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La globalización como teatro: nuevo escenario, nuevos actores, nuevo

guión

Kimon Valaskakis

En el prólogo a la obra de Shakespeare de Enrique V, leemos: Para una Musa


del fuego, un reino por un escenario, actuarán los Príncipes y los Monarcas
contemplarán la soberbia escena. El 'Reino', precursor del moderno Estado-
nación fue de hecho el principal teatro de la actividad humana. Actualmente,
tenemos que referirnos a otra de las obras de Shakespeare, As You Like It,
para entender la realidad contemporánea: El mundo es un escenario y los
hombres y mujeres no son sino los actores. Realmente, el escenario se ha
vuelto global y ya no es nacional, si bien en el proceso los hombres y mujeres
ya no son actores iguales. Algunas estrellas, hasta ahora tradicionales,
comienzan a desplazarse del centro del escenario o están siendo reducidas a
papeles secundarios. Otras, al contrario, prácticamente desconocidas en
períodos históricos anteriores, están eclipsando a todas los demás y
acaparando lugares centrales en el escenario.

1. El nuevo escenario

La globalización en su forma moderna comenzó con los viajes de


descubrimiento del siglo XV. Durante la Edad Media precedente, los señores
feudales se habían disputado territorios e influencias, y los emperadores y
Papas se enfrentaban como representantes del poder temporal y espiritual. No
había actores privados sectoriales que asumieran la forma de empresas,
sindicatos o grupos de consumidores, si bien los gremios medievales y los
banqueros italianos ejercieron efectivamente cierta influencia en el proceso
político. Con el auge del Estado-nación y el nacimiento del capitalismo, los
señores feudales y los líderes religiosos europeos perdieron su poder, que fue
transferido al gobierno central bajo la forma de una monarquía absoluta. Al final
de la Guerra de los Treinta Años, la transición de un sistema feudal a un
sistema de Estado-nación fue simbólicamente codificada en el célebre Tratado
de Westfalia, en el que algunos historiadores ven la piedra angular del sistema
moderno de relaciones internacionales. A partir de ese momento, los gobiernos
nacionales tendrían que tratar unos con otros, declarar la guerra o firmar la paz,
los tratados y acuerdos internacionales y, al hacer esto, introducirían cierta
forma de orden global en el mundo. Se habían convertido en los actores
principales, que guardaban celosamente su poder y lo ampliaban no sólo a
través de políticas militares, sino también económicas.

Por lo tanto, el período mercantilista de finales del siglo XVII y comienzos del
XVIII fue la manifestación económica del auge del Estado-nación. Los
mercantilistas franceses, bajo Richelieu y, especialmente, Colbert,
transformaron el arte de gobernar en un arte refinado de políticas económicas
sofisticadas y sentaron los fundamentos de la teoría y de las políticas
comerciales proteccionistas con conceptos como 'balanza de pagos favorable',
con la imposición de aranceles a las importaciones, subsidios a las
exportaciones, etc. Desde luego, a los mercantilistas más tardes se opusieron
los librecambistas, cuyo gurú intelectual fue Adam Smith, en su famosa obra

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Estudio sobre la riqueza de las naciones (1776), en la que atacaba a la doctrina
mercantilista y demostraba los efectos generadores de riqueza del libre
comercio y la especialización.

La lucha intelectual entre el mercantilismo que abogaba por la intervención


estatal en la economía, por un lado, y el liberalismo económico de Adam Smith
y sus discípulos, por otro, se prolongó a lo largo del siglo XIX sin que surgiera
un claro ganador. Los períodos de liberalismo alternaron con períodos de
proteccionismo renovado de forma zigzagueante. Sin embargo, algo había
cambiado. El teatro de operaciones estaba en constante expansión. La
expansión colonial hizo de la lucha entre mercantilismo y libre comercio un
fenómeno de carácter cada vez más universal. A finales del siglo XIX, se había
llegado a formular una versión de lo que actualmente llamamos 'globalización'.
Los mercados globales de producción ya estaban integrados, si bien el sistema
neomercantilista, con sus privilegios imperiales en los imperios coloniales,
dividió al mundo en bloques comerciales rivales. Sin embargo, el surgimiento
del patrón oro, a finales del siglo XIX, suavizó la transición hacia un comercio
global más fluido. Además, se generalizaron los flujos de capital internacional,
especialmente bajo la forma de inversiones de cartera, y un monto importante
de capitales europeo se traspasó al exterior.

La Primera y la Segunda Guerra Mundial, con su interludio comparativamente


breve, aplicaron un fuerte freno al proceso de la globalización descontrolada.
De hecho, después de la Gran Depresión, los gobiernos de los Estados-
naciones maximizaron su poder económico, alcanzando niveles de control
anteriormente desconocidos. En la URSS, prevaleció un socialismo sumamente
intervencionista, unido a la práctica desaparición del sector privado. En otros
países totalitarios, como la Alemania nazi, la Italia fascista, España, Japón,
etc., también se maximizó un control estatal inspirado más en una doctrina
mercantilista que socialista. Incluso las 'grandes democracias' (Estados Unidos,
Reino Unido y Francia) tuvieron que introducir medidas de control estatal y de
intervencionismo en la economía para abordar lo que parecía una depresión sin
soluciones. El keynesianismo, o la legitimación de una economía mixta con un
papel concreto para el Estado, lentamente comenzó a convertirse en la doctrina
económica ortodoxa.

La derrota de los poderes totalitarios durante la Segunda Guerra Mundial, dejó


a dos vencedores en una economía mundial destrozada. Por un lado, se
encontraba un Occidente relativamente no intervencionista que se pronunciaba
por la doctrina del control estatal mínimo. La Organización de Cooperación y
Desarrollo Económico (OCDE), que nació de la Organización para la
Cooperación Económica Europea (OCEE) fue el símbolo del pensamiento
económico occidental y se transformó en la caja de resonancia de filosofías
relativamente liberales. En cierto sentido, fue la contraparte económica de la
OTAN que se enfrentaba al bloque soviético. Éste, también vencedor en la
Segunda Guerra Mundial, creía en la maximización de la intervención estatal,
con una propiedad colectiva total de los medios de producción. El
enfrentamiento entre ambos bloques, conocido como la Guerra Fría, fue un
enfrentamiento entre alianzas de Estados-naciones. No obstante, cabe señalar
que incluso los grupos de la OCDE de los países occidentales creían en una

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economía mixta con predominio de ideas y políticas keynesianas. Los
gobiernos de los Estados-naciones tenían un control absoluto de las relaciones
internacionales. Por lo tanto, en ambos lados de la división ideológica, los
gobiernos de los Estados-naciones seguían siendo protagonistas clave. Eran
las estrellas de la economía global.

El final de la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín y todo aquello que
simbolizaba pareció ser el triunfo final del 'bloque OCDE', por así decirlo, de las
democracias que preconizaban el menor intervencionismo posible. Como
resultado, a comienzos de los años 90, todos querían imitar a Occidente,
adoptar sus instituciones y su filosofía, privatizar las industrias estatales,
desregular y reducir la intervención y los gastos del Estado. En los diez años
transcurridos entre 1988 y 1998, casi todos los gobiernos del mundo,
independientemente de su ideología, redujeron sus actividades mientras los
agentes del sector privado ampliaban las suyas, y reemplazaban
progresivamente a los gobiernos como actores económicos principales en el
escenario mundial.

Actualmente, en 1998, el mundo se ha convertido realmente en la 'aldea global'


descrita por Marshall McLuhan o en la Nave Tierra descrita por el arquitecto
norteamericano Buckminster Fuller. Mientras a comienzos del siglo XX, el
comercio y los imperios fueron los principales actores de la globalización, en la
última década, los nuevos resortes han sido la tecnología y los flujos de capital.
En esta era de Internet, los flujos de intercambio comercial con el extranjero a
corto plazo corresponden a más de un billón de dólares al día, por oposición al
flujo comercial de cuatro billones de dólares al año.

2. Los nuevos actores

Los nuevos actores que actualmente dominan el escenario mundial y eclipsan


al antiguo tienen una cosa en común: todos pertenecen, fundamentalmente, al
sector privado. De hecho, un sinónimo inesperadamente cercano a la
globalización contemporánea es privatización. En los tiempos que corren, todo
está siendo privatizado, incluso el terrorismo, que ya no es un terrorismo de
Estado contra Estado, sino cada vez más organizado por grupos individuales
(Osama Bin Laden, las sociedades secretas japonesas, los 'vigilantes' de
Estados Unidos, etc.). Como hemos indicado, la globalización está siendo
acompañada por una disminución masiva y continua de los gobiernos, tanto en
términos de recursos como en términos de influencias. Los agentes del sector
privado están acaparando el centro del escenario y las cumbres modernas,
como el World Economic Forum, en Davos (Suiza), y personajes como Bill
Gates y George Soros son actores mucho más importantes que los jefes de
gobierno de las superpotencias.

Si tuviésemos que hacer una lista de los nuevos intérpretes de este teatro
global, podríamos identificar a dos estrellas en declive y a cinco que ascienden.

2.1 Las estrellas en declive

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1. Los gobiernos de los Estados-naciones. La movilidad transnacional de las
empresas, del capital y de la tecnología permite a los agentes del sector
privado eludir las jurisdicciones nacionales y desplazarse a entornos más
favorables. Al enfrentar a un gobierno con otro, pueden obligar a que los
impuestos y las regulaciones se reduzcan a su mínimo común denominador.
Del mismo modo, la globalización de la tecnología, a través de Internet,
restringe gravemente el grado de libertad y efectividad de la intervención del
gobierno. Los gobiernos de los Estados-naciones, las estrellas del orden de
Westfalia, están perdiendo poder muy rápidamente.

2. Los gobiernos subnacionales. Son los gobiernos estatales y provinciales en


los Estados federales, así como los gobiernos municipales, tanto en los
Estados federales como unitarios. Estos gobiernos están reclamando cierto
poder a expensas de los gobiernos centrales mediante el proceso de traspaso
de competencias, pero están perdiendo, en términos generales, con respecto a
los actores del sector privado, porque, al igual que los gobiernos nacionales, se
ven obligados a competir unos con otros para ofrecer incentivos sumamente
generosos que atraigan a los sectores productivos móviles.

2.2 Las estrellas en ascenso

1. Las empresas trasnacionales. Éstas, desde luego, son las estrellas en


ascenso por excelencia, ya sean grandes empresas multinacionales o
pequeñas empresas que funcionan en muchos países. Por su dinamismo, sus
ansias de beneficios y las oportunidades que les brinda la globalización, están
obteniendo un gran éxito en el escenario mundial y están siendo a la vez
abucheadas por todos los actores gubernamentales. A grandes rasgos, de los
200 actores económicos más importantes del mundo, cerca de 160 son
empresas y sólo 40 son gobiernos de Estados-naciones. El poder de las
empresas está siendo potenciado todavía más por las fusiones, las
adquisiciones, privatizaciones, y alianzas estratégicas que aumentan el alcance
y el poder de estos actores.

2. Grupos especiales de influencia (SIG). Estos no son ni gobiernos, ni


empresas ni ONG tradicionales; pueden ser bastante diferentes en función del
país del que provengan. Entre ellos se incluye a ejércitos nacionales o fuerzas
policiales, grupos terroristas, mafias, sociedades secretas, grupos religiosos
integristas, instituciones religiosas, grupos de presión específicos o cualquier
otra cosa. Estos grupos de influencia especial ejercen su poder a través de
diferentes medios y la mayoría de las veces funcionan detrás del escenario.
Debido a las posibilidades que brinda la globalización e Internet, pueden ser
muy activos en muchos países simultáneamente y burlar el control
gubernamental en cualquier país, lo cual no hace sino erosionar aún más el
poder de los Estados-naciones.

3. Las organizaciones intergubernamentales (OIG). Las organizaciones


intergubernamentales se han multiplicado a un ritmo acelerado desde finales
de la Segunda Guerra Mundial. En cierto sentido, constituyen la respuesta
gubernamental a la globalización y están formadas por alianzas de gobiernos
de Estados-naciones que intentan actuar colectivamente en ámbitos en que la

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acción individual no es efectiva. Las OIG están heredando parte del poder que
voluntariamente han cedido los gobiernos de los Estados-naciones miembros,
si bien su fortaleza también reside en su capacidad de acción concertada.
Mientras que las políticas y la capacidad de los gobiernos individuales que
actúan por su cuenta se reducen cada vez más, la capacidad de las principales
OIG del mundo para formular políticas al unísono sigue siendo muy alta.

4. Las organizaciones no gubernamentales (ONG). De hecho, este grupo es


bastante amplio y heterogéneo. Lo único que las ONG tienen en común es que
funcionan con independencia de los gobiernos. Como es evidente, esta
definición es demasiado amplia para que sea útil. Las ONG suelen constituirse
en torno a un tema común que las define. Ejercen su influencia en el escenario
mundial fundamentalmente a través de acciones centradas que suelen utilizar
los mismos medios de comunicación para transmitir su mensaje a la opinión
pública. Las ONG deben ser consideradas como un todo heterogéneo.
Desempeñan un papel muy valioso en la sensibilización de la opinión mundial,
pero no pueden reemplazar ni a los gobiernos, ni a las empresas ni a los
grupos de intereses especiales como los protagonistas claves del sistema
mundial. Su función más valiosa es la de ser actores secundarios, si bien, en
nuestra opinión, no pueden funcionar en el centro del escenario por dos
razones:

• La primera es que también las ONG podrían representar grupos


específicos de interés, en lugar de grupos de interés general.
Potencialmente, se enfrentan al problema del déficit democrático, puesto
que el control, la financiación, la toma de decisiones y la
representatividad de las ONG varían enormemente. A priori, puede
haber 'buenas' ONG y 'malas' ONG. El carácter espontáneo de las ONG
es un testimonio del hecho de que representan ciertos intereses, pero no
se puede suponer automáticamente que son más representativas que
los gobiernos democráticamente elegidos.
• En segundo lugar, aunque sean plenamente representativas, las ONG
carecen de poder de supervisión y ejecución. Pueden actuar sobre la
opinión pública, pero no tienen autoridad moral ni física para imponer
sus decisiones a nadie. En este sentido, siguen siendo menos
poderosas que los Estados-naciones y que los gobiernos subnacionales,
que aún conservan entre sus recursos un cierto número de instrumentos
de coerción.

Dicho esto, es posible que las ONG desempeñen un papel cada vez más
importante en el nuevo escenario mundial, porque son capaces de articular
posiciones con mayor libertad y flexibilidad que los gobiernos y abarcar
audiencias mucho más amplias que las empresas, que están subordinadas a
los intereses de sus accionistas.

5. La sociedad civil. En los últimos años se han dicho muchas cosas acerca de
la sociedad civil, si bien el concepto no ha sido nunca específicamente definido.
Al parecer, la sociedad civil se compone de todos los ciudadanos del mundo no
afiliados a un grupo de interés específico. ¿Cómo es posible situar a este
amorfo conjunto de personas en un solo grupo? Todavía no está claro, pero,

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por el momento, puede postularse que la sociedad civil es un actor en el
escenario mundial, un poco al mismo título que los conceptos de 'opinión
pública' o 'interés público', que usamos sin especificar más. La sociedad civil se
manifiesta, fundamentalmente, a través de las encuestas de opinión, las
actitudes generales en torno a ciertos temas y mediante el uso de portavoces o
intérpretes como las ONG. Pero, dado que los fundamentos ontológicos de la
sociedad civil siguen siendo vagos, hay demasiadas organizaciones que
pueden reivindicar su representación, a veces de manera contradictoria.

3. El nuevo guión

Hay un nuevo escenario, están surgiendo nuevos actores y los antiguos van
saliendo de escena. ¿Qué significa todo esto? ¿Acaso la globalización es el
acontecimiento más feliz de la historia de la humanidad, como algunos
sostienen, o, por el contrario, es un desastre sin contemplaciones, según
auguran otros? ¿El cambio tecnológico es una panacea o es una caja de
Pandora? ¿Podrá el crecimiento económico brindar automáticamente
prosperidad a todos o aumentará la brecha entre ricos y pobres? Y, aún más
importante, ¿el sistema global avanza de manera ordenada, suave y sólida, o
acaso la Nave Tierra va dando tumbos por el espacio de manera incontrolada?
En resumen, se puede decir que la globalización abarca graves 'choques
asimétricos', utilizando una expresión actualmente en boga. Estas asimetrías
se han manifestado en al menos tres 'dualidades'.

3.1 Primera dualidad: las brechas del empleo

A finales de 1997, había 36 millones de personas que estaban visiblemente


cesantes en los países de la OCDE, lo cual correspondía al 7,1% de la fuerza
laboral. Decimos 'visiblemente' porque estas cifras excluyen a aquellos que han
renunciado a seguir buscando un empleo, a los que han sido obligados a la
jubilación temprana y a quienes siguen estudiando sólo porque no tienen
empleo. Uno de los indicadores más impactantes es el coeficiente de la
población trabajadora real en relación a la población total, significativamente
más difícil de tabular. Aquí, veremos que sólo el 30% de la población realmente
'trabaja', y que este 30% es suficiente para producir todos los zapatos, barcos y
productos que necesitamos por una razón muy simple: la tecnología ha tenido
un gran éxito reduciendo la cantidad de esfuerzo humano necesaria para
producir un determinado producto. Estamos produciendo más con menos.

Si reflexionamos, así debería ser. La posición opuesta sería ridícula. Sería


absurdo introducir una tecnología cuyo efecto neto fuera aumentar el esfuerzo
humano necesario para alcanzar el mismo producto. Nótese que hablamos de
'esfuerzo' y no de empleos. Un indicador de 'esfuerzo' podría ser el número de
horas/trabajo al año. Ahora bien, en los últimos 150 años, en el mundo
occidental hemos trabajado significativamente menos para producir
considerablemente más. En los países más desarrollados, el año laboral era de
unas 3.000 horas en 1850. Alrededor de 1995, el promedio era de 1.600 horas.
Esta reducción de las horas de trabajo, el principal dividendo de la tecnología,
podría distribuirse de formas muy diferentes: menos personas trabajando
largas horas con muchos cesantes o muchas personas trabajando menos

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horas con menos cesantes, o alguna combinación intermedia. Las estadísticas
del empleo que aparecen en los periódicos no suelen hacer grandes
distinciones entre el empleo a jornada parcial y a jornada total. Si un empleo de
jornada integral de 40 horas se reemplaza por tres empleos parciales de 10
horas cada uno, las estadísticas registrarán un aumento del empleo a través de
la creación de empleos, mientras que en realidad lo que se ha producido es
una disminución del esfuerzo general de 40 a 30 horas.

La solución a largo plazo de la cuestión del 'empleo' puede resumirse en


algunas proposiciones comparativas básicas: (1) aumentar considerablemente
la producción para absorber todos los trabajadores; (2) disminuir las horas de
trabajo, ya sea por ley o mediante empleo parcial, para distribuir el empleo; (3)
disminuir los salarios y mejorar las condiciones de trabajo para permitir que el
trabajo humano pueda seguir compitiendo con las máquinas más eficaces y
menos costosas. Cada una de estas soluciones, ya sea aisladamente o en
combinación con otras, significa importantes costos, así como beneficios. El
efecto de la globalización, que vincula las políticas de empleo a la
competitividad, consiste en limitar la libertad de opción de los gobiernos
nacionales. En un sentido básico deben o converger con la política que
potenciará al máximo la 'competitividad', la nueva consigna de la supervivencia,
o intentar, mediante acuerdos internacionales, negociar 'cláusulas sociales' en
los tratados de libre comercio para nivelar el campo de juego e impedir que los
generosos sistemas de seguridad social se conviertan en obstáculos para la
competitividad. Sin embargo, los gobiernos nacionales ya no son libres para
elegir las políticas de empleo sin tener en cuenta su impacto en la posición
económica global de su país.

3.2 Segunda dualidad: las brechas de los ingresos

Algunos países de la OCDE, como Japón y Estados Unidos, gozan


prácticamente de pleno empleo, aun cuando algunas de las cifras sean
sospechosas. En Japón, por ejemplo, trabajar sólo una hora a la semana se
considera estar empleado, mientras que en Estados Unidos los presos no se
consideran cesantes, porque, mientras cumplen su condena, no están
buscando trabajo. No obstante, incluso aunque quisiéramos darle un título de
pleno empleo a estos dos países, este logro trae consigo costos importantes.
Los salarios no han crecido al mismo ritmo que la productividad, especialmente
en Estados Unidos, y hay importantes brechas que subsisten y aumentan.
Tanto en sentido figurativo como estadístico, la clase media de Estados Unidos
está siendo gravemente limitada. Éste es un fenómeno mundial. Las brechas
en los ingresos están aumentando, tanto dentro como entre los países. La
proporción del ingreso mundial de la quinta parte más pobre de la población
mundial ha disminuido del 2,3% al 1,4%, mientras que la proporción de la
quinta parte más rica ha aumentado del 70 al 85%. Al mismo tiempo, en 1997,
la riqueza combinada de las 350 personas más ricas del mundo era superior al
ingreso anual del 45% de la humanidad.

El cisma entre los ricos y los pobres parece estar aumentando no debido a
alguna siniestra conspiración global, sino por razones técnicas, brillantemente
definidas por Frank y Cook en su libro The Winner Takes All Society [La

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sociedad del ganador se lo lleva todo] (NY Free Press, 1995). Con la
globalización de la competencia, los concursos locales están desapareciendo y
están siendo reemplazados por campeonatos mundiales donde el ganador se
lo lleva todo. Es como si todos los campeones locales de tenis tuvieran que
enfrentarse a Pete Sampras antes de que pudieran reclamar cualquier derecho
a jactarse. Ya que sólo hay lugar para unos pocos Pete Sampras en el mundo,
la globalización de la competencia conduce a una situación en la que cada vez
hay menos ganadores, junto a grandes campeones que ganan premios cada
vez más exhorbitantes. Esta situación no conduce a una distribución equitativa
de los ingresos. Al contrario, exacerba la desigualdad y recompensa a los
empresarios con enormes premios, mientras deja las migajas para los
perdedores. Al igual que en una Copa del Mundo, son mucho los llamados pero
sólo un equipo se lleva el premio. Esto dibuja un contraste con el tan respetado
supuesto que enseñamos en microeconomía, según el cual las situaciones
competitivas son permanentes. De hecho, en la mayoría de los casos, la
competencia es el preludio del monopolio o del oligopolio.

Una vez más, podemos preguntarnos si esta situación es buena o mala. 'Al
ganador, los despojos' era la doctrina de los gladiadores romanos, que, antes
de la lucha, agregaban 'ave Cesare morituri te salutam' (ave Cesar, los que
están a punto de morir te saludan). ¿Deberíamos adoptar un modelo de coliseo
romano y dejar que los perdedores mueran o hay que disminuir la brecha entre
ganadores y perdedores? En lo que yo denomino el modelo Wimblendon,
tenemos una situación en la que el ganador se lleva un gran premio de,
digamos, un millón de dólares y los perdedores se quedan con premios de
consolación de cientos de miles de dólares. Hay bastante para motivar a los
ganadores sin, necesariamente, destruir a los perdedores.

Por encima y más allá de la cuestión de si es correcto permitir tales brechas en


los ingresos, podemos formular una pregunta práctica: ¿es estratégicamente
aconsejable permitir que estas brechas se desarrollen? ¿Qué harán los
perdedores? ¿Acaso aceptarán necesariamente la dolorosa derrota y la
pobreza que la acompaña o comenzarán a demostrar su malestar rompiendo
con el sistema? Bastante más allá de lo que moralmente plantea el asunto de
la creciente desigualdad en los ingresos, encontramos un asunto de interés
propio. La calidad de vida de todos los grandes campeones se verá
gravemente perjudicada si deben dedicar recursos considerables a protegerse
contra la horda de descontentos. Actualmente, los descontentos tienen acceso
a la tecnología, en parte relacionada con armas de destrucción masiva
químicas, nucleares, biológicas, etc. ¿Es sabio alimentar el descontento a
través de una creciente desigualdad de los ingresos?

A la pregunta '¿ha beneficiado la globalización a toda la humanidad?', en este


momento, la respuesta debe ser no o, al menos, no todavía. Entre el 30 y el
40% se puede haber beneficiado, pero la mayoría de la humanidad aún vive en
la pobreza. 1.200 millones de personas viven con menos de un dólar diario y no
han tenido la oportunidad de degustar los placeres de la bonanza. Sin
embargo, la globalización y la tecnología han aumentado significativamente el
tamaño de la torta mundial. La creación de riqueza en los últimos treinta años
(según los indicadores estadísticos incompletos que no dan una total relación

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del cambio cualitativo) ha sido espectacular. Estadísticamente hablando, los
países de la OCDE son actualmente tres veces más ricos que en los años 60.
Si podíamos permitirnos un sistema de protección social generoso en aquella
época, podríamos permitirnos sistemas aún más generosos en la actualidad, si
la torta estuviese disponible para todos.

Una solución popular consiste en seguir agrandando la torta. Desde luego, el


crecimiento económico, especialmente el ecológicamente sostenible, es
aconsejable, pero es poco probable que esto baste para resolver el problema
de la desigualdad. En primer lugar, la torta ya es sumamente grande y hay
suficiente para seguir adelante, al menos en lo que respecta a las necesidades
básicas e intermedias. No hay una razón objetiva de que la gente esté
desnutrida, mal vestida o que no tenga una vivienda adecuada. Cuando nos
desplazamos hacia los productos intensivos en información (que es alrededor
de la mitad de lo que producimos hoy día), la capacidad para producir es tan
enorme que no podemos esperar consumirlo todo. La industria informática es
un buen ejemplo de esta gran abundancia. El rendimiento y el volumen
aumentan casi exponencialmente, mientras que los costos unitarios
disminuyen. Independientemente de cuánto nos esforcemos, no podemos
utilizar la capacidad que ya controlamos. Esto es verdad, hasta cierto punto,
para toda la economía. Hemos vencido la escasez, excepto en aquellos
ámbitos donde los límites para el crecimiento son ecológicos.

La segunda razón por la que el crecimiento por sí solo no puede generalizar la


prosperidad es la hipótesis del ganador que se lo lleva todo. Si el premio del
campeonato de tenis aumenta, ¿acaso disminuirán las probabilidades de que
Pete Sampras gane al campeón local? De hecho, es posible que las aumente.
Si nos encontramos en un mercado darwinista donde sobrevive el más fuerte,
el hecho de tener premios más grandes no hará equitativos los ingresos.
Incluso incitará aún más a los contendientes diestros a inscribirse en el torneo y
a exacerbar la situación de 'ganador-se-lo-lleva-todo'.

En resumen, la globalización, junto con el cambio tecnológico, está resolviendo


de una vez y para siempre el problema de la escasez. Pero, hasta ahora, no se
ha revelado como una herramienta eficiente y equitativa con respecto a la
riqueza. De las tres grandes preguntas que se plantea la economía, el qué, el
cómo y el para quién, se han resuelto, básicamente, las dos primeras. Pero el
'para quién' aún carece de respuesta. Es posible que la justa distribución
requiera mecanismos que no pertenecen al mercado.

4. ¿Quién debería actuar como director de escena?

4.1 El mercado: ¿el único director de escena?

¿Puede el mercado garantizar una interacción fluida entre los diversos actores
de la escena mundial y promover el interés público sin una fuerza exterior?
¿Deberían las empresas asumir funciones de gobierno? De hecho, en algunos
períodos históricos, las empresas asumieron, asumieron dichas funciones. A
comienzos del período mercantilista, las empresas privadas eran filiales del
gobierno en el proceso de la expansión colonial. La Indian Company y la

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Hudson Bay Company tenían monopolios garantizados por el Estado para
administrar los territorios colonizados. ¿Podría darse una situación similar hoy
en día? ¿Puede el gobierno global privatizarse completamente? Creemos que
no por tres razones:

• En primer lugar, un sistema de mercado sólo puede funcionar


adecuadamente cuando está gobernado por ciertas reglas operativas.
Sin un Estado de Derecho que garantice la propiedad y los beneficios,
un sistema de mercado degenera rápidamente en un sistema de mafias.
La experiencia del salvaje Oeste americano a finales del siglo XIX y de
algunas repúblicas ex soviéticas después de la caída del comunismo
demuestra que, cuando no hay un gobernante, las tácticas del más
fuerte y el crimen organizado reemplazan al mecanismo de mercado y a
la competencia de precios como los instrumentos privilegiados de los
negocios. ¿Para qué intentar vender cuando basta con coger lo que se
quiere? Cuando el chantaje no está frenado por un poderoso agente que
haga respetar las reglas, prima en la conquista de los consumidores. El
mercado no puede disciplinarse si todos no acuerdan renunciar al juego
sucio. De la misma manera que sería inconcebible imaginar los Juegos
Olímpicos sin árbitros, la competencia global no puede funcionar sin
ningún tipo de árbitro. Dentro de los límites de un Estado-nación, un
sistema de mercado funciona razonablemente bien. Pero, cuando se
libera de toda regla debido a la ausencia de un gobernante, su servicio
en aras del interés público es algo mucho más dudoso. Además, si los
gobiernos ya no garantizan la propiedad y los beneficios, todas las
empresas se encontrarán abandonas a sus propios medios y tendrán
que invertir en ejércitos para defender sus propiedades. Es evidente que
las empresas necesitan la protección de los gobiernos y que sería
temerario para el mundo empresarial reducir a éste último a la
impotencia total.
• En segundo lugar, por muy brillante que sea el empresario
contemporáneo (gerente general), él o ella, per se, no están preparados
para gobernar el mundo. Las cualidades necesarias para un empresario
de éxito o de un presidente ejecutivo privado no son necesariamente
congruentes con los requisitos para gobernar. Bill Gates puede ser un
genio en el campo de la informática, pero no está preparado o, incluso,
interesado en tratar cuestiones de interés público, que de pronto se han
situado en su área de influencia. El problema de los directores generales
de las grandes empresas multinacionales es que acaban acaparando
mucho más poder del que jamás habían soñado. Al igual que el cuento
del toro dentro de la tienda de artículos de porcelana, no pueden
moverse sin quebrar involuntariamente las cosas. No obstante, ni el toro
en la tienda de porcelana ni el director general quieren necesariamente
quebrar las cosas. En ambos casos, la quebrazón es un efecto
secundario involuntario. El director general inteligente evitaría con gusto
la responsabilidad de un gobierno global para equipar mejor a las
organizaciones y concentrarse en realizar beneficios en un mundo
regido por reglas.
• En tercer lugar, la eficacia de los mercados se basa en la premisa de la
competencia permanente y saludable, garantizada por la legislación

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anticártel y antimonopolio. Como se ha señalado anteriormente, este
supuesto es impugnable. En una situación de ganador-se-lo-lleva-todo,
la mejor estrategia es apostar por un monopolio o por un oligopolio, con
la influencia que esto implica y las economías de escala que pueden
gestionar. En el debate actual sobre Windows 98, el Departamento de
Justicia de Estados Unidos, una institución sumamente poderosa,
intenta imponer reglas a un actor global llamado Microsoft. Ahora bien, la
jurisdicción de las leyes de Estados Unidos se limita a su territorio. En
una economía globalizada, los Microsoft del futuro pueden pasar por
encima de las jurisdicciones nacionales y establecer monopolios
globales. No existe una legislación global antimonopolios. Windows 98
puede venderse fuera de Estados Unidos si otros países lo permiten.
Como consecuencia, una economía global dominada por un conjunto
oligopólico de grandes campeones puede protegerse totalmente contra
la legislación antimonopólica. Es probable que los monopolios o los
oligopolios globales no sean parangones de eficacia, y las distorsiones
generadas por los mercados imperfectos pueden imponer costos
significativos no sólo a los productores sino también a los consumidores.

Más allá de la eficiencia, debemos pensar en las consideraciones éticas. El


gobierno regido por los mercados iría en contra de la filosofía política básica del
mundo occidental, a saber, la democracia. Las decisiones adoptadas por los
mecanismos de mercado, ya sea en un modelo competitivo, oligopólico o
monopólico, nacen de la interrelación entre oferta, demanda y precios. El
responsable final de la decisión es el voto dólar. Un dólar = 1 voto, 10 dólares =
10 votos, un millón de dólares = un millón de votos. Esto es algo bastante
diferente del principio básico de la democracia, que es, fundamentalmente, una
persona, un voto. Antes de la globalización, la ampliación de los mercados y la
ampliación de la democracia iban de la mano. Con la globalización, y
especialmente con la ausencia de un mecanismo de regulación global que
actúe como compensación, los dos sistemas de toma de decisiones siguen un
trayecto de colisión. Cuando todo lo decide el dólar voto, hay un claro déficit
democrático, lo cual es incompatible con el sistema reconocido de valores
dominante en el mundo actualmente. Un presidente de Estados Unidos puede
ser destituido por los ciudadanos de ese país, pero no sae puede hacer lo
mismo con Bill Gates. Los directores ejecutivos de las grandes corporaciones
globales gozan de una inmunidad de facto en la rendición de cuentas al tratar
el mundo como su coto privado, pasando por encima de las jurisdicciones
nacionales. Es verdad que los consumidores pueden ejercer cierta presión
sobre las empresas que no son de su agrado, siempre y cuando haya
alternativas; la ausencia de estas alternativas, es decir, los monopolios, obliga
a los consumidores a aceptar lo que les ofrecen. La idea de que los
consumidores descontentos puedan obligar a una empresa a someterse a sus
deseos es realista sólo cuando una sólida competencia mantiene a todos los
jugadores-empresarios en el tablero de juego. Pero cuando los oligopolios o los
monopolios predominan, la ausencia de alternativas confiere un enorme poder
a los productores y muy poco a los consumidores.

Por estas tres razones, pensamos que no es sostenible una globalización que
se produce sólo como resultado de los factores del mercado y no restringida

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por las fuerzas externas al mercado. Por lo menos se necesita un árbitro más
allá de los votos del dólar. Por las razones mencionadas más arriba, este
árbitro no puede ser una ONG o un grupo de influencia de interés especial. En
el proceso de eliminación, el árbitro global debe encontrarse entre un actor o
actores con raíces democráticas. Esto apunta al papel potencial de las OIG.

5. ¿Un papel clave para las OIG?

Si no se puede garantizar el gobierno sólo mediante el mecanismo del mercado


y los gobiernos de los Estados-naciones han sufrido un recorte de sus
atribuciones en términos de su capacidad para formular políticas, ¿quién
debería hacerse cargo? Es muy probable que en algún momento del siglo XXI,
y más temprano que tarde, surja algún tipo de gobierno global. La globalización
como proceso histórico tendrá que ralentizarse o tendrá que ser
complementado con una forma descentralizada de gobernancia inteligente,
equilibrada y global. Creemos que la gobernancia global es el eslabón perdido
que a su vez se necesita para dominar y gestionar la globalización, para
garantizar que en el juego no habrá grandes perdedores. La creciente
interdependencia intersectorial y geográfica hace de esto un imperativo a largo
plazo. Sin embargo, a mediano plazo son necesarias y posibles algunas
medidas intermedias. Éstas giran en torno a la noción de regulación global, que
se encuentra aún a varios pasos del gobierno global.

La noción de gobierno denota la existencia de una institución con una carta de


organización, derechos, responsabilidades y mecanismos de ejecución. La
noción de regulación es más sutil. Implica que las funciones del gobierno
pueden implementarse sin una institución central. Sería posible diseñar un
sistema de gobierno global mediante una serie de tratados internacionales y
con la creación de las OIG adecuadas. Hasta cierto punto, esto ya está
sucediendo, aunque, desde nuestra perspectiva, de manera muy desordenada,
aleatoria y caótica. Las OIG se multiplican como conejos y todos los días hay
más países donde se crean una variedad de entidades que acaban
duplicándose y duplicando sus funciones, mientras que al mismo tiempo dejan
grandes brechas sin abordar. Así, todas las semanas se celebran en el mundo
reuniones de nivel ministerial para crear zonas de libre comercio regional, para
reforzar las antiguas ya existentes o para elaborar acuerdos sectoriales. La
sopa de letras de las OIG que produce esta abundancia es desalentadora, y
crea en el ciudadano normal más escepticismo con respecto al gobierno en
general.

Para reemplazar el caos con el orden, es necesario llevar a cabo un


replanteamiento fundamental del sistema de OIG que se ha desarrollado desde
la Segunda Guerra Mundial. En términos amplios, las OIG pertenecen a cuatro
grandes categorías. La primera proviene directamente del proceso de Bretton
Woods y en ella se incluyen aquellas OIG con unas responsabilidades
económicas globales, tales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el
Banco Mundial. La segunda son OIG regionales, como la Unión Europea (UE),
el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), la Cooperación
Económica Asia-Pacífico (CEAP), el Mercado Común de América del Sur
(MERCOSUR), etc. El tercer grupo abarca aquellas OIG que son globales, sin

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tener miembros universales, como en el caso de la OCDE (29 miembros), la
Organización Mundial del Comercio (OMT; 130 miembros o más) o las
Naciones Unidas (más de 160). Esta última aspira a la universalidad, pero no
incluye a todos los países del mundo, puesto que algunos, como Suiza, todavía
no se han integrado. De hecho, no hay ninguna OIG que agrupe a todos los
más de 200 países del mundo. Un verdadero gobierno global debería
eventualmente requerir una OIG de este tipo. El cuarto grupo es regional pero
tiene un objetivo específico de seguridad. De las grandes alianzas militares del
mundo, sólo sobrevive la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN),
que actualmente vive un proceso de expansión y de replanteamiento de su
misión.

6. Conclusión: una agenda para el gobierno global

Este artículo ha sostenido que la globalización está teniendo profundos efectos


en la humanidad, algunos de los cuales son muy positivos y otros muy
amenazantes. El carácter desigual y asimétrico del proceso histórico nos
conduce a la inevitable conclusión de que es necesario gestionarlo. La
globalización debe basarse en las reglas y no puede permitirse que sea
azarosa, aleatoria o salvaje. Hay demasiadas cosas en juego. Especialmente,
es imperativo que el sistema mundial se someta al Estado de derecho. Sin la
ley no hay civilización, y sin gobierno, de una u otra forma, no puede haber ley
que se haga respetar. Por consiguiente, debe definirse el programa para un
gobierno global como complemento necesario de la globalización inducida por
el mercado. En nuestra opinión, debería girar en torno a dos cuestiones claves:

6.1 ¿Qué deberían hacer los gobiernos en el siglo XXI?

Debido al mundo cambiante en que vivimos, ¿cuál debería ser el papel del
Estado en el siglo XXI? Desde la caída del muro de Berlín, esta pregunta no ha
tenido respuestas satisfactorias. Hay pocas ideas coherentes en la
globalización. Hay 'poca izquierda en la izquierda', por así decirlo, y, al mismo
tiempo, 'no está todo derecho en la derecha'. Además, no hay ningún modelo
nacional lo suficientemente convincente para escoger. Hace quince años,
estaba el modelo de Estados Unidos, el soviético, el japonés, el sueco, el
francés y el alemán como modelos en el menú de opciones deseables. Esto
era antes de la globalización. Actualmente, todos estos modelos o se han
colapsado como modelos o se encuentran en un proceso de replanteamiento
fundamental. Por defecto, el modelo estadounidense parece haber sobrevivido,
si bien el jurado aún no ha decidido sobre su sostenibilidad a largo plazo ni
sobre su carácter exportable a otros países. Recuerdo que durante mis
estudios de doctorado en la universidad de Cornell, mi profesor de Historia
Económica, un estadounidense, decidió dejar de enseñar historia económica
de Estados Unidos alegando que el contexto era tan excepcional que pocas
lecciones universales podían extraerse de él. En cierto sentido, esto puede ser
verdad en el modelo actual de Estados Unidos. Más allá del hecho de que uno
de sus costos reconocidos ha sido una mayor desigualdad que en Europa y,
por lo tanto, una mayor desigualdad entre ricos y pobres, existe cierta
incertidumbre sobre su posibilidad de generalización. Si, por ejemplo, el mundo
entero adoptara exactamente las mismas normas que Estados Unidos,

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¿tendríamos un pleno empleo global? Es muy dudoso. En muchos sentidos, la
ventaja competitiva de Estados Unidos existe en la medida en que otros países
no utilizan las mismas estrategias. Si todos lo hicieran, las ventajas
competitivas serían neutralizadas.

En un sentido fundamental, debemos hacernos una pregunta muy básica:


'¿Qué deberían hacer los gobiernos en el siglo XXI?'. Las respuestas a esta
pregunta están actualmente veladas por clichés sin sentido. El paradigma
implícito parece ser un 'gobierno de excepción', sugiriendo que el sistema por
defecto debería ser el mecanismo del mercado y que, si esto falla, entonces
deberían intervenir los gobiernos. No obstante, incluso en este gobierno de
excepción, los criterios para la acción del gobierno no son explícitos y, en los
pocos casos en que sí lo son, parecen ignorar la globalización y suponer, como
muchos políticos, que el grado de libertad gubernamental, es decir, sus
capacidades de formular políticas, siguen estando intactas y que una ley del
parlamento o del congreso podría ser suficiente para reordenar los
acontecimientos. Nada podría estar más lejos de la verdad, ya que la
capacidad de los agentes del sector privado para pasar por encima de la
jurisdicción que se opone a sus prácticas, de hecho, disminuye de manera
significa la capacidad de intervención de las antiguas estrellas del sistema de
Westfalia.

Al pensar en la principal función del gobierno en el futuro, es posible que se


produzca un amplio consenso en torno al objetivo mínimo de garantizar el
Estado de derecho y, por lo tanto, actuar como un árbitro del sistema de
mercado. El papel del gobierno como generador de reglas y ejecutor de las
mismas es supuestamente aceptable en prácticamente todas las ideologías.
Pero sigue siendo una cuestión bastante más difícil saber cómo se formularán
las reglas, cómo se definirán y cómo se ejecutarán, mediante una severa
aplicación o por persuasión moral. Hay muchas declaraciones formales en
relación a la necesidad de un sistema basado en reglas o un campo de juego
nivelado, aunque existe un desacuerdo considerable con respecto a cómo
nivelar el campo.

Más allá de la formulación de reglas, los gobiernos del futuro tendrán que
decidir si tienen o no injerencia en la distribución de los ingresos. ¿Deberían los
gobiernos asumir una responsabilidad para disminuir la desigualdad de los
ingresos? Si se acepta una responsabilidad para conseguir una distribución
equitativa de los ingresos, ¿debería ejercerse a nivel nacional solamente o se
requiere una iniciativa global? Antes de la globalización, los Estados-naciones
individuales podían establecer las reglas y diseñar las políticas sociales que los
ciudadanos deseaban. Algunos países podían construir generosas redes de
seguridad bajo la forma de política de ingresos, empleo, salud y educación, y
mantenerlas con impunidad. Desde el nacimiento de la globalización y de los
factores móviles de la producción, los sistemas sociales han convergido hacia
abajo, es decir, hacia el mínimo común denominador. Puesto que un sistema
social generoso suele financiarse mediante altos impuestos, la amenaza de
relocalizar a las empresas y a los individuos obliga a los gobiernos a disminuir
estos impuestos y a disminuir los sistemas sociales que financian. En muchos
sentidos, se podría sostener que el sistema social de costo más bajo debería

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prevalecer en un escenario competitivo cualquiera, en el mismo sentido que el
precio más bajo prevalece en un mercado dado con una información adecuada
y un factor de movilidad.

La convergencia de los sistemas de protección social hacia abajo suscita la


pregunta acerca de si no se necesitará recurrir a 'cláusulas sociales' en los
acuerdos comerciales internacionales. Sin estas cláusulas sociales, los países
con los sistemas sociales más generosos sufrirán de las desventajas
competitivas. En un sentido más general, podemos formularnos la pregunta de
si aún es posible competir entre diferentes sistemas sociales o si deben
armonizarse con el fin de asegurar un campo de juego nivelado. El mismo tipo
de argumentación puede formularse para los sistemas de protección del medio
ambiente, que también pueden generar desventajas competitivas si no los
aplican todos los actores en juego.

De lo dicho se desprende que, a medida que progresa la globalización, las


políticas sociales tendrán que ser o más progresivamente globales (o al menos
continentales) para que sean efectivas. En especial, tendrá que recortarse el
espacio social y económico. Si el espacio económico es global y el espacio
social es regional, la disonancia que engendra esta situación conducirá a la tan
temida carrera hacia abajo. A menos que los competidores se encuentren con
las mismas reglas y obligaciones en relación a sus fuerzas laborales y a sus
sociedades civiles, el empuje hacia abajo de la competencia reducirá a los
sistemas sociales a un simple mínimo. La triste experiencia del ex bloque
soviético, especialmente Rusia, que se desplaza bruscamente de un sistema
socioeconómico que regulaba desde el nacimiento hasta la muerte, a un
mercado no regulado de barones expoliadores implacables, ha disminuido
significativamente el bienestar básico de los ciudadanos. Todos los indicadores
sociales señalan hacia aquel hecho. De manera muy sorprendente e
inesperada, aparte de los nuevos ricos, los ciudadanos del ex bloque soviético
recuerdan con nostalgia la época del comunismo, 'cuando los empleos, los
salarios y los alimentos eran horribles, pero al menos teníamos empleos,
salarios y alimentos, al contrario de lo que tenemos ahora', como le resumió al
autor una de sus fuentes.

Más allá del Estado como árbitro y el Estado como potencial redistribuidor del
ingreso, tendrán que examinarse y evaluarse otras funciones. ¿Cómo deberían
los gobiernos competir unos con otros para atraer el capital por la vía de
programas de incentivo? ¿Hasta dónde deberían los gobiernos ofrecer
servicios esenciales? ¿Deberían proteger la cultura y las denominadas
industrias estratégicas? ¿Deberían establecer reglas sobre los monopolios,
etc.? Todas estas preguntas han sido glosadas últimamente, pero el carácter
generalizado de la globalización nos obliga a enfrentarlas con unos juicios de
valor explícitos. No podemos seguir evitándolas.

6.2 ¿Quién debería hacer qué, desde lo global hasta lo local?

Tras clarificar un conjunto de respuestas a la primera pregunta, debemos


responder a un segundo conjunto: ¿a qué nivel (desde lo global universal de
las OIG a la municipalidad local de un determinado país) debería llevarse a

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cabo una intervención (es decir, que no pertenezca al mercado) de 'gobierno'?
Aquí el principio de lo subsidiario es atractivo. Si las cosas se pueden resolver
a nivel local, ¿por qué molestarse para asumirlo a un nivel superior? Sin
embargo, puesto que la globalización engendra una interdependencia
creciente, tendrán que solucionarse un número creciente de problemas. Por
ejemplo, puesto que los cambios climáticos no respetan las fronteras
nacionales, las soluciones al cambio climático tendrán que ser globales o al
menos involucrar a los principales actores que intervienen en dicho cambios:
los que contaminan, los grandes consumidores de energía, etc. O, dado el
carácter global de Internet, ¿habrá que regularlo? Y, si es así, ¿quién lo hará?
¿Debería pedirse a la OCDE, a la OMC o a Naciones Unidas que formulen y
ejecuten estas reglas?

Si elaboramos una lista de los gobiernos en el mundo, veremos una cifra


sorprendentemente enorme. Hay unos 200 gobiernos nacionales. Si
agregamos a éstos los gobiernos subnacionales de los Estados federales,
veremos que hay unos 1.000 gobiernos con autoridad jurisdiccional con
autoridad para bloquear en algunos casos las legislaciones sobre medio
ambiente o la desregulación de Internet, etc. Si a éstos agregamos los
gobiernos de los concejos y los municipios en todo el mundo, las cifras llegan a
muchos cientos de miles. Antes de la globalización, esto no era un problema.
Sin embargo, la capacidad de aproximadamente 500.000 gobiernos en el
mundo para competir unos con otros con el fin de atraer factores móviles de
producción, hacen de la pregunta '¿Quién debería hacer qué?' un factor muy
importante. La capacidad colectiva de políticas de los gobiernos es aún muy
importante. La capacidad individual empieza a desvanecerse muy rápidamente.
Por extensión, la respuesta a la segunda pregunta requerirá el replanteamiento
del sistema global de OIG según líneas más racionales. Por lo tanto, uno de los
elementos esenciales del programa de la gobernabilidad global debería girar en
torno a la eficacia de la intervención del gobierno. Inicialmente, esto involucrará
niveles de gobierno y, a medida que profundicemos en el análisis de las
modalidades alternativas de las iniciativas gubernamentales, será relevante
realizar un análisis de los mecanismos del gobierno. Entrará en juego la
elección de instrumentos (legislación, regulación, incentivos, desincentivos,
persuasión moral, etc.).

6.3 ¿Quién debería ocuparse de estos asuntos?

La cuestión emergente de la gobernabilidad global es demasiado importante


para dejarla en manos de uno u otro grupo. Los monopolios son peligrosos. No
hay un grupo único que pueda darse a sí mismo el mandato para abordar esta
cuestión con exclusión de los demás. Idealmente, muchas diferentes
organizaciones, tal vez cada uno de los actores principales del nuevo escenario
mundial, deberían ocuparse de este asunto. En la cabeza de la lista están las
propias OIG, especialmente aquéllas con funciones amplias y diversas, como la
OCDE, la UNESCO y la OMC. Pero, puesto que la gobernabilidad global no es
sólo un asunto económico, deberían involucrarse otros sectores, incluyendo las
ONG, universidades, grupos de reflexión, los gobiernos de los Estados-
naciones y las propias empresas, que deberían, progresivamente, desplazarse
desde una estrecha carta de intenciones, centrada principalmente en la

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maximización de los activos de los accionistas, a objetivos más amplios que
implican tener en cuenta los intereses de los participantes externos. De hecho,
cuanto mayor sea la gobernabilidad corporativa, menor será la necesidad de
gobernabilidad pública. No obstante, en ausencia de un sector privado global
autodisciplinado y que respete voluntariamente las reglas equitativas de la
competencia, se requieren árbitros exteriores, cuya función deberían analizar y
examinar diversos grupos.

La cuestión es urgente. La investigación no debería ser únicamente


diagnóstica, sino que también debería aportar soluciones, porque lo que está
en juego es muy importante. Para completar nuestra metáfora del teatro,
permítasenos decir, para terminar, que debemos evitar a toda costa un 'teatro
del absurdo' en el siglo XXI, donde los actores individuales con buenas
intenciones choquen en un sistema mundial defectuoso que se vuelva
autodestructivo. La globalización sin reglas es, a largo plazo, perjudicial para
los intereses de todos, si bien puede parecer atractiva a los ganadores del día.
No obstante, los ganadores del día no son necesariamente los ganadores del
mañana. Como lo expresó un director ejecutivo, 'si no puedes ganar siempre,
asegúrate de que los perdedores tengan algo'. Esto es un sabio consejo. En un
mundo competitivo, hay un lugar para los ganadores y los perdedores, que no
significa que los perdedores tengan que sufrir la misma suerte que los
gladiadores romanos derrotados. La economía mundial puede permitirse a la
vez motivar a los ganadores potenciales y mantener a los perdedores
eventuales.

Sería lamentable que el sistema capitalista, que ha conseguido afirmar su


superioridad económica sobre los otros sistemas, procediera de tal manera que
se autodestruyera por falta de visión hacia el futuro y de autodisciplina. El
peligro es real... Y, sin embargo, es absolutamente evitable, si se adoptan las
acciones correctivas adecuadas en el momento oportuno.

Traducido del inglés

Nota biográfica

Kimon Valaskakis es Embajador de Canadá en la OCDE, París. Ha sido profesor de economía


en la Universidad de Montreal y presidente fundador del GAMMA Institute (un centro de
reflexión e investigación canadiense) y Presidente de ISOGROUP Consultants, un grupo
internacional de planificación estratégica.

Nota

* Las opiniones aquí expresadas son del autor y no reflejan necesariamente la posición oficial
del gobierno de Canadá. Los elementos de estas dos primeras sesiones fueron presentados
inicialmente en una conferencia dada por el autor en la serie de conferencias Carlson, en la
Universidad de Ottawa, en marzo de 1998, y han sido incluidas en las actas de aquella serie de
conferencias en un artículo publicado bajo el título "¿Se puede gestionar la globalización?".

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