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Presentamos, en versión de Gustavo Osorio, un texto donde el poeta, ensayista y traductor

francés Yves Bonnefoy (1923-2016) expone algunas de sus ideas en torno a la traducción. Su
trabajo nos ha entregado versiones, entre otros, de Keats, Leopardi, Yeats y Petrarca. Tradujo
ampliamente a William Shakespeare. En 2000 publicó el volumen de ensayos La Communauté
des traducteurs.
 

Traducir poesía
 

Puedes traducir simplemente declarando un poema como la traducción de otro. Por ejemplo,
Wladimir Weidlé me dijo una vez, en broma, que el poema de Baudelaire, “Je n’ai pas oublié,
voisine de la ville …” tiene la sonoridad de Pushkin: tiene su claridad, es la “mejor” traducción
de él. Pero, ¿es posible reducir un poema a su claridad? La respuesta a la pregunta “¿Se puede
traducir un poema?” Es, por supuesto, que no. El traductor encuentra demasiadas contradicciones
que no puede eliminar; debe hacer demasiados sacrificios.

            Por ejemplo (basándome en mi propia experiencia), “Sailing to Byzantium” de Yeats : de


[1]

inmediato, el título presenta un problema. ¿”L’Embarquement pour Byzance” (“La embarcación


para Bizancio”)? Inconcebible. Watteau se interpondría en mi camino. Lo que es más, “navegar”
tiene la energía de un verbo. A Baudelaire le viene a la mente “A Honfleur! Le plus tot possible
avant de tomber plus bas”, pero “À Byzance” sería ridículo: el mito descarta tales brechas… Por
último, “navegar” hace pensar no sólo en la salida, sino también en el mar a cruzar —uno difícil,
turbio como la pasión— y el puerto distante: comercio, trabajo, labores, la conquista de la
naturaleza, el espíritu. Ninguna de las cosas que appareiller  (parear) pudiese transmitir,
y faire voile  (navegar) no es lo suficientemente fuerte sobre estas distancias. Me resigné a
“Byzance—l’autre rive” (Bizancio, la otra costa). Una cierta tensión es quizás salvada, pero no la
energía, el (al menos inconsciente) arranque que el verbo expresa. Así sucede con suma
frecuencia cuando pasamos del lenguaje de Shakespeare al francés, todavía sometido como es a
las duras restricciones impuestas por Malherbe, la experiencia vivida se transforma en lo
atemporal y lo irracional en lo inteligible. Otra solución podría ser abrillantar el título con la
frase de Baudelaire. Entonces sería necesario experimentar con traducción abierta (traductions
developpées): se permitiría entonces el juego de todas las asociaciones de ideas instadas por la
obra, expuestas en la página como el “Coup de dés” de Mallarmé.
            Pero Yeats está hablando del momento —único, urgente— y uno debe ser fiel a eso
también. En el mismo poema, otro sacrificio que no puede ser evitado: “fish, flesh, and fowl”
(pescado, carne y aves). Yeats engloba la diversidad de la vida en tres palabras —su energía, su
aparente finalidad— y lo hace sobre todo mediante la aliteración. ¡Resulta ya un problema! —
pero lo peor está más adelante. La expresión está “ya hecha” (un ready-made), por lo que
podemos soñar —y asumirlo, en el poema sugiere esto— que el lenguaje cotidiano conserva un
poco del lenguaje primordial, fundamental y transparente, cuyo retorno o advenimiento tantos
poetas han ansiado. “Sailing to Byzantium” se refiere, entonces, a la sabiduría popular de la raza
y del aquí y ahora, al mismo tiempo que trata de desprenderse de estas cosas hacia el espíritu
puro. Esto es una paradoja, que en Yeats es profunda y siempre presente, pero que
necesariamente se pierde en francés, donde una concisión comparable no es posible: las
“felicidades” de las lenguas no coinciden. Lo traduje “tout ce qui nage, vole, s’elance” (“todo
aquello que nada, vuela, se lanza”), que conserva esa vitalidad en el sentido pero no en la
sustancia de las palabras. Es más, la forma verbal en este caso es más débil que los sustantivos
—“fish, flesh, and fowl”— que parecen repetir el primer otorgamiento divino de nombres.
Cuando un texto comprehende su felicidad (accidental o no), sus cruces, su densidad —su
inconsciente— la traducción debe adherirse a la superficie, incluso si sus propios cruces
aparecen en otra parte.
            No puedes traducir un poema. Pero esto es para bien, ya que un poema es menos que la
poesía, y en la medida en que a uno se le niega algo del primero, el efecto puede ser estimulante
para la segunda. Un poema, un cierto número de palabras en cierto orden en la página, es una
forma, donde toda relación con lo que es otro y finito —con lo que es verdadero— ha sido
suspendida. Y el autor puede hallar placer en esto: es satisfactorio; a uno le gusta traer las cosas a
la existencia, cosas que soportan, pero uno lamenta que se haya puesto en desacuerdo con el
lugar y el tiempo de la verdadera reciprocidad. El poema es un medio, una declaración espiritual,
que no es, sin embargo, un fin. La publicación lo pone a prueba: es un tiempo de reflexión que
uno se permite a sí mismo, pero esto no es conformarse, sino hacerlo duradero y efímero. Y, por
supuesto, el mejor lector es igualmente quien cuida del poema: no como uno se preocupa por un
ser sino como respuesta al contenido irreducible al que se dirige, al significado que conlleva. No
hagamos ni un ídolo de la página escrita ni, menos aún, la consideremos con esa repugnancia
iconoclasta que es la idolatría invertida. En su forma más intensa, la lectura es empatía,
existencia compartida. Y, en cierto sentido, ¡qué perturbador resulta esto! Toda esa riqueza
textual —ambigüedades, juegos de palabras, capas de significado, etc.— negaba el privilegio de
obligarnos a resolver sus crucigramas. En su lugar, la oscuridad y el torpe cuidado. Me será
reprochado el empobrecimiento del texto.

            Lo que ganamos, sin embargo, a modo de compensación, es lo mismo que no podemos
comprender o aprehender: es decir, la poesía de otras lenguas. De hecho, deberíamos indagar en
torno a lo que motiva al poema; revivir el acto que al mismo tiempo le dio origen y que
permanece entreverado en éste; y liberado de esa forma fija, que es simplemente su rastro, la
primera intención y la intuición (digamos un anhelo, una obsesión, algo universal) puede
intentarse de nuevo en el otro idioma. El ejercicio será ahora más genuino, puesto que la misma
dificultad se manifiesta: es decir, como en el original, la lengua de la traducción paraliza la
expresión verbal provisional. Porque la dificultad de la poesía es que el lenguaje (langue) es un
sistema, mientras que la expresión específica (parole) es la presencia. Pero entender esto es
encontrarse con el autor que uno está traduciendo; se trata de ver con más claridad la coacción
que recae sobre él, las maniobras de pensamiento que despliega contra su habla; y las fidelidades
que lo atan. Porque las palabras intentarán convencernos para comportarnos como ellas lo hacen.
            Una vez que se ha puesto en marcha una buena traducción, las palabras rápidamente
empezarán a justificar el mal poema en el que se convierten, y empobrecerán la experiencia para
construir un texto. El traductor debe estar en guardia y probar la necesidad ontológica de sus
nuevas imágenes aún más que su semejanza literal (y por lo tanto externa) con las del poema
original. Éste es un trabajo cuesta arriba, pero el traductor es recompensado por su autor —si es
Yeats, si es Donne, si es Shakespeare. Y en lugar de estar, como antes, contra el cuerpo de un
texto, se encuentra en la fuente, un comienzo rico en posibilidades, y en este segundo viaje tiene
derecho a ser él mismo. ¡Un acto creativo, en definitiva!
            Jugando trucos con las lagunas de su lengua, dando brincos (bricoler), para usar la
expresión de moda, ahora se encuentra a sí mismo re-experimentando las restricciones
encontradas anteriormente por su autor, así como aquello que el autor aprendió de las mismas: lo
que equivale a decir que debes vivir antes de escribir. Debes comprender que el poema es nada y
que la traducción es posible, lo que no quiere decir que sea fácil; es simplemente la poesía re-
comenzada. ¿No parece esto completamente desproporcionado, reclamando un poder de
invención comparable al de Yeats para volver así a la fuente de su poema? Pero colocar a uno
mismo al frente no significa sentirse seguro del éxito. La escritura de la poesía es
invariablemente ambiciosa, e incluso para el verdadero poeta esta ambición debe proceder en
medio de la incertidumbre. No hay poesía salvo aquella que es imposible. Y al fracasar, por
ejemplo, sobre ciertos detalles específicos, por lo menos queda espacio suficiente para atender a
la unidad, o a la transparencia — y al destino.
            De hecho, de manera práctica, si la traducción no es una cuna, o una mera técnica, sino
una investigación y un experimento, sólo puede inscribirse —escribirse a sí misma— en el
transcurso de una vida; recurrirá a esa vida en todos sus aspectos, a todas sus acciones. Esto no
significa que el traductor necesite ser obligadamente un “poeta”. Pero definitivamente implica
que si él mismo es un escritor, será incapaz de mantener su traducción independiente de su
propio trabajo. Algunos ejemplos de esta interdependencia —ejemplos personales, ya que no son
nada de qué enorgullecerse (ni tampoco nada para alarmarse: fragmentos discretos, sin valor
excepto como amuletos). Horacio, hablando con Hamlet acerca de sus compañeros de guardia
después de que el fantasma ha aparecido. Ellos estaban “distilled” (destilados), dice, “almost to
jelly with the act of fear…”. El significado es claro. Pero “the act of fear” introduce una
intensidad trágica, en cuyo contexto me parecía problemático “jelly” (literalmente gelatina, en
francés, bouillie). ¿Por qué? Las obscenidades al principio de Romeo son traducibles. Pero una
obscenidad es un agudo dispositivo lingüístico, claro y autónomo, mientras que aquí “gelatina”
se aproxima al discurso cotidiano utilizado sin especial cuidado y no cargado de sentido. Ahora
pienso que mi tendencia aquí es muy francesa: dados estos contextos, que son a fin de cuentas
trágicos y ejemplares, ambiciono una conciencia elevada y, por lo tanto, una economía de
significado, y también un vocabulario si no del todo meditado al menos puesto a prueba. Por
supuesto, la vulgaridad debe tener su lugar, pero simplemente como vulgaridad —pensemos en
Rabelais y Rimbaud— y aquí estoy de nuevo con Racine o Nerval y con lo que se denomina
lenguaje elevado, o literario, pero que no es más que el idioma en su sentido tautológico, de
suma gravedad.
            Los ingleses (véase a Mercutio) esperan menos del lenguaje. Ellos quieren la observación
directa y la psicología sin complicaciones (en resumen, “gelatina”, dicho por un soldado) en
lugar de la reconstrucción heroica. Y admito que tienen razón. Pero mientras estoy indeciso,
¿debo enfrentar el reto sin más preámbulos y hablar de la bouillie (el cocido), o incluso de l’eau
de boudin (el budín líquido)? No me costaría casi nada ser literal. Pero si es verdad que, aun
aceptando esto, permanezco inclinado a ser el discípulo de Racine, también es cierto que lo que
parece exactitud llevará a la rareza. Este es el vicio de la traducción romántica —mal heredado
de una retórica anterior— que siempre me parece elude el problema sin resolverlo.
¡Incluso jalea sería mejor que eso! Mejor aún, escuchar a Shakespeare hasta que pueda
anticiparlo en mi propia escritura y no simplemente imitarlo. Y mientras tanto, con pleno
conocimiento del caso (voy a añadir una nota), traducir “jalea” con mi propia palabra, derivada
de otro conjunto de asociaciones: cendre (“ceniza”).
            Localmente, la traducción falla. Pero el acto de traducir ha comenzado y concluirá más
tarde en otro lugar —es decir, aún aquí. Y ahora de nuevo a Yeats, a “The Sorrow of Love”,
donde habla de la muchacha con “red mournful lips” (“labios rojos y tristes”) que está “doomed
like Odysseus and the labouring ships” (“condenada como Odiseo y los barcos que parten”).
“Labouring”: la palabra evoca los largos y difíciles cruces marítimos y el balanceo de la nave,
pero también la angustia emocional y el dolor —sin mencionar “estar en el parto”, es decir, el
proceso de dar a luz. Sin mencionar tampoco que el sentido arcaico de trabajo —que es
prácticamente ensemencer (“sembrar”) — sigue vigente. Todos estos sentidos tienen peso aquí,
así que ¿qué hay que hacer? Pero esta vez ni siquiera pude hacerme la pregunta; irresistiblemente
traduje “labouring” por qui boitent au loin (que renguean a lo lejos) , rechazando así
inmediatamente algunos de los sentidos en mi traducción. Y sería igualmente capaz de justificar
o criticar estas palabras: Odiseo no huyó, los hijos de Príamo lo hicieron —en busca de otra
Troya— y la muerte de Príamo ocurre en la siguiente línea. Pero ese no es el punto aquí. Porque
estas palabras no me llegaron por los cortocircuitos que la gente piensa, como correr del texto a
la traducción por medio del traductor. Llegaron por una ruta más amplia que se fraguó en mi
propio pasado.
            A menudo he pensado en la cojera de un barco. . . . Una vez incluso, al regresar de Grecia
en 1961, con el corazón atestado por la memoria de la Esfinge de Naxos, cuya sonrisa expresa
ataraxia, con aquella música, me imaginaba que el barco —andando precisamente de esta
manera, por la noche, frente a la costa de Italia— huía y buscaba. Con Verlaine en el fondo de mi
mente, dibujé una especie de poema, en el que el siempre ondulante mar también desempeñaba
su papel, “comome du fer, dans une caisse close” (“como el hierro en un baúl cerrado”): un
poema que nunca he concluido —y que, doce años después, impulsivamente, hice pedazos para
dar vida a mi traducción. La relación entre lo que allí se sentía, en su manera específica, y mi
preocupación por la poesía de Yeats se convirtió en lo más importante, el verdadero desarrollo.
Fue el poeta de habla inglesa quien me explicó a mí mismo, y mi propia experiencia personal la
que me impuso la traducción. Es en la simpatía del destino con el destino, en resumen, y no de
una frase inglesa con una francesa, donde las traducciones se desenvuelven, con consecuencias
duraderas que uno no puede prever (el barco y su cojera aparecieron en mi último libro).
            Siguiendo la lógica de estas observaciones, debo ahora preguntarme cómo mis
traducciones se han alimentado de mi propia poesía; y cómo la poesía de otras lenguas ha
contribuido al desarrollo de la nuestra. Por falta de tiempo, no haré más que plantear otra
cuestión preliminar. ¿Bajo qué circunstancias no es este tipo de traducción, la traducción de la
poesía, una tarea completamente loca? “Traduce poetas que te sean cercanos”, sugerí alguna vez.
Pero ¿qué poeta puede estar lo suficientemente cerca? La ironía de Donne, la melancolía
luminosa de Eliot o el spleen de Baudelaire, o la maldad de Rimbaud (y siempre, también, su
esperanza) —¿no resultan mundos impenetrables? Y en cuanto a Yeats —la aspiración hacia la
Idea, hacia Bizancio, por una parte, pero por otra “blood and mire”, tanto el fango como el
éxtasis, incluso la furia de la pasión, y Adonis tanto como Cristo— ¿puede ser compartido? Pero
en la poesía, la necesidad es la madre de la invención. Lo que cualquiera no ha intentado es a
veces reprimido, y la traducción, cuando un gran poeta nos habla, puede ir más allá de la censura
—esto es parte del “yo” que, como decía en otra parte, la obra traducida puede generar. Una
energía liberada. Así que sigamos a donde nos lleve. Pero sigamos sólo esto. Si una obra no nos
conjura, es intraducible.

[1]
 La traducción de Bonnefoy de Yeats es ampliamente conocida en el mundo francófono.

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