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Resumen: Provincianos y cosmopolitas

En 1794 el escritor saboyano, aunque ruso de adopción, Xavier de Maistre


escribió un delicioso relato, Viaje alrededor de mi habitación, en el que se describe
de modo autobiográfico la vida de un oficial que, obligado por una convalecencia a
permanecer 42 días encerrados en su cuarto, viaja con su imaginación por un
territorio riquísimo en referencias y en pensamientos. Consumen grandes
cantidades de kilómetros aunque, como viajeros, atesoran una escasa experiencia
de sus viajes. Son, por así decirlo, la vanguardia de los provincianos globales y, en
ningún caso, al contrario del oficial convaleciente de Xavier de Maistre, son
cosmopolitas ni aspiran a serlo.

El provinciano global es una figura representativa de una época, la nuestra, que


empuja al cosmopolita hacia una suerte de clandestinidad. El cosmopolita,
personaje en extinción, o quizá provisionalmente retirado a las catacumbas del
espíritu, es alguien que desea habitar la complejidad del mundo. El cosmopolita, al
no soportar la excesiva claustrofobia de la identidad propia, busca en el espacio
absorto de lo ajeno aquello que pueda enriquecer su origen y sus raíces. El hijo
pródigo de la parábola bíblica encarna a la perfección ese anhelo

El provinciano global quiere acumular mientras, simultáneamente, elimina o aplana


las diferencias. Hay muchos signos en nuestro tiempo que señalan en esa
dirección, sin que se adivine cómo el que todavía posee la vieja alma del
cosmopolita pueda oponerse. Cada vez se elevan más voces proclamando el
carácter pandémico de un fenómeno que, paradójicamente, en sus inicios se
consideró liberador porque el igualitarismo del viaje parecía la continuación lógica
de la creencia ilustrada en el igualitarismo de la educación. Sin embargo,
cualquiera que se pasee por las antiguas ciudades europeas o, con otra
perspectiva, por las zonas aún consideradas exóticas del planeta, puede percibir
con facilidad el alcance de una plaga que está solo en sus comienzos. La
diferencia ha sido aplastada, dando lugar al horizonte por el que se mueve con
comodidad el provinciano global.
El provinciano global quiere disponer de resortes informativos, si bien es dudoso
que quiera saber. Quizá tampoco está en condiciones de hacerlo. Aquellos que
detentan el poder, dirigentes políticos y económicos, están en la misma situación.
Cuando a menudo nos lamentamos de la falta de estatistas en la política mundial
aludimos, en realidad, al dominio del provincianismo global.

Lo que hemos denominado globalización, vinculada a las grandes migraciones y a


las nuevas tecnologías, ha sido, en parte, un fenómeno fructífero, al poner en
relación tradiciones ajenas entre sí y al facilitar nuevas posibilidades frente a la
desigualdad; no obstante, paralelamente, ha supuesto una devastación cultural de
grandes proporciones al destrozar buena parte del sutil tejido de la diferencia.

Una de las grandes metáforas de este proceso en nuestra época es la rápida,


universal y consentida mutilación de centenares de idiomas en favor de un idioma
avasalladoramente hegemónico. Con toda probabilidad, hace solo tres décadas,
nadie se hubiese aventurado a insinuar que para participar en un congreso en
Lisboa sobre Camões —poeta nacional portugués— había que intervenir en
inglés, o que en cualquiera de nuestras universidades se puede asistir al
espectáculo de que un profesor explique a Baudelaire o a Goethe en medio inglés
a un público estudiantil que entiende el inglés a medias. Obviamente no tengo
nada contra lo que los cursis llaman “lengua de Shakespeare” sino contra el
reduccionismo que, al maltratar a todos los demás idiomas, también empobrece a
la propia lengua inglesa: recientemente, un catedrático de Oxford me contaba que,
mientras la mayoría de sus colegas apenas conocen otros idiomas que no sean el
suyo, los escritores británicos contemporáneos utilizan una lengua drásticamente
empobrecida.

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