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PEDRO ABELARDO, monje, filósofo y poeta de los siglos XII y XIIII (biografía)

ABELARDO (PEDRO) (1) (2) (3)

Biografías. Monje, filósofo, teólogo y poeta. (Nació en Bretaña en 1079. Murió en Chalons en 1142.) Su
padre Berenger era hombre rico y le dio una educación esmerada.

Los franceses le nombran indistintamente Abélard, Abeilard o Abailard; este último es el nombre más
ordinariamente usado.

En concepto de algunos etimologistas, la palabra Abelardo era una especie de apodo con que le designaba
su profesor de matemáticas, Tirric, que familiarmente le llamaba lèche-lard (lame-lardo, lame-tocino).
¡Extraña etimología!

Pocos hombres agitaron más la opinión del siglo XII y pocas biografías son tan interesantes como la de
Pedro Abelardo.

Bretón de carácter como de nacimiento, Abelardo se apasionó desde sus primeros años por el estudio;
renunció a las glorias militares y se entregó por completo a la dialéctica, arte de la guerra intelectual, cuyos
combates y cuyos triunfos le seducían mucho más que los de las armas.

Caballeros andantes de la filosofía, los escolásticos acostumbraban entonces recorrer las provincias,
buscando a un tiempo mismo, maestros de quienes aprender y adversarios con quienes discutir.

A la sazón los trovadores visitaban los castillos y los filósofos las escuelas. En esta accidentada existencia
de peripatético, Abelardo tuvo, muy joven todavía, ocasiones de oír las lecciones de Juan Roscelino
(Roscelin), a quien él mismo más de una vez llama su maestro.

Juan Roscelino fue el fundador de la escuela denominada nominalista. Según esta doctrina, los nombres
abstractos como virtud, humanidad, libertad, etc. etc., carecen en absoluto de existencia real. Nada material
representan; y es cada uno de esos vocablos un simple sonido: el flatus vocis de los latinos.

Esta doctrina del nominalismo fue combatida por San Anselmo, en nombre del realismo, doctrina
antagónica que sostenía la realidad de los nombres abstractos o –como se decía entonces-, la realidad de los
universales. El nominalismo, pues, había sido condenado por el concilio de Soissons en 1092, como falso
en sí mismo; y, además, como incompatible con el dogma de la Santísima Trinidad.

Veinte años contaba escasamente Abelardo cuando llegó a París, emporio por aquella época de la filosofía
de la edad media conocida en la historia con el nombre de Escolástica.

Escuelas episcopales o claustrales habían reemplazado a las escuelas palatinas de Carlomagno. Establecidas
en conventos bajo la inspección inmediata de los obispos, habían ya sustituido en aquella época (1100) a las
universidades y academias.

La escuela episcopal de París era, a la sazón, la más famosa y la más concurrida, y su jefe o cabeza era el
archidiácono Guillermo de Champeaux, denominado Columna de los doctores.

Abelardo acudió a oír las lecciones de Guillermo v muy pronto el discípulo se convirtió en competidor.
Estudió en París primeramente Retórica, Gramática y Dialéctica (trivium); estudió en seguida Aritmética,
Geometría, Astronomía y Música (cuadrivium); y con esto se halló ya en posesión de la enciclopedia de
aquellos tiempos. Seguro de su ciencia, buscó lugar a propósito en que establecer su cátedra y escogió a
Melún, ciudad muy importante por aquel entonces, y en ella fundó en 1102 una escuela que trasladó muy
pronto a Corbeil, quizás para hallarse más próximo a París, cuya escuela de Nuestra Señora era el blanco de
sus aspiraciones, al cabo realizadas.
Abelardo combatió a Guillermo de Champeaux, corifeo del realismo, y tanto le estrechó con sus
argumentos, que Champeaux hubo de modificar, al fin, su doctrina del realismo.

Triunfo tan brillante consolidó la reputación de Abelardo.

Habiendo sido su adversario nombrado obispo de Chalons-sur-Marne, ascendió Abelardo a jefe de la


escuela de París, donde llegó brevísimamente al apogeo de su celebridad.

«Por todas partes, dice Carlos Rémusat, se hablaba de él; desde Bretaña, desde Inglatera, del país de los
Suevos y de los Teutones venían gentes a oírle: la misma Roma llegó a enviarle alumnos. Los transeúntes
se detenían a su paso para contemplarle; los vecinos de las casas bajaban a sus puertas con el fin único de
verle, y las mujeres levantaban las cortinas que cubrían los vidrios ruines de sus estrechas ventanas.
Habíale adoptado París por hijo suyo y le consideraba como a su lumbrera más esclarecida. Enorgullecíase
en poseer a Abelardo y celebraba unánime este nombre, cuyo recuerdo, aún después de siete siglos, es
popular todavía en la ciudad de todas las glorias y de todos los olvidos. Pero no brilló solamente en la
escuela. Abelardo conmovió la Iglesia y el Estado y ocupó preferentemente la atención de dos grandes
concilios.»

La escuela por él establecida en París fue tan célebre, que, según dice Guizot, se educaron en ella un Papa
(Celestino II), diez y nueve Cardenales, más de cincuenta Obispos y Arzobispos franceses, ingleses y
alemanes, y un número mucho mayor de controversistas, entre ellos Arnaldo de Brescia. Dícese que el total
de sus discípulos en aquella época ascendía a 5 000.

Tal era la muchedumbre de oyentes que de toda Francia y aun de toda Europa atrajo la fama de Abelardo,
que, según él mismo cuenta, las posadas no eran suficientes para hospedarlos, ni para alimentarlos era
bastante aquella tierra. Por donde quiera que iba, parecía llevar consigo el ruido y las muchedumbres.

«Al cabo, dice el ya mencionado Rémusat, para que nada faltase a lo peregrino de su vida y a la
popularidad de su nombre, el dialéctico que había eclipsado a Guillermo de Champeaux, el teólogo contra
el cual se levantó el Bossuet del siglo XII (San Bernardo), era hermoso, poeta y músico. Componía en
lenguaje sencillo y aun vulgar, canciones que solazaban extraordinariamente a las damas y divertían
sobremanera a los estudiantes. Canónigo de la Catedral y profesor del claustro, fue amado hasta la
abnegación más heroica por una noble criatura que amó como Santa Teresa; escribió a veces como Séneca;
y cuya gracia debía de ser irresistible, dado que logró encantar al mismo San Bernardo.

PEDRO ABELARDO y ELOÍSA (biografía)


ABELARDO (PEDRO) (1) (2) (3)

Pasiones tardías estallaron en el alma de Abelardo y le prepararon su destino trágico. Treinta y seis años
había cumplido ya, cuando Abelardo conoció a Eloísa, sobrina de Fulberto, Canónigo de la Catedral de
París. Enamorado de Eloisa, se introdujo en casa de Fulberto como preceptor de su sobrina; de donde
resultaron entre ellos relaciones ilícitas, que al fin fueron descubiertas por Fulberto. Eloisa fue enviada a
Bretaña a casa de una hermana suya, donde dio a luz un niño, al cual pusieron por nombre Astrolabio, y
Fulberto insistió en que Abelardo reparara por medio del matrimonio la falta cometida. Abelardo accedió de
buena gana a la proposición de Fulberto; pero Eloísa aceptó el casamiento con repugnancia, por temor de
cerrar todo porvenir a su amante; pues las dignidades eclesiásticas no se daban ya entonces sino a los
célibes. Celebróse el matrimonio en París y se convino en tenerlo secreto; pero Fulberto trabajó para darle
publicidad; y negando Eloísa con juramento que se hubiera casado, resultó entre el tío y la sobrina, que
vivía con él, una desavenencia, que obligó a Abelardo a llevar a su esposa a un convento de Argenteuil,
cerca de París. Fulberto, creyendo que Abelardo quería obligarla a hacerse monja para librarse de ella, juró
vengarse, y en breve encontró medio de ejecutar su cruel venganza. Sobornó a un criado, y entrando con
algunos servidores en el cuarto de Abelardo, entre todos le mutilaron y después huyeron. El criado y otro de
los agresores fueron presos y castigados con igual mutilación y además con la pérdida de los ojos, y el
canónigo Fulberto fue desterrado de París y se le confiscaron todos sus bienes. Abelardo curó de su herida;
pero, como las leyes canónicas le incapacitaban para ejercer oficios eclesiásticos, entró fraile en el
monasterio de San Dionisio, mientras Eloísa se hacía monja en el convento de Argenteuil.

Los discípulos de Abelardo suplicaron con grandes instancias a su maestro que reanudase sus lecciones: él
accedió por último y abrió desde luego en Saint-Denis su cátedra, que trasladó muy pronto a Saint-Ayoul,
cerca de Provins. Renováronse entonces los triunfos y las glorias de Abelardo, cuyo resultado fue despertar
envidias y producir celos en los demás maestros. Inspirados acaso por fervor religioso, quizás también por
espíritu de venganza, tal vez obedeciendo a sugestiones del uno y del otro, todos ellos se declararon
unánimemente contrarios a las doctrinas expuestas por Abelardo en su obra Introducción a la Teología, y
obtuvieron del obispo de Préneste, legado en Francia del soberano Pontífice, que convocase el Concilio de
Soissons en 1121.

Acusado de haber admitido tres dioses, en vez de uno, en el dogma de la Trinidad, Abelardo puso su obra
en manos de sus jueces retándoles a que señalasen el lugar del libro en que hubiera una afirmación o una
indicación siquiera justificante de la sospecha de herejía lanzada contra su libro.

Ninguno de los jueces contestó por el pronto al reto de Abelardo: todos guardaron silencio profundísimo.
Pero al fin, uno de los asistentes se atrevió a decir que de un pasaje de la obra se deducía que el autor
negaba la omnipotencia a dos de las tres personas de la Santísima Trinidad y que la reconocía en una sola.

Lanzada semejante acusación, levantóse en la asamblea clamor inmenso, eleváronse ruidosas protestas, y la
confusión fue tan grande que Abelardo no pudo hacerse oír. Entonces el acusado comenzó a recitar el credo
de San Atanasio; pero el ruido y el tumulto crecieron hasta el punto de ahogar por completo la voz del
temido polemista.

Cuéntase que entonces Abelardo lloró de indignación y de rabia y, sin haber sido oído, fue condenado a
varios días de cárcel y a quemar por su propia mano el libro que había motivado tal castigo.

La sentencia fue cumplida en todas sus partes; y, una vez en libertad, Abelardo reanudó sus explicaciones;
pero muy pronto tuvo serios disgustos con otros vecinos, los ignorantes y vengativos frailes de San
Dionisio. Pretendían éstos que el fundador de su abadía había sido San Dionisio Areopagita. Abelardo les
demostró con testimonios históricos incontrovertibles lo que había en semejante pretensión de imposible y
de absurdo. Pero la controversia se enardeció por una y por otra parte en tales términos, que avisado
Abelardo de que se trataba de denunciarle al rey por maldiciente, creyó de prudencia huir, como en efecto
lo hizo, y refugiarse a los Estados del conde de Champagne, bajo cuya protección se puso. En un sitio
solitario de las cercanías de Troyes erigió por sí mismo un oratorio de adobes y paja, y allí comenzó a dar
lecciones, a las cuales concurría tan gran número de discípulos, que el oratorio en breve, de edificio de
adobes, se convirtió en otro de piedra y madera, al cual Abelardo puso el nombre de Parácleto, de
παράχλητος, epíteto del Espíritu Santo, consolador.

Castillos y ciudades quedaban abandonados por los que acudían a esta Tebaida de la ciencia. En torno suyo
se levantaron numerosas tiendas; eleváronse paredes improvisadas de tierra y de cascote a fin de dar abrigo
a innumerables discípulos que dormían sobre la hierba y a la intemperie y que se alimentaban con silvestres
frutas y con pan groseramente elaborado. Como San Jerónimo en los desiertos de Bethleem, complacíase
Abelardo, según él mismo dice, en este contraste de la vida campestre y ruda del cuerpo con los
refinamientos de la ciencia y las delicadezas del espíritu.

La enseñanza de su Filosofía no había cambiado de carácter por lo que muy luego se vio.

Las suspicacias, los recelos, las envidias no cesaron de perseguir al maestro; y, fundándose muchas veces
en los pretextos más frívolos, cayeron sobre esta Academia de escolástica establecida en medio de los
campos.

Fue imputado como un crimen el nombre de Parácleto estampado por Abelardo en el frontis de la capilla
que había labrado. Existía entonces la costumbre de consagrar las Iglesias a a la Trinidad completa, sin
distinción de personas, o en todo caso al hijo solamente. Se vio, o se quiso ver en esta elección no usual una
segunda intención con cierto olor y aún sabor de herejía. De todos modos, la dedicatoria del templo era una
novedad y procedía de un hombre en el cual toda novedad era sospechosa.

A medida que eran mayores los progresos de su escuela, se acrecentaba también la hostilidad contra el
fundador.

Entre los nuevos enemigos de Abelardo, San Norberto, fundador (1120), en las soledades de Premontré,
cerca de Laón, de la orden de canónigos regulares, era el más poderoso; pero el más vehemente fue el
famoso San Bernardo, abad de Clairvaux, puesto poco distante del Parácleto.

Poco menos de diez años hacía por entonces que San Bernardo, habiendo abandonado otra abadía por orden
del prior, había bajado con algunos religiosos a un valle casi salvaje, a fin de fundar allí un monasterio. En
muy poco tiempo el fundador había reunido en aquel lugar, bajo la ley de piedad ardiente y de una vida
severa, muchos sombríos cenobitas que en presencia de San Bernardo temblaban: tanto era el respeto, el
miedo y el amor que a un tiempo mismo les inspiraba. San Bernardo había creado en aquel monasterio una
institución que, si bien no grosera ni anti-científica, contrastaba con el espíritu independiente, atrevido y
razonador del Parácleto.

La comunidad dirigida por San Bernardo era como una reunión de soldados, tan dóciles como activos, que
sacrificaban toda pasión individual al interés de la Iglesia y a la obra de su salvación. La escuela fundada
por Abelardo venía a ser como una tribu libre que acampaba en despoblado solamente por gustar el placer
de aprender y de admirar, de buscar la verdad en la contemplación de la naturaleza, y que veía en la religión
antes una ciencia que una institución; más que una causa, un sentimiento.

Dos escuelas establecidas en lugares tan próximos y que desarrollaban principios tan diferentes no podían
dejar de ser rivales ; más aún, enemigas. Abelardo, pues, se creyó amenazado de nuevo. El, que ya por
temperamento y por carácter era inclinado a la suspicacia y a los temores, llegó a saber mucho más a
consecuencia de las desgracias de que estuvo llena su vida.

Durante los últimos días que Abelardo pasó en el Parácleto, temía constantemente ser llevado ante un
concilio, y acusado de nuevo de herejía. El acontecimiento más insignificante le llegó a parecer el
relámpago mensajero del rayo.

Entregábase algunas veces a los arrebatos de la desesperación más violenta, y ocasiones hubo en que formó
el propósito de huir definitivamente de los países católicos, y retirarse a un país de idólatras y vivir como
cristiano entre los enemigos de Cristo, porque esperaba encontrar allí más caridad o más olvido. En tal
disposición de ánimo abandonó el Parácleto para refugiarse en lo más oculto de la Bretaña. Allí escogió
para retiro el antiguo monasterio de Saint-Guildas de Rhuys, cuyas ruinas se distinguen todavía sobre un
promontorio que se extiende a lo largo de las lagunas de Morbihán, en el vértice de asperísimas rocas
azotadas en su base por las olas del Océano. Abelardo pudo descansar allí durante algún tiempo y llegó a
ser abad de aquel monasterio. Créese que por entonces debió de escribir su curioso libro: El sí y el no, obra
originalísima y genial, colección de citas entresacadas de los Padres de la Iglesia en los cuales se contiene
el pro y el contra sobre las principales cuestiones de la fe.

El coleccionador se abstuvo por completo de emitir opinión de cuenta propia, porque decía : «Es de los
Padres de la Iglesia el deslinde de estas cuestiones.»

Este libro y el titulado Teología cristiana, pusieron nuevamente a Abelardo en el terreno áspero de la lucha
ardiente y de la controversia apasionada.
San Bernardo, que bajo su tosco sayal de monje ejercía la inspección y vigilancia de los palacios y de los
santuarios, denunció la nueva obra a la Santa Sede.

«El espíritu humano, decía San Bernardo, en su primer llamamiento a los Cardenales, todo lo usurpa,
invade los dominios de la fe y nada deja a esta virtud teologal. Pone mano profana en lo que es más fuerte
que él; se arroja osado sobre las cosas divinas y viola, en vez de abrir, los lugares sagrados. Leed el libro de
Pedro Abelardo que él titula Teología.»

San Bernardo, refiriéndose al mismo tema, escribía al papa Inocencio II: «La más temible peste, una
enemistad doméstica, ha entrado en el seno de la Iglesia: una nueva fe aparece en Francia. El maestro Pedro
y Arnaldo de Brescia, este azote del cual Roma acaba de librar a Italia, se han unido y conspiran contra el
Señor y su Christo. Estas dos serpientes aproximan su escama, debilitan la fe en las almas sencillas, v
corrompen las costumbres. Es el uno el rugiente león (Arnalelo de Brescia), el otro (Abelardo), el dragón
que devora su presa en las tinieblas; pero el papa aplastará al león y al dragón. Amadísimo padre, no
separes de la Iglesia, esposa de Cristo, tu brazo protector; piensa en su defensa y ciñe su espada.»

El mismo lenguaje lleno de vehemencia y de energía emplea San Bernardo en su circular a todos los
obispos y cardenales de la Corte de Roma; les recuerda que su oído debe estar presto a escuchar los
gemidos de la esposa; que deben reconocer a su madre y no abandonarla a sus tribulaciones.

Denúnciales la temeridad de ese Abelardo, perseguidor de la fe, enemigo de la cruz, monje por fuera, hereje
por dentro, fraile sin regla, abad sin disciplina, culebra tortuosa que sale de su caverna, nueva hidra en cuyo
cuello, por una cabeza cortada en Soissons, han aparecido otras siete.

La Iglesia no podía permanecer sorda al llamamiento de San Bernardo, cenobita austero a quien papas y
reyes elegían como árbitro en sus diferencias. Fue, por consiguiente, convocado un concilio que se reunió
el domingo 2 de junio de 1140 en Sens, ciudad casi completamente eclesiástica y metrópoli de París, en
aquella época. Hubo, según cuentan los historiadores, gran concurrencia de arzobispos, obispos y abades; y
el rey Luis VII, llamado el Joven, asistió con toda su corte a este concilio solemne.

El gran San Bernardo, según confesión propia, vaciló un momento antes de resolverse a medir sus armas en
él con el gigante de la dialéctica.

Abelardo apareció en medio de la asamblea. Enfrente de él y en una silla, que aún se enseñaba al público a
fines del siglo pasado, estaba San Bernardo, que ejerció el cargo de acusador ante el concilio. San Bernardo
tenía en sus manos los libros residenciados. Habíanse entresacado de ellos diez y siete proposiciones que se
suponía encerraban las herejías de Arrio, de Sabelio, de Nestorio y de Pelagio relativas a los misterios de la
Trinidad y de la Gracia.

Acusábase asimismo a Abelardo de haber enseñado que el pecado no reside en el hecho material, sino en la
voluntad, o mejor dicho, en la intención y el asentimiento dado al mal conscientemente. San Bernardo dio
orden para que fuesen leídas en voz alta esas proposiciones; pero comenzada apenas la lectura, fue
interrumpida por Abelardo que se negó a oírla, declaró que no reconocía otro juez que el Sumo Pontífice,
protestó y se retiró del local. Esta conducta de Abelardo en aquellas circunstancias ha sido muy comentada
y ha dado motivo a muy empeñadas polémicas entre biógrafos e historiadores.

Los adversarios de Abelardo afirman que San Bernardo, lejos de manifestar nunca envidias, odio, ni
prevenciones contra Abelardo, se dirigió por escrito a él invitándole a retractarse y a corregir sus libros, y
sólo cuando se convenció de que sus ruegos eran desoídos y menospreciados sus consejos, se decidió a
llevar la acusación ante el concilio.

«Entre esas proposiciones, dicen, hay cuatro que son pelagianas; tres sobre la Trinidad cuyo sentido literal
es herético; en otra enseña el autor el optimismo; en la catorce sostiene que Jesucristo no bajó a los
infiernos. ¿Qué le impedía retractarse de las unas y explicar las otras?»

El apelar de la sentencia del concilio antes de haber sido pronunciada, añaden, revela desde luego muy
mala fe y mucha soberbia. Los obispos eran sus jefes legítimos y sus superiores natos; el hecho sólo de
rehusar su justificación le hacía acreedor a ser condenado. La prueba de que así era, es que, en efecto, el
Sumo Pontífice lo condenó después. Entonces fue cuando Abelardo se retractó de sus errores.

Mientras así se expresan los adversarios de Abelardo, sus partidarios y admiradores dicen: «Abelardo
apelando al Sumo Pontífice y recusando, por incompetente, un tribunal formado por jueces prevenidos
contra él, se procuraba alguna probabilidad favorable, por tener amigos en Roma y el cardenal Guido
Castello habla sido discípulo suyo.»

De todas suertes, ocurrió después que el pontífice Inocencio II aprobó el concilio de Sens, ordenó que los
libros heréticos fuesen quemados y condenó al autor a perpetuo silencio. Abelardo, convencido de su
inocencia, intentó apelar personalmente ante la Santa Sede y se dirigió a Roma. Al pasar por la Abadía de
Cluny, Pedro el Venerable, abad de aquel monasterio, le retuvo en aquella soledad, obtuvo el perdón del
papa, y llegó hasta reconciliar a Abelardo con San Bernardo.

Abelardo halló por algún tiempo, en el monasterio de Cluny, la paz del espíritu que los placeres del mundo
y las glorias de la ciencia no habían logrado procurarle. Sin embargo, sus fuerzas disminuían rápidamente y
una enfermedad muy dolorosa de la piel le privaba de reposo. Se le aconsejó el cambio de aires y fue
enviado al priorato de San Marcelo, cerca de Chalons.

Elevábase este priorato, no lejos de las márgenes del Saona, en uno de los sitios más agradables y más
sanos de la Borgoña. En aquel alejamiento del mundo continuó su vida de aplicación y de estudio. A pesar
de su debilidad y de sus sufrimientos no pasaba un momento sin rezar o leer, sin dictar o escribir. De pronto
sus dolencias crónicas tomaron un carácter alarmante y murió resignado y tranquilo a la edad de sesenta y
tres años.

Eloisa solicitó entonces y obtuvo las cenizas de su esposo. Éste se las había ofrecido en una de sus cartas en
la cual se leen las palabras siguientes: «Entonces me verás, no para derramar lágrimas, que ya no será
tiempo: viértelas ahora para apagar en ellas ardores criminales: entonces me verás, para fortificar tu piedad
con el horror de un cadáver, y mi muerte, más elocuente que yo, te dirá qué es lo que se ama cuando se ama
a un hombre.»

Eloísa hizo enterrar en el Parácleto el cuerpo de su esposo, inmortalizado por ella, quizás más que por las
obras del mismo Abelardo, y Pedro el Venerable escribió un epitafio para la tumba.

El Parácleto fue suprimido en 1792 y vendido en beneficio del Estado; pero la revolución exceptuó de la
venta el sepulcro que encierra, según creencia general, los restos de Eloísa y Abelardo, que fueron
trasladados posteriormente al cementerio del padre Lachaise en París, donde actualmente se hallan.

PEDRO ABELARDO, filósofo y monje; sus obras e influjo de su pensamiento (biografía)


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Si la parte dramática y novelesca de la vida de Abelardo es conocida por todos y ha llegado a ser del
dominio del vulgo, no sucede lo mismo con respecto a la significación filosófica de escritor tan perseguido.

Mr. Cousin, en su Introducción a las obras inéditas de Abelardo, hace sobre el particular consideraciones
que no huelgan en la biografía de este hombre notable: «Héroe de novela en la Iglesia, gran talento en su
tiempo bárbaro, jefe de secta y casi mártir de una opinión, es Abelardo un personaje por muchos conceptos
extraordinario. Pero de todos estos títulos el que respecta a nuestro objeto y que le da sitio privilegiado y
especial en la historia del entendimiento humano, es la invención de un nuevo sistema filosófico y la
aplicación de este sistema y en general de la filosofía a la teología. Indudablemente antes de Abelardo
pueden hallarse algunos ejemplos, bien que muy contados, de esta aplicación peligrosa, pero conveniente,
aún con sus mismos extravíos, a los progresos de la razón: Abelardo fue, no obstante, quien lo erigió en
principio, y él fue por consiguiente quien contribuyó a fundar la escolástica, pues la escolástica no es otra
cosa. Después de Carlomagno, y aún antes, se enseñaba en muchas partes un poco de gramática y de lógica.
Al propio tiempo no faltaba cierta enseñanza religiosa; pero esta enseñanza estaba reducida a una
exposición, más o menos regular, de los dogmas sagrados. Podía bastar a la fe; pero no fecundaba la
inteligencia. La aplicación a los estudios teológicos de la dialéctica trajo el espíritu de análisis y
controversia que es al propio tiempo el defecto y la honra de la escolástica. Abelardo puede ser considerado
en justicia como el primero que hizo esta aplicación y, por consiguiente, como el fundador de la filosofía de
la edad media. De suerte que Francia ha dado a Europa la escolástica del siglo XII por Abelardo y, al
principio del siglo XVII, le ha dado en Descartes al destructor de esta misma escolástica y el fundador y
padre de la filosofía moderna. Y no se crea que hay inconsecuencia en esto, porque el espíritu mismo que
había elevado la enseñanza religiosa ordinaria a esa forma sistemática y racional que se llamó escolástica,
rebasó los límites de esta misma forma y produjo la filosofía propiamente dicha. El mismo país ha podido,
pues, producir, con el intervalo de algunos siglos a Pedro Abelardo y a Descartes. Adviértese entre estos
dos hombres notable semejanza en medio de muy notables diferencias. Abelardo procuró darse cuenta de la
ciencia única que se podía estudiar en su tiempo; la Teología: Descartes profundizó todo lo que ya era
permitido estudiar en el suyo: el hombre y la naturaleza. Descartes no reconoció más autoridad que la
razón; Abelardo pretendió deducir de la autoridad lo razonable. Ambos dudan, ambos investigan; quieren
emprender todo lo posible y no descansan sino en lo evidente.

He aquí lo que ambos tomaron del espíritu francés, rasgo fundamental de semejanza que entraña consigo
muchos otros; por ejemplo, la claridad de lenguaje que nace espontáneamente de la lucidez y de la
precisión de las ideas.

Agréguese a esto que Abelardo y Descartes son, no solamente compatriotas, sino hijos de la misma
provincia, de Bretaña, cuyos habitantes se han distinguido siempre por su vivo espíritu de independencia y
su vigorosa personalidad.

No es de extrañar por consiguiente que se hallen en estos ilustres compatriotas, con su originalidad propia y
natural, con cierta predisposición a no acatar servilmente lo hecho antes de su tiempo, ni aún lo que en su
tiempo mismo se hacía, más consecuencia que solidez en sus opiniones; más seguridad que extensión; más
vigor en el temple de la inteligencia y del carácter que elevación y profundidad en el pensamiento; más
inventiva que sentido práctico; más apego a las propias convicciones que anhelo por elevarse a lo universal.
Ambos son, en fin, tercos, tenaces, atrevidos, innovadores, revolucionarios.»

Hasta aquí Mr. Cousin. Todas las obras de Abelardo, si se exceptúan su correspondencia amorosa con
Eloísa y su Historia de las calamidades, son de teología y de filosofía.

Las principales ediciones de las obras de Abelardo han sido:

La de París, de 1616: en 4.ª

La de Londres, de 1718: en 8.ª

La de Oxford, de 1728: en 8.ª

La de Turín, de 1841: en 4.ª

La de París, de 1823: en 4.ª

La de París, de 1836: en 4.ª

La de París, de 1837: en 8.ª

La de París, de 1850: en 4.ª

La de París de 1616 lleva este título: Petri Abailardi, philosophi, abbatis Ruyensis, et Heloissæ, conjugis
ejus, primæ Paracletensis abbatissæ, opera, nunc primum edita ex mss. codd. Francisci Amboesii; cum
ejusdem Prœfatione apologetica et censura doctorum Parisiensium.

La de París de 1823 se titula: «Antigua Eloísa,» manuscrito nuevamente hallado de las cartas inéditas de
Abelardo y de Eloísa, traducido por M. Longchamps y publicado con nota histórica por A. de Puyberland.

La de París de 1837; se titula «Cartas de Abelardo y Eloísa,» traducido del latín con presencia del
manuscrito n.º 2923 de la Biblioteca Real por M. Ed. Oddoul; precedidas de un ensayo sobre la vida y los
escritos de Abelardo y Eloísa hasta el concilio de Sens, por Mad. Guizot, y continuada por M. Guizot.

Un año antes (1836) había publicado Victor Cousin, de París, las Obras inéditas de Abelardo para servir a la
historia de la filosofía escolástica de Francia. En esta publicación se incluye la colección; El Sí y el No.

Los adversarios de Abelardo y su doctrina, a quienes se alude más arriba, se obstinan en probar que el
desarreglo de las costumbres de Abelardo no provino de debilidad, sino de perversidad natural. Aseveran
que había formado el propósito de seducir a Eloísa antes de que ésta fuese su discípula y que con intención
tan aviesa se había hecho pupilo del canónigo Fulberto y ofrecídose a dar lección a la sobrina de éste.

Afirman asimismo que la soberbia, la presunción, la envidia y el carácter mordaz de Abelardo se revelan en
sus escritos y su conducta. La ambición del infatigable polemista era vencer en la argumentación a sus
maestros, establecer la reputación propia sobre la ruina de las ajenas, quitar a los maestros sus alumnos y
granjearse el aura popular por la multitud de discípulos. En concepto de estos enemigos, Abelardo atraía a
sus oyentes más por sus talentos exteriores que por la solidez de su doctrina. «Su elocuencia, dicen, era
seductora; pero no instructiva.» Se creaba enemigos deliberadamente sólo por el placer de desafiarlos.
Enemigo de la reputación de San Norberto y de San Bernardo, a ambos calumnió.

Sostienen que se puso a profesor de teología sin haberla estudiado todo lo necesario y que las frívolas
sutilezas de su dialéctica procedían de un juicio erróneo casi siempre.

Hay historiadores para quienes el sistema filosófico de Abelardo no era otra cosa que un término medio
entre las escuelas nominalista y realista: término medio al cual dio el nombre de conceptualismo.

No es posible, ni sería justo cuando de Abelardo se habla, prescindir del libro que Carlos de Rémusat
publicó en 1844 con el título Abelardo, su vida, su filosofía, y su teología. Quien quisiere estudiar
profundamente estas materias debe acudir al libro de Carlos de Rémusat, teniendo en cuenta, sin embargo,
la pasión del autor por el incansable polemista del siglo XII.

Abelardo se anticipó a Malebranche y a Leibniz por profesar estos dos principios del optimismo: «No
haciendo Dios más que lo que debe hacer, lo que hace Dios es lo mejor posible.» Abelardo también
precedió a Fenelón en hacer del puro amor de Dios la fuente única de la moralidad religiosa: amor de Dios
independiente de todo temor y de todo interés, de toda esperanza de salvación y de toda preocupación de
condena.

Abelardo hacía consistir el mérito y el demérito de las acciones en la intención únicamente, y toda la virtud
de las obras meritorias estaba para él en el sentimiento con el cual son realizadas.

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