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Debates y reflexiones
sobre la identidad
GOBIERNO DEL ESTADO DE VERACRUZ
DE IGNACIO DE LA LLAVE
Impreso en México
Apuntes para el análisis sobre las
identidades juveniles
298
*
106
En la sociología por ejemplo, desde los años sesenta, Erving Goffman
refería a la identidad como elemento clave para comprender la
normalidad y el estigma. Cfr. La presentación de la persona en la vida
cotidiana y Estigma: la identidad deteriorada, dos obras clásicas de
Goffman.
107
Nos referimos a ello partiendo de la definición que da Gilberto Giménez
sobre cultura: “la cultura es la organización social de significados,
interiorizados de modo relativamente estable por los sujetos en forma
de esquemas o de representaciones compartidas, y objetivadas en
formas simbólicas, todo ello en contextos históricamente específicos
y socialmente estructurados. Así definida, la cultura puede ser
abordada ya sea como proceso (punto de vista diacrónico), ya sea como
configuración presente en un momento determinado (punto de vista
sincrónico)” (Giménez, 2007: 49).
299
que, en el caso latinoamericano es representada por
Néstor García Canclini y Gilberto Giménez.
Sin embargo, esta supuesta coincidencia no es una
cuestión de azar, sino que está basada en el origen mismo
de ambas conceptualizaciones. Cultura e identidad son dos
aspectos de la realidad completamente indisociables, ya
que la cultura es el núcleo sobre el que se configuran los
mundos de vida y la fuente de donde los sujetos toman
los referentes necesarios para la conformación de su
identidad, es decir, la cultura no es un ente abstracto que
existe a pesar de los sujetos, sino que ésta es aprendida,
vivida, reproducida y renovada por ellos mismos desde
su propia experiencia en la vida cotidiana. Por tanto, la
concepción que tengamos sobre la cultura determinará
la manera en que analicemos el tema de la identidad y
viceversa.
Aunque sobran los científicos sociales que, apelando
a su carácter condensador, abusan de ambos conceptos
sin definirlos ni problematizarlos. Muchos conciben la
cultura y, por ende, la identidad como categorías cuasi
naturales que se explican por sí mismas. Otros las utilizan
como receptáculos para depositar los aspectos que se
desbordan de las realidades concretas que analizan; y
la gran mayoría se remite a ellas considerando única-
mente su carácter compartido y consensual, perdiendo
de vista que en ambos terrenos se generan y reproducen
disputas, contradicciones, ambigüedades y oposiciones
correspondientes al contexto histórico, político, econó-
mico y social en el que se inscriben.
300
De tal suerte, resulta necesario devolver la mirada
al enfoque que considera a la cultura y a la identidad
como un terreno permanentemente conflictivo, en donde
también tienen lugar diversas formas de confrontación,
lucha y disputa, tal como insistieran en señalarlo
algunos clásicos como Pierre Bourdieu, E.P. Thompson
o Guillermo Bonfil Batalla.
Y es también desde esta concepción que propongo
analizar el tema de las identidades juveniles, ya que
éstas no refieren un terreno romántico y homogéneo
compartido por todos los jóvenes por el simple hecho
de contar con una edad determinada. Por el contrario, la
identidad como cualquier otro elemento cultural, debe
concebirse en relación con la dimensión material de las
sociedades y de sus hombres y mujeres, dimensión que
de antemano constriñe, configura y se incorpora en los
terrenos de la subjetividad identitaria.
301
de la edad que sean, no será difícil enunciar a simple
vista ciertas distinciones básicas entre unos y otros:
si son hombres o mujeres habitantes de zonas rurales
o urbanas con distinto nivel educativo o analfabetas
pobres o con posibilidades de ascenso social que hablan
español o alguna otra lengua por ser indígenas, sólo por
mencionar algunas características de esas por las que
hoy nos hacemos llamar mexicanos. Ante tal diversidad
es imposible pensar que un agregado estadístico se
agrupe en torno a una sola identidad por el simple
hecho de compartir por ejemplo, la edad, el género o
la nacionalidad. Por ello, es que resultan cuestionables
categorías tales como “la identidad juvenil” o “la iden-
tidad nacional”, pues simplifican y excluyen una
multiplicidad de variables que dan al traste con la falsa
idea de homogeneidad social.
Siguiendo tal razonamiento aplicado a “la juventud”
me pregunto, ¿qué significa?, ¿a quiénes define?, ¿qué
función desempeña? En un artículo publicado hace un par
de años (Meneses, 2008) señalé la necesidad de concebir
a “la juventud” como el producto de una construcción
sociocultural ubicada en un contexto particular, que
parte del criterio etario para definir a un sector de la
población específico. Esto es, las sociedades han echado
mano de la dimensión físico-biológica para distinguir a
quienes por su edad se adaptan a diversas designaciones:
niños, jóvenes, adultos o adultos mayores, como se les
llama actualmente. ¿Con qué fin? Probablemente para
crear y mantener el orden social correspondiente con
302
un tiempo y espacio concretos, en el que el acceso a las
formas de producción y reproducción del mundo de
vida estarán delimitadas por la distribución de diversos
poderes de mando, hegemonía y control de recursos.
En todo caso, al tratarse de una construcción social y
cultural –entendiendo a la cultura como una palestra
para la disputa– atravesada por la dimensión material
y política, entonces también el criterio etario es un
recurso, entre muchos otros, que se manipula, adapta
y refuerza con el fin de relegar a “la juventud” a un
espacio de moratoria social y a los jóvenes al papel de
aprendices, en el que no podrán ni deberán reclamar
derechos, poderes ni privilegio alguno.
Ahora bien, si a esto sumamos las relaciones
asimétricas –y para algunos excesivamente injustas– que
en países como el nuestro se construyen en torno a la
clase, etnia o género, resulta fácil advertir que la noción
de “la juventud” es también insostenible cuando se cree
que ha sido única a lo largo del tiempo y en múltiples
espacios u homogénea dentro de cualquier contexto. Por
el contrario, hablar de juventud, en singular, implica
manipular un dato biológico para hacerlo pasar como
una unidad que agrupa a unos sujetos y los diferencia
de otros, manteniendo así una división desigual de
poderes. Por ello, insisto una y otra vez en la necesidad
de concebir a “las juventudes”, en plural, y llegando
aún más lejos podríamos llevarlo a la radicalidad de
Pierre Bourdieu, para quien sólo existen dos juventudes
definidas por la clase social, noble o popular.
303
Así entendido, las juventudes se corresponden con
estos diversos criterios de definición y diferenciación
sobre una etapa de la vida humana transitoria y de
límites arbitrarios,108 construidas socialmente de acuer-
do a un tiempo y lugar específico y al espacio social
que los sujetos ocupen en relación con su género, clase,
territorio, etnia y que tiene por objetivo confinar a los
márgenes a una parte de la población que a su vez
incorpora y acata los límites impuestos, lo que determina
sus aspiraciones y expectativas, pero al mismo tiempo
sus posibilidades de acceso a las formas de producción y
reproducción del mundo.109 Por tanto, si las nociones de
“juventud” e “identidad juvenil” resultan porosas, nos
108
Basta remitirse a los límites etarios que en las últimas dos décadas
han servido para definir a la juventud de acuerdo al ámbito local,
nacional e internacional: 15 a 29 años; 12 a 29; 12 a 25; 15 a 25; 15 a 35.
109
Es por ello que resulta interesante aunque también cuestionable la
reciente iniciativa ciudadana titulada Proyecto 15-35, esto es: “una
iniciativa de articulación juvenil promovida desde organizaciones,
colectivos y jóvenes interesados(as) en incidir en la realidad de la
juventud en México desde una perspectiva de Derechos Humanos
y equidad de género”. Si bien se trata de un proyecto autónomo
generado y promovido por grupos de jóvenes de distintos estados
del país con el fin de “construir una plataforma nacional de juventud
que cohesione a las diversas organizaciones y colectivos juveniles
para promover y contribuir al reconocimiento y ejercicio pleno de los
derechos humanos de la juventud en México, mediante la articulación
de acciones, experiencias y la incidencia en política pública. Buscando
la transformación social y las condiciones de vida digna de las y los
jóvenes”, resulta paradójico que defiendan la idea de prolongar el límite
de edad hasta los 35 años, cuestión que de alguna manera los confina
a un espacio de moratoria social con tintes de irresponsabilidad que
caracteriza a lo que socialmente se concibe como juventud (cfr. Blog
Proyecto 15-35. Plataforma Nacional de Juventud).
304
parece necesario remitirnos al concepto de “identidades
juveniles”.
305
banda. Estos jóvenes fueron los sujetos de estudio de
varios investigadores como Héctor Castillo Berthier
y Rossana Reguillo, por mencionar algunos, quienes
inauguraron una línea de conocimiento con enfoque
social, cultural, psicológico, político y antropológico
referido a “la juventud”. Sería ocioso repetir aquí lo que
se ha escrito hasta el cansancio al respecto, por lo que
sólo resaltaremos algunos de sus rasgos característicos
sin dejar de comentar que las conclusiones de tales
estudios trajeron como consecuencia, por un extremo,
la reivindicación a veces idealizada de esta forma de
grupalidad, y por otro extremo, la estigmatización más
absoluta; errores que han tratado de evitarse en los
estudios posteriores sobre juventudes.
A diferencia del fuerte activismo juvenil en mo-
vimientos sociales de los años sesenta y setenta, la
década de 1980 se caracteriza por una profunda crisis
estructural de la que los jóvenes habitantes de la zona
conurbada de la metrópoli, poblada poco a poco por
familias de migrantes indígenas que llegaban a la ciudad
con ansias de “mejorar”, fueron uno de los sectores que
más resintió los efectos. Sin posibilidades de movilidad
social, estos chavos asumieron la valoración negativa de
su marginalidad para enarbolar al barrio y a la banda
como su único lugar de refugio, en donde las formas
de interacción cotidiana –generalmente violentas–, les
fueron dotando de un amplio sentido de pertenencia
a un territorio y a una comunidad. Cabe señalar que
dentro de las bandas se desarrollan autopercepciones y
306
valoraciones compartidas que son distintas de aquellas
que provienen del marco hegemónico institucional, cues-
tión que volvió a estos jóvenes presa fácil de las formas
de estigmatización y control social que terminaría por
definirlos como delincuentes.
Poco tiempo después llega a México el estilo
punk apropiándoselo, en buena medida, jóvenes en
condiciones similares a los chavos banda, no obstante
los punk se proponían ir más allá de una transgresión
considerada por ellos como superficial, ya que según
su valoración, los banda mantenían el mismo sistema
normativo establecido que los marginaba. Por ende, los
primeros punk se arroparon bajo el lema No future. La
violencia fue el elemento que los vinculó y con base en
ella fueron construyendo una identidad propia, de ahí su
imagen antiestéstica “grotesca” y el consumo excesivo
de drogas y alcohol.
Posteriormente, surge una segunda generación de
punks agrupados en colectivos de activismo político con
el objetivo de transformar radicalmente las estructu-
ras, según su argumentación. Esto los lleva a realizar
acciones colectivas que no sólo se orientan a intercambiar
bienes en el mercado político o a incrementar su par-
ticipación dentro del orden establecido, sino que están
hechos, según ellos, para alterar la lógica dominante
en la producción y apropiación de recursos sociales y
simbólicos. Los conflictos que surgen en este terreno
tienen que ver con la capacidad o la posibilidad de los
jóvenes para definir el sentido de sus acciones, para ser
307
identificados por la distintividad de sus contranormas
y su fuerza para articular proyectos alternativos y,
por tanto, para ser reconocidos como interlocutores
independientes y activos. No obstante, el impacto
de estos grupos no es medible en términos de fuerza
política, su mera existencia supone una inversión de los
sistemas simbólicos incorporados en las relaciones de
poder.
Ya entrados en la década de los 90, de la teoría
social amplia surge una corriente de pensadores pos-
modernistas entre los que destaca el sociólogo francés
Michel Maffesoli, quien “descubre” que después de la
era individualista moderna acuñada en occidente, iba
surgiendo en otras regiones como América Latina, una
nueva forma de socialidad de tipo tribal ampliamente
ejemplificada por los jóvenes. Maffesoli entonces afir-
maba que las redes sociales eran mucho más poderosas
y efectivas que las instituciones, de ahí que los jóvenes
prefirieran crear vínculos y organizarse a manera de
tribus urbanas, en donde la proxemia marcaría las
formas de convivencia expresadas en los rave y en las
novedosas formas de expresión juvenil. Para dicho autor:
308
Por lo que entra en boga el término de tribus urbanas
para aproximarse y definir las formas de agregación
juvenil, a partir de lo cual surge una nueva camada de
investigadores.
Según Pere-Oriol Costa, una tribu urbana se cons-
tituye como un conjunto de reglas diferenciadoras a
las que el joven decide confiar su imagen [sic] con altos
niveles de implicación personal; en donde sus miembros
pueden construir con relativa claridad una imagen, un
esquema de actitudes y/o comportamientos, gracias a
los cuales pueden salir del anonimato con un sentido de
la identidad reafirmado y reforzado. Cuantitativamente,
pertenecer a una tribu es una opción minoritaria en la
realidad urbana, pero es significativa en cuanto a su
visibilidad llamativa porque quiere exceder las reglas
de la sociedad dominante y uniformadora; reafirma la
contradictoria operación de una identidad que quiere
escapar de la uniformidad; constituye un factor po-
tencial de desorden y agitación social. El look más
extremo y menos convencional revela una actitud (y una
necesidad) autoexpresiva más intensa de lo habitual y
en consecuencia también más activa, pudiendo mani-
festarse de forma agresiva y violenta; la relación de
pertenencia del individuo al grupo es intensa y aporta
un sentido existencial.110
110
Las cursivas son mías. Si se quiere abundar más al respecto, cfr. Costa
et al., 1996.
309
Al revisar la definición de tal categoría y traerla a
cuento para comprender las formas de grupalidad juvenil
en nuestro contexto estamos obligados –al menos– a
considerar que millones de jóvenes quizá similares por
edad, pero diversos por su pertenencia étnica, el lugar en
donde habitan, su nivel educativo, la clase social a la que
pertenecen y su género, quedan fuera del molde de las
tribus urbanas a pesar de que por efecto de los procesos
internacionales de globalización, la mayor parte de las
formas de agregación son adoptadas de otros países en
donde se viven realidades distintas a la nuestra.
Millones y millones de jóvenes en este país viven
en espacios rurales, más de la mitad de la población
juvenil son mujeres con problemáticas específicas,
sus necesidades distan de ser superficiales y estar ba-
sadas en la imagen, la estética o el tiempo libre y sus
expectativas tampoco se resuelven a través de redes
humanas alimentadas de puritito afecto. Leer así la
realidad puede pasar bajo el manto de la simpleza
o de la perversidad. En cambio, los observadores que
decidan profundizar sabrán que existen otras posi-
bles explicaciones, en donde las instituciones y las
relaciones humanas no romantizadas cumplen un papel
preponderante sobre los cambios y persistencias del
mundo en que vivimos y del que los jóvenes forman
parte y poco a poco van tomando las riendas.
Por su parte, el antropólogo catalán Carles Feixa
(1998: 60) desarrolla el término de culturas juveniles
definiéndolas como:
310
[…] la manera en que las experiencias sociales de los
jóvenes son expresadas colectivamente mediante la
construcción de estilos de vida distintivos, localizados
fundamentalmente en el tiempo libre, o en espacios
intersticiales de la vida institucional. En un sentido más
restringido, definen la aparición de “microsociedades
juveniles”, con grados significativos de autonomía
respecto de las “instituciones adultas” que se dotan de
espacios y tiempos específicos.
311
juvenil en circunstancias sociales concretas. Con base
en lo anterior, volvemos a tomar la propuesta de Feixa,
quien sugiere un análisis en dos planos:
1) El de las condiciones sociales en las que se
insertan [sic] los jóvenes y sus comunidades, entre las que
cuentan el género, la adscripción de clase,111 el territorio
y el estilo como un tipo de condición que “enclasa” a
los jóvenes dentro de ciertas categorías distintivas
que reciben, por lo mismo, una cierta valoración social
general;
2) Las imágenes culturales, entre las que se en-
cuentran: el lenguaje, la música, la estética, las acti-
vidades focales, los fanzines, el grafiti, las radios libres,
etc., dando al traste con la visión que pretende ubicar a
los jóvenes como receptores pasivos. La función interna
de estas producciones es la reafirmación de las fronteras
del grupo y la función externa es darse a conocer en
relación con todos aquellos que no pertenecen a la
cultura de adscripción. Por mi parte, agregaría que
las imágenes culturales sirven al mismo tiempo como
elemento estratégico en el conflicto para intentar
transformar el estigma (la valoración negativa de la que
muchos jóvenes son objeto) en emblema (una bandera
de reconocimiento, control y resistencia).
111
Feixa concibe a la clase como una adscripción, cuestión que no comparto
ya que el término remitiría a un posible margen de elección que en
términos materiales y de nuestros tiempos resulta cuestionable.
312
Este esquema es sistematizado por Feixa a partir
de la metáfora del reloj de arena, ya que a la manera de
este instrumento, nos dice el autor, pueden invertirse
las influencias entre las culturas juveniles y la cultura
hegemónica y parental. Además, tales inversiones
mutuas reflejan el carácter temporal de las culturas
juveniles en su aparición, mantenimiento, absorción por
el sistema y, por tanto, en su desaparición.
De esta forma, subyace la idea de que existen
diversas culturas juveniles, lo cual a su vez remite
a la noción de culturas alternas a la cultura juvenil
hegemónica. Por otro lado, si hablamos de culturas
como expresiones sociales que constituyen mundos
de vida compartidos, entonces no podemos disociarlas
del problema de la identidad que se desarrolla por su
conducto. En este marco, cobra relevancia el hecho de
analizar el tipo de identidades que se conforma a la par
de las culturas juveniles.
313
referirnos a la identidad también desde el plano
colectivo, no individual.112
En los terrenos de la identidad individual, Gilberto
Giménez explica que los sujetos cuentan con una doble
serie de atributos que los definen en su particularidad
y determinan sus formas de ser, estar y relacionarse
con los otros partiendo de sus mundos de vida. De
tal suerte que contamos con atributos de pertenencia
social que implican la identificación con diferentes
categorías, grupos y colectivos sociales con los que se
comparten parcial o totalmente los modelos culturales,
esto es, la clase social, etnia, territorio, edad y género;
y los atributos particularizantes múltiples, variados y
dinámicos que determinan la unicidad idiosincrática del
sujeto, entre los que cuentan el carácter, el estilo, la red
personal de relaciones íntimas, los objetos entrañables
y la biografía personal incanjeable. La composición de
estas dos series da como resultado una sola identidad
multidimensional del sujeto individual.
112
Retomando la definición que Gilberto Giménez (2005) elabora sobre
identidad individual: “un proceso subjetivo (y frecuentemente auto-
reflexivo) por el que los sujetos definen su diferencia de otros sujetos
(y de su entorno social) mediante la auto-asignación de un repertorio
de atributos culturales frecuentemente valorizados y relativamente
estables en el tiempo. Pero debe añadirse de inmediato una precisión
capital: la autoidentificación del sujeto del modo susodicho requiere
ser reconocida por los demás sujetos con quienes interactúa para que
exista social y públicamente. Por eso decimos que la identidad del
individuo no es simplemente numérica, sino también una identidad
cualitativa que se forma, se mantiene y se manifiesta en y por los
procesos de interacción y comunicación social”.
314
De aquí que sea absolutamente cuestionable el
planteamiento de posmodernos, como Zygmunt Bauman,
quienes predican que en el mundo contemporáneo
los sujetos ya no poseen una sola identidad concreta,
sino que la velocidad de los tiempos, la constante
movilidad espacial y la instantaneidad en las relaciones
humanas hacen que poseamos “múltiples identidades”
“fragmentadas” por la “pérdida de sentido” que los su-
jetos “pasivos” experimentan en este mundo “líquido”.
Por el contrario, me adscribo a otra línea de
pensamiento en la que sostenemos que los sujetos no
poseemos múltiples identidades, sino una sola identidad
configurada a partir de múltiples dimensiones, algunas
más dinámicas y cambiantes, otras sólidas e intrans-
feribles, que corresponden con un contexto más amplio
fincado en la conciencia individual y en la experiencia
social. Cuestión que a su vez influye, aunque ciertamente
no determina, la propensión del sujeto a sumarse a una
colectividad.
Ahora bien, partiendo de la comprensión de lo
que significa la identidad individual podemos pensar
en identidades colectivas propias de las formas de
agregación juvenil, pero sólo por analogía, pues la
identidad colectiva trata de un conjunto de individuos
interrelacionados, cuyas dinámicas trascienden la mera
suma de los procesos individuales.
Cierto es que el concepto de identidad colectiva
proviene del estudio de los movimientos y de los
actores sociales, sin embargo, varios de los aspectos
315
señalados para este campo pueden ser aplicables al
caso de las identidades juveniles en el siguiente sentido:
la construcción de la identidad colectiva deviene de
un proceso interactivo y compartido, mediante el cual
los jóvenes que la conforman producen las estructuras
cognoscitivas comunes que les permiten valorar el
ambiente. Las definiciones que formulan son, por un
lado, el resultado de las interacciones negociadas y
de las relaciones de influencia y, por el otro, el fruto
del reconocimiento emocional. En este sentido, las
identidades juveniles tampoco se basan exclusivamente
en el cálculo de costos y beneficios. La propensión de
un joven a implicarse en un grupo está ligada al acceso
diferencial a los recursos que le permiten participar en
el proceso de construcción de la identidad.
Además, las identidades juveniles pueden dividirse
(analíticamente) y ser consideradas desde un punto de
vista interno y externo. Es decir, ellas comportan una
tensión irresuelta e irresoluble entre la definición que
un grupo da de sí mismo y el reconocimiento otorgado a
las mismas por el resto de la sociedad. La autoidentifica-
ción, en este marco, requiere lograr el reconocimiento
social para que sirva como una base de distintividad
particular. La lucha por el reconocimiento social es un
proceso dialéctico, pues los jóvenes luchan para que se
les reconozca como ellos quieren definirse, mientras que
los otros tratan de imponerles su propia definición de lo
que son. Por ende, resulta imposible hablar de identidad
colectiva sin referirse a esta dimensión relacional.
316
Alberto Melucci (1996, citado por Giménez, 2007:
68-69) define la identidad colectiva como:
317
con ello se dejan de lado otras cuestiones tales como las
condiciones que hacen posible su aparición y desarrollo.
En nuestro caso, hay que preguntarnos qué es lo que
orilla a los jóvenes a participar o a definir su identidad
a partir de las formas de agregación juvenil. Además, si
tomamos como principal variable la identidad, hay que
reconocer que ésta no es homogénea aun dentro de una
misma colectividad o grupo. Hay que analizar también
si los participantes de un colectivo poseen referencias
identitarias previas que los llevan a conglomerarse
alrededor de un criterio de referencia o si la identificación
con el grupo se desarrolla al ya estar inserto.
Otro punto importante es la relación que se
establece entre la distintividad identitaria que quiere
desarrollar o desarrolla una grupalidad juvenil y las
respuestas de otros grupos con respecto a los cuales se
están diferenciando; generalmente se trata de grupos
hegemónicos. En este sentido, se ha observado que
mientras más reprimido, estigmatizado y separado se
autoperciba un grupo, la identidad tenderá a reforzarse.
Consideraciones finales
318
¿cómo se construye, se mantiene y se transforma?,
¿cuál es su relación con la cultura?, ¿cómo se vive y ope-
ra en la vida cotidiana?, entre otras. Ahora bien, si
partimos de que la identidad no es una esencia ni una
entelequia, sino un constructo humano necesario para
concebirnos como sujetos únicos viviendo en relación
con los otros, el siguiente paso nos lleva a averiguar cómo
opera en los niveles de la materialidad y la subjetividad
humana, lo que en mi caso –como en el de muchos otros–
me alienta a pensar en torno a las diversas experiencias
de ser joven.
Como vimos a lo largo de estas páginas, el tema de
las identidades juveniles ha motivado una larga discu-
sión permanentemente renovada por los interesados
en el tema, de donde siguen surgiendo categorías y
enfoques de aproximación a fin de comprender quiénes
son y cómo viven los jóvenes. No obstante la riqueza
analítica de estas propuestas, hemos caído en el error
de convertirlas en moldes en los que tratamos de meter
con calzador a todos por el simple hecho de contar con
una edad determinada. En consecuencia, esas categorías
resultan ampliamente desbordadas al contrastarlas con
la realidad y mucho más al tratar de “adaptarlas” a
un contexto como el nuestro. Aunque por ahora habrá
que explorar en los límites y alcances de conceptos
como el de adscripciones identitarias o corporalidades
juveniles, con las que está trabajando recientemente el
antropólogo Alfredo Nateras (2009).
319
De igual forma, si bien son muchos los trabajos
que se han escrito sobre juventud, son pocos los temas
a los que los juvenólogos recurren una y otra vez. No
cabe duda de que predominan los estudios sobre
jóvenes hombres y sus formas manifiestas de utilizar y
resignificar los espacios públicos (la calle, el barrio) o de
relacionarse abiertamente a través de la violencia física
(las bandas, la mara). Prevalecen los estudios sobre
jóvenes urbanos populares y sus formas de interacción
y grupalidad (los punks, los darks, los skates); destacan
los temas relacionados con formas de expresión artística
(el grafiti, el rock); y repetidamente nos referimos a ellos
como víctimas.
De esta forma, hemos perdido de vista que en el
universo académico reproducimos ciertas lógicas de
dominación que por el contrario estaríamos obligados a
invertir críticamente. Yo me pregunto por qué no se han
estudiado otros temas relacionados con jóvenes mujeres
sin que tengan que estar analizados necesariamente
desde la perspectiva de género. Los científicos sociales en
México, poco hemos dicho sobre quiénes son, cómo son,
cómo conviven y se agrupan los jóvenes provenientes de
las clases dominantes. Tampoco nos hemos cuestionado
sobre lo que ocurre cuando un sujeto rebasa el criterio
etario que lo designa como joven; por ejemplo, si un
punk podía ser tal al llegar a los 35 años, ¿deja de ser
joven?, ¿deja de ser punk?, ¿de un momento a otro se
puede dejar de ser lo que se era?113 O, ¿qué hemos dicho
113
Hace un par de años realicé, junto con dos colegas, un documental
320
sobre las formas de participación política en que los
jóvenes interpelan a las instituciones cuestionando y, a
veces, transformando las propias estructuras sobre las
que se ha construido su modo de vida? ¿Cómo analizar
los efectos de los procesos migratorios que orillan a
miles de jóvenes a dejar su lugar de origen para ir en
busca de un lugar mejor, en el cual poder gozar de una
vida humanamente más justa?, por ejemplo, del campo
a la ciudad o de México a Estados Unidos. Por último, la
dimensión racial tan presente en una sociedad de matriz
colonial como la nuestra sigue siendo invisibilizada por
un discurso homogeneizante que pretende definir a “la
juventud”, con lo que permanentemente ignoramos a los
millones de jóvenes indígenas que hablan otra lengua,
que viven en comunidades rurales y tienen otro tipo de
necesidades, aspiraciones y expectativas que los llevan a
ser jóvenes de otra manera o quizá a sólo serlo por edad.
Aunque en este último punto no quiero dejar de
mencionar los trabajos del lingüista Tiosha Bojórquez
(2010), quien empieza a explorar qué hay detrás del
proceso identitario de los jóvenes indígenas que cantan
rap hip hop en lengua materna, como una forma de
refuncionalizar su identidad local en el contexto de
un mundo globalizado; y al antropólogo Jan Rus, que
indaga en la experiencia cotidiana de miles de jóvenes
321
indígenas que habitan en la ciudad de San Cristóbal de
las Casas, Chiapas.
Tal vez sea importante dar un paso más allá de
la identidad para plantear otro tipo de preguntas
relacionadas con los jóvenes y el mundo en el que les
toca vivir. Tan sólo en el mes de julio encontré tres notas
periodísticas que refieren a problemas estructurales que
lejos están de ser explicados por categorías superficiales
desde las que hemos intentando asir los aspectos
visibles de las juventudes. Por ejemplo, según datos del
Módulo de trabajo infantil 2009 presentado por el
inegi, casi tres millones de niños –¿y jóvenes?– de entre
322
más extensas jornadas laborales, los empleos menos
estables y los más bajos salarios (Poy, 2010).
Y continúa la nota:
Bibliografía
323
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6n1eco
Material audiovisual
326
Índice
La identidad y su metamorfosis . . . . . . . . . . . . . 25