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francés Yves Bonnefoy (1923-2016) expone algunas de sus ideas en torno a la traducción. Su
trabajo nos ha entregado versiones, entre otros, de Keats, Leopardi, Yeats y Petrarca. Tradujo
ampliamente a William Shakespeare. En 2000 publicó el volumen de ensayos La Communauté
des traducteurs.
Traducir poesía
Puedes traducir simplemente declarando un poema como la traducción de otro. Por ejemplo,
Wladimir Weidlé me dijo una vez, en broma, que el poema de Baudelaire, “Je n’ai pas oublié,
voisine de la ville …” tiene la sonoridad de Pushkin: tiene su claridad, es la “mejor” traducción
de él. Pero, ¿es posible reducir un poema a su claridad? La respuesta a la pregunta “¿Se puede
traducir un poema?” Es, por supuesto, que no. El traductor encuentra demasiadas contradicciones
que no puede eliminar; debe hacer demasiados sacrificios.
Lo que ganamos, sin embargo, a modo de compensación, es lo mismo que no podemos
comprender o aprehender: es decir, la poesía de otras lenguas. De hecho, deberíamos indagar en
torno a lo que motiva al poema; revivir el acto que al mismo tiempo le dio origen y que
permanece entreverado en éste; y liberado de esa forma fija, que es simplemente su rastro, la
primera intención y la intuición (digamos un anhelo, una obsesión, algo universal) puede
intentarse de nuevo en el otro idioma. El ejercicio será ahora más genuino, puesto que la misma
dificultad se manifiesta: es decir, como en el original, la lengua de la traducción paraliza la
expresión verbal provisional. Porque la dificultad de la poesía es que el lenguaje (langue) es un
sistema, mientras que la expresión específica (parole) es la presencia. Pero entender esto es
encontrarse con el autor que uno está traduciendo; se trata de ver con más claridad la coacción
que recae sobre él, las maniobras de pensamiento que despliega contra su habla; y las fidelidades
que lo atan. Porque las palabras intentarán convencernos para comportarnos como ellas lo hacen.
Una vez que se ha puesto en marcha una buena traducción, las palabras rápidamente
empezarán a justificar el mal poema en el que se convierten, y empobrecerán la experiencia para
construir un texto. El traductor debe estar en guardia y probar la necesidad ontológica de sus
nuevas imágenes aún más que su semejanza literal (y por lo tanto externa) con las del poema
original. Éste es un trabajo cuesta arriba, pero el traductor es recompensado por su autor —si es
Yeats, si es Donne, si es Shakespeare. Y en lugar de estar, como antes, contra el cuerpo de un
texto, se encuentra en la fuente, un comienzo rico en posibilidades, y en este segundo viaje tiene
derecho a ser él mismo. ¡Un acto creativo, en definitiva!
Jugando trucos con las lagunas de su lengua, dando brincos (bricoler), para usar la
expresión de moda, ahora se encuentra a sí mismo re-experimentando las restricciones
encontradas anteriormente por su autor, así como aquello que el autor aprendió de las mismas: lo
que equivale a decir que debes vivir antes de escribir. Debes comprender que el poema es nada y
que la traducción es posible, lo que no quiere decir que sea fácil; es simplemente la poesía re-
comenzada. ¿No parece esto completamente desproporcionado, reclamando un poder de
invención comparable al de Yeats para volver así a la fuente de su poema? Pero colocar a uno
mismo al frente no significa sentirse seguro del éxito. La escritura de la poesía es
invariablemente ambiciosa, e incluso para el verdadero poeta esta ambición debe proceder en
medio de la incertidumbre. No hay poesía salvo aquella que es imposible. Y al fracasar, por
ejemplo, sobre ciertos detalles específicos, por lo menos queda espacio suficiente para atender a
la unidad, o a la transparencia — y al destino.
De hecho, de manera práctica, si la traducción no es una cuna, o una mera técnica, sino
una investigación y un experimento, sólo puede inscribirse —escribirse a sí misma— en el
transcurso de una vida; recurrirá a esa vida en todos sus aspectos, a todas sus acciones. Esto no
significa que el traductor necesite ser obligadamente un “poeta”. Pero definitivamente implica
que si él mismo es un escritor, será incapaz de mantener su traducción independiente de su
propio trabajo. Algunos ejemplos de esta interdependencia —ejemplos personales, ya que no son
nada de qué enorgullecerse (ni tampoco nada para alarmarse: fragmentos discretos, sin valor
excepto como amuletos). Horacio, hablando con Hamlet acerca de sus compañeros de guardia
después de que el fantasma ha aparecido. Ellos estaban “distilled” (destilados), dice, “almost to
jelly with the act of fear…”. El significado es claro. Pero “the act of fear” introduce una
intensidad trágica, en cuyo contexto me parecía problemático “jelly” (literalmente gelatina, en
francés, bouillie). ¿Por qué? Las obscenidades al principio de Romeo son traducibles. Pero una
obscenidad es un agudo dispositivo lingüístico, claro y autónomo, mientras que aquí “gelatina”
se aproxima al discurso cotidiano utilizado sin especial cuidado y no cargado de sentido. Ahora
pienso que mi tendencia aquí es muy francesa: dados estos contextos, que son a fin de cuentas
trágicos y ejemplares, ambiciono una conciencia elevada y, por lo tanto, una economía de
significado, y también un vocabulario si no del todo meditado al menos puesto a prueba. Por
supuesto, la vulgaridad debe tener su lugar, pero simplemente como vulgaridad —pensemos en
Rabelais y Rimbaud— y aquí estoy de nuevo con Racine o Nerval y con lo que se denomina
lenguaje elevado, o literario, pero que no es más que el idioma en su sentido tautológico, de
suma gravedad.
Los ingleses (véase a Mercutio) esperan menos del lenguaje. Ellos quieren la observación
directa y la psicología sin complicaciones (en resumen, “gelatina”, dicho por un soldado) en
lugar de la reconstrucción heroica. Y admito que tienen razón. Pero mientras estoy indeciso,
¿debo enfrentar el reto sin más preámbulos y hablar de la bouillie (el cocido), o incluso de l’eau
de boudin (el budín líquido)? No me costaría casi nada ser literal. Pero si es verdad que, aun
aceptando esto, permanezco inclinado a ser el discípulo de Racine, también es cierto que lo que
parece exactitud llevará a la rareza. Este es el vicio de la traducción romántica —mal heredado
de una retórica anterior— que siempre me parece elude el problema sin resolverlo.
¡Incluso jalea sería mejor que eso! Mejor aún, escuchar a Shakespeare hasta que pueda
anticiparlo en mi propia escritura y no simplemente imitarlo. Y mientras tanto, con pleno
conocimiento del caso (voy a añadir una nota), traducir “jalea” con mi propia palabra, derivada
de otro conjunto de asociaciones: cendre (“ceniza”).
Localmente, la traducción falla. Pero el acto de traducir ha comenzado y concluirá más
tarde en otro lugar —es decir, aún aquí. Y ahora de nuevo a Yeats, a “The Sorrow of Love”,
donde habla de la muchacha con “red mournful lips” (“labios rojos y tristes”) que está “doomed
like Odysseus and the labouring ships” (“condenada como Odiseo y los barcos que parten”).
“Labouring”: la palabra evoca los largos y difíciles cruces marítimos y el balanceo de la nave,
pero también la angustia emocional y el dolor —sin mencionar “estar en el parto”, es decir, el
proceso de dar a luz. Sin mencionar tampoco que el sentido arcaico de trabajo —que es
prácticamente ensemencer (“sembrar”) — sigue vigente. Todos estos sentidos tienen peso aquí,
así que ¿qué hay que hacer? Pero esta vez ni siquiera pude hacerme la pregunta; irresistiblemente
traduje “labouring” por qui boitent au loin (que renguean a lo lejos) , rechazando así
inmediatamente algunos de los sentidos en mi traducción. Y sería igualmente capaz de justificar
o criticar estas palabras: Odiseo no huyó, los hijos de Príamo lo hicieron —en busca de otra
Troya— y la muerte de Príamo ocurre en la siguiente línea. Pero ese no es el punto aquí. Porque
estas palabras no me llegaron por los cortocircuitos que la gente piensa, como correr del texto a
la traducción por medio del traductor. Llegaron por una ruta más amplia que se fraguó en mi
propio pasado.
A menudo he pensado en la cojera de un barco. . . . Una vez incluso, al regresar de Grecia
en 1961, con el corazón atestado por la memoria de la Esfinge de Naxos, cuya sonrisa expresa
ataraxia, con aquella música, me imaginaba que el barco —andando precisamente de esta
manera, por la noche, frente a la costa de Italia— huía y buscaba. Con Verlaine en el fondo de mi
mente, dibujé una especie de poema, en el que el siempre ondulante mar también desempeñaba
su papel, “comome du fer, dans une caisse close” (“como el hierro en un baúl cerrado”): un
poema que nunca he concluido —y que, doce años después, impulsivamente, hice pedazos para
dar vida a mi traducción. La relación entre lo que allí se sentía, en su manera específica, y mi
preocupación por la poesía de Yeats se convirtió en lo más importante, el verdadero desarrollo.
Fue el poeta de habla inglesa quien me explicó a mí mismo, y mi propia experiencia personal la
que me impuso la traducción. Es en la simpatía del destino con el destino, en resumen, y no de
una frase inglesa con una francesa, donde las traducciones se desenvuelven, con consecuencias
duraderas que uno no puede prever (el barco y su cojera aparecieron en mi último libro).
Siguiendo la lógica de estas observaciones, debo ahora preguntarme cómo mis
traducciones se han alimentado de mi propia poesía; y cómo la poesía de otras lenguas ha
contribuido al desarrollo de la nuestra. Por falta de tiempo, no haré más que plantear otra
cuestión preliminar. ¿Bajo qué circunstancias no es este tipo de traducción, la traducción de la
poesía, una tarea completamente loca? “Traduce poetas que te sean cercanos”, sugerí alguna vez.
Pero ¿qué poeta puede estar lo suficientemente cerca? La ironía de Donne, la melancolía
luminosa de Eliot o el spleen de Baudelaire, o la maldad de Rimbaud (y siempre, también, su
esperanza) —¿no resultan mundos impenetrables? Y en cuanto a Yeats —la aspiración hacia la
Idea, hacia Bizancio, por una parte, pero por otra “blood and mire”, tanto el fango como el
éxtasis, incluso la furia de la pasión, y Adonis tanto como Cristo— ¿puede ser compartido? Pero
en la poesía, la necesidad es la madre de la invención. Lo que cualquiera no ha intentado es a
veces reprimido, y la traducción, cuando un gran poeta nos habla, puede ir más allá de la censura
—esto es parte del “yo” que, como decía en otra parte, la obra traducida puede generar. Una
energía liberada. Así que sigamos a donde nos lleve. Pero sigamos sólo esto. Si una obra no nos
conjura, es intraducible.
[1]
La traducción de Bonnefoy de Yeats es ampliamente conocida en el mundo francófono.