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Las fotos de Jericó

Natalia Aguirre Zimerman

Pueblo pequeño, infierno grande, dice el adagio popular. A veces en los pueblos pequeños las
tragedias son más puras, como sucede con el siguiente relato que hizo la autora, una gineco-obstetra
paisa, a su amigo el fotógrafo Jesús Abad Colorado.

Querido Jesús:

Quería contarle un cuento. Un cuento que no es un cuento sino una historia real. Una
historia real que quizás no tenga mucha importancia ahora, pero que en algún
momento la tuvo. Pero primero, para poderla situar en el contexto en el que ocurrieron
las cosas, le tengo que dar una lista de términos a los cuales tendré que hacer
referencia.
Jericó: pueblo del suroeste antioqueño que cuenta con 16.000 habitantes, trece
iglesias, un obispo, un seminario, mucho café, dos prostíbulos, bastante sífilis, algo de
sida y una doble moral inmensa. Está compuesto por chorrocientos mil campesinos y
por una clase alta de personas que viven alrededor del parque. Creen ser o son de noble
cuna, se casan entre sí y heredan las taras a sus hijos. No se mezclan para no diluir la
nobleza pero se suicidan mucho más que el promedio de la región. Tienen mucha plata
y mucha fe.
Ruralito: período de seis semanas durante el entrenamiento médico en el pregrado
cuando mandan al estudiante de undécimo semestre a algún pueblo a entrenarse para
el venidero rural; período, además, en el cual a un pichón de médico del CES se le
aclara si tiene lo que se necesita para vivir en el campo o le tocará hacer rural en el
Campestre (club).
Rural: año de servicio social obligatorio.
Estrabismo: enfermedad de los ojos en la cual no están alineadas las pupilas; a las
personas que lo padecen se les conoce comúnmente como bizcos.
Hematoma: colección de sangre.
Necropsia: usted no necesita explicación.
Shoot, choot o shut: agujero en la pared de los edificios que sirve para tirar las bolsas
de la basura. (En Jericó sólo hay un edificio y éste tiene shoot).

Bueno, le escribo esto para contarle que hay algunas fotos que no deben ser
tomadas porque hay momentos de los que no debe quedar constancia. De alguna
manera, las fotos siempre estarán teñidas por el afecto de quien las toma y, por más
que queramos, no las podemos interpretar como evidencia objetiva. Si yo hubiese
podido medir las consecuencias de mis actos, quizás jamás hubiese tomado las que
en adelante describo.
Todo empieza en 1996. Yo tenía 23 años. Acababa de llegar de un intercambio en
Estados Unidos, adonde me fui por ocho meses como parte de mi entrenamiento
médico. Durante el intercambio tuve la oportunidad de rotar en el Miami Dade
Medical Examiner Program (el equivalente a nuestra Decipol) durante dos meses.
Coincidió que durante mi rotación se realizó un curso internacional de fotografía
forense en conjunto con la Nikon, y me permitieron ser uno de los ocho
participantes (mis compañeros eran literalmente detectives, un sheriff de
Kentucky, una policía de Australia y un investigador privado de Inglaterra). Nos
explotaban carros, nos llevaban a las escenas del crimen, nos daban clases de cómo
atestiguar frente a un jurado; mejor dicho, salí superbien entrenada para volver a
Colombia a practicar. Yo pasaba rico, parecía un programa del Discovery.

A los diez días de regresar, me mandaron a Jericó para hacer el ruralito porque en
Andes se había acabado la plata y no me podían alimentar durante esas seis
semanas. Pues bien, yo llegué a Jericó, me instalé en el hospital y empecé a
trabajar.

Un sábado por la mañana bajó la policía con una bolsa negra al hospital y me pidió
que revisara a veinte mujeres que traían en un carro. Querían saber cuál de ellas
había dado a luz recientemente. Primero abrí la bolsa negra y me encontré una
bebé a término (o sea, de tiempo completo y no prematura) muerta. Era linda, muy
linda, muy linda y muy perfecta. Tenía la piel muy pálida y fría pero el pelito era
negro y la piel muy blanca. Los labios eran rosaditos. Tenía un hundidito en la
parte anterior y frontal de la cabeza, como si fuera una bolita de ping pong que uno
deforma con el pulgar. No parecía muerta porque todavía no estaba tiesa a pesar de
que estaba helada. Una a una desfilaron por mi consultorio las habitantes del
edificio La Providencia, en la esquina del parque. (Sólo a un policía se le ocurre
traerme una viejita de sesenta años para que la revise.) A todas les tocó quitarse los
calzones y nadie les explicó por qué las estábamos esculcando así. A los quince
minutos encontramos a la mamá de la niña, porque sentada en una de las sillas de
la sala de espera empezó a sangrar y la delató el color rojo de la sangre y la palidez
extrema de su piel.

Para efectos de privacidad, llamémosla Gloria. Tenía 21 años y era una niña rica y
respetable del pueblo. El pánico de haber sido descubierta, mezclado con el dolor
del postparto y con algo de estrabismo, hacía que pareciera un poco desquiciada. La
pasé a la camilla y la examiné. Tenía el cordón colgándole de la vagina y un
desgarro perineal grado IV. No hablaba, no lloraba y no parecía tener ningún
remordimiento por haber tirado a su bebé por el shut. Estaba completamente
desconectada de la situación. Supe posteriormente que nadie sabía de aquel
embarazo, que dio a luz sola en un baño, que no ligó el cordón y que salió del baño
directo al shut a deshacerse de esa “vergüenza”. La bebé al caer rompió una tubería
y el conserje bajó a ver por qué había tanta agua en el sótano, y la encontró. La
familia de la que provenía Gloria era muy rica y muy piadosa. Tenía tres hermanas
solteronas y rezanderas que se la pasaban llorando en la puerta del hospital,
preguntándose cómo pudo haber pasado lo que pasó. Gloria era soltera, bachiller,
rica, y un dechado de virtudes. La pasamos al quirófano, la sedamos un poquito, le
sacamos la placenta y la hospitalizamos con antibióticos por si las moscas (y las
bacterias). Sabíamos que al darla de alta se la iba a llevar la policía.

Al médico rural de turno le pareció muy buena idea que yo hiciera la necropsia de
la bebé porque sabía que me había entrenado en eso y, además, despedazar a un
bebé tiene que ser de las cosas más grotescas que le toca hacer a un médico (todos
le sacamos “el cuerpo” a eso). Nos fuimos para el cementerio adonde se hacían
habitualmente las necropsias. Llevamos todos los libros de medicina legal que
teníamos e hicimos la necropsia. Yo tenía una camarita regulis Nikon porque no me
había alcanzado la plata para otra mejor, pero como tenía un rollo sin empezar me
llevé la cámara y las reglitas grises para medir. Encontramos que la niña sí había
nacido viva, pues sus pulmones, al echarlos al balde con agua, flotaban (esto garan-
tizaba que no había nacido muerta). Adicionalmente encontré un hematoma frontal
grande directamente por debajo del hundidito que ya mencioné, el cual era la
probable causa de la muerte.

Tal como había aprendido, acosté el cuerpito sobre una sábana y sin dañarle la
carita le hice una incisión en “v” sobre la frente para exponer el hematoma. Parecía
un angelito. Obturé y obturé y obturé hasta terminar el rollo y entregué la película
como un anexo del informe de la necropsia. Cuando volví al hospital, encontré a la
mitad de las enfermeras llorando del pesar por la niña y a la otra mitad con una ira
incontrolable. No eran capaces de hablarle a Gloria y cuando lo hacían era sólo para
agredirla. Les tuvimos que dar la orden de no hacer ninguna clase de comentarios
frente a ella. Está claro que una mujer nunca perdona a otra que es capaz de matar
su propio hijo.

Pero gracias a mi inmensa torpeza, y a que dejé un registro visual de la necropsia, a


Gloria la condenaron ¡a 40 años de cárcel! Es decir que en este país uno se puede
tomar el Palacio de Justicia, traficar con drogas, torturar, secuestrar y aún así
conseguir que lo indulten y hasta ser senador. Pero si uno es un simple ser humano
teñido y presionado por una sociedad juzgadora, enloquecido por el dolor y la
vergüenza, entonces se merece la condena máxima. El gran problema de las fotos
(que, por cierto, nunca vi) es que demostraban que Gloria había tirado a ese
angelito vivo. A la hora de defenderla podrían haber argumentado que la niña
murió exangüe por no ligar el cordón, por ignorancia, y la pena hubiese sido
muchísimo menos severa.

Un año más tarde, cuando volví a Jericó a hacer el año rural, me la encontré en la
cárcel (yo hacía consulta en la cárcel cuando el médico oficial estaba en
compensatorios). Era otra persona. Era alegre y tranquila. Obviamente no le
pregunté nada. Un grupo de feministas extremas se había percatado de este caso y
por fortuna habían logrado reducir la condena. Es más, probablemente no le falte
mucho para salir porque —la verdad— es de muy buen comportamiento.

Tomado de la revista “El malpensante”


Número 51, Dic – Feb 2004
Bogotá

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