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Después de la muerte de Saúl, David fue coronado rey sobre Judá en Hebrón (2
Sam. 2: 3, 4). En tiempos pasados había sido capitán en el ejército de Saúl, y por
un tiempo fue yerno de Saúl (1 Sam. 18: 27), pero había vivido como proscrito
en los bosques y las cavernas de las montañas del sur de Judá, y en una ciudad
filistea durante los últimos años del reinado de Saúl (1 Sam. 19 a 29). David,
ungido secretamente por el profeta Samuel poco después del rechazo de Saúl
como rey, estaba excepcionalmente dotado como guerrero, poeta y músico (1
Sam. 17; 2 Sam. 1: 17-27; 1 Sam. 16: 14-23). Era también profundamente
religioso, y aunque cayó en un grave pecado, se arrepintió y recuperó el favor
divino (ver el Sal. 51). Por lo tanto, se le confirmó el trono a perpetuidad a él y a
su posteridad, lo que culminaría con el reino eterno del Mesías, que fue
descendiente de David según la carne (Rom. 1: 3).
Los primeros siete años del reinado de David se limitaron a Judá, mientras que
Is-boset, cuarto hijo de Saúl, reinó sobre el resto de las tribus desde su capital,
Mahanaim, en Transjordania. Las relaciones entre los dos reyes rivales fueron
amargas, e hicieron crisis en forma de luchas y derramamientos de sangre (2
Sam. 2: 12-32). Abner, comandante del ejército de Saúl, era el que realmente
sostenía el trono de Is-boset, hombre débil que cayó víctima de unos asesinos
inmediatamente después que Abner le retiró su apoyo (2 Sam. 3 y 4). Su
verdadero nombre parece haber sido Es-baal, "hombre de Baal" (1 Crón. 8: 33; 9:
39), lo que sugiere que cuando nació, Saúl se había alejado tanto de Dios que
adoraba a Baal. Al escritor inspirado de 2 Samuel, este nombre le resultaba tan
vergonzoso que nunca lo usó; por eso a Es-baal, "hombre de Baal", siempre
prefirió llamarlo Is-boset, "hombre de vergüenza".
David había hecho de Hebrón su capital, y allí, después de la muerte de Is-boset,
fue coronado rey sobre todo Israel, lo cual señaló el fin de la breve dinastía de
Saúl. Después que David hubo reinado durante siete años y medio, se propuso
establecer una nueva capital. Demostró notable sabiduría política al elegir como
capital una ciudad que hasta ese momento no había pertenecido a ninguna tribu, y
que por lo tanto sería aceptable para todos. Al conquistar la fortaleza Jebusea de
Jerusalén, en la frontera entre Judá y Benjamín, y al establecer el centro político
y religioso del reino en una ubicación central, lejos de las principales carreteras
internacionales que atravesaban el país, David demostró una previsión política
digna de encomio. Desde entonces Jerusalén ha sido una ciudad importante y ha
desempeñado un papel destacado en la historia del mundo.
El reinado de David se distingue por una cadena ininterrumpida de victorias
militares. Derrotó repetidas veces a los filisteos (2 Sam. 5: 17-25; 21: 15-22; 23:
13-17) y logró libertar completamente a Israel de la influencia de ellos. Los
limitó a una región costera próxima a las ciudades de Gaza, Ascalón, Asdod, Gat
y Ecrón. También subyugó a los moabitas, amonitas y edomitas (2 Sam. 8: 2, 14;
10: 6 a 11: 1; 12: 26-31; 1 Crón. 18: 2, 11-13; 19: 1 a 20: 3), y sometió a los
arameos de Damasco y Soba (2 Sam. 8: 3-13; 1 Crón. 18: 5-10). Otras naciones
procuraron su amistad mediante el envío de presentes -como lo hizo el rey de
Hamat (2 Sam. 8: 9, 10) -o mediante la firma de tratados, como en el caso del rey
fenicio de Tiro (2 Sam. 5: 11). De esta manera David pudo reinar sobre toda
Palestina occidental y orienta, con excepción de la región costera, e
indirectamente también sobre grandes secciones de Siria. Prácticamente todo el
territorio entre el Eufrates y Egipto era administrado por los gobernadores de
David, o le era favorable, o le pagaba tributo.
La política interna de David no siempre tuvo tanto éxito como su política
exterior. Para fijar impuestos o para hacer un cálculo del potencial humano de su
reino, hizo levantar un censo que ofendió a Joab, su general, y también a Dios (2
Sam. 24; 1 Crón. 21 y 22). David, como otros estadistas fuertes antes y después
de él, también cayó ocasionalmente víctima de sus concupiscencias -véase por
ejemplo el episodio de Betsabé (2 Sam. 11: 2 a 12: 25)-, y como polígamo
compartió los tristes resultados de esa costumbre. Uno de sus hijos cometió
incesto (2 Sam. 13); otro, Absalón, llegó a ser fratricida y más tarde se rebeló
contra su propio padre, pero murió en la batalla que siguió (2 Sam. 13 a 19). La
rebelión del benjamita Seba también causó serias dificultades y derramamiento
de sangre (2 Sam. 20); y poco antes de la muerte de David, Adonías, uno de sus
hijos, hizo un intento infructuoso para ocupar el trono mediante una revolución
en el palacio (1 Rey. 1). Sin embargo, la recia personalidad de David, junto con
el resuelto apoyo de los que le fueron leales, le permitió vencer todas las fuerzas
divisivas. El reino fue transferido a Salomón como una sólida unidad.
La lealtad básica de David para con Dios y su disposición a arrepentirse y aceptar
el castigo por el pecado, le ganaron el respeto de los profetas Natán y Gad, y le
atrajeron promesas y bendiciones divinas de una naturaleza singular. No pudo
realizar uno de sus mayores deseos: construir un templo para el Dios que amaba.
Sin embargo, se le prometió que construiría el templo su hijo, cuyas manos no
estaban manchadas de sangre como las suyas. Por lo tanto, David compró el
terreno, mandó hacer el plano y reunió los fondos para ayudar a Salomón en la
realización del plan (2 Sam. 7; 1 Crón. 21: 18 a 22: 5).
Salomón, tercer gobernante del reino unido de Israel, cuyo nombre era también
Jedidías, "al cual amó Jehová" (2 Sam. 12: 24, 25), parece haber seguido la
costumbre oriental de tomar un nombre para ocupar el trono: Salomón,
"pacífico". Su reinado hizo que este título no fuese sólo apropiado, sino también
popular.
Por razones no especificadas, Dios escogió a Salomón para que fuese el sucesor
de David, y éste lo proclamó rey durante una revolución de palacio que tenía el
propósito de colocar en el trono a su hermano mayor Adonías (1 Rey. 1: 15-49).
Aunque Salomón pareció al principio demostrar clemencia para con Adonías, no
se olvidó del incidente. Por lo general, el menor error que cometieron los
opositores de Salomón les costó la vida. De ahí que tanto Joab, instigador del
complot, como Adonías fueran finalmente ejecutados, mientras que Abiatar, el
sumo sacerdote, fue depuesto (1 Rey. 2).
Demostrando una piedad desusada para sus años, y comprendiendo al parecer la
dificultad de sus problemas políticos, Salomón pidió a Dios sabiduría en la difícil
tarea de gobernar el nuevo imperio. Su sabiduría, de la cual tenemos ejemplos en
los Proverbios, Eclesiastés y Cantares, excedió a la de todos los demás sabios
famosos de la antigüedad (1 Rey. 3: 4 a 4: 34). Esta fama atrajo a su corte a los
intelectuales de varias naciones. De esas visitas, la de la reina árabe de Sabá
parece haber sido la que hizo mayor impresión sobre sus contemporáneos (1 Rey.
4: 34; 10: 1-10).
El reino que Salomón heredó de su padre se extendía desde el golfo de Akaba, al
sur, hasta casi el Eufrates, al norte. Nunca antes ni después tuvo tanta extensión
el territorio israelita. Siendo que tanto Asiria como Egipto estaban muy débiles
en esta época, Salomón no encontró verdadera oposición de parte de sus vecinos,
y aprovechando esa situación, se aventuró en grandes empresas comerciales por
tierra y por mar que le reportaron riquezas nunca antes vistas por su pueblo. De
ahí que el esplendor de su reinado se hiciera legendario, como lo testifica Mat. 6:
28, 29.
Puesto que los fenicios ya controlaban el comercio del Mediterráneo, Salomón se
dirigió hacia el sur y realizó empresas comerciales con Arabia y el Africa
oriental, llevando a cabo sus expediciones marítimas con la ayuda de marinos de
Tiro (1 Rey. 9: 26-28). La ciudad de Ezión- geber en el golfo de Akaba no sólo
sirvió de puerto principal para estas expediciones, sino también, aparentemente,
como un centro comercial del cobre extraído en el Wadi Arabá (la zona entre el
mar Muerto y Ezión-geber). Como además controlaba muchas rutas comerciales
terrestres, Israel llegó a ser el gran mercado de compra y venta de carros y lino
egipcios, caballos de Cilicia y diversos productos de Arabia. Prácticamente nada
entraba en Egipto desde el oriente, o en Mesopotamia desde el suroeste, sin
enriquecer los cofres de Salomón (1 Rey. 4: 21; 10: 28, 29).
El rey emprendió también grandes construcciones. Sobre el monte Moriah, en el
norte de la antigua Jerusalén, edificó una acrópolis que comprendía el magnífico
templo, edificado en 7 años (1 Rey. 6: 37, 38), y su propio palacio, cuya
construcción llevó 13 años (1 Rey. 7: 1). También construyó el millo'o "relleno",
que algunos creen que estuvo entre Sion y Moriah, y reparó el muro de Jerusalén
(1 Rey. 9: 15, 24). A lo largo del país se construyó una cadena de ciudades para
sus carros a fin de garantizar la seguridad nacional, y esto requirió un gran
ejército regular y muchos caballos y carros, costosos rubros del presupuesto
nacional (1 Rey. 4: 26; 9: 15-19; 10: 26; 2 Crón. 9: 28). Las excavaciones de
Gezer y Meguido han comprobado plenamente estas afirmaciones bíblicas.
Para sus múltiples empresas, el rey dependía del trabajo forzado (1 Rey. 5: 13-
18; 9: 19-23), y de los fenicios, para conseguir obreros adiestrados y marineros (1
Rey. 7: 13; 9: 27). Los magníficos proyectos de construcción y las grandes
exigencias del ejército fueron una carga tan pesada para la economía israelita,
que aun los inmensos ingresos de Salomón resultaron insuficientes para
financiar el programa, con el resultado de que en una ocasión tuvo que ceder 20
pueblos galileos a Fenicia en pago de la madera y del oro que necesitaba (1 Rey.
9: 10-14).
Siguiendo la costumbre de los monarcas orientales, Salomón tuvo un gran harén,
y procuró fomentar la buena voluntad internacional casándose con princesas de la
mayoría de las naciones circunvecinas, incluso Egipto, y permitió que se
edificasen en Jerusalén santuarios dedicados a deidades extranjeras (1 Rey. 11: 1-
8). La princesa egipcia, que trajo como dote la ciudad de Gezer que su padre
había conquistado de los cananeos, parece haber sido su reina favorita por cuanto
le construyó un palacio separado (1 Rey. 3: 1; 9: 16, 24).
Pero la gloria exterior del reino, el suntuoso ceremonial de la corte, las nuevas y
poderosas fortalezas en todo el país, el fuerte ejército y las grandes empresas
comerciales no podían ocultar el hecho evidente de que el imperio de Salomón
estaba por desintegrarse. Había inquietud entre los israelitas a causa de los altos
impuestos y el trabajo forzado requerido, y las naciones subyugadas sólo
esperaban una señal de debilidad para independizarse de Jerusalén. Aunque la
Biblia sólo menciona por nombre a tres rebeldes que se manifestaron en abierta
oposición a Salomón: Hadad edomita, Rezón hijo de Eliada, y el efrainita
Jeroboam (1 Rey. 11: 14-40), los sucesos que ocurrieron inmediatamente después
de la muerte de Salomón implican que debe haber habido considerable
desasosiego aun durante su vida.
Los escritores bíblicos, que se preocuparon más de la vida religiosa de sus
héroes, dan como razón principal de la decadencia del poder de Salomón y la
desintegración de su imperio, el hecho de que el rey se hubiera apartado del
camino recto de sus deberes religiosos. Aunque había construido el templo de
Jehová y en su dedicación ofreció una oración que reflejaba profunda experiencia
espiritual (1 Rey. 8: 22-61), cayó en una poligamia e idolatría sin precedentes (1
Rey. 11: 9-11) que provocaron la prosecución de una política insensata que
apresuró la caída de su reino.
No bien hubo cerrado los ojos Salomón, las tribus de Israel se separaron en dos
bandos y varias de las naciones sometidas proclamaron su independencia.
Con Roboam, el imprudente hijo de Salomón, el reino hebreo unido llegó a su fin
para nunca resurgir. Cuando Roboam fue a Siquem para la coronación, se enteró
del descontento profundo que existía entre sus súbditos a causa de las excesivas
cargas de impuestos y el trabajo forzado que su padre había introducido.
Rechazando las advertencias de consejeros experimentados para que accediese a
las demandas razonables del pueblo, lo amenazó con aumentar sus cargas; de esta
manera provocó la franca revuelta de sus súbditos del norte y del este bajo la
dirección de Jeroboam. Siendo quizá hijo de una mujer amonita, Roboam imitó a
su padre al tener un numeroso harén y al fomentar la adoración de dioses
paganos, con todos sus ritos abominables (1 Rey. 14: 22-24; 2 Crón. 11: 21).
Jeroboam.
El siguiente rey, Abiam, reinó brevemente (913-911 AC), sostuvo una guerra con
Jeroboam I e imitó a su padre en todos sus vicios (1 Rey. 15: 1-8).
Con Asa, hijo de Abiam, llegó nuevamente al trono un buen rey (911-869 AC).
Eliminó la influencia de su abuela, que había levantado una imagen para Asera, y
desterró a los sodomitas como también el culto de los ídolos (vers. 10-13).
Después de los primeros años pacíficos de su reinado, que dedicó a reformas
religiosas, Asa fue atacado por los etíopes comandados por Zera, que eran
probablemente cusitas de la costa oriental del mar Rojo (2 Crón. 14: 9-15).
Cuando Baasa de Israel ocupó parte del norte de Judá, probablemente 36 años
después de la división del reino (2 Crón. 16: 1), Asa no se atrevió a enfrentar al
ejército septentrional con sus propias fuerzas inferiores en número, sino que
indujo a Ben-adad de Siria a atacar y debilitar a Israel. Por esta falta de fe en la
ayuda de Jehová, Asa fue severamente reprendido por el profeta Hanani (vers. 1-
10).
Los últimos años de Asa se caracterizaron por su mala salud (vers. 12), y por lo
tanto designó a su hijo Josafat como corregente, según lo indican los datos
cronológicos.
Desde Josafat hasta Ocozías (872-841 AC). “31 Años Apx”
Josafat (872-848 AC) continuó las reformas religiosas de su buen padre. Aunque
no quitó todos los altos, se lo encomia por haber ordenado que los levitas y
sacerdotes recorriesen el país para predicar la ley (1 Rey.22: 43; 2 Crón. 17: 7-9).
El terminó la larga querella entre Judá e Israel al aliarse con la dinastía de Omri,
y casó al príncipe heredero Joram de Judá con Atalía, hija de Acab (2 Rey. 8: 18,
26), unión que por desgracia abrió la puerta para el culto de Baal en Judá. Josafat
también ayudó a los reyes del norte en sus campañas militares. Con Acab fue
contra Ramot de Galaad (2 Crón. 18: 28), y con Joram, rey de Israel, contra
Moab (2 Rey. 3: 4-27). También luchó contra una fuerte confederación de los
idumeos, moabitas y amonitas (2 Crón. 20: 1-30). Por otra parte, algunas
naciones, como los filisteos y los árabes, quedaron tan impresionadas con las
hazañas de Josafat que procuraron su amistad. Su intento de restablecer las
expediciones de Salomón a Ofir fracasó cuando sus barcos naufragaron en Ezión-
geber (vers. 35-37).
Siguió los caminos corruptos de sus padres, acompañó a su tío Joram de Israel en
una guerra infructuosa contra los sirios (2 Rey. 8: 26-29), y fue mortalmente
herido en el complot de Jehú contra Joram de Israel. Murió en Meguido, adonde
había huido para restablecerse (2 Rey. 9: 14-28)
Los reyes de Israel; Jeroboam I (931-910 AC).
Al separarse de la dinastía de David, todas las tribus hebreas salvo Judá y
Benjamín llamaron a Jeroboam, exiliado político que acababa de volver de
Egipto, adonde había huido de Salomón (1 Rey. 12: 19, 20). Jeroboam era un
caudillo efrainita que había servido a Salomón como capataz de una cuadrilla de
obreros ocupados en trabajos de construcción en Milo. Resentido por la política
interna de Salomón, se había rebelado. Animado por el profeta Ahías de Silo, es
evidente que se volvió osado en su oposición y fue probablemente denunciado
ante Salomón, por lo que huyó a Egipto para salvar la vida (1 Rey. 11: 26-40).
Jeroboam I reinó sobre el reino septentrional como su primer rey durante 22 años
(931-910 AC). Hizo de Siquem su primera capital, pero más tarde la trasladó a
Tirsa. Tirsa no ha sido identificada aún definitivamente, pero puede haber estado
en el montículo actual de Tell el-Fâr'ah, a unos 11 km al noreste de Nablus. Se
han llevado a cabo excavaciones en este montículo que es más grande que el de
Meguido, pero no se han hallado aún indicios definidos para lograr su
identificación.
Jeroboam tuvo que sostener continuas guerras con sus vecinos descontentos del
sur, primero contra Roboam y luego contra Abiam (1 Rey. 14: 30; 15: 7). Su
tierra parece también haber sido devastada durante la campaña del rey egipcio
Sheshonk, aunque la Biblia sólo menciona a Judá y a Jerusalén como víctimas
del ataque. Sin embargo, la evidencia demuestra claramente que Sheshonk
también invadió el reino septentrional, porque inscribió los nombres de muchas
ciudades del norte en su relieve de Karnak. También se descubrió una estela de la
victoria de Sheshonk en las ruinas de la ciudad de Meguido, perteneciente a
Jeroboam. Puede ser que Jeroboam no hubiera cumplido las promesas hechas a
Sheshonk, y así hubiera provocado esta acción militar emprendida contra él. De
lo contrario no es claro por qué Sheshonk, que había otorgado asilo a Jeroboam
como refugiado político, se volviera tan rápidamente contra él una vez que llegó
a ser rey.
Por razones políticas, Jeroboam introdujo ritos y prácticas religiosas que
constituyeron una desviación del culto puro a Jehová. En Bet-el y Dan construyó
templos e hizo dos becerros para representar a Jehová en forma visible (1 Rey.
12: 27-31). Durante dos siglos el culto de estos becerros de oro fue conocido
como el "pecado de Jeroboam". De todos sus sucesores en el trono de Israel,
excepto tres, se dice que lo siguieron en esta apostasía. La inscripción de un
fragmento de alfarería hallado en Samaria proyecta una luz curiosa sobre este
culto de un becerro. Tiene el nombre de un hombre llamado Egelyau, que
significa "Jehová es un becerro", lo que demuestra que los israelitas adoraban a
Jehová bajo la forma de un novillo de la misma manera en que los cananeos
creían que su dios El era un toro.
Jeroboam también cambió el mes principal de fiestas -el séptimo del calendario
eclesiástico hebreo- al octavo (vers. 32, 33). El estudio de la cronología israelita
también pareciera indicar que entonces se introdujo un calendario civil que
comenzaba en primavera [del hemisferio norte], a diferencia del que se usaba en
el reino meridional, donde el año civil comenzaba en el otoño. Siendo que los
reyes del sur usaban el sistema del año de ascensión al trono al calcular los años
de su reinado, Jeroboam introdujo el sistema egipcio que no toma en cuenta el
año de la ascensión al trono, y probablemente lo hizo sin otra razón que la de ser
diferente.
Jeroboam, que comenzó su reinado como rebelde contra Roboam, y que también
se rebeló contra Dios y su forma de culto, estableció su reino sobre el
fundamento más débil posible. Esto fue cierto tanto en sentido político como
espiritual. Ni su dinastía, que llegó a su fin con la muerte de su hijo, ni ninguna
de las dinastías posteriores, duraron más que unos pocos años. El reino de Israel
tuvo 10 dinastías y 20 reyes en los 208 años de su existencia. Además, la nación
nunca escapó del callejón sin salida respecto a la religión al cual la condujo
Jeroboam. Hundiéndose cada vez más profundamente en el lodo de la idolatría e
inmoralidad paganas, fue despedazada por sus enemigos, Siria y Asiria, y
finalmente desapareció.
Omri llegó a ser el fundador de una dinastía, cuatro de cuyos reyes ocuparon el
trono a través de un período de 44 años (885-841 AC). Al principio Omri tuvo
que luchar con otro aspirante al trono, Tibni, que tenía considerable apoyo de
parte del pueblo. Sólo después de cuatro años de lucha interna, Omri pudo
exterminar a Tibni y a sus seguidores (vers. 21-23). Esto resulta claro por las
declaraciones cronológicas de los vers. 15 y 23, que asignan los 7 días del
reinado de Zimri al año 27 de Asa, y la ascensión de Omri al trono -como
monarca único- al año 31 de Asa.
El reinado de 12 años de Omri fue políticamente más importante que lo que
indican los registros bíblicos. Al escoger una ubicación estratégica para su
capital, Samaria, hizo por Israel lo que David había hecho al elegir a Jerusalén.
Esta colina, de unos 120 m de altura, estaba situada en una llanura en forma de
taza y podía ser defendida con facilidad. Aparentemente nunca fue tomada por la
fuerza de las armas, y sólo se rindió por falta de agua o alimento. Las
excavaciones han confirmado el hecho insinuado en los registros bíblicos de que
el sitio no había sido habitado antes del tiempo de Omri. Al trasladar su capital a
ese lugar, él comenzó a construir grandes defensas que fueron completadas por su
hijo Acab.
No se sabe si Omri personalmente tuvo encuentros con los asirios, pero durante
los siguientes 100 años los registros asirios se refieren a Israel como "la tierra de
la casa de Omri", aun mucho después de que hubo desaparecido la dinastía de
Omri. Su personalidad, su éxito político o sus empresas comerciales lo deben
haber hecho famoso a la vista de sus contemporáneos y de las generaciones
posteriores.
Omri entabló relaciones cordiales con sus vecinos fenicios, y casó a su hijo Acab
con Jezabel, hija del rey de Tiro. Esta alianza introdujo el culto de Baal y Asera
en Israel en un grado anteriormente desconocido (1 Rey. 16: 25). También
concedió franquicias económicas a Damasco y permitió que comerciantes sirios
tuviesen puestos en los bazares de Samaria (1 Rey. 20: 34). Puesto que Israel
recibió privilegios similares en Damasco sólo después de una victoria militar
sobre los sirios, parece que Omri fue vencido por los sirios, les cedió cierta parte
de su territorio y les otorgó las concesiones económicas mencionadas.
Sin embargo, Omri pudo subyugar a Moab, como lo admite la larga inscripción
de la famosa Piedra Moabita, donde Mesa rey de Moab dice: "Omri, rey de
Israel, afligió muchos días a Moab, porque Quemos estuvo airado con su tierra"
(ver t. I, pág. 128). Cuán valiosa fue la posesión de Moab para Israel puede verse
por el tributo pagado por Moab a Acab, hijo de Omri. Se dice que dicho tributo
ascendió -probablemente cada año- a "cien mil corderos y cien mil carneros con
sus vellones" (2 Rey. 3: 4).
Con Acab, el siguiente rey, llegó al trono de Israel un gobernante débil. No tenía
fuerza para resistir a su esposa fenicia de recia voluntad, que estaba resuelta a
exaltar al máximo su propia religión. Al traer desde su patria hasta la mesa real a
centenares de sacerdotes y profetas de Baal y Astarté, al introducir los ritos
inmorales del sistema de culto cananeo y al perseguir y matar a los adoradores
del verdadero Dios, Jezabel causó una crisis religiosa de primera magnitud (1
Rey. 18: 4, 19). A causa de esta crisis, y debido a que algunos de los más
grandes dirigentes espirituales del AT, Elías y Eliseo, vivieron y trabajaron en
Israel en esa época, la Biblia dedica mucho espacio a Acab.
Elías fue llamado por Dios para luchar por la supervivencia de la verdadera
religión. Una larga sequía de tres años y medio, predicha por el profeta como
castigo de Jehová, llevó la tierra de Acab al borde de la ruina económica. La
sequía llegó a su fin con la victoria de Elías sobre los sacerdotes de Baal en el
monte Carmelo, donde se realizó una competencia entre el poder de Jehova y el
de Baal (vers. 17-40). Pero mientras reinó Acab, floreció el culto pagano de
Baal. Es notable que Acab no se atreviera a dar nombres de Baal a sus hijos;
todos los nombres conocidos de éstos: Ocozías, Joram y Atalía, contienen la
forma abreviada de Jehová. Sin embargo, sus súbditos tuvieron menos
escrúpulos en esto. Numerosos nombres personales de ese período y otros
subsiguientes estaban relacionados con Baal -Abibaal, Baala, Baalzamar,
Baalzakar y otros- según lo demuestran las inscripciones de fragmentos de
alfarería hallados al excavar en Samaria.
Acab se hizo famoso por la "casa de marfil" que construyó (1 Rey. 22: 39; Amós
3: 15). Gran número de placas de marfil hermosamente talladas, que se hallaron
en la excavación en Samaria, revelan que el interior de su palacio probablemente
estuvo decorado con marfil. Los diseños son semejantes a los que se hallan en
decoraciones hechas con marfil en Siria y Asiria.
Como guerrero, Acab tuvo un éxito limitado. Dos veces derrotó a los sirios. El
botín de estas dos guerras victoriosas lo enriqueció mucho, y le valió concesiones
económicas en Damasco (1 Rey. 20: 21, 34). De ahí que, por un tiempo, llegase
a ser uno de los monarcas más poderosos al occidente de Asiria. Cuando
Salmanasar III avanzó por Siria, Acab se unió con sus anteriores enemigos para
hacer causa común contra los asirlos, y reunió más carros que cualquiera de los
aliados. Esto se ve en la lista que da Salmanasar de sus adversarios en la batalla
de Qarqar, conservada en una inscripción histórica grabada en una roca en la
parte superior del Tigris. La inscripción declara que de los 3.940 carros que
peleaban contra los asirios, 2.000 pertenecían a Acab, mientras que los otros 10
aliados habían reunido solamente 1.940. De los 52.900 soldados de infantería,
Acab proporcionó 10.000. Cuando la batalla de Qarqar detuvo el avance de
Salmanasar, Acab, consciente de su fuerza, se volvió inmediatamente contra
Damasco para recuperar la posesión de la ciudad de Ramot de Galaad, en
Transjordania; pero perdió la vida en esa batalla (1 Rey. 22).
Durante el corto reinado del hijo de Acab, Ocozías (853-852 AC), que fue tan
corrupto como había sido su padre, no sucedió nada de importancia, salvo tal vez
la expedición abortada a Ofir hecha en cooperación con Josafat de Judá (2 Crón.
20: 35-37). Puesto que Ocozías no tuvo hijos, lo sucedió en el trono su hermano
Joram (852-841 AC). En sus días se rebeló Mesa de Moab, y emprendió una
expedición militar en cooperación con Josafat de Judá, con resultados desastrosos
para Moab. Sin embargo, Israel no pudo restablecer su dominio sobre dicho país,
según lo da a entender el registro bíblico (2 Rey. 3: 4-27) y lo afirma la
inscripción de la Piedra Moabita.
Joram sostuvo varias guerras contra los sirios. Gracias a la intervención del
profeta Eliseo, dos veces se evitó un desastre inminente (2 Rey. 6 y 7), pero el
intento de Joram de recuperar a Ramot de Galaad de manos de los sirios fracasó,
así como había fracasado el de su padre Acab. Herido por Hazael de Siria, fue a
la fértil Jezreel para recuperarse, y allí fue asesinado por Jehú, el comandante de
su ejército. Este último procedió a extirpar a toda la familia de Omri, incluso
Jezabel, y luego usurpó el trono (2 Rey. 8: 28, 29; 9: 24 a 10: 17).
La dinastía de Jehú (841-752 AC).
Que había sido ungido por un mensajero de Eliseo en Ramot de Galaad, no sólo
puso fin a la dinastía idólatra de Omri sino que erradicó el culto de Baal hasta
donde le fue posible. Por este celo justiciero fue encomiado por el profeta, y se
le prometió que sus descendientes se sentarían sobre el trono de Israel hasta la
cuarta generación (2 Rey. 10: 30). Por consiguiente, su dinastía reinó sobre el
país durante unos 90 años, casi la mitad del período de existencia de la nación.
Sin embargo, Jehú no terminó con el culto del becerro de Jeroboam, y su reforma
por lo tanto fue incompleta.
Rompiendo con la política de sus predecesores, Jehú voluntariamente se hizo
vasallo de Salmanasar III y pagó tributo tan pronto como ascendió al trono. Este
suceso está representado en los cuatro lados del obelisco negro de Salmanasar,
ahora en el Museo Británico. El rey hebreo -el primero de quien existe una
representación de su misma época- aparece arrodillado ante Salmanasar, mientras
que su séquito lleva como tributo "plata, oro, un tazón de saplu de oro, una vasija
de oro con fondo puntiagudo, vasos de oro, baldes de oro, estaño, un báculo para
rey y puruhtu de madera" (aún se desconoce el significado de las palabras en
cursiva). Probablemente Israel cambió su política para con Asiria a fin de
obtener la ayuda de ésta contra Hazael de Siria, principal enemigo de Israel.
Los 17 años del reinado de Joacaz (814-798 AC) se caracterizaron por guerras
continuas contra los sirios, los cuales oprimieron a Israel, primero bajo Hazael, y
luego bajo su hijo Ben-adad III (2 Rey. 13: 1-3). El resultado fue que Israel
perdió mucho de su territorio y su ejército, de manera que sólo le quedaron 10
carros, 50 jinetes y 10.000 infantes (vers. 7). Una comparación de los 10 carros
de Joacaz con los 2.000 de Acab revela la gran pérdida de poder que había
sufrido el reino en 50 años. No se sabe quién rescató a Israel de su triste suerte,
porque no se identifica al "salvador" del vers. 5. Puede haber sido su hijo Joás
(ver vers. 25), un rey de Asiria, alguna otra persona.
El siguiente rey de Israel, Joás (798-782 AC), tuvo más éxito en sus guerras
contra los sirios que el que había tenido su padre, y al vencerlos tres veces
recuperó todo el territorio perdido por Joacaz (vers. 25). Desafiado por Amasías
de Judá, contra su voluntad tuvo que luchar contra el reino del sur: la primera
guerra en 100 años entre las dos naciones hermanas. Venció al ejército de Judá
en la batalla de Bet-semes, tomó cautivo al rey, y entró victoriosamente en
Jerusalén. Derribó parte de las defensas de la ciudad, y se llevó vasos del
templo, tesoros reales y algunos rehenes a Samaria (2 Rey. 14: 8-14).
Los datos cronológicos exigen una corregencia entre Joás y su hijo, Jeroboam II,
durante unos 12 años, la única corregencia de la cual haya evidencia en Israel.
Joás puede haber tomado esta medida por prudencia política. Conociendo el
peligro que experimenta un Estado cuando repentinamente queda vacante el
trono, probablemente designó a su hijo Jeroboam como gobernante asociado y
sucesor cuando comenzó sus guerras de liberación contra Siria. Así quedaba
asegurada la continuidad de la dinastía aun cuando el rey perdiera la vida durante
una de sus campañas.
Se registran 41 años de reinado de Jeroboam (793-753 AC), incluyendo 12 años
de corregencia con su padre, Joás. Por desgracia poco se sabe de su reinado, que
evidentemente fue próspero. La Biblia sólo dedica siete versículos a su vida
(vers. 23-29), pero ellos indican que recuperó tanto territorio perdido, que su
reino casi igualó en extensión al imperio de David y Salomón. Con excepción
del territorio ocupado por el reino de Judá, la extensión de su reino era
prácticamente la misma que la de aquellos grandes reyes. Restauró el gobierno
israelita sobre las regiones costeras y las del interior de Siria, conquistó Damasco
y Hamat, y ocupó el sur de Transjordania hasta el mar Muerto, lo que significa
probablemente que hizo tributarios de Israel a Amón y Moab. Estas grandes
ganancias sólo fueron posibles porque Asiria atravesaba por un período de
debilidad política y no pudo interferir.
Jeroboam II fue evidentemente un gobernante fuerte, pero careció de la prudencia
y la previsión de su padre. De ahí que no tomara ninguna medida para garantizar
la continuidad de su gobierno, y su reino se derrumbó casi inmediatamente
después de su muerte. Su hijo Zacarías sólo reinó seis meses (753-752 AC), y
cayó víctima del complot asesino de Salum (2 Rey. 15: 8-12). Así terminó la
dinastía de Jehú, y de allí en adelante el reino volvió rápidamente a la impotencia
política que lo había caracterizado durante la mayor parte de su corta historia.
Educado en el hogar de Joiada, fue puesto en el trono por éste a la edad de siete
años, y el ejército mató a la malvada reina Atalía (2 Rey. 11: 4-21). Mientras el
joven rey permitió que Joiada guiase sus asuntos, actuó en una forma prudente y
piadosa; eliminó el culto a Baal y realizó extensas reparaciones en el templo (2
Rey. 12: 1-16; 2 Crón. 24: 1-14). Sin embargo, después de la muerte de Joiada,
Joás se volvió indiferente, y hasta hizo morir apedreado a Zacarías, hijo de su
benefactor, por haberle reprochado sus malas obras (2 Crón. 24: 15-22). Cuando
Hazael de Damasco marchó contra Joás, éste trató de apaciguarlo dándole
algunos de los tesoros del templo. Este acto de cobardía, junto con el asesinato
de Zacarías y agravios domésticos y religiosos, evidentemente dio como
resultado una profunda oposición. Fue asesinado por sus propios siervos y
sepultado en la ciudad de David, pero no en los sepulcros reales (2 Rey. 12: 17-
21; 2 Crón. 24: 25).