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enseñó
Antonio Di Ciaccia
Psicoanalista
La madre superiora de una orden de clausura me llama por teléfono. Desea que vea a una nueva
«vocación» para su monasterio. Antes de la admisión, en el transcurso de la reunión capitular, las
monjas se habían hecho algunas preguntas en relación con este pedido. La madre superiora había
entonces apelado a monseñor, esperando de su parte una aclaración que pudiera orientarla sobre
cómo seguir. Éste había propuesto que la joven candidata realizara unos tests psicológicos. Las
religiosas pensaron en presentarme el «caso», confiadas en los buenos resultados «personales y
sociales» que ya habían constatado en otra situación difícil en que una joven monja había armado
alguna gresca en el monasterio «porque el Cristo le hablaba y le decía qué hacer».
Hice notar a la madre superiora que mi intervención había consistido en un trabajo clínico que
atañía a la religiosa misma y al discurso que me había remitido. Si eso había seguido un
resultado positivo para la comunidad monástica, me alegraba, pero la cura había tenido otro
objetivo: concernía solamente a ese sujeto, a esa hermana precisamente. Mi trabajo no fue
evaluarla ni juzgarla apta para tal o cual vocación. Eso había permitido que pudiera encontrarse
en su propio discurso. Haciéndolo, el Cristo había empezado a hablarle menos; después terminó
callando. Y esto había tranquilizado a la comunidad entera. «Querida madre superiora —le dije
—, en relación con el caso de la candidata que usted me propone ver, no podría seguir un camino
distinto. De todos los caminos que propone la psicología no conozco otro que el freudiano. Por
otra parte, usted sabe muy bien cómo arreglárselas para evaluar una vocación sin utilizar tests
psicológicos. No pierda su saber trocándolo por otros bienes, aun cuando éstos muestren
aspectos científicos. ¿Qué puntuación habrían obtenido en un test de personalidad un san Agustín
o un san Jerónimo, tan pesadamente afligidos en su carne? ¿Y santa Hildegarda de Bingen o
santa Teresa de Ávila, tan presas en un mundo fuera de lo común? ¿Y el papa Inocencio III no
tuvo razón al confiar en su sueño para detectar en san Francisco de Asís al polarizador de un
movimiento de hermanitos medio espirituales y medio locos?» La madre superiora, dama de una
gran inteligencia, asintió, y dejó los tests para monseñor.
Esta breve historia que me sucedió hace poco no podía no recordarme una situación más antigua,
la mía. Como he contado en otra parte,¹ mi encuentro con el psicoanálisis se produjo también
sobre el fondo de una cuestión religiosa. Frente a un sufrimiento agudo ligado a la elección que
había hecho (hacerme religioso y sacerdote), había conseguido encontrar en el psicoanálisis no
sólo un alivio a mi tormento, sino una verdadera salida por un agujero inesperado. Y eso sin
compromiso alguno.
Para decir las cosas de la manera más justa, hablar de un encuentro con el psicoanálisis no es
nunca exacto, porque si hay encuentro, es con un psicoanalista, ese del que un sujeto puede
llegar decir: es el mío. Es el mío, exclusivamente el mío, aunque muchas veces sea, el pobre o la
pobre, el analista de algunos otros. Ese a quien vamos a investir con las insignias de nuestro
inconsciente se convierte rápidamente, poco tiempo después de los primeros encuentros, en
alguien privado. Privado porque es el nuestro. Tan nuestro que parece que estuviera allí desde
siempre. Pero privado también, porque está, si es verdaderamente un analista, siempre en otra
parte. De hecho, todo eso no tiene ninguna importancia sino para subrayar que el psicoanálisis,
para que funcione, debe estar encarnado. Pero esta encarnación debe escapar como la peste a
todo abuso de poder, so pena de rebajar el psicoanálisis al nivel de cualquier práctica de
sugestión.
Lo que el psicoanálisis me ha enseñado es que ese agujero, ese agujero sin nombre y que no
conozco, es, sin embargo, lo más precioso que tengo. Porque allí soy extraño a mí mismo,
siempre extranjero, trascendente diría, sin por ello ser de ningún modo divino, sino simplemente
un ser mortal.
Desde ese lugar vacío puedo escuchar a un sujeto que me habla. Pero también desde este lugar
vacío puedo amarlo como mi prójimo. «Porque en él, este lugar es el mismo», como dice Lacan.²
Y finalmente desde ese lugar vacío puedo amarme como siendo, para mí mismo, mi propio
prójimo.
¹. Antonio Di Ciaccia, «L’homme qui voulait être pape» en Qui sont vos psychanalystes?, Seuil,
París, 2002.
². J. Lacan, Le triomphe de la Réligion, predecido por Discours aux catholiques, Seuil, París,
2005 ⌈Trad. Cast.: El triunfo de la religión: precedido del Discurso a los católicos, Paidós,
Buenos Aires, 2006.]