad, de verdad; algo convincente, propio
de quien llama a las cosas por su nombre. Si se carece de razones, hay que convencer
con emociones y provocaciones).
La palabra posverdad acaba de ser aceptada en el Diccionario de la lengua española
(DLE) y significa «toda información o afirmación que no se basa en hechos objetivos,
sino que apela a las emociones, creencias o deseos del público». Por ejemplo, si se
afirma falsamente que quitando a las 100 familias más ricas del país solo el 5 % de su
riqueza se soluciona el problema del paro en la nación, y este mensaje se repite mil veces
en los medios de comunicación, muchos acabarán creyéndolo, aunque sea mentira e
incluso haya sido desmentido por voces autorizadas. El hombre cree fácilmente lo que le
interesa. La posverdad se fundamenta en la creencia de que la mentira repetida se
convierte en verdad. Basta que al público se le diga lo que quiere oír y desea, que se
acreciente su anhelo repitiéndolo ardorosamente en medio de la multitud, y esta emoción
exaltada acaba convirtiendo la mentira en verdad. Si antes, en la sociedad sólida, se
pedía que fuéramos racionales, que buscáramos con la razón ser consistentes, que
afirmáramos algo solamente si teníamos razones sustentadas en argumentos, datos y
evidencia, la posverdad prescinde de estas exigencias y busca decir lo que un público
determinado quiere oír y se emocione al oír: los sentimientos ahora son más importantes
que la razón. Es lo que siempre han buscado la demagogia y en gran medida la
propaganda: hacer verdad de la mentira, conseguir que las apariencias de la verdad
oculten la verdad misma. Las apariencias reemplazan la verdad. Es esta una ola que,
según la revista The Economist, parece llegar a todas las costas del mundo y a países del
interior: desde Corea del Norte hasta Alemania, desde Rusia a Estados Unidos.
Es posible que toda esta indefinición de la mente líquida lleve a anhelar y a estimar
más profundamente valores y creencias que ofrezcan estabilidad. A veces parece que el
ser humano necesita perder lo que tiene, o al menos ver que peligra, para aprender a
valorarlo mejor. Las crisis y los desafíos son necesarios para madurar y despertar nuevas
esperanzas; pero ¿aparecerán estas con la misma rapidez que ha aparecido la dimensión
del problema?

Bibliografía

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– Amor líquido, Fondo de Cultura Económica, México 2005.

30
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Wadsworth, Belmont (CA) 1977, 64-82.

[1] Citado por M. GELABERT, «La seducción de las utopías»: Revista de Espiritualidad 52 (1993), 65.
[2] Según una encuesta de BAKER y EMERY (1993), en Estados Unidos se divorcian alrededor de la mitad de los
matrimonios; pero si se pregunta a las parejas que se van a casar sobre la posibilidad de que puedan terminar
divorciándose, su previsión de divorcio es del 0%. Como si solo se divorciaran los otros (Law & Human
Behavior 47 [1993], 439-450).

31
2

La propia imagen: ser y parecer

Al analizar nuestra presentación en la vida diaria, Goffman, además de hablar de los


roles, como hemos visto, habla también de la fachada. La fachada de una casa es la parte
más visible de la misma; y generalmente la más cuidada. Y ya dentro de la casa, hay
unas partes más «presentables» y otras ocultas o semiocultas. Las estancias más visibles
son las que más se cuidan, las que mejor se amueblan, las que se muestran a los
visitantes. Lo que no queremos que se vea lo escondemos en algún rincón poco visible, o
debajo de la alfombra.
En nuestro propio cuerpo también tenemos fachada: es la parte más visible y de la
que somos más conscientes; la que más observamos y a la que más atención prestamos.
Es la parte de delante (especialmente la cara); la que más cuidamos y de la que somos
más conscientes; la que más se adorna y maquilla para destacar lo más atractivo y
ocultar lo que menos gusta. Es la parte que miramos casi exclusivamente en el espejo,
para hacer retoques oportunos y puntuales. Cuando se popularizó el vídeo y pudimos ver
nuestra propia apariencia por detrás, no nos resultaba fácil reconocernos a nosotros
mismos desde esa perspectiva; con la parte frontal nunca hubo este problema, pues
siempre ha habido espejos.
Pero la fachada es mucho más: comprende todas las apariencias, todo lo que dice
algo de nosotros; todo lo que transmite información sobre la identidad que queremos que
los demás vean en nosotros; todo aquello por lo que intentamos expresar ante los demás
cómo queremos que nos vean; lo que refleje la identidad social que queremos tener:
títulos, propiedades, posición social, familia, apellidos, amigos, empleo, méritos, logros,
empresa… Y también lugares: dónde se vive, dónde se alterna, dónde se va de
vacaciones o de viaje de novios…Todo esto también crea apariencias y da señales de
nuestra identidad o de la identidad que deseamos presentar. El lugar donde se va de viaje
de novios, por ejemplo, crea apariencia: si se elige un lugar donde van todos, uno es
como todos y no se muestra casi nada de lo que se quiere transmitir, aparentar o ser. Por
eso hay que elegir lugares exóticos o singulares, tal vez porque no los conoce casi nadie,
por su lejanía o por el coste del viaje, aunque su interés cultural no sea muy significativo.

32
Si nos fijamos en la publicidad de las agencias de viajes, vemos lugares de estos que se
ponen de moda; cuando se saturan, hay que buscar nuevos rincones lejanos del planeta y,
tal vez pronto, viajes a la Luna para ver desiertos de tierra árida; no porque la Luna no
sea interesante, sino porque lo interesante solo lo ven las mentes preparadas para
descubrirlo.
La moda nos mueve a buscar novedades, algo que exprese cierta originalidad, algo
que nos haga destacar: a la gente le gusta ser singular, ver sus caras en los reportajes de
los periodistas en la calle; a ser posible, en primer plano y junto a alguien o algo popular.
La moda alimenta nuestros sueños, nos hace añorar lo que ofrecen los productos: matices
nuevos de la piel, pestañas que parecen agrandar los ojos, color de los ojos, perfil del
cuerpo, uñas perfectas, masa muscular, tipo atlético… La moda diseña nuestra
apariencia, la forma de ser moderno, de ser hombre o de ser mujer. La moda crea deseos
y después crea productos para satisfacerlos. Nos hace mirar a los escaparates, a los
modelos, a los maniquíes, y así nos dice cómo conviene que sean nuestras apariencias y
qué debemos adquirir para parecernos a esos ideales que están detrás de los cristales de
los escaparates. Nos anuncia cómo podemos parecer: crea esperanzas, crea deseos de
compra, nos anuncia futuro, cómo puede llegar a ser nuestra imagen. Cómo nos verán
los demás… El estudio de la publicidad siempre ha partido de este principio: crea un
producto, haz ver su necesidad y ya solo queda un paso para comprarlo: tener recursos
económicos. En la práctica política actual este proceso, a veces, es muy claro; sigue este
lema: «Crea miedo en el electorado, preséntate como el único remedio contra ese miedo
y, si eres convincente, ganarás votos». Creemos que sabemos lo que queremos, pero
resulta que lo que queremos se parece casi siempre a lo que hemos visto en los
escaparates (los comerciales, los virtuales o los ideológicos). Nuestros gustos no son tan
libres como pensamos.
Incluso los roles pasan por el taller de imagen para decir cómo ha de ser el hombre
masculino o la mujer femenina; el hombre directivo o la mujer empresaria, la madre
buena, el joven emprendedor… La mujer, por ejemplo, puede parecer más femenina con
una cabellera muy cuidadosamente descuidada y el hombre puede parecer más
masculino con cierto desdén desafiante y con musculatura de diseño. Las apariencias
crean estilo e identidad: como si el parecer fuera el ser. Y si no se puede conseguir el
ideal, al menos se vive la emoción de desearlo. La fuerza de la publicidad es a veces más
poderosa que la fuerza de la razón, y subyuga a los seres racionales. Y el negocio de las
apariencias, también. Más aún: las apariencias crean valores y filosofía de la vida.
En el mundo se gastan diariamente miles de millones de euros en dietas, cosméticos,
cirugía estética, etc., para mejorar la propia imagen y causar buena impresión en los
demás. Es una de las industrias más potentes del mundo y esto ya nos puede hacer
sospechar la importancia que damos a nuestra imagen, a nuestras apariencias…
Consentimos de este modo que las apariencias sean, de hecho, tan importantes como
nuestro ser. Las apariencias importan: representan cómo queremos que nos vean, a ser
posible sin que se aprecie lo que hay de camuflaje.
En la industria de sustituir la realidad por sus apariencias se puede apreciar, sin

33
embargo, algún elemento positivo: además de ser una industria poderosa y de
sobrevalorar las apariencias de las cosas que nos definen, a veces es arte. Pensemos, por
ejemplo, en la bisutería, imitación de joyas, o en los productos que imitan la madera, la
piedra, el mármol, el oro, las flores, la piel… o en los plagios e imitaciones de artículos
de marcas de lujo y prestigio (perfumes, bolsos, ropa, calzado, etc.). Cuando algo real no
se puede alcanzar y se desea ardientemente, las imitaciones son un consuelo. Sería más
saludable, sin embargo, seguir este consejo de Sócrates (siglo IV a.C.): «Esfuérzate por
ser lo que quieres parecer».
Las apariencias importan: crean valores y filosofía de la vida, que determinan cómo
pensamos que debemos presentarnos para que nos vean como deseamos ser vistos.

1. Autopresentación

En psicología hace mucho tiempo que se viene estudiando lo que se llama manejo o
manipulación de la impresión (impression management), que es el conjunto de
estrategias que usamos para causar buena impresión en los demás (Schlenker, 2003).
Cuando se trata de causar buena impresión de uno mismo, se llama autopresentación,
que es de la que voy a hablar.
En la autopresentación se estudia básicamente 1) cómo intentamos influir en los
demás, presentando una imagen nuestra que provoque en ellos la impresión que
deseamos; 2) cómo responden ante nuestros intentos.
Las publicaciones sobre la autopresentación en las últimas décadas son abundantes y
el origen de su popularidad se debe básicamente al libro de Goffman (1959) La
presentación de la persona en la vida cotidiana. Siguiendo el paralelismo entre la
representación teatral y nuestra conducta interpersonal de cada día, Goffman describe
detalladamente cómo cada uno de nosotros representa un rol o papel de forma diferente
según las personas (audiencia) que tengamos delante y según lo que pretendamos
conseguir en cada escenario concreto; la finalidad determina qué facetas de nuestra
persona nos interesa destacar: unas veces puede interesarnos más presentarnos como
personas ambiciosas (p. ej. en una entrevista para conseguir un puesto de trabajo), y en
otras nos puede parecer más conveniente mostrar nuestro talante amistoso, amable y de
concordia, o nuestra seguridad, firmeza y capacidad para tomar decisiones. Las personas
en las que deseamos influir y las circunstancias (audiencia y escenario) nos dicen qué
facetas de nuestro yo conviene destacar y cuáles es aconsejable ocultar. Nos importa, y
no poco, causar buena impresión y transmitir buena imagen para ganar la aprobación de
los demás, su simpatía, su afecto o su respaldo para conseguir un puesto de trabajo,
pertenecer a un grupo o conquistar una pareja. Sin embargo, si nos importa muy poco lo
que las personas que tenemos delante piensen de nosotros, entonces no cuidamos nuestra
presentación y expresamos lo que pensamos sin mayores miramientos (Cooper, 1969).
Tampoco nos manifestamos de la misma forma ante una persona orgullosa y dominante,
poco inteligente y arrogante, que ante otra persona que, además de ser inteligente y culta,
es cauta y modesta, según comprobaron hace años Gergen y Wishnow (1965).

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Adaptamos nuestras estrategias a la audiencia que nos observa. Por eso, hace más de un
siglo, James (uno de los padres de la psicología y gran figura intelectual) decía que
tenemos tantos yoes como audiencias tenemos delante.
En el uso de esas estrategias, o autopropaganda, es frecuente que actuemos en contra
de nuestros propios sentimientos, haciendo algo de teatro: sonreímos sin ganas para que
no nos etiqueten como antipáticos, ponemos cara de circunstancias ante las desgracias
ajenas, etc. (el antiguo oficio de las plañideras, que se dedicaban a llorar las desgracias
ajenas, todavía sigue; pero «modernizado»). Y, con el fin de presentar buena imagen y
ganar «votos» de la sociedad (aprobación, simpatía, admiración, relaciones, ayudas…),
procuramos ir bien vestidos, ser correctos, maquillar la imagen, etc. La finalidad es que
nos juzguen como deseamos.
El análisis de la autopresentación lleva frecuentemente a juzgar la vida humana como
una comedia y una hipocresía que, a fuerza de practicarla, se representa ya de forma
automática y sin darnos cuenta: es el automatismo del hábito frecuentemente practicado.
Cierto es, sin embargo, que en nosotros hay, a veces por lo menos, el deseo de que los
demás vean cómo somos realmente. Pero incluso en estas ocasiones presentamos una
imagen, como mínimo, ligeramente mejorada, sin ser muy conscientes de ello. Seguimos
un proceso que me parece similar al que seguimos cuando queremos enseñar o dar a
alguien una fotografía nuestra. No elegimos cualquiera al azar, sino aquella en la que nos
vernos más favorecidos y se aprecian menos los «detalles» que no nos gustan de
nosotros. Queremos, por supuesto, que la fotografía sea verdadera, nuestra; pero
elegimos la más favorecedora. En la presentación de nuestro yo tratamos de ocultar los
defectos, los fracasos y las limitaciones que no es «oportuno» exponer en el momento
concreto de sincerarnos. Y si eliminamos lo negativo, lo demás ya resulta favorecido…
Más o menos conscientes de ello, en la autopresentación buscamos ser bien vistos. Pero
hay que saber presentarse para no transmitir precisamente la imagen que queremos
ocultar. Para evitar este fallo, quiero destacar estos dos aspectos:
a) Conocer qué modo de actuar nuestro produce, ante los ojos de los demás, la
imagen que deseamos. Para conseguirlo es preciso haber desarrollado la habilidad
de ponernos en el punto de vista del otro y ver, desde su perspectiva, nuestra
propia conducta. La experiencia dice que una misma estrategia puede gustar a
unos y disgustar a otros: mostrarse delicadamente prudente, por ejemplo, puede
disgustar a quien no distingue la prudencia de la cobardía y puede causar buena
impresión en la persona que ve en la prudencia una actitud de respeto.
b) Mantener coherencia entre la conducta verbal y la no verbal. A veces se observa
que algunas personas no son conscientes de que se transmite más información a
través del lenguaje no verbal (gestos, posturas, reacciones emocionales, modo de
mirar o de reír, etc.) que con las palabras. Se comunica con las palabras y con
todo el cuerpo, y, cuando los dos lenguajes no coinciden, no se cree lo que dice la
persona; es decir, transmite sin darse cuenta la impresión que no desea. Hay
halagos que resultan desagradables; pedir perdón con arrogancia puede agravar

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las molestias causadas…

En la autopresentación buscamos básicamente autopromoción (exhibición de lo


bueno que creemos tener) y autoprotección (ocultar lo que no nos gusta de nosotros). En
el proceso pueden usarse, más o menos conscientemente, técnicas verbales o no
verbales. Las técnicas verbales incluyen regular lo que se dice, cómo/dónde y cuándo se
dice. Las técnicas no verbales (lo que se dice sin palabras) que se pueden usar para
transmitir buena imagen pueden ser muy variadas y comprenden las apariencias
externas (vestido, maquillaje, cirugía estética, etc.), expresiones no verbales (sonrisas,
miradas, gestos, posturas, insinuaciones, indiferencias, contactos físicos, etc.), conductas
(gestos de humildad o de poderío, movimientos de cabeza para indicar acuerdo, empatía,
etc.)… Todas estas estrategias pueden ser sencillas, como sonreír, o bastante complejas,
como la expresión verbal de creencias, de conformidad con el otro o de sintonía de
valores (Lievens y Peeters, 2008).
¿Y qué ocurre si nuestra falsa presentación es creída? Pues se corre el peligro de que
nuestra representación, además de engañar a otros, nos engañe a nosotros mismos. Si la
imagen que proyectamos es bien acogida por los demás y nos tratan como si
verdaderamente fuéramos lo que parecemos, y esto se repite una y otra vez, corremos el
peligro de terminar creyendo que realmente somos así, puesto que creemos muy
fácilmente aquello que nos conviene… Hasta cierto punto, los demás son como un
espejo en el que nos miramos para ver cómo somos. Si nuestra autopresentación es
perfecta, los demás creerán que somos como nos presentamos. Si no es creíble ni a corto
ni a largo plazo, verán en nosotros un personaje de teatro. Pero esta respuesta precisa
matización, pues no es tan sencilla como parece.

2. La imagen del espejo

La idea de que vemos cómo somos observando cómo nos ven los demás la expresó
Cooley, en 1902, llamándola el yo reflejado en el espejo (looking-glass self). Para ver
cómo es nuestra cara nos miramos en un espejo, y lo mismo ocurre psicológicamente,
según Cooley: los demás son el espejo donde podemos ver cómo somos; vemos cómo
nos perciben y así desarrollamos el autoconcepto: la forma de vernos a nosotros mismos.
Desde niños nos vemos en las apreciaciones que los demás hacen de nosotros.
Naturalmente, las opiniones que más nos influyen son las de las personas más cercanas,
las que más queremos y en las que más confiamos. Podríamos resumir el proceso de esta
forma: 1) vemos o deducimos qué les parecemos; 2) deducimos cómo nos juzgan; 3)
reaccionamos emocionalmente con orgullo o vergüenza, según ese juicio; 4) si sentimos
orgullo, procuramos repetir la conducta para seguir recibiendo aceptación y alabanza, y
procuramos no repetirla si nos ha causado vergüenza.
En 1934, Mead expandió la idea de Cooley haciendo ver que no solo nos afecta lo
que piensan las personas allegadas y conocidas, sino también la opinión general de todos
los demás. Pensemos que si nuestro círculo más íntimo nos dice, verbal o no

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verbalmente, que somos unos deportistas brillantes, pero no causamos la más mínima
sensación en el público, por lo menos empezaremos a dudar de nuestras excelencias
como deportistas. Pero esto no es tan linealmente claro ni lógico; hay personas con una
desmedida tendencia a creer casi exclusivamente los halagos y elogios que reciben, y a
otras, por el contrario, parece que les influyen limitadamente.
Años más tarde, en 1959, Goffman insistió en esta idea que hemos visto
repetidamente: las personas, en su autopresentación, buscan causar buena impresión
actuando como los demás quieren y esperan; así logran ser bien aceptadas y valoradas.
Para conseguirlo, sin embargo, a veces tendrán que actuar como no lo hacen en privado,
cuando nadie las observa. Es decir: buscan que los demás las vean como les gustaría ser
vistas. Si logran convencer, corren el peligro de convencerse a sí mismas de que son
como se presentan, puesto que los demás se lo repiten una y otra vez. La
autopresentación puede así llevar al individuo a creer que es como parece. ¿Y no ve la
contradicción entre su interior y el yo que expone al exterior? ¿Cómo conocemos nuestro
interior, que los demás no ven? Trataré este punto más adelante; antes conviene hacer
algunas precisiones sobre las explicaciones anteriores.
Hemos visto que se insiste en que el juicio de los demás nos dice cómo somos (teoría
del espejo), pero, dado que no percibimos exactamente cómo nos ven los demás, es más
exacto decir que nos vemos como creemos que ellos nos ven. Se ha comprobado que el
modo de vernos a nosotros mismos se basa en el modo como creemos que nos ven los
demás (Shrauger y Schoeneman, 1979). A los demás los vemos con nuestros propios
ojos, que también distorsionan nuestra percepción. Al estudiar la psicología de la visión
se suele decir que no ven nuestros ojos, sino nuestro cerebro a través de los ojos. Y aquí
cerebro significa nuestro modo de pensar, deducir, interpretar, etc. El que no cree en sí
mismo es difícil que crea profundamente las alabanzas que le hagan los demás: creerá
que las dicen para consolarle, para que no sufra, etc., pero no porque sean verdad. Las
personas tienen ciertos conceptos de sí mismas y creen que los demás las ven de forma
parecida. Si un individuo piensa que es muy simpático, tiende a creer que los demás
también lo ven así. Nos vemos en el espejo de los demás, pero en ese espejo vemos una
imagen nuestra un tanto distorsionada por la imagen que ya tenemos de nosotros
mismos. Además, nos presentamos de una forma determinada, para causar la impresión
que deseamos, y damos por supuesto que los demás creen que somos como nos
presentamos; pero esto tampoco sucede automáticamente (Tice y Wallace, 2003).
A pesar de las observaciones que acabo de hacer, no debemos perder de vista que, en
buena medida, es cierto que los demás nos definen: nos dan unos roles sociales (rol de
hombre/mujer, padre/hijo, adulto/adolescente, intelectual/analfabeto…) y nos dicen
cómo debemos ser si realmente queremos ser aceptados y definidos como personas
adaptadas. Al niño y a la niña les dicen cómo deben actuar, a quien deben imitar… Los
niños deben imitar a los hombres y las niñas a las mujeres. Esta imitación se convierte en
forma de ser, de pensar, de sentir, de gesticular. Llegamos a ser, en buena medida, lo que
los demás han esperado de nosotros (efecto Pigmalión). Es inevitable: la imitación es
una forma de aprender a ser socialmente adaptados. Pero, según se va madurando, se ha

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de desarrollar la autonomía, para que el individuo se guíe también por sus propios
criterios, y el equilibrio entre ser individuo y ser social. Ser relativamente autónomo y
relativamente social (como los demás). Goffman, como sociólogo, parece recargar la
fuerza de las normas y de las expectativas sociales de los roles. Los psicólogos, en
cambio, tienden a situarse en línea con lo que Bandura (psicólogo) llama «determinismo
recíproco»: somos a la vez creadores y productos de nuestro entorno social. Para
Goffman, el hombre parece un poco como una marioneta a merced de quienes mueven
los hilos en la sociedad, y no parece que debamos mutilar más al ser humano: ya se
mutila bastante a sí mismo con la comodidad mental, que limita la autonomía, y hasta
parece una rareza que el individuo busque trazar su camino: pocos piensan que actúan
mal si casi todos les dicen que actúan bien…
Schlenker (2003) advierte que las personas cambian de comunicación y de
autopresentación según las características de la audiencia: no se habla de la misma forma
a un grupo de jóvenes que a un grupo de adultos mayores; a un grupo de personas que
piensan como nosotros que a un grupo con ideas radicalmente opuestas (DePaulo, 1992).
Ya en 1890, William James decía que tenemos tantos yoes como audiencias nos
observan. ¿Cuál es, pues, nuestra identidad? Schlenker afirma que muchos problemas en
las relaciones sociales se deben a que nos centramos en conseguir la aprobación y
aceptación inmediatas de los demás. Si miramos a las audiencias que nos escuchan en el
presente, para saber cómo debemos presentarnos y actuar, nos ponemos en el peligro de
comprometer nuestra integridad. Si nos guiamos exclusivamente por los intereses y lo
que los demás quieren, permitimos que ellos guíen nuestras vidas. Y si los ignoramos
totalmente para guiarnos solo por nuestros criterios e intereses internos, corremos el
peligro de ser devorados por el egocentrismo, que nos incapacita para congeniar con los
demás (Hogan y Cheek, 1983). La madurez es equilibrio.
Un dato constantemente confirmado por la investigación es que los individuos que
menos se estiman a sí mismos son los que más se preocupan por la opinión de los demás,
los que más buscan la aprobación, más evitan la desaprobación, más pendientes están de
ser bien vistos (S. C. Jones, 1973; Shrauger, 1975) y, si han cometido algún error, son
los que más se esfuerzan por volver a ganar la aprobación ajena, aunque lo hacen con
cautela, prudencia y miedo a equivocarse de nuevo; como si fuera este su lema: «Al
menos, que no me rechacen». Tienen miedo a arriesgar lo poco que creen poseer, lo cual
puede ser una falsa apreciación de su propia realidad. Dependen demasiado de la
valoración de los demás para valorarse a sí mismos.

3. El yo público y el yo privado

En la literatura psicológica siempre se ha distinguido entre el yo privado, que creemos


conocer solo nosotros, y el yo público (o social) que manifestamos y observan los
demás; este último es el que se analiza en la autopresentación.
Al observarnos, comprobamos con frecuencia que los demás no nos ven como
nosotros nos vemos; bien porque no expresamos nuestro interior con claridad o porque

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ellos no son capaces de vernos como somos. Esta discrepancia nos lleva a intentar
expresarnos mejor con el fin de mostrarles la imagen que deseamos tengan de nosotros;
para ello nos mostramos con amabilidad tal vez con personas que no nos agradan,
prodigando alabanzas que no vemos totalmente merecidas, etc., pues sabemos que nos
conviene que nuestro yo público sea visto positivamente: es parte del aderezo social
necesario para conseguir alabanza, aceptación, aplauso, consideración, ayuda, respeto…
Pero todo esto requiere también saber ocultar y proteger el yo privado; algo que será
especialmente necesario en el futuro teniendo en cuenta la facilidad que ofrece Internet
para hacer publicidad de uno mismo, sin saber quién puede tener acceso a la información
que se ofrece o exponer la propia intimidad a algún impostor que ha engañado con falsa
información (una exposición de esta problemática puede verse en Teresa López-Pellisa,
2015).
La protección del yo privado puede conducir a dificultades realmente problemáticas
en la autopresentación si lo que se quiere ocultar es algo que ha estigmatizado al
individuo. Un estigma es algo personal, socialmente rechazado, y que el individuo
esconde cuidadosamente para evitar el sufrimiento. Es el caso de la homosexualidad,
sobre todo en los países que está castigada con la pena de muerte; es la situación del
emigrante sin papeles que tiene miedo a ser descubierto y deportado a su país; el
historial de enfermedad mental donde está mal vista aunque se haya curado; mostrar
creencias religiosas donde están duramente castigadas… Estas identidades
estigmatizadas tal vez puedan expresarse en un entorno familiar y de confianza, pero
fuera de ese entorno provocan una división dramática entre el yo privado y el yo público,
que obliga a una vigilancia temerosa constante para no incurrir en contradicciones y no
decir lo que se quiere ocultar (Sedlovskaya y otros, 2013). Y si el estigma se debe a una
experiencia del pasado, se puede huir del propio pasado negando parte de la propia
historia, renegando así de parte de uno mismo.
Hay que distinguir entre lo que somos y lo que creemos que deberíamos ser. Algunas
personas que buscan ser interiormente honestas y comprueban vivamente que no lo son,
porque no aceptan su debilidad y se creen cobardes, al constatar la gran discrepancia
entre lo que son y lo que creen que deberían ser, a fuerza de revivir esa discrepancia una
y otra vez, llegan a ser tal vez demasiado conscientes de su culpabilidad, lo cual hace
crecer en su interior un hondo sentimiento de vergüenza y de miedo a que se descubra su
cobardía, y tratan de ocultar sus estigmas.
Sea por las razones que fuere, cuando una persona no acepta adecuadamente la
discrepancia, propia del ser humano, entre su yo privado y el público, su miedo puede
ser tan profundo que la lleve a desear vivamente huir y volverse invisible. Así, nadie
puede descubrir su yo oculto. Huye porque tiene miedo. Huye porque no acepta la
profunda debilidad del ser humano.

4. Importancia de saber presentarse

Lo que conseguimos en la vida depende, de forma no despreciable, de la impresión que

39
causamos en los demás. Vohs, Baumeister y Ciarocco (2005) no dudan en afirmar que
una de las cualidades más importantes en la vida social es saber presentarse eficazmente.
Causar una impresión positiva es esencial en las entrevistas de selección para un puesto
de trabajo, para gustar a alguien, hacer amigos, convencer (se suele olvidar que
generalmente se persuade más fácilmente causando buena impresión que aduciendo
muchas razones), crear simpatías, mejorar la valoración personal, etc.
Saber presentarse es una habilidad que se suele ir adquiriendo con la madurez social
(y la necesidad), hasta llegar a alcanzar niveles suficientes para saber desenvolverse con
relativa suficiencia en ambientes familiares y bien conocidos. En la vida diaria, a fuerza
de repetir ciertas estrategias se convierten en rutina y se realizan con cierta agilidad y
destreza. De muchas de ellas se ha comprobado, desde la infancia, que dan el resultado
deseado y se automatizan, llegándose a usarlas sin darse cuenta. No calculamos, por
ejemplo, cuándo y cómo sonreímos: fluye espontáneamente; afirmamos
inconscientemente moviendo la cabeza hacia arriba/abajo; espontáneamente expresamos
alegría o tristeza ante lo que dice el otro, percibiendo así que se tiene sintonía con lo que
dice… La autopresentación es un modo de establecer relaciones, positivas o negativas,
manejando las estrategias que hemos aprendido. El hábito y la rutina nos dan seguridad
en entornos familiares, donde casi todo es previsible y nos sirven las respuestas que
hemos ensayado mil veces. El problema surge, sin embargo, cuando se sale de ese
entorno y es preciso enfrentarse a situaciones que exigen nuevos protocolos y donde no
sirven las respuestas habituales; por ejemplo, saludar a un monarca. Las exigencias de la
nueva situación requieren prestar atención a múltiples detalles y esto mismo hace
cometer errores, y resta soltura y espontaneidad.

5. Diferencias individuales

Por naturaleza, habilidad y diversidad de experiencias, unas personas son más flexibles y
versátiles que otras para cambiar la presentación y la imagen social. En 1974, M. Snyder
publicó un test para medir la capacidad que tiene cada individuo para saber presentarse y
causar en los demás la imagen que les interesa, cambiando la presentación según lo
exigen las circunstancias. Los resultados de este test nos hacen ver que hay personas a
las que las mueve más lo que consideran fidelidad a sus convicciones privadas y otras
que, por el contrario, mimetizan, un tanto al estilo de los camaleones, cambiando su
imagen y presentación según los gustos de la audiencia; flexibilidad que alguien puede
considerar signo de inteligencia, creatividad, capacidad de adaptación, de empatía
(habilidad para ponerse en el punto de vista del otro) y de habilidad para hacerse eco de
los sentimientos ajenos. Son los que puntúan alto en el test de Snyder (en self-
monitoring). Los primeros, los que se mantienen más firmes en sus posiciones, se
adaptan menos a las distintas audiencias y puntúan más bajo en este test (bajo self-
monitoring); al cambiar menos, son más fáciles de predecir: se sabe cómo van a
responder. Y ellos, por cambiar menos y ser menos flexibles en su autopresentación, se
creen más fieles a sí mismos, más auténticos y menos hipócritas, aunque tal vez su

40
actitud pueda ser debida más bien a carencia de habilidades sociales o a rigidez mental y
emocional que les dificulta compaginar su imagen interior con una expresión externa
adecuada y no necesariamente contraria a la fidelidad a sí mismos. Los que puntúan alto
en el test de Snyder saben regular su autopresentación, cambian de forma más apropiada
ante las distintas situaciones y circunstancias (Snyder, 1987); se ha comprobado que son
más hábiles en el uso del congraciamiento (buscar aprecio haciendo favores, prodigando
alabanzas, etc.), en la autopromoción (pregonando sus éxitos, habilidades, etc.) y en
ejemplaridad (parecer trabajadores ejemplares) (Turnley y Bolino, 2001). Jones y
Pittman (1982) hacen ver, sin embargo, que no siempre se tiene éxito en conseguir una
imagen deseable y, por tanto, todos esos intentos alguna vez llevan a lo contrario: a
provocar una imagen no deseable. Por ejemplo, usando el congraciamiento se puede dar
gusto a unos, pero también es posible que alguien lo vea como una adulación. Los que
exhiben sus logros, sus habilidades y sus destrezas para hacer ver su superioridad y
competencia corren el riesgo de parecer orgullosos y arrogantes; y los que buscan ser
considerados trabajadores ejemplares, yendo los primeros a trabajar y terminando los
últimos, y aparentando estar siempre ocupados porque se mueven mucho, etc., tal vez
logren el objetivo de ser considerados ejemplares, pero también corren el peligro de
considerarse imprescindibles y superiores, aunque tal vez la realidad en el fondo es que,
de hecho, son inferiores, porque se observa que su móvil es la dependencia del juicio
ajeno y su miedo a la crítica: evitar, a toda costa, que en su actuación se halle el más
mínimo error, precisamente porque les da pánico que salga a la luz su debilidad.
Los sujetos menos flexibles y menos cambiantes pueden considerarse más auténticos
y más fieles a sí mismos, pensando que la flexibilidad es hipocresía, pero también
corriendo el peligro de no ver su propia hipocresía si llaman autenticidad a la
incapacidad para adaptarse a las situaciones por miedo al juicio ajeno. Los que son
flexibles pueden, a su vez, creer que su adaptabilidad es una habilidad útil e inteligente,
cuando la causa de fondo puede ser, al menos parcialmente, la falta de compromiso ético
con unos principios personalmente desarrollados y la creencia (o tal vez conveniencia)
de considerar la firmeza como incapacidad de adaptación. Lo relativa que puede ser
tanto una visión como otra pone de manifiesto lo difícil que es definir qué es la
autenticidad, como veremos en un capítulo posterior, y lo complejo que es juzgar al ser
humano.

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42
SEGUNDA PARTE

GLORIFICACIÓN
Y PROTECCIÓN DEL YO

Afirmar que el hombre es inteligente y un ser profundamente social no es ninguna


novedad. Pero conviene, ahora, que nos paremos a pensarlo: ser «profundamente social»
significa que anhela, desea y busca intensamente ser aceptado por el grupo; ser querido,
elogiado, distinguido, aplaudido, respetado, acogido, protegido, ayudado, reconocido,
admirado, deseado… Y que, asimismo, tiene un miedo sutil, callado, permanente y
profundo a perder todo eso que desea por naturaleza. Consecuentemente, evita por todos
los medios la crítica, el rechazo, el desprecio, el castigo, la indiferencia, la injusticia, la
infravaloración, el abandono, la burla, la explotación, el insulto…
Y el hombre es también inteligente. Tiene, por ello mismo, la capacidad de tener
miedo a repetir experiencias desgraciadas del pasado registradas en la memoria, a
peligros del presente que pueden ser reales o imaginados y, para completar el recorrido
del tiempo, puede también tener miedo a problemas del futuro que tal vez no lleguen
nunca.
Esta condición del ser humano hace que destaquen en nuestro ánimo el deseo de
autoengrandecimiento (para mostrar nuestras habilidades y nuestros atractivos y ser así
bien valorados por los demás) y la necesidad de autoprotección, ocultando o aminorando
los fracasos y las debilidades, con el fin de evitar ser rechazados o menos estimados. El
orgullo (capítulo 4) es la más clara expresión de nuestro deseo de parecer grandes, y el
recurso a la excusa del fracaso (capítulo 5), la estrategia más común ante el miedo a la
desaprobación o la infravaloración de los demás.

43
3

Autoengrandecimiento y protección del yo

El hombre, como cualquier ser viviente, desea sentirse bien y seguro, y evita el daño y el
peligro. Pero el hombre, como animal social, para sentirse bien necesita del grupo de una
forma especial: busca que el grupo con quien vive le acepte, le quiera, le valore y esté
dispuesto a ayudarle; necesita tener relaciones sólidas, seguras y saludables. Estas
condiciones, junto con una visión positiva de sí mismo, pronostican una buena salud
psíquica. Estas dos necesidades básicas del ser humano se buscan por distintos medios,
entre otros por el autoengrandecimiento: conjunto de recursos que usamos para mostrar,
de forma claramente favorable y aumentada, nuestros méritos y nuestras cualidades, con
el fin de que los demás tengan una imagen positiva de nosotros, de los nuestros y de lo
nuestro, para que nos valoren, apoyen, ayuden y aplaudan. Es una forma de
autopromocionarnos y de hacer propaganda de nosotros mismos ante el grupo en el que
queremos sentirnos bien y seguros.
En las relaciones interpersonales, sin embargo, nos encontramos con interpretaciones
inexactas de nuestra conducta, con reacciones injustificadas, respuestas hirientes, tratos
injustos o denigrantes; menosprecios, indiferencias, infravaloraciones, distanciamientos
que nos pueden herir íntima y vivamente. Y para defendernos de todo ello, usamos todos
los recursos que tenemos para autoprotegernos. Y tanto mayor es esta necesidad cuanto
mayor es el miedo a ser herido. El grado de autoprotección que muestra un individuo es,
por tanto, un indicio de sus miedos y de su vulnerabilidad. Las personas más inseguras
son las que más se protegen para ocultar sus debilidades y evitar las reacciones negativas
de los demás. Las personas seguras buscan más el autoengrandecimiento que la
autoprotección; el que se siente débil, por el contrario, busca sobre todo protegerse
(Wood y Forest, 2011).
Con el autoengrandecimiento buscamos causar buena impresión en los demás para
que nos valoren positivamente y conseguir relaciones positivas. Todos sabemos qué
beneficios perseguimos con ello: aceptación, respeto, afecto, amistad, beneficios sociales
y laborales, promoción en el trabajo, mejores opciones románticas, reconocimiento,
alabanzas, sabernos dignos de confianza, etc. De esta forma conseguimos sentido de

44
dignidad y de valía y vernos positivamente a nosotros mismos. El mero hecho de tener
amigos ya nos dice que somos estimados y que por algo será…
Con la autoprotección intentamos defender y reparar nuestra imagen, ocultando
nuestros fallos y nuestras limitaciones para no ser juzgados negativamente. A veces
parece que deseamos que los demás tengan una imagen acertada de nosotros, pero,
incluso entonces, la imagen que intentamos transmitir está ligeramente adornada y
protegida, puesto que, de hecho, ocultamos fracasos dolorosos, errores, limitaciones que
los demás no conocen y que no juzgamos oportuno ni necesario sacar a relucir en el
momento presente, por mil «razones» que con frecuencia son más bien excusas… Y si
eliminamos los detalles no estéticos, la fotografía ya está retocada (= mejorada).
En nuestra autopresentación social buscamos, pues, ser bien vistos y proteger nuestra
imagen. Estos dos objetivos son los que buscamos con el autoengrandecimiento y la
autoprotección, respectivamente, que vamos a ver en las dos secciones que siguen.

SECCIÓN A:
AUTOENGRANDECIMIENTO

1. Definición de autoengrandecimiento

¿Conocemos nuestros puntos fuertes igual que nuestras debilidades y deficiencias?


¿Vemos con la misma imparcialidad ambas caras de nuestra realidad personal?
¿Exageramos lo que tenemos de positivo y restamos importancia a lo negativo? Para
hallar la respuesta a estas preguntas, en 1988 Taylor y Brown realizaron un amplio e
importante estudio que les llevó a estas dos conclusiones:
1) La mayor parte de las personas no tienen una visión objetiva de su propia realidad
personal: exageran sus méritos, virtudes, habilidades y logros; y, además, creen
que su futuro va a ser mejor de lo que confirman, después, los hechos. Es decir:
alcanzan menos de lo que esperaban, pues confían demasiado en la eficacia de sus
intentos.
2) Si esta visión positiva que tienen de sí mismas no es exageradamente positiva,
generalmente es beneficiosa para el individuo y le ayuda a tener buena salud.

A esta visión positiva y no suficientemente fundada que tenemos de nuestra propia


realidad personal, Taylor y Brown le dan el nombre global de ilusiones positivas. La
razón es que superan la realidad y por eso son ilusiones. Esas ilusiones forman, en su
conjunto, una visión global que es la suma de muchas ilusiones concretas (creerse más
inteligente, más hábil, más interesante…), las cuales no son objetivas y realistas, sino
que superan la realidad personal. Por ello, definen el autoengrandecimiento como la
tendencia general, duradera y sistemática a mantener autovaloraciones positivas que no
son realistas, sino superiores a nuestra medida real. Para evitar confusiones, es

45
conveniente puntualizar que Taylor y Brown nunca han afirmado, como algunos han
creído, que un autoengrandecimiento desmesurado sea positivo. Lo que han mantenido
siempre, a la luz de sus investigaciones, es que una visión moderada o ligeramente más
positiva de lo que somos en realidad es mejor que una visión realista y objetiva. Esta
conclusión, deducida de sus investigaciones, confirma lo que ya había dicho Pío Baroja:
«La ilusión es una mentira, pero se necesita cierta ilusión para ser felices». En otras
palabras: conviene que nos engañemos un poco, positivamente, para sentirnos mejor.
Estas conclusiones de Taylor y Brown han sorprendido en el ámbito científico,
puesto que ya desde la antigua filosofía griega (Sócrates, Platón, etc.) se insistía en la
necesidad de conocer la verdad sobre uno mismo («Conócete a ti mismo» era su lema), a
través del autoexamen y de la autocrítica, para no engañarnos a nosotros mismos (ver
Chang, 2008). Y figuras destacadas de la historia de la psicología, siguiendo esa línea
filosófica, han mantenido que la visión objetiva de uno mismo (= no engañarnos) es
esencial para el buen funcionamiento psíquico (ver Marshall y Brown, 2008). Pero la
amplia investigación realizada en las últimas décadas nos hace pensar que, en general, el
autoengrandecimiento y las ilusiones moderadamente positivas sobre uno mismo
favorecen la salud psíquica. Tal vez el pesimismo sea más realista que el optimismo,
pero no parece ser tan saludable. Soñar que con nuestro esfuerzo podemos seguir
mejorando parece ser mejor que conocer la verdad de los límites reales de nuestros
intentos…
Hasta que Taylor y Brown hicieron ver la conveniencia de las ilusiones positivas se
pensaba que la percepción objetiva de uno mismo era la mejor señal de adaptación y de
salud psíquica, y que la sobrevaloración de las cualidades personales indicaba
desadaptación, pero desde entonces se ha hecho ver que el autoengrandecimiento
moderado hace que tengamos sentimientos más positivos hacia nosotros mismos y hacia
las demás personas; esto complace a los demás y favorece la convivencia social y, en
conjunto, al bienestar y a la salud psíquica (Marshall y Brown, 2008).

2. Rasgos del autoengrandecimiento

Sedikides y Gregg (2005) nos facilitan un resumen de las características de las personas
que muestran autoengrandecimiento, y destaco del mismo los puntos siguientes:
I. Se creen superiores al promedio (sin tener base real). Tienen una visión
positiva de sí mismas, de los suyos y de lo suyo.
II. Ilusión de poder. Exageran la capacidad que tienen para controlar las
situaciones, se creen más poderosas de lo que son en realidad. Incluso cuando
consiguen algo por suerte lo atribuyen a su habilidad. Esto las puede llevar a
perseguir metas con cierta imprudencia.
III. Optimismo infundado. Creen, sin razones suficientes, que la suerte estará de su
parte y que tienen, además, buena capacidad para prever el futuro.
IV. Tergiversación, a su favor, de sus intervenciones. Lo que resulta bien, se debe a

46
su actuación; lo negativo se debe a causas externas adversas.
V. Atención y memoria selectivas. Prestan especial atención a los buenos resultados
de su actuación y por ello los recuerdan mejor; pero pasan por alto lo que no es
destacable, su lado gris, y lo recuerdan, por tanto, con menor precisión.
VI. Aceptación y críticas selectivas. Aceptan mejor las alabanzas que las críticas.
Las alabanzas son razonables; las críticas, por el contrario, las juzgan
malintencionadas o debidas a escaso entendimiento.
VII. Comparaciones sociales estratégicas. Para conocer nuestra valía nos solemos
comparar con los demás, pero tendemos a hacer las comparaciones con aquellos
que son inferiores, pues así salimos favorecidos (para los pobres puede ser un
consuelo ver a otros muchos aún más pobres, y rebajar a los demás es otra forma
de sentirse superiores). Naturalmente, también puede uno gloriarse
comparándose hacia arriba; por ejemplo, con el cuarto mejor jugador de ajedrez
del mundo, pues no está nada mal ser casi tan bueno como él; pero las
comparaciones suelen hacerse con los que están en condiciones más o menos
como las nuestras.

Si nos observamos con cierta imparcialidad, tal vez comprobemos que estas
características están presentes, más o menos, en todos nosotros. Y conviene que sea así,
puesto que el autoengrandecimiento moderado es normal y saludable psicológicamente,
según hemos visto. Pero también tenemos cierto deseo de conocer la verdad de nuestra
realidad personal, de comprobar si verdaderamente somos como creemos y de conocer
nuestras limitaciones para saber a qué podemos aspirar sin riesgos imprudentes. La
tendencia a la autoglorificación es poderosa, pero no es la única fuerza que nos mueve.
Platón y Aristóteles, por ejemplo, dieron gran importancia a la autocrítica, para no
aceptar, ciegamente, como verdaderas las opiniones propias o ajenas. Pensaban que una
vida no examinada no merece la pena de ser vivida. Actualmente, sin embargo, parece
que se tiende a ver la autocrítica un tanto negativamente y el autoengrandecimiento
como algo positivo en una sociedad radicalmente competitiva (Chang, 2008). Cervantes
tal vez dijera que nos conviene ser quijotes (idealistas) con cierto realismo, o sanchos
con cierta dosis de idealismo. O, más precisamente, la solución de Pío Baroja:
engañarnos con ciertas ilusiones. El problema es que si vemos con claridad que son
ilusiones, dejan de serlo. ¿Será, pues, conveniente no pensar demasiado para no tener esa
lucidez que llevaría al pesimismo?

3. Narcisismo: la extraña autoglorificación

Creo que es útil tener en cuenta que muchos de los síntomas psicológicos que
consideramos patológicos son tendencias normales, pero con dimensiones no normales.
Y verlos así, sobredimensionados, nos ayuda a entender mejor esas tendencias que, por
costumbre, no son objeto de nuestra atención, lo mismo que las caricaturas nos ayudan a
fijarnos más en un rasgo físico exagerándolo. Ver agrandadas las tendencias normales

47
nos ayuda, igualmente, a conocer nuestra realidad, que consideramos normal. El miedo,
por ejemplo, es esencial para huir de los peligros y seguir viviendo, pero si es
pronunciado se convierte en estado de ansiedad neurótico que perjudica la salud y el
bienestar. El orden también es necesario para ser eficaces y no caóticos, pero si es
exagerado ya es un síntoma neurótico que impide la eficacia normal. Que nos
preocupemos por las cosas es también necesario para mantener nuestro bienestar y
prevenir errores, pero, si esa preocupación llega a ser una obsesión, ya tenemos otro
síntoma neurótico: un obstáculo que hemos creado en nuestra vida.
He comenzado este apartado haciendo estas observaciones porque siempre he
pensado que el estudio de los trastornos nos ayuda a entender y apreciar lo que es
normal, puesto que lo normal nos habitúa y el hábito impide la clarividencia. Si algún
lector de estas líneas decide realizar las actividades normales con los ojos totalmente
cubiertos, probablemente observe detalles que le harían estimar más la visión y
comprender mejor los problemas de los que carecen de ella. Entenderíamos mejor
nuestra realidad si tuviéramos la habilidad de imaginarla sin tener lo que tenemos.
El narcisismo es una exageración del autoengrandecimiento o autoglorificación que
consideramos aceptable. De hecho, se oye decir con frecuencia que todos somos algo
narcisistas, precisamente por nuestra tendencia a la autoglorificación. Una tendencia que
consideramos normal, pero que corre riesgo de convertirse en narcisismo. Podríamos
decir que, si las características del autoengrandecimiento de un individuo se acercan
bastante a los síntomas del narcisismo, empieza a pisar el terreno de la inadaptación
narcisista. Las líneas divisorias psicológicas no son tan precisas como las líneas trazadas
con una regla sobre el papel. Por esta razón, la comparación de los rasgos del narcisismo
con las manifestaciones de la autoglorificación que juzgamos normal puede ayudar a
entender mejor los rasgos del autoengrandecimiento.
Así pues, enumero a continuación los rasgos más comunes de los individuos
narcisistas:
– Muestran una clara actitud de considerarse importantes, grandiosos, únicos.
– Tienen fantasías de belleza, éxito y poder.
– Son exhibicionistas: buscan y exigen que se les preste atención y se les profese
admiración.
– En las relaciones sociales parece que tienen el derecho de exigir que los demás
estén a su disposición y les rindan un trato especial, pero sin sentirse obligados a
corresponder.
– Ante la crítica negativa, los reproches, la indiferencia o el desprecio de los demás,
muestran fuertes sentimientos de rabia y humillación.
– Muestran una notoria preocupación por saber si los demás son conscientes de que
su actuación es sobresaliente.
– Muestran una clara tendencia a atribuir los éxitos a su actuación, aunque esos
éxitos se deban a la suerte, a la casualidad o la ayuda de otras personas. Son
sumamente reacios, sin embargo, a asumir los fracasos: estos se deben siempre a

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los demás o a contratiempos de todo tipo.
– Manipulan las situaciones para que los demás los vean como desean ser vistos
(propaganda de la propia imagen): grandes, guapos, graciosos, ocurrentes,
inteligentes…

El autoengrandecimiento y la exhibición son su sello de identidad: se exhiben,


fanfarronean, dominan la conversación, buscan ser el centro de atención. La realidad, sin
embargo, es que no son superiores en inteligencia, eficacia laboral, rendimiento
académico, productividad… No obstante, su esfuerzo por deslumbrar les puede llevar a
multiplicar sus esfuerzos por conseguir algo que les gusta y, por ello, pueden sobresalir
en algún campo concreto; más o menos como lo conseguirían otros muchos si se
esforzaran lo mismo.
Como se puede apreciar, los narcisistas parecen un tanto paradójicos. Por una parte,
tienen una fachada de seguridad, grandeza y desafío; por otra, en cambio, son
especialmente frágiles y vulnerables, pues son demasiado sensibles a la crítica y
emocionalmente inmaduros, como lo indica su notoria dependencia de la opinión ajena,
que tratan de despreciar para no mostrar su debilidad e inferioridad… Las
manifestaciones de grandeza que carecen de sencillez y naturalidad, y son, por tanto,
artificiales, son estrategias de autoprotección cuyo objetivo principal es ocultar
debilidades y deficiencias que no han sido mínimamente aceptadas. El narcisismo es un
ejemplo.

SECCIÓN B:
LA AUTOPROTECCIÓN

Todo ser vivo tiene sus mecanismos de protección para defenderse del peligro y seguir
viviendo. El hombre también; pero no voy a hablar de la autoprotección de su vida, sino
de la protección del yo: de la imagen, de la valía, de la reputación de la propia persona y
la de los nuestros (Black, 2006); es decir, la autoprotección que aquí se analiza es el
conjunto de recursos y estrategias que usamos para evitar el daño a nuestra imagen.
La autoprotección se ha estudiado siempre en psicología, pues siempre que tenemos
miedo nos protegemos y, cuanto más numerosos y mayores sean nuestros miedos, mayor
es nuestra necesidad de protegernos. Es más, según nos hacen ver Sherman y Hartson
(2011), cuanto más sabe y puede afirmarse a sí mismo el individuo, más abierto está a la
información y menos necesidad tiene de defenderse y menos se niega, por ejemplo, a
considerar ideas nuevas o contrarias a las suyas; esto lo hace el inseguro. Los animales
se defienden de los peligros presentes, pero el hombre se defiende también de
informaciones que puede interpretar como amenazas sin serlo; de peligros futuros que
con frecuencia son fruto de su imaginación y que con frecuencia no llegan; y si llegan,
suelen coincidir muy poco con lo que se había imaginado anticipadamente: con nuestra
imaginación creamos monstruos y después tenemos miedo de ellos. Estos miedos

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nuestros son enfermizos en la medida que no son respuestas adecuadas ni
proporcionadas para afrontar los peligros reales, y son los que se esconden detrás de las
neurosis, de lo que se llama nerviosismo, de las obsesiones, etc. Por ello es comprensible
que se hayan estudiado siempre en psicología tanto los miedos como las formas
inadecuadas de afrontarlos y sus consecuencias psíquicas.
Los modos más conocidos de autoprotegernos son los mecanismos de defensa,
expuestos por Freud y mil veces explicados científica y popularmente, por lo que me
limito a hacer una mención mínima solo de algunos, tal vez los más conocidos (puede
verse una exposición más amplia y clara en Pallarés, 2008). Pero hay otras muchas
formas de defenderse; por ejemplo, Gilbert y otros (1998) hablan de un sistema
psicológico de inmunidad: un sistema de protección contra los peligros psicológicos
parecido al sistema de inmunidad o protección de nuestro organismo. Por limitación de
espacio y para ordenar este extenso y complicado campo de la autoprotección, hago un
resumen en dos secciones:
1. Mecanismos de defensa
2. Sistema psicológico de inmunidad.

1. Mecanismos de defensa

Son procesos o estrategias inconscientes por los que nos engañamos a nosotros mismos
con el fin de evitar miedos, ansiedad y, en definitiva, sufrimientos interiores. Entre los
más conocidos están los que menciono a continuación.

1.1. Negación
Negando una realidad que no nos gusta o tergiversando la interpretación de la misma nos
defendemos de la angustia que nos causa mirar directamente esa realidad hiriente o
amenazante, o la anulamos, al menos parcialmente. Ante imágenes escabrosas, por
ejemplo, cerramos los ojos para no verlas o los tapamos parcialmente para ver solo un
poco. La observación de estas reacciones defensivas llevó al dicho popular «Ojos que no
ven, corazón que no siente». Si no se mira, no se ve; y si no se ve, no se siente miedo.
Este es un mecanismo bastante primitivo. Los niños pequeños ya lo saben usar con
frases como estas: «Yo no fui», «No estaba allí», «Yo no vi nada», etc., o tapándose los
oídos para no oír lo que no interesa o no gusta. Y los adultos, además de estas
negaciones, pueden negarse a mirar a la cara las realidades de cada día, diciendo, por
ejemplo, «Si no piensas, te evitas problemas».

1.2. Proyección
Es atribuir a los demás los defectos propios. Haciendo ver que las deficiencias propias y
los errores propios son comunes, se intenta demostrar que son normales y no algo
únicamente nuestro. O, en todo caso, se quiere hacer ver que no destacan sobre los males
ajenos… Para defenderse, las personas menos inteligentes son las que más llaman

50
«tontos» a los demás; las que no pueden mirar las dimensiones de su sobrepeso tienden a
ver más personas «gordas» por la calle; las más mediocres se ríen de los pocos logros de
otros o desprecian los métodos por los que han conseguido algún éxito… Las personas
con baja autoestima, con complejos de inferioridad o que se ven frecuentemente
amenazadas y expuestas a juicios negativos son las que más negativamente juzgan a los
demás. Proyectan en ellos lo que menos les gusta de sí mismas. El más miedoso es el
que más se defiende de las acusaciones, y un método para hacerlo es proyectar en los
demás lo que menos gusta de uno mismo.

1.3. Identificación
Es el deseo de ser como alguien a quien se admira y también el intento de huir del miedo
a que nos vean como únicos, por si acaso alguien lo entiende como ser raros,
extravagantes o inadaptados. Esto lleva a sentir la necesidad de seguir las modas,
identificarse con personajes famosos, bien vistos o bien considerados por la sociedad en
aspectos que nos importan. Esa identificación significa, en términos concretos, imitar su
forma de vestir, su estilo estético, su ideología, etc. La moda iguala a las personas, y
siendo todas iguales se evita la calificación severamente negativa; da la seguridad de
parecerse a los ídolos de la sociedad. Todas las personas buscamos de algún modo la
seguridad de ser como la generalidad del grupo en que vivimos; pero las personas más
inseguras son las que más buscan «ir a la moda», las que más se protegen siguiendo a
otros (por ejemplo, los adolescentes) y menos seguridad muestran siguiendo sus propios
gustos y convicciones. «Estar al día», que se usa con frecuencia como elogio, puede ser
algunas veces signo de debilidad e inseguridad, la cual se quiere disimular (mecanismo
de defensa) haciendo ver que el comportamiento propio es deseado por todos.

1.4. Represión
La represión es enterrar en la inconsciencia sentimientos y pensamientos perturbadores
para protegernos de su amenaza y de la angustia que nos provocan. Las expresiones del
lenguaje diario que indican represión son múltiples: «Mejor no hablar de ello», «Mejor
no recordarlo», «Dejemos a los muertos en paz». No recordando algo, nos hacemos a la
idea de que no ha existido.
Con estos mecanismos buscamos proteger nuestro yo y mantener la estima que
buscamos con nuestra autopresentación. Nos protegemos de los efectos negativos del
desengaño, de las críticas, de la pérdida de apoyos ya conseguidos, de la seguridad que
nos aportan personas cercanas… Nos protegemos del disgusto y del sufrimiento
psicológico. Pero no son estas las únicas formas de protegernos, hay otras muchas:
cuando algo nos causa miedo y nos sentimos inseguros, nos protegemos intentando
pensar en otra cosa. La fanfarronería del hombre, como el fingimiento de mayor tamaño
en los animales, erizando el pelo o expandiendo el plumaje, es una protección contra el
miedo, mostrando un poderío que no se tiene. Los que ponen mucho empeño en mostrar
sus fuerzas nos están diciendo con ello cuáles son sus debilidades. La persona segura no
necesita estas estrategias. Un dicho popular reza: «Dime de qué presumes y te diré de

51
qué careces». Parece que nuestros alardes reflejan nuestras carencias… La hipocresía o
fingimiento de una moralidad que no se tiene es otra forma de protegernos evitando ser
censurados. Nuestras protecciones pueden ser fallidas, pero también pueden rebajar, a
veces y momentáneamente, nuestros miedos. Al menos, mientras no seamos conscientes
de que pueden dejar traslucir las cobardías que queremos ocultar.
Aunque los llamados mecanismos de defensa son las estrategias de autoprotección
más conocidas, hay otras muchas que forman lo que algunos autores llaman «sistema
psicológico de inmunidad», que es un tejido complicado de estrategias dispersas a lo
ancho de toda la literatura psicológica y que solo puedo exponer de forma simplificada.

2. Sistema psicológico de inmunidad

En términos simples podríamos decir que el sistema de inmunidad de nuestro organismo


está formado de una serie de órganos, tejidos y células repartidas por todo el cuerpo que
lo protegen ante agresiones externas (agentes patógenos, contaminación, radiación,
virus, parásitos, etc.), detectando las señales de peligro, impidiendo que esos agentes
externos entren en el organismo y, si logran pasar esa barrera, respondiendo a la
invasión. Es comprensible, pues, que si este sistema defensivo es deficiente las
consecuencias negativas para la salud sean importantes.
Siguiendo este símil, hay autores que hablan de un sistema psicológico de inmunidad,
que es para nuestra psique lo que es el sistema inmunológico para el cuerpo: un conjunto
de estrategias psicológicas para protegernos de las consecuencias afectivas dolorosas de
la vida diaria. Los mecanismos de defensa, ya mencionados y que se vienen estudiando
ya desde Freud, son parte de ese escudo protector o sistema psicológico de inmunidad;
pero hay otras estrategias de autodefensa de las que, por ser habituales, apenas tenemos
consciencia. Por ejemplo, cuando deseamos algo apasionada e intensamente, usamos
estas estrategias típicas de la juventud: para defendernos de la frustración de no poder
conseguir lo que deseamos, infravaloramos los obstáculos, desoímos los consejos de
personas bien intencionadas, reinterpretamos las razones en contra, relativizamos las
consecuencias… Ante el fracaso personal, es profunda la tentación de protegernos de las
acusaciones y de la humillación culpando a otros, a las circunstancias, al universo entero
o a la mala suerte (conspiración de los astros, superpoderes, fuerzas ocultas…). Nuestros
miedos, nuestras sospechas y nuestras cobardías nos han hecho urdir estructuras
mentales protectoras y actitudes de autodefensa que pueden amortiguar, de momento, el
malestar y la inquietud, aunque sin garantías de que esta calma se prolongue mucho
tiempo. Ese escudo psicológico, además de los mecanismos de defensa mencionados, es
un conjunto de inconsciencia, superficialidades, egocentrismo, negación y distorsión de
la información, huidas, atención y memoria selectivas, olvidos oportunos, criterios y
valores de conveniencia, predisposiciones defensivas, autoengaños, ideologías
protectoras de los deseos, filosofías cómodas de la vida, ilusiones, fantasías, etc.
Todos conocemos personajes literarios, de la historia y de nuestro entorno familiar a
los que parecen afectarles poco las críticas, los desplantes o las contrariedades que

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enfadan a la mayoría y hacen llorar a no pocos. Conocemos también personas que
parecen haber adquirido la forma de rentabilizar incluso las desgracias, pues saben sacar
provecho hasta de las situaciones adversas, de las contrariedades y de las vicisitudes,
relativizando lo negativo, disfrutando de los escasos momentos de buena suerte,
encontrando justificaciones para lo que la mayoría calificaría como una cadena de
infortunios y adversidad, riéndose de comentarios hirientes como si fueran dirigidos a
otros o ni siquiera apreciando que son hirientes… Podríamos decir que tienen la
disposición de saber disfrutar de lo bueno que les ofrece la vida y de no dejarse afectar
significativamente por lo negativo. Alguien podrá decir que son estoicas, indiferentes o
insensibles; otros las calificarán de personas ingenuas, simples, virtuosas, angelicales o
un combinado de todo ello… Pero el hecho es que parecen no sufrir demasiado en
circunstancias que amargarían a la mayoría, y que, a veces, teniendo poco, disfrutan de
la vida como si tuvieran casi todo lo deseable. Incluso hay quien, como sir Thomas
Browne, puede decir que tiene algo dentro que le capacita para convertir la adversidad en
prosperidad. La actitud de estas personas puede deberse, en parte, a su carácter natural, a
su virtud, a su filosofía de la vida, a sus creencias, que las capacitan para relativizar lo
que es relativo y descubrir lo positivo que se esconde detrás de las desgracias; o también
a su falta de imaginación u otros rasgos de su personalidad; pero, sin duda, desempeña
un papel importante su sistema psicológico de inmunidad adquirido, que las protege,
ante provocaciones externas, del pesimismo, de la tristeza y de la sobrerreacción ante lo
adverso, quitando importancia a los avatares, las desgracias, los infortunios y los
maltratos, y relativizando sus consecuencias. Otras personas, por el contrario, parecen
verse superadas por nimiedades, angustiadas por el pasado, el presente y el futuro, o
imaginando que los obstáculos son gigantescas montañas, cuando solo son pequeños
montículos.
El sistema psicológico de inmunidad busca esencialmente protegernos de los
sufrimientos: enfado, tristezas, depresión, pena, preocupaciones, etc. Las estrategias de
este sistema son múltiples; por ejemplo, la mentira, las excusas, el engaño, la evasión, la
hipocresía, etc. Ante la imposibilidad de analizarlas todas en un libro como este, me
limito a exponer mínimamente solo algunas.
1. Hipocresía. Es un método bastante rudimentario para defenderse ante la crítica
aparentando una moralidad que no se tiene, al mismo tiempo que se evitan los costes de
ser realmente lo que se aparenta. La virtud tiene su precio: renuncias, honestidad,
pérdida de beneficios, etc. (ver Batson y Collins, 2011). La hipocresía evita estos costes.
2. Autojustificación o racionalización. Es una de las formas más comunes de evitar la
reprobación de los demás por algo que hemos hecho y que no es aceptable, aportando
«razones» ficticias que justifiquen nuestra conducta. Esas razones pueden ser verdaderas
y razonables en sí mismas, pero no son las verdaderas razones por las que se actuó. Un
ejemplo clásico lo vemos en la fábula de la zorra y las uvas. La zorra, después intentar
por todos los medios alcanzar las uvas y no tener éxito, con fingida indiferencia se aleja
diciendo: «No las quiero, pues no están maduras». Podía ser verdad que no estuvieran
maduras, pero no fue esa la verdadera razón por la que desistió de seguir intentando

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alcanzarlas. Se protegió del ridículo inventando una razón aparentemente creíble.
En el lenguaje ordinario las racionalizaciones se pueden llamar excusas, disculpas,
mentiras… Si son creídas por los demás son una estrategia eficaz para protegernos ante
el fracaso; pero si se abusa de ella, se corre el peligro de que los demás desconfíen de
nuestra palabra incluso cuando digamos la verdad.
3. Derogación. Derogar, en el contexto psicológico, significa humillar a alguien o
algo. Hay muchas formas de rebajar al otro: insulto, humillación, difamación, desprecio,
etc. Rebajando a una persona nos defendemos justificando nuestro comportamiento
vejatorio. Si al otro lo consideramos un desecho, merece lo que le damos y se justifica
nuestra conducta: maltrato, insultos, sueldo irrisorio, desprecio, discriminación…
Rebajar a alguien es una forma de autojustificarse, de hacer ver que el otro recibe lo que
merece. Una vez que el ser humano es despojado de su dignidad, todo lo que se le haga
está justificado. La esclavitud existió durante siglos, hasta hace cuatro días… Es una
forma de proteger el propio poder, el propio estatus social y moral: la propia imagen. En
las conversaciones diarias, cuando no se tienen razones para convencer al otro, se recurre
a atacar a su persona, insultando, recordando errores del pasado, dudando de su
inteligencia… Rebajando al otro parece que tenemos más razón y mayor estatura. Como
si despreciando se ganara aprecio.
4. Deformar la información. No creo que exagere si afirmo que se podrían escribir no
pocos libros si quisiéramos reunir la evidencia empírica fundamental (solo la
fundamental) que demuestra cómo el individuo, los grupos, las instituciones, los órganos
oficiales, etc., se defienden ignorando, cambiando, tergiversando, reorganizando,
aumentando/disminuyendo datos convenientemente… Las técnicas pueden ser tan
simples como mirar para otra parte y decir «No te había visto», hacerse el distraído
fingiendo hablar por el teléfono móvil como disculpa para no atender a alguien…o
altamente sofisticadas, como controlar los medios de comunicación para decir lo que se
desea y como se desea, y no la verdad. Basta que nos paremos a comparar las versiones
que distintas personas hacen de los mismos hechos: cada cual procura «llevar el agua a
su molino». Hay muchos dichos populares que expresan esta idea.
El ser humano tiene una sorprendente habilidad para protegerse transformando
mentalmente la información. Deformando la información ocultamos nuestros fracasos y
nos convencemos de que los demás no pueden verlos. Sobre todo, si somos poco
inteligentes. El que es poco inteligente no ve que otros ven mejor.
Si al atrevimiento inconsciente y fruto de la ignorancia lo llamamos valentía; a la
cobardía la llamamos prudencia; a la indiferencia, tolerancia; a la incapacidad de
autoafirmación y de decir «No» la llamamos bondad; a la hipocresía la llamamos
«cintura» política y a las mentiras o mediomentiras las llamamos posverdad…, todos
acabamos siendo hombres de bien.
5. Atención y memoria selectivas. Sin darnos cuenta, generalmente, prestamos mucha
más atención a lo que nos interesa. Y, además, lo recordamos mejor. Y si no es así, es
fácil que incurramos en el pesimismo. Teóricamente podríamos decir que deberíamos ser
objetivos y sopesar igualmente lo que nos perjudica y lo que nos beneficia, pero

54
psicológicamente parece más conveniente recordar mejor lo positivo, según vimos al
hablar de las ilusiones positivas.
6. Amparo social. Me limito a exponer solo estas dos formas del amparo social:
a) La comparación social.
b) La identificación con el grupo.
a) Comparación social. Para protegernos podemos compararnos hacia arriba, con
otros que son superiores a nosotros en algo. Por ejemplo, diciendo que somos el número
10 en el ranking mundial de tenis, lo cual no está nada mal, para los que solo juegan al
tenis una vez a la semana, puesto que la comparación se hace con otros que están a un
alto nivel mundial; pero sería una humillación decir que somos el número 10 en las
calificaciones escolares en una clase de once alumnos. Pero el escudo que tal vez protege
mejor contra el sufrimiento y la humillación, y es el más común, es la comparación
hacia abajo: la que se hace con otros que están igual o peor. Según un dicho castellano,
«En el reino de los ciegos, el tuerto es rey» (el que solo tiene un ojo se siente un
privilegiado entre los que no ven). Veuillot decía que es una suerte para el pobre que
haya pobres. Ver a otros más miserables que nosotros nos hace sentirnos más felices: la
desgracia ajena alivia nuestros desconsuelos (ver Burón, 2010, cap. 4, sobre la
comparación asocial). Al que gana poco dinero le puede consolar saber que el 90 % de
las personas, con la misma valía y preparación, gana mucho menos. El alumno que llega
a casa con solo un suspenso puede defenderse diciendo que la mayoría de sus
compañeros tuvieron más de dos suspensos.
b) Identificación con el grupo. Alicke y Guenther (2011) explican que una forma sutil
de protegernos es mostrarnos benignos, condescendientes y laxos al valorar a los que
defienden las mismas opiniones sociales, políticas y morales que nosotros. Así podemos
justificar que también seamos condescendientes con nosotros mismos. Si son iguales que
nosotros ya no estamos solos; es muy triste sentirse solo en la duda y en la desgracia;
necesitamos la compañía de otros desgraciados, y aún mejor si son más desgraciados que
nosotros.
Otra variante de esta defensa es nuestra tendencia a creer que son muchos los que
opinan como nosotros y tienen los mismos objetivos. Nos gusta ser como los demás, al
menos para que no nos consideren raros o anormales… Pero también nos encanta
destacar en aquello que es envidiado por la mayoría (inteligencia, simpatía, atractivo,
etc.). Así, somos como los demás; pero mejores en lo bueno.
7. El deseo disfrazado. La condición humana es realmente misteriosa. Gran parte de
nuestros disgustos se deben a la frustración de nuestros deseos, y ya desde niños. Sin
embargo, nuestros deseos son cada vez más numerosos. Tantos que nos impiden
detenernos para disfrutar de lo que ya tenemos y porque los deseos suelen ir
acompañados del temor a perder la oportunidad de conseguir lo que mucho se desea.
Además, el placer que se espera conseguir y que creemos nos va a hacer felices, con
frecuencia lleva al desengaño… y surge esta pregunta de decepción: ¿para esto tanta
espera y tanto esfuerzo? Y para colmo incurrimos una y otra vez en desear lo que no

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podemos conseguir. ¿Para qué? ¿No experimentamos ya suficientes frustraciones para
que nos compliquemos, aún más, persiguiendo lo imposible? ¿Es el hombre, como diría
Sartre, una pasión inútil? ¿O es la vida un engaño y una ficción, como diría Calderón?
Sócrates ya debía de advertir la maraña de los deseos, puesto que decía que, cuanto
menos deseamos, más nos parecemos a los dioses. ¿No seríamos más felices deseando
menos o, por lo menos, dando menores dimensiones a nuestros deseos y descartando
bagaje superfluo y yendo ligeros de equipaje, como Machado? Algunas ideologías
proponen que, puesto que los deseos son fuente de frustración, es mejor no desear. Pero
esto es complicado, pues sin deseos no hay esperanza y sin esperanza no hay salud ni
felicidad. La esperanza, empero, tiene un precio: para tener esperanza y no hundirnos en
el pesimismo, tenemos que engañarnos algo, no mucho, y cultivar, según hemos visto,
ilusiones positivas. Las ilusiones nos protegen de la depresión: Alloy y su equipo (2011)
afirman que al deprimido le faltan las tergiversaciones cognitivas de las ilusiones
positivas que aumentan el autoengrandecimiento y la autoprotección. Las ilusiones nos
protegen de la depresión.
El movimiento de la psicología cognitiva, que viene dominando con fuerza desde
hace más de medio siglo, insiste en que, más que los acontecimientos mismos, lo que nos
hace sufrir son nuestras interpretaciones de los hechos. Si un halago lo interpretamos
como insulto, nos enfada. Y si un insulto lo interpretamos como halago, nos complace.
Un mismo hecho a unos les hace reír y a otros les ofende: depende de cómo se
interprete… El remedio para sufrir menos es, por tanto, saber interpretar la realidad y
relativizar las consecuencias de las adversidades (otra forma de saber interpretar),
aprendiendo a aceptar lo irremediable y a cambiar lo que podemos cambiar, si nos
conviene. Los deseos, sin embargo, influyen sutilmente en nuestra mente: hacen que
creamos fácilmente lo que deseamos y nos inclinan al convencimiento de que nos
conviene aquello que deseamos profundamente. Por ello buscamos con ilusión
información y experiencias que confirmen la utilidad y conveniencia de conseguir lo que
deseamos y, al mismo tiempo, nos protejan de los inconvenientes de los obstáculos que
lo impiden deformando las dimensiones de esos obstáculos hasta verlos fácilmente
superables: es el desafío de la imprudencia. No ver el peligro es facilitar la entrada en sus
dominios.
La distorsión de nuestras interpretaciones de la realidad es, con frecuencia, otro
escudo de protección contra la humillación del fracaso (Cole y Balcetis, 2011). Se ve
claramente a la hora de valorar los resultados de unas elecciones: parece que ningún
partido pierde las votaciones. Sesgando la interpretación de los resultados parece que
todos son ganadores. La distorsión en la percepción de nuestra propia realidad lleva de
igual modo, y no pocas veces, a reinterpretaciones interesadamente sesgadas, cuando
llamamos, por ejemplo, prudencia a lo que es miedo, confundiendo la bondad con la
incapacidad para decir «no», creyendo que se tiene mucho carácter porque no se puede
dominar los enfados o que se destaca en sinceridad porque se critica intransigentemente
todos los defectos ajenos… Los sentimientos influyen también en el recuerdo de los
méritos del pasado, como se observa a la hora de reclamar herencias. Recordando

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mínimos esfuerzos realizados en tiempos ya muy lejanos parece que se tiene derecho,
ahora, a beneficios no menores que los de otros que se han sacrificado mucho más por
las mismas causas. Entre los creyentes se ve también clara esta tendencia (más herética
que cristiana): pocos creen que los demás tengan los mismos méritos que ellos para
alcanzar la salvación, pues cada uno recuerda los propios momentos de fervor no
expresado que da un cierto derecho a la salvación; pero no se reconoce que lo mismo
puede ocurrir a todos los demás. Y, peor aún, nadie reconoce que no tiene ese derecho…
Los sentimientos arrastran, convenientemente y como defensa, al pensamiento y a la
aceptación de ideologías. El notable neurólogo Damasio (2009), en la primera línea de
su libro En busca de Spinoza, dice: «Los sentimientos son los cimientos de nuestra
mente».
El equipo de Sedikides (2004) afirma que la necesidad de autoprotegernos nos lleva a
negar, deformar, reinterpretar, atender y recordar los hechos de forma que se minimicen
las amenazas. Y si esta distorsión de la visión de la realidad lleva a que domine en
nosotros el miedo sobre la seguridad, el pesimismo sobre el optimismo, los temores
sobre las ilusiones positivas…, el resultado psicológico es negativo. Lo que vemos y
cómo lo vemos depende bastante de nuestros deseos y de nuestros temores. Cuando
tenemos muchos miedos, oímos muchos ruidos y vemos muchas sombras. Y cuando
deseamos algo apasionadamente, nuestra fantasía suele hacernos ver que lo deseado es
accesible: la razón suele ceder su puesto a la fantasía para que esta vea posible
alcanzarlo, y la razón cede, como estrategia defensiva, para no causar frustración al
chocar con la realidad. Como si cerrara los ojos para permitir que la fantasía engendre
ilusiones.

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4

Orgullo: el disfraz de la pequeñez

Tal vez sean muchas las personas que pueden decir que sus mayores éxitos en la vida se
deben a su orgullo (o «amor propio», como se suele decir en el lenguaje popular). Y
también muchos de sus grandes errores. El orgullo las ha incitado a demostrar que valen
tanto como o más que muchas de las personas que las rodean y que no aprecian su valía
debidamente. Por ello, se han esforzado con tesón para alcanzar metas y objetivos que
otros, en mejores condiciones económicas y sociales, no han podido conseguir. Se han
creído capaces de superar obstáculos, de enfrentarse a miedos y dudas, y han superado su
situación desfavorecida. Y, al final, el éxito, al menos parcial, les hizo creer en sí mismas
para seguir luchando. Pero el orgullo posiblemente las ha llevado también a desoír
consejos, a confiar en sí mismas más de lo razonable, a adoptar conductas
desafortunadas, riesgos e imprudencias que tal vez solo más tarde se ven como tales…
Muchas decisiones que en su momento parecieron valientes acaban viéndose como el
producto de la obcecación y de la inconsciencia.
A lo largo de la historia del pensamiento, filósofos, teólogos, pensadores y moralistas
han escrito miles de páginas y acuñado frases de hondo contenido sobre el orgullo. Se
dice que Adán y Eva fueron castigados por querer ser algo más (orgullo): por querer ser
como Dios. Pero ¿quién no desea el poder y la gloria?, ¿quién no quiere tener más poder
económico, social, cultural, moral o científico?, ¿quién no quiere ser más listo que los
demás, más guapo, más famoso, más influyente…? El cristianismo considera el orgullo
como uno de los pecados capitales, y quizá por ello se tiende a considerarlo como un
defecto moral. Basta que nos fijemos en el significado peyorativo de muchas de las
palabras que se usan en el lenguaje ordinario y que reflejan la riqueza de matices del
orgullo: soberbia, arrogancia, altanería, altivez, chulería… Y precisamente por esas
connotaciones negativas, procuramos ocultar el orgullo con palabras que tienen visos de
virtud: ambición, asertividad, valentía, constancia, responsabilidad, autoridad,
dignidad, honor…
Pero también ha habido pensadores que han visto en el orgullo una virtud, algo que
conviene cultivar. Aristóteles, por ejemplo, decía que es la corona de las virtudes; y

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Nietzsche pensaba que el orgullo es una virtud elevada, pues mueve a las personas a
luchar por superarse y actuar con valentía. No debemos pasar por alto que el orgullo es
un estado emocional o un móvil que lleva al progreso y al desarrollo social y personal.
Todos hemos reconocido el mérito de personas que, partiendo de poco o casi nada, han
logrado éxitos y renombre a fuerza de realizar inicialmente trabajos poco considerados,
de largas jornadas de esfuerzo, de sacrificios, de perseverancia, de tratos injustos, etc. Y
podemos preguntarnos: ¿qué mueve a una persona a sacrificarse de esta forma, una vez
satisfechas las necesidades de supervivencia? En psicología se han propuesto móviles
distintos bajo nombres diferentes: motivación de logro (= ambición de logros), sentido
de autoeficacia (= sentirse con capacidad), capacidad de sacrificio, etc.; pero detrás de
todas estas motivaciones se esconde un fondo de orgullo, de deseo de demostrar a los
demás que la valía propia es tan alta como la de muchos otros. Mientras haya en
nosotros necesidad de compararnos, hay orgullo; pues usamos la comparación para saber
si estamos por encima y merecemos gloria, o por debajo y debemos protegernos
ocultando nuestras deficiencias.
Reconocemos y admiramos los sacrificios casi inhumanos de deportistas que buscan
ser el número uno (= mejor que todos), el valor de toreros que arriesgan su vida por
rematar una buena faena y recibir el aplauso, la valentía de los que practican deportes de
riesgo, la responsabilidad de estudiantes que solo se conforman con la máxima
calificación, la ascesis de quienes se mortifican severamente por alcanzar la virtud… ¿Se
harían tantos sacrificios sin orgullo, sin espectadores, sin el reconocimiento y la
valoración de los demás, sin la necesidad de demostrar la propia valía o de cubrir
deficiencias personales no aceptadas ni asumidas? ¿Es valentía, valor o responsabilidad
lo que se muestra al buscar la aprobación, el aplauso o la alabanza de los demás
destacando en la competición, o es dependencia del juicio ajeno? ¿Y es reprobable que
busquemos reconocimiento y aplauso, lo mismo que se busca el afecto y la aceptación de
los demás? Si el ser humano es un ser social, ¿no lleva esto implícito que se desee ser
aceptado, aprobado y estimado por el resto de la comunidad?
El orgullo tiene aspectos positivos, como al sentirse orgullosos de tener hijos
sobresalientes en todo; pero ese orgullo pasaría a ser de dudosa calificación si se creyera
que esa realidad de los hijos se debe solo al modo de educarlos en casa y se
infravaloraran otras causas, como la contribución de la escuela y de la sociedad, la
influencia de otras personas o incluso de factores genéticos. Ese orgullo de padres es
aceptable si se limita a reconocer en su medida justa la propia contribución en los logros
de los hijos; si esa satisfacción emana de ver felices a los hijos y no de comprobar que
salen bien parados cuando se los compara con otros.

1. Qué es orgullo

A lo largo de la historia el orgullo ha sido elogiado por grandes pensadores. Otros, en


cambio, parecen verlo como el origen de todos los vicios; y, lógicamente, el lector puede
preguntarse si unos y otros hablan de lo mismo, a la vista de tan gran disparidad de

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criterios. Y si analizamos los cientos de definiciones dadas a lo largo de los siglos, nos
encontramos con un desconcierto similar. Afortunadamente, sin embargo, la
investigación psicológica nos ofrece un panorama más esclarecedor para el lector. En
primer lugar, la mayor parte de los psicólogos están de acuerdo en afirmar que el orgullo
es un estado emocional que se deriva de comprobar que se han conseguido resultados
positivos y que son debidos a la propia habilidad y al propio esfuerzo. Por otra parte, se
acepta la distinción, ya consolidada, que hizo Jessica Tracy (2007), junto con su equipo,
entre orgullo auténtico y hýbris (en adelante lo llamaré orgullo hubrístico). Con la
palabra orgullo ocurre algo parecido a lo que sucede con la palabra colesterol: en
principio se considera que es algo negativo, hablando en general; sin embargo, cuando
queremos ser más precisos distinguimos entre colesterol «malo» y colesterol «bueno».
Con el orgullo ocurre lo mismo: el auténtico se considera bueno, porque impulsa
virtudes y habilidades, y el hubrístico se considera malo, en general, porque es causa de
muchos errores humanos[1]. Si hablamos en general, sin hacer esta distinción, se puede
incurrir fácilmente en la confusión y en las contradicciones señaladas.
En las líneas que siguen me fijo especialmente en el orgullo hubrístico porque la
altanería que lo caracteriza pone de manifiesto el intento de ocultar una inferioridad que
no se ha aceptado ni asumido. Trata de mostrar una superioridad, aparente, que sirve de
escudo ante el peligro de que salgan a la luz aspectos de nuestra persona que no nos
gustan. El orgullo hubrístico es una forma de transmitir una autoimagen mejorada de la
propia realidad: es vanidad, apariencia de superioridad. Es una actitud ante la vida y uno
de los móviles de conducta más poderosos y con mayor influencia en las relaciones
interpersonales (Holbrook, Piazza y Fessler, 2014). Por ello está justificado que en las
últimas décadas el estudio del orgullo se haya convertido en un área destacada de
investigación psicológica.
En uno de sus textos, Pío Baroja dice que, en la guerra, el que más miedo tiene es el
que más lucha, no porque sea más valiente sino porque es más miedoso: porque más
teme morir. Después, levantamos una estatua en su honor y como recuerdo de su valor y
valentía. Ahora, la psicología nos dice, como veremos, que los individuos que más se
resienten por su inferioridad y sus limitaciones son los que más recurren a la pretensión
de superioridad, los que más necesitan exhibir su habilidad y valía, como protección ante
el peligro o la amenaza de que se descubran sus deficiencias, y para garantizar la imagen
o fachada social positiva. La autoglorificación del orgullo es una máscara de la
inferioridad no aceptada. La sabiduría popular lo expresa diciendo «Dime de qué
presumes y te diré de qué careces». Y es que el orgullo negativo es, en esencia, presumir
de algo que no se tiene o, al menos, no en la medida que se quiere hacer ver.
Antes de analizar la máscara del orgullo me parece oportuno que distingamos las dos
clases de orgullo tal como las describe la literatura psicológica. El contraste entre ambas
ayuda a entender mejor la pretensión de superioridad que caracteriza al orgullo
hubrístico.

1.1. Orgullo auténtico

61
Se considera psicológicamente positivo, pues ayuda al individuo a adaptarse socialmente
y sentir satisfacción por los logros conseguidos, lo cual le motiva para seguir
esforzándose por alcanzar nuevos objetivos y luchar por la superación de obstáculos, y
esto, además de fortalecerle y aumentar sus esperanzas, le aporta reconocimiento y
aprobación social. De aquí emana la perseverancia en el esfuerzo y la ilusión de nuevas
perspectivas de futuro. La confianza de la persona con orgullo auténtico emana de
hechos y logros reales; es realista, y por ello esta sabe dónde están sus límites y sus
posibilidades: los éxitos y fracasos del pasado le hacen juzgarse con sentido de la
realidad. Precisamente porque este orgullo es razonablemente realista se llama auténtico.
Solo los fuertes son capaces de reconocer sus debilidades, lo mismo que son los sabios
los que mejor saben lo que ignoran; es fuerte quien sabe ser débil; es débil quien no
acepta sus debilidades.
Este tipo de orgullo va unido a una autoestima auténtica (basada en logros reales), a
una disposición altruista y a la sociabilidad. Como se debe a logros reales, conseguidos
con esfuerzo y habilidad, recibe una valoración positiva de los demás (Tracy y Robins,
2004), aumenta la confianza y la seguridad en uno mismo y potencia distintas
dimensiones positivas de la personalidad (Tracy y Prehm, 2012), como extraversión,
responsabilidad, buena autoestima, trato agradable, etc. Naturalmente, cuando vemos
que algunos pensadores hacen elogios del orgullo hemos de pensar que se refieren a esta
clase de orgullo, y al orgullo «hubrístico» los autores que consideran el orgullo como
fuente de múltiples vicios morales.

1.2. Orgullo hubrístico


Según la cultura clásica griega, los seres humanos mostraban hýbris cuando creían poder
desafiar la suerte y controlar su destino, como si fueran dioses. El orgullo hubrístico se
caracteriza, pues, por la sobrestimación que hace el ser humano de lo que es y de lo que
puede realizar: exagera sus éxitos, su capacidad y sus habilidades sin una base real; sin
datos que lo confirmen, sino fundamentándose en ilusiones o deformaciones de los
hechos reales: presume de cualidades que no tiene o las sobrevalora, si las posee. Esto se
ve, por ejemplo, cuando atribuye a sus cualidades, exclusivamente, éxitos que se han
debido, por lo menos en parte, a la suerte o a la contribución de otros. Con esta
exageración de sus méritos y de su poder busca la admiración de los demás y que estos
se sientan inferiores. La arrogancia es precisamente una característica de este tipo de
orgullo: el arrogante rebaja a los demás para sentirse más elevado. No debe extrañarnos,
por tanto, que su trato en las relaciones interpersonales resulte poco agradable, con aire
de agresividad desafiante y, a la vez, mostrando las características de la baja autoestima
(ocultación de fracasos, sensibilidad a la crítica, actitud defensiva, etc.), que trata de
maquillar con una postura presuntuosa y altiva. Según investigaciones de Johnson y
otros (2010), en el trabajo las personas arrogantes no son tan superiores como quieren
hacer ver, sino que más bien su rendimiento es bajo y no son bien aceptadas: exhiben
conductas arrogantes para impresionar y para compensar sus limitaciones. Como dice el
título de su investigación, «Actúan como superiores siendo inferiores». Ya nos lo había

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advertido Descartes cuando escribía: «Sucede con frecuencia que los que tienen un
espíritu más mezquino son los más soberbios y arrogantes, y que los espíritus más nobles
son los más humildes y modestos».
El orgullo hubrístico va acompañado de exhibición, vanidad, narcisismo, búsqueda
de poder y admiración; de tendencia a explotar a los demás y de ciertas conductas
antisociales (agresividad, abuso, hostilidad…). Si el orgullo auténtico lleva a que el
individuo logre estatus social adquiriendo prestigio, el hubrístico lo consigue siendo
dominante: los que le siguen lo hacen por miedo (Wubben, De Cremer y Van Dijk,
2012). Si el orgullo auténtico se deriva de habilidades o conductas concretas del
individuo (p. ej., su destacada habilidad musical, su capacidad para persuadir, su
depurada técnica jugando al tenis, etc.), sin sentirse este por ello superior en otras
actividades, el orgullo hubrístico, por el contrario, lleva a una visión endiosada global de
toda la persona aunque solo se destaque en una faceta o actividad.
Otra distinción, psicológicamente importante, entre ambos tipos de orgullo hace
referencia al estilo atribucional; es decir, al modo de deducir las causas de las conductas.
Como nos hacen ver Hareli y Weiner (2000), en el orgullo auténtico el éxito se atribuye
a alguna habilidad específica («Se me dan bien las matemáticas, pero no tengo mucha
facilidad para los idiomas»), a la aportación personal, que depende de uno mismo (p. ej.,
el esfuerzo), y sabiendo que en el resultado final influyen otras variables (suerte,
condiciones meteorológicas, estado de salud, ayudas espontáneas, etc.). Entendiendo de
esta forma el éxito, el individuo sabe hasta qué punto puede sentirse feliz de su éxito y
hasta qué punto es responsable de su fracaso. Este estilo atribucional o modo de deducir
las causas hace que se relativicen tanto los éxitos como los fracasos, impidiendo el
endiosamiento de la propia persona y también el hundimiento total ante el fracaso,
permitiendo al individuo saber en qué terreno es más probable su triunfo y cuándo debe
limitar sus expectativas. Adquiere así un pensamiento realista, perseverancia en el
esfuerzo en tareas que están al alcance de sus posibilidades, aumento de la autoestima y
desarrollo de una actitud social y positiva (Williams y DeSteno, 2008).
El orgullo hubrístico, por el contrario, se deriva de un modo distinto de explicar las
causas del éxito del individuo. Si este piensa que sus buenos resultados se deben
exclusivamente a cualidades propias que son estables, permanentes y que puede
controlar, deducirá que el éxito está siempre en sus manos, puesto que no depende de
variables inestables, fluctuantes e incontrolables. Si, además, cree que esas cualidades
son globales y no meramente específicas, deducirá que tendrá éxito en todo lo que se
proponga y no solo en las tareas en las que es especialmente hábil. La persona con
orgullo hubrístico ensalza todo su ser global; no se limita a tareas en campos concretos.
Endiosa su ser total. No acepta limitaciones. Es un orgullo incondicional. Incita a esperar
siempre el éxito, porque piensa que este depende solo de sus cualidades
(sobredimensionadas). Su expresión puede verse en frases como estas: «Si tengo éxito es
porque valgo mucho», «Mis oponentes no me llegan a la suela de los zapatos», etc.
Frases de vanagloria, de exaltación de su persona, de narcisismo y de sobrestimación de
sus éxitos. Pensando así, hemos de deducir que, si fracasa, entenderá que también

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fracasa todo su ser; consecuentemente, se hunde o se vuelve violento. Por el miedo que
tiene al fracaso, necesita poderosamente defenderse: construir la fachada defensiva del
orgullo hubrístico y sentirse superior, por miedo a parecer inferior, sin advertir que la
inferioridad se hace tanto más evidente cuanto más se intenta ocultar. Por otra parte, el
ocultamiento de las limitaciones hace que al inferior le resulte difícil ser indulgente
consigo mismo, y también con los demás, a los que critica sobremanera para hacer creer
que él habría hecho mejor las cosas; por eso se puede afirmar que detrás de la crítica
negativa y exaltada se esconde el orgullo: se rebaja a los demás para hacer ver la propia
superioridad. Es una forma de afirmar «Yo lo habría hecho mejor». Es una característica
del orgullo hubrístico: si no esconde ignorancia, esconde miedo y debilidad.

2. Origen del orgullo

En el siglo pasado, Adler (1870-1937), figura destacada de la psicología, desarrolló una


idea que tuvo gran influencia: el principio de la compensación. Adler pensaba que el
crecimiento y el desarrollo psíquicos se obtienen por compensación, es decir: si una
persona se siente inferior en un aspecto, trata de compensarlo buscando sobresalir en
otro; por ejemplo, si un escolar no vale para estudiar, trata de destacar en los deportes.
Adler mismo lo vivió personalmente: era físicamente raquítico y compensó su
inferioridad llegando a ser un autor de renombre en la historia de la psicología.
Si no se alcanza una compensación adecuada destacando en algo, el individuo
desarrolla un complejo de inferioridad: se sentirá inferior y tendrá miedo ante los retos
de la vida. Si, por el contrario, compensa exageradamente los sentimientos normales de
inferioridad, decimos que tiene complejo de superioridad, que manifiesta poniendo
excesivo empeño en mostrar sus cualidades y sus éxitos; siendo vanidoso y jactancioso y
rebajando a los demás. En todas las manifestaciones del orgullo aparece el esfuerzo por
demostrar superioridad y ocultar las propias limitaciones (ser pobre, débil, torpe,
deforme…); se pretende ser lo que uno no es y ocultar lo que no gusta de uno mismo:
fingimos estar tranquilos cuando tenemos miedo, saber algo cuando no tenemos ni idea
de ello, etc. El orgullo es el intento de cubrir nuestras limitaciones. Y el complejo de
superioridad es una máscara para cubrir una inferioridad personal que resulta hiriente.
Todos somos inferiores a otros en muchas cosas, y, siguiendo a Adler, podemos
afirmar que sentirse inferior puede llevar a luchar por superarse, crecer y alcanzar
niveles más altos en otros terrenos. Es normal que intentemos superarnos, pero, si en ese
intento se manifiesta un énfasis notorio en mostrar los logros, sin darnos cuenta ponemos
de manifiesto que nuestra inferioridad sigue doliendo más de lo necesario. El complejo
de inferioridad puede reflejar también orgullo de superioridad: el individuo se siente
inferior porque no logra alcanzar unos niveles elevados que son superiores a sus
capacidades, cuando lo «normal» debería ser conformarse con las propias limitaciones y
aspirar, simplemente, a alcanzar lo que permiten esas limitaciones, sin sufrir por no
poder alcanzar lo inalcanzable. Nuestra cultura nos impone aspirar a ser más que los
demás, y lo saludable es, sencillamente, aspirar a ser lo que podemos ser, sin hacer

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comparaciones. Karen Horney, pensadora relevante en psiquiatría, nos lo explica mejor;
y por ello hago un breve resumen de su teoría, basándome fundamentalmente en sus dos
obras de 1945 y 1950.
Karen Horney (1885-1952) adoptó ideas de Adler e hizo un análisis detenido del
origen del orgullo. De niña no se sintió muy querida en su familia, y esta experiencia la
llevó a profundizar en la idea de que para el ser humano son esenciales la seguridad y el
amor: que el niño se sienta seguro y querido. Si faltan estos elementos en la infancia, el
niño siente ansiedad, miedo, hostilidad. Este sufrimiento le lleva a desarrollar estrategias
de comportamiento con los demás encaminadas a conseguir su afecto y su protección, y
evitar la amenaza del desafecto, las heridas del sufrimiento, el peligro de sentirse atacado
y rechazado cuando se le reprime, se le castiga, se le humilla o se le ridiculiza. En su
miedo e indefensión, el niño va desarrollando, según Horney, estas tres posturas
compensatorias principales en el intento de conseguir lo que desea:
I. Acercarse hacia los demás (siendo complaciente).
II. Actuar contra los demás (siendo agresivo).
III. Distanciarse lejos de los demás (siendo desapegado).

Con estos estilos de conducta, el niño espera reducir su miedo a ser herido, y, cuanto
mayor sea su miedo, más se aferrará a uno de estos estilos de relación, que acabará
siendo la postura dominante, aunque esporádicamente sienta la tentación de poner en
ejercicio alguno de los otros dos. A continuación hago una breve exposición de estos
estilos de relación, pues nos ayuda a entender mejor el fondo del orgullo.

I. Acercarse a los demás (complacencia)


La complacencia es un modo de acomodarse a los demás para ganar su afecto y
aprobación, y reducir así el riesgo de entrar en conflicto con ellos y de ser herido. La
forma de verse a salvo es la condescendencia y la sumisión, ser bondadoso y (por miedo
a parecer egoísta) renunciar a la autoafirmación, a la defensa de los propios derechos y a
cualquier manifestación que pueda parecerse al orgullo o al enfrentamiento con los
demás.
El individuo que desarrolla este estilo de relación interpersonal tiende a sentirse
inferior y, de una u otra forma, pide perdón con frecuencia; admira la seguridad con que
se mueven algunas personas, busca la paz a cualquier precio y parece que los demás le
importan más que su propia persona; en realidad está gobernado por ellos. Se conforma
con vivir en un segundo plano y la modestia es, para él, un valor destacado. Uno de sus
errores es creer que no es orgulloso y que es mejor que muchos, porque no se ve egoísta,
se sacrifica, no ofende a nadie, es respetuoso… Pero detrás de esta aparente humildad
puede estar oculto cierto sentido de grandiosidad moral. Ha podido caer en el peligro de
hacer de la necesidad virtud: de hacer de la dependencia una buena cualidad, del miedo
un ideal de respeto a los demás… Es fácil confundir el miedo con la bondad: hay quien
hace el bien porque no se atreve a hacer lo que considera malo. Detrás de la baja

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autoestima pronunciada, Horney dice que puede esconderse el orgullo de refugiarse en
un ideal grandioso para no aceptar la realidad propia. El miedo a los demás puede ser
miedo a que vean la vulnerabilidad propia. La modestia puede esconder miedo a que nos
vean como somos y la aspiración de que nos vean como deseamos ser vistos. El miedo a
que otros no nos vean como nos gustaría ser vistos es causa de timidez. Detrás de la
timidez puede ocultarse, por tanto, el orgullo: el miedo a que otros vean nuestras
limitaciones.

II. Actuar contra los demás (agresividad)


Esta es una actitud desarrollada por el individuo para aliviar el miedo interpersonal, el
miedo a los demás, ejerciendo el dominio sobre ellos. Su prioridad es mostrar poder,
habilidad e inteligencia. La humillación es para él como sentirse anulado e indefenso.
Parece que su objetivo es eliminar acusaciones y dudas sobre su capacidad de respuesta;
su afán es demostrar que las causas de sus posibles errores no están en él, sino en el
exterior. Este estilo agresivo tiene tres manifestaciones destacadas:
a) Narcisismo: estar enamorado de la propia imagen idealizada, a la cual venera el
narcisista. Este parece muy seguro, pero necesita hondamente que los demás
confirmen su superioridad, pues no está seguro de ella. Esta debilidad le lleva a
buscar con ahínco la alabanza; incluso cree tener derecho a exigirla. Para él, ser
criticado es insultante, y reacciona con furia. Su orgullo es la fachada de una clara
fragilidad.
b) Perfeccionismo. Si el narcisista quiere identificarse con una imagen inflada de sí
mismo, el perfeccionista busca identificarse con la imagen de la persona perfecta,
cumplidora y correcta, con la que quiere ser respetada y evitar toda crítica: la
perfección, para él, es la ausencia de todo motivo de crítica que mancille su
imagen. La persona perfeccionista se cree con el derecho de ser tratada con
justicia entendida a su modo: si ella es cumplidora, los demás también deben serlo
con ella. La vida les debe el trato que, a su juicio, merecen. Se cree superior
siendo exacta cumplidora; no acepta fallos, debilidades ni errores propios del ser
humano. Su perfección parece darle el derecho de criticar a los demás, tal vez
porque se analiza poco a sí misma para no ver sus debilidades ni limitaciones y
poder sentirse superior.
c) Venganza arrogante. Las personas que han desarrollado esta actitud sienten placer
intimidando a los demás y manteniéndolos sometidos; es la forma de sentirse
superiores. No admiten que otros las superen. Intentan parecer insensibles, porque
tienen miedo a que la sensibilidad sea interpretada como debilidad. Las
humillaciones sufridas en la infancia parecen haberlas llevado a desconfiar de la
amistad y a desarrollar esta apariencia de dureza hacia la gente. Como no creen
que puedan ser queridas, rechazan la amabilidad hacia la vida y buscan dominar a
las personas. Su arrogancia pone de manifiesto sus propias carencias: presumen
de superioridad porque no se creen con cualidades para ser queridas. Si no son

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aceptadas, que sean, por lo menos, temidas.

III. Distanciarse de los demás (desapego)


La reserva, la evasión y la retirada al propio mundo son formas de evitar el miedo en las
relaciones con las personas. El distanciamiento da seguridad porque se alejan los
conflictos. Para conseguirlo se sobrevaloran dos cualidades que parecen ayudar: la
autosuficiencia y la independencia. Es preciso dar la sensación de que no se necesita a
nadie, aunque el móvil de fondo sea el miedo a afrontar conflictos interpersonales y a
salir con heridas de los enfrentamientos. Esta huida es una renuncia a la ambición y,
poco a poco, se incurre en la huida de molestias, fricciones, encuentros no preparados,
etc., y se pasa a ser un poco como un espectador de la propia vida, pues esta queda
reducida a no desear nada o desear poco. Después, es fácil encontrar justificaciones para
señalar que es una postura razonable y hasta filosófica, afirmando, por ejemplo, que no
merece la pena complicarse la vida, pero sí conviene evitar posibles responsabilidades. Y
una forma de conseguirlo es no multiplicar las relaciones. Las personas así distanciadas
no soportan que otros invadan su intimidad ni que las coaccionen. Prefieren vivir en su
refugio. Son refugiadas. Y fugitivas.

3. El orgullo del yo idealizado

Las tres posturas que acabamos de ver son hábitos posibles de actuación que las personas
adoptan para huir del miedo en las relaciones interpersonales: del miedo a ser heridas por
el desprecio, la indiferencia, el desafecto, la humillación, la burla, la crítica… Pero la
persona tiene otro «enemigo»: ella misma. Si no se gusta como es, si no se quiere a sí
misma, si no se acepta tal como ha sido dotada por la naturaleza… puede compensar el
autodesprecio construyendo en su mente un yo ideal: el yo que le gustaría tener.
En todas las manifestaciones del orgullo aflora el esfuerzo por parecer ser más y
mejor que otros y ocultar las propias limitaciones, lo que no nos gusta de nosotros
mismos. Y en este proceso de juzgar la propia realidad influye de forma poderosa y casi
imperceptible la cultura que nos rodea y que nos hace ver que, para ser aceptados,
reconocidos y valorados, hemos de tener éxitos. Nuestra valía se mide por el prestigio, el
poder, el atractivo, la belleza, etc.; por todo lo que hace sentirnos como dioses o como
estrellas en el cielo del poder. El infierno es el fracaso (o tal vez peor: ser nada, ser
anónimo…; ser «don nadie» ya es ser algo, y ser famoso haciendo el ridículo, también).
Y para ser algo hay que competir y ser mejor que muchos o, al menos, parecerlo. El
fracaso nos humilla, ser menos nos humilla y ser nada nos hunde, porque no aceptamos
nuestra realidad personal: lo que somos y lo que nos falta. Nos sentimos humillados
porque partimos de la ilusión de que debemos ser lo que nuestra cultura capitalista define
como ideal y espera que alcancemos: tener éxito y destacar. Nuestros fracasos y nuestras
limitaciones nos humillan porque partimos del ideal de que el éxito es la medida de
nuestra valía, de nuestro prestigio y de la aceptación de los demás. En el fracaso nos

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vemos desnudos, tal como somos en algunos aspectos, y tememos que los demás nos
vean sin maquillarlos.
Si un niño no siente en el hogar la seguridad de ser querido y aceptado
incondicionalmente (sea como sea y haga lo que haga), y además recibe humillaciones
en su entorno porque no brilla como desean de él, se ve vulnerable, empieza a no
gustarse como es y a sentir que su ser actual es rechazable. Para superar la angustia de
esta situación se forja un ideal: luchar por alcanzar significancia y prestigio, y demostrar
como sea posible que es superior; entonces se verá menos vulnerable: los que son
inferiores no se atreverán a herirle ni a hacerle invisible. Al no verse querido tal como es,
busca ser de otra forma alcanzando gloria, respeto y admiración. Busca cambiar de
imagen para lograr seguridad: la seguridad de no ser humillado ni herido. Y cuanto más
se esfuerza por conseguir esa imagen, más pone de manifiesto que le duele la realidad
personal que no acepta y que le humilla. Detrás de la ambición del espíritu luchador, de
lo que llamamos constancia y tesón, fuerza de voluntad o vocación por una profesión, se
esconde, con frecuencia, la no aceptación de la propia realidad, de ser como somos
personal y socialmente: pobres, torpes, feos o disminuidos. El deseo normal y natural de
crecimiento nos incita a buscar el desarrollo y la superación personal, pero el ahínco
pertinaz es, frecuentemente, una manifestación del orgullo: de evitar que se manifiesten
limitaciones que no aceptamos, de parecer ser más, de falta de autoaceptación radical…
Una defensa contra la inseguridad nacida en la niñez.
La búsqueda de gloria rápida muestra una notoria necesidad de aceptación, de
reconocimiento, de poder y de significancia. Es una rebeldía contra lo que somos, contra
nuestra debilidad y pobreza (o lo que interpretamos como tales). Se suele pensar que
alcanzar lo que se pre-establece como superioridad significa abandonar la inferioridad y
la vulnerabilidad; pero puede ocurrir lo contrario, porque ello implica negar cada vez
más la propia realidad de lo que somos. Traicionarse a uno mismo. Y nadie se supera
honda y verdaderamente traicionándose a sí mismo. Como veremos, la verdadera
superación es la humildad: aceptarnos como somos. Si nos sobre-estimamos, incurrimos
en el orgullo; si nos sub-estimamos, además de engañarnos, no nos respetamos.
Construyendo mentalmente el ideal de persona que le gustaría ser (el yo ideal), el
individuo despierta la esperanza de poder lograrlo, y esto hace que se vea ya como algo
destacado y significativo. La construcción de ese ideal lleva consigo la negación de
aspectos y experiencias propias que son incompatibles con ese ideal. Según explica
Horney, esta falta de coherencia entre el ideal que se quiere alcanzar y el yo real que se
quiere negar hace que lleguemos a ser fugitivos que huyen de sí mismos, extraños a
nosotros mismos, distorsionando y tergiversando la realidad de lo que somos. Es normal
y deseable que aspiremos a mejorar y realizarnos, pero en este proceso normal no se
deben negar las propias limitaciones, y el ideal debe considerarse como una aspiración;
en cambio, en el proceso que Horney llama orgullo neurótico (neurótico porque se
aparta visiblemente de la realidad de lo que es el individuo), el individuo no dice «Me
gustaría ser grande», sino que dice «Soy grande». Es decir: ha llegado a creerse que
realmente es lo que desea ser, y para creérselo ha tenido que negar limitaciones de su ser

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real y escapar, con la imaginación, de su no aceptada y dolorosa inferioridad. Tal vez no
diga expresamente «Soy grande», porque sabe que es una afirmación socialmente mal
aceptada (vanagloria); pero se manifiesta y actúa como quien está convencido de ello y
de forma inconsciente porque ya ha automatizado esas creencias, igual que una persona
adulta no dice que es «adulta», pero piensa y actúa sabiendo que lo es y sin ser
consciente de ello, puesto que ya lo da por supuesto. El yo idealizado es el resultado de
la arrogancia, de atribuirse y apropiarse de cualidades que no se poseen, según la
definición de arrogancia del diccionario de la Real Academia Española. Como ese ideal
es bastante artificial, carece de solidez y de seguridad; por ello, esta clase de orgullo hace
al individuo especialmente sensible a las amenazas a esas falsas pretensiones; el que está
seguro de poseerlas, por el contrario, no tiene esos miedos. El miedo es siempre
expresión de inseguridad. Hemos de advertir que las personas normalmente sanas pecan
de cierto optimismo con respecto a su realidad: es decir, se creen algo mejores y algo
mejor dotadas de lo que son en realidad, como ya es sabido en psicología (ver Taylor y
Brown, 1994); pero, en el orgulloso, ese «algo» ha pasado a ser «mucho».
La construcción de un yo ideal (y no simplemente la aspiración de lograr un objetivo)
es una manifestación de orgullo, puesto que es el resultado de no aceptar la realidad con
la que la naturaleza nos ha dotado. Del desprecio de la propia persona. Esta
disconformidad con uno mismo tiene, según Horney, estas consecuencias principales:
a)Inferioridad comparativa: el individuo se ve inferior a los demás porque cree que debe
ser superior y mejor que los demás (orgullo); la baja autoestima se deriva del orgullo de
creer que debe ser superior. b) Hipersensibilidad a la crítica y excesiva vulnerabilidad en
las relaciones; ve las críticas como injustas y, por tanto, como ofensas; además, le hacen
temer que se descubran las debilidades que quiere ocultar. c) Permite el abuso de los
demás, pues su yo idealizado hace creer al individuo que debe ser ejemplo de virtud;
consecuentemente, debe mostrar paciencia, perdón, sufrimiento. Como he dicho, la baja
autoestima es un problema de orgullo: se deriva de intentar subir demasiado alto, o
demasiado deprisa, para huir de sí mismo, de la propia realidad. d) Este autodesprecio
necesita alivio buscando reconocimiento y admiración de los demás. Es un deseo de
gloria que oculte los defectos personales; la madurez, sin embargo, emana de crecer
partiendo de lo que uno es; no niega la propia realidad, sino que busca mejorarla; no
busca mejorar la imagen, o la máscara, sino la realidad personal.

4. El orgullo como autodefensa

El orgullo hubrístico hace que el ser humano sienta la necesidad de defender y agrandar
su propia imagen. Y cuanto mayor es el miedo a que se descubran sus debilidades y se
rompa esa imagen sobredimensionada, mayor es la necesidad de mostrarse superior e
irreprochable, y más se muestra que son hirientes las deficiencias que se quieren ocultar.
El orgullo hubrístico es un signo de debilidad; una máscara para ocultar las sombras en
la propia imagen y defenderse de posibles humillaciones. Por eso se habla de orgullo
defensivo.

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Tal vez sea el equipo de I. McGregor, de la Universidad de York (Canadá), el que
más ha investigado este aspecto defensivo del orgullo. Por ello sigo sus investigaciones
para exponer, a continuación, algunos aspectos del orgullo que todos reconocemos y tal
vez no nos habíamos detenido a preguntar qué esconden. Me fijo concretamente en estos
aspectos que están abriendo nuevos horizontes en la explicación psicológica del orgullo:
1. Consenso defensivo.
2. Alta autoestima insegura y convencimiento defensivo (compensatorio): dos caras
del orgullo autodefensivo.
3. Creencias religiosas defensivas.

4.1. Consenso defensivo


Muchos animales, al verse amenazados, se unen al grupo de sus congéneres buscando
protección. El ser humano suele hacer lo mismo: si no está seguro de sus opiniones o
creencias, si tiene miedo a la crítica, al desprecio o al ridículo, se esfuerza por hacer ver
que su punto de vista es el de la mayoría (consenso). El consenso presupone que las
propias ideas son las de la mayoría; las del sentido común y de la sensatez; es la
arrogancia de presumir que las propias ideas son las que representan lo que piensan
todos (o muchos, por lo menos), que son puntos de vista avalados por el grupo del
entorno o autoridades reconocidas. Es una postura muy próxima al dogmatismo: creer
que las propias opiniones son dogmas, verdades irrefutables, de validez universal; las
ideas de las personas con sentido común, las que defendería cualquier persona sensata en
las mismas circunstancias… Y el que opine lo contrario, lógicamente, será un insensato,
carecerá de sentido común, porque no ve lo que ve «todo el mundo». ¿Y quién se atreve
a correr este riesgo? Si alguien me dice «Si me llevas la contraria, eres un hipócrita, pues
todo el mundo sabe que digo la verdad», ¿qué debo decir? Curarse en salud es una forma
de prevenir la humillación del fracaso, de la amenaza, de la debilidad.
La tendencia a hacer ver que la propia opinión es la de muchos, o la de todos, es la
máscara del consenso: creer que la propia opinión es muy general. El individuo se
refugia así en la protección del colectivo. Una investigación del equipo de McGregor
(2005) indica que, ante las amenazas, el individuo puede recurrir a exagerar el consenso,
a refugiarse en las visiones generales sobre el mundo y a extremar el convencimiento
sobre valores sociales. Se usa así del convencimiento y de la intransigencia para devaluar
y rebajar la fuerza de las amenazas. Si no se piensa en otros puntos de vista o se rechazan
sin considerarlos, parece que desaparece el miedo a sus amenazas. Si no se mira, no se
ven; si no se ven, es como si no existieran.
Sentirse solo es verse más vulnerable, sentir más miedo e inseguridad. Por esta razón,
ante las amenazas a nuestra seguridad personal nos refugiamos en el grupo buscando su
protección; nos unimos a la sociedad en que vivimos compartiendo su modo de ver las
cosas, de pensar, de juzgar, de sentir y de actuar. Si nos sentimos parte del grupo, nos
sentimos protegidos. Si pensamos como el grupo o nos convencemos de que nuestro
modo de ver es el mismo del grupo (consenso), el miedo es menor. Que nos

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equivoquemos todos no nos importa demasiado. Lo duro es equivocarse a solas y contra
todos: por eso nos refugiamos en el consenso. Hemos de resaltar este otro punto: la
necesidad de consenso es mayor cuanto más baja es la autoestima del individuo; unirse a
otros en el pensamiento (consenso) le da un seguro de tranquilidad. Como ha
comprobado Hogg (2007), la incertidumbre, la duda y la inseguridad aumentan la
necesidad de identificarse con el propio grupo.
Cuando un individuo muestra la necesidad de querer demostrar que su lógica, su
razonamiento, su criterio o su punto de vista son los de la mayoría, los de la «gente
sensata», hemos de sospechar que le falta seguridad, que se ve amenazado y se refugia
en el consenso del grupo para evitar la humillación. Aunque no se sepa muy bien qué
significa ser gente de «sentido común» o gente «sensata», el miedoso ve la fortaleza del
grupo como escudo protector ante la posibilidad de equivocarse y de evidenciar las
propias limitaciones. Los más inseguros son los que más recurren a frases como estas:
«Lo que te digo lo ve cualquiera», «No es una invención mía, lo dicen todos», «Lo he
leído muchas veces», «Te lo digo yo, que he estudiado el tema», etc.
Otra forma de protegerse del riesgo o de la amenaza de la humillación de parecer
poco inteligente, poco coherente o poco informado es recurrir a autoridades externas, de
prestigio reconocido: «Lo leí el otro día en una revista científica», «Como decía un
filósofo…». Es una forma de hacer ver que la propia opinión está respaldada por mentes
competentes. En el ámbito intelectual se observa a veces que quien no está muy seguro
de su opinión o de entender bien lo que dice puede cubrir su inseguridad multiplicando
sin fin citas y autores, para demostrar que sus ideas tienen el respaldo de fuentes
competentes. Quien no tiene criterio personal se aferra demasiado a la letra de las leyes
porque no se atreve a hacer una interpretación propia y correr el riesgo de equivocarse en
la interpretación; el testimonio de la letra, en cambio, siempre está ahí como prueba.
Otro recurso de autoprotección es usar lo que se suele llamar «sabiduría popular», que se
contiene en los proverbios y dichos populares. Quien piensa poco tiende a repetir mucho
lo que otros han pensado, aunque tal vez se pueda decir también que repiten para no
pensar ni equivocarse…
El consenso nos hace ver que sentir que las propias opiniones son ampliamente
compartidas y respaldadas (mi verdad es la verdad de muchos), es una medida de
protección que impide que se pongan de manifiesto las limitaciones personales y se
experimente humillación. Es ocultar la inseguridad. Es buscar un cobijo. Que nos
equivoquemos con muchos es una amenaza de menor entidad: mal de muchos, consuelo
de todos. Cuando se sobredimensiona el consenso o se recurre fácilmente al mismo, hay
detrás un propósito defensivo: una estrategia característica de las personas
orgullosamente defensivas (McGregor y otros, 2005). Quien acepta la propia realidad a
solas y ante los demás; quien se quiere a sí mismo como es, no invierte muchos
esfuerzos en defenderse huyendo o fingiendo superioridad, porque no tiene miedo a que
le vean como se ve a sí mismo y, por tanto, no necesita recurrir a actitudes postizas de
arrogancia, pretensiones, altivez u otras máscaras para cubrir debilidades no aceptadas y
protegerse ante el miedo a la humillación.

71
4.2. Autoestima y convencimiento defensivo: dos caras del orgullo autodefensivo
Ante una amenaza psicológica importante que pueda poner en entredicho la propia valía,
la dignidad personal, la buena reputación y la buena imagen social, o ponga en evidencia
las carencias no aceptadas, es frecuente que las personas opten por recurrir a una de estas
dos formas de ocultar el miedo y la vulnerabilidad interior:
a) Mostrar una autoestima explícita alta pero insegura.
b) Mostrar convencimientos defensivos (compensatorios).

Son dos maneras de cubrir y enmascarar los sentimientos de inferioridad que se


ocultan sutilmente tras apariencias de superioridad y que no son fáciles de descifrar. Por
ello, creo conveniente explicarlas. Intentaré hacerlo de forma simplificada y sencilla sin
que la terminología técnica impida su comprensión, puesto que en este caso concreto el
lenguaje puede ser un tanto disuasorio para el lector.

a) Autoestima exterior alta, pero insegura


La autoestima, como lo dice la misma palabra, es la estima que tenemos de nosotros
mismos; si nos gusta cómo somos, si estamos contentos de ser así, si no nos disgustan
demasiado nuestros defectos y carencias ni hacemos demasiados intentos por parecer ser
de otra forma. Por supuesto, a todos nos gustaría no tener ciertos defectos y mejorar
nuestras cualidades, pero las personas con buena autoestima muestran que son felices
siendo como son y que no las amargan sus defectos y limitaciones, y lo demuestran no
ofendiéndose llamativamente si esas carencias se ponen de manifiesto, ni haciendo
demasiados esfuerzos por ocultarlas; más aún, a veces las aceptan con cierto sentido del
humor. Los individuos que tienen baja autoestima, sin embargo, se caracterizan por su
clara tendencia a pretender ser lo que no son (el orgullo es pretensión), a sentirse
fácilmente heridos si ven que hay peligro de que salga a la luz alguno de sus defectos y a
reaccionar con fuerza, y tal vez con agresividad, si se ven directamente amenazados. Son
personas que, a fuerza de pretender ser superiores, «casi» se han convencido de que lo
son (alta autoestima); pero su autoestima es insegura, puesto que, como vemos, se ve
fácilmente amenazada: son vulnerables, ya que se enfadan desproporcionadamente, y
ponen excesivo énfasis en mostrarse superiores.
Hay personas que muestran comportamientos y reacciones que a algunos lectores
pueden parecerles desconcertantes. Son esas personas que parecen muy seguras en casi
todo, que no parecen tener ningún complejo, y, sin embargo, reaccionan con excesivo
enfado ante cualquier pequeño ataque a su persona, ante cualquier desafío que pueda
poner en peligro su imagen o manifestar alguno de sus defectos o limitaciones no bien
aceptados. En términos psicológicos, son personas con alta autoestima explícita (=
exterior), pero insegura y defensiva; sus apariencias de seguridad enmascaran, tal vez sin
advertirlo, una baja autoestima en su interior, que tratan de cubrir con apariencias de
seguridad. Sus reacciones de enfado se deben al elevado miedo a que se manifieste su
vulnerabilidad. El enfado es una reacción de miedo. Quien no tiene miedo no necesita

72
defenderse.
Durante décadas se resaltó en miles de publicaciones la conveniencia de desarrollar
una autoestima alta; casi se llegó a creer que muchos problemas psicológicos se debían a
la baja autoestima de los individuos. La investigación de los últimos años ha puesto de
manifiesto, sin embargo, que la autoestima alta no es siempre positiva. Como acabamos
de ver, se puede manifestar exteriormente una autoestima alta (autoestima explícita) que
oculta una autoestima en el interior (implícita) que es baja; según han hecho ver Kernis y
Lakey (2010) en una excelente y amplia revisión de la investigación.
El individuo que manifiesta al exterior una autoestima alta pensará que es inteligente,
hábil, social, de trato agradable, bien considerado, responsable, etc. Si, además, está
seguro de todo ello en su interior (autoestima interior segura), no necesita demasiado
buscar ocasiones para hacer publicidad de su valía ni temerá que esta sea cuestionada.
No necesita hacer alardes de su competencia ni tampoco defenderse. El que se defiende
es porque tiene miedo; esto es precisamente lo que le ocurre al que no está seguro en su
interior de lo que manifiesta en su exterior.
Si un individuo manifiesta exteriormente que tiene autoestima alta y,
consecuentemente, hace ver que es inteligente, hábil, simpático, etc., pero al mismo
tiempo tiene mucho miedo a la crítica, a las murmuraciones sobre él, a las
informaciones, o se defiende violentamente con gritos, amenazas, insultos, revancha,
agresividad verbal, etc., muestra que teme no ser valorado ni estimado como desea.
Tiene alta estima exterior, pero baja autoestima interior.
Una persona tiene autoestima interior cuando tiene sentimientos positivos y seguros
hacía sí misma, generalmente sin darse cuenta de ello, pues ha crecido con ella, por
decirlo sencillamente. Le gusta cómo es, no siente demasiado malestar por sus defectos y
se da cuenta de que es aceptada y estimada; no teme expresar sus opiniones y
sentimientos ni oír opiniones contrarias a las suyas. No siente una necesidad destacada
de defenderse y, por lo mismo, expresa sus posiciones sin rebajar a los demás con
críticas para sentirse superior. Se gusta a sí misma y da por supuesto que también gusta a
los demás, por lo que no busca de forma especial la estima y aprobación de los demás.
Como está segura de ello, no piensa en defenderse ni necesita estar pendiente de ello.
Quien se defiende mucho es porque tiene mucho miedo a algún peligro: a no ser
valorado, no ser estimado, etc., como le sucede a quien tiene una autoestima interior
baja. Hemos de tener en cuenta que las personas apenas tienen consciencia de su
autoestima interior, pues han crecido con ella.
El que tiene baja autoestima interior se muestra vulnerable y siente una clara
necesidad de defenderse, de proteger su imagen, de huir de situaciones que juzga
embarazosas. Si se enfada (miedo) desproporcionadamente es porque exagera la
gravedad del peligro y de la amenaza (gravedad que para los demás puede ser
insignificante); se ve fácilmente amenazado o en peligro de no ser aceptado debido a sus
debilidades y deficiencias, que no acepta y que le duelen. Puede defenderse criticando
demasiado a los demás, para indicar que él lo haría mejor; busca excusas fácilmente, se
justifica más de lo común para curarse en salud o para restaurar su imagen si el daño ya

73
está hecho. Se enfada injustificada y desproporcionadamente, para atemorizar y evitar
ser atacado.
Muchos animales, cuando son desafiados, aumentan su tamaño aparente (erizan el
pelo, por ejemplo) y hacen alarde de su ferocidad para atemorizar al atacante; el ser
humano recurre también a hacer alarde de su superioridad cuando se ve amenazado,
mostrándose agresivo (gritos, amenazas, ferocidad o «mal genio», lenguaje mordaz, etc.)
y superior: se expande el cuerpo, se aparenta indiferencia ante el ataque para indicar que
no le afecta a uno y que se ríe del desafío, pero la mirada se vuelve fulminante (de miedo
e irritación). Quien hace muchos esfuerzos por mostrarse superior muestra, sin querer,
que se siente inferior, vulnerable; que tiene baja autoestima implícita (el citado «Dime de
qué presumes y te diré de qué careces»). Se defiende mucho porque es grande su miedo
a ser humillado o despreciado; es la máscara del orgullo de quien no acepta sus
limitaciones. En una investigación de Dunning (2003) se comprobó que las personas que
se autovaloran grandiosamente tienen mayor tendencia a criticar y rebajar a los demás, y
a mostrarse agresivas contra los que les hacen alguna crítica. Buscan satisfacción
resaltando sus méritos y alejando dudas de su vulnerabilidad: es el orgullo defensivo. El
recuerdo frecuente de sus éxitos y la negación de sus fracasos las lleva al autoengaño:
llegan a creer en su propia valía (alta autoestima explícita), pero su convencimiento no
parece muy sólido (autoestima implícita inestable), puesto que no anula totalmente su
inseguridad interior: sienten demasiado miedo a ser humilladas, dependen más de lo
conveniente de la aprobación y estima de los demás, necesitan ocultar su realidad
interior, que no aceptan, y buscan insistentemente reafirmar su imagen social.
En resumen, podemos decir que la auténtica autoestima y la que es verdaderamente
positiva y saludable es aquella que es alta tanto en su presentación exterior como en el
interior: es manifestación, creencia, sentimiento positivo y seguridad. La autoestima que
es exterior, pero no está sustentada por una autoestima interior, no es positiva. Es solo
fachada, solo apariencias: un escudo, una máscara que se rompe con relativa facilidad
cuando se reacciona de manera desmesurada y negativa ante el peligro de las amenazas a
las apariencias externas de la persona. Como se ve, la alta autoestima no siempre es
deseable.

b) Convencimiento defensivo (compensatorio)


La incertidumbre, como el miedo, lleva a buscar refugio en la seguridad del
conservadurismo, cuyo principio básico parece ser «más vale lo malo conocido que lo
bueno por conocer». Lo vemos todos los días si nos fijamos en la evolución de la Bolsa:
basta que surja un punto de incertidumbre en un rincón del mundo para que los
inversores limiten sus riesgos apostando por posiciones seguras y conservadoras. Piaget
decía que la mente humana tiende a ser conservadora: lo nuevo da miedo; lo conocido es
más cómodo, da seguridad. Podemos, pues, hacer este planteamiento: ¿es el
conservadurismo, con sus variantes (dogmatismo, militarismo, autoritarismo,
convencionalismo, rigidez moral, control de la información…) un refugio de inseguridad
personal?

74
Los convencimientos son necesarios para la salud psíquica, aunque sean erróneos.
Sin ellos no tendríamos guías de conducta: no sabríamos cómo actuar, viviríamos en la
inseguridad errática de la indecisión neurótica y en el miedo de la ambigüedad. Pero los
convencimientos, para que nos ayuden a adaptarnos y sean saludables, han de ser
flexibles y abiertos a nuevas informaciones y evidencias. Si se vuelven rígidos,
enrocados, defensivos más que adaptativos, muestran que en vez de servir para madurar
se han convertido en máscaras de inseguridad y en refugio paralizante del desarrollo,
aunque parezcan todo lo contrario. La firmeza no es fácil de distinguir de la obstinación.
Cuando el convencimiento da señales de obstinación, se ha convertido en instrumento
para ocultar la propia inseguridad.
El ser humano nunca puede tener certezas; solo tiene opiniones (interiorizar esta
distinción es imprescindible para la tolerancia). Pero necesita convencimientos
relativamente seguros para adaptarse a la realidad («relativamente seguros», porque si se
entienden como verdades absolutas ya no son convencimientos, sino dogmas). Para
aportar seguridad y estabilidad y promocionar el desarrollo y la madurez han de estar,
sin embargo, razonablemente fundamentados en datos reales y, al mismo tiempo,
abiertos a explicaciones contrarias alternativas.
El hombre debe buscar un equilibrio entre la incertidumbre (duda ante lo
desconocido) y el refugio de la seguridad. La duda nos permite buscar la verdad,
desarrollar la inteligencia superando la fuerza de los instintos animales, explorar
soluciones, buscar remedios y lograr el desarrollo personal y social. Pero, a veces, la
incertidumbre puede ser peor que el miedo. Gray y McNaughton (2000) comprobaron en
el laboratorio que, si colocaban comida al alcance de ratas hambrientas pero había un
fuerte olor a gato alrededor, ellas reaccionaban ante la incertidumbre (entre el deseo de
comer y la posibilidad de la presencia de un gato en la cercanía) con un alto grado de
ansiedad; pero si se les presentaba la comida en presencia de un gato, su reacción no era
de incertidumbre, sino de miedo; algo más soportable, puesto que sabían exactamente
qué tenían que hacer: huir. Ante la incertidumbre, en cambio, no sabían cómo actuar, y
esto les provocaba mayor angustia (hablando en términos humanos), según reflejaba su
respuesta cerebral.
Para compensar la angustia de la duda y de la incertidumbre, nos podemos acomodar
en la seguridad de lo ya conocido y aplacar así el desasosiego. Nietzsche vio este dilema
de la inseguridad humana cuando afirmó: «Si quieres seguridad, cree; si quieres la
verdad, busca». Según nos hacen saber Van den Bos, Van Ameijde y Van Gorp (2006),
el gran pensador Bertrand Russell decía que «lo que quieren realmente los hombres no es
conocimiento, sino certeza». Y su hija comenta: «Yo creo que toda su vida fue una
búsqueda de Dios, o, para aquellos que prefieren términos menos personales, una
búsqueda de la certeza absoluta». También fue Bertrand Russell quien dijo que muchas
personas mueren sin haber pensado; entendiendo por pensar cuestionar las propias
certezas[2].
Ante la incertidumbre y otras amenazas que pueden resultar dolorosas, algunas
personas afrontan la situación exagerando sus convencimientos, en un intento de hacer

75
ver que son «los correctos». Si en el consenso, que vimos anteriormente, se exagera la
certeza de que los demás están de acuerdo con nosotros, en el convencimiento defensivo
se exagera la certeza de que las propias opiniones son las correctas. Ante la amenaza de
la duda, se desarrollan apasionadamente convencimientos férreos sobre creencias
idealizadas que, generalmente, son resistentes a la evidencia contraria, que no es fácil
probar que sean falsas (p. ej., amor, bondad, verdad…) y que se pueden tergiversar
según la propia conveniencia. Es el modo que usan esas personas para protegerse de las
amenazas: son los convencimientos defensivos. Descartando toda duda, no hay
amenazas.
El convencimiento no siempre es defensivo, pero, como dicen McGregor y Marigold
(2003), en algunas circunstancias la defensa apasionada de las propias convicciones es
equivalente al gesto de los niños de taparse los oídos y gritar frenéticamente «No
oigo»… No oyendo no se conocen las razones contrarias que pueden poner en evidencia
la propia falta de coherencia, ni se toma consciencia de las amenazas. Ya en 1935, Lewin
hacía la observación de que los niños, cuando están aturdidos por la duda de no saber
qué premio escoger, se enrabietan y se vuelven tercos y autoritarios. Esta misma
reacción de rigidez autoritaria ante la incertidumbre, o el peligro de poner en evidencia la
vulnerabilidad personal, los analizaron en el siglo XX autores tan notables como Fromm,
Adorno o G. Kelly. Y más recientemente, McGregor y su equipo, que se han destacado
en la investigación sobre la amenaza de la incertidumbre, insisten en que esta amenaza
es particularmente adversa, puesto que impide decidir y actuar. Y si implica ideas
importantes para el individuo que sean inconsistentes o no claras, le dejan en la angustia
de la indecisión.
La investigación indica que las personas más inseguras y las que menos aceptan su
propia realidad son las que más se refugian en el dogmatismo, y las que más recurren a
huir de la duda y de la búsqueda de convencimientos personales, adoptando una postura
dogmática inflexible y extrema, para ocultar su miedo y debilidad tras la máscara de
seguridad. Es otra cara del orgullo. El convencimiento compensatorio defensivo (la
defensa exagerada de las propias opiniones) es, según McGregor y Marigold (2003), una
forma de represión que ayuda a mantener fuera de la consciencia pensamientos no
queridos e incertidumbres personales: una rigidez que adoptan para proteger una mente
vulnerable, según Rokeach (1960), que es el autor que más se ha destacado en el análisis
psicológico de la «mente cerrada». Exagerando sus convicciones una y otra vez, aumenta
la sensación de seguridad, se apartan las dudas de la mente y se ocultan las
incertidumbres con convicciones que parecen seguras. Huyen así de la ansiedad que
produce la duda y se refugian en el puerto seguro de lo ya conocido (conservadurismo).
Defienden con ardor las propias verdades, no porque sean verdades sino porque son
propias y porque ellas necesitan seguridad. Como afirma Hoffer (citado por McGregor y
otros, 2008, p. 183), la actitud intransigente es la manifestación de una intransigencia
interna, más que de una profunda convicción. La actitud implacable se dirige más contra
la duda interna que contra el asalto de fuera. McGregor insiste en que los
convencimientos defensivos son especialmente atractivos para los individuos con baja

76
autoestima. A estos sujetos la expresión de sus convicciones les sirve para aislarse de la
tensión de la incertidumbre, y defenderlos apasionadamente les ayuda a apartar de su
consciencia los pensamientos amenazantes.

5. Creencias religiosas defensivas

El equipo de McGregor (2008) ha investigado la función psicológica defensiva de ambas


operaciones mentales (convencimientos y creencias) sin pararse a definirlas, usando
ambos conceptos como puede hacerlo cualquier persona de la calle (tal vez sin distinguir
claramente entre convencimientos y creencias). Sus conclusiones, sin embargo, son
intrigantes y en ellas me voy a detener.
Si el convencimiento defensivo se caracteriza por la estrechez mental, las creencias
religiosas, con frecuencia, parecen hacerlo aún más. No deja de ser un tanto sorprendente
(y valiente) que el teólogo Thomas F. O’Meara (1995), especialista en las ideas del
destacado teólogo católico Karl Rahner, haga esta afirmación: «Hay una tendencia innata
en la religión y en la gente religiosa a ser estrechas de mente» (p. 82).
La razón humana, por ser limitada, nunca podrá comprender los misterios
sobrenaturales y, por lo mismo, no debería ser un obstáculo para el asombro y el
anonadamiento ante esos misterios. Por su propia naturaleza, la fe es un acercamiento a
los misterios, pero no pocas veces parece ser una rutina defensiva y un obstáculo para
que los creyentes se asombren ante los misterios que profesan creer. La certeza (no sé si
la fe puede ser certeza) con la que muchos suelen creer verdades infalibles parece
hacerles impermeables a las incertidumbres y a la sorpresa ante la magnitud de lo
sagrado, en que apoyan su fe. Como las ideologías, a muchos creyentes su fe no les sirve
para hacerse preguntas; solo buscan, cuando lo hacen, confirmar sus creencias,
convirtiéndolas en certezas por la costumbre de la aceptación acrítica y sin reflexión,
apagando la capacidad de asombro, la exaltación del agradecimiento, la perplejidad ante
la grandeza de las ideas aceptadas y el anonadamiento ante lo sagrado y el misterio. La
estrechez de visión de muchos creyentes puede impedir apreciar la grandeza que se
esconde detrás de la aparente banalidad de la rutina diaria en la que, según su fe, se
fabrica el destino en la eternidad. La razón, se dice, no puede penetrar en los misterios
divinos, pero sí puede asombrarse desde el umbral, si se tiene fe, ante lo desconocido y
seguir buscando para descubrir nuevas dimensiones de las creencias, puesto que la fe no
puede ser un destino, sino un camino.
El equipo de Van den Bos (2006), basándose en sus investigaciones, insiste en que la
incertidumbre y la sensación de inseguridad llevan con frecuencia a huir de las
situaciones en que se siente inseguridad, a reaccionar contra las ideas y movimientos que
parecen amenazar la seguridad de lo ya conocido y a buscar protección en ideologías
dogmáticas. Los dogmas de siempre dan seguridad. Como indica la investigación de Van
den Bos, Van Ameijde y Van Gorp (2006), a menudo lo que los hombres realmente
quieren no es religión, sino certeza. Si antes hablé de convencimientos defensivos, por la
misma razón ahora debo referirme a creencias religiosas defensivas que se nutren de la

77
aceptación ciega para no afrontar dudas ni incertidumbres… Hogg (2005) comprobó que
la incertidumbre pronunciada puede mover a las personas a creer más en la ortodoxia
dogmática, las estructuras jerárquicas, el orden y el extremismo defensivo: todo lo que
aporte orden, certeza y la seguridad del poder. No debe extrañarnos, por tanto, que el
equipo de McGregor (2004) hallara que las personas que se sienten menos seguras están
a favor de eliminar aquello que consideran amenazas contra el orden y la seguridad. Por
ejemplo, devolver a los emigrantes a su país, la intolerancia a la diversidad, el rechazo de
modos alternativos de vivir, etc. Todo ello ha llevado, a lo largo de los siglos, al
asesinato de millones de personas en nombre de las ideologías y de las creencias
religiosas fanáticas. McGregor y otros (2008) hacen referencia a Hoffer, que afirmaba:
«La actitud intransigente es más indicativa de incertidumbre interior que de una
convicción profunda. La actitud implacable se dirige más contra la duda interna que
contra el ataque externo». El miedo domina siempre al que se siente inferior: miedo al
desprecio, miedo a lo desconocido, miedo al rechazo…, y necesita, sobre todo,
seguridad. El convencimiento de quien busca la verdad permite defenderlo con firmeza,
pero lo hace con disponibilidad para considerar puntos de vista contrarios. Si se defiende
una idea con ardor, vehemencia, agresividad verbal o desprecio, se demuestra que el
objetivo es la autodefensa; vencer, más que convencer. Más que firmeza es orgullo. La
búsqueda de la verdad se hace desde la humildad de quien conoce sus limitaciones y las
acepta. Es la aceptación plena de los propios errores y de la culpa que a uno le
corresponde, sin culpar a otros, lo que inicia la autocompasión, abre las puertas a la
esperanza, recupera la inocencia… y, al fin, se transforma en fortaleza. La fortaleza de la
humildad, de donde nacen finos sentimientos.
En una excelente revisión de la abundante investigación psicológica de las últimas
décadas sobre el conservadurismo y el dogmatismo, Jost y otros (2003) ponen de
manifiesto que existe una estrecha relación entre el extremismo de la ideología
conservadora y la inseguridad, la incertidumbre y las reacciones fanáticas, las cuales,
como han comprobado distintos investigadores (p. ej., McGregor y otros, 2005; Van den
Bos y otros, 2005), nacen de la necesidad de ocultar la incertidumbre personal. Toda
exageración esconde una debilidad; como diría algún crítico cinematográfico, «detrás de
un tipo duro hay un ser vulnerable». Aún más, para defenderse el fanático tergiversa sus
propios convencimientos religiosos: usa la religión para protegerse de su debilidad.
El fanatismo tiene un «convencimiento» orgulloso, no razonable, y celebra con
euforia la cruel derrota de los que piensan de otra forma, creyendo, además, que hace
servicio a la verdad, a su dogma, y que tiene una misión redentora en el mundo del mal.
Es la manifestación del fanatismo defensivo, que compensa con su triunfo el sentimiento
de miedo y debilidad. Es el atractivo de la gloria de quien cree que va a alcanzar poder y,
con el poder, seguridad. Más que la alegría de quien defiende la verdad, su alegría es la
de quien teme demasiado la derrota y siente el alivio del orgullo que parece haber
superado las amenazas. Con esta euforia se pierde el miedo, pero también se pierde la
sensibilidad a la propia crueldad, que se justifica en nombre de una misión en la tierra. El
fanatismo puede atraer, y también autodestruir (McGregor, 2006).

78
McGregor y otros (2003) explican que el dogmatismo fanático aporta tranquilidad a
los que sienten la inseguridad de la duda porque I) ofrece guías seguras, ante el conflicto,
para saber cómo actuar y no equivocarse; II) distrae de las dudas centrando la atención
en las convicciones (dogmas) y cerrándose a considerar otros puntos de vista. Freud ya
había mencionado esta estrategia: una forma de reprimir los pensamientos no deseados
es ocultarlos centrándose en otros pensamientos contrarios muy intensos o en
convencimientos irracionales y tenaces.
El fanático cree que su visión es «la verdadera» (el orgullo del dogmático) y que no
merece la pena tratar de ver lo que puede haber de verdad en posiciones contrarias. Es el
mecanismo de defensa de la negación: el otro no puede tener razón, no se tiene en cuenta
su visión y así no se siente la amenaza de la duda. Esta inflexibilidad es una protección
ante la amenaza de verse en el error o manifestar vulnerabilidad.
Desde hace mucho tiempo se ha afirmado que las personas vulnerables pueden
volverse intolerantes y fanáticas ante las amenazas. Y una explicación es que el
fanatismo es fruto de la debilidad del que busca con ahínco mostrarse y sentirse fuerte.

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1097.

[1] En este contexto las palabras bueno/malo no deben entenderse en sentido moral, sino como sinónimos de
saludable/no saludable.
[2] Un análisis de la relación entre religión e incertidumbre puede verse en R. TOWLER, The need for certainty:
A sociological study of conventional religion, Routledge & Kegan Paul, London 1984.

80
5

Excusas: intentos de autoprotección

1. Definición y función de las excusas

Snyder, Higgins y Stucky escribieron en 1983 quizá el primer libro sobre el estudio
psicológico de las excusas, que, a pesar de los años transcurridos, sigue siendo tal vez el
mejor para empezar a comprender el trasfondo de los móviles ocultos detrás de las
mismas. Según su teoría, son explicaciones que se dan para que los demás no nos
responsabilicen de algo no deseable y podamos seguir manteniendo buena imagen ante
ellos (y ante nosotros mismos, según veremos). Pridmore y Walker (2011) distinguen las
excusas de las razones. Las razones, dicen, se pueden emplear en situaciones tanto
positivas como negativas, mientras que las excusas suelen emplearse en situaciones
negativas, para que no se nos culpe de algo. Shaw, Wild y Colquitt (2003) matizan que
en las excusas se admite que una acción ha sido inapropiada y desfavorable, pero se
busca negar o disminuir la responsabilidad aduciendo causas externas o circunstancias
que nos disculpan o eximen de culpabilidad. El diccionario de la RAE dice que una
excusa (bajo la entrada escusa) es la «acción y efecto de esconder y ocultar». Se pueden
aducir otras distinciones, pero en estas páginas uso el término excusas en el sentido de
estrategias para ocultar la propia ineficacia o limitación, para defendernos y proteger la
buena imagen ante los demás. Así es como las entienden Snyder y los autores en general.
Una de las excusas más conocidas de la historia aparece ya en las primeras páginas
de la Biblia. Adán y Eva desobedecieron a Dios y, para negar su responsabilidad por lo
ocurrido, Adán se excusa culpando a Eva, y Eva culpando a la serpiente, que se habría
disculpado también si hubiera podido hablar… La excusa es una de las reacciones
humanas más comunes en la vida diaria. Buscamos excusas para no hacer algo que no
nos gusta, para hacer lo que está prohibido y nos apetece realizar, para no decir lo que no
nos conviene, para ocultar nuestros errores… Podemos aportar excusas por todo: pasado,
presente o futuro. Y siempre con el mismo objetivo: proteger la propia imagen y no
asumir la autoría del fracaso (o, al menos, reducir la responsabilidad del mismo). Con las
excusas reducimos el sentimiento de culpabilidad por nuestros errores y protegemos la

81
buena imagen que deseamos y buscamos que los demás tengan de nosotros.
Pero en psicología, siguiendo la pauta de Snyder y su equipo, se suelen entender
como formas de proteger nuestra imagen positiva, ante los propios fracasos reales o las
conductas que tememos puedan ser consideradas como deficientes por los demás. Con
las excusas buscamos desentendernos de la responsabilidad de nuestros errores, ocultar
nuestras debilidades, evitar que los demás nos desaprueben, nos critiquen o nos
rechacen, alejando la responsabilidad de los fracasos, aportando razonamientos o
argumentos para convencer a los demás de que las causas de esos fracasos no hemos
sido nosotros, sino otros u otras circunstancias. Si las excusas son buenas y convencen,
el individuo logra mantener la buena imagen (Mehlman y Snyder, 1985); si no
convencen, se suma un mal a otro mal: al fracaso se añade la mentira. Estos autores
señalan que una buena excusa debe reunir al menos estas condiciones: a) consenso:
hacer ver que, en las mismas condiciones, muchos o la mayoría habrían hecho lo mismo,
lo cual indica que el error no se debe a la incompetencia propia; b) singularidad: hacer
ver que el error es un caso aislado y no algo frecuente en la vida del individuo que
cometió el error; así se hace ver que el fracaso no se debe a un defecto general de su
persona. Si el mismo fallo se repite en otras ocasiones es difícil, sin embargo, hacer ver
que el fallo no se debe a su incompetencia.
Hay excusas porque cometemos errores. No nos gusta que los demás descubran
nuestras debilidades o que nos acusen de fracasos que hemos cometido; por ello
recurrimos a las excusas, para negarlos, disminuir nuestra responsabilidad o conseguir
que los demás no nos acusen con excesiva severidad. Si no cometiéramos errores y los
demás no nos acusaran, no tendríamos necesidad de excusarnos; las excusas aparecen
cuando corre peligro nuestra imagen: son una defensa ante las amenazas a nuestra buena
imagen, a la imagen que queremos que los demás tengan de nosotros. La excusa es una
reacción ante el miedo: miedo a ser infravalorado, desaprobado, rechazado; a no ser
querido, a no ser aceptado, a no ser bien juzgado… Y si nuestras excusas son poco
creíbles, hasta excusamos las excusas. El hombre se excusa mucho porque tiene muchos
miedos. Tal vez no busque engañar porque quiera engañar, sino porque necesita
protegerse; la excusa, generalmente, emana de la propia debilidad, más que de la falta de
ética.
La verdad suele ser amarga, decían los latinos, y cuando la propia conducta deja ver
algo verdadero que no deseamos que sea conocido por los demás, porque resulta cruel,
negativo o, simplemente, inconveniente, buscamos proteger o maquillar nuestra imagen.
Somos actores en el teatro de la vida y procuramos representar el rol que más deseamos
que vean los demás. Y cuando nuestras actuaciones dejan traslucir algo que pensamos
que no va a ser aprobado por los demás, aparecen las excusas, en un intento de
recomponer muestra imagen para que no nos juzguen por las apariencias negativas, sino
por la versión que ofrecemos. Las excusas son escudos de autoprotección. Y si el daño
ya está hecho, sirven para retocar y maquillar nuestro rostro social.
Snyder y su equipo (1983) interpretan las excusas como estrategias para no asumir la
responsabilidad de las propias actuaciones negativas y proteger así la buena imagen.

82
Para hacerlo se fundamentan en la amplia investigación psicológica sobre el «lugar de
control», llevada a cabo a partir de la década de 1970. Ya desde entonces se viene
comprobando repetidamente la fuerte tendencia de los seres humanos a considerarse
autores de los éxitos pero no de los fracasos, los cuales se atribuyen casi siempre a
causas externas (los otros, las circunstancias, el ambiente, la educación recibida, las
presiones, las prisas, etc.). Es decir: tenemos una inclinación poderosa a defendernos de
los errores y a hacer publicidad de los propios méritos para lograr así ser bien valorados
por los demás y tener buena imagen, buena fama o buena opinión pública (Basgall y
Snyder, 1988).
Las excusas, generalmente, no están bien vistas; sin embargo, al fracasar o cometer
errores es fuerte la tentación de usarlas para protegernos. Si no tenemos buenas
justificaciones, hasta parece preferible dar malas excusas a no dar ninguna, aunque ello
signifique añadir un mal a otro mal. En algunas personas, disculparse y recurrir a la
excusa es casi una reacción automática; como si les sirviera cualquier cosa antes que
admitir sus errores. Es el automatismo de la práctica repetida y de la necesidad,
hondamente sentida, de protección ante el juicio ajeno. En ellas es casi como un resorte
automático de defensa ante el peligro; quien no siente el peligro tampoco siente la
necesidad de defenderse. Según explican Graham, Weiner y Benesh-Weiner (1995), en
su entorno social el individuo se halla, frecuentemente, entre dos necesidades que vive
como urgentes. Por un lado, se espera de él que sea honesto y diga la verdad; por otro,
para mantener las buenas relaciones sociales se le pide no pocas veces que sepa ser
«diplomático» y mienta, tergiverse la verdad o matice la realidad por medio de «mentiras
piadosas» o «mentirijillas» (eufemismos sospechosos), excusas, silencios,
ambigüedades, doble lenguaje, etc., puesto que decir la verdad puede tener
consecuencias negativas[1] en la convivencia y en las relaciones pacíficas: a un cargo
importante en el trabajo no se le puede rechazar la invitación a tomar un café y decirle la
verdad: que su conversación es insoportablemente tediosa; ni se puede rehusar la
invitación de un amigo a comer a su casa y decirle que la razón es que la limpieza en su
hogar es algo más que dudosa. Las excusas tienen su utilidad: también sirven para no
herir a los demás. Y hasta son necesarias, puesto que no podríamos convivir con alguien
que nos dijera siempre la verdad desnuda. Tenemos demasiado miedo a la verdad para
prescindir de las excusas… Y es que debemos reconocer que las excusas, además de
protegernos a nosotros, protegen también a las personas que queremos y a las que
necesitamos, ocultando información dolorosa (enfermedades, muerte de seres queridos,
etc.) y realidades hirientes, fingiendo agradecimientos por regalos poco afortunados,
asintiendo ante personas mayores para no hacerles sufrir, ocultando o deformando
realidades ante los niños para que no se decepcionen, manifestando alegrías y pesares
poco sentidos, etc. Las excusas son parte del sistema defensivo del ser humano,
necesario como lo es el camuflaje para algunos animales. ¿Podríamos soportar a una
persona que nos dijera siempre la verdad, lo que piensa y lo que siente, sin maquillarlo,
sin adornarlo, sin retoques, pulidos ni barnices? A los diez años los niños ya son bastante
escépticos y no creen todo lo que se les dice, ni dicen todo lo que piensan. Han

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aprendido que no se puede sobrevivir sin ocultar pensamientos y sentimientos. La
realidad les ha enseñado que, si dicen siempre la verdad, sus mismos padres explotarán
su honestidad preguntándoles lo que les interesa saber sobre sus hermanos, sobre su
padre/madre u otras personas. Educar es también enseñar a ocultar, porque las excusas
son necesarias para sobrevivir. A los niños se les dice que deben ser sinceros (¿qué
adulto soportaría su sinceridad en público?) y al mismo tiempo se les enseña a ser
«prudentes» (mentirosos), a no decir todo a todos y en todo momento, ni siquiera a los
padres No tardan en aprender por experiencia que, sin mentir y sin excusas, nunca
lograrán independizarse de sus padres… Es significativo el título de la investigación de
Heyman, Luu y Lee (2009), «Ser padres mintiendo». Moderadamente usadas, las
excusas en general funcionan bastante bien en la adaptación social, pues, además de ser
una protección personal, tienen también la función social de facilitar la convivencia (son
parte de la «buena educación») y a veces sirven para proteger a otros y evitarles
disgustos innecesarios. Mientras los seres humanos no reconozcamos ni aceptemos
debida, natural, sinceramente y sin venganza nuestras deficiencias, no podremos
prescindir de las excusas: nos protegen del miedo a enfrentarnos a nuestra realidad.
Las excusas suelen ser «necesarias» cuando se quebranta una norma o modo de
actuar aceptado generalmente por todos o la mayoría. En esta situación, los demás
exigen una explicación, y la respuesta frecuente es una excusa. En vez de decir la
verdadera razón del comportamiento anómalo, la excusa da otra razón de ese
comportamiento o, por lo menos, no dice toda la verdad, para no salir aún más dañado de
la situación: en vez de decir, por ejemplo, que se llegó tarde al trabajo por una poderosa
pereza para levantarse, hace menos daño recurrir a la excusa fácil de que el motor del
coche se negaba porfiadamente a arrancar, hasta que, al fin, vino alguien a prestar
socorro.
A los cinco años los niños ya saben bastante bien que los errores o fracasos que
pudieron evitar (y con frecuencia también los inevitables) enfadan a los adultos, y
buscan alguna excusa para que sigan queriéndoles (Weiner y Handel, 1985). Cuando
dicen «Yo no fui», están afirmando que el responsable del daño causado fue otro y
muestran saber que las excusas son buena defensa; un modo de evitar el enfado de los
demás y seguir siendo igualmente queridos, bien vistos y considerados; una forma de
evitar el castigo, de mitigar los enfados y de mantener buenas relaciones.
Siguiendo a Snyder, Higgins y Stucky (1983), en la literatura de investigación
psicológica se mantiene la idea de que las excusas, según he repetido, tienen la función
central de mantener la autoimagen y la autoestima, y conviene tener idea clara de estos
términos. La autoimagen es el modo como nos vemos a nosotros mismos y queremos
que nos vean los demás: la opinión que deseamos que tengan de nosotros. Y la excusa es
una forma de conseguirlo, pues sirve para desvincularse de las conductas reprochables;
es una forma de decir «Yo no fui», pero con un lenguaje más adulto que el de los niños.
Y la autoestima es cómo valoramos lo que somos y cómo queremos que nos valoren: ser
bien considerado, aceptado, estimado o querido es uno de los deseos más profundos de
todo ser humano, o tal vez el más profundo y deseado: de ahí el poderoso deseo de

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mantener altos niveles de autoestima y que se esté dispuesto a defenderla como sea si se
ve amenazada (Pyszczynski y otros, 2004). La excusa es una de las maneras más
comunes de hacerlo.
Tal vez debamos pensar que las excusas son autodefensas de reserva a las que
recurrimos cuando no tenemos otros recursos morales (valentía, fortaleza, integridad,
etc.) o psicológicos (seguridad, asertividad, madurez, etc.). Consecuentemente, son
recursos necesarios mientras no se desarrollen otras formas de afrontar y aceptar la
realidad: humildad, autoaceptación, desarrollo moral, independencia afectiva, menos
miedo al juicio ajeno, madurez personal, etc. Pero, si esto no se ha desarrollado a nivel
colectivo en toda la historia de la humanidad, es honesto pensar que las excusas seguirán
siendo necesarias para la convivencia y que predicar la total transparencia parece más
bien una utopía quimérica para engañarse y no aceptar la realidad profunda del ser
humano y que lleva a la inconsistencia o a la hipocresía. La confesión honesta de los
propios errores y fracasos puede suavizar el golpe de la realidad, pero no siempre lo cura
totalmente. Una persona casada que confiesa honestamente sus aventuras
extramatrimoniales (reales o imaginarias) puede lograr la admiración del otro por su
sinceridad y valentía, pero ¿evita que todo siga siendo igual? Las falsas excusas pueden
dañar, pero las verdades confesadas también.
Teniendo en cuenta los pros y los contras de las excusas, actualmente algunos
filósofos y la mayoría de los psicólogos afirman que un engaño moderado es natural y
hasta indispensable para mantener una autoimagen positiva y buenas relaciones
interpersonales. Una visión clara y sin engaños de uno mismo y una expresión
transparente de los propios pensamientos y emociones tal vez fueran devastadoras[2],
como veremos, aun suponiendo que fueran posibles. Algo así como lo sería para una
nación que no hubiera secretos de Estado ni secretos profesionales…
Hay muchas formas de excusarse. Snyder, Higgins y Stucky (1983, páginas 4-7)
mencionan estas que expongo para que se entiendan mejor las sutilezas de las excusas:
– Para negar la responsabilidad:
• Negación: Se niega la responsabilidad de una acción. Ejemplos: «Yo no lo hice»,
«Yo no fui». La negación se puede realizar también moviendo la cabeza
lateralmente, encogiéndose de hombros, etc., para decir sin palabras «No tengo
nada que ver con eso».
• Coartada: Dar argumentos para negar la posibilidad de haber realizado una
acción: «¿Cómo pude hacerlo si no estaba allí?».
• Culpar a otros («Lo hizo él») o a algo («Fue por causa del hielo de la carretera»,
«Me hizo caer el perro»).
– Para disminuir la responsabilidad:
• Disminución del daño o de la importancia del mismo: «Solo le toqué» (después
de golpear fuertemente a alguien), «Solo cogí un trocito» (después de comer
media tarta).

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• Derogación: Rebajar algo o a alguien para que la propia acción inapropiada
parezca menos nociva o menos negativa: «Suspendí porque el profesor era muy
malo», «Le di lo que merecía porque es un ser ruin y despreciable».
• Sí, pero…: Se admite el hecho, pero se rebaja la culpabilidad: «Jugué mal, pero
es que el campo estaba pésimo», «Le agredí, pero él lo hizo primero», «Soy
culpable, pero los malos tratos recibidos me han hecho así».
• Falta de intención: «Perdón, me resbalé y no pude evitar hacerte dañó», «No te
dije nada porque no te reconocí».
• Buenas intenciones: «Te pego, pero es por tu bien», «Me habré equivocado, pero
lo hice con mi mejor intención».
• Yo no soy así: Se niegan aspectos de uno mismo como justificación: «Fue un
momento de enfado, pero yo no soy así», «Mi verdadero ser no lo habría hecho»,
«Parezco duro y autoritario pero, en el fondo, soy buena persona».
• Autojustificaciones: Se dan razones que tal vez son verdaderas, pero no son las
verdaderas razones por las que se hizo o no hizo algo. Un ejemplo claro es la
tradicional fábula de Esopo La zorra y las uvas: la zorra intenta por todos los
medios alcanzar las uvas para comerlas, pero al comprobar que no puede
alcanzarlas dice con desdén: «No las quiero; total, no están maduras». Tal vez
fuera verdad que no estaban maduras, pero esta no fue la verdadera razón por la
que desistió de alcanzarlas, sino una excusa para ocultar su fracaso. En el fondo,
casi todas las excusas son modos de autojustificarse: de encubrir o descartar el
fracaso personal.

Como se puede observar, hay muchas maneras de excusarse y son también múltiples las
distintas formas de denominarlas (excusas, disculpas, autojustificaciones, disimulos,
distorsión de los hechos, etc.), pero todas buscan el mismo objetivo: distanciarse del
fracaso, no verse responsables del error y, si esto no es posible, disminuir por lo menos
la propia responsabilidad en los hechos negativos. Son estrategias o mecanismos de
autodefensa, para proteger la propia imagen, para buscar la aprobación y estima de los
demás, e incluso formas de convertir la falta en virtud, recurriendo a la buena voluntad
(«Te pego porque te quiero»). Son, en el fondo, reacciones ante el miedo, más que
carencias de moralidad. Si no hubiera fracasos, tampoco habría excusas.
Pero hemos de considerar otro detalle. Las distintas excusas que hemos visto son
reacciones ante fracasos ya pasados, pero la inteligencia y la imaginación del ser humano
también saben construir excusas preventivas o, como se dice popularmente, para curarse
en salud. Menciono solo dos que se han investigado más en psicología: el auto-hándicap
(self-handicap) y el fingimiento de enfermedad o impedimento (malingering).
Auto-hándicap. Una nueva y extraña palabra, derivada de handicap, que se refiere a
algo muy conocido por todos: es crear o aducir alguna dificultad, algún inconveniente o
situación desfavorable que sirva de excusa por si acaso se fracasa. Es una estrategia sutil
para manipular la valoración que los demás puedan hacer de nuestra falta de habilidad,
manipulando la realidad (excusas) para que atribuyan un posible error no a nuestra

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incompetencia, sino a otras causas adversas: es una excusa preparada por adelantado por
si se ponen al descubierto nuestras debilidades. Creando obstáculos, ya se tiene
preparada la excusa si llega el fracaso (Arkin y Baumgardner, 1985). Naturalmente, los
que más recurren a esta estrategia son los que menos confianza tienen de que puedan
actuar con eficacia (Kolditz y Arkin, 1982) y los que más miedo tienen a que los demás
les desaprueben (Harris y Snyder, 1986): el obstáculo que se presenta es una excusa y les
quita miedo. Crear obstáculos rebaja el miedo, puesto que así se evita exponerse al
fracaso y evidenciar la propia incapacidad; pero es una estrategia que no tarda en ser
descubierta, pues es conocida por todos. El que evita tanto la desaprobación no deja de
manifestar su miedo al fracaso, y, por otra parte, tanta excusa deja en los demás una
sensación difusa de malestar.
El auto-hándicap es una estrategia muy común en la vida diaria y no es difícil
descubrirla si nos paramos a observar: el que teme no entender un texto escrito o realizar
bien una simple operación de matemáticas encuentra una excusa fácil no llevando
consigo las gafas para poder decir que no ve bien la escritura; no llevar la cartera para no
pagar las rondas en el bar es otra estrategia (excusa) fácil; no prepararse (o decir que uno
no se ha preparado) para un examen es una forma de ocultar la propia falta de capacidad
si se suspende… Son excusas conocidas y muy comunes, y por ello son también fáciles
de detectar; por esta razón, el individuo que las usa con frecuencia puede rebajar su
ansiedad de momento, pero no puede evitar el desprestigio y el rechazo. A veces va
demasiado lejos y no se da cuenta de que «se pasa de listo», creyendo que engaña; pero
si fuera capaz de observar la reacción de los demás, descubriría en sus expresiones que
hay algo en él que no les gusta, aunque no lo digan con palabras. Cree ocultar su
debilidad, pero, además de lograrlo escasamente, pone al descubierto otras debilidades.
La Rochefoucauld decía que el medio más fácil para ser engañado es creerse más listo
que los demás.
El auto-hándicap parece ser una estrategia de eficacia segura: si llega el fracaso, ya
estaba previsto y razonado; por tanto, el fracaso personal es menor. Y si no se fracasa, el
mérito es doble, pues se ha tenido éxito a pesar de las dificultades; con ello se está
diciendo que el éxito habría sido aún mayor si no hubiera habido impedimentos.
Hace años publiqué un artículo[3] en el que analizaba el auto-hándicap en el
ambiente escolar y distintos modos de usarlo para protegerse del miedo a fracasar en un
examen o en los estudios. Con frecuencia se advierte que algunos alumnos, ante un
examen, pregonan en voz alta que no han estudiado nada, que la noche anterior
estuvieron de fiesta y no se prepararon, que hay cosas más importantes que el estudio, o
se ríen de los «empollones», hacen bromas de los cinco o seis suspensos del examen
anterior, etc. Son máscaras y excusas ante el recuerdo de fracasos del pasado que repiten
con insistencia cuando prevén otro fracaso más. Son máscaras del miedo: si no se
intenta, no se pone de manifiesto la propia incapacidad. Sin estudiar, lo normal es
suspender. Bromeando sobre la carga de suspensos acumulados se quiere decir que el
estudio no es una prioridad o algo importante, y se desdeña como la zorra desdeñó las
uvas porque no estaban maduras…

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En los últimos años se han estudiado otros muchos obstáculos como estrategias de
autodefensa (no esforzarse, ingerir drogas, escuchar música, etc.) frente a retos
importantes para el individuo, ante los cuales teme fracasar. Los obstáculos creados
permiten la excusa de atribuir el fracaso al obstáculo y no a la propia incapacidad. Si no
se aprueba un examen porque no se ha estudiado, la humillación es menor que si se
suspende a pesar de haberse esforzado seriamente: en este caso el fracaso pone de
manifiesto la limitación de la propia capacidad. Atribuyendo el fracaso a los obstáculos
se puede conseguir que los demás mantengan la creencia en la capacidad intelectual de
uno, a pesar de los suspensos. Culpando a los impedimentos se reduce la amenaza a la
autoestima: precisamente los que más recurren a la estrategia del auto-hándicap son los
que más dudan de su propia habilidad.
Fingimiento de enfermedad o incapacidad como excusa. Fingir enfermedad, dolor,
cansancio u otros impedimentos físicos para no hacer algo que no gusta o que se teme
realizar parece ser una excusa tan antigua como la humanidad y que causa mucho daño
económico a empresas (absentismo), a la salud pública (bajas laborales, abuso de
medicación, etc.) y al prójimo, que se ve explotado. La fuerza de los que explotan su
propia debilidad (real o fingida) crea muchos sometimientos y cierta esclavitud en otros.
Los derechos adquiridos, o que se supone tener, hacen que las dificultades físicas se
conviertan en poder moral sobre otras personas dispuestas a ayudar o que no saben
defender sus derechos.
El fingimiento o la exageración de incapacidad puede ser una explotación de los
recursos de otros, pero aquí solo quiero considerar el uso de alguna enfermedad o de
algún malestar físico (real o fingido) como excusa para evitar algo que no resulta
agradable (realizar un trabajo, enfrentarse a una situación, tomar decisiones, etc.). Es una
disculpa que la mayoría de las personas ha usado alguna vez «para salir del paso», por
comodidad, inseguridad u otras razones; pero que resulta problemática cuando se
convierte en una estrategia habitual. Puede dar resultado inmediato, pero es poco eficaz a
medio y largo plazo, pues no tarda en ser descubierta y, entonces, se añade un mal a otro.
Es útil, sin embargo, ante los tribunales de justicia: el invocar trastornos mentales,
inconsciencia por embriaguez, etc., puede reducir las penas de manera importante. Las
excusas pueden ser atenuantes de culpabilidad y se pueden explotar exagerándolas ante
los tribunales: es reclamar gracia e inocencia, aminorando la responsabilidad.

2. Ventajas y desventajas de las excusas

Siguiendo la pauta del equipo de Snyder, en décadas pasadas se resaltaron


predominantemente la necesidad, las ventajas y los beneficios de las excusas.
Posteriormente, sin embargo, se han analizado también las desventajas e inconvenientes.
Veamos los pros y los contras de las excusas en sendos apartados.

2.a. Ventajas y utilidad de las excusas

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Después de hacer una revisión importante de la investigación sobre las excusas, Snyder y
Higgins (1988) llegaron a la conclusión de que las excusas aportan estos beneficios
principales:
– Nos distancian de nuestros fracasos: hacen ver que no tenemos fracasos o que estos
no son importantes.
– Como consecuencia, nuestra autoestima se ve menos amenazada y disminuyen el
miedo y la ansiedad.
– Esto hace que se actúe mejor y con mayor eficacia. El individuo, al liberarse de las
amenazas por medio de excusas, tiene menos miedo y puede actuar mejor que
aquellos que no tienen ninguna excusa de su fallos (Leary, 1986), lo cual le hace
mantener buena imagen ante los demás y relacionarse mejor con ellos.

En las relaciones interpersonales todos hemos experimentado que las excusas nos han
librado más de una vez de tensiones en la convivencia: sin ellas, habríamos tenido
colisiones que habrían deteriorado las relaciones. Si en la literatura se han resaltado los
beneficios e incluso la necesidad, a veces, de las excusas, Goffman (1959) dio un paso
más e incluso habló de la obligación, en ciertas circunstancias, de usar las excusas por
consideración y respeto a los demás. Pensemos, por ejemplo, que la cortesía, que en
algún tiempo se identificó con la buena educación, a veces exige que se den excusas para
no herir demasiado al otro. Decir claramente la verdad puede causar un sufrimiento
profundo y dañar o destruir una relación, y una excusa puede también dar una alegría[4].
Algunos filósofos afirman que cierta cantidad de engaño a uno mismo y a los demás
es un requisito esencial para soportar la vida, y muchos psicólogos están de acuerdo, por
razones no despreciables que veremos más adelante. Vuelvo a preguntar: ¿podríamos
soportar la convivencia con una persona que nos dijera siempre la verdad desnuda y
descarnada?, ¿no se prefiere que la calle o, por lo menos, la disimule?

2.b. Desventajas de las excusas


Aunque en las investigaciones de décadas pasadas se destacaban sobre todo los
beneficios de las excusas, en los últimos años se han analizado también las desventajas,
y conviene detenerse a considerarlas aunque no sea más que para tomar consciencia del
abuso que se hace de ellas. Especialmente en nuestra cultura occidental, en la que es
pronunciada la tendencia a buscar excusas culpando a circunstancias del pasado y del
presente, ante cualquier error o delito del individuo, para eximirle de responsabilidad y
de obligaciones y mantener la autoestima.
Las relaciones interpersonales y entre los grupos se fundamentan en la confianza en
que los demás guardarán los secretos, cumplirán su palabra, sus obligaciones, respetarán
la propiedad privada, ayudarán en caso de necesidad, etc. Sin esta confianza las
relaciones entre personas o grupos se resquebrajan. Y las excusas pueden hacer que
peligre esa confianza, según dicen la filosofía y la psicología.
Para la opinión general, las excusas son lo mismo que la mentira o el engaño, o por lo

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menos se parecen mucho, y la deshonestidad vuelve menos fiables a las personas. Según
la clásica fábula de Esopo del pastor que gritaba falsamente «El lobo, el lobo» para reírse
de sus vecinos, lo que el pastor consiguió fue que estos no le socorrieran, porque ya no le
creían, cuando de verdad vino el lobo para atacar a sus ovejas. El engaño de la excusa
resta, igualmente, credibilidad y confianza entre las personas y los grupos. Sirve de
autodefensa cuando es creíble, pero mina nuestra confianza en el otro cuando no se cree.
Entonces, el individuo resulta dañado en su reputación. Además, aunque la excusa esté
bien argumentada, siempre hay la posibilidad de que unos la crean y otros no, y la
reacción de estos es la misma que si les dicen una mentira. Pero creo que hay que
matizar un poco esta afirmación. Las excusas de pequeños deslices pueden olvidarse con
relativa facilidad; pero, si se excusan errores importantes, el olvido no es tan fácil, y el
individuo se ve obligado a recurrir a una nueva mentira para ocultar la anterior, y
después a una tercera, a una cuarta… La primera mentira no suele ser la última y, al
final, se puede descubrir que el daño primero se ha multiplicado.
Todos usamos las excusas miles de veces y, tal vez por ello, tenemos cierta tolerancia
ante las excusas leves y moderadas de los demás, la cual permite una convivencia que
podríamos calificar como aceptable o normal, puesto que, además, en esas excusas
vemos generalmente una autodefensa más que un intento de abusar y engañar al otro.
Una excusa que no se cree y que el mismo individuo sabe que los demás tampoco creen,
tal vez no es una excusa, sino un gesto del habla para no consentir callando y porque no
se tiene otra respuesta disponible. Antonio Machado era consciente de ello y lo expresa
así:
«Cuando dos gitanos hablan,
Es la mentira inocente:
Se mienten y no se engañan» (1963, 294).

Tal vez sea el exceso de excusas o del uso de las mismas sin necesidad lo que dañe
seriamente la convivencia. Mientras no cambie profundamente nuestra mentalidad y sea
difícil aceptar las propias limitaciones, porque nos ponen en una situación de
inferioridad para luchar en una sociedad competitiva, en la que las apariencias son tan
importantes como la realidad moral, el maquillaje de las excusas para no ver en el espejo
el propio rostro desnudo se seguirá viendo como una necesidad casi de supervivencia. El
que acepta profundamente su propia debilidad y limitación no necesita tanto la máscara
de las excusas y no tiene tanto miedo a mirarse a sí mismo de frente. La autenticidad y la
honestidad con uno mismo provienen de la humildad, que es ver y aceptar la propia
realidad tal cual es: sin un más añadido (orgullo) ni un menos (inferioridad injustificada).
Psicológicamente, la humildad es la verdad: la verdad de la propia realidad.
Al estudiar las desventajas de las excusas, la investigación se ha centrado
principalmente en los aspectos sociales: engaño a los demás y ocultamiento de nuestros
fracasos y debilidades. Pero no se debe pasar por alto las consecuencias personales:
reducen la experiencia de vergüenza, de culpabilidad, de tristeza por no cumplir los

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compromisos o por defraudar a personas cercanas, etc. Teniendo en cuenta la utilidad
social de las excusas, ya he dicho que muchos psicólogos admiten que un engaño
limitado a uno mismo y a los demás, por medio de excusas, es algo natural, moral e
incluso indispensable para mantener una imagen positiva de la propia persona. Por el
engaño a los demás buscamos mantener o mejorar nuestra imagen social; por el
autoengaño de las excusas y de la autojustificación seguimos manteniendo nuestra
imagen como personas razonablemente morales y sociales, permitiéndonos pensar bien
de nosotros mismos a pesar de nuestros fallos y dejando un pequeño espacio a la
culpabilidad por nuestros «defectillos», para poder pensar que no tenemos mala
conciencia. No es fácil tratar de engañar a los demás con excusas sin usarlas también
para vernos positivamente a nosotros mismos: el que usa mucho las excusas tiende
también a usarlas consigo mismo e incurrir en el auto-engaño. Esto nos lleva a
considerar las consecuencias de las excusas en el engaño y en la desvinculación moral
que se están estudiando seriamente en los últimos años y que veremos en los apartados
siguientes.
Otro punto que conviene tener en cuenta es que las excusas acostumbran al individuo
al recurso fácil y de efecto inmediato de la huida de la responsabilidad, no asumiendo las
consecuencias de la actuación personal, no afrontando la propia realidad, minimizando la
gravedad de los propios errores, etc. Este autoengaño y falta de honestidad con uno
mismo hace que casi siempre acabemos convencidos de que nos conviene aquello que
deseamos profundamente. De ello se deriva la tendencia a pensar que es ético lo que es
útil.

3. Excusas, engaño y autoengaño

En el fondo, las excusas son intentos de proteger nuestra imagen usando el engaño. Si no
cumplimos lo prometido, por ejemplo, es fácil inventar una excusa que no se puede
probar que sea falsa, aunque tampoco sea muy creíble.
La realidad nos dice que todos estamos engañados de alguna forma sobre muchos
aspectos de nuestra propia persona, aunque no nos demos cuenta. No parece que la
palabra autoengaño sea la más acertada para expresarlo, pero seguiré usándola porque es
la que se usa generalmente en la literatura científica para referirse al hecho de que nos
engañamos a nosotros mismos o nos equivocamos en la percepción o interpretación de la
propia realidad, consciente, semiconsciente o inconscientemente. Todos lo hemos
comprobado miles de veces; pero es una realidad tan habitual en nosotros que ya no nos
damos cuenta de ella. Un ejemplo: casi todos creemos ser más listos que el promedio
(Taylor y Brown, 1988), lo cual es útil, pues mientras lo creamos nos sentiremos mejor;
pero es matemáticamente imposible que la mayoría (casi todos) supere el promedio. Si el
promedio entre 0 y 100 es 50, hemos de pensar que, en términos generales,
aproximadamente el 50 % será menos listo y el otro 50 % será más listo que el promedio
(50). No es posible que casi todos seamos más listos que los demás: nos engañamos a
nosotros mismos hasta convencernos de algo que no es cierto. En una encuesta

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importante realizada por T. Gilovich en 1991 (citado por Mele, 2001), se comprobó que
el 94 % de los profesores universitarios creían que eran mejores en su trabajo que el
promedio de sus colegas, y también comprobaron que todos los estudiantes de
bachillerato (entre 16-18 años) pensaban que eran mejores que el promedio de sus
compañeros en habilidad para relacionarse, y que el 25 % era superior al 99 %, lo cual es
matemáticamente imposible que sea cierto, tanto en el caso de los profesores como en el
de los estudiantes.
El engaño sobre la propia realidad personal (autoengaño) es una parte natural de
nuestra mente y, como veremos, bastante útil y hasta necesaria para la salud. Tagore
decía: «Nunca ves quién eres, solo ves tu sombra». Platón había dicho literalmente lo
mismo muchos siglos antes, cuando un lema filosófico importante era «Conócete a ti
mismo». Y la psicología, hoy, nos dice que basta auto-analizarnos un poco para
descubrir nuestro propio engaño. Un ejemplo ilustrativo: la diversidad de opiniones solo
es posible si hay autoengaño; si dos opinan de forma opuesta ante la misma realidad, uno
(o los dos) se engaña total o parcialmente, sin darse cuenta, puesto que la realidad es una
y las visiones son dos. Podemos añadir, además, que el autoengaño es una necesidad,
como veremos.
Sigmon y Snyder (1993) nos dicen que una manifestación del autoengaño es la fuerte
tendencia de vernos a nosotros mismos a través de un cristal de color rosa; un fenómeno
mil veces comprobado en la investigación psicológica. Las personas normales y no
deprimidas sobrevaloran lo que tienen de positivo: ven de color rosa su propia realidad,
pero no tanto la realidad de los demás; especialmente si no son personas de su agrado. El
autoengaño es necesario para la salud psíquica, y el equipo de Snyder hace ver que las
excusas forman parte del proceso de intentar que los demás nos vean positivamente y
también de vernos a nosotros mismos de igual modo. Por las excusas buscamos mejorar
nuestra imagen ante los demás y ante nosotros mismos: engañamos y nos
autoengañamos para mantener la tranquilidad de mantener la buena imagen que tenemos
de nosotros mismos como personas razonablemente éticas, sociales y adaptadas (muy
pocos piensan que no lo son) y reducir así la vergüenza por nuestros fallos, la tristeza por
no cumplir compromisos, la humillación por no responder a las expectativas de los
demás, etc.
Sobre la realidad exterior (edad, peso, distancia, medidas, número de propiedades,
etc.) no es tan fácil engañarnos y estar en desacuerdo con los demás, porque son
realidades que se pueden medir y comprobar (y aun así hay muchos litigios); pero las
opiniones, los deseos, las normas, las valoraciones, etc., no se pueden medir con la
misma precisión: son realidades elásticas, flexibles… y es más fácil alterarlas,
añadir/quitar detalles, distorsionarlas, desfigurarlas y cambiarlas lentamente hasta llegar
a creer lo que deseamos creer. He repetido más de una vez que casi siempre acabamos
creyendo que nos conviene aquello que profundamente deseamos. El deseo, la
necesidad, la pasión… también alteran las valoraciones. Las personas hambrientas ven la
comida de color más brillante y ven como comida cosas que no lo son (tal vez por ello se
diga que «el que hambre tiene, con pan sueña»)… Hay personas que en sus seres

92
queridos parecen ver solo virtudes y hazañas, y en sus defectos simples minucias,
incidentes que hasta parecen ser graciosos: ocurrencias de niños, cosas de la juventud,
bromas que los demás no entienden bien porque no tienen sentido del humor… Se
engañan a sí mismas sobre la realidad de sus allegados, la de su familia y la suya propia.
Y de la misma forma se engañan otras operaciones mentales, como la memoria: si un
niño obtuvo alguna vez uno o dos sobresalientes en la escuela, muchos padres y abuelos,
con el tiempo, acaban recordando que «ya desde pequeño tenía siempre todo
sobresalientes». Al amor siempre se le ha representado como un joven muy bello, pero
ciego.
En 1980, Greenwald escribió un importante artículo describiendo lo que él llama yo
totalitario, y dice que la mente humana funciona de forma parecida a como lo suelen
hacer los dictadores totalitarios: censuran estrictamente la información para no dejar que
se filtren datos negativos para sus intereses, exhiben la grandiosidad de sus obras, usan
las técnicas del engaño, sobredimensionan los logros y silencian las voces opuestas.
Tiene lugar así la tergiversación de la egocentricidad: el individuo se atribuye los
méritos, se desentiende de los fracasos e ignora selectivamente la información que no es
de su agrado. Y D. Goleman (1985), en su libro Vital lies, simple truths [Mentiras
vitales, verdades simples], habla de un «filtro inteligente» que controla
inconscientemente lo que percibimos y lo que recordamos.
Las personas desean verse de la forma más positiva posible y tratan de convencer y
de convencerse de que su visión se corresponde con la realidad, y una forma sencilla (y
bastante elemental, simple o primaria) de conseguirlo es negar o no ver lo que hay de
negativo en sí mismas, atribuirse los éxitos pero no los fracasos (Bradley, 1973) o
sobrevalorar los éxitos del pasado y subestimar los fracasos (Lewinsohn, Mischel y
Chaplin, 1980). Atender selectivamente a la información sobre nosotros mismos,
ignorando la información negativa o que no coincide con nuestro ideal, es una tendencia
confirmada hace mucho tiempo en la experimentación psicológica (Mischel, Ebbesen y
Zeiss, 1973).
Cualquier estudiante sabe por experiencia que el repaso es una estrategia para
impedir el olvido de información: lo que más se repasa, menos se olvida; y lo que no se
repasa, se olvida pronto. Si aplicamos este principio a la realidad propia, podemos
entender que si aprovechamos cada ocasión para hacer ver nuestros méritos y
habilidades, si los repasamos mentalmente miles de veces, si los comentamos con
frecuencia; si oímos, consideramos y recordamos las alabanzas a nuestros méritos y, por
el contrario, no escuchamos las críticas, negamos los fracasos, no hablamos de ellos,
rehuimos a los que nos hacen oposición o nos hablan con claridad, culpamos a los demás
de nuestros fracasos, exageramos nuestra contribución a los éxitos pero negamos nuestra
participación en los fracasos («el éxito tiene mil padres, pero el fracaso es huérfano»)…,
si practicamos diariamente estas estrategias, en nuestra mente destacan nuestros méritos
y pasan a un segundo o tercer plano nuestros fracasos, y el resultado es que acabamos
creyendo lo que nos conviene creer, usando la memoria para recordar lo que nos halaga
y olvidando lo que nos humilla: es el proceso lento, sordo y sutil, pero eficaz, del

93
autoengaño.
En la historia de la investigación psicológica hay un hecho, ya generalmente
aceptado, que merece ser considerado. Después de afirmar durante años que las personas
deprimidas tenían una visión tergiversada o distorsionada de la realidad, los psicólogos
se sorprendieron al comprobar que los deprimidos ven las cosas con mayor objetividad y
claridad (realismo de la depresión) que las personas no deprimidas (Alloy y Abramson,
1988), lo cual parece dar la razón a los pesimistas que afirman «Piensa mal y acertarás».
Y una amplia y sólida revisión, realizada por Taylor y Brown (1988), revela que ver la
realidad (incluido el propio ser) de forma favorablemente distorsionada (engaño) es parte
del funcionamiento psíquico saludable. Es decir: una dosis regular de autoengaño es
buena para la salud psíquica. El individuo, al verse mejor a sí mismo, tiene más
seguridad, siente mayor bienestar y optimismo, mantiene la motivación de la esperanza
para seguir luchando por alcanzar metas y objetivos, etc. Alloy y Abramson sugieren que
el problema de los deprimidos es que carecen de las tergiversaciones mentales
(autoengaño) de los no deprimidos y les falta, por ello, optimismo; lo cual confirmaron
Lewinsohn, Mischel y Chaplin (1980) al comprobar que las personas no deprimidas se
ven a sí mismas mejor que las ven los demás. Parece, pues, que para sentirnos bien
debemos autoengañarnos; así nos juzgamos a nosotros mismos más «amablemente» de
lo que lo hacen los que nos ven desde fuera. Según Sackeim y Wegner (1986), el
funcionamiento psíquico normal se caracteriza por una honda distorsión a favor de uno
mismo, que da como resultado la que suele llamarse «visión color rosa» de la propia
realidad personal.
Quien más ha defendido la utilidad y necesidad de cierto autoengaño (la ilusión es
engaño) ha sido S. Taylor (1989), en su conocido libro Positive illusions: Creative self-
deception and the healthy mind [Ilusiones positivas: Autoengaño creativo y mente
saludable]. Un año antes, Taylor y Brown (1988) habían llevado a cabo su excelente
revisión de la investigación sobre las ilusiones positivas y concluido su escrito con estas
palabras:
«La persona mentalmente sana parece tener la envidiable capacidad de distorsionar la
realidad para aumentar la propia estima, mantener los recuerdos sobre su propia
eficacia y potenciar así una visión optimista del futuro» (p. 204).

Engañarse mucho sobre la realidad es peligroso; pero no engañarse nada, también. Si


nos engañamos demasiado y nos hacemos muchas ilusiones sobre nosotros mismos,
dejamos de «tener los pies en el suelo»; no desarrollamos el sentido de la realidad, o lo
perdemos, y, tarde o temprano (más bien temprano), seremos víctimas del desengaño,
cometeremos errores de cálculo o quizá se vea en nosotros lo que Scarf (1994) llama
«síndrome de la felicidad»: un síndrome que muestran las personas que se engañan
fácilmente a sí mismas y parecen, por decirlo de alguna forma, «ingenuamente
crédulas», infantilmente buenas, incapaces de ver maldad en el mundo… Y si no nos
ilusionamos nada, si somos excesivamente realistas, corremos el peligro de incurrir en el
pesimismo (puerta de entrada a la depresión). Taylor (1989) defiende que lo saludable es

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engañarse algo (no mucho) para mantener ilusiones positivas, que convienen para la
salud psíquica y la felicidad. Con ello, se da la razón a lo que decía Pío Baroja: «La
ilusión es una mentira, pero se requiere cierta dosis de ilusión para ser felices» (el
subrayado es mío).
Un proverbio ruso dice «La verdad está bien, pero mejor es la felicidad», y varias
obras de teatro del siglo XX se plantearon este interrogante: ¿debemos engañarnos para
ser felices? Algunos pueden preguntarse para qué sirve la verdad (no engañarse) si uno
es desgraciado. Otros, en cambio, pueden cuestionarse si merece la pena ser feliz si para
ello es preciso pagar el precio de engañarse a uno mismo. Y muchos psicólogos tal vez
dirían que buscando la verdad, siempre estaremos, de alguna forma, engañados sobre la
realidad, pues nuestra mente es demasiado limitada para comprenderla totalmente (lo
cual no significa que debamos renunciar a buscar la verdad con nuestras limitaciones). Y
aceptar esta limitación natural es condición necesaria para la felicidad. Pero a esta
autoaceptación hemos de añadir cierta dosis de ilusión, que puede llamarse fe, sentido de
la vida, esperanza, expectativa, proyectos, anhelos, búsqueda, etc. Cualquier proyección
hacia el futuro que nos motive a seguir luchando por alcanzar algo personalmente
deseable y que nos haga sentir que tenemos la misión de ser útiles para algo en la vida.
La ilusión es vida.

4. Desvanecimiento moral

Decir la verdad, sin ningún engaño, sobre lo que pensamos y sentimos no siempre lleva a
beneficiarnos a nosotros mismos ni tampoco a los demás. No hemos sido educados para
ello ni tampoco la sociedad está preparada para sobrevivir sin el engaño. Si expresamos
claramente lo que cruza nuestra mente a los que no lo entienden, les invitamos a
propagar falsedades o a exagerar la verdad misma de lo que les hemos comunicado. Si se
lo decimos a quienes pueden entenderlo (y nunca lo entenderán exactamente), su
conocimiento aporta una fuerza ventajosa sobre nosotros que pueden usar en las
discusiones o distanciamientos. Por otra parte, generalmente son muy pocos los que
aumentarían su aprecio hacia nosotros si conocieran toda la verdad nuestra que
ocultamos. Y también muy pocos los que no se aprovecharían de ella si la conocieran.
Por estas razones, no pocos pensadores y psicólogos piensan que es necesario defenderse
con excusas, engaño o mentiras. Si dijéramos la verdad desnuda, sin retoques, sin
maquillajes, como afirman que la dicen los niños y los que no controlan su pensamiento
(los enfermos mentales), ¿mejorarían las relaciones interpersonales y la sociedad misma?
El lector que se atreva a hablar de ese modo tal vez encuentre la respuesta por sí mismo.
En páginas anteriores hemos visto que muchos psicólogos y pensadores afirman que
a veces las excusas y la mentira son convenientes, útiles y hasta necesarias si se usan
moderadamente y dentro de los márgenes aceptables por la sociedad en que vive el
individuo. Estas afirmaciones se vienen haciendo mirando casi exclusivamente al
bienestar personal; sin embargo, últimamente la investigación ha ampliado los
horizontes y se plantea los aspectos éticos del engaño (excusas, mentiras, etc.). Y desde

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esta nueva perspectiva podemos preguntarnos: ¿es ético todo lo que nos favorece?
Robar, por ejemplo, nos puede ayudar, nos puede favorecer y nos puede librar de
muchos problemas: ¿hemos de decir, por ello, que es ético hacerlo? ¿Se puede afirmar
que mantener nuestra buena imagen o la de nuestro grupo justifica el engaño, la mentira
o el lenguaje engañoso?, ¿creemos de verdad que los fines nunca justifican los medios
empleados para conseguirlos?, ¿sería posible la política si se practicara este principio?
Para no vernos en la necesidad de engañar se puede proponer la solución más simple:
evitar las conductas inmorales que nos obligan a ocultar nuestra realidad; pero ¿qué
solución existe si los actos inmorales o los fallos personales ya han tenido lugar? Ante el
error, lo más sensato es reconocerlo y procurar no repetirlo; pero las excusas parecen
impedir ambas cosas y por ello dificultan el desarrollo moral. Como hemos visto, las
excusas son intentos de evitar la responsabilidad de nuestros errores, de distanciarnos de
ellos, de atribuirlos a causas externas… Es no reconocer nuestra responsabilidad y
nuestro error cuando peligra nuestra imagen social. De esta forma, se desarrolla
insensibilidad hacia la propia verdad y se desvanece el sentimiento moral de la
culpabilidad. En un principio es más fácil darse cuenta de que engañamos o nos
engañamos, pero la familiaridad con el uso de excusas y engaños hace que, con el
tiempo, se difumine la diferencia entre lo verdadero y lo falso, y no distinguimos
claramente nuestra cara de nuestras caretas.
Hay un principio, comprobado hace mucho tiempo en psicología, según el cual la
familiaridad crea verdad: si repetimos, o nos repiten, algo con mucha frecuencia, se
acaba creyendo que es verdad aunque no lo sea o, por lo menos, se acepta como más
cercano a la verdad que la primera vez que nos lo dijeron (Brown y Nix, 1996). En
español decimos «hacer de la mentira verdad». Es un principio ampliamente usado en
publicidad: repitiendo afirmaciones triviales, estas se convierten en verdades básicas, y
de algo que no es verdad se hace algo que es creíble (por ejemplo, a fuerza de hablar del
trauma de volver al trabajo después de vacaciones, se acaba creyendo que es un
problema universal). Aunque de vez en cuando se busque la novedad, en general la gente
teme lo nuevo y acepta de buen grado lo que le resulta familiar («vale más lo malo
conocido que lo bueno por conocer»). La mente humana tiende al conservadurismo, a
mantener la seguridad que ofrece lo ya conocido, aunque sea falso; la costumbre hará
verlo como verdadero…
Este principio nos lleva a plantear esta pregunta: ¿hasta qué punto mantenemos como
verdaderas muchas de nuestras creencias porque las hemos oído desde siempre o porque
hemos encontrado razones propias para sostenerlas? Pero más que detenerme en dar
respuesta a esta pregunta, porque nos apartaría de la materia, quiero afrontar otro
problema: la familiaridad o la repetición de las excusas, la mentira o el engaño, produce
desvanecimiento moral. La familiaridad con esas prácticas hace que pierdan color ético,
se desvanece su relieve moral, se torna incoloro como un tejido que ha perdido el color
con el uso. Este es un nuevo campo de investigación surgido del estudio del engaño, de
las excusas y de la mentira. Ocultando nuestras debilidades y nuestros errores por medio
de excusas, disminuyen la culpabilidad, la vergüenza y nuestra motivación para

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evitarlos, allanando así el camino para seguir repitiendo el error… y, a fuerza de
repetirlo, llegamos a convencernos de que es algo normal y no una anomalía propia. Las
excusas inician y arraigan de este modo la costumbre o el hábito de la racionalización
engañosa y de la indiferencia ética. El error reiterado puede incluso llevar a repetirlo
intencionadamente para demostrar que es algo normal…
Tenbrunsel y Messick (2004) describen el desvanecimiento ético (ethical fading)
como el proceso por el cual una acción pierde su color moral, de forma que se queda
vacía de implicaciones éticas; neutra y descolorida moralmente. Y en la raíz de este
desvanecimiento moral están el autoengaño y las excusas. Evitamos la verdad, dar a cada
cosa su verdadero nombre; nos creemos nuestras propias historias o interpretaciones de
forma conveniente y acabamos creyendo que nos miramos al espejo de manera imparcial
y realista. Evitando las implicaciones morales podemos actuar de forma interesada y
seguir pensando que somos personas de buena moral. Las personas auténticas y sencillas
no se deslizan demasiado por estos engaños, como veremos.
Tenbrunsel y Messick (2004) señalan varios mecanismos que, por el autoengaño,
conducen al desvanecimiento moral:
I. Eufemismo. Cambiando el nombre o calificativo de una acción parece que su
realidad no es tan dura. En una guerra, en vez de hablar de muertos se habla de
«bajas», de «daños colaterales», y se suaviza así la calificación moral de los
crímenes y asesinatos. En el ámbito empresarial, en lugar de robar se puede
usar maximizar beneficios y a la explotación de los empleados se puede
denominar optimizar recursos… Las abstracciones del lenguaje hacen que lo
malo parezca neutro, y tal vez aceptable; son etéreas y escapan a la calificación
moral.
II. Deducción. Si una acción se vio anteriormente como aceptable, ahora se deduce
fácilmente que otra parecida también lo será; basta dar pequeños pasos para que
se vaya desdibujando la diferencia. Cada paso facilita el siguiente.
III. Insensibilidad o entumecimiento. Así como la sensación de dolor parece que se
va «desgastando» con la repetición, de forma que si al principio parecía
inaguantable acaba siendo soportable, de igual manera se va suavizando la
acusación por una acción reprobable si se repite con frecuencia; se entumece la
conciencia, y la severidad de la acusación inicial va disminuyendo, facilitando
así la actuación sin reflexión moral. A fuerza de excusar una acción, la excusa
se automatiza y se repite la acción reprobable casi sin hacer consideraciones
morales.
IV. Acción/omisión. Es mucho más fácil ver como causa de un mal una acción que
una omisión. La omisión, no hacer nada, apenas se ve como comportamiento
reprobable o como causa de un mal. Charles Péguy denuncia este error, con su
típica clarividencia que emana de su honestidad, en este párrafo de El misterio
de la caridad de Juana de Arco:
«Quien deja hacer y quien manda hacer es como el que hace. Es peor que quien

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hace. Porque quien hace, posee al menos el valor de hacer. Quien comete un
crimen, tiene al menos el valor de cometerlo. Y cuando uno lo deja hacer, se da
el mismo crimen; es el mismo crimen; pero hay más cobardía. Se da la suprema
cobardía» (p. 62).
No sé si la pasión que lleva a cometer un crimen es mejor o peor que la cobardía
que lo permite; pero sí parece cierto que la cobardía nos atenaza a todos y por
ello nos parece más normal, más común, menos transgresora. Nos hemos
sumado a la creencia de que una omisión no es tan reprobable como una acción
o comisión. Es otra forma de distanciarnos de las consideraciones éticas. «Yo
no hice nada» es una excusa común; sin advertir que, con frecuencia, no se hace
el mal porque falta valor para hacerlo.
V. Condicionamiento cultural. En gran medida vemos la realidad como nos dicta
nuestra cultura y nos permiten nuestras limitaciones. Si en nuestro entorno se
colorean unas consideraciones éticas, se desvanecen otras y se generan nuevos
géneros de justificaciones, excusas y racionalizaciones que desdibujan los
límites morales, el individuo, dentro de esa cultura, tiende también a levantar
murallas parecidas para protegerse del sentimiento de culpabilidad. Acciones
que hace un siglo se veían casi como una degeneración moral, hoy se consideran
normales a fuerza de repetirlas la mayoría de las personas.

5. Desvinculación moral

La excusa es un intento de desvincularse, desentenderse o no verse implicado en una


acción que no nos favorece: buscar excusas es no querer verse como causante de una
acción negativa. A la desconexión entre la conducta y los sentimientos morales, Bandura
(2002) la llama «desvinculación moral» (moral disengagement), que es el proceso por el
cual una persona interpreta sus acciones de tal manera que rebaja el contenido ético de
las mismas, justificando o excusando su actuación y no viendo, consecuentemente, razón
para sentirse culpable. ¿Por qué ha de sentir culpabilidad si tiene su conciencia tranquila,
y hasta puede creer que es un benefactor social? No debe sorprender, pues, que esta
desvinculación moral, a la que conducen las excusas y las autojustificaciones, sea
considerada como la raíz de la corrupción (Brief, Buttram y Dukerich, 2001; Moore,
2008) y que veamos personas corruptas acudir a los tribunales de justicia con
sorprendente tranquilidad (moral), porque su conciencia está tranquila, o a representantes
de cargos públicos que traspasan la dignidad humana de otras personas alegando la
excusa de que «es parte del oficio» perjudicar a algunos por el bien común (otra excusa).
Las excusas y las racionalizaciones pueden llevar a desvincular o alienar los
sentimientos de conductas claramente vergonzosas.
Ante esta realidad de deshumanización, desde la psicología se hacen estos
planteamientos: ¿qué procesos mentales hacen posible que se excusen con aparente
tranquilidad actuaciones que repugnan éticamente?, ¿cómo se desarrolla la

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desvinculación moral? Estas son las preguntas que se hizo Bandura (1999, 2002) y que
le movieron a buscar las respuestas. Para ello realizó diversas investigaciones a lo largo
de la década de 1990, que le permitieron identificar un conjunto de operaciones mentales
que globalmente conducen a la desvinculación moral, resultado de una serie de excusas
encadenadas y entretejidas. Y en 2008, Moore comprobó cómo esa desvinculación
influye en el inicio y en la continuidad de la corrupción en empresas, administraciones e
instituciones.
Según hace ver Bandura, parte de nuestro aprendizaje consiste en adquirir unos
principios que se sienten como obligatorios moralmente. Si no los obedecemos, nos
acusamos a nosotros mismos y sentimos culpabilidad. Para que esta no sea demasiado
dolorosa, recurrimos, sin embargo, a las excusas y otros mecanismos mentales. Bandura
identificó tres de esos mecanismos o racionalizaciones:
1) Reinterpretación (o reconstrucción) de la conducta o de las acciones inhumanas o
deshonestas, para que parezcan menos inmorales, y hasta positivas, de algún
modo.
2) Minimización del rol del individuo en la ejecución de los actos que han causado
daño.
3) Minimización de los mismos daños causados.

Reunidos los tres puntos tenemos la siguiente explicación: interpretamos nuestra


conducta errónea como poco importante (punto 1), hacemos ver que nuestra intervención
en la ejecución de la misma fue poco importante (punto 2) y, para completar el proceso
de la excusa, convencemos y nos convencemos de que los daños causados son
insignificantes (punto 3). El resultado final es, consecuentemente, que apenas debemos
sentirnos culpables o, más aún, que somos totalmente inocentes. Cada uno de estos tres
mecanismos tiene sus propias estrategias que conviene analizar, pues ilustran en
términos concretos distintas caras de las excusas y del autoengaño:
1) Reinterpretación. Se busca interpretar positivamente una conducta que es al
menos dudosa o negativa. Y ello se logra usando estas tres estrategias principales:
I. Uso de eufemismos para que las acciones inmorales parezcan inocentes,
inocuas, insignificantes… A los campos del horror construidos por el
nazismo de Hitler se les dio el nombre de «campos de concentración» (un
significado negativo hoy día, pero no entonces); al de Auschwitz se le llamó
«Fundación Caritativa para la Atención Institucional», para que las masacres
no se calificaran como tales y la injuria pareciera un tratamiento reeducativo.
Pero no huyamos de nuestra realidad atendiendo a estos casos extremos, pues
la estrategia de usar eufemismos es común en nuestra vida diaria: las
«gamberradas» de nuestros propios hijos son simples «chiquilladas»; el mal
genio (conductas agresivas y desabridas) es tener «mucha personalidad»; la
violencia de género es tener «hombría»; los problemas morales del prójimo
son «problemazos», los de nuestros íntimos son «problemillas».

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II. Justificación moral: Es usar buenos fines para justificar malos medios (= el
fin justifica los medios empleados para conseguirlo). Una medida social o
una actuación se presenta como necesaria para conseguir un propósito social
o moral. Por ejemplo, en nombre de la recuperación económica del país (un
buen fin) se permite casi todo: la mentira, el engaño, la explotación, el robo,
la injusticia, etc. Las buenas intenciones casi siempre favorecen, por
casualidad, a sus autores…
III. Comparación ventajosa: Un acto inmoral parece menos malo, y tal vez hasta
bueno, si se compara con otro peor. Una atrocidad «normal» parece que
adquiere un tono de benevolencia si se compara con otros males mayores,
reales o posibles. En comparación con la muerte, perder solo una mano casi
es de agradecer…

2) Minimización del rol del individuo en la ejecución de acciones inmorales. Se


puede hacer usando estos dos procedimientos:
I. Desplazamiento de la responsabilidad: Culpando a otros (autoridad,
instituciones, cargos públicos, presiones, etc.) de las propias acciones no hay
razón para sentir culpabilidad: «Cumplía órdenes», «Me vi obligado», «Era
una práctica común de la empresa», etc.
II. Difusión de la responsabilidad: Tiene lugar cuando la responsabilidad de los
errores se atribuye al grupo y no al individuo (el efecto Fuenteovejuna: todos
a una). Si todos lo hacen, el individuo cree que no hace nada anormal. A
veces perder la autonomía y la individualidad en el anonimato del grupo
resulta muy cómodo («Si todos lo hacen, ¿por qué no lo voy a hacer yo?»);
pero, en otras ocasiones, resulta más útil y justificante recurrir al derecho de
ser uno mismo («¿A mí qué me importa lo que hagan los demás?»). La
deshonestidad y la autojustificación llevan fácilmente a estas contradicciones.

3) Minimización de los daños causados a los demás con la propia actuación. Suele
hacerse de estos tres modos principales:
I. Deshumanizando o rebajando a los demás, tratándolos como animales o
cosas, que no merecen otro tratamiento. Si son un «desecho» humano, lo
tienen merecido y la propia conducta vejatoria es menos inmoral, o tal vez
justa. Dentro de esta categoría podemos incluir la derogación (vista
anteriormente), la despersonalización («ese», «un don nadie», «esa basura»,
etc.), la automatización (tratar al ser humano como si fuera una máquina de
producción), la burocratización (al ser humano se le reduce a número, a un
expediente, a un papel impreso y con el sello de una institución), etc.
II. Culpabilizando a los demás: «La culpa fue suya», «Se lo merece», «Lo
estaban buscando», «Empezaron ellos…».
III. Distorsionando la interpretación de las consecuencias de la propia conducta o

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su significado: «Con el tiempo se dará cuenta de que lo hice por su bien»,
«No todo lo que disgusta es malo», «Conviene prevenir y cortar por lo sano»,
«No fue para tanto».

Todos estos mecanismos hacen que las personas dividan sus vidas morales en
compartimentos separados, aplicando diferentes normas éticas en distintos escenarios
(Jackall, 1988) y sin ver las contradicciones. Podemos observar, por ejemplo, que
algunas personas son muy estrictas en cuestiones de familia, en el comportamiento
sexual, en el cumplimiento religioso, etc., y poco escrupulosas en las finanzas («Los
negocios son los negocios» = se rigen por otros principios), sin advertir la contradicción,
puesto que usan éticas diferentes para situaciones diversas (aíslan los campos). En las
guerras, en nombre de Dios, de la patria o de la obediencia se llevan a cabo, con
sorprendente insensibilidad y hasta con orgullo, las mayores atrocidades, y con una
crueldad que no se observa en los animales. Y, a escala menos sangrienta pero también
repudiable, y no en tiempos de guerra, la corrupción o la explotación de los más pobres
se realiza diariamente sin indignación, pero sí con el silencio y la connivencia de la
mayoría. Si la mayoría se indignara seriamente, habría más ejemplaridad en las personas
que ejercen el poder.

6. ¿Quién usa más las excusas?

En las excusas he resaltado estas dos funciones: mejorar la propia imagen y la


autoprotección. Consecuentemente, hemos de deducir que usarán más las excusas
aquellos que más necesitan una u otra estrategia, o las dos.
Todas las modalidades y recursos de manejo de la impresión que deseamos causar
ante los demás (IM) buscan proyectar una buena imagen de nuestra persona con el fin de
ser bien valorados, estimados, admirados o envidiados, o para destacar sobre los demás,
conseguir un puesto de trabajo, una promoción, una buena pareja sentimental o vender
un producto. Lo hemos visto de muchas formas y lo ha demostrado la investigación
psicológica hace ya mucho tiempo; por ello solo quiero mencionar aquí una serie de
investigaciones de Moore (2008) en las que se observan las relaciones entre distintos
aspectos de este capítulo. Después me fijaré más en la parte defensiva de las excusas.
Moore (2008) investigó el rol de las excusas y de la desvinculación moral en la
corrupción en empresas e instituciones. Los resultados que halló indican que los
individuos que más fácilmente recurren a las excusas son los que muestran mayor
desvinculación moral, muestran menos preocupación por los aspectos éticos en los
negocios y más rápidamente logran la promoción en sus puestos de trabajo usando
distintas estrategias de manipulación de su imagen. En términos más coloquiales,
convencen y se hacen valer (alguien diría que se venden mejor). Las excusas y el engaño
parecen, pues, tener cierta utilidad, sobre todo para los preocupados más por conseguir
logros que por el modo de conseguirlos. Ya lo había dicho Bandura (1999): las excusas
llevan a la desvinculación moral y esta al uso de medios no éticos para tener éxito.

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El segundo aspecto de las excusas, el engaño o la mentira (la autoprotección) nos
ofrece una respuesta clara a la pregunta que encabeza este apartado: aquellos que son
más vulnerables o más necesitan autoprotegerse son también los que más necesitan las
excusas en alguna de sus modalidades. Los que más temen el juicio negativo de los
demás, los que más miedo tienen a no ser bien considerados, a ser infravalorados o
rechazados, a perder el buen nombre, el honor, la honra, el aprecio, la estima o la
aceptación de los demás. En síntesis: los que más miedo tienen a perder lo que creen
poseer o los que más necesitan ocultar lo que no les gusta de sí mismos, para gustar a los
demás.
¿Y de dónde proviene tanto miedo a que se transparenten nuestras debilidades o
limitaciones a través de las apariencias? Las causas son múltiples, pero la teoría del
apego afectivo (attachment), de Bowlby (1982), que está resultando muy fructífera en
los últimos años, nos ayuda a encontrar una respuesta, guiados por el equipo de Gillath
(2010), que se hizo la misma pregunta.
Hay muchas razones para no ser auténtico, para no ser uno mismo, para tergiversar la
verdad dolorosa de uno mismo y para ceder a las presiones sociales que arrastran a
mentir y a ocultarse detrás de las cortinas (más o menos tupidas) de las excusas
(McCabe, Butterfield y Treviño, 2006; DePaulo y Kashy, 1998). Renunciar a las
ventajas económicas o sociales que pueden aportar las excusas y la deshonestidad, o
afrontar las descalificaciones que podríamos recibir si dijéramos la verdad sobre nuestros
defectos, por dar solo unos ejemplos, requiere mucha fortaleza moral y una seguridad
personal destacada… Y, según la teoría de Bowlby sobre el apego afectivo, una fuente
esencial de esa fortaleza y seguridad es poseer un historial de experiencias de aceptación
y apoyo moral y afectivo en las relaciones con los adultos durante la infancia (Adams,
2006); un aval que no todos tienen. Como dice Adams, «siendo queridos nos hacemos
abiertos; siendo abiertos, nos hacemos más auténticos». Quien vive en su infancia
experiencias afectivas dolorosas en las relaciones con los que debieran dar consuelo; el
que, con razón o por temor, se ha sentido humillado, rechazado, no querido o explotado,
o tratado con indiferencia… desarrolla defensas de autoprotección indelebles y, de
adulto, para no revivir las experiencias dolorosas de la infancia, probablemente mostrará
miedo a no ser querido, a ser rechazado, a no ser aceptado, a ser criticado. No le gustará
depender de los demás, no tanto por orgullo o despecho como por miedo al abandono
(las lágrimas amargas de la infancia dejan una huella de sensibilidad y miedo); se
defenderá como puede: con excusas, ocultación, evitación de la crítica, mentira, huida,
refugio en el silencio interior o cualquier otra forma de ocultar el miedo y la debilidad de
su sensibilidad, o evitar las amenazas que le hacen temblar. En estas condiciones, el
refugio de la soledad puede ser una inclinación destacable.
El recurso a la ocultación por medio de las excusas, la huida, el retraimiento, etc., de
estas personas no es necesariamente porque sean menos honestas, sino porque tienen
más miedo: son afectivamente más sensibles al rechazo y necesitan más la
autoprotección. En cambio, las personas que en su infancia se sintieron seguras del
afecto incondicional de las figuras protectoras son menos defensivas y más abiertas en

102
las relaciones (Cassidy y Shaver, 2008). Tienen menos miedo al rechazo y no necesitan
tanto la autoprotección.
Las investigaciones de Gillath y otros (2010) confirman estas afirmaciones. Los
resultados de las mismas podemos resumirlos en estas dos conclusiones:
1) Cuanto mayor es la inseguridad afectiva, mayor es la necesidad de protegerse
ocultando las propias debilidades con excusas, mentiras u otras formas de
ocultación y huida. Según Ennis, Vrij y Chance (2008), la inseguridad va unida a
la mentira y a la inclinación a pensar que los demás también mienten; no se creen
las alabanzas que se reciben.
2) Cuanto mayor es la seguridad afectiva, más clara y auténtica es la persona: se
manifiesta como es y recurre menos a estrategias defensivas. No lo necesita, pues
no tiene miedo. Según S. Harter (2002), la autenticidad es expresarse y actuar de
acuerdo con los propios pensamientos y sentimientos. El problema, sin embargo,
es que esos sentimientos pueden ser de miedo, y el miedo lleva a la
autoprotección del ocultamiento.

Se tiende a pensar que la falta de autenticidad, como la entiende Harter, significa


tener un menor nivel de desarrollo moral. Pero no se debe pasar por alto que, en algunas
personas, lo que puede parecer falta de autenticidad moral son muchas veces, más bien,
manifestaciones de miedo difícilmente superable. Esa autenticidad que describe Harter
puede verse imperiosamente impedida por una historia personal de desafección. Es
probable que en ella domine el miedo y, consecuentemente, la necesidad de protegerse
en vez de exponer los propios sentimientos. El miedo es una respuesta natural de
debilidad ante el peligro (real o imaginado), y pedir al débil que sea fuerte es pedirle,
ahora, lo que ahora no puede hacer; sería como pedir a un niño que sepa sumar sin haber
aprendido a contar los dedos de su mano… Hemos de reconocer que, algunas veces por
lo menos, no se hace el bien, o se hace mal, (casi) por necesidad: por falta de recursos
para actuar de otro modo. Por pobreza. No hemos de olvidar que la autenticidad es una
virtud o una suma de virtudes, y virtud (virtus) significa «fortaleza». Pero todo lo
humano es relativo: si las experiencias con los hombres han hecho miedoso a un
individuo, es porque es sensible a la amenaza, y esa misma sensibilidad puede ayudarle a
ser generoso, prudente y compasivo; a descubrir que en todos los seres humanos hay un
fondo de bondad, a pesar de las apariencias, que da pie para desarrollar una actitud de
confianza y para aprender que esa experiencia de temblor amargo de miedo puede llevar
a desarrollar ternura, empatía y comprensión, en lugar de amargura y rebeldía. Se puede
sacar provecho incluso de la injuria. Sobre todo, si se acepta lo irremediable. En nuestra
cultura se insiste tanto en la excelencia y en ser superior que se ha despreciado la
conveniencia de aceptar la propia inferioridad. Una aceptación que es básica para
desarrollar la calidad del espíritu.

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[1] El problema de no saber ocultar la verdad lo vi reflejado vivamente en un alumno de trece años, que no veía
la razón para no decir abiertamente la verdad de lo que sentía sobre alguno de sus profesores y su modo de
actuar, lo cual le creaba no pocos problemas. Su pregunta era esta: «¿Por qué no puedo decirlo si es lo que
veo, pienso y siento?».
[2] Calderón, hombre serio, moralmente recio y casi excesivamente moderado, dice: «Desdichado del que no
vive engañado».

106
[3] «Máscaras del miedo al fracaso escolar»: Educadores 70 (1994), 151-173.
[4] ¿Quién se atreve a desilusionar a los niños, mintiendo, cuando llegan los regalos de los Reyes o Santa
Claus? Invito al lector a considerar este cuento de T. DE MELLO (Oración de la rana, Sal Terrae, Santander
1988, 274-275) y responder a esta pregunta: «¿Qué harías tú en esta situación?».
«Un soldado que se encontraba en el frente fue rápidamente enviado a su casa, porque su padre se estaba
muriendo. Hicieron con él una excepción, porque él era la única familia que tenía su padre. Cuando entró en
la Unidad de Cuidados Intensivos, se sorprendió al comprobar que aquel anciano semiinconsciente lleno de
tubos no era su padre. Alguien había cometido un tremendo error al enviarle a él equivocadamente.
“¿Cuánto tiempo le queda de vida?”, preguntó al médico. “Unas cuantas horas a lo sumo; ha llegado usted
justo a tiempo”.
El soldado pensó en el hijo de aquel hombre moribundo, que estaría luchando Dios sabe a cuántos
kilómetros de allí. Luego pensó que aquel anciano estaría aferrándose a la vida con la única esperanza de
poder ver a su hijo una última vez, antes de morir. Entonces se decidió: se inclinó hacia el moribundo, tomó
una de sus manos y le dijo dulcemente: “Papá, estoy aquí; he vuelto”. El anciano se agarró con fuerza a la
mano que le ofrecía; sus ojos sin vida se abrieron para echar un último vistazo a su entorno; una sonrisa de
satisfacción iluminó su rostro, y así permaneció hasta que, al cabo de casi una hora, falleció pacíficamente».

107
TERCERA PARTE

RESTAURACIÓN
DE LA FACHADA MORAL

Las apariencias morales importan. Y mucho. Nadie desea ir por la vida con las etiquetas
de corrupto, violador, ladrón, mentiroso, tramposo, deshonesto o traidor, por ejemplo.
Por eso, el individuo intenta conformarse a las normas que, por razones éticas, aprueba o
desaprueba la comunidad, para evitar que la propia imagen sea dañada o reprochada una
conducta. Hay mil formas de evitar que la propia imagen sea dañada seriamente y de
restaurarla si ya lo ha sido, pero el método más fácil y universal tal vez sea el uso del
engaño, pues se esconde fácilmente entre la maraña de conceptos abstractos e
imprecisos. El filósofo latino Horacio decía que la virtud es el término medio entre dos
vicios. Quizá no sea la mejor definición de la virtud, pero resalta su posición entre los
vicios y la facilidad de que se confunda con ellos: basta deslizarse un poco, a un lado u
otro del punto medio. Fray Luis de León lo advertía con estas palabras: «A cada virtud le
sigue e imita otra que no es ella, ni es virtud; como la osadía parece fortaleza y no lo es».
Y si analizamos el lenguaje diario, podemos comprobar lo fácil que resulta confundir la
firmeza y la obstinación; la prudencia y el miedo; la valentía y la inconsciencia; la
perseverancia y la obcecación; la condescendencia y la cobardía; la tolerancia y la
indiferencia; la discreción y el miedo a equivocarse… Precisamente por el parecido que
puede haber entre algunas virtudes y algunos vicios, es frecuente sacar beneficio de la
confusión, llamando, por ejemplo, justicia a la venganza, dignidad a la vanidad, honor al
orgullo… En el ser humano nada es blanco o negro. La virtud misma no es puramente
virtud ni en el pecado es todo pecado. La naturaleza híbrida de las motivaciones facilita
el blanqueo de nuestras apariencias éticas, haciendo pasar por grandeza lo que es
pequeñez o debilidad. El engaño ya ha sido foco de atención a lo largo de estas páginas;
por lo mismo, en esta parte III voy a exponer solamente tres formas de maquillar la
imagen ética que se han investigado particularmente en psicología, pues ilustran de
forma especial los procesos mentales ocultos tras las cortinas de las apariencias
cotidianas y de lo que no raras veces se esconde sutilmente detrás de lo que parecen
bondades.

108
6

Derogación

La palabra derogar tiene dos significados fundamentales: en el ámbito jurídico significa


abolir o anular una ley, pero en sentido más general y como se usa en psicología
significa rebajar algo o a alguien. Según esto, derogar a una persona es, por tanto,
rebajarla, degradarla, despreciarla, humillarla o reducirla a una condición inferior como
ser humano. Por supuesto, los grados de derogación pueden ir desde el menosprecio
hasta el extremo más cruel: tratar a una persona como si fuera un animal o una cosa
(cosificar). Sus variedades se muestran en la gran riqueza de vocabulario con que se
expresa: ningunear, ser un don nadie, anular, infra-valorar, des-preciar, sub-estimar,
humillar, rebajar, etc., decir a alguien que es una bestia, un cerdo, un burro, etc. No
siempre se tiene la intención de decir lo que significan literalmente las palabras, pero
tantas expresiones y la frecuencia del uso de las mismas nos indican que derogar o
rebajar a los demás es una práctica bastante común entre los seres humanos, con el fin de
ensalzar la propia imagen.
La derogación de un ser humano puede tomar formas más o menos degradantes que
podríamos representar en esta escala moralmente progresiva:
I. Atribuir defectos y deficiencias humanas, lo cual puede hacerse llamando a
alguien sub-normal, tonto, idiota, loco, lerdo, imbécil… o anulando su calidad de
persona: ningunear, don nadie, pelele, muñeco, etc.
II. Rebajar al ser humano a la calidad de animal irracional diciendo, por ejemplo,
que es burro, mula, cerdo, víbora, hijo de perra, gusano, mono, bicho, sapo,
carroñero, zorra, etc.
III. Si el nivel anterior no es suficiente, se puede recurrir a identificar a alguien con
algo inferior a un animal diciendo que es basura, desecho, una mierda, una
peste, una piltrafa, etc.

¿Y qué motivos se esconden detrás de esta cortina de derogación? Para responder


organizo la exposición en estos apartados:

109
– Derogación interpersonal (entre personas).
– Derogación intragrupal (a miembros del propio grupo).
– Derogación intergrupal (entre grupos).

1. Derogación interpersonal (entre personas)

Cuando una persona causa a otra un daño o sufrimiento que obviamente la desacredita
ante los demás, porque ha usado, por ejemplo, una crueldad inusitada e injustificada,
suele reaccionar derogando a la víctima, diciendo o haciendo ver que se lo merece y que
la pena ha sido que no le diera todo lo que se merecía. Al derogar o degradar a la víctima
se hace ver que es algo despreciable y que está justificado castigarla de esa forma. Con
ello trata de transmitir este mensaje y salvar así la propia imagen: «No es que yo sea
cruel, es que se lo merece». Merecer quiere decir que es algo de justicia; por tanto, el
agresor ha sido justo. Es una estrategia que se ha usado muchas veces en la historia del
ser humano: una vez que se rebaja a una persona a la condición de animal o cosa, de algo
despreciable, es fácil tratarla como tal, puesto que ya está justificado hacerlo: se le da
algo que merece. Este proceso nos ayuda a entender genocidios como el holocausto de
Hitler y otros más recientes. Si el agresor pensara que había sido inhumanamente cruel
con una persona digna de todo aprecio humano y social, y que su conducta le
desprestigiaba y deshonraba ante la sociedad, sentiría gran preocupación, vergüenza o
culpabilidad. Pero si se convence a sí mismo y convence a los de su entorno de que la
víctima recibió lo que se merecía y que él hizo justicia, puede quedar tranquilo: se lava
las manos y se lava la cara. Se justifica y conserva su buena imagen. Pero ¿qué ocurrirá
si la víctima admite que fue por su propia culpa? Entonces el agresor ya no necesita
justificar su conducta ni derogar a la víctima. Esto es lo que confirmaron Cialdini,
Kenrick y Hoering (1976). Parece, por tanto, que la derogación es una forma de
defenderse; de mantener la propia imagen positiva ocultando la inmoralidad personal.
Hace años que se ha comprobado que se tiende a derogar a aquellas personas a las
cuales se ha hecho daño (Berscheid y Walster, 1969), según he dicho, y también que,
con mucha frecuencia, la víctima acaba no gustando al agresor, lo mismo que acaba
gustándonos aquella persona a la que ayudamos con frecuencia. Hay aquí un doble
camino: ayudamos a alguien porque nos gusta; pero también tiene lugar el camino
inverso: acaba gustándonos porque le ayudamos. Este mismo proceso tiene lugar en la
derogación: si se daña a alguien, generalmente la víctima acaba no gustando; y si no
gusta, se le hace daño porque no gusta. Si hacemos a alguien un daño grave, es fácil que
esa persona acabe no gustándonos; después, buscamos justificaciones para nuestra
conducta y se acaba así sintiendo menos culpabilidad. La derogación, además de buscar
mantener nuestra imagen, es una estrategia para reducir la tensión y la culpabilidad
(Mills y Egger, 1972). La explicación básica se deriva de la disonancia cognitiva, según
una teoría ya antigua, expuesta por Festinger (1957), que sigue siendo una de las más
importantes en psicología social y ha sido confirmada por cientos (tal vez miles) de
investigaciones.

110
Según Festinger, el individuo que causa a otro un daño injustificadamente
desproporcionado se encuentra ante este dilema: «Yo soy una persona decente, pero las
personas decentes no se ensañan de esa forma con el prójimo». Ante esta incongruencia
interna, para evitar la culpabilidad y la vergüenza de ser juzgado como mala persona, el
individuo acepta su error o busca razones para hacer ver que la víctima se lo merecía, y
para ello la deroga diciendo que es una piltrafa, un degenerado o algo parecido; culpar al
otro es la opción más fácil. Denigrando al otro, mantiene su propia imagen de persona
decente, pues justifica que no hizo sino justicia dando a la víctima lo que merecía.
Siempre que se rebaja a alguien, de la forma que sea, se busca salvar la cara, mantener la
propia imagen deseable o mejorarla. ¿Y qué ocurriría si después de derogar a la víctima
la ayudara de forma significativa? Pues, según la misma teoría de la disonancia
cognitiva, se disminuiría la denigración de la víctima, puesto que ayudarla y seguir
rebajándola es incongruente y disonante. Se puede optar por la salida fácil y superficial
de la trivialización (Simon, Greenberg y Brehm, 1995), que es no dar importancia a la
propia contradicción, pero esta reacción no es frecuente; generalmente se opta por dejar
de ayudar o por no seguir derogando, y esto es lo que comprobaron Mills y Egger
(1972).
Defenderse, salvar la cara o buscar mejorar la propia imagen rebajando a otros es
algo que saben ya los niños pequeños. Por eso «acusan» y desprestigian a otros niños. Si
se hace ver a los adultos que el otro niño es mentiroso y tramposo, es más fácil evitar el
castigo de ser reprendido y de perder la buena estima de los adultos. Para mantener o
elevar la propia categoría, los blancos desprecian a los negros, los niños de la ciudad se
ríen de los niños de los pueblos, los de pueblos importantes se burlan de los niños que
vienen de aldeas remotas, los adultos de una región de buen nivel económico se ríen de
los que inmigran de zonas tradicionalmente pobres… El hombre se engaña a sí mismo
creyendo que es más alto haciendo ver que los otros son más bajos. La derogación es una
estrategia para parecer más altos y ocultar la propia pequeñez, lo cual se observa
claramente en los estudios realizados sobre el desprecio, otra faceta más de la
derogación.
El desprecio es un sentimiento en el que se mezclan el enfado y el disgusto hacia una
persona porque no alcanza en algo los niveles que se esperan de ella. Generalmente se
manifiesta con distanciamiento (Morris y Keltner, 2000) y desaprobación altiva (Keltner
y Haidt, 1999), que transmiten sensación de superioridad. De hecho, Keltner y otros
(1998) comprobaron con universitarios que estos percibían como individuos de nivel
social superior a aquellos que manifestaban desprecio hacia otros. La gente valora estos
ascensos de valoración y percibe también que las personas despreciadas sienten que
pierden prestigio social al verse despreciadas (Keltner y Haidt, 1999) y muestran miedo
de ser rechazadas (Leary y otros, 1995) o criticadas (Leary y otros, 1998); y sufren al ver
atacada su valoración personal (Wojciszke y Struzynska-Kujalowicz, 2007). Todo esto
hace que el desprecio se vea como una forma de excluir socialmente a las personas, de
reducir su valoración social y de humillarlas y, al mismo tiempo, como un medio para
autoengrandecerse, por lo cual el que no tiene otros recursos para mostrar su

111
superioridad encuentra en el desprecio a los demás un recurso fácil para ello. El
desprecio es un ataque autodefensivo de quien teme manifestar su inferioridad El que
realmente se siente superior no tiene tanto miedo a que se dañe su imagen y no necesita,
consecuentemente, tantas precauciones de autoprotección…
La derogación es un arma que se usa diariamente con muchos matices. Es común
observar que un especialista desprestigie el trabajo anterior realizado por otro del mismo
gremio, que un escritor menosprecie los escritos de otro autor o que un artista ridiculice
las obras de otro artista… Son muchos los ejemplos que podemos encontrar en la historia
de la cultura humana. En el ámbito familiar se observa con frecuencia el uso de la
derogación (en forma de disculpa) para mantener la imagen: la mujer, por ejemplo,
puede decir sin necesidad «Bueno, ya sabes lo maniático que es mi marido con esas
cosas», y el marido, «Bueno, no hagas caso: son cosas de mujeres, que hablan más de la
cuenta». O se puede sacar a relucir defectos menores de la familia para autojustificarse
(= conservar buena imagen) o mostrar que se juzga con imparcialidad: «Es que en mi
familia somos así», en vez de decir «Lo siento, es un defecto mío» (Los tópicos sobre
defectos familiares son bastante socorridos: tienen su función). En un ámbito más íntimo
podemos ver cómo el novio que atisba un rival que puede quitarle la «conquista» (la
novia = conquista, botín, tesoro = cosa) procede inmediatamente a derogarlo o a
multiplicar la exhibición de los propios encantos. Según confirmaron Schmitt y Buss
(1996), si hay un rival competidor, tanto el hombre como la mujer recurren a la
derogación para eliminarlo de la competición.
Y ¿quién es más probable que busque aumentar su autoestima: el que tiene baja
autoestima o el que la tiene alta? Baumeister, Tice y Hutton (1989) ofrecen esta
respuesta: ambos buscan aumentar su autoestima, pero se diferencian en los medios de
conseguirlo. Los individuos con alta autoestima buscan el autoengrandecimiento
haciendo que se vean sus habilidades y su talento; son atrevidos y arriesgan para
conseguir ganancias en su auto-estima. Sin embargo, los que tienen poca autoestima
buscan la autoprotección, minimizar u ocultar su debilidad: son cautelosos, se defienden;
a veces pueden sobrepasar la autoprotección y buscar el autoengrandecimiento, pero solo
cuando es seguro hacerlo; cuando el éxito está casi garantizado.
Esta actitud defensiva para no deteriorar la propia imagen me recuerda un
experimento ya antiguo de McClelland (1958) que me llamó la atención, cuando lo leí
por primera vez, por su sencillez y resultado. El experimento es tan sencillo como el
juego infantil de lanzar aros para engancharlos en un bolo. McClelland explicó a niños
que todo lo que tenían que hacer era lanzar el aro de forma que el bolo quedara dentro;
tenían que hacerlo uno por uno, sin poder ver qué hacían los demás (para que no se
imitaran unos a otros). Cada niño podía escoger la distancia que quisiera para lanzar el
aro, haciéndoles ver que si se colocaban muy cerca no tenía mérito acertar y, por tanto,
ganarían pocos puntos; si se colocaban muy lejos y acertaban, ganarían muchos puntos,
pero corrían peligro de no acertar y quedarse sin ningún punto. Dicho esto, cada niño
escogió su distancia e hizo su lanzamiento cuando le tocó el turno. ¿Cuál fue el
resultado? Los niños más inseguros escogieron una distancia o muy corta o muy larga:

112
esta estrategia les permitía evitar el fracaso a distancias cortas o les llevaba a cometer
muchos errores a distancias largas, pero estos fracasos no eran demasiado humillantes,
porque a esas distancias fracasaba cualquiera… Los niños más seguros, por el contrario,
no siguieron esta pauta defensiva, sino que escogieron distancias en las que se guardaba
el equilibrio entre el riesgo de fracasar y la posibilidad de ganar muchos puntos; una
distancia moderada en la que el éxito era razonablemente probable y que dependía,
principalmente, de la habilidad que creían tener. Es decir: unos buscaron protegerse del
fracaso y otros buscaron conseguir el éxito razonablemente posible; unos actuaron
dominados por el miedo y otros por el deseo de demostrar su destreza. Entre los adultos
sucede algo similar: el que tiene poca autoestima se mueve, principalmente, por evitar el
fracaso; el que tiene autoestima alta trata de evitar el fracaso, por supuesto, pero en él
domina el deseo de ganar.

2. Derogación intragrupal (dentro del grupo)

La investigación psicológica sobre el comportamiento de los grupos hace ver claramente


que la gente tiene necesidad de sentirse unida a otros: experimentar su aceptación, su
aprecio, su comprensión y su apoyo. Somos animales sociales. Pero no todos los grupos
ni todas las personas nos gustan del mismo modo. Tenemos preferencias por algunas
personas y por algunos grupos: buscamos pertenecer, y relacionarnos más con ellos, a
grupos que ostentan una imagen y representan unos valores que deseamos adquirir,
mantener y desarrollar, para identificarnos con ellos y así participar de su gloria, de su
imagen y de su resplandor. Pero si un grupo al que nos sentimos muy unidos empieza a
ser mal visto por la sociedad y a ser asociado con conductas deleznables, empezamos a
distanciarnos para que no nos salpiquen la cara, los demás no nos atribuyan esos
comportamientos y no vislumbren en nosotros esas características que no queremos tener
ni mostrar (Schimel y otros, 2000). Nos aproximamos a grupos bien considerados para
participar de su esplendor, pero nos distanciamos de los que proyectan mala imagen para
evitar que nos identifiquen con ellos y se desfigure nuestra buena imagen. Queremos
participar de la gloria de los grupos, pero no de sus miserias. Nos unimos a la gloria y
nos distanciamos del fracaso: «El éxito tiene mil padres, pero el fracaso es huérfano»,
reza un dicho inglés.
Snyder, Lassegard y Ford (1986) demostraron que el individuo, para protegerse, se
distancia de los grupos cuya pertenencia pone en peligro la imagen que desea mostrar. El
distanciamiento puede hacerse de diversas formas: cambiando el aspecto físico para
borrar el parecido con su grupo (teñirse el pelo, cirugía estética para disimular rasgos
típicos del grupo o raza, etc.); vistiendo igual que la clase trabajadora en un mitin
electoral para distanciarse de la burguesía si la audiencia es de clase obrera; usando el
lenguaje juvenil para no parecer «mayor», etc. Y puede darse un paso más: derogar al
propio grupo de forma evidente para evidenciar el distanciamiento. En los grupos
nacionalistas a veces se observa que los individuos «no nativos» (sin ascendencia
nacionalista) son los que se muestran más radicales, denigrando a los que «vienen de

113
fuera», para que no les identifiquen con los inmigrantes ni con las raíces de los mismos.
Se superidentifican con los nacionalistas derogando radicalmente a los que, como ellos,
no tienen cien por cien las raíces del nacionalismo (lugar de nacimiento de ascendientes,
apellidos, tradiciones, etc.). Buscan que sus apariencias se parezcan a lo que quieren ser,
y tanto más cuanto más inseguros están de su identidad. Y a veces lo hacen tan mal que
parecen imitar a esos adolescentes que, para mostrar que ya son mayores, exageran los
gestos adultos de forma artificial, profiriendo palabras «fuertes» a destiempo, fumando
de la manera típica del que no sabe tragar el humo, etc. Y cuanto más exageran la
imitación de los adultos, más demuestran que todavía no han llegado a serlo; que les
falta un hervor, como suele decirse… Creo que fue Bernard Shaw quien dijo «Habla tan
bien el inglés que se ve que no es inglés»: la falta de naturalidad delata la ausencia de
dominio.
La idea de que las personas buscan distanciarse de aquellos que tienen características
que temen mostrar en sí mismas arranca ya de la primera parte del siglo XX, cuando
Jung decía que todos tenemos alguna sombra o algún aspecto negativo que tememos
mostrar, invirtiendo mucha energía en ocultarlo. Y una forma de negar ese aspecto,
decía, era intentar verlo en los demás; proyectar en ellos las propias sombras. Cuando en
otros vemos aspectos negativos que tememos ver en nosotros, reaccionamos viéndonos
muy diferentes de ellos; nos distanciamos (Schimel y otros, 2000, 447). Este fenómeno
ya se observó en el estudio tal vez más ambicioso que jamás se haya llevado a cabo en
psicología, dirigido por Adorno y otros (1950) y que se publicó con el título «La
personalidad autoritaria». Entonces se comprobó que los presos en EE.UU. (gente
marginada) eran especialmente conservadores, racistas y xenófobos: una forma de verse
con mejor imagen que los marginados emigrantes. Cada uno cuida su imagen como
puede.
El estudio psicológico de los grupos ha comprobado hace muchos años que si un
miembro del grupo trata de desviarse o distanciarse del conjunto y hacerlo supone una
amenaza para la imagen global del grupo, este suele empezar usando la estrategia de la
persuasión para convencerle de que vuelva al redil, a la conformidad del grupo; pero si
persiste en su intento de desviarse, los otros miembros optan por mostrar hostilidad hacia
él, castigarlo y finalmente rechazarlo. Y cuanto más amenazado se vea el grupo (por el
desprestigio, la deshonra, etc., que supone la desviación del «descarriado»), tanto mayor
es el castigo que se le inflige; cuanto mayor es el disgusto, mayor es la derogación del
«hereje», como si se quisiera practicar la venganza hasta los límites posibles (Marques,
Abrams y Serodio, 2001).
Según la teoría de la identidad social, de Tajfel (1978), nos definimos socialmente
por el número de grupos sociales a los que pertenecemos. Con cada nombre o adjetivo
que usamos para definirnos (hombre/mujer, soltero/casado, artista, empresario,
socialista, deportista, ecologista…) nos identificamos con un grupo (el grupo de los
hombres, de los solteros, de los empresarios, etc.), y no nos vemos de la misma forma
siendo de una nacionalidad que de otra, de una clase social alta que de un grupo
marginado, del género masculino que del femenino… Todos queremos pertenecer a

114
grupos importantes y con los valores que deseamos, para que nos asocien con ellos. Si
un miembro de uno de esos grupos es una figura muy destacada e importante en algún
aspecto que admiramos, hacemos saber que es de nuestro grupo y con vínculos muy
próximos a nosotros, para recibir algún destello de su luz y de su esplendor. Por nuestra
parte, propagamos los valores y éxitos de nuestro grupo, de nuestro equipo o de nuestra
familia, y a sus miembros les damos mejor tratamiento (favoritismo) que a los extraños.
Todos sabemos que las recomendaciones tienen brazos muy largos…
Pero ¿qué ocurre si un miembro del grupo se desvía seriamente, se vuelve
negativamente crítico y desprestigia notoriamente al grupo? Cuando esto sucede, a veces
el resto del grupo le juzga más duramente que a otros individuos que no son del grupo.
Tiene lugar lo que Marques y su equipo llaman efecto de la oveja negra.
Cuando la conducta de un individuo desprestigia al grupo al que pertenece y es una
amenaza para la dignidad e identidad de los demás miembros, estos se ven amenazados y
reaccionan más violentamente que si esas mismas conductas las tuviera una persona de
otro grupo (Khan y Lambert, 1998). Pero si el grupo es poco significativo, no muy
definido y sin mucho sentido de corporativismo, o los miembros no tienen mucho
sentido de pertenencia, la reacción contra la «oveja negra» es mucho más moderada. La
historia de los herejes, de los disidentes políticos o de las mentes críticas de los grupos
religiosos nos muestran claramente el sufrimiento de la derogación de las «ovejas
negras» (Bègue, 2001). Tanto mayor cuanto mayor es la amenaza para el grupo, según
confirmaron Rokeach y otros (1960) en su análisis de las penas impuestas por las
jerarquías eclesiásticas del catolicismo entre los siglos IV y XVI, según nos hacen saber
Marques y su equipo (2001).
A la «oveja negra», además de castigarla para evidenciar que no representa al grupo
ni a la mayoría del mismo, de distanciarla para que no manche el nombre del colectivo
de la institución…, además de todo esto, se la deroga: se rebajan su dignidad, su valía y
su entidad moral, para que el grupo siga mostrando su imagen de integridad y la
sociedad se limite a deducir que «no hay regla sin excepción» y distinga al individuo del
grupo: a la «oveja negra» del «rebaño blanco». Cuando en el grupo domina la rabia
sobre las lágrimas internas de la pena por la partida de un «hijo pródigo», la derogación
está muy cerca; a punto de llamar a la puerta y entrar, para encontrarse en su ambiente.
Tal vez por ello, los disidentes raramente se sienten bien tratados por el grupo o quienes
lo representan, debiendo enfrentarse a la tarea de no responder con la misma
animadversión y de no amargarse en su interior profundo.

3. Derogación intergrupal (entre grupos)

El estudio de las relaciones entre grupos ha inspirado miles de reflexiones,


investigaciones y publicaciones en distintas disciplinas: psicología, sociología, filosofía,
etc. Los grupos pueden ser tribus, razas, religiones, naciones, culturas, etc., y las causas
de tensión entre los distintos grupos son múltiples, pero solo voy a referirme a estos dos
aspectos en los que se ve implicada especialmente la derogación:

115
– Deshumanización del otro.
– Legitimación de la injusticia.

3.1. Deshumanización del otro


El análisis psicológico de la derogación de otro grupo, ajeno al propio, ha puesto de
manifiesto claramente el proceso de la derogación, sobre todo al estudiar los prejuicios
y, más particularmente, el nazismo; tal vez porque causó el genocidio más conocido en
Occidente y entre blancos, cuyas vidas parecen más importantes que las de los negros.
Pero no se deberían olvidar otros prejuicios raciales en distintas partes del mundo.
Las prácticas del nazismo muestran claramente el proceso de la derogación y de la
deshumanización. En la Alemania nazi se privó, por ley, de los derechos legales a los
judíos (por ejemplo, no podían tener relaciones sexuales con alemanes); se negaron sus
cualidades como seres humanos y se les consideró casi como animales, y como tales se
les trató en los campos de concentración. Una vez que a las víctimas se las considera
como subhumanos, ya no tienen los mismos derechos que sus verdugos;
consecuentemente, ya no hay obligación de ofrecerles respeto, empatía, compasión,
justicia, etc. Ya no tienen nombre, sino que se las identifica con un número: son
anónimos, una «cosa», un «bulto» que se cuenta con otros bultos de mercancía. Una vez
deshumanizada, es fácil racionalizar y ver a la víctima como «algo» que merece ser
maltratado y asesinado sin reparo. En vez de culparse a uno mismo por la crueldad, es
más fácil encontrar justificaciones culpando, por ejemplo, a las circunstancias («En
aquellas situaciones era mejor eliminarlos») o a órdenes superiores («Es que si no
obedecía me mataban a mí»). Por la justificación se culpa a fuerzas externas y no a uno
mismo. Así se mantiene el autoconcepto moral de persona decente, al mismo tiempo que
se actúa de manera inmoral. El proceso de deshumanización sigue más o menos esta
evolución progresiva: se suele comenzar desarrollando unos estereotipos negativos sobre
un grupo que simplifican a sus miembros, atribuyéndoles unos clichés y unas
características negativas que tal vez no son peores ni más estructuradas que en otros
grupos: «Los negros son…», «Los gitanos son…». A fuerza de repetir y de poner como
ejemplos esos estereotipos, como yo hago en estos momentos, la gente acaba creyendo
que son verdad, y una vez que se creen se traducen en recelos, desconfianza, etc. Si a
esos estereotipos o clichés se va asociando animadversión, rechazo y odio, se desarrolla
el prejuicio. Y el prejuicio es una pasión que puede llevar a guerras y genocidios. Los
estereotipos y los prejuicios son formas de mejorar la propia imagen derogando a otros a
los que se juzga inferiores, y tienen la función social de hacer que los inferiores sigan
siéndolo: los prejuicios están casi siempre al servicio del poder.
La amenaza a la autoimagen, al modo como nos vemos y deseamos que nos vean los
demás, puede llevar a unas personas a mirar con prejuicios a otras, con el fin de sentirse
mejor que ellas. El prejuicio hacia otros nace de la necesidad de autoafirmación, de
sentir dominio, superioridad y autovalía, y de que los demás lo aprecien así. Y como los
prejuicios van acompañados de unos estereotipos o visiones sobre algún grupo simples,
negativos y generalizados, el individuo que muestra prejuicios ya tiene disponibles

116
autojustificaciones prefabricadas para ver así a los miembros de ese grupo estereotipado
(«Es que los… son unos ladrones», «Es que los… no son de fiar», etc.).
En la exposición de su teoría sobre la autoafirmación, Steele (1988) afirma que las
personas buscan conseguir, mantener y mejorar una autoimagen de integridad; es decir,
con una moralidad global positiva y adaptada adecuadamente. Si esa autoimagen se ve
amenazada, el individuo suele recurrir a derogar a algún grupo estereotipado
negativamente, o a algún miembro del mismo, para restaurar la imagen dañada (Fein y
Spencer, 1997). El estereotipo y los prejuicios generalmente son formas de autoafirmar o
mostrar la propia superioridad y de restaurar la imagen propia dañada o amenazada. Esta
amenaza o el peligro de ser visto como inferior lleva al individuo a usar la valoración
negativa de los demás y derogarlos (estereotipos y prejuicios) para sentirse superior.
Tanto es así que, si aumentamos los sentimientos de valía y de eficacia en los individuos,
se reduce su tendencia a rebajar a los miembros de grupos estereotipados contra los
cuales tienen prejuicios (Wood y Taylor, 1991): cuando no se advierte peligro, no hay
necesidad de defenderse.
El prejuicio es otro signo de sentimientos de inferioridad que se disimula
manifestando superioridad sobre otros, a los que se considera más débiles. Además, se
puede hacer con cierta impunidad e incluso con el aplauso de los demás: como los
estereotipos y prejuicios suelen ser compartidos por otros, al usarlos para derogar se
cuenta con el apoyo de estos. Llamando «vagos, sucios, gentuza a los (….)», el que hace
estos juicios se siente superior y, además, consigue el apoyo y aprobación de los que
comparten esa visión y esos sentimientos: es más arriesgado derogar a alguien solo que
en compañía, o llevar la contraria al propio grupo que proceder a la derogación con su
aprobación y apoyo (Fein y Spencer, 1997).
¿Y cómo es posible que una persona siga pensando de sí misma que es normalmente
decente (autoconcepto moral positivo) realizando actos atroces de sadismo y crueldad
contra otros seres humanos? He de confesar que uno de los aspectos humanos que más
me han sorprendido al estudiar Psicología es la inmensa capacidad del ser humano para
justificarse. En contra de toda la educación recibida, el hombre puede justificar hasta el
crimen. Y es que la autoestima (quererse y considerarse bien a sí mismo y verse querido)
es una necesidad muy profunda, raramente comprendida en su propia profundidad. Para
defender esa autoestima, el ser humano usa mil recursos de justificación, pero solo me
voy a fijar en la fragmentación, que permite derogar a otro ser humano conservando la
buena opinión de uno mismo.
La fragmentación es hacer en nosotros separaciones entre distintas dimensiones o
secciones de nuestra propia realidad, de forma que, cuando nos conviene, separamos
unos aspectos de otros para no ver contradicciones en nosotros. Es una estrategia fácil y
cómoda para huir de nuestra responsabilidad. Y, por eso mismo, bastante común.
Podemos verla reflejada en frases del lenguaje diario, como «Los negocios son los
negocios» (= una cosa es la amistad y otra, los negocios); «Seamos realistas, la política
es una cosa y decir la verdad, otra», «Cuando entra en juego la economía del país, todo
es válido», «Una cosa es ser bueno y otra ser tonto» (= yo no quiero ser tonto, luego

117
debo hacer esto), «Una cosa no quita la otra». Con estas frases se viene a decir, de una
forma u otra, que unas conductas se rigen por unas normas y otras por otras distintas o
también contradictorias. Es decir, conviene separar la amistad o la moral de los negocios,
para no ver ninguna contradicción ética entre lo que se piensa y lo que se hace, y seguir
haciendo «negocios» sin escrúpulos. Igualmente se pueden separar las creencias de las
razones políticas; el ganar votos de los medios de conseguirlos, etc. Y si la
fragmentación no resulta fácil en el momento, hay comodines que la facilitan: por
ejemplo, «una cosa es una cosa y otra, la otra»; no dice nada, pero sirve para salir del
paso.
Con este tipo de argumentos el individuo mantiene la imagen de persona decente
(como todos). Tienen su función práctica. Cuando se justifica el tráfico de armas por
razones económicas del país, cuando un partido político toma medidas inmorales,
cuando se critica severamente a países pobres y al mismo tiempo se muestra
complacencia y cordialidad con grandes potencias mundiales; cuando se constata que en
cuestión de dinero y de votos el fin justifica cualquier medio de conseguirlo y al mismo
tiempo se intenta conservar la misma imagen de buena moral…, cuando ocurre todo
esto, se practica la fragmentación. Cuando una persona da mucha importancia a la
amistad o a ser fiel a las prácticas religiosas y al mismo tiempo es un maltratador,
explota a sus empleados o roba al erario público, la fragmentación es muy útil, porque,
evidentemente, una cosa es esto (la injusticia o la derogación) y otra aquello (las
prácticas religiosas). Y, sin sentir culpabilidad ni contradicción interior, se puede seguir
pensando que la mujer merece ser maltratada, el empleado puede ser derogado y el judío
puede ser quemado vivo en un horno crematorio construido expresamente para ello. La
fragmentación es lo contrario de la integridad, en la cual destaca la coherencia.
El estudio de la derogación llevada a cabo en los campos de concentración nazis (en
los que la realidad supera la ficción) nos ha hecho saber que los funcionarios públicos
que practicaban el trato vejatorio y salvaje y llevaron a cabo las atrocidades que
conocemos en dichos campos eran ciudadanos que, en sus vidas privadas, parecían
honrados y normalmente cultos; que trataban a los prisioneros peor que si fueran
animales, y al mismo tiempo mantenían tranquila su conciencia; en familia seguían sus
principios morales, parecían buenos padres y buenos maridos. Con los prisioneros se
mostraban como seres depravados, y como ciudadanos normales fuera de su lugar de
trabajo. La fragmentación les permitía vivir una doble vida, como si hubiera una
conciencia para cada situación, lo mismo que hay distintas prendas de vestir para cada
estación del año.

3.2. Legitimación de la injusticia y autoprotección


Hay muchas formas de degradar al ser humano. Baste mencionar realidades tristes de
todos conocidas: esclavitud, violencia, insulto, maltrato, explotación, abusos sexuales,
crueldad, clasismo, prejuicios, genocidios, racismo, xenofobia, homofobia, injusticia
social, etc. La gente culpa, con razón, a bancos, poderes económicos, especuladores
financieros, multinacionales, corrupción, etc. Ante este panorama de la sociedad

118
humana, uno se pregunta cómo es posible que no sea mayor la indignación colectiva, por
qué no hay más protesta, más rebeldía, por qué se tolera tan fácilmente esta realidad. En
las protestas masivas se repite «El pueblo unido jamás será vencido», y nos podemos
preguntar: si es así, ¿por qué no se han eliminado ya todas esas lacras humanas? Ese
mundo de desigualdades ¿podría seguir existiendo si todos (o la mayoría) no lo
permitieran y legitimaran con su pasividad, su connivencia y su tolerancia?
El estudio psicológico de la legitimación, un área de la psicología social que ha
surgido en las últimas décadas (ver Jost y Major, 2001), nos hace ver que la pasividad y
la escasa indignación ante la injusticia de muchas de las desigualdades sociales
existentes legitiman el poder de quienes las practican e impulsan para explotar a seres
humanos. Las expresiones, de uso actualmente extendido, es lo que hay o es lo que toca,
expresan indefensión y falta de esperanza en la respuesta propia, en la eficacia de la
rebeldía, de la reivindicación y de la acción asertiva. Con frecuencia los más
desfavorecidos y discriminados ni siquiera se atreven a desafiar al sistema que los
oprime ni a expresar su descontento, lo cual es comprensible si tenemos en cuenta el
miedo; pero ¿cómo se justifica que no se castigue con el voto a los que se culpa de todos
los males (políticos, entidades financieras, etc.) cuando hacerlo es secreto? Cuando la
mayoría no protesta, cuando los demás se acomodan a la realidad injusta, hay también
miedo a destacarse en la protesta, miedo a deformar la propia imagen pareciendo
amargado, descontentadizo, inconformista o pendenciero. Es una mala imagen. Con el
conformismo o la apatía tal vez se proteja la auto-imagen, pero se legitima la impostura
de los que tienen poder. Pío Baroja decía que la naturaleza es muy sabia: hace esclavo al
esclavo y, además, le capacita para que no esté demasiado descontento con su esclavitud.
Hay, por supuesto, otras muchas razones por las que no se protesta ante las injusticias
y desigualdades sociales (comodidad, ignorancia, irresponsabilidad, cobardía, timidez,
pasotismo, falta de esperanza, etc.), pero solo he querido hacer ver cómo el estudio de la
legitimación pone también de manifiesto la fuerte tendencia del ser humano a ocultar sus
miserias, reales o imaginadas, y a ostentar galones. Ni siquiera la mediocridad nos libra
de esta tendencia; más bien la multiplica. El hombre a veces parece mostrarse
poderosamente inteligente a la hora de encubrir su propia debilidad y sus miedos. Parece
que en el fondo de su ser está siempre latente el deseo de ser un dios o, por lo menos, de
parecerlo ante los demás. Y muchas veces busca conseguirlo sacrificando a los demás.
En el reino animal, la necesidad de la supervivencia impone que los más fuertes
dobleguen a los más débiles. Entre los seres humanos, el desprecio y la derogación
parecen ser resquicios sofisticados (¿inteligentes?) de esa ley de supervivencia que aún
quedan en los rincones del alma. Potenciados, además, por el orgullo del Homo sapiens.

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121
7

Autocastigo

Parece ser que siempre, en la mayor parte de los lugares y de las culturas, los seres
humanos se han castigado a sí mismos (autocastigo) para compensar o expiar sus culpas;
para borrarlas o resarcir los daños causados. Por la compensación intentamos restituir,
pero también lavarnos la cara mostrando una buena faceta de nuestro ser
(arrepentimiento) para que, por lo menos, pase a un segundo plano o se difumine otra
cara de nuestra propia realidad: el daño que nuestra imagen haya podido sufrir ante los
demás. En el castigo está implícito este objetivo de la compensación. Jurídicamente, por
el castigo se paga a la sociedad o a alguno de sus miembros con el fin de compensar los
daños causados. Y, haciendo un paralelismo no del todo correcto, según creo, también se
hacen sacrificios voluntarios para restaurar o compensar la imagen moral y aliviar la
culpabilidad. Si recordamos que en cada uno de nosotros hay un ser interior que solo
conocemos nosotros y otro exterior que conocen los demás, vemos que el ser humano
aplica a su mundo interior (moral) la lógica que el derecho aplica a las conductas
externas: establecer e imponer penas (castigos) para que los que cometen faltas o delitos
compensen los daños causados. En su mundo interno moral, las personas siguen el
mismo procedimiento: se castigan a sí mismas para compensar sus faltas y aliviar su
culpabilidad.
Actualmente parece que el autocastigo, en forma de penitencias, sacrificios, etc., es
parte del pasado; pero hay que mirar a través de las apariencias y tratar de discernir si
realmente ha desaparecido por una disminución del sentido de culpabilidad o solo han
cambiado sus manifestaciones. En la literatura psicológica de los últimos años ha
aparecido el denominado efecto Dobby (Nelissen y Zeelenberg, 2009), porque el
personaje de Dobby, de la serie Harry Potter, de J. K. Rowling, se impone castigos
cuando no cumple las órdenes de sus superiores. Esta conducta manifiesta la idea
generalizada en nuestra cultura de que el castigo expía y absuelve los errores, las faltas o
los pecados. Millones de personas de todo el mundo han leído los libros de Harry Potter
y han visto las películas basadas en ellos, y es probable que muy pocas hayan juzgado
extraña esta conducta de Dobby, que no la hayan entendido porque no la crean propia de

122
un ser humano o que hayan pensado que la autora del libro ha creado un personaje con
reacciones propias de algún ser prehistórico o extraterrestre; por lo que hemos de pensar
que, si los lectores ven normal esa reacción de Dobby, es porque forma parte de sus
esquemas mentales o ideologías. Investigaciones psicológicas de los últimos años, como
veremos, confirman que es una reacción frecuente que se emite para compensar fallos
personales. Y siguiendo estas investigaciones planteo hasta qué punto el autocastigo
sirve para reparar o mejorar la propia imagen social o moral: ¿es un maquillaje
sociomoral, un modo de rebajar el sufrimiento de la vergüenza y de la culpabilidad, o
ambas cosas?

1. Castigo y sufrimiento

La justicia distributiva exige que a cada uno se le dé lo que le corresponde, sea bueno o
malo. Y, cuando vemos que alguien causa un daño a otro, inmediatamente pensamos que
debe compensar a la víctima, pues la compensación por los daños causados es un
precepto inculcado por nuestra cultura. Vemos como algo natural y justo que la víctima
vuelva, en la medida de lo posible, a la situación anterior al daño recibido; y que el
agresor, por su parte, sea castigado según merece y compense a la víctima (Darley y
Pittman, 2003). Damos por supuesto que la transgresión debe ser castigada para
restablecer el orden que regulan las leyes y la justicia. Más aún: pensamos que el
culpable debe ser castigado aunque, de hecho, no haya causado mal a nadie. Basta que lo
haya intentado; por ejemplo, en la tentativa de robo, de violación, etc.
En nuestra cultura, la condena se realiza imponiendo un castigo, que tiene como
objetivo compensar el daño y servir como ejemplo para que no se repita la falta. La
transgresión de una norma se ve como una amenaza al orden social, y por ello la gente
desea que el transgresor reciba su merecido (Van Prooijen, 2010) y, tal vez por el miedo
a esa amenaza, muestra más interés en castigar al culpable que en compensar a la
víctima, la cual generalmente no es vista como un peligro para la seguridad ciudadana
(contradiciendo con esta discriminación el sentido de equidad de la justicia). Pero el
castigo parece buscar un objetivo todavía más tranquilizador para la sociedad: se dice
que el castigo busca la reinserción del culpable, reintegrarlo a la sociedad para que deje
de ser un peligro para el orden social establecido y vigilado por las leyes (Okimoto y
Wenzel, 2009).
La cultura occidental nos ha inculcado tanto la obligación de compensar o pagar de
alguna forma las faltas que nos sentimos culpables si no lo hacemos. El sentido de esa
obligación está tan arraigado en nuestro pensamiento que con frecuencia la gente se
autocastiga, incluso con daño físico, para purgar (compensar) sus malas acciones, como
pudo comprobar Bloom (2010). En la Europa medieval a veces algunas personas iban de
pueblo en pueblo flagelándose en grupo para expiar sus pecados, y todavía hoy podemos
ver flagelaciones en las procesiones de Semana Santa o, en algunas peregrinaciones,
actos de penitencia (por ejemplo, caminar de rodillas) como compensación o expiación
por malas acciones. Las motivaciones de estas conductas son muy diversas y complejas

123
y están entremezcladas, y no es este el lugar para explicarlas. Aquí me fijo tan solo en el
deseo de sufrir del autocastigo, como consecuencia de la culpabilidad, que Freud llamó
masoquismo moral y que veremos a continuación.
Antes de proseguir, sin embargo, conviene tener en cuenta que en psicología se
entiende por castigo cualquier cosa que no gusta al individuo y que, por tanto, este
intenta evitar. Si busca algo que a nosotros nos parece un castigo y no procura evitarlo,
para él no es un castigo. Todo castigo supone, pues, algún sufrimiento; sea del tipo que
sea. Consecuentemente, no debe extrañar que castigo y sufrimiento se vean relacionados,
y que a veces se interpreten la desgracia y el sufrimiento como un castigo moral
merecido[1]. Una interpretación errónea, puesto que el dolor es parte de la existencia
humana y animal; como el trabajo (que generalmente implica algún sufrimiento) es una
exigencia de la vida. Podríamos resumir los sufrimientos humanos en estas dos
categorías:
– Incontrolables o inevitables (enfermedad, muerte, catástrofes naturales, etc.), ante
los cuales no podemos hacer nada sino aprender a darles sentido y aceptarlos, si no
queremos acentuar aún más el sufrimiento.
– Total o parcialmente controlables, ante los cuales hemos de hacer lo posible por
evitarlos o aliviarlos usando los recursos de nuestra inteligencia o implantando
justicia y cultura para evitar males como el hambre, la explotación de seres
humanos, la marginación, los genocidios, etc.

Ante esta realidad de la existencia humana, parece que tenemos la manía casi
obsesiva de huir de los sufrimientos inevitables, multiplicando así los sufrimientos
innecesarios. Es algo así como crear necesidades para padecer, después, la frustración de
no poder satisfacerlas. Y, por si todo esto no fuera suficiente, el hombre voluntariamente
recurre a imponerse a sí mismo castigos suplementarios para mejorar su imagen ante los
demás y rebajar su culpabilidad.

2. Autocastigo y masoquismo moral

Freud observó en algunos de sus pacientes que no les gustaba y se enfadaban si les decía
que iban mejorando, dando la impresión de que querían seguir sufriendo su enfermedad.
Esta observación le llevó a elaborar su teoría del masoquismo, que en el ámbito de la
sexualidad se refiere a la anomalía de sentir satisfacción sexual recibiendo dolor físico y
humillación; mientras que en el terreno moral (masoquismo moral) es rebajar el
sentimiento de culpabilidad aceptando sufrimientos e imponiéndose castigos a uno
mismo.
Según la teoría de Freud, el masoquista busca seguir siendo dependiente, continuar
con la sumisión de niño, negándose a todo intento de independencia afectiva; y en los
enfermos que observó Freud se ve el deseo de no ser curados, para seguir siendo
pacientes y recibir cuidados. Para ellos el progreso es como una amenaza de abandono.

124
El masoquista busca el cariño como un niño, siendo sumiso y obediente. Brenner (1959)
matizó que la reacción masoquista tiene cuatro funciones esenciales: sirve como defensa,
expiación, gratificación inconsciente (satisfacción) y, sobre todo, para repetir la forma de
reaccionar ante los conflictos como se hacía en la infancia.
Se suele poner como ejemplos de masoquismo en la vida cotidiana comportamientos
que son frecuentemente alabados por la sociedad e incluso calificados como virtud o
conductas ejemplares, y Bastian, Jetten y Fasoli (2011), de hecho, comprobaron que en
nuestra cultura occidental se considera como virtud imponerse voluntariamente acciones
dolorosas o tolerar el castigo del dolor. En la literatura se lee con frecuencia que el
masoquismo puede estar enmascarado detrás de muchos comportamientos alabados por
la sociedad, como la obediencia, la humildad, la paciencia, la aceptación de
humillaciones, etc. Otro ejemplo digno de mencionarse es el llamado masoquismo
femenino. La mujer ha sido educada para responsabilizarse de atender a los familiares
que son o pueden llegar a ser dependientes (padres, abuelos, hermanos enfermos, etc.);
para sacrificarse, especialmente por los hijos; para ganar menor sueldo por el mismo
trabajo que los hombres, etc., y como ha asumido este rol con dignidad se dice que se
debe al masoquismo femenino. Tal vez por esta misma lógica tendríamos que decir que
ir al trabajo sin protestar por tener que madrugar, esperar el tren o mojarse por la lluvia
también sería masoquismo, porque todo eso se tolera sin enfadarse y con calma relativa
o total; y lo mismo podríamos decir del duro entrenamiento de los deportistas y de los
gimnastas, o de las dietas de los idólatras de la propia figura física que se ven en los
gimnasios… Aplicando una definición tan elástica del masoquismo no debe extrañarnos
que se diga que todos somos algo masoquistas.
Para aclarárselo un poco al lector no muy familiarizado con la terminología técnica,
podríamos decir que en el masoquismo se disfruta del mismo sufrimiento, pero, si este
simplemente se acepta como condición para conseguir otros objetivos (es decir, es un
medio y no un fin en sí mismo) y se preferiría poder lograrlos sin necesidad de sufrir,
entonces no se puede hablar de masoquismo.
Freud habló expresamente del masoquismo moral para referirse al alivio de la
culpabilidad como consecuencia de los autocastigos voluntariamente impuestos y la
aceptación de humillaciones. Hay otras formas de rebajar el sentimiento de culpabilidad
(por ejemplo, la confesión de los pecados, obras benéficas, acciones altruistas, limosnas,
etc.), pero el autocastigo es una destacada. Freud mismo estableció la relación entre el
autocastigo y la culpabilidad al afirmar que cuando el individuo se siente culpable trata
de «pagar» de alguna forma su culpa, y una de esas formas es el autocastigo. De hecho,
Nelissen y Zeelenberg (2009) pudieron comprobar que cuando los individuos no tienen
otra forma de compensar la culpabilidad por sus faltas, recurren al autocastigo para
conseguirlo. Igualmente, Inbar y su equipo (2013) confirmaron que, a veces, la gente
expía o compensa sus transgresiones infligiéndose dolor físico, y que, cuanto mayor es
este castigo, más disminuye la culpabilidad.
Castigarse a uno mismo para compensar a la sociedad o a otras personas a las que se
ha perjudicado es comprensible. Es una forma de mostrar arrepentimiento y, con ello,

125
además de pagar una deuda moral, de algún modo se repara la propia imagen ante los
demás, como comprobaron Nelissen y Zeelenberg (2009). Pero ¿qué finalidad puede
tener el autocastigo por conductas que nadie conoce o que se pueden ocultar?
Posiblemente el individuo necesita demostrarse a sí mismo que puede realizar acciones
compensatorias y disminuir así su culpabilidad. Como indicaba Freud, el autocastigo
disminuye la culpabilidad. Por otra parte, influye también el aprendizaje: si se ha
aprendido desde la infancia que las malas acciones deben ser compensadas, se siente
culpabilidad si no se hace. Y esta estela de culpabilidad es difícil de borrar; aunque se
posean muchos argumentos válidos para convencerse de que es irracional, sigue teniendo
poder. Sigue poseyendo la influencia de la asociación entre pecado y penitencia. Las
asociaciones no se borran solo con ideas; necesitan asociaciones opuestas. Un ejemplo
para aclararlo: si un perro muerde a un niño, es posible que este desarrolle fobia a los
perros, asociando la presencia de cualquier perro con la angustia que vivió en la
experiencia inicial; y, por muchos argumentos que se le den para demostrarle que el
perro que tiene delante no hace ningún daño, seguirá teniendo miedo. Este lo superará
cuando, después de llegar a jugar y divertirse (emoción positiva) con perros, deje de
asociar la presencia del perro con la angustia.
¿Y a quién se repara castigándose por pecados internos con prácticas como el ayuno,
las penitencias, las flagelaciones, etc.? Generalmente estas conductas están motivadas
por la fe en alguna divinidad. Pero ¿necesitan los dioses ser compensados para que se
calmen sus enfados? Se me ocurre pensar que estos sacrificios se parecen a la práctica de
llevar flores a los cementerios: se dice que es para honrar a los difuntos, pero tal vez sea
más bien para honrar a los vivos. Para honrarse a sí mismos mostrando que son buenos
hijos, buenos hermanos, buenos padres o buenos maridos. Para mantener una buena
imagen moral. ¿Les interesan las flores a los difuntos?, ¿les ayudan en algo? Los
autocastigos, igualmente, parecen intentos de agradar a algún dios, de compensarle por
las propias faltas y rebajar así el sentimiento de culpabilidad, como decía Freud. Pero si
un dios se complace viendo sufrir a los hombres, habrá que dudar de su divinidad. Sería
un dios sádico. Además, un ser que se enfadase por los errores humanos y se vuelve a
contentar con sacrificios, con los «regalos» de los hombres, sería tan humano como los
hombres…
Posiblemente la mayoría de los creyentes aceptarían lo que decía san Agustín: «El
verdadero sacrificio es toda obra buena que contribuye a unirnos con Dios» (La ciudad
de Dios, X, 6). ¿Por qué, entonces, se ha seguido inculcando la necesidad de sacrificios?
La respuesta no corresponde a la psicología y recurro, por ello, a testimonios de algunos
teólogos; por ejemplo, Reid (2009), monja dominica y profesora de Nuevo Testamento
en Chicago, que dice que el cristianismo ha ofrecido una imagen de un Dios ofendido
que necesita ser apaciguado por nuestros pecados. Esto –dice Reid– facilita el poder del
clero sobre sus fieles. El temor a un Dios castigador fortalece el poder clerical sobre los
creyentes, creando una mentalidad masoquista: merecemos el castigo por los pecados y
hay que aceptar el sufrimiento a cambio del perdón, como si hubiera que comprar a Dios
como se compran los favores a los hombres (2009, 84). El teólogo González Faus

126
(1987), comentando una teoría de san Agustín, dice: «Lo que necesita el hombre no es
meramente conocer el bien, sino amarlo. Ni es decidirse a practicar exteriormente el
bien, sino vincularse desde dentro al bien… La práctica externa del bien puede incluso
no servir para nada» (p. 549). Y nos ofrece esta cita de san Agustín: «Es enemigo de la
bondad el que no peca por miedo al castigo; y amigo el que no peca por amor a la
bondad; y entonces es cuando tendrá el verdadero miedo a pecar. Pues el que teme al
infierno, lo que teme no es pecar, sino quemarse. El que teme pecar es el que aborrece al
pecado tanto como al infierno» (p. 549, nota 3). La amenaza del castigo hace al hombre
muy miedoso; pero no tan bueno. Según un principio establecido en psicología hace ya
mucho tiempo, si se quiere cambiar una conducta con castigos (p. ej., decir mentiras), se
puede lograr que el individuo no mienta (sobre todo si prevé que puede ser castigado),
pero es un método poco útil para lograr que ame la sinceridad.
Los actos de altruismo, si no están sustentados por una disposición interior de
bondad, quizá hasta sean perjudiciales si llevan al individuo a una autohonradez o a la
vanidad de sentir cierto derecho a ser pagado en el cielo. Y los autosacrificios, si el
individuo busca con ellos sentirse justificado y con derecho a que le sean reconocidos,
no sirven sino para desarrollar un fariseísmo piadoso que identifico con hipocresía,
entendida esta como el intento de hacer creer a los demás que las apariencias de bondad
son un fiel reflejo de bondad interior.
Según el Diccionario bíblico cristiano, los fariseos formaban un grupo político-
religioso que ya existía algunos siglos antes de Cristo, y en tiempos de Jesucristo era un
grupo influyente política y religiosamente en la sociedad judía. Ponían sumo empeño en
el cumplimiento estricto y minucioso de las leyes, al mismo tiempo que tendían a pasar
por alto el hecho de que la disposición del corazón era más importante que los actos
externos. Concebían a Dios como un padre estricto que vigilaba atentamente para ver la
más mínima infracción de su voluntad, siempre listo para castigar[2]. Como dice
Cabodevilla (1984), anteponían el sacrificio a la misericordia, el culto a la caridad, el
templo al hospital, la palabra al pan (p. 207). Ayer como hoy, abundan los que no
advierten que la amenaza del castigo hace al hombre solamente miedoso; le enseña a
evitar el mal, más que a buscar el bien. La dependencia de la letra de la ley y su exacto
cumplimiento parece implicar, según el psicoanálisis, la búsqueda de la dependencia y
sumisión del niño, que es el patrón original del masoquismo adulto (Keiter, 1975).
Fariseísmo ha llegado a ser casi un sinónimo de hipocresía, que es lo opuesto a
autenticidad, o coherencia entre lo de dentro y lo de fuera. La imagen que el fariseo tiene
de sí mismo y en la que busca seguridad es la que exhibe en público. Generalmente, en
las estrategias de manipulación de la autoimagen el individuo trata de defender una
buena imagen de sí mismo o de mejorarla, lo cual es comprensible, pues cada cual se
defiende, según su madurez, como sabe y como puede ante la indiscreción de los demás,
sus juicios tal vez poco acertados, sus rechazos no suficientemente justificados, su falta
de sensibilidad, su indiferencia, etc. Y, más o menos, los demás distinguen bastante bien
hasta dónde llega lo que es verdadero y dónde empieza la apariencia o estrategia
defensiva; pero el fariseo da un paso más: hace de su fachada su ser y trata de convencer

127
a los demás de que su interior es igual que su apariencia, de que es como parece, y exige
que se le juzgue por su exterior (en los evangelios, a los fariseos se les llama «sepulcros
blanqueados» = un exterior limpio que encierra podredumbre). No se autoanaliza
demasiado y no sabe reconocer ese margen de incoherencia que todos tenemos entre
nuestro ser íntimo y lo que mostramos, como veremos en el último capítulo. El fariseo
muestra una notoria dependencia del juicio ajeno y un grado visible de renuncia al
desarrollo de principios morales propios, independientes y autónomos, lo cual significa
un desarrollo moral pobre, a pesar de su aparente seriedad, que es más bien rigidez y
gesto adusto. Calcula su propia perfección no según le dicta su conciencia, sino haciendo
comparación con los otros: «No soy como aquellos que…», «Cumplo las leyes, y no
como otros…». Otra vez la dependencia, la inmadurez moral. Tal vez se pueda decir que
se preocupa demasiado de los juicios externos porque no está seguro de los suyos,
porque más que principios tiene dogmas o porque teme demasiado el rechazo de los
demás y para evitarlo cuida escrupulosamente las apariencias de bien: el miedo no es
prudencia, pero es cauteloso.

Bibliografía

BASTIAN, B., J. JETTEN y F. FASOLI, «Cleansing the soul by hurting the flesh: The guilt-
reducing effect of pain»: Psychological Science 22, 3 (2011), 334-335.
BLOOM, P., How pleasure works: The new science of why we like what we like, Norton,
New York 2010.
BRENNER, G., «The masochistic character: Genesis and treatment»: Journal of the
American Psychoanalytic Association 7 (1959), 197-226, citado por Keiter, 1975.
CABODEVILLA, J. M., Las formas de la felicidad son ocho, BAC, Madrid 1984.
DARLEY, J. M., y T. S. PITTMAN, «The psychology of compensatory and retributive justice»:
Personality and Social Psychology Review 7, 4 (2003), 324-336.
GONZÁLEZ FAUS, J. I., Proyecto de hermano, Sal Terrae, Santander 1987.
INBAR, Y., D. A. PIZARRO, T. GILOVICH y D. ARIELY, «Moral masochism: On the connection
between guilt and self-punishment»: Emotion 13, 1 (2013), 14-18.
KEITER, R. H., «Psychotherapy of moral masochism»: American Journal of Psychotherapy
29, 1 (1975), 56-65.
NELISSEN, R. M. A., y M. ZEELENBERG, «When guilt evokes self-punishment: Evidence for
the Existence of a Dobby Effect»: Emotion 9, 1 (2009), 118-122.
OKIMOTO, T. G., y M. WENZEL, «Punishment and restoration of group and offender values
following a transgression: Value consensus through symbolic labeling and offender
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REID, B. E., «From sacrifice to self-surrender to love»: Liturgical Ministry 18 (2009), 82-
86.
VAN PROOIJEN, J.-M., «Retributive versus compensatory justice: Observer’s preference for

128
punishing in response to criminal offenses»: European Journal of Social Psychology
40 (2010), 72-85.

[1] Hace años tuve una experiencia que me llamó la atención. Como psicólogo conocía a una madre y a su hijo
de ocho años, que era la ilusión de su vida. Un día la madre murió repentinamente y se me pidió que se lo
comunicara al niño, porque tenía confianza conmigo. Al decírselo, su reacción fue esta: «¿Por qué le ocurrió
esto a mi mamá, si mi mamá era buena?». ¿Quién le había inculcado esta idea? La cultura recibida y la
experiencia de que cuando se recibe un castigo es porque se ha hecho algo malo.
[2] Esta visión de Dios se parece muy poco o nada al Dios de la Biblia que nos muestra el teólogo A. TORRES
QUEIRUGA en su encomiable libro Creo en Dios Padre, Sal Terrae, Santander 1992.

129
8

Licencia moral

Mantener una imagen positiva, ser bien visto y considerado, es uno de los deseos más
poderosos del ser humano. Y, como hemos visto, cuando actuamos de forma que daña
esa imagen, tratamos de repararla; lo mismo que intentamos eliminar, ocultar o disimular
las imperfecciones de nuestro rostro. Procuramos hacer el bien para borrar o compensar
el mal. Ahora vamos a ver un modo de actuar (licencia moral) que parece buscar lo
contrario. A todos nos gusta pensar que somos personas honestas, pero la experiencia
diaria nos muestra que la deshonestidad, en cualquiera de sus formas (robo, engaño,
malversación, etc.), a veces rinde pingües beneficios y a corto plazo, mientras que
muchos siguen pensando que pocos se hacen ricos solo trabajando.
Mantener la buena imagen en todo momento puede ser muy costoso: hay ocasiones
en que son muy poderosos otros deseos y otras tentaciones. Uno puede desear
profundamente parecer una persona honrada, pero, si se juzga trascendental aprobar un
examen de oposiciones, el deseo de aprobarlo puede llevar a copiar en el examen si se
presenta una buena ocasión de hacerlo, aunque el procedimiento no sea correcto y se
corra el riesgo de mancillar la propia imagen. Después ya vendrá el maquillaje social:
justificaciones, arrepentimiento, compensaciones, etc. La propia imagen puede quedar
un tanto deteriorada, pero… Al estudiar la licencia moral se examina la táctica de
«querer comer el pastel y que quede entero»: de manchar la cara y querer que quede
limpia, de aprovecharse de ciertas conductas inmorales sin perder, al menos de forma
importante, la buena imagen de honestidad.
Cuando un individuo considera que tiene un buen historial moral y se siente seguro
del mismo, a veces parece creerse con cierto «derecho» o permiso (licencia) para
permitirse algunos «deslices» o conductas inmorales o, por lo menos, dudosas. Todos
conocemos casos de personas que después de seguir rigurosamente un estricto régimen
alimenticio se ven con «permiso» (licencia) para hacer una pequeña excepción un día
especial determinado; y los demás lo comprendemos porque, de una forma u otra, todos
nos damos ciertos permisos o licencias. En los carnavales llega tal vez la máxima
oportunidad para las licencias: bajo las máscaras y los disfraces explosionan los deseos

130
de realizar acciones que no se llevarían a cabo a cara descubierta, porque dañarían
demasiado la propia imagen moral. El disfraz (el anonimato) deja expresar deseos
ocultos bajo las máscaras de la vida cotidiana, las cuales se van configurando al adquirir
las habilidades del saber estar, y que escondemos detrás de lo que denominamos buena
educación, cortesía, decencia, buen gusto, adaptación, refinamiento, etc.
La investigación psicológica sobre la licencia moral indica que, en general, el ser
humano busca tener una imagen moral cómoda. Ni muy elevada ni despreciable; de un
promedio confortable[1]. Si su conducta no alcanza ese promedio, recurre a la
compensación realizando buenas obras, como vimos en las páginas anteriores. ¿Y qué
ocurre si lo sobrepasa o lo supera? El estudio de la licencia moral nos dice que cuando
uno se ve con un superávit de bondades en el historial, puede darse permiso (licencia), a
veces por lo menos, para «desmelenarse» (= soltarse o desinhibirse, según el diccionario
de la RAE); pero procurando no incurrir en la desfachatez o el cinismo. Y es que ser
héroe no es fácil. La mayoría de las personas prefieren ser discretas; sin destacar mucho
ni por arriba ni por abajo.
Para entender mejor la licencia moral, quizá ayude considerar algunos ejemplos
cotidianos que todos hemos observado. Una mujer joven con belleza deslumbrante y
claramente superior al término medio puede un día tomarse la libertad (licencia) de no
maquillarse o arreglar su imagen, pues tiene la seguridad de que su apariencia está bien
de cualquier forma, aunque un día presente un tono menor. Pero esa misma licencia no
es tan fácil para otra mujer que, con razón, no está tan segura de su belleza y,
consecuentemente, tiene que evitar esos «descuidos» en su apariencia.
Fieles al rol machista, los hombres se toman licencias más «masculinas». Un alto
ejecutivo, con grandes riquezas conocidas por todos, un día puede permitirse (licencia) ir
vestido quizá no como un pobre, pero sí como un ciudadano modesto y «normal», y
conducir un coche bastante viejo. Un nuevo rico, sin embargo, tal vez viera esta
conducta como un peligro para su imagen todavía no muy consolidada en su nuevo
estrato social. Aquel tiene seguridad de su solvencia y sabe que su imagen social está
bien avalada; este no tiene todavía esa seguridad; puede hacer lo mismo, pero su
conducta carece de naturalidad; tiene cierta pose de alarde, de pretensión; no es natural;
todavía no sabe interpretar bien el nuevo rol.
Estos ejemplos ilustran lo que ocurre en el plano moral: sentirse moralmente superior
ante los demás puede llevar a ciertas licencias que no se tomarían sin sentir esa
superioridad. Sobre todo, bajo el amparo de las buenas intenciones o cuando los
«pequeños pecados» sirven para evitar peligros amargos o alcanzar objetivos muy
codiciados. Ejemplos: copiar en un examen para evitar una humillación o con la buena
intención de quedar libre todo el verano para dedicarse a actividades sociales
voluntarias; hacer recomendaciones para que otros consigan un puesto de trabajo,
sentirse su protector y tener fieles seguidores de su ideología; no respetar los derechos
laborales de los empleados porque ya se ha ayudado bastante a la sociedad; pequeños o
grandes fraudes fiscales para invertir el dinero en causas mejores, etc.
Si, como vimos en el capítulo anterior, la gente busca «limpieza moral» haciendo el

131
bien para borrar el mal y restaurar así los deterioros que haya sufrido su imagen moral,
también parece buscar ciertas compensaciones con conductas antimorales o dudosas
cuando la autodignidad moral personal está por encima de un nivel que ya parece
bastante alto. Si una persona se siente por lo menos suficientemente moral en su
trayectoria personal, en ciertas ocasiones puede no tener suficiente incentivo o
motivación para actuar éticamente si una conducta concreta es especialmente costosa y
ella prevé que, practicándola como una excepción, no dañará excesivamente su
reputación (Sachdeva, Iliev y Medin, 2009). Estudios del equipo de Sachdeva indican lo
que ya afirmaba anteriormente: la gente busca mostrar una imagen confortable y, si ya
cree tener un nivel moral medio aceptable y esa imagen ha sido dañada, trata de
restaurarla con buenas conductas; pero si cree que ya se ha superado el nivel medio o
que ya posee un plus moral, puede tomarse alguna licencia o permiso moral. Parecería
lógico pensar que si una persona se considera moralmente buena debería seguir actuando
correctamente, para confirmar esta percepción que tiene de sí misma y que posiblemente
tienen también los demás. Así podríamos esperarlo si tenemos en cuenta la fuerte
influencia (sólidamente comprobada en psicología) de las expectativas, del rol, de la
congruencia, de la consistencia, etc., y así es generalmente. Sin embargo, cuando hacer
el bien supone un coste que se considera elevado, el ser humano empieza a calcular y
encuentra la salida de imponer unos límites al altruismo y a la beneficencia[2]. Y esto se
ve expresado en frases populares tan comunes como estas: «Me gusta ser bueno, pero no
tonto», «Ayudar está muy bien, pero todo tiene un límite», «Es que si das la mano te
toman el brazo entero», «Es que así yo voy a ser quien lleve todas las cargas y además
ser la mala de la familia», etc. Mark Twain, con sus típicas agudeza e ironía, decía: «Sé
virtuoso y te tendrán por excéntrico». Porque lo normal es ser mediocre.
Tal vez alguien haga estas proposiciones: «Haz el bien y no mires a quién», «El
límite del amor es amar sin límite»; pero este ideal, llevado a la práctica, exige ser un
héroe (generalmente no reconocido como tal o interpretado como un idealista que no
tiene los pies en la tierra) y la mayor parte de las personas parecen conformarse con
obtener de los demás una valoración moral entre media y media-alta, en comparación
con su entorno, y cuando perciben que superan ese nivel es cuando pueden aparecer las
licencias morales, permitiendo conductas que no se producirían si no se tuviera el
respaldo de un historial de buena conducta y la confianza de que esas condescendencias
puntuales con uno mismo serán vistas por los demás con cierta comprensión: la
comprensión de quien sabe que hace lo mismo.
Quien decida ayudar sin límites ha de estar dispuesto a aceptar que más de una vez
sufrirá lo que Luchies y otros (2010) llaman efecto felpudo (doormat effect): ser algo que
todos pisan. Ha de saber que no pocas veces va a ser explotado, abusando de su
disponibilidad, y que alguien hasta puede hacerlo creyendo que tiene derecho a actuar de
ese modo. Y no es nada agradable verse explotado, pudiendo evitarlo, o comprobar que
se hace el primo[3], mientras que otros, estando en la misma situación, actúan con mayor
solvencia. Un estudio de Jordan y Monin (2008), titulado «De ser primo a ser santo»
(«From sucker to saint»), lo muestra con claridad. Para entender mejor este fenómeno,

132
llamado el efecto de primo a santo, imagínate que una persona con bastante autoridad en
tu trabajo te pide que le hagas un favor que no entra en absoluto en tus obligaciones
laborales y que, además, es muy tedioso y monótono. No te atreves a negarte y lo haces.
Cuando ya lo has terminado, pide lo mismo a un compañero tuyo de trabajo; este
empieza a realizarlo, pero pronto se cansa y lo deja, con la disculpa de que no tiene
tiempo para terminarlo. Después, puedes comprobar que esta renuncia suya no le acarrea
ninguna consecuencia negativa. ¿Cómo te sentirás? Tal vez deduzcas que has hecho el
primo y, en un arrebato del momento, prometas no volver a dejar que te exploten. Pero
esta no es la respuesta de todos. Jordan y Monin comprobaron que, en vez de admitir que
no se tuvo valentía para negarse a hacer el favor y que no se supo actuar con asertividad
y firmeza (admisión que pondría en evidencia la propia debilidad y dañaría la propia
autoimagen), los sujetos de su investigación trataron de disimular la humillación
recurriendo a la moralización, juzgando positivamente la propia conducta y condenando
la del compañero que no cooperó. En situaciones como esta, para moralizar se suele
recurrir a esgrimir el razonamiento de que se hizo el favor por agradecimiento, por
consideración, por respeto o por la propia buena disposición natural; es decir, por ser
santo, no primo; por ser bueno, no tonto. Elevando la propia talla moral y rebajando la
del compañero, diciendo que fue un inconsiderado, un egoísta, etc., se mantiene la buena
imagen personal… Y hay que añadir un detalle: si este mismo sujeto que hizo el primo
no ve a ningún compañero que se niegue a hacer el favor, no siente la necesidad de
defenderse; y tampoco si se le dice que su conducta no se ha debido a debilidad,
ingenuidad o falta de carácter, sino a su virtud y bondad naturales. En esta situación no
necesita lavar su imagen moralizando.
A la vista de estos resultados, tal vez podamos decir que ser bueno, a veces, significa
hacer el primo a sabiendas (por seguir los propios principios), sin necesitar este tipo de
moralizaciones ni rebajar a nadie (si se necesitan estos consuelos, lo que parece bondad
quizá deba llamarse debilidad). Y también que para ser no bueno, sino mejor, se precisa
superar claramente la media socialmente aceptable, y olvidarse algo de uno mismo para
no sentir la necesidad de las excusas que se derivan de la comparación.
Ser virtuoso no es fácil. Tiene sus costos. Y cuando el precio de la virtud (costos)
supera claramente los beneficios de una conducta que no parece notoriamente inmoral,
no es difícil que el proceso de buscar autojustificaciones termine encontrando solución
en alguna licencia moral que permita practicar las conductas deseadas, aunque sean
inmorales o dudosas, si no deshacen demasiado el equilibrio con los méritos adquiridos
en el pasado. Se opta por un comportamiento con la deshonestidad suficiente para
alcanzar los beneficios que se desean y, al mismo tiempo, con la honestidad también
suficiente para poder convencerse de que se sigue manteniendo esencialmente la misma
integridad ética. Se actúa pensando que un poco de deshonestidad aporta el gusto del
beneficio sin deteriorar la propia imagen positiva. Se busca equilibrio y compensación:
el término medio, que, según Horacio, poeta latino del siglo I a.C., es donde está la
virtud. Según una investigación de Gruber (2004), cuando las acciones caritativas
ofrecen mayor «rentabilidad» (debido a exenciones de impuestos, ventajas fiscales, etc.),

133
las personas que suelen asistir los domingos a la iglesia hacen más aportaciones
económicas, pero (a cambio, según parece) van menos a la iglesia, como si fuera
excesivo hacer las dos cosas o fuera suficiente solo con una. El razonamiento de
trasfondo es que todo tiene un límite; también hacer el bien. Es comprensible. También
es comprensible que no reconozcamos la mediocridad. Que sea comprensible no quiere
decir, sin embargo, que sea aceptable.
Según otra interpretación (teoría de las credenciales morales), las buenas acciones del
pasado hacen que se interpreten de distinta forma las conductas inmorales o ambiguas
del presente y se les dé distinto significado, con la consecuencia de que no se ven como
transgresiones: el pasado, se dice, puede dar una «luz» a la conducta del presente. Ese
historial es como un cristal de color y a través de ese color se interpretan las conductas
de ahora, no viéndolas como amenazas para la propia imagen (Effron, Cameron y
Monin, 2012). El problema es que esa «luz», en vez de iluminar, puede cegar o
deslumbrar, y hacer que se vea lo malo como ambiguo, lo ambiguo como aceptable y lo
aceptable como bueno… Es parte del proceso de la corrupción. Pero ¿qué mecanismos
de nuestra mente permiten que seamos arrastrados por este proceso, sin dejar de creer
que mantenemos la integridad moral? Responder exigiría una exposición larga y
compleja que no permiten los objetivos de este escrito, pero me parece oportuno
detenerme, ahora, por lo menos en estos dos componentes psicológicos: la excusación, o
proceso de buscar excusas, y la motivación, o influencia de los propios deseos.
Excusación. Los conceptos de objetos materiales no son fáciles de tergiversar, puesto
que estos se pueden tocar, contar, medir y comprobar objetivamente. Es relativamente
fácil ponerse de acuerdo en que una piedra no es un trozo de madera o la hoja de un
árbol (dejemos aparte que la tecnología actual pueda conseguir la fabricación de madera
que parezca piedra o que haya hojas petrificadas). Los conceptos abstractos, sin
embargo, son más elásticos y flexibles, y esa elasticidad permite la tergiversación, el
autoengaño y la corrupción, tal vez sin tener clara consciencia de ello. Lo que es justo
para uno puede ser injusto para otros, la igualdad siempre es relativa, los derechos y los
valores no tienen límites exactos, lo que unos califican como «buen» tiempo es
«pésimo» para otros… Esta flexibilidad de los conceptos, de la definición de los valores,
del juicio de las conductas, etc., puede hacer que lo que hoy se ve negativamente pase
mañana a ser una virtud, sin necesidad de nuevos argumentos que justifiquen el cambio.
Basta adaptar viejas ideas, flexibilizar los criterios y forzar algo los principios.
Generalmente, la elasticidad no es tanta como para permitirnos justificar robar a un
mendigo para comprar un capricho superfluo, porque se incurriría en un cinismo que
dañaría nuestra imagen. Pero sí permite que otros robos lleguen a considerarse incluso
virtudes. Robar ese mismo dinero a un amigo («porque tiene mucho dinero y no lo va a
notar, y además yo le he hecho muchos favores y en cuanto pueda se lo devuelvo»), hace
que el robo casi se entienda como un préstamo. Robárselo al propietario de la empresa
donde se trabaja («porque vive lujosamente, derrochando el dinero que yo produzco,
porque es un avaro y lleva treinta años explotándome»), convierte el robo en un acto de
justicia. Y robárselo a los ricos para dárselo a los pobres puede hacer que uno sea un

134
héroe como Robin Hood (arquetipo que representa un ideal humano de justicia). Las
buenas intenciones convierten fácilmente la corrupción en virtud; la inconsistencia, en
evolución y progreso; el maquiavelismo, en «hacer política»; el ser voluble y
camaleónico, en saber adaptarse. Y, si en nuestro entorno aparecen figuras que no se
dejan arrastrar por la corrupción moral, que son ejemplares de honestidad, que se rebelan
contra la impostura y que al pan siguen llamándolo pan, y al vino, vino, sin corromper el
lenguaje, sin tergiversar los principios, sin confundir la adaptación con la traición, sin
aceptar los jugosos regalos que aceptan los demás compañeros de profesión… Cuando
aparecen esos rebeldes morales o modelos de resistencia que, con su conducta, nos hacen
ver nuestro verdadero rostro en el espejo, sin máscaras ni maquillajes, y amenazan así
nuestra imagen positiva…, esos «rebeldes morales», según la investigación de Monin,
Sawyer y Marquez (2008), son mal vistos, rechazados, y no pocas veces han sido
sacrificados. Son un peligro para la «paz».
Un excelente ejemplo del proceso de la excusación nos lo ofrece G. Orwell en su
célebre libro Rebelión en la granja. Como es bien sabido, en este libro se nos habla de
una granja de animales abandonados y maltratados por su dueño, el borrachín señor
Jones. Descontentos con la situación, los animales deciden un día rebelarse, hacerse
dueños de la granja y administrarla ellos mismos. Y así lo hacen. Eligen como líderes a
los cerdos y desde el principio se imponen como ley que todos serán iguales. Pronto, sin
embargo, los cerdos encuentran excusas o razones para quebrantar las normas y adquirir
privilegios. El proceso de autojustificación de los privilegios se agudiza tanto que los
cerdos llegaron a ser más tiranos que el mismo señor Jones, provocando un dramático
final de la granja[4].
Motivación. Al proceso de corrupción de los criterios personales hay que añadir la
fuerza de la motivación o del deseo. Las excusas se buscan para poder conseguir lo que
se desea. Y cuando el deseo es poderoso, es muy fácil encontrar «razones» o excusas
para conseguirlo y para justificar los medios de lograrlo. Casi siempre acabamos
creyendo que es bueno aquello que deseamos profundamente, convirtiendo en razones
los sentimientos, los deseos en evidencias. La psicología de la publicidad lo sabe: si se
logra que un producto guste mucho, el comprador se persuade pronto de que le conviene
comprarlo. Y una vez que se ve la conveniencia, ya solo queda un paso para adquirirlo:
tener dinero o facilidades de pago. La gente se convence a sí misma de la conveniencia
de casi todo lo que desea, incluyendo el pasar a considerar como aceptables las
conductas que normalmente ha considerado como no éticas en los demás. Generalmente
se ven como justas las decisiones que nos gustan y como injustas las que nos
desagradan; y se cree que merecemos mejores resultados, pero menos sufrimientos… Y
esta tendencia a la autojustificación y a las excusas es aún más pronunciada cuando nos
vemos en la necesidad de salir de algún agujero profundo o de algún laberinto. Es la
situación que Kahneman y Tversky (1979) llaman aversión a la pérdida, que en
términos sencillos quiere decir que es mayor (tres veces mayor) el deseo de evitar una
pérdida que el deseo de conseguir algo del mismo valor. Cuando nos vemos a punto de
ahogarnos, cualquier medio para salir del apuro nos parece justificado…

135
Pero quiero añadir un detalle. Al ser humano no le gusta hundirse demasiado y suele
poner un límite al deterioro moral. No roba siempre, aunque pueda hacerlo
impunemente. No engaña siempre, aunque pueda sacar de ello beneficio sin costo
alguno… La deshonestidad no solo daña nuestra imagen social, el concepto que los
demás tienen de nosotros, sino que deforma también la imagen que nos gusta tener de
nosotros mismos, la que nos dice cómo somos, hasta qué punto somos buenos o
malos…, y nos gusta pensar que somos honestos, que no somos seres totalmente
corruptos, que podemos robar «algo» pero no a un mendigo anciano, hambriento y
enfermo. Es el sentido de dignidad que toda persona quiere mantener. El hombre nunca
se corrompe totalmente. Si se mira serenamente al fondo del ser humano, siempre se
descubre algo que le hace digno de respeto o, como decía Camus, que hay en él más
cosas dignas de admiración que de desprecio.
La licencia moral o relajación del autocontrol se ha demostrado en campos diversos.
Menciono solo algunos. En el estudio de las relaciones entre grupos, el equipo de Monin
ha comprobado, por ejemplo, que, a la hora de dar un puesto de trabajo, si el que hace la
selección se lo otorga a una persona negra, habiendo otros candidatos blancos
igualmente capacitados, este aval o plus a favor de los negros le facilita, después, negar
el puesto de trabajo a otra persona negra entre candidatos blancos. Una vez que ha
probado que no es racista, tiene menos miedo a actuar de un modo que pueda llevar a ser
calificado como tal (Monin y Miller, 2001). Effron, Cameron y Monin (2009) hallaron,
de hecho, que a los ciudadanos que habían votado a Obama les resultaba más fácil,
después, favorecer más a los blancos que a los negros.
Investigando la práctica del consumo, Khan y Dhar (2006) comprobaron que un
autoconcepto elevado libera a la gente para comprar ciertos caprichos de mayor lujo. En
los individuos que investigaron pudieron constatar que, si estos habían realizado
previamente acciones especiales de altruismo, después les resultaba más fácil buscar
compensación eligiendo un objeto de lujo al hacer la compra. Su elevación del
autoconcepto, debida a las acciones caritativas, rebajaba su reparo al comprar algo lujoso
y les llevaba a ser más indulgentes consigo mismos: la virtud parecía darles permiso para
tener ciertas condescendencias. Sentirse superior parece quitar el miedo a parecer
pequeño practicando conductas un tanto dudosas que desde fuera pueden ser vistas como
menos éticas o no estéticas. En la literatura psicológica se ve que los mecanismos que
reducen la culpabilidad pueden elevar las preferencias por artículos superfluos. El lujo de
algunas personas consideradas honradas puede encontrar explicación en estos procesos:
algunas acciones caritativas, algunas donaciones y algunos actos piadosos regulares
pueden ser aval suficiente para lujos que se observan en la sociedad de consumo y que,
como señalan Khan y Dhar, se exhiben, en gran medida, sin consciencia de los procesos
ocultos de la licencia moral.
Elegir productos autosatisfactorios es todavía más fácil si las circunstancias facilitan
una justificación para consumirlos. Es fácil que un fumador que está en el proceso de
dejar de fumar haga una excepción de la abstención en circunstancias especiales (por
ejemplo, la boda de una hija) que ofrecen una rápida justificación. Cuando se está

136
intentando romper un hábito placentero es fácil autojustificarse y, como dicen Khan y
Dhar, preferir el vicio a la virtud. La privación a veces hace que la indulgencia sea más
tentadora (Mukhopadhyay y Johar, 2009), como si el esfuerzo realizado mereciera una
gratificación (Kivetz y Zheng, 2006).
Sabemos que la sociedad castiga (con rechazo, reproches, desaprobación, etc.) las
conductas que interpreta como antisociales o inmorales, o incluso simplemente dudosas;
pero el reproche puede ser menor o nulo si una acción presente es interpretada como
positiva, o menos negativa, conociendo el pasado de su autor; por ejemplo, un
comentario sospechoso de racismo por alguien que ha trabajado ayudando a personas de
otra raza. El que actúa lo sabe; es consciente de que su conducta no va a dañar
demasiado su imagen, y, si logra con su acción algo deseado, siente menos miedo al
juicio ajeno y se ve más libre (licencia moral) para actuar o expresarse como no lo haría
sin ese historial opuesto al racismo (Miller y Effron, 2010). Incluso la intención de
actuar bien en el futuro (el propósito) puede dar esa libertad o licencia, aunque después
no se actúe según esas intenciones. El ser humano se engaña con suma facilidad para
hacer lo que desea: da por supuesto que va a realizar el propósito, aunque haya
incumplido mil veces lo prometido. El cuento de la lechera expresa la tentación de ver el
futuro como se desea y actuar como si ese futuro imaginado fuera ya real.
Como ejemplo de licencia moral merece especial atención una investigación llevada
a cabo por Schwitzgebel (2009), cuyo título es «¿Roban los éticos más libros?»[5] («Do
ethicist steal more books?»). Para responder a esta pregunta analizó si se roban de las
bibliotecas más libros de ética que de otras ramas de la filosofía. Para ello escogió al azar
bibliotecas de trece universidades de Estados Unidos y del Reino Unido. También al azar
eligió la lista de libros de ética y de las demás ramas de filosofía; tuvo en cuenta el
precio de los libros, la facilidad de comprarlos, la antigüedad, etc.; es decir, las variables
que podrían afectar al resultado. Y la conclusión fue esta: «Un libro de ética tiene entre
un 50 % y un 150 % más de posibilidades de desaparecer de las bibliotecas que si no es
un libro de ética» (p. 722).
Obviamente, no se puede calificar la moralidad de las personas por una sola
conducta, pero creo que sí podemos deducir que, en este punto concreto, los éticos no
mostraron la misma honestidad que los demás. ¿Por qué? Tal vez porque su mayor
información moral y su interés por el estudio de la ética puede ser un arma de dos filos:
puede ayudar a un mejor comportamiento (como dirían Aristóteles, Nussbaum, Piaget,
Kohlberg, etc., aunque hay otros autores que no afirman lo mismo), pero también es
posible que ayude a encontrar más justificaciones para la licencia moral, y es que el ser
humano tiene una llamativa facilidad para justificar lo injustificable cuando el
comportamiento moral no resulta rentable social o económicamente. El autor de la
investigación comenta literalmente: «El conocimiento moral explícito es ambivalente:
aunque en ciertas condiciones favorece la conducta moral, en otras socava o mina la
moralidad» (p. 723). Es paradójico: a veces parece que la ciencia aparta de la verdad. De
sus investigaciones sobre la influencia de la licencia moral en el consumo, De Witt
Hubert, Evers y De Ridder, tres investigadoras de la Universidad de Utrecht (2012),

137
concluyen que tener justificaciones para la indulgencia moral pone al individuo en un
punto de debilidad que puede llevar a preferir el vicio a la virtud. Lo mismo que decían
Khan y Dhar (2006).
A estas reflexiones me parece oportuno añadir las investigaciones de Gino y Ariely
(2011), en las que se confirma que las personas más creativas son también más
propensas a la deshonestidad y a realizar acciones no éticas, sintiendo al mismo tiempo
que actúan como personas morales. ¿Cómo se explican estos resultados? La creatividad
es la capacidad para producir ideas novedosas y útiles para solucionar problemas,
mejorar resultados, reducir gastos, innovar métodos de producción, etc.; por ello, ha sido
siempre una habilidad altamente considerada. Va unida, además, a una mayor
flexibilidad mental o capacidad para usar los conocimientos de formas diversas, según
las exigencias de las situaciones; es, por tanto, útil para solucionar problemas, alcanzar
acuerdos, etc. Pero la creatividad tiene el lado oscuro que Gino y Ariely (2011)
investigaron y confirmaron, y exponen en esta publicación subtitulada «Las personas
originales pueden ser más deshonestas» («Original thinkers can be more dishonest»). La
explicación es la siguiente: la creatividad sirve también para buscar razones y disculpas
creíbles y justificar con ellas los propios errores, logrando provecho personal de las
trampas, los engaños y las mentiras, al mismo tiempo que se consigue mantener la
imagen de personas honestas. De esta forma, les resulta más fácil y menos
comprometido practicar conductas no éticas; sobre todo cuando la información
disponible en el ámbito social es ambigua y, consecuentemente, resulta fácil desmentirla
y tergiversarla. Cuando es fácil justificar una conducta inmoral, es también fácil
practicarla. En general, la gente tiende a llegar a las conclusiones que le interesan; pero
las personas creativas saben lograrlo con mayor facilidad, con mayor persuasión y a la
vez con mayor impunidad social. Por eso se puede ver en ellas cierta deshonestidad que
no se encuentra en mentes menos originales y menos sofisticadas: una deshonestidad
más refinada. La creatividad puede facilitar que se encuentren justificaciones en propio
beneficio, y la flexibilidad mental que suele acompañarla facilita la tergiversación, las
evasivas, el engaño y la ética camaleónica, corriéndose menor riesgo de ver dañada la
propia imagen social. Pero ¿no facilitará también que se vea con mayor claridad el
autoengaño?
Todas estas investigaciones me inclinan a pensar que la mayor parte de la gente
busca, como sabe y puede, lograr y mantener una buena imagen ante los demás,
procurando no perder demasiado de lo que íntimamente le importa, y evitar que la virtud
no la ponga en el peligro de parecer menos adaptada, menos realista y menos inteligente.
Es una característica de quien se guía moralmente más por la comparación con los demás
que por principios morales, los cuales, por su misma esencia, son más estables y se
fundamentan más en la convicción personal razonada.
Hasta ahora hemos visto la licencia moral en aquellas personas que en el pasado han
«acumulado» un plus de moralidad o de virtud que parece permitirles «comer el pastel y
a la vez dejarlo entero»: aprovecharse de las ventajas de la virtud y de las licencias. Pero
¿qué licencia pueden tener los que se ven sin créditos ni credenciales? En otras palabras:

138
¿qué derechos creen tener las personas que sienten que han sido víctimas de injusticias,
infortunios y adversidades? Zitek y otros (2010) han demostrado en sus investigaciones
que estas víctimas que se ven injustamente maltratadas tienden a creerse con el derecho
de obtener resultados positivos, aunque sea actuando de manera egoísta, y de no sentirse
obligadas a ayudar a los demás ni sufrir por ellos; es decir: se creen con el derecho a
buscar su propio beneficio y a evitar, aunque sea actuando de forma egoísta, sufrir más
desgracias. Y, cuanto menos reciben lo que creen que les corresponde por derecho
(respeto, justicia, explicaciones debidas, ser escuchadas, reconocimiento, infancia
normal, etc.) y más recuerdan sus privaciones, más explotadas y engañadas se sienten, lo
cual aumenta en ellas la convicción de que tienen derecho a luchar, casi por cualquier
medio, para obtener lo que creen que se les debe. No parece que la imagen que puedan
proyectar en los demás con su conducta sea su preocupación principal. La naturaleza
tiene sus prioridades, y las injusticias, sus consecuencias morales.
Una imagen parecida se aprecia ya en algunos niños agresivos (los agresivos que no
se refugian en el aislamiento social, por miedo a ser atacados). Esos niños agresivos, más
que los que no lo son, juzgan que sus conductas agresivas les sirven para conseguir
mejores resultados, para reducir las respuestas agresivas de otros niños, para someter a
sus compañeros y para conseguir sus objetivos personales… El niño que se ha sentido
aceptado y querido busca tener buenas relaciones con sus compañeros y lo hace por
medios pacíficos. Los niños que se han sentido rechazados buscan lograr sus objetivos
individuales de forma egoísta, y creen que el mejor medio es el uso de la agresividad.
Por otra parte, Dodge (1993) comprobó que los niños problemáticos esperan más
respuestas negativas de los demás y tienen dificultad para reconocer los estados de
ánimo de los otros niños (enfado, dolor, tristeza…), por lo que tienen también mayor
dificultad para sentir compasión. Por todo ello, además de sentirse inclinados a
responder agresivamente, es posible que se fijen menos en la imagen que proyectan en
los demás y en cómo es juzgada su conducta desde fuera, lo cual tampoco favorece su
adaptación; este es, sin embargo, un aspecto que todavía no se ha investigado
suficientemente.

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[1] Según nos hace saber J. M. CABODEVILLA (El padre del hijo pródigo, BAC, Madrid 2001, 56), el
renombrado teólogo K. Rahner solía decir que el hombre es un mal santo y un mal criminal; es decir:
mediocre en lo bueno y en lo malo.
[2] Hace años, en un libro que publiqué (Enseñar a aprender), me refería a la dificultad de convencer a los
alumnos que llevan bien los estudios de la necesidad de aprender y desarrollar técnicas eficaces de estudio,
para aprender más y mejor con menor esfuerzo. Su lógica les hace pensar que si ya van bien en los estudios,
¿para qué necesitan desarrollar otras técnicas? Por esta razón, comentaba que «ir bien es a veces un

140
obstáculo para ir mejor». Algo parecido diría ahora en este contexto: «Ser bueno puede ser un obstáculo
para ser mejor».
[3] Un significado de primo, según el diccionario de la RAE, es «persona incauta que se deja engañar o explotar
fácilmente». Este es el significado que doy aquí a la palabra.
[4] La crítica ha visto en este argumento una parodia del régimen comunista. El señor Jones sería el zar, la
granja representaría la Unión Soviética, y los cerdos serían los líderes del comunismo: Trotski, Stalin, etc.
[5] Aquí la palabra ético significa «persona que estudia o enseña moral», según el diccionario de la RAE.

141
CUARTA PARTE

OBJETIVO:LA SENCILLA NORMALIDAD

El miedo nos impide ser como nos gustaría ser. El miedo nos engaña hasta el punto de
que interpretamos como virtudes ciertos vicios que se les parecen. Tenemos miedo al
rechazo de los demás, tememos su hostilidad y su indiferencia e incluso sentimos a veces
cierta aprensión difusa a su amistad y a su amor, porque crean alguna dependencia y
exigen correspondencias, ante las cuales no siempre sabemos claramente cómo
responder. El hombre es profundamente miedoso, porque alimenta sus temores con una
imaginación desbordante que, con frecuencia, exagera los peligros o los inventa.
¿A qué remedios podemos recurrir para evitarlo? En esta última parte del libro
propongo dos objetivos que considero psicológicamente esenciales para perder miedo y
lograr mayor satisfacción personal y salud psíquica: la sencilla autenticidad y el
fundamento de la misma, la autoaceptación. La persona que está razonable o
satisfactoriamente contenta con ser como es no tiene tanto miedo al juicio ajeno ni
necesita protegerse tanto aparentando ser lo que no es con el fin de ser bien aceptada.
Quien se acepta a sí mismo confía en que los demás también lo acepten. Y, con menos
miedo, deja reflejar en su rostro esa sencillez, esa espontaneidad y transparencia que
todos anhelamos, y esa lucidez moral que le impide engañar y engañarse demasiado.
Gusta por ello a los demás y él mismo disfruta de su compañía.

142
9

Autenticidad

Con frecuencia cometemos el error de guiarnos por oposiciones binarias; es decir: el


error de definir algo contrastándolo con lo opuesto. Hacemos, por ejemplo, la distinción
entre la máscara y el yo real que se esconde tras las apariencias; entre lo que se
manifiesta al exterior y la realidad interior, entre lo público y lo privado, lo natural y lo
artificial… Esto nos lleva a ver lo natural como puro, inocente, espontáneo… y lo
exterior, lo social, lo público como artificial, calculado, deformado, viciado. Y pasando a
lo personal, nos hace pensar que nuestro interior, nuestro verdadero yo, es puro, genuino,
original y auténtico, mientras que lo externo, lo que manifestamos, es adulterado… Y si
damos un paso más, acabamos creyendo que la autenticidad es la forma de expresarse en
la que prevalece lo que se siente interiormente sobre lo que es impuesto por las normas
sociales y la «buena educación»: ser auténtico parece significar, por tanto, guiarse por
nuestro interior, que se ve como más real y elevado que lo externo… Ser auténtico
significaría, pues, expresar lo interior, como si nuestro interior fuera un paraíso terrenal
antes del pecado original: el verdadero yo.
¿Y qué hay en ese interior? Desde los tiempos de Rousseau (siglo XVIII) esta
distinción dentro/fuera se ha interpretado como si fuera la distinción niño/adulto. El yo
interior es como el niño: espontáneo, actúa como siente, se guía por lo que siente, más
que por lo que dictan las normas sociales… El adulto, por el contrario, parece haber
perdido esa inocencia y se le ve como artificial; sus sentimientos parecen estar envueltos
y deformados por la presión de seguir las reglas de juego de los roles sociales. «Hacerse
como niños» es, pues, una invitación a cultivar aquellos sentimientos más parecidos a los
de los niños: es una glorificación de la niñez; la forma más pura de la naturaleza
humana. Como si haciéndolo así fuéramos más nosotros mismos. Pero el niño que
fuimos ya no existe. Hemos sido expuestos a las decepciones, al juego de roles y a la
corrupción de la vida diaria.
La vida de adultos es un juego en el que nos vemos forzados a representar los roles
que se esperan de nosotros. Así somos aceptados y considerados como adultos
adaptados; pero, ganando el mundo, perdemos el alma de la inocencia. Cuando el niño

143
comprueba que no es aceptado en todo momento (por ejemplo, cuando manifiesta celos,
envidia, enfado…), empieza a ocultar los sentimientos que no son aceptados y aparece el
«falso yo»: el yo fingido, pero aceptado por los adultos, que premian la adaptación del
niño, conseguida fingiendo cariño por el hermano del cual tiene celos, mintiendo y
ocultando conductas que sabe que no gustan a sus padres… Es decir: representando el
rol de niño bueno y ocultando lo que realmente siente. El paraíso perdido no se puede
recuperar, pero la capacidad del adulto para ver y lamentar que desde niño fue un
pequeño adulto puede hacer posible que se logre la madurez que, de algún modo,
permita realizar el verdadero yo interior y cierta compasión con el propio destino, fruto
de la añoranza y de la nostalgia. Madurando en autenticidad se recupera inocencia.
Bernanos decía que, una vez que se deja la niñez, hay que sufrir mucho para recuperarla.
Pero yo añadiría que el sufrimiento que madura la autenticidad no es el que nos amarga,
sino el que nos ayuda a autoaceptarnos.
Muchos escritores siguen pensando que hay en nosotros un niño oculto que se debe
desenterrar, especialmente en el análisis de la psicología profunda.

1. ¿Qué es la autenticidad?

Antes de ver qué es la autenticidad, tal vez ayude a comprenderlo ver lo que no es. Para
decir que una persona no es auténtica se suele decir que es falsa (dice lo que no piensa),
mentirosa (dice lo contrario de lo que piensa), emite expresiones que no siente,
tergiversa u oculta lo que piensa o siente, dice lo que los demás quieren oír aunque no
sea lo que piensa, se comporta de forma artificial y fingida, simula ser lo que no es
(orgullo, pretensiones, arrogancia, vanidad…), etc. Estas expresiones y otras parecidas
recogen bastante bien la esencia de lo que durante veinticinco siglos se viene diciendo
sobre la autenticidad, que en rasgos generales podríamos decir que es la congruencia
entre lo que se piensa/siente y lo que se manifiesta al exterior con palabras, gestos o
conductas.
Grandes figuras de la psicología en el siglo XX (Fromm, Horney, Rogers, etc.)
insistieron en que el entorno social corrompe la naturaleza esencialmente buena del ser
humano, y esa corrupción produce una alienación del yo real de la persona, la cual hace
lo que los demás le dicen que debe hacer, en vez de hacer lo que le dicta su yo interior
(Harter, 2002). Este deseo de complacer a los demás y ganar su aprobación hace que su
ser esté dividido: hay en él un falso yo que le exigen los demás y el yo interior que le
pide ser ella misma. Y cuanto más distantes están estos dos yoes entre sí, menor es la
autenticidad, puesto que la autenticidad implica expresar las emociones y actuar de
forma coherente con lo que se siente y se cree; es decir: ser veraz con uno mismo y vivir
de acuerdo con los propios valores y creencias. Popularmente, se entiende que la
autenticidad es la congruencia entre lo de dentro y lo de fuera; con un significado similar
a los de integridad, sinceridad, transparencia…
Tal vez haya sido Rogers, figura destacada entre los psicólogos del siglo XX, el que
más ha ahondado en la necesidad de la autenticidad. Su explicación ayuda a entender

144
qué es y por ello paso a exponerla brevemente.
Carl Rogers (1902-1987) habla con frecuencia de separación, división o alienación de
nosotros mismos y entre las personas. A esta alienación Rogers la llama incongruencia,
que en esencia es actuar en contra de nuestros sentimientos; es decir, sentimos o
experimentamos algo de una forma, pero nos lo explicamos a nosotros mismos, y a los
demás, de forma diferente: hay una incongruencia. Nos engañamos a nosotros mismos y
acabamos creyéndonos la visión distorsionada de nuestra propia realidad. Esta
incongruencia es consecuencia de la aceptación condicional. Si decimos lo que sentimos
y como lo sentimos, tememos que los demás nos desaprueben y no nos acepten; puesto
que sabemos que su aprobación depende (condición) de que nuestra conducta les agrade.
Estas afirmaciones se entenderán mejor si analizamos la evolución del proceso de la
incongruencia que nos ofrece Rogers.
Un niño pequeño no necesita negar sus sentimientos ni distorsionar la experiencia de
los mismos con elaboraciones verbales rebuscadas. Todavía no ha aprendido a ocultar, a
encubrir ni a fingir sentir lo que no siente, ni a ser lo que no es. Si tiene miedo, lo
muestra; si está enfadado, lo expresa; si siente curiosidad, la manifiesta mirando
fijamente y no la oculta. Lo que expresa es lo que siente, y lo que siente lo expresa. No
hay separación ni incongruencia entre su experiencia y su expresión. Pero, tarde o
temprano, descubre que no puede transmitir con transparencia sus sentimientos; que
unos son bien recibidos y otros no; que unos sentimientos conviene expresarlos incluso
exageradamente porque a los demás les gusta así, y otros, por el contrario, conviene
ocultarlos o expresarlos matizados, maquillados o tergiversados, porque así lo exigen las
normas convencionales de la «buena educación». El niño aprende, así, a no decir
claramente lo que siente o a ocultarlo como puede. Aprende a ser incongruente, a
comportarse según las condiciones que los otros exigen para aceptarle y también para
protegerse del rechazo social. Descubre que si desea que sus padres le aprueben, le
protejan y no le rechacen ha de ocultar, al menos parcialmente, la verdad de lo que
siente, y procurará mostrar solo una parte de sus sentimientos: la parte que es bien
recibida por los que le quieren y le interesa que le acepten. Esta ocultación de parte de
sus sentimientos le lleva a interiorizar, a hacer suyas, sin darse cuenta, esas condiciones
de aceptación y de valía que los demás le imponen. De esta forma, el niño deja, de algún
modo, de ser él mismo; procura controlar por lo menos algunos de sus verdaderos
sentimientos y empieza a ser un extraño para sí mismo: no es auténticamente él, sino una
víctima más de la incongruencia: un extraño, un ser dividido, alienado. Esto es lo que
Rogers llama incongruencia: uno es extraño para sí mismo, alienado, ajeno al yo íntimo
(enajenado).
A la incongruencia va unida, según Rogers, la experiencia de autodesprecio.
Experimentando que algunos de sus sentimientos son desaprobados y castigados por los
adultos, el niño empieza a rechazar esos sentimientos suyos; a despreciarlos. Dejan de
ser reflejo y parte de su autoconcepto, de lo que piensa que es. Los niega y los oculta
porque amenazan la seguridad de ser aceptado y querido. Ser aceptado y aprobado por
los demás pasa a ser más importante que ser él mismo.

145
Todos, más o menos, hemos ocultado nuestros verdaderos sentimientos, sea con la
intención de protegernos a nosotros mismos o para no herir a los demás. Al hacerlo,
seguimos el guion que, teniendo en cuenta las circunstancias, es socialmente correcto o
conveniente. Actuamos de la forma que creemos que debemos hacerlo, o creemos que
los demás piensan que debemos hacerlo, sin dejar aflorar nuestro propio modo de ver la
realidad y nuestro modo de sentir. Los adultos se lo enseñan así a los niños con la
intención de protegerlos del mundo de los adultos; naturalmente, «por el bien de los
niños» y sin darse cuenta de la incongruencia (para que sigan con la inocencia de niños,
les inculcan tergiversaciones de adultos). Cada vez que nos comportamos siguiendo el
guion que ha establecido la sociedad, en lugar de seguir nuestros sentimientos más
íntimos ahondamos nuestra incongruencia. Seguimos con miedo a la libertad de ser
nosotros mismos.
Rogers cree que la incongruencia es el mal principal del ser humano y que necesita
inexorablemente un tratamiento o un remedio que lleve al individuo a la autoaceptación
(que es imprescindible), recorriendo el camino inverso que le llevó a la incongruencia.
Para ello, el individuo necesita sentir, experimentar y vivir que es aceptado
incondicionalmente en todo momento y no solo si se doblega (condición) a lo que desean
y prescriben los demás, en una relación con el psicoterapeuta, que no le juzga, que trata
de comprenderle desde su propio punto de vista, que no le amenaza (con el rechazo, la
crítica negativa, la desaprobación, etc.), que le muestra empatía y le acepta
positivamente piense, diga, sienta y haga lo que sea y como sea. Esto no quiere decir que
esté de acuerdo con su conducta; significa que ve la realidad desde el punto de vista del
cliente, sin negar ni censurar sus sentimientos, que, sean como sean, son humanos. Es
respetar plenamente al cliente (Rogers prefiere esta palabra a paciente) y aceptarle en
una relación positiva. Otra condición que se exige del terapeuta es que él mismo sea
congruente y se acepte a sí mismo, para servir de ejemplo.
Dadas estas condiciones, Rogers supone que el cliente será contagiado por el talante
respetuoso y receptivo del psicoterapeuta y empezará a autoaceptarse como es aceptado
por él. Al verse aceptado, se moverá hacia la salud: será menos agresivo, necesitará
menos protegerse usando la estrategia de la negación, la mentira, la autojustificación, la
tergiversación de la realidad, etc., y buscará más la autorrealización o desarrollo de sus
aspiraciones: ser lo que desea ser. Para conseguirlo son imprescindibles la
autoaceptación y la eliminación posible de las presiones externas que impiden que el
individuo sea él mismo.
La investigación psicológica de las últimas décadas hace ver que la salud psíquica, el
desarrollo personal y el bienestar anímico requieren que el individuo sea auténtico y
exprese su vida interior (emociones, deseos, necesidades, creencias, ilusiones…), sus
sentimientos internos y sus pensamientos. Guignon (2004), en un lúcido estudio
histórico del pensamiento filosófico sobre la autenticidad, resume la esencia de la
autenticidad diciendo que comprende estos dos elementos: 1) conocer lo que uno cree y
siente, 2) expresarlo claramente en su conducta. Y Knoll y su equipo de psicólogos
(2015) presentan un modelo de la autenticidad que implica la congruencia entre los dos

146
elementos siguientes (por eso titulan su artículo de esta forma: «Se necesitan dos para
que seas tú mismo» [«It takes two to be yourself»]; es decir: auténtico):
1) Autoconsciencia auténtica: Las personas que perciben su yo como un todo
integrado se ven motivadas para conocer mejor sus estados internos (intenciones,
sentimientos, compromisos, etc.).
2) Autoexpresión auténtica: Las personas que saben cómo son lo manifiestan
regularmente en su modo de argumentar, actuar, vestir, etc., que es congruente
con su identidad. Las que no tienen identidad clara y segura se manifiestan, por lo
contrario, siguiendo las corrientes de moda y sin sello personal.

En los modelos psicológicos más conocidos sobre la autenticidad (Kernis y Goldman,


2006; Wood y otros, 2008) se destacan igualmente estos componentes:
1) Conocimiento honesto de los propios pensamientos, deseos, sentimientos, valores,
etc., y también de las propias virtudes y debilidades.
2) Congruencia entre ese conocimiento y la expresión emocional.
3) Coherencia entre ese conocimiento y la conducta.

Es decir: la autenticidad implica 1) ser generalmente sincero con uno mismo y 2),
sentir, expresar y actuar de acuerdo con los propios valores y creencias, y no
principalmente para satisfacer a los demás, ganar su aprobación y evitar su rechazo. Ser
auténtico es ser uno mismo y no ser dirigido socialmente contra la verdadera naturaleza
propia. En palabras del conocido filósofo danés Kierkegaard, ser auténtico es ser yo
mismo, ser el propio yo real y verdadero, y actuar en congruencia con los valores
propios. Un ejemplo histórico de autenticidad fue Sócrates (filósofo griego del siglo V
antes de Cristo), que se dedicaba, en los lugares públicos de Atenas, a enseñar a pensar y
filosofar. Parece que sus enseñanzas no gustaban a todos, puesto que fue acusado del
delito de predicar dioses falsos y de corromper a los jóvenes, que eran los que más le
escuchaban. En el juicio le condenaron a muerte, pero le dieron la opción de elegir otros
castigos (el exilio o la prisión). Sócrates tomó la palabra y empezó por provocar al
tribunal diciendo que le habían premiado con una comida gratis durante toda su vida,
que ya veía muy corta. Con respecto a los castigos alternativos (exilio o prisión), dijo
que no iba a dejar de hablar de cuestiones filosóficas, puesto que la vida sin examinarla y
sin pensar no merece la pena de ser vivida. Escogió, pues, la muerte en vez del silencio.
Por esto se le considera un modelo de autenticidad, puesto que prefirió morir a renunciar
a su independencia y a su compromiso con el ideal de ser él mismo.
En la literatura sobre la autenticidad ha habido tendencia a considerar la autenticidad
como si fuera lo mismo que ser sincero y honesto con uno mismo. Hoy día, sin embargo,
hay autores que defienden que la autenticidad implica la congruencia entre el modo de
pensar, el modo de sentir y el modo de actuar y expresarse. Siendo así, una persona
puede ser honesta consigo misma pero no auténtica, si no se expresa y no actúa de
acuerdo con lo que piensa y siente. Según esta visión, la autenticidad no es algo

147
exclusivamente privado y tampoco algo únicamente social. Por esta razón, ser auténtico
es muy difícil (y tal vez imposible, según veremos), pues exige del individuo el raro
equilibrio entre ser individuo (él mismo) y ser social. Si una persona es «demasiado»
individual siendo ella misma, corre el peligro de no ser social, y si es «demasiado»
social, es probable que no sea debidamente fiel a sí misma. Si pone el acento en el
propósito de ser ella misma, corre el peligro de verse aislada y de ser calificada de
«antisocial». Si se abandona a la vorágine de la masa, siguiendo los criterios generales y
buscando la aprobación de los demás, deja de ser fiel a sí misma.
Carolin Kreber (2010), una mujer que confiesa su homosexualidad, en una reflexión
filosófica muy lúcida y valiente, se hace esta pregunta: ¿puede lograrse la autenticidad
buscando exclusivamente en el interior quiénes somos o se requiere ir más allá del
propio yo? En su caso personal es preguntarse si, para ser auténtica, basta con que
reconozca su situación o debe dar un paso más y «salir del armario» para comunicar al
exterior su realidad interior: su homosexualidad. Kreber se pregunta a sí misma si
prefiere vivir con una mentira. Vivir en la mentira (callar su homosexualidad), dice, «me
hace una mentirosa, me hace ser no auténtica». Confiesa que por un tiempo quiso ver el
problema como algo solo suyo, como algo que no afectaba a los demás. Pero, siguiendo
las pautas que la conocida pensadora Martha Nussbaum expone en un libro profundo
(Paisajes del pensamiento), Kreber analiza su realidad personal y distingue tres etapas
en su postura con respecto a su situación homosexual:
– Complacencia: Una actitud de no querer ir muy lejos en el hacer ver su
homosexualidad ni desafiarse a sí misma. Kreber dice que era un sentimiento de
traición a sí misma, puesto que renunciaba a una identificación personal total.
– Condescendencia: Veía que se acomodaba a la cultura dominante y que no quería
levantar polvareda. La complacencia era no desafiarse a sí misma rompiendo con
los tabúes sociales contra la homosexualidad. La condescendencia es someterse
conscientemente y no desafiar las normas y expectativas sociales.
– Disputa: Si la complacencia era no desafiarse a sí misma y la condescendencia no
desafiar a los demás, la disputa es enfrentarse a sí misma y a los demás. Kreber
confiesa que sentía que traicionaba el ideal de la autenticidad si no hacía explícita
su homosexualidad. Dice que era honesta consigo misma pero no tenía el coraje de
confesar públicamente su condición sexual, y de este modo traicionaba
exactamente lo que deseaba hondamente: una sociedad en la que no importaran
ciertas diferencias. Concluye, pues, afirmando que la autenticidad exige «salir del
armario» ante sí misma y ante los demás: aceptar su condición y expresarla al
exterior.

2. Dificultades de la autenticidad

Desde todos los puntos de vista, la autenticidad es fundamentalmente necesaria. Sin


autenticidad no hay salud psíquica (según prueba reiteradamente la investigación) y sin

148
autenticidad se corroe la confianza en las relaciones entre las personas y los grupos, pues
no podríamos confiar en nadie. El lector puede hacerse esta simple pregunta: ¿cómo
serían nuestras relaciones y nuestra convivencia si no pudiéramos fiarnos de la palabra
de los demás, puesto que no sabríamos si dicen o no la verdad, si van a cumplir o no su
compromiso? Sin autenticidad no habría honestidad ni sinceridad; no habría confianza
en los demás, no habría convivencia elemental.
Hay mil razones y de todo tipo (éticas, familiares, sociales, de salud…) para ser
auténticos. Pero también hay muchas razones para no serlo; para mentir, fingir y
defendernos ocultando nuestros errores y nuestras fragilidades del pasado, del presente y
posibles en el futuro. Los romanos decían que la verdad suele ser amarga, y amargo es
dejar ver la verdad de nuestro interior tal cual es, sin hacer operaciones de maquillaje, sin
tergiversaciones en las versiones de nuestros fracasos, sin malabarismos intelectuales de
despiste y sin ningún juego de máscaras. Es difícil, muy difícil, no sucumbir ante las
influencias ideológicas, éticas y sociales (creencias, normas, costumbres, presiones,
expectativas, doctrinas, tradiciones…), aunque no se ajusten ni siquiera medianamente a
nuestros criterios y convicciones personales («Es difícil no bajar con los que bajan»,
decía Machado). Pero la dificultad, posiblemente, más sutil es nuestra tendencia a creer
que actuamos siguiendo nuestras convicciones personales, sin darnos cuenta de que otros
nos las han inculcado y, además, nos han hecho creer que son originales y nuestras… No
resistir a las influencias sociales nos lleva muchas veces a fingir emociones (de alegría al
saludar, de pena para expresar condolencias…), apoyar valores dudosos o permitir
actitudes que chocan con nuestros propios convencimientos. En nombre de la adaptación
social, de la convivencia o de la tolerancia es fácil incurrir en la connivencia y seguir las
corrientes dominantes para ser «sociales», recibir el beneplácito de la aprobación de los
demás y rehuir su rechazo. Ser auténticos es ser valientes.
Es cierto que la convivencia requiere tolerancia, adaptación, flexibilidad…, pues
nadie posee la verdad; simplemente tenemos puntos de vista, y esto nos debería alejar
del dogmatismo. Pero la fidelidad a uno mismo, la autenticidad y la coherencia personal
también exigen de nosotros mantener una identidad (ser uno mismo) que se muestre a lo
largo del tiempo. El ser humano no puede cambiar como una veleta, pues sería
impredecible y sin identidad; pero tampoco puede quedar estático como una estatua de
piedra, pues no aprendería ni maduraría (el dogmático madura poco).
Otra seria dificultad para ser auténticos es la complejidad de la vida moderna. Los
medios de comunicación disponibles para gran parte de la población (televisión, Internet,
teléfonos «inteligentes», etc.) nos exponen a la disparidad de criterios éticos, de modelos
sociales, modas, costumbres, ideologías, culturas, etc. Los roles sociales cambian
rápidamente debido a las influencias de culturas diversas: el rol de «los hombres no
lloran» casi ha desaparecido en unas pocas décadas; el de la mujer asistenta y con menos
derechos persiste, pero algo va cambiando; la figura del padre autoritario y del hijo
sumiso ya no se aplauden fácilmente… Todos estos cambios son generalmente positivos,
pero hay que pagar un precio por ellos: al difuminarse, los roles pierden claridad y
definición como guías de conducta, y el individuo tiene mayor dificultad para saber

149
cómo debe actuar; por ejemplo, el padre y la madre pueden no saber ya cómo ejercer la
autoridad y el hijo, consecuentemente, tampoco aprende cómo ha de ser su obediencia. Y
los modelos importados de otras culturas pueden ser tan opuestos a las propias
tradiciones y valores que añadan aun más confusión y desconcierto: no saber cómo ser y
cómo alcanzar los propios ideales.
No puedo hacer un análisis de todas las dificultades que la vida moderna presenta al
individuo para ser auténtico, pero quiero mencionar las siguientes:
1) Globalización. Simplificando, podríamos decir que es el proceso por el que unas
culturas influyen en otras, recíprocamente, debido al intercambio comercial, la
emigración, el turismo, etc. Actualmente, los jóvenes de casi todo el mundo
cantan las mismas canciones, tienen los mismos ídolos y visten igual, debido a la
propagación global de ideologías, valores, costumbres, modelos sociales
extranjeros, etc., que hacen más difícil para el individuo la identificación con su
cultura local: sus costumbres y tradiciones ya no le sirven como guías de conducta
y de modo de ser.
2) Emigración. El emigrante deja su país, que tiene una cultura, unas costumbres y
unos valores que ya ha asimilado, y va a otro con costumbres y valores diferentes
(mucho o poco) y a los cuales tiene que acomodarse; para ello tendrá que asumir
esa nueva cultura y, en cierto modo, distanciarse algo de la que dejó en su país.
Esto es un obstáculo para el desarrollo de la identidad: si un español emigra a
Alemania, en algún momento se preguntará si es español, alemán o ninguna de las
dos cosas completamente. ¿Qué modelos ha de adoptar para ser auténtico? No es
una mera cuestión teórica, como saben muy bien los emigrantes y sus hijos. Es
saber qué costumbres, qué valores, qué creencias, qué normas han de seguir en
mil circunstancias de la vida diaria. Es saber que es español en una cultura
alemana y con unas leyes alemanas; es, tal vez, ser considerado inferior cuando
los niños juegan en el colegio y discuten; es no ser bien entendido y no saber
explicarse perfectamente, es quizá no perder nunca el acento de extranjero al
hablar… Los emigrantes africanos o mejicanos han vivido esta identidad ambigua
o falta de identidad en Estados Unidos de América, como todos sabemos. Y el
problema no desaparece con el paso de una sola generación…
3) Medios de comunicación. Aunque no se emigre a otro país, los medios de
comunicación introducen en nuestras casas culturas, modos de vivir y valores
extranjeros. Los medios de comunicación hacen del mundo un pueblo, donde
todos nos enteramos al instante de eventos y acontecimientos que tienen lugar a
miles de kilómetros. Se adquiere así una cultura informativa global, con sus
héroes y heroínas, sus ídolos, sus valores, creencias, modos de pensar, etc., que, a
veces, poco o casi nada tienen que ver con los valores y creencias locales. Pero
instalan una identidad difusa, híbrida, ambigua que apenas sirve de guía de
conducta para saber actuar ante circunstancias que pueden ser importantes, para
decidir qué aspiraciones son posibles y de qué modo se pueden alcanzar, qué
medios son lícitos para lograr las aspiraciones personales. Destruir dioses (ídolos,

150
ideología, creencias, etc.) es relativamente fácil; lo difícil es sustituirlos por algo
mejor y crear valores más válidos.

Ante estas dificultades, todo parece relativo, de corto plazo, y, consecuentemente, se


opta por cierta indiferencia escéptica que con frecuencia se confunde con tolerancia: si
nada importa de verdad, todo es más o menos igual. La autoridad de los mayores parece
ya algo arcaico y poco se puede aprender de ellos: no sirven de modelos. Las
costumbres, tradiciones y creencias antiguas ya no sirven de guías; los medios de
comunicación adolecen de excesiva superficialidad y contradicciones, pero están
sustituyendo a los padres como guías y educadores. El individuo se ve, así, con la difícil
tarea de descubrir y seguir su propio camino; ser él y desarrollar su autonomía moral y
personal sobre la base de razones personalmente asumidas y desarrolladas, más que
siguiendo adoctrinamientos inculcados sutilmente o el mimetismo de la moda cultural de
turno. Cuando todo se ve muy relativo, fluctuante y transitorio, es difícil saber mirar a
largo plazo… La investigación psicológica, sin embargo, nos dice que, para ser
auténtico, para ser uno mismo, cada individuo debe seguir su propio camino en la
medida que se lo permita el entorno. Un camino que no ha recorrido nadie, que no ha
sido trazado por otros ni heredado de otros. Cada individuo debe hacer su propio camino,
porque «no hay camino; se hace camino al andar» (Machado). Marcando cada cual sus
propias huellas.
Gergen (1991), en un libro conocido, describe lo que él llama el yo saturado. Dice
que, con las facilidades actuales para comunicarse, para relacionarse, para moverse de un
lugar a otro, para viajar a países de culturas diferentes, etc., el individuo se ve obligado a
cambiar de roles, a adaptarse a públicos diferentes y ser camaleónico para adaptarse a las
condiciones sociales y disfrutar de los beneficios que ello supone: aprobación de los
demás, ser bien considerado, parecer simpático y agradable, etc. ¿A cambio de qué? De
sentir que no es sincero consigo mismo, de comprobar la dificultad de dar gusto a los
demás sin dejar de ser uno mismo; de mantener el equilibrio entre la fidelidad al propio
yo, siendo sincero, y la flexibilidad que exigen la convivencia social y la «buena
educación». De ser transparente (siendo «brutalmente sincero» = sin cera, sin
maquillajes) y no «barnizar» las apariencias de la imagen (amortiguando, coloreando o
enmascarando los sentimientos internos).
Si Gergen habla del «yo saturado», Lifton (1993) habla del yo proteico (haciendo
referencia al dios Proteo, que cambiaba de forma con frecuencia), indicando que el
individuo muestra muchos yoes, debido a la confusión del mundo actual, lleno de
contradicciones y ambigüedades a las que el individuo tiene que responder con una
flexibilidad táctica (¿siendo diplomático?), pero con la sensación, tal vez, de no ser
auténtico. De no ser él mismo… Ya en 1892, una de las insignes figuras de la psicología,
William James, había dicho que tenemos tantos yoes como audiencias tenemos delante o
imaginamos; con esto quería decir que nos presentamos de una forma ante unas personas
y circunstancias, y de otra forma ante personas distintas: hablamos usando un lenguaje
ante una audiencia de jóvenes (más liberales, más atrevidos, etc.) y otro si la audiencia es

151
de personas ya mayores: en este caso elegimos un lenguaje más conservador, más
prudente, etc.; la autoridad habla de una forma al súbdito y este de forma diferente
cuando habla a la autoridad o a sus amigos adolescentes. Lo que llamamos en psicología
entrenamiento en habilidades sociales incluye el desarrollo de la habilidad para adaptar
el lenguaje a los oyentes; capacitar a las personas para que sean hábiles, asertivas y
seguras en presencia de los demás, defiendan sus derechos y digan sí o no cuando deban
decirlo.
En 1987, M. Snyder propuso un modelo de autopresentación (self-monitoring) y
también publicó un test para medir la flexibilidad de las personas en la presentación de
su propia imagen ante los demás. Usando este test, comprobó que hay individuos muy
dispuestos a cambiar su expresión y conducta externa según las personas y
circunstancias presentes en cada momento: observan cómo conviene mostrarse (alegres,
divertidos, serios, responsables, etc.) y cómo les conviene que los vean los demás y,
consecuentemente, se muestran según creen que les conviene. Son camaleónicos. Los
que puntúan bajo en el test, por el contrario, se preocupan menos por dar gusto a los
demás y se muestran más coherentes con lo que piensan y sienten. Son menos flexibles
en su presentación ante los demás y también en la representación de los distintos roles
sociales ante distintas audiencias. Tal vez justifiquen su inflexibilidad (o quizá su
incapacidad para adaptarse a los distintos ambientes y personas) diciendo que la
flexibilidad es hipocresía o ambigüedad. Y los individuos flexibles tal vez digan que la
flexibilidad es una propiedad de la inteligencia, un gesto de tolerancia y demostración de
que son conscientes de que nadie es poseedor de la verdad absoluta y de que respetan la
opinión de los demás.
Si los primeros teóricos de la psicología del siglo XX insistían en la importancia de
desarrollar un yo coherente y unificado, ahora parece que se da más importancia a la
flexibilidad, que permite presentar múltiples facetas del mismo yo, y no se considera que
sea lo más apropiado actuar de la misma forma ante distintas personas y circunstancias
diversas. Además, cada día se va construyendo más un mundo de apariencias que exige
del sujeto mayor acomodación.

3. ¿Es posible la autenticidad?

La autenticidad total, ser totalmente transparentes y manifestar plenamente al exterior


nuestros sentimientos, ideas o imaginaciones, creo que no es posible ni tampoco
conveniente. La autenticidad total es como una utopía: es imposible alcanzarla, aunque
debemos luchar por acercarnos a ella y ser lo más transparentes que podamos y
debamos. Podríamos decir que cierto grado de autenticidad es necesario para la
convivencia, para fiarnos de los demás y hacer que sea posible mantener los vínculos
sociales imprescindibles. Una vez logrado lo que podríamos definir como mínimo
necesario, el grado de autenticidad que cada uno debe manifestar depende de la propia
conciencia moral, de sus ideales, de sus convicciones y de su valentía; siendo
conscientes de que, cuanto mayor es la autenticidad, más elevada es la ética personal y

152
social. Ser auténtico es ser valiente, pero no todas las personas tienen la misma seguridad
en sí mismas para serlo en un grado notable. A unos el miedo se lo impide más que a
otros. En el fondo de todos, sin embargo, se observa que gran parte de sus conductas
reflejan falta de autenticidad debido al miedo: miedo a que los demás descubran nuestras
debilidades y no nos acepten o nos infravaloren. Por ello, hay que ocultarlas, y cada uno
lo hace usando los recursos que tiene más disponibles: negando, mintiendo,
disimulando… y, para mayor seguridad, exhibiendo o fingiendo fortalezas por medio de
estrategias bien conocidas y que se llaman orgullo, vanidad, arrogancia, pretensiones,
altivez, fanfarronería, hipocresía…
La investigación psicológica pone de manifiesto la facilidad que tenemos a veces
para soportar las contradicciones. En primer lugar, vemos que la gente miente y engaña
más de lo que admite (Mazar, Amir y Ariely, 2008). Es difícil encontrar a una persona
que, por ejemplo, se crea menos inteligente o más inmoral que la mayoría: nadie quiere
destacar en lo negativo. Sin embargo, según una investigación de Aquino y Reed (2002),
un 84 % de los sujetos que investigaron pensaban que su moralidad era normal y,
además, decían que para ellos la moralidad era parte esencial en sus vidas. Pero la
realidad es que todos, diariamente, incurrimos en contradicciones e inconsistencias éticas
(algunos autores calculan que decimos unas 200 mentiras al día). Esto significa que una
cosa es cómo nos vemos y otra, cómo actuamos. Por otra parte, la gente no solo engaña a
los demás, sino que también se engaña a sí misma.
¿Y cómo se explican estas contradicciones sin ver detrás falta de honestidad y de
autenticidad? Veamos solo algunas razones.
1) Parece que a las personas no les inquieta demasiado ser contradictorias, sino ser o
parecer más contradictorias que los demás; ni mentir, sino ser o parecer más
mentirosas que la mayoría, según un sólido estudio de C. M. Steele (1988).
Naturalmente, las personas que se consideren moralmente normales, en
comparación con las de su entorno, tampoco sentirán gran necesidad de
cambiar… (Sobre el hondo recurso a la comparación social hice una exposición
amplia en el capítulo 4 de Psicología y conciencia moral).
2) En la literatura psicológica se han expuesto ampliamente y hace mucho tiempo las
estrategias que el ser humano usa, consciente o inconscientemente, para engañarse
a sí mismo, verse menos mal (o verse bien) y evitar el bochorno y la humillación.
Enumero algunos datos relevantes:
a) Una destacada tendencia de la mente humana a agrandar las virtudes, los
éxitos, los méritos y las cualidades personales, a prestarles más atención y a
ignorar lo negativo. Consecuentemente, se recuerda mejor lo positivo
(aumentado) y peor lo negativo (previamente disminuido).
b) La marcada inclinación a buscar y encontrar disculpas y justificaciones que
anulen o atenúen la gravedad de los propios errores; por ejemplo, «No tuve
tiempo para pensar», «Las personas y las circunstancias me presionaron
muchísimo», «Todos lo hacen», «La necesidad obliga», etc. Y cuando el

153
fracaso es evidente y no se puede negar ni camuflar sin hacer el ridículo,
existe el consuelo de decir que todos los hacen; por tanto, no será tan malo…
c) La clara tendencia a tergiversar la versión de los propios errores para que se
vean como menos negativos o ni siquiera como errores.
d) Flexibilización de los principios éticos para acomodarlos según convenga:
«No hay regla sin excepción», «Todo depende de las circunstancias de cada
cual», «Todo se ve del color con que se mira», «Hubo buena intención», «Sí,
es verdad; pero también es verdad que…».

Todo esto nos hace ver que, a fuerza de recordar y de aumentar nuestros méritos, y de
reducir/silenciar/negar/justificar nuestros fracasos y debilidades, acabamos viéndonos no
tan mal: con bastantes virtudes poco comunes (= excepcionales) y con solo algún
«defectillo» común y ordinario (= lo bueno propio es excepcional, y lo malo, algo
común). Y pone asimismo de relieve que, para ser auténtico, antes hay que ser sincero
consigo mismo. O como nos aconsejarían los filósofos griegos: «Conócete a ti mismo,
no te engañes; sé tú mismo». Algunas estrategias, desarrolladas desde la niñez para
protegernos, se han automatizado y, ahora, sin advertirlo, nos impiden ver nuestra
realidad. Por tanto, ni siquiera vemos la necesidad de cambiar. Solo algo que provenga
de fuera (desgracia, fracaso profundo, ayuda de algo o de alguien…) puede hacer que
descubramos nuestra oscuridad y nuestra impotencia. El punto de partida de la
autenticidad es, entonces, reconocer nuestra verdad; nuestra realidad. Lo cual, creo, es la
humildad. La humildad es la verdad. La verdad humana.
Las conductas de los demás que generalmente atribuimos a falta de honestidad y de
autenticidad, casi siempre son debidas al miedo. Miedo al rechazo, a la desaprobación y
a ser infravalorados por los demás, lo cual hace difícil manifestar el yo interior. La
persona que tiene seguridad afectiva y emocional no tiene excesivo miedo al rechazo de
los demás, a la crítica, a la no aceptación, y, consecuentemente, tampoco siente profunda
necesidad de protegerse usando el engaño, la ocultación, la tergiversación, etc. Por ello,
parece más auténtica.
La abundante investigación de los últimos años, basada en la teoría de Bowlby
(1982), sobre el apego afectivo, indica que una base importante para desarrollar la
seguridad afectiva son las relaciones positivas (sentirse querido) en la infancia, entre el
niño y las personas que le cuidan. Como dice Adams (2006), sintiéndonos queri-dos, nos
abrimos; siendo abiertos, somos más auténticos. Si, por el contrario, el niño se siente
inseguro ya en los primeros años de su vida, desarrolla mecanismos de auto-protección
que impiden el desarrollo de la confianza, de la autenticidad (transparencia) y de la
manifestación clara, recurriendo a la mentira, la huida, el silencio, la ocultación, el
engaño, la astucia, etc. (Cole, 2001). Pero si se aumenta en él la seguridad, disminuyen
el miedo y la necesidad de ocultar sus sentimientos. El miedo al rechazo, desarrollado en
la niñez, hace al individuo más vulnerable, más dependiente de la valoración positiva de
los demás para verse positivamente a sí mismo; más propenso a ocultar su yo interior
para no ser herido, a presentarse indebidamente conformista y complaciente, a

154
acomodarse a las expectativas de los demás para parecer bueno y no ser rechazado…
Un individuo no es él mismo mientras dependa indebidamente del juicio ajeno, del
miedo al rechazo y a la desaprobación. Todos queremos ser nosotros mismos, ser
auténticos, expresar y defender sin miedo nuestras opiniones y preferencias; pero no
todas las personas tienen los mismos miedos ni las mismas sensibilidades;
consecuentemente, a unas les resulta más difícil que a otras expresar su yo interior, ser
auténticas. La invitación «Conócete a ti mismo y llega a ser tú mismo», que los filósofos
griegos hacían para alcanzar la autenticidad, sigue siendo válida; pero si la parte «llega a
ser tú mismo» la entendemos como «lucha por ser tú mismo» (en la medida que puedas
intentarlo), tal vez tengamos que decir que una persona es auténtica si 1) se conoce y
acepta a sí misma y 2) lucha por expresarse y ser como le gustaría ser, aunque algunas
veces su conducta contradiga la autenticidad. Esto ya lo sabían los griegos.
Última reflexión: ¿podemos decir que no es auténtica la persona que es consciente de
que el miedo le impide expresarse y actuar como su yo interior lo desearía? Pensemos en
el caso de F. Kafka, uno de los escritores más preclaros del siglo XX. En su Carta al
padre (su padre) analiza y describe con suprema clarividencia el miedo que dice que le
imponía la figura de su padre (dejemos a un lado si Kafka exagera o no); un miedo que
le paraliza ante su presencia y le anula; a la vez, él se siente incapaz de rebelarse y
enfrentarse a su figura imponente y autoritaria; a su juicio, implacable. Hay experiencias
tempranas que dejan en el individuo ciertas debilidades de niño, apreciables incluso
siendo ya adulto. He aquí palabras de Kafka:
«Tu influjo era demasiado fuerte para mí. Yo era demasiado obediente y enmudecía
del todo, me oculté de ti y solo osaba moverme cuando estaba lejos de tu poder… Yo
era solamente la consecuencia natural de tu fuerza y de mi debilidad».

¿Podemos decir que Kafka no es auténtico, que es hipócrita, porque no actúa según
piensa y siente? ¿Podemos calificar como falso o no auténtico al alcohólico que es
consciente del daño que causa a su familia, pero es incapaz de superar la tentación de
consumir alcohol o incluso ni siquiera ya de desear luchar por ello? ¿Qué debilidades
humanas podemos calificar como no autenticidad? Sería conveniente distinguir entre
debilidad de voluntad e hipocresía o falta de autenticidad. El débil quiere sinceramente
practicar lo que predica; el hipócrita, no. Al débil le duele la distancia que aprecia entre
lo que predica y lo que practica; al hipócrita, no. El débil sufre su fragilidad; el hipócrita
se complace sintiéndose moralmente superior. El débil se engaña poco; el hipócrita vive
en el autoengaño. El peligro del hipócrita es manifestar una pronunciada incongruencia;
el débil, sin embargo, corre el peligro de perder la esperanza y aceptar con demasiada
facilidad sus fracasos. Creerse honesto consigo mismo puede llevar al débil a abandonar
la lucha moral, sin tener siquiera esperanza de culpar a alguien, y él corre el peligro de
abandonarse en una retirada pasiva e intoxicarse en un abandono en la misericordia que
parece virtud, pero que no es virtud pura, sino fruto también del orgullo. Su remedio,
consecuentemente, es la humildad: hacer lo que pueda, renunciar a ver resultados
complacientes y conformarse solo con intentar. Tal vez mejor: con desear intentar y

155
esperar contra toda esperanza. El testimonio de no desfallecer en el intento
aparentemente infructuoso ya es un buen resultado: un buen ejemplo. Si Machado decía
que se hace camino al andar, aquí podríamos decir que el camino es intentar.
Antes, como dije, se solía entender la autenticidad como ser honesto con uno mismo;
ahora hay autores que añaden la condición de expresarse y actuar de acuerdo con los
propios pensamientos, pero ¿no tiene el individuo derecho a guardar su intimidad?
Admiramos la valentía de los que «salen del armario», pero ¿deja de ser auténtico el que
decide no hacerlo? ¿Es falta de autenticidad cualquier autodefensa de ocultamiento,
como puede ser el infierno del silencio soportado durante años por muchas mujeres
atenazadas por el miedo, maltratadas, despreciadas y esclavizadas que desearían
encontrar a alguien en quien pudieran confiar? Aunque sea grande el deseo de ver con
claridad, el interruptor no está siempre en nuestras manos para encender la luz. Las que
lo creen suelen ser las mentes menos iluminadas.

Punto final

Peterson y Seligman (2004) decían, en un libro que se ha hecho popular en psicología,


que una relación afectiva segura en la infancia, entre el niño y los adultos que lo cuidan,
podía estar relacionada con la humildad. Y diez años más tarde, Dwinwardani (2014) y
ocho colaboradores suyos publicaron los resultados de una extensa investigación suya
con el significativo título de «Las virtudes se desarrollan sobre una base segura»
(«Virtues develop from a secure base»). Esa base segura es una relación afectiva que el
niño desarrolla si se siente aceptado y querido incondicionalmente por las personas más
cercanas. Y las virtudes que comprobaron que se desarrollan si se tiene esa base segura
son la humildad, la gratitud y el perdón. Es decir: la seguridad afectiva y emocional
potencia el desarrollo de la humildad.
Relaciono la humildad con la seguridad emocional, la autenticidad y la
autoaceptación porque la humildad es la capacidad de vernos con realismo, tal como
somos. Sin necesidad de recurrir a exhibir nuestros méritos y cualidades ni tampoco de
ocultar lo que somos, y para ello se requiere tener seguridad emocional; seguridad en
uno mismo. La inseguridad es miedo y el miedo nos impulsa a defendernos, recurriendo
a la exhibición y a la sobrevaloración de nuestros méritos y cualidades (orgullo), o a
ocultar nuestros fracasos y limitaciones, según vimos en el capítulo 4.
La humildad es ver la verdad de nuestra realidad. Nuestra verdad. Es saber leer el
mensaje de nuestra propia naturaleza y definir con realismo y naturalidad los límites de
lo que podemos y no podemos. Si nos infravaloramos o despreciamos, no somos
humildes; cometemos un error de apreciación, nos faltamos al respeto a nosotros mismos
y mostramos ser desagradecidos con lo que nos ha dado la naturaleza. Y esto no es una
virtud.
Si, además de ver lo que es verdad en nosotros, lo aceptamos, tenemos la
autoaceptación, que veremos en el próximo capítulo. Cuando nos aceptamos como
somos, no tenemos necesidad de protegernos, y la manifestación de nuestro interior ante

156
los demás es más transparente (autenticidad). La humildad y la autoaceptación nos hacen
más libres, puesto que nos liberan de miedos, de máscaras de protección, y dejamos ver
nuestro interior con mayor claridad. No tenemos tanto miedo a ser nosotros mismos, y
nos relacionamos mejor, pues no vemos tantas amenazas en las intenciones de los
demás.
La investigación indica que la seguridad afectiva que se desarrolla en la infancia crea
una actitud que se prolonga hasta la vida adulta: una actitud que manifiesta confianza en
el ser humano (McDonald y otros, 2005), autoaceptación saludable de las propias
limitaciones (Mikulincer y Shaver, 2007) y no dependencia constante de la aceptación de
los demás. No teniendo tanto miedo a las reacciones ajenas, nos sentimos más libres para
ser nosotros mismos, para mostrarnos como somos: para ser más auténticos. Sin
embargo, es previsible que las personas que en su infancia no se sintieron
incondicionalmente aceptadas y queridas sigan mostrando la sensibilidad especial de las
cicatrices; que tengan mayor dificultad para esperar que los demás reaccionen con
sensibilidad si les expresan los temblores de su espíritu; que les resulte más difícil
librarse de la necesidad de autoprotegerse, y que para ellas sea un reto casi imposible
mostrarse sencillamente transparentes. Con la transparencia de la autenticidad que todos
deseamos.

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158
10

Autoaceptación

«Era un príncipe que tenía un jardín muy grande. Un día salió a dar un paseo por el
jardín y observó que las plantas estaban tristes, mustias, decaídas… Preguntó al roble
por qué estaba así y este respondió: “Porque no doy rosas como el rosal”. Preguntó al
rosal y este dijo: “Porque no soy grande, frondoso y fuerte como el roble”. Siguió
preguntando a distintas plantas y todas respondieron que estaban así porque carecían
de algo que tenían otras plantas. Por fin, se encontró con una amapola, que estaba
alegre, contenta y con un colorido precioso. Le preguntó el príncipe por qué estaba
tan feliz, y la amapola respondió: “¿No me plantaste para que estuviera alegre y
alegrara el jardín? Pues aquí me tienes realizando tus deseos”».
Moraleja: Para ser felices hemos de aceptar nuestro destino; aceptar ser como
somos.

Y una de las grandes figuras de la psicología del siglo XX, Maslow, afirmaba que
la autoaceptación es una de las características más destacadas en las personas
psicológicamente más maduras y autorrealizadas. Lo dice así: «Toman las flaquezas,
los pecados, la debilidad y las malas acciones con el mismo espíritu neutral con el
que uno acepta las características de la naturaleza. Uno no se queja porque el agua
moje, porque las rocas sean duras o los árboles sean verdes… Así tiende la persona
madura y autorrealizada a ver la naturaleza humana, en sí misma y en los demás»
(1954, 155-156).

Antes de hablar de aceptación, sea de la propia realidad personal (autoaceptación) o


de la realidad exterior, es conveniente aclarar estos puntos:
– La aceptación de lo irremediable, de aquello que no podemos evitar ni controlar, es
necesaria para la salud y el bienestar psíquico. Séneca advertía: «Cuando algo no
se puede corregir, lo mejor es saber sufrirlo».
– Aceptar lo negativo que se puede evitar, cambiar o corregir podríamos calificarlo

159
como un acto de irresponsabilidad, puesto que no asumimos lo que nos depara el
destino, lo que nosotros mismos hemos provocado y tampoco las consecuencias
que se siguen de ello. Aceptar lo negativo que se puede evitar o cambiar no es
aceptación, sino resignación, pasividad o indefensión indebidas (indefensión es la
creencia de que no podemos hacer algo sin haberlo intentado suficientemente).
– La honestidad con nosotros mismos nos exige que intentemos distinguir, con la
mayor claridad posible, lo remediable de lo irremediable. Cuando no nos gusta
hacer algo, es sutilmente poderosa la tendencia a calificarlo como imposible o
irremediable y decir que no podemos hacer nada; sobre todo si hay otras personas
dispuestas a hacerlo por nosotros.

1. Qué es la autoaceptación

La misma palabra, autoaceptación, indica que es la aceptación de uno mismo, y Maslow


(1954) la define repitiéndolo casi exactamente: es el proceso de aceptar cómo somos. La
aparente sencillez de la definición contrasta con la honda dificultad de conseguir la
aceptación de lo que somos, nuestra realidad, y con la suma importancia que tiene para
la salud psíquica y la felicidad personal de cada uno.
La autoaceptación va más allá de la tolerancia: podemos tolerar, por ejemplo, al
superior que en el trabajo es fastidiosamente un incordio; al que se aprovecha de
nosotros haciéndose el ingenuo; al ignorante orgulloso; el revés de la fortuna en el
momento menos oportuno… Podemos tolerar todo esto y mucho más, porque no queda
más remedio. Pero cuando se trata de nuestro propio ser hay que dar un paso más: es
preciso querernos, lo cual no significa que nos guste todo de nosotros o que no
habríamos preferido ser de otra forma. Una madre quiere a su hijo aunque le hubiera
gustado que fuera más guapo… Todo lo que somos debemos aceptarlo dignamente, con
más agradecimiento que amargura. Es aceptar nuestras limitaciones y nuestras
cualidades. Vernos con este realismo es el punto de partida para lograr autenticidad y no
vernos constantemente en la necesidad de ocultar indebidamente las partes oscuras de
nuestro ser. El no aceptarnos lleva, como veremos, a la alienación: a buscar
denodadamente aparentar que somos lo que no somos; a no respetarnos a nosotros
mismos, despreciando lo que somos.
Podríamos decir que la autoaceptación es la disposición a reconocer cómo somos
verdaderamente, lo que hemos sido, lo que hemos realizado o no realizado, lo que hemos
pensado, sentido, dicho, prometido, etc. Pero no es un mero reconocimiento: es también
la disposición a asumir las consecuencias de todo lo reconocido en nuestra historia
personal, y a hacerlo sin declararnos la guerra a nosotros mismos, sin amargarnos por lo
que ya no tiene remedio, sin contabilizar una y otra vez nuestras debilidades y nuestros
errores. Es tratarnos benignamente a pesar de todo; ver la realidad de lo que somos,
mirarla serena y profundamente, sin juzgarla insistentemente, sin quejarnos de ella, casi
como no se queja la hoja de un árbol por ser verde; es aceptar, en cada momento, la
misión que tenemos en la vida aunque reneguemos a veces de ese destino… Es olvidarse

160
un poco de nosotros mismos, querer lo que nos ha sido dado, lo que tenemos a nuestra
disposición, para no aceptar lo que es mejorable, cambiar lo que podemos cambiar y
realizar nuestro propósito.
Autoaceptarse es aceptar lo que es verdad en nosotros, nuestra realidad: aspecto
físico, cualidades y deficiencias, clase social, ideología, modo de sentir y de ser; lo que
somos y hemos sido, nuestras experiencias y opiniones; nuestros defectos y nuestras
cualidades… Cuando vemos esta nuestra realidad y decimos, sin amargura ni
resentimiento, «esto es lo que soy», y miramos nuestro ser sin demasiado afán de ocultar
limitaciones que nos disgustan; cuando cogemos a nuestro ser entre los brazos y le
decimos que lo queremos, que estamos contentos de ser como es y que con él podemos
conseguir bienestar y autorrealización personal, aunque sabemos que hemos de intentar
cambiar ciertas asperezas…; cuando no nos avergonzamos de presentarlo en sociedad,
aunque sabemos que no es muy agraciado; cuando aceptamos la rutina de cada día
(hechura nuestra) sabiendo que podríamos darle sentido…; cuando aceptamos las
experiencias diarias y lo que nos rodea como parte de nuestro destino…; cuando estamos
en paz con el curso inexorable de nuestra vida, la de los hombres y la del universo…
entonces podemos decir que nos autoaceptamos. Entonces brota en nosotros la
autenticidad, el encanto de la sencillez y de la transparencia. Resistirse a ver lo que
somos ahonda nuestra debilidad.
La mayor parte de los seres humanos aceptamos de nosotros lo que es aceptado por
los demás (juventud, atractivo físico, éxito…) y sufrimos si carecemos de algo que es
deseado y envidiado por la sociedad. Y, para compensar lo que definimos como
carencias, pasamos la mayor parte de nuestra vida trabajando para ser más que otros y
destacar en algo que la sociedad admire, y sentirnos así aceptados, queridos y admirados.
La verdad es que no somos perfectos: somos miedosos, cobardes, tacaños… y también
generosos, sensibles, amables. Aceptando todas las caras de nuestro ser ganamos en
bienestar y salud psíquica, y somos más nosotros mismos. Pero si nos aferramos al uso
de estrategias que buscan aparentar lo que es aceptable por la sociedad, de una forma u
otra incurrimos en conductas neuróticas (miedos, huida, esconderse, fingir,
preocupaciones, etc.). Hacer y decir lo que gusta a los demás es gratificante, al menos
momentáneamente, porque nos aporta su aplauso; pero nos esclaviza y nos traicionamos
a nosotros mismos.
La experiencia nos ha enseñado que destacando sentimos la satisfacción del halago,
de la aceptación y de la admiración. Y nuestra cultura nos ha inculcado que si no
sobresalimos nos perdemos en el anonimato. Por ello no aceptamos ser nosotros mismos
o mantenernos en la sombra. La autoaceptación es tener consciencia de que un día
seremos un obstáculo para alguien, de que aburriremos a algunos con nuestras
inquietudes, de que tal vez causen repugnancia nuestras heridas y malestar nuestro
cuerpo enfermo… Hemos aprendido mucho, pero no hemos aprendido a leer el mensaje
de nuestra propia naturaleza ni a descubrir que todo puede ser aprovechable para ser
feliz, recuperar simplicidad de espíritu y no ser víctimas de la necesidad de defendernos,
de protegernos y de dar explicaciones, en vez de aceptarnos como somos. Siguiendo el

161
consejo de Carl Rogers, debemos dejar de existir para satisfacer las expectativas de los
demás y empezar a ser nosotros mismos, con ideas y objetivos propios. Esta libertad
proviene de la autoaceptación. Una libertad que no lleva al enfrentamiento con los
demás, sino todo lo contrario: facilita respetarlos y tratarlos mejor, puesto que no nos
impulsa tanto la necesidad de defendernos de ellos atacándolos.
En nuestra cultura competitiva, tendemos a aceptarnos si destacamos cuando nos
comparamos con los que nos rodean y tenemos éxitos y poder. A pesar de que el éxito es
relativamente escaso y, sobre todo, transitorio, aceptamos y abrazamos el éxito más que
a nuestro propio ser. El éxito nos atrae porque nos sitúa por encima de otros, pero
siempre hay alguien que compite y nos obliga a hacer lo mismo para no perder estatura.
Precisamente por esta espiral destructiva de hacer depender nuestra autoestima de la
contingencia del éxito, en psicología se insiste, como veremos, en cultivar la aceptación
incondicional: aceptarnos por lo que somos, tengamos o no tengamos éxitos, porque
nuestro ser es más importante que nuestros éxitos y más valioso para nosotros que la
apreciación de los demás.

2. Estudio psicológico de la autoaceptación

Sobre la importancia de la autoaceptación ya habían insistido en la primera mitad del


siglo XX autores importantes como Adler, Horney o H. S. Sullivan, pero fueron los
representantes de la llamada psicología humanista (Maslow, E. Fromm, Rollo May, etc.),
y especialmente Carl Rogers, quienes más resaltaron el rol de la auto-aceptación en la
salud psíquica, junto con Albert Ellis, figura representativa de la terapia cognitivo-
conductual, que está en primera línea desde hace varias décadas. Debido a su
importancia, a continuación expongo las aportaciones destacadas de Rogers y Ellis.

2.1. Carl Rogers y la autoaceptación


A lo largo del siglo XX, tanto los filósofos existencialistas como los psicólogos
humanistas reflexionaron destacadamente sobre la alienación del ser humano. Esta
alienación, incongruencia o extrañamiento del hombre se debe, según Rogers, a la
aceptación condicional: si decimos o expresamos siempre lo que sentimos, tememos que
los demás nos desaprueben y no nos acepten. Consecuentemente, deducimos que solo
somos aceptados si cumplimos esta condición (aceptación condicional): sentir, decir y
hacer lo que a los demás les gusta, y ocultar aquello que les disgusta. Para ello, hay que
dejar, en parte, de ser uno mismo: no ser auténtico. Para Rogers, este es el mal principal
del ser humano y necesita un tratamiento o remedio que lleve al individuo a la
autoaceptación, recorriendo el camino inverso que le llevó a la incongruencia: sentirse
aceptado incondicionalmente, haga lo que haga, y no solo cuando cumpla la condición
de dar gusto y complacer a los demás. Cuando se sienta aceptado, se moverá hacia la
salud: será menos agresivo, necesitará menos ocultarse en la mentira, el engaño, la
huida, etc., y recurrirá menos a mostrar sus grandezas (orgullo) para sentirse querido. Es

162
decir, necesitará menos el autoengrandecimiento y la autoprotección que hemos visto en
capítulos anteriores. Será él mismo (autenticidad), mientras que la incongruencia o
alienación van unidas a la experiencia de autodesprecio. El individuo experimenta que
sus verdaderos sentimientos son desaprobados y castigados por los demás, y él mismo
termina despreciándolos y tratando de ocultarlos para no ser desaprobando. Actuar para
complacer a los demás y recibir su aprecio y aceptación lleva, pues, a la incongruencia,
puesto que significa renunciar a los propios deseos y sentimientos. Esta contradicción en
el interior del ser humano es, según Ellis, el mayor obstáculo para el desarrollo de la
autoaceptación, como vamos a ver.

2.2. Albert Ellis y la autoaceptación


En la segunda mitad del siglo XX se publicaron miles de libros y artículos sobre la
autoestima, y parecía haber una creencia generalizada de que la autoestima alta era el
remedio de gran parte de los problemas psíquicos. Tener alta autoestima significaba ser
feliz, sociable, tener fuerza para superar los problemas, etc. La baja autoestima, por el
contrario, se asociaba con problemas y dificultades: depresión, falta de motivación,
sociabilidad disminuida, timidez, etc. Pero diversas investigaciones empezaron a señalar
que no todo es positivo en la autoestima alta. Se comprobó, concretamente, que los
individuos con autoestima alta corren peligro de ser narcisistas (= vanidad y
autoengrandecimiento), de sentirse superiores, tener ciertos problemas en las relaciones
por su tendencia a reaccionar violentamente ante la oposición (Baumeister y otros,
1996), a mostrarse vulnerables ante la crítica (Schelenker y otros, 1976), etc. Ellis ofrece
una explicación a esta paradoja de que sean problemáticas tanto la autoestima alta como
la baja. Ambas, dice, se basan en estos errores fundamentales:
– El error de hacer una valoración o calificación global de la persona.
– El error de condicionar la autoestima a los resultados de nuestra conducta.

a) Valoración global de la persona


Ellis (1995), fundador de la popular escuela de psicoterapia llamada terapia racional
emotiva conductual (TREC), describe como perniciosos los dos errores que acabamos de
mencionar porque la autoestima, alta o baja, implica hacer una valoración global de la
persona, lo cual es objetivamente imposible. En la TREC se considera irracional hacer
una autocalificación o valoración global de una persona, porque es imposible determinar
objetivamente lo que vale un ser humano. Además, predispone psicológicamente a la
depresión; si una persona se califica negativamente a sí misma (autoestima baja), se
deprime, tendrá complejo de inferioridad, etc.; y si se califica positivamente (autoestima
alta), corre el peligro de padecer ansiedad por miedo al fracaso, a la crítica, al rechazo, a
los errores, a perder prestigio, etc. Además, si al calificarnos lo hacemos comparándonos
con los demás, añadimos otra fuente de preocupación, pues siempre habrá alguien
superior, y si somos los mejores, tendremos miedo a que un día dejemos de serlo.
Ellis soluciona este problema de la autocalificación global proponiendo que se

163
abandone la búsqueda de auto-estima y la misma autocalificación y que, en su lugar, se
busque la autoaceptación incondicional. Es decir, que el individuo se acepte total e
incondicionalmente actúe como actúe, sea o no sea inteligente, le aprueben o no le
aprueben los demás. Esta es la idea central de este capítulo y la veremos más adelante,
pero antes es preciso explicar por qué no podemos calificar a una persona, algo que
hacemos constantemente; afirmación que posiblemente les llame la atención a muchos
lectores.
W. Dryden, el psicólogo europeo tal vez más destacado en el estudio de la TREC de
Ellis, en su libro sobre la autoaceptación ilustra de la forma siguiente la imposibilidad de
calificar al ser global de una persona. Fijémonos en los cuadros siguientes, entendiendo
que
• + significa una cualidad positiva;
• – significa una cualidad negativa;
• ? significa algo neutro o ambiguo.

A B C
+++++++ ––––––––– +++??+––
+++++++ ––––––––– ++–+–+?
+++++++ ––––––––– ? ? + – – + +?
+++++++ ––––––––– ? ? + – – + +?
+++++++ ––––––––– +–??–+–+
?––++???
+++++++ –––––––––

El cuadro A representa una persona que solo tiene buenas cualidades; esa persona no
existe.
El cuadro B representa a una persona que solo tiene malas cualidades, la cual
tampoco existe.
El cuadro C representa al individuo que tiene cualidades positivas, negativas y otras
que podemos llamar neutras o ambiguas, y nos representa a todos.
Unos con más cualidades, otros con menos defectos, pero en todos se da una suma de
propiedades buenas y malas. No podemos decir de nadie, en esta situación, que es buena
persona, pues tiene defectos; y tampoco que es mala, pues también tiene buenas
cualidades. En definitiva: de todo ser humano solamente podemos decir que tiene cosas
buenas y cosas malas, pero si cometemos el error de calificar a alguien como bueno
porque tiene algunas cualidades buenas, igualmente podemos decir que es malo porque
también tiene defectos. Al calificar globalmente a una persona se comete el error
matemático de sumar peras con manzanas y concluir que la suma de cuatro peras y
cuatro manzanas da un total de ocho manzanas. Se comete, además, otro error: el error
de la sobregeneralización, también llamado error «parte/todo», porque se juzga el todo

164
solo por una parte; es como decir de un colectivo profesional que es corrupto porque hay
algún corrupto dentro de ese grupo, o decir de una persona que es un fracaso porque ha
fracasado alguna o muchas veces, ignorando que ha tenido también muchos éxitos y que,
aplicando la misma lógica, igualmente se podría decir de ella que es un éxito… Tal vez
podamos calificar individualmente cada cualidad positiva y decir, por ejemplo, de
alguien que toca bien el piano, o calificar un defecto particular; pero no se puede
calificar toda una persona por una, varias o mil facetas de su ser, pues su ser global es
mucho más que esos pocos aspectos de su persona. Ellis (2005) nos advierte: no te
juzgues globalmente ni lo hagas con los demás; solo puedes juzgar lo que piensas,
sientes o haces, pero no todo tu ser global. Si nos valoramos por nuestros actos,
podremos sentirnos bien mientras sean positivos los resultados, pero no siempre es
posible hacer bien las cosas. El ser humano no es perfecto y, tarde o temprano,
cometeremos errores; ¿hemos de calificarnos también entonces por nuestras obras? Si
partimos de la idea de que todo debemos hacerlo bien, seremos esclavosde un esfuerzo
cada vez mayor para no cometer errores y de un esfuerzo también cada vez mayor para
ocultarlos. Juzgarnos por nuestra eficacia es una esclavitud del éxito y del miedo al
fracaso. Si hacemos depender nuestra autoestima de los resultados que obtengamos, nos
hacemos vulnerables al trastorno emocional, pues solo nos sentiremos bien cuando
obtengamos buenos resultados. La autoestima condicional (es alta si se tiene éxito, es
baja si se fracasa) parte de este principio: «Si las cosas salen bien, nos calificamos
positivamente; si salen mal, la calificación es negativa». Esto quiere decir que hacemos
depender nuestra autoestima de los resultados, y nos vuelve propensos a ciertos
problemas emocionales (tristeza, depresión, angustia, miedo, preocupación, etc.).
Ellis (1973) nos dice: «Tú no eres bueno y tú no eres malo; simplemente eres tú».
Tienes cosas buenas y cosas malas, pero tú no eres esas cosas. Eres un ser humano con
virtudes y deficiencias, cualidades y limitaciones propias de la naturaleza humana.
Aceptarse uno mismo es aceptar que somos humanos, de naturaleza finita y con cierta
capacidad para hacer las cosas de otra forma, tolerar las propias debilidades y vivir
mejor.
El ser humano es demasiado complejo para clasificarlo legítimamente con un solo
adjetivo global. El ser que calificamos, dice Dryden (1998), es el conjunto de todos los
aspectos (características, habilidades, defectos, etc.) que tenemos y hemos tenido desde
el comienzo de nuestra vida, que, además, han ido cambiando y siguen cambiando: no
han sido siempre igual… ¿Cómo podemos calificar todos esos millones de datos,
matices, circunstancias, variaciones… con una sola palabra y cómo podemos atrevernos
a simplificar a un ser humano complejo y misterioso diciendo «Yo soy…», «Tú eres…»?
¿No es una falta de respeto esta simplificación de la compleja realidad de una persona?

b) Autoaceptación condicional e incondicional


Para evitar el error, psicológicamente negativo, de aplicar a una persona un calificativo o
una valoración globales partiendo de una o varias conductas, Ellis propone que se
abandone totalmente el hablar de autoconcepto y de autoestima y se opte por la

165
autoaceptación incondicional para todos los seres humanos, pues todos somos iguales en
humanidad y todos merecemos el mismo respeto y trato digno. Y como no podemos
calificar globalmente a ningún ser humano, lo lógico es que nos limitemos a calificar
solo conductas. Así se evita el error común de juzgar a las personas por una o varias
conductas (generalización); de hacer que la dignidad humana dependa de los éxitos
conseguidos y de la comparación (ser más que otros), que son realidades caducas y
fluctuantes.
Ellis (1994) sostiene que el autodesprecio se fundamenta, en gran medida, en las
exigencias rígidas de actuar bien socialmente y buscar la aprobación ajena; la
autoaceptación incondicional, se actúe bien o mal, evita la denigración, la ansiedad, etc.,
puesto que se parte del supuesto de que el ser humano es falible y limitado y no se puede
esperar la perfección en él. Que se cometan errores y fallos es lo normal. Esto no quiere
decir que seamos indiferentes y que nos resignemos indebidamente, ya que tenemos la
obligación de minimizar relativamente nuestros errores. La resignación es creer que ante
una situación concreta no podemos hacer nada por mejorar y va unida al autodesprecio
por los errores cometidos. La autoaceptación significa que todos somos igualmente
dignos como seres humanos, actuemos como actuemos. Si nos aceptamos sabremos que
unas veces se gana y otras no, que unas veces actuamos mejor y otras peor, y que esta es
la condición humana, que también tiene la responsabilidad de intentar mejorar sus
limitaciones.
Muchos autores piensan que lo que uno siente hacia sí mismo depende, en gran
medida, de la respuesta que ha recibido en las relaciones con las personas que han sido
significativas en su vida. Si un niño se ha sentido aceptado y alabado al actuar según los
deseos de los adultos y se ha visto rechazado cuando no lo hacía así, hará depender sus
sentimientos de autoestima de la aceptación de los demás. Es decir, desarrolla una
autoestima contingente: se sentirá bien cuando su conducta agrade a los demás y se
sentirá triste en caso contrario. Esto puede llevar a algunos a estar vigilantes y a
preocuparse demasiado por complacer a los demás y así verse aceptados (Baldwin y
Sinclair, 1996), y otros buscarán el refugio del perfeccionismo para asegurarse de que no
cometen errores y de que no son criticados. Cuando la autoestima y la autoaceptación
son contingentes, es decir, cuando los sentimientos hacia uno mismo dependen de la
aprobación o desaprobación de los demás, puede desarrollarse una autoestima baja, pues
el individuo deduce que cada vez que no actúa como desean los demás es una prueba de
su poca valía personal (Harter, 1993).
Si decimos que todos tenemos la misma dignidad por el mero hecho de ser seres
humanos y que aceptamos plenamente la realidad humana, sin juzgarnos ni por las
cualidades ni por los resultados obtenidos (que no es nuestro ser total), se eliminan el
orgullo, los sentimientos de valía o superioridad y la autoestima evaluativa, y uno se
acepta a sí mismo y a los demás. Ellis dice que se logra la clase de tolerancia que es la
esencia del bienestar emocional. No se trata, pues, de aspirar a ser un superhombre, sino
más bien de aceptar la humanidad de nuestro ser (Ellis, 2013): limitada, deficiente,
compleja…, pero con recursos para lograr el bienestar emocional. Dryden (2013) señala

166
que algunos parecen temer que si nos aceptamos incondicionalmente (= hagamos lo que
hagamos) podamos incurrir en la autocomplacencia y en actividades que no nos
saludables ni convenientes; pero tal complacencia se deriva de una filosofía egoísta y de
miras de corto plazo que no se inculca en la propuesta de la autoaceptación
incondicional, la cual recomienda aprender de los errores a tener mayor autodisciplina y
no mayor permisividad: una postura un tanto parecida a la del budismo, que no es
sospechoso de inducir a la licencia moral.
Igual que ocurre con la autoestima, la autoaceptación también puede ser condicional
o incondicional. Es condicional si nos aceptamos solo cuando actuamos bien, en cuyo
caso podríamos decir que, más que aceptar nuestro propio ser, aceptamos el resplandor
de las consecuencias sociales de nuestra actuación. La autoaceptación incondicional, por
el contrario, no depende de los éxitos o fracasos, de que los demás aprueben o
desaprueben la conducta o de otras condiciones cambiantes que llevarían a afirmar ahora
que una persona fue buena ayer, porque ayer actuó bien, y mala mañana si su conducta
de mañana es mala.
Es cierto que nuestra educación y nuestra cultura nos han enseñado a calificar y
valorar a las personas y a nuestro propio ser por las acciones, las cualidades, las virtudes,
etc., que son partes de nuestro ser, presente y pasado, pero de ningún modo son todo
nuestro ser. Pero Ellis nos recuerda que también podemos aprender a no hacer
valoraciones y calificaciones globales. Incluso podríamos añadir que es injusto calificar
a toda la personalidad de un ser humano, con toda su historia personal, fuera como fuera.
¿Conocemos y recordamos todo su ser y toda su historia, interior y exterior, para poder
juzgarlo o calificarlo con unas simples palabras?
La proposición que hace Ellis de optar por la auto-aceptación incondicional, en lugar
del autoconcepto y de la autoestima, se fundamenta esencialmente en una razón práctica:
es mucho mejor. Alguien podría preguntarse lógicamente: «A mí nadie me pidió permiso
para ser como soy; así que ¿por qué voy a aceptarme como soy si no me gusto?». Ellis
probablemente respondería: «Es que si no te aceptas, además de seguir siendo como eres
(o peor), empeoras tu propia vida con disgustos inútiles; por tanto, mejor será que
aprendas a aceptarte». Y, además, como hemos visto, hacer depender la autoestima de
los logros tiene secuelas negativas, puesto que implica la necesidad de sobresalir sobre
los demás, compitiendo más y más; y cuando ya no es posible conseguir resultados
apreciables, la autoestima se desmorona y el individuo se deprime. Como afirman
Carson y Langer (2006), la persona está cautiva de la autovaloración en vez de la
autoaceptación para compensar sus fallos o déficits. Estas profesoras de la Universidad
de Harvard hablan de la «tiranía de la autovaloración» y de la comparación con los
demás para ver lo que valemos. En vez de aceptarnos como somos, la sociedad nos ha
hecho ver la conveniencia inmediata de usar estrategias para ocultar las propias
limitaciones e incluso de reconocer que las aplicamos, y de engrandecer la propia
realidad, acabando convencidos de que somos lo que aparentamos.
Otra razón para inculcar la autoaceptación incondicional es su conveniencia
psicológica, confirmada por la evidencia empírica. Hubo un tiempo en que la principal

167
preocupación de los psicólogos era solucionar problemas psíquicos; ahora el interés se
centra también en mejorar la salud: buscar el modo de lograr mayor bienestar psíquico.
Además de vivir, importa vivir bien, ser felices. Esta nueva dirección dio vida, alrededor
de la década de 1990, al movimiento de la psicología positiva, que considera la
autoaceptación incondicional como uno de los pilares de la salud psíquica, lo cual ya
habían resaltado, a mediados del siglo XX, los psicólogos humanistas (Maslow, Carl
Rogers, etc.). Pero ha sido Albert Ellis quien más decididamente, con argumentación
más clara y con mayor empeño ha defendido las ventajas de la autoaceptación
incondicional, comprobadas por múltiples investigaciones. Se ha confirmado, por
ejemplo, que los individuos con mayor autoaceptación incondicional se sienten más
satisfechos con la vida, son más felices, muestran mejor adaptación social y mejor salud
mental (Bernard, 2013; Chamberlain, David y Haaga, 2001); se sienten menos
deprimidos, menos enfadados, son menos perfeccionistas (Falkenstein y Haaga, 2013),
muestran menos síntomas de ansiedad (Chamberlain, David y Haaga, 2001), tienen
menos ideas irracionales (Davies, 2006, 2008), etc.
En un estudio un tanto sorprendente de Shallcross y otros (2013), estas autoras
comprobaron que con el envejecimiento aumenta el bienestar emocional y que, de modo
especial, disminuyen los afectos negativos (enfados, nerviosismo, miedo…), aumenta la
autocompasión, etc. Y todo ello lo atribuyen a una mayor auto-aceptación: se han vivido
más contratiempos y se ha aprendido a relativizar las amenazas y las desgracias, y a
evitar pensamientos obsesivos negativos. Tal vez por ello en el pasado se solía asociar la
vejez con la sabiduría. Estudios psicológicos recientes sobre la sabiduría indican que la
capacidad de aceptación es un producto de la incertidumbre y de la mutación con que las
personas se han encontrado en la vida. Y los ancianos han tenido muchos de estos
encuentros. Tal vez por ello se desilusionan menos.

3. Idolatría de las obras: el obstáculo de la autoaceptación

Como hemos visto, la autoaceptación condicional es una fuente de ansiedades: si los


resultados de nuestra actuación son positivos, crean una satisfacción efímera y
fluctuante, y nos hacen dependientes de la aprobación de los demás; si son negativos,
nos causan disgustos innecesarios por miedo al juico y al rechazo ajenos. Estos
inconvenientes no los tiene la aceptación incondicional, que no depende de que nuestra
conducta sea exitosa o no, sino que nos aceptamos por lo que somos y no por lo que
hacemos.
En nuestra cultura se idolatra a la juventud; para comprobarlo basta fijarse en la
pujante y potente industria que gira alrededor de los remedios para prevenir los síntomas
de vejez o para recuperar/aparentar aspectos de juventud. Esta idolatría hace que sean
prioridades la salud, la fuerza, la forma física, la belleza, el poder, la eficacia
tecnológica, la productividad, el triunfo personal… Todo lo que parezca debilidad o
vejez se sepulta en la inconsciencia o se oculta como se puede. Sin darnos cuenta, sin
embargo, ocultar nuestra debilidad crea otra debilidad más honda y sutil: nos hace más

168
vulnerables cuando llegan las desgracias y nos incapacita para ver nuestra dependencia
de la eficacia de las obras, que hemos establecido como prueba de nuestra valía. Nuestra
fe en las obras, nuestro afán por ser actores y realizadores nos debilita de cara a sufrir
adversidades.
La historia del ser humano está plagada de idolatrías. Hoy, una de ellas es la idolatría
de la eficacia de la acción, una diosa del progreso. Dorothee Sölle (1929-2003), brillante
pensadora, afirma: «Quien solo ha aprendido en la modalidad de la acción, quien solo se
justifica ante sí mismo como hacedor, no es capaz de habérselas con situaciones en las
que no puede hacer nada, en las que la autoría se topa con sus límites. ¿Acaso puede el
hacedor ser débil? Si el sentido de su vida se agota en la actividad y en la producción,
¿puede conservar su humanidad también en la derrota? ¿Puede estar enfermo, puede
morir?». ¿Cómo pueden los triunfadores hacerse como niños y sentirse totalmente
dependientes para entrar en el reino de los cielos?
Me sorprendió esta frase de Pascal cuando la leí por primera vez: «Toda la desgracia
de los hombres proviene de que no son capaces de quedarse sentados en una habitación».
En vez de reflexionar, huimos y nos dispersamos haciendo cosas; viviendo a flor de piel.
Tal vez ganemos en eficacia, pero no desarrollamos recursos internos para afrontar las
desgracias. Huimos de nosotros mismos. La soledad nos aterra porque no sabemos
llenarla con pensamiento y nos deja en el vacío. Estamos en continua fuga. Nos
movemos de un sitio para otro, de una actividad a otra, para huir de nosotros mismos, de
nuestra intimidad. En lugar del silencio preferimos aturdirnos en el ruido; en vez de
pensar, hablamos y nos movemos. En vez de concentrarnos nos dispersamos. «Para no
deprimirme pensando y dando vueltas a la cabeza», se dice. Pero lo que puede dar dolor
de cabeza no es pensar, sino pensar mal y obsesivamente sobre banalidades; hacer girar
el pensamiento repetitivamente sobre una misma idea insustancial, el contenido hueco
del pensamiento y la imaginación infundada de peligros…
La idolatría por la acción tiene muchas modalidades, pero me voy a fijar solo en dos,
el fariseísmo y el perfeccionismo, que son tan antiguas como el hombre y que
representan dos murallas que impiden la autoaceptación incondicional. Por su frecuente
aparición en los evangelios, el fariseísmo se asocia con la religión; pero ya en el siglo I
antes de Cristo era un grupo fundamentalmente laico. Con el tiempo, ser fariseo llegó a
ser sinónimo de ser hipócrita, y a los fariseos se los veía como individuos que cuidaban
mucho las apariencias del cumplimiento religioso para cubrir su corrupción interior.
Representan la moralidad condicional: uno es bueno si aparenta serlo, si cumple lo
mandado; con eso basta. Por otra parte, el estudio de la autoaceptación descubrió que a
los perfeccionistas les resulta muy difícil aceptarse incondicionalmente. Buscan
demostrar su valía actuando impecablemente y evitan la desaprobación de los demás no
cometiendo errores (Flett y Hewitt, 2002): hacen depender su autoaceptación de la
perfección de sus obras y de la aprobación de los demás. Pueden parecer personas
responsables y concienzudas, pero son personas esclavas de la opinión de los demás.
El obstáculo psicológico que se esconde en el fondo de estas dos manifestaciones de
orgullo, que impide la autoaceptación, creo que merece cierta reflexión.

169
3.1. Fariseísmo
El ser humano parece haber sentido siempre la tentación de ganar el beneplácito de los
dioses realizando sacrificios (como vimos en el capítulo 8) y buenas obras. Da la
impresión de que en los hombres existe la tendencia a creer que castigándose a sí
mismos se conmoverán las divinidades y perdonarán más fácilmente los errores
humanos, y con las buenas obras parecen creer que, si se hacen ofrendas y regalos a los
dioses, de alguna forma recompensarán estos buenos detalles, porque entre los hombres
es hondo el convencimiento de que «si no das, no recibes», y con los dioses no se va a
tener menos consideración …
Los fariseos formaban un grupo de hombres que en tiempos de Jesucristo se
distinguían por una observación escrupulosa y hasta los últimos detalles de la ley.
Representan una mentalidad ética poco elevada y el esfuerzo supremo realizado por el
hombre con el fin de conseguir la salvación por medio de las obras y ritos establecidos
por las leyes. Entendían su relación con Dios en términos legales, calculando premios y
castigos, derechos y deberes. Su pensamiento parecía ser algo así: «Tú (Dios) mandas,
yo hago; pero si yo hago, tú tienes que recompensarme». Es decir: si actuaban
meticulosamente según las leyes, creían que en justicia tenían derecho a la salvación.
Dios no daba nada gratis. La salvación había que ganarla y merecerla. Ciertamente, su
estilo de pensar no era muy desarrollado moralmente. Cuidaban mucho que su
autoimagen no fuera dañada y el método de protegerla era pregonar y publicitar sus actos
externos de religiosidad, y juzgaban su estatura moral por la imagen externa que
exhibían para demostrar su virtud. El fariseísmo es la representación del miedo del ser
humano a actuar según el espíritu de la ley, refugiándose en el cumplimiento compulsivo
de la letra de los mandatos para no equivocarse y para evitar el juicio negativo de los
demás. Se preocupaban muy poco por los móviles internos, las intenciones, los
sentimientos, la unión con Dios y la confianza en su bondad… Los creyentes que
identifiquen la religión con el cumplimiento de las normas establecidas por su Iglesia
podrían pertenecer a la cofradía de los fariseos…
El fariseo reducía la religión al cumplimiento de normas para no ser castigado con
una fama adversa, sin darse cuenta de que el temor no engendra amor ni atracción
afectiva, sino cálculo, precaución y miedo, como se ha comprobado en psicología hace
mucho tiempo, cuando se empezó a estudiar en los laboratorios las leyes conductistas de
la motivación, en las primeras décadas del siglo pasado.
Después de veinte siglos de cristianismo parece que en muchos creyentes sigue
latente la idea de que deben hacer buenas obras para salvarse, de que Dios no da nada
gratis, de que la salvación hay que merecerla. Es una forma de decir que no creen en la
salvación incondicional y gratuita. Borragán (2015), teólogo católico, dice que, en la
práctica, la mayoría de los cristianos, incluidos monjes, sacerdotes, religiosos y
religiosas, quieren hacerse valer ante Dios y que les pague por los servicios prestados
con sus buenas sobras. El hombre está tan acostumbrado a pensar que su valía depende
de los éxitos de su actuación y que hay que ganarlo todo que no parece estar dispuesto a
creer que sus buenas acciones no sirvan para ganar el cielo (p. 100). Tillich, una gran

170
figura de la teología, insiste en que el hombre es aceptado, perdonado y salvado por Dios
incondicionalmente: no por lo que hace, sino a pesar de lo que hace. Si los méritos, los
sacrificios, las obras de caridad, el cumplimiento de las normas religiosas, etc., sirven
para que el individuo se sienta justo y salvado delante de Dios, son más bien pecados y
es mejor no realizarlos, porque, como el pecado, separan de Dios. Son un intento de
comprarlo y supeditarlo. Es orgullo. La «compra» de indulgencias, dar limosnas o hacer
sacrificios para conseguir el perdón de los pecados suscitó en Lutero rebeldía e
indignación.
Según las explicaciones de Tillich, ¿podemos decir que las buenas obras no sirven?
Para conseguir la salvación, para «ganar el cielo», no; no sirven para esto. Pueden ser
útiles para otras cosas; por ejemplo, expresar amor, afecto o agradecimiento; para
ayudar, establecer amistad, consolar, dar ejemplo de generosidad, etc., pero no pueden
usarse como «monedas» para comprar favores divinos o ganar el cielo; ¿no resultan
insultantes en este caso?
Freud decía que el inconsciente se mantiene a sí mismo en la oscuridad, y del pecado
social o moral podría decirse algo parecido: procura impedir que se tenga plena
consciencia de él, pues a todo acto de flaqueza humana suele seguir una justificación del
hecho, o al menos una versión tergiversada de lo ocurrido, para que la debilidad parezca
menor y se pueda comprender más fácilmente. Lutero pensaba que la falta de voluntad
del pecador para verse como pecador es la forma suprema de pecado: el pecado de los
pecados. Lo mismo podemos decir de la alienación: la mayor alienación es no tener
consciencia de la alienación. Niebuhr, otro destacado pensador del siglo XX, lo llama
«orgullo de virtud»; y señala que considerarse recto y justo es la causa de la mayor parte
de las crueldades de la humanidad. Podríamos pensar, por tanto, que, si aceptar ser
aceptado requiere, según Tillich, una profunda consciencia de pecado y una plena
confianza en la misericordia de Dios, esta actitud puede ayudar al creyente a
autoaceptarse y a aceptar a los demás. Una afirmación rotunda de Tillich es que para
amar hay que sentirse querido, y el que se siente querido por Dios se acepta mejor a sí
mismo y a los demás.

3.2. Perfeccionismo
Todos creemos saber cómo es una persona perfeccionista, pero no es fácil definir el
perfeccionismo; pues la perfección, que para unos es el comportamiento normal que
exige el sentido de responsabilidad, para otros es una conducta neurótica y obsesiva. Y
cierta imperfección que para unos es normal y razonable, porque «nadie es perfecto»,
para otros es, simplemente, dejadez e irresponsabilidad. Por otra parte, hay personas que
son perfeccionistas en un terreno concreto y no en otro, por lo cual no se puede
generalizar y calificarlas como perfeccionistas. Por ejemplo, un violinista puede ser
extremadamente exigente consigo mismo buscando la perfección en la ejecución al
ensayar su intervención como solista en un concierto y ser bastante laxo y desordenado
en otros aspectos de la vida diaria. ¿Qué es, pues, el perfeccionismo y cómo actúa la
persona perfeccionista?

171
En términos generales, se suele entender que el perfeccionismo es la tendencia a
imponerse niveles personales de ejecución excesivamente elevados y enjuiciar los
resultados contrastándolos con esos mismos niveles de exigencia. Es la persecución de la
perfección, y personalmente añadiría «acompañada de escasa aceptación de la
imperfección».
D. Burns (1980), que fue uno de los primeros en crear una medida del
perfeccionismo, después de hacer una revisión de la literatura pertinente, identificó
varias características importantes de la conducta del perfeccionista: se impone unos
niveles personales de perfección excesivamente altos; muestra una notoria y persistente
preocupación por evitar errores; tiene dudas repetidas e impertinentes sobre la calidad de
su actuación; da exagerada importancia al orden y a la precisión meticulosa; y algunos
autores añaden la tendencia a criticar y culpar a los demás de los errores.
Patch (1984) afirma que esa búsqueda de perfección hace actuar con precisión
mecánica, de forma un tanto automática, que resta vitalidad con atractivo. Al carecer de
la imprevisión de la pasión, se carece de cualidades redentoras: caer y saber levantarse,
errar y arrepentirse, sentir culpa y pedir perdón, precipitarse y recapacitar… La vida no
se guía solo por la precisión lógica, sino por afectos que pueden ser fluctuantes; por
enfados y efusiones de alegría; por contradicciones, arrepentimientos y vuelta a tropezar
en la misma piedra… La calidad humana tiene imperfecciones que nos hacen mostrarnos
con la fragilidad propia del ser humano. Si evitamos todos los defectos y errores,
corremos el peligro de ser fríos, estériles, respetados más que queridos… Tangney
(2002) afirma que ser «perfecto» no es popular.
Todos mantenemos cierta vigilancia sobre nuestra conducta para no actuar
irreflexivamente, pero el perfeccionista está vigilante siempre para no cometer errores,
pues el fondo de su actitud es la no aceptación de la imperfección humana. Puede
aceptarla en abstracto, pero no concretamente en su persona. Exige perfección incluso en
cosas y detalles sin importancia y, peor aún, sobregeneraliza los fracasos, de forma que,
si fracasa en una tarea, tiende a deducir que fracasará en todo o que es un fracaso como
persona. Siguiendo el ejemplo de Ellis, si en una cesta de manzanas hay una que está
podrida, generaliza y dirá que están todas podridas, pero eso no es todo: dirá que
también está podrida la cesta misma. Este es un ejemplo clarificador. Nadie se atreverá a
admitir que comete este error de pensamiento; sin embargo, podemos verlo mil veces en
la vida cotidiana: una persona fracasa en una actividad concreta (una manzana) y deduce:
«Soy un fracaso» (la cesta). Si lo repite muchas veces, corre peligro de terminar
creyéndolo. Es un error del modo de pensar psicológicamente pernicioso, por los daños
que genera.
Según explica Ellis (2002), el perfeccionista parte de la idea de que debe ser perfecto,
en vez de aceptar sus debilidades y limitaciones; idea que le lleva a imponerse el logro
completo como objetivo primordial. Cometer errores es para él un indicio de que no
vale. El deseo de ser perfecto le conduce fácilmente a la desilusión y a pensar que es una
catástrofe el hecho de que las cosas no salgan como desea (catastrofismo). Su creencia
(tal vez inconsciente) de que siempre debe tener éxito le lleva a compararse demasiado

172
con los demás y a luchar por ser mejor que ellos. Todos estos rasgos indican que su
autoaceptación es condicional: cree que es una persona valiosa y digna de respeto solo si
(condición) alcanza logros, corrección y bienestar; y que para ser aún más grande debe
lograr metas sobresalientes y superar a los demás. No puede soportar ni siquiera los
indicios de fracaso, pues pondrían en evidencia su vulnerabilidad; lo cual supondría
perder la aprobación de los demás, pues cree que la aceptación de estos está
condicionada a la ausencia de fallos en su actuación, y para no perderla busca la
perfección. Su estilo neurótico y de exigencia a sí mismo y a los demás hace que sus
relaciones interpersonales sean de escasa profundidad; tal vez sea una persona admirada
y respetada, pero no muy querida. Ve el mundo como demasiado amenazante, debido a
su miedo al juicio ajeno, y esto le hace ser desconfiado.
Lo que, en definitiva, refleja el perfeccionista es un intento permanente de ocultar sus
deficiencias, sus limitaciones y su vulnerabilidad, evitando todo desliz y procurando
ganar la aprobación ajena. No se acepta a sí mismo, usa la perfección como prevención
para no dejar traslucir sus limitaciones y como estrategia para ganar la aprobación y
aceptación sociales (Frost y otros, 1995). Esto exige de él estar muy vigilante, ser muy
consciente de sus defectos y limitaciones, convirtiéndose así en su peor crítico. Algo
parecido les ocurre a las personas tímidas o que sufren de fobia social: personas que
sienten miedo destacado a situaciones sociales, a actuar en público, ser centro de
atención, relacionarse con desconocidos, desinhibirse en celebraciones festivas, etc. Se
reprenden excesivamente a sí mismas, incluso actuando con competencia. Creen que los
demás comparten las visiones negativas que tienen de sí mismas, aunque no sea cierto;
anticipan su rechazo y esto les hace temer la interacción y los encuentros sociales.
Por lo que hemos visto, algunos autores piensan que las personas tímidas, con fobia
social y que sufren de ansiedad social son, en realidad, perfeccionistas: personas que se
imponen altos niveles de perfección en la interacción social con otras personas (mostrar
finura, cultura, simpatía, espontaneidad, saber estar, acierto, conocimientos, facilidad de
palabra, etc.); son excesivamente conscientes de sus limitaciones y «torpezas» (que
exageran y tal vez nadie aprecia), temen ser objeto de burla y rechazo por todo ello y,
consecuentemente, aumentan en ellas la preocupación y la autocrítica, y acaban evitando
la participación e intervención, especialmente ante personas que les son menos
familiares (Arden, Ryder y Millings, 2005). Son perfeccionistas que anticipan rechazo y
que son excesivamente sensibles a la crítica (Burns y Beck, 1978). Otras personas
perfeccionistas pueden no soportar la más mínima señal de polvo en los muebles o que
cada cosa esté ligeramente desplazada; el tímido huye de la más mínima señal de
«torpeza» en su actuación que pueda provocar el rechazo de otros. Las personas tímidas
no aceptan su propia realidad y se recriminan a sí mismas por no ser como les gustaría
ser. Muestran la dinámica del orgullo que ya hemos visto: les gustaría ser de forma
distinta y mejor (orgullo), y no como son (falta de autoaceptación). La timidez se
muestra, así, como un producto del orgullo y de la falta de autoaceptación.
Pero ¿es todo negativo en el perfeccionismo? Durante bastante tiempo se han
resaltado casi exclusivamente los aspectos negativos del perfeccionismo y se ha hablado

173
de él como si fuera igual en todos los casos y en todas las personas, aunque se admita
alguna diferencia en el grado y que unas personas lo manifiestan más claramente que
otras. Sin embargo, en los últimos años se han construido distintas escalas que han
permitido identificar diferentes clases de perfeccionismo (por ejemplo, la escala de
Hewitt y Flett, 1991) y que algunos autores hablen de un perfeccionismo positivo
(adaptativo o normal) y otro negativo (o neurótico). Terry-Short y otros (1995) dicen que
en el positivo el individuo busca algo que le atrae y desea conseguir, mientras que en el
caso del negativo se busca principalmente adaptarse a las expectativas sociales y va
acompañado de excesiva preocupación por no cometer errores; refleja, pues, miedo a no
ser bien valorado ni aceptado. En terminología técnica: en el positivo el individuo busca
refuerzos positivos (algo que desea: premios); en el negativo se mueve, en cambio, por
refuerzos negativos (evitar algo que no le gusta; es decir, castigos como la crítica, la
desaprobación, etc.).
Enns y Cox (2002), teniendo en cuenta las descripciones que hacen distintos autores,
deducen estas diferencias entre el perfeccionismo POSITIVO (o normal) y el
NEGATIVO (o neurótico):

Perfeccionismo normal Perfeccionismo neurótico


1. Puede disfrutar de los trabajos. 1. Incapaz de disfrutar de los trabajos.
2. Busca excelencia, éxito. 2. Se centra en evitar el error.
3. Se centra en hacer bien la tarea. 3. Actitud tensa ante la tarea.
4. Autovaloración sin mirar el 4. Se valora según los resultados
éxito/fracaso. obtenidos.
5. Le mueve evitar consecuencias
5. Le mueve lograr lo que desea.
negativas.
6. El fracaso le decepciona, pero redobla 6. El fracaso le lleva a autocrítica
los esfuerzos. negativa.
7. Pensamientos blanco/negro: no hay
7. Pensamiento flexible.
grises.

Teniendo en cuenta las características del perfeccionismo neurótico, no es de extrañar


que se relacione con diversos trastornos psíquicos (ver Flett y Hewitt, 2002). Cuando
una persona no acepta su propia realidad, tarde o temprano, de una forma u otra, sufre
las consecuencias, que suelen ser mayores cuanto menor es la autoaceptación.

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177
Apéndice

Paul Tillich y la aceptación

Si los filósofos y psicólogos han hablado sobre la alienación de nuestro propio ser y
sobre la alienación de los seres humanos, Paul Tillich añade otra alienación: La
alienación o extrañamiento del hombre en relación con su creador (Dios).
Tillich (1886-1965), hijo de un pastor luterano, fue filósofo, escritor, destacado
intelectual, predicador brillante y uno de los teólogos más influyentes en el último medio
siglo. Una de sus afirmaciones categóricas es que entender que Dios acepta al hombre
incondicionalmente (ser aceptado significa ser perdonado) es la esencia de la Reforma de
Lutero y uno de los mensajes más importantes del protestantismo, que inició el mismo
Lutero. Afirma asimismo que el núcleo del mensaje cristiano gira alrededor de la
profunda experiencia de «aceptar nuestra aceptación»; es decir, aceptar que Dios acepta
al hombre incondicionalmente. Esta creencia es fundamental para que el hombre tenga
esperanza. Según Tillich, la alienación del hombre es mucho más profunda que la
alienación que trata de curar la psicoterapia[1]. Pues esa alienación es una separación del
hombre respecto a su Creador (ese distanciamiento es el pecado), que solo se restablece
volviendo a la re-unión; re-unión que supone la aceptación: saberse y sentirse
perdonado. El pecado es la separación del hombre de su Creador, el perdón es la re-
unión: confiar en el perdón de Dios. Tillich argumenta que el ser humano no puede amar
a Dios mientras se sienta rechazado por Él. No podemos amar a alguien que nos rechaza.
Si nos sentimos rechazados, rechazamos la vida. Si sentimos que nos odian, odiamos.
Detrás de la agresividad hay una herida. Detrás del orgullo y de la arrogancia hay un
fallo de aceptación. Cuando el hombre pierde la confianza en Dios, está dominado por el
orgullo, pues sustituye la confianza en Dios por la confianza en sus propias obras
(idolatría de las obras): sustituye la confianza en Dios por la confianza en sus propios
esfuerzos. Cree poder más que Dios y lo desplaza.
Tillich tuvo relación con los psicólogos más destacados de los Estados Unidos en el
siglo XX, y fue amigo de Carl Rogers. Sorprendentemente, Tillich dice que la influencia
de aquellos psicólogos le ayudó a descubrir la autoaceptación desde el punto de vista
cristiano; a él, que, además de ser uno de los intelectuales más notables del siglo XX, es
uno de los teólogos más influyentes en el pensamiento cristiano de las últimas décadas y
quizá también el teólogo que más profundamente ha reflexionado sobre la aceptación
incondicional, por parte de Dios, y la aceptación de esa aceptación por parte del hombre.
Una aceptación que, según Tillich, no puede ofrecer la psicoterapia (solo la psicología,
sería tal vez más exacto). Si el principio básico de la psicoterapia de Rogers, que ha

178
ayudado a muchas personas, se basa en el principio de que el psicoterapeuta debe aceptar
total e incondicionalmente al cliente para que este, sintiéndose aceptado, empiece a
aceptarse a sí mismo, siguiendo el mismo razonamiento se puede pensar que, para un
creyente, sentirse aceptado por el dios en que cree ha de ayudarle a vivir esperanzado y
agradecido. Tillich afirma que el individuo que acepta ser aceptado por Dios se acepta
mejor a sí mismo y a los demás. Por eso se juzga conveniente que, con clientes
creyentes, se combinen propuestas psicológicas y explicaciones teológicas en el ejercicio
terapéutico.
El memorable sermón de Tillich «Tú eres aceptado» ha sido calificado como un
escrito antológico del pensamiento cristiano del siglo XX. Aunque su extensión es de
solo unas páginas, su profundidad ha hecho reflexionar a muchos. El mismo Albert Ellis
(ateo confeso y, durante bastante tiempo, crítico poco considerado con las creencias
religiosas) reconoció que Paul Tillich había influido en su propio pensamiento sobre la
autoaceptación incondicional.

[1] Tal vez cuando decía esto no preveía la combinación de las técnicas psicológicas y los razonamientos
religiosos que actualmente se practica en el ejercicio terapéutico con personas creyentes. Ver ATEN,
O’GRADY y WORTHINGTON (2012), BROWNING y COOPER (2004) o MCMINN y PHILLIPS (2001).

179
Índice
Portada 3
Créditos 5
Índice 6
Prólogo 9
Primera Parte: El Teatro De La Vida 14
1. Visión teatral de la vida 15
1. La representación teatral y la vida 15
2. Roles 16
2.1. Normas que definen las conductas apropiadas de un rol 16
2.2. Expectativas de cumplimiento de los roles 18
3. Visión teatral, cinismo y relativismo moral 21
4. Roles difusos y sociedad líquida 24
Bibliografía 30
2. La propia imagen: ser y parecer 32
1. Autopresentación 34
2. La imagen del espejo 36
3. El yo público y el yo privado 38
4. Importancia de saber presentarse 39
5. Diferencias individuales 40
Bibliografía 41
Segunda Parte: Glorificación y Protección Del Yo 43
3. Autoengrandecimiento y protección del yo 44
Sección A: Autoengrandecimiento 45
1. Definición de autoengrandecimiento 45
2. Rasgos del autoengrandecimiento 46
3. Narcisismo: la extraña autoglorificación 47
Sección B: La Autoprotección 49
1. Mecanismos de defensa 50
2. Sistema psicológico de inmunidad 52
Bibliografía 57
4. Orgullo: disfraz de la pequeñez 59
1. Qué es orgullo 60

180
1.1. Orgullo auténtico 61
1.2. Orgullo hubrístico 62
2. Origen del orgullo 64
3. El orgullo del yo idealizado 67
4. El orgullo como autodefensa 69
4.1. Consenso defensivo 70
4.2. Autoestima y convencimiento defensivo: dos caras del orgullo
72
autodefensivo
5. Creencias religiosas defensivas 77
Bibliografía 79
5. Excusas: intentos de autoprotección 81
1. Definición y función de las excusas 81
2. Ventajas y desventajas de las excusas 88
2.a. Ventajas y utilidad de las excusas 88
2.b. Desventajas de las excusas 89
3. Excusas, engaño y autoengaño 91
4. Desvanecimiento moral 95
5. Desvinculación moral 98
6. ¿Quién usa más las excusas? 101
Bibliografía 103
Tercera Parte: Restauración De La Fachada Moral 108
6. Derogación 109
1. Derogación interpersonal (entre personas) 110
2. Derogación intragrupal (dentro del grupo) 113
3. Derogación intergrupal (entre grupos) 115
3.1. Deshumanización del otro 116
3.2. Legitimización de la injusticia y autoprotección 118
Bibliografía 119
7. Autocastigo 122
1. Castigo y sufrimiento 123
2. Autocastigo y masoquismo moral 124
Bibliografía 128
8. Licencia moral 130
Bibliografía 139
Cuarta Parte: Objetivo: La Sencilla Normalidad 142

181
9. Autenticidad 143
1. ¿Qué es la autenticidad? 144
2. Dificultades de la autenticidad 148
3. ¿Es posible la autenticidad? 152
Punto final 156
Bibliografía 157
10. Autoaceptación 159
1. Qué es la autoaceptación 160
2. Estudio psicológico de la autoaceptación 162
2.1. Carl Rogers y la autoaceptación 162
2.2. Albert Ellis y la autoaceptación 163
3. Idolatría de las obras: el obstáculo de la autoaceptación 168
3.1. Fariseísmo 170
3.2. Perfeccionismo 171
Bibliografía 174
Apéndice: Paul Tillich y la autoaceptación 178

182

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