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Magos y adivinos (I)

ÓSCAR CARRERA

El rey de Babilonia es guiado hacia Šamaš, dios del sol (860-850 a. C.).

Las autoridades romanas adivinaban el destino de las batallas dando de comer grano a
unos pollos sagrados traídos de la isla egea de Negroponte. Que los animales picaran de
él indicaba que los dioses favorecerían a las tropas romanas; que no lo hicieran era un
mal presagio, pero podemos imaginar que, tratándose de pollos y de grano, esta
ocurrencia era rara. Una ocasión tal fue la batalla de Drépano (249 a. C.), que se libró
entre romanos y cartagineses. Los pollos ni siquiera salieron de sus jaulas y el general
Publio Claudio Pulcro mostró su desacuerdo ordenando que los arrojaran al mar: ―para
que beban, ya que se negaron a comer‖ (ut biberent, quando esse nollent). Aunque así,
desde la distancia histórica, tenga su gracia, semejante acto de impiedad contra los
dioses y contra sus gallináceos representantes horrorizaría a las tropas y seguramente
terminó de convencerlas de que de nada servía luchar, sellando la victoria de los
cartagineses.
En la antigua China tuvo lugar un conflicto que se resolvió por medios más pacíficos.
Los habitantes de la ciudad de Tsuen-cheu-fu eran asediados continuamente por sus
vecinos de Yung-chun. Consultaron a un maestro de feng-shui y éste les dijo que la
razón era que Yung-chun tenía forma de red de pescar, mientras que Tsuen-cheu-fu
parecía una carpa. Era por eso que la primera ciudad ―capturaba‖ siempre a la segunda.
Les recomendó construir dos majestuosas pagodas en el centro de la ciudad, que, con
sus altos picos, romperían la ―red‖ cuando cayera sobre la ―carpa‖. Desde entonces, los
habitantes de Tsuen-cheu-fu vivieron en paz y armonía. O eso se decía.

La magia, la hechicería, la adivinación, la astrología o la geomancia están presentes de


un modo u otro en todas las culturas humanas. No sabemos de un tiempo en que el ser
humano se haya permitido prescindir de alguna de sus innumerables variedades.
Durante milenios, el consejo de un astrólogo, la predicción de un adivino o la amenaza
de un brujo han bastado para construir y demoler edificios, producir y detener
casamientos, realizar y evitar sacrificios, acumular y regalar fortunas, terminar guerras y
emprenderlas… Sin embargo, para el que no crea directamente en ellas, es difícil
explicarse la extraordinaria diversidad, influencia y prestigio de que siempre han
disfrutado estas artes hoy tan cuestionadas.

La magia, la hechicería, la adivinación, la astrología o la geomancia están presentes


de un modo u otro en todas las culturas humanas

Algunos optan por ver la magia como una tecnología fallida y la adivinación como una
ciencia fallida. Los hombres del pasado —y los que en el presente carecen de unos
mínimos conocimientos científicos— expresarían, al cultivarlas, su frustración por no
poder alterar a su antojo las leyes de la naturaleza o el curso de los acontecimientos,
satisfaciendo la necesidad primaria de un consuelo emocional. Es la tesis evolucionista
de sir James George Frazer:

“La magia es un sistema espurio de leyes naturales así como una guía errónea de
conducta; es una ciencia falsa y un arte abortado (…) Las ceremonias mágicas no son
otra cosa que experimentos fallidos y que si continúan repitiéndose es sólo porque (…)
el operador ignora su fracaso. Con el avance del conocimiento, estas ceremonias o
dejaron de ejecutarse por completo o se mantuvieron por la fuerza del hábito mucho
tiempo después de haberse olvidado el propósito con que fueron instituidas. Así,
cayendo de un alto rango, dejaron de ser considerdas como ritos solemnes, de cuya
puntual observancia dependía el bienestar y hasta la vida de la sociedad, y se
hundieron gradualmente al nivel de simples espectáculos, mojigangas y pasatiempos,
hasta llegar a un grado final de degeneración, en que son totalmente abandonadas por
la gente formal, aunque en otro tiempo fueran la ocupación más seria del sabio,
degenerada al fin en un fútil juego de chicos”[1].

Sobre la adivinación, nos servimos de la opinión de Jesús Mosterín:

“El pensamiento arcaico no disponía del sofisticado instrumental teórico de la ciencia


moderna y era incapaz de hacer predicciones científicas. Pero la ansiedad humana por
el futuro ya estaba presente y sólo podía ser mitigada por algún tipo de predicción.
Este tipo de predicción arcaica es la adivinación” [2].

Desde este punto de vista, si las artes mágicas y adivinatorias fuesen válidas o correctas
en algún sentido, habrían dejado de ser lo que son y se habrían convertido
automáticamente en ciencia. El paso de las unas a la otra, con el devenir de los siglos,
supuso un espectacular refinamiento teórico y técnico, pero respondía
fundamentalmente a las mismas necesidades y objetivos.

No cabe duda de que la luz de la ciencia moderna desfavorecía a estas viejas artes, que
pronto empezaron a parecer desfasadas. La astrología mesopotámica, en la que se
inspiran la occidental y la hindú, era geocéntrica, es decir, creía que la Tierra era el
centro del cosmos y que los astros giraban a su alrededor. Hoy sabemos que la Tierra
gira alrededor del Sol, e incluso que el paso de los milenios ha alterado su eje y, en
consecuencia, los signos del antiguo zodíaco ya no se corresponden con sus respectivas
constelaciones. Estas y otras contradicciones, aireadas por la astronomía científica,
contribuyeron a que la magia y la adivinación fueran consideradas por muchos ya en el
siglo XVII —en palabras de un fundador de la Real Sociedad Inglesa de Astronomía—
―la desgracia de la razón‖[3].

Hacia el XIX, los descubrimientos de Copérnico o Darwin habían empequeñecido tanto


la posición del ser humano en el cosmos que la presunta relación de nuestras pequeñas
penas y alegrías cotidianas con los astros del cielo, que en un tiempo fue reconocida y
temida por todos, era objeto de burla y escarnio. Así la condenaba en Arthur
Schopenhauer, que no solía ahorrarse palabras:
“Una prueba maravillosa de la subjetividad miserable de los seres humanos, que hace
que estos lo refieran todo a sí mismos y pasen desde cualquier idea a sus propias
personas sin solución de continuidad, lo proporciona la astrología, que retrotrae el
movimiento de los grandes cuerpos celestes al pobre yo, y vincula los cometas con las
trifulcas y necedades terrenales” [4].

Si los signos zodiacales y las figuras de la astrología han fluctuado con el paso de los
siglos, aún más ha variado su interpretación. Un ejemplo históricamente cercano a
nosotros es la cacareada Era de Acuario, que los astrólogos suelen entender como un
futuro más o menos próximo que alumbrará un salto cualitativo en el progreso espiritual
de la humanidad (al menos, así lo entienden aquellos astrólogos que no profetizan el fin
del mundo para esas mismas fechas). Un cambio tan drásticamente beneficioso no podía
menos que ubicarse en la época en la que vivía cada adivino: para los ambientes hippies
de los años sesenta, la Era de Acuario daba comienzo en los años sesenta; para muchos
grupúsculos del new age (que toma de ella su nombre) de los setenta, sería en los
setenta… Recientemente se han propuesto 2000 y 2012. Si nos vamos al esoterismo
decimonónico, H. P. Blavatsky, fundadora de la teosofía, anunciaba la Nueva Era para
1900; August Vandekerkhove, fundador de la cosmosofía, se le adelantaba sólo una
década. Rudolf Steiner también fundó una (antropo)sofía, pero se distinguía de sus
colegas por ubicar la gran Transición astrológica en un muy futuro año 3573. En
cualquier caso, sirve como prueba in extremis de la crónica falta de consenso entre los
astrólogos, que rara vez se han puesto de acuerdo en su interpretación de unos hechos
que, en opinión de los escépticos, para colmo nunca existieron.

La magia tampoco ha dado lugar a un consenso universal. Lo que en un lugar es tabú,


en el otro alarga la vida

La magia tampoco ha dado lugar a un consenso universal. Lo que en un lugar es tabú,


en el otro alarga la vida. Los zaparos de Ecuador, por ejemplo, rechazaban la carne del
tapir o el pecarí porque les transmitiría la lentitud y torpeza de esos animales a la hora
de cazar. Por la misma razón, los caribes o los africanos fangs no probaban la tortuga.
Mientras tanto, los bosquimanos, antes de salir a cazar, se atiborraban de animales
lentos, pensando que llevándolos en su estómago lo próximo que vendría a llenárselo
también tendría movimientos torpes. ¿Transmiten los animales lentos su lentitud al que
los consume o a las presas del que los consume? Concedemos que zaparos, caribes o
fangs podrían haberse enzarzado en un interesante debate al respecto, aunque es difícil
imaginar cómo habrían llegado a un acuerdo.

Si damos por cierto que la magia se guía por leyes imaginarias, y por consiguiente no
acierta salvo por casualidad; y otro tanto para la adivinación, de cuyas discrepancias y
contradicciones podríamos facilitar una multitud de ejemplos adicionales; entonces,
¿cómo es que todas las culturas humanas han creído, y en su mayoría siguen creyendo,
en técnicas y doctrinas tan toscas, falsas e inefectivas? O, en otras palabras, ¿dónde se
ubica la intersección entre las ―fantasías‖ de la magia y los ―hechos‖ de la realidad
empírica? Una respuesta tentativa podría ser que, además de posibilidades contingentes
como ganar la lotería, tener dicha en amores o arruinar a un enemigo, existen muchas
otras cosas que son inalterables por naturaleza y que, sin embargo, se atribuyen al poder
de la magia o al acierto de la adivinación. Lo que la ciencia moderna cree inevitable, la
magia cree haberlo provocado ella misma. Veamos un ejemplo.

Algunas culturas han creído que determinados ritos afectan, para bien o para mal, al
comportamiento del sol, incluso que ellos y no otros son los causantes de que este astro
de casi 700 000 kilómetros de radio siga apareciendo en el horizonte terráqueo por las
mañanas y desapareciendo por las noches. El citado Frazer recoge que el soberano del
antiguo Egipto caminaba diariamente alrededor de un templo para asegurar al astro rey
una marcha sin eclipses u otros contratiempos. Los hindúes, aunque ya no cuentan al
dios sol (Surya) entre sus predilectos, siguen acompasando sus puyas rituales con el
amanecer y el atardecer.

Pero quizá la más cruda dilapidación de medios para obtener algo que la ciencia cree
garantizado durante los próximos 5.000 millones de años sea la de los aztecas, que
realizaban sacrificios humanos para alimentar o mantener al sol. Cada 52 años se
celebraba uno especialmente importante, la Ceremonia del Fuego Nuevo, con el fin de
evitar que colapsara el universo. Para aderezar dramáticamente lo que la ciencia
moderna entendería como la llegada de un día cualquiera, se apagaban todos los fuegos
y se sacrificaba a un ser humano en lo alto del actual Cerro de la Estrella (Distrito
Federal). Luego se iban encendiendo hogueras por todo el pueblo, en templos y en
hogares particulares, y el amanecer del día siguiente era recibido con suma devoción y
regocijo, en contraste con la indiferencia que debía de sentir en ese mismo momento la
mayor parte de la humanidad.
Algunas culturas han creído que determinados ritos afectan, para bien o para mal, al
comportamiento del sol

Otro tanto se puede decir de los ritos que renuevan ciclos y acontecimientos
estacionales (como el primero de mayo), calendáricos (como el fin de año) o cósmicos
(como la Semana Santa católica o el Vesak budista), aunque muchos se convirtieron
hace siglos en tradiciones folclóricas. He aquí otra de las dificultades de abordar los
ritos mágicos: en los lugares en los que aún se cree en su efectividad, la propuesta de
detener o variar las celebraciones, aunque fuera una sola vez, para comprobar si se
producen o no sus consecuencias, que desde fuera nos puede parecer lógica, es tratada,
en el mejor de los casos, como una muestra de locura o mala fe: son la Tierra y la
supervivencia de la especie humana las que están en juego. Sólo cuando ya no se cree
en la efectividad de los ritos se puede jugar con ellos. Y cualquiera que haga un
pequeño esfuerzo por imaginarse cómo sería vivir sin teoría científica alguna sobre el
universo comprenderá lo profundo que deben de calar las especulaciones mágicas y
adivinatorias, que parecen ser lo único que el Homo sapiens sapiens ha tenido durante
casi 200 000 años de existencia.

[1] James George Frazer, La rama dorada. Fondo de Cultura Económica, México, D.
F., 1993, pp. 34 y 375.
[2] Jesús Mosterín, Historia del pensamiento: el pensamiento arcaico. Alianza
Editorial, Madrid, 1985, p. 122.
[3] Brian Leigh Molyneaux, La tierra sagrada. Taschen, Colonia, 2002, p. 156.
[4] Arthur Schopenhauer, Parerga y Paralipómena: ―Parénesis y máximas‖, 26 (trad.
de Fabio Morales García).
Magos y adivinos (II)

ÓSCAR CARRERA

Miniatura medieval francesa del mago Merlín. Ocho siglos después, los reyes de este mundo siguen
buscando el consejo de quienes tienen un ojo en el otro.

Ninguna de las conclusiones de nuestra primera entrega nos ayuda a explicar por qué,
en este XXI en el que vivimos, la mayor parte de la población mundial sigue creyendo
de algún modo en la magia, la adivinación y otros modelos explicativos oficialmente
descatalogados por el establishment cultural. La adopción paulatina de los nuevos
descubrimientos científicos y tecnológicos parece no suponer una verdadera amenaza
para las creencias sobrenaturales de millones de personas, por mucho que éstas estén en
contradicción formal con aquéllos. Véase cómo proliferan el esoterismo, la
clarividencia, la astrología o las terapias pseudocientíficas en los países más
secularizados o tecnificados. Incluso se retoman tradiciones extintas, o presuntamente
extintas, como la Wicca o el neopaganismo, que se remontan a cosmovisiones mágicas
milenarias. Aunque es indudable que artes como la astrología han perdido prestigio en
el mundo de la cultura, figuras de la talla del filósofo de la ciencia Paul Feyerabend o el
premio Nobel de química Kary Mullis se han atrevido a salir en su defensa, criticando el
arrinconamiento al que a su juicio es sometida por las disciplinas científicas
«ortodoxas».

Nos consta que las élites del mundo no se privan de consultar a brujos, adivinos y
chamanes. En 1988 la Casa Blanca confirmó que el presidente estadounidense Ronald
Reagan frecuentaba la astrología, aunque él negó que influyera en sus decisiones
políticas. Cuando la junta militar birmana se permitió el lujo, en 2006, de construir de la
noche a la mañana una nueva capital en medio de la nada, todos decían que fue por
consejo de los mismos astrólogos que inspiraron la desmonetización de 1987 o el
cambio del sentido de la circulación de 1970. Las protestas contra el gobierno de la
vecina Tailandia, en 2010, incluyeron un conjuro junto a la oficina del Primer Ministro,
sobre la que los manifestantes lanzaron cubos con su propia sangre. Otros ritos son
menos pacíficos. Si los rumores quieren al dictador ugandés de los años setenta, Idi
Amin, devorando ritualmente a sus enemigos, en 2016 se corrió la voz de que el actual
presidente de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang, los despelleja vivos y se hace servir
sus testículos y cerebros para obtener vigor sexual.

Si, de algún modo, la práctica de la magia o la adivinación expresa no poca frustración


y ansiedad, también expresa una intuición más profunda: que todas las cosas del
mundo están interrelacionadas

Aun quienes no se toman tan en serio estas cosas saben aprovechar su gran potencial
simbólico: Mao Zedong reivindicó, para aclamación popular, la medicina tradicional
china (entre otras razones porque implementar la «occidental» era más costoso), pero ni
se le ocurría emplearla sobre su persona. El gobierno izquierdista de Evo Morales
esperó al 21 de diciembre de 2012 para declarar «el fin del capitalismo y la Coca-Cola»
en Bolivia, coincidiendo con el último día del antiguo calendario maya. Y no todo
sucede en países remotos: en 2014 se hizo conocido que el expresident de la Generalitat
catalana Jordi Pujol acudía a la consulta de una bruja gallega que le libraba de las malas
energías mediante el método de pasarle un huevo por la espalda. Al parecer, el huevo se
ponía negro en el proceso.
Sabiendo lo celosos de su imagen pública que son los políticos, es lícito pensar que por
cada caso que sale a la luz debe de haber una infinidad que pasan desapercibidos. Pero,
si consultar a brujos y adivinos encaja con los temores y las ambiciones propios del
poder, también es cierto que la magia, de un modo u otro, y de forma más o menos
camuflada, sigue presente en todos los estratos de la sociedad. Si la magia fuera
simplemente una tecnología inútil, y la adivinación una especie de ciencia fallida (como
argumentábamos), su persistencia en sociedades desarrolladas, o en vías de desarrollo,
sólo se explicaría descalificando a todos los que aún se aferran a ellas como espíritus
infantiles que no admiten los límites de la técnica y el conocimiento. Que se resisten a
aceptar, por ejemplo, que la ciencia puede trasladarte a la luna pero no devolverte a tus
seres queridos. Ellos, desde esta postura, no aceptarían las reglas de juego de la vida y
se inventarían nuevas reglas que no encajan con la realidad. Sin embargo, los
implicados juran y perjuran que la vida tiene otras reglas…

Creemos que la explicación es más sencilla, y a la vez menos perezosa. Pues, si, de
algún modo, la práctica de la magia o la adivinación expresa no poca frustración y
ansiedad, también expresa una intuición más profunda: que todas las cosas del mundo
están interrelacionadas. Quizá sea esta intuición lo que millones se resisten tenazmente
a abandonar frente a los crudos envites de la ciencia moderna, y no tanto, como se suele
pensar, las formas particulares que adopta en términos mágicos o astrológicos. Estas
teorías simplemente formalizan la intuición de la interconexión frente a las
inquisiciones separatistas del intelecto racionalista; aunque, como de costumbre, se
suele confundir el mensaje con el mensajero.

Me refiero a la intuición de que, pese a lo que nos sugieren los sentidos y una
comprensión apresurada de la cosmovisión científica, los seres y objetos que pueblan el
universo son personajes de una trama invisible que los conecta sin que ellos
necesariamente lo sepan. La mística tiende a recalcar el misterio de la apertura del
hombre a aquello a lo que está ligado sin saberlo, la experiencia directa de esa
dimensión invisible, mientras que para la religión popular, eminentemente mágico-
adivinatoria, no hay tanto misterio: ella prefiere ofrecer diagnósticos y métodos
concretos para intervenir en la gran casuística espiritual de la realidad, que da por
sentada. La magia es un medio para poner de nuestro favor esta interconexión
inmaterial; la adivinación la escruta.
La idea de que todo tiene alguna relación con todo, aunque nos sea difícil –acaso
imposible–representarla racionalmente, está presente en escuelas y tradiciones de
todas las latitudes

La idea de que todo tiene alguna relación con todo, aunque nos sea difícil –acaso
imposible–representarla racionalmente, está presente en escuelas y tradiciones de todas
las latitudes, aunque no siempre se detallan las conexiones concretas entre el llamado
macrocosmos y el microcosmos, por utilizar una de sus formulaciones más populares.
Se trata, en palabras de Raimon Panikkar, de una

“intuición humana, oriental y occidental: que en todo ser están de alguna manera
reflejados, incluidos y representados los demás seres. Todo nudo, dado que a través de
los hilos está en conexión con toda la red, refleja en cierta manera los demás nudos.
El ἐν παντὶ πάντα («todo en todo» o «todos en todos») de Anaxágoras, el sarvam-
sarvātmakam del shivaísmo, la correlación microcosmos/macrocosmos de Aristóteles y
de la Upaniṣad, el pratītyasamutpāda del buddhismo, la speculatio del neoplatonismo,
la perichōrēsis del cristianismo (y Anaxágoras) y la naturaleza especular del universo
(de speculum, espejo) de cierta filosofía, así como la ley del karman, las teorías del
cuerpo místico de tantas religiones, la universalidad del intellectus agens de la
escolástica musulmana, la razón universal del iluminismo hasta la morfogenética
científica moderna, los campos magnéticos, la hipótesis «Gaia», y demás, parecen
sugerir una visión del mundo menos individualista, en la que el castillo de nuestra
historia no precisa, tal vez, de la defensa de dragones tan terribles”. [1]

También podría destellar esta intuición en el monismo presocrático, en los fragmentos


de Heráclito («De todas las cosas, una, y de una, todas») o en la concepción jaina del
mutuo servicio de todas las almas (parasparopagraho jīvānām). La escuela budista
Huayan sostenía no ya que los fenómenos están interconectados, sino que se inter-
penetran reflejándose todos en cada uno. Esto venía ilustrado por la antigua imagen, de
origen indio, de la realidad como una red de joyas que reflejan todas las demás. No es la
única escuela del pensamiento chino que esgrime esta comprensión relacional,
fundamental para las nociones de ying y yang o cielo (tian) y tierra (dì). Así Zhuangzi:
«Nadie vive más que un niño muerto en la infancia; nadie muere más joven que P’eng-
tsu [equivalente chino de Matusalén]; el cielo y la tierra nacieron conmigo; la miríada
de cosas del mundo es una conmigo» [2]. Numerosas filosofías ligadas a culturas
animistas parten de principios semejantes.
El humanismo renacentista, cuya dimensión hermética ha sido cuidadosamente
maquillada de cara a la historia, simpatizaba con esta intuición: Quodlibet in
quolibet (todo está en todo), escribía Nicolás de Cusa; Qui enim se cognoscit, in se
omnia cognoscit (quien se conoce, conoce todo en sí), atribuía Pico della Mirándola a
los maestros Platón y Zoroastro. En el mundo occidental, sin embargo, estas nociones
tenían que vérselas con los dioses personales y trascendentes de las religiones
monoteístas. A Giordano Bruno el panteísmo (la creencia de que Dios está en todas las
cosas) le costó la vida en el siglo XVI; a Spinoza, la expulsión de la comunidad judía en
el XVII. Schopenhauer los llorará a ambos y tratará de formalizar filosóficamente sus
intuiciones mediante una ontología menos jerárquica que la de los Absolutos
omnímodos de Hegel y otros idealistas, que tanto montan en este caso.

Mientras las grandes religiones de ayer pierden adeptos, el esoterismo, la magia, la


adivinación y las terapias alternativas se infiltran por doquier, quizá porque
presuponen la interconexión total sin vulnerarla con definiciones teológicas

Pero pronto vendría algo que iba a amenazar no sólo la aplicación mágica de esta
interconexión espiritual de lo real, sino todos los grandes aparatos teóricos que la
sustentaban. Se trataba de la ciencia, el materialismo y el racionalismo modernos. No es
casualidad que la física newtoniana, donde los cuerpos y sus contornos están
perfectamente delimitados, surgiera a la par que el moderno individualismo. Las
filosofías materialistas, como el marxismo, experimentaron esta alienación, que
atribuían al capitalismo o la industrialización, y trataron de proponer nuevas formas de
religar el individuo a su entorno, ambiente, naturaleza o sociedad; al kosmos, que se
decía en otro tiempo. En los años 30, los físicos descubrieron el fenómeno del
entrelazamiento cuántico, que permite que dos o más partículas presenten efectos
análogos aun cuando estén separadas por larguísimas distancias. La mecánica cuántica,
tal como la conocemos hoy, ha sido acusada de irracional y paradójica, pero quizá un
bantú o un hindú la verían con mejores ojos… lo cual no quiere decir, por supuesto, que
sus formulaciones particulares del entrelazamiento invisible de los fenómenos tengan
licencia cuántica.

Mientras las grandes religiones de ayer pierden adeptos, el esoterismo, la magia, la


adivinación y las terapias alternativas se infiltran por doquier, quizá porque presuponen
la interconexión total sin vulnerarla con definiciones teológicas. Nuestra época sigue
luchando por encontrar sus propias descripciones de la misma intuición, ya sean más o
menos científicas. Investigaciones tan dispersas como las teorías de la complejidad o del
caos, el diálogo intercultural, la hipótesis Gaia, la ecología profunda o la psicología
transpersonal aspiran a derribar la imagen legada por la revolución científica de un
mundo de fenómenos aislados y claramente definidos.

Puede que en nuestros días suene ofensivo llamar a estos descubrimientos y


elucubraciones recientes la «nueva astrología», pero no hay duda de que confirman y
reflejan una misma búsqueda de complejidad y armonía.

[1] Raimon Panikkar, La plenitud del hombre: una cristofanía, Siruela, 2004, págs.
89-90.
[2] Stephen Owen, Readings in Chinese Literary Thought, Harvard Univ. Asia Center,
1996, pág. 188.

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